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El traidor

Entendía que aquella miserable tarea podría tomarle meses, años, o en el menor de los
casos, días tan largos e insufribles como estos; pero en definitiva, se resolvió a
emprenderla. Tenía frente a él un escritorio, que evidentemente no lo era, que parecía ser
más bien una mesita de campo; pero de todos modos, eficiente para el uso que le
destinaba. Sobre éste, apiladas de forma caótica, miles de hojas con señales indescifrables
daban un aspecto obsesivo a la habitación. Aquel tallado rural, una silla de paja que le
hacía de juego y la cama eran el único mobiliario. Había escrito no poco, sin embargo todo
era llevado por los días, una y otra vez en una situación exasperante. Ese era el problema
de trabajar dormido, mas tenía lo propio, creía él, para resarcirse de aquel mal hábito que
la naturaleza de sus instintos le había otorgado. Llegada la hora de dormir, luego de haber
disfrutado morderse la falsa piel de los dedos y caminar de esquina a esquina cincuenta
veces por su cuarto, silbaba una de las tantas fantasías de las que tenía memoria hasta
conciliar el sueño. A veces las confundía y superponía de un modo tan maniaco, que
creaba una nueva escritura musical. Esto lo alteraba de una forma desmesurada. Así la
mañana le sorprendía, tratando de llegar al modo adecuado de armonizar la fuga de la
pieza con el preludio del sueño. En algunas ocasiones, muy pocas, por lo que a través de
su obra se nos ha informado, llegaba luego de aquel bello trance a la plenitud del letargo,
entonces brotaba en él, un tempestuoso espíritu que conminaba a su alma a la creación.
En aquellos momentos de dormido, jamás dormía. Su encorvada figura sólo reducíase a
escribir, hoja tras hoja, con letra audaz, como él u otro poeta solía llamar, a los hijos
monstruosos de su inspiración. Podía despertar en tres días, tal vez apenas en algunas
horas. Hubo una ocasión en la que no lo hizo hasta en dos semanas, conclusión a la que
llegaron estudios enfocados en la continuidad de su escritura, debido a las dimensiones
del poema que había perpetrado. Y es que tan sólo podía crear un poema por noche y
jamás continuarlo. Esta peculiaridad era el más caro objeto de su delirio.

En sus escritos podemos ver formas desde la poesía épica antigua hasta sonetos
románticos, desde el epigrama palatino hasta la elegía. He tratado de prologar alguno de
ellos sin éxito debido a su complejidad o a tal vez, a su locura. Solía contarme, echado en
cama, que consideraba que la mejor parte del día era el despertar, ya que gustaba de
contemplar los regalos que la providencia le había traído cada mañana. Sin embargo había
días en los cuales el insomnio jugaba cruelmente con su vida y se llevaba sus mañanas.
Una vez, llorando, me dijo al visitarlo que era mejor que lo matara, ya que su vida sin la
creación de algo nuevo no era digna. Que tal vez hubiera sido mejor regresar al hogar, que
odiaba su mesita. Trataba de animarlo como podía, en cierta forma una manera de
hacerlo será escribiendo este pequeño tratado. Pensaba siempre en el suicidio, decía
que tarde o temprano lo encontrarían colgado de algún árbol. Sin embargo nunca le vi
romper vidrio alguno de la ventana e intentar cortarse el cuello con éste, como hubiera
procedido un hipotético suicida, o como lo hubiese hecho yo, en este caso. Es más, jamás
lo vieron salir de aquel cuarto. Llegué a pensar que sus delirios de muerte eran algo así
como las pesadillas que no podía tener al cerrar los ojos. Una suerte de tragedia de
infecundidad en una fecunda naturaleza. Al llegar a este pensamiento, puedo traer a
colación la primera idea con la cual quise comenzar mi reseña, su gran obra. Había
pensado en ella desde hace mucho, la había intentado otro poco con infortunio. Su
anhelo era el verso solar, el verso lunar, la poesía de la noche y la mañana. Trazar de un
solo pulso de impresión la totalidad de los seres, el vacío, el mundo. Sabía yo que su
pequeño y orgulloso cuerpo no tenía otra consigna en esta vida, que era necesario
alimentarlo exclusivamente para este fin. Que no valdría la pena verle hallarse tranquilo,
que sería aburrido encontrarle así. De este modo me tomé la consigna de azuzarlo. No era
una labor discreta, encontré a esto sumamente cansado. Los primeros años lo visitaba
siempre que el trabajo no me lo impedía para ayudarlo a dormir, luego tuve que renunciar
al trabajo. Me tomé la libertad de recopilar sus escritos y de descifrarlos en algunos casos,
ya que debido al sonambulismo, era imposible incluso para él reconstruir su trazo. Así que
lo hacíamos juntos, algunas veces con ventura, otras con la desdicha propia de haber
perdido el poema amado. Ambos deseábamos el poema definitivo, le sugerí que lo
llamase “El sueño”, porque eso era lo único que le faltaba, me dijo que el nombre caía
desde muy lejos, al igual que el poema, y que desgraciadamente se estaba hartando de
todas las noches intentarlo. Pero una noche, una en la que a mi pesar no estuve junto a
él, surgió lo inesperado. Me disponía a escribir mi propia obra, cuando en plena
madrugada sentí desaforados golpes a la puerta. “¡Lo he logrado!”- gritaba desde afuera,
agitado. “El poema, está aquí, míralo, fue solo un verso al fin y al cabo, ¡lo será todo para
mí! ¡Mira lo bello y simple que es!”. Me tendió apresuradamente un folio plegado
mientras temblaba conmocionado. Desplegué la hoja, extrañado, y leí de un solo golpe; de
pronto un odioso zumbido irrumpió en mis oídos. Cerré inmediatamente el papel,
haciéndole notar que su consideración había sido infame, pero que a pesar de ello, le
agradecía el haberme visitado. Lo llevé tranquilamente hacia la puerta y tomando el viejo
cortaplumas de mi velador, en un acceso de pericia, lo apuñalé hasta el hartazgo. Luego
de limpiarme la sangre, fui hasta su cabaña y embalé todos sus escritos, decido a
preservarlos finalmente al orgullo y la ulterior gloria. Pondré allí como epígrafe su
último, y para mí, más preclaro verso: “Desollar al amigo jamás será profano”. Por Dios
que lo haré eterno.

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