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COLECCIÓN

NARRATIVAS

JOSÉ GAI

LAS MANOS AL FUEGO


-,

@Jamar
Enitores
Las manos al fuego
©José Gai, 2006
©Tajamar Editores Ltda., 2006
La Concepción 358. Providencia. Santiago
Teléfono: 56-2-343.42.12. Fax: 56-2-204.14.92
e-mail: cajon@netline.cl
Inscripción en el Registro de Propiedad Intelectual: 158.352
ISBN: 956-8245-19-7

Composición: Salgó Ltda.


Diseño de portada: José Bórquez
Impreso en Chile/Printed in Chile
Primera edición: noviembre de 2006

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,


almacenada o transmitida en 1nanera alguna ni por ningún medio,
ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia,
sin autorización previa del editor.
A María y fosé
Todo estaba igual. La habitación seguía tan mal ventilada, des-
ordenada e impersonal como siempre. Abrí un par de ventanas
y me serví una copa en la cocina. Me senté en el sofá y clavé
la vista en la pared. Fuera adonde fuera, hiciera lo que hiciese,
esto era lo que encontraría al volver: una pared vacía en una
habitación vacía de una casa vacía.

RAYMOND CHANDLER
PlayBack
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No me gustan los regresos. De ningún tipo. Basta con lo que vas


viviendo como para querer repasarlo o recordarlo. Mi boleto no tiene
regreso, canto yo a coro con José Alfredo Jiménez. Y en mi lista negra
los regresos laborales están en primera fila. O en segunda. Y más
aún cuando acabas de escaparte casi tres semanas de la oficina, y a
una playa, a comienzos de marzo. Poca gente, cero bullicio, toda la
costanera para ti. Como para no querer volver, pero tuve que hacerlo.
Ni un gesto de la Providencia, ni una fortuna legada por un pariente
desconocido, ni un premio de lotería; ningún salvavidas vino a mí en
esas semanas. Nada que hacer; sólo acatar y empacar. Y repetir: el
despertador impertinente, la ducha, el bus con demasiados pasajeros
y con demasiados olores nada de pasajeros, el gris del centro y el gris
del edilicio, la boca oscura del pasaje y el oscuro hueco del ascensor,
el timbre, el ruido de las poleas y, al final, la jaula del ascensor frente
a mí.
Pero esa vez todo era más tolerable porque llevaba algo para
atenuar el retorno. Un pequeño as bajo la manga. Bajo la bufanda,
en verdad.
-Linda bufanda, señor. ¿Y cómo estuvieron sus vacaciones?
-me dijo el viejo ascensorista.
Respondí cualquier cosa lúgubre sobre las vacaciones y él guar-
dó silencio; ya había cumplido con su deber de saludarme y volvió
a replegarse al pequeño mundo de su pajarera metálica con la reja
corrediza al frente. Un canario ya sin plumas y tan despistado como
para no sorprenderse de que a mediados de marzo, y por más que
el clima siguiera benévolo (hablando de Santiago eso era sólo una
metáfora), alguien llegara a trabajar con una bufanda hasta la nariz.
Aunque fuera alguien un tanto loco, como yo.

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Y yo tenía una teoría sobre el ascensorista. Una vez se la conté a
Ana María y le hice una apuesta. La teoría era que al viejo lo habían
instalado arriba de una base de cemento recubierto de parqué, después
construyeron el ascensor en torno suyo y él nunca más se movió.
-Falso. Las veces en que me voy tarde él ya no está y tengo que
manejar el ascensor -dijo Ana María, siempre tan racional.
-No has mirado hacia arriba. El viejo se agarra del techo, como
un canario, y pasa ahí la noche. Perdiste la apuesta y me debes un
beso en la boca.
Dijo que no y me explicó racionalmente, una vez más, que ella
no había aceptado ninguna apuesta.
Ana María era así, y eso le iba bien a la oficina. Y a mí, porque
me anotaba religiosamente los mensajes y de vez en cuando arreglaba
el desorden de mi mesa. Buena secretaria, buenas piernas, pero ésa
era otra historia. Una historia pasada. Ahora yo acababa de ajustarme
la corbata, puesta de apuro al llegar al edificio, y entrar a la recep-
ción, el reino de Ana María. Me planté frente a ella con mi bufanda,
rogando que no hubiera visto a Malcom McDowell en If y no me
reprochara mi falta de originalidad. Y esperé de su mente racional la
pregunta que no hizo el ascensorista.
-¿Y esa bufanda? -dijo, cumpliendo mis expectativas.
-Adivina por qué.
-Mmm ... ¿Te volaron un diente en tus vacaciones? -también
ella intentaba sin éxito el humor.
-No.
-Lástima. ¿Se te infectó una muela? Aunque no debe de ser la
del juicio.
-Tampoco. ¿Te rindes?
-Bueno, pero sin apuestas -además, tenía buena memoria.
-¡Chachán ... ! -dije como un adolescente cualquiera, como
aquel joven Malcom McDowell de vuelta a clases en la primera esce-
na de If, y me quité la bufanda.
-¿Bigotes ... ? -en su voz había sorpresa y algo así como un
reproche.
-Sí, ¿cuál es el problema? Antes los usaba.
-Nunca supe. Te ves diferente. Y te pareces a alguien.
Eso lo esperaba, de ella y de otros.

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-¿Y a quién me parezco?
-No sé ... -su ceño se frunció y apoyó el codo izquierdo sobre
la mesa para afirmar su mentón mientras pensaba. El brazo presionó
los pechos, que se levantaron levemente. Tenía buenos pechos Ana
María, pero eso también era otra historia. Ella descubrió mi mirada
y bajó el brazo. Sus ojos ya habían empezado a censurarme, pero se
iluminaron de pronto.
-¡Ya! No es que te parezcas a alguien en especial; te pareces al
estilo de los miristas y socialistas de hace ... doce, diez años. De antes
del golpe, claro.
Lo sabía. Antes había sido así. Y en una época me agradó; res-
ponder al biotipo mirista me sentaba bien. Pero de pronto dejó de
ser una ventaja; podía representar un boleto para los más refinados
clubes de tortura. Por suerte yo me había operado de mis mostachos
justo a tiempo. Los compadres del movimiento fueron tajantes: no
podía andar por la calle con ese aspecto y comprometerlos. Además,
no me lo dijo cualquiera. Fue una orden muy especial de una persona
muy especial que ... Qye nada. Basta con eso.
Y Ana María también tenía razón en lo otro: entrábamos en la
tierra derecha de los diez años del golpe militar. Por eso, al irme de
vacaciones pensé que me merecía los bigotes de antaño. Ella, ahora,
no aprobaba mi decisión.
-Los socios pueden molestarse con tus mostachos. No es bue-
no para la oficina tener un procurador con facha de mirista paseán-
dose por los tribunales.
-¿Y qué crees que piensan en los tribunales de nuestra oficina?
-Lo sé, pero para qué refregárselos en las narices. En todo caso,
no te quedan mal.
Dejó de mirarme y abrió una carpeta. La secretaria modelo vol-
vía a lo suyo.
-Voy a mi templo del trabajo -dije-. ¿Este era mi despacho,
no?
Abrí la puerta del clóset atestado con los legajos del bufete, y
Ana María le dedicó un octavo de sonrisa a mi chiste repetido. Cerré
el clóset, eché a caminar por el pasillo acariciándome mis bigotes en
desarrollo y entré en mi habitáculo. Me desplomé en la silla para vi-
sitas -o clientes, cuando los había-, aflojé la corbata y destiné unos

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minutos a observar las paredes desnudas, a contemplar las torres de
la Catedral, que decoraban gratuitamente mi ventana, y a pensar en
el lastre de los regresos. Sentí ruidos. Empezaba a llegar la gente; se
iniciaba otro día de trabajo. Para mí, otro año rutinario.
Eso creí. Una vez más, tratándose de regresos, me equivocaría.

Arturo se acercó a saludarme con su efusividad atolondrada y el


aliento agrio de siempre. Era procurador, como yo, pero con una di-
ferencia: él aún creía que su trabajo era importante. Hizo los comen-
tarios inevitables sobre el bigote, pero no le acertó a su significado
setentero; para él, los comunistas lo usaban así. Es que era muy joven
y no sabía nada o casi nada de cultura izquierdista pre golpe. Después
me dio la primera noticia laboral.
-A las nueve en punto, reunión con los socios. Parece que hay
un par de casos gordos y tendremos que darles prioridad. Así es que
no sigas ordenando tus carpetas.
También él se creía chistoso. Durante mis vacaciones, mis pape-
les no se habían movido un centímetro; mérito de la señora del aseo,
que siempre sabía cuándo uno iba a ausentarse y, en vez de perturbar
el despacho a diario, lo visitaba sólo una vez a la semana para dar
unos plumerazos a las superficies más expuestas al polvo.
Reunión con los socios, un par de casos gordos ... Eso merecía
el primer café del día. Saqué el anafe del último cajón, lo enchufé
y preparé mi brebaje. Tuve que partir por raspar la costra que se
había formado en el café; no había cerrado bien el frasco al salir de
vacaciones. Un par de casos gordos ... En nuestro trabajo siempre
existían. Una oficina que se dedicaba a los derechos humanos en esos
tiempos estaba expuesta a ellos y a los peligros complementarios. Ya
todos teníamos experiencia y nos habíamos ganado nuestras heridas
de combate: fiscales militares que acusaban al bufete de ser nido de
comunistas, artículos de prensa teledirigidos por los mismos fiscales
y que nos hacían puré, y telefonazos en mitad de la noche a las casas,
con insultos y promesas de palizas o un viaje al cementerio, sólo de
ida. Y también, por lo menos cada dos años, y pese a todas las provi-
dencias, una incursión nocturna en la oficina. A veces los conocidos
de siempre se llevaban cualquier cosa que encontraban; otras veces,
las últimas, buscaban específicamente nuestros documentos sobre

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algún proceso en particular. Es que también se progresaba en el ban-
do contrario.
Pero se aprendía a sobrevivir. Era mi caso, al menos. Diez años
atrás (diez años, pensé; voy a pasarme clavado a esa marca) estaba
mucho peor: semiclandestino, con los estudios de Leyes interrum-
pidos desde hacía tiempo, con escasas posibilidades de reiniciarlos y
dudando si afrontar la vergüenza de exiliarme o buscar algo en qué
ganarme la vida.
Las cosas mejoraron después de unos meses negros. Un director
de la escuela que quería estar en relativa paz con su conciencia nos
permitió a varios retomar los estudios, previo análisis de cada situación.
Era una apuesta arriesgada; uno podía terminar sentado en una sala de
clases o en una silla de interrogatorios de laDina. Todo dependía de los
antecedentes o del humor de quien estudiaba los antecedentes. Tuve
suerte. Y sin apurarme -porque también había que trabajar, y en lo
que fuera-, terminé la carrera. Pero ni pensar todavía en titularme. Y
entonces surgió una posibilidad laboral. Dos abogados democratacris-
tianos acababan de crear una oficina para casos de derechos humanos.
Gente valiente. Y gente que apostaba a largo plazo, también. Tenían
prestigio, relaciones, contactos; era difícil que les pasara algo y podían
sacar patente de héroes. Bueno, pero se atrevieron; no como otros. Uno
de los profesores ayudantes de la escuela, y que me había tomado cier-
to aprecio entre tortura y tortura (académica, sólo eso), me contó en
voz baja que un amigo suyo formaría parte de esa oficina y me dio su
teléfono. El encuentro fue cerca de los Tribunales, en el bar Congreso,
una noche de vino barato, harto frío y mucho humo de tabaco. Me
anotó sus datos en una servilleta salpicada de tinto, como deben ser
las servilletas en lugares como ése. Temprano al otro día aparecí por
el edificio de Catedral, a media cuadra de la Plaza de Armas. La jaula
del ascensor y el viejo adentro. Sexto piso, a la izquierda, tercera puerta.
En la recepción de la oficina, Ana María. Me atendió muy seria, como
iba a serlo siempre, o casi siempre. Y sus patrones me aceptaron. Y ya
habían pasado más de cinco años.
También había pasado media hora. Sentí voces que se juntaban
en el corredor: la reunión, los dos casos gordos. Del alto de carpetas
escogí la inferior; el polvo la había respetado. Tomé la bufanda del
respaldo de la silla, pero me arrepentí; tarde o temprano tenía que

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dar la cara. Me asomé al pasillo, ajusté el nudo de la corbata y respiré
profundo. Aquí vamos; otro año más, me dije.

Ferrer era el más visible de los socios. Le gustaba dar entrevistas


y aparecer en las fotos de la prensa, aunque la prensa de entonces
le racionaba ese placer. Alguien me contó que de joven había sido
flaco como un galgo. Además, tenía perfil de galgo, el pelo escaso y
terminado en una cola de pato, tal como lo usaban los niños bien de
su adolescencia, y un notorio sobrepeso distribuido entre su doble
papada y la panza que torturaba los últimos botones de su camisa.
También tenía una voz grave, ideal para alegar en los estrados.
Él lo sabí~ y le sacaba partido. Con ese tono nos puso al tanto. El
primer caso me pareció normal para los tiempos y pens~ que Arturo
se excedía en su celo profesional. Dos jóvenes universitarios habían
sido secuestrados y amedrentados durante unas horas. El motivo, co-
laborar en la pastoral de derechos humanos en una parroquia a cargo
de un cura francés al que los diarios le colgaban el cartel de marxista.
Había que interponer recursos por los dos muchachos y por él, dejar
constancia en la policía, pedirles protección, hacer algo de bulla en
los dos o tres medios de prensa que estaban del lado de la oposición,
y fin. Un trabajo sencillo; era cosa de actuar rápido. Se lo asignaron
a Macaya. Era un abogado joven y nos conocíamos desde la escuela.
Entró después de mí, pero él sí logró terminar la carrera con obstácu-
los del proceso académico y ahora yo trabajaba a sus órdenes. Podría
haberse puesto soberbio, ¿por qué no?, como tantos. Pero no lo hizo.
Nos llevábamos bien.
El segundo caso era menos habitual, aun para esos años. Un
empresario cercano al comité de ayuda a los presos poüticos, y a mis
patrones, había empezado a ser perseguido y amenazado. Tres días
antes, había desaparecido. Dejó una nota supuestamente auténtica:
se iba fuera de Santiago para eludir la cobranza de algunos cheques;
la crisis económica lo había atrapado. La esposa y los hijos no creían
la versión. Pero existía otro elemento que apartaba el caso del camino
más fácil, el de un probable secuestro por agentes de inteligencia. Al
registrar sus cosas encontraron uno que otro papel que hacía suponer
una aventura sentimental con una funcionaria de su empresa, que no
había vuelto al trabajo ni a su casa desde el día de la desaparición.

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Un tufillo a sexo; el caso ya no era tan sencillo. Ferrer dijo que era
complicado involucrarse para luego descubrir que no existía un móvil
político, sino un simple amorío ilegal. Hizo una pausa. Todos nos
miramos. Y yo, no sé por qué, pregunté.
-¿Alguna pista de dónde puedan haberse ido, si es que se fue-
ron juntos?
Ferrer me miró por primera vez y sus ojos repararon en mis bi-
gotes. Se demoró en ellos hasta que empecé a sentirme incómodo y
por fin respondió.
-A La Serena.
Supe que no debí haber preguntado. Intuí algo oscuro, me pasé
una mano por los bigotes y miré el techo. Entonces habló Gálmez, el
otro socio; el paternal, el conciliador.
-Ya que lo preguntó, Adrián -y me sonrió sin reparar en mis
mostachos-, precisamente queremos que usted se haga cargo de las
primeras indagaciones allá, con toda la discreción posible.
Gálmez me estimaba, y demasiado, por desgracia. Sobrevalora-
ba mis méritos, o quizás había descubierto -él, y también su socio-
que mi pasado, del que nunca hablamos mucho, me otorgaba algunas
ventajas para cierto tipo de trabajos, para aquellos en que había que
operar casi como un policía, un infiltrado, un espía. Una vez más, así
parecía ocurrir. Miré de reojo; Arturo y Macaya me sonrieron. Tuve
ganas de decir algo, pero cerré la boca hasta el término de la reunión
y me concentré en evocar al McDowell del final de If, disparándole a
todo lo que se moviera en su represivo colegio y decidido a acabar de
una buena vez con cierto tipo de mundo. Yo no le habría disparado a
todo el mundo, pero casi.
Continué con la boca cerrada casi todo el día, hasta que pude
soltar lo que tenía atragantado.
-Mierda, ciento por ciento de pura mierda -rezongué y pro-
bé mi martini seco, el primer trago de siempre en el bar de siempre
después de mis vacaciones.
-¡Qyé tanto! -dijo Macaya con la voz aguda que no le iba
a su corpachón desgarbado-. Basta con comprobar que tu galán
se arrancó con la secretaria, que es lo más seguro, después le das un
calmante a la familia, un recordatorio de que la ropa sucia se lava en
casa, y chao. Caso cerrado.

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Macaya siempre veía las cosas en forma optimista. También por
eso me caía bien; porque compensaba mis estados de ánimo. Y por-
que solía invitarme a un aperitivo en el bar del Hotel City. Esta vez,
con mayor razón; él quería brindar por mi regreso y por mis bigotes.
También invitó a Arturo, que al tercer sorbo volvió a su interpreta-
ción política de mi proyecto de mostachos.
-¡Cómo que bigotes de comunista! -lo interrumpió Macaya,
que tenía los recuerdos más claros-. Estilo mirista, eso sí, y con
un aire a Miguel Enríquez; por ahí creo que va tu búsqueda. Salud,
Adrián.
Brindamos. Estábamos casi solos bajo la complicidad de las pa-
redes enchapadas en madera y un maltratado, pero noble, mobiliario
de pino, anterior a la dictadura de la formalita y el fierro en esos luga-
res que, se supone, deben crear un ambiente amable, confidente. Una
pareja de oficinistas se hacía arrumacos en un rincón. Apenas habían
probado sus tragos; estarían iniciando su romance. En el extremo
opuesto se acababa de sentar un tipo anodino. Sus ojos iban de su
pisco la a nuestra mesa. Podía ser un agente.¿ Y qué? Por el momento,
no me preocupaba. Arturo había vuelto al tema de mi misión y a ar-
gumentar que eso me permitiría ausentarme unos días de la oficina y
amortiguar el impacto del regreso.
-Ideal-afianzó Macaya-, una semanita en La Serena ... ¡Un
momento! ¿Y tú no eres de allá?
Era lo que me molestaba. Llevaba seis años sin volver y no tenía
ganas de interrumpir mi autoexilio. Tonteras, empecinamientos de
uno, pero no iba a compartirlos con ellos. Recurrí a lo que debe hacer
un sobreviviente de episodios clandestinos e historias aporreadas, a
la vieja y siempre sabia receta de Hemingway para los aspirantes a
escritores: mostrar sólo la punta del iceberg.
-Era de allá, pero no me gusta volver. Historias viejas, sin im-
portancia. Salud.
Bebimos, y yo pensé en alguna forma de evitar ese regreso. No
sabía que antes de veinticuatro horas, y después de un tedioso viaje en
bus, estaría desentumeciendo mis piernas en suelo serenense.

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2

Antes, mi día comenzó con un despertar atontado. Culpa del trago.


Macaya había pagado las dos primeras rondas, yo la tercera y Arturo la
última. Por eso me costó darme cuenta de que el ruido era del teléfono. Y
de que el despertador aún no marcaba las ocho; la madrugada, para mí.
Respondí, al fin.
-Don Rubén me acaba de llamar -el impertinente era Ana
María-. Qyería saber si podía ubicarte y le dije que lo intentaría.
Qyiere que te presentes con tu maleta a la oficina, para que viajes
hoy a La Serena.
Tan dama y tan discreta ella. Gálrnez le pedía que intentara
ubicarme. Ana María conocía sobradamente mi número telefónico,
mi dirección y mi departamento. Un departamento de un ambiente,
como alertaba el aviso en el diario, pero hasta eso me pareció excesivo
cuando fui a examinarlo. Claro que tenía ventajas sobre mi aloja-
miento anterior; era más seguro, en un edificio con gente circulando
a toda hora, con vecinos que podían ser testigos o confidentes de
cualquier movimiento extraño. Esa era una virtud y, también, la de
estar en un décimo piso, con una sola ventana de hermosa vista a un
espacio cuadrado, limitado por el cemento de otras dos construccio-
nes. Era muy difícil que alguien se descolgara o trepara hasta allí para
forzar mi refugio. Y era tarea mía proteger la puerta y armar ruido
si alguien intentaba forzarla. Ya llevaba un año en el departamento
y creí haber acertado; aún no recibía visitas indeseadas. Y me costó
poco establecerme. Puse mi colchón en el piso e instalé el armazón
de ladrillos y tablas para sostener los libros, la radio, los parlantes y
el teléfono. Más allá, el televisor y la mesita con dos sillas. La tercera
silla me servía de velador y la cuarta reforzaba el mobiliario en la co-
cinita. Suficiente espacio para mí. De vez en cuando, para dos.

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Ana :María había visitado tres, cuatro veces el departamento.
No más, porque nunca estuvo muy segura de qué ocurriría con su
vida con alguien como yo al lado. La última vez me hizo un anuncio
sorpresivo: se quedaría a pasar la noche. Fue buena la noche, pero no
la mañana siguiente. Se plantó muy duchada y vestida frente a mí
cuando yo aún no sabía bien dónde estaba y me anunció que había
decidido volver con su esposo. No dije nada; sabía que ésa era una ba-
talla consigo misma que duraba varios meses. Entre medio me había
colado yo, sin quererlo, y tal vez sin quererlo ella. Y Ana María aca-
baba de concluir que yo no era la respuesta a sus dudas y necesidades.
Qpé iba a hacer, salvo seguir callado. Tampoco ella agregó algo y se
despidió con un gesto tímido.
Pensé en todo eso mientras preparaba el bolso donde aún per-
manecían algunas cosas de mis vacaciones; no había imaginado un
nuevo viaje tan pronto. Tuve que esforzarme para encontrar ropa
limpia y planchada. No importaba; no necesitaría tanta, me dije para
convencerme.
Eché un último vistazo a mi espacio y al único adorno de las
paredes desnudas: la Muchacha con cabellos rojos de Modigliani, arran-
cada de un libro de arte y pegada con chinches al muro. Como siem-
pre, los ojos tímidos de la Muchacha evitaron los míos. Me demoré en
pasar los tres cerrojos y en colocar con algún disimulo dos trozos de
hilo gris a ambos costados de la puerta, en su base y en la parte más
alta, afirmados con cinta adhesiva en cada extremo. Lo había apren-
dido de un compadre y éste de James Bond, creo, y no era gran cosa
como seguro, pero era mejor que nada. Si algún profesional lograba
abrir la puerta sin destruir las cerraduras, los trozos de hilo sueltos
me darían el alerta.
La misma precaución tomaba en mi vivienda anterior, un pe-
queño departamento en el fondo de una casa en Ñuñoa. Estaba
cómodo ahí, pero cuando empezaron las amenazas a la gente de la
oficina comprendí lo precario de vivir en un barrio demasiado tran-
quilo, con pocos y discretos vecinos, y en una casa vulnerable por su
reja sin púas y sus bajas paredes medianeras. El departamento mismo
tenía un ventanal frágil. Pero me demoraba en mudarme y cada no-
che volvía a él con temor. Y lo que siempre pasa: casi había dominado
mis miedos ese invierno y esa noche de lluvia en que llegué corriendo

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para no mojarme y no ausculté mis medidas de seguridad. Me colé en
el departamento con un suspiro de alivio, pero algo cubrió mi cabeza
y me dejó a oscuras. Después, un golpe bien dado en el estómago me
cortó la respiración. Y más tarde siguieron otros golpes, varios insul-
tos y un viaje en auto, con las manos esposadas y viendo todo negro,
muy negro.
Dejé de pensar en eso y volví a lo mío.
Gálmez me tenía una carpeta con las últimas informaciones
para mi trabajo y un pasaje para el bus de la tarde. Agregó algunas
instmcciones matizadas de consejos luego de ofrecerme un café que
Ana María sirvió sin mover un músculo de la cara. Él también tomó
un café y me sonrió desde su rostro cuadrado y amistoso, mientras yo
revisaba la carpeta. Ahí estaban los datos y tres fotos de mi cliente.
Canoso, delgado, bien parecido y seguro de sí, Dantón Labra tenía
cincuenta y un años. Era arquitecto y socio principal de una empresa
constmctora de Santiago, con algunos negocios en Copiapó y La
Serena. En sus años de universidad había sido dirigente estudiantil y
luego se mantuvo cercano al Partido Radical. Después del golpe de
estado, la prolongada detención de un hijo, al que finalmente logró
sacar al exilio, lo vinculó a los familiares de presos políticos. Y siguió
colaborando con esa agrupación hasta cuando se perdió su rastro.
De su empleada y presunta amiga o amante había una sola foto, tipo
carné y de mala resolución. Es ter Alday tenía treinta y dos años, y la
imagen en blanco y negro no permitía elucubrar más sobre esa mujer
morena y de ojos grandes y vivaces.
Entre los papeles había dos pistas en donde averiguar sobre
Labra y algunos contactos entre colegas y conocidos de Gálmez en
La Serena. Por el momento, no le parecía necesario algún trámite
ante la justicia; mi misión consistía en establecer si el móvil senti-
mental era factible, para no caer en alguna trampa de los agentes de
inteligencia. Y recalcó que confiaba en mi discreción.
Imaginé la conversación previa de los socios. Era un caso serio,
tal vez la vida de un hombre corría peligro, pero ellos no se arriesga-
rían a denunciarlo y después soportar la humillación de que se tratara
sólo de una aventura amorosa. Demasiado para los socios y para sus
apuestas a futuro. Por suerte estaba Adrián para esas misiones oscu-
ras; por algo se contaban de él ciertas cosas.

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Terminé mi café y tomé la carpeta. Gálmez se puso de pie y me
estiró la mano. Una arruga se dibujó en su entrecejo.
-Me recuerda a alguien con sus bigotes, Adrián. Ya voy a hacer
men1ona.

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3

Esa noche el rocío me recibió con su beso húmedo, como la asfixian-


te efusividad de una tía mayor que no nos ha visto en años. Estaba de
nuevo en La Serena.
Me registré en el Hotel Pacífico. O en el Htl Pacífic, si me ate-
nía al luminoso en forma de "T" que colgaba sobre la puerta y al que
le faltaban varias letras. Pero era discreto, no aspiraba al estrellato
(bueno, le daría para dos estrellas, a lo sumo) y tampoco los precios
hacían ver estrellas. El recepcionista me preguntó con desgano si
comería allí esa noche, como invitándome a una negativa, y le di en
el gusto. No tenía hambre. Tampoco tenía ganas de quedarme ence-
rrado. No demoré más de cinco minutos en instalarme y pensé que
el reencuentro con la ciudad sería más tolerable si salía a estirar las
piernas esa misma noche y no esperaba hasta la mañana siguiente,
con las veredas llenas de peatones y el otro reencuentro, el de viejas
caras conocidas.
Había poca gente, como supuse. El rocío formaba aureolas en
los faroles de Eduardo de la Barra, y ellos guiaron mi vagar hacia
arriba, alejándome del mar. No pensaba acercarme al centro, aunque
bastaba caminar una cuadra hacia la izquierda. Pero me cerró el paso
la suave elevación de la calle Vicuña y me dije que no valían la pena
tantos recelos. Doblé y llegué a los pies del Liceo de Niñas, un terri-
torio de caza cuando adolescente. Hacia abajo se extendía Cordovez.
Era la calle de siempre: algunas vitrinas iluminadas, cuatro o cinco
autos remolones y unos pocos transeúntes. Desanduve una cuadra y
divisé un grupo de hombres en la esquina siguiente. Serían los mis-
mos que había visto en esos ritos nueve o diez años atrás. Pasé por su
lado. Eran jóvenes aún, pero ya no los muchachos de antes, sólo que
ellos no parecían enterarse del paso del tiempo y seguían en su hábito

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repetido noche a noche. Demasiado para mí. No quise continuar ba-
jando por Cordovez hacia la plaza, hacia otros ociosos esquineros, y
giré a la derecha por O'Higgins. Un letrero anunciaba el Grill Bar del
Gran Hotel. No lo recordaba, pero los bares no eran un interés mayor
en mis ailos serenenses. Dudé sólo un momento. Desde adentro me
llamaron los ruidos de conversaciones masculinas y el barajar de un
dominó. Empujé la puerta.
Mi catastro incluyó el barman, un cliente en la barra y dos me-
sas con hombres que jugaban dominó. Todos me observaron, uno o
dos segundos, y volvieron a sus menesteres. Me instalé en la barra y
el barman tuvo que ocuparse de mí. Entrecerró los ojos, como bus-
cando insertar mi cara en su archivo de clientes, pero no dijo nada,
ni siquiera para preguntar qué bebería. Eso me gustó; mientras más
silencioso y discreto es un barman, mejor.
-Un martini seco. Bien seco -pedí.
Lo bebí con calma, disfrutando de su hielo al contacto con los
labios y de su fuego al llegar a la garganta. Mi vecino no se molestó
en observarme; sólo tenía ojos para el nivel de su cerveza en el vaso.
Cuando el nivel descendió hasta el grosor de un dedo hizo un gesto
que el barman captó de inmediato. Destapó otra cerveza, la colocó
frente a él y volvió a lo suyo; a lavar y secar los vasos en el fregadero.
Profesionalismo puro, lo de él y lo del vecino. Parecía haber encon-
trado un buen refugio para mi regreso: un lugar tranquilo, de luces
tenues, de clientes atentos sólo a sus piezas del dominó y a comentar
el juego. Entonces reparé en que el bar comunicaba internamente
con el hotel. A mi derecha, junto a la barra, una puerta vidriada se
abría a un pasillo de baldosas que llevaba a la recepción. Tal vez debí
haberme alojado allí. Decidí que otro martini seco me ayudaría a
reflexionar sobre eso y miré la espalda del barman, esperando que
girara para hacerle el gesto necesario. Una sombra se acercó desde el
pasillo. Y la sombra habló.
-Antes tomabas cerveza. O una piscola, con suerte.
No tuve que forzar la memoria para reconocerlo. Apenas había
cambiado: un poco más grueso, algunas canas, pero la misma nariz
prominente y terminada en un lóbulo que semejaba una sanguínea
pelota de pimpón. Darío Pallero era unos tres años mayor que yo,
pero nunca fue muy buen estudiante, y en mi último año en el liceo

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le di alcance; fuimos compañeros de curso y casi amigos. Él ya tenía
muy claro su futuro: graduarse con el mínimo de esfuerzo y de notas,
y convertirse en detective. Lo consiguió. Lo vi por última vez ahí por
el 76 o 77 en el gentío cercano a la Estación Central de Santiago.
Nos saludamos con mutuo recelo por aquello de los caminos que ha-
bíamos escogido. No me interrogó; quizás porque le conté que había
retomado mis estudios de Leyes y eso permitía suponer que yo no
era un personaje tan peligroso como para esposarme ahí mismo. Él
también se mostró tenso, como esperando mi reproche por pertene-
cer a un aparato represivo. No lo hice y hablamos generalidades: los
profesores del liceo, un partido de fútbol en que logramos un triunfo
inesperado y memorable, sus dibujos de cowboys que llenaban las úl-
timas páginas de sus cuadernos.
-Nos vemos.
-Claro, ahí hablamos.
De eso a lo de ahora en el bar. Entre medio supe que se había
cansado de trabajar en Santiago; lo consideraba muy peligroso para
sus expectativas de una vida tranquila, como la de antes en su ciudad.
También supe que había logrado un traslado a San Felipe, donde se
casó, y que llevaba tres años destinado a La Serena. Estaría contento;
podía caminar por las calles calmadas, saludar a los diletantes esqui-
neros y beber una copa en un bar antes de volver a casa.
-Creo que entonces tomaba sólo cervezas -dije, recogiendo
su frase-. Ni las piscolas estaban en mi presupuesto en esos años.
-No en tu presupuesto, pero sí en el de las fiestas en donde nos
emborrachábamos a costa de los dueños de casa -y se sentó a mi
lado-. Una fiesta, por ejemplo: donde los Montero, allá en Matta.
Conversamos un par de piscolas y después fuiste a bailar, tratando de
conquistar a una niña; quizás en unos minutos más me acuerde de su
nombre. Volviste derrotado al poco rato y te tomaste otras dos pisco-
las. Te aconsejé que te fueras porque ya tenías la lengua traposa y yo
podía terminar igual. Me mandaste a la mierda, partiste de nuevo a
bailar y a volver con la cola entre las piernas, seguimos brindando por
nuestra mala suerte y nos echaron a los dos, juntos y bien curados.
Buen resumen. Se había vuelto memorioso Pallero. Quizás nun-
ca lo fue en los estudios, pero sí en otras materias. En un detective
eso debía de ser una gran virtud.

23
-Mejor me cuido de tu memoria. Te invito a un trago.
-No, gracias. Tengo cuenta propia en este bar. Alvarito, un gin
con gm.
Su nombre era Alvarito y había estado observándonos. Le son-
rió a Pallero y me miró sin decir nada. Le hice el gesto necesario para
que repitiera mi martini y entendió. Q¡izás no era silencioso, sino
mudo. Pallero siguió hablando. Nos tanteamos en nuestra conversa-
ción como la última vez, sondeando hasta dónde podíamos llegar, o
buscando saber si nuestras historias en bandos opuestos nos impo-
nían el rótulo de enemigos.
-Su trago, subcomisario. Y el suyo -nos interrumpió Alvarito;
no era mudo.
-¿Subcomisario? Has progresado.
-Pura carrera funcionaria; un peldaño después del otro, sin
ningún mérito especial. Esto es como trabajar en un banco, pero
pasando más tiempo en la calle. Y por ahí, con suerte, sintiendo que
una bala pasa cerca de tu cabeza.
-Ya ... ¿Y cómo era que silbaban las balas junto a los cowboys
de tus cuadernos?
-Ah, sí, espera ... Ziiiing ... Eso: ziiing.
Q¡ería retirarse pronto. Llevaba dieciséis años en Investigacio-
nes y tenía que aguantar cuatro más para jubilar. Pasó por alto mi
comentario sobre el privilegio de enterar sólo veinte años de trabajo y
no esperar hasta los sesenta y cinco de edad, como disponía la nueva
ley para el resto de los chilenos. Siguió en lo suyo: sincerándose (que
yo lo creyera era algo por verse). El trabajo se había puesto turbio y
no le gustaban sus aristas políticas. Había conversado el tema con su
esposa y tenía muy clara su meta: aguantar (parecía su verbo favorito)
hasta los veinte años, retirarse, buscar algún oficio tranquilo para el
futuro y no contaminarse más con el mundo de afuera. Dijo salud, yo
asentí. Alvarito se acercó y vertió una porción extra de gin en el vaso
de Pallero. Privilegios de un cliente habitual. Y poderoso.
-Bueno, ¿y en qué andas por La Serena?
Era mi turno. Le conté que había viajado para aclarar algunos
papeles de la antigua casa familiar y que en mi oficina aprovecharon
para que les tramitara unos documentos. No hizo preguntas y volvió
a hablar de los viejos tiempos, pero de pronto miró hacia la puerta

24
principal y se interrumpió. En el vano había aparecido un hombre
joven, moreno y muy delgado, que le hiw una seña y regresó a la
vereda. Esa noche, todos estaban bajo un ataque de laconismo.
-Tengo que irme -dijo.
-Ahora te guardas temprano.
-Por hoy. Así aprovecho que mi ayudante -e indicó hacia la
puerta- me cuente las últimas novedades mientras me lleva a la
casa. Son las ventajas de ser jefe.
Bebió un último trago, se despidió de Alvarito y me dio la mano.
A último momento recordó algo. O hizo como que recién lo recor-
daba.
-Se me olvidaba. Te he visto un par de veces en la televisión,
en las noticias de tribunales. Por ahí en segundo plano, medio oculto,
medio camuflado. Como siempre.

25
4

Pallero tardó poco en descubrir el motivo de mi visita. Cuando me


lo dijo, apenas me sentí incómodo, porque en mis pesquisas había
sabido otras dos noticias más preocupantes.
El primer abogado amigo de Gálmez no me aportó nada, salvo
enviar saludos a mi patrón y demorarme más de la cuenta pregun-
tando por la agitada vida profesional en Santiago; se notaba que se
aburría. El segundo, Ramón Qyeirolo, estaba mejor informado y me
confirmó una de las pistas:
-A Labra se lo veía a veces por aquí. Andaba en trámites de sus
negocios y también, según tengo entendido, visitaba a los curas del
seminario. Hablo del nuevo seminario para sacerdotes, porque ya no
funciona en la ciudad sino en el campo, allá en San Ramón.
Qyeirolo suponía que esos contactos se debían a asuntos de de-
rechos humanos, en los que también participaban algunos curas. Le
mostré la foto de la supuesta acompañante de Labra. No la conocía,
pero el apellido le era familiar.
-Podría ser hermana o pariente de Leonor Alday; tienen un
parecido.
Agregó que Leonor trabajaba en venta de seguros y corretaje de
propiedades, y que su nombre aparecía en la guía de teléfonos. Era
un dato a considerar.
Continué con la primera de las dos pistas que me diera Gálmez,
pero sin éxito. Eran las señas de un colega de Labra, pero había re-
gresado a Santiago unos meses atrás. Con el segundo dato tampoco
tuve suerte; fue su socio en sus primeros negocios en la ciudad, pero
de eso había pasado mucho tiempo.
-He visto varias veces que lo nombran en los diarios -agregó,
ya al despedirse-. Cuando lo encuentre, dígale que pase a visitarme.

26
Yo no estaba tan seguro de encontrarlo. Al menos, no en La
Serena; Labra podía estar escondido en cualquier parte, si así lo ha-
bía decidido, o en una cárcel secreta de Santiago y por el tiempo que
quisieran sus captores, a menos que resolviéramos actuar rápido en
los tribunales.
Por eso, y para abreviar mi estada, me salté el almuerzo y conti-
nué con la única pista. Un taxi me llevó a San Ramón, en el camino
a Ovalle. Reconocí, como un paisaje apenas retenido en la memoria,
los setos de pino que demarcaban las parcelas del sector. Habían sido
!oteadas treinta o más años antes, en un proyecto para colonizar con
campesinos italianos esos terrenos, entonces yermos y arenosos. A
la mayoría de los colonos les había ido bien y cambiaron las parcelas
por negocios en la ciudad. Ahora me enteraba de que también había
cambiado de rumbo la parroquia construida allí para ellos; desde ha-
cía unos años albergaba al seminario de la región.
Eran casi las tres de la tarde y un sol porfiado había termi-
nado por imponerse a las nubes matinales. Busqué las sombras
de los pinos mientras me acercaba al templo y a la construcción
anexa. En ella, un diácono estudió mis papeles, escuchó mis ex-
plicaciones y me hizo esperar cinco minutos en el vestíbulo. Los
aproveché para curiosear en un fichero colgado de una pared y que
exhibía algunos documentos y fotos de esos primeros colonos. En
una lista de nombres reconocí a varios que luego se convirtieron
en empresarios prósperos. Y sus hijas, recordé, habían aumentado
el contingente de adolescentes deseables en mis años serenenses.
Qyé sería de ellas ...
-El padre Brito lo atenderá -me interrumpió el diácono.
El sacerdote me recibió en una pequeña oficina y mantuvo en la
mano mi tarjeta de visita durante unos minutos, como si aún dudara
en hablar. Al final se decidió porque sabía de mis jefes y le inquietaba
la suerte de Labra. Dijo que los sacerdotes simpatizaban con su labor
humanitaria y que él los había ayudado a postular a financiamientos
externos para las tareas de la Iglesia Católica en la zona. Pero no lo
veían desde fines del año anterior, y mis palabras, agregó bajando la
voz, eran la primera noticia sobre su desaparición. Sólo podía apor-
tarme el nombre de un médico; alguna vez Labra le contó que siem-
pre pasaba a saludarlo en sus visitas a la ciudad.

27
Le mostré la foto de la mujer. No la conocía, no había oído ha-
blar de ella y nunca Labra la mencionó. Pero, también a él, el apellido
le era familiar.
-Hay una señora o señorita, Leonor Alday, que tal vez podría
conocerla. Y ella colabora en alguna organización de derechos huma-
nos, como Dantón Labra.
No logré localizarla ese día. En la noche estuve tentado de vol-
ver al bar, pero preferí evitar un posible encuentro con Pallero. A la
mañana siguiente me levanté temprano, dejé mensaje en la oficina
del médico y, al fin, di con Leonor Alday por teléfono.
-Tengo que visitar a algunos clientes y estaré de vuelta en el
centro pasado el mediodía -me dijo-. Podemos hablar entonces;
creo que tendré unos minutos libres.
Llegué al café acordado antes de la hora y me ubiqué en el fondo
de una de las dos alas del local, una vieja casa esquina con pilar de
piedra en el vértice. Las ventanas seguían siendo pequeñas, óptimas
para alguien que, como yo, quería mirar y, en lo posible, no ser vis-
to. Recién había ordenado un café expreso cuando apareció Leonor
Alday. Se parecía a la mujer de la foto, tal vez por su pelo negro y sus
ojos también negros y una piel muy pálida; casi una foto en blanco y
negro. Tendría treinta y cinco años o un poco más, pero proyectaba
un atractivo juvenil que podía nacer del tranco elástico con que avan-
zó entre las mesas después de mi saludo a la distancia.
Se mostró tranquila ante el encuentro con un hombre que podía
o no ser quien decía que era. Eso lo zanjó con dos o tres preguntas
muy directas, y que me obligaron a mostrar mis cartas.
-¿Y en qué problemas anda ahora mi hermana menor? -me
dijo luego de intercambiar sonrisas con la mesera, que le preguntó si
tomaría lo de siempre.
Lo de siempre fue un café cortado, que no probó hasta que yo
terminé de contarle el motivo de mi visita. Su cara se ensombreció.
Dijo que Ester estaba muy agradecida de Labra y que tenían una
buena relación laboral, pero descartó el romance y la fuga.
-No porque no la crea capaz de algo así, pero no con Dantón
Labra. Lo suyo era -es, perdón- sólo un nexo profesional.
No quiso explayarse sobre la personalidad y las historias de su
hermana, pero dijo que le preocupaba su desaparición.

28
-Nos vemos poco y hablamos poco, también; por eso no me
había extrañado su silencio -dijo--. Ahora mismo voy a empezar
a telefonear a algunas amistades para saber qué puede haber pasado.
¿Seguro de que han hecho todo para localizarla?
Se lo aseguré. Miró su reloj y dijo que era hora de marcharse.
Intercambiamos tarjetas, se levantó y me dio la mano.
-Si sabe algo de Ester, llámeme -dijo--. Se lo agradeceré.
Se alejó con su tranco juvenil. Qyizás en verdad era más joven
de lo que insinuaba su actitud seria; quizás el ser la hermana mayor
le había impuesto desde niña velar por Ester, la que siempre andaba
en problemas. Pensé en esos "quizás" mientras almorzaba en una co-
cinería del mercado. Pensé también en que después de visitar al mé-
dico, y sí mis diligencias mantenían su tendencia al fracaso, ya no me
quedaría mucho por hacer en La Serena. Un telefonazo, un informe
preliminar a mis jefes y, ojalá, su autorización para volver a Santiago.
Pedí otro vaso de vino.

La consulta del médico estaba en un pasaje al costado del estadio La


Bombonera. Desde él salían voces de muchachos practicando algún
deporte. Estuve tentado de entrar y sentarme un rato en la gradería
de madera que asomaba sobre el muro exterior. Bueno, si es que la
vieja gradería aún resistía el peso de los espectadores, porque le falta-
ba la mayoría de los tablones. Recordé una incursión adolescente en
La Bombonera, para un campeonato de babyfútbol, y que remató en
una derrota oprobiosa y en el inicio de mi desapego por el deporte.
Preferí seguir mi camino; mientras antes terminara con el médico,
meJOr.
Una placa de bronce indicaba la consulta de "Gerardo Monroy
-Internista". En la sala de espera, junto a una secretaria malhumo-
rada, ya se hallaban una pareja mayor, otra mujer y un liceano de uni-
forme. Eso significaba cuatro pacientes y dos horas perdidas para mí.
Decidí ablandar a la secretaria. Le dije que se trataba de una diligen-
cia reservada y muy breve, y le pedí que entregara mi tarjeta a su jefe.
Subrayé los apellidos en el logotipo de "Ferrer y Gálmez Asociados"
y escribí en el reverso "Dantón Labra. ¿Desaparecido?"
La secretaria dejó mi tarjeta a su lado casi sin mirarla y sin dar
señales de que me allanaría el camino. Pero al rato salió un paciente

29
de la habitación contigua y ella entró con mi tarjeta en una mano y
su libreta en la otra. Reapareció casi enseguida.
-El doctor lo recibirá ahora, pero sólo un par de minutos
-dijo mascando las palabras, y miró a los otros con cara de lo-sien-
to, -no-es-mi -culpa.
Monroy era bastante más joven que Labra; cuarenta años, a lo
sumo. Tenía pelo castaño, ojos azul grisáceos y el desplante de quien
ejerce un oficio prestigioso y posee una estampa que es socialmente
reverenciada. En sus años debió de ser un conquistador; tal vez aún
lo era. Sobre su mesa destacaba un portarretratos con la foto de una
mujer joven y bonita junto a tres niños rubios. La familia modelo.
El médico sabía de mis jefes y a qué se dedicaban, pero igual me
pidió algún documento que atestiguara que yo era quien decía ser.
Le alcancé mi carné de identidad y la credencial de la oficina, una
necesidad de los tiempos y que debíamos agradecer al celo de Ferrer.
Con ella corríamos menos riesgos de ser suplantados y nos hacíamos
más creíbles ante personas como Monroy.
Se mostró conforme con mis pruebas, salvo por los bigotes, que
no figuraban en la foto.
-¿Son verdaderos o parte de un disfraz? -bromeó.
Lo pasé por alto e insistí en el objetivo de mi visita, pero se
mantuvo a la defensiva. Iba a ser un nuevo fracaso, y el último, en
mi tarea. Entonces lo hice. Le pregunté sobre los Monroy y su casa
solariega, de la que recordaba un presuntuoso escudo familiar tallado
en piedra sobre el arco de la puerta. Se sorprendió. Le dije que yo era
serenense de toda una vida, como él, y me callé todos mis reparos a
la ciudad. Me miró unos momentos y terminó por hablar. Lo había
ablandado.
Tampoco él sabía mucho. No veía a Labra desde mediados de
enero, pero sí recordaba una confidencia de su amigo, en la última
conversación.
-Le parecía que lo espiaban y que era algo distinto a los se-
guimientos habituales o a los pinchazos de sus teléfonos. ''Andan
averiguando los movimientos de platas de mi empresa", fueron, más
o menos, sus palabras. Pero no agregó mucho más, porque recién lo
había detectado.

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Era algo, mejor que nada. Iba a empezar mi ritual de despedida,
con el encargo de que me comunicara cualquier cosa que supiera,
cuando sonó el citófono. Escuché la agria voz de la secretaria.
-Perdone la interrupción, doctor, pero me dijo que le pasara
cualquier llamada sobre el señor Pons. Su hija quiere hablarle urgente.
Creo que Monroy no captó mi desconcierto. Yo aún no me
había puesto de pie, y pude asimilar mejor el cuchillo helado que
me recorrió desde la coronilla hasta la base de la columna vertebral.
Hacía años que no me ocurría; años en que el comandante no había
tenido que aguzar los sentidos en el descampado ni pasar el seguro
del fusil ni aventurarse en territorio enemigo. Y menos, por una mu-
jer. Me concentré en escuchar. No oía la voz de la interlocutora; sólo
la de Monroy, ahora muy afable, pidiéndole detalles sobre los sínto-
mas del paciente y luego calmándola: ciertas medicinas de inmediato,
unas instrucciones para la enfermera y un control permanente del
enfermo. Pero no parecía ser una crisis, y él pasaría a verlo apenas
terminara con las consultas.
-Tranquila, Montserrat. No hay que alarmarse por el momento
-dijo antes de colgar. Luego me pidió excusas por la interrupción: se
trataba de un paciente grave y su hija se preocupaba mucho.
-Está muy aprensiva. Ha vivido muchos años en el extranjero
y acaba de llegar para acompañar a su padre enfermo ... -y entonces
Monroy recordó que hablaba con un serenense más-. Es don Pau
Pons, un empresario español muy conocido.
-Sí, recuerdo a los Pons. ¿Él tenía una tienda, no? -logré
responder.
Nos despedimos con el compromiso de mantenernos en con-
tacto. Le sonreí a la secretaria por si debía volver y salí apurado a la
calle. Necesitaba aire.
Fuera del pasaje empecé a sentirme mejor. Pero aún estaba con-
fundido; tanto, como para registrar que el furgón celeste estacionado
unos metros más atrás podía ser el mismo que había visto antes en el
mercado y no preocuparme por ello.

31
5

La visita a Monroy me había aportado un primer dato importante


sobre Labra y otro sobre mí. El segundo era más sorpresivo, más
grave, más de todo, pero el primero era más urgente. Volví al Ho-
tel Pacífico y pedí un llamado telefónico con Gálmez. Tuve que
esperar unos minutos y me entretuve mirando los fósiles de choros
zapatos que decoraban el vestíbulo. Admirando su tamaño, envi-
dié las comilonas que debieron darse mis antepasados diaguitas o
changos, y concluí que esa noche pediría algún plato de mariscos
en el mercado. Por fin, el recepcionista me informó que Gálmez
estaba al otro lado de la línea. Le resumí mis diligencias y estuvo de
acuerdo en mi regreso, pero que aguardara un día más por si surgía
algo nuevo.
No lo creía posible, pero acaté su sugerencia; para eso estamos los
vasallos. Descansé un rato, luego fui a comprar el pasaje, atento por
si divisaba un furgón celeste, y pensé en mi cena. Terminé desechan-
do los mariscos y el mercado; en la barra del Grill Bar podría digerir
mejor las sospechas de Labra sobre un espionaje a sus negocios y la
presencia de Montserrat Pons en Chile.
Los jugadores de dominó me prestaron menos atención que la
primera vez. La cabeza de Alvarito me dedicó una leve reverencia.
-¿Lo mismo? -preguntó. Asentí; yo también podía jugar al
lacónico.
Acababa de empezar el segundo martini seco cuando se abrió la
puerta que llevaba al hotel. Qyién sabe por qué Pallero prefería en-
trar al bar por allí y no por la puerta principal. Tal vez no le convenía
a su rango y a sus expectativas de retiro. Se sentó a mi lado y esperó
a que le sirvieran antes de hablarme.
-Así es que andas buscando a Dantón Labra.

32
Me defendí diciéndole que mis jefes me habían exigido máxima
reserva, y él me dio un golpecito en el brazo y respondió que no tenía
importancia. Decidí creerle. Bebió un trago largo y empezó a hablar.
Como jefe de la Comisaría Judicial de Investigaciones, había recibi-
do el encargo sobre Labra. Al parecer se hallaba en serios problemas
financieros y se había ocultado; podía ser en La Serena, donde tenía
conocidos. De eso hacía tres días y no encontraron ninguna pista.
Deduje que los detectives ignoraban el probable papel jugado
por Es ter Alday y oculté aún más mi secreto con un sorbo largo.
-Supe que el mayor Telrner también anda preguntando por él
-dijo Pallero.
-¿MayorTelmer. .. ?
Me miró fijamente, escrutando mi sinceridad.
-¿No lo conoces? Debieron informarte los de tu oficina, que es-
tarán al tanto de esas cosas. El mayor Telrner es el jefe local de la CNI.
Mala noticia, pero inevitable. Tarde o temprano ellos andarían
tras su pista. O sembrando pistas falsas si lo tenían en su poder.
-La CNI metida en esto ... Jamás lo hubiera imaginado -dije
al fin.
-Nunca fue muy bueno tu humor. Me quedo con tus imitacio-
nes de los profesores.
La memoria de Pallero seguía funcionando. Le agradecí su infor-
mación y le conté lo mío: no había averiguado nada y al día siguiente
regresaba a Santiago, quizás de manera definitiva. Hablamos -ha-
bló- de su nueva vida en La Serena hasta que mi copa quedó seca.
Me ofreció repetirla, pero le dije que prefería marcharme. No quería
exponerme ahora que confirmaba que la CNI también andaba detrás
de Labra y podía haber sabido de mis diligencias. Recordé algo.
-¿Tus hombres tienen un utilitario celeste entre sus vehículos?
-pregunté.
-No ... No creo. ¿Por qué?
-Porque me lo he topado dos o tres veces en mis movimientos.
Y nunca está de más ser precavido.
- 0 exagerado. Pero igual voy a preguntar.
Me despedí. Pallero dijo que ojalá no pasaran siete u ocho años sin
volver a vernos. Creo que fue un cumplido a nuestra vieja camaradería
y creo que yo también fui sincero al decirle que esperaba verlo antes

33
de ese plazo. Estuve a punto de marcharme por la puerta que comu-
nicaba con el hotel y la calle Cordovez, pero desistí. Si los agentes de
seguridad andaban detras mío, conocerían y tendrían vigiladas las dos
entradas. Salí por la puerta de O'Higgins y caminé despacio. Me de-
moré en un par de vitrinas, miré con disimulo, me detuve de improviso
y luego continué, siempre tratando de descubrir alguna sombra que me
siguiera pegada a las casas antiguas, o que imitaban antigüedad, de las
calles céntricas. No detecté nada extraño. Tal vez la CNI no andaba tras
de mí, tal vez lo del furgón era una coincidencia.
En la puerta de mi pieza el viejo truco de los hilos me indicó que
nadie había husmeado por allí. Me relajé. Y para mi sorpresa no me des-
veló la sombra de Montserrat Pons y me dormí profundamente, como
un obrero en el bus de regreso a casa. Me levanté temprano, dejé listo
mi equipaje y salí. Intenté ubicar a Leonor Alday varias veces, siempre
desde teléfonos públicos, pero no la encontré. Tenía pasaje en el bus de
la una de la tarde, y maté el tiempo tomando dos cafés en otros tantos
lugares y hojeando la prensa. Pero todavía me sobraba tiempo.
Me resigné a caminar por Los Carrera hacia el río. La casa de
los Pons estaba en la vereda oriente, casi al llegar a Almagro. Me de-
tuve en la esquina y avancé despacio por la acera del frente, queriendo
hacerme invisible entre los árboles y los autos estacionados. No me
agradaría encontrarme con Montserrat así, como un merodeador. La
calle estaba vacía y en calma, con esa calma del mediodía en las calles
antiguas de la ciudad. Imaginé el interior de las casas, con unos es-
posos ya mayores aprestándose para un almuerzo reposado, en medio
de la fragancia de los claveles y el bullicio de las pajareras. Viejos
provincianos; nada más que eso.
Pasé frente a mi objetivo: una construcción de un piso, larga, sin
antejardín. La alta reja de dos hojas, y detrás una puerta mampara de
roble, eran los únicos indicios de que no se trataba de otra casa más
de clase media y de que en ella vivía uno de los multimillonarios de
la ciudad. Pero no había signos de actividad; la enfermedad del padre
tendría a todos atareados en el interior. Llegué a salvo a la esquina,
bajé hasta Matta y volví al hotel pensando en cómo luciría Montse-
rrat diez años después.
Me pregunté también si, de haberme quedado unos días más,
me hubiera atrevido a buscarla. Seguro que sí; uno nunca aprende.

34
6

La eficiente Ana María me recibió con dos frases que resumían un


estado de situación.
-Los jefes te reciben en media hora. Tus bigotes han crecido.
Qüzás habían crecido bastante en sólo cuatro días, pero yo no
había avanzado nada en ese corto lapso; más bien había retrocedido
con la noticia de Montserrat. Me concentré en mi despacho y en mis
carpetas, que empezaban a acumular nuevos polvos. Pensé hacer un
informe escrito sobre mi misión, pero desistí; bastaría con uno oral.
Pero ni Ferrer ni Gálmez pusieron atención a mis palabras
cuando me recibieron en la sala de conferencias, un ampuloso nom-
bre para una pieza con una mesa larga, ocho sillas a su alrededor y
una mesita lateral con dos repisas. Sobre la superior había un teléfo-
no; sobre la inferior, una bandeja con tazas y platos. Pero no se habían
molestado en pedirle a Ana María que sirviera unos cafés para su
reunión conmigo; eso podía significar algo bueno: la harían breve.
Ferrer, siempre más impulsivo, se puso de pie y me interrumpió
cuando yo recién empezaba mi informe.
-Gracias, Adrián. Está todo bien, no nos cabe duda, pero hay
nuevos elementos.
Caminó hacia la ventana y miró a su socio, que había estado
jugando nerviosamente con su lapicera sobre unas hojas. Gálmez
movió su mandíbula de izquierda a derecha como si tuviera dificul-
tades para encajarla en su rostro siempre sereno, y ahora inquieto. Al
tercer intento pareció satisfecho con la posición de su mandíbula y
en condiciones de hablar.
-Existe un nuevo antecedente, Adrián. El contador de Labra,
a pedido nuestro, volvió a revisar los libros de la empresa, y ayer tarde
nos entregó este informe -y sus manos alinearon las hojas-. Hay

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un retiro inesperado de dinero; dos, en realidad, en el último tiempo.
El segundo, de hace una semana, es el más grande. Pesos más, pesos
menos, suman unos noventa mil dólares.
Nos quedamos en silencio y miramos hacia el techo, como si nos
sobrevolara una verde alfombra de billetes. Traté de calcular cuánto
era esa suma traducida a pesos. Dos años antes -y hasta un año, in-
cluso-, noventa mil dólares eran una buena cantidad de dinero, pero
nada más. Eran tiempos de la plata dulce y del dólar a treinta y nueve
pesos. Pero vino la crisis mundial (del mundo occidental, más exac-
tamente), y los países ricos empezaron a cobrar los préstamos en que
las naciones pobres y las más que pobres se habían zambullido como
Tío Rico Mac Pato en su piscina. Sólo que alguien quitó el colchón
de billetes y nos estrellamos contra el fondo, todos por igual, y ahora
cada país vivía su propia crisis. En Chile ya pasábamos de un año con
quiebras de bancos y grandes empresas, que arrastraron a las menores
y dejaron miles y miles de cesantes y un descontento que empezaba
a hacerse público. Y que no iba más allá porque en una dictadura no
es cosa de salir a la calle y ponerse a protestar.
Me sentí incómodo. No por mí, sino por Ferrer y Gálmez Aso-
ciados. Ellos me habían mandado a La Serena, pero ese fajo de dóla-
res, que en 1983 ya sí era una pequeña fortuna, también reajustaba el
valor del caso Labra. Hasta me parecía ridículo haberlo buscado allá,
pesquisando una fuga con su posible amante. Ahora teníamos dinero,
bastante dinero de por medio.
Ferrer -la voz engolada de Ferrer- estimó que debía volver a
hablar.
-Algo más. Esa plata no pertenece a Dantón Labra. Le pedi-
mos reserva, más que nunca, Adrián -y sus ojos pardos buscaron
los míos, pero apuntaron más atrás: a mi cerebro-. La empresa de
Labra canaliza algunos fondos de ayuda a instituciones democráticas
en el país. Oye alguien haya llegado a él, y a esos fondos, puede sig-
nificar varias cosas.
No dijo qué cosas, pero eran claras. Difícilmente los delincuen-
tes habituales podían tener la información y la capacidad organizati-
va para dar un golpe como ése. La CNI, sí. Salvo que la tesis de la fuga
aún tuviera asidero. Mis patrones debieron de pensar algo parecido.
Gálmez habló.

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-Conversé con la esposa de Dantón. Ahora, con seguridad,
descarta el móvil sentimental. Y recordó algo que él le dijo hace un
par de meses. Tenía la firme sospecha de que estaban espiando los
libros de su negocio. Por desgracia, no le volvió a tocar el tema.
-Yo también lo escuché -dije-. Hablé con un médico en La
Serena: Gerardo Monroy, amigo de Labra. A él le contó lo mismo.
Debatimos unos minutos hasta que decidí preguntar lo que me
parecía inevitable: si ya no era el momento de presentar un recurso
en los tribunales.
-No todavía -dijo Ferrer, y miró a Gálmez como pidiendo su
consentimiento-. Aún no existe la certeza de que este caso apunte
hacia una dirección específica.
-Pero en algún momento tendremos que tirarnos al río y mo-
jarnos -me atreví a decir.
Era excesivo: un subordinado enrostrando a sus patrones que no
importaba hacer el ridículo ante un hipotético lío sentimental porque
todo indicaba que una vida corría peligro. Pero ya lo había hecho.
Gálmez acomodó los anteojos en su nariz demasiado respingada y
que estropeaba el aire enérgico que le gustaba proyectar, y mascó las
palabras de su respuesta.
-Nos tiraremos al río y nos mojaremos el poto como usted qui-
so decir, Adrián, pero en el momento oportuno. Tal como lo hemos
hecho siempre.
Con eso ya me había refregado el historial democrático y solida-
rio de la oficina, pero continuó.
-Tenemos que actuar sobre seguro. La señora de Dantón está
de acuerdo; nos daremos esta semana de plazo para que tanto ella
como nosotros averigüemos, con nuestros pocos contactos con el
gobierno, si se sabe algo de Labra, y después decidiremos.
Los socios salieron delante de mí hacia sus oficinas. Ana María
los esperaba en el pasillo y entregó a cada uno las notas con los men-
sajes recibidos. Caminé hacia mi rincón, pero me detuvo su voz.
-Te tengo un recado de La Serena -y buscó en su cuaderno
hasta dar con la anotación precisa-. Es de un médico ... , el doctor
Monroy. Dejó un teléfono para que lo llamaras.
Le pedí que pasara la comunicación a mi despacho. Mejor
hablaba en privado, aunque hablar en privado, para nuestra oficina,

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solía ser un eufemismo; a menudo se percibían ruidos de conexiones
o unos ecos que indicaban que alguien, en alguna parte, nos escucha-
ba. Levanté el auricular y saludé. Me respondió la secretaria agria y
se apuró en darme con su jefe. Gerardo Monroy me contó que había
recordado algo de su última conversación con Labra. Tal vez no tenía
importancia, tal vez sí...
-Usted lo evaluará -terminó-, pero me mencionó la sospe-
cha de que algún empleado estuviera envuelto en ese probable espio-
naje de sus libros, y que creía tener una forma de averiguarlo. No me
contó quién ni cómo; sólo eso.
Le agradecí y le dije que ciertamente podía ser importante. Me
preguntó si había novedades sobre Labra, pero respondí con evasivas:
recién había regresado a Santiago, estaba poniéndome al tanto, tal
vez en unos días más ... Me interrumpió.
-¡Ah!, supe de alguien que lo conoce acá -e hizo una pausa-.
Fui a ver al señor Pons. No sé si lo recuerda: cuando usted estuvo
en mi consulta me llamaron desde su casa. El enfermo está bien ... ;
bueno, bien dentro de su condición, y eso tranquilizó a su hija, la que
volvió desde Barcelona para acompañarlo. No sé por qué le mencioné
su nombre. A ella le pareció familiar y me preguntó más. Le expliqué
que habíamos hablado, pero por supuesto no dije nada del motivo de
su visita. Montserrat me contó que ustedes se conocieron antes ... ,
antes de todo esto que estamos viviendo.
Seguí en silencio.
-Bueno, lo cierto es que me preguntó si sabía cómo ubicarlo. Y
le di su teléfono; supongo que no importará.
Le dije que no, intentando una respuesta y un tono impersonales.
-Bien. Eso era -insistió-. Pero, sobre todo, me interesaba
contarle lo que recordé de Dantón Labra. Espero que sirva de algo.
Nos despedimos, colgué y me quedé mirando el teléfono. ¿Y si
Montserrat llamaba en ese momento o más tarde?
Entré en la oficina de Macaya. Estaba estudiando unos expe-
dientes a su modo; con los zapatos apoyados en el escritorio. No se
inmutó.
-Te invito a un aperitivo -le dije-. Ahora.
-Siempre listo -y bajó los pies-. Cuando era boy scout, me
gané todas las medallas por buenas acciones.

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Me sentí más tranquilo. A menudo me resulta mejor pensar
mientras estoy acompañado, mientras alguien me habla y yo dejo que
mis ideas se liberen y empiecen a corretear por los recovecos de mi
cabeza, hasta que de repente se encuentran, se ordenan y se me aclara
todo, o casi todo. Esperaba que funcionara también esa vez, antes de
que Montserrat me llamara o de que yo marcara su teléfono en La
Serena.

Macaya no regresó conmigo y prefirió seguir hacia los tribunales para


tramitar sus causas. Lo mismo debería hacer yo, pensé mientras subía
en el ascensor y me resignaba a la idea de desempolvar mis carpetas.
Mi método para aclarar ideas no había resultado porque Macaya
estuvo más locuaz y absorbente que otras veces. Qyería hablar de
política. Estaba seguro de que el descontento de la gente iba a derivar
en manifestaciones que desestabilizarían al régimen. Le respondí que
hacía votos por su optimismo, pero me parecía improbable, por mu-
cho que la crisis se viviera cada día, en todas partes. Pero él insistió y
habló y habló. Tuve que resignarme a buscar otra forma de ordenar
mis pensamientos. Le dije que debía volver a la oficina y le deseé
todo el éxito del mundo en sus predicciones políticas. Me respondió
con una grosería, pero igual insistí en mis buenos augurios y pagué
la cuenta.
-Menos mal que apareciste -dijo Ana María cuando me vio
llegar. Una de sus manos tapaba el auricular del teléfono-. Tienes
un llamado, de La Serena. ¿Lo atiendes aquí?
Dije que en mi oficina. Cerré la puerta y miré el parpadeo de mi
anexo en el aparato telefónico: una, dos, tres veces. Respiré hondo.
Descolgué.
-¿Adrián? -dijo una voz femenina, distorsionada por un pa-
ñuelo o algo así, pero que no era la de Montserrat, si la recordaba
bien-. ¿Adrián ... ? -insistió.
-Sí. Yo soy.
-Usted estuvo en La Serena ... Tal vez quiera tomar otro café.
Si así fuera, ya sabe cómo hacerlo.
Y colgó.
Los recelos de Leonor Alday me parecieron justificados tratán-
dose de mí y mis patrones y, sobre todo, de ella y su hermana. Admití

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que era una buena clave, para no haber acordado ninguna, recordar la
reunión en el café. Me olvidé una vez más de mis carpetas y bajé ha-
cia mi local de teléfonos públicos preferido, desde donde era menos
probable que mis palabras fueran escuchadas. La telefonista tardó
unos minutos en hacer la conexión. Me encerré en la cabina y pre-
gunté por Leonor Alday. Me dijeron que acababa de llegar; también
ella habría utilizado un teléfono público.
-Habla Leonor Alday -dijo al fin con voz neutra-. ¿En qué
puedo ayudarlo?
-Es por una póliza de la que conversamos -y recordé la
esquina de nuestro encuentro-; un seguro por una propiedad en
O'Higgins con Eduardo de la Barra.
-Sí, me acuerdo perfectamente. Aquí tengo los papeles. Espere
un momento.
Mantuvimos por unos segundos el silencio y el juego antiespio-
naJe.
-Está todo correcto -dijo al fin-. Aún no hay novedades
sobre la firma constructora de Santiago, pero ubicamos a la propieta-
ria. Ella está bien .... Está bien y dispuesta a escuchar su oferta. Yo le
recomendaría venir a cerrar el negocio.
De regreso en la oficina, mis jefes me escucharon con atención.
-Eso y el informe del contador nos marcan un camino -dijo
Gálmez-. Tienes que volver a La Serena lo antes posible. Si logras
hablar con Ester Alday podremos descartar el motivo sentimental y
aclarar muchas otras cosas.
Gálmez me tuteaba muy ocasionalmente; cuando creía que la
situación, o mis diligencias, ameritaban una muestra de afecto.
-Y vaya preparado para quedarse varios días -terció Ferrer;
él nunca me tuteaba-. Este caso puede ocuparnos más tiempo del
que creímos.
Me temía algo así. Y me vi en la Carretera Panamericana, via-
jando hacia el norte en mi Fíat 125.

40
7

Hay dos categorías de Fiat 125. Están los originales, italianos, que se
importaban hasta fines de los 60, y los armados en Chile y Argenti-
na, que durante unos pocos años los reemplazaron como parte de las
políticas de sustitución de importaciones, algo que ya en 1983 sonaba
a antediluviano. Los segundos eran más modestos que los europeos,
con terminaciones acordes a nuestra condición de países subdesa-
rrollados, pero sus motores tenían la misma potencia de ciento diez
caballos de fuerza -todo un lujo para la época- y las mismas pro-
piedades mecánicas.
Algunos decían que los Gap de Salvador Allende usaban Fiat
125 italianos, pero era un pequeño mito más sobre los escoltas y
guardaespaldas del presidente; Allende había exigido que emplearan
autos armados en el país, como un respaldo político a esa producción.
Y entre los primeros miembros de su Grupo de Amigos Personales ha-
bía expertos mecánicos. Ellos tenían claro que la buena respuesta de
un vehículo en una calle estrecha o en una carretera permite eludir
desde una simple encerrona hasta un atentado. Por eso, trabajaron los
Fiat 125 del aparato de seguridad para mejorar su rendimiento. Con
el tiempo yo había sabido de algunos de esos cambios: en vez de un
carburador con dos gargantas empleaban dos carburadores y cuatro
gargantas. Tenían también un múltiple de escape y un eje de levas de
los usados en competiciones, lo que mejoraba la mezcla de bencina y
oxígeno. Todo eso les daba una potencia suficiente para alcanzar los
doscientos kilómetros por hora a pesar del peso extra de las planchas
de blindaje. Parecían iguales que los italianos; eran mejores.
Yo tenía desde 1980 un Fiat 125 armado en Chile, de color azul
oscuro como los del Gap. Nunca algo así estuvo en mi presupuesto,
pero la oportunidad surgió de un día para otro, gracias a una antigua

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amistad. Carmen era una comadre, una camarada de militancias y
fantasías políticas. La detuvieron después del golpe, pero tuvo suerte.
Más de una suerte. Cuando la apresaron hubo testigos. Y era sobrina
de un coronel que logró hacer saber su parentesco a los captores y
averiguar dónde la tenían. Lo dicho: más de una suerte. Salió libre en
menos de una semana y no la pasó tan mal como muchos otros. Así
me lo contaron unos conocidos comunes. También me dijeron que
Carmen se había alejado de los compadres; por seguridad, por temor,
nunca se sabe, pero había un matiz de desconfianza en los que me
contaron. Más tarde me enteré de que vivía con un francés, funcio-
nario de un organismo internacional en Santiago. Decían que había
buscado en él más protección que amor. C29ién podía saberlo. O!Iién
podía reprochárselo.
La reencontré tres años después del golpe, en casa de unos ami-
gos que, al igual que yo y que ella, habían terminado apartándose de
la frágil vereda de la clandestinidad. Carmen me saludó con afecto
y me invitó a su casa para presentarme a Philippe, su pareja. Fui a
verlos. Él estaba siempre atento a sus ojos grandes y oscuros; a veces
inquietos, a veces temerosos, todavía. Formaban una pareja tranquila,
a salvo de las inseguridades de todos los días, si alguien podía sentirse
seguro en ese tiempo.
Con Philippe simpatizamos desde el primer sondeo sobre gus-
tos afines -cierta música, un par de escritores, el vino tinto-, y que
incluyó mi curiosidad por el125 azul estacionado en el antejardín de
la casa que arrendaban.
Con la venia de él y con un vaso de tinto en una mano andu-
ve intruseando el motor, sugerí algo sobre la válvula de admisión y
tuve que destruir una creencia de Philippe. El propietario anterior le
aseguró que el auto había integrado el aparato motorizado del Gap,
pero lo desmentía el estado del motor, apenas intruseado, así como
mi certeza -que él aceptó con resignación-, de que difícilmente un
125 de aquéllos habría escapado de las manos de los militares.
-Era una hermosa mentira, pero te advierto que seguiré cre-
yéndola -dijo Philippe con su sonrisa inocente, casi infantil.
Dejamos hasta ahí lo del origen del vehículo, pero le di algunos
consejos para su mantenimiento y el dato de un taller mecánico en
donde no se aprovecharían de su acento extranjero ni de su ingenuidad.

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Los dos me lo agradecieron, más de una vez. Y llevaba seis meses sin
saber de ellos cuando me llamó Carmen. Tenia novedades.
-A Philippe lo trasladan a Francia. Nos vamos -y en su voz
había una pizca de excitación y otra de alegría-. Ven a vernos cuan-
to antes.
Lo hice y me dieron una verdadera sorpresa: me ofrecieron
quedarme con el 125 por un precio ridículo. La proposición era tan
atractiva que no quise arriesgar una educada frase de rechazo. Acepté
de inmediato.
Los llevé al aeropuerto en su Fiat; es decir, el mío. Al dejar la
ruta a Val paraíso y tomar hacia Pudahuel, bajé rápido de cuarta a ter-
cera y de tercera a segunda, apreté el acelerador, solté el embrague y
sobrepasamos en curva a dos vehículos, picando de cuarenta a ochen-
ta kilómetros por hora en cinco segundos. Después me calmé y volví
a cuarta; sólo había sido un pequeño homenaje a mis amigos.
Philippe me palmoteó el hombro desde el asiento trasero, donde
iba casi cubierto por las maletas.
-El Gap queda en buenas manos -dijo. Así llamaba él a su
auto; quién era yo para cambiarlo.
Y me había preocupado de cuidarlo y mejorar su motor. Ya para
mi primera misión a La Serena pensé en llevarlo, pero me abstuve;
era poco probable que lo necesitara, y así fue. Ahora era distinto.
lnhiÍa que pasaría más tiempo del previsto en la ciudad. También
que podríamos correr algún riesgo el auto y yo, pero me serviría
bastante.
Apenas pasamos Los Vilos -el Gap y yo- puse un casete y me
entregué a lo inevitable: memories.
A fines de marzo, y en esos años, los vehículos menores parecían
desertar de la ruta después de Los Vilos, como si a los conductores los
desanimara la perspectiva de decenas y decenas de kilómetros a tra-
vés de un paraje cada vez más árido y despoblado. Sólo algunos buses
y camiones me acompañaban en ese viaje, mientras una selección de
mis negros se sucedía en los casetes que yo mismo había grabado: Fats
Domino, Chuck Berry, Sam Cooke, Aretha Franklin,Jackie Wilson,
algo del viejo Armstrong y otro poco de Brook Benton. Resabios de
mi beca de nueve meses en los Estados Unidos, cuando el programa
de intercambio estudiantil interrumpió mi último año en el liceo. El

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programa me había servido para asomarme a otra cultura, aprender
el inglés y volverme fanático del primer rock and rol! y la balada; so-
bre todo si los cantantes eran negros. Después mandé a hibernar esa
afición durante unos años, por causas contingentes: el ingreso a la
universidad, las ideas radicales, la militancia, la tirria generalizada
contra el imperialismo yanqui, que yo también suscribí, y otras. Pero
mi afición supo adaptarse a la hibernación y reapareció más fuerte,
como la maleza que se cobra revancha en un jardín abandonado.
Montserrat no me reprochó aquel vicio. Su pasado en el Colegio
Inglés de La Serena le había dejado un buen dominio de ese idioma,
y la música estadounidense era uno de los soportes de su pedigrée
de niña bien y dueña del mundo. Es cierto que la conocí después,
cuando ella buscaba lanzar lejos su equipaje burgués, pero no pudo
deshacerse de esa marca en su prontuario, y más de una vez bromea-
mos sobre aquel pecado común. Tal vez por ahí surgió el interés.
El suyo, más bien, porque yo la tenía en mi mira telescópica desde
mucho antes.
Desde que era una colegiala. Difícil no reparar en Montserrat,
pese al uniforme severo que ella se ingeniaba para transformar en
una tentación. Serían los centímetros restados a la falda, subvirtien-
do la ordenanza de la inspectora; o el cabello largo y ondulado; o las
medias de lana bajadas hasta los tobillos para resaltar la curva de las
pantorrillas, mientras vagaba con sus amigas por el centro, ya libre
del cepo colegial.
Montserrat tendría quince años cuando la descubrí, en uno de
mis regresos cada vez más esporádicos a La Serena. Me contaron que
era la hija menor de Pau Pons (¿la habría visto alguna vez, cuando
pequeña, junto a ese hombre al que mi padre detestaba?) y la her-
mana menor de Enrie Pons. A él sí lo conocía bien. Su historia era
una de ésas que perturbaron tantas adolescencias modestas. Enrie,
un año mayor que yo, era alto, bien parecido. Iba de triunfador por
la vida: tenía dinero, manejaba el auto de su padre desde adolescente,
estrenó su propia camioneta antes de cumplir los dieciocho años y en
el asiento del costado siempre había una muchacha de buen ver. Más
elementos detestables: también jugaba bien al fiítbol y les había pe-
gado a un par de conocidos, buenos para los puñetes, pero al parecer
no tanto como ese hijo de catalanes que era uno de los reyezuelos de

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la ciudad. Por suerte, la universidad me llevó a Santiago y me alejó
de personajes como él. Al tiempo supe que Enrie había cambiado un
futuro incierto en los estudios para dedicarse a los negocios en San-
tiago, pero la inmensidad de la capital me libró de su presencia.
Punto aparte para Enrie durante un buen tiempo en que mi re-
lación con los Pons se limitó a constatar a la distancia, y de tanto en
tanto, el florecimiento de Montserrat. Después, nada; los estudios y
los afanes políticos me hicieron olvidar -casi olvidar- a personajes
como ellos. Pero un día la volví a ver, en Santiago, en una especie de
fiesta de compadres revolucionarios, si es que podíamos llamar fiestas
a aquellos encuentros. Bueno, pero igual había tragos y música. Al-
guien puso un disco viejo, una reliquia de los primeros años del rack
and rol!. Montserrat salió a bailar. La había visto por última vez cua-
tro años antes, pero la reconocí pese a las ropas austeras y a la larga
trenza que domeñaba su cabellera de adolescente. La acompañó un
joven que parecía ser su novio. Pregunté y me informaron. Exequiel
Vigorena estudiaba Sociología. Era moreno y enjuto y bajo, de nariz
aguileña y pelo tieso, pero no importaba; ella parecía prendada de él,
como tantas niñas bien que se habían cambiado de bando siguiendo
el llamado de la revolución. Varios de nosotros -o todos- soñába-
mos con una suerte así. Vigorena la había tenido.
Bailaron dos temas. Montserrat lo hacía perfecto; Vigorena
sobrevivía. Y no era sólo falta de ritmo; no se sentía bien él, un re-
volucionario de tiempo completo, en esos afanes. Lo salvó alguien
que cambió el disco, porque aunque cantara el hiperkinético Little
Richard, nadie más bailaba. Creo que yo estaba con unos tragos,
porque me acerqué a Montserrat, le dije que la conocía de vista
porque los dos éramos serenenses y que era una lástima que la con-
currencia no apreciara al Little. Ella ignoró lo primero y estuvo de
acuerdo con lo segundo. Hablamos de un par de canciones del ne-
gro, algo agregué yo sobre su trayectoria musical para impresionarla
y punto. "Pero igual perdimos", dijo, me sonrió y partió a juntarse
con Vigorena.
El camino me sacó de los recuerdos. Debí forzar el 125 para
sobrepasar a dos camiones y no eternizarme tras ellos en la larga
cuesta de El Teniente. Apenas los dejé atrás, la voz áspera como lija
de Louis Armstrong surgió desde el casete con The sunshine of /ove.

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Satchmo raspó la cinta diciendo que your lips are honey but sweeter by
far, y yo lo acompañé desafinando sin pudor.
Qyizás esta vez volvería a ver a Montserrat. ¿Sus labios segui-
rían siendo miel y mucho más dulces que la miel?
Seguro que sí. Apostaría noventa mil dólares a que sí.

46
8

Leonor Alday llegó al encuentro con un vestido naranja que reem-


plazó a los pantalones de la vez anterior y que ponía en vitrina sus
piernas, delgadas y musculosas, pero dignas de ser exhibidas. Ella
parecía saberlo.
Me extendió la mano con prudencia, se sentó en su silla y cruzó
las piernas. Con una mano comprobó la caída de las últimas puntas
de su melena sobre la línea del mentón, y una leve oleada de su per-
fume llegó hasta mí y se impuso al olor del incienso. Se lo agradecí
en silencio; nunca toleré el incienso ni todo lo añadido: curas, misas,
religión, fe.
Nos habían prestado una oficina junto a la capilla del colegio
Seminario Conciliar. El cura Brito, que me atendiera en el otro se-
minario, el de San Ramón, parecía estar más al tanto de la historia
de Es ter Alday y Dantón Labra de lo que insinuara; era en la iglesia
de su congregación donde Leonor me había citado al otro día de mi
regreso a La Serena.
Por teléfono habíamos seguido con las simulaciones ante
posibles oídos intrusos. Me dijo con tono formal que me enviaría los
documentos legalizados. Al rato, un mensajero llevó hasta mi hotel
un sobre grande que contenía folletos inmobiliarios y formularios
de contratos de arriendo. Entre ellos Leonor había deslizado una
breve nota en que proponía encontrarnos al mediodía siguiente en el
Seminario Conciliar. Yo debía preguntar en la secretaría por el padre
Pizutti.
Ejercité mis hábitos de despiste, tratando de sacarles fruto a los
magros medios que una ciudad de provincia puede brindar para elu-
dir seguimientos. Como fuera, cambié dos veces de taxi, corrí luego
una cuadra con aire relajado, como si me apurara un trámite menor, y

47
entré a un almacén donde compré algunas naderías y miré con disi-
mulo el entorno. Me supuse libre de posibles espías, doblé la esquina
y desemboqué frente al viejo edificio de dos pisos del colegio y que
cubría toda la cuadra.
El padre Pizutti me recibió con un dejo de complicidad y me
pidió acompañarlo. Cruzamos el patio central y luego otro, más am-
plio, vacío a esa hora. La pared del fondo correspondía al muro lateral
de la capilla; en los otros tres costados la vieja construcción albergaba
salas de clases en sus dos niveles. De las aulas brotaba un rumor sor-
do, como de colmenas agitadas; eran los alumnos. Agradecí que no
fuera la hora de recreo de las abejas.
Pizutti me franqueó el paso a la oficina, dominada por el olor a
incienso. Sobre la mesa alguien había dispuesto un termo con agua,
tazas, café y azúcar. El cura se despidió y me alargó una mano pálida,
surcada por el dibujo azulado de las venas.
-La señorita Alday no demorará -dijo.
Leonor no tardó nada; debió de estar esperando en algún
cuarto vecino o en la capilla. Apenas se sentó frente a mí pareció
recordar los ritos de su trabajo y me ofreció un café. Preparó las
dos tazas mientras me informaba que el colegio era un lugar seguro
para hablar.
-El padre Pizutti, y otros, simpatizan con gente como la nues-
tra, como Es ter -dijo.
-Hablemos de ella. ¿La ha visto, está en La Serena?
No se hallaba en la ciudad. Había estado, eso sí, y por suerte
seguía libre. La habían abordado agentes de la CNI, en Santiago, dos
meses atrás. La amenazaron con la sutileza habitual: ella tenía un
hijo, le podía ocurrir alguna desgracia. Como también solía suceder,
le mostraron fotografías del niño: a la salida del colegio, entrando a
casa, jugando en un parque cercano. Ester se asustó, qué menos. Le
dijeron que debía colaborar con ellos. ¿Cómo? Fotocopiando algunos
documentos de la empresa de Labra. Dudó algunos días, sopesando
la posibilidad de entregar papeles sin importancia y alegar la imposi-
bilidad de obtener otros, o de contar todo a su jefe y esconderse con
su hijo por un tiempo largo. Eligió el primer camino, pero descubrie-
ron su juego. Estaban bien informados; sabían que ella podía acceder
a los papeles que les interesaban. Las presiones se convirtieron en

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amenazas apremiantes. Mientras reflexionaba qué hacer, les entregó
los primeros documentos. Curiosamente, la dejaron en paz por un
tiempo.
-Ester supone -dijo Leonor- que les bastaba con tener la cer-
teza de que ella podría fallarle a Dantón Labra. Eso, por mientras.
Después los agentes retomaron el contacto y le dieron nuevas
instrucciones. Debía viajar a La Serena con una excusa cualquiera
y desde allí llamar a Labra, decirle que estaba en problemas serios y
pedirle que fuera a verla.
-Les contestó que no tenía cómo justificar algo así y que segu-
ramente Dantón no viajaría -dijo Leonor-. A lo más, la remitiría a
alguno de sus amigos en la ciudad. Pero ellos insistieron en que debía
hacerlo y que no se preocupara por lo demás; él iría.
Ester supuso que en La Serena esperaba a Labra alguna ence-
rrona y que ella estaría en el medio. Ya no tenía opciones.
-Dijo que sí, finalmente, pero tomó sus resguardos. Le dejó un
mensaje a Dantón y viajó. Tal como le habían indicado, llamó a un
teléfono para concertar un encuentro al día siguiente. Pero esa misma
tarde tomó otro bus a Santiago. Por la noche ya se había reunido con
mi sobrino en un lugar seguro que ella consiguió. Pero ...
-¿Sí?
-Pero teme que Dantón haya viajado. Engañado o forzado,
cree que vino y que ellos, por algún motivo, necesitaban que él estu-
viera en La Serena.
Mis preguntas posteriores no me aportaron gran cosa. Eso era
todo lo que Leonor había logrado hablar por teléfono con su herma-
na y no pudo preguntar más. Ester insistía en cortar la comunicación
por temor a que rastrearan el llamado.
-Tiene mucho miedo de que puedan descubrirla. Y al niño.
-¿Y yo podría hablar con ella?
Le parecía difícil, pero, como ya había pensado en eso, dejó
abierta la posibilidad de una conversación telefónica. Eso sí, le toma-
ría un par de días prepararla.
Salimos al patio del colegio. Las abejas aún no se dejaban caer.
-Usted ya conoce el camino a la secretaría. Yo pasaré por la
capilla -e indicó la puerta a su derecha- hacia la calle. Tenemos
que cuidarnos.

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Se alejó con su paso juvenil. Miré con detención sus piernas
hasta que la puerta del templo me privó de ellas. Giré hacia mi ca-
mino de retirada; Pizutti me observaba junto a un pilar, al fondo del
corredor. Sus ojos no me hicieron ningún reproche cuando llegué a
su lado; tampoco yo estaba dispuesto a confesarme por un pecado tan
venial. Extendió un brazo para indicarme un camino.
-Mejor salga por atrás, es más seguro -dijo.
Contorneamos el patio central, subimos una escala y pasamos
junto a las cocinas. Eso me pareció territorio conocido. Así era; un
poco más allá la superficie volvía a hacerse plana y se convertía en
una cancha de fútbol. Seguía tan polvorienta como siempre, con cua-
tro gradas para el público pegadas al muro del fondo, que marcaba el
límite del colegio. Más allá, la topografía retomaba su ascenso hacia
los faldeos del cerro Santa Lucía, donde se alzaba el regimiento.
Atravesamos la cancha, solitaria a esa hora, y Pizutti se adelantó
para destrabar el portón. Lo abrió en un gesto casi conspirativo y
volvió a extenderme su mano blanca, casi transparente. Una mano
de cura europeo.
-Oye tenga suerte -me dijo.
Ojalá fuera así. Me detuve un momento en la vereda. Hacia
arriba, a mi derecha, nacía la colina del regimiento. Mala cosa; de-
bía mantenerme lejos de él o de sus representantes. A mi izquierda,
descendiendo la calle, se extendía el centro de La Serena. Bajemos a
combatir al llano, comandante, me dije, y partí hacia allá.

50
9

Esa noche, acodado en la barra del Grill Bar y apurando mi aperi-


tivo de siempre, pensaba que volver allí era como notificar a Palie-
ro de mi regreso -¿pero no iba a enterarse de todos modos?- e
intentaba recordar cuántas veces jugué fútbol en la cancha del
Seminario Conciliar. ¿Dos o más? ¿Había estado Pallero en esos
partidos? Como buen ex liceano, yo tenía una vieja historia de an-
tagonismos con el Seminario. La rivalidad pasaba por lo formativo
-curas contra profesores laicos, fe contra agnosticismo; esos este-
reotipos- y también por cosas menos trascendentes, pero impor-
tantes en esos años: el mayor o menor prestigio que el ser semina-
rista o liceano podría darnos ante las mujeres -una discusión que
seguramente seguía sin resolverse-, y una enemistad permanente
en lo deportivo, sobre todo, en el fútbol. Más tarde se había agre-
gado la rivalidad política. Se suponía que los liceanos estábamos
más cercanos a las ideas de izquierda, y los seminaristas, a las de
centro o derecha. Eso resultó cierto hasta por ahí no más; pronto,
en mi época, esas barreras empezaron a ser permeabilizadas y vul-
neradas. Había de todo en ambos lados, y yo había conocido una
buena cantidad de liceanos reaccionarios, como decíamos entonces.
Pallero, por ejemplo, que quizás participó en aquellas expediciones
futbolísticas a la cancha del Seminario.
-Así es que volviste -dijo él, sentándose a mi lado en la ba-
rra-. Pensé que no te vería en otros siete años.
Se comunicaron por señas con Alvarito, como parecía ser su
norma, y apenas el barman le sirvió su trago empezó a interrogarme.
Resistí el asedio; admití que el caso Labra me tenía de regreso, pero
sólo para trámites menores y una remota acción en los tribunales,
porque seguíamos sin avanzar mucho.

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-Yo estoy igual, pero por suerte más liberado de tu empresario
-dijo-. Desde hace días que ningún jefe me pide algún informe
sobre él. Hay otros casos prioritarios. Algunos son los típicos, de
delitos comunes, pero hay otros más complejos.
Aguardé. Un detective no te aborda en un bar para hablar gratis,
ni aunque se trate de un antiguo compañero de liceo. Pallero bebió
otro sorbo.
-Nos están pidiendo mucha información sobre movimientos
políticos -continuó-; reuniones, planificación subversiva, esas co-
sas. Y no creas que me voy de boca al decírtelo. Más bien al contrario,
porque en este momento me estoy preguntando si tus visitas se rela-
cionan con esas tonteras.
Lo negué con una cara de sorpresa tan genuina que pareció con-
vencerse, porque no insistió. Decidí preguntarle por los partidos de
fútbol en el Seminario. Ahora él fue el sorprendido y echó a andar
su memoria.
-Sigues olvidadizo; claro que jugamos ahí. Los hermanos Jui-
ca, ¿los recuerdas?, tenían algo así como un club y organizaban parti-
dos todos los sábados después de almuerzo en la cancha del colegio.
Yo fui muchas veces; tú, en cambio, no creo que más de dos o tres,
porque en ese tiempo jugabas de intelectual.
Empezó a enumerar amigos y conocidos que participaban
en esos partidos y no me interrogó más. Mejor así. Después miró
repetidamente su reloj, bebió de un sorbo lo que quedaba de su
trago y me hizo una proposición que pudo ser amable, pero en tono
imperativo.
-Tengo algo que hacer en un restaurante aquí cerca, en Brasil.
Acompáñame.
¿Por qué no? No tenía apuro ni tareas pendientes, salvo esperar.
Y Pallero podría ser un buen escudo si los agentes andaban tras mí.
El rocío nocturno golpeó mi cara y entró en colisión con el ca-
lorcillo que me había transferido el martini seco. Había aún menos
gente en las calles que en mi visita anterior y la noche estaba más
fresca. A medida que nos acercábamos a Brasil se hizo más fuerte
y dulzón el olor a cebada de la compañía cervecera; otro recuerdo
casi perdido. Pallero se detuvo ante una puerta sin luces ni letreros
y la empujó. Avanzamos por un pasadizo; tarros, bolsas de basura,

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residuos y cajas de botellas vacías lo volvían aún más estrecho. Al
fondo había luces y bullicio; estábamos en la parte trasera del res-
taurante. Iba a preguntarle a Fallero por su afición a las entradas
alternativas, pero se acercó un mozo, lo saludó con deferencia y dijo
que nos atendería enseguida.
Fallero escogió una mesa en un pequeño comedor cercano a la
cocina, se sentó y me invitó a hacerlo al frente, mirando al comedor
principal. Ninguno de los dos tenía hambre, y transamos en una bo-
tella de vino tinto y una fuente con fiambres. También transamos, sin
decirlo, en hablar de temas antiguos, para no refrescar nuestras dife-
rencias del presente. Una vez más él ejercitó las artes de su memoria
sobre la ciudad y sus habitantes; tal vez había descubierto mi amnesia
(autoimpuesta, pero no iba a confesárselo) y quería marcar una cierta
superioridad. Cuando habíamos cumplido la mitad de nuestra tarea
gastronómica reparé en que el local estaba casi lleno. Una mesa larga,
con más de una docena de comensales, prometía buenas ganancias a
la casa.
-Necesito pedirte un favor -dijo Fallero, que había seguido
mi mirada.-. ¿Ves la mesa larga al fondo?
-Sí, por cierto. ¿~iénes son, delincuentes?
-Anduviste cerca. No podría asegurar que todos, pero varios sí.
Me interesa especialmente uno, y que lo observes.
-¿Y si no quiero ayudarte?
-No te cuesta nada y yo te debería un favor, como en las pelí-
culas policiales. Para tu tranquilidad, no son opositores al gobierno
ni revolucionarios o ex revolucionarios como tú. En ese ramillete hay
tres o cuatro mafiosos. Y hablo de polvo fino.
-¿Cocaína?
-Mmm ...
-¿Y el método para espiarlos es instalarte en una mesa cerca de
ellos? ¿O por estar de espaldas no van a reconocerte?
-No me menosprecies. Por cierto que ya me vieron, pero quie-
ro que te vean a ti.

La cara de Fallero seguía tan pétrea como cuando manipulaba un


torpedo en las pruebas y desafiando la vigilancia de los profesores.
Me sentí incómodo y rellené mi vaso.

53
-¿Q~Jé me vean a mí? Entiendo; sólo con mirarme van a em-
pezar a temblar.
Pallero pinchó y se tragó el último trozo de jamón antes de
responder.
-No tanto como temblar, pero pueden preocuparse; ésa es la
idea. Echamos a correr la voz de que recibiríamos refuerzos de San-
tiago para desbaratar una operación grande de coca. Y cuando te vi
en el bar se me ocurrió venir aquí, donde iban a estar algunos de ellos,
con un desconocido que podría pasar por un jefe nuestro o uno de
esos asesores especiales que tienen ahora los jefes. Un tipo importan-
te de la capital, en síntesis.
-Espero que nadie más se entere. Es por mi buen nombre,
¿sabes?
-Descuida, será un secreto entre nosotros dos. Y yo te debería
un favor, recuerda.
-Ya, ya. ¿Y a quién debería observar?
Identifiqué sin problemas al objeto de interés de Pallero. Des-
tacaba del resto por su cabello castaño, con mechones de un rubio
pajizo, y sus ojos claros. Yo lo habría tomado por un tipo de la vieja
clase alta serenense, pero una leve tosquedad de los rasgos y su piel
agrietada descartaban esa opción. A juzgar por sus ropas no iba por la
vida buscando pasar inadvertido. Vestía una camisa azul eléctrico, de
la que había aflojado algunos botones para enseñar la gruesa cadena
dorada que le colgaba del cuello. En el respaldo de su silla descansaba
una chaqueta caqui.
-Ronaldo Arratia Arra tia -me informó Pallero-, pero todos
lo conocen por el nombre que se puso cuando adolescente: Ronny
Santana. El apellido lo tomó de su primer padrino en el delito. An-
tes ya había estado en la cárcel de menores, a los nueve o diez años.
La primera vez que lo detuvieron por algo más serio fue a los trece:
agresión con arma blanca en un prostíbulo. Ha sido cafiche, si es que
aún no lo es; contrabandista de cigarrillos y licores, cuando eso daba
plata; reducidor de especies; vendedor de explosivos y armas, antes
de que el gobierno militar pusiera orden en todo eso ... Su último
padrino lo metió en el negocio de la droga hará unos seis años por lo
menos. Lo han agarrado -lo hemos agarrado- tres veces, pero no
canta, no delata a nadie en el escaso tiempo que alcanza a estar preso,

54
porque le ponen buenos abogados que lo sacan pronto de la cárcel. Y
por eso sigue en el negocio; es un hombre callado, confiable.
Espié la mesa larga. Me pareció que Ronny Santana me miraba
con insolencia, una y dos veces. Me concentré en mi vino y, antes
de que pudiera protestar, Fallero había pedido otra botella. Logré
transar en una mediana, porque seguía sin gustarme mi nuevo papel.
Volví a observar con disimulo al grupo. En ese momento, un encen-
dedor apareció en la mano de Ronny, que hizo un gesto que yo ya
ni recordaba. Frotó dos veces el Ronson contra su manga; una hacia
abajo, para abrir la tapa, y la segunda hacia arriba, para que la ruede-
cilla girara y la piedra encendiera la mecha. Luego acercó con osten-
tación la llama a un hombre mayor y rechoncho, con un cigarrillo en
sus labios. El ademán descubrió una pulsera dorada en la muñeca de
Santana. El hombre no se privaba de ningún cliché.
-El jefe de Ronny también debería estar en la mesa. En eso
quería que te fijaras -dijo Fallero.
-Déjame adivinar -y observé al hombre que daba una larga
pitada al cigarrillo recién encendido-. Cincuenta y cinco, cincuenta
y ocho años. Macizo, casi gordo, seguramente bajo. Moreno, de nariz
corta y gruesa. Pelo peinado hacia atrás, muy pegado al cráneo; con
gomina, diría. Ojos caídos, calmados.
-Ese es: Bartolomé Zuleta. Lo de ojos calmados ... , puede que
sí, esta noche, pero lo pondría en duda en otros momentos. Es el
jefe de Ronny, pero tal vez no sea uno de los verdaderos capos de la
organización. Llegar a ellos cuesta más.
-¿Y podrás lograrlo?
-Me gustaría, pero es difícil. Hay redes, protecciones; mejor no
pensar en eso por ahora. Me conformaría con desbaratarles algunos
negocios. Y quién sabe si de repente damos el gran golpe y pillamos
un pez gordo, o al menos a Zuleta. Pero el hombre se cuida.
Hablamos un poco de nada, él volvió a sus planes para un
pronto retiro y luego pidió la cuenta. Yo también quería irme. Mi
papel de falso detective me incomodaba no sólo por el hecho en sí;
también, por lo que pudieran pensar Ronny Santana y su grupo.
No estaba para agregar más nombres a mi lista de enemigos en la
ciudad. Cuando le llevaron el vuelto, Fallero me pidió un último
favor.

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-Levántate primero, entrégale esta propina al mozo, pero que
se note, y sal por donde vinimos como si fueras mi jefe. Yo te seguiré
humildemente.
Lo hice y sólo lamenté no poder verlo en su papel de perrillo
faldero. Cuando llegábamos al final del pasadizo me alcanzó y me
palmoteó la espalda sin decir nada. Afuera lo esperaba su delgado
ayudante, de pie junto a un auto. Pallero me ofreció llevarme al
hotel.
-Supongo que te alojas de nuevo en el Pacífico. Te dejo allá; no
vaya a seguirte algún furgón celeste.
Acepté porque era una posibilidad, nada de grata, que el furgón
volviera a cruzarse en mis andadas. En el trayecto le pregunté sobre
sus diligencias contra los mafiosos, pero respondió con evasivas; tal
vez no confiaba ni siquiera en su ayudante. Cuando llegamos al hotel
se bajó del auto conmigo y me acompañó algunos pasos.
-No tenemos previsto ningún operativo -recién entonces
empezó a hablar-, pero sabemos que preparan algo. Supongo que
pasarán por la zona un cargamento valioso y necesitamos tiempo
para que nuestros informantes averigüen más. Por eso es bueno ha-
cerles creer que nos han llegado refuerzos y que sabemos más de lo
que sabemos. Eso podría demorarlos.
-Es posible, subcomisario, pero si falla me obligará a pedir su
baja al director general.
-Andate a la mierda, comisario. Buenas noches.

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10

Siguieron dos días neutros, tediosos como las tardes otoñales de La


Serena. Mis comunicaciones con la oficina tampoco me aportaron
novedades. Habíamos acordado un primitivo sistema en clave: el
caso Labra era la búsqueda de antecedentes y documentos para lega-
lizar una herencia; si se mencionaban las palabras "posesión efectiva",
significaba que hablábamos del paradero de Dantón Labra; y de ahí,
el resto: "sin novedades de la posesión efectiva", "seguimos esperando
respuesta sobre la posesión efectiva", y etcétera.
Igual Ana María se equivocó un par de veces y en otras tantas
debió recurrir a una excusa infantil para que yo reiniciara mi informe,
porque no había sintonizado con el lenguaje codificado:
-Por favor, repíteme, que no se te escucha bien por el teléfo-
no ...
Me daba lo mismo. Pensaba que lo único importante, una vez
transmitida mi versión de Ester Alday sobre Labra y la CNI, era
decidir en qué momento y dónde presentar los recursos ante los
tribunales. Seguramente en Santiago, porque no nos constaba que él
hubiera llegado a La Serena, ya fuera por sus medios o gracias a los
servicios reservados de la CNI. Eso, a menos que las averiguaciones
de mis patrones y de la familia de Labra ante el gobierno tuvieran
algún resultado.
Hasta me había abstenido de volver al Grill Bar del Hotel La
Serena para que Fallero no me envolviera en sus intrigas con la de-
lincuencia común. Por eso, el siguiente mensaje de Leonor Alday me
sacó del letargo. Venía bajo la misma apariencia: un sobre grande lle-
no de papelería filtil, pero con la nota de rigor. Me citaba para las 11
horas del día siguiente en la esquina de Colón con Matta. Me animé:
tendría noticias de su hermana y podría avanzar algo en el caso.

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¿Y por qué tanto apuro? Para salir luego de una ciudad con la que
no terminaba de arreglar cuentas. O, tal vez, por Montserrat. Había
caminado con recelo por las calles del centro, atisbando, tratando de
reconocer su figura. Podría haber ido donde el doctor Monroy a pre-
guntarle. O, más sencillo, marcar el número telefónico de los Pons y
pedir hablar con ella. Pero prefería evitarlo.
Aguardé unos minutos en la esquina acordada, intentando dis-
tinguir entre los transeúntes el tranco ágil y las piernas delgadas de
Leonor. Ojalá que venga en piernas y no con pantalones, pensé.
La bocina de un auto me sobresaltó. Era ella, al volante de un
Daihatsu Cuore, averiado y con señas de óxido en la carrocería. Con
un gesto apremiante me invitó a subir a su lado, y lo hice. Leonor
lucía mejor que el auto, aunque había vuelto a los pantalones. Ha-
bló poco, concentrada en manejar. Bajamos por el Parque Pedro de
Valdivia, el Cuore asomó su corta nariz a la carretera y doblamos a la
izquierda, hacia Coquimbo.
-Espero que no nos sigan -dijo.
-Ojalá. Esta vez tomó menos precauciones.
-Sí, pero hay un motivo. Ester quiere hablar con usted, por
teléfono, y no quise comprometer a los padres del colegio.
Leonor se concentró en el volante. Hacía bien, porque el Dai-
hatsu Cuore tenía dificultades para sobrepasar a otros vehículos;
necesitaba un cambio urgente del disco de embrague, porque cuando
ella apretaba el pedal el motor rezongaba y apenas lograba reaccio-
nar. No era el único ruido anormal, agravado por nuestro silencio;
también había un espantoso golpeteo de válvulas, pero Leonor lo
ignoraba, como seguramente ignoraba cualquier noción de mecánica.
Habríamos ido mejor en mi Fiat 125, pero yo prefería que siguiera
en el estacionamiento del hotel, donde descansaba desde que volví a
La Serena.
Pasado el cruce de Peñuelas bajó la velocidad y se desvió hacia
un restaurante al paso instalado en un viejo vagón de ferrocarril. El
lugar parecía hallarse sin clientes.
-Estaremos tranquilos adentro -dijo Leonor, subiendo los
peldaños de la entrada.
Después de atendernos, el mesero se instaló afltera, junto a la
cabaña que hacía de cocina, a mirar los autos en la carretera; así se

58
aburriría menos. El sitio parecía una buena elección de Leonor y se
lo dije. Sonrió y me explicó su ardid. Había dicho que iría con un
cliente interesado en una propiedad cercana y que él necesitaría co-
municarse con sus socios en Santiago. ¿Podrían llamarlo al teléfono
del restaurante? Le dijeron que sí. Y era que no: los clientes escasea-
ban en esa época del año.
-Ester se comunicó porque quiere hablar con usted. Le pre-
ocupa la situación de Dantón Labra, aunque ella está más tranquila;
me dio la impresión de que se siente protegida.
-Qyé bueno por Ester. ¿La Iglesia la está ayudando?
Ignoró mi pregunta.
-Llamará al teléfono en ... -miró su reloj-, en cuatro a cinco
minutos.
Me merecía su respuesta. Se lo dije y sus labios se distendieron
en una sonrisa. Y volvió a hablar, pero seria.
-Lo que a Ester le apura es hacer algo por Labra.
Temí que me preguntara por la tardanza de mi oficina en recu-
rrir a los tribunales. Yo tenía una espina atravesada con eso. La tarde
anterior Ana María me había dicho, dentro del corsé de nuestras
claves, que no había avances con la posesión efectiva. Pero los plazos
se acortaban.
-Es la hora -dijo Leonor y se levantó.
Salimos del vagón-restaurante. Todo estaba tranquilo; ni perso-
nas ni vehículos sospechosos en aquel lugar a medio camino entre La
Serena y Coquimbo, y en donde no paraba nadie a esa hora. Leonor
se acercó al mesero para pagarle. Entonces sonó el teléfono. Ella lo
descolgó y habló en voz baja. Luego me extendió el auricular, le hizo
un gesto al mesero y se apartaron para permitirme privacidad en mis
negocws.
-Sé quién es usted -dijo una serena voz de mujer-. Sé quié-
nes son en su oficina. En principio, estoy dispuesta a confiar.
-Gracias. ¿Y hablaremos sólo por teléfono o podremos vemos?
-De momento por teléfono.
Me contó lo que ya sabíamos sobre los temores de Labra antes
de desaparecer y de las amenazas de la CNI. Pero agregó su propio
temor de que los agentes hubieran extorsionado a su patrón y que no
se conformaran con hacerlo sólo una vez, si lo tenían en su poder.

59
-Sus jefes, que son amigos de la familia, podrían ayudar más
-dijo.
Era buena intuyendo o estaba bien informada. No le comenté
nada de los noventa mil dólares y le aseguré que transmitiría su in-
quietud. Le pedí que tratara de recordar con todo detalle las instruc-
ciones que le dieron los agentes y si percibió algún indicio de lo que
planeaban.
-No. No en este momento. Tendría que pensar, acordarme ...
Es algo desagradable, que aún me asusta. Necesitaría tiempo.
-No hay problema, pero le agradecería que lo hiciera.
-De acuerdo. Pero ahora, antes de colgar, quiero decir otra
cosa.
Hizo una pausa. Yo me mantuve a la espera.
-Como le dije, he averiguado sobre usted; es decir, han averi-
guado por mí. Me parece un hombre de confianza. Pero tengo una
pregunta: ¿por qué no han presentado un recurso por Dantón?
Acomodé mi respuesta para no revelar mis diferencias con mis
jefes: la oficina y la familia Labra querían agotar sus gestiones con
el gobierno antes de ir a los tribunales, pero el plazo ya se acababa.
Pronto habría novedades.
-Perdóneme que se lo diga, pero no me parece una explicación
convincente.
-Está bien, es su opinión.
-Una última cosa. ¿Está usted seguro de que todos en su ofici-
na son de confianza, que no hay ningún infiltrado?
No alcancé a responder, y ella insistió.
-Investigue. Yo desconfiaría al menos de uno.
Colgó y tuve que imitarla. Leonor me miraba y le dediqué una
sonrisa tonta para ocultar mi sorpresa. Subimos a su auto y volvimos
a La Serena rápidamente; bueno, con la rapidez que permitían los
discos de embrague del Cuore. Leonor rompió el silencio.
-¿Qyé le pareció mi hermana? ¿La notó asustada?
-No. Debe de haber pasado días duros, pero la noté tranquila.
Se sentirá segura donde está.
-No intente otra vez lo mismo.
La miré y sonreímos. Eso nos iba bien, y la invité a un café en
la ciudad.

60
-Me gustaría, pero en otra oportunidad. Mejor no abusemos
de nuestra suerte.
Tenía razón. Ya entrábamos a La Serena, y le dije que me bajaría
apenas algún semáforo en rojo me permitiera confundirme entre los
autos y los peatones. Agregué que seguiría esperando sus comunica-
dos. Asintió y volvió a sonreír.
También sonreía cuando después de descender en la Alameda
pasé frente al auto, rocé con mis dedos el capó -por supuesto, ya
estaba caliente- y me sumé al gentío que subía por Matta hacia el
centro.

61
11

Me detuve en la esquina de la Plaza de Armas. A mi izquierda se


alzaba la plazoleta de Santo Domingo con la iglesia de piedra sillar
al fondo y, frente a ella, el Hotel Francisco de Aguirre y su zócalo de
piedras de canto que remedaban, como un duplicado de utilería, las
paredes del templo.
Ese rincón era otro territorio que antes me había sido hostil:
mitad prohibido, mitad odiado. Una esquina en donde se juntaban
los jovencitos de la clase alta en las mañanas de domingo. Primero,
la misa, y después sus conversaciones relajadas, todo con el amparo
de sus padres, reunidos en el bar del hotel en otro rito tan exclusivo
como el de ellos.
¿Y ahora? Ahora me daba lo mismo. También me daba lo mis-
mo cambiar el café por un aperitivo. Crucé la plazoleta y subí los
peldaños hacia el vestíbulo del hotel con el trotecito de un cliente
habitual. Un camarero me recibió con una sonrisa.
-Voy al bar, gracias -dije sucinto y doblé a la izquierda como
quien ha hecho el camino cien veces. En verdad era un conocimiento
para nada empírico; siempre supe que en ese extremo del primer piso
estaba el bar que nunca pensé visitar. Nunca antes, pero ahora eran
otros tiempos.
Me sumergí en un ambiente a media luz con maderas oscuras
y sillas forradas en cuero, todo aspirando a un toque de distinción,
pero ya anticuado, porque las modas y usos de los lugares elegantes
parecían tomarse su tiempo en llegar a La Serena. Lo que en alguna
época fue exclusivo y distinguido ahora sólo era algo añejo, como el
aire enrarecido que se respiraba en el bar.
Al fondo había dos mesas ocupadas por gente que se habría aco-
modado ahí para contemplar los jardines del hotel, el Parque Pedro

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de Valdivia, que empezaba al otro lado de la calle, y más lejos, las
vegas que aún no se habían rendido a las urbanizaciones y se prolon-
gaban hasta el mar.
Me senté en otra mesa, de espaldas a ellos y mirando la entrada
del hotel, mi posición favorita y necesaria en años en que había que
estar siempre alerto a posibles peligros. Eran resabios de viejas prác-
ticas, pero convenía no olvidarlas ahora que el caso Labra reavivaba
mis aprensiones y que Ester Alday acababa de lanzarme un balde
de agua helada. Éramos diez en la oficina: los dos socios, otros tres
abogados, tres procuradores, el auxiliar y Ana María. ¿Podía confiar
en todos ellos? Más de alguna vez me lo había preguntado, y siempre
respondí que sí. Ahora no estaba tan seguro.
El mozo me sirvió mi inevitable martini seco y yo pasé lista
a mis compañeros de trabajo. Del nuevo test de confiabilidad sólo
aprobaría en una primera revisión a Ana María, Montoya y tal vez a
Gálmez. Ferrer quedaría para un segundo examen igual que Arturito,
porque más allá de nuestra camaradería hecha de bromas y tragos, no
podía poner las manos al fuego por él. De los demás ...
Hice girar la copa, jugando con los reflejos que la luz del vestí-
bulo proyectaba en el cono de cristal, mientras continuaba mi ranking
de desconfianzas laborales. De los dos colegas de Macaya, Vida! me
parecía el más confiable. Una vez trabajamos juntos en ...
Momento. Alguien se acercaba desde una de las mesas del fon-
do. Miré de reojo. No era el mozo, sino un cliente; vislumbré un jeans
azul y una camisa blanca. Un jeans femenino, al parecer. El jeans
avanzó un paso más y se detuvo un metro detrás de mi silla. Luego
dio otro paso corto y una melena se agachó hacia mí. Giré el cuello
para mirar a la desconocida.
-Hola, Adrián -dijo.
Era Montserrat.
No la Montserrat del colegio; la del pelo castaño, larguísimo y
ondulado, y la cara limpia en que resaltaban sus cejas bien definidas y
la nariz respingona. No era tampoco la de las vacaciones de esos años,
con la piel tostada donde brillaban sus pupilas de color miel, un color
que se repetía en algunos bucles desteñidos por el sol del verano. Ni
era la Montserrat de Santiago, años después, de vuelta a la cara lava-
da, pero con el ceño adusto, los labios tensos de la militante y el pelo

63
aprisionado en un moño o una trenza. Tampoco era la Montserrat
de nuestra segunda vida, inmediatamente después del golpe; la de la
peluca corta y oscura y el rostro bien maquillado, como una oficinista
modelo, simulando lo que no era y aparentando tranquilidad mien-
tras caminaba a mi lado temblando por dentro, igual que yo.
Otra Montserrat, pero la misma. Sus cejas de siempre. También
sus ojos miel, flanqueados ahora por unas finas arrugas en los costa-
dos. Y la nariz era su nariz. El pelo, ése sí, había vuelto a cambiar, re-
cuperando su color castaño original, pero ahora iba liso y restringido
a una melena moderna que enmarcaba su rostro. A ambos lados de la
boca dos arcos encerraban, como signos de paréntesis, su sonrisa.
Porque Montserrat me sonreía desde hacía tres eternos segundos.
-Hola, Adrián -repitió su saludo y abrió los brazos como pre-
guntándome si no la reconocía, si no iba a saludarla, si qué diablos
pasaba, en fin.
Me puse de pie sin chocar contra la mesa ni botar nada. Eso fue
un logro.
-Hola -dije.
-Q¡é bien, gran recibimiento -y su sonrisa no cedió, como si
tuviera la certeza de que yo terminaría abrazándola o rindiéndome a
sus pies. Como tantas veces, busqué apoyarme en alguna ironía.
-Es que no estaba preparado. De todos los malditos cafés del
mundo, yo tenía que entrar justo a éste.
Su sonrisa creció aún más y en sus mejillas se dibujaron dos
margaritas. Tampoco me había olvidado de ellas.
-No exageres -rió-. Rick no dijo "malditos cafés"; sólo,
"cafés". Nunca imaginé que el tiempo te convertiría en devoto de
Casablanca.
Eso estuvo bien. Me hizo ver lo ridículo que luciría diciendo
cosas así.
-No lo soy -contesté-. Y perdona el lugar común.
-Vamos, Rick. ¿No vas a besarme?- y acercó su mejilla.
La besé en el pómulo. Ella se echó levemente hacia atrás; ya
no sonreía. Volvió a acercar su rostro al mío, apoyó una mano en mi
hombro y lo presionó. Su cabeza se acercó a mi cuello. Mi mano de-
recha buscó su nuca, mis dedos rozaron sus cabellos, se abrieron paso
entre ellos y acunaron su cráneo. Su frente se apoyó en mi pómulo

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unos segundos. Luego se separó lentamente y sentí sus labios en mí
mejilla. Después en la otra. Fueron dos besos breves, pero igual dos
besos de ella. La mano que descansaba en mi hombro bajó hacía mí
pecho y lo empujó para alejarlo unos centímetros. Su cara también se
alejó y volvió a estar entera frente a mí. Y su sonrisa.
-Y ... , ¿no me invitas a sentarme?

Fue una conversación breve; estaba por irse con sus acompañantes:
una prima y un matrimonio amigo. Montserrat le daba la espalda a la
puerta de entrada, y el contraluz no me permitía distinguir todos sus
rasgos, pero no importaba para lo que tenía que decirle: que se veía
igual o mejor que antes. Ella respondió con un cumplido parecido,
que pudo ser sólo de compromiso, y agregó algo que no esperaba.
-Has vuelto a usar bigotes. Como en otra época.
Le expliqué que eran recientes y estuve a punto de agregar que
habían funcionado como un amuleto para atraerla. Preferí callarme y
dejar que el diálogo hiciera de puente entre nuestros recelos, porque
después del saludo habíamos tomado unas posiciones cautelosas; yo
más que ella.
-Supe que tu padre está enfermo -dije.
Me contó. El viejo Pons, el negrero Pons, como le decíamos yo
y algunos más, estaba seriamente enfermo. Cáncer. La mirada de
Montserrat se desvió, y me disculpé.
-No importa; es algo que tenía que enfrentar -dijo-. Lo
supe a fines del año pasado, pero recién hace dos meses me llamaron
a Barcelona para decirme que se había agravado y que tratarían que
el gobierno me autorizara a venir.
Miré buscando al mozo, a ver si llegaba pronto con el café que
había pedido Montserrat.
-Me dieron un permiso provisional-agregó, con una sonrisa
fugaz-. Por suerte, mi padre tiene amigos en todas partes; también
el doctor Monroy, el que tú conociste. En fin, varios ayudaron para
que me levantaran la prohibición. Así es que pude volver hace tres
semanas.
Mis ojos se estaban adaptando al contraluz. Observé su cara ar-
moniosa y serena, su figura delgada, casi frágil, su camisa blanca que
podría ser el manto de una virgen o una mártir.

65
-No he querido preguntar si sigo siendo una persona peligrosa
después de tanto tiempo -dijo-. Espero que no, pero igual aparez-
co en las listas y mi pasaporte tiene la "L" de los indeseables. Bueno,
no nos quejemos; aquí estoy.
Abrió los brazos y los dejó así, porque el mozo había llegado con
el café y el vaso de soda. Montserrat se concentró en ello. Yo escondí
mis manos bajo la mesa y sequé la transpiración de mis palmas en los
muslos de mis pantalones.
-¿Y tú? -preguntó-. Parece que terminaste Derecho. Qyé
bueno.
Le expliqué que sólo había egresado, que dilataba eternamente
mi examen para titularme, que me ganaba la vida como procurador y
que el trabajo me había llevado a La Serena después de muchos años.
Le conté también de las características de la oficina y que un caso
difícil me tenía en la ciudad.
-Supongo que eso está bien -insistió-; seguir relacionado,
vinculado a las cosas en las que uno creyó. O cree, perdón. Yo, te lo
digo desde ya, estoy más ... alejada. Entre decepcionada y escéptica;
un poco de todo. Lo siento.
Sonrió y sus manos se juntaron en un gesto como de oración, o
de implorar perdón. Era un gesto de los suyos, de antes.
Le dije que no importaba, que había conocido otros casos de
chilenos que afuera habían perdido sus convicciones.
-No seas tan educado conmigo, Adrián. Supongo que habrás
pensado que eran unos débiles o unos oportunistas. O unos traidores.
Qye en Europa y en países así cuesta poco olvidarse de lo que uno
pensó o hizo. Anda, dilo.
Admití que sí, en general, pero que no pensaría eso de ella. Me
miró, interrogante.
-Nunca de ti, por. .. por las cosas que pasaste -tuve que expli-
car-. Bueno, por las cosas que pasamos, juntos.
Me tomó una mano, unos segundos, y la retiró.
-Gracias. Siempre fuiste dulce. ¿Eso te lo dije más de una vez,
no?
-Sí, más de una.
-Pues, ya ves -y su voz sonó notoriamente española. Sonreí, y
ella me preguntó por qué. Se lo expliqué.

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-Ah, sí, pero ya no es nada -respondió-. Si me hubieras
escuchado en la primera semana de mi regreso, habrías dicho "¿y qué
se cree la tía ésta con ... ?"
-No habría dicho "tía".
-Es cierto; ¿ves?, me confundo. Bueno, pero ya se me está pa-
sando. No sé cuántas cosas antiguas vaya a recuperar en estos días.
Se quedó seria. En la mesa de sus amigos hubo movimiento.
Se pararon y miraron a Montserrat tratando de ser discretos en su
llamado sin palabras; era hora de irse. Ella me lo dijo y me preguntó
si nos veríamos.
Acordamos que al día siguiente, por la tarde. Ella debía hacer
unas diligencias por el tratamiento de su padre y después iría a jugar
tenis.
-El deporte es uno de mis nuevos hábitos -me explicó-.
Muy europeo, dirás, y quizás lo sea. El tenis y la gimnasia, ésos son
mis vicios actuales. Apuesto a que tú no practicas nada.
-Sólo fútbol o babyfútbol, pero ocasionalmente y al estilo na-
cional: jugamos y después, cervezas. O vino. O vino con un asado,
mejor todavía.
-Muy chileno, no tienes remedio. Entonces, ¿me pasas a bus-
car al Club de Tenis?
-¿El club? ¿Ese de Pení, abajo?
-El mismo, el único que hay acá -dijo como reprochándole
ese retraso a la ciudad.
Sus acompañantes habían pasado a mis espaldas hacia la salida.
Nos pusimos de pie. Montserrat acercó su rostro al mío y la besé en
la mejilla; ella tuvo que sujetar mi cabeza con una mano para besarme
en la otra mejilla.
-En Europa son dos besos -dijo, y volvió a sonreír y a acercar
la cabeza.
-No dejes de ir mañana -agregó en mi oído-. No me falles
esta vez.

67
12

Volví a mi hotel. Las últimas palabras de Montserrat rebotaban en mi


cabeza, activando una reacción en cadena de neurotransmisores, una
sinapsis que desentumeció ciertas neuronas en rincones del cerebro
que no recibían estímulos desde hacía mucho tiempo: los pliegues re-
lacionados con las emociones y la memoria. Pero el recepcionista me
activó otras neuronas apenas me vio entrar; tenía un mensaje urgente
de mi oficina.
Al teléfono, Ana María ensayó una voz aséptica que escondía a
medias su excitación. Me dijo que por fin había novedades sobre la
posesión efectiva y que podríamos comentar los detalles una vez que
recibiera las fotocopias que había mandado a hacer por ahí cerca, en
Bandera.
Eso significaba comunicarme dentro de diez minutos desde un
teléfono público a otro teléfono, uno seguro y que la oficina reservaba
para los casos más delicados. Pertenecía al bufete de otro abogado,
cercano al nuestro, en calle Bandera. Preferí esperar algunos minutos
extras para asegurarme de que Ana María hubiera vadeado los peli-
gros del centro: la marea de vendedores callejeros, la gente apurada
para realizar trámites, los cesantes deambulando por una oportuni-
dad entre la muchedumbre, el atochamiento del tránsito agravado
por tanto jubilado precoz que intentaba ganarse unos pesos al volante
de su taxi. Santiago 1983, en suma. Por primera vez pensé en las ven-
tajas de pasar un tiempo en la monotonía de La Serena.
Cuando llamé ella ya estaba al teléfono; había sobrevivido. Me con-
firmó que tenía novedades, pero no podía decir más. Yo debía insistir en
quince minutos al mismo número porque Gálmez hablaría conmigo.
Si había novedades, ésa era una: Gálmez en persona. O sea que
el caso se ponía interesante. Interesante para mí, con el perdón de

68
Dantón Labra; las novedades no debían de ser buenas para él. Compré
un diario y permanecí en la oficina de llamados contando los minutos.
Insistí a la hora precisa y me respondió Gálmez. Yo había acer-
tado con Labra.
-Definitivamente fue secuestrado por agentes de la CNI, pero
no sabemos nada sobre el procedimiento ni sobre el lugar donde
podría haber sido confinado. Nada que permita configurarnos un es-
cenario más definido y específico -Gálmez nunca dejaba de hablar
como abogado-. Un contacto nuestro en el gobierno se comprome-
tió a recabar más información, pero aún no ha tenido éxito. Parece
que también a él lo están tramitando.
-Me parece justo; en este régimen no existen los privilegios.
-Tengo otras novedades -y pasó por alto mi interrupción-.
Hubo un nuevo retiro de dinero de las cuentas ... privadas de Dan-
tón. Aparentemente, es su firma. De todas formas, igual hemos soli-
citado un peritaje caligráfico.
-¿Y es mucho dinero?
-Es una suma importante. Digamos eso por ahora. Y que lo del
dinero ya se conoce en el gobierno. No ocultaron su complacencia,
habida cuenta de que eso puede reportarles algún provecho político,
pero compartieron nuestra preocupación por lo que pueda seguir.
-Agentes con dinero en la mano, medios para actuar, impuni-
dad para hacer lo que quieran ... ¿Eso?
-Eso. Y una última cosa: anteayer, por primera vez, se produjo
un llamado a la casa de Dantón Labra. Le dijeron a su mujer que no
hiciera nada, por la seguridad de él y para no exponer a la familia a
un bochorno.
Agregó que se habían reunido con la esposa y hablaron franca-
mente.
-Tienen algo de Dantón; una grabación, una foto, otra carta; no
lo sabemos con certeza. Seguramente, lo usarán en un momento pro-
picio para sus objetivos. Se lo dijimos a ella, pero estuvo de acuerdo con
nuestra apreciación. Ante estos nuevos elementos de juicio debemos
movernos, y ahora, tanto aquí en Santiago como en La Serena.
-¿Y por dónde cruzaremos el río? -me atreví a ser agresivo.
Es que me molestaba nuestra inactividad. Y porque con Gálmez te-
nía más confianza que con Ferrer.

69
Ignoró mi insolencia como antes mi interrupción. Dijo que
presentaríamos recursos de amparo simultáneos en Santiago y La
Serena, y que había enviado la documentación a uno de sus abogados
amigos para que yo la recogiera al día siguiente y de ahí fuera a los
tribunales.
-El colega Qyeirolo lo recibirá mañana a primera hora para
entregarle los escritos. Entre las 11 y las 11:30 presentaremos el re-
curso acá, y diremos que al mismo tiempo lo estamos haciendo en La
Serena, en donde existen sospechas de que podría haber sido llevado
Dantón.
-¿Y la mujer? ¿Sigue en pie esa hipótesis?
-Es probable. Usted sabe que es difícil entrar en esos círculos.
¿Y ha averiguado algo más?
Le resumí mi conversación telefónica con Ester Alday y sus
dudas.
-No confía en nosotros -y terminé soltando mi bomba de
profundidad-, no confía en toda la gente de la oficina.
Gálmez tardó en responder, con voz cautelosa, pero una vez más
no recogió el guante.
-Esperaremos. Pero me temo que con el caso en los tribunales,
y en la prensa, la señora Alday tendrá que mostrarse y entregar su
testimonio.
-Qye tal vez sea desagradable, o bochornoso, para ella.
-Tal vez. Pero ya hemos entrado en el juego, una vez más.
Cierto, una vez más. Nuestros juegos con los aparatos de seguri-
dad del régimen nos habían dejado unas cuantas heridas. Las que yo
más lamentaba eran las profesionales; esas derrotas siempre me do-
lían, más allá del consuelo fácil de no tener las mismas armas que el
rival. Tonteras, pero a mí, que a diferencia de Arturito no me tomaba
el trabajo como un sacerdocio, por lo menos me gustaba sacarlo ade-
lante. Así había sido en otros tiempos, incluso a un costo alto, y ahora
como procurador. Si íbamos a hacer algo, que lo hiciéramos bien.
-Adrián ... -insistió Gálmez.
-¿Sí...?
-Confiamos en usted, como siempre. Cuídese.
Le dije que lo haría y colgamos. En la calle, el paisaje bajo y
calmo de la ciudad contrastaba con todo lo que vino a mi mente

70
mientras hablaba con Gálmez. En La Serena iba a ser apenas un
trámite ante los tribunales. En Santiago sería más entretenido. Y me
lo iba a perder.

Ramón Qyeirolo me recibió aún más efusivo que la vez anterior.


Me hizo pasar a su privado y me habló algunos minutos mientras
daba golpecitos al sobre enviado por mis patrones. Era un arma que
le permitía retenerme unos minutos y obligarme a contar algunas
emociones del oficio en la capital. Finalmente, le dije que necesitaba
esh1diar mis papeles para presentar el recurso de amparo.
-Por supuesto, por supuesto -respondió. Me entregó el sobre,
le dedicó también unos golpecitos a mi hombro e insistió en que usa-
ra una de las habitaciones de su oficina para preparar mi escrito.
Lo hice aunque había poco que agregar a lo que venía redactado
desde Santiago. Antes de partir me asomé a su privado para despe-
dirme.
-¿Listo ya? ¿Y cómo marchará eso?
-Espero que bien. Voy ahora al tribunal. ¿Usted va para allá?
Dijo rápidamente que no. Su solidaridad llegaba hasta cierto
límite: hasta la puerta de su oficina, en donde me estrechó la mano y
se apuró en retirar la suya. No fuera a arrastrarlo conmigo.
En el tribunal, una secretaria joven, pero avejentada por el so-
brepeso y el descuido, recibió mis papeles y me trató con la indiferen-
cia con que se trata a un procurador desconocido y del que todavía no
se ha recibido ningún regalo, ninguna frase galante o ninguna invita-
ción furtiva, según el grado de intimidad que se busque. Mis papeles
descansaron algunos minutos en el mesón de ingresos y luego en su
escritorio. Aguardé, paciente. Recorrí con mi vista la sala: una más
de tantas oficinas de partes de los tribunales. En las paredes había fo-
tocopias ampliadas anunciando los horarios y las antojadizas restric-
ciones que la burocracia impone a los que osan traspasar el umbral
de la justicia. Había también un fichero gremial con noticias añejas,
como correspondía a una época en que los movimientos sindicales no
gozaban del favor de las autoridades. La más reciente era el resultado
de una rifa pro fondos para la fiesta anual de los funcionarios. Pero
desde entonces ya había pasado más de un año; quizás no quedaron
ánimos para organizar la siguiente. El ventanal del fondo era más

71
interesante. Se abría a un patio interior, espacioso, y a otros ventana-
les situados al frente y que correspondían, según mis recuerdos, a la
municipalidad. Sus oficinas tenían mejor aspecto, con columnas de
madera noble, y en las paredes distinguí esos azulejos andaluces lle-
gados con la renovación urbana que a principios de los 50 le cambió
el rostro a la ciudad y depositó sus lujos en ciertos edificios públicos.
El ala de la municipalidad había sido favorecida; la de los tribunales,
casi nada. Alegorías, que les llaman.
La funcionaria se apiadó de mis papeles y se puso en acción,
pero tomándose todo el tiempo del mundo. Al final los trasladó a la
mesa de un actuario que, a falta del juez todopoderoso pero ausente,
actuaba como un pequeño Dios. Él le dio una mirada desdeñosa a
mi carpeta y luego me observó de reojo sin mover un músculo. Pero
una segunda mirada activó su alarma interior; por algo había llegado
a actuario él y no la gorda. Posó su mano sobre la tapa, tal vez para
percibir si quemaba o sentía el reloj de una bomba de tiempo. Volvió
a observarme de soslayo. Abrió la carpeta y miró la primera hoja.
Luego la segunda. Llamó a la secretaria, hablaron en voz baja y ella
me miró; yo le sonreí. El actuario se puso de pie, hizo un esfuerzo
para que su estómago entrara en los límites que proponía el cinturón
y avanzó hacia mí. Su cara me recordó a alguien.
-¿Usted trabaja para Ferrer y Gálmez? -dijo, aparentando
indiferencia.
Yo había empezado a responderle en el tono contemporizador
que usaba para esas circunstancias cuando noté que sus ojos miraban
algo detrás de mí.
-Hola, Genaro -le dijo un hombre a mis espaldas. Me volví.
Era joven, pero de ropas anticuadas, y enarbolaba una grabadora con
el logotipo de la radio Cooperativa pegado y repegado con cinta ad-
hesiva sobre su instrumento de trabajo.
-¿Usted viene por el recurso del caso Labra? -agregó diri-
giéndose a mí, y puso su grabadora frente a mis narices.
Nunca me gustó eso de hablar para la prensa. Q¡e corten tus
palabras o las resuman mal es lo de menos; lo peor es cuando las
distorsionan. Sí, era parte del juego, de los riesgos de esa época, pero
conversarle a una grabadora no iba con mi estilo de bajo perfil. Al
final respondí por igual a la grabadora y al actuario, equilibrándome

72
entre el buen trato a la justicia -incluida la secretaria, ahora alerta
a cada palabra- y mis cuidados para preservar de su extinción a la
prensa opositora.
Los papeles ingresaron a su trámite legal sin problemas, pero
una vez que terminé con el actuario el reportero volvió a la carga.
Ahora se presentó, estrechó mi mano -"Medina, corresponsal de
crónica"-, dijo que sus jefes en Santiago lo habían alertado sobre mi
gestión y me pidió que repitiera mi última frase de hacía un rato; la
grabadora parecía no tenerlas toda consigo. Lo hice.
- ... Y es nuestra primera acción, bajo la forma de un recurso
de amparo, porque existen sospechas fundadas de que la ausencia de
Dantón Labra (mi trato con los periodistas me había enseñado que
la palabra "ausencia" era más tolerable para sus editores que "desapa-
rición") pueda deberse a la acción de terceros.
En Santiago, algún reportero me hubiera preguntado inmedia-
tamente de qué terceros podía tratarse, pero éste no lo hizo. Me des-
pedí de él, también del actuario, y salí de la oficina. Misión cumplida.
Pero Medina, corresponsal de crónica, me alcanzó en el pasillo.
-Suerte -dijo, dándome la mano con entusiasmo, como quien
recibe a un general aliado en el campo de batalla, y me extendió su
tarjeta personal.
Me quedé unos segundos pensando en cuál sería mi próximo
paso. Un café, seguramente. Pero no alcancé a llegar a la escala.
-Adrián ... -dijo a mis espaldas un hombre. Me volví.
Era Ortúzar. ¿Francisco, Fernando ... Ortúzar? Ya no recordaba
su primer nombre: sí, el apellido. Y más todavía, el apodo: Settem-
brini.
Ortúzar había cambiado. Un poco más grueso, más frentón, más
ojeroso, más cargado de hombros y una serie de otros más, pero no
más alto. Seguía siendo chico y sonriente.
-¿Te acuerdas de mí? -me dijo, inflando el pecho y empinán-
dose con disimulo, como siempre lo había hecho.
Por cierto que sí y se lo dije: el gran Ortúzar (Francisco o Fer-
nando, eso ya lo recordaría o averiguaría). Iba dos años más arriba
que yo en el liceo; o tal vez sólo uno al final, porque Ortúzar era acti-
vo, sociable, con inquietudes intelectuales, pero no un buen alumno.
Le gustaban la política -era radical al comienzo-- y la literatura.

73
En cierta época se paseaba con libros de Kafka bajo el brazo y sus
conversaciones giraban en torno a Gregorio Samsa y a Joseph K.
Después sus preferencias se mudaron a Thomas Mann y en especial a
La montmía mágica. Más tarde entró a la universidad local, a estudiar
pedagogía en Castellano, y le perdí los pasos.
En pocos minutos me contó su vida. Cambió Castellano por
Filosofía, donde encontró su vocación -dijo "vocación" como
cuestionando el mérito de la palabra-, y se acabaron los sueños de
estudiar en Santiago y de alcanzar glorias literarias. Entre medio se
casó -"un día tienes que ir a mi casa, a conocer a mi mujer y a mis
hijos; dos hijos"- y se dedicó a progresar en la universidad. Ahora
era director suplente de la carrera y además ejercía otros pequeños
trabajos.
-Es que nadie vive con el sueldo de la universidad -dijo, y me
aferró del brazo como muchos años antes.
Entonces reparó en su descuido y me preguntó por mi vida.
Abrió los ojos cuando le conté de mi oficio, y más aún cuando le dije
lo que acababa de hacer. Entonces chasqueó los dedos.
-No me digas: presentaste el recurso en el Primer Juzgado,
donde mi hermano. Mi hermano Genaro; tal vez no te acuerdas de
él. Es el actuario.
Pequeño mundo; algo así dijimos. Ortúzar seguía siendo tan
buen conversador como antes o más, porque, al igual que el abogado
Qyeirolo, la ciudad parecía brindarle pocas emociones.
-Qyé bueno que estés aquí. Tenemos que volver a vernos
-dijo mientras bajábamos la escala hacia el primer piso-. Han
pasado tantas cosas ...
Muchas, claro que sí. Y yo no sabía qué había sido del Ortúzar
de entonces, el seguidor de Thomas Mann, el émulo de Ludovico
Settembrini.
-Sí, cuando quieras nos vemos -le dije y extendí mi mano
para despedirme-. Estoy en el Hotel Pacífico, aunque no sé por
cuánto tiempo. Pregunta por Hans Castorp.
Acusó el golpe y se rió.
-¡Castorp ... ! Claro. Buen punto, buena memoria, Adrián. Te-
nemos que volver a conversar; seguro que sí.

74
13

En el Club de Tenis, Montserrat jugaba con una de las mujeres que la


acompañaban la tarde anterior en el hotel. Vestía una recatada tenida
de pantalón de gimnasia y polerón holgado, sin ninguna concesión a
posibles voyeristas; yo u otros. Hizo un alto, se acercó a saludarme y
me presentó a su compañera.
-Mi prima Inés, un amigo -dijo después de darme los dos
besos reglamentariamente europeos y sin que necesitara aferrar mi
cara; yo había aprendido la lección.
Llevaban jugando casi una hora y terminarían en cosa de minu-
tos. Se veía fresca, como si hubiera estado paseando y no corriendo
sobre la arcilla. Eso hablaba bien de su rigor deportivo. Sólo su res-
piración levemente acelerada y un tenue brillo de transpiración en la
frente revelaban su esfuerzo físico, como correspondía a una señorita
de sociedad, de la antigua sociedad serenense.
Se olvidó de mí y se concentró en el juego, pero a veces
coincidían con su prima en la red para recoger alguna pelota olvida-
da por el pasador, y unían sus cabezas y cuchicheaban. Podía yo ser
el motivo, lo que le iba bien a mi vanidad, aunque por el momento
me concentraba en Montserrat. La estaba viendo por segunda vez
después de casi diez años y, durante unos minutos, no me turbaban
su presencia ni lo que ella pudiera decirme, tarde o temprano. Su
melena lisa la hacía ver mayor, pero nunca como para acusar el
paso de una década; la cintura era tan breve como antes; el porte,
un poco más bajo de lo que recordaba. Pero luego reparé en que
mis últimas imágenes de Montserrat correspondían a una joven de
trajes severos y empinada en tacos altos, representando el papel de
secretaria u oficinista, y con su pelo natural oculto bajo una peluca
corta. Otros tiempos.

75
l\tlontserrat falló una volea cerca de la red, se cubrió la cara con
una mano en seüal de vergüenza y le dijo a su prima que era hora de
irse a los camarines. Antes de hacerlo volvió a mi lado para preguntar-
me si podía esperarla un rato, porque prefería ducharse en el club.
-Sí. Total, he esperado bastante.
No dijo nada, pero me apuntó con un dedo como advirtiendo a
un niüo que ha incurrido en falta. Era cierto. Mejor pensaba en otra
cosa mientras la esperaba.
Pensé en Ortúzar. Todo un personaje en el liceo. Era vocal de
su curso ante el centro de alumnos y solía pronunciar discursos en el
teatro, durante las asambleas, o en el frontis del liceo cuando había mo-
vilizaciones estudiantiles. En los recreos, y calentando unos libros bajo
el brazo, conversaba y discutía con los profesores en vez de entregarse a
los ritos del deporte o al sagrado ocio adolescente. También integraba
una especie de tertulia literaria y siempre andaba reclutando nuevos
miembros para ella. Algunos amigos míos terminaron visitándola, tal
vez por inercia o aburrimiento, y yo los seguí. Ortúzar y otros alumnos
mayores me estimularon a iniciarme en lecturas más adultas que las
novelas de cowboys o detectives privados. Por esos días, a Ortúzar solían
llamarlo Kafka. El escritor checo era su favorito y me instó a leer un
par de libros del tuberculoso de Praga. Luego debí resistí sus preguntas
apremiantes por saber si yo estaba tan impresionado como él ante el
nuevo mundo que había creado Kafka.
Pero de vuelta de vacaciones las preferencias de Ortúzar (¿Fran-
cisco, Fernando?) habían cambiado. En política se declaraba crítico
de los dirigentes radicales y más cercano a las ideas del socialismo.
El cambio mayor fue el literario. El paréntesis veraniego atenuó la
pasión por Kafka, y Thomas Mann ocupó su lugar. Sus axilas enti-
biaron los libros del alemán, y Ortúzar-ex-Kafka recomendaba con
entusiasmo la lectura de Los Buddenbrook y, sobre todo, de La mon-
taña mágica.
También cambió su relación con el grupo. Sus conversaciones
con los más nuevos adoptaron un tono paternal, casi pedagógico, que
llegaba a incomodarnos. Hasta que cierta tarde, Carvallo, otro de los
antiguos, lo interrumpió:
-¿Y qué pretendes? ¿Ser el Settembrini de estos ingenuos
Castorp?

76
Ortúzar lo negó con énfasis; no había ningún intento de formar
discípulos. Pero yo y otros, una vez que leímos La montaña mágica,
compartimos el juicio de Carvallo e hicimos lo posible para que
Ortúzar-Settembrini no nos reclutara para sus galeras intelectuales.
Él continuó negándolo, aunque no cejó en sus empeños y sus paseos
pedagógicos. Nosotros terminamos tolerándolo y haciendo bromas
sobre su paternalismo y sus charlas peripatéticas. Y conversando
sobre La montaña mágica, porque los méritos del libro excedían los
particulares propósitos de Ortúzar. Además, su lectura nos llevaba a
imaginar cuáles mujeres de nuestro entorno (mujeres mayores, nada
más excitante) eran dignas de una pasión como la que despertaba
Nadia Chawchat y se merecían una declaración de amor como la de
Hans Castorp; una mancha de sangre en la nevada monotonía que
rodeaba al sanatorio de Davos.
Montserrat no llenaba entonces ese perfil; era sana y joven.
Tampoco ahora. Seguía viéndose juvenil mientras caminaba hacia
mí desde los camarines, con su bolso deportivo al hombro.

Retiré el casete y sintonicé la radio del 125 buscando las noticias.


Eran casi las 18 horas y Montserrat acababa de entrar en la consulta
del doctor Monroy. Me dijo que no demoraría mucho, como sugi-
riendo que no la acompañara, y yo acepté; así evitaba el hielo de la
secretaria y los informes del médico. En verdad, prefería no escuchar
nada sobre el padre de Montserrat. Estaba mejor afuera, en el Fiat.
Esa tarde, después de almorzar, lo había sacado por fin de su
encierro de cuatro días, en que sólo lo había echado a andar meticu-
losamente todas las mañanas. Fuimos a vagabundear, él y yo, por las
viejas calles junto al río. Luego seguimos más al norte, a las parcelas
y las vegas que se extendían hacia el mar, y recorrimos sus caminos
de un ripio despiadado que torturaba los neumáticos y hacía vibrar el
volante en mis manos. El paisaje no era mejor: setos de árboles cu-
biertos de polvo por el viento y el paso de los vehículos, y sembradíos
que crecían lentos en el suelo arenoso. Pero cerca estaban el mar y
su brisa. Llegué hasta la playa, bajé del auto y estiré las piernas unos
minutos. Una caminata por el pasado. Eso era lo que me ocurría con
La Serena, con Montserrat. Después volvimos a la ciudad y al Club
de Tenis.

77
Cuando ella subió al auto lo miró con detenimiento; tal vez por
la tierra que los caminos de las vegas habían depositado sobre él.
Esperé que se sentara, cerré su puerta y di la vuelta para colocarme al
volante. Ella me esperaba con una sonrisa y un comentario.
-En Europa no es común que te abran la puerta del coche. Es
hasta anticuado; pero aquí, y viniendo de ti, lo encuentro bien. No
vayas a cambiar.
Estaba de buen humor.
-Este es un 125, ¿no? -siguió.
-Así es.
-Y azul ... ¿Una casualidad o lo pintaste así?
-Ninguna de las dos, pero casi. Era de un matrimonio amigo, y a
ellos se lo vendieron asegurándoles que era uno de los que tú pensaste.
-Un auto del Gap.
-Eso. Pero tuve que sacarlos del engaño; es uno común y co-
rriente. En todo caso, no les molestó mi aclaración. Al contrario, me
lo vendieron, o casi me lo regalaron, cuando se fueron del país.
-Se te habrán ido muchos amigos ... , en este tiempo -y su voz
se hizo grave.
-Muchos, sí. Pero todo eso tuvo algo bueno.
-Sí...? ¿Qyé pudo tener de bueno?
-En alguna época, el saber que estaban seguros, a salvo. Y des-
pués, hasta ahora, pensar en que pueden volver, cualquier día.
La miré de reojo; seguía seria. Se pasó la lengua por los labios,
pareció que iba a decir algo, pero continuó callada hasta cuando
estacioné frente a la consulta de Monroy. Entonces me dijo que la
esperara y que no tardaría mucho. Abrió la puerta y volvió a sonreír.
-No te pares, soy capaz de bajar sola.
Pero no lo hizo enseguida. Yo me había inclinado para apagar
el motor cuando sentí su mano en mi mentón, el roce de su pelo y
sus labios en mi mejilla, cerca de mi boca. Se apartó antes de que yo
pudiera reaccionar.
-Fue uno solo porque fue un beso extra. Vuelvo luego -dijo y
salió del auto.
Entonces, para no pensar en el beso, decidí escuchar las noticias
y saber si decían algo más sobre mi jornada laboral de ese día. Una
vez que me despedí de Ortúzar, en la puerta de los tribunales, había

78
hablado por teléfono con la oficina. En Santiago todo marchó bien
hasta dónde se podía. Ahora era cosa de esperar. Me fui al hotel y
sintonicé las radios. En los noticiarios de las 13 horas se mencionó el
recurso de amparo por Dantón Labra presentado en Santiago y La
Serena. La Cooperativa agregó la breve conjetura de que él podría
estar en manos de organismos de seguridad.
Las noticias de las 18 horas repitieron eso y anunciaron más de-
talles para la edición central de las 19 sobre el recurso presentado en
La Serena "ante una serie de indicios de que la detención o el secues-
tro del empresario hubiera ocurrido en la zona, en donde mantiene
relaciones políticas y nexos comerciales ... ".
Ya era algo. Seguro que Pallero querría hablar conmigo; ojalá no
quisieran lo mismo los esmerados funcionarios de la CNI. Apagué la
radio y puse uno de mis casetes negros.
Había comenzado el lado B cuando reapareció Montserrat. No
quise exponerme a otra pulla y no bajé a abrirle la puerta. De nuevo
estaba seria. Se sentó y lanzó un suspiro.
-No salieron bien los últimos exámenes. En todo caso, falta la
comprobación del laboratorio, pero el doctor confiaba que el trata-
miento daría mejor resultado.
-Lo siento.
Me miró y sonrió. Apoyó su frente en mi hombro y la volvió a
alzar. Su mirada pareció recuperar la energía.
-Gracias. Pero no voy a darte malos ratos ni amargarme más
de la cuenta, así es que ... ¿qué hacemos ahora?
Yo no lo sabía; ella, tampoco. Al final, me propuso que saliéra-
mos temprano, para no volver muy tarde.
-Me llevas a la casa, me cambio de ropa y vamos a tomarnos
un café o una copa por ahí.
El 125 avanzó por Benavente, siguiendo el borde superior de
la terraza que desembocaba en el centro de la ciudad. Al iniciar el
descenso por Cantournet me pareció distinguir un furgón celeste,
tres o cuatro autos detrás. Eso ya empezaba a ponerme nervioso. Pero
Montserrat me sacó de mis pensamientos.
-¿Q¡é es esto? I don't know much about History ... -dijo, repi-
tiendo y acompañando la letra del tema en el casete- Don't know
much Biology ... But Ido know that... ¿I !ove you . .. ? ¿Así es?

79
-Sí, y What a wondoful world this would be ... -completé-.
Es Sam Cooke.
-Un disco tan antiguo. ¡Uf\ cuánto tiempo que no lo escucha-
ba. Y ... ¡no me digas!
-¿Q¡é?
-¿Es la radio o ... ?
-Es "o". Una grabación mía, confieso. Una selección de
cantantes negros de los 50 y los 60. Algo personal.
-El auto, los discos ... ¡y los bigotes! No te resignas a dejar
ciertas cosas, ¿eso es?
No le contesté.l\1iré por el espejo retrovisor tratando de divisar
el furgón celeste, atento a él, pero más atento a Montserrat.
-Bueno, después de todo, yo también recordaba la canción
-dijo-. Pero tú, ¿los buscaste y grabaste especialmente?
-Sí, lo acepto. Adelante con lo que quieras decir.
-¡Ja! No es una crítica, sólo que eres ... un sentimental. Bueno,
me gusta descubrir que lo eres.
Nos había detenido una luz roja en pleno centro. Montserrat se
acercó y me dio otro beso, ahora en la comisura de la boca, y se replegó
hacia la puerta de su costado. Nos miramos. El semáforo había cam-
biado a luz verde y el auto de atrás nos tocó la bocina. Ella se rió.
-Lo siento -dijo.
-No, está bien. ¡Está muy bien!
-Yo no lo sé. Bueno, inventemos que es otra costumbre europea.
-Interesante costumbre.
Volvió a sonreír y me dijo que doblara en la próxima esquina.
-Sí, ya sé -respondí-. Por Matta hasta Almagro, y ahí volve-
mos media cuadra por Los Carrera. Tu casa.
-¿Aún te acuerdas ... ? -hizo una pausa-. Te prometo no
demorarme mucho. Y antes te presento a mi papá. Espero que no te
coma; le conté de ti, pero casi nada para no enfurecerlo.
Pude pedirle que evitara esa presentación, pero habría de-
bido explicarle algunas cosas o mentirle. Montserrat nunca había
sabido de mi particular antipatía hacia su padre. Sí supo de mi re-
chazo genérico a personas como él, pero eran otros tiempos. Otras
circunstancias, diría ella ahora. Q¡izás yo también lo diría. En fin,
iba a saberlo en unos minutos.

80
14

Al despedirse, Montserrat no me besó en la comisura de los labios


sino en la mejilla, como si a casi diez años de su partida la casa aún le
impusiera restricciones. Se marchó a cambiarse de ropa y me aban-
donó ahí, en el tercer patio, a cinco pasos del sillón de mimbre. Un
gladiador cualquiera en medio de la arena y aguardando que las fieras
se ocuparan de mí.
Bueno, una sola fiera. Y que me daba la espalda. Su cráneo casi
sin cabellos se sostenía sobre un cuello magro que no se movió para
mirar a su presa; tal vez la despreciaba. Le habría bastado con que
nos presentaran, y también a mí, pero Montserrat no me dejó otra
chance cuando dijo que me quedara acompañando a su padre y se
alejó. Tomé la iniciativa. Avancé despacio, rodeé una mesita de hie-
rro forjado con una cubierta de vidrio que soportaba un arsenal de
fármacos, y me detuve a un costado del viejo.
Habían puesto su sillón en el centro del patio embaldosado con
piezas blancas y negras, como un ajedrez gigante, y mirando a un
plantío de rosas. Pero el viejo no parecía disfrutar de su colorido y
sus olores.
Continué parado a su lado. Él no hizo gesto alguno y miré hacia
lo alto. Sobre la crestería de madera que coronaba el último techo de
la casona de tres patios, dos palmeras de algún patio más cercano al
río asomaban sus cuellos largos y sus pelucas desmadejadas. Otro es-
pañol, pero de cuatro siglos antes, debió de levantar su casa en torno
a ellas. El de acá, inmóvil en su sillón y con una manta sobre sus pier-
nas, no podía verlas; sus ojos sólo divisarían el cielo gris de la ciudad.
Observé su perfil. Reconocí la nariz aún respingada, pese a la flacci-
dez de las carnes, y las cejas gruesas del catalán enérgico y autoritario
de hace años, pobladas ahora por desmesuradas hebras blancas. Sus

81
ojos no me miraban; seguían fijos en un punto indeterminado frente
a éL Un ruido quebró el silencio.
Era un ruido sordo e intermitente. Me recordó al pedal de par-
tida del Chevrolet 51 de mi padre, rc-.wng:mdo cuando la batería se
negaba a responder al bombeo de bencina y al chispazo de las bujlas.
El ruido se convirtió en un carraspeo más nítido y se hizo V07~ La voz
del viejo, áspera y entrecortada.
-Así es que usted es el amigo de mi hija. Su nombre ... -se
interrumpió, comenzó a toser y tardó en continuar--. Su nombre me
es conocido. Yo tuve un rrabajador que se llamaba igual.
-Mi padre -dije-. Él me habló de uHed algunas veces.
-Habrá lubbdo pestes -y su g:ugant<l produjo otro ruido
extraño, más extraño que d dd pedal de panida: se cst.tba riendo.
Avancé dos pasos y me coloqué en su ángulo de visión. Sus ojos re-
corrieron mi cuerpo y se detu,-ieron en los mios. Eran dos ojos grises,
deslavados, casi borrados en ese rostro dc:smcsuradmtenre pálido.
-Tal ,.ez lo que: su padre le h.abbb:a haya influido en su opción
politie2 --siguió-. ~lonr.scrrat me contó que se conocieron en~
años.
No le respondi. Me inquietaban c:~li ojos apagado., c-.a•i muer-
tos. El aulin que: yo h.abía detestado de: nii\o, por mí p;adle, y luego
de jm•en por lo que: él h.abía llanu.do opción politia, no era ete viejo
desvalido dd sillón de: mimbre y que: dc:pc:ndía de: J.a metít:a donde,
como b:ucos desordenados por d combate. flotaban su1 mcdiciiW,
un jarro con :agw. un vaso y do' jeringali.
-En roda aso y;a no importa -dijo-. Igual Lu cmu iban a
pasar como puaron. u~ iban a intenur li\15 locuras y alguien
tenia que freru.rll>i.
El wplido subtemíneo que arompar\.aba a su voz 5e hacía máJ
intenso. El viejo parecía Clt.ar ennü~•núndme. Sólo e.o me faltaba.
Y quizás cuánto iba a tardar Montterrar.
-Y el precio par:a frc:IUI esu locuras fue: lo de me:nos -me sor·
prendí re¡pondiendo; creía no tc:nc:r ganas de pelear con un anciano.
--Ja!, d precio.•. ¿No dicen )06 maocítw que el fin justifica lo•
medios? ¿O ahora usted se volvió cristiano, como tan toa otros?
-¿Como su hija? -pregunté, creyendo c¡ue ahora tí le: harfa
daño. Tuve rur.ón.

82
-Sí, como mi hija. Luché mucho contra ella, contra su locura,
en esos años. Usted no fue responsable, hubo otros, pero tengo miedo
de que ahora que ha vuelto por mí la arrastren de nuevo a esas aven-
turas, usted o cualquiera.
La manta se agitó y asomó de ella su mano derecha: huesuda y
con gruesas venas azules. El brazo hizo un gesto que quiso ser enér-
gico; tal vcz el gesto que mi padre soportó y temió tantas veces en los
ailos en c1ue fue su empleado.
-E~o no se lo permitiré a nadie -continuó--, aunque yo esté
enfermo. Aunque ella haya venido sólo para verme morir.
Sus palabras no buscaban lástima y sus ojos ahora brillaban. El
viejo estaba divirtiéndose. Por fin alguien que no le decía que sí a
todo, c¡ue no lo consentía como a un niño afiebrado. Por fin alguien
que volvía a verlo como gran señor, como un hombre poderoso, como
el enrio hijo de puta que había sido o aún era.
-Descuide -respondí-, su hija no volverá a esas aventuras.
Elb lo sabe bien.
-Cierto, con los años se dio cuenta de su error. Pero cuénteme,
¿y u-ted? ~le interesa saber, porque no veo a mucha gente de su tipo.
¿TodJ\'Ía cree, toda\·ia espera su re\•olución a pesar de lo que dicen
In., hed10s?
-¿Cu;iles hechos? ¿Estos pequeños hechos de estos pequeños
diez arios?
- J;t, ja ... -su risa volvió a confundirse con la tos-. Entiendo:
lo de ese comunista chino que dijo que aún es muy temprano para for-
mar-;r un juicio sobre la Rc\'olución Francesa. ¿Cómo se llamaba?
-Chou en Lai. Aunque al parecer la frase no es original de él.
-Ese mismo. Chou en Lai, un tipo inteligente ~jo, ignorando
mi obscwal·ión-. Yo pienso que ha habido pocos comunistas inteligen-
tes y lhted pcn!';lr.Í otra cosa. Pero él tenia ra7.Ón; diez años no son nada
en la historia. Aunque yo crea que su derrota es sin vuelta, usted todavía
cspcr;t. Y sc¡.,'ltr.uncntc pcnsar.i c1ue yo no estaré vivo para comprobarlo.
-No dije eso.
-Pero lo pensó. Esto.í bien, no hay problema.
!.a mano ¡¡uc se alzara enérgica trazó un gesto descendente,
<omo en dmara lenta, y terminó aquietándose sobre la manta. Giró
su rara y dejcí de mirarme. Observé su cuello, surcado por arrugas

83
entrecruzadas, como los mapas de los caminos rurales de su Catalu-
ña. Yo había tenido uno de esos mapas en mis manos, en cierto viaje,
tres años atrás. Yo podría apretar ese cuello y hacer que el viejo dejara
de respirar. Tal vez me lo agradecería. Moriría con la alegría de saber
que, pese a su enfermedad, había logrado enfurecer a un enemigo.
Pero yo no lo odiaba ahora. Ni por mi padre ni por aquellas historias
de los enemigos de clase.
-¿Nos vamos?
Era Montserrat. Avanzaba despacio, como disfrutando el vernos
juntos. Se había puesto un vestido negro y breve, y medias oscuras.
Hacía años que no veía faldas tan cortas en Chile; tal vez en Europa
serían algo común. Se lo preguntaría después, porque era hora de
despedirse.
Pude hacerlo de manera más impersonal, pero le extendí mi
mano al viejo. Levantó la suya de la manta. La estreché con fuerza,
como para traspasarle algo de vitalidad. Él estiró su cuello y me habló
en voz baja, antes de que Montserrat llegara a nuestro lado.
-Recuerde: no la ponga en peligro o ...
Tuvo que callarse; ella podía oírlo.
-Descuide. Será un placer -le contesté.
Montserrat se agachó sobre el sillón, sus manos aferraron las
mejillas del anciano y le dio un beso en la frente.
-Tu barba pica -le dijo y se restregó las manos-. Mañana te
voy a afeitar.
Él no respondió y me miró desafiante. Sí, lo tenían y lo trataban
como a un niño, pero aún estaba vivo y en guardia. Le sonreí sin
sarcasmo y eché a caminar. Otra visita a su casa y el viejo explotador
terminaría conquistándome.
-¿De qué estuvieron hablando? -me interrogó Montserrat
mientras cruzábamos el segundo patio.
-De las amenidades del diario vivir.
Me miró sin comprender.
-Es el nombre de una historieta, una historieta antigua. Otra
de las tantas cosas que usted ha olvidado, Miss Europa.
Me dio un codazo amistoso en las costillas y se adelantó por el
pasillo que llevaba a la puerta exterior de la casona. Yo reparé en que
había olvidado sus codazos; diez años atrás solía dármelos.

84
15

El vestido de Montserrat causó una pequeña conmoción en el lugar


al que entramos luego de deambular un rato. Su letrero lo procla-
maba como "bar-discoteque" y estaba cerca del casino de Peñuelas,
pero ni su ambivalencia ni esa proximidad al manantial de fortunas
azarosas y al mar parecían ayudar al negocio. Era jueves y había poca
gente, aunque supuse que la situación no variaría mucho los fines
de semana. En ese tiempo, cuando la Avenida del Mar era sólo una
huella de tierra y dos conjuntos de cabañas para turistas, la zona no
era el mejor sitio para la vida nocturna; al menos, no más allá de la
corta temporada de verano.
El dueño o administrador parecía haberse resignado. Sentado
tras la barra, se concentraba en un pequeño televisor que se había
ganado su espacio entre las botellas de la estantería. Nuestra llegada
-la de Montserrat- los sacó del letargo a él, al mesero y a las po-
cas parejas que aportaban a la subsistencia del negocio. Las mujeres
fueron más explícitas en sus miradas que los hombres, por ese viejo
hábito femenino de examinarse entre ellas, compararse y volverse a
examinar para encontrarle un defecto, o varios, a una recién llegada.
-Las buenas señoras están envidiosas del largo, o del corto, de
tu vestido. Y de tus piernas -le informé.
-Gracias -dijo, y me dedicó su primera sonrisa con un asomo
de coquetería.
Conversamos. Lo hicimos con cuidado, avanzando con cautela,
paso a paso. Dos exploradores en un campo minado. Montserrat dio
un paso más audaz.
-Así es que no te has casado.
Yo no se lo había dicho; debió de ser un disparo a la bandada. Lo
eludí con un paso lateral: explicaciones y revelaciones a medias. Ella

85
dio otro sorbo a su vodka tónica. Eso me había gustado; no pidió un
trago de damas. Actuaba al mismo nivel, como un camarada -o un
enemigo- de igual peso.
-Yo tampoco me he casado -dijo después de un rato-. He
tenido ... historias, relaciones. Qyizás alguna vez estuve casada en la
práctica, pero lo ignoré o me di cuenta después.
Debía preguntar por qué; no lo hice. El explorador tuvo cautela.
Nos callamos unos minutos. El propietario o arrendatario se aburrió
de la música de los Bee Gees, que escuchábamos desde hacía un rato,
y puso a los Carpenters.
-Qyiero bailar -dijo Montserrat y se incorporó.
Dio por hecho que yo la seguiría. Y lo hice. Avanzamos en la
semioscuridad hacia una reducida pista al fondo del local. Varios ojos
se fijaron en nosotros, en Montserrat, en sus piernas. Pasó las manos
en torno a mi cuello y yo aferré su cintura. La escaramuza se había
acabado, pensé. Observé de reojo a las mesas vecinas y, mientras dá-
bamos los primeros pasos del baile, hice girar su cuerpo para prote-
gerla con el mío de esas miradas. Egoísta que es uno.
La estrategia no podía durar mucho. Yo seguía el rito de llevar el
baile en forma circular, pero lo apuraba cuando ella quedaba expuesta
a los otros.
-¿Pasa algo? -preguntó.
Se lo dije y se rió. Me dijo que era un machista y un provinciano,
pero decidió ayudarme. Bajó las manos de mi cuello y las apoyó en
mi pecho.
-Espero que ahora muestre menos -dijo.
Así estábamos mejor. Montserrat acercó su rostro al mío, ti-
tubeó un momento y terminó por apoyar su frente en mi clavícula.
Mejor todavía. Pero suelen decir que la felicidad dura poco. También
esa vez.
-Cuando mataron al Trosko ... -dijo-. Habrá sido duro para
ti. ¿Tenías contacto con él?
Otra vez en campo minado. No esperaba esa pregunta bajo la
música y la penumbra, y con su cabeza junto a la mía.
-Sí, estábamos en contacto.
-Supe de su muerte un tiempo después y pensé en ti -y
levantó la cara para mirarme-. Pero me inventé una explicación

86
para tranquilizarme: si te hubiera pasado algo, habría terminado por
saberse.
-Teníamos un punto para ese mismo día, cuatro horas más
tarde -empecé a hablar y no pude detenerme-. No pudieron
agarrarlo vivo, como querían. Se dio cuenta de que lo seguían, esca-
pó, se cruzaron disparos y murió sin que alcanzaran a interrogarlo.
Dentro de todo, una suerte para nosotros. Y para él. En fin, hubo
testigos y la noticia alcanzó a salir en las radios. El Trosko andaba
con un carné falso, pero por las características que dieron pensamos
que era él y tomamos precauciones. Al día siguiente ya todos los
de mi base estaban alertados. Nos dispersamos y no cayó ninguno
más.
Volvió a apoyar su cabeza en mi clavícula y movió sus piernas
para seguir la canción. Me di cuenta de que su pregunta había dete-
nido mis pasos.
-Y Franklin ... ¿Naranjo? Era el que conocíamos como el Inti,
el comandante lnti, ¿no?
-Sí, era su apodo.
-Y Raúl, o Ariel, nuestro compañero de casa, ¿nunca más apa-
reció?
-Nunca más.
-Cuando cayó ... ¿corriste peligro?
-Más por lo del In ti, pero me había descolgado por un tiempo.
Por él, por lo del Trosko y por lo de Adriana.
-La chica Adriana, claro ... Habló. Y tanto.
Seguíamos bailando.
-Tanto, sí. Ella y el Coreano, entre otros.
-Cierto, también él. Al principio me costaba entenderlo. Más
que sus delaciones, rechazaba ese cambio tan radical, como si bus-
caran esconder su culpa. Ahora lo encuentro casi inevitable. No los
apruebo, pero los entiendo.
No respondí. Ella percibió algo y su mano derecha acarició mi
cuello.
-Tú no los has perdonado -dijo y se detuvo.
-¿No? Yo creo que sí. O tal vez, como tú, entendí que no soy el
encargado de perdonarlos.
-Perdóname tú, por las preguntas.

87
Retomó el baile -en verdad, ella lo llevaba desde hacía un
rato- y apartó su cuerpo unos centímetros. Sus dos manos volvieron
a entrelazarse sobre mi cuello y sus ojos miel me miraron. Su antigua
mirada de miel.
-Si quieres, nos sentamos -dijo después de unos segundos.
Lo hicimos. Yo me aferré a mi vaso y le di un sorbo largo. Ella
descansó contra el respaldo de su asiento, estiró la espalda y el cuello,
sus manos masajearon sus sienes, sus ojos recorrieron el lugar, pasan-
do de largo, o a través, de las miradas del resto, y terminó por apoyar
su cabeza en mi hombro. Fue un momento. Luego alzó su cara hacia
la mía. Yo me acerqué. Nos besamos en la boca. Esta vez, un beso
largo y compartido.
Se apartó, se reclinó en su asiento y volvió a mover el cuello,
de izquierda a derecha, una y otra vez. Su melena siguió el vaivén y
regresó a su cauce antes de que hablara de nuevo.
-Nunca quisiste irte.
De nuevo el campo minado.
-No me oponía. Tal vez hubiera partido, sólo que no tuve la
oportunidad.
-¿Estás seguro? En todo caso, no lo digo por mí. Me pregunto
si nunca quisiste irte de Chile. Creo que no.
-Qyizás. Nunca pude convencerme a mí mismo para tomar la
decisión. Al final ganaba la parte de mí que se quería quedar.
-Me lo advertiste alguna vez.
-Sí, creo que sí.
-Pero, ¿valió la pena?
Abrí los brazos. Un gesto que ella podría interpretar como un
"no lo sé" o un "no valió la pena". Se inclinó sobre la mesita y ahora
ella bebió un trago. Después miró hacia el bar. Sus ojos recorrieron
las repisas y se demoraron en el televisor.
-Hay un hombre, en Barcelona -dijo.
Aguardé. Ella continuó mostrándome su perfil inmóvil. Sólo
sus labios se movían.
-Es un hombre mayor. No es el primer hombre mayor de mi
vida. ¿Carencias paternas, necesidad de protección? No lo sé. Los
siquiatras que he visto -que veo- tampoco lo tienen claro, tal vez
porque no colaboro mucho. Pero, en fin, estoy acompañada.

88
Nuevo silencio, de ambos. La voz de Karen Carpenter llenaba
todo el lugar.
-Él me preguntó si vería a alguien en Chile, a alguien del pa-
sado. Le dije que no, que en La Serena no corría riesgos de encontrar
a nadie de esos tiempos. Y era cierto. Entonces, Gerardo Monroy
me habló de ti por casualidad, porque perfectamente pudo haberse
callado eso. Curioso, ¿ah?
-Sí -ya era tiempo de decir algo.
-Bueno, pero la verdad es que no quiero fallarle a él, al de
Barcelona. No quiero fallarle más que esto de ahora. Vas a tener que
ayudarme.
Volvió a mirarme y a sonreír, acercó su cara y me dio un beso
breve en los labios. Un beso casi fraternal.
-Mejor nos vamos -dijo.
Salimos a una noche húmeda y fresca. Se protegió del frío po-
niéndose su chaqueta sobre los hombros y se apegó a mí. La rodeé
con un brazo hasta llegar al auto. Empezaba a reconciliarme con La
Serena; con Montserrat al lado era fácil.
Esperó que le abriera la puerta y después, cuando partimos, no
hizo ninguna broma sobre eso. Tampoco habló. Yo estaba tranquilo;
pensé que ya no habría más preguntas, más temas incómodos en lo
que restaba de nuestra primera salida después de casi diez años.
Al llegar a su casa volvió a aguardar que yo le abriera la puerta.
Cuando salía del auto, una luz se proyectó sobre el capó dell25. Al-
cancé a ver un postigo que se cerraba en la ventana junto a la puerta
principal.
-Es mi mamá -dijo, sonriendo-. Ha vuelto a cuidarme y a
vigilar mis salidas como cuando tenía trece años. Y dieciséis y die-
cisiete también. En verdad, recién dejó de vigilarme cuando partí a
Santiago.
Me puse en alerta. Tal vez pasaría a nuestro otro tema, el de
Santiago, pero se concentró en buscar las llaves en su cartera. Con
ellas en la mano se despidió.
-Llámame mañana para que nos veamos, si quieres.
-Sí quiero, de todas maneras.
-Qyé bueno -y me dio otro fugaz beso en los labios, tan fra-
terno como el anterior.

89
-Prepárate -dijo cuando la llave hizo girar la cerradura-.
lVlañana te toca interrogatorio. Sobre tus mujeres.
Desapareció tras la sólida puerta familiar. Yo conduje el Fiat
hacia el centro pensando en qué respondería al interrogatorio. No era
necesario; no me dejaron ir.

90
16

Me soltaron como indican los manuales. Los ojos vendados, una


capucha en la cabeza y las manos libres de las esposas sólo en el úl-
timo momento, justo antes de abrir la puerta del auto en marcha y
empujarme afuera.
Por suerte era un camino de tierra y poco transitado. Lo com-
probé al golpearme contra un suelo arenoso y no contra el pavimento;
una gentileza de mis captores. Q¡edé con algunos magullones, unos
cuantos más que agregar a los recibidos durante el interrogatorio,
pero después de todo, y para las prácticas usuales de los agentes de
seguridad, me habían tratado bien.
Empezaron por tomarme desprevenido. Mientras pensaba en las
últimas palabras de Montserrat, mis resguardos se limitaban a estar
alerto al furgón celeste y a detectar sombras y siluetas sospechosas en
la calle, pero nada de eso pasó. Dejé el Gap frente al portón del esta-
cionamiento y bajé a abrir el candado. Había una camioneta detrás
de mi auto. Desde su pick-up saltaron dos hombres con gorros pa-
samontañas. Uno me apuntó a la cabeza con una pistola y el otro me
inmovilizó los brazos. A mis espaldas se abrieron las puertas del auto
estacionado delante del125. De reojo vi bajarse a otros dos individuos,
a cara descubierta, pero no logré distinguir sus facciones. Uno de ellos
deslizó sobre mi cabeza algo como una capucha. Luego unas esposas
se cerraron sobre mis muñecas y unos cuantos empujones terminaron
conmigo en el piso del auto. Unas piernas se acomodaron sobre mi
cuerpo; eran dos hombres, instalados junto a mí en la parte trasera. Las
puertas del vehículo se abrieron y se cerraron, y sentí que otros hom-
bres se sentaban adelante. Se encendió el motor y partimos.
No habían dicho una palabra. Tampoco hablaron en el trayecto,
como profesionales. O como profesionales que por esa vez no tenían

91
ganas de agobiar desde el primer minuto a su víctima con insultos y
promesas de torturas. Al menos algo que no estuviera tan mal.
El conductor conocía su oficio de despistar a un encapuchado
como yo, pero es difícil hacerlo en una ciudad chica y con lomajes.
Salimos y entramos de la planicie del centro dos veces, pero al final
la cruzamos, atravesamos la Alameda y tomamos por una calle al
sur. Después hicimos trayectos no superiores a dos cuadras en línea
recta cada vez, y en terreno plano, por lo que no podíamos haber
abandonado el área sur cercana al centro. Finalmente nos detuvimos.
Yo trataba de mantenerme calmado y atento, memorizando todo: las
ruedas del auto sobre un suelo de piedrecillas, los goznes de un por-
tón al abrirse, el motor que retumbó en un espacio cerrado: un garaje.
Me sacaron y caminamos a un sitio interior. Bajamos unos peldaños
y volví a percibir el aire fresco. Debía de ser un patio, pero entramos
a otras piezas -¿una construcción al fondo del terreno?- y dimos
varios giros más para despistarme, supuse, hasta detenernos.
Me sentaron en una silla y me doblaron la cabeza para sacarme la
capucha. Sólo vi un suelo de radier, igual a cualquiera, antes de que una
venda me tapara la vista y la capucha volviera a cubrirme. Me regis-
traron y me sacaron los documentos, el reloj, el cinturón, los cordones
de los zapatos; todo según los manuales. Unos dedos en la garganta
me hicieron enderezarme; un empellón, y otro más, me obligaron a
caminar. Un pasillo, una puerta que se abría, un empujón más fuerte y
el suelo. Frío; otro radier. La puerta se cerró. Silencio. Podía estar solo,
podía no estarlo; era mejor esperar. Y respirar pausado y seguir atento.
Muy atento, comandante, porque estabas en sus manos, pero ojalá fue-
ra sólo una escaramuza, un tanteo de fuerzas, y no una batalla todavía.
Estuve así unas dos horas. Y solo, porque luego de unos diez mi-
nutos me había atrevido a inspeccionar el lugar. Era una pieza de dos
metros de frente por tres de fondo, con una puerta estrecha y ninguna
ventana, salvo que la hubiera más arriba de mi altura, porque recorrí
las cuatro paredes pegado al muro tratando de percibir su conforma-
ción. Ningún mueble, ni una silla, ningún detalle de construcción
para memorizar; sólo una pieza lisa, estucada, fría. Tampoco ningún
ruido cercano en ese lapso de dos horas en mi cronología subjetiva.
Después, pasos. Me parecieron lejanos, pero enseguida se abrió la
puerta; o sea que la pieza era bien hermética, como para llevar adelante

92
un interrogatorio a la usanza CNI sin que los ruidos del interior llega-
ran muy lejos. Los pasos entraron a la pieza y sentí moverse dos sillas.
Leves crujidos; dos personas se habían sentado en ellas. Podía haber
otras más de pie. Yo, sentado en el suelo, con la espalda en la pared del
frente. Todo listo.
-Bien. Sabrás por qué estás aquí -dijo una voz desde mi iz-
quierda. Era un hombre de voz ronca, profunda.
-No. No lo sé -me extrañó mi voz, ahogada bajo la capucha.
-Labra. Cuéntanos de Dantón Labra -agregó él. No hablaba
desde muy arriba; estaría sentado en una de las sillas.
Le dije lo que podía decir; nada grave, todavía, porque ellos de-
bían de saber lo mismo que yo y mucho más. El interrogatorio útil
sería al revés, pero me abstuve de comentarlo.
-Nos entregas puras miguitas -gruñó-. Cuéntanos de Ester
Alday.
Tampoco corría muchos riesgos en decir casi todo lo que sabía
de ella. Me atreví a agregar que en nuestra oficina (sería bueno des-
lizar que no estaba solo, que tenía una modesta red de influencias y
escudos) se sospechaba que la usaron para una maniobra distractiva.
Me callé lo que me contó Leonor en la capillita del Seminario Con-
ciliar y rogué que no supieran de esa reunión ni del contacto telefó-
nico en Peñuelas.
No les gustó lo que les dije. La voz profunda me interrumpió.
-¿La has visto? ¿Hablaste con ella?
-No. No la he visto; por lo tanto, no he hablado con ella. No
la conozco.
-Lo primero no impide lo segundo -rebatió Garganta Pro-
funda-. No vengas a dártela de inteligente ni de canchero.
Me callé.
-¿Qyieres que lo apure un poco? -debutó la otra voz, menos
educada, más delgada, seguramente desde la silla de la derecha.
-Todavía no -respondió Garganta Profunda, y yo respiré-.
Vamos a darle un tiempo para que se acuerde de Ester Alday. ¿Qyién
te dice si de repente hace memoria? Vámonos.
Movimiento de sillas, de pies, la puerta abriéndose. Garganta
Profunda habló desde allí, y desde arriba; podría ser alto.

93
-Bueno. Apúralo un poco -consintió, y sentí sus pasos, ale-
jándose.
Junté las piernas, protegiendo mis testículos, y plegué mi cabeza
sobre el pecho. Agucé mis oídos; tal vez Garganta Delgada también
se había marchado, pero dejándome en la duda y el temor por un
rato.
No se había ido. Recibí un golpe de su zapato, un zapatón
quizás, en pleno estómago, que me hizo expulsar todo el aire e in-
clinarme hacia delante. Entonces, desde mi derecha, un puñetazo en
la sien. Bien dado, como el zapatazo. Después, sus pasos alejándose,
por suerte.
-Eso, por ahora -dijo desde la puerta-. Recuerda: Ester Al-
day. Te conviene hacer memoria.
Estuve solo un rato más largo que la primera vez. Tres horas, tal
vez cuatro. Tañeron unas campanas de iglesia a lo lejos, y sólo segun-
dos después unas más cercanas. Un dato a considerar. Pero entonces
sentí ruidos en el pasillo. Mis captores habían vuelto. Insistieron con
Ester, yo insistí con lo mío: en la oficina sabíamos que era parte de
una trampa contra Labra, pero creíamos que lo hizo contra su volun-
tad. Y nada más. Nuestro interés era Labra, amigo de mis patrones, y
queríamos protegerlo. Ester era accesoria; ni siquiera la conocíamos.
-¿Y la hermana? -preguntó Garganta Delgada-. ¿Qyé te
dijo ella?
Di otra respuesta cauta, a tientas, como mi situación dentro de la
pieza; no quería que Leonor terminara de vecina en mi nuevo aloja-
miento. Pero no quedaron conformes. Sabían que habíamos hablado,
conocían algunas de sus rutinas, pero al parecer no estaban al tanto
de nuestras dos últimas charlas. Admití todo lo que debía admitir,
tratando de darle poca importancia a Leonor dentro de mis labores.
-Nos interesa su hermana -dije-. Supusimos que Ester
podría haberse contactado con Leonor, pero lo negó y le creímos.
Por eso cerramos lo de Ester aquí en La Serena y buscamos en San-
tiago. Mis patrones hablaron con sus contactos en el gobierno (otro
mensaje) y decidieron que ya era hora de presentar un recurso. Eso
es todo.
-¿Y por qué los tribunales y no el conducto administrativo?
-preguntó Garganta Delgada.

94
-Bueno, que una persona como Labra desaparezca por tanto
tiempo supera lo habitual en las prácticas administrativas -respon-
dí, pero me arrepentí de mi osadía y traté de enmendar el rumbo-.
Y está lo del dinero. Eso nos obligaba a preocuparnos.
-¿El dinero? ¿Qré les interesa más: Labra, el dinero o que no se
sepa que los financian desde el extranjero? -dijo Garganta Profunda,
molesto. No le iba bien a un profesional apasionarse así, salvo que ...
-Nos interesa Labra -respondí.
-Ya lo veremos -dijo él, recuperando el autocontrol.
Se produjo un silencio. Lo rompió Garganta Profunda.
-Piensa en Ester Alday -me dijo-. Creo que hay más de
algo por ahí, olvidado o escondido en tu cabeza. Mejor lo recuerdas
antes de que tengamos que apurarte, pero ahora en serio.
El viejo truco: el bandido bueno se despedía dejando en el aire la
amenaza del bandido malo. Se fueron, pero durante un rato temí que
el bandido malo, Garganta Delgada, siguiera en la pieza demorando
el puntapié o el puñetazo, pero no ocurrió nada.
Pasaron varias horas más y de vez en cuando oía las campanadas
de la iglesia cercana. Calculé que podían ser las primeras horas de la
tarde. Me quedé dormido a sobresaltos, pero lo logré. Era lo mejor:
que el cuerpo se repusiera para resistir lo venidero. Volví a dormirme
con nuevos sobresaltos, tres o cuatro veces, y perdí mi cuenta de las
horas. Ni las ocasionales campanadas me ayudaban. Desperté con el
ruido de la puerta. Eran ellos y se instalaron alrededor mío.
Garganta Profunda habló desde la silla de mi izquierda; parecía
ser su ubicación permanente.
-Labra -dijo-. ¿Qyé saben ustedes de las platas de Labra?
Esta vez queremos cosas concretas.
Yo no perdía mucho diciendo lo poco que conocía sobre los
dineros que él manejaba; ellos estarían más enterados que nosotros.
Y hablé.
-¿No estás olvidando nada? -dijo Garganta Delgada con voz
amenazante, pero desde mi lado derecho, al parecer de pie. Pero la
silla había crujido; alguien se había instalado en ella desplazando al
bandido malo.
Insistieron en que les dijera todo sobre Labra: si había huido con
el dinero, si alguien más podía haberse quedado con esas platas, si se

95
trataba de una pelea interna de la oposición para quedarse con unos
pesos más.
Respondí aliviado. Era un terreno desconocido y podía decir casi
cualquier cosa, pero no entendía hacia dónde iba el interrogatorio.
-Labra pudo planearlo todo. ¿Su oficina no pensó en eso?
-dijo una nueva voz. Su tono era frío y venía desde la silla que antes
ocupara Garganta Delgada.
Dije que todo podía ser, pero que mis patrones tenían sus razo-
nes, y comprensibles, para pensar en un secuestro. Y agregué lo de la
amenaza a la esposa de Labra, de revelar asuntos oscuros sobre él, sus
relaciones o sus trabajos.
-Pero también pudo inventarlo Labra -insistió Garganta Fría
como si reflexionara.
Se produjo un silencio largo. Hubo movimientos en el estrecho
espacio, una silla se desplazó; tal vez alguien se había parado. Luego
se abrió la puerta. Uno o más agentes se retiraban. Después habló
Garganta Profunda, siempre a mi izquierda, pero ahora desde arriba;
ya no estaba en su silla.
-Estás ayudando poco -me dijo-. Apúrenlo.
Esta vez el golpe llegó desde la izquierda y en la cabeza. Después
un puntapié en mi hombro, y desde la derecha. Enseguida, mientras
intentaba ovillarme, varios golpes más. Eran al menos dos los que me
pegaban y lo hacían con calma, sin apurarse, sin enfurecerse.
Por suerte no duró mucho. Pasos hacia la puerta. La abrieron.
Me quedaría solo y reponiéndome por unas horas ... Pero Garganta
Profunda volvió a hablar.
-¿Y si lo llevamos a la parrilla? -dijo, olvidando su papel de
bandido bueno.
-Sí, puede ser -dijo Garganta Fría como si sopesara una invi-
tación a tomar un aperitivo.
La puerta se cerró. Qyedé solo, lleno de machucones y de nue-
vos temores. La parrilla ... No, no pensar, no pensar, no pensar. La
mente en blanco, así decían nuestros manuales. Pero en la práctica
todo es diferente, por desgracia. Apoyé mi cabeza en el piso e intenté
relajarme. Me dolían varias partes del cuerpo y me concentré en ello:
pensar en los dolores, localizarlos, sentirlos, compararlos, cualquier
cosa con tal de que lo otro no entrara en mi mente.

96
De pronto, algo distinto entró en ella: en ese tercer interrogato-
rio, con Garganta Fría presente, no habían mencionado a Ester. Ya
tendría tiempo para darle vueltas a ese punto. Por ahora concéntrate,
comandante. Vuelve a tus dolores, sólo a ellos y resiste, porque estás
herido, te tienen rodeado, pero aún no estás en la Qyebrada del Yuro
ni la escuelita de La Higuera.
Pasó un rato largo, difícil de medir, hasta que escuché unos rui-
dos lejanos. Eran gritos infantiles y unos pitazos. ¿Un partido de fút-
bol?¿ Y en el patio de la escuela desde donde venían las campanadas o
en otro lugar? Un dato más para recordar. Los ruidos cesaron al cabo
de unos minutos, y otra vez el silencio, no sé por cuánto tiempo, hasta
que volví a oír pasos y se abrió la puerta. No hablaron, me levantaron
de los brazos y me hicieron caminar. La parrilla. Nada que hacer. De-
jamos atrás la pieza, avanzamos por un pasillo estrecho, porque mis
captores tuvieron que pegarse a mí, chirrió una puerta a la izquierda
y doblamos. ¿Era el lugar de los interrogatorios mayores?
No era. Un aire fresco del exterior entraba por algún lado. Luego
se abrió otra puerta, un empujón me tiró a un suelo que oüa a gomas
de auto y me envolvió el ruido de un vehículo poniéndose en marcha.
Nos íbamos. La parrilla quedaba atrás. No podía creerlo. Mejor no
creer todavía que la suerte me estaba acompañando.
Me llevaron como en el viaje de ida, tendido en el piso de atrás.
Hubo varios giros cortos en esquinas urbanas hasta que tomamos
una calle sin desviarnos, sin detenernos en más esquinas ni semáfo-
ros. Sería un camino principal o una carretera. Después una subida
larga, recta. Más allá, un kilómetro tal vez, doblamos a la derecha.
Luego a la izquierda y otra vez a la izquierda por un camino de tie-
rra, hasta cruzar una ruta asfaltada (¿la misma por la que íbamos?) y
seguir por otro camino de tierra dura que hacía saltar el vehículo. De
pronto, frenos y un giro a la derecha. El camino se hizo más irregular,
o ya no era camino. Nos detuvimos.
-Vas a portarte bien -dijo Garganta Profunda-. Y diles a
tus patrones que no se metan en este asunto. Y tú, menos. Esta vez
te salvaste de la parrilla porque no gastamos electricidad en picantes.
Pero podemos cambiar de opinión.
El automóvil volvió a ponerse en marcha y varias manos me alza-
ron del piso, me acercaron al lado derecho del vehículo y me quitaron

97
las esposas. Entró un aire frío; habían abierto la puerta. Pero aún me
faltaba un último correctivo antes de mi liberación. El conductor ace-
leró. Íbamos demasiado rápido para mi gusto, pero qué hacerle. Me
empujaron, ahora en serio, y salí despedido a encontrarme con un suelo
de tierra y con unas cuantas magulladuras más.

Luego de sacarme la capucha y la venda comprobé que era de noche


y estaba en un camino rural. Pero a unos doscientos metros veía des-
filar luces de vehículos por una ruta mayor. Eso significaba que aún
no estábamos bajo el toque de queda. ¿Antes o después de su hora-
rio? Antes, lo más probable, porque la noche era oscura y ninguna
claridad anunciaba el alba. Por supuesto no me habían devuelto el
reloj. Tampoco el cinturón y los cordones de los zapatos. Busqué en
mis bolsillos y encontré los documentos. Del dinero, nada; pero no
iban a hacerse millonarios con él. Me dolían la cabeza, el mentón,
una pierna, los riñones y algo más, pero eché a caminar hacia las
luces. Era difícil hacerlo con mis zapatos sin cordones, pero a esas
alturas no iba a quejarme; tenía en el cuerpo otros motivos para andar
a los quejidos. Di con una huella y la seguí. Desemboqué a otra más
amplia y me pareció conocida. Miré a mi alrededor hasta que tuve la
certeza de que era el camino al Seminario de San Ramón, donde dos
semanas atrás había hecho una de mis primeras indagaciones en el
caso Labra. Tomando a la izquierda llegaría a la carretera que condu-
cía a Ovalle, un terreno más seguro.
Una vez allí caminé por la berma en dirección a La Serena. No
muy lejos, unos postes de alumbrado silueteaban las primeras cons-
trucciones del barrio industrial de Alto Peñuelas. Decidí hacer dedo.
Varios vehículos pasaron de largo hasta que una camioneta redujo su
marcha y se detuvo unos metros más adelante. Un hombre sacó la
cabeza por la ventana.
-¿Adónde va? -preguntó.
-A La Serena, si es posible.
-Ahí lo dejamos. Suba atrás.
Entramos por la Pampa y seguimos por Balmaceda. Una luz roja
detuvo la camioneta en la Alameda y me apuré en saltar del pick-up
y dar las gracias. Más allá, un reloj de calle terminó por orientarme;
marcaba las 0:10. Caminé hasta el hotel. Antes de entrar me empiné

98
sobre el portón del estacionamiento. Allí, aparentemente sano y sal-
vo, estaba mi 125. Me sacudí las ropas, me ordené el pelo, froté mis
zapatos sucios contra mis pantalones y deseé que no hubiera huellas
muy visibles de lo que me había pasado en las últimas horas.
El recepcionista se tomó unos dos minutos en reaccionar a mis
timbrazos y abrirme la puerta cerrada con llave, como correspondía a
un hotel modesto y provinciano. En su cara se insinuaba un bostezo
o una mueca por haberlo arrancado del sueño, pero se impuso el rigor
del oficio.
-Qyé bueno que llegó -dijo con voz cansada-. Lo estuvie-
ron llamando hasta tarde de su oficina. Tiene un mensaje.
En la recepción me extendió el papel y yo le hablé de mi auto.
-Ayer tuve que pedir que vinieran a dejarlo -mentí.
-Eso nos contó el señor que trajo las llaves -me respondió
con una inocencia que parecía auténtica-. Dijo que usted volvería
hoy o mañana.
No quise inventar algo para saber más del desconocido; segu-
ramente no sacaría mucho. En mi pieza examiné el papel: "Regreso
urgente. Posesión efectiva se resuelve en Santiago. Necesaria su
presencia". En los otros datos figuraba la hora del mensaje -las
16:15- y el día. No anduve equivocado en mis cálculos a tientas: era
el 6 de abril. Había sido un mal rato, y largo, el de mi detención, pero
sólo había pasado un día.
Lo primero era darme una ducha. Abrí la llave y fui despoján-
dome con cuidado de mi ropa para quitarme la transpiración, el can-
sancio, los dolores y el miedo. El chorro de agua caliente fue como
beber un whisky seco; quemó, al principio, pero luego esparció un
calorcillo reconfortante por mi cuerpo. Sólo entonces recordé que no
había llamado a Montserrat. Tampoco ella, al parecer, había pregun-
tado por mí.

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17

Dormité más que dormí esa noche, pero no hubo nuevos sobresaltos.
Me levanté con la primera claridad del alba, junté mis cosas, desperté
al recepcionista para pagar mi cuenta y salí a la calle al volante del
125. El ruido parejo del motor me hizo sentir bien. Conduje hacia
la carretera casi sin encontrar peatones o vehículos. El centro de La
Serena estaba en paz, inmóvil, desplegando su telón de edificios con
arcos, tejados y balcones copiados de arquitecturas distintas, pero
que al final parecían haberle construido una identidad. Era como el
decorado de una película, listo para la llegada de los actores, pero yo
no quería participar en ella; al menos, no en las escenas de cine negro
que había vivido en las últimas horas.
Después de cruzar Coquimbo, me relajaron el camino casi soli-
tario y la porfía de las brumas matinales por remontar los cerros de la
costa. Pasado el cruce de Tongoy me permití respirar en calma. Sin-
tonicé en la radio los noticiarios, pero no dijeron nada del caso Labra.
Una vez que terminaron, puse mis casetes y dejé atrás la desemboca-
dura del río Limarí y el cruce de las termas de Socos tarareando mis
viejas canciones y hundiendo el acelerador para acercarme a Santiago.
Después de todo, la capital no era una ciudad tan hostil y no se merecía
mi tentación de serle infiel. Justo cuando comenzaba a mirar con otros
ojos a La Serena, animado por el regreso de Montserrat, la CNI y su
bienvenida habían enfriado el flirteo con mi ciudad natal.
Lo único molesto era un dolor creciente en la quijada izquierda
y otro en las costillas del mismo lado. Eran dos secuelas del interro-
gatorio, pero nada grave y que no se pudiera aliviar con un café bien
cargado en el restaurante de la bencinera de Los Vilos.
Pero los carabineros de Huentelauquén me hicieron cambiar de
planes. Uno de ellos me esperaba en medio de la pista y me ordenó

100
detenerme. Yo suponía no haber vulnerado ninguna norma de velo-
cidad, pero nunca se sabe. Le entregué mis papeles e intenté hacerme
el simpático para evitar una probable multa. El cabo no contestó,
examinó mi licencia de conducir, echó una mirada a su libreta y me
dijo que lo acompañara a la garita.
Más problemas, pero me resigné. Adentro, un sargento pasaba
al libro la lista con los últimos automovilistas multados. Cuando el
cabo le habló, interrumpió su abyecto trabajo, tomó el teléfono y
marcó un número anotado en un papel.
-Necesitan contactarse con usted -me dijo mientras esperaba
la comunicación.
No tuve mucho tiempo para pensar en quién querría hablar con-
migo. El sargento dijo algo en voz baja y me alcanzó el teléfono.
-Su llamada -agregó y se alejó para permitirme algo de
privacidad, lo que, en un recinto como ése, era un gran detalle de
urbanidad.
-¿Adrián ... ? -dijo un hombre al otro lado del teléfono.
-El mismo -respondí, sin poder identificarlo.
-¿Saliste arrancando, y de quién? -añadió. Era Pallero.
Me dijo que había llamado al hotel un par de veces -eso no me
lo contó el recepcionista, que al parecer era discreto con la policía,
pero no con sus clientes-, y había insistido esa mañana. Le dijeron
que yo viajaba de regreso, y entonces recurrió a la colaboración entre
policías. ¿Y por qué? Esa era la pregunta, y la hice.
-Pensé que debíamos hablar de tu recurso ante los tribunales
-fue su respuesta.
-¿Hablar? Perfecto, ¿me tienes alguna información?
-No te aproveches. Tú podrías informarme a mí.
-No creo. No sabemos más de lo expuesto en el recurso y por
eso lo presentamos: porque no tenemos idea de dónde puede estar
nuestro cliente.
-Bueno. Como sea, al hacerse público, mis jefes han vuelto a
apurarme. Por eso quería hablar contigo, en parte.
-Entiendo -dije, y aguardé por la otra parte.
-¿Crees que volverás luego?
-Puede ser.

101
-¿Por el caso Labra o por una mujer? Digamos, una mujer que
está de paso.
-Chapeau. Te enteras rápido de las cosas.
-¿Chapeau?
-Nada, que me saco el sombrero ante tu perspicacia.
-Es que con esas minifaldas, y esas piernas, es fácil enterarse.
Chapeau para ti, en todo caso.
-Nunca para tanto. Somos amigos, viejos amigos.
-Viejos amigos ... Está bien, dejémoslo ahí.
-Pero, cuéntame -y miré a los dos carabineros que simu-
laban vigilar un anafe donde se calentaba un jarro con agua, pero
estarían pendientes de la conversación- ¿Para eso me paraste en
la carretera?
-No, no para eso. Anoche recibimos una llamada del barrio de
los Huertos Familiares. Una mujer había gritado pidiendo ayuda y
después la vieron salir de su casa junto a unos desconocidos, pero no
parecía ir muy contenta. Fuimos y revisamos. Algo había pasado, y en
medio del desorden encontré un papel con tus datos.
-¿Su nombre? -pregunté, pero podría haberlo dicho sin te-
mor a equivocarme.
-Leonor Alday.
-Ya. No tengo nada qué ocultar. Es hermana de una mujer que
trabaja con Dantón Labra. ¿Qyé le pasó?
-No lo sabemos todavía. Por eso fui a buscarte, para que me
contaras más sobre ella.
Le conté, y dijo que me llamaría si sabía algo. Pensé que las his-
torias empezaban a encajar y que yo estaba definitivamente adentro
de ese rompecabezas. Y que era mejor conocer todas sus piezas.
-Hace unos días me hablaste de un mayor -dije.
-¿Un mayor?
-Sí, un mayor con un cargo importante -y miré a los carabi-
neros mientras recordaba mis horas a oscuras-. Dime, ¿es alto, de
voz grave, profunda?
-El mayor, ese mayor. .. -se tomó un tiempo, tal vez buscan-
do un lenguaje en clave-. ¿Alto? Nunca tanto. Y su voz ... No creo
que grave, ni profunda. Fría, quizás; como un pescado.
-Ya, entiendo. Y gracias por avisarme.

102
Salí de la garita disfrutando del respeto con que me despidieron
los dos carabineros; era difícil que una situación así se repitiera en mi
vida. Pero, ya en la carretera, la detención de Leonor Alday ocupó
mis pensamientos. Ojalá que la CNI la tratara mejor que a mí.
Pero no sacaba nada con darle vueltas a eso camino a Santiago.
Paré en Los Vilos ya sin ganas de tomar un café; necesitaba algo más
contundente. Pedí un plato y una cerveza, y después continué sin
apuro, pensando que mejor no iba directo a la oficina. Saqué el pie
del acelerador y me dejé llevar por la carretera hasta que Santiago
anunció su cercanía con su tránsito atochado y el aire enrarecido.
Nada como para hacerme mala sangre; venía de cosas peores. Ya en
mi departamento me di otra ducha, me cambié ropa, eché la corbata
en un bolsillo y partí en bus al centro. El viaje se hizo lento cuando
estaba a unas diez cuadras de la oficina.
-Ya hay desórdenes otra vez -rezongó el conductor, y comen-
zó a tocar la bocina. A través del parabrisas se veía una larga fila de
vehículos inmovilizados.
Esa era mi ciudad. Me bajé y seguí a pie, disfrutando el placer de
adelantar a los automovilistas atascados, pero no logré ver el origen
del embrollo. En un quiosco de diarios compré un vespertino para
averiguar qué líos agobiaban al conductor del bus. El titular principal
hablaba de otro tema: la desarticulación de un grupo extremista, con
explosivos incluidos. Era habitual en esos años anunciar ese tipo de
pesquisas contra los subversivos. Dónde está la noticia como para
ponerla en portada, pensé, pero no era mi asunto. Además, algo
conocido había en esa primera página. Era la fotografía principal.
Mostraba a un hombre y una mujer abrazados como algo más que
buenos amigos. La imagen no los favorecía, pero eran Dantón Labra
y Ester Alday.
El titular que acompañaba a la foto tampoco los favorecía:
"Presunto detenido vive romance clandestino y huye con platas
opositoras".

103
18

-Nos bombardearon con todo -dijo Ferrer, con la voz y los gestos
que usaba para alegar en los estrados; esta vez tenía a toda la oficina
como auditorio. Caminaba por la sala de conferencias con una mano
en el mentón y otra en la cadera, en la frontera misma de su panza
que seguía creciendo. La mano de la cadera tomó el vespertino de la
mesa.
-Lo peor -añadió- es que ésta no es la única foto que tienen.
Macaya, por favor ...
Macaya abrió una carpeta (o sea, que él se había sumado al caso)
y extendió las fotos sobre la mesa para que las apreciáramos. Todas
eran de Ester y Labra. Arturo fue el primero en tomar una y mirarla
con atención.
-El diario publicó sólo la más inocente -dijo Macaya-, pero
seguramente tendrán las ocho. Supongo que las irán mostrando si la
situación lo aconseja.
Ocupamos unos minutos en examinar las fotos. Labra y Ester
aparecían juntos, demasiado juntos en todas las imágenes. No esta-
ban desnudos, pero sus gestos eran tan explícitos que la ropa no tenía
importancia. Cuando la ronda terminó, me apropié de las tres copias
más atrevidas y les di una segunda ojeada, pero con tiento, porque
hablaba Gálmez y no quería aparecer distraído.
-Las fotos nos llegaron ayer tarde por el correo, sin remitente
como siempre. Pero lo peor no son las fotos. El diario habla del retiro
de fondos que supuestamente hizo Dantón. Es cierto; lo corrobora-
mos. Fue hace cinco días, aquí en Santiago. Por eso llamamos de vuelta
a Adrián, porque no habría indicios, por ahora, de que Labra -o ellos
dos- hayan ido a La Serena. Nos asiste la certeza de que Dantón está
en Santiago, oculto -prefiero que sea así- o detenido.

104
-No debemos sorprendernos si mañana otro diario publica la
fotocopia del retiro del dinero y hablan del monto -intervino Fe-
rrer-. Por ahora sólo han dicho que Labra sacó plata del fondo que
manejaba para actividades opositoras.
-¿Y cuánto sacó? -pregunté, mirando una foto en especial.
La respuesta tardó unos segundos. No alcé la vista, pero percibí
que los socios se miraban.
-Todo -dijo el mismo Ferrer.
-La otra vez eran noventa mil dólares -insistí-. "Todo" sig-
nifica ...
-Casi trescientos mil -dijo Gálmez, y le costó pronunciar la
cifra-. En verdad, ésa es la única carta que se han guardado, has-
ta aquí, y que nos lleva a otro punto. Debemos planificar nuestros
movimientos mientras esperamos que las órdenes de investigar y los
exhortos a las policías nos permitan dar el siguiente paso en los tribu-
nales. Durante ese tiempo estaremos expuestos a la aparición de más
fotos y a los ataques en el flanco que sabemos: el fmanciamiento ex-
terno de algunas actividades opositoras. A eso debemos abocarnos.
El "eso" abrió un debate. Yo me abstuve y seguí observando una
foto, distinta a las anteriores. En las otras siete la pareja aparecía
sentada de frente a la cámara en arrumacos varios, y para todas cabía
una pregunta: ¿quién las había tomado?, ¿por qué una pareja ilegal
se confiaba a un tercero?, aunque cabía el recurso del obturador con
tiempo. Había una cosa más: la actitud de Labra era más tensa que la
de Ester. Bien pudo estar mirando de reojo el arma que le apuntaba
detrás de la cámara. Pero la última foto era la más explicita. Y era dis-
tinta. Estaban de perfil y Ester le daba la espalda. Labra presionaba
con sus piernas el cuerpo de la mujer y su mano que estaba a la vista
acariciaba los senos de ella. La cabeza de él estaba junto al cuello de
Ester, sólo que el ángulo de inclinación no me convencía.
Esperé hasta un momento en que mis palabras no interrumpie-
ran el debate.
-¿Puedo llevarme esta foto, por un rato?
Gálmez me miró sorprendido y preguntó para qué la quería. Fe-
rrer no dijo nada, pero pareció incómodo. Tal vez porque los apartaba
de la discusión, pero yo recordé la advertencia de Ester Alday sobre
la gente de mi oficina.

105
-Tiene algo extraii.o -expliqué-. Puede ser un montaje. Me
gustaría mostrársela a un amigo.
-¿De confianza?
-Es fotógrafo de la Vicaría -dije, y sabía que a eso no le pon-
drían reparos.
No lo hicieron. El intercambio de ideas continuó durante unos
minutos dentro de lo esperado; ninguna idea brillante surgió de
nuestras mentes, aunque las reglas del juego tampoco nos permitían
muchas vías judiciales. Cuando se levantó la reunión, guardé la foto
dentro de mi agenda y salí. Arturito me alcanzó en el pasillo.
-¿Te la llevas porque era la más calentona? -preguntó. Su
humor no sabía de delicadezas.
Le dije que sí y que le sacaría una copia para mi colección de
fotos eróticas. Me pidió otra para él y le aseguré que la tendría. No
costaba nada seguir una mala broma, salvo que Arturo ... No, me
dije; basta de andar viendo espías en la oficina. No valía la pena,
mientras no surgiera una pista real.
Me despedí apurado. Mi visita a la Vicaría de la Solidaridad me
parecía lo más interesante de la jornada, y no sólo por el examen de la
foto en el laboratorio de mi amigo. Aprovecharía de pedirles a otros
conocidos que me dejaran hojear ciertos archivos de la Vicaría. Varios
agentes de la CNI estaban individualizados en ellos. Con un poco de
suerte conocería los rostros de Garganta Fría y Garganta Profunda.

Me tomó un día completar mis indagaciones. Entremedio les conté


a mis jefes de mi detención en La Serena -y debí explicarles cada
detalle-, llené los escritos para un amparo preventivo que podía
servirme a futuro, recibí espaldarazos y miradas preocupadas de mis
colegas de trabajo, fui y volví de los tribunales, y lo mismo entre la
oficina y la Vicaría, en fin. Pero me movía; nos movíamos.
La tarde siguiente jugaba sus últimas cartas cuando bajé a la
galería subterránea junto al pasaje Bombero Ossa. Seguían cerrados,
abandonados, la mayoría de sus lúgubres negocios de imprenta y de
artículos de oficina; la crisis había llegado hasta allí, a las sentinas del
centro. Sólo un laboratorio de instrumentos ópticos y otro de audí-
fonos se veían prósperos; la salud -la mala salud- seguía siendo un
buen negocio.

106
Mi destino estaba al fondo de la galería, donde una puerta en-
treabierta, unos falsos vitrales de papel mural cubriendo los ventana-
les y una iluminación discreta daban la bienvenida al Bar Inglés.
Oviedo me saludó con una broma sobre mis bigotes y me echó
en cara los diez minutos de retraso. Le dije que lo lamentaba, sobre
todo tratándose de él, porque sabía que estaría allí puntualmente.
Lo dio por superado con un gesto y llamó al mesero. Mientras se
demoraba pidiéndole algo para acompañar los tragos, yo me llevé
una vez más la mano al bolsillo interior de mi chaqueta para com-
probar que el sobre seguía allí. Adentro había dos fotografías. Una
era de un joven alférez del Ejército, reproducida del anuario 1971 de
la Escuela Militar. El muchacho delgado, de ojos nerviosos, de pelo
claro y aplastado, seguramente estaría distinto, pero era la única foto
que existía en la Vicaría de la Solidaridad del mayor Juan Andrés
Telmer, destinado, desde 1982, a La Serena, como jefe local de la
Central Nacional de Informaciones. La otra era más reciente: una
ampliación de una foto tomada en algún restaurante. El hombre
estaba de semicostado y sonreía con suficiencia desde un rostro alar-
gado y rectangular. Tenía pelo ondulado, nariz levemente aguileña y
mejillas afeitadas pero azulosas por una barba pujante. Al dorso de
la foto, el archivo de la Vicaría informaba que había sido tomada en
1979, que el personaje e~taba más grueso y que solía usar bigote o
barba. La ficha anexa decía que era Danilo Rufat, también conocido
como Rafa, su nombre de chapa. Era suboficial del Ejército en retiro,
pero con trabajo permanente en la Dina, primero, y luego en la CNI,
y ejercía a la fecha como segundo jefe en La Serena. Y era alto, de un
metro y noventa centímetros. Qlizás no fuera Garganta Profunda,
pero el rostro me calzó con la imagen que yo me había trazado, y les
pedí a mis amigos de la Vicaría que también me hicieran una copia
de esa foto.
Guardé las dos en un sobre, me aseguré de que quedara al fondo
del bolsillo y volví al laboratorio fotográfico, donde mi amigo espe-
raba el revelado de una nueva ampliación del torso de Dantón Labra
inclinado sobre el cuerpo de Ester Alday. Él también intuía un mon-
taje en el punto donde se juntaba el cuello de Labra con su camisa, o
con la camisa de otro hombre. Miré mi reloj; dije que estaba atrasado
para una reunión y quedé de volver a la mañana siguiente. Caminé

107
con prisa, pero por suerte me separaban unas pocas cuadras del Bar
Inglés, donde ya debería estarme esperando Oviedo, puntual como
buen funcionario civil adjunto a las Fiscalías Militares.
Era un procurador del bando enemigo, pero habíamos entabla-
do una relación civilizada. Solíamos intercambiar información hasta
el límite de nuestras respectivas lealtades. Yo creía, y esperaba no
equivocarme, que salía ganando en el trato. Había conocido a otros
como Oviedo, a pesar del recelo y hasta la censura de mis amigos. No
me importaba; yo seguía aplicando viejos preceptos como el de que
el fin justifica los medios, algunas veces. O aquél de que si no puedes
vencerlos, únete a ellos; o acércate, al menos. Yo me acercaba, con-
versaba, discutía y al final algo lograba. Porque los varios Oviedo que
trataba solían ser permeables a hablar de ellos mismos, a magnificar
sus triunfos. Tal vez la certeza de la sartén por el mango los privaba
de resguardos como los que yo tenía en mis conversaciones; tal vez
creerían que su victoria duraría para siempre; o tal vez necesitaban
una oreja distinta a las habituales ante la cual exagerar sus méritos.
Oviedo era uno de ellos, pero además tenía un aire ingenuo
que lo hacía simpático. Hablamos de varios asuntos que puse sobre
la mesa para que nuestras copas se vaciaran y el mozo sirviera una
segunda ronda. A esas alturas estaríamos más relajados como para
conversar de mi tema: el caso Labra. Se lo había anticipado y él acep-
tó el encuentro.
Paladeábamos ya nuestros segundos tragos cuando la vanidad lo
visitó una vez más.
-Se cayeron con Labra -dijo-. Cómo embarcarse en un caso
así. Era vox populi que tenía algo con la secretaria, o contadora; esa
tal Alday. Y también se rumoreaba lo otro, que manejaba platas de
afuera.
-Mis jefes habrán tenido sus razones. De partida, son amigos
de Labra.
-Los tiempos no están para hacer caridad. Menos viniendo de
abogados.
Eso era una gran verdad. No me costó nada darle toda la razón
del mundo, porque me interesaba llegar a otro punto: quién se había
quedado con el dinero.
-Los dos. Él y la Alday, por supuesto -respondió.

108
-¿Y si ella fuera sólo un instrumento, si la hubieran forzado a
algo?
-Podría ser -dijo, y volvió a beber. Se dio cuenta de que en-
trábamos al terreno pantanoso de las confidencias, y rogué que el
demonio de la vanidad continuara hablándole al oído-. Pero yo que
tú seguiría buscando entre los amigos de Labra. Y los de ella. Lo más
posible es que estén juntos, escondidos, o que hayan salido del país.
-Sí, verdad que es tan fácil salir del país hoy en día, sin dejar
rastros. Me han dicho que ése es uno de los puntos débiles del apa-
rato de seguridad.
-No me provoques. Okey, es difícil que hayan salido, pero in-
sisto en que deberías buscar en sus círculos. De verdad no creo que
sea una trampa del otro lado. No hay antecedentes, salvo unas cosas
menores ...
Ya lo había dicho. Insistí sobre esas cosas menores y al final ac-
cedió a contarme algo.
-Hay un solo punto que podría favorecerte. Existe una cierta
inquietud ... Se descubrieron un par de operativos de seguridad que
escapaban a la norma. Para decirlo de algún modo, los objetivos no
eran institucionales.
-¿Y el caso Labra podría ser uno de ellos?
-No creo. Son anteriores, ocurrieron en otras ciudades. Pero
lo único que vas a sacarme es esto: hubo casos en que alguna gente
corrió con colores propios.
-¿Y para qué?
-Para hacer caja -dijo, y se echó hacia atrás en el asiento, to-
mando distancia. Tal vez había hablado mucho.
-Hacer caja ... ¿Cajas privadas, cajas paralelas?
-Algo como lo segundo. ¿Te acuerdas que hace un año se ha-
bló de restricciones presupuestarias para la CNI? Bueno, algunos de
sus jefes dijeron que había que pedir plata, recaudar fondos, algo así.
No sé si las palabras corresponden, pero es más o menos la idea. Lo
cierto es que hubo un par de operativos ... para hacer caja. Cuando
se enteraron, los superiores mandaron terminarlos y hasta donde sé
el asunto se acabó. La orden fue muy clara: no más recaudaciones
particulares para financiar la seguridad.
-¿Y el caso Labra podría ... ?

109
-¡No, alto! Yo no he mencionado para nada ese caso, no creo
que tenga nada que ver. Te hablo de problemas de hace un tiempo, y
espero que superados.
Tal vez no. Tal vez por eso Garganta Fría o Garganta Profunda
me habían evitado el paso por la parrilla de la CNI serenense. Pero no
quise presionar más a Oviedo y desvié la conversación hacia la crisis
económica. Él tenía también algo, y más de algo, que decir sobre eso.
Era un hecho fortuito, una desgracia que afectaba a todo el planeta,
tal vez la oposición también aportaba lo suyo para agravarla, en fin.
Lo dejé hablar. Luego sugerí una tercera ronda y aceptó. Yo cambié
mi línea de martinis secos por una ccrvc7..a; si seguía igual, podría
no retener ni una palabra de o,;cdo. Él no pareció darse cuenta de
mi cautela. Cuando le renovaron su pisco sour volvió a hablar, como
pensando en voz alta.
-No creo que lo de Labra tenga que ver con esa ... estupidez de
las recaudaciones.
-¿No?
-No. Es ... -hizo una pausa-. Esta es una infidencia; la últi-
ma. Hemos sabido que hay preocupación por un caso que desconoz-
co. Pero espero que no sea gra\·e.
-¿Grave como qué?
-No sé. Como un apremio excesivo, como algunas lesiones se-
rías. Creo que por ahí va la preocupación. Tú entiendes: ¿cómo hacer
reaparecer a alguien con ciertas secuelas?
-¿Y si las secuelas fueran mayores, irreparablc:s?
-No debiera ser -y desvió sus ojos hacía la barra-, pero nun-
ca se sabe. Espero que no.
Nos callamos. Ovíedo estudió con recelo su trago; quizás lo vio
como un laxante que estaba echando afuera todos sus secretos. Miró
mi cerveza, y yo bebí un sorbo largo para tranquilizarlo. Él cambió la
conversación y apuró lo que quedaba en su copa porque debía volver
al trabajo, aunque fuera -dijo- a poner llave a sus cajones.
-Me has sacado información y rú no has contado nada -me
acusó.
Le conté algo, lo poco que sabíamos del caso Labra. Me atreví a
decirle que no me tragaba la evidencia de las fotos del empresario con
Ester Alday y mentí que mí oficina había encargado un peritaje.

110
-Puede ser -respondió más tranquilo--. Pero, al final, lo
importante es lo otro: Labra manejaba -maneja, perdón- platas
del extranjero. Y él se las llevó. Es un caso policial, no poütico, y tu
oficina se arriesga a hacer el ridículo. Ya lo está haciendo.
Le consentí porque era posible y porque ya tenía dos noticias
en mis manos. Al día siguiente, cuando volviera por mi foto, pediría
información a la gente de la Vicaría sobre esas recaudaciones de la
CNI.
Subirnos a la calle y se despidió en la entrada a la galería.
-lJéjame aquí. Nunca es bueno exhibirse con gente como tú
-dijo, pero me estrechó la mano con fuerza.
-Perdona. Y límpiate la lepra de la mano.
Me lanzó un puñete calculado para no alcanzar mi cara, y se
marchcí hacia el edificio de las fiscaüas. Caminaba confiado, seguro
de sí; llevaba tantos años de ganador, por qué iban a cambiar las
cosa~. Yo me fui para el otro lado, al palacio de los Tribunales. No
tenía nada concreto que hacer en él, pero ya sumaba muchos días sin
1·i,itarlo.
Entré por el acceso posterior de Morandé y subí corriendo
b escala para demostrarme que los tragos no me habían afectado,
mientras pensaba en los dos deslices de Oviedo. Avancé por la nave
central tratando de divisar a algún abogado que trabajara en asuntos
de derechos humanos para preguntarle sobre esos rumores. Una mu-
jer me llamó desde un costado.
Era Leonor. Estaba sentada en uno de los gruesos bancos de
madera tallada, y eso la hacía parecer frágil, pero no desvalida ni
atemorizada. Tampoco se veía a algún personaje torvo cerca de ella.
Tomó su cartera, se paró con agilidad y se acercó. Definitivamente,
no parecía venir saliendo de un interrogatorio de la CNI. Estaba en-
tera y sobria y atractiva en un traje oscuro.
-Me dijeron que podría encontrarlo aquí -dijo, y se permitió
una sonnsa.

111
19

-No me trataron tan mal-fue su respuesta a mi sorpresa por verla


en Santiago y en ese lugar-. Supongo que soy una privilegiada. Me
detuvieron sólo dos horas y no me golpearon ni amenazaron.
Yo había conseguido los elementos necesarios para conversar
en un ambiente más tranquilo -el despacho de un actuario amigo
y una taza de café en sus manos-, y esperé a que me contara sus
noticias recientes.
Habían sido agitadas. Los agentes de la CNI se presentaron en
su casa y se la llevaron en una camioneta, sin vendas ni esposas. Por lo
que ella sabía, ése era un buen indicio. Fueron a un estacionamiento
en el centro, donde la trasladaron a un furgón semioculto en una es-
quina. "¿Un furgón celeste?", pregunté yo, y asintió; por fin se mate-
rializaba el vehículo que me había inquietado. Adentro la esperaban
dos hombres. La interrogaron sobre su hermana, Labra y el dinero,
y ella, como yo, trató de no mentirles demasiado. La dejaron un rato
sola; tal vez decidían si llevársela para un interrogatorio más largo.
Cuando volvieron al furgón la atemorizaron un poco, le dijeron que
no se metiera en problemas y que les comunicara lo que supiera de
Ester y de Labra.
-Y me advirtieron sobre usted. Me dijeron que no iba a sacar
nada bueno si seguía viéndolo. Por lo de mi hermana, quiero decir.
Se había apurado en precisarlo; no fuera yo a interpretar erró-
neamente esas palabras.
-También me advirtieron que lo van a detener -agregó-- si in-
siste en sus investigaciones.
-Ya lo hicieron.
Le conté lo mío; éramos casi hermanos de un mismo dolor. En
el caso de ella, un dolor bastante leve, y se notaba. Lucía atractiva

112
mientras entibiaba sus manos con el calorciUo de la taza. A mí, en
cambio, el malestar en la quijada y las costillas no me abandonaba.
Pero no iba a hablar de eso, y le pedí que continuara su historia.
Había poco más. La dejaron cerca de la estación de ferrocarriles,
eUa tomó un ta."'l:i y fue donde unos amigos que la acompañaron hasta
la casa. Ordenó lo que habían desbaratado los agentes, metió algunas
cosas en la maleta y regresó al hogar de sus amigos. Dormitó allí
hasta que aclaró, llamó a mi hotel y le dijeron que acababa de partir a
Santiago. Entonces se decidió y tomó el primer bus a la capital.
-Tenía miedo, quería avisarle a usted y hacer algo, algo más
concreto por mi hermana.
Le dije que me parecía bien, le resumí los hechos de los últimos
días sobre Es ter y Dantón Labra, y le hablé de la foto en el vespertino
del día anterior. Ya lo sabía por los parientes que la alojaban, pero se
lo contaron sólo a la mañana siguiente para no abrumarla.
-Qyedé de comunicarme con ella hoy o mañana -dijo-. Le
voy a contar todo lo que nos ha pasado y pedirle que lo reciba.
Nos separamos en la puerta de los Tribunales y le reiteré que no
diera importancia a los periódicos.
-Trataré -respondió, y logré arrancarle una sonrisa.
Dos días después me llamó para decir que esperaba para cual-
quier momento una respuesta sobre la reunión. Y al día siguiente
volvió a comunicarse. Tenía el contacto con Ester y una nueva an-
gustia: otras fotos de su hermana y Labra, publicadas esa mañana en
los periódicos.
Yo las aguardaba. El día anterior, mi amigo fotógrafo me había
confirmado que la imagen de Ester Alday y Dantón Labra estaba
trucada. Se lo dije a mis jefes, les mostré la ampliación, los detalles
del pegado, la diferencia en las sombras y otras particularidades, y
accedieron a agregar esos datos a su nueva presentación a la justicia.
Armé unas carpetas y las entregué a unos periodistas conocidos, pero
sin mayores esperanzas de que se publicara algo sobre ese trabajo
sucio de la CNL Los periódicos de la mañana siguiente incluían tres
fotografías más de Ester y Dantón, de aquéllas que habíamos visto
cinco días antes. Los agentes tuvieron el cuidado de no incluir la foto
trucada, lo que hablaba bien de su red de informantes. Y agregaron
algo más: la fotocopia de una carta de Estera Labra. Una nota breve,

113
pero elocuente. Siempre será elocuente que una mujer describa con
detalles una cita apasionada.

-"No puedo olvidar tus besos y tu cuerpo entrando en el mío hasta


hacerme daii.o ... "-leyó Ester, repitiendo una de las frases transcri-
tas por el diario que tenía en sus manos-. ¡Qyé horror! Y lo digo por
las dos cosas: por lo terrible de las fotos y por esta cursilería. Y yo no
le habría dicho algo así al pobre Dantón; no era mi tipo, para nada.
Perdón, Adrián; te parecerá frío en estas circunstancias, pero así es.
-No te preocupes. ¿Y la carta estaba incluida en el paquete de
las amenazas?
-Sí. No quise decirlo antes porque sabía que si la publicaban
recordaría esos días horribles. Y tenía una estúpida esperanza de que
no se conoCiera nunca.
Arrojó el diario a los pies de la cama y suspiró. Estábamos los
tres -las hermanas y yo- en una pieza pequeña y austera, como
serán todas las piezas para retiros espirituales en los recintos de la
Iglesia Católica. Nos habíamos juntado con Leonor en el caserón de
la Vicaría Estudiantil, en la calle Dieciocho, y salimos por un portón
lateral en el auto de un cura joven y ansioso por participar en nuestra
aventura.
-Ya puede sentirse más tranquila -le dijo a Leonor-. El
obispo advirtió al gobierno que su hermana está bajo la protección
de la Iglesia. Le aseguraron que no la tocarán.
-¿Y podemos creerles?
-El obispo piensa que sí. Le dijeron que el caso les preocupa,
que ya hay demasiada atención pública sobre esto y que esperan que
el jefe de su hermana aparezca pronto para que todo se aclare.
Leonor transmitió el mensaje a Ester apenas nos llevaron a su
cuarto, en una antigua construcción cercana a la avenida Grecia. Ella
compartió el juicio del obispo sobre su seguridad, pero le inquietaba
la reacción de Leonor ante las nuevas fotos y la carta a Dantón La-
bra. Las hermanas se abrazaron largamente. Ester llevaba zapatillas,
jeans, un chaleco y, bajo él, un suéter de cuello subido, y había esti-
rado su pelo en una cola de caballo, dando el tono de una mujer vir-
tuosa participando en un retiro espiritual. Pero sus ojos eran vivaces
y más despiertos que los de su hermana, y hablaba más fuerte, con

114
seguridad. Sacó un encendedor y cigarrillos del velador y me ofreció
uno.
-No, gracias. Pero cuéntame más sobre la carta.
-Fue una de las últimas cosas que me ordenaron antes de ha-
cerme viajar a La Serena.
-¿Y las fotos?
Dio una pitada larga a su cigarrillo y expulsó lentamente el humo,
como si suspirara. Le incomodaba responder eso o quería hacerme creer
que le incomodaba. O yo siempre andaba sospechando de todos.
-Fue la misma vez. Primero las fotos con Dantón y después la
carta. Comprenderás que pasado el primer ultraje ya daba lo mismo.
-Hay una foto trucada: la más audaz. Tiene que haber sido
duro, pero ¿qué pasó?
-Dantón no resistió. Nos ordenaron que fi.1éramos más explíci-
tos, nos forzaron a ponernos en esa posición. Fue espantoso y...
-No tienes por qué seguir -interrumpió Leonor.
-No, está bien. Adrián tiene razón: ¿por qué el trucaje? Porque a
pesar de las amenazas Dantón no actuaba bien en esa toma. Nos hicie-
ron repetirla varias veces, hasta que él se rebeló --dio otra pitada larga y
volvió a exhalar el humo con lentitud-. Le pegaron y se lo llevaron.
-¿Los habían detenido juntos? -dije.
-N o, a mí sola. Es decir, ya no me detenían, como las primeras
veces. Me decían que tenía que estar a tal hora en tal parte, que no
le contara a nadie o ya sabía qué le pasaría a mi hijo ... Esa vez me
llevaron vendada como siempre y me encontré en una pieza en donde
ya estaba Dantón.
-No me habías dicho que estuviste detenida con él.
-Tienes buena memoria, Adrián. Sí, lo oculté, pero por un
motivo. Cuando nos tomaron las fotos y me dictaron la carta, ahí
Dantón se olvidó de su temor, de una especie de resignación en que
había caído, y les dijo que él haría lo que quisieran, pero que no me
involucraran ni hicieran sufrir a su esposa.
-Lo siento. ¿Y cuál fue la respuesta?
-Lo insultaron una vez más. Y antes de llevárselo le pegaron
por resistirse a esa foto. Fue la última vez que lo vi. Después me
volvieron a amenazar, me dieron las instrucciones para viajar a La
Serena, lo que tenía que hacer ahí, todo eso. Y no sé ... , tal vez era una

115
idea absurda, pero me aferré a que Dantón pudiera convencerlos; a
que ya con el dinero en sus manos no usaran las fotos ni a las cartas.
Dirás que fui una ilusa.
-No.
-Claro que no, Ester -intervino Leonor, que me había estado
mirando, sorprendida o molesta con mis preguntas.
-Gracias -dijo-. Y también a ti, Adrián. No es sólo tu traba-
jo; te has preocupado por mí y por Dantón.
-Eh ... , pero es mi trabajo, después de todo. Y debo seguir con
él; ¿puedo llevarte de nuevo a materias desagradables?
-Está bien, adelante.
-Tus interrogatorios. Te había pedido si podías recordar deta-
lles de ellos.
-Sí, pero no tengo mucho que aportar. Cuando no estaba
encapuchada yo, estaban ellos. En la sesión de fotos, por ejemplo,
eran cinco y todos con pasamontañas, incluso el de la cámara y, por
supuesto, los dos que nos encañonaban.
-Me imagino. Pero, en general, ¿algún desliz, un pequeño error
que permitiera hacerse la idea de cuánto sabían, o cómo sabían, de los
negocios de tu jefe?
-No creo. Eran muy precisos y me daban órdenes concretas,
restringidas. Nunca dijeron, por ejemplo, qué buscaban con esas ór-
denes para que robara documentos y fotocopiara otros; sólo lo que yo
debía hacer. En todo caso, te tengo algo.
Caminó hasta el armario y regresó con unos papeles.
-Te preparé un pequeño informe. Ahí está todo.
-Qpé bien, qué metódica. ¿Me lo puedo llevar?
-Sí, por supuesto. Ahí están las fechas, lo que me exigían cada
vez, la forma en que me interrogaban. Me esforcé en recordar, pero
no creo que vayas a sacar mucho de eso. En todo caso me puedes
llamar. O venir.
Volví a agradecerle. Leonor me miraba fijamente; quería decir-
me que no agobiara más a su hermana.
-Es suficiente por hoy -dije-. Mejor te dejo descansar.
-Espero descansar. Yo estoy más tranquila, Mauricio tam-
bién ... Mauricio es mi hijo. Pero Dantón ... Cada día que pasa tengo
más miedo por él.

116
-Es lógico -dije-. Mi oficina presentó ayer un Téngase Pre-
sente al primer recurso, con los datos de la foto trucada y otros consi-
derandos. Cuando designen un juez podremos andar más rápido y...
-Ojalá, pero no soy optimista -me interrumpió Ester-. En
general, no confío mucho en la justicia. Y tampoco en tu gente. ¿Re-
cuerdas lo que te dije?
-Sí, no lo he olvidado. Era mi último punto antes de irme.
¿Puedes ser más concreta?
-No, fue sólo una frase de Dantón. En algún momento del úl-
timo tiempo, cuando ya sospechaba que algo extraño pasaba con sus
cuentas, habló de recurrir a algún abogado y mencionó a tu oficina.
Pero, la vez siguiente que tocó el tema dijo que ya no le parecía tan
confiable y que se sentía decepcionado.
-¿De la oficina o de alguien en especial?
-Creo que era un abogado ... Lo siento, pero no recuerdo, no
le di mayor importancia. Hubo muchas cosas a las que no les di im-
portancia entonces.
Me prometió que seguiría tratando de recordar sus encuentros
con la CNI y que me llamaría si tenía una novedad. Las hermanas se
pusieron de pie; era tiempo de marcharme. Salí al pasillo, que daba al
jardín del recinto, para dejarlas hablar un rato en paz.
-¿No vas a despedirte? -dijo Ester. Se acercó, me besó en la
mejilla y se dio vuelta. Mientras regresaba donde Leonor, sus manos
buscaron sus caderas por debajo del chaleco y luego bajaron lenta-
mente por sus muslos, como acariciándolos. Su figura era parecida a
la de su hermana; su personalidad, no.
Me alejé unos pasos por el jardín y esperé. Un caracol comenzó a
cruzar el pasillo hacia un macizo de flores. Acababa de lograr su meta
cuando se me unió Leonor.
-¿Cómo encontró a Ester? -me preguntó.
-Bien para llevar tanto tiempo viviendo en peligro. Y para ver
sus fotos y sus palabras, sus falsas palabras, en los diarios.
-Gracias. Por todo lo que ha hecho.
-De qué, es lo que correspondía. Y espero -dudé antes de
tutearla- que tú también estés más tranquila.
Pero, mientras caminábamos a reunirnos con el sacerdote, yo
seguía pensando en su hermana y en el porqué de mis sospechas. Era

117
por un par de cosa~: algún gesto casi teatral y su mención del dinero
de Labra, aunque después afirmara que sus captores nunca le dijeron
qué buscaban de ella y de su jefe. Podían ser casualidades, podía ha-
ber obtenido esa información de lo que le contaron los curas o de lo
que leyó en los diarios, pero también podía ser algo más.
No sé si Leonor vio algo en mi expresión, porque habló. Y por
primera vez me tuteó.
-Usted ... , tú desconfías de mi hermana.
-No, en absoluto -dije, pero no estaba seguro. De muchas
cosas no estaba seguro.

118
20

El sacerdote nos dejó en la Alameda, a una cuadra de la Moneda.


Leonor había aceptado acompañarme hasta mi oficina para ver ii
identificaba por fotos a Garganta Fóa o Garganta Profunda. Pasa-
mos bajo las columnas del Banco del Estado y aliado de un piquete
de carabineros en tenida de combate y con sus escudos plásticos. Una
cuadra más abajo, otro piquete igual y junto al enorme carro lanzagua
atemorizaba por presencia a quienes quisieran armar líos en la plaza
que enfrentaba al palacio presidencial. Hacía varios días que esta-
llaban manifestaciones y desfiles en cualquier momento; pero, pese
a la crisis, el gobierno parecía no hallarse en situación difícil. Dos
carabineros siguieron a Leonor con la vista; tampoco ellos estaban
preocupados. Manifestantes más, manifestantes menos; nada que no
se arreglara con unos cuantos palos o unas bombas lacrimógenas. A
mitad de cuadra, unos hombres maduros con aspecto de oficinistas
nos entregaron unos volantes con gestos rápidos, casi clandestinos. El
texto protestaba por la caída brutal de los fondos mutuos tras la quie-
bra de una decena de bancos, y por la congelación de esos dineros, lo
que había perjudicado a miles de pequeños ahorrantes. Llamaban a
movilizarse, pero ellos no parecían tan dispuestos a hacerlo.
Entre los altos edificios, una multitud de microbuses pegados
unos a otros en la estrecha calle Bandera encajonaban el aire y lo
volvían irrespirable. Ni falta hacían los gases lacrimógenos.
-Disculpa la ruta -le dije-. Esto no se parece al aire de tu
ciudad.
-Pero puedo tolerarlo, más ahora que vi a Ester. Perdón, ¿tu
ciudad, dijiste? Es también la tuya.
Cambié de conversación para no hablar ni pensar en eso. Ni en
lo que venía por añadidura: la presencia de Montserrat en La Serena.

119
Debía llamarla. Era tiempo de excusarme por mi ausencia, pero tam-
poco quería inquietarla con mis problemas. Ni involucrada en ellos.
Dejamos Bandera, avanzamos junto a los muros de la Catedral
y tomé a Leonor del brazo para cruzar a nuestra oficina. El edificio
me pareció más gris que nunca, y lo que seguía iba en el tono. Ahí es-
taban, como todos los días, los vendedores ambulantes en la entrada
y el olor a fritangas de la fuente de soda que precedía a los comercios
del pasaje: una seguidilla de tiendas estrechas y un pasadizo hacia el
ascensor en la mitad de lo que la administración llamaba "galería" en
sus informes, habitualmente destinados a denunciar a los morosos en
pagar los gastos comunes. No era un gran recibimiento para Leonor,
que paseó la mirada por el fichero con la última lista de morosos
hasta que llegó el ascensor. Su jaula enrejada y el viejo de cotona gris
aparecieron ante nosotros para completar el cuadro de la galería.
Ana María no disimuló su mirada inquisitiva cuando le presenté
a Leonor. Sus ojos nos siguieron hasta que doblamos por el corre-
dor hacia mi despacho. Mala suerte; Macaya avanzaba por él, hacia
nosotros. Se pegó exageradamente a la pared para dejarnos pasar,
saludó con una inclinación de cabeza a mi acompañante y luego, ya
con ella a sus espaldas, siguió inclinándola hacia el suelo y mirando
sus piernas. Una cachetada mía le hizo recuperar su verticalidad y
decir un "Cómo estás, Adrián, se te ve muy bien hoy ... ".
Si Leonor captó la expectación que creó su llegada, no lo expresó
con ningún gesto y se quedó muy erguida, muy dama en la silla para las
visitas, observando los lomos de los libros de Derecho apilados sobre
un estante. Le mostré las fotos y reconoció de inmediato a Telmer.
-Tiene más años, más cuerpo y otra mirada, por supuesto; no
olvidaría su mirada. Pero es él.
La cara de Rufat no le dijo nada. Tampoco mi pregunta de si
alguno de sus interrogadores tenía una voz grave, profunda. Dijo que
era posible, pero que el miedo le impidió reparar en más detalles, y
se estremeció. Me aceptó un café, pero prescindí de las tazas de mi
cajón y fui por mejores pertrechos a la cocina. Después del café me
agradeció por todo y dijo que viajaría esa misma noche. Había habla-
do temprano con sus amigos y parientes en La Serena. La esperaban
muchos trabajos pendientes y creía que su red de conocidos podía
protegerla de la CNI.

120
Desistí de mi idea de presentarles la hermana de Ester Alday a
mis jefes, repasamos las claves que utilizaríamos para comunicarnos
y nos deseamos suerte. En ese momento sonó el teléfono. Era Ana
María.
-Te llama un señor Pallero desde La Serena.
Le dije que respondería en unos segundos, y Leonor hizo un
gesto de que no me molestara por ella.
-Contesta tu llamada; yo conozco el camino. Qye tengas suer-
te. Y cuídate.
Me besó en la mejilla y una de sus manos acarició levemente mi
hombro. Otro gesto que dejaba atrás su reserva.
Pallero revisitó un par de malos chistes sobre la vida en Santiago
y me preguntó si había averiguado sobre Leonor. Le conté casi todo.
Pareció un poco molesto de que yo supiera más que él, pero dijo que
le aliviaba que ese episodio se hubiera resuelto.
-Un problema menos -dijo-. Porque desde Santiago han
vuelto a presionar por el caso Labra después de tu recurso y de las
fotos en los diarios. ¿Lindas fotos, ah?, pero fáciles de hacer. Cual-
quiera podría si ...
-¿Si los enfocan con el cañón de una pistola?
-Eso, más o menos. Pero te tengo un dato que podría servirte,
sobre cierto vehículo.
-¿Celeste?
-El mismo. Como no me sonaba, averigüé. Es una adquisición
reciente; por eso no estaba en los registros que llevamos de ellos; es
sólo para estar al tanto, tú sabes.
-Ya. Se te agradece.
-No todavía. Cuéntame algo de ti.
Esperé.
-No me dijiste que ... , que habías cambiado de alojamiento
antes de irte de La Serena.
-Ah, sí, lo olvidé. Pero como la atención no fue de primera,
para qué mencionarlo.
-¿Fue muy mala la atención?
-No ... , lo normal, diría yo. Nada como para poner un reclamo
en la recepción.
-¿En serio?

121
-En serio. Tolerable.
-¿Y sacaste algo nuevo de eso? ¿O ellos de ti?
-No creo. Nada interesante para ninguno de los dos lados. Más
bien fue una carta de presentación, un aviso de que estaban al tanto.
-Claro que sí. Y tu pregunta sobre una voz profunda tenía que
ver con eso.
-Ah, sí. Pero ya la ubiqué junto con la cara correspondiente.
-Me imagino. Cuando supe lo tuyo recordé tu pregunta y tam-
bién me pareció qué podía ser. Una voz para cuidarse, ¿ah? En fin, que tu
caso me está quitando mucho tiempo y no me deja dedicarme a lo mío.
-¿Y cómo va tu historia con ... los señores del restaurante?
-Va lento. Sólo lento, ni siquiera lento pero seguro. Parecen
estar muy quietos.
-Tal vez yo los asusté.
-Sí, claro. Con tu aspecto y tus bigotes ...
-Tú lo quisiste. Suelo causar impresiones fuertes en quienes
me ven; es superior a mí.
-En las mujeres, sobre todo. Estoy pensando en una que ...
-Basta, basta -dije, y él no continuó con eso. Antes de des-
pedirnos, lo comprometí a que podría llamarlo de vez en cuando y
pedirle alguna información.
-Al menos te saqué de encima lo de Leonor Alday -argu-
menté.
-Mejor no intentes poner cosas en la balanza, que está harto
inclinada por tus deudas conmigo.
Eso me dejó pensativo. Y lo de Labra cada vez me gustaba me-
nos. Por eso me concentré en ponerme al día con mis otros trabajos y
despejar de carpetas la mesa antes de preparar un informe a mis jefes
sobre lo adelantado con las hermanas Alday. Pero mi tranquilidad fue
breve; un nuevo telefonazo de Ana María la rompió.
-De La Serena, uno más -dijo, permitiéndose el comentario.
Ella tenía, o había tenido, el derecho a hacerlo.
-¿Sí, y quién?
-Un señor Ortúzar, Ricardo Ortúzar.
Nada menos que Ortúzar, que al final no era Francisco ni Fer-
nando, sino Ricardo (gracias, Ana María). ¿Y por qué querría hablar
conmigo?

122
Me lo dijo después de las primeras frases de buena crianza. A
través del teléfono su voz seguía siendo tan pomposa como cuando
discurseaba en el patio del liceo o divagaba a lo Settembrini en las
reuniones literarias. Me contó que había intentado comunicarse
conmigo en La Serena, pero yo ya no estaba. Y debió averiguar mi
número telefónico.
-De partida, te busqué porque quería invitarte a comer a mi
casa.
-Gracias, muy amable.
-Qyé menos. Y la invitación sigue en pie. ¿Cuándo vuelves por
aquí?
Le dije que cualquier día, aunque prefería no regresar por el caso
Labra.
-Espera que el globo se desinfle solo y no que reviente -añadí.
-Ojalá, pero me temo que te tendremos de nuevo por aquí
-dijo-. ¿Has oído hablar del mayorTelmer?
-Sí, por supuesto. Juan Andrés Telmer, jefe de la CNI en tu
ciudad.
-La nuestra. Bueno, en fin que Telmer es un tipo de cuidado.
-Claro, con ese oficio y ese cargo ...
-Cierto. Lo concreto es que me dijeron, y no puedo revelarte
más, que lo escucharon hablar de tu amigo, de Labra.
-Buen dato. ¿Y?
- Telmer parecía estar alterado con el tema. Y se expresó mal
de Dantón Labra, como ... , como si le diera lo mismo que estuviera
vivo o muerto, mientras no lo molestara más con su presencia. No sé
si me explico.
-Sí, muy bien.
-En todo caso es una información de segunda mano, pero creí
que interesaría saberla. Podemos conversarlo acá, con más calma,
te
y puedo ponerte en contacto con la persona que escuchó el comen-
tario.
-Claro que sí, me interesaría.
-Bien. Me pareció que era mi deber contártelo, sobre todo por-
que algo conozco, de lejos, a Telmer, y es un tipo ... , bueno, por algo
llegó a ese puesto, como dices. Admito que el dato es algo impreciso,
pero a la vez me pareció serio. Espero haber sido claro.

123
-Sí, bastante, para ser una conversación telefónica ...
-Bueno, por eso mismo he sido más bien breve. Con los relé-
tonos de hoy nunca se sabe.
Le dije que estaba de acuerdo. Ortúzar pareció dar por conclui-
da su misión y me preguntó por mi vida, qué rumbos seguían mis
lecturas y si aún me interesaban las letras.
-Sólo como consumidor -dije-. Y he ampliado mi espectro.
Novelas negras, por ejemplo, pero también sólo como lector. Ya ves:
tenemos temas para conversar, con o sin charlas peripatéticas.
-Ja, ja! ¡Tú no olvidas, no olvidas! Pero me parece muy bien.
Conversamos y vienes a comer a mi casa para que conozcas a mi fa-
milia. La invitación sigue en pie.
Colgamos y yo me quedé pensando en mi manía de sospechar
de todos. Ortúzar -Ricardo- se había preocupado de los teléfonos
intervenidos sólo después de contarme un par de cosas que podrían
ponerlo en la mira de la CNI. Salvo que fuera impulsivo o poco ra-
cional. Ninguno de esos rasgos correspondía al Settembrini que yo
había conocido.
Deseché pronto la idea (la guardé, más bien, en una gaveta de
mi archivo mental) y pasé al asunto de fondo. Dos llamados telefóni-
cos, dos nuevos timbres de alerta que me ponían otra vez apuntando
hacia la Carretera Panamericana y hacia el norte. Cada día que pasa-
ba aumentaba mi certeza de que difícilmente Dantón Labra reapa-
recía con vida. Ojalá no sea en La Serena, me dije. Un desenlace en
Santiago quedaría bajo la esfera de mis patrones, amigos de Labra.
Si el caso volvía a La Serena, y volvía para peor, yo sería el primer
explorador avanzando en territorio de pieles rojas. Y sabía que no
iba a hacerme a un lado, que iba a meterme en él a pesar de que mi
instinto me dijera que no valía la pena, que si no lo había hecho antes
-nueve, casi diez años antes-, qué sentido tenía ahora. Ahora en
que, además, había reaparecido Montserrat. Lindo enredo, todo.
Miré el alto de mis carpetas en una esquina del escritorio. Miré
la pared desnuda y que hacía resaltar la resquebrajadura dejada por el
último terremoto. Miré los libros y códigos que Leonor también había
mirado un rato antes sin sospechar que entre ellos estaban el Ulises de
Joyce y un libro sobre Cataluña, ambos forrados no porque fuera un
pecado tenerlos, sino porque prefería guardar algunas aficiones para

124
rní solo. Miré por la ventana la alfombra de musgo en el arco sobre
la puerta de la Catedral. Miré la carpeta d_el caso Labra frente a mí
ensé que era hora de llamar a Ana Mana para que alguno de mis
yp 1 úl' b .
jefes escuch~a as urnas nooaas so re su arrugo. Miré el teléfono. El
o o

teléfono sono.
_Te buscan en recepción -era Ana María, con una voz espe-
cial. ¿Habría regresado Leonor?
-¿Sí, quién?
-La señorita ... -una voz femenina le dijo algo y ella lo repi-
tió- Montserrat Pons.
Tardé tres segundos; Ana María debió de darse cuenta.
-Dile que pase -respondí, y saqué mis cuentas: Leonor, Pa-
llero, Ortúzar y ahora Montserrat. Cuatro personajes de La Serena
habían caído sobre mí en poco rato, y el último era lejos el más difícil
de enfrentar. Pero un taconeo ya avanzaba por el pasillo.

125
21

Hablaba con Montserrat, pero trataba de imaginar qué impresión


habría causado ella entre los transeúntes en los pocos metros que
recorrió desde el taxi hasta el ascensor, y en Ana María después.
Llevaba una tenida en colores marrones y terracota. Todo en el tono:
blusa, chaqueta, minifalda, cartera, zapatos. Supuse, una vez más, que
en Europa debía de ser una tenida habitual, pero no lo era en el San-
tiago de 1983. O era puro mérito de ella, que se veía aún mejor que
en el bar-discoteca de Peñuelas. El colorido de las ropas encendía su
tez pálida y destacaba el color miel de los ojos. O quizás destacarían
igual con una tenida azul, verde o qué sé yo.
Sonó el teléfono; otra llamada interna. No era Ana María, sino
Arturo.
-¿Qiién es la diosa?
-Ah, sí. Entiendo.
-No te hagas el leso. O contesta en clave si quieres. ¿De La
Serena?
-Es posible.
-No me digas: ¿del caso Labra?
-Seguro.
-Y así te quejabas de tu suerte. A propósito de suerte, hemos
decidido con Macaya ir a tu despacho para discutir unas dudas de
Derecho Procesal.
-No lo intentes. En este momento estoy poniendo el seguro.
Colgué, fui a la puerta y lo hice. Montserrat sonrió. Debió de
adivinar o estaba acostumbrada.
-¿Te molestaban conmigo? -preguntó.

126
Me senté, la miré y volví a pensar en que era verdad que había
vuelto. Le dije que no se preocupara por la llamada telefónica y que
era toda una sorpresa verla en Santiago, en mi oficina.
Había llegado el día anterior para agilizar la extensión de super-
miso temporal. Su padre seguía igual y ella quería acompañarlo un
tiempo más, sólo que las autoridades en La Serena eran muy rígidas
y le habían descrito como algo casi imposible la obtención de una
prórroga, salvo que la tramitara en Santiago.
-Por lo menos aquí no tengo que hablar con la gente de la CNI,
como allá -dijo.
-¿Tuviste que llevar tu petición a la CNI?
-Sí, parece que es inevitable. Me atendió un mayor, Telmer.
Dos veces. Fue amable.
Me sobresalté.
-¿01té pasa? -preguntó- ¿Lo conoces?
-Un poco. No personalmente, pero he oído comentarios. Me-
jor que estés lejos de él. En Santiago todo debiera ser más ... , más
seguro, menos personal.
Así lo creía ella. Y, sobre todo, confiaba en que le dieran unas
semanas más de plazo. Yo había olvidado preguntar por su padre.
Lo hice y me contó que no había mayores cambios y que el médico
mantenía un moderado optimismo ante el nuevo tratamiento.
-Como sea -dijo-, cada vez me resulta más difícil pensar
que tendré que irme. Por eso me hace bien venir a Santiago y estar
unos días sin verlo. Acostumbrarme, de nuevo.
Se alojaba en casa de su hermano, y esa mañana había decidido
que si terminaba temprano con los papeleos intentaría ubicarme.
-No quise anunciarte mi visita para que no escaparas.
-Nunca haría eso.
-¿No ... ? Desapareciste de un día para otro de La Serena. En
tu hotel me dijeron que partiste muy apurado, casi de madrugada.
Otra vez el recepcionista ligero de lengua; si volvía, ya hablaría
con él. .. Le conté a Montserrat la mentira que tenía preparada sobre
mi partida: el caso Labra se había complicado en Santiago.
-Y no pudiste avisarme.
-Lo siento, asumo mi culpa. Es que como ya había viajado y no
íbamos a vernos ... Pero de verdad esto me ha tenido bastante ocupado.

127
-¿Es muy serio?
-Bastante. Aparecieron unas fotos comprometedoras de nues-
tro defendido con una mujer, una empleada suya. Creemos que todo
fue un montaje, una sutileza más de la CNI, pero seguimos sin saber
nada de él.
-Sí, algo escuché. Lo siento, por ti y por él.
-Pero no hablemos de eso; volvamos a mi presunta huida. No
fue así; nunca me arrancaría de ti.
-Era una broma. Aunque en verdad no estoy tan segura. Si
recordáramos algunos hechos del pasado, podrías terminar mordién-
dote la lengua.
No le respondí. Ella rió.
-En todo caso, tenemos una conversación pendiente: sobre tus
muJeres.
No era una perspectiva ideal, pero sí más grata que la anterior.
Convinimos en que iríamos a tomar un trago la noche siguiente.
Me dio las señas de la casa de su hermano y anunció que me dejaría
trabajar en paz. Eso era difícil y decidí acompañarla, escoltarla, hasta
la calle. No había curiosos en el pasillo, afortunadamente. Pasamos
junto a Ana María, que la miró escrutadora pero se despidió de ella
con la amabilidad de una buena secretaria. Ya en la vereda, Montse-
rrat hizo parar un taxi e insistió en nuestra cita.
-Esta vez no te escapas. Tema para mañana: tus amores.
Improvisé una sonrisa en respuesta a la suya que se iba alejando
dentro del taxi mientras yo, como siempre desde hacía muchos años,
memorizaba la patente y una descripción somera del conductor. Ya
en la oficina me enfrenté a las preguntas de Ana María sobre mi
última visitante. Le dije que era una antigua amiga y que la había
reencontrado por casualidad en La Serena; sólo eso.
-No me des explicaciones -respondió-. Pero te ha ido bien
en tu ciudad. Primero, la Alday, ahora ella. ¿Serán tus bigotes ... ? En
todo caso, ésta es muy bonita.

También Montserrat me habló de Ana María a la noche siguiente,


cuando fui por ella a casa de su hermano, en el barrio El Golf de Las
Condes. Era toda una mansión: muchos metros cuadrados construi-
dos, dos pisos y mansardas, tejas antiguas en el techo -seguramente

128
arrancadas a precio vil de alguna casa campesina- y un amplio ante-
jardín ornamentado con una rueda de carreta y dos tinajas. Todo tan
high, todo tan Las Condes. Ella estaba lista, con una tenida oscura y
pantalones. Menos problemas, pensé.
-Es interesante tu secretaria -dijo de pronto-. ¿Pasa algo
entre ustedes?
-No, nada.
-No te creo. No, por la forma en que me miró.
Por suerte su atención se centró en la calle y el nuevo paisaje de
esos barrios que habían crecido hacia arriba y hacia una opulencia de
país de medio pelo que yo no terminaba de tragarme. Dejó en mis
manos el dónde ir; ella ya no recordaba y apenas había conocido el am-
biente de pubs y bares santiaguinos. Yo obedecí a mis hábitos. Estacio-
né el125 a un costado del cine Las Condes y entrarnos al Manhattan,
un bar poco frecuentado, pero tranquilo y confortable como un baño
de tina después de una noche de jarana. En el primer piso sólo había
una puerta estrecha que daba a la escala. Arriba, el lugar se abría en
dos espacios que formaban una "L". El amoblado consistía en sillones
y mesas bajas, y la penumbra hacía difícil desplazarse entre ellos. Las
paredes estaban cubiertas desde el piso hasta el cielo raso con unas
reproducciones del skyline de Manhattan, y la escasa luz del local sur-
gía, por algún mecanismo sutil, desde las ventanitas de los rascacielos.
Un cliente a gusto con ese decorado no debía esforzarse mucho para
sentirse en algún lugar de Brooklyn, cerca del puente, y contemplando
de noche el borde costero de Manhattan. Y con un poco de alcohol
en el cuerpo el símil funcionaba aún mejor; de eso yo podía dar fe.
Montserrat observó todo con curiosidad, pero no hizo ningún comen-
tario hasta que nos sirvieron nuestros tragos y hasta que, después de las
primeras canciones, se formó una composición del lugar.
-Tú y tus discos viejos. Debí imaginar que me invitarías a un
lugar así.
-Pero no son mis viejos, no mis discos del rack and rally la bala-
da. Aquí ponen música de los 40, los 50; de las grandes bandas y sus
craoners. Como ves, ahora tengo un criterio más amplio.
-Sí, claro. Pero no estoy segura si el lugar te gusta tanto por la
música como por la iluminación. ¿Aquí haces tus conquistas, en esta
oscuridad?

129
Admití que alguna vez ocurrió así, pero le insistí en que me
gustaba el lugar por sí mismo. Por la música, la luz tenue y el paisaje
urbano reproducido en las paredes.
-Varias veces, después de un día de muchos trámites y pobres
resultados, he venido aquí a practicar la definición de Raymond
Chandler: El bar es el submarino de los solitarios.
-No está mal, y por ella voy a aceptar tu explicación. Y porque
es difícil escuchar esta música hoy.
-Una música que me hace sentirme bien, muy bien. Aunque
para algunos amigos de entonces era un vicio pequeño-burgués.
-También yo pasé por eso ... Al final, éramos bastantes los pe-
queño-burgueses. Sólo que algunos no alcanzaron a redimirse.
Me callé. Esos eran los riesgos de recordar.
Seguimos en silencio. La orquesta de Glenn Miller abordó
A-Tisket A-Tasket, y se esparcieron por todo el bar las voces agu-
das de sus lady crooners. Luego, el trombón con sordina de Miller
fue marcando la melodía de 1 Got Rhythm. Montserrat escuchó con
atención.
-Ese tema ... Me recuerda a mi padre. Qyizás lo oía en la casa.
Voy a tener que revisar sus discos.
Ella también pareció aceptar la invitación del ambiente y entre-
garse a los recuerdos. Sólo por un rato.
-En verdad -dijo-, no sé cuánto tiempo más pueda quedar-
me en Chile. No es sólo por mi papá. También por Bernat.
-¿Él es tu hombre mayor?
-Sí. Me llama casi todos los días. Lo noto inquieto, preocupa-
do, e insiste en que tengo que regresar pronto. Qyizás qué cosas se
imaginará de Chile, con todo lo que se ha dicho en estos años.
-Y justificadamente.
-Es cierto. Justificadamente, pero ... ¿Pero nunca has pensado
qué habría ocurrido si nosotros hubiéramos ganado?
-Más de una vez.
-Habría sido duro para los vencidos, ¿no?
-Si nos atenemos a la historia, creo que sí. Primero, para los
opositores de entonces. Y después, siempre con la historia de por
medio, habríamos empezado a pelear entre aliados, o casi aliados.
Pero trato de no darle mucha vuelta a eso y, para no agravar esta

130
derrota que mastico todos los días, me concentro en lo que pasó:
ellos ganaron, y por nocaut, pero no han dejado barbaridad por
cometer.
-Tienes razón -y me tomó una mano-. Tú has tenido que
vivirlo acá, día a día; yo, en cambio, puedo darme el lujo de decir
tonteras. Bueno, no te aburro más con eso. Salud.
Pasamos unos largos minutos en paz. Montserrat olvidó, o no
quiso recordar, su intención de interrogarme. Habló de sus padres, de
sus sensaciones al volver a caminar por las calles de La Serena, de las
nostalgias que había intuido, pero evitado, durante años en el extran-
jero. Y también de sus emociones más recientes al reencontrarse con
Santiago después de casi diez años.
Me miró. Luego, sus dedos juguetearon con el borde del vaso,
los ojos recorrieron los rascacielos de la pared y sus labios se hume-
decieron con el vodka tónica.
-¿Piensas en Exequiel de repente? -dijo.
-Eh ... , a veces. O demasiadas veces. Es un asunto que no he
r~suelto.
-¿Sientes culpa, esas veces?
-Sí. Creo que sí.
-No deberías; tú no. Yo sí, cada cierto tiempo, y me digo que
no tengo por qué. También me lo han dicho mis siquiatras -son-
rió-. Ellos, mi gran ayuda. Pero, de vez en cuando, flaqueo y...
No terminó la frase. Dejó su vaso sobre la mesita, apoyó la es-
palda contra el respaldo del sillón y dejó caer su nuca hacia atrás. La
vi frágil y abandonada, como en esos últimos días antes de que ella se
marchara, hacía casi diez años. Lo único que deseaba, ahora, era to-
mar su cabeza y hacer que su frente descansara en mi hombro. Como
dos hermanos; tan sólo eso.
-La calle -dijo después de unos momentos-, la de nuestra
casa de seguridad, allá en Independencia. ¿Se llamaba París?
-Avenida Francia.
-Eso, avenida Francia. Al lado del Cementerio General, de la
parte trasera, ¿no?
-Así es.
-El Cementerio, nuestra gran ruta de escape en caso de emer-
gencias.

131
Se enderezó con la vista al frente, y luego inclinó su cabeza y la
apoyó en mi hombro, sin mirarme.
-Me gustaría ir por allá antes de volver a Barcelona. ¿Me lle-
varías?
Le dije que sí, y yo también fijé la vista en el skyline de las pare-
des mientras Louis Armstrong comenzaba su bronco fraseo de Helio
Dolly. Supe que no iba a olvidarlo. Q!e mientras el viejo Satchmo
le daba la bienvenida a su antiguo amor -it's so nice to have you back
where you belong .. . -,yo le prometí regresar a la avenida Francia. No
había vuelto por allí desde que ella se marchó, pero no tenía por qué
saberlo. El viejo Satchmo, en cambio, lo sabía todo: I fiel that room
swayin'/ while the ole band keeps on playin'l one oJ your old Javourite
songs from way back when ... Sí, el piso del Manhattan parecía oscilar
al ritmo de las viejas bandas y de las viejas canciones.

132
22

Los rascacielos iluminados del Manhattan siguieron en mi retina


durante los primeros minutos de viaje en el Gap, hasta que la noche
verdadera, cerrada y gris y tóxica, terminó por esfumarlos. Otras no-
ches similares me habían recibido en el barrio de la avenida Francia,
en el invierno de 1973. Primero llegué yo. Un aviso en el diario me
llevó hasta la casita en arriendo. Respondía a nuestras necesidades y
recursos, pero le dije al dueño que debía pensarlo y conversarlo con
mi esposa. En verdad necesitaba unos días para recorrer el sector y
comprobar su seguridad: que existieran vías de escape, que no hubie-
ra poblaciones de uniformados en las cercanías y que no operaran en
el sector grupos paramilitares de derecha, con sus catastros y averi-
guaciones sobre vecinos izquierdistas. Después, cuando ya me insta-
lé, tomé otras medidas preventivas dentro de la casa y sólo al cuarto
día llegó mi mujer de regreso de un supuesto viaje al sur, enviada por
su empresa. Los dos éramos serenenses trasplantados a Santiago, lo
que ayudaría en caso de eventuales ausencias y de sospechas por la
falta de parientes o amistades. Mi mujer, para la exportación y para
todos los vecinos, era Montserrat. Y llevábamos apenas un mes de
casados. Cualquiera otra pareja en esa situación estaría aún viviendo
las bonanzas de su luna de miel. Nosotros, no.
La había perdido de vista un tiempo largo. Después de aquella
fiesta en que la encontré convertida en una revolucionaria y en la pareja
de Exequiel Vigorena, la vi en un par de reuniones más de universitarios
miristas. Más tarde alguien me contó que se habían casado. De Vigorena
sabía más; era un dirigente cada vez más importante del partido, luego
de graduarse de sociólogo e integrarse al aparato sindical-laboral. Yo
trabajaba en el frente estudiantil, pero de vez en cuando nos encontrába-
mos en reuniones y conversábamos. Una vez me atreví a preguntarle por

133
Montsc1Tat, y le aclaré que la conocía desde La Serena. Dijo que estaba
bien y que seguía estudiando Historia. Me pareció que no le gustaba
hablar de ella. Meses después supe que se habían separado.
A comienzos de 1973 volví a ver a Vigorena. Fue en una asam-
blea de una empresa estatizada que terminó con forcejeos y uno que
otro pugilato entre nosotros, los del MIR, y el resto de los izquierdis-
tas: los reformistas, en nuestro lenguaje de entonces. Cuando nos re-
tirábamos, me saludó y dijo que le habían hablado bien de mí algunos
dirigentes. Todo un halago.
El siguiente encuentro fue en una reunión del partido, inmedia-
tamente después del tanquetazo con que algunos militares de cabeza
más caliente que el resto quisieron derribar el gobierno. Dos no-
ches más tarde de ese 29 de junio nos juntamos en una empresa del
cordón industrial Cerrillos. Íbamos a conocer y debatir las normas
urgentes de seguridad. Eramos unos cien o más en un galpón, y Vi-
gorena estaba en la mesa de los dirigentes esperando que comenzara
el encuentro. Yo salí a estirar las piernas al corredor y me crucé con
Montserrat, acompañada de una amiga tan seria y deslavada como
ella. Me miró y pareció recordarme.
-¿De dónde nos conocemos? -me dijo.
-De algunas fiestas. Bueno, y también los dos somos de La
Serena, pero no creo que te acuerdes de eso.
-De La Serena ... Parece que sí. Bueno, suerte.
Todo habría quedado allí. La amiga ya seguía su camino, pero
ella volvió a hablar.
-Ahora recuerdo: las fiestas. Los dos queríamos que pusieran
música en inglés; rack and rol!, esas cosas. Pero no nos hicieron mu-
cho caso ...
Se despidió con un beso en mi mejilla. Yo la espié durante la
asamblea. Su rostro era serio, casi beligerante; una revolucionaria
ejemplar. Después de la reunión, y antes de dispersarnos, ella saludó
a varios; también, a Exequiel Vigorena. Dos miradas tensas, algunas
palabras y cada uno por su lado. Al retirarse con su amiga me vio,
sonrió y se despidió agitando una mano. Vigorena se fue a los po-
cos minutos, aun más serio que ella abrazado a una mujer morena y
robusta, distinta a la esbelta elegancia de Montserrat. Tal vez era la
comadre ideal para compartir su vida.

134
Una semana después participé en una reunión privada. Había
que establecer planes para vivir en la clandestinidad si ocurría lo que
los miristas ya dábamos por hecho: un golpe militar.
-Necesitamos armar leyendas para nuestras vidas futuras
-dijo el que dirigía el encuentro-. Algo coherente, que no des-
pierte sospechas. Los documentos, las armas, eso va bastante bien
encauzado, pero nos faltan lugares seguros y buenas historias, buenas
leyendas.
Nos asignaron misiones concretas. Mi jefe directo me apartó y
me habló a solas.
-Te tengo una proposición. ¿Podrías participar en una cober-
tura especial?
Contesté que sí, y me informó: había que simular un matrimo-
nio de jóvenes profesionales, en un barrio tranquilo, para dar soporte
a uno de los aparatos encargados de falsificar documentos legales y
producir y distribuir material de propaganda. Y, también, acoger a
dirigentes que necesitaran refugio temporal.
-Una comadre te sugirió para que fueras su marido, de leyenda,
por supuesto -me dijo.
No alcancé a imaginar quién podría ser, y él continuó.
-Montserrat Pons, la ex de Vigorena. Dijo que ustedes se
conocen y que además son de la misma ciudad. Eso ayudaría a que
pasen por pareJa.
-Acepto -respondí, y traté de disimular mi sorpresa.
-Perfecto. De ahora en adelante ella es Muriel. Ah, y no te ha-
gas ilusiones. No vivirán solos; en tu casa también estará tu supuesto
cuñado. Él es el hombre importante.
-¿Y es la pareja de ... , de Muriel?
-No lo sé ni me interesa. Averígualo tú mismo.
Me había apresurado en aceptar, pero ya no podía arrepentirme.
Traté de no pensar mucho en eso hasta dos días después, cuando me
reuní con Montserrat. Me saludó con afecto y me preguntó si tenía
miedo. Su tono era seguro, casi autoritario; el que correspondía a un
militante de mayor importancia y responsabilidades. Dijo que aún
podía hacerme a un lado, y nadie me lo reprocharía. Pero era difícil
para mí en ese tiempo, por el compromiso político y la decisión de
asumir los riesgos de una revolución. Y además, estaba ella, mi esposa.

135
Podría verla a diario. Y podría ser que mi cuñado no fuera su pareja.
Y podría ser que ... Dije que seguiría adelante.
Nos reunimos casi todos los días durante una semana, preparan-
do nuestras falsas identidades y nuestras leyendas, mientras yo busca-
ba una casa para arrendar. Y una tarde me pidió que la acompañara a
un punto de contacto que había surgido de improviso y simulara que
éramos pareja.
-Claro, aprovecho de practicar.
-Voy a encontrarme con mi ex. ¿No te importa?
-No, ¿por qué?
Fuimos a una placita en Ñuii.oa, a pocas cuadras de Irarrázaval con
Macul. Era un buen lugar, según nuestros manuales: cerca de dos aveni-
das importantes, en donde un compadre en problemas podía mimetizar-
se con la gente o subir a un bus y alejarse. Al llegar a la plaza, Montserrat
me tomó de la mano con naturalidad. Paseamos, nos detuvimos a mirar
las flores, una enredadera remontando un tejado, cualquier cosa, como si
tuviéramos todo el tiempo del mundo y como si ese tiempo pasara por el
lento cedazo de una pareja de enamorados. Pero ella inspeccionaba y vi-
gilaba, atenta. El lugar parecía tranquilo. Los buenos vecinos, de regreso
del trabajo, juntaban las hojas secas con sus escobas, les prendían fuego y
observaban satisfechos su obra, sin saber que también ellos echaban las
bases de la naciente contaminación santiaguina.
Nos sentamos en un banco y Montserrat dejó en el suelo la bolsa
que llevaba. Después de un rato me pidió que fuera a comprar cigarri-
llos al almacén del frente y que tardara unos cinco minutos. Me crucé
con un hombre de ropas modestas que caminaba con un saco de algo-
dón en una mano y un macetero con su planta en la otra. Su cara, que
apenas vislumbré, recién cobró un significado para mí cuando llegué al
almacén y miré hacia la plaza. Él le ofrecía a Montserrat unas plantas
que extraía del saco. Parecieron regatear un rato hasta que Montserrat
sacó unos billetes y le pagó. El hombre se retiró en dirección al alma-
cén cuando yo, que me había demorado lo más que pude, caminaba ya
de regreso. Al cruzarnos, una semisonrisa se dibujó en su cara morena
y aguzada. Nunca más vi a Exequiel Vigorena.

Tres días después fui al departamento donde vivía Montserrat para


ayudarle con su equipaje y llegar como un matrimonio formal al que

136
sería nuestro hogar. Yo llevaba un maletín con mis discos, los únicos
bienes que, para tenerlos siempre bajo resguardo, aún no había ins-
talado en la casa recién arrendada en la avenida Francia. Me abrió la
puerta y me costó reconocerla, vestida con chaqueta, falda y zapatos
de taco alto. Y su pelo era sólo una melena oscura y lisa.
-¿Es una peluca, no? -dije, y me di cuenta de que no había
sido una gran pregunta.
-Obvio, qué otra cosa.
-Sí, ya veo. Me refiero a qué pasó con tu pelo.
-Ah, está debajo, bien amarrado. Ahí seguirá, por ahora.
También mi aspecto había cambiado. Cuando volvimos del en-
cuentro con Vigorena, Montserrat me dio otra instrucción.
-Tienes que cortarte esos mostachos miristas -me dijo con
autoridad, hasta con frialdad-. No podemos despertar ninguna sos-
pecha. Recuerda que de ahora en adelante eres un abogadito, o un
proyecto de abogadito burgués.
Fue un poco más cálida en nuestra primera noche en la casa. Des-
pués de habilitar escondites bajo el parqué y el piso de los closets, nos sen-
tamos a comer en torno a una mesa de palos quemados. Pan, té y café era
lo que había por el momento. Montserrat -Muriel, mejor dicho- fue a
su pieza y volvió con su pelo natural suelto y una botella de vino blanco.
Brindamos, aunque los tiempos no eran para hacerse expectativas.
-El otro día en la plaza -dijo al rato-, Exequiel me dio al-
gunos materiales para nuestro trabajo y yo le entregué dos pistolas y
sus nuevos documentos, porque pasó a la clandestinidad total. Hace
tiempo que lo siguen, pero ahora lo buscan los tribunales por la ley
de control de armas. No puedo contar nada más, salvo que va a correr
riesgos mayores que los nuestros. Tal vez no volvamos a vernos.
Bebió un sorbo largo.
-Pero no hagamos drama --continuó--. En esto nunca se sabe;
pudo ser la última vez que nos vimos por él, por mí o por nosotros dos.
Sólo entonces le tomé el peso a lo que yo había aceptado, pero
disimulé. Su gesto era tranquilo y decidido, casi duro. Ni una gota
de calor o de ternura, como tampoco había ni un gramo de afeites o
pinturas en su rostro.
-Buenas noches -dijo, y se puso de pie y se encerró en su
habitación.

137
Yo me quedé un rato más en la sala, saboreando mi vino y pen-
sando, más que en los días inciertos que vendrían, en la lejanía de esa
Montserrat con la muchachita que conociera en La Serena.

A la tarde siguiente llegó mi nuevo cuñado. Nos habíamos tratado


antes, brevemente, sólo que ahora éramos otros. Ariel, egresado de
Castellano, había pasado a ser el taxista Raúl. Y yo era un tipo casi
parecido a mí mismo: un estudiante de Leyes haciendo su práctica y
preparando el examen de grado, pero con otro nombre.
-Hola, Alberto -me dijo, e hizo un guiño a Montserrat-.
Así es que tú eres el marido de Muriel.
-Hola, Raúl -respondí, y me mantuve atento para saber qué
ocurría entre ellos.
Al parecer no había nada, concluí al final de esa jornada. Ac-
tuaban corno yo quería; sólo dos especialistas haciendo su trabajo y
apoyados por mí cuando lo necesitaban. Viéndolos juntos pensaba
que había sido buena decisión hacerlos pasar por hermanos: los dos
de piel clara, nariz fina y esa condenada elegancia de la gente de
clase alta. Por lo general se encerraban en el cuarto de Raúl, donde
habían instalado un laboratorio fotográfico mínimo y desmontable.
Yo solía ver resultados parciales de su trabajo: documentos legales
alterados y en proceso de secarse; negativos con impresos reducidos
para poder transportarlos sin riesgos, y, al revés, papeles fotográfi-
cos con la ampliación de otros microimpresos, y listos para ser re-
producidos en mimeógrafos o en imprentas. También veía armas de
vez en cuando. Raúl llegó al tercer día manejando un Simca 1000
pintado y habilitado como taxi, y que apenas cabía en el antejardín.
Pasó varias tardes reparándolo, y yo lo ayudaba. Lo importante era
que el vecindario no sospechara que las supuestas reparaciones eran
trabajos para adaptar y soldar, bajo el chasis, algunas piezas que
permitieran ocultar paquetes con documentos, impresos, explosivos
o armas.
Raúl se quedaba días enteros en la casa, ocupado en el laboratorio,
creando fondos falsos de libros y también dobles fondos de maletas
para ocultar materiales, y ejercitándose físicamente para eventuales
combates cuerpo a cuerpo. Montserrat-Muriel partía temprano cada
mañana a su supuesto trabajo de vendedora de un laboratorio médico y

138
volvía también temprano por la tarde a ayudar a Raúl o a preparar do-
cumentos políticos. Yo tenía una rutina más aliviada como agitador del
frente estudiantil, y eso me había brindado la excusa para interrumpir
mis estudios. Una vez a la semana alcanzaba hasta la Escuela de Dere-
cho sólo para conversar con los amigos, discutir los asuntos políticos y
sociales, e intercambiar conjeturas sobre el futuro.
Lo veíamos cada vez más cercano, y oscuro, ese futuro. Había
terminado agosto y todos esperaban el golpe de estado. Las Fiestas
Patrias y los preparativos para el desftle militar del 19 de septiembre
eran la oportunidad ideal para los golpistas. Después de eso, opinaban
algunos, a los militares les costaría más justificar sus desplazamientos
de tropas y vehículos. Yo pensaba que igual podían tomarse todo el
tiempo que quisieran, porque amparados en la ley de control de armas
ya dominaban las calles y se exhibían arrogantes, intirnidatorios.
Así despuntó septiembre, con unos días aún grises y de sol tí-
mido, de gente malhumorada en las colas para conseguir víveres y de
discusiones entre los civiles, y con el telón de fondo de los militares
recorriendo la ciudad, cada vez más seguros de que su día se acercaba.
La casita de avenida Francia era mi refugio ante todo eso. Y la serie-
dad de l\1ontserrat no era tan inquebrantable, por suerte, y su buen
humor nos sacaba de la rutina y del pesimismo. Al menos, me sacaba
a mí, y se lo dije un viernes en que volvió de la calle con una bolsa
de compras y puso una botella de vino sobre la mesa. Raúl me miró
sorprendido por mi comentario, pero volvió a lo que estaba haciendo:
descorchar la botella. Bebimos y conversamos los tres, pero él aban-
donó pronto nuestra charla de nimiedades y se encerró en su pieza.
Qyedamos los esposos. Nos contamos algunas de nuestras historias
en La Serena y tratamos de encontrar conocidos comunes, sin éxito.
Yo sí sabía de ella y de sus amigos de entonces.
-Así es que nos espiabas -y sonrió-. ¿Porque éramos ene-
migos de clase?
-La gente high siempre fue mi debilidad. La espiaba para de-
testarla mejor, pero también para descubrir las claves de su aire de
superioridad.
No me respondió. En cambio, habló de su vida con Exequiel.
No entró en detalles, pero dijo que lo que había empezado muy bien
se frustró al poco tiempo.

139
-Se fue apagando lentamente, sin traumas -dijo-. Ahora es-
tará mejor, con su mujer. Ella y él son más cercanos, más militantes,
decididos a todo.
-Pero tú no lo haces nada de mal.
-No creas. l\1e cuesta, y mucho. Pero con disciplina lo logro. Y
la disciplina se la debo a Exequiel.
Dijo que era tarde y se despidió. Yo me ofrecí a levantar todas las
cosas de la mesa y a lavarlas, aunque no era mi turno en la rotación de
los tres para encargarnos de las responsabilidades domésticas, como
buenos antiburgueses que queríamos ser. Me lo agradeció y me dejó
un beso en la mejilla y una frase.
-Fue bueno conversar de otras cosas, distintas a esto -e hizo
un gesto abarcando la casita y, con ello, sus paredes horadadas, los
huecos bajo el piso, nuestras falsas historias.

Al día siguiente, Raúl llegó con dos amigos suyos. Alojarían en la casa
dos noches, por seguridad, y se irían después de terminar un trabajo del
que no podían contarnos. Me pareció que Montserrat se incomodaba.
Ese fin de semana estuvo más locuaz conmigo, alargamos las sobre-
mesas, escuchamos radio buscando temas de rock and rol/, pusimos los
míos en el tocadiscos y hasta la ayudé con un crucigrama. El domingo
por la tarde me informó que partiría temprano a la mañana siguiente.
-Si pasara algo -me dijo-, se supone que voy a Valparaíso, a
casa de la tía Elvira, en el cerro Esperanza, calle Bellamar.
Hojeamos una revista hasta encontrar una mujer madura a quien
bautizamos como la tía Elvira y nos pusimos de acuerdo en retener
su descripción física, inventarle un oficio, todo lo necesario para que
nuestras versiones coincidieran en un caso de emergencia.
-Espero estar de vuelta mañana por la noche o el martes tem-
prano. Y espero que estemos solos, sin alojados extras.
No le gustaban los amigos de Raúl, que la miraban sin disimulos
e intentaban congeniar con ella. Tal vez por eso, cuando se alzó de la
mesa para retirar los platos de la cena se detuvo a mi lado.
-Sé un buen marido y ayúdame a lavar la loza -dijo sonrien-
do, y me acarició levemente el pelo. Me apuré en seguirla antes de
que mi cara se encendiera. Raúl y los otros dos compadres me mira-
ban sorprendidos.

140
23

Montserrat partió temprano. Nos despedimos en el antejardín, y me


dio un beso más largo de lo habitual en la mejilla.
-Ojalá que se vayan nuestros pensionistas -reiteró, con otra
sonrisa, y se alejó hacia el paradero de buses. Iba de falda y chaqueta,
de zapatos de taco alto y de peluca. Iba de combatiente bien camu-
flada.
Uno de los amigos de Raúl había salido de madrugada y regresó
minutos después de marcharse Montserrat. Se encerraron un rato y
partieron los tres en el Simca. Raúl llevaba en una mano el bidón de
bencina de repuesto. Yo sabía, porque lo había ayudado a hacerlo, que
tenía un doble fondo para esconder armas.
-El cuadro político se agravó y tenemos que movernos rápido
en algunos trabajos -me anunció-. Suerte, compadre.
No volvieron, ni Montserrat-Muriel ni ellos, ese lunes. Esa no-
che, calenté comida, pero no tenía mucha gracia cenar solo; me estaba
acostumbrando a mi falsa familia. Busqué en la radio alguna música
de la que nos gustaba con Montserrat y traté de reabrir uno de mis
libros de Derecho. Tarde o temprano debía reiniciar los estudios si
quería salvar algunos ramos. Pero, una vez más, deserté. La puerta
del dormitorio de Muriel estaba entreabierta. Fui al velador y tomé
el Ulises que ella intentaba leer, sin grandes avances, desde que nos
mudamos a la casita. Me instalé en la sala, lo abrí al azar y comencé a
leer. A la medianoche, la radio interrumpió la música para dar noticias;
agitadas y agoreras, como las de esos días, y, también, con un sesgo no
disimulado en la forma de presentar los hechos. Busqué la Nacional, la
radio del partido, que también estaba en lo suyo: noticias comentadas,
interpretadas y con muchos adjetivos calificativos. Descalificativos,
sobre todo. Al rato, la apagué y me concentré en el Ulises. Hacía años

141
había cumplido con la tarea autoimpuesta de leerlo, pero esa vez me
dije que difícilmente volvería a seguir las mínimas y morosas aventuras
de Leopold Bloom y Stephen Dedalus en el Dublín de 1904. Tampo-
co ahora; sólo buscaba matar el tiempo. Un tiempo tan lento como el
del libro, tan confuso como la sucesión de ideas que desfilaban por la
cabeza de Bloom en ese Capítulo Ocho: la presencia y la ausencia de
Molly; los avisos de productos para combatir enfermedades venéreas;
¿y si Boylan tuviera una?; ¿y si se la hubiera transmitido a su Molly?; su
Molly y su lista de admiradores (el ingenio de Molly); su Leopold con
la meticulosa cronología de la última relación sexual plena de ambos,
luego de la muerte de su hijo; las intenciones de Bloom de almorzar en
un restaurante y que cambia por un tentempié en Byrne, pero allí está
Nosey Flynn; y Nosey le pregunta por Molly; y él recuerda hoteles ele-
gantes, damas escotadas y Molly entregándosele en el monte Howth;
en cambio, ahora ... ; ahora cree ver pasar a su amante Boylan (Sombrero
de paja a la luz del sol. Zapatos claros. Pantalones con vuelta. Es. Es.). Por
fin el cierre del capítulo, que me había hecho pensar en mi Montserrat-
Muriel y en nuestro matrimonio tampoco consumado. Mejor cerrar el
libro. Mejor cerrar los ojos y dormir. Me fui a mi pieza, pero decidí
llevarme el Ulises. Cuando apagué la luz me hizo bien vislumbrarlo so-
bre mi velador. Qyizás en qué parajes andaría exponiéndose su dueña,
antes de volver a su isla en una calle del barrio Independencia. Yo, al
menos, tenía su libro.

Me despertaron unas carreras y voces alteradas. Un minuto después


reconocí el motor del Simca. Miré por la ventana: Raúl regresaba, y
solo; los deseos de Montserrat parecían cumplirse. Entró a la casa,
cerró la puerta y apoyó su espalda en ella como si quisiera impedir
la entrada de una jauría o de la peste. Respiraba agitado y me miró
ceñudo, como reprochándome mi aire somnoliento.
-¿Estabas durmiendo? ¿No sabes nada? Hay milicos en todas
partes; camiones, jeeps, tanques. Creí que no iba a poder llegar.
Encendimos la radio. La Nacional había desaparecido del dial.
Otras transmitían música marcial y bandos militares. El golpe, fi-
nalmente. Me esforcé en sacar a Montserrat de mi cabeza y con-
centrarme en mi misión para un día como ése. Debía reunirme en la
casa con dos compadres del frente estudiantil, velar nuestras armas

142
y hacer unos llamados telefónicos para confirmar la instrucción de
llegar a una fábrica en el cordón industrial de Vicuña Mackenna.
Si no se podía, debíamos concentrarnos cerca del río Mapocho y
de la Escuela de Derecho. Comenzó mi espera. Raúl estaba más in-
quieto; su tarea era ir en el auto, y con armas ocultas bajo el chasis,
al cordón Cerrillos. Partió a las 9, pero volvió a la media hora. Era
imposible pasar, dijo; los militares tenían controles en todas las calles
importantes y obligaban a devolverse a los vehículos. Me acompañó
un rato junto a la radio, buscando las emisoras leales al gobierno y
escuchándolas desaparecer una tras otra. Nos quedamos con la de los
golpistas, que se expandía por el dial gracias a las emisoras de oposi-
ción, que se sumaban a sus marchas y bandos.
Oíamos la radio y mirábamos el cielo a través del ventanal de
la sala; un cielo que se había vuelto oscuro, aunque la mañana había
avanzado. Mis contactos no llegaban. Raúl tampoco tuvo suerte en
un nuevo intento por salir en el taxi. Cuando regresó yo había salido
a unirme a otros curiosos en la esquina de Belisario Prats, la calle
más ancha del barrio y que permitía ver algo más de lo que ocurría en
las cercanías. En voz baja, receloso de los vecinos, me dijo que había
avanzado menos que la primera vez porque el despliegue militar se
iba extendiendo.
-Hasta perdí mi chaqueta -dijo.
Y era cierto. Estaba en camisa, pero creí que había dejado la
chaqueta en el auto.
-Iba por una calle chica buscando una pasada, cuando algo me
llamó la atención. Era un tipo que caminaba raro, de lado y con un
diario al hombro, como tratando de cubrirse. Ahí me di cuenta: era
un Jota Jota con su camisa amaranto, el muy pelotudo.
Raúl detuvo el auto y le habló. El militante de las Juventudes
Comunistas había escuchado temprano las radios y salió a la calle
pensando que habría lucha, que debía defender el gobierno aunque
fuera participando en alguna manifestación, y se vistió con la camisa
amaranto como bandera. Pero dos horas después no hallaba cómo
esconderse y estaba aterrado. Raúl olvidó las diferencias políticas, le
pasó su chaqueta y lo encaminó unas cuadras con su auto.
Nos reímos con disimulo y desgano. O!llzás cuántos más andarían
en una situación parecida y se enfrentaban ahora a un problema mayor.

143
Porque no parecía haber esperanzas de que el golpe se revirtiera. Dos
vecinos habían abierto sus ventanas y colocado sus radios hacia la calle
y a todo volumen, amplificando el mensaje de los militares. Una mujer
salió a su antejardín con la bandera nacional y comenzó a instalarla en
su mástil. El gesto podría ser de apoyo a cualquiera de los dos bandos,
pero supusimos que estaba con los golpistas. También lo supuso uno
de los curiosos, que se acercó a hablar con ella. Los escuchamos ges-
ticular y sonreír. Se veían esperanzados, felices. Otra bandera asomó
a los pocos minutos en una casa del frente. Una brisa la hizo flamear
enseguida y nos trajo el olor de una cazuela que alguna dueña de casa
seguía cocinando, porque el mundo no se iba a detener por un golpe
de estado. El vientecillo también nos acercó las voces de dos niños en
uniforme escolar que, una cuadra más allá, aprovechaban el feriado im-
previsto jugando a la pelota. De vez en cuando se detenían para poner
atención a los mensajes de los golpistas, pero luego volvían a su juego.
La vida continuaba.
Entonces se rasgó el cielo. Un avión surgió de las nubes, al norte, y
bajó a gran velocidad hacia el sur, hacia el centro. Otro cazabombarde-
ro lo siguió con un ruido que pareció aplastar los techos. No hubo ex-
plosiones de bombas ni disparos. Tal vez era sólo una acción intirnida-
toria, pero todos en la esquina nos quedamos expectantes. El ruido nos
indicó que los aviones regresaban hacia el norte, a parapetarse otra vez
tras las nubes. Segundos después, un cazabombardero volvió a romper
la cortina del cielo y descendió hacia nosotros. Pero algo ocurrió con
él mientras cruzaba sobre nuestras cabezas. Pareció que un fuego an-
tiaéreo -¿cuál, disparado por quién?- lo hubiera alcanzado, porque
algo humeante surgió en él. En un segundo comprendimos que no era
así y que dos cohetes se desprendían del fuselaje y se perdían de nues-
tra vista en su camino hacia el objetivo. Antes de que termináramos
de asimilarlo, escuchamos el impacto de las bombas, atenuado por la
distancia. Y antes de que pudiéramos decir algo, otro avión se descolgó
de las nubes y arrojó sus cohetes. Pasaron tres minutos y volvió a repe-
tirse el vuelo de los dos aviones en picada hacia su objetivo. Y otra vez
más. Cuando los dos aparatos cruzaron por cuarta vez, una columna de
humo negro comenzaba a elevarse en el centro de Santiago.
Después los aviones desaparecieron, al parecer sin intenciones ni
necesidad de regresar, y nosotros volvimos a la radio, a los lúgubres

144
bandos y la música marcial. Raúl se paseaba de un lado para otro,
maldecía por no tener un teléfono en la casa e intentaba dominar
una y otra vez el cabello que le caía sobre los ojos. Se quedó inmóvil
y callado, en mitad de ese gesto tantas veces repetido, cuando leye-
ron el bando con la rendición de la Moneda y la muerte de Allende.
Apenas calló la voz nasal y golpeada del locutor, Raúl dijo que él no
permanecería allí, derrotado.
-Voy a intentar a pie, por el lado de Providencia o más arriba.
Tal vez allá, con los burgueses, no sean tan estrictos.
No quise rebatir la escasa lógica de su razonamiento y lo acom-
pañé hasta la esquina. Nos dimos la mano bajo la lluvia que empe-
zaba a caer sobre Santiago; una lluvia lenta, pero incesante, como un
llanto resignado.
-Vuelve a la casa -dijo-. Alguien tiene que estar ahí para
mantener la pantalla junto a Muriel. Yo voy a regresar apenas pueda.
Se alejó hacia avenida La Paz para alcanzar las calles próximas
al cerro San Cristóbal y luego el barrio de Providencia. Yo cerré con
llave, me aseguré una vez más de que mi pistola estaba cargada, me
instalé en el sillón, el que monopolizaba Raúl, y me rendí a la radio, a
sus bandos repetidos una y otra vez y a la larga lista de prohibiciones
y amenazas que empezaban a aplastarnos. Y a pensar en la suerte que
podrían estar corriendo algunos amigos. Y Montserrat. O!Ié sería de
Muriel, la vendedora de productos médicos, en alguna ciudad que
seguramente no era Valparaíso y expuesta quizás a qué peligros.

Me acosté temprano ese primer día con toque de queda y me dormí


tarde. Lo mismo ell2. Y el13. Sin noticias de Montserrat ni de mis
amigos y contactos. El viernes 14 se levantó la restricción durante
algunas horas. Yo salí, pero volví temprano. Fue un día inútil. En
los tres lugares que visité me encontré con unos pocos conocidos.
Más bien eran sombras, espectros de aquellos conocidos. Estaban
desorientados, aún más que yo, incrédulos de que no hubiera habido
resistencia ni combate, y aturdidos con cada noticia que se sumaba a
otras igual de lúgubres. Pero también me pareció que algunos estaban
aliviados. Vivían, podían contarlo; muchos otros no, según empezá-
bamos a saber. Regresé caminando desde el sector sur y admitiendo
que yo también, en cierta forma, me sentía aliviado. Nunca había

145
tenido mucha fe en mis habilidades militares y tampoco en la capaci-
dad bélica del movimiento. Atravesé el centro, abierto al paso de los
civiles por primera vez desde el martes, pero evité hacer lo que hacían
cientos de curiosos: acercarse a la Moneda incendiada. En nuestra
casita no había nadie. Las persianas del ventanal, una de nuestras
seí'iales para anunciar peligro o calma, seguían en el ángulo acordado,
y recogidas apenas unos dos o tres centímetros sobre la línea de base
del ventanal, que era mi código particular. Nadie más había llegado y
colocado su señal en lugar de la mía.
Después de deambular un rato me senté en el sofá y encendí la
radio para escuchar las malas noticias, pero me cansé pronto de eso.
Tampoco la televisión ayudaba. Tomé el Ulises y retomé la lectura.
Sin quererlo ya casi llegaba al final, algo que no había estado entre
mis propósitos, como tampoco lo estaba seguir así, o vivir así. Pero el
viejo Dublín era infinitamente mejor que el Santiago de ahora, por
más que Joyce se explayara en ese Capítulo Diecisiete en un largo
juego de preguntas y respuestas sobre lo que pasaba por la cabeza de
Stephen Dedalus y Leopold Bloom cuando llegaron a la casa de éste
para beber una taza de cacao.¿ En qué podía interesarme el inventario
de la cocina de Bloom, o de su cómoda, cajón por cajón, o el detalle
sobre el recorrido del agua potable desde el embalse de Roundwood
(en el condado de Wicklow, de una capacidad cúbica de 2.400 millones de
galones ... ) a través de la red del acueducto subterráneo para terminar
en el grifo abierto por Bloom para calentarla en una cacerola? Poco o
nada, en circunstancias distintas. Pero era mejor que leer o escuchar
otras cosas, como lo que ocurría afuera. O lo que no ocurría, como el
regreso de Montserrat. Pero tampoco el libro daba tregua y a veces
me recordaba lo de Santiago, porque Bloom era reacio a derramar
sangre humana incluso cuando elfin justificaba los medios ... El fin que
justificaba los medios ... ; eso era parte de nuestro discurso. También
lo era ahora, y cómo, del discurso y la acción de nuestros enemigos.
Mejor seguir. Y leer. Se va Dedalus; Bloom en su pieza; Molly dor-
mida; la huella del cuerpo de otro hombre en la cama; el catálogo de
los amantes de Molly; las nalgas de Molly (besó los gruesos blandos
amarillos aromáticos melones de su trasero, en cada grueso hemisferio
melonoso ... ); otra vez el meticuloso registro del tiempo que llevaban
sin hacer el amor; el regreso final del navegante; es hora de dormir;

146
como Simbad el marino, el Ulises está de regreso en su punto de
partida ...
Media hora después del toque de queda sentí pasos en la calle.
Un taconeo femenino, apurado, y luego una llave en la cerradura de
la reja. Me asomé y reconocí la silueta de Montserrat. Su regreso, por
fin. Le abrí la puerta y quise abrazarla, pero ella podía considerarlo
un gesto de debilidad. Me dio un beso y sonrió.
-¿Estás bien? -preguntó, y me miró con detenimiento y afec-
to, como un médico a su enfermo, aunque era yo quien debía hacer
esa pregunta; ella había estado expuesta todos esos días.
Dije que estaba bien. Igual Montserrat, pero no quiso hablar de
sus peripecias. Le informé de Raúl y de algunos conocidos más. Se
sentó en el sofá y reparó en su libro.
-¿Lo estás leyendo?
-Sí. Lo tomé por ... , para olvidarme de esta mierda -dije y me
senté a su lado.
Me miró y por primera vez abandonó su actitud seria y con-
trolada. Se quitó los zapatos de taco alto, luego la peluca. Sus dedos
liberaron la cabellera escondida; quizás cuánto tiempo había estado
oculta, aprisionada bajo su disfraz. Apoyó la cabeza en el respaldo
del sofá y suspiró, largo y profundo. Giró la cara. Sus ojos miraron
fijamente un punto entre mi cuello y el omóplato, se acercó y apoyó
en él su cabeza. Una mano se posó en mi pecho. Sus piernas se flec-
taron sobre el sofá, junto a mis rodillas. Lanzó otro suspiro más breve
y comenzó a llorar. Despacio, pero sin pausa.

147
24

Salimos poco de la casita en los días siguientes. Mis contactos es-


taban dispersos y costaría reconstruir nuestra red, si alguna vez lo
lográbamos. Montserrat tampoco tenía mejor suerte. Me contaba lo
imprescindible, por seguridad, pero ella también se sentía frustrada.
Nos refugiábamos en las rutinas clandestinas y en mantener nuestras
leyendas para no despertar sospechas. No era fácil; en todas partes
surgían vecinos rencorosos, o sencillamente vengativos, que delata-
ban con entusiasmo a los izquierdistas de su entorno. En dos de esas
noches sentimos disparos a lo lejos. Pensamos en enfrentamientos y
nos miramos expectantes, pero no hubo más tiros. Nos dijimos, sin
decirlo, que era mucho más posible una cacería de perdedores que
un combate. La segunda vez Montserrat se alzó de su silla cuando el
silencio volvió a apoderarse de las calles en toque de queda y anunció
que se iría a dormir. Me besó en la mejilla y se encerró en su pieza.
Era el primer gesto cálido desde su llanto en el sofá. Y no habíamos
hablado de eso, de su momento de debilidad.
Raúl volvió una semana después del golpe. Era el18 de septiem-
bre, pero para nosotros no era festivo; un día más, igual de sombrío
que los recientes. Llevaba unos volantes que habían arrojado los he-
licópteros militares que seguían sobrevolando la ciudad. El mensaje
era escueto: amenaza de ejecución sumaria para quienes atacaran a
los soldados o portaran armas.
-Terror. Puro terror, científico y metódico -nos dijo.
Se encerraron en el cuarto-laboratorio. Al cabo de un rato salió
Raúl y echó a andar el Simca. Luego me pidió ayuda y me hizo seguir-
lo a la pieza. Montserrat estaba arrodillada entre papeles y cartones,
empacando cosas. Raúl me contó lo que seguramente ya le había dicho
a ella, la militante de confianza: había que desmontar el laboratorio.

148
Raúl se mudaba con él y con las armas, los explosivos y el
vehículo a un lugar más seguro, en donde tendría más posibilidades
de sacarle provecho a su infraestructura. No dijo ni le pregunté cuáles
ventajas. Se llevaría todo en tres o cuatro viajes, los necesarios para no
despertar sospechas. Me anunció también algo que ya le habría dicho
a ella: nuestra casita quedaría como refugio ocasional para algunos
compadres importantes.
-Vamos a resistir -dijo Raúl-. Una cosa es intransable: el
MIR no se asila. Y hay que echar mano a todo lo que tenemos, lo poco
que tenemos.
Yo pensaba en algo más: si Montserrat también se iría. No sé si
ella lo adivinó, pero en un momento en que quedamos solos mientras
Raúl acomodaba los primeros bultos en el chasis, me dio un codazo
afectuoso en las costillas.
-Yo no me muevo de aquí. Parece que nuestro matrimonio se
está consolidando -dijo, y me miró como no lo había hecho antes.
Raúl viajó solo las dos primeras veces con su carga oculta. En la
tercera le pidió a Montserrat que lo acompañara. Ella ocultó su pelo
bajo la peluca y se dirigió a la entrada, donde él la esperaba.
-Vuelvo pronto. Espérame -me dijo, y me pareció que su voz
era más alta de lo necesaria. Como para que Raúl la escuchara.
Regresó al filo del toque de queda. Seria, casi malhumorada. No
quiso hablar y se encerró en su cuarto. Dos minutos después abrió la
puerta. Yo estaba en el sofá, con su libro en mis manos.
-Perdona mis modales. Buenas noches -dijo, y cerró la puerta
con suavidad.
Al día siguiente volví temprano del centro, frustrado por los
nulos intentos de recomponer las bases de lo que alguna vez fue el
frente estudiantil. Llegué minutos antes de que Raúl regresara en el
Simca, ahora junto a un hombre de pelo corto y rostro bien afeitado.
Me pareció levemente conocido. Tal vez lo había visto, pero con otro
aspecto, sin ese aire de oficinista que lograba transmitir con éxito y
que podía ser su salvoconducto para evitar la cárcel o la muerte.
Raúl y su acompañante trabajaron apurados en llevarse las úl-
timas piezas del laboratorio. Luego Raúl recogió en una frazada sus
pocas cosas que quedaban en el cuarto, las echó al auto y volvió para
despedirse. Me pasó un libro de tapas rojas, uno de aquéllos que

149
acondicionaba para ocultar cosas. "Un recuerdo", me dijo. Nos desea-
mos suerte y nos palmoteamos las espaldas. Raúl llamó a Montserrat,
que había permanecido en su pieza. Ella salió y le estiró la mano,
seria y distante. Yo me quedé observando su partida desde la sala, a
través de las persianas. Sentí la presencia de Montserrat rozando mi
hombro.
-Anoche Raúl quiso que me quedara con él-dijo.
-¿Por seguridad? -pregunté, sin mirarla.
-¿Qyé crees tú?
No se lo dije. Ella se apartó, se sentó en el sillón, frunció el ceño
y entrelazó sus manos con fuerza hasta dejar unas aureolas blancas en
la piel presionada por sus dedos.
-Detesto a la gente que confunde las cosas -dijo.
Eso también podía valer para mí. No se lo pregunté, pero tuve
en qué entretener mi insomnio durante la noche. A la mañana si-
guiente ella ya estaba con su peluca puesta y lista para salir a la calle.
Me anunció que posiblemente no volvería ese día.
-Voy a viajar, a ver si retomo algunos contactos -dijo.
Le reiteré que era peligroso. Ella ya lo había intentado, sin re-
sultados y con riesgos, según lo poco que me contó. Esta vez quiso
tranquilizarme. Mientras terminaba sus preparativos me dio unas
pocas pistas sobre su misión para que supiera en qué caso debiera
preocuparme si escuchaba alguna mala noticia. La acompañé hasta la
calle. Había gente en la esquina, y recordé las historias de los vecinos
delatores y de los bandos militares que estimulaban el soplonaje. Tal
vez ella también lo pensó; cuando acercó el rostro para despedirse,
su mano derecha acarició mi cuello. Me besó en la comisura de la
boca. Un beso de buenos esposos, habrán pensado los vecinos a la
distancia.
-Pórtate bien, marido -dijo, y se alejó.

150
25

Dos días después partí en lo que era mi salida más osada desde el
golpe. Llevaba unos rollos de fotos con documentos microfilmados
-suponía que los últimos, luego de que Raúl desmontara nuestro
laboratorio- y una pistola bien asegurada con cinta adhesiva en la
ingle. Debía entregar todo eso en un punto de contacto hecho por él
en la Plaza Marte, al final de San Diego. Esperé allí más del tiempo
convenido, pero mi punto no apareció. Tal vez el otro no manejaba
bien los códigos; a la hora acordada debíamos adelantarle una, por
seguridad. ¿Y si había entendido al revés? Decidí volver un rato des-
pués, en lo que era una decisión arriesgada, casi irresponsable, e hice
tiempo en un cine, viendo la reposición de una peücula policial.
No había mucho que ver en esos días. Los filmes del mundo
socialista, que nos torturaron durante demasiados meses, habían sido
pmdentemente archivados por los distribuidores y los propietarios
de las salas. Ellos aguardaban con ansias, y sacando cuentas alegres,
la promesa del nuevo gobierno de devolver al público los manjares
de Hollywood, desaparecidos en los últimos tiempos de la Unidad
Popular. Antes del golpe había dos explicaciones para ese mutis. Y
opuestas, por cierto. La derecha denunciaba que las peüculas de la
órbita socialista eran parte de una concientización ideológica. El
gobierno acusaba de boicot a las compañías norteamericanas, con
unos cobros excesivos por las copias de sus fillnes destinadas a Chile.
Como fuera, perdíamos los aficionados al cine. El golpe había zan-
jado esa discusión, como muchas otras, y las distribuidoras locales
aguardaban la llegada del maná hollywoodense. La gran mayoría de
los chilenos, pensé, también esperaría con ansias. Por incultura, qui-
zás, o por sabiduría innata. El cine fue ideado como entretención, y
si algunos audaces quisieron darle un valor adicional, bien por ellos

151
y gracias por el favor concedido. Pero era de imaginar que mis ve-
cinos de penumbras preferían los disparos y las persecuciones de un
fume policial a las miradas existencialistas de una pareja de actores
europeos en un largo plano secuencia, y observando crecer un árbol
allá al fondo. Tanta acción marea.
Pero por el momento yo intentaba descubrir algún mérito
de guión o montaje en esa historia en que los malvados, trazados
con brocha gorda, se parecían a los espías de algún país de Europa
oriental. No descubrí ninguno, abandoné mi refugio a la media hora
y volví a la luz de la calle. Caminé hasta la plaza y compré un perió-
dico que exhibía en su portada las fotografías de los diez personajes
del gobierno anterior más buscados por los militares. Era como un
cartel de la delación, pero podía ayudarme a ahuyentar sospechas; yo
me juraba observado por todos. Después de la relativa tranquilidad
en el cine, el sudor reaparecía en mis ingles y yo rogaba que no me
despegara la pistola.
Vigilé el lugar desde la distancia, sin detectar nada sospechoso, y
volví a entrar al territorio peligroso de la plaza. Me senté en un banco
y aguardé diez minutos, más de lo que aconsejaban las instrucciones,
y mucho más de lo que recomendaba mi instinto de supervivencia.
Aun así, mi contacto no apareció. Me marché tratando de que mis
pasos no fueran tan largos y veloces como lo deseaba, y más tranquilo
a medida que me alejaba. En una calle cercana rompí el diario en
un inútil gesto contra ese cartel repetido en todos los quioscos de la
ciudad y boté los pedazos entre unos escombros.
Bajé del bus a poco de entrar en Independencia y avancé por
calles secundarias hacia mi destino en la última cuadra de la avenida
Francia. Ya estaba cerca, caminando por la avenida Inglaterra, cuan-
do vi a lo lejos un camión y tres jeeps militares que cerraban el paso
justo antes de Belisario Prats y de los muros del Cementerio General.
Podía devolverme, pero tal vez los soldados me habían visto. Ojalá
estuvieran allanando una casa y no les importaran los peatones.
Me aproximé con lentitud. Mis piernas, que me habían alejado
de la plaza, me llevaban ahora contra mi voluntad hacia los milita-
res. Dos autos pasaron a mi lado y disminuyeron la velocidad ante
la patrulla, pero la dejaron atrás sin problemas. No era para ellos el
control. En cambio, pude distinguir a dos hombres contra una pared.

152
Los soldados revisaban sus cuerpos y sus pertenencias. Otro peatón,
que avanzaba hacia mí, también fue obligado a detenerse. Yo tenía
una opción: que al registrarme no detectaran el bulto en la ingle.
Me dije que era una opción remota. Ya no sabía si persistía el sudor;
tampoco sentía las piernas. En verdad, no las sentía desde hacía unos
segundos. Las miré. Las vi abandonar bruscamente su paso, girar y
echar a correr en sentido contrario.
Escuché una voz de alto. Un soldado me perseguía por mi mis-
ma vereda y otro por la del frente para tener mayor ángulo de tiro.
Nueva voz de alto. Seguí corriendo hasta una calle que había visto a
mi derecha. Cuando doblaba la esquina sentí un crujido fuerte y un
silbido sobre mi cabeza. Y lo mismo otras dos veces. O sea que así
se oían los disparos de verdad, no los de mis escasas lecciones de tiro
con pistolas pequeñas. Era mi bautismo de fuego.
Continué mi huida entre sensaciones fragmentarias. Voces de
alto. Insultos. Ladridos. Y una ráfaga que por suerte no silbó cerca de
mí y tal vez fue hecha para alertar a otras patrullas. Reconocí la nueva
calle porque había sido parte de mis indagaciones antes de arrendar
la casita. Desembocaba en la avenida Francia, pero si tomaba a la de-
recha, acercándome a mi refugio, podría reconocerme algún vecino.
Hacia la izquierda, entonces. Gané la vereda del frente, salté sobre
un muro bajo y luego trepé una pandereta que terminaba en el fondo
de la casa. Corrí por la pandereta. Más ladridos. Gritos de vecinos. Y
gritos de los soldados, pero lejanos por suerte. Un muro más grueso
me permitió correr mejor, dejar atrás los fondos de varias casas y evi-
tar los colmillos de sus perros. Un salto a un patio, a una reja y ya es-
taba en otra calle, de sólo una cuadra. Avancé hasta la esquina. Ojalá
que todos hubieran partido detrás de mí y ningún soldado inteligente
hubiera pensado en cubrir otras posibles rutas de escape.
No hubo ningún inteligente. Todo se veía en calma. La calzada
desembocaba en una placita rectangular y que daba a otra calle ciega.
También eso lo había explorado; si seguía en línea recta llegaría a
otra avenida importante, pero allí podría encontrarme con los solda-
dos. A mi derecha, una casa con persianas cerradas y un letrero "Se
arrienda". ¿Estaría deshabitada? Ojalá. Trepé la reja del antejardín
y caminé por el muro divisorio. Ventanas, techos, patios interiores,
pero ninguna cara sorprendida por mi presencia. Me detuve cuando

153
vi que estaba cerca de una calle, que debía ser otra vez Belisario Prats.
Escuché, parapetado en la saliente de un techo. Volví a oír los gritos
de los soldados y el ruido de un vehículo pesado que bufaba al manio-
brar, seguramente para sumarse a la persecución.
Avancé por el muro hasta la línea de la vereda y me asomé: nin-
gún militar en Belisario Prats. Bajé, crucé la calzada y me encaramé
a una pandereta divisoria. A mi derecha, una casa sólida, bien tenida,
de clase media acomodada. En el ventanal del salón sus moradores
habían colgado la bandera nacional y una gran foto de la junta de
gobierno. Ojalá que los buenos patriotas estuvieran ausentes y no
incurrieran en la vulgaridad de tener perros desatados; bastaban los
de la foto. Desde la altura miré todo a mi alrededor y reconocí unas
construcciones; ellas serían mi meta. Pero antes debí saltar al patio y
cruzar hasta el fondo de la propiedad. Subí a otro muro. A mi izquier-
da, los fondos de un conventillo, con braseros y bateas y ropa colgada
y perros en un patio de tierra. Los perros no lograron clavarme sus
colmillos, pero me escoltaron a ladridos. Otra pandereta me llevó
hasta el borde de una vereda. A mis espaldas, las vecinas ya comenza-
ban a alertarse y preguntarse qué estaba ocurriendo. Salté al suelo. La
nueva calle tenía viviendas sólo en su acera poniente. Al frente, como
había visto hacía unos segundos desde lo alto, se alzaba el murallón
del Cementerio General. Estaba en la calle Lafayette, sólo dos cua-
dras más arriba de mi casa y frente a mi objetivo. En el Cementerio
me ocultaría luego de sobrevivir a mi bautismo de fuego.

En la esquina, unos pocos puestos de flores anunciaban la entrada


posterior y poco frecuentada del cementerio, que seguía creciendo
y engullendo casuchas y sitios baldíos del barrio. Disimulé mi res-
piración encabritada, compré un ramillete de claveles (rojos, en una
clave para mí) y entré. A la izquierda, unos montículos de tierra es-
peraban por el muro que la administración del cementerio aún no se
molestaba en levantar, y detrás una cancha de rutbol asomaba como
la pronta víctima de su expansión. Al frente mío, una arboleda. A la
derecha, un predio donde aún latía un pasado de potreros sembrados
con hortalizas y que ahora albergaba nuevos pabellones de tumbas;
modestos, sin adornos ni lujos, pero útiles y necesarios. También para
mí. Cuando llegué a ellos y me sentí a salvo de miradas curiosas eché

154
a trotar como quien va atrasado a un rito filnebre, asegurándome
otra vez de que mi pistola no se hubiera aflojado de sus ataduras.
Avancé unos trescientos metros y me detuve ante otro pabellón de
tumbas, tan pobre como los anteriores. Me quedé ahí, simulando
rezar por alguno de sus ocupantes, e intenté distraerme observando
la decoración de los nichos: ventanitas sencillas, ventanitas con rejas,
columnas, argollas, cadenas labradas. Y pequeños floreros y vasijas
para depositar las flores. También recipientes más modestos: baterías
de autos y fondos de botellas sobre los que se marchitaban las flores,
si las había. Escogí una batería sin ninguna flor para dejar las mías.
Ya llevaba unos diez minutos allí y no escuchaba carreras ni ruido de
vehículos. Un agua tero pasó dos veces, y la segunda vez me miró. De-
cidí mudarme. Descubrí un mausoleo nada de ostentoso. Una escali-
nata descendía hasta la verja que cerraba el paso a los nichos y, justo
antes, el muro lateral se abría en un espacio en donde pude doblarme
y ocultarme: mi pequeño nicho privado. Allí comencé a despojarme
del miedo y la transpiración.
Cuando cayó la oscuridad me atreví a salir. Esperaba que la per-
secución se hubiera diluido antes del cementerio. Me aventuré por
los senderos buscando un nuevo refugio. Había decidido permanecer
allí hasta que el toque de queda llevara un buen tiempo cubriendo la
ciudad. Después intentaría llegar a casa.
El nuevo refugio fue otro pabellón de rumbas, más próspero que
los anteriores. Con letras en relieve habían escrito su número: "41".
Tenía un nivel subterráneo, otro a ras de tierra y uno superior, cada
uno con cuatro hileras de tumbas. Escogí un nicho vacío en el nivel
más alto y me metí en él con las piernas hacia el fondo, para dejar
los brazos y la cabeza hacia la entrada, y así salir con facilidad en una
emergencia. Me acomodé. Tenso al comienzo, más relajado después.
La amenaza parecía haber pasado y dormité un rato. Al despertar la
noche era cerrada; el silencio, total. El reloj me dijo que llevábamos
dos horas bajo toque de queda. Sentí frío. Ya hacía calor sobre San-
tiago, pero dormir en un nicho de cementerio siempre será helado,
porque el frío sale de uno mismo. Pero no tenía nada más que hacer,
salvo esperar. Y escuchar.
Ruidos. Eso fue lo que escuché. Algunos los atribuí al viento.
Otros eran más fuertes, de origen humano, supuse. En dirección

155
al punto por donde había entrado se extendía un terreno recién
entregado a los usos de la muerte. Vi cruces y también la tierra re-
movida, dispuesta para recibir cadáveres y ya nunca más hortalizas.
De pronto, unas luces erráticas. Recordé lo que había leído sobre
los fuegos fatuos. No tenía problemas en aceptar que los humores
de un cuerpo en putrefacción produjeran gases tan intensos que,
en contacto con cualquier fuente de calor, se convirtieran en llamas
fugaces. Pero nunca esperé aprenderlo empíricamente. No, muchas
gractas.
Los fuegos fatuos continuaron. Y oí voces. ¿Fantasmas parlantes?
Demasiado para un solo día, y menos en esos días. Pero las voces
continuaban. Y escuché pasos y después un vehículo. ¿Serían mis
perseguidores, tantas horas después? Era improbable, y decidí aclarar
mis interrogantes.
Abandoné el escondite y me arrastré hacia el extremo de la
construcción. Silencioso y agazapado como un gato. O tratando, al
menos. Descubrí el origen de las luces y las voces y los otros ruidos
a menos de doscientos metros, en uno de aquellos patios recién con-
quistados por el cementerio en expansión. La silueta del camión era
inconfundible. Un camión militar.
El trajín duró unos diez minutos. Ni fuegos fatuos ni fantasmas;
sólo linternas y soldados que bajaban unos bultos. Cuerpos humanos,
sin duda. Conté once o doce; desde mi lugar podía equivocarme. Los
lanzaron a unas fosas dispuestas en hilera y luego los cubrieron con
paladas rápidas, siguiendo las órdenes de otros dos uniformados. Y
enseguida todos al camión, que se alejó lento y silencioso como un
carro fúnebre, sólo que sin cortejo.
Dejé pasar unos minutos por si algún vigilante se acercaba a
curiosear. Nada. Si alguno estaba cerca y despierto se cuidó de man-
tenerse a distancia. Entonces me aproximé. Ninguna señal, ni una
cruz, nada. Sólo unos rectángulos de tierra más fresca que el resto y
apisonados con los golpes de pala. Retrocedí. La posibilidad de que
mi peso produjera la menor presión sobre uno de esos cuerpos me
hizo alejarme. Ya era tiempo de dejar el cementerio. Junto a la senda
vi un letrero: un palo enterrado y una tabla que lo atravesaba en su
parte superior, como una cruz. La tabla estaba pintada de negro. En
letras blancas se leía "Patio 29".

156
No necesité memorizarlo. No iba a olvidar eso ni el resto de esa
jornada. Salí a la calle y a los puestos cerrados de las floristas. Aun
no se secaba el agua con que baldeaban sus quioscos y humedecían
las flores que no habían alcanzado a vender, preservándolas para el
día siguiente. Parecía que el calor de Santiago respetaba el frío del
cementerio que yo iba dejando atrás. Mis zapatos con suela de goma
respondieron a mis necesidades furtivas. Avancé las pocas cuadras
que me separaban de avenida Francia sin hacer ruido y tratando de
no provocar a algún perro de sueño liviano. Llegué a la casita y abrí
la reja silenciosamente. El ventanal y sus persianas estaban en el án-
gulo correcto, pero sin los dos centímetros de distancia con la base
del ventanal, y que eran mi contraseña. La de ahora, con unos cinco
centímetros, significaba que Montserrat se hallaba en casa. ¿Había
vuelto, entonces?
Entré. El comedor seguía tal como yo lo había dejado. ¿Le ha-
bría pasado algo a ella? ¿Y me esperarían los otros, ocultos en algún
rincón?
-¿Adrián ... ?
Era su voz desde el sofá, a mi derecha, y olvidando el "Alberto"
de nuestra clandestinidad. Estaba acostada, semicubierta por una
manta. Aún vestía sus ropas de calle, y sus zapatos estaban en el piso.
Apartó un mechón de su pelo, su largo pelo natural, que había caído
sobre el rostro.
-¿De dónde vienes? Me tenías asustada.
Me senté en el otro extremo del sofá, junto a sus pies. Le conté
mi aventura en el cementerio, y me reprendió por los riesgos que
había corrido.
-Tienes razón. Tal vez si me hubieran agarrado, habría termi-
nado por delatarte -dije, intentando un mal chiste.
-No seas tonto. Me preocupaba por ti -insistió, y simuló dar-
me un golpe de kárate. Su mano llegó a un centímetro de mi cara.
Estuve a punto de aferrarla y ... En cambio, le pregunté por su viaje.
Su aventura tampoco había estado libre de riesgos. Un primer
lugar de encuentro se hallaba abandonado. Lo mismo el segundo, y
algunos vecinos se asomaron a curiosear. A la mañana siguiente vi-
sitó un tercer lugar. Encontró a un conocido, ahora descolgado de la
organización y aterrorizado, pese al énfasis con que quería demostrar

157
lo contrario. Montserrat temió que él permaneciera allí como ceb
Para entregar a los que llegaran al refugio .
convertido en raton °
era.
Se despidió, aplicó los métodos de desp1ste durante un rato largo
luego entró a una fuente de soda donde meditó qué hacer. Y resolví~
regresar a Santiago.
-No queda mucho de mi red -dijo-. En todo caso, espero
que sea porque se desarmó y no porque haya caído preso alguno, 0
más de uno. Así es que decidí volver. ¿Y ... ? Y descubro que mi espo-
so anda jugando al jovencito y exponiéndose.
Me miró. Extendió una mano y me acarició levemente la meji-
lla. Se puso de pie.
-Me voy a acostar. .. ¿Me puedo llevar tu manta? Tengo frío.
No había reparado en que se cubría con la manta que siempre
estaba a los pies de mi cama. Le dije que sí, y también me alcé. Había
sido una jornada demasiado larga. Ella se detuvo y miró un punto
entre mi cuello y mi omóplato, como la noche en que llegó después
del golpe.
-Hasta mañana -dijo, y acercó su rostro. Sus labios tocaron
mi mejilla, pero no se despegaron. Yo hice lo mismo. Luego su cabe-
za descansó en mi mentón. Sus manos soltaron la manta para posarse
en mi pecho. Mi mano izquierda avanzó hasta sus cabellos y acarició
la curva de su cráneo. La manta se deslizó hacia el suelo.
-Acompáñame -dijo.

158
26

Llevábamos diez días viviendo como esposos de verdad cuando reci-


bimos un primer huésped. Cayetano, dirigente del frente laboral, era
ahora Carlos. Llevaba el pelo corto y de su rostro habían desapareci-
do el bigote y la barba crecida. Era otro. Se vestía con un traje cedido
por alguien más alto y robusto que él, y el uso público de la corbata
le imponía una especie de tic en que estiraba el cuello y alargaba el
mentón. En lo demás seguía siendo tajante, seguro de sí y convenci-
do de sus ideas, que después de todo eran las nuestras. Lanzó amar-
gas críticas contra dirigentes de otros partidos que estaban pidiendo
asilo diplomático.
-¿Escucharon lo de Alcántara, no? Iba pasando frente a la em-
bajada de Venezuela, se tropezó y cayó adentro -dijo con sorna.
Me pareció que le sorprendía mi relación con Montserrat, nues-
tros gestos discretos de pareja, el que nos recluyéramos temprano en
la habitación de ella. Cayetano-Carlos conocía a Vigorena. A Mont-
serrat, algo. Y sabía de su separación, pero aun así nos vigilaba.
Montserrat me contó su incomodidad, pero yo la calmé. Tenía-
mos más de lo que podíamos necesitar. Al menos yo. Montserrat era
la número uno en mi reducido historial de mujeres; por físico y por
todo lo demás. Un demás en que la comunión de ideas y militancia
no era un punto menor. Se lo había dicho, y más de una vez, mientras
permanecíamos por la noche enredados en su cama después de un
primer amor urgente y desbocado. Ella aceptaba el halago como lo
más normal y no se esforzaba en buscar alguno con qué responder-
me. Era su estilo y no me importaba.
En esas conversaciones, luego de ser empujados a la cama por el
toque de queda y por la necesidad de construir nuestros códigos sexua-
les, me había contado algo de su vida junto a Vigorena y después de él.

159
Ivlontserrat había tenido otros amores tras la separación. Fugaces, dijo.
No respondí, no pregunté; prefería no ponerles nombres ni rostros a
esas relaciones.
Cayetano-Carlos se fue tres días después. Su situación era tan
precaria como la nuestra ante un mundo amenazante, pero aún se afe-
rraba a los ritos antiguos; mientras se ajustaba la corbata repitiendo el
tic de su mentón, se permitió algunas instrucciones. No lo contradije,
pero aproveché de exponer algo que empezaba a preocuparnos: cómo
mantener esa casa de fachada. Los recursos se nos agotaban y con la
ausencia de Raúl habíamos quedado aislados.
-Los entiendo -dijo-, pero no hay muchas opciones. Ahora
todos tenemos que rascarnos con nuestras propias uñas.
-Es cierto -admitió Montserrat-, pero no creo que poda-
mos conservar este lugar por mucho tiempo.
-No tengo una respuesta -dijo, con cierta irritación-, pero
ahora es cuando hay que saber rebuscárselas y pensar más en solucio-
nes que en problemas.
Montserrat lanzó algunas maldiciones apenas él se marchó. Y
las repitió en los dos días que siguieron, en que salió a reunirse con
sus contactos. Al tercer día me dijo que era imposible seguir en la
casita.
-Tal vez sea para mejor -dijo-. Estoy cansada de esto.
Se refugió en mi pecho un largo rato. No pregunté qué era ese
esto. Yo había notado un cambio en ella cuando hablábamos de nues-
tra labor como militantes. Y más cuando nos sometíamos al suplicio
de escuchar o ver las noticias de esas primeras semanas después del
golpe. Ante esa suma de ejecuciones, muertes en supuestos enfren-
tamientos y providenciales hallazgos de armamentos que, según los
comunicados, demostraban la perversión del gobierno depuesto, yo
levantaba un muro de rabia y palabrotas. Montserrat parecía resig-
narse o sólo desear que la pesadilla pasara pronto.
En los días posteriores insistió en sus dudas sobre nuestro fu-
turo en la casita y como miembros de la resistencia. Le preocupaba
mantener nuestro refugio y sus funciones, pero también se sentía
hastiada. Yo compartía con ella lo primero. Mis pocos contactos me
confirmaban que las redes de subsistencia se rompían una tras otra
y que era difícil preservar nuestras leyendas si no contábamos con

160
algún apoyo o no generábamos nosotros los dineros para hacerlo. Y
lo último era más que ilusorio.
En aquellas reuniones me había sorprendido saber que uno de
mis amigos, y compañero de Derecho, fue a la escuela para averiguar
si podía retomar los estudios. Yo lo consideré temerario. Él me contó
que no tuvo problemas y que no creía tenerlos en el futuro.
-Para qué lo voy a negar -dijo-. Iba cagado de miedo, pero
cuando llegué me mostré bien parado; digno y tranquilo el huevón.
Y no pasó nada especial. Algunas caras agrias, eso sí, pero no les di
importancia. Pregunté lo mío y quedaron de tenerme una respuesta.
Ahí te cuento. Tal vez puedas hacer lo mismo.
Se lo dije a Montserrat. Argumenté que un respaldo en la uni-
versidad podía ayudarme ante nuestros vecinos. Ellos también me
preocupaban. Mi leyenda de trabajo y estudios se había descuidado
en el último tiempo, al igual que la suya, y tampoco contábamos con
Raúl, nuestro cuñado taxista. Podíamos ser unos perfectos sospecho-
sos. Estuvo de acuerdo.
-Esta fachada no va a durar mucho. Tarde o temprano ten-
dremos que irnos -dijo, y se acostó a mi lado en la cama. Después
acomodó su cabeza en mi pecho y sus dedos acariciaron mi cuello
con una presión no habitual.
-Tengo algo que contarte -agregó.
Había visto a Vigorena, dos veces. Ella necesitaba consejo y
ayuda, logró hacer un contacto y se reunieron. Pero no obtuvo nada,
salvo un problema adicional.
-Lo encontrarás increíble; yo, también. Q9iere volver conmigo
-dijo.
Exequiel ya no vivía con su segunda mujer. Le contó que debie-
ron separarse a raíz del golpe, pero como arrastraban problemas des-
de antes, ninguno de los dos tenía mayor interés en un reencuentro.
Y Vigorena había sabido por terceros que ella planeaba irse del país.
Entonces reapareció Montserrat.
-Lo siento -me dijo-. Te juro que no pasa nada con él, pero
fue tan ... sorpresivo, tan increíble saber por qué quiere que volvamos.
Exequiel se había replanteado todo en las últimas semanas y
concluyó que posiblemente no saldría vivo de ese trance. Pero no
deseaba extinguirse del todo.

161
-No quiere desaparecer sin dejar nada tras de él -me explicó
Montserrat-. Y me pidió que tuviéramos un hijo. Me reí. Me reí
con ganas hasta que me di cuenta de que hablaba en serio.
Yo ni siquiera sonreí. Me puse en guardia. Desde el primer
momento pensé que mi compromiso era mayor que el suyo; que ella
había buscado un apoyo en medio de las dificultades, y que así como
yo pudo ser otro.
Algo adivinó, porque apagó la luz y me habló al oído.
-Otra cosa más: no son los tiempos, pero si quisiera tener un
hijo sería contigo.

Al día siguiente recibimos a un nuevo huésped. Menos hostil que


Cayetano, pero igual de autoritario en sus opiniones y en hacernos
sentir que debíamos procurarnos los medios para protegerlo.
Se fue cuatro días después. Entretanto yo tuve una nueva conver-
sación con mi compañero de estudios. Había presentado sus papeles en
la escuela y pronto se resolvería su situación académica. Volví a la casita
con mis anotaciones de los pasos a seguir si resolvía imitarlo. Montse-
rrat llegó tarde, después de mí, y a tiempo para despedir al huésped nú-
mero dos y anunciarle que sería muy difícil conservar nuestro refugio.
-Se nos acabó el dinero, no tenemos de dónde sacar más, el
dueño nos pidió la casa y los vecinos sospechan de nosotros. Todo eso
está pasando -dijo en una rápida síntesis.
El compadre nos exhortó a redoblar esfuerzos para no perder la
caleta, pero si debíamos abandonarla, agregó, no olvidáramos dejar
las claves para advertir a los posibles visitantes.
Al quedarnos solos le dije a Montserrat que su diagnóstico era
certero, pero un poco precipitado; yo no sabía que nos hubieran pe-
dido la casa.
No era cierto, pero ella esperaba el anuncio para cualquier día. Y
lo había dicho porque estaba cansada de todo. Su voz era grave. Le
pregunté si había vuelto a ver a Exequiel.
Se habían encontrado el día anterior. Fue desagradable, me dijo.
Otra vez los ruegos y, ahora, la insinuación de que podría conseguirle
dinero siempre que volviera con él.
-Lo mandé a la mierda. Estoy cansada, Adrián. Cansada de
todo esto.

162
Seguía seria y grave. La abracé y le dije que me contara todo;
temía que hubiera algo más sobre Vigorena. Lo negó, pero me hizo
otra revelación.
-Hoy ayudé a asilar a un matrimonio. Anteayer también, a otra
gente. Los de hoy eran compadres del MIR. No los condeno; al con-
trario. Tal vez hicieron lo único que queda por hacer.
Me desconcertó. Ella había dicho algo que yo temía admitir
entre mis opciones futuras. Y no lo hubiera esperado de Montserrat
hasta la fecha en que comenzamos a vivir juntos. Desde entonces
(y eso podía ser vanidad mía), ella estaba más aferrada a la vida. La
abracé y respondió con un beso intenso y largo. Lo interrumpió para
preguntar.
-¿Tú te irías?
No respondí.
-¿Te asilarías? -insistió- ¿Conmigo, si te lo pidiera?
-No sé. No sé, en verdad. Creo que no, pero ...
Me dio un cabezazo amistoso contra el pómulo.
-No seas iluso -dijo-. Esto no tiene futuro. No hay otro,
fuera de la cárcel o la muerte.
No alcancé a contestar. Tal vez no iba a hacerlo, pero tocaron a
la puerta.
Era Marcos, uno de los vecinos. Nos proveía de huevos y que-
sos, a veces de algún chisme, y solía dejarnos de regalo el diario que
ya había leído. Con su cara delgada y ojos desorbitados parecía estar
siempre espiando a todos, pero era, o creíamos que era, sólo un buen
tipo que no podía con su hábito de fisgonear la vida ajena. Mont-
serrat y yo debíamos estar en su lista, sin duda, y lo tratábamos con
pinzas para no ganarnos un problema más.
Él quería conversar con Montserrat en privado. Me miró co-
hibido, pero no puse problemas y me fui al dormitorio a hojear el
vespertino que nos había llevado. Hablaron en la sala unos minutos
y después oí a Montserrat despidiéndose y dándole las gracias. Salí y
me senté en el sofá a escucharla.
Marcos había ido a contarnos que en el barrio se sospechaba de
nosotros. Por muchas cosas: porque Raúl no les parecía un taxista, por-
que Montserrat era demasiado distinguida para mí -eso ella lo repitió
entre risas y rompiendo su promesa a Marcos de no contármelo--,

163
porque pasábamos mucho tiempo en la casa, porque no se veía en qué
trabajaba yo, en fin. Y había preferido hablar a solas con ella para re-
sumirle todos los argumentos del vecindario. Yo también reí; sólo por
unos segundos, porque el asunto era serio. Marcos parecía confiable,
pero si no eran los vecinos quienes sospechaban, entonces era él. Había
que levantar pronto el campamento, comandante, dejar el llano por un
tiempo y volver a la sierra.
Repasamos nuestra situación. Los elementos peligrosos en la
casa se habían reducido desde la partida de Raúl, pero aún tenía-
mos varios: dos armas de fuego, municiones, alguna documentación.
Todo bien oculto, pero no sabíamos si eso resistiría un allanamiento
meticuloso. Y además estaba el riesgo de los interrogatorios o de que
cayera alguien que supiera de la casa o hubiera pasado por ella. De-
bíamos irnos.
-Mañana voy a hablar con una amiga -dijo Montserrat-.
Es la que está asilando gente, y es la única que puede ayudarnos a
encontrar un nuevo lugar.
Fue hasta la puerta para asegurarse de los cerrojos. Yo volví al
periódico de Marcos. Las noticias eran malas, uniformadas en su
oscurantismo. A página entera se desplegaba la información de un
supuesto ataque extremista a una planta de cloración de agua potable
con el propósito, se decía, de envenenar el agua que bebían los san-
tiaguinos. La versión entregada por los militares había sido acogida
con fervor por el periodista, que llenó de adjetivos su nota y consignó
casi como un hecho menor que los soldados que custodiaban el lugar,
al repeler el asalto, habían dado muerte a tres extremistas. Un recua-
dro de última hora en la contratapa agregaba algunos datos. Entre
ellos, los nombres de dos de los presuntos atacantes. Lo comenté y
Montserrat se sentó a mi lado para leerlo. Su cuerpo se tensó brus-
camente.
-¿Qyé pasa?
-Ese nombre -dijo, y se apartó del diario como de un animal
venenoso. Se deslizó del sofá al suelo y su cabeza cayó hacia el pe-
cho-. Es el que usa Exequiel.

164
27

Estacioné el Gap frente a la casita. Nos costó reconocerla. La cons-


trucción se había extendido hasta la vereda, y la sala-comedor y el an-
tejardín donde Raúl estacionaba el taxi formaban una sola estancia,
plenamente visible a través de los ventanales que exhibían las merca-
derías del depósito de artículos chinos que era ahora nuestro refugio.
Entramos como si fuéramos clientes. Las divisiones de las piezas
también habían sido eliminadas y transformadas en dos grandes es-
pacios: una segunda sala de ventas y una oficina. Salimos sin que na-
die nos preguntara nada; los dependientes estaban atareados con los
comerciantes que compraban mercancías para sus ventas al detalle.
Nada quedaba de lo que habíamos conocido. Nada que hacer.
-Era de esperar algo así -dijo Montserrat, ya en el auto.
Manejé en silencio. Doblé por Lafayette y pasé lentamente ante
el ingreso lateral al cementerio; estaba más consolidado y con más
floristas que diez años atrás. En el camino hacia el centro me desvié
para cruzar frente a la entrada principal. Un poco más allá me detuve
en una esquina y le mostré el letrero de esa calle que contorneaba el
Cerro Blanco.
-¿"Montserrat"? -leyó, extrañada.
-Así es. Logré que le pusieran ese nombre en homenaje a ti.
En los días en que investigaba si la casita de avenida Francia
era apropiada para nuestros objetivos, me había sorprendido dar con
esa calle en las cercanías. Casualidades. Creía habérselo mencionado
a Montserrat en ese tiempo, pero nunca fuimos por allí. El que sí
anduvo fue Raúl en sus primeros intentos por retomar los contactos
después del golpe, y le llamó la atención ver el nombre de nuestra
"Muriel" en esa calle. Y en Montserrat con Recoleta había tenido
una prueba difícil, porque se encontró con un control de militares a

165
mitad de cuadra. Prefirió no correr riesgos y cruzó al frente, donde se
alzaban la Academia de Humanidades y la enorme Recoleta Domi-
nicana. Se refugió durante una hora en el lujoso templo que parecía
arrancado de otro lugar y dejado caer entre las casas modestas de la
avenida. Al final pudo irse sin problemas. Esa vez se salvó.

Seguimos un rato en silencio mientras el Gap nos acercaba al centro.


-Te quedaste pensativo -dijo Montserrat.
-No. O sí. Es que recordaba algunas cosas de estas calles en
otro tiempo.
-Podemos ir al bar de tus recuerdos; así puedes escuchar tu
música. ¡Ah!, pero olvidaba que también la andas trayendo en tu
auto.
En el Gap le evité la revisión de mis canciones; ya tendríamos
suficientes con las del Manhattan. Y recordé la última vez que había
estado por esos lugares que dejábamos atrás.
A mediados de noviembre del 73 utilicé de nuevo el Cementerio
General como ruta de escape. Habían pasado cuatro días desde la
noche en que supimos de la muerte de Exequiel Vigorena. Una no-
che larga, insomne, con una Montserrat derrumbada en mis brazos,
y yo acariciándola con pudor, como guardando respeto a quien había
estado muchas noches junto a ella.
Lo de Exequiel terminó por decidir a Montserrat. Se iría del
país. Y también quería cambiarse de casa, pronto. Yo, a mi vez, decidí
dar el paso para reinsertarme en mi vida anterior. Fui a la Escuela de
Derecho y presenté mis primeros papeles para retomar los estudios.
Dejé el edificio con prisa; no tenía ninguna certeza de que fuera un
lugar seguro.
Entonces la vi, avanzando hacia mí con su traje más formal y la
peluca. Llevaba en la mano un papel.
-Perdone -me dijo-, ¿me puede ayudar a encontrar esta
dirección?
Fingí estudiar el papel que me extendía, pero miré a mi alrede-
dor por si alguien la seguía. Montserrat habló rápido. Habían ido a
avisar que Raúl estaba preso. Y era posible que hubiera aflojado; ya
había caído uno de sus contactos. Debíamos dejar la casa. Y dejarla
limpia. Y pronto.

166
Le dije que iría solo. Qyiso acompañarme, pero fui enérgico
al prohibírselo y terminó por aceptar. Acordamos un punto de en-
cuentro para el día siguiente; mientras, ella buscaría un lugar dónde
refugiarnos.
El miedo que sentí en la casita fue distinto al de cuando escapé de
los disparos de la patrulla militar. Era el temor a un enemigo invisible
que podía estar agazapado en la esquina, detrás de un auto, dentro de la
casa, o irmmpir en ella en cualquier momento. Amontoné los muebles
en el dormitorio de Montserrat y lo cerré con llave, junté ropa y en-
seres, y rescaté algunos elementos que ocultábamos y que aún podrían
servirnos. Todo eso contra el tiempo, transpirando y constatando que
cada detalle en que pensaba se podía volver un problema, una pista
para los perseguidores o una nueva sospecha para los vecinos.
Pero debía irme pronto y tampoco quería continuar con ese
miedo respirando como un fantasma a mi lado. Eché las cosas en
dos bolsos grandes, dejé la persiana y un macetero exterior en lapo-
sición que significaba una voz de alarma para los enterados, y salí.
En Independencia podía tomar rápidamente un bus, pero allí había
más trajín y más vecinos conocidos. Tomé hacia el lado opuesto y
desemboqué en la entrada posterior del Cementerio General. Volví
a internarme en él, pero evité pasar cerca del Patio 29. ¿Era raro,
hasta sospechoso, que un tipo con dos pesados bolsos atravesara el
lugar? Claro que sí, pero no tenía otra opción. Y cada minuto ayu-
daba. Cada minuto era una victoria. Una vez en la avenida Recoleta
tomé un microbús, me senté en un rincón y respiré con alivio. Estaba
bañado en transpiración.
Al día siguiente partí temprano a ejercitar todas mis artes de
simulación y convencimiento con el propietario de la casa. Le conté
una telenovela sobre la enfermedad de mi mujer y un choque que ha-
bía dejado a mi cuñado sin su taxi, sin trabajo. En síntesis, no podía-
mos seguir pagando el arriendo. Negociamos los términos y me dejé
vencer porque era lo que yo necesitaba. Renunciábamos al depósito
de garantía para compensarlo y a algunos muebles, y podía disponer
de la casa desde ese mismo día. C21tedó satisfecho; por el acuerdo eco-
nómico y quizás porque él, como muchos, miraba ahora con recelo
a esos matrimonios jóvenes, reservados y de pocas amistades, y que
podían ser miembros de la resistencia. Me fui más aliviado y rogando

167
que los nuc\'OS arrendatarios llegaran Juego, que con sus huellas y las
de sus conocidos borraran las nuestras o las hicieran unas más de tan-
tas, y que durante unos días, ojalá unas semanas, nadie acudiera hasta
allí siguiendo las pistas que Raúl, torturado con método y paciencia,
terminaría por entregar.
Montserrat me abrazó largamente. Después me informó: nuestra
única opción era una pieza en el departamento de Rita, su amiga que
estaba asilando gente. Fuimos hacia allá. Rita se hallaba en su trabajo,
igual que su esposo y la madre de ella, que eran todos los habitantes
del departamento. Nuestro nuevo espacio era una pieza contigua a la
cocina. Allí acomodamos lo poco que yo había rescatado y después
deambulamos por las otras habitaciones, curioseamos libros y discos,
y nos sentamos a tomar un té en la mesa de la cocina.
-No me has pedido que me saque la peluca -me dijo.
-No, no se me ocurrió.
-Ni te fijas en mí -rió desganada-. Tal vez no me quieres
tanto como dices. Trata de quitármela.
No llegué a hacerlo. Comprendí, recién, que se había cortado
sus cabellos.
-Tiempos nuevos, casa nueva, apariencia nueva -bromeó.
Me besó. Yo respondí. Nos pusimos de pie, entrelazados, y bo-
tamos una silla.
-Podríamos estrenar la cama -dije.
-Sí. Después, cuando estén todos, no podremos ser muy
efusivos.
En la cama estuvo efusiva, como antes de la muerte de Exequiel.
Después de un rato la modorra empezó a vencerme, pero debíamos
vestirnos para que no nos sorprendieran los anfitriones. Montserrat
estiró su cuerpo desnudo y se acurrucó junto a mí.
-También tomé decisiones nuevas -dijo, reiniciando la con-
versación interrumpida- Tengo todo listo para asilarme. Dije que
éramos dos. ¿Te irás conmigo?
Una vez más respondí que no estaba seguro, que era dificil re-
nunciar al compromiso de no darnos por vencidos.
-No te hagas ilusiones -insistió--. Nos quedaríamos sólo a es-
perar la muerte o la prisión, con todo lo que significa caer preso hoy.
Me quedé callado. Ella continuó.

168
-Tengo algo más que decirte: hablé por tddono con mis fXlph.

;.;o debió de ser una decisión f.1.cil. .Montserrat me h.abíl contado que
sus opciones políticas y su matrimonio con Vigoren.a acongojaron a
su madre y enfurecieron al testarudo Pau Pons. No hablaba con eUOi
desde hacía años y la distancia había favorecido ese alejamiento. Pero
después del golpe sus padres trataron de dar con elb. ~lonr~emt ~
limitó a hacerles saber por terceros que se hallaba bien. Insistieron,
hasta que los llamó por teléfono. Estaban preocupados. Q1erí.rn que
volviera a su hogar, o ellos viajarían a Santiago pan ayudarla y con-
vencerla de aceptar su protección. Les dijo que por el momento no
era necesario ni conveniente verlos, y que se tranquilizaran. Pero rei-
teraron la preocupación por su seguridad. Y entonces sugirieron que,
si no quería volver con ellos, al menos se marchara del país.
-En verdad -me dijo-, fue mi papá el que lo propuso. Sabe
muy bien que llamarlos ya fue un paso grande, que me es dificil
volver a la casa derrotada y hacer de señorita que se recupera de una
desgracia, como decía la gente antigua. Y me habló de nuestros pa-
rientes en Cataluña; yo podría irme para allá y él arreglaría todo en
pocos días.
-Y aceptaste ...
-No, no todavía, pero sigo pensándolo. En todo caso, les aho-
rraría el costo del pasaje. No es seguro partir como una viajera nor-
mal; tendría que asilarme, para no correr riesgos.
-Eso también es un riesgo.
-Lo sé, pero hay posibilidades, aunque no por mucho tiempo.
Para los milicos el asilo ya no es una forma de sacarse problemas de
encima; ahora le hallaron el gusto a detener, torturar y matar. Tengo
que hacerlo pronto. Y podemos hacerlo juntos.
-No sé. En verdad, no sé.
-Piénsalo. Estaríamos a salvo, empezando algo nuevo, en otro
lugar. Hasta ... podríamos tener un hijo, afuera.
Me miró largamente, esperando un comentario que no hice.
Pero no se enojó. Al contrario, se apegó aún más a mí. Sus manos
iniciaron una exploración inequívoca. Yo respondí.
-Tenemos que apurarnos --dijo.

169
No volvimos a estar así de apasionados y tranquilos. En los días
sucesivos siempre permanecimos bajo la hospitalidad atenta pero
temerosa de la familia de Rita, y nos cuidamos de no importunarlos.
Ivlontserrat se volvió reservada y se ofuscaba por cualquier motivo.
Los dos sabíamos que era por el tema del asilo, y esa tensión nos
acompañaba hasta en la cama donde dormíamos entrelazados.

Ahora, en cambio, estaba relajada mientras el Gap nos acercaba al


Manhattan. Recordó algunos episodios de nuestros días en la casita
con añoranza, sin rastros de la angustia con que los vivimos entonces.
-Ni siquiera en nuestro último refugio aceptaste irte conmigo.
Y eso que donde Rita estábamos más tranquilos. Y apretados en una
cama estrecha -bromeó.
-Era una oferta que no podía resistir, de verdad. La más irre-
sistible que he recibido y recibiré, y lo tenía muy claro. Pero también
tenía algo que hacer acá.
-Sí, así creo -dijo y se quedó en silencio. Unos minutos des-
pués estacioné el Gap cerca del cine Las Condes. Aún la noche no se
cerraba sobre Santiago, pero ya se había instalado adentro del Man-
hattan. Siempre estaba de noche allí y siempre me recibía el abrazo
de una música amigable. No había ningún augurio de persecuciones
ni tragedias entre los rascacielos iluminados de Nueva York. Nuestro
desastre (el de los dos y de varios amigos) había ocurrido hacía diez
años, y un poco menos, también. Nada igual de grave me pasó en
los años siguientes, salvo escaramuzas y algunos riesgos inevitables
por mi trabajo. Como el caso de Dantón Labra, que ahora, gracias a
Montserrat, lograba alejar de mi cabeza durante parte del día.
-No te he preguntado nada sobre Labra -dijo. Hay casuali-
dades así.
Las novedades eran como habían sido todas las de esa inves-
tigación: pocas y malas. Y le conté sólo algunas, para no aburrirla y
no hacerme mala sangre: dos recursos de amparo rechazados y uno
vuelto a presentar, una nota de Ester Alday en que no aportaba gran-
des recuerdos de su breve temporada en el infierno, y su negativa a
recibirme, que me tenía intrigado. Me callé unas reuniones privadas
de mis socios de las que sólo averigüé, espiando y preguntando a los
que algo podían saber -Ana María, Macaya- que el asunto de los

170
dólares desaparecidos los preocupaba. ¿Y si era aún mayor la suma
de fondos reservados caídos en manos ajenas? Podía ser, y debería
averiguarlo.
-Tengo que irme de Santiago -dijo Montserrat-. Ya termi-
né los trámites y me avisarán a La Serena sobre la prórroga de mi
permiso. Serán diez o doce días extras, nunca más de eso. Su genero-
sidad parece medirse en días.
-La generosidad no es su fuerte.
-Sí, nunca lo fue.
Se recostó en el sofá que compartíamos. Estaba a mi lado en la
penumbra, cada uno con su trago, con una música cómplice ... Le
pregunté si quería bailar. Aceptó.
Yo no había tomado la iniciativa en esos nuevos días con Mont-
serrat, pero la abracé. Ella se apegó a mi cuerpo y no se separó al
terminar la canción. Esperamos la siguiente. Para mi fortuna fue otro
ritmo lento. Le acaricié el pelo. Sí, tal vez debía tomar la iniciativa.
Mis dedos buscaron su barbilla y la alzaron. La besé y respondió.
Seguimos besándonos, pausados y metódicos, mientras una tercera
canción nos sorprendía solos en la pequeña pista de baile.
-No me has contado dónde vives -dijo-. ¿Cómo es el lugar?
No logro imaginarlo.
-Un departamento enorme -respondí, y pensé que podría
describirlo mejor con mis manos libres, pero no pensaba apartarlas
de su cuerpo-. Entras y ya estás con la nariz en la ventana del fondo.
Un solo ambiente, una cama en el suelo, una mesita con dos sillas y
un sofá prestado y con dos quemaduras de cigarrillo, anteriores a mi
administración, y un refrigerador ruidoso, también prestado, y que
en las noches suena como tren de carga. Tengo un mérito, eso sí; no
he caído en el lugar común de la clase media joven: el de los muebles
de palos quemados. Ah, y también tengo una hermosa vista a otros
departamentos igual de chicos, con vecinos curiosos que amplían mi
hábitat. Y los vecinos de mis dos costados son entremetidos, pero,
además, bulliciosos. Si estoy aburrido, puedo escuchar sus conversa-
ciones del otro lado de la pared. Gran lugar.
-No creo que sea tan terrible -dijcr-. Llévame allá esta noche.

171
28

Las nubes se fueron de mi ventana y la luna contorneó las caderas


dormidas de Montserrat. Sus caderas eran un enigma para mí. Había
algo misterioso en ellas, y no pasaba sólo por la cadencia de su paso.
Las caderas femeninas siempre me habían intrigado; o tal vez fue
a partir de Montserrat que empecé a ponerles una atención mayor,
casi obsesiva. He frecuentado o deseado caderas anchas, poderosas;
también otras más cimbreantes, en las variantes de biotipos físicocul-
turistas o de frustradas aspirantes a modelo. Hasta algunas caderas
estrechas y otras desbandadas me han causado inquietud y el deseo
de conocerlas en afanes íntimos. Otras caderas (pocas en el país)
concentran sus méritos en la forma en que sus dueñas saben mover-
las. En fin, las caderas de Montserrat, miradas objetivamente, podían
no ocupar el primer lugar en mi clasificación, pero había en ellas algo
desconocido y secretamente sensual. El solo hecho de mirarlas, quie-
tas o caminando, me alteraba. Su fascinación surgía más allá de lo
visible, de esa suave redondez con que se descolgaban desde la cintu-
ra breve hacia los muslos. Cuando las conocí desnudas, descansando
a mi lado o agitándose junto conmigo, tampoco pude resolver mis
dudas, y el misterio aumentó. En los momentos en que reposábamos
en la cama solía mirarlas. Cuando Montserrat yacía de costado, el
hueso se alzaba rompiendo la armonía del cuerpo, como si pujara
para perforar la delgada capa de carne y piel que le impedía asomarse
a nuestra intimidad. Ahora, a más de nueve años, y casi diez, desde
que descubrí su desnudez, ellas seguían intrigándome.
Yo había despertado un rato antes, en mi cama angosta que
nos imponía el enredo de nuestros cuerpos, pero no quise moverme.
Desde el muro, la Muchacha con cabellos rojos dirigía sus ojos tristes
hacia un punto neutro, como si el pudor le impidiera mirarnos. La

172
reproducción de Modigliani había generado la primera pregunta de
Montserrat al conocer el departamento. Supuso que se parecía a al-
guna mujer importante para mí y quiso saber más. Le expliqué que,
aunque no se le parecía, la muchacha y su mirada me recordaban a
ella en nuestros días de la avenida Francia, cuando nos acercábamos
a una decisión sobre nuestro futuro. La observó con atención y no
hizo más preguntas.
Montserrat seguía dormida. Cuidadosamente me deshice del
lazo de sus piernas para observar sus caderas. El mismo hueso le-
vantado, la misma redondez que, por encima, se alargaba hacia el
muslo y, más abajo, rodaba hacia la oscuridad del pubis. El misterio
indescifrable, de nuevo junto a mí.
-¿0!,1é miras, depravado? -dijo, sin abrir los ojos.
-Tus pechos -mentí.
-¿Qpé pasa con ellos?
-Los recordaba más grandes.
-No seas mentiroso, o desmemoriado. Nunca fueron más que
esto, lo siento por ti. Y mejor para mí, porque la ley de gravedad ya
empieza a afectar a mi cuerpo.
Le respondí que era falso, que estaba más hermosa que nunca.
Exageraba un poco, pero casi nada. Volvimos a abrazarnos. Inten-
tamos acomodarnos sobre la estrechez del colchón y terminamos
resolviéndolo como tantas veces en los cuatro días que llevábamos
juntos; sus caderas inescrutables volvieron a moverse temblorosas,
como dueñas de una vida propia, hasta que ellas y sus muslos me
acog1eron.
-Al menos aquí no importa si hacemos ruido, como donde
Rita-dijo.
De eso nos habíamos congratulado desde la noche en el Man-
hattan cuando me pidió que la llevara a mi departamento. Sólo una
vez había vuelto a dormir en la casa de su hermano. Y a la tarde
siguiente me llamó para que la fuera a buscar. Le dije que me aguar-
dara en la puerta; suponía que a Enrie le molestaría lo nuestro.
-Claro que está molesto, contigo y conmigo. Pero no te
preocupes; estaré esperándote.
Por cierto que no estuvo a tiempo; Miss Europa aún no asimi-
laba todos los buenos hábitos del Viejo Mundo. Estacioné el Gap a

173
unos metros de distancia y aceleré dos veces en neutro para que el
ruido del motor oficiara de timbre y me evitara acercarme al porche.
A Enrie Pons no le agradaría que su hermana, comprometida en
España, pasara sus noches en Santiago con otro hombre. Y si había
preguntado más, que las pasara con un hombre que pertenecía a su
pasado oscuro. Después de un minuto se abrió la puerta. Reconocí a
Enrie, recortado por la luz interior. Me miró por dos, tres segundos,
me dedicó un gesto de molestia y volvió a cerrar la puerta. Estaba
más grueso y una tonsura se empezaba a formar en su nuca, pero
conservaba ese aire de los que van de triunfadores por la vida.
Por suerte Montserrat salió pronto. Fuimos a beber unas cer-
vezas a Providencia, para no desgastar la magia del Manhattan, y
después a mi departamento. Al llegar me dijo que tal vez no volvería
a visitarme.
-Enrie está molesto. Y me habla de Bernat como si lo cono-
ciera o estimara. Pero los entiendo; a él y a mi cuñada, que no dice
nada pero lo dice a través de Enrie. Pensarán que estoy convertida en
una puta.
Le dije que no les hiciera caso, pero continuó.
-Ellos tienen razón. No puedo seguir así. O, al menos, tengo
que decidir cosas, varias cosas, y para eso necesito estar en calma,
tranquila.
Me dio un beso. No parecía tensa.
-Además, hace dos días que debería haberme ido a La Serena.
Mi papá me está esperando.
Tampoco eso la puso triste. Volvió a besarme.
-Me estoy portando mal con todos, por tu culpa -dijo, pero
no era un reproche.
Nos quedamos dormidos tarde y desperté con mi obsesión por
sus caderas otra vez en mi cabeza. Después de hacer el amor la acari-
cié lentamente. Habría estado así un tiempo largo, pero mi oficio de
procurador me requería temprano esa mañana.
Me aguardaba mi colega Oviedo. La tarde anterior me había
estado buscando en el Palacio de Tribunales, pero no coincidimos, y
me dejó mensaje con un actuario de confianza. Esta vez, por la hora,
no nos reuniríamos en el Bar Inglés; sólo disponía de tiempo para mí
en la oficina de unos abogados ligados al gobierno y para los cuales

174
trabajaba ocasionalmente. No era la única novedad. También me ha-
bía llamado Leonor Alday. Acababa de hablar con Ester; quería que
yo hiera a verla al mediodía.
Eso prometía: dos actividades para apurar un caso que se inmo-
vilizaba. Nada nuevo se sabía de Dantón Labra y nuestras acciones
ante la justicia habían entrado en esa tibieza burocrática que las
adormece como a fetos en su líquido amniótico. Necesitábamos un
remezón.
Al despedirme de Montserrat le reiteré que cerrara el departa-
mento siguiendo mis instrucciones para evitar visitas desagradables.
-No te preocupes. Con el susto que me metes, no voy a demo-
rar mucho en irme.
-¿Te quedas un día más en Santiago?
-Sí. Creo que viajaré mañana. Hoy tengo que hablar varios
asuntos con Enrie: los gastos de la enfermedad, el manejo de los ne-
gocios de papá. Así es que nos podemos ver por la noche.
-Bien.
-¿Qyé significa ese bien?
-Eso. Qye me parece bueno que te quedes un día más.
-¿0 sea que nos veremos?
-Por supuesto. Claro que sí:
-Podrías decirlo. ¿Tengo que sacarte todas las cosas con el
sacacorchos?
-En Chile decimos tirabuzón más que sacacorchos. No te
pongas española de nuevo.
-No me hables de España.
La abracé y nos besamos, pero debía irme. Volví a recordarle las
providencias para salir y a decirle que por ningún motivo dejaría de
verla ese día.
Pensaba en ello mientras iba donde Oviedo. No había querido
presionar a Montserrat. Suponía que su pareja en España tenía todas
las prioridades, pero ella se había jugado por mí y yo podría pensar
que existía una oportunidad. Y, por lo tanto, hacer algo. Pelear por
ella, en suma. No como la vez anterior.

Oviedo me esperaba en el recibidor de la firma de abogados, en el


noveno piso de un edificio céntrico, más moderno y menos vulnerable

175
al gentío y a los ruidos que el de mis patrones. Me hizo seguirlo por
el corredor y entramos a un despacho amplio. Enciclopedias y códi-
gos en las p~lredes, olor a madera noble y lustrada, parqué reluciente;
todo muy distinto a mi oficina. Era el escritorio de uno de los socios,
que estaría toda la mañana haciendo clases en una universidad.
-Qyé bien, solos en este potrero -dije-. Espero no haber
traído ninguna termita de mi oficina.
-Más te vale -masculló, y sus dedos se deslizaron sobre el
escritorio para comprobar la pulcritud de su superficie. Luego se per-
mitió un gesto teatral. Ocupó el sillón de cuero, lo hizo girar y me dio
su perftl. Su mano acarició el mentón, como si cavilara. Creo haber
visto un gesto así en John Kennedy sentado en la Oficina Oval. En
fotos, por supuesto.
-Esto es una posible infidencia, ¿okey? -comenzó-. Circu-
lan versiones reservadas sobre un dilema dentro del área de seguridad
interior del gobierno. Se sabe poco, salvo que aparecieron unos restos
humanos, en alguna parte, y que urge dar una explicación coherente
antes de que el hecho se transforme en una bomba.
-¿Y eso tiene relación con lo mío?
-Puede ser. Hasta hace un par de días podía corresponder a
cualquier lugar e incluso a un caso antiguo, de los primeros años. Pero
ayer supe que los restos fueron encontrados cerca de La Serena.
Esperé. La oficina amplia y oscura parecía un tribunal, sólo que
era el juez quien estaba confesando.
-Lo último -agregó. Me miró y luego volvió a ofrecerme su
perfil-. Hay diferencias sobre cómo presentar el caso. Y no sólo
dentro del gobierno; diferencias incluso dentro de la CNI. ¿Pugnas
internas? En verdad, no sé. Supongo que será una repetición más del
escenario de duros versus blandos, viscerales contra profesionales.
Le agradecí el dato y le pregunté con cuál bando estaba él.
-Con ninguno. Bueno, por supuesto que cerca de los profesio-
nales, de los que se ajustan a la ley, pero lo que quiero decir es que
frente a los opositores no existen los matices, porque ustedes, con
sus excesos y errores, legitimaron otros excesos. Así es que no me
critiques.
-Para nada, y muchas gracias. A ver si en el próximo encuentro
tengo algo para ti.

176
Adoptó un aire de que eso no tenía la menor importancia.
-Por esta vez, dejémoslo así, pero anotaré en mi libreta que me
debes una.
Se despidió de mí con apuro, como la vez anterior, y me acom-
pañó hasta el as.cen~or, tal ~ez par~ ~segurarse de que yo me mar-
chaba de su terntono. Le h1ee un ultimo gesto de camaradería que
respondió con una sonrisa preocupada. Mientras bajaba medité sobre
las razones de Oviedo para convertirme en su confidente gratuito.
Qyería que mi oficina estuviera al tanto, ¿pero sólo por la lucha de
duros contra blandos? ¿Llegaría a tanto? Podía ser, si la pugna se
daba hasta dentro de la CNI. Cuando salí al vest1bulo, el ascensor
vecino hizo sonar su campanilla; venía desde el subterráneo en di-
rección a los pisos superiores. Adentro había un solo pasajero, espe-
rando que volvieran a cerrarse las puertas. Reparé en él por su traje
caqui. Y luego, en lo demás: una camisa verde, una piel agrietada, un
mechón rubio sobre la frente y unos ojos desafiantes que me miraron
sin parpadear. Pero el ceño de Ronny Santana se frunció, como si me
hubiera reconocido. Aguardé en el vestíbulo hasta comprobar que el
ascensor se detenía en el noveno piso.

177
29

Aún era temprano para ir donde Ester Alday, así es que caminé hasta
la Vicaría de la Solidaridad. Mis amigos no pudieron ayudarme mu-
cho. No sabían de una pugna reciente dentro de la CNI. Tampoco te-
nían información sobre el hallazgo de un cadáver en La Serena, pero
agradecieron mis datos; se encargarían de preguntar a sus redes lo-
cales. Aproveché para investigar en sus archivos. Me proveí del poco
material sobre actuaciones de Dantón Labra en temas de derechos
humanos y de otros materiales, más abundantes, sobre el historial
reciente de la zona en esos asuntos: lugares de detención y tortura,
parajes donde habían ocurrido golpizas e intimidaciones; esas cosas.
Entre medio surgió el dato de su cuartel en la parte central de la
ciudad. Estaba en Amunátegui, cerca de la iglesia y escuela de los
curas salesianos y frente a la Avenida Estadio. Y por lo tanto, frente al
Estadio La Portada. Todo encajaba: las campanadas, los futbolistas.
No sabía si eso podría ayudarme a futuro, pero nunca está de más
actualizar la información turística de las ciudades que vas a recorrer.
Por el momento, el siguiente paso me llevaba donde Ester. Tam-
bién ella podía ayudarme, aun recluida y aislada. La monja que me
atendió se demoró más de la cuenta en volver. Lo hizo junto a un sa-
cerdote que me interrogó, me hizo mostrarle todas mis credenciales,
contarle mi historia y mis relaciones con las hermanas Alday, hasta
que al fin se relajó.
-La señora Ester no puede recibir a nadie por ahora, pero nos
encargó que le entregáramos una nota -dijo, y me extendió un sobre
cerrado.
-¿No puede recibir o no está aquí?

178
Titubeó. Tal vez se tomaba en serio eso de que mentir es pecado.
Terminó por contarme que Ester había tenido que ausentarse esa
misma mañana.
-¿Se fue sola o acompañada? -insistí.
-Eh ... No hay nada de qué preocuparse. No se la han llevado,
nadie se la ha llevado a la fuerza. Se fue por razones de seguridad y
acompañada por gente nuestra.
-Me imagino. La ayuda de la Iglesia ha sido fundamental para
ella, padre -dije contemporizador ; la diplomacia no tiene por qué
ser exclusividad de la gente del Vaticano.
-Confíe en nosotros -insistió-. Tuvo que irse momentánea-
mente, pero volverá. En cualquier caso, el obispo podrá darle más
información.
Agradecí una vez más y me retiré. Ya en el Gap abrí el sobre.
Primera percepción, un aroma a perfume; Ester siempre tan femeni-
na, tan distinta a Leonor. El aroma provenía de un papel doblado que
en su interior contenía un breve mensaje manuscrito.
"Dantón. Pique mina El Brillador, al norte de La Serena.
Muerto".
El aroma se esfumó para mí. Eran sólo once, pero elocuentes,
palabras. Guardé el papel, puse en marcha el auto y aceleré hacia mi
oficina.
Ana María me recibió con cara de disgusto. Y no se debía a que
yo aún no terminaba de ajustarme la corbata.
-¿Por qué no avisas dónde andas? Los jefes te están buscando.
Yo también fruncí el ceño. Ella captó y cambió su tono.
-Están en reunión urgente. Entra ahora mismo.
Gálmez y Ferrer presidían. Los acompañaban Arturo, Macaya y
un procurador que llevaba poco tiempo en la oficina; al parecer, toda
la fuerza disponible en ese momento. Gálmez me preguntó qué había
sabido de Labra. Reconocí algunos papeles del caso esparcidos sobre la
mesa; tal vez querían sorprenderme en falta. Decidí pegar primero.
-Hay malas noticias. Circulan versiones sobre el hallazgo de
un cuerpo cerca de La Serena, que podría ser el de Dantón Labra.
Y además hay inquietud en el gobierno y hasta rumores de disputas
internas en la CNI por el caso -dije como si resumiera un modesto
litigio de lindes.

179
Dio resultado. Los dos socios se pelearon por hablar primero y
resumir lo que ellos sabían, y que era parecido a lo mío, sólo que con
menos datos. Es ter Alday había llamado a la esposa de Labra con voz
asustada, le entregó un mensaje escueto sobre una desgracia ocurrida
a su marido en La Serena y colgó enseguida.
Tuve que aportar más información. Me guardé alguna también.
Atribuí a mis contactos con la Vicaría gran parte de lo que me había
dicho Oviedo. Lo que sí mostré fue el papel escrito por Ester Alday.
Todas las miradas cayeron sobre la hoja, tal como ocurriera con las
fotos de ella y Labra en su sesión de erotismo forzado, y Gálmez me
preguntó por El Brillador.
-Hasta donde recuerdo es un yacimiento de muy baja ley.
Desde hace años lo administra la universidad local y lo usa para las
prácticas de sus alumnos de carreras mineras. Tiene muchos piques,
algunos antiquísimos y en desuso. Es un sitio donde se podría ocultar
un cuerpo, o un detenido, durante un buen tiempo. Un detalle, eso sí:
nunca ha sido utilizado para las prácticas de torturas o asesinatos. Ni
por la Dina ni por la CNI. Hasta ahora.
También les interesó mi información sobre las divergencias en-
tre los encargados de seguridad, y yo pregunté si sabían algo sobre el
paradero de Ester Alday.
-Está segura -dijo Ferrer-. El obispo me confirmó que salió
de la casa de ejercicios, pero que no corre riesgo. Y dijo que no podía
contarme más por teléfono.
-A propósito de obispos -terció Gálmez-. Acabo de
hablar con unos amigos de la Iglesia, en La Serena. Lo hice a pe-
dido de la señora de Dantón, y también porque me parece lógico
y conducente. Los puse al tanto de todo lo que sabemos. Ellos
intentarán confirmar el hallazgo de ... , de esos restos. Y aproveché
para pedirles que lo reciban a usted, Adrián, apenas llegue maña-
na a la ciudad.
Lo esperaba. Mi tercer viaje en un mes y medio. Esta vez sí se
olía el peligro; la bestia empezaba a respirar a mi lado. Mientras los
demás debatían sobre los recursos y las acciones que se ejecutarían
desde Santiago, yo pensaba en Montserrat. Nos reencontraríamos
allá, y lo nuestro podría complicarse más de lo que ya se había com-
plicado en Santiago.

180
Al llegar al departamento comprobé que ella se había portado
como una alumna aplicada y tomado todas las precauciones. Y en el
borde del espejo del baño había un papel con un mensaje manuscrito.
Otro más.
"Vuelvo hoy. Papá se agravó. Llámame a mi casa en La Serena.
M. (14:45 horas)".
Montserrat había regresado sólo para dejarme la nota, que en su
parte inferior tenía una frase más: "Te amo".
No me lo había dicho nunca en esos días. Antes, sí.

-Te amo, no lo olvides -me dijo esa mañana de diciembre de 1973,


en la cocina de Rita, cuando me levanté para despedirme. Sólo la cu-
bría su camisón de dormir. Mis manos acariciaron sus rodillas, luego
los muslos y después el misterio permanente de sus caderas. Toqué
su sexo debajo del camisón. Nos habíamos amado hacía poco, apenas
escuchamos el esperado sonido de la puerta cuando Rita completaba
la partida de nuestros anfitriones. Estábamos solos, pero me espe-
raban algunos ex compañeros de universidad. Por eso, mis manos
desandaron su exploración, subieron a sus pechos cubiertos por el
camisón y luego a su cuello y sus mejillas.
-Tengo que irme -dije-. Hasta la tarde.
Pasé casi todo el día con mis amigos. Ya éramos cuatro los que
estábamos en los mismos trámites para retomar nuestros estudios y
era probable que se sumaran otros. Nos movíamos casi sin temores
en la escuela, desafiando muchas miradas de rencor. Esa vez uno
del grupo nos invitó a almorzar a su casa. Estuvimos unas horas
solos, nos atrevimos a hablar desenfadadamente, coreamos a me-
dia voz algunos temas revolucionarios, nos burlamos de los ritos
militares, maldijimos a quienes había que maldecir y renegamos de
nuestro destino. Fue un buen rato, un ejercicio de liberación. Mis
compañeros estaban más decididos que yo a reinsertarse, a olvidar
sus sueños políticos y, sobre todo, a alejarse de la praxis revolucio-
naria. Yo no, pensé. Pero después de un rato, y de que apareció so-
bre la mesa una botella de pisco, ya no estaba tan seguro. Tal vez no
perseveraría en mi compromiso, en el utópico desafío (así lo veía,
recién) de quedarme en el país. Y no sólo por quedarse, sino para
luchar. Qyizá Montserrat tenía razón, pensé mientras secábamos

181
la botella. Me despedí algo mareado. Y me sentía liviano cuando
llegué a la casa de Rita.
Ella estaba en el sofá, pero se puso de pie y me cerró el paso
antes de que yo tomara por el corredor hacia la pieza. De sus abuelos
alemanes, Rita había heredado una tez casi transparente y unos ojos
azules y francos. Sus ojos estaban inquietos y sus mejillas, sonroja-
das.
-Montserrat no está -dijo.
Esperé, sabiendo lo que seguía.
-Se fue. Se asiló esta mañana.
Al día siguiente dejé el departamento. Uno de mis compañeros
de Derecho me acogió por una semana. Luego, otro amigo, durante
un mes. Más tarde conseguí una pieza compartida en una pensión y
por un precio accesible. Ya estaba otra vez en lo mío, en lo de antes.
Por esos días, mi primer huésped me llevó un mensaje de Rita. Oye-
ría verme, pero preferí llamarla. Era para contarme que Montserrat
había obtenido el permiso para viajar. No respondí. Agregó que se
había ido el día anterior. Le dije que me parecía bien.
-Se va a radicar en Espaii.a, en Cataluña -añadió.
-Bien -repetí.
-Si es que ... , si llego a comunicarme con ella ... ¿Algo que de-
cirle?
-No, nada. Gracias por avisar.

Ahora había vuelto a irse, pero era distinto. Tomé el papel con el "Te
amo" de postdata y lo afirmé en un borde de la Muchacha con cabellos
rojos mientras preparaba mi equipaje. Cuando estuvo listo lo guardé
entre mis documentos. También me acompañarían el caso Labra y
un cuerpo descubierto en un mineral semiabandonado. Mal presagio
que se juntaran ambas cosas, pero mi filosofía de derrotado durante
tantos años me hizo buscar argumentos favorables. Hasta hacía unas
semanas no esperaba que ella reapareciera. Y había vuelto en medio
de un hecho policial que me involucraba, pero estaba allí, cerca. Y
quizás dependía de mí que se quedara. El caso Labra podía crearme
más de un problema, pero yo tenía la oportunidad de dar la batalla.
En cambio, nueve años antes, casi diez, había desertado en los dos
frentes. Tienes que bajar al llano, comandante, y esta vez para ganar,

182
para tomarte Santa Clara y después marchar a La Habana. ¿Estás
listo, comandante? ..
JVle preparé un martim seco y seleccioné entre mis casetes ne-
gros !os que llevaría en mi viaje. Puse uno en la radio, apagué la luz
bebí mi trago a sorbos lentos. Estaba a oscuras, salvo el reflejo de
~na luz exterior sobre la copa aún húmeda por el sudor frío del mar-
ti ni. y estaba cansado e inquieto a la vez. Me dormí. En mitad de la
noche desperté con la sensación de haber tenido una pesadilla, pero
no quise recordarla. Me di vuelta en la cama y extrañé el cuerpo de
Montserrat. Mi brazo acudió a mi memoria reciente para repetir el
grado de flexión exacto que me permitía descansar mi mano sobre su
cadera. Entonces volví a dormirme.

183
30

El lacónico ayudante de Fallero me abordó apenas llegué a los tribu-


nales de La Serena. Su jefe quería hablar conmigo, y me sugirió que
lo acompañara. No tuvo que rogarme; suelo acceder a las invitaciones
de la policía. En el camino me sentí obligado a hablarle para romper
el hielo. Él no colaboró gran cosa, pero al menos logré sacarle su
apellido. Romo calzaba bien con su figura opaca.
Fallero me esperaba en el mismo café en que me reuní por pri-
mera vez con Leonor Alday. Igual que yo, había elegido la última
mesa junto al pasillo, de espaldas a la entrada. Me senté frente a él
y Romo se instaló en la mesa vecina, donde había un diario y una
carpeta, seguramente dejados por ellos para que nadie la ocupara. El
ayudante pidió una angelical leche con plátano y se entregó en apa-
riencia a la lectura del periódico. Fallero aguardó a que yo probara
mi café.
-Supuse que ibas a volver en uno de estos días y que, apenas lo
hicieras, te podríamos hallar en los tribunales -dijo.
-¿La andas trayendo ahí, en el bolsillo?
-¿Qyé cosa?
-La bola de cristal.
-No te hagas el gracioso. Ya en el liceo eras poco divertido,
salvo tus imitaciones de los profesores.
No era la primera vez que me lo decía, pero no lograría privarme
de ese placer.
-Está bien -dije-. En todo caso, creo que la bola de cristal
es del recepcionista del Hotel Pacífico. Y en cuanto a su otra bola, yo
se la podría dejar morada de un puntapié, por bocón.
-¿Y por qué te registraste ahí, entonces?
-Tal vez para que pudieras ubicarme más fácilmente.

184
Hicimos una pausa. Habíamos movido las manos sólo para sor-
ber nuestros cafés, pero también podía ser las movidas de una partida
de póker. Al final, preguntó por los motivos de mi visita.
-Ya debes saberlo: un cadáver en un pique abandonado de El
Brillador. Todo indica que es Labra. Hay revuelo en Santiago, y no
sólo de nuestro lado. También en el gobierno, y con diferencias inter-
nas. No existe un criterio unánime para enfrentar lo que viene, y que
parece ser grande. Mejor que estés preparado.
No dejaba de ser un regalo para mi viejo compañero de estudios.
Me lo agradeció a su manera, con otra información.
-Lo encontraron anteayer, de casualidad --{}ijo--. Fue una
pareja de excursionistas holandeses que andaban tomando fotos y
observando pajaritos, tú sabes. Les llamaron la atención los viejos
túneles que llevan a las galerías y entraron a mirar. Sintieron un olor
desagradable que salía de un pique, pero no se atrevieron a más.
Tampoco sospecharon nada especial, sólo que, como buenos ciu-
dadanos de un país desarrollado, avisaron a Carabineros. Por suerte
escuchamos su radio y también nosotros fuimos al lugar. Llegamos
casi juntos a disputarnos la presa.
-Siempre mostrándose los dientes las dos policías.
-¿Sólo dos? Te falta una.
Me había olvidado de la CNI. Pallero me contó que la historia
había sido como tantas en las que intervenían las tres fuerzas. Los
carabineros no tenían equipos para descender, pero usaron sus lin-
ternas. Les pareció que había un cuerpo en una saliente, unos pocos
metros más abajo. Pidieron refuerzos y equipos, pero antes llegó
Investigaciones. Sus hombres sí llevaban equipos y bajaron. Era
un cuerpo humano, con algunas fracturas y una data de muerte de
unas dos semanas, en el análisis preliminar. Llamaron al juez para
que inspeccionara y ellos pudieran levantar el cuerpo. Mientras lo
esperaban y tomaban fotos y huellas en el socavón, llegó el tercer
actor: la CNI, con una decena de hombres al mando del segundo
jefe local.
-¿Rufat?
-Sí, Danilo Rufat.
-Uno de voz profunda, creo.
-Sí, de voz grave. Te atraen las voces de los CNI.

185
-Simple afán científico. lVIe interesan las especies autóctonas,
como a tus holandeses.
Siguió con su historia. Los hombres de Rufat no necesitaron
mostrar credenciales para imponerse y tomar el asunto en sus manos.
Hubo algunos tibios intentos de Fallero por quedarse con el caso,
para salvar su imagen ante su gente, pero debió resignarse.
-Era una pelea perdida -dijo-, pero tenía que darla. Así mis
hombres podían tomar algunos datos importantes antes de que ellos
se quedaran con todo.
El juez sólo confirmó la preeminencia de la CNI. Por supuesto,
no quiso bajar, autorizó a los agentes para que retiraran el cuerpo y
ordenó a todos que guardaran silencio hasta que él recibiera infor-
mación segura sobre la identidad del cuerpo, para no causar alarma
pública. Fallero y los suyos esperaron a que el cadáver fuera izado a
la superficie, pero no sacaron mucho. Los CNI que descendieron con
una angarilla se encargaron de cubrir el cuerpo con una lona.
-Pero ya habíamos visto casi todo lo que teníamos que ver en
una primera inspección. Nos retiramos haciéndoles creer que íbamos
con la cola entre las piernas, pero nos llevamos un pequeño botín.
-¿Le robaron algunos huevos al águila?
-Dos. Aquí el detective Romo se las arregló para tomar dos
huellas digitales.
Lo miré. Seguía abocado al periódico y tan inocente como su
leche con plátano.
-¿Y ya sabes algo? -pregunté.
-Todavía no, por la data de muerte. Espero que el laboratorio
nos diga algo mañana o pasado. Pero, por lo poco que vimos, puede
ser el cuerpo de Labra.
-Lo mismo tememos nosotros. Recibimos un dato anónimo y
se nos aseguró que era él.
-Lo que no me cuadra -dijo Fallero- es que no lo ocultaran
mejor. Si es él, un personaje conocido de la oposición, y si hay detrás
un problema de platas perdidas, esto es un lío mayor.
Estábamos de acuerdo, pero no íbamos a sacar nada intercam-
biando hipótesis. Y los cafés se habían acabado. Nos despedimos.
Romo me saludó con una inclinación de cabeza cuando pasé a su
lado, lo que ya era mucho.

186
Intenté ubicar a Leonor Alday. Esta vez no tuve tantos resguar-
dos. Como no respondió al teléfono, fui a su oficina. No estaba, pero
regresaría pronto. Le dejé mis datos y quedé de volver a comunicar-
me. Llamé a Ana María, y tenía una novedad: Gálmez viajaría a La
Serena para respaldar mi trabajo y estaba esperando mi llamada.
-Llego mañana en la tarde -me anunció--. Tengo que reca-
bar más informaciones con algunos amigos y parto enseguida. Creo
que necesitamos más presencia y ejercer presión para agilizar las
investigaciones.
No lo tomé como una crítica a mí; más bien, como un ejercicio
de exposición pública que le vendría bien a la oficina y a las aspiracio-
nes políticas de Gálmez. No iba a molestarme por eso; tendría más
libertad para mis investigaciones y para Montserrat.
Regresé a los tribunales. Genaro, el actuario, me trataba con de-
ferencia desde que supo que yo era un viejo amigo de su hermano.
-Ricardo me habló bastante de usted, del círculo literario, de
todas esas cosas en que él andaba metido cuando joven -me había
dicho, sonriente, esa mañana.
Genaro se comprometió a buscarme el expediente sobre unos
litigios que Labra había sostenido en La Serena, relacionados con
compras de terrenos agrícolas. Dijo que demoraría unas dos horas y
ya habían pasado más de tres. Esperé un rato hasta que lo vi aparecer
desde una oficina interior. Me descubrió y se acercó solícito.
-No he tenido tiempo -se excusó-. Hubo una emergencia:
vino gente de la Fiscalía Militar y nos tienen muy ocupados, pero ya
están por terminar. Habrá que dejar para mañana sus papeles.
-Está bien, entiendo las prioridades.
-Gracias. ¡Ah!, tal vez esto le interese. Lo de la Fiscalía es por
el hallazgo de unos restos humanos en El Brillador. Hasta el mismo
jefe de la CNI está adentro, pero ya va a salir. Los periodistas están
esperándolo.
Me señaló el corredor hacia la derecha. Le di las gracias y partí
hacia allá. Había seis periodistas, lo que para la ciudad debía de ser
una multitud; "una nube de reporteros", como dice la prensa. Medí-
na, el corresponsal de radio Cooperativa, era parte de la nube. Me re-
conoció, se acercó a saludarme y me contó que aguardaban al mayor
Juan Andrés Telmer para entrevistarlo.

187
-¿Pero él querrá hablar con ustedes?
-Es poco habitual, ¿no? Pero nos dijeron que esta vez sí va a
hacer declaraciones. No sabemos de qué caso pueda tratarse .... ¿Y si
fuera por Dantón Labra?
Sus ojos se abrieron: de ser así, tendría a las dos partes al alcance
de su mano. Yo me anticipé a sus intenciones.
-Yo no podría hablar, por ahora. Tengo que informar primero
a mis jefes, pero mantengámonos en contacto -le dije. Y Medina
podía ser un buen informante, así es que le di una zanahoria.
-Mañana -agregué-llega uno de los socios de mi oficina. Si
se confirma lo de Labra, él gustoso hablará para su radio.
Eso le agradó y me dio por segunda vez su tarjeta. En el corredor
no había nadie más que los periodistas, agolpados junto a la puerta
desde donde saldría el mayor Telmer. Medina se aprestaba a despe-
dirse, pero sus ojos se desviaron. Seguí su mirada. En el otro extremo
se había abierto otra puerta. Dos hombres salieron al pasillo, ganaron
rápidamente la escalera y descendieron. Uno era joven, desconocido
para mí. El otro, mayor y grueso, me era familiar.
-¿Qyé hace aquí Bartolomé Zuleta? -pregunté.
-¿Lo conoce? -Medina pareció sorprendido-. Anda acompa-
ñando a uno de sus hombres. Creo que está con libertad bajo fianza por
un caso de drogas. Habrá venido a pedirle al juez que se la amplíe.
-¿Y el juez se la dará?
Me miró tratando de descubrir si yo bromeaba o era tan foráneo
que no conocía el poder de Zuleta. No sé si alcanzó a dilucidarlo,
porque se produjo un bullicio en el otro extremo. Dos hombres ha-
bían salido de una oficina y los reporteros se arremolinaron en torno
a ellos. Medina corrió a sumárseles. Desde otra puerta surgieron tres
funcionarios y se acercaron a curiosear. Uno más es ninguno, me dije
y me uní a ellos.
Las grabadoras apuntaban a un hombre gordo, calmado, con el
aspecto de quien lleva una vida exitosa y apacible como la de un nota-
rio. El único detalle peculiar era el pelo, que llevaba muy corto, como
para congraciarse con sus superiores militares. Debía de ser el fiscal.
Cuando me incorporé al corro, escuché sus últimas palabras.
- ... por eso, es mejor que el mayor Telmer les cuente de los
aspectos más específicos de esta situación.

188
Las facciones de Telmer me recordaron levemente las de su foto
en el anuario 1971 de la Escuela Militar. Su cara era más madura
y aguzada. Los ojos, antes nerviosos, eran seguros, pero denotaban
alguna molestia. ¿Por tener que enfrentar a los reporteros o porque se
le había impuesto que hablara? Y entonces habló. Su voz era fría; la
misma de mi interrogatorio.
- ... la información de unos excursionistas extranjeros permitió
a la policía descubrir un cadáver en un pique abandonado de la mina
El Brillador. Los primeros informes de la misma policía, y nuestros
propios análisis, nos permiten concluir con certeza casi total que se
trata del señor Dantón Labra, un conocido empresario de cuyo caso
ustedes han oído hablar y también han informado oportunamente.
Estamos pidiendo con toda rapidez los peritajes que nos permitan
comprobarlo a cabalidad. Desde ya, por supuesto, lamentamos este
desenlace de un caso que ha causado inquietud pública ...
Comenzaron las preguntas. La voz de Telmer no vaciló ni per-
dió su timbre helado. Dijo que la data de muerte era de dos semanas,
aproximadamente; que el gobierno, a través de la Fiscalía Militar, había
presentado de inmediato un nuevo recurso ante los tribunales; que la
comprobación de la identidad no demoraría más de 24 horas ...
-¿Y se sospecha quién pueda haberlo matado? -preguntó un
periodista.
-Corrijo -dijo Telrner, y su voz fue un cuchillo-. Nadie ha
hablado de un asesinato, hasta ahora.
Se produjo una confusión. Medina fue el primero en reponerse.
-¿Cómo murió entonces? ¿Cayó al pique? ¿Pero qué andaba
haciendo allí?
-Debo hacer una aclaración; tal vez no me expresé muy clara-
mente o ustedes no me dejaron completar el informe -dijo Telmer,
recuperando la seguridad de quien se mueve en un terreno conocido,
ensayado-. Hay un elemento más. El cuerpo presentaba una cuerda
en torno a su cuello y hay indicios de que la muerte se produjo por
asfixia por estrangulamiento. Es una de las cosas que nos dirán los
análisis en curso.
Siguieron las preguntas. Me retiré cuando aún no se deshacía la
nube de reporteros en torno a Telmer, con la intención de ubicar a
Pallero. El suicidio por estrangulamiento, aparte de improbable, era

189
un elemento extraño, insólito. Lo llamé desde un teléfono público.
Me mandó decir que insistiera en cinco minutos. Lo hice y se puso
al teléfono rápidamente.
-No te pude atender porque estaba ocupado con lo de Telmer.
¿Lo oíste, no?
-Por eso te llamé.
-Veámonos. ¿En la vitrina de las lolitas ricas, en cinco minutos?
-Vale.

La vitrina de las jovencitas doblemente ricas, por dinero y belleza, era


la iglesia Santo Domingo, frente al Hotel Francisco de Aguirre. Ellas
y sus hermanos y sus amigos y sus novios se juntaban al mediodía del
domingo para escuchar la misa y luego en su plazoleta para organizar sus
encuentros de esa tarde-noche. Mientras me acercaba a la iglesia recor-
dé una vez más a la Montserrat adolescente en medio de esos corrillos.
Fallero me esperaba en el extremo de una banca cerca de la entrada, pero
lejos del sector más iluminado. Me saludó con una pregunta.
-¿Cómo es eso de las diferencias en el sistema de seguridad del
gobierno?
-El secuestro de Labra puede haber sido una decisión autóno-
ma de algunos agentes, o de una facción de ellos. Para hacer caja, así
me dijeron. Caja privada o caja para la CNI, no lo sé. Sólo que enton-
ces vinieron las reprimendas desde arriba y dieron marcha atrás. Pero
existían rumores de que ya se había cometido un error irreparable.
Ahora sé cuál error: un cuerpo en un pique abandonado.
-Puede ser. ¿Y qué te pareció lo de Telmer?
-Sorprendente. ¿De dónde sacó lo de la cuerda? ¿Estás seguro
de que tus hombres miraron bien?
-Seguro, eso no está en discusión -dijo casi molesto-. Pero
me sorprendió que se atreviera a decirlo así, con tanta soltura, sin
reparar en las consecuencias.
-Qyizás está demasiado involucrado y no sabe cómo salir.
-No lo creo. Me pareció muy tranquilo, por lo que le oí.
-Y yo, por lo que vi -y le conté que había estado junto a él,
observándolo con atención. No pudo evitar una sonrisa.
-Tal vez -dijo- el asunto vaya por lo que dijiste: las diferen-
cias internas.

190
-¿Y entonces, qué queda?
-<J.l¡e Telmer no maneje toda la información, que lo estén uti-
lizando. Pero también eso es difícil.
Pensé en la arrogancia y en la seguridad de Telmer; claro que era
difícil. Pero Fallero no tenía nada más que agregar; sólo esperaba los
resultados de los análisis.
-Me interesa lo de las diferencias internas -dijo al despe-
dirse-. Trata de averiguar más. Yo te contaré apenas tengamos los
resultados. Supongo que te ayudará en tus trámites.
Yo salí primero. Estaba sólo a dos cuadras de mi hotel y caminé
hacia allá. Había varios autos estacionados junto a la vereda. En uno
de ellos, un hombre había abierto la puerta del costado derecho y
tenía las piernas afuera, a punto de bajar del vehículo. Eran unas pier-
nas enfundadas en un jeans y remataban en unos botines labrados.
Cuando me acerqué, terminó de salir del auto, dándome la espalda.
Completaba su vestimenta una camisa roja, con el dibujo de un cuer-
nilargo norteamericano en la parte superior. El pelo del hombre era
castaño y con mechones rubios. Se volvió hacia mí.
-¿Tiene fósforos? -me preguntó Ronny Santana.
-Puede ser, pero usted no tiene ningún cigarrillo.
-El cigarrillo es lo de menos -dijo alguien desde el volante
del auto; un auto grande que podía ser ostentoso, sólo que lo atenua-
ba su color azul oscuro.
Me incliné para confirmar que era Bartolomé Zuleta. En ese
momento, en una película o en una novela negra, Santana podría
haberme golpeado con la cacha de su revólver. Pero no; estábamos
en Chile.
-Lo invito a dar una vuelta -dijo Zuleta, e indicó el asiento
a su lado.
¿Por qué no? Había sido un día movido, pero aún podía dar más.
Subí. Santana cerró mi puerta y se instaló en el asiento trasero.
-Gracias -le dije, mirándolo de reojo.
-Es un buen muchacho -me tranquilizó Zuleta, poniendo
en marcha el auto-, aunque cometa descuidos, como olvidar los
cigarrillos.
Se rió de su broma. Yo no; Ronny Santana tampoco.

191
31

Fuimos en dirección al rio. Banolomé Zulcta dobló en Almagro y


avanzamos entre casas ;antiguas r mal tenidas, con revoques des-
cascarados que dcj:ab;an al desnudo los adobes, :apilados allí un siglo
antes o más. Llegamos hasta un tnmo en que la calzada comenz:aba
a ondular y descender, y Zuleta estacionó fr.:nre a un ponón con un
cartel que ;anunciaba un depósito de abarrotes. Mis alJi, otra asa
vieja desucaba por su pintun n:cicnte en color ladrillo y por d le-
trero de un cabaret. Tal \"tt Jos dos negocios pc:m:ncdan a Zuku. Y
quizás toda la cwdn, si su f:anu era cicru.. Entr.amos por una pucru
lateral y seguirnos por un puillo que foC prolongaba en wri01 auocb,
hasu que Sanwu. fC addantó, abñó con uru lb\<t: uru puen:a )' nm
franqueó d paso a un d~acho amplio, pero empcqudt«ido por
cajas y cajones amontonados contra uru pan:d, como á w bodcp
dd depósito no fueran wficicntes. Zulct.a ·(oC in.naló en d e:Kriroño.
Al frente había un ~to ¡of:á de tevinil Me indicó que: me: 10\WI
en él y me ofreció algo de beber.
-Un gin con gín -dije-. Si luy...
-Hay de todo, como en maleta de turco -reipondió; era una
expresión que lucí2 añoi no c¡cuch.aba. Miró a Sanuru-. Y un
Bloody Mary.
Ronny abñó uru pucrtccilb lateral Era un ambiente en penum-
bras, pero vídumbré b barra de un b.ar y uru l2rima rodeada de focos
donde por }a¡ nochcs bailarían mujeres semídesnudu. Hablamot
terminado en b parte truera del abaret.
No hablamo¡ Jwu que Sanr2ru rcgtetó con loa da~ vuos y los
puso sobre el C6CÓtorío. Volvió al bar y reapareció con 10 propio tra-
go: un wlúsky con poco híel.o. Se apoyó en la pared, IJevó su vaso a
los labios y b cadena de oro en su mul\eca lanzó un dettc:Uo. Me miró

192
con ojos desafiantes y luego los posó en las cajas que trepaban hasta el
ciclorraso. No le gustaría oficiar de mozo ante un extraño, pero nada
que hacer: Zuleta mandaba.
-Salud ... ¿comisario, o subprefecto? -me dijo Zuleta.
-Ninguna de esas cosas.
-Lo suponía. Bueno, y lo averiguamos pronto, también.
-Yo nunca pretendo ser lo que no soy. Y menos un policía.
-Cierto, con sus antecedentes ... -y dejó el resto en suspenso,
informándome que él también se había informado. Mejor así; todos
sabíamos quienes éramos-. Supongo que fue una ocurrencia del
subcomisario Pallero.
-Sí, más o menos.
-El ~ubcomisario ha visto muchas películas de gangsters.
-Y de antJboys también. Desde el liceo; ya entonces no se per-
día nint-,'llna.
-Ah, de veras que ustedes se conocen desde el liceo. ¿Buenos
tiempos~
-Sí, buenos. Claro que uno siempre piensa que sus tiempos
liacron los mejores.
-E~ verdad -dijo, y apuró un trago. Bebía a sorbos largos y ya
ca~i había despachado su Bloody 1\-lary-. También fueron buenos
lo~ míoo; en la escuela. Más conos, eso sí; dejé de estudiar cuando era
nirlo.
El teléfono nos interrumpió dos veces con unos pedidos de mer-
cadería. Cuando Zuleta colgó por segunda vez vació el vaso y se lo
extendió a Santana. Ronny me miró al acercarse, y yo me preocupé
dc dcwiar mis ojos hacia la pared.
-Su nombre ... -dijo Zuleta, y una de sus manos se posó en su
frente }' luego recorrió su pelo engominado hasta detenerse en la nuca,
quc wmcn'l..ó a masajear-. Había aquí un dirigente sindical con su
mismo nombre y apellido. Trabajaba en la sastrería de Pau Pons.
-Mi padre.
-Eso pensé. No lo conocí mucho, pero me parecía una buena
per~on;l. Murió joven.
-Sí, relativamente joven.
-Lástima -dijo, y recibió el nuevo Bloody Mary que le exten-
día Santana-. ¿Otro gin con gin?

193
-No, gracias, aún tengo.
-Bueno, cuando quiera. Y. .. ¡ah!, su padre. ¿Era dirigente de los
empleados de comercio, no?
-Sí, por un tiempo corto. Precisamente cuando estuvo en la
sastrería.
-La Gran Sastrería Pons ... ¿Sabe? Cuando llegué a La Serena
yo tenía once años. ¿O doce? No lo recuerdo bien. Mi vida, la que
registro, empezó después. Yo venía de La Higuera. Un pariente me
consiguió un trabajo por aquí cerca, en el campo, y cuando bajaba a
la ciudad me deslumbraban los negocios del centro; la sastrería, entre
otros. Pasaron algunos años hasta que se me presentó una oportuni-
dad y cambié de trabajo. Me vine a La Serena, a pocas cuadras de este
lugar. Ahí me empezó a ir bien y retomé la cuenta de mis años. Pero
todavía me impresionaban esos negocios del centro. En cierta forma
les tenía respeto, temor.
Su mano derecha acarició el mentón. Traté de imaginármelo
adolescente; delgado y tímido y alerto. Santana lo miraba atenta-
mente. Parecía no conocer esa historia.
-Y un día -retomó el hilo luego de un sorbo-, cuando recién
me habían pagado un trabajo bueno, me animé a entrar a la Gran
Sastrería Pons. Qyería un terno, mi primer terno. Se me habrán no-
tado los nervios, seguro que sí. Llevaba unos diez minutos adentro
sin saber cómo hacer para lograr lo que quería, cuando se acercó un
empleado. Tal vez le parecí sospechoso y quiso asustarme. Como sea,
no me trató bien; o yo no supe explicarme. Me llevó con desgano un
ambo, pero yo le había pedido un terno. Me atreví a decírselo y no
le gustó. Me miró ... con desprecio, y me dijo que esperara un mo-
mento. Yo supe que se iba a demorar todo el tiempo que quisiera y
decidí irme. Entonces, otro empleado le habló, se acercó a mí y me
saludó. Me preguntó qué quería y se lo dije. Me pidió que lo siguiera
hasta el segundo piso. Ahí me instaló ante un lugar lleno de ternos.
¿Sabe? Era lo que yo andaba buscando, sólo que no había sido capaz
de descubrirlo. Me mostró una hilera de trajes e hizo un gesto, reco-
rriéndolos. "Estos son de su talla", me dijo. Y después: "Le recomen-
daría éste", y sacó un colgador con un terno azul piedra. Usted ya lo
supondrá: era el traje que yo tenía en la cabeza y él era su padre. Al
final salí con dos ternos. Y con un buen recuerdo.

194
No respondí. Pensé que era tiempo de otro gin con gin. Zuleta
adivinó.
-Sírvase otro, Ronny se lo trae. ¿Estaba bien de gin o lo quiere
más cargado?
Lo pedí igual. Zuleta volvió a pasarse la mano por el pelo y a
acanCiar su nuca.
-Bueno -dijo-. Volvamos al comisario y a los otros. Tene-
mos un problema aquí con el caso Labra. Con su caso.
Esperé que continuara. En eso volvió Santana. El gin estaba
más fuerte. Lo paladeé y escuché a mi anfitrión. Su problema era que
el caso Labra podía atraer a muchos policías a la zona.
-Aunque no lo crea, los negocios andan mejor cuando no hay
este mar revuelto -dijo.
-Y el mar revuelto afecta más a cierto tipo de negocios.
-Por supuesto, no voy a negarlo. No soy como esos hipócritas
que se juran muy rectos y honorables, pero son más bandidos que to-
dos. Yo, nosotros -e incluyó a Santana con un gesto-, trabajamos
en el ftlo de la ley, pero no somos peores que ellos.
-Le encuentro razón. Pero ... ¿me invitó para hablar de eso?
-No sólo para eso. Información. Yo manejo bastante; usted ... ,
usted mismo y los de su oficina y todos sus contactos políticos, tam-
bién manejan información. Yo puedo decir algo, usted puede decir
algo. No necesariamente ahora, pero en cualquier momento. Y los
dos podemos beneficiarnos.
-Sollozzo -murmuré para mí.
-¿Q¡é dijo? -preguntó, echándose hacia delante. Yo no había
hablado en voz tan baja como supuse.
-No, nada. Fue una expresión sin sentido.
-¿Dijo Sollozzo?
-Eh ... , sí. Sollozzo.
-Curioso. ¿Sabe que es mi personaje favorito?
-¿En serio?
-¿Y por qué no? ¿Cree que porque hice sólo la preparatoria no
puedo leer un libro? Bueno, en verdad he leído pocos. Pero El Padrino
es mi favorito. Y Sollozzo, el personaje favorito de mi libro favorito.
-Un visionario. Sin escrúpulos, pero visionario -dije, pensan-
do en el Turco Sollozzo.

195
-Esa es la palabra: vtswnario ... . La razón está de mi parte
-citó-. Los narcóticos son el futuro ... Don Corleone era un hombre
anticuado y su época ya había pasado, pero no supo darse cuenta ... Algo
así dice el Turco. Y en el capítulo Tres, si me lo pregunta.
-Salud por eso. De verdad que es su personaje favorito.
-Por supuesto. Y Puzo, el mejor escritor. Me gustan las pelí-
culas y los libros policiales, como a su amigo el subcomisario, pero
ninguno como Puzo. He intentado con otros, pero ... A ésos, y ésas,
que gastan páginas y páginas para armar unos puzzles y terminar sor-
prendiéndonos en la última página, les digo que mejor se dediquen
a hacer sus rompecabezas en un asilo de ancianos junto a una chi-
menea. Y hay otros interesantes, pero que me dicen poco. Chandler
y el otro ...
-¿Hammett?
-Ése. Claro, he leído que ellos cambiaron la manera de contar
esas historias, cosas así, pero no me llegan. A Puzo le creo más. Él
habla desde adentro.
- 0 desde el ftlo.
-Sí, mejor así: gente que se mueve en el ftlo. Gran tipo. Él y
Sollozzo.
-Caminan por el ftlo, hacen ofertas que no se pueden rechazar,
hacen un favor y reciben otro a cambio.
-Exacto. Algo a cambio de algo. Es una buena ftlosofía de ne-
gocios; se lo digo en serio. Y... ¿quiere jugar?
-¿Por qué no? -dije-. Dispare usted.
-¿Es Labra?
-Sí. Casi ciento por ciento. Y asesinado. Lo del cordel es una
tontera; no sé para qué lo inventaron.
-Disparo yo: peleas internas. No sólo en Santiago; aquí
mtsmo.
-¿Telmer contra otro?
-Contra otros.
-¿En qué lado está Rufat, en el de los otros?
-Así es.
-Interesante -dije, y bebí un sorbo más largo. Sentía que
Zuleta y Santana no estaban jugando con cartas marcadas y que mi
trago no escondía ninguna sorpresa desagradable.

196
-¿Cree que puedan resolver pronto el caso? -dijo Zuleta-
No ustedes, que no tienen mucho que hacer en este cuento, y lo digo
con todo respeto. Me refiero al gobierno, a las policías.
-Tienen que resolverlo. No creo que este burdo invento del
suicidio resista mucho. Pero yo que usted estaría tranquilo. Ahora
que explotó, el caso no puede seguir mucho más en el primer plano.
-Ojalá. Pero quizás tengamos a las policías moviéndose du-
rante un buen tiempo; sobre todo si no se resuelven esas diferencias
internas.
-Y si las aguas siguen revueltas.
-Sí, porque hacen más difíciles las cosas, como le dije. Prefiero
el mar cuando está en calma -y sus dedos comenzaron a tamborilear
sobre el escritorio. Estaría sacando cuentas, haciendo cálculos, pla-
neando sus próximos movimientos. La reunión estaba por terminar,
pero yo aún tenía una pregunta.
-Esas diferencias dentro de la CNI..., ¿podrían afectarlo a usted
desde otro ángulo?
-¿Otro ángulo, como cuál? -y trató de que pareciera una pre-
gunta sin importancia.
-Digo, y estoy pensando en voz alta: Rufat, por ejemplo. ¿Po-
dría él estar incursionando en otras áreas, en negocios que caminan ...
por el filo de la ley?
Me miró largamente con sus ojos caídos y que yo, la primera
vez, interpreté como calmados. Le encontré razón a Pallero: eran
peligrosos.
-Podría ser -respondió-. Él o Telmer. Todo puede ser. Por
eso es bueno que esto termine pronto.

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32

A la mañana siguiente me levanté temprano y con una larga lista de


tareas. Las prioridades comenzaban por Montserrat y Leonor Alday.
En el vestíbulo me saludó el recepcionista suelto de lengua. Recordé
algo que me había dicho Leonor sobre el hotel. El dueño era aficio-
nado a la arqueología, y eso explicaba las vitrinas con choros zapatos
y otros restos fósiles en el salón. El recepcionista era viejo y de piel
agrietada. Perfectamente podía ser un animal prehistórico; alguno de
boca grande, seguro. Pero esa vez hizo todo para congraciarse. Me
tenía tres mensajes apremiantes de Medina, el corresponsal de radio
Cooperativa, pero él había seguido mis instrucciones de no pasarme
ninguna llamada que no fuera de mi oficina hasta que yo apareciera
por la recepción, ya listo para trabajar. Esperaba que le diera las gracias,
y yo iba a hacerlo, pero agregó que una señorita me aguardaba en el
salón, aunque tampoco por eso había querido molestarme todavía.
Era Leonor. La falda permitía apreciar sus piernas, llevaba colo-
rete en las mejillas y los labios bien pintados, y sus manos apretaban
un grueso maletín laboral. Estaba lista para iniciar una jornada en
un ambiente de competencia, donde una mujer atractiva podía salir
mejor del paso. Sólo que sus ojos no iban con la apariencia. Estaban
senos.
Me saludó con un beso menos tenso que los primeros y me tuteó
desde un comienzo. Estaba preocupada por Ester y lo que se había
dicho del caso Labra en las noticias. Y demasiado tarde se enteró que
yo estaba de vuelta en La Serena.
-Así es -le dije-. Desde ayer. Y ahora pensaba pasar por tu
oficina. ¿Has sabido de tu hermana?
-Sí, también de eso quería hablarte. Me llamó ayer. Está aquí,
en La Serena o en la zona, pero no quiso contarme dónde. Dijo que

198
no podía seguir en su refugio en Santiago, pero que se encuentra
bien.
-Yo también supe de su partida. Fui a verla anteayer y me sor-
prendió que se hubiera ido ... Mejor conversemos en la calle.
-Tú sigues sin confiar en ella, ¿verdad? -me dijo apenas sali-
mos del hotel.
-Mmm ... Tengo mis reservas. Puede ser sólo un pálpito, un
pálpito equivocado.
-Yo también desconfío -se detuvo y me miró aún más seria-.
Es decir, no creo, o quiero no creer, que ella por su propia voluntad
haya hecho algo incorrecto, pero sé que está en problemas. Y ayer,
cuando me llamó, intentó convencerme de que seguía en Santiago,
pero justo yo estaba donde la secretaria de mi oficina, y por lo que
habló con la operadora supe que la llamada era de la región. Se turbó
cuando se lo dije. Al final, quedó de volver a telefonear y me pidió
que te ubicara porque tiene algo que contarte.
Nos detuvimos al llegar a la Plaza de Armas y acordamos seguir
en contacto a diario. Antes de despedirse recordó algo.
-La otra vez me preguntaste por el furgón celeste donde me
interrogaron.
-Sí, ¿por qué?
-Porque ahora, mientras te esperaba en la recepción, vi pasar
dos veces uno celeste. Podría ser el mismo.
-Otra vez. Bueno, quizás ahora me sigan con más motivos.
-¿Y por qué te alojaste en el mismo hotel? No es seguro para ti.
-No sé. Creo que me ubicarán de cualquier modo, en cualquier
lugar. Además, voy a tener que pasar harto tiempo en los tribunales,
exponerme. Seré casi un personaje público.
-Yo podría conseguirte algo más seguro.
-¿Tú, de verdad? ¿Y algo como qué?
-Con los padres del Seminario Conciliar. ¿Quieres que averigüe?
-¿Por qué no? Gracias por tu ayuda.
-Y gracias a ti. Recuerda que yo también necesito ayuda.
Nos despedimos. Yo continué por Matta luego de mirar discre-
tamente a Leonor hasta que sus piernas delgadas se confundieron
con las de otros peatones. Atravesé la plaza hacia los teléfonos públi-
cos en las cercanías de los tribunales. En el anillo exterior del paseo,

199
bajo la sombra alta y entramada de los árboles del paraíso, reconocí
los pequeños frutos redondos que caían de sus ramas, y que cuando
niños recogíamos para usarlos como proyectiles en nuestros juegos.
Me agaché y tomé varios. Los acaricié en mi palma mientras dejaba
atrás la plaza y pensé que podría guardarlos como un amuleto, así
como había guardado la nota de Montserrat.
Seguía jugando con ellos mientras esperaba la comunicación
con Santiago. No demoró mucho y Ana María me tenía novedades:
Gálmez ya estaba viajando en su auto, acompañado de Macaya, y
llegarían pasado el mediodía.
-Partieron a primera hora. Dijo que te encontraras con ellos en
la oficina de su colega Qteirolo, a las dos de la tarde. Vas a tener todo
un equipo respaldándote.
Había ironía en sus palabras; toda una audacia en ella. Sabía que
me gustaba trabajar solo hasta donde se pudiera. Yo no tenía mayores
problemas con Macaya, pero con Gálmez era distinto: más prota-
gonismo y más oídos que escucharan sus teorías y conjeturas. Pero,
buscando lo positivo, él tendría más acceso al juez, indagaría con sus
amigos de la Iglesia y se haría cargo de la prensa. Entonces recordé a
Medina. Después de dos intentos lo encontré en la radio. Se quejó de
que yo no me había comunicado, y él esperaba mis versiones, oficiales
o extraoficiales, para incorporarlas a sus noticias del caso Labra. Lo
compensé diciéndole que si se instalaba a las 14:30 en el bufete de
Qteirolo, tendría a Gálmez al alcance de su grabadora, y él gustosa-
mente le hablaría.
-¿Rubén Gálmez?
-Sí, él mismo.
-0 sea que el caso se pone definitivamente serio.
-Y qué menos. Con un cadáver, con la casi certeza de que es
Labra ...
-Y con un supuesto suicidio.
-Supongo que no perderá el tiempo creyendo esa versión.
-Claro que no. Mis fuentes me dicen que hay discusiones, y
mucho malestar, por esa historia del suicidio. No puedo hablar más
por ahora.
-Entiendo. Pero donde Qteirolo podremos conversar con
calma.

200
Estuvo de acuerdo. Yo había recompuesto mi relación con la
prensa; sólo me quedaba aguardar a Gálmez. Fui donde Genaro
Ortúzar, y me permitió hojear durante un buen rato los papeles que
me había prometido sobre algunos litigios de Labra. Aprovechó de
decirme que su hermano ya sabía de mi regreso.
-Qyedó de pasar por aquí a ver si lo encontraba, o de llamarlo.
Y creo que usted va a ir a su casa.
-Parece. Hay una invitación pendiente para conversar de his-
torias antiguas.
-El círculo literario, los clásicos europeos ...
-Así es. Supongo que Ricardo sigue tan aficionado a la lectura.
-Sí, siempre. Pero ahora le interesan otros temas: historia,
geopolítica, biografías ...
Geopolítica ... Una sorpresa. Más que eso, una grosería. Y un in-
sulto para Ludovico Settembrini. Y un alerta sobre el nuevo Ricardo
Ortúzar.
Genaro extendió su colaboración hasta permitirme fotocopiar
en su oftcina algunos papeles de Labra, y, curiosamente para su oficio,
no preguntó por qué lo hacía y si había encontrado alguna pista. Yo
tampoco, pero quería estudiar con más calma unos documentos que
me enviaban un remoto mensaje de alarma, de asunto lejanamente
conocido o vislumbrado. Me despedí efusivamente (otra relación
bien alimentada) y partí al café para aprovechar el tiempo revisando
los papeles. Entonces, al salir del ediftcio, escuché el vocerío de una
marcha.
Me sorprendió: una marcha en la tranquilidad de La Serena y
en esos años, bajo la pesada mano de los militares. Casi un centenar
de personas caminaban por la vereda opuesta, con carteles y lienzos
poco amables hacia el gobierno y su presidente. Los gritos tampoco
eran cordiales. También me sorprendió que varios transeúntes los
aplaudieran y avivaran; el descontento parecía ser mayor del que
yo suponía. En verdad, con el caso Labra y mi reencuentro con
Montserrat había descuidado el seguimiento de las noticias y la vida
política. Mientras veía a la columna alejarse hacia la Plaza de Armas
me hice el propósito de ponerme al día. Entonces reparé en que otra
vez estaba ante el centro de telefonía. Entré y marqué el número de
los Pons.

201
-La señorita está en la clínica con su papá -me informó una
mu_1er.
-Lo siento. ¿Cómo sigue él?
-Mal. Muy grave, según lo que dijeron. Yo no sé muchos deta-
lles, y la señora también anda en la clínica.
-¿Cree que podría encontrar a Montserrat allá?
-No sé. Parece que al señor lo traen hoy mismo a la casa, para
que descanse.
La batalla perdida. La guerra perdida. Dudé si agregar algo más,
pero lo hice.
-Soy un amigo de Montserrat. Dígale que llamó Adrián y que
insistiré más tarde.

No volví a llamarla porque Gálmez, con su llegada y sus encargos, me


ocupó hasta la noche. Antes, en el café, tampoco logré avanzar mu-
cho con los papeles fotocopiados. Primero me distrajeron las sirenas
de los carros policiales que acudieron a preservar la tranquilidad de
la Plaza de Armas y de sus símbolos del poder regional. En menos
de un minuto se desplegó frente al ventanal del café la retirada de
los manifestantes. Casi todos huían y sólo unos cuantos intentaban
mantenerse desafiantes. Luego se acercó, veloz, el viejo olor de las
bombas lacrimógenas. El local quedó vacío, pero yo no iba a darle en
el gusto a la policía; decidí afrontar el mal rato ahí adentro, resignado
a lagrimear y a esperar que se dispersaran los gases. Afuera ya no
quedaban opositores. Los que sí pasaron fueron algunos policías con
casco, máscara antigás y todo el vestuario de rigor; el mismo que, en
el centro de Santiago llevaban como tenida permanente y acá debía
de ser excepcional. Uno de esos policías con aspecto de fumigador-
gladiador se detuvo junto al ventanal y miró hacia adentro. Debió de
sorprenderlo que un imbécil siguiera allí, sentado, inmóvil y lloroso.
Yo también me sorprendí de llevar tanto tiempo sin encontrarme
frente a frente con uno de esos monstruos. En mis años de universi-
tario nos habíamos trenzado en muchas refriegas. No recibí ningún
palo, por suerte, como tampoco di en el blanco con mis pedradas,
pero aspiré mi dosis de gas lacrimógeno. Después, mucho menos.
Durante la Unidad Popular no hubo tantas oportunidades de pelear
con la policía. La pasábamos por alto; los choques serios eran entre

202
civiles. Así, hasta el golpe. Y de ahí en adelante, ni pensar en comba-
tes contra uniformados. Sólo ahora parecíamos volver a los viejos há-
bitos. Pero yo estaba en otros afanes, me dije, y traté de convencerme
de eso. Entre lágrimas miré el reloj. Ya faltaba poco para la cita con
Gálmez y Macaya, mis refuerzos capitalinos. Esperé que apareciera
un primer mesero con ojos enrojecidos para pedirle un sandwich y
una cerveza, y darme por almorzado.
Hice bien. Gálmez venía. con ganas de trabajar y de marcar
presencia. Primero, reunión con Qyeirolo. Abrazos de los viejos ami-
gos, recuerdos, charlas sobre la situación política, todo eso. Después,
siempre con Qyeirolo presente, los últimos informes del caso Labra.
Empecé yo y siguió Macaya con los trámites en tribunales. Al final,
Gálmez. Tenía algunas novedades. Sus contactos aseguraban que el
gobierno se había fijado como plazo esa semana para resolver el caso
ante el país y que el debate interno era cómo explicar la muerte de
Labra.
-Todo apunta a que se impondrá la tesis del suicidio -dijo-.
Es una apuesta arriesgada, pero tratarán de sostenerla hasta donde
puedan. Hay informes de que viajó un alto jefe de la CNI a La Serena
y es posible que pronto tengamos al subsecretario del Interior aquí,
anunciando la "solución" del caso. Bueno, todo eso aumentará nuestro
trabajo, porque habrá que presentar más pruebas y pedir exámenes y
peritajes para demostrar que su muerte no fue accidental.
-Y que aparentemente fue un ataque cardíaco producido por
un traumatismo de tráquea, derivado de la tortura -acoté, tirando
sobre la mesa una información que me había dado Pallero por te-
léfono-. Acabo de saberlo como trascendido, y mañana estará el
informe médico legal.
Eso dio paso a más conjeturas y estrategias, a las que siguieron
escritos, revisión de los códigos y llamados telefónicos. Pasamos el
resto de la tarde yendo y viniendo de los tribunales. Gálmez la tuvo
un poco más calmada. Y su primera actividad después de nuestra
reunión fue enfrentar la grabadora de Medina, que estaba allí, en
el lugar y el momento precisos, como cuentan los libros de historia
sobre los héroes patrios. Gálmez se portó a la altura de las circuns-
tancias. Habló lo justo, para su estilo, y lo adornó bien, con palabras
que sonaban admonitorias y seguras.

203
-Estamos ante una muerte dolorosa -dijo-, como cualquier
muerte. A mí me duele más porque Dantón Labra es -y me cuesta
decir "era"- mi amigo. Por eso, emplazamos a las autoridades a que
revelen las circunstancias reales en que se produjo su desaparición,
qué ha pasado con el dinero de sus inversiones, que también ha
desaparecido; por qué el burdo montaje de las fotos con una de sus
funcionarias -porque nadie, por su propia voluntad, se expondría a
eso-, y, finalmente, por qué el insólito subterfugio de disfrazar su
muerte como un suicidio.
-Pero aún no está comprobado que sea él -replicó Medina,
jugando al periodista objetivo.
-Es lo que nos han dicho, pero no tenemos duda de que se
trata de él.
-En cuanto al suicidio, el jefe regional de la CNI acaba de decir,
ayer no más, que ésa es la causa de la muerte.
-Él tendrá sus motivos y deberá explicarlos ante la justicia,
pero nosotros creemos firmemente que no se trata de un suicidio. En
todo caso, espero que las autoridades de seguridad que han viajado
desde Santiago para hacerse cargo de la investigación le den al país
una explicación creíble.
Medina se despidió de Gálmez con un fuerte apretón de manos.
Se preocupó de saludarme también al paso y se alejó con su tesoro: tal
vez la mejor declaración que había conseguido en su carrera.
Más tarde, Gálmez y Qyeirolo aguardaron la hora de las noticias
para escuchar la entrevista. Macaya y yo estábamos demasiado ocu-
pados. En uno de nuestros trámites me pidió que lo llevara a algún
bar para certificar la bondad de los tragos locales. Podía ser, porque
él y Gálmez se habían alojado en el Gran Hotel y sólo era cosa de
andar unos pasos desde el vestíbulo para llegar a su Grill Bar. Pero,
como lo temía, no fue posible. Gálmez nos retuvo hasta tarde en su
habitación. Después me fui a mi hotel. Había pocos transeúntes y,
por suerte, ningún furgón celeste. El recepcionista de turno me dijo
que no tenía ningún mensaje. A esa hora, y después de esa jornada,
me habría hecho bien alguno de Montserrat, y también de Leonor.
Así fue que le pedí un trago y, ya en mi habitación, bebí dos buenos
sorbos antes de extender sobre la mesa los papeles fotocopiados por
Genaro Ortúzar. Lo hice más bien como un saludo a la bandera.

204
Estaba muy cansado como para trabajar, pero podría echar un vista-
zo al menos mientras apuraba el trago y mientras ... Me fijé en una
ftr~a. Luego, en otra. Algo había allí. Volví a beber y me concentré.
No soy un perito caligráfico, pero había aprendido algunas cosas en
mi oftcio, y varias más antes, en mi tarea clandestina de imitar firmas
letras para nuestros falsos documentos. Busqué las notas de Ester
~day, que llevaba conmigo. No me costó mucho descubrirlo. Era la
forma en que dejaba sin cerrar la "O" minúscula. Ese detalle también
estaba en un nombre, y en dos, y tres, que figuraban en los papeles
presentados por Labra, en distintas fechas del último tiempo, ante
los tribunales de La Serena. Y había algo más, en las direcciones
anotadas en esos requerimientos.
Bebí otro sorbo, el mejor del día. Ya tenía algo con qué empezar
mi siguiente jornada.

205
33

Regresé a las tierras de San Ramón y a sus setos de pino que delimi-
taban las prósperas parcelas. Los primeros colonos habían trabajado
duro para sacarle partido al agua escasa y hacer cultivables esos are-
nales. Lo atestiguaban los robustos pinos que habían terminado por
cubrir las pircas y alambradas. Esta vez no iba en taxi sino condu-
ciendo el Gap, así es que entré hasta el edificio del Seminario. Pedí
hablar con el padre Brito, y tardó poco.
-Estamos consternados con las noticias -dijo- y rezamos
para que no sea Dantón Labra.
-Es él, lo siento.
Hizo un gesto de resignación, me invitó a sentarme y me pre-
guntó el motivo de mi visita.
-La otra vez le mostré la foto de una mujer, Ester Alday. Tra-
bajaba con Labra, estuvo protegida por otros sacerdotes en Santiago,
pero se fue, desapareció hace unos días. ¿La han visto por aquí?
Estaba mejor preparado para mentir que el cura de Santiago,
pero aún le faltaba entrenamiento. Su respuesta negativa no fue sa-
tisfactoria y traté de hacérselo fácil.
-Entiendo el papel de ustedes: proteger a una persona que creen
inocente. En todo caso, yo no soy policía ni ando buscándola para de-
tenerla o llevarla a los tribunales. Sólo quiero hacerle unas preguntas.
Insistió en su negativa. Yo, en lo mío.
-Había un área de los negocios de Labra, y que llevaba Ester
Alday, en que se desviaban fondos de ayuda extranjera a otras ac-
tividades, de lucro privado. Todo indica que ella ha regresado para
buscar u ocultar algo; algo que la hizo abandonar la protección de la
Iglesia en Santiago y arriesgarse aquí para salvar esas inversiones de
Labra aunque él haya muerto.

206
El sacerdote continuó callado, incómodo.
-Era sólo eso -dije, y me puse de pie-. Me gustaría verla,
o que al menos conozca mi mensaje. Si llegara a comunicarse con
ustedes ... Es ter necesita ayuda legal, no sólo humanitaria.
No dijo una palabra, me dio la mano y cerró la puerta de su ofi-
cina apenas me retiré. En mitad del corredor volví a mirar el fichero
que me llamara la atención en mi primera visita. Lo estudié por unos
segundos. Había unas fotos antiguas, un plano de distribución de la
colonia San Ramón original y, al costado, la lista de los fundadores.
No necesité transcribirla, porque varios de esos nombres se repetían
en los documentos que me había fotocopiado Genaro Ortúzar.
-Veré el modo de comunicarme con la señora Alday -oí al sa-
cerdote a mis espaldas. Me volví: había entreabierto la puerta, pero sin
exponer su cuerpo por entero-. Espero que usted pueda ayudarla.
Le agradecí con un gesto y retomé mi camino. Subí al Gap
y busqué uno de mis casetes. Inicié mi regreso escuchando a Sam
Cooke y pensando que Gálmez ya estaría consultando su reloj y
aguardando mi llegada. Debía apurarme, pero dejé que me adelanta-
ra una camioneta que bajaba a gran velocidad desde los lomajes del
este, envuelta en una polvareda. Junto con desacelerar subí el vidrio
para no tragar tierra. La camioneta también frenó y se me acercó
peligrosamente. Al frente mío, desde una huella en la que no habría
reparado jamás, surgió un viejo conocido: un furgón celeste que me
cerró el paso. Había dos hombres de anteojos oscuros en su cabina.
La camioneta se detuvo pegada a mi puerta, y un hombre sentado
junto a la ventana me hizo señas de quedarme quieto. Una encerrona,
comandante; sorprendido en campo abierto, lejos de la espesura y de
la sierra. Avíspate, ingéniatelas. A ver si sales de ésta.
Entre el polvo vi que el conductor de la camioneta había bajado
y pasaba frente al Gap. Alto, cuello grueso, rostro rectangular y una
barba cerrada. No era igual al de la foto, pero reconocí a Danilo Ru-
fat. Abrió la puerta del acompañante de un tirón. Tal vez creyó que
yo la había bloqueado, pero para qué iba a gastarme en escaramuzas
perdidas.
-¿Puedo sentarme? -dijo, y ya lo había hecho. Su voz era grave,
la misma de mi cautiverio. No me miró, y yo observé su perfil leve-
mente aguileño estudiando la consola y la caja de cambios del Fiat.

207
-Está modificado, me imagino. ¿A cuánto corre, a unos ciento
ochenta?
-Sí, y un poco más cuando se le da la oportunidad.
Ignoró el mensaje. Tomó un casete y leyó en voz alta mi letra
consignando que era una grabación de Fats Domino. Al parecer el
nombre no le dijo nada y tiró al viejo Fats junto a la palanca de cam-
bios. Yo apagué la radio. Él apagó el motor.
-¿En qué andamos ahora? -dijo- ¿Detrás de la amante de
Labra?
-No estoy seguro de que sea la amante.
-Nosotros sí. Para eso estamos, para averiguar cosas.
-Así me han contado.
Me miró por primera vez. También tenía ojos duros; distintos a
los de Zuleta, pero comprados en la misma tienda.
-No te hagas el gracioso -dijo, y su voz se volvió aún más
profunda.
Siempre me lo dicen y nunca hago caso. Esta vez acogí la suge-
rencia y me callé.
-¿La encontraste?
-No.
-¿Seguro?
-Seguro. Dejé recado: que me llame si aparece o se comunica.
-No va a aparecer -y su tono se hizo más lúgubre; eso podía
interpretarse de varias formas-. ¿Y por qué creíste que podías en-
contrarla con los curas?
Esa pregunta la esperaba desde que me cerraron el paso.
-En Santiago, en su refugio, me dijo que si necesitaba comuni-
carme con ella desde La Serena, dejara un mensaje en el Seminario
de San Ramón. Por eso.
Meditó un momento, y yo rogué no estar metiendo en proble-
mas al padre Brito, pero no había alcanzado a pensar nada mejor.
-Voy a proponerte algo -dijo-. Vas a mantenernos informa-
dos. Una vez al día, por lo menos; contacto directo conmigo. Y sin
trampas.
Nos interrumpió una bocina. El acompañante de Rufat la había
hecho sonar y le mostraba el micrófono del equipo de comunicacio-
nes. Tenía un llamado.

208
-No vayas a irte -dijo, saliendo del Gap.
-Faltaba más; interrumpir este grato coloquio.
Pero no fue ninguna gracia decirlo, porque me aseguré de que
ya estuviera ahtera. Aproveché de respirar profundo y pasar las pal-
mas de mis manos sobre los muslos para secar la transpiración. Rufat
cogió el micrófono y habló aliado de mi ventana, pero no logré es-
cuchar nada. Él le hizo un gesto a su segundo para que se desplazara
hacia el volante, se sentó a su costado y siguió hablando, serio. El
acompai1ante echó a andar la camioneta. Con otros gestos, Garganta
Profunda indicó a los ocupantes del furgón celeste que se pusieran en
marcha en dirección a la carretera. Su último gesto fue para mí, para
que bajara el vidrio.
-Tengo que irme. Por ahora estás libre, pero te ubicaré mañana
para iniciar nuestro contacto diario. Cuidado con fallarme.
Se fueron. No me molesté en levantar el vidrio para que no me
cubriera el polvo; me acababa de librar de una tormenta de arena. O
de un tornado. Respira, relájate y vuelve al monte, comandante; San
Ramón no era La Higuera. Y que la suerte te siga acompañando.

Macaya me abrió la puerta de la habitación de Gálmez y me hizo un


guiño que entendí apenas nuestro jefe empezó a hablar. Estaba moles-
to por mi retraso. Le conté de mi búsqueda de Ester Alday, pero me
callé lo de Rufat. Qyedó conforme, porque cambió de tema. Empe-
zaron a recoger todos los papeles en los que habían estado trabajando
y los metieron en sus maletines. Nos esperaba una oficina del estudio
de Qieirolo, habilitada para establecer allí nuestro comando. Gálmez
me pidió que apagara la radio. Me acerqué para hacerlo, pero alcancé a
escuchar que estaban dando noticias y rescaté dos palabras: "yacimien-
to abandonado". Subí el volumen. La nota se refería al caso Labra, y
luego vino una corta entrevista al fiscal militar. Nos dedicó algunas
descalificaciones y anunció que los peritajes indicaban que, efectiva-
mente, Labra se había suicidado en El Brillador. O sea que la noticia
había comenzado con la confumación de que el cadáver era suyo. Nos
miramos en silencio. Después Gálmez miró su maletín con el arsenal
de documentos que ya de poco servían y se dirigió a la puerta.
Mientras bajábamos al primer piso, continuó con las instruc-
ciones a Macaya. Uno podría aguardar más dolor ante la muerte de

209
un amigo, pero también era cierto que la noticia se esperaba, que él
tenía cosas que hacer y que yo era un mal pensado. Sobre todo, eso
último. Y no le di más vueltas al tema porque abajo nos aguardaban
Fallero y, en el segundo plano de siempre, el detective Romo.
Hice las presentaciones. Fallero dijo que había ido a ofrecer su
colaboración por orden de la superioridad de Investigaciones. Eso no
estaba en mis registros, pero era razonable por el revuelo que el caso
estaba levantando en el gobierno. Gálmez agradeció y me pareció
que le impresionaba la familiaridad con que me trataba el subcomi-
sario. Al despedirnos, el discreto Romo me alcanzó con disimulo un
papel. Lo abrí en el camino. Estaba escrito a máquina: "Crisis CNI.
Urgente encontrar a E ..A".
Me mantuve a la espera de poder llamar a Fallero, pero Gál-
mez, al poco rato de estar en la oficina de Q¡eirolo, decidió partir
a los tribunales. No teníamos mucho qué hacer allí, pero quizás
él necesitaba algunos micrófonos y grabadoras para responderle al
fiscal. Apenas habíamos entrado en el vestíbulo, alguien me llamó.
Era Ricardo Ortúzar. Nuevas presentaciones. Ortúzar se comportó
como el personaje que fue alguna vez, o que seguía siendo. Sabía
todo lo del caso, conocía la labor de nuestra oficina, recordaba un
par de investigaciones célebres, retenía en la memoria algunas
declaraciones de Gálmez y Ferrer, y una foto de ambos en una ex-
tensa entrevista a una revista de oposición. Le resumió a mi jefe su
meritoria carrera en la universidad local, le contó que éramos ami-
gos antiguos, que teníamos un encuentro pendiente para recordar
anécdotas y que no quería quitarnos más tiempo, salvo que ... , salvo
que, si podía interesarnos, había sabido que esa mañana hubo una
reunión urgente de la CNI local, motivada por el caso Labra, y que
los ánimos en ella habían sido fúnebres, pesimistas. Se despidió,
pero Gálmez quedó interesado en su confidencia y otra vez me
miró impresionado por mis contactos.
No fue el último. Mientras aguardábamos que nos recibiera el
juez, apareció el actuario en el corredor. Ya se lo había presentado a
mi jefe, pero cuidándome de no contarle que Genaro era hermano
de Ricardo Ortúzar; así lucía más. Me dijo que había un llamado
urgente para mí en su teléfono.

210
No podría haber planeado algo mejor ante Gálmez. Me alejé
con Genaro y tomé su teléfono temiendo que fuera Rufat, apurado
en concretar nuestro acuerdo. Era Leonor. El mentón autoritario de
Garganta Profunda desapareció de mi campo visual y lo reemplaza-
ron las piernas delgadas de la señorita Alday.
La había llamado Ester. Se enteró de mi visita al Seminario de
San Ramón y quería hablar conmigo cuando estuvieran dadas ciertas
condiciones.
-¿Te acuerdas que hablamos de un alojamiento? -me pregun-
tó Leonor, e insistió en la conveniencia del cambio, lo que haría más
fácil el encuentro con su hermana. Acepté y quedamos de hablar al
día siguiente.
Volví donde Gálmez, pero él y Macaya acababan de entrar
donde el juez. No sería muy diplomático interrumpir, así es que me
di por excusado. Sali a la calle y fui hasta mi ya habitual centro de
llamadas. No me costó mucho que Pallero se pusiera al teléfono.
-Tu caso está causando estragos en la CNI -me dijo, sin cui-
darse de posibles escuchas-. Hubo una reunión esta mañana. Parece
que fue seria.
Le dije que ya lo sabía y entendió que no era presunción. Agregó
que ellos habían hecho lo suyo: en Santiago ftltraron la identificación
de los restos y ya no quedaba nada más que hacer, salvo enfrentar las
cosas. Y pasó al segundo punto: Ester Alday. Solté apenas una pren-
da: el Seminario de San Ramón era un lugar de contacto y lo había
activado; ahora debía esperar. Qyedamos de comunicarnos cualquier
novedad.
-Lo siento -dije para terminar-, pero me temo que el caso
Labra va a seguir absorbiendo tu tiempo.
-Qyé le vamos a hacer. Pero al menos me permite una pequeña
venganza.
Se refería a la CNI, pero yo, de paso, recordé otra historia.
-¿Y cómo va tu pesquisa de drogas?
-Lenta, muy lenta. Pero, al parecer, no traman nada.
Colgué. Pallero podía equivocarse con la gente de Zuleta, pero
yo no tenía intenciones de contarle de ellos ni agregar más problemas
a los míos. Permanecí unos segundos en la cabina del teléfono; esta-
ban ocurriendo muchas cosas en torno a mí y todas se encadenaban y

211
circulaban demasiado rápido, como los caballitos de un carrusel
· . . , pero
yo no lograba concentrarme en runguno. Necesttaba apartarme de su
giro vertiginoso para no marearme.
Me pareció un buen método. Pero, para terminar la revisión de
mis caballitos, llamé al hotel para saber si tenía mensajes. Sólo uno
me informó el encargado. '
-De la señorita Montserrat Pons. Dijo que la llamara a su casa
apenas pudiera.
Era la última figura del carrusel. Y la que importaba.

212
34

Montserrat vestía en tonos grises y su rostro serio no llevaba pintura.


Todo en ella parecía anticipar el luto. Me recibió con gestos lentos y
un beso en la boca casi desmayado. Pasamos a la sala de estar. Sólo
un postigo abierto rescataba a la habitación de la oscuridad total.
Era una pieza amplia, llena de muebles antiguos y lustrosos, y daba
la impresión de no haber sufrido cambios en muchos años. Qyizás
la habían alhajado así sus padres cuando recién se casaron, y apenas
unos pocos objetos se le agregaron después: una que otra lámpara,
algunos marcos modernos que albergaban fotografías de parientes y
un receptor de radio nuevo. El resto parecía haber permanecido in-
mutable durante mucho tiempo. Montserrat me hizo sentarme junto
a ella en el más pequeño de los dos sofás, cerca del piano con su tapa
levantada para lucir el cubreteclas de terciopelo. La imaginé niña,
entrando a esa pieza sólo en ocasiones muy especiales, vigilada por la
madre o alguna empleada para que no fuera a desordenar nada. Y una
o dos veces a la semana, instalada en el taburete para sus lecciones
de piano.
-Estaba preocupada por ti -me dijo, y me sacó de mi inspec-
ción-. Escuché que tu caso está empeorando.
-Sí, pero ya tocamos terreno firme. Se sabe que hay un muerto,
que es Labra y que tendremos que trabajar duro. Pero háblame de ti.
Su padre estaba desahuciado. Los últimos exámenes habían sido
concluyentes y el doctor Monroy les dijo que debían decidir ellos:
mantenerlo en la clínica, retardando unos días el final, o llevarlo a su
casa y dejarlo en paz.
-Decidimos traerlo y ...
Un leve ruido la hizo callarse. La madre de Montserrat estaba
a mis espaldas. La recordaba vagamente de otros años. Ahora era

213
una mujer mayor, pero seguía delgada y distinguida. Tenía la misma
mirada y los mismos ojos que su hija, pero su nariz era más recta y
la hacía verse distante. La nariz y el temperamento de Montserrat
debían de ser herencia paterna.
-Buenas tardes. Perdonen que interrumpa, pero quería saber si
vas a comer aquí, para que te preparen algo.
Montserrat no respondió, e hizo las presentaciones. Su madre
me dio la mano y volvió a retroceder como si no quisiera molestar, o
relacionarse con las amistades de su hija, e insistió con la comida.
-Tal vez, mamá. No sé todavía.
-Trata de hacerlo. No quiero que sigas adelgazando. Con per-
miso -y se retiró, leve y elegante como el fantasma de un palacio.
-Se preocupa por ti -dije-. No deberías ser tan parca.
-Está bien; siempre hemos sido así, entre nosotras. Pero es
verdad; se preocupa por mí a pesar de todo lo que significa para ella
el estado de mi papá.
Nos quedamos en silencio. Me tomó una mano y apoyó su ca-
beza en mi hombro.
-¿Te acuerdas del plazo de la CNI? -dijo-. Parece que va a
ser cierto. Yo no necesitaba más días de los que me dieron.
Le acaricié el pelo, qué más podía hacer.
-Cuéntame de tu trabajo aquí -siguió-. ¿Va a ser peligroso
para ti?
-Nunca se sabe. Pero al convertirse en un hecho público nos da
una pequeña garantía de que no harán estupideces.
-Ojalá. He conocido a la dictadura sólo de lejos, pero estando
aquí no siento ese miedo que le tengo afuera, o que le tenía afuera, en
los primeros años. En todo caso, cuídate mucho.
Había levantado su cabeza y me miraba de frente. Sus ojos de
miel estaban preocupados, por mí. Iba a decirle que eso era un hala-
go, pero volvió a hablar.
-Tengo que contarte algo ... -y sus manos se cerraron sobre las
mías-. Cuando volví a La Serena fui con Enrie a la CNI; no quería
llegar sola. Presenté los papeles, los timbraron, me hicieron firmar
otros, en fin. Pero después me dijeron que el jefe quería hablar unas
palabras conmigo, en privado. Me hicieron pasar. El jefe es el mayor
Telmer; creo que te lo dije la otra vez. Es joven, no parece un CNI.

214
O no parece lo que yo me imaginaba a la distancia. Y se portó bien.
Me dijo dos o tres cosas sin mayor sentido, lo mismo que me habían
dicho antes los otros. Yo no entendía para qué me había hecho pasar
a su oficina. Entonces ... me preguntó.
-¿Te preguntó qué?
-Por ti.
La había interrogado sobre nuestra relación y si ella estaba en
antecedentes de que existía un historial mío en sus registros. Enu-
meró algunas cosas relacionadas con mi oficina, le dijo que sospe-
chaban que mi trabajo allí era sólo una fachada, y por eso él quería
advertirla.
-¿Así de generoso, de confiado en ti? -pregunté.
-Así. Curioso, ¿no? Insistió mucho en que tú podías tener una
vida oculta y que yo debía cuidarme de eso. Imagínate. Le dije que no
se preocupara por mí y que yo te tenía plena confianza, que éramos
amigos antiguos, de La Serena -fue una mentira necesaria-, y que
ahora nos habíamos reencontrado por casualidad. Eso fue todo, pero
quedé preocupada por ti.
Ahora yo era el preocupado. Telrner interesado en mí. Y, lo peor,
por intermedio de Montserrat. La volví a ver frágil, vulnerable, como
en nuestros días en la casa de avenida Francia. La abracé y ella se
refugió en mi pecho. Después de un rato largo volvió a hablar.
-Mi papá me escuchó decir que venías.
-¿Y preguntó algo?
-Sí. Si seguías tan obcecado. Y equivocado.
-Por supuesto. ¿Se lo dijiste, no?
-No. Le respondí que te lo preguntara directamente.
-¿Y?
-Me dijo que si te atreverías a verlo.
-Si me atrevería ... Claro, ¿por qué no?
Era mentira. Prefería no hacerlo, pero no deseaba incomodarla.
Y, después de todo, teníamos temas pendientes con el viejo Pons.
Montserrat se incorporó.
-Voy a avisarle.
Esperé sin hacerme mayores preguntas sobre lo que venía. Ya
tenía bastante con lo de Telmer dando vueltas en torno a ella. Ella
volvió, sonriente, y me extendió una mano. La seguí por el corredor,

215
luminoso en comparación con la sala de estar, y atravesamos el pri-
mer patio hasta la primera puerta del segundo corredor. Entramos en
otra habitación en penumbras. Era el dormitorio principal. También
ahí, muebles antiguos y lustrosos. Al fondo, la cama matrimonial
había sido desplazada contra una pared para instalar a su lado un
catre médico, con su armazón asomando bajo las frazadas como un
esqueleto blanco. Sobre él descansaba Pau Pons, con catéteres en sus
dos brazos, desde los que salían varias sondas que terminaban en una
especie de perchero con bolsas de fluidos medicinales. Un balón de
oxígeno había sido colocado tras la cortina de la ventana, como si
alguien quisiera ocultar su presencia agorera.
La cara de Pau Pons estaba tan descolorida como las albas fun-
das de los almohadones. Tenía los ojos cerrados y respiraba lento,
en forma intermitente. Otra sonda cruzaba su rostro y clavaba dos
inhaladores de oxígeno en las ventanillas de su nariz. Me detuve a
tres pasos de la cama. Montserrat me apretó fuerte la mano y luego
comenzó a retroceder.
-Tu visita, papá -dijo desde la puerta.
-Ya sé -respondió su voz ahogada-. El discípulo de Chou
en Lai.
Dije una vaguedad e intenté ser atento, sin excederme. Él respi-
ró profundo y levantó una mano. Qyería hablar.
-Estuve pensando en nuestra primera conversación. Y en la
política. ¿No le molesta el tema?
-No, adelante.
-Usted escogió las izquierdas ... ¿No ha pensado en que pudo
ser de derechas? ¿Alguna vez tuvo la opción?
Preferí esperar. Me acerqué más. Había entreabierto los ojos,
pero no me miraba.
-Vea mi caso -dijo, y tomó aire-. Yo pude haber sido de
izquierdas. Era pobre, había nacido en un pueblo igual de pobre, veía
sólo más pobreza hacia adelante ... Era fácil, en ese tiempo, caer en
las izquierdas. Pero tuve mi oportunidad. Un amigo, más decidido
y audaz, me propuso probar suerte en América. Llegamos a Chile,
a Santiago; después yo vine a esta ciudad, por mi cuenta. Cuando
comprendí que iba a quedarme, supe que iba a pelear. Aquí estaba mi
oportunidad y tenía que luchar por ella. ¿Qyé es todo eso?

216
-¿Una opción?
-Sí, una opción, pero limitada. Algo ya me había hecho dejar
el pueblo, llegar acá y encontrarme con ... , ¿con mi destino? ¿Usted
cree que existe el destino, que al menos una parte de lo que nos pasa
está predeterminado?
No respondí.
-Está bien. Sigo ...
Pero le costó. Tosió, pareció ahogarse y respiró entrecortado. Di
un paso hacia él para ayudarlo, pero su mano se alzó levemente para
decirme que no me preocupara, que se las arreglaría solo. Sus ojos,
que no me miraban, vagaban sin fijarse en algún punto. Sería efecto
de los sedantes, así como la voz, que tendía a trabar las palabras.
Después de unos segundos, su respiración volvió a calmarse. Y él, a
hablar.
-¿Se ha dado cuenta de que ya casi no se habla del determi-
nismo? En mi tiempo, sí; y yo creo que todavía anda por ahí, dando
vueltas ... Pero vuelvo a lo mío. Yo di mi pelea porque sabía que esto
era lo importante en mi vida. Y me empezó a ir bien. Después ...
Después recordé -o en verdad, siempre recordé- que había te-
nido una novia, en mis días del pueblo. ~izás había sido mi único
triunfo de aquel tiempo. Ella vivía cerca de la aldea, en una finca;
era de mejor situación y varios años menor. Nos separaron algunos
disgustos y mi decisión de venirme. Pensé que la había perdido. Pero
años después le escribí y ella aceptó venirse. Es mi mujer; usted debe
de conocerla. Cuando nos casamos me quedó todavía más claro que
tenía una sola tarea: seguir luchando. No había más opciones. Y eso
he hecho, hasta hoy.
-Me parece bien.
-¿Seguro?
-Sí, sólo que ...
-¿~é?
-~e cuando uno lucha suele aplastar a alguien.
-¿Y alguien no lo hace? Déme un ejemplo, uno solo -dijo, y
levantó la voz, pero volvió a quebrársele. Respiró profundo.
-Está bien -respondí, más que nada para que descansara-.
Si lo plantea así, es sólo luchar; aplastar o ser aplastado. Pero usted
habló de su mujer. No le habría gustado que la aplastaran, o aplastarla

217
usted a ella. Y tampoco a sus hijos y a algunos más ... Lo que quiero
decir es que la vida puede ser algo más que luchas individuales.
-Ya, la lucha colectiva.
- 0 social, no lo sé bien. No tengo nada contra su lucha, contra
su afán de sobrevivir en otro país, de ser alguien, pero ... , es una vieja
discusión y ya la habrá escuchado: ¿hasta dónde se puede llegar sin
pisotear a los otros?
-Sí, la conozco -volvió a tomar aire y sus manos se apoyaron
con ftrmeza en la frazada, como dispuestas a incorporar el cuerpo-.
He escuchado a gente que plantea ese dilema. Pero muchas veces esa
gente lo dice no porque lo crea, sino porque no se atrevió o no supo
cuándo debía ponerle un pie encima a otro.
Respiraba en forma breve y ruidosa, amarrado y dependiente de
sus sondas, pálido y casi transparente, pero todavía se engrifaba. Por
instinto, como un gato recién nacido.
-Dígame -siguió-. ¿Le parezco despiadado?
-¿Despiadado?
-Sí, despiadado, insensible ... Me lo han dicho más de una vez,
y a veces he pensado que pueden tener razón. Pero, ¿sabe qué pienso?
Yo creo que algunos se atreven a ser despiadados, y otros no, aunque
después busquen caminos torcidos para justiftcarse. Pero nadie se
salva. Q¡izás los santos y los mártires, pero el resto somos todos de la
misma camada. La diferencia es que no todos se desarrollan igual, o
no se atreven a desarrollarse.
-A aplastar cabezas.
Otra vez empezó el ruido sordo del primer encuentro, el de su
risa. Pareció ahogarse. Inspiró varias veces, hasta que entreabrió los
ojos y me miró por primera vez; había pasado la crisis.
-Usted me tendrá algún rencor, o varios, por su padre -dijo.
-¿Usted cree?
-Sí, creo. Trabajó para mí, y él, y usted, habrán pensado que lo
exploté. Seguramente él me culpó por la pérdida de su trabajo, pero
no fue sólo mi responsabilidad. En ftn, no me arrepiento. De nada.
Yo escogí un camino cuando dejé el pueblo. Usted, cuando se fue a
Santiago, a la universidad, habrá hecho lo mismo: tomó un camino.
Sólo que, en esos años, en la universidad casi todos pensaban más o
menos lo mismo.

218
-¿El determinismo?
-No sé, no quiero ser presuntuoso. Pero dígame si no era difícil
salirse de ese camino en la universidad, en esos años.
-Es posible. Pero usted está pensando más en su hija que en mí.
-Ja ... ! Sí, puede ser. Y, como le dije la otra vez, espero que no
vuelva a esos errores ni nadie la empuje a ellos. Ahora, admito, tengo
mis temores. Y no sólo por ella, sino por lo que pueda pasar en Chile.
Estaré desahuciado, pero igual escucho y leo. Espero que el país no
vuelva a equivocarse. Ya pasamos por eso.
-Pero podríamos equivocarnos de nuevo, dicho con sus
palabras.
No habló durante unos segundos. Cerró los ojos e inspiró pro-
fi.mdamente, como si intuyera una nueva crisis.
-Ojalá que no -respondió por fin-. Y si alguna vez pasa,
confío en que Montserrat no esté aquí. Lo único que me tranquiliza
es saber que ahora ella pertenece más a Cataluña que a este país. Más
que lo que yo pertenecí. Si lo medimos en años, pronto va a ser más
catalana de lo que yo lo he sido.
Era un punto a considerar. No supe por qué, pero me senté en el
borde de la cama. Cuidadosamente.
-Yo me vine pensando que volvería pronto, y sólo regresé una
vez. ¡Una vez, en toda mi vida! -dijo, y por primera vez levantó la
voz-. Por preocuparme de luchar, de salir adelante; o del dinero, si
lo prefiere así... Sólo una vez, ¿sabe? Una sola vez volví a la aldea, que
era casi la misma que dejé. Abajo se había extendido y crecido el pue-
blo, y ahora es más grande y moderno, pero arriba en el peñón, donde
alguien lo levantó hará ochocientos años o más para protegerse de los
invasores, sigue todo igual. Está todavía mi casa, la casa de la familia.
Y la pieza grande, con el mismo hogar encendido, aunque ahora haya
más habitaciones alrededor y unos parientes jóvenes que no conozco.
Una semana ahí, y nada más. En eso me equivoqué.
-Tenía su otra vida acá.
-Sí, pero sin Montserrat. Eso ha sido duro. Nunca ha querido
regresar. Al menos, mientras siga esto ... que a ella le molesta; este
gobierno, que es el mío. Pero no lo aburro más. Ella va a volver allá
y vivirá en mis tierras más de lo que yo viví. Eso es lo que importa,
¿no?

219
-Me parece -respondí sólo porque era un moribundo y el
papá de Montserrat. Pero, si esta vez me la jugaba, yo le arrebataría
ese logro y haría que ella dejara España.
-Lo peor es la memoria -dijo con voz más calmada.
-¿La memoria? -y mi espalda se tensó.
-Sí. Yo pensé durante mucho tiempo que vivía para esto: mis
negocios, mi mujer, mi hija. Pero ahora pienso que uno vive para la
memoria de algo que nos marcó de niños.
-Puede ser. Yo ahora creo que por años no quise reconocer mi
memoria de algunos hechos infantiles y adolescentes -dije mintien-
do a medias. En verdad, pensaba en Montserrat y en nuestros días
antes de su exilio.
-Eso me pasó cuando volví a mi casa --continuó-. Mi me-
moria era la familia, en invierno, reunida ante el hogar encendido y
esperando que reventaran unas castañas dentro de una olla pequeña.
Para eso me di toda esta vuelta por medio mundo y me demoré mil
años en volver, y apenas por unos días.
No tenía mejor respuesta que el silencio y traté de acomodarme
en mi rígida postura al borde de la cama. Entonces me di cuenta de
que había alguien detrás. Era la enfermera, con una bandeja llena de
medicinas y jeringas. Qyizás llevaba un buen rato esperándonos. Me
puse de pie y le hice un gesto para que se acercara. Pau Pons también
la vio.
-La hora del engaño -dijo, y se reinició el ruido sordo de su
nsa.
-Lo voy a dejar tranquilo.
-No sé si tranquilo, pero más despierto. Fue bueno volver a
discutir con usted.
-No llegamos a discutir.
-Casi. Pero vaya, vaya; no se demore más con este viejo. Mi
hija lo estará esperando. Recuerde lo que le dije sobre ella.
-Lo recuerdo siempre. Nos vemos.
-No lo sé, pero gracias por decirlo.

220
35

Montserrat me acompañó hasta la puerta mampara. Me abrazó, pero


apartó su boca al despedirnos.
-No -dijo-. Me queda poco tiempo aquí. Y no lo digo por
mi papá; pronto voy a volver a Barcelona, a mis compromisos.
-¿Pero hablaremos antes?
-Sí, por supuesto. ¿Qyé tal mañana? Q¡iero salir, arrancarme
de esto por un rato.
Caminé de regreso al centro, agradeciendo la llegada de la noche
y dejando atrás solares con muros de adobe jalonados de pilastras.
Casas de un solo piso, pero con cresterías de madera que servían para
aparentar fachadas más imponentes. Y llenas de pequeños secretos,
como la de los Pons. Era un barrio antiguo que yo no recordaba
en detalle, pero que ahora reconocía de inmediato, como a un viejo
pariente. Lo mismo le habría pasado a Pau Pons con su aldea, la de
su memoria. Desde mi propia memoria me llegó un estribillo: ¡Pau
Pons, Pau Pons .. . , Pau Pons, Pons, Pons ... ! Cuando niños, nos divertía
ese sonsonete, el del aviso musical de su sastrería, transmitido una y
otra vez en la radio: ¡Pau Pons, Pau Pons .. ., Pau Pons, Pom, Pons ... !

-Lo único que faltaba. Qye hasta en mi casa me recuerden a ese


explotador -dijo mi padre cuando nos escuchó, a mi hermano y a
mí, repetir por primera vez el estribillo. Después averiguamos con mi
madre la causa de su malestar, y nos abstuvimos de cantarlo delante
de él.
Nunca me gustó pensar en mi padre después de su muerte. Tal
vez porque nunca fuimos amigos. Era reservado, de gestos parcos y
escasos. Pero nos quisimos, por cierto. Diría que lo mismo les pasó a
mi hermana mayor, su favorita, y a mi hermano, que me llevaba dos

221
aiios. Nuestro padre volvía del trabajo y se sentaba a almorzar o a
cenar y hablaba poco. Al menos con nosotros. De su trabajo y otros
asuntos conversaba con mi madre, y a veces se acaloraba. Nosotros
ya algo entendíamos de esos temas que después identificaríamos
como sindicales o políticos. Trabajaba en la bodega de frutos del país
que tenía Pau Pons, hizo méritos y el viejo lo trasladó a su sastrería.
Era un ascenso económico y social; así lo entendía mi madre y lo
intuíamos mi hermano y yo, que nos asomábamos a las vitrinas de la
sastrería, cuando dábamos una vuelta por el centro después de clases,
para verlo moverse entre las estanterías como un gran señor. Después
supimos que estaba dedicado a los sindicatos; de la sastrería, primero,
y de todo el comercio local, después. Hubo una huelga y lo despidie-
ron. Tranquilizó a mi madre, dijo que estaba cansado de Pau Pons y
que ya encontraría algo. Gracias a sus amistades sindicales obtuvo un
trabajo en los Ferrocarriles, en Coquimbo. Era menos dinero y me-
nos prestigio, pero en casa él y mi madre se encargaron de que no no-
táramos grandes cambios. Las relaciones entre ellos se deterioraron,
y varias veces él no llegó a dormir. O quizás el orden de esos hechos
fue inverso. Mi madre se ocupó de que casi no notáramos su pena, o
su enojo. Con mi hermano nos preguntamos varias veces si mi padre
tendría otra mujer, pero no pasó de allí; no nos atrevimos a averiguar.
Así, hasta que empezó a enfermarse. Le diagnosticaron arteroescle-
rosis, y en aquella época era difícil hacer algo contra eso. Faltaba al
trabajo, tenía licencias habituales, se controlaba en el hospital y a
veces pasaba días internado. Por ese tiempo, mi hermana se casó.
El novio era de Copiapó y se fueron al norte. Un año después, mi
hermano, que había repetido otra vez de curso, no quiso exponerse al
oprobio de compartir la sala conmigo ni seguir batallando contra los
libros. Habló con su cuñado y él lo invitó a probar suerte en Copiapó.
Conversó con mis padres, o sólo los notificó, y se fue. A los pocos
días ya tenía trabajo. Un año después se casó, de apuro, creo, aunque
siempre su mujer y él hablaron de un parto prematuro, no sé para
qué. Volvieron sólo cuando se agravó mi padre. Y volvieron a partir,
pero tuvieron que regresar una semana después para el funeral. No
recuerdo muchas escenas de llanto. Sólo dolor, apenas expresado en
algunos gestos. Nos mudamos con mi madre a una casita interior en
la propiedad de unas tías viejas. Sabíamos que no por mucho tiempo.

222
Yo estaba por terminar el liceo y soñaba con la universidad, con San-
tiago. Lo logré, y cuando hice mis maletas para iniciar mis estudios
de Leyes, mi madre también empacó lo suyo y se fue a vivir con mi
hermana. Nos comunicamos poco en el tiempo que siguió. Unas car-
tas breves, unos viajes míos igual de breves a Copiapó, por la distancia
y porque, creía, ya no tenía mucho que compartir con mi familia. Las
noticias eran escasas y después se concentraron en la enfermedad de
mi madre. La neumonía no le dio mucho tiempo. Murió en el verano
del 73. Yo andaba recorriendo el sur a dedo, con dos compadres del
movimiento, tratando de conocer la realidad del país, denunciando
su pobreza, concientizando gente; todo eso que hacíamos entonces y
que nos parecía más importante que nada. Cuando los mensajes de
mis hermanos me encontraron ya llevaba una semana sepultada. Los
llamé por teléfono, pero no viajé a Copiapó.
Esa había sido mi vida en La Serena, pensé mientras me acerca-
ba al centro. Ahora podía enrostrarme que había sido una vida reser-
vada, parca y egoísta, siguiendo el ejemplo no impuesto de mi padre.
Era posible. Mis verdaderas emociones surgieron después, desperta-
das por algunas mujeres, por la política y, al final, por Montserrat. Y
en verdad, el odio o el resentimiento hacia Pau Pons era más racional
que nada. Fue mi aprendizaje político el que me señaló al viejo como
un prototipo del hombre al que había que detestar. Ahora casi me
daba lo mismo.
Nunca se termina de aprender, me dije mientras atravesaba la
Plaza de Armas hacia el hotel. El dibujo de las baldosas me recordó
algo. Cuando niños, jugábamos a saltar de una en otra, buscando las
de color más vivo y evitando las que alguna vez fueron blancas. Si
caías en una blanca era el precipicio, y morías y perdías. El color vivo
era ahora un rosado desteñido. Estudié su disposición sobre la super-
ficie que me aguardaba en mi camino. Sí, se podía ir saltando de una
baldosa rosada en otra. El paseo estaba casi desierto, por suerte. ¿Y
con más gente me habría dado lo mismo? Sí, creo que sí. Di el primer
salto y pensé que con música sería mejor.
-¡Pau Pons ... ! -dije en voz alta, saltando a la otra baldosa, y
así seguí-. ¡Pau Pons ... , Pau Pons, Pons, Pons ... !

223
36

Me despertó una llamada telefónica. Faltaban diez minutos para


las seis de la mañana y eso quebrantaba mis instrucciones a la ad-
ministración, pero podía ser Gálmez con alguna emergencia. El
recepcionista se deshizo en excusas antes de comunicarme con mi
interlocutor.
-Perdona si te desperté, cariño -dijo entonces la voz ronca,
inconfundible, de Rufat.
Qyería que lo llamara a más tardar al mediodía con un primer
informe: qué peritajes pediríamos en el pique de El Brillador. Podía
haberme dicho cualquier cosa; lo importante era presionarme y ver si
yo ya estaba entregado. Hice mi bolso, lo llevé con discreción hasta el
auto y después salí, todo con la calma que reservo para los momentos
difíciles. Mi teoría es que, cuando uno está asustado, una manera de
derrotar el miedo, y evitar que sea percibido por otros, es actuar como
si se estuviera en un domingo de resaca y movimientos lentos. He
tenido pocas oportunidades de demostrar su eficacia, por suerte, pero
sigue siendo mi teoría.
La oportunidad más evidente de probarla, después de los bala-
zos cerca del Cementerio General, había sido para mi primer trato
particular con la CNI. Me esperaban dentro de mi pequeño depar-
tamento en Ñuñoa. Abrí y me lanzaron un saco por la cabeza y me
inmovilizaron. Después a la calle y a un auto. No anduvimos mucho.
Se estacionaron y comenzó el interrogatorio. Traté de aferrarme a
mi teoría, pero no resultó muy bien; ellos tampoco cooperaban. Me
preguntaron sobre la oficina: sus vínculos, procedimientos, horarios,
etcétera. Me golpearon con moderación, tal vez porque el espacio
reducido no les permitía más. Después cambiaron el tono y empeza-
ron con las amenazas y los consejos, por decirlo así, sobre lo que más

224
me convenía para mi futuro, que pasaba por alejarme de la oficina y
dedicarme a trabajos menos complicados. El auto volvió a ponerse en
marcha y se detuvo a pocas cuadras. Uno de mis captores tenía voca-
ción dialéctica, y repitió, abreviados, los consejos. Y otro, al menos,
fumaba, porque apagó su cigarrillo en una de mis manos. Reempla-
zaron el saco por una venda ceñida sobre mis ojos y me empujaron
afuera. Me hicieron caminar y me sentaron en algo que podía ser un
banco. Una voz me recomendó que no me moviera en tres minutos.
Oí cerrarse las puertas de un vehículo y se fueron. Me costó más de
los tres minutos quitarme las amarras y la venda. Estaba en un par-
que, solo en medio de la noche. No me había ido tan mal después de
todo. Caminé y descubrí, por el letrero de la calle, que no me hallaba
lejos de mi casa. El toque de queda se había iniciado unos minutos
antes. Volví a mi departamento por calles secundarias para no caer en
manos de una patrulla, y de madrugada empaqué mis cosas y las llevé
a un lugar seguro. Luego di cuenta de todo en la oficina y empecé la
búsqueda de un nuevo hogar.
Esa mañana en La Serena, después del telefonazo de Rufat,
también recurrí al método de la calma autoimpuesta mientras cami-
naba a la oficina de Leonor Alday. Ella ya había llegado, y fijamos
un lugar de encuentro al mediodía para que me llevara a mi refugio
con los curas. Durante la mañana, Gálmez y Macaya, ocupados en
sus propios asuntos, casi no requirieron de mi ayuda y llegué pun-
tualmente con el Gap al punto acordado, un pasaje de una población
cercana al estadio La Portada. Unas cuadras hacia el norte se hallaba
el lugar donde me habían interrogado, y no quería volver a visitarlo.
Dimos unas vueltas distractivas, crucé el puente fiscal hacia el
norte y me desvié a la derecha por el camino de tierra de las Com-
paíi.ías. Allí disminuí la velocidad, tratando de descubrir en esa ruta
menos transitada si alguien me había seguido. Me pareció que no,
regresé a la ciudad por el puente sobre el Elqui y entré a La Serena
por su casco antiguo. Pasé Almagro, la calle donde me había llevado
Zuleta, y doblé en Colón hacia el sur. Era un recorrido algo tortuoso,
pero me permitía acceder al Seminario Conciliar por su límite supe-
rior, a los pies del regimiento.
Era la hora de colación y no había alumnos en el patio de la
enseíi.anza básica. Subimos al corredor del segundo piso. La tercera

225
puerta lucía un letrero de "Laboratorios" sobre sus vidrios empavo-
nados. Leonor la abrió y nos encontramos en un espacio dominado
por dos mesones para experimentos químicos. Al fondo había un
ap<uador con matraces, pipetas y balanzas. Todo se veía muy limpio
y muy antiguo; más que una sala de uso habitual para los alumnos
parecía una reliquia del colegio. La puerta divisoria con la habitación
contigua estaba abierta. Leonor caminó hacia allá.
-Creo que por acá estará tu lugar -dijo.
Desde el laboratorio de química yo había divisado dos calaveras
y unos huesos alineados sobre una mesa. Cuando crucé el umbral
me recibieron más objetos inequívocos de un laboratorio de biolo-
gía, también con aspecto de reliquia. Había dos frascos con cerebros
mantenidos en formalina y unos vegetales fósiles. En la pared del
frente, tres insectarios. La otra pared, la medianera, albergaba los
elementos más representativos: animales disecados. Al pie de ella, un
zorro de ojos falsamente brillantes observaba hacia lo alto, donde en
sus respectivas tarimas se mantenían a salvo de él una lechuza y un
cóndor niño. Al fondo estaba el detalle mayor: un esqueleto humano,
sostenido con amarras y cuerdas que lo mantenían erecto sobre un
pedestal, y mirando hacia el que cruzaba el umbral como para darle la
bienvenida o ahuyentarlo. Pobres alumnos. A su izquierda y pegado a
la puerta hacia el corredor, clausurada con barra y candado, había un
elemento disonante: una cama.
Mi refugio consistía en un catre de campaña cubierto con una
colcha blanca, un velador y, sobre él, una muestra de la hospitalidad
de los curas: un pequeño receptor de radio.
Leonor no pudo evitar sonreír, pero, solidaria con mis huéspe-
des, dijo que después de todo era un buen lugar para estar tranquilo.
Yo me acerqué al esqueleto.
-¿Tendrá fines didácticos -dije- o fue el último alojado?
Ella respondió que era un mal agradecido, pero siguió sonrien-
do. Después dijo que ya debía marcharse e insistió en que me pre-
ocupara de Ester.
-A pesar de lo que pueda pasar con ella -agregó.
La acompañé hasta la puerta. Acercó su rostro para el beso de
despedida. Entonces pasó las manos en torno a mi cuello y se apegó
a mí. Su mejilla se apoyó en la mía. No lo esperaba. O ella estaba

226
muy angustiada por su hermana, y tal vez por mí, o yo la había con-
quistado. Me inclinaba por lo primero, pero sus labios se deslizaron
por mi mejilla y me besaron junto a la boca. Es decir, que podía ser
lo segundo; toda una sorpresa. Tomé su rostro con mis manos y besé
sus labios. Respondió, durante unos segundos, y luego se apartó con
la vista baja y salió al pasillo.
-Cuídate mucho -dijo sin mirar atrás, y escuché sus pasos,
ágiles y enérgicos, alejándose sobre las viejas tablas del corredor.

Salí cerca de las seis de la tarde, después de la estampida de los alum-


nos y de dos visitas de Pizutti. La primera fue a poco de retirarse
Leonor. Me llevó una bandeja con una merienda y no hizo muchas
preguntas; se remitió a darme instrucciones para mi estada. Era un
cura reservado y hablaba con lentitud el español, como si aun hiciera
una trabajosa traducción mental antes de expresarse con su acento
extranjero.
-Aproveche de descansar -me dijo al retirarse-. Tal vez vaya
a necesitar toda su energía.
Me tendí en el camastro y concluí que, en compañía del esquele-
to y los animales disecados, me relajaría más de día que de noche. Me
dormí y desperté una hora después con ánimo, con la energía que me
había sugerido el sacerdote. Retomé mis papeles sobre los negocios
de Labra y Ester Alday, y en los que figuraban varios colonos, com-
patriotas de Pizutti. Las noticias en la radio me sacaron un momento
de ese tema: la policía trabajaba una nueva pista, relacionada con
negocios de suelos agrícolas que Labra tenía en la zona, y que po-
drían aclarar las numerosas interrogantes que rodeaban a su muerte.
Alguien estaba siguiendo los mismos pasos que yo. Debía apurarme;
era mi trabajo y no me gustaba dejar cosas a medio hacer.
Pizutti me visitó por segunda vez. Llevaba una llave para un pa-
tio cercano donde los profesores del colegio guardaban sus vehículos
y donde yo podría dejar mi auto. Hizo un comentario sobre las noti-
cias, y que yo apenas seguí porque quería preguntarle por los terrenos
de San Ramón y sus colonos. Me confirmó lo que yo sabía desde mi
adolescencia: que muchos de esos colonos, luego de unos años de tra-
bajo duro, habían vendido sus tierras para cambiarlas por otras más
fértiles, o por actividades para las que estaban mejor dotados.

227
-En San Ramón quedan muy pocos de los primeros colonos.
Digo, de los que finalmente llegaron acá.
Eso era nuevo. Me contó que la colonización planeada después
de la Segunda Guerra Mundial con campesinos europeos -en su
mayoría italianos, y el resto alemanes- había tenido sus demoras
y contratiempos, como toda empresa pionera sometida al corsé de
la burocracia, y que se concretó en dos etapas. En 1950 llegaron los
primeros y se encontraron con que sus tierras, y las que esperaban
al segundo grupo, no eran de las mejores. Y pese a la lejanía y las
precarias comunicaciones de entonces, los que aún no viajaban lo
supieron y varios se arrepintieron. Pero -burocracia mediante, otra
vez- eso no alcanzó a corregirse en todos los papeles, y hubo más
de un enredo cuando finalmente el grupo, reducido, se presentó en
Chile en 1951.
-Nosotros, la congregación, también estábamos recién llegados
-dijo-, y nos preparamos para recibir a cerca de setenta familias,
pero fueron menos de cincuenta. De todos modos, los que no vinie-
ron aparecían en las listas de distribución de tierras y créditos de la
compai1ía que se formó para ayudarlos.
Recordé la nómina escrita junto al plano original de la colonia
San Ramón, en el otro Seminario. Busqué entre mis papeles mien-
tras Pizutti me observaba con atención. Saqué una lista y le pregunté
por cuatro apellidos italianos.
-No -dijo, rotundo-. No están entre las familias que recibi-
mos y que hemos acompañado en todo este tiempo.
Le di otros nombres más y tuve la misma respuesta. Él seguía
observándome, atento, pero se abstuvo de interrogarme. Cuando
guardé mis apuntes, se despidió y caminó hacia el laboratorio de
química, pero se detuvo junto al zorro y me miró. Los cuatro ojos
brillaban.
-No sé qué ha averiguado -dijo-, pero todo esto me ha traí-
do un recuerdo.
-¿Sí, cuál?
-La señora Alday.
-¿Leonor?
-No, la señora; Ester. ¿Usted la conoce bien?
-Poco. Casi nada.

228
_.Sabía
e que ella empezó , su carrera cerca de los colo nos y de
nosotros? Fue por su pa?re .. ~1 era un funcionario local del Minis-
terio de Tierras y Colomzaci~n, y por eso tuvo mucho contacto con
esas familias. Creo que también era contador, y entonces se fueron
ligando las cosas .. Las ~~~ó en sus primeros trámites; después, en
los negocios que Iban mlClando. También al colegio le servían sus
relaciones. Con los años, Ester empezó a trabajar con él y, cuando él
murió, heredó sus clientes. Y parece que lo hizo todavía mejor que el
padre. Lo sé porque_ má~ d~ vez se ~~men~ó entre nosotros la forma
rápida en que resolVla tramites admmistratlvos y legales. Tenía talen-
to para eso.
-¿Y aún lo tiene?
-Puede ser. Y fue tan eficiente que empezó a ampliar su trabajo
a otras ciudades, incluido Santiago, hasta que se fue para allá. Y dejó
en su lugar a Leonor, una persona intachable, pero ...
-¿Pero no tan eficiente?
-Eso, no tan eficiente como ella.
-Y Ester, en esos negocios con los colonos ...
-En esos negocios pudo enterarse de que algunos paisanos no
llegaron nunca, pero sus papeles quedaron aquí esperándolos.

229
37

Montserrat me mandó a decir con la empleada que no tardaría más


de tres minutos. Eso podía significar diez, o quince, pero nada me
apuraba. Otra vez había deambulado por los tribunales sin mayor
suerte y en el Gran Hotel me encontré con un nuevo mensaje de
Gálmez: había ido con Macaya a entrevistarse con el obispo auxiliar.
El mensaje se completaba con una instrucción: que lo llamara a las
nueve de la noche y le dijera por qué no habían podido hallarme en
todo el día. Lo último me pareció una grosería y me marché sin dejar
una respuesta a la casa de Montserrat. Era casi la hora de nuestro
encuentro.
La empleada me invitó a pasar al recibidor. Le agradecí, pero
preferí aguardar en el pasillo. No quería encontrarme con la madre ni
saber del viejo Pons por esta vez. Me entretuve mirando la pulcritud
con que había sido torneada la madera del paragüero. Era un mueble
en desuso y nunca entendí por qué solía estar en las casas burguesas de
La Serena, una ciudad donde hacíamos fiesta y feriado cada vez que
llovía. Pero el paragüero se había estilado en alguna época y persistía en
los hábitos de la gente tradicional, como los padres de Montserrat.
Sonó el teléfono en la salita. Alguien lo levantó y comenzó a
hablar en voz baja. Era un hombre. ¿El doctor Monroy? No parecía.
Colgó y pensé en Enrie. Mala suerte si aún estaba en La Serena, si se
hallaba al otro lado de la pared y Montserrat seguía sin aparecer.
Se abrió la puerta del recibidor y Enrie Pons me miró con frial-
dad durante unos segundos. Yo mantuve la mirada.
-Ah. Era usted -dijo por fin.
-Sí, yo.
Me dio la espalda y echó a caminar por el corredor hacia el pri-
mer patio, pero se detuvo.

230
-Puede pasar a sentarse -dijo, pero su gesto no era hospita-
lario.
-Gracias.
-Bien ... -y se mordió el labio inferior-. Supe que habló con
mi padre.
-Sí, unos minutos.
-Parece que él se entretuvo. Eso dijo. Gracias.
-Qyé bien. Déle mis saludos.
-Lo haré. Y ... , y tenga cuidado con Montserrat. Hasta luego.
Me había mirado de frente, con ojos fríos y hostiles. Desapare-
ció en el recodo del patio, y yo pensé que el diálogo no había estado
mal para ser el primero de nuestras vidas.
Montserrat se rió cuando le conté el aprieto en que me había pues-
to. Me hizo repetirle el mensaje final de su hermano y volvió a reír.
-Me habría gustado verlos, como dos perros mostrándose los
dientes.
Sonreí. El mal rato había pasado y estábamos tranquilos, en
la penumbra del bar del Hotel Francisco de Aguirre, mientras el
atardecer caía sobre la ciudad. Además, la advertencia de Enrie no
había nublado el ánimo de Montserrat con el mensaje implícito: mi
intromisión en su historia con Bernat. Pero cuando estábamos por
terminar nuestros primeros tragos, el fantasma se interpuso.
-Estoy tan bien aquí -dijo-, que no quisiera pensar en lo
que me espera en España. Ni en mis decisiones.
Aguardé. Ella acarició mi mano.
-Todo tiene que ver con las sensaciones recuperadas, ¿sabes?
-Me imagino.
-Qyizás no te imaginas cuántas sensaciones. Es la familia, la
casa, la ciudad, las cosas que pasaron allá, en Santiago, tú y... en fin.
-¿Y qué piensas hacer con todas esas sensaciones?
-¿Cómo?
-Qyiero decir que pueden ser sólo sensaciones revisitadas. ¿O
estás dispuesta a recuperarlas?
-Ah. ¿Y tú quieres que las recupere?
-Sí, creo que sí. Definitivamente, sí.
-Oh, sorpresa. Qyé bien, me interesa el tema. ¿Tomarnos otro
trago? Yo te invito.

231
Le dije que estábamos en territorio machista y me correspondía
pagar; donde fueres, haz lo que vieres. Me di vuelta para llamar al
mozo. Los dedos de Montserrat, que habían seguido acariciando mi
mano, se tensaron sobre ella y la remecieron.
-¿Y eso? -preguntó.
Del otro lado, hacia el vestíbulo del hotel, Ronny Santana se
había detenido en el umbral, habituándose a la penumbra, y ahora,
una vez que me había descubierto, avanzaba hacia nosotros.
Había clientes en tres mesas situadas en su camino hasta la
nuestra, y sus ocupantes lo observaron de pies a cabeza. Bueno,
sus pies lucían los botines de cuero labrado y hacia arriba los
complementaban un traje color mostaza, que creí haberle visto
antes, y una camisa verde. También llevaba un pañuelo anudado
al cuello,
-¿Qyién será ... ? -insistió Montserrat con un recelo parecido
al que habían expresado sin palabras los buenos burgueses de las pri-
meras mesas. Su pasado izquierdista en Santiago y su vida en Europa
no le impidieron reaccionar como la antigua jovencita de sociedad
que entraba al bar del hotel en busca de su padre.
Ronny Santana había percibido el revuelo y exageró el taconeo,
las piernas arqueadas como si acabaran de desprenderse del caballo, y
un hombro levantado al estilo de Pedro Navaja con aquel tumbao que
tienen los guapos al caminar.
-Perdón -me dijo después de mirar a Montserrat sólo un
segundo, pero con ojos penetrantes-. Lamento interrumpir, pero
tengo que hablar con usted.
-Es urgente, supongo.
-Sí, urgente -y retrocedió, invitándome a seguirlo hacia el
vestíbulo.
-Espérame un momento -dije a Montserrat-. Ya vuelvo.
Santana me precedió y pude apreciar mejor el tumbao de su
caminar. Eso era divertido. Y provocativo. ¿Por qué no? Lo imité en
los pasos que me faltaban hasta la puerta; dos guapos guapeando en
terreno ajeno.
-Hay un problema para usted -me dijo apenas salimos al ves-
tíbulo, y buscó un rincón junto al ventanal que miraba al jardín.
-¿Qyé problema?

232
-Aquí está -y se metió la mano en un bolsillo interior de la
chaqueta. Pero no sacó una pistola, sino una grabadora-. Se laman-
dó Medina, el periodista.
Medina-Santana, otra sorpresa. Ronny no perdió el tiempo
y empezó a manipular los botones del aparato, pero no era un
experto.
-¡Bah! -rezongó-. Me dijo que apretara aquí y listo. Es una
grabación que hizo hace un rato. Lo anduvo buscando a usted para
que pudiera escucharla, pero no lo ubicó y ... pidió ayuda.
Demasiadas cosas. Ronny Santana me había encontrado y, por
lo tanto, podía haberme estado siguiendo; su actitud ya no era reacia
conmigo; Medina parecía saber que ellos tenían contacto conmigo;
existía una grabación ... Por suerte, San tan a tuvo éxito con los boto-
nes y escuché una voz que reconocí enseguida. Era Pallero.
- ... y creo que estamos ante un vuelco en el caso Labra, y que
puede llevarnos a su aclaración definitiva.
-¿Respecto de la causa de su muerte? -preguntó Medina,
siempre con el nexo preciso.
-Al menos, en cuanto a la aparición de su cuerpo en El Brilla-
dor. Todo indica que fue trasladado allí después de su muerte y que
eso se relaciona con algunos negocios ilegales del señor Labra, en que
intervinieron otras personas.
-Se dice que hay órdenes de detención. ¿Es contra ellas?
-Así es, contra dos personas.
-¿Y nuestros auditores podrían saber de quiénes se trata?
-Una es conocida: la ejecutiva de confianza de Labra, la señora
Ester Alday. Y la otra persona, que recién ahora descubrimos vincu-
lada a la investigación, es un procurador que los abogados Ferrer y
Gálmez destinaron al caso.
-¿Su nombre?
-Por ahora nos reservamos eso para no pe~udicar la investi-
gación.
-¿Y ellos estarán en la zona?
-Creemos que ambos dos.
Era el final de la grabación.
-''Ambos dos", no -dije, recordando las dificultades de Palie-
ro en Castellano.

233
-Pero eso dijo, bien claro -interrumpi ó Santana. Yo me abs-
tuve de jugar al profesor y él devolvió cuidadosame nte la grabadora
al bolsillo interior de su chaqueta, como si fuera un arma.
-Esto saldrá al aire en una hora. Necesita ayuda -dijo auscul-
tándome. Yo jugué al rostro impenetrable.
-Es posible. Y desde ya, muchas gracias por lo que ha hecho.
-Qye hemos hecho.
-Me lo imaginé. Creo que tendré que desaparecer.
-Sería una gran idea -dijo con ironía.
-Es mi especialidad; cuénteselo a su jefe.
-Por supuesto. Y repito: ¿necesita ayuda?
-Creo que no, todavía. Empezaré por salir de aquí.
-Ya pagué su cuenta apenas me confirmaron que estaba en el
bar.
-Qyé eficiencia. Gracias, una vez más.
-¿Anda a pie?
-Sí, ¿por qué?
-Sería bueno que usara un auto, para esconderse rápido y pasar
a dejar a su amiga. O si quiere, yo la llevo.
-Nooo, muchas gracias. Yo me encargo.
-Tenga -y puso un llavero en mi mano-. Es un Ford Pinto
azul metálico, medio abollado, pero anda bien. Está a media cuadra
de aquí, en la calle que baja por el parque. Es un buen lugar para
empezar una retirada.
No dijo más ni me dio la mano. Hizo chasquear el pulgar contra
el dedo medio, en un gesto que parecía indicar que todo iba bien, y
se alejó con su tumbao hacia la salida. Yo volví al bar practicando el
chasquido.

234
38

Dormí poco esa noche, y no por culpa del esqueleto ni de los ojos de
la lechuza, que parecían seguir mis movimientos. No era grato ser un
prófugo, pero más me intrigaba Pallero. No esperaba un juego limpio
permanente de un policía, pero creía que nuestro trato estaba funcio-
nando sin necesidad de patear la mesa. Con la orden de detención,
Pallero podía buscar apartarme de la pista de los colonos, ¿pero en
qué le afectaba a él si eso finalmente lograba resolver las preguntas
pendientes del caso Labra? Salvo que de verdad buscara implicarnos
a Ester y a mí en el asesinato, pero ahí los motivos eran más oscuros.
Aunque, con la pesquisa en manos de la justicia militar y el apuro del
gobierno por encontrar una mano que sacara las castañas del fuego,
todo podía ser.
Pero al final no era Pallero el que más me preocupaba. Una vez
más era Montserrat.
Nos habíamos marchado en el auto que me prestó Ronny San-
rana. El Ford Pinto estaba donde dijo: en el recodo de una de las dos
pendientes que cruzan el Parque Pedro de Valdivia y desembocan en
la Carretera Panamericana. Manejé hasta la ruta, avancé unos metros
y regresé por la otra pendiente, paralela a la anterior unos cien metros
hacia el norte, para dirigirme hacia la casa de Montserrat. Pero me
detuve y estacioné en el recodo gemelo a aquél donde subiéramos al
auto, bajo el escudo de unos árboles. Era más seguro hablar ahí que
en las cercanías de su casa. Le expliqué todo. Se asustó y sus ojos se
llenaron de lágrimas. Me rogó que me fuera sin perder un segundo
y que ella continuaría a pie. Me negué, y transamos en que la dejaría
en un punto intermedio. Cuando yo iba a encender el motor, apretó
con fuerza mi mano.

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-Una última cosa. Otra confesión -me dijo sin mirarme, con
los ojos húmedos puestos en un punto allá adelante, entre las som-
bras de los árboles.
Era la segunda parte de su conversación con Telmer. Dijo que me la
había ocultado para no abrumarme con más problemas. Dudé si creerle,
pero me mantuve callado porque no teníamos tiempo y debía estar más
alerto que nunca. El comandante se hallaba en peligro, traicionado por
todos, o casi todos, pero aún conservaba sus armas, la cabeza fría y la
posibilidad de volver a la espesura de la Qyebrada del Yuro. Aún podía
moverse y eludir el cerco de los enemigos. Qye no eran pocos.
Telmer le había preguntado por Vigorena y por su muerte. Jugó
al comprensivo, dijo que lamentaba recordarle un hecho tan dramá-
tico, pero que tal vez ella sabría que, días después de morir su esposo,
ocurrió un asesinato en el centro de Santiago. Montserrat trató de
fingir, pero estaba tan nerviosa que -me confesó- no apostaría
por el resultado de su simulación. Telmer le contó lo que ella y yo
sabíamos: que el muerto era un informante de los militares. Agregó
que eso nunca se hizo público por motivos de imagen: estaban en una
guerra y no había que darle méritos al adversario. Pero a él siempre le
había intrigado ese crimen no resuelto.
Algo como un chorro de agua helada me recorrió la espina dor-
sal. Pero había que seguir adelante.
¿Y por qué le interesa a Telmer ese viejo ... incidente? -pre-
gunté.
-Porque era un amigo suyo. Un suboficial que conoció en la
Escuela Militar y que después sirvió bajo su mando cuando se reci-
bió. Le tenía afecto, y aunque el otro se retiró del Ejército se veían
periódicamente. Además, compartían ideas políticas. Y después del
golpe, el amigo se transformó en un informante.
-Un delator.
-Sí, eso. Y se rumoreaba que tuvo que ver con el asesinato de
Exequiel. Supongo que ésa es la razón de Telmer para sospechar de
ti. ¿Cómo crees que me sentí? No recuerdo qué dije después, ni cómo
salí de su despacho; sólo quería irme. Pero temo que lo único que
logré fue aumentar sus sospechas.
Me olvidé de mi miedo; ahora temía por Montserrat. Nada de
bueno presagiaba ese interés de Telmer en ella y ese insólito gesto

236
de sincerarse con una enemiga, o ex enemiga. Mi vieja manía de
desconfiar de todos incorporó a Montserrat a su agenda, pero traté
de borrarla: mi mujer, la que podía ser mí mujer, estaba también en
peligro. Y asustada. Aparté una mano del volante y acaricié su mejilla
húmeda. Fueron sólo unos segundos; no teníamos tiempo.
La dejé cerca de su casa y comencé el mismo ascenso hacía el
Seminario Conciliar que hiciera con Leonor en el Gap. Vía libre;
primer objetivo alcanzado, comandante. Tampoco había sorpresas en
el laboratorio. Me encerré sin encender las luces, me detuve ante el
esqueleto y le di unos golpecitos en el omóplato.
-Vas a tener que espantar a los malos -le dije, e inicié
mi primera y larga noche en la clandestinidad. A lo mío no más
regresaba.

No recibí visitas en el día, salvo dos de Pizutti con sendas viandas de


comida. Con la segunda llevó también un termo, café, té y azúcar. Se
portó discreto y no hizo preguntas. Yo sí hice una: si quería conocer
mi versión sobre la orden de detención.
-No es necesario. Y una última cosa. ¿Desea enviar un mensaje
a alguien?
Le dije que a Leonor. Era la más confiable y podría ayudarme
a entender algunas cosas de su hermana. Y necesitaba pedirle que se
comunicara con Zuleta o Santana. No contaba con nadie más que
con ellos en ese momento. Y a pillos, pillo y medio.
La radio me acompañó hasta tarde en esa velada. Era casi la
medianoche cuando me sobresaltó el tamborileo musical, caracte-
rístico de los extras noticiosos en la emisora de Medina. "Informa-
ciones de último minuto", dijeron. El término estaba demasiado
usado y gastado, pero esa vez fue cierto. El locutor anunció dos
trascendidos sobre el caso Labra. El primero, que el informe final
de la necropsia indicaba que el cadáver presentaba lesiones que no
eran de tipo suicida. El segundo, que había sido intervenida la CNI
local. La prensa estaba esperando una declaración del segundo jefe
nacional del organismo, llegado desde Santiago dos días antes, pero
al parecer no hablaría hasta la mañana siguiente. Y agregaron otra
noticia: el arribo a La Serena de Ferrer acompañando a la viuda
de Labra. Ella se excusó de hablar con los periodistas, pero Ferrer

237
lo hizo por ambos. Le preguntaron por la colaboración de Ester
Alday con la familia de la víctima y respondió que no hubo tal; sólo
un llamado telefónico anunciando la muerte de su patrón cuando
la tragedia ya se conocía por otros canales. La familia, dijo, estaba
molesta con la labor profesional de Ester, con algunas irregularida-
des en el manejo de dinero de la empresa y con la forma en que eso
había comprometido el buen nombre de Dantón Labra.
Fue lo último de la batería de novedades. No eran pocas. Y
Ferrer no había hablado de la relación de Labra con Ester, sino del
daño patrimonial que habría hecho en sus negocios. Tal vez a Juan
Francisco Ferrer, de Ferrer y Gálmez Asociados, le dolía, más que
todo, la desaparición de una fuerte suma de dólares.
Logré dormirme. Me despertaron unos pasos en el viejo co-
rredor cuando aún no eran las siete de la mañana. Las pisadas se
detuvieron ante la puerta del laboratorio de Qyímica, y escuché unos
golpes leves en el vidrio. Me vestí como pude, deseando que fueran
los pasos de Leonor.
Los eran, por suerte. Me besó en la mejilla y se apartó de inme-
diato. Había venido temprano, antes de que llegaran los estudiantes,
y debía marcharse pronto. No tenía noticias de su hermana; ni si-
quiera el anuncio de que nos perseguían la había hecho comunicarse.
Le pedí que hiciera nuevos esfuerzos por ubicarla; a través de Ester
yo podría acercarme a la verdad. Y le pedí también que fuera a la
oficina de Bartolomé Zuleta y entregara un mensaje y las llaves del
auto. Le sorprendió que lo conociera, pero no lo dijo. Y me prometió
que iría de inmediato.
Cumplió, porque regresó en la pausa del mediodía y acompa-
ñada. Ronny Santana se había esmerado en vestirse de manera poco
llamativa, pero con modestos resultados. Me dio una mano y levantó
hacia mí una bolsa que traía en la otra.
-Su disfraz. Nadie lo va a reconocer cuando salga.
-¿Voy a salir?
-Tiene una cita -y miró a Leonor.
-Es Ester -dijo ella-. Te lo cuento ahora porque tengo que
1rme.
Tuve que postergar la inspección de mi disfraz. Santana, jugan-
do al discreto, pasó al laboratorio de Biología, y lo vi observando con

238
gran interés los animales disecados. Volví donde Leonor, aún parada
junto a la puerta.
-Ester me hizo llegar un mensaje. No sé cómo lo logró. Tam-
poco sé si la policía lo interceptó y estará esperando. Decide tú ...
Reconocí la letra de Ester en la breve nota: "Camino a caleta
San Pedro. Primer desvío a la derecha. Un km al norte, huella y bos-
quecito. 6 PM".
Leonor estaba preocupada por su infidencia: le había dicho a
Zuleta que yo debería salir de mi refugio, y él le aseguró que ellos me
llevarían sin que yo corriera riesgos. La tranquilicé y ella acercó su
mejilla para el beso de rigor. La besé en la boca. Sus labios quedaron
inmóviles un segundo, pero después respondieron. Yo me aparté,
pensando en Santana. Y en Montserrat. Ella no se merecía eso. O
quizás sí. Y, por último, en unos minutos más saldría a un futuro
incierto. No estaba mal llevarme un beso de recuerdo.
-Cuídate -dijo Leonor y salió al corredor.
Regresé a la segunda habitación. Aparentemente, Santana no
nos había espiado y continuaba con los animales. El zorro le había
gustado más que los otros, pero interrumpió su contemplación para
abrir la bolsa. Me extendió un overol de mecánico, uno legítimo: usa-
do, sucio, con más de una rasgadura. Mientras me lo ponía, decidió
que era bueno conversar.
-Usted le gusta a la flaca ésa.
-¿A Leonor? ¿Sí?
-Se nota. Y no está mal, pero es mejor la otra, la del bar. Un
pellejo fino. No sé cómo lo consiguió.
-Gracias, muy amable.
-Se ve que no es de las que chillan cuando uno las agarra del
cuello.
-¿Qyé ... !
-Eh, no; no vaya a pensar que es una grosería. Es una forma
mía de decir las cosas; una comparación con los perros de raza. Uno
los toma por el cuero del pescuezo, los levanta y no chillan. En cam-
bio, los quiltros ...
-Gran imagen -dije, y sin ironía.

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-Tengo más para usted -dijo Santana, pero se refería a mi as-
pecto de mecánico. Buscó en la bolsa y me alcanzó un frasco pequeño
y un gumpe.
-Es grasa de auto. Pásesela en las manos y en la cara. Va a
ayudar.
Había pensado en todo. Y todavía faltaba algo.
-Podría sacarse esos bigotes -y extrajo una bolsa pequeña.
Adentro había una tijera y una maquina de afeitar.
-No, gracias. Me gusto más así.
-Lo imaginaba. Por eso le traje lentes.
Me los extendió. Eran de marco grueso, notorios.
-Tranquilo; casi no tienen aumento. Son de nuestra utilería
-explicó-. Y aquí hay más, lo último.
Era un gorro de lana chilote. Me puse las dos prendas y lo
miré.
-Aprobado -dijo.
Yo también lo sentía así. Entonces reparé en un peso, como me-
. tálico, en un bolsillo. Eran una llave inglesa y un destornillador.
-Para completar el disfraz -me explicó-. Pero si quiere, le
puedo pasar otro tipo de fierro.
Le dije que no era necesario, y él sugirió marcharnos antes de
que volvieran los estudiantes. Salimos sin problemas. Media cuadra
hacia el río nos aguardaba el abollado Ford Pinto.
-En verdad -dije cuando él lo hizo andar-, un mecánico en
un auto como éste es lo más adecuado.
-No crea. Tiene mala facha, pero lo mantenemos como una
joyita. Nunca se sabe cuándo habrá que usarlo, y para qué.
-Me imagino. Y será menos notorio que otros autos.
-¿Lo dice por mí? ¿Qyé auto cree que tengo? ¿Uno osten-
toso?
-Podría ser.
-Es verdad. Un Camaro del 74, con doble carburador, llantas
deportivas, pintura nueva y todos sus cromados bien pulidos. Me
gusta, y así no le doy trabajo a la policía cuando quiere saber dónde
estoy.
Por lo tanto, hablamos de autos. Eso me ayudó, porque no me
sentía totalmente a salvo con mi disfraz. Santana condujo hasta un

240
. . eriazo cerca de la Alameda. Un portón reservaba su uso sólo
s1tJO ' d h ,
los autorizados. Al fon o ab1a una casucha y los esqueletos de
para . .
~"
h ículos. Más cerca, se1s o .s1ete autos estacionados .
-Aquí va a estar seguro m1entras espera. Me dijeron que quiere
ir a algún lado, y mi jefe resolvió que yo lo llevara.
-Sí, ¿por qué no?
Me dejó solo en el Ford Pinto tras acordar la hora en que iría a
buscarme.
-Mientras tanto -dijo-, puede echar una siesta en el asiento
trasero. No será el primer mecánico que se pone a dormir en mitad
de un trabajo.

241
39

Llegamos quince minutos antes al lugar dispuesto por Ester Alday.


Me sentía tranquilo con Ronny Santana. Si podía confiar en alguien
en esos momentos, era en la gente de Zuleta. Al menos ellos tenían
un móvil que no se rozaba con el mío.
-Tengo un mensaje del jefe para usted: le desea suerte -dijo
Santana al detener el coche-. Cree que hará bien su trabajo.
-Yo no estoy tan seguro.
-Yo tampoco, pero él es el jefe -respondió. Cada vez me di-
vertía más Santana.
-Buen lugar para un encuentro -dijo después, examinando
el área-. Pocas casas, terreno plano y sin lomas; ideal para ver si
alguien se acerca o quiere esconderse. Y el bosque, para conversar
tranquilos. ¿Qyiere que lo espere?
-Sí, prefiero.
-Bien. Creo que iba a quedarme cerca, de todas maneras.
Bajé del auto. Santana tenía razón. El terreno seco y polvoriento
presentaba sólo leves ondulaciones, como señas topográficas de que
un poco más hacia el oeste se hallaba el mar, y que durante millones
de años él había estado pulverizando rocas y lanzando arena sobre
esas tierras. Tierras arenosas, también ahora convertidas en parcelas.
Hasta donde yo recordaba, eran de la misma época que las de San
Ramón, sólo que a este lado llegaron más colonos alemanes que ita-
lianos. Y eran menos parcelas, pero igual de áridas. El bosquecillo
de pinos debía de ser anterior a todo eso, pero por suerte el colono
propietario no convirtió en leña ese manchón verde que le recordaría
las tierras más fértiles de Alemania.
Casi al llegar a la linde del bosque descubrí un jeep. Sus ocupan-
tes no lo habían escondido, lo que era un buen presagio.

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Me había internado apenas unos metros en el bosque cuando
sentí ruidos a mi izquierda. Eran pasos, aplastando las ramas caídas.
Pasos que no intentaban ocultarse; otro buen presagio.
Alguien salió detrás de unos árboles, a unos diez metros, y no
era una muJer.
-Hola, Adrián -dijo Ricardo Ortúzar-. Casi no te reconocí.
Pareces sacado de Las uvas de la ira.
Otro más que aparecía en un lugar donde no debía estar. Pero
éste, al menos, figuraba en mi lista de sospechosos.
-Hola -respondí-. ¿Paseando tan lejos de Davos?
-No seas sarcástico. Vine acompañando a una amiga.
-¿Otra madame Chawchat? ¿Y es sólo ... una amiga?
-Sí, una amiga. Y en dificultades.
-Me lo dices a mí; el subcomisario Pallero nos ha hecho her-
manos de clandestinidad. Pero, ¿viene ella?
-Está aquí. Ahora se nos une -e hizo un gesto vago con el
brazo, pero siguió sin acercarse.
-Confío en que así sea. Ya estoy cansado de trampas.
-No esperarás eso de mí.
-¿Por qué no? Ya es una sorpresa verte aquí; pensé que habían
arrestado a todos los CNI locales.
-No me insultes -dijo desafiante, pero no me rebatió.
-Tengo una duda. ¿Eres del bando de Telmer o de Rufat?
-Te repito que no me insultes -y su voz fue más enérgica.
-Era sólo curiosidad. Si cambiaste el modelo de Ludovico Set-
tembrini por el de León Naphta, bien puedes ...
-¡Qüén habla! No creo que lo hayas olvidado: Naphta es el
paradigma del intelectual totalitario.
-Por eso mismo.
-¡Hablemos de totalitarios! ¿Eso quieres? ¿Hay totalitarios
peores que los marxistas, los que ... ?
-Yo diría que sí hay. ¿Qlé tal cierta gente que tiene a un país en
el puño, pero igual tortura, mata y de paso aprovecha de robar?
-¡Tú no sabes nada! -gritó, y comenzó por fin a acercarse-.
¡Necesitas que te aclaren un par de cosas y yo ... !
-¡Basta!

243
Ester Alday había aparecido desde mi izquierda. Estaría allí vi-
gilando si alguien me seguía, o decidió que era hora de interrumpir
una discusión ociosa. l\lliró con un reproche afectuoso a Ortúzar;
sería otro de sus amigos. Después se acercó a mí y se detuvo a tres
pasos. Llevaba una tenida oscura, con pantalones, y se había cortado
su pelo o lo escondía bajo una peluca. Su cara no tenía pintura y en
su actitud no quedaba ni un resto de coquetería. La estaba pasando
mal.
-Conversemos -me dijo.
-¿Delante de él?
-Sí. Ricardo es mi amigo. Ha estado en esto junto a mí y él
también resultó perjudicado. No lo ataques, por favor.
Ortúzar refunfuñó, hundió las manos en los bolsillos de su pan-
talón y se alejó unos pasos, pero nunca como para no escucharnos.
-Lo plantearé de una vez -dije-. Mis verdaderos problemas
empezaron por tratar de saber qué hacía Labra con los dólares que
recibía, y creo que tú, y Ortúzar, están en eso. Pero lo único que quie-
ro ahora es dejar este juego de la clandestinidad. El asesinato de tu
jefe está resuelto y no va a durar mucho el invento del suicidio. Por lo
tanto, sólo quedan sus negocios secretos.
-Recuerda que Investigaciones te involucró; nadie más -dijo
Ester-. Pero tienes razón: esos negocios son el problema.
-Entonces, ¿tenemos algo que decirnos?
Meditó. Miró a Ortúzar, y éste le devolvió una mirada en que
había dudas y también resignación. Decidí jugar yo.
-Voy a contar todo lo que sé -dije-. Eran muchos dólares.
Muchos más que los trescientos mil de que se ha hablado. Y Labra,
o Labra aconsejado por alguien, decidió ponerlos a trabajar. A ver,
¿alguien conoce algún truco? Y Ester Alday, hábil y experimentada
especuladora en negocios inmobiliarios, dice que sí y cuenta una
historia sobre unos terrenos perdidos en el limbo de la burocracia
y unos colonos que nunca llegaron a Chile, pero que gente experta
podría hacerlos resucitar y pedir créditos para ellos, realizar transac-
ciones y... Una pregunta: ¿a quién se le ocurrió imitar la trama de
Chinatown?
-¿Chinatown, la película? -dijo Ester.
-Sí, ésa.

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-No sé, no la he visto.
-Entonces fue idea de otro. Labra, tal vez.
-Te olvidas de Chichikov -terció Ortúzar.
-¿Chichikov? -dije.
-El personaje de Las almas muertas de Gogol, el estafador que
usaba los nombres de los campesinos que habían fallecido.
-No lo recordaba. ¿Entonces fue idea tuya?
-¡No! -dijo Ester- Ricardo entró mucho después. ¿Podemos
seguir?
-Sigamos -acepté, porque Ester volvía a aburrirse con nues-
tras digresiones-. Ustedes se inspiran en un viejo truco, ponen en
acción a los colonos que nunca llegaron y éstos empiezan a hacer
negocios, a comprar y vender bienes, todo a precios irreales. Lo im-
portante es justificar el destino de los dólares ante sus proveedores y,
por otro lado, asegurarse de que las ganancias quedaran bien resguar-
dadas. Me imagino que hubo que crear más de una sociedad bruja,
con negocios brujos y cuentas bancarias brujas. Todo era posible si
otro par de brujos hacían magia con los números. Magia negra, pero
no importa. Y corríjanme si voy mal.
Continuaron en silencio.
-El asunto marchaba bien, entonces. Todos ganaban, era el
negocio del siglo. Pero algo tiene que haber cortado el hilo. Algo ...
Si me permiten adivinar, apostaría por alguien de los servicios de se-
guridad que andaba tras los pasos de Labra, porque no todo se puede
mantener en secreto tanto tiempo. Y ese alguien agarra la punta de la
madeja, la tira, la tira, hasta que, ¡oh, sorpresa!, da con el gran engaño
y se dice: Miren lo que descubrí, ahora van a ver estos comunistas
de mierda ... , pero, ¡un momento! ¿Y qué pasa si me incorporo al
negocio?
-Rufat -dijo Ester, como si quisiera pasar luego el trago
amargo. Ortúzar la miró sorprendido.
-Rufat, mi sospechoso número uno -dije-. Hasta aquí voy
bien. De aquí en adelante, lo advierto, sólo doy palos de ciego. Rufat
pudo entusiasmarse y entusiasmar a otros, que vieron en esta socie-
dad fantasma una forma de ganar unos pesos extras. Estoy pensando
en gente como Settembrini; como Naphta, corrijo.
No hubo comentarios, y continué.

245
-Pero en algún momento, la gallina deja de poner huevos de
orn. Porque la estrujan mucho o por la crisis económica, o por los
dos motivos. No lo sé, pero la codicia rompe el saco, como decía mi
prnfcsor;l de cuarto básico. Ahí empiezan los problemas para Labra.
Y hasta aquí llego. No sé qué más pueda haber pasado, Ester.
Lo pensó unos segundos. Luego puso una mano en el tronco
más cercano, se deslizó hasta sentarse en la tierra y apoyó la espalda
en el mismo tronco, como si necesitara un soporte firme.
-Habíamos empezado a prestar más y más plata -dijo casi
susurrando-, pero la gente dejó de pagar, de repente. Decenas de
empresarios, chicos, medianos, grandes: a todos les llegó el agua al
cuello con el alza del dólar y la crisis. Pero los de la CNI creían que
Dantón aún tenía más fondos reservados, y lo presionaron para que
los aportara y superáramos nuestros problemas. No sé los detalles, no
sé ni siquiera dónde pasó. Pero ellos lo hicieron, a su manera, con sus
métodos, tratando de que revelara dónde tenía más dinero.
-"Ellos" ... -dije- ¿Telmer o Rufat?
- Telmer -interrumpió Ortúzar, desde su segundo plano.
-Rufa t. Tú no sabes todo -dijo ella mirando a su amigo. Lue-
go volvió sus ojos hacia mí-. Fue Rufa t. Telmer también quería más
dinero, pero por el problema de fondos de la CNI. Sus jefes les dijeron
que había que buscar formas de financiarse, y ellos salieron a buscar
plata, con sus métodos. Telmer quería dinero para la CNI; Rufat lo
quería para él.
Se quedó en silencio. Yo repetí su ademán de buscar refugio
en el piso ..Me encuclillé, primero, y luego me senté sobre el humus.
Ortúzar nos miró, sonrió resignado, se acercó unos pasos y se sentó
apoyado en otro tronco.
-Le déjeuner sur l'herbe -dijo él, siempre tan Ortúzar. Ester lo
ignoró o no comprendió.
-Todo eso, la presión a Dantón, lo supe después -dijo-. Ahí
fue cuando me usaron y nos tomaron las fotos. No lo vi más. Supe
que se resistió en el interrogatorio. Lo golpearon mucho o él tenía
alguna enfermedad, porque le vino una crisis ... Después ya era tarde.
Pobre Dantón; no había nada que hacer.
-Metieron la pata y se perdió la pista del dinero -dijo Ortú-
zar-. Por eso Es ter se escondió. Y todos los que estábamos en ... ,

246
en el negocio nos asustamos, la pasamos mal. Yo pemé c¡ue Tc:lma
manejaba todo; tú dices ahora que fue Rufar...
-Fue él -insistió Ester-. Y ahí cmpe1.ó mi problema. Tuve
que esconderme porque yo no podía revelar nada a los socios de
Dantón y por otro lado Rufat me andaba buscando. :-:o me vas a
creer, Adrián, pero han sido días, semanas, durísimas para mí. :'-li
siquiera en Santiago, con los curas, estaba tranquila. Por eso me fui.
Y ahora esta orden de detención ... Podría presentarme, pero no sé si
eso me dará alguna seguridad. Tengo miedo. Miedo de que me mate
cualquiera de todos los que andan detrás del dinero.
Lo último era convincente, pero algo no tenía sentido.
-¿De cuántos miles de dólares estamos hablando? -pregunté.
-¿De qué ... ? ¿La suma? No sé, nunca supe bien. Dantón era
reservado en eso.
-Yo tampoco sé la cifra, pero puedo imaginármela. Una cifra
por la cual una mujer, protegida y segura, se atrevería a dejar su refu-
gio y correr todos los riesgos, hasta el de perder la vida, para encon-
trar ese dinero.
Me miró fijamente. No eran los ojos de Zuleta ni los de Rufat, pero,
si les daban tiempo y oportunidad, podían terminar a la altura de ellos.
-Eres un hijo de puta -dijo.
-Gracias. Lo acepto como un cumplido, pero con eso no avan-
zamos nada.
Se puso de pie. También Ortúzar, que se acercó a ayudarla.
-Todos necesitamos plata -me dijo él-. Todos podemos
equivocarnos. No te hagas el incorruptible.
-No lo hago. Sólo que aquí estamos, en problemas y sin avan-
zar, y no creo que ustedes lleguen a ver el dinero que invirtieron, o
que dieron por ganado.
-Está bien -dijo Ester, y apartó con suavidad a Ortúzar hacia
un segundo plano-. Estamos todos en problemas. A ti te basta algo
muy concreto para resolverlo; nosotros queremos algo distinto. Pero
estamos iguales. No se hable más. O sí. .. Una sola cosa, un regalo
para ti, sobre tu oficina. Te lo advertí alguna vez.
-Sí, no lo he olvidado -y me levanté.
-No conozco los detalles, pero al menos uno de tus jefes tenía
intereses en el negocio, como nosotros. Uno, al menos. No lo olvides.

247
-Gracias.
Titubeó y finalmente me estiró la mano; yo se la estreché. Or-
túzar se mantuvo a distancia. Tampoco a mí me interesaba darle la
mano.
-Me parece que no volveremos a hablar de libros ni conoceré
a tu familia -le dije.
-Eso te falta: una familia. Cuando tienes gente detrás de ti,
piensas de otra manera; ya no puedes jugar al moralista.
No objeté su razonamiento porque podía ser cierto y porque, en
el momento de las despedidas, me interesaba Ester.
-Creo que podría idear algo para que al menos dejen de per-
seguirnos, para andar de nuevo tranquilos por las calles -le dije-.
¿Qyé opinas?
-Tal vez, pero déjame pensarlo.
-Bien. Hemos terminado, entonces. Avísame cómo encontrarte.
-Eh ... , tú sabrás cómo -respondió. No quería que Ortúzar se
enterara de nuestro contacto a través de Leonor.
Se alejó hacia el jeep. Él me miró con rencor y la siguió.
Regresé al auto y escuché un ruido de ramas aplastadas delan-
te de mí. Qyizás Santana se había bajado a escuchar. Estaba en su
derecho, después de todo. Pero cuando me acerqué al Ford Pinto, él
me esperaba al volante, tranquilo y reposado, como si no se hubiera
movido.
-¿Todo bien? -preguntó.
-Así creo. Volvamos.
Santana condujo casi sin hablar. Yo recordé algo.
-Nos vimos en Santiago -dije.
-Ah, sí.
-¿Visitaba amigos?
-Mmm ... Amigos o conocidos de mi jefe. Tiene muchos.
-Supongo que sí.
-Es su trabajo. Él pone sus huevos en varias partes.
-Ya ... Debe de ser una buena filosofía.
-¿Filosofía? No sé, pero es un buen método. A propósito, él le
tiene fe a usted, como le dije. Y me pidió que le entregara esto.
Era un papel, una fotocopia que abarcaba dos páginas de un
libro. Lo leí y no me costó mucho reconocer El Padrino. Era el

248
. n que Michael Corleone va a la cita con Sollozzo y el poli ·
pasaje e c1a
' to para matarlos. Había un largo parlamento de Sollozzo e
corrup . . . n
el que Zuleta habta subrayado unas frases: Mt negocto es el mejor. En
, wchos millones para todos. Pero su padre no quiere saber nada del
é1oay rl
Sus escrúnulos carecen de base.
asun to. r . .
Interesante personaJe, Zuleta. Santana me mterrumpió.
-¿Qyé hacemos ahora? ¿Lo llevo donde los curitas?
-Sí, donde los curitas. Tengo que engrasarle las articulaciones
a 111¡ esqueleto amigo.

249
40

Estuve un día entero en mi refugio, acompañado del esqueleto y


los animales disecados. Mi último contacto con la calle y con el
riesgo de ser detenido lo viví apenas me despedí de Santana. Le
había pedido que me dejara en un lugar apartado del centro y desde
donde pudiera telefonear a larga distancia. Ya era tarde y esperaba
encontrar a Ana María en su casa. Existía alguna posibilidad de
que su teléfono estuviera pinchado, pero yo debía pedirle algo con
urgencia.
Estaba en casa. Y asustada por mí, por lo que la prensa había
contado, pero la tranquilicé. Le dije que no tenía tiempo y fui a lo
que necesitaba: que buscara en nuestros archivos algunos papeles
sobre transacciones de propiedades rurales y ventas de insumas
agrícolas, y que la oficina hubiera hecho por encargo de Labra. Me
interesaba si figuraran ciertos nombres. Me demoré un poco de-
letreando las dobles "S" o dobles "T" de los seis apellidos italianos
que le di, pero anotó todo, rápidamente, como buena secretaria
que era. No me preguntó de qué se trataba e insistió en que me
cuidara.
-Intentaré mañana o pasado, a este mismo teléfono -la inte-
rrumpí-. Deséame suerte.
Desde entonces permanecí en mi guarida. A mis compañeros
disecados sólo se sumaba Pizutti, dos veces al día, con las comidas y
algunos periódicos. Uno de ellos incluía la cronología del caso Labra,
seguramente para rellenar espacio a la espera de novedades de ver-
dad. Pero allí encontré un párrafo sobre un punto al que no había
dado importancia: los excursionistas holandeses que descubrieron el
cadáver. Le pregunté a Pizutti si algún profesor de Biología del cole-
gio conocía la fauna regional.

250
-Uno, y bastante -dijo-. Es joven y laico. Por supuesto, no
trae nunca a sus alumnos a esta ... reliquia. Prefiere las diapositivas,
salir a terreno; tiene otros métodos.
Esa noche, junto con mi vianda, Pizutti me llevó un breve infor-
me del profesor y una noticia.
-La señorita Alday me anunció que su amigo, el del otro día,
vendrá a verlo en una hora más.
Comí con ganas esperando a Ronny Santana. Se presentó
puntualmente. Zuleta estaba interesado en conversar conmigo
esa misma noche. Saqué mi disfraz de mecánico sin que él tuviera
que sugerirlo. Santana llevaba una bolsa plástica de supermercado,
que depositó en el suelo junto a mi cama. Sentí un entrechocar de
vidrios.
-Pensé que le gustaría tomarse algunos gin con gin después,
para matar el tiempo aquí.
Le dije que me gustaba la gente con iniciativa. Y un gin con gin
fue lo que le pedí cuando llegamos al despacho de su jefe después de
dar vueltas en el laberinto de pasillos de sus dominios en calle Alma-
gro. Zuleta me estrechó la mano con energía.
-Subprefecto, procurador, ahora mecánico ... El hombre de los
cien oficios -dijo.
-Dos de ellos a causa de mi amigo el subcomisario.
-Con esos amigos ... Usted debería cuidarse de él y...
No terminó la frase. Se quedó pensando y movió la cabeza como
desechando o archivando una idea, pero volvió a lo anterior.
-A propósito, sus otros amigos, los de la CNI, están ahora con-
trolados.
-¿Qté tipo de control?
-Unos cuantos están detenidos; otros, bajo arresto en sus casas,
salvo uno. ¿Sabía lo de Rufat?
No, por supuesto, dadas mis restricciones. Me contó que Rufat
había violado el arresto domiciliario el día anterior y aún no daban
con él. Zuleta tenía unos papeles sobre la mesa. Los revisó con sus
dedos gruesos.
-¿Se acuerda -dijo- que hubo un retiro de fondos de la
cuenta de Labra cuando él ya estaba detenido?
-Por supuesto.

251
-Bueno. Gracias a algunas informaciones, que no es del caso
revelar, se supo quién se había presentado a cobrar el documento fu-
mado por Labra. Es un ayudante de Rufat, su chofer. El tipo confesó,
pero Rufat se enteró de alguna forma y voló antes. Ahora andará por
ahí. ..
Dejó que la mirada vagara por las paredes y sus cajas. Yo pensé
en Rufat perseguido. Eso lo hacía todavía más peligroso.
-Escuché que aún no entregan el cuerpo de Labra -dije.
-Así es, porque repitieron los peritajes. La pregunta obvia es
para qué trasladarlo ya muerto a El Brillador y dejarlo a mano para
que algún excursionista lo pueda encontrar.
-¿Cuántos excursionistas cree usted que irán en un año a El
Brillador?
-No sé -y le sorprendió mi pregunta-. ¿Pocos ... ? ¿Ninguno?
-Creo que ninguno.
Zuleta miró a Santana, siempre en su lugar: de pie y en guardia
junto a la puerta del cabaret. Ronny entendió y se marchó a prepa-
rarle otro Bloody Mary.
-¿Será parte de la maniobra de distracción? -me dijo Zuleta.
-Estoy casi seguro. Me encantaría tener acceso a las declara-
ciones de esos excursionistas ante el tribunal, para saber quiénes son,
de dónde venían. Pero me encuentro un poco restringido.
-Yo podría conseguirle esa información. Tengo algunos cono-
cidos en tribunales.
-No lo habría imaginado. Y supongo que les hará una oferta
que no podrán rechazar.
-Usted me roba las palabras de la boca.
-Sólo eso. No como otros, que querían robarle uno de sus ne-
gocios, o hacerle competencia.
Sonrió largamente y probó su segundo Bloody Mary. Sonó el
teléfono, y le hizo un gesto a Santana, que respondió y dijo que su
jefe estaba ocupado, pero el del otro lado fue insistente. Ronny se
acercó a Zuleta y le habló al oído.
-No se preocupen por mí. Ya me iba -dije.
-Espere un segundo -respondió, y miró a Santana-. Dile
que devuelvo el llamado en un minuto porque tengo que despedirme
de un amigo.

252
Se puso de pie y me dio la mano. Yo agradecí para mí que no
hubiera tocado el tema de El Padrino y sus fotocopias subrayadas.
-Es algo urgente de negocios -me dijo, señalando el teléfo-
no-. Ronny lo llevará de vuelta, pero tenía algo más que contarle.
Supe que usted tiene una amiga en la ciudad, una amiga muy bonita.
Pero hay una mala noticia. Esta tarde murió Pau Pons.

Santana me llevó hasta las cercanías de mi escondite, y a la mañana


siguiente reapareció aprovechando que era sábado y las hordas de
uniforme recargaban fuerzas en sus casas. Me entregó un sobre en-
viado por Zuleta.
-Supimos que cambió el interés de los detectives -dijo, con
un cigarrillo sin encender en los labios-. Ya no es usted, si es que
alguna vez lo fue. Todos andan buscando a Rufat.
Se lo agradecí, y él chasqueó sus dedos y se marchó. Me asomé
discretamente al corredor, sólo para confumar que el tumbao de su
caminar era permanente y auténtico a esas alturas, después de años
de práctica.
Los papeles de Zuleta contenían buenas noticias sobre los
excursionistas y se sumaban a la que me había dado Santana. Me
disfracé una vez más de mecánico y salí a las calles. Tenía que ubicar
a Leonor y, a través de ella, a Ester, para actuar pronto. Vislumbra-
ba la posibilidad de terminar mi clandestinidad, pero también me
apremiaba acercarme a Montserrat. Qyería hablar con ella y despe-
dirme de su padre. Por la radio supe que el funeral sería recién al día
siguiente. Habían estirado al máximo la fecha porque Pau Pons era
aún más conocido de lo que yo creí. Mencionaron su participación
en varias organizaciones sociales, en el gremio del comercio, en dos
o tres entidades benéficas que nunca había oído mencionar y, por
último, en el Cuerpo de Bomberos. Otra sorpresa: Pons había sido
un entusiasta voluntario desde que llegó a La Serena. Durante varios
años fue el superintendente local y, después, director honorario. Por
todo eso, los bomberos le rendirían un homenaje especial.
Un funeral de bombero. Era una de las cosas que me excitaban
de niño: ese desfile nocturno de todas las compañías con sus trajes de
parada, los carros relucientes esparciendo el centelleo de sus luces, y
una larga columna de hombres detrás de la carroza, subiendo a pie y

253
con antorchas en las manos hacia el cementerio, como si despidieran
a un héroe caído en combate. Un gran espectáculo que yo casi había
olvidado. Me pregunté si se conservaría ese ritual tan bello como
presuntuoso y si lo repetirían en homenaje al viejo Pons. Me intere-
saba averiguarlo y también darle unas palmaditas al ataúd. Pero antes
debía moverme rápido para sacarme el traje de clandestino.
Tuve suerte con Leonor. Suponía que, aplicada como era, no
faltaría a su oficina ni siquiera un sábado por la mañana aunque le
correspondiera descanso. El portero miró con recelo mi overol gra-
siento, pero me confirmó que Leonor estaba en su despacho.
-¿Y quién la busca? -preguntó con un tonillo de superioridad.
-El mecánico del Daihatsu Cuore.
Leonor comprendió el mensaje. Apareció enseguida y me hizo
pasar a su privado conteniendo la risa por mi aspecto. Le conté que
me urgía encontrar a Ester y que tenía buenas noticias para ambos.
Se puso en acción de inmediato y acordamos encontrarnos en lapo-
blación de los Empleados Públicos, un barrio retirado, con callecitas
discretas y un parque al frente, en donde yo podría aguardar sin lla-
mar la atención. Hacia allá partí. Compré un diario, me tendí en el
pasto y me cubrí el rostro con el periódico. Un mecánico durmiendo
una siesta no extrañaría a nadie, habría dicho Santana, así es que me
relajé y dormité un rato. Unos bocinazos cortos me despertaron. Era
Leonor en su auto.
Entramos en la población. En una esquina nos aguardaba Es-
ter. Entró rápidamente al vehículo, y sugerí tomar el camino hacia
la colina de la universidad. Nos detuvimos en la explanada, abierta
entonces al público. Le dije a Leonor que hablaríamos solos, por su
seguridad. Invité a Ester a caminar y nos sentamos en un muro bajo
de piedra. A nuestros pies se extendían la ciudad y la bahía. El mar
estaba quieto y terso, como la cama de un recluta. La ciudad también
estaba quieta, apenas salpicada por los ruidos leves, atenuados, de
una tarde temprana de sábado, cuando muchos descansan o duermen
la siesta. Una imagen pacífica de una ciudad con fama de pacífica.
Sólo que allí abajo estaban sucediendo cosas.
Le dije a Ester que tenía pruebas para desbaratar la acusación
que nos involucraba en el traslado del cuerpo de Labra y demostrar
que había sido obra de la CNI. Podía hacerlo solo o con ella, pero

254
también le conté que Rufat andaba suelto y acosado. No lo pensó
mucho.
-Voy contigo. Estoy cansada y asustada. Basta de huir.
Teníamos una buena oportunidad. El fiscal militar había anuncia-
do que en dos horas más entregaría los resultados de la pesquisa por el
caso Labra a Investigaciones, apenas recibiera los últimos peritajes del
cadáver. El gobierno quería dar una muestra de que estaba poniendo
orden y que la intervención de la CNI local no era sólo una cortina de
humo. Yo suponía que allí estarían todos: Pallero, mis jefes, la prensa.
Un buen marco de testigos para entregarnos y hacernos oír.
Volvimos al coche y dejé que las hermanas estuvieran un rato a
solas. Pero la tarde empezó a avanzar y algunos autos llegaron a la ex-
planada. Era hora de partir. Bajamos a la ciudad y Leonor estacionó
en el pasaje trasero de la Intendencia, a una cuadra de los Tribunales,
nuestro destino. Abrí la puerta para despojarme de mi disfraz de me-
cánico con mayor libertad. Leonor tenía los ojos húmedos. Abrazó
a su hermana y le deseó suerte. Ester la aferró de los hombros para
darle ánimos y para terminar con el abrazo. Luego se llevó una mano
a la cabeza.
-Bota esto -le dijo, y arrojó su peluca sobre el asiento.
Caminamos codo a codo, con paso rápido para evitar que algún
policía nos reconociera y detuviera antes de que nuestra aparición
contara con público. Llegamos sin problemas al patio central del
edificio. Al fondo había una pequeña multitud de funcionarios, abo-
gados y uno que otro reportero. Pasé mi mano sobre el hombro de
ella cuando reconocí a Pallero, que acababa de vernos y nos miraba
extrañado. Lo mismo, Macaya. Y Gálmez, de espaldas a nosotros,
comenzaba a darse vuelta para saber qué estaba ocurriendo.
Una grabadora y un micrófono nos cerraron el paso.
-¿Vienen a entregarse? -preguntó alguien.
-No -respondí-. Venimos a aclarar algunas cosas.
Dos detectives se acercaron. Uno de ellos sacó sus esposas.
-¡No es necesario! -dijo Gálmez, adelantándose.
-Sí, no hagan nada -añadió Pallero, y también se acercó.
-¿Qyé cosas vienen a aclarar? -insistió un periodista, y ya
teníamos más grabadoras delante nuestro.

255
-Todo, o casi todo -dije-. Por ejemplo, esa maniobra de in-
volucrarnos en el hallazgo del cuerpo en El Brillador. Podemos probar
que la CNillevó hasta allá a Dantón Labra y que ya estaba muerto.
-¿Y quién lo hizo?
-Agentes de la CNI. Aquí tengo unos papeles probatorios, que
entregaré gustoso a Investigaciones. Pero todo lo de El Brillador fue
falso, empezando por esos excursionistas holandeses buscando nidos
del chorlo nevado.
-¿Qyé pasa con los holandeses?
-Qye eran tan holandeses como usted o como yo. No existen
ejemplares de chorlo nevado en la Cuarta Región; sólo en la Primera
y la Segunda. Y los holandeses eran dos ejemplares típicos ... de la
CNI. En esta carpeta que entrego al subcomisario Darío Pallero están
sus nombres. Lo importante es que la CNilocal, o parte de ella, que-
ría que el cuerpo apareciera lejos del lugar en donde lo amenazaron,
golpearon y finalmente lo mataron.
Se produjo un silencio. Nadie se movió. Pallero me miraba sin
rencor, a la espera. Tal vez le convenía que yo hablara.
-¿Y tienen una explicación para la muerte de Dantón Labra?
-preguntó un periodista.
-También -dije-. Pero creo que la señora Es ter Alday puede
hablar de eso.
Ahora ella debió soportar las grabadoras.
-Había una empresa -dijo, con voz apenas audible. Se dio
cuenta y tomó aire-. Había partidas de dólares que venían del ex-
tranjero y que él. .. , que Dantón Labra desviaba hacia una financiera
informal. Pero gente de la CNI de acá lo supo. Lo presionaron para
ser parte del negocio y ...
Bajó la cabeza. Tragó saliva y volvió a levantar el rostro, ahora
firme, seguro. Nadie la interrumpió.
-No se conformaron. Qyerían controlarlo todo. Lo golpea-
ron ... y Dantón murió. Eso es. Hay más, pero no voy a contarlo aquí,
sino ante la justicia. Vine a entregarme.
Miró al detective que había enarbolado las esposas y le extendió
sus manos. Pallero se anticipó.
-No hace falta. La señora Alday nos acompañará sin necesidad
de esposas, y desde ya agradecemos su colaboración. Y usted -me

256
t b'.
. .
nuro-, creo que tampoco las necesita, . me gustaría qu e am 1en
. pero
mpañara para tomar su testlmomo.
nos ac O
-¿Qyeda libre? -le preguntó un periodista.
-Sí. Lo importante es que conversemos para acercarnos a la
Nuestro único compromiso es con la verdad
ver dad · . ·
No sabía que Fallero tuv1ese talento político. Le sonreí y él per-
cibió la ironía de mi mirada, pero me devolvió la sonrisa sin que al
parecer le molestara que le hubiéramos robado el protagonismo de
~jornada. .. . .
-Seii.ores -diJO a los penod1stas-, les rogamos que nos dejen
pasar.
Hizo un ademán a los otros policías y luego a nosotros para
que lo siguiéramos. Alcancé a ver a Gálmez, de reojo. Ferrer, a quien
antes no descubrí en el grupo, estaba hablándole al oído. Y Gálmez
comenzaba a ponerse serio.

257
41

-Yo invito. ¿Qtieres un café o te mando a buscar un martini seco a


un bar?
-Sólo un café, y sin trampas esta vez.
Fallero acarició con sus dedos el grueso lóbulo de su nariz, se
apoyó en el respaldo de su silla y abrió los brazos.
-Está bien. Te hice una jugada, una bromita. Te autorizo a que
me des un puñete, siempre que no sea en mi hermosa nariz. Y que-
daríamos en paz.
-Por ahora el café. Pero en alguna oportunidad te cobraré la
palabra.
Fue hasta la puerta para pedir el café, al pasar tomó una carpeta
de su mesa y me la extendió. Había dos fotos, las clásicas con un
detenido de frente y perfil, y debajo, unas huellas digitales. Reconocí
al agente que acompañaba a Rufat en el camino a San Ramón. En
una segunda hoja estaba su ficha completa. Debajo, varias hojas me-
canografiadas.
-Es su confesión -dijo Fallero, sentándose de nuevo en su
silla-. Al gobierno no le bastó con el interrogatorio de la propia
CNI y nos pidió darle un repaso al tema. Bueno, en la casa del agente
encontramos una sorpresa: unos cuantos saquitos de cocaína. Ahí
terminó de asustarse y dijo que también en eso el jefe era Rufat y
contó algunas cosas interesantes.
-¿Rufat sería uno de esos peces gordos que te preocupan?
-No creo. Parece que estaba recién iniciándose en el negocio;
ya averiguaremos. Como sea, su chofer nos ayudó bastante con el
caso Labra, pero aún quedaban cabos sueltos.
-¿Y entonces se te ocurrió dar orden de detenerme?

258
-Eso fue un poco antes. Teníamos vigilado al agente y legra-
bamos algunas conversaciones. Ahí supimos que Rufat estaba deci-
dido a matar a Ester Alday, porque si la deteníamos primero o ella se
entregaba, él estaba perdido. Entonces se me ocurrió una idea. Con
una orden de detención en su contra, Ester se sentiría totalmente
acorralada y era más probable que se entregara.
-¿Y yo?
-Tú habías dado con ella un par de veces; seguramente tenías
cómo volver a ubicarla. Y dos chanchitos perseguidos por el Lobo
Feroz podían unirse para sobrevivir. Además, yo contaba con que
no te agradaría pasar varios días escondido, que la convencerías de
hablar.
-¿Tengo que darte un beso?
-No, pero podrías aplaudirme.
-No por esta vez.
-Ya lo harás. Bueno, admito que corría un riesgo contigo. Es-
condido, no ibas a avanzar mucho en tus averiguaciones sobre el caso,
que también es el mío. Espero no haberte perjudicado.
-Un poco. Pero ahora tienes a Ester. Ella te contará toda su
historia.
-Romo quedó a cargo de eso. Recién me asomé a verlos y me
hizo sólo un gesto: está cantando de corrido.
Le resumí lo que yo había averiguado sobre las operaciones con
los colonos fantasmas. Y le advertí que se cuidara de Ester, porque
ella era el empleado de quien sospechaba Labra, y ahora, por seguir la
pista de los dólares que él mantenía a buen recaudo, había dejado la
protección de la Iglesia para jugarse todas sus cartas. Sólo me guardé
el papel de uno de mis jefes, o los dos, en esa intriga. También le
conté sobre los falsos holandeses, que resultaron ser un agente de la
CNI de Santiago y su amante. Omití algo más: atribuí esa pesquisa a
mis propios méritos y a los contactos de mi oficina; no iba a revelar
mi nexo con Zuleta. E insistí en que se cuidara de Ester. Y en que la
cuidaran.
-Eso dalo por seguro -dijo, y volvió a acariciar el lóbulo de su
narizota-. Es nuestra arma de triunfo, la pieza que encaja todo el
rompecabezas. Y también estoy más tranquilo ahora; me preocupaba
que yo pudiera causarte problemas.

259
-Me imagino.
-Hablo en serio. Más allá de nuestras diferencias, y de que en
este caso nuestros objetivos son ... diferentes, tenemos cosas en co-
mún. De partida, la Hermandad del Bajo.
-¿Hermandad? ¿Cuál es ésa?
-No la conoces, sólo yo; es un cuento privado. Pero, ¿recuerdas
la cancha del Bajo?
-Creo que sí. Pasada la línea del ferrocarril, camino al faro. Un
tierra\ rodeado de vegas y breas.
-La misma. Ahí jugamos muchos partidos.
-No sé si tantos.
-Bueno, tú menos, porque posabas de intelectual. Pero una vez
tuvimos un partido con unos cabros fieros, los duros de la Mermasol.
¿Te acuerdas?
-Recuerdo que tenían un equipo. ¿Y jugamos con ellos, con
los niñitos de pecho de la Mermasol? -y pensé en esa población
arrinconada entre el río y la carretera, y que uno veía, invadiendo
su privacidad, desde lo alto del puente fiscal que lleva al norte. Una
población modesta, con una cancha pequeña y también arrinconada,
y protegida por cierras de cemento para que la pelota no terminara a
cada rato en los pantanos del río. Y unos muchachos oscuros y poco
amistosos, buenos para el rutbol y los puñetes.
-Jugamos más de una vez -me ilustró Fallero-. La última,
en el Bajo, terminó en pelea. Bueno, reconozco que la empecé yo,
pero el resto del equipo no me respaldó, sería por miedo, y se me
fueron encima cuatro o cinco mermasoles. Tú fuiste el único que me
apoyó.
-Espera. Algo recuerdo de una pelea, entre muchas otras que
tuve por distintas causas. Pero me parecía que todo empezó por el
cobro de un penal. Y no me acordaba de los rivales.
-No. Para ciertas cosas eres desmemoriado. Nos agarramos
por un foul que me hicieron. Yo me enojé, escupí a un mermasol y se
armó la batalla. Pero sólo peleamos los dos.
-¿Y cómo nos fue?
-Nos sacaron la cresta. Es que eran más.
-Por eso me habré olvidado.
-Igual les dimos pelea.

260
-Brindo por ello.
-Brindo también. Y no iba a dejar botado a alguien que se
portó así. Lo digo en serio.
Me miró con la seriedad que proclamaba. No supe qué respon-
der. Hasta Fallero se estaba poniendo sentimental. Algo nos estaba
pasando a todos en esos días, en esa ciudad.
-Bueno, así somos los boludos ... serenenses -fue lo único
que se me ocurrió decir. Por primera vez, en muchos años, asumía mi
identidad local.
-Así es. Y por eso ahora estoy disfrutándolo.
-¿~é?
-Lo de Telmer, lo de Rufat. Siempre tenemos cuentas pen-
dientes con la CNI; la mayoría de las veces ganan ellos y de vez en
cuando nosotros. Pero no es este triunfo lo que me tiene en la gloria;
es lo de ellos dos. Adivina dónde fui ayer en la tarde.
-Ni idea.
-A la casa de Telmer, para verificar si estaba cumpliendo su
arresto domiciliario.
-¿Te correspondía ir?
-No, pero quería darme ese gusto. Como ahora buscando a
Rufat, que es el peligroso. Son dulces venganzas y hay que saborear-
las.
-¿Tan intratables eran?
-Más que eso. No eran de aquí.
Me miró para ver si lo seguía.
-Eran de afuera; intrusos, ajenos -dijo--. Como cuando ve-
nían los cadetes de la Escuela Militar a lucirse con sus uniformes y
levantarnos las mujeres. Y los de la Naval. Cabrones todos; se creían
superiores, de otra raza. Cagarían flores, tal vez. Y este par de afue-
rinos me recordaba a los cadetes. No andaban de uniforme, pero
miraban en menos. Se sentían reyes, se paseaban como dueños de la
ciudad. Cabrones, repito.
-Disfruta tu venganza -dije, me puse de pie y le devolví la
carpeta. Tenía cosas que hacer. La primera era pasar por la iglesia de
Santo Domingo, la del circuito de las !olas ricas, el territorio de la
Montserrat adolescente y de otras como ella que habrían sido galan-
teadas, y conquistadas, por los cadetes que aún odiaba Pallero. Y yo.

261
Por la radio me había enterado de que Pau Pons era velado allí, y ya
que estaba de regreso a la vida pública tenía que despedirme de él.
Pallero me acompañó hasta la puerta y me dio la mano.
-¿Amigos, entonces?
-Sí. Y hermanos ... ¿Cómo era?
-¿La Hermandad del Bajo?
-Te estás poniendo viejo, pero eso le hace bien a un policía.
Hasta la vista.
-Hasta. Y cuídate.

Montserrat compartía la banca con unas mujeres mayores en la capilla


de los velatorios. No se movió, pero me observó acercarme al ataúd,
poner una mano en la madera lustrosa y hacer una leve reverencia.
Creo que no se percató de que e\~ té mirar el pequeño rectángulo que
enmarcaba el rostro de Pau Pons. No me gusta la cara de los muertos;
ya vi suficientes. Cuando comencé a retirarme, ella se acercó. Me atreví
a abrazarla, y su leve perfume a cítricos desplazó el fúnebre olor de las
coronas de flores.
-Ven -me dijo, y caminó hacia la gruta de Lourdes. Nos sen-
tamos en la última banca. Eramos los únicos allí, de cara a la Virgen,
siempre rodeada de flores y velas encendidas por quienes le hacen y
pagan mandas. Por suerte la señora mira hacia lo alto, y yo quedaba
a salvo de su mirada.
Monserrat estaba aliviada por mi reaparición y porque el caso se
había resuelto. Lo dijo rápido porque tenía algo que agregar.
-Me voy el miércoles a Barcelona.
La iba a perder por segunda vez. Mis días de clandestinidad y
mi recelo por su trato con Tclmer me habían alejado de ella. Y ahora,
viéndola otra vez en la iglesia de los ricos, cumpliendo a la perfección
su papel de hija de uno de los prohombres de la ciudad, me convencí
de que seguíamos perteneciendo a mundos distintos que sólo se ha-
bían cruzado una vez, allá en Santiago, en otros tiempos, y que ni
ellos ni lo nuestro iban a repetirse.
-¿Siempre viviste en Barcelona? -fue mi única respuesta.
-No, desde hace dos años. Antes estuve en otros lados. Prime-
ro, en un pueblito aliado de Gerona, cerca de mis parientes y protec-
tores. Después en Badalona y al final en Barcelona.

262
-Hace dos años ... Yo estuve allá, pero un año antes.
-¿Fuiste? ¿Y no me buscaste?
-Lo hice, por supuesto. Hoy es mi día de confesiones. Fui a
Europa, en mi único lujo en los tiempos del dólar a 39 pesos, la única
tajada que le saqué a esa torta, y recorrí cuatro países, pero mi inten-
ción era visitar Barcelona, a ver si lograba ubicar a cierta persona.
-¿En serio? ¿Y lo intentaste?
-Sí, pero no pude encontrar pistas tuyas. En verdad, cerraste
muy bien tu vida pasada. Hice averiguaciones en Santiago, las que
me permitían el pudor y la vergüenza de andar preguntando por una
mujer, pero no tuve suerte. Igual fui. Bueno, llevaba los datos de al-
gunos chilenos en Barcelona; todos vinculados al exilio, pero aun así
tenía una leve esperanza. Por supuesto, no te conocían.
-No. Me aparté de todo eso apenas me fui. No es una disculpa,
pero llegué bastante mal a España.
-¿Mal, en qué?
-En todo. En lo sicológico, primero. Me pasó lo que a tantos:
el bloqueo mental, la pérdida de memoria, el olvido de hechos, nom-
bres, todo eso. El clásico mecanismo de defensa y de evasión. Por
suerte tuve un buen apoyo médico y lo he superado, con el tiempo. Y
también me enfermé; algo serio, pero ya pasó.
-¿Algo serio? ¿Qyé fue?
-Nada que valga la pena recordar ... Y no hubo secuelas, por
suerte.
Nunca me había detenido a pensar que su experiencia podía
haberla marcado. Me tomó una mano y sonrió.
-Por supuesto que me enamoré, o creí enamorarme, de uno de
los médicos. Era un hombre mayor. Bueno, creo que te dije que casi
todas mis parejas en España han sido mayores. Andaré buscando un
padre, la seguridad perdida ...
-"Casi todas" ... ¿Estamos hablando de decenas de parejas, o
mús?
-No seas cruel; fueron unos pocos. Lo que pasa es que no he
podido establecer una relación fuerte que me tranquilice de una vez,
que me devuelva a mi centro, a ... ¿a la seguridad que alguna vez
tuve? Con Bcrnat me estoy acercando. Por eso he durado más. Y por
eso tengo que irme. Lo siento.

263
-No te preocupes. Aquí me quedaré juntando plata para volver,
en unos años, a espiarte en las ramblas o donde sea.
-No seas loco. Puedes escribirme, llamarme; te dejaré mis da-
tos. Pero, cuéntame. ¿Así es que fuiste a buscarme a ciegas?
-Claro que sí. Más confesiones: estuve seis días en Barcelona.
Al final me lo conocía todo, o casi todo, pero siempre buscaba algún
sitio público y me instalaba a mirar y a esperar; en las ramblas, en
el Barrio Gótico, en fin. Menos mal que había sardanas por todas
partes. Me volví fanático de las sardanas, y más de una vez estuve a
punto de sumarme al baile. Creo que todos los países, o las culturas,
deberían tener un baile así: colectivo, solidario. Nos iría mejor. Bue-
no, vuelvo a mi cacería. Mi lugar preferido era el metro. Sacaba la
cuenta: por esta estación pasan unas trescientas personas cada diez
minutos. Supongamos que cien de ellas miran hacia el andén donde
estoy parado como un imbécil. Son cien posibilidades de que cierta
mujer me vea aquí, mientras dejo que pase uno y otro tren. En media
hora, o en una hora, mis opciones se multiplicaban. Y, en una de ésas,
podía tener suerte.
Me besó en la mejilla.
-Eres un tonto, pero te quiero.
-Gracias. Y ahí seguía yo. Mis estaciones preferidas eran Liceo
y Aragón. Me parecía que iban contigo.
-¡No lo digas! Yo entregaba dos veces a la semana productos
del negocito de decoración que tenía con una prima. Y llegaba en
metro, porque el lugar queda a dos cuadras de la estación Aragón.
Qyizás alguna vez estuvimos a unos pasos de distancia.
-Qyizás. Como dicen en las teleseries, el destino lo quiso así.
-Yo ... Yo traté de averiguar de ti. Así supe que habían caído
otros amigos. Por suerte, tú no estabas entre ellos. Lo único concreto
que averigüé, no recuerdo por quién, fue que te habías descolgado.
Respiré, me quedé más tranquila. Y después, casi sin darme cuenta,
ya me había separado de todo eso. No supe más de ti. Pero no te ha-
bía olvidado, estúpido.
Me dio otro codazo en las costillas. Y sonrió, con la cabeza baja,
mirando el piso. Una sonrisa triste.
-Tengo que volver allá -dijo, y no hablaba de la iglesia-. Me
habría gustado que lo intentáramos de nuevo, pero no puedo.

264
-Está bien, no hay culpas. Lo malo es que la memoria va a
volver a acosarme. Tendré que prepararme para su asalto en mis pri-
meras, y segundas, y terceras noches en el departamento.
-La memoria ... He estado pensando en ella, todo este tiempo
en Chile. Creo que me voy a llevar de vuelta más de un problema por
culpa de la memoria. Pero algo saqué de provecho. Tenía miedo de
que mi memoria me despertara cosas como rencor, odio. Por suerte,
no fue así.
-Suerte para ti. Para mí, no, y la prefiero de esa manera; ali-
mentarla con rencores, soñar con algunas venganzas.
-No lo hagas. Eso te daña.
-Tal vez, pero ... Qyizás me equivoco, pero a ratos sigo pen-
sando en plural. Y todavía le doy importancia a la memoria ¿activa,
podría llamarla? Todavía creo que hasta el rencor, y el odio, pueden
hacer que el mundo se mueva un poco hacia donde queremos. Y tu
experiencia con la memoria confirma mi pequeña teoría. La memo-
ria se alimenta de sí misma y se fortalece. Para mí, para mi memoria,
siguen siendo importantes los resentimientos, el rencor, hasta la en-
vidia. ¿De dónde, si no, salió la lucha de clases? Y no sólo la lucha de
clases; también los sueños del arribista o las luchas del individualista
para hacerse un espacio en el mundo, y así.
Al final me callé para no aburrirla y porque mis palabras me
habían hecho pensar en Pau Pons. A él le habría interesado el tema.
Qyizás aún estaba interesado, pero yo no tenía cómo saberlo.
-Es una idea peligrosa -dijo Montserrat-. Las memorias de
otros pueden causarte daño.
-¿Lo dices por la memoria del mayorTelmer?
-Por eso. Por sus preguntas sobre ese amigo suyo que ... murió.
-Dilo -y me acerqué a ella-. Di que yo lo maté.
-No podría -y se estremeció-. No lo sé. Y al final nunca
hablamos de eso.
-Es cierto. Lo vamos a hacer, pero no aquí, al lado de tu
padre.
-Sí, no ahora. ¡Ah!, casi lo olvidaba. ¿Vas a ir esta noche?
-¿Al funeral? Por supuesto.
-~1é bueno. Creo que a él le gustaría saber que su ... , su rival
lo acompaña. Y a mí también; saber que estás cerca.

265
-Voy a estar. ¿Pero hablaremos una última vez, antes de que
viajes?
-¡Claro que sí! Tú tampoco puedes irte a Santiago sin despe-
dirte.
-Nunca. Te acompaño hoy, de lejos, y mañana te cuento la otra
historia. La del muerto.

266
42

Yo, que siempre pensé despedirme del mundo sin afanes de tras-
cendencia y bajo el recato de un ánfora con cenizas, vi una vez más
tambalear mis principios. Descubrí que hacerlo amortajado en la
provinciana pompa de un funeral de bomberos podía ser una forma
de meter algo de ruido, y que irse metiendo ruido era una opción
tan válida como la mía. Tal como recordaba el rito, el cortejo de Pau
Pons partió a pie detrás del ataúd instalado sobre el carro más lujoso
de todas las compañías de la ciudad. Después seguían los autos de
los familiares y amigos, avanzando a marcha lenta para no apurar el
paso de los más de doscientos bomberos, con sus uniformes de gala y
sus antorchas, y separados de tanto en tanto por un carro con todos
los focos encendidos. Sus luces estroboscópicas silueteaban a los que
remontábamos la cuesta hacia la terraza desde donde el cementerio
domina la ciudad y nos advierte que él es el destino ineludible de los
habitantes que allá abajo se esfuerzan, se aman y se pelean, pero igual
terminan haciendo ese viaje.
Al menos, Pau Pons lo estaba haciendo con un boato que no
habría imaginado cuando se marchó de su pueblito de Cataluña. Ha-
bíamos salido de la iglesia de Santo Domingo. Adentro, la gente de
la clase alta había establecido un invisible cinturón de hierro en torno
al cuerpo del viejo, pero ya afuera, al mezclarse todos para acompa-
ñar el desfile de los bomberos y sus carros, la guardia pretoriana se
vio superada, infiltrada por la gente común y por los bomberos que
apenas habrían conocido al viejo, pero ahí estaban, dispuestos para el
último homenaje a uno de sus prohombres, y también para exhibirse
por una vez como personajes importantes, dueños de las calles con el
lustre de sus uniformes y las llamas de sus antorchas que señalaban el
camino al cementerio.

267
Me mantuve lejos del auto en que iba Montserrat. La había vis-
to a la distancia en la iglesia, entera y tranquila, al igual que su her-
mano y su madre. Parecían tener una manera especial de enfrentar
esos momentos para no incomodar a nadie con escenas dramáticas.
Otro rasgo más de la clase alta. Yo marché al lado de los bomberos
durante un rato y a mitad del ascenso me detuve y miré hacia atrás
la bahía, sumida en una noche a la que salpicaban los manchones de
luz de Coquimbo y La Serena. Hacia arriba sólo la iluminaban los
postes del alumbrado público y las antorchas. Teníamos la avenida
para nosotros. El tránsito de bajada había sido desviado por el cami-
no que corona la quebrada abierta al río Elqui, pero desde una calle
lateral surgió una columna de gente joven. Serían quince, veinte a lo
más. Llevaban carteles y un lienzo contra el gobierno. Se detuvieron
por un momento, sorprendidos de encontrarse con un funeral, pero
luego echaron a andar, silenciosos y desafiantes, en sentido contrario.
Ellos estaban en otros menesteres. Bajaban a la ciudad para hacerse
escuchar, en una pelea más de las que ocupan a los hombres antes de
terminar como el viejo Pons.
Me recordaron a la gente de mi oficina, que profesaba ideas
parecidas a las de ellos, pero ahora todo me resultaba más confuso.
Una hora antes había logrado por fin encontrarme con mis patro-
nes. Fui al Gran Hotel, y Gálmez estaba en su habitación. Subí e
interrumpí una reunión con Ferrer, Macaya y Qyeirolo. Mis jefes
me saludaron con moderada efusión, dijeron que estaban muy con-
tentos de verme, de que todo hubiera ido bien, pero no hubo mayor
interés por mi historia de clandestinidad ni por mi descubrimiento
de las tramas ocultas del caso. Ferrer se despidió porque tenía trá-
mites que realizar junto a la viuda de Labra y los otros volvieron a
lo que estaban hablando. Gálmez me invitó a participar. Era una
reunión más de la oficina, sólo que en otro escenario, y admití que
tenían motivos: necesitaban acorralar al fiscal militar para que re-
conociera toda la responsabilidad de los agentes de seguridad en el
caso Labra. Pero pensé que me merecía algo más. No abrazos ni flo-
res ni aumentos de sueldo; eso es difícil en cualquier trabajo. Pero lo
que yo había hecho tenía que ver con lo que debatían. Podían haber
pedido mi opinión, preguntarme si tenía más antecedentes, pero
no. Más bien me toleraban, como a un empleado menor autorizado

268
a escuchar las grandes estrategias que se debatían, siempre que no
interrumpiera.
No tardaron mucho, por suerte. Y luego Macaya me invitó a
bajar con él. Gálmez se apuró en darme la mano.
-Cuídese, Adrián -dijo-. Ha hecho un buen trabajo, pero
no vuelva a arriesgarse tanto.
-No fue mi intención.
-Sí, claro. Pero usted siempre se las arregla para que las cosas
lo envuelvan. Serán resabios de su pasado.
Ya en el pasillo, Macaya me dijo que no le hiciera caso.
-Está un poco envidioso, pero se alegró mucho de que hubieras
aparecido. Tal vez no quiere admitir que le resolviste el caso.
Me invitó a beber algo en el bar, pero me excusé por el funeral.
Insistió en que al menos habláramos un minuto mientras le servían
su trago. En verdad, quería hablar él.
-Quizás no le has tomado el peso -me dijo, exultante-,
pero estamos en el centro de un gran momento político, hasta his-
tórico. Y tú, más que nadie. Algo escuché en la radio; imagínate en
los diarios de mañana: tú, los jefes, la oficina, yo mismo. Nosotros,
unos personajes a los que siempre el gobierno nos ha puesto el pie
encima, le desbaratamos una de sus peores maniobras y descubri-
mos una red de corrupción. ¿No es un gran momento? Histórico,
insisto.
-Recuerda que Labra también estaba en el medio y que los
dólares venían de nuestro lado. No sé si saldremos tan bien.
Me fui. Me faltaba una conversación con Gálmez y Ferrer, y ella
no tardaría, pero la hora del funeral apremiaba. Llamé a Ana María.
Por suerte estaba en casa. Primero tuve que enfrentar sus palabras de
afecto.
-Acabo de oír tu nombre en las noticias -siguió-. No quedó
muy claro, pero dijeron que aportaste a la policía algunos anteceden-
tes para aclarar el caso.
Macaya habría tenido que escucharla. Pero me urgía otra cosa,
y Ana María me tenía los datos pedidos. Y había hecho más: sacó
fotocopias y me las mandó por bus.
-Por seguridad, no puse mi nombre. Espero que lleguen y que
te sirvan.

269
Volví a decirle lo que más de alguna vez le había dicho: que era
una gran l11UJCf.
-Nunca sé cuánto creerte -respondió-, pero esta vez lo voy
a aceptar. ¿Y qué harás con esos papeles? Presiento que vas a meterte
en más problemas.
-Presientes bien. Pero relájate; nadie sabrá que me ayudaste.
-Eso me preocupa menos que lo que pueda pasarte.
-No será tan grave como lo que pasé en estos días. Qyédate
tranquila, todo va a salir bien.
No estaba tan seguro, pero tenía que decirlo. Salí de la cabina
telefónica y me fui a la iglesia. Y allí, y después en el cortejo, había
seguido pensando en mis jefes y en Labra. El caso no estaba cerrado,
al menos para mí.

Apuré mi ascenso hacia el cementerio, adelantando a las formaciones


de bomberos para estar arriba en el momento en que Montserrat sa-
liera del auto. Un furgón utilitario se había estacionado a un costado
del camino con sus luces de detención encendidas. Por suerte no era
el furgón celeste, que ya estaría encerrado al igual que sus ocupantes,
con excepción de Rufat.
Alguien me habló desde el furgón; era el detective Romo. Es-
taba sentado al lado del conductor, cubierto con un gorro azul, y me
hizo señas. Rodeé el vehículo y me acerqué a su ventana. Ahí pude
verlo mejor; llevaba un overol, también azul, de empleado municipal,
la misma tenida que el conductor y dos hombres más, sentados en la
parte posterior.
-Qyé bueno que lo vimos -me dijo-. Andamos en una tarea
especial: Rufat.
Les habían alertado que el prófugo podía presentarse en el
funeral de Pau Pons, y ellos montaron un operativo que incluía sus
disfraces. Romo hizo un gesto a sus hombres para que se mezclaran
con el cortejo.
-¿Y detrás de qué podría andar Rufat en el funeral? -pre-
gunté.
-No lo sabemos, pero ése fue el soplo. Si llega a verlo, avísenos.
Claro que lo haría; yo podía ser uno de los motivos para que
Rufat saliera de su escondite. Pero era mejor no pensarlo. Me des-

270
pedí y avancé entre la gente. La cabeza del desfile ya había llegado
a la plazoleta del cementerio, y allí había más curiosos esperando
el último homenaje de los bomberos. Las columnas comenzaron a
formarse en la explanada mientras la gente de la funeraria bajaba el
ataúd y las coronas de flores del primer carro. Rodeé la multitud para
quedar más cerca del féretro y de Montserrat. No había percibido
nada especial, ninguna sombra amenazante, cuando algo sólido pre-
sionó mis costillas.
-No te des vuelta -dijo la voz grave de Rufat junto a mi
oído-. Sabrás que esto es una pistola. Y te puedo agregar que tiene
la bala pasada.
Decidí dar por cierta su información. Intenté mirarlo de reojo,
pero me lo impidió presionando aún más el arma y poniendo su otra
mano en mi hombro.
-No te muevas. No me costaría nada dispararte. Piensa que me
lo juego todo.
Seguía siendo convincente, y me calmé. Estábamos en el límite
exterior del anillo de gente agrupada en torno a la ceremonia. Rufat
me hizo caminar hacia el extremo norte de la plazoleta. Un poco más
allá comenzaban una pendiente y la quebrada del río. Y ése era un
sector despoblado y oscuro.
-Avanza y no hagas ninguna tontera -me ordenó.
Le obedecí. Cada paso que dábamos nos alejaba de la multitud,
y las luces centelleantes de los carros perdían fuerza en ese lugar.
Pensé en Romo y sus hombres, pero no les tenía ninguna fe. Por eso
decidí hablar; al menos en las películas ese truco para ganar tiempo
funciona.
-¿Por qué yo?
-No preguntes estupideces. Por Ester.
-¿Ester? Lo último que supe de ella fue que estaba con lapo-
licía, y ahí sigue.
-Sí, pero has estado en contacto con ella. De eso vamos a ha-
blar en privado. Y sin apuro.
Otra vez el escalofrío en la columna vertebral, cuando creía ha-
berme alejado de todo eso.
-No va a sacar nada. Ya no puedo serie útil con Ester.

271
-Q~üén sabe, puedo averiguarlo. Y como te dije, puedo hacerlo
lentamente . Y nunca está de más tener un rehén.
Yo había hecho mal al intentar ganar tiempo; Rufat me había
pintado con pocas palabras lo que me aguardaba.
Un grupo de niños surgió desde el camino del barranco. Iban
apurados para no perderse la ceremonia. Eran mi última oportunidad.
-Qyieto -me dijo, más ronco y amenazant e que nunca, y su
zarpa soltó mi hombro para aprisionar mi muñeca y doblarla sobre
mi espalda. Al moverse logré verlo un instante. Llevaba una boina y
una tenida oscuras. Alcancé a percibir otros dos detalles: una cruz en
la solapa y una camisa rematada en un cuello de sacerdote. Un buen
disfraz para la ocasión, pero un policía debería estar atento a todo, y
Rufat seguía siendo alto, corpulento y de mentón cuadrado. Dónde
mierda estarían los hombres de Romo.
Los niños pasaron al lado nuestro sin mirarnos; su único interés
eran los bomberos. Rufat volvió a empujarme hacia la pendiente y la
oscuridad.
-Déjalo, Danilo.
Había sido una voz de mujer a mis espaldas. Él soltó su presión
sobre mi muñeca, pero reaccionó y me obligó a volverme, siempre
cubriéndolo, hacia la voz.
Un pañuelo de colores apagados cubría la cabeza de Ester y un
chaquetón suelto caía sobre sus pantalones oscuros. Tenía las manos
en los bolsillos y una actitud de derrota, o de entrega, en todo el
cuerpo. Antes de que yo saliera de mi sorpresa por su huida de Inves-
tigaciones, volvió a hablar.
-Déjalo ir. Yo voy contigo.
-No te muevas, amor -le dijo Rufat-. He aprendido a no
confiar en ti. Muéstrame tus manos, despacio.
Ester las sacó de los bolsillos con lentitud y las dejó caer pa-
ralelas a sus piernas. Levantó la barbilla y lo miró sin temor. Rufat
me apartó y avanzó hacia ella. Ester bajó la cabeza y se refugió en su
cuerpo, rindiéndose. Rufat pareció desconcertarse. No esperaría eso
de ella; demasiado sorpresivo, demasiado fácil. Me miró y su rostro
empezó a delinear una sonrisa de triunfo. Entonces oí un ruido,
seco y sordo, y la sonrisa se le resquebrajó y sus ojos se abrieron aún
más. Hubo un segundo ruido, igual de seco y sordo, y sus cuerpos se

272
despegaron unos centímetros. Ester retrocedió un paso. Su mano de-
recha se prolongaba en algo metálico y humeante. Rufat trastrabilló
y cayó sentado. Hubo otro fogonazo. La mano de él, ya sin control,
se había cerrado sobre el arma, y un disparo salió hacia no sé dónde,
pero sin alcanzar ni a Ester ni a mí. Ella volvió a levantar su brazo
armado, le apuntó a la cabeza, pero deshizo su gesto, abrió la mano y
dejó caer su arma. La pistola quedó suspendida en el aire, unos cen-
tímetros más abajo; la llevaba oculta y atada por algún medio en la
manga de su chaquetón. Rufat, sentado frente a Ester, boqueaba y se
estremecía con los primeros estertores. Me acerqué, pero me detuve
al ver que unos hombres corrían hacia nosotros. Eran tres, vestidos
con overoles azules.
-¡No se muevan! ¡Suelten sus armas! -gritó Romo.
Una orden tan inútil como su aparición. Pero lo pasé por alto y
me apuré en intervenir.
-¡Ella ya soltó la pistola! ¡Está todo bien, detective!
Nada estaba bien, pero cualquiera dice una estupidez en una
situación así. Los policías nos rodearon. Desde la multitud, algunos
quisieron acercarse, pero los detectives los alejaron. Yo pasé un brazo
sobre los hombros de Ester, como lo había hecho sólo dos días antes
en los tribunales.
-Está desarmada -insistí-. No le hagan nada.
Los policías me la arrebataron y uno de ellos cortó de un envión
la cinta con que Ester había amarrado la pistola. Romo se aproximó
a Rufat, todavía sentado y con la cabeza gacha, como una estatua
doliente en un cementerio. Sacó un pañuelo y con él le quitó el arma,
para no borrar sus huellas. Me encuclillé junto a Rufat. Casi no res-
piraba. Sólo de vez en cuando lanzaba un estertor, y eso hacía crecer
una mancha todavía más oscura en su camisa gris. Hizo un esfuerzo
para mirar alrededor. Sus ojos se f~aron en mí. Abrió la boca para
tomar aire.
-Mujeres -dijo, y su cabeza cayó sobre el pecho ensangren-
tado.

273
43

Le di un golpecito en la mandíbula al esqueleto y me despedí del


laboratorio. Ames, el padre Pizutti, eficiente y discreto como un
actor secundario inglés, me deseó suerte y me dejó solo con Leonor.
Ella se ofreció a ayudarme con mi equipaje, pero no era necesario; yo
lo sentía liviano. Antes de salir al pasillo me abrazó, pero se separó
rápidamente y caminó delante de mí. En la calle, a un costado de la
capilla, nos esperaba el Gap. Me había costado hacerlo andar des-
pués de cinco días, pero respondió. Yo había decidido volver al Hotel
Pacífico sólo por un día, o menos, antes de partir a Santiago. Me
quedaban algunos trámites, una última declaración ante la policía y
una conversación con Montserrat. Nada más. El caso por fin estaba
cerrado. Eso hacia fuera, porque faltaba lo mío con mis jefes.
En los ojos de Leonor despuntaban unas lágrimas.
-Todo saldrá bien -la calmé-. Tomará un tiempo, pero Ester
va a quedar libre. Fue en defensa propia, porque Rufat la había ame-
nazado. Los testigos dirán, diremos, que él disparó primero.
-Pero siempre será un homicidio, y de un agente de seguridad.
Esa amenaza no se acabará nunca.
-Qyizás, pero hay formas para que vuelva a estar protegida. Y
puede irse del país.
La idea de un intercambio de disparos me surgió apenas vi
llegar a Pallero al lugar donde yacía muerto Rufat. Sus hombres
habían acordonado el sitio y los últimos asistentes al funeral regre-
saban a sus casas. Levantó la lona que cubría el cuerpo y miró unos
segundos a su afuerino. No se le movió un músculo, pero estaría
satisfecho. Se acercó a mí y me trató con igual frialdad, aconsejable
por la presencia de los detectives, pero dijo sentirse aliviado de que
yo resultara ileso.

274
-En un momento pensé que habías vuelto a usarme de señuelo
-le dije.
Me aseguró que no y que la huida de Ester Alday desde el cuar-
tel le costaría más de un dolor de cabeza y alguna sanción. La habían
dejado supuestamente durmiendo, dócil y agradecida de la protección
policial, pero se las ingenió para abrir la puerta con una ganzúa, salir
sin despertar a sus custodios y desvanecerse en la ciudad. Tendrían
que investigar de dónde había obtenido el arma y otras cosas más,
pero él sacaba las cuentas y el resultado lo tranquilizaba.
-Después de todo nos hizo un favor -dijo.
Estuve tentado de contarle eso a Leonor, pero no creí que le
sirviera de mucho.
-Siempre la estarán buscando para vengarse -insistió, som-
bría.
Podía tener razón, y recordé lo que me había dicho Montserrat
sobre los riesgos de alimentar los rencores particulares. Manejé hasta
el centro, dejé a Leonor en su oficina y seguí hasta el hotel. Guardé
el Gap en el estacionamiento y cargué mis bultos hasta la puerta in-
terior que comunicaba con el vestíbulo. En la recepción se hallaba mi
empleado favorito; el viejo que parecía contar mis andadas a quien se
lo preguntara.
Me saludó efusivo, me dijo que todos en el hotel se alegraban de
tenerme de regreso, que por las noticias se habían enterado de que
finalmente yo no era un forajido y que él jamás había dudado de mi
mocenc1a.
-Yo sí -respondí. Logré confundirlo, pero se rehizo.
-Hay un señor esperándolo.
Me indicó una salita al costado de los charos zapatos fosilizados
y de unos maceteros con helechos. Tras sus hojas vi a Ronny Santana
echado en un sillón. No se movió cuando me acerqué.
-Al final mi jefe tenía razón con usted -dijo.
-Desde el primer momento yo supe que él era un hombre
sabio.
Santana se puso de pie, estiró los puños de su camisa y se pre-
ocupó de comprobar que sus colleras doradas estaba en el lugar que
correspondía. Hacía tiempo que no veía hombres usando colleras,
pero con él todo era posible, como su brillante traje de seda o un

275
material parecido, y que escapaba a mis conocimientos forjados en
las liquidaciones de las grandes tiendas. Después de confirmar la
simetría de sus colleras se llevó una mano a un bolsillo interior de la
chaqueta.
-Mi jefe me pidió que le entregara algo -y me mostró un so-
bre americano. Siempre he pensado que ese tipo de sobres fue creado
especialmente para albergar cheques o un fajo de billetes.
-Dígale que no es necesario.
-¿No? ¿Qté cree que hay en el sobre?
-Eh ... , algo relacionado con una fotocopia que usted me en-
tregó el otro día.
-Podría ser. ¿Y si fuera así?
-No lo aceptaría.
-¿Seguro? Puede pensarlo un poco ...
-Seguro. No es que pretenda jugar al incorruptible, sólo que
no es mi disposición por ahora. Dígale a su jefe que el Padrino viejo
sigue pensando igual sobre los negocios de Sollozzo.
Me miró a los ojos, como calibrando la sinceridad de mis pala-
bras, y guardó el sobre.
-Él me había prevenido -dijo, y puso en acción la otra mano
con colleras. De un bolsillo exterior sacó un sobre más grande y abul-
tado, y me lo extendió.
-Esto es un regalo -explicó-. De mi jefe, que pensó que
usted iba a rechazar el otro. T éngalo; no mancha.
Lo recibí. Santana volvió a sonreír.
-Tal vez llega un poco atrasado y ya no le sirva -dijo-, pero
nunca se sabe.
Nos dimos la mano. Él se fue con su taconeo y su tumbao, y lo
escuché chasquear los dedos al despedirse del recepcionista.

Hallé un lugar donde estacionar el Gap casi frente a la puerta del


Grill Bar, y entré por él al Gran Hotel. Había sólo una mesa ocupada
por unos jugadores de dominó que no levantaron la vista. Alvarito
me hizo su habitual saludo sin palabras y dejé atrás el bar. Esperaba
encontrar a Gálmez en su habitación, y ojalá también a Ferrer. Un
rato antes, después de despedirme de Ronny Santana y de echar una
mirada al regalo de Zuleta, había vuelto a salir en el auto. Debía ir al

276
terminal de buses, a retirar el sobre de Ana María, y más tarde espe-
raba alcanzar hasta la casa de Montserrat.
Me senté en un banco retirado del terminal para estudiar los
papeles de Ana María. Luego fui hasta un bazar y pedí que me fo-
tocopiaran varios de ellos, así como los documentos que me enviara
Zuleta. Compré un sobre grande, eché casi todos los documentos
en él y los envié por el correo de buses a Santiago. Después fui al
baño y tardé unos pocos minutos en acomodar los otros papeles en
mis bolsillos y en partes más privadas. Me retiré jugueteando con el
comprobante del envío y deseando que en el Gran Hotel estuvieran
todos los personajes que debían estar.
Camino a la habitación de Gálmez saqué mi corbata de procu-
rador, pero lo pensé mejor y la devolví al bolsillo. Me abrió Ferrer.
Estaba solo y no me preguntó en qué había andado, qué riesgos
había corrido ni qué sabía de la muerte de Rufat. En él era más
predecible; siempre había sido distante conmigo y con el resto de
los empleados.
-Están acallando todo -me dijo, e indicó los diarios, desor-
denados sobre el escritorio. Eran los del día anterior y los de esa ma-
ñana, y empecé a hojearlos, porque con los últimos sucesos no había
tenido tiempo de hacerlo.
-Voy a encargar un té y un sandwich -dijo tomando el telé-
fono-. ¿Qyiere algo?
Pedí un café y continué con los diarios. Alguien había subrayado
todas las informaciones sobre el caso Labra, que no eran muchas. La
irrupción mía y de Ester en los tribunales se había reducido a una
mención sobre su entrega a la justicia para responder a algunas dudas
en la investigación. A mí apenas se me nombraba como el procurador
de los querellantes que la había acompañado en ese trámite. Lo de-
más se reducía a reproducir las versiones del segundo jefe de la CNI y
del subsecretario del Interior, llegado el día anterior a La Serena, que
atenuaban y matizaban la historia, y centraban el caso en la falta, no
el delito, de algunos agentes de la zona que habían detenido a Labra
para interrogarlo por sus vinculaciones con grupos de la resistencia,
pero él había escapado y luego fallecido en confusas circunstancias.
Casi no se hablaba de la financiera ilegal y de los dólares reservados
que manejaba Labra. Curioso; la gente del gobierno podría haber

277
sacado partido de esa debilidad de un conocido opositor. Y no había
mucho más, salvo la transcripción extensa de esas declaraciones o de
las medidas tomadas por el fiscal militar. Mis jefes sólo eran mencio-
nados al pasar.
-Todas las informaciones son más o menos iguales -dijo
Ferrer-. Hubo llamados perentorios a las redacciones, a todos los
directores, y pocos se atrevieron a incluir algo que no fuera la versión
oficial. Y eso mientras el gobierno prepara un decreto que prohíbe
informar sobre el caso.
Tomé el periódico local y busqué en sus páginas hasta encontrar
una nota sobre Rufa t. Era mínima y también restringida a las fuentes
oficiales. Se hablaba de su muerte en un "confuso incidente" y de
modo accidental. Luego se transcribía el comunicado del interventor
de la CNI local, que terminaba lamentando la muerte de un funciona-
rio que había entregado su vida "a luchar por la libertad y a combatir
a los enemigos internos del país", y prometía más informaciones una
vez aclaradas las circunstancias en que Rufat "se hirió involuntaria-
mente con un arma de su propiedad".
-No creo que podamos romper el bloqueo informativo -dijo
Ferrer-. Al menos, no en estos días y en La Serena. En Santiago
tendremos más opciones.
No alcancé a responderle. Entró Gálmez con su maletín que re-
servaba para las grandes ocasiones. Una vez más me reprendió, en su
estilo elusivo, porque aún no le entregaba un informe de mis últimos
trabajos.
-No pude terminarlo -dije-. Pensaba redactarlo anoche,
después de asistir a un funeral, pero tuve un percance. En el cemen-
terio me encontré con un viejo conocido: Danilo Rufat.
Me miraron sorprendidos. También había algo de molestia en la
expresión de Gálmez. Y luego en su voz:
-Usted sigue metiéndose en todos los líos, Adrián. ¿Qyé pasó
con Rufat? Supe que murió, pero no me diga que ...
No terminó la frase, y yo lo hice por él.
-Fue una cosa menor. Sólo sentir su pistola en mis costillas, y
después ver cómo Ester Alday le disparaba.
-¡Ester Alday? -dijo Ferrer-. ¿Pero no estaba detenida? El
diario dice que murió en forma accidental.

278
-Hasta donde recuerdo -dije-, en la oficina desconfiábamos
de las versiones oficiales.
-Un momento, Adrián -intervino Gálmez-. Realmente
no tenemos ninguna idea de cómo murió Rufat. Acabamos de en-
terarnos por el diario, por las radios. Hable usted, que parece saber
muchos secretos.
-Pero nunca tantos como los secretos de Rufat. Y afortunada-
mente para algunos, parece que se los llevó a la tumba.
Los socios se miraron.
-¿Qyé secretos? -preguntó Ferrer.
-Varios: los dólares reservados de Labra, su financiera infor-
mal, los amigos que estaban detrás de ella ...
-Bueno -dijo Ferrer, y él también parecía molesto, impa-
ciente-. Cuente de una vez lo que sepa o lo que debió poner en su
informe. N o tenemos tiempo para perder.
-¡No, eso no! -saltó Gálmez- He dicho un informe por es-
crito. Para ... , para ordenar esto de una vez.
-Puedo adelantar un breve resumen verbal-y miré a Ferrer-.
Tal vez le interesará saber quién era el principal socio de Labra en sus
negocios secretos. Al menos, hasta que Rufat se metió de por medio
y lo desbarató todo.
Ferrer enarcó las cejas, intrigado. Gálmez me dedicó una mirada
glacial.
-Adrián -dijo, y levantó un brazo autoritario hacia mí-,
usted ha pasado por momentos difíciles, de mucha tensión. Lo com-
prendo; hasta lo justifico. Pero no cometa imprudencias; no prejuz-
gue por chismes o apariencias. Está en juego su trabajo.
-No son apariencias -y saqué unas hojas de un bolsillo de
mi chaqueta y se las alcancé a Ferrer-. Son copias de documentos
reservados de nuestra oficina; negocios de Dantón Labra que sólo
conocía y firmaba Rubén Gálmez. Tengo varias fotocopias más que
saqué hace unos días. Sí, vulneré la confianza de ustedes, pero nece-
sitaba saber hasta dónde llegaba la red.
Ferrer miró a Gálmez. No se había detenido a observar los pa-
peles y las firmas en ellas; esperaba una palabra o un gesto de su socio,
pero éste se mantuvo callado y sus labios se crisparon. Dio un paso
hacia atrás y se apoyó en la mesa.

279
-Está bien, usted se lo buscó -dijo lentamente-. Está des e-
dido, Adrián. Retírese, que Juan Francisco y yo tenemos que habÍ
ar.
Ferrer no parecía tan convencido y se interpuso entre Gálmez
y yo.
-Espera, Rubén. Qyiero oír un ... -alcanzó a decir, pe ro
golpearon a la puerta. Todos nos quedamos expectantes. Volvieron
a llamar.
-Es el pedido de la cocina -dije, y fui hacia la puerta. Giré el
pomo y recibí un fuerte golpe de la hoja, que me hizo trastrabillar.
Telmer estaba allí, en el vano, y había golpeado la puerta con
un pie. Eso lo deduje porque sus manos se hallaban ocupadas. Una
aferraba a Montserrat por la cintura y la otra empuñaba un pequeño
revólver, que presionaba contra la sien de ella.
-Qyietos todos. Sobre todo usted -me dijo. Sus pupilas eran
pequeñas y brillantes. Tenía ojeras, la piel casi transparente y los la-
bios delgados, secos. Todo en él respiraba tensión. Montserrat, con
sus ropas de luto, se veía aún más pálida. En sus ojos había miedo y
algo más: me miraban como excusándose.
-Vamos a irnos los tres -agregó Telmer, siempre mirándo-
me-. Pero antes me va a ayudar a neutralizar a sus amigos.

280
44

Telmer me hizo rasgar unas sábanas y amarrar y amordazar con


ellas a mis jefes. Los encerró en el baño y me obligó a salir a la ca-
lle tras advertirme que ante cualquier intento de huida le dispararía
a Montserrat. Sus ojos eran tan convincentes como su voz, y me
resigné. Evitó la salida principal del hotel y atravesamos el bar, don-
de nadie pareció darnos mayor importancia, ni siquiera Alvarito, y
subimos al Gap. Después de todo, Telmer tenía oficio como agente.
Había llegado hasta nosotros, se adueñó de la situación y dio con mi
auto, que sería su medio de huida. Me hizo colocarme al volante, con
Montserrat a mi lado, y él subió detrás. Mientras yo maniobraba para
salir de la línea de estacionamiento, puso el arma contra la nuca de
ella, escondiéndola bajo su melena. Sus ojos afiebrados observaban
atentos todo lo que ocurría en la calle.
-Los papeles -ordenó cuando doblamos la esquina. Recién
entonces me percaté de que Montserrat había sostenido todo el rato
una bolsa en sus manos. La levantó hacia Telmer, que la tomó con
su mano libre, la depositó en el asiento trasero y la abrió como para
asegurarse de que su contenido seguía siendo el mismo. De reojo vi
que eran sólo papeles, muchos papeles. Él descubrió mi mirada.
-Son documentos reservados-dijo-. Y mi pasaporte, en es-
tas circunstancias.
Me ordenó tomar por Cienfuegos hacia el norte. Salirnos del
casco antiguo de la ciudad, dejamos atrás las casuchas del Vado de las
Ánimas y bajamos hacia el puentecilla de entonces, que bastaba para
cruzar el Elqui. Frente a nosotros se abría la desembocadura del río;
más allá, las casas modestas de las Compañías, aferradas a los loma-
jes. Subimos hacia ellas. Telmer me hizo abandonar las pocas calles
pavimentadas de la Compañía Alta y zigzaguear por los senderos que

281
trepaban la colina. Dejamos atrás las últimas casas y continuamos ha-
cia el norte por unas huellas que debieron de ser trazadas por carre-
tas. El Fiat rezongó y se atascó más de una vez en la tierra arcillosa,
pero salió adelante y avanzamos por una elevación de terreno paralela
a la Carretera Panamericana. La huella se borraba en algunos trechos
y hasta pareció extinguirse en el lecho de una quebrada seca, pero
Telmer me obligaba a continuar hasta reencontrarla más adelante;
habría andado por allí más de una vez. Imaginé en qué actividades, y
volví a concentrarme en lo que me esperaba: un interrogatorio estilo
CNI, y más aún con Montserrat envuelta en problemas tan serios
como los míos. O no tantos, porque ya sospechaba de todos, y el
comandante estaba con todos los sentidos alertos, agazapado en la
Q¡ebrada del Yuro y concentrándose en qué inventar ante lo que
inevitablemente preguntaría Telmer: qué relación tenía yo con la
muerte de su amigo y ex camarada de armas en los primeros días de
1974, en el centro de Santiago.
Un ruido interrumpió mis pensamientos. Era el chicharreo de
una radio de frecuencia corta. Telmer sacó un aparato intercomuni-
cador de un bolsillo y subió el volumen. La transmisión tenía algunas
interferencias, pero al final se escuchó claramente un mensaje. Era de
Investigaciones, y el locutor lo repitió dos veces para que lo captaran
los detectives en las calles:
- ... mayor Juan Andrés Telmer. Reitero: violación de arresto domi-
ciliario por parte del mayorJuan Andrés Telmer. Huye armado y lo acom-
paña una mujer, Montserrat Pons. Al parecer, ella lo ayudó a escapar...
Montserrat me miró.
-No es cierto, créeme.
No respondí. Ya eran muchas las confusiones.
-Yo quería protegerte -insistió ella.
-A estas alturas, ya no sé.
-Y no necesita saber nada -interrumpió Telmer-. Yo soy el
único que necesita saber, varias cosas, y el único que hace preguntas.
Tome esa huella, allá.
Había una casa más adelante, pero me hizo continuar. Pasamos
a unos metros de la construcción con base de piedras y techo de tejas.
Era sólida, amplia y en su época debió de ser elegante. Ahora estaba
vacía y descuidada. Más adelante había otra parecida, y otra más.

282
Reconocí las casas de los ejecutivos del mineral de Juan Soldado.
Cuando el yacimiento bajó su ley y dejó de ser atractivo, los gerentes
y los profesionales extranjeros que las ocupaban cerraron las puer-
tas y se marcharon sin hacerse mayores problemas. Atrás quedaron
unos cientos de cesantes y algunas casas abandonadas. Nunca nadie
se había interesado en comprarlas y ocuparlas en ese paraje lejano y
deshabitado. Llegábamos a nuestro destino.
-Estacione junto a ese portón -me ordenó Telmer cuando
nos acercábamos a la cuarta construcción. Lo hice con lentitud para
que el comandante terminara de armar su leyenda, para que pudiera
resistir, romper el cerco y volver a la sierra. Si no, no habóa Santa
Clara ni entrada en La Habana; sólo un final triste en un lavadero
con piso de tierra en el altiplano de Bolivia, lejos del Caribe y de su
gente vocinglera.
Telmer nos obligó a bajar y a sentarnos en la escalinata de la
puerta principal.
-No intenten ninguna locura; sobre todo usted. No tengo
ningún problema en dispararle -me dijo, y su voz era fría como la
de un gerente-. Además, nadie escucharía. Nunca anda gente por
estos lugares.
-Ni en estos lugares ni un poco más allá, en El Brillador. Dos
terrenos ideales para sus procedimientos -respondí para distraerlo,
aun arriesgándome a su ira, porque mi mente no lograba redondear
la leyenda.
-Lo de El Brillador fue una estupidez de una parte de mi gente
-dijo-. Eso y lo de interrogar a Labra sin tomar precauciones. Y lo
que pasó, pasó. Pero no vinimos aquí a conversar, ni yo a darle explica-
ciones a nadie. Usted es el que tiene que responder varias preguntas.
-Como las del otro día, cuando me interrogó en su cuartel,
frente al estadio.
Montserrat lo miró sorprendida. Telmer, tenso, mantuvo la mi-
rada.
-Pero conmigo fueron atentos -seguí-, si lo comparamos
con el interrogatorio a Labra.
-¡Basta! -gritó. Yo estaba alterándolo, ¿pero ayudaría eso?
-Estamos aquí para que usted hable -y me apuntó con el re-
vólver-. Y no trate de engañarme con sus respuestas.

283
Y empezó. Qyería saber qué papel había jugado yo en la em-
boscada y muerte de un informante de los militares a comienzos de
1974. Me dijo lo que yo ya sabía por Montserrat: que el informante
era amigo suyo y que él nunca olvidó esa muerte. Agregó que la única
pista concreta llevaba a una pareja de jóvenes miristas, con alguna
descripción física somera y el dato, no confirmado, de que el hombre
estudiaba Derecho.
-No sé nada. Montserrat me lo contó el otro día, y me extrañó
tanto como ahora -dije. Él la miró, sorprendido. ¿También se sentía
traicionado por Montserrat? ¿Lo que le dijo era sólo entre ellos?
-Pero uno de los nombres de chapa del estudiante de Derecho
-insistió- era curiosamente el mismo que usaba usted.
-Usted lo ha dicho: uno de sus nombres falsos. Yo no tenía más
que uno; no necesitaba más para lo poco que hacía. Y en todo caso,
¿por qué nunca me buscó?
Dijo que esa información la había conocido recién el año an-
terior y no le dio importancia hasta cuando le llegaron los papeles
de Montserrat pidiendo un permiso temporal para volver al país. Su
ficha en la CNI consignaba algunos datos que le hicieron recordar y
estar atento. Luego, al hablar con ella y conocer de sus amistades,
había seguido atando cabos.
- 0 sea que me usaste desde un principio -le dijo Montserrat.
-Y tú a mí. Le contaste a tu amigo, que parece ser más que un
am1go.
-Yo creo que Montserrat nos ha usado a los dos; a sus dos
amigos -dije.
-¡Dos estúpidos! -gritó ella-. Y basta de esta locura de andar
apuntando con un arma, de amenazar con muertes, de recordar otras
muertes. Veo que me engañaste en todo, Juan Andrés.
Lo miró dolida, como si el engaño le afectara.
-Sí, terminemos -dije, y decidí apostar a mi invento-. Voy
a contarle todo lo que sé del informante. Primero, Montserrat queda
descartada; cuando él murió, ya estaba en el exilio. Yo supe la historia
después, por compañeros de la universidad. Alguien había decidido
matarlo porque andaba armando una red de delatores, y lo hizo. Ese
alguien fue Gastón, un nombre de chapa. En su leyenda figuraba
como estudiante de la Universidad de Chile, pero no recuerdo si de

284
Derecho. Lo otro que supe, pero mucho después, es que fue detenido
por la Dina a fines del 74. Detenido y torturado. Confesó muchas
cosas y delató a varios también, pero parece que se guardó lo de su
amigo, porque empezaron a usarlo como soplón, a sacarlo a las calles
para porotear a otros izquierdistas, todo eso que usted conoce bien.
Pero un día se les escapó, pidió la protección de la Iglesia y los curas
lo sacaron del país. Vive en Francia, creo. Su ficha debe estar en los
archivos de la CNI: Galvarino Espinoza Perret es su nombre, y tiene
que sonarle conocido. Si no me cree, puede revisar su historial y co-
tejar los datos. Si es que aún le permiten ver esos archivos ...
Fue una provocación final que podía ayudar a mi historia; un
golpecito en la espalda para que se tragara la píldora. Telmer se turbó
por un instante. Luego, adelantó su mentón y crispó los labios. Antes
de que me respondiera, habló Montserrat:
-Es cierto. Yo lo conocí y ésa era su chapa. No sé si él mató a
tu amigo, porque yo estaba ya fuera del país, pero él tenía esa leyenda,
usaba ese nombre y después supe que se jactaba de haber matado a
un informante. Y lo sé igual como sé cosas de otros hombres: porque
fue mi amante.
Ese fue un golpe extra para mí. Y para Telmer; estaba fuera de
sí, y eso podía apurar el final que nos habría reservado. Desde el
Gap, la radio volvió a interrumpirnos. Telmer retrocedió sin dejar de
apuntarnos y la tomó. Volvió a acercarse y alcancé a escuchar parte
del mensaje:
- ... y cruzaron el río hacia las Compañías en un Fiat 125 color
azul oscuro. Repito; vehículo Fiat 125, azul oscuro; en unos minutos
tendremos su patente. Y reiteramos que al menos uno de sus ocupantes va
armado: el mayor Telmer, exjeft de la CNI. Concentrar la búsqueda en las
Compañías y ruta al norte ...
-Se nos acaba el tiempo -dijo, y ensayó una sonrisa que sus
rasgos alterados la volvieron cruel, ominosa-. Se me acaba a mí. Y
a usted.
Me señaló con el revólver y no se molestó en dejar caer el brazo;
siguió apuntándome.
-No hagas más tonteras, por favor -dijo Montserrat, y se
puso de pie. Telmer le ordenó que se sentara pero ella empezó a
avanzar hacia él.

285
-Detente. No me obligues -le advirtió Telmer.
-¿Qyé, también vas a matarme? ¿Dos víctimas por una historia
del pasado en que ni siquiera sabes a quién culpar? ¡Estoy cansada de
todos aquí, de los chilenos y de su maldita esclavitud con el pasado!
Él la miró confundido. Yo también. ¿Trataba de salvarse, de
salvarme a mí, o a Telmer para que no sumara más delitos? Con
Montserrat, creía comprender, nunca se sabía.
-Se terminó todo -dijo él, y bajó el arma. Pero después de
unos segundos volvió a apuntarme. Su mano temblaba, pero eso no
disminuía el peligro.
-Juan Andrés, basta -dijo Montserrat, y avanzó otro paso.
-Qyieta -insistió, pero ella se movió hacia un costado y me
cubrió con su cuerpo.
-Dispara -lo desafió.
Yo no lo habría esperado; menos de la Montserrat de las últimas
horas. Tampoco él, al parecer.
-Cretinos. Tú y tu amigo -dijo Telmer, y empezó a retroceder
hacia el Gap con pasos vacilantes. Abrió la puerta, se sentó e hizo
andar el auto.
-¡No se muevan! -nos gritó aún apuntándonos. Yo no pensa-
ba hacerlo; no podía creer que fuera a salvarme.
Las ruedas del Fiat patinaron cuando él puso marcha atrás brus-
camente y dobló el volante hasta girar en 180 grados. Puso primera y
partió veloz, envuelto en la polvareda. El pobre cárter de mi auto gol-
peó dos veces contra el terreno irregular antes de perderse de vista.
Respiré hondo y largo. Montserrat cayó de rodillas a tierra. Es-
taba temblando.
-Par de imbéciles -dijo.

286
45

Bajamos sin hablar desde las casas de Juan Soldado a la Carretera


Panamericana. Una vez allí se detuvo tensa, con los brazos cruzados
sobre el pecho.
-Volvamos a La Serena -dije, y eché a andar por el borde del
camino. Ella decidió seguirme, pero se mantuvo unos metros atrás.
Yo sabía que esperaba mis palabras.
-Así es que Gastón también estuvo en tu lista -dije finalmen-
te-. ¿Cuántos sumamos ya? ¿Treinta o más?
-No seas más imbécil de lo que ya has sido. Nunca fui amante
de Gastón; nunca lo conocí, salvo de nombre, y yo vivía en España
cuando se supo su historia. Lo dije para salvarte. Y por si ya lo has
olvidado, arriesgué mi vida para que no te mataran.
-No voy a olvidarlo, ¿pero por qué involucrarte con Telmer, un
CNI, uno de los mismos que mataron a Exequiel?
-No me he involucrado. No como tú crees, y como parece que
él creyó. Fue ... prácticamente nada. Un trato amable, un interés suyo
por mí, alguna galantería como tantas. Y me pareció distinto a los
otros militares. Eso. Sólo eso. Si hubiera sabido que te detuvo y te
golpeó, o si tú hubieras tenido confianza conmigo como para contár-
melo ... Pero si no, ¿por qué iba a ser grosera con él? Es mi forma de
actuar y basta; no tengo que dar explicaciones. Y menos a alguien que
me ofende y no aprecia lo que he hecho por él, ahora y...
-Sí, ya lo dijiste: me salvaste la vida. Aunque también la pusiste
en peligro al meterte con Telmer.
Abrió la boca, pero la cerró con fuerza. Me miró enojada, con el
desprecio de la niña bien que había sido y que parecía haberse me-
tido de nuevo bajo su piel, y echó a caminar delante mío. La seguí,
observando su tranco largo y sus caderas. Durante largos minutos

287
continué igual, unos pasos atrás, como el sirviente de una princesa
ofendida por un hombre vulgar y arrepentida de haberle permitido
irrumpir en su mundo.
Una camioneta pasó a nuestro lado. El conductor redujo la velo-
cidad, pero como no le hicimos ningún gesto, continuó.
-Hagamos dedo -dije- o no llegaremos nunca.
La noche estaba cayendo y empezaba a hacer frío. Montserrat
se detuvo, con la mirada baja ..Me volví hacia el norte, deseando que
apareciera otro vehículo. Qyería salir luego de allí. Por Telmer, que
aún andaría cerca y podía arrepentirse, y porque me incomodaba es-
tar solo con Montserrat sin saber qué debía decirle.
-Cuéntame lo que pasó en Santiago -susurró. Me miraba
ya sin enojo, con el gesto de una niña amurrada y caprichosa, pero
también vulnerable.
-Cuéntame lo del muerto -insistió-. Es lo único que nos
queda por hablar.

Rita supo sobre un colaborador del aparato de seguridad de los mi-


litares. Se decía que había participado en el asesinato de Exequiel,
entre otros, y se andaba jactando de su importancia y tratando de
progresar en ese nuevo oficio. Ofrecía seguridad a cambio de in-
formación sobre personas, escondites de armas y documentos, todo
eso. Rita me lo confió en secreto porque no se atrevía a contárselo a
Montserrat. Le dije que había hecho bien, que debíamos mantenerla
al margen. La convencí repitiéndole la norma de los tupamaros y que
era mi favorita: No preguntes, no cuentes, no permitas que te cuenten. Yo
seguiría averiguando sobre el soplón dentro de mis posibilidades. No
sabía para qué. Mi primera reacción había sido clara: para vengarme.
Pero no sabía cómo ni, lo más importante, si tendría el valor para
hacerlo.
Mis compadres de entonces dijeron que debíamos tomar una
decisión política y que, mientras tanto, empezáramos por averiguar
más del tipo. Por esos días tratábamos de reagrupamos en un núcleo
que encabezaba el Trosko. Él había sido importante en el movimien-
to. Ahora ya no se sabía, desarticulados como estábamos, pero era
un punto de apoyo para empezar. Uno de nosotros llegó con un dato
parecido al de Rita. Al final, se trataba del mismo informante de los

288
militares. Y era improbable que hubiera participado en el asesinato
de Exequiel, pero se daba aires y buscaba a quienes pudieran conec-
tarlo con gente acosada, harta de todo y dispuesta a hablar con tal
de volver a vivir tranquila, o bajo un remedo de tranquilidad. Ya que
teníamos pocas cosas provechosas que hacer se le encargó a uno del
grupo que espiara al delator, y a mí y a otro compadre que buscára-
mos un lugar para hacer un contacto seguro con él. ¿Para qué? ¿Para
matarlo o para jugar al arrepentido y transmitirle informaciones
falsas? Más adelante se sabría. Hasta esos movimientos previos eran
arriesgados, pero los hicimos. Yo sentía que tener a alguien aliado me
obligaba a actuar, a dar uno, dos pasos, cuando solo quizás no hubiera
movido un pie. Y al otro compadre le pasaría lo mismo.
En eso estábamos cuando Montserrat partió al exilio y cuando,
días después, una patrulla militar sorprendió al Trosko y lo mató. El
núcleo que empezaba a tomar forma debió dispersarse. Reconstruirlo
fue tarea lenta y, al final, fracasada. Supongo que, como yo, los otros
vacilaban entre la seguridad y el miedo. Como fuera, más de una vez
me encontré sentado, solo, ante el papel con los datos y el teléfono
del informante. Bastaba una acción y ya. Pero cuántas cosas podían
venir después.
Lo llamé. Me dije que después podía arrepentirme y no presen-
tarme ante él. Qye tal vez me limitaría a espiarlo a la distancia y saber
cómo era. Pero también pensaba en Exequiel, en el Trosko y en otros
caídos. Sobre todo, en Exequiel. Y en que alguien debería pagar. Pa-
gar un poco, al menos, por tantas cosas.
Le dije que era un ex simpatizante del MIR. Qyería entregar
información sobre unos militantes de la universidad que me presio-
naban a ayudarlos en sus labores clandestinas. Agregué que tenían
armas ocultas; quizás un arsenal. Me interrogó, y con habilidad. Ya
sabía bastante de nuestros códigos y procedimientos, y parecía estar
bien informado. Me preguntó si conocía a un tal Gastón y asentí.
0!1edamos de volver a hablar por teléfono. Lo hice, insistí en mis
leyendas, le inventé algo sobre Gastón y acordamos vernos. Le dije
que necesitaba protección y sobre todo dinero, porque me había que-
dado solo, sin respaldo, sin nadie a quien recurrir. En suma, yo era
un pobre tipo, fácil de atemorizar y de reclutar. Respondió que haría
todo lo posible y que con mayor razón debíamos vernos. Sugirió un

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lugar, pero yo di otro y me mantuve firme. Él habrá concluido que no
perdía mucho accediendo; podía disponer de todos los refuerzos que
quisiera, más allá de su promesa de acudir solo.
Después de colgar repasé todo. Tenía claro que mi intención era
matarlo, pero eso era más que difícil. Fueron días de angustia, pero
adopté un método: comencé a hacer los preparativos y a pensar en
todos los detalles para no abrumarme más. Y siempre tenía la posi-
bilidad de arrepentirme, de no ir, de continuar sumergido en mi vida
anónima y aparentemente segura. Entonces recordé un párrafo de un
cuento de Borges, lo busqué entre los libros de un amigo, lo memori-
cé y me sometí a la disciplina que proponía: El ejecutor de una empresa
atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir
que sea irrevocable como el pasado.
Ayudado por mis dos métodos llegué una noche, ya cerca del
toque de queda, a un edificio en la esquina de Agustinas con el pasaje
Cervantes. Estaba en la lista de lugares óptimos que habíamos elabo-
rado con mi camarada antes de distanciarnos. Era ideal para hacer un
punto de contacto si no podíamos establecerlo en un lugar público,
y para quebrar el punto si había necesidad de arrancar. También era
útil si a uno lo seguían en la calle y debía despistarlos. Tenía accesos
por Agustinas, por el pasaje y por Moneda, y entrando por Agustinas
se podía salir al pasaje a través del tercer piso, y desde el séptimo se
podía llegar al acceso de Moneda. Esperaba que el informante no lo
conociera o que, si lo revisaba, ni él ni sus hombres de apoyo se per-
cataran de esas características.
Aguardé en el descanso de una escalera de servicio a que el edi-
ficio fuera vaciándose de oficinistas. Había poco residentes y eso lo
hacía un mejor punto de contacto. No tuve problemas hasta que el
toque de queda dejó el lugar silencioso y quieto. Fui hasta el quinto
piso, el punto acordado pa. el encuentro, y lo inspeccioné. Volví a
mi primer escondite y me preparé a pasar la noche. Fue larga. Fue
angustiante. Fue insomne. Recuerdo mi transpiración fría, el pulso
agitado y un estado de semiconciencia. Sólo había dormitado a ratos
cuando regresaron los ruidos de la ciudad que se ponía en movimien-
to y se filtraron hasta el edificio: motores de vehículos, bocinazos, en-
granajes de ascensores, voces. Repasé mis preparativos y me pregunté
por última vez si aún estaba dispuesto a hacerlo. Seguía afiebrado y

290
en un estado de irrealidad, como si empezara a ver mi cuerpo sepa-
rado de mi mente. Ya algunos compadres me habían hablado de ese
fenómeno, característico de momentos de crisis extrema. Tal vez por
eso me dije que lo iba a hacer. O que iba a intentarlo.
Contaba con que el otro iría solo, para no asustarme, o con que
sus amigos se mantendrían a distancia, al menos al comienzo. Tam-
bién confiaba en que él aparecería antes de la hora acordada para re-
visar el lugar, y de eso dependía mi opción. Así pareció ocurrir. Desde
mi segundo escondite, en la escalera principal y entre los pisos quinto
y sexto, sentí pasos en el cuarto nivel frente a los ascensores. Era un
piso de oficinas que abrían pasadas las ocho horas, pero alguien ha-
bía bajado del ascensor allí, quince minutos antes. Eché a andar la
cinta de mi plan y yo también bajé, silencioso gracias a mis zapatos
con suelas de goma. Se sorprendió al verme en el descanso, pero se
rehizo. Me inspeccionó con la mirada; yo llevaba los elementos acor-
dados para que me reconociera: lentes de marco grueso, suéter verde
de cuello cerrado y un libro de tapas rojas. Él, lo suyo: un gorro de
mezclilla azul, una casaca crema y un diario en la mano izquierda. Se
acercó, cauteloso.
-Llegaste antes -dijo.
-También tú.
-Supongo que viniste solo, y desarmado -agregó ya junto a
mí-, pero tengo que revisarte. No lo habría hecho al aire libre, pero
tú elegiste este lugar.
-Adelante -dije, y abrí los brazos.
Me inmovilizó poniendo los dedos de su mano izquierda sobre
la nuez de mi garganta, y con la otra comenzó a palpar mi cuerpo.
Su cara estaba junto a la mía. Una cara joven, más aniñada de lo que
imaginara, y casi amistosa; una cara que podía engañar a muchos.
Sentí su respiración, hasta su olor. Y percibí mi olor, mi sudor que
se desbordaba, los latidos del corazón y de mis sienes, un calor afie-
brado y una garra que subía desde mis tripas hacia mi garganta para
unirse allí con la presión de los dedos de mi enemigo. Comprendí
que estaba derrotado. O!Ie no iba a reaccionar. Me dije y me repetí
que a mi rendición seguirían la tortura y la muerte, pero no lograba
rebelarme. Más bien sentía alivio de no tener que luchar más conmi-
go. Q¡e fuera lo que fuera. O!Ie todo pasara rápido.

291
Su mano libre terminó de explorar mis piernas, la cintura y la
espalda. Q]Jedaban sólo los brazos. ¿Y después?
Entonces se escucharon ruidos arriba, en la escala. Unos pasos y
una voz que imponía silencio.
-¿Q¡é es eso? -dijo él, y aumentó su presión sobre mi gar-
ganta. Los ruidos continuaban y me ofrecían una última oportunidad
para actuar.
-¿Viniste acompañado? ¿Estás haciendo trampa, maricón?
-dijo, y aflojó mi garganta. Llevó la mano derecha a su cintura, sacó
una pistola y apuntó hacia arriba, a los ruidos de pasos que se habían
transformado en una carrera.
Era lo que yo había esperado antes de mi rendición, pero ahora
fue como una señal. Me pareció que alguien a mi lado reconocía esa
señal y se movía haciendo lo que yo debía hacer. Vi moverse un brazo.
Era mi brazo izquierdo, que tomó el marcador de páginas de mi libro
y lo tiró. El marcador se prolongó en una delgada cuerda de acero que,
impulsada ahora por mis dos brazos, pasó sobre su cabeza. No alcanzó
a percibirlo cuando yo había cerrado el acero sobre su garganta. Ahora
venía lo difícil, el seguro fracaso: qué haría su brazo armado. Me pegué
a su cuerpo para cubrirme de esa amenaza. Un recurso ridículo. Pero
todo era ridículo. Más que eso: todo era imposible. Pero daba igual;
un paso más hacia la locura. Apreté el lazo. Vi su cabeza temblorosa,
sus manos que intentaban aflojar la cuerda en su garganta. Sentí un
ruido. Tardé un segundo -un larguísimo segundo- en comprender
que había sido el ruido de la pistola al rebotar en el piso. O sea que lo
imposible podía resultar. Su mano derecha pareció dar por perdida la
batalla del cuello y buscó desesperada mi cuerpo. Retrocedí sin aflojar
el lazo. Agradecí a Raúl y a su invento; uno de tantos. El cuero del
marcador de páginas protegía mi mano izquierda del filudo acero; en
el otro extremo, el libro que él había acondicionado para esconder el
cable protegía mi mano derecha. Las suyas intentaron aferrarse a mí.
Luego sus piernas comenzaron a moverse, desesperadas. Cada vez más
desesperadas. Yo estaba ganando. Pero no quería mirar; al menos, no
su cabeza ni sus ojos, ni la mueca de su boca, que sólo lograba emitir
un sonido ahogado. Sus manos volvieron a luchar contra la cuerda, y
sus piernas a golpear desenfrenadas. Pero ya menos. Y con menos fuer-
za. Miré hacia otro lado. En la caja de escala, nadie, ningún enemigo.

292
Ningún ruido, tampoco. Los pasos y carreras se habían acabado como
yo sabía, como yo había programado. Y los ruidos que temía, los de los
amigos de mi víctima, por suerte aún no se oían. Traté de calmarme. Y
de no mirar. No mirar ese cuerpo junto a mí, finalmente en el suelo y
ya sin luchar. Sentí asco. Y miedo.
Era un miedo casi racional por lo que seguiría. Mi mente co-
menzaba a reinsertarse en mi cuerpo y a dominarlo. Miré de reojo
al caído. Estaba inmóvil. Y de bruces, por suerte, sin mostrarme su
cara. No quise acercarme a comprobar si estaba muerto. No, gracias.
Con lo que había hecho, bastaba. Recogí el cable ensangrentado y lo
enrollé en torno al libro. Me saqué el suéter y envolví con él los lentes
y el libro, mientras bajaba corriendo al tercer piso. Llamé el ascensor
y, mientras lo esperaba, lancé el envoltorio al tubo del incinerador.
La siguiente prueba era el ascensor. Por suerte se abrió sin ningún
ocupante. Marqué el primer piso intentando confundir a mis ene-
migos con una huida por la planta baja y salté afuera antes de que se
cerrara la puerta. Subí las escalas y pasé corriendo por el cuarto piso
sin mirar el cuerpo. Dejé atrás el quinto, que era el lugar acordado
para el encuentro, y donde podía haber alguien al acecho. Seguía
vacío, por suerte. El descanso entre los pisos seis y siete había sido
mi escondite nocturno. Allí recogí la grabadora que encendí minutos
antes para que se oyeran las voces y pasos que simulé y grabé el día
anterior, y que habían engañado al informante, y la guardé en un
maletín oculto bajo una grada. Tampoco había nadie en el séptimo
piso, la próxima etapa en mi huida. Corrí hacia los ascensores de la
entrada por Moneda mientras me ponía la chaqueta y la corbata que
guardaba en el maletín, y presioné el botón de llamada. No escucha-
ba voces ni carreras. O el delator había ido sin apoyo o le ordenó a
su gente que se mantuviera a distancia para tranquilizar a su nuevo
contacto. Tuve tiempo de sacar una peineta y ordenar mi pelo, que
había llevado revuelto y caído sobre la frente. Mi camisa gris estaba
mojada por la transpiración y cerré mi chaqueta sobre ella. Respiré
largo, profundo, y cuando empezaba a impacientarme se abrió el as-
censor. Los de aquel lado no eran automáticos, y entré sin mirar al
ascensorista y con una actitud inexpresiva, repitiéndome otra norma
de mis instructores: hay que ser gris, convertirse en un hombre gris,
uno al que ningún testigo recuerde después.

293
Salí a la calle por Moneda y caminé en dirección al cerro Santa
Lucía. I'v1i reloj me informó que habían pasado cinco minutos desde
que el ascensor se abriera en el cuarto piso alertándome de la llegada
del informante. Ya eran casi las ocho y la vereda estaba atestada de
gente. Me mimeticé con la multitud; uno más entre las grises perso-
nas que iban apuradas a sus trabajos. Me había salvado. O lo estaba
logrando.
Entonces escuché que alguien se acercaba corriendo a mis espal-
das. Me preparé para el zarpazo. Un hombre pasó a mi derecha por la
calle, enfrentando a los autos. La gente lo miró, extrañada. Era joven,
robusto y vestía una camisa amarilla. Observaba a su alrededor con
ojos bien abiertos y una furia contenida. Supuse que era un camarada
de mi enemigo. No descubrió a ningún sospechoso y volvió sobre sus
pasos. Por el rabillo del ojo lo vi agitando los brazos, haciendo señas
a sus amigos que andarían detrás de lo mismo que él: buscando a un
candidato a soplón convertido en homicida.
Atravesé en la esquina de Mac-!ver y subí al primer microbús
que se detuvo. Me instalé en el fondo y miré hacia Moneda. En el
cruce de calles había tres hombres, y uno de ellos era el que había
pasado corriendo a mi lado.
Me senté cerca de la puerta de salida. Había pocos pasajeros.
Ninguno me vio poner la grabadora en el suelo y empujarla con el
pie debajo del asiento. Volví a decirme que había cumplido con mi
misión y con todos sus pasos, a pesar de que el miedo y la fiebre me
habían tenido al borde de la derrota. Una sensación de embriaguez
y de algo parecido a la alegría empezó a ahogarme. Y podía ser me-
jor: tres cuadras más y saldría del radio del centro. Al otro lado del
río Mapocho podría bajarme con más tranquilidad y dar los últimos
pasos de mi huida.
Me interrumpió el ulular de una sirena. Una camioneta con
un foco en el techo avanzaba por l\1ac-lver, zigzagueando a toda
velocidad. Un hombre llevaba medio cuerpo afuera y se afirmaba en
la puerta abierta del costado derecho. Reconocí la camisa amarilla.
Otros dos iban de pie en la parte trasera. En un momento, el tránsito
les permitió avanzar hacia nosotros. Me instalé junto a la puerta de
bajada, dándoles la espalda, como si fuera a descender. De reojo los vi
pasar. El de amarillo barrió con su mirada a todos los ocupantes del

294
microbús. Repitió la ojeada y luego se agachó hacia el conductor de la
camioneta, gritando y gesticulando. Me había visto. ¿Yo sería un sos-
pechoso más o uno que respondía a la descripción del falso soplón?
No había tiempo para pensar. Forcé la puerta de un empujón
y me dejé caer al suelo. Cientos de jugarretas tontas y de piruetas
juveniles me habían dejado un cierto oficio para bajar de un bus a
la carrera. Esta vez la velocidad era mayor, pero me mantuve en pie.
Crucé corriendo la calle hasta la otra vereda, entre los frenazos de los
vehículos. Miré hacia atrás; la camioneta se había atravesado delante
del bus, frenándolo. Rogué que mis perseguidores no hubieran visto
mi maniobra y corrí hacia la esquina, pero frené al llegar a ella. El
miedo no me había impedido recordar que justo ahí, en la vereda del
frente, se hallaba la Primera Comisaría de Carabineros.
Su puerta estaba bloqueada por un carro blindado, con un poli-
cía de casco y fusil asomado en la torreta. Otros más, con metralletas
terciadas, ayudaban a custodiar la entrada. Habían pasado meses
desde el golpe, pero seguían tomando providencias. Y atemorizando.
Alineadas a lo largo de la pared había decenas de personas; gente que
acudía a preguntar por familiares o conocidos que habían sido apre-
sados o se hallaban desaparecidos.
Tomé una decisión más. Me ajusté el nudo de la corbata y
atravesé hacia la comisaría haciendo ostentación de mi maletín, que
podía ser mi salvoconducto. Un policía me cerró el paso y me apuntó
con su metralleta.
-Soy procurador de una oficina de abogados, de Morandé y
Larraín, posesiones efectivas y herencias -dije inventando sobre la
marcha-. Vengo a retirar unos papeles que traje anteayer para que
me los certificaran.
Me miró no muy convencido. Saqué un carné de estudiante de
Derecho, en el que había puesto el nombre que usaba en mi semi-
clandestinidad. Se lo mostré con seguridad y evitando que reparara
en las yemas de mis manos.
-Me dijeron que viniera hoy a partir de las ocho -insistí.
-Pase, pero va a tener que armarse de paciencia con éstos
-dijo, señalando con desdén la ftla junto a la pared.
La ftla continuaba adentro; había más gente que afuera y amon-
tonada en un recinto estrecho y con bancas a los costados. Me senté

295
en el extremo de una banca a dejar que pasara el tiempo y a esperar
que mis perseguidores no me buscaran ahí, en la guarida del lobo. Y
empecé con la última tarea de mi plan. Disimuladamente me saqué el
pegamento con que había protegido las yemas de mis dedos para no
dejar huellas. Cinco minutos después me dije que ya estaba a salvo.
Pero igual aguardé media hora antes de moverme.

-Al final -le dije a Montserrat-, salí con algunos de los papeles
de mi maletín en la mano, como si fueran documentos legales, y me
despedí con una reverencia del policía en la puerta. Había dejado de
transpirar y partí caminando despacio, casi tranquilo. Ese fue mi pri-
mer contacto con mi oficio de procurador. Y acababa de tomar una
decisión: no iba a preguntar, no iba a contar ni iba a permitir que me
contaran sobre la muerte de un informante de los militares.
-¿Por qué lo hiciste? -preguntó.
Yo sabía la respuesta desde siempre.
-Por Exequiel. Una especie de venganza. O una reivindicación,
un homenaje.
-¿No hubo algo más? -dijo. La noche había caído y mecos-
taba ver su expresión.
Esa pregunta me la había hecho yo muchas veces. Hacía tiempo
que la tenía clausurada, pero no podía ser para siempre.
-Tal vez, algo de culpa -dije-. Seguro: algo de culpa.
Se acercó. Su mirada era más que punzante. Esperó mis palabras.
-Él quería volver contigo -seguí-. Si yo no hubiera apareci-
do en el medio, las cosas habrían sido distintas.
-No seas perseguido. Mi matrimonio estaba acabado desde
antes. A lo mejor Exequiel se habría salvado, pero por tantos otros
motivos. Hasta pienso que cometí un error al ir a verlo. Yo sí podría
tener motivos para sentirme culpable, pero nunca tú.
Pensé rebatirle, pero eran varias ideas que debía ordenar. Ella
siguió.
-Lo supe por Rita. Logró ubicarme al poco tiempo de que
se exilió en Alemania y hablamos por teléfono. Lo primero que me
contó fue de esa muerte y lo que había hablado contigo sobre el in-
formante. Ella creía que habías sido tú. Yo también.

296
Se acercó. Levantó una mano, lentamente, y la apoyó en mi
hombro.
-No creo que sirviera para algo -dijo-, salvo para compli-
carte la vida. ¿Ha sido duro cargar con esa muerte?
-Al principio, no tanto. Después ... Después se ha convertido
en algo distinto. Y duro, sí.
-Eres un imbécil-dijo una vez más-, en muchas cosas, pero
fuiste muy valiente.
El viento jugó con su melena y la hizo rozar mi mejilla. Otra vez
me tenía en sus manos. Casi estaba dispuesto a olvidar algunas cosas
recientes y a no preguntar por otras. Pero entonces una luz contor-
neó su cabeza; una luz roja y parpadean te. El furgón de Carabineros
disminuyó su marcha al vernos en la carretera. El conductor nos
hizo señas de que no nos moviéramos, giró en redondo y se detuvo a
nuestro lado.
-Los andábamos buscando -dijo su acompañante apenas se
bajó del vehículo.
-Falta el mayor Telmer, mi cabo -dijo el otro.
-Cierto, ¿dónde está?
No alcancé a responder. Una explosión lejana quebró el silencio
del despoblado. El conductor apuntó hacia el norte.
-Mire allá, mi cabo -dijo. A lo lejos, en dirección a Punta de
Teatinos, un leve resplandor surgía de la tierra, en medio de la oscu-
ridad, y ascendía para convertirse en una columna de humo aún más
negra que la noche.
-El Gap -dije a media voz.
-¿Qyé? -preguntó el cabo.
-Digo que tiene que ser mi auto. Y creo que ahí van a encon-
trar a Telmer.

297
46

-Todo indica que fue un suicidio -me dijo Pallero-. Es decir, va


a ser un suicidio, de cualquier manera.
Definitivamente, Pallero estaba mostrando pasta de político. Y
se desplazaba como un señor en medio del despliegue de carabine-
ros, detectives y agentes de la CNI llegados de Santiago, mientras los
focos de los autos policiales iluminaban la playa oscura y el Gap. Sus
restos, más bien.
Cuando llegamos, mi auto ardía por completo. No iba a hacer
un drama en ese momento, pero me dolió. Los carabineros dirigieron
los chorros de sus extintores sobre el Fiat. Había olor a combustible
y caucho quemados. Y a carne, también quemada. Eso me adelan-
tó lo que vimos después, una vez que los extintores apaciguaron las
llamas, y no fue agradable. El cabo sacó una manta del furgón y me
pidió ayuda. Tuve que hacerlo, pero le dejé la iniciativa. Con la manta
cubrió sus brazos para forzar la puerta del conductor, y luego arras-
tramos el cuerpo humeante y rígido de Telmer fuera del auto. El otro
policía terminó de vaciar el extintor sobre él, pero sabíamos que era
tarde. Preferí mirar el interior de mi auto. No se iba a salvar mucho
de él. Podría venderlo como chatarra o conservarlo como un recuer-
do. U olvidarme del Gap y de todo lo que había pasado últimamente
en torno a él. Regresé donde Montserrat. Se había sentado lejos, en
una piedra, de espaldas al auto. Me senté a su lado y observé las últi-
mas llamas que lamían al Gap. Al final me distrajeron unas luces de
vehículos que aparecían y desaparecían al sortear los desniveles del
camino mientras se acercaban a la playa.
Eran Pallero y sus hombres. Se hicieron cargo porque la poca
gente de la CNI que llegó parecía estar todavía bajo el impacto del
descabezamiento de sus ftlas en la ciudad. Pensé que eso y la muerte

298
de dos de sus jefes no eran cosas menores. También pensé, como era
mi maldita costumbre, que otros agentes bien pudieron estar atarea-
dos siguiendo la pista de Telmer para acallado.
Los detectives nos interrogaron por separado. Luego le pedí a
Fallero que dejara ir a Montserrat y la acompañé hasta el coche poli-
cial que la llevaría a La Serena.
-Ten cuidado -me dijo, pero no me miró, como tampoco al
lugar donde yacía el cuerpo de Telmer, oculto por el esqueleto hu-
meante del Gap.
Apenas se fue, Fallero se acercó con su comentario sobre la cau-
sa de la muerte.
-No creo que el médico legista se esfuerce mucho en su exa-
men -añadió-. Tiene una herida de bala de tipo suicida en la sien.
Seguramente se disparó apenas encendió el fósforo o lo que sea que
desató el incendio.
-Yo tampoco me arriesgaría a pedir un examen detallado, ni
del cuerpo ni del auto -dije-. Creo que para muchos será mejor
así. Un suicidio y el punto final para una pesadilla. Aunque hay un
detalle ...
-¿Cuál?
-Los papeles. Telmer llevaba un montón de papeles en mi
auto. Ahora he visto apenas unos pocos, y totalmente quemados, por
cierto.
-No empieces de nuevo -me dijo con la expresión de quien
está cansado con alguien. Y tan cansado como si estuviera a punto
de golpearlo.
-Está bien, no sigo. No tengo intenciones de andar averiguan-
do nada más.
-Harías bien en no crearte nuevos problemas, salvo que te esté
gustando andar con pistolas en las costillas.
Empezó a contarme. Tenían un punto fijo frente a la casa de
Telmer desde que Rufat apareció en el funeral de Fau Fons, pero
aún no sabían cómo y por dónde había escapado. Sólo se enteraron
cuando nos vieron salir, y gracias a Alvarito. El barman era discreto y
silencioso, pero reconoció a Telmer y se dio cuenta de que yo no iba
a gusto. Avisó a la policía y también a la recepción, y así descubrie-
ron a Gálmez y Ferrer atados y amordazados en el baño. Más tarde,

299
un vendedor de helados que atendía su carro junto al Vado de las
Ánimas dijo haber visto pasar el Fiat 125 azul en dirección al río, y
lo recordó más que nada por la mujer que acompañaba al conductor.
Eso parecía consustancial a l'vlontserrat.
Le agradecí y le reiteré que ya no metería la nariz en parte alguna.
-No harías más que seguir el ejemplo de tus jefes -dijo.
Él sabía que yo no sabía, y disfrutó con eso.
-Cambiaron la figura legal de su requerimiento. Muerto Rufat,
que sería el autor del homicidio de Labra, se diluye el delito mayor
y queda sólo el de sus cómplices. Tus patrones retiraron las querellas
por desaparición culpable y homicidio calificado, y las reemplazaron
por una de cuasidelito de homicidio. Eso también favorece a Ester
Alday y a la gente del gobierno. No sé qué tanto ayuda a tus jefes,
pero al menos Ferrer parecía muy interesado en el buen nombre de
Labra. Ahora, en estos momentos, la viuda debe de estar retirando el
cadáver para llevárselo a Santiago y enterrarlo. Y ella, preocupada de
la honra familiar, tampoco puso reparos.
-Interesante.¿Y cuándo fue eso?
-Tomó todo el día, pero la reunión definitiva fue recién en la
tarde, en la residencia oficial del intendente, lejos de los periodistas y
los curiosos. Estaban el dueño de casa, el segundo hombre de la CNI,
el subsecretario del Interior y Gálmez. No sé los detalles porque por
supuesto no nos invitaron. Y de ahí volvía tu jefe cuando apareció
Telmer por el hotel, con tu amiga y su pistola.
Le pedí que me dejara ir en alguno de los vehículos policiales
que comenzaban a marcharse. Q¡ería alcanzar hasta el Gran Hotel
y retomar la conversación con mis patrones si aún no se habían ido a
Santiago. Pallero accedió.
-Si no los alcanzas -dijo-, puedes hacer hora en el bar. Tal
vez vaya más rato para que me invites a un trago, y así termino de
interrogarte.
-De acuerdo. Y cuídame el auto.
Me miró como si se tratara de otra de mis malas bromas. Y
lo era.

Mis jefes ya no estaban. Macaya sí, en su pieza y con cara seria, mien-
tras hacía su maleta luego de meter en una caja todas las carpetas con

300
lo que había sido el trabajo de nuestra oficina en La Serena. Era el
último en irse. Ferrer había partido con la esposa y una de las hijas de
Labra, en el auto de ellas y escoltando al coche funerario que llevaba
el ataúd hacia Santiago. Gálmez se fue poco después en el coche de
Ferrer. Todos igual de apurados. Macaya no estaba locuaz, pero ter-
minó por contarme qué lo tenía revuelto.
-Me da la impresión de que esto se va a diluir, que se está ti-
rando una capa de tierra para cubrir todo.
-Era muy difícil que nos dejaran hacer historia o que la gente
se enterara de que habíamos hecho algo parecido a la historia. Re-
sígnate: no volveremos a Santiago en olor de multitud. Pero, en fin,
te quedan dos horas para tomar el bus. Vamos, te debo un trago en
el bar.
Saludé con un fuerte apretón de manos a Alvarito y le agradecí
su ojo atento en lo de Telmer. Con sus palabras parcas, él le restó
importancia. Ya en una mesa, Macaya depositó su corpachón en la
silla como si le pesara y siguió con sus lamentos y con lo de la capa de
tierra que sepultaba el caso. El ofrecimiento había surgido del fiscal
y nuestros patrones no titubearon mucho para negociar un acuerdo.
Al final, Labra había muerto accidentalmente al caer a un pique de
El Brillador mientras huía de un grupo de agentes, encabezados por
Rufat, que le dio cita en ese lugar con la intención de extorsionarlo.
De los dólares reservados, y del destino que se les daba, no se haría
mayor historia. Los dos socios dictaron el último borrador del acuer-
do a Macaya en su habitación y Gálmez partió con el documento a
reunirse en la casa del intendente. De allí volvía cuando se armó el lío
creado por mí, por Telmer y Montserrat. Apenas los liberaron de sus
amarras, le contaron a Macaya que el acuerdo ya estaba suscrito y que
Gálmez hasta pudo revisar la declaración que leería el subsecretario.
-Acabo de escucharla en la radio -me dijo, y su voz aguda se
había puesto casi grave-. Es todo suave, leve. Tú no apareces para
nada, por supuesto. Hasta Ester es una víctima de las circunstancias.
Y Rufat, casi un ángel; un ángel caído. Se insinúa, y eso lo van a des-
lizar a la prensa, que su muerte fue sólo una disputa entre amantes.
-¿Y qué va a pasar con Ester? ¿01Iién la va a defender?
-Nosotros. Es decir, 01Ieirolo. Le dejaron todas las instruccio-
nes y lo orientaremos desde Santiago.

301
-Ya veo. Una pobre mujer acosada, y asustada por los celos y
amenazas de su amante; por eso andaba armada. Él la encuentra, le
apunta con una pistola y a ella no le queda más que disparar. Además,
estaba colaborando con la policía. ¿Cuánto vale eso, en años de cárcel?
¿Tres? Y menos; quinientos cuarenta y un días. Pero por conducta an-
terior irreprochable y algún otro atenuante, se le remitirá condicional-
mente la pena e irá a firmar una vez a la semana a Gendarmería. Y la
sentencia se podrá canjear por otra de extrañamiento. Punto final.
-Puede ser, ¿por qué no? ¿Y qué pasa, qué te molesta?
-Todo -y bebí el último sorbo de mi martini seco. No me ha-
bía durado mucho. Le pedí otro a Alvarito. Macaya me miraba como
esperando más y no lo defraudé.
-Me contaron parte de las primeras confesiones de Ester Alday
a los detectives -dije-. Rufat y su grupo fueron a buscar a Labra
a Santiago y lo trajeron aquí porque creían que en esta zona tenía su
capital de reserva, según lo que les confesó Ester. Pero se les pasó la
mano, Labra murió y se quedaron sin ninguna pista del dinero. Salvo
que Ester supiera más, y por eso empezaron a perseguirla. Y creo que
sí sabe; por algo se arriesgó a volver y retomar la pista.
-¿Y encontró algo?
-Así creo. ¿Por qué tanto interés de nuestros jefes en prote-
gerla?
-¿Interés? No sé, no creo que haya nada especial. Qyerían re-
solver el caso y resguardar el nombre de Labra. Ayudándola a ella, se
ayuda a ocultar la historia de la financiera ilegal, que los perjudicaba
a todos: al gobierno, a la familia de Labra, a la misma Alday ...
-Y a nuestra oficina, por la financiera ilegal.
-¿Tú crees? -Macaya me miró intrigado-. En verdad, fuera
de lo que dijiste al llegar con Ester a los tribunales no se ha hablado
más de la financiera. Y nuestros jefes tampoco.
-Ese es el punto: ellos no se preocuparon más de los dólares.
Es como el ladrido del perro que alertó a Sherlock Holmes.
-Ah, sí. .. A Watson no le había llamado la atención porque no
ladró en toda la noche.
-Y eso alertó a Holmes: qué había ocurrido para que el perro
no ladrara.
-¿A dónde quieres llegar?

302
-¿Qyién era el más interesado de nuestros jefes en no hablar
más de la financiera y de los dólares?
-Eh ... , Gálmez, sin duda. Hasta me cambió el tema una vez
que lo mencioné.
-Me imagino. Y ahora, en estas últimas horas, ¿dijo algo rela-
cionado con eso?
Se quedó pensando. Me pareció que no intentaba forzar sus
recuerdos; más bien estaba decidiendo si contarme algo o no.
-Vamos -insistí-. Tú sabes que no saldrá de aquí.
Miró la pared, el vaso, la veta de madera casi borrada por el uso
en la mesa que ocupábamos. Terminó por decidirse.
-Habló aparte con Qyeirolo. Le insistía en que había que sos-
layar lo de la financiera. Eso fue antes de la reunión con el intenden-
te. Ahora último, cuando Qyeirolo vino a despedirse, se lo reiteró.
Me pareció que Ferrer estaba molesto con Gálmez.
-También a mí. Ferrer no sabía que Gálmez participaba en la
financiera ilegal.
-¿En serio?
Le conté de mi discusión con Gálmez y me interrumpió.
-Ahora entiendo otra cosa. Te lo iba a decir antes de irme:
Gálmez insinuó que no seguirás en la firma. Según él, te metes en
problemas innecesarios.
-No te preocupes, ya me lo anunció. Y después de esto, yo
tampoco pienso continuar.
Se quedó meditando y volvió a concentrarse en su vaso. Le
ofrecí otro trago, pero lo rehusó. Miró su reloj y dijo que ya debía
marcharse.
-Una última cosa -dijo-. Pero sólo entre tú y yo.
-No necesitas recordármelo.
-Es otra de Gálrnez. Yo iba a entrar a su pieza, pero me paré
junto a la puerta a organizar mis papeles, para que no pensara que soy
un desordenado como tú. Él hablaba con alguien. Era Ana María,
y le pidió que le comprara un pasaje urgente a Brasil. A Rio, para
mañana mismo. Eso fue cuando volvió de visitar a Ester en la cárcel
y ... ¡Espera! Ahora todo tiene más sentido. No quiso que fuera yo y
prefirió ir él. Después llamó a Ana María y... ¿O sea que Ester pudo
darle la pista del dinero a cambio de defensa y protección?

303
-Y apostaría que también a cambio de un porcentaje a futuro.
-Gálmez, el intachable. Qüén lo diría.
-Nosotros, pero nadie querrá escucharnos.
Se puso de pie sin beber el resto de su trago. Me paré y nos
abrazamos.
-Presiento -dijo- que de aquí en adelante vamos a vernos
menos.
-Puede ser para mejor; tendremos más motivos para juntarnos
en un bar.
-Sí, ¿por qué no? Y suerte.
Se iba, pero se devolvió.
-Una última confidencia.
-Adelante.
-Banco do Estado de Bahía.
-¿Ése es su destino enRio? ¿Lo dijo él?
-Sí. Y en voz baja. Tanto que Ana María no lo escuchó y tuvo
que repetirle que enviara un telegrama avisando su viaje. Es mi regalo
para ti.

Me quedé solo. Bueno, junto a mi martini seco, que a lo largo de


nuestra relación ha dado pruebas de ser un buen compañero. Una vez
más, sus reflejos de diamante a contraluz me ayudaron a pensar y or-
denar mis ideas. Estaba tan concentrado que cuando Pallero apareció
ante mí no supe si venía, como siempre, desde el pasillo del hotel. Se
sentó en la silla que había dejado Macaya y puso unos papeles junto a
mi vaso. Eran unos volantes que había recogido en la calle y llamaban
a protestar contra el gobierno. Sólo alcancé a darles una mirada su-
perficial, porque él, después de ordenar un trago a Alvarito, me contó
las últimas novedades del operativo policial en Punta de Teatinos.
El fiscal había llegado, tomó el control y ordenó retirar el cuerpo de
Telmer. Pallero suponía que Montserrat y yo seríamos llamados a
declarar, pero sólo para un trámite de rutina.
-Me parece que el fiscal no quiere más guerra -dijo-. Ya
estaba complicado antes. Imagínate después, con la fuga y muer-
te de Rufat, el escape de Telmer, los secuestros, el incendio, su
muerte ...
-Su suicidio.

304
-Suicidio, sí. El fiscal también está muy de acuerdo en que
sea un suicidio. Yo pienso que va a minimizar todo lo que pasó hoy.
También a ellos les interesan cosas como el buen nombre, la honra
y lo demás. Y no creo que haya testigos dispuestos a desmentir esa
versión.
-Dalo por hecho. Yo salí a dar una vuelta con mi amiga y
de repente ya estábamos en la carretera. ¿Telmer. .. ? ¿Qyién era
Telmer?
-Salud -dijo, ya con su gin con gin en la mano. Apoyó la es-
palda contra la silla y suspiró.
-Va a ser un solo trago -agregó-. No es bueno que me vean
con un tipo como tú, y tan seguido.
-Usted manda, subcomisario.
Chocamos vaso con copa. Alvarito se acercó y se permitió una
palabra al oído de Pallero.
-Teléfono.
Pallero fue a la barra. Tomé los volantes; convocaban a un acto
contra el gobierno. Había empezado a leer la larga lista de organiza-
ciones firmantes, cuando volvió. Ya no estaba relajado.
-Era Romo. Averiguó sobre las últimas horas de Telmer. Esca-
pó por una ventana de su casa y fue a la de una mujer. Lo averiguamos
después, por la patente del auto blanco que esa mujer manejaba y que
estacionó frente a un taller mecánico en La Antena y que, ahora nos
enteramos, era una pantalla de Rufat para sus negocios ocultos. Todo
indica que Telmer lo sabía, porque mandó a la mujer a distraer a los
dos operarios con unas preguntas sobre repuestos y reparaciones para
el auto. Mientras, él entró por el fondo y abrió con una llave o con
una ganzúa los cajones del escritorio de Rufat. Unos vecinos lo vie-
ron después en una calle lateral, con una bolsa en la mano, esperando
hasta que la misma mujer en el mismo auto lo recogió. Agregaron los
testigos que ella no llevaba una pistola al pecho ni pareóa asustada.
En todo caso, parece que Telmer se dio cuenta de que los habían
visto, porque abandonó el auto en el centro y decidió cambiarlo por
otro más discreto. Uno azul oscuro.
Seguí callado.
-¿Qtieres que te describa a la mujer? -preguntó.
-No hace falta. ¿Qyé vas a hacer?

305
-Interrogarla. Y ahora sí, de verdad. Posiblemente la deten-
gamos por complicidad en la fuga de un detenido. No es muy grave,
pero igual es serio. Sobre todo si el escape del preso termina con su
muerte -su suicidio- un par de horas después.
Nos quedamos en silencio. Continuamos apurando nuestros
tragos. Las piezas de dominó, en una mesa cerca de la entrada, eran
las únicas que hablaban. También sus dueños gustaban de ahorrarse
palabras, como Alvarito, como Fallero a veces. Sólo cuando terminó
la partida se escucharon sus comentarios. Alguien revolvió las piezas
y recomenzó el juego. Y el silencio. Yo palpé la basta izquierda de mi
pantalón. En su interior seguían, asegurados con cinta adhesiva, unos
papeles que me había enviado Bartolomé Zuleta.
-¿Vas a interrogarla ahora? -pregunté.
-Sí. Romo y otro detective me esperan afuera de la casa, vigi-
lando por cualquier cosa.
-¿No querrás que te acompañe?
-No, ya hemos andado juntos demasiado tiempo en estos
días.
-Sí, qué va a decir la gente. Pero, ¿no te opondrás a que llegue
unos minutos después a visitar a mi amiga?
-No te lo puedo impedir. Estamos en un país libre.
-¿Ah, sí?, otra gran noticia. Podrías trabajar de periodista
cuando te retires.
No contestó; habrá pensado que no valía la pena. Con mi mano
izquierda empecé a despegar los papeles de mi pantalón.
-¿Qyé haces, vas a sacar una pistola?
-No, ya basta de armas -y puse los papeles doblados junto a
su vaso, como él había hecho con los panfletos unos minutos antes-.
Voy a pagarle a Alvarito, porque yo invitaba esta ronda. Mientras
tanto, estudia esos papeles. Tengo una oferta para ti.

306
47

Por seguridad, Fallero no quiso usar un vehículo de Investigaciones


y guiaba su auto, un Chevy Nova del 79. Yo iba a su lado, y la butaca
era más anatómica que la de mi auto, pero no me sentía cómodo.
Menos, mirándole su perfil agrio en un viaje que nos tomaría seis
horas hasta Santiago. Y menos todavía con Montserrat en el asiento
trasero.
Habíamos salido desde la casa de ella cuando aún no clareaba.
Fallero bajó hacia la carretera por el Parque Pedro de Valdivia y pasa-
mos por el lugar donde cuatro días antes yo había estacionado el Ford
Pinto de Santana para contarle a Montserrat que debía esconderme
de la policía, y ella me reveló su conversación con Telmer.
Tomamos la carretera hacia el sur. Una niebla baja se demora-
ba entre las breas y los bosquecillos de las parcelas que unían a La
Serena y Coquimbo, como si también ella estuviera despertándose.
Y tenía harto trabajo todavía; debía remontar una a una las terrazas
que forman la ciudad hasta ganar la meseta del aeropuerto. Faltaban
horas para eso, y por el momento la niebla me ocultaba lo que íbamos
dejando atrás. Me habría gustado ver algo más que unas borrosas
siluetas de edificios al despedirme de La Serena. Estaba casi en paz
con ella; pero no tanto con su gente, y en especial con quien ocupaba
el asiento de atrás.
El tráfico era escaso; el reloj del Nova marcaba las siete. Apenas
pasamos Coquimbo, Fallero presionó el acelerador para ganarle a
la larga cuesta de Panul. El Gap lo habría hecho mejor, pero ya no
tenía importancia. Por el momento había decidido dejarlo morir en
paz en el corral municipal, cubriéndose de óxido como la estatua de
un héroe olvidado. En todo caso, mi auto podía ser una excusa para
entablar una conversación. No con Montserrat, que dormitaba o algo

307
más en el asiento trasero, pero sí con Fallero una vez que se le pasara
el enojo conmigo. Nos aguardaba un largo camino.
Yo no imaginaba que sería más largo de lo esperado.

A Fallero no le gustaron los papeles que puse sobre la mesa en el bar.


Contuvo su enojo y me miró como si yo fuera un traidor, pero no
perdió tiempo en intentar excusas ni en preguntar cómo los había
obtenido.
-¿Qyé quieres? -me dijo.
-Qye la dejes irse del país. A cambio de estos papeles y de
otros más, pero del caso Labra.
Le resumí la historia de la financiera ilegal y la participación de
Gálmez; le hablé de los documentos que yo había enviado a Santiago,
y que comprometían a mi jefe, y de sus planes para viajar a Brasil y
recuperar los dólares que faltaban, que no serían pocos.
-No creo que te cueste mucho averiguar, con la Interpol o
algún colega tuyo, cuándo va a viajar. Tendrías toda la red en tus
manos. Y también tendrías un argumento de peso para ganarte un
ascenso. Supongo que es mejor retirarse como prefecto, o algo así,
que como un subcomisario de provincia.
No dijo nada. Volvió a mirar los papeles. Le molestaban.
-Olvídalos por ahora -le dije-. Piensa en lo otro: lo que
puedes hacer, por tu institución, y por ti, y a cambio de casi nada:
demorar la detención de Montserrat por unas horas. Ella tiene un
pasaje abierto para volver a España. Yo me encargo de convencerla y,
si quieres, de acompañarla hasta la escalinata del avión. Tan sólo eso,
y no habrías cometido ninguna falta.
Guardó los papeles y se levantó de su silla.
-Igual voy a interrogarla -dijo, sombrío-. Y solo.
-Bien. Y yo voy a caminar un rato.
Me demoré en llegar a la casa de Montserrat. Sobre la mesita
del recibidor había un maletín de médico abierto. La empleada me
explicó que el doctor Monroy estaba adentro. Pensé en la madre
de Montserrat y en alguna secuela de la muerte del esposo, pero la
empleada me aclaró que no era ella el motivo de la visita. Alertada
por el timbre, la viuda apareció en ese momento. El luto la hacía
verse aún más distinguida y lejana, y cuando me extendió la mano

308
pensé que no llegaría a tocarla. Pero estrechó la mía con fuerza.
Lo atribuí a Pallero y sus anuncios, y a que ella me vería como un
aliado para proteger a su hija. Pero era otro el motivo. Montserrat
había tragado una gran cantidad de pastillas para dormir. La madre
llamó a Monroy, y el médico la hizo vomitar y le administró suero, y
ahora todo andaba mejor; Montserrat dormitaba en su habitación.
Pallero tuvo que notificar a la viuda y a Monroy del motivo de su
presenCia.
-Están hablando allá atrás -me dijo ella-. Pase, usted es el
mejor amigo de mi hija.
No quise contradecirla y fui a unirme con ellos. Conversaban en
un rincón del patio con baldosas ajedrezadas en que vi por primera
vez a Pau Pons. En el sitio donde el viejo entibiaba sus huesos y es-
peraba la muerte había ahora un gran macetero con unas alegrías del
hogar que habrían recuperado el sitio que por un tiempo les quitara
el moribundo.
Monroy quiso integrarme a la conversación. Yo preferí perma-
necer en un segundo plano y en silencio para no provocar a Pallero.
El médico se veía abrumado por la posibilidad de que detuvieran a
Montserrat; yo pensé que lo suyo se emparentaba con lo de Telmer
y con lo mío.
Por suerte, pronto llegaron a acuerdo.
-Entonces -me dijo Monroy-, ¿usted la acompañaría a San-
tiago, para que todos estén seguros de que ella se irá y su madre se
quede tranquila?
-Si nadie se opone ...
-Nadie. El subcomisario la llevará personalmente, y usted sería
como el representante de la familia. Sólo nos queda avisarle a Enrie
en Santiago, pero estará de acuerdo.
-Así espero -dijo Pallero-. Estoy haciendo una excepción
muy grande.
Acordamos partir al amanecer. Pallero fue el primero en irse, y
sin saludarme. Monroy entró a examinar por última vez a Montserrat
y, ya más tranquilo, volvió para marcharse. Nos despedimos de la viu-
da y el médico me ofreció llevarme hasta el hotel, pero lo rechacé con
amabilidad. No quería más confesiones o preguntas sobre el efecto
que Montserrat producía entre los hombres.

309
Disfruté de la calma y el rocío de la noche. Me sentía seguro
caminando por las calles; mucho más que los días anteriores, en que
había pasado escondido, encañonado, desautorizado por mis jefes,
sorprendido por negociaciones bajo cuerda. Ya en mi pieza me ten-
dí a dormir, pero no lo logré. Maté el tiempo haciendo el bolso y
botando papeles de la oficina, inservibles para mi futuro. Mantuve
un rato en la mano la nota que Montserrat me dejara al irse de mi
departamento. Luego la rompí. Pero sí guardé las semillas del árbol
del paraíso, para recordar mis días infantiles en la ciudad. Más tarde
comprobé las bondades de la tina del baño, hasta que el agua empezó
a enfriarse. Me vestí, pagué, conversé unas palabras con el recepcio-
nista nocturno, lamentando que no estuviera mi amigo boca suelta, y
volví a la calle. Seguía igual de quieta y pincelada por el rocío, como
si hubieran pasado sólo unos minutos, pero por suerte ya amanecía.
Tuve la súbita sensación de que, en medio de tantos hechos que se
habían encadenado en los últimos días, me había perdido en el tiem-
po. La boleta del hotel me ubicó en la madrugada del miércoles 11
de mayo.
La empleada me abrió la puerta en la casa de Montserrat. El
equipaje se hallaba junto al paragüero. También había llegado Mon-
roy, que salió a saludarme con expresión de cansancio, como si hubie-
ra pasado las horas en vigilia.
-Tuve que venir antes -me dijo-. Montserrat tomó unas
pocas píldoras más que no descubrimos ayer. Por suerte la mamá
sospechó y me llamó. No le hicieron mayor efecto. Está adormilada,
pero en condiciones de viajar.
Suspiré. El asunto se alargaba demasiado. Por suerte, Pallero se
presentó puntual, acompañado de Romo. Montserrat apareció unos
minutos después, con paso vacilante y sostenida por su madre. Sus
ojos eran vidriosos, atontados, y el suéter y los pantalones negros
aumentaban su palidez. Ayudé a la empleada a trasladar sus valijas
hasta el portaequipaje del auto, para apurar el trance, y acomodé con
pudor mi bolso de lona junto a las dos maletas de cuero y al fino bolso
de mano de Montserrat. Ella se despidió de Monroy, aceptó su beso
en la mejilla y apenas entreabrió sus labios para un "gracias" que no
llegué a escuchar. Después se abrazó con su madre, se besaron en las
dos mejillas, como buenas europeas, y la señora sólo aflojó su mano

310
cuando ella se acomodó en el asiento trasero. Monroy se asomó por
la ventana y observó a Montserrat como hace un buen médico con su
paciente, pero también como alguien que espera una señal, un gesto,
de alguien a quien se quiere. Ella no lo miró. Tampoco a su madre.
Entornó los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo.
-Te llamo antes de embarcar, mamá -fue lo único que dijo, en
un susurro. Pallero tomó la puerta para cerrarla. Su gesto bastó para
que la viuda se apartara y me extendiera la mano.
-Sé que usted la cuidará -me dijo mirándome fijamente. Ha-
bía una pizca de afecto y mucho de autoridad en sus ojos. Su frase
había sido una petición y una orden. Retiró la mano, la llevó con una
elegancia natural al cuello de su blusa negra y ahí la dejó descansan-
do, como un herrete en su almohadilla de terciopelo.
Me despedí y sólo cuando rodeaba el auto me pregunté dónde
me sentaría; si al lado de Pallero, que continuaba ignorándome, o
atrás, junto a Montserrat. Las dos opciones eran inconfortables.
-Adelante -ordenó él. Me dio la espalda para despedirse de
Romo y subió a su asiento. Encendió el motor y partió sin mirar
atrás. Yo sí, levemente. Simulé que observaba a los que se quedaron
en la vereda, pero quería ver a Montserrat. No se movió para decir
adiós y mantuvo la cabeza recostada en el respaldo. Sus ojos tampoco
habían cambiado su mirada vidriosa, pero registraron la mía, y se
cerraron lentos, distantes.

Viajamos en silencio durante una hora. Montserrat dormía o fingía


hacerlo. Pallero se concentraba en el camino, o simulaba también. El
motor del Chevy Nova sostenía un monólogo eterno. En la desembo-
cadura del río Limarí se le sumó el viento, pero sólo por un rato; des-
pués volvimos a su música monocorde. Pallero me estaba castigando
por mi temeridad de haberlo presionado con los papeles de Zuleta,
y no había encendido la radio para que el silencio reflejara la magni-
tud de su enojo. Yo no tenía nada qué alegar, mientras eso alejara a
Montserrat de sus problemas. Y de los míos.
Un chicharreo quebró la quietud. Era la radio de comunicación
interna. Pallero probó varias veces porque la señal era débil, hasta que
finalmente se escuchó al locutor de Investigaciones. Romo quería
hablar con su jefe.

311
-Interceptamos a un narco en el terminal de buses -le oímos
decir-. Puede ser algo grande.
Unos detectives habían sospechado de un hombre que descarga-
ba unas cajas de artesanías enviadas desde Santiago. Lo interrogaron
y se puso nervioso. Al revisar una caja descubrieron un envoltorio con
cocaína dentro de una pieza de combarbalita que reproducía el faro
de La Serena. La inspección permitió hallar otra bolsa en un segun-
do faro. Estaban revisando el resto de las cajas, pero habían querido
informarle de inmediato a su jefe.
Yo pensé que ya no se respetaban las tradiciones; las artesanías
de La Serena se producían en algún galpón de Conchalí o Renca.
Después, llegarían desde China o Malasia. Nada que hacer. Me
mantuve atento a Pallero, interesado en la partida de faros de doble
fondo. Pidió más detalles y que volvieran a llamarlo apenas tuvieran
novedades. Temí que diera media vuelta y regresara para comandar la
pesquisa. Lo observé de reojo durante unos minutos. Seguía condu-
ciendo, concentrado en el camino.
-Esto puede valerte una nota meritoria en tu hoja de servicios
-me atreví a decir.
-Sí. ~izás debería volver.
Preferí guardarme mi respuesta.
-Relájate -me dijo-. No pienso devolverme por una dili-
gencia que recién empieza. Es más importante lo que llevo aquí -e
indicó el maletín que había depositado entre las dos butacas, y que
contribuía a aumentar nuestra separación.
-~é bien. Yo pienso lo mismo, de verdad.
-No estoy tan seguro. No sé qué piensas, en el fondo.
Lo dejé con su duda para no forzar las cosas. La carretera seguía
despejada y a nuestra disposición, aunque ya había pasado una hora
y media de nuestra partida.
-Esos papeles ... -dijo, y miró por el espejo retrovisor para
comprobar que Montserrat seguía durmiendo-. Yo podría decir que
son un montaje.
-¿Sí?
-Pero no lo haré. Son verdaderos, pero sólo a medias. La his-
toria no fue tan así, pero no voy a gastar saliva explicándolo. Lo que
me preocupa es que anden sueltos por ahí.

312
Los papeles que me enviara Zuleta incluían una declaración
notarial y varios comprobantes de pagos y cheques cobrados. La
historia empezaba con la detención del joven hijo de un comerciante
de La Serena, militante en una organización de la resistencia. Se le
acusaba de posesión ilegal de armas, pero había quedado libre a los
pocos días. Según su testimonio ante un notario, meses después, todo
había sido un invento, pero su familia había tenido que desembolsar
dinero para que se le levantaran los cargos. Había una lista de de pa-
gos hechos por el padre a Pallero. Los documentos no tenían fuerza
probatoria ni figuraba su firma en ellos, pero estaban también los
comprobantes bancarios de que varios cheques, por la misma canti-
dad de esos certificados, habían sido cobrados por Pallero y deposi-
tados en su cuenta. Seis cheques durante seis meses. No era una gran
suma; tampoco eran migajas.
-Todos tenemos necesidades. Y fallas -dijo, y tragó saliva
como si se tratara de una piedra.
-Todos tenemos. Y dices bien; yo me preocuparía de que an-
den por ahí esos papeles. Te pueden meter en más problemas.
-Me voy a encargar. Después de esto.
-¿Y crees que te irá bien con mis datos y mis papeles? Mi expe-
riencia con mis jefes y con tu gobierno no fue buena. Tus superiores
también podrían echarle tierra.
-Es posible, pero confío en que no -dijo sin dudar; le habría
dado vueltas a esa opción-. Podríamos sumar más puntos, recuperar
terreno ante las autoridades. Y por último, mis jefes sabrán valorarlo
internamente.
-Y te ascenderán.
-Es una posibilidad.
-Entonces está bien. Tienes que jugártela.
-Por eso estoy viajando a Santiago, arriesgándome con una
mujer que debería estar detenida y con un ex ex ex amigo que me
pega puñaladas por la espalda.
Le dije que no era mi estilo y que no exagerara. Por primera vez
en el viaje lo sentí menos tenso.
-¿Esto puede ser bueno para tu retiro anticipado? -pregunté.
-Ya no tengo tan claro mi retiro. Quizás me convenga esperar.
En estos días me he dado cuenta de algo: hasta las cosas que creemos

313
más inmutables pueden trizarse, romperse. Y por ahí aparecen nue-
l'as posibilidades.
-Es cierto. Todo puede trizarse y romperse, menos la policía.
-¿Vas a seguir?
-No, hablo en serio: Los gobiernos pasan, las sociedades mueren,
la polida es eterna.
-¿Y eso?
-No es mío. Es de Balzac. No sé si lo recuerdas: Balzac, uno
que jugaba de puntero izquierdo por el Vasas de Hungría. En los
hexagonales de verano era el que le ponía los centros a Farkas para
que hiciera los goles.
-Sí, huevón. Sé perfectamente quién es Balzac. No conocía la
cita, nada más.
-Es buena, ¿ah?
-Buena. Me puede servir más tarde, cuando llegue con el ma-
letín y los otros documentos al cuartel central.
-Es tuya. Q¡e te aproveche.
Nos callamos un rato. El viaje ya se me hacía más tolerable.
Espié a Montserrat. Al parecer dormía, y respiraba regularmente.
De vez en cuando fruncía el ceño y se estremecían sus hombros, pero
nada más. Monroy me había asegurado que en un par de horas esta-
ría recuperada.
Al rato volvió a chicharrear la radio de Investigaciones. Fallero
intentó comunicarse varias veces, sin resultados. La señal era muy
débil y me ofrecí a ayudarlo, pero no logré hacer contacto. Estaba
concentrado en eso cuando Fallero frenó. Unos metros delante de
nosotros, dos autos giraban en redondo en la carretera. Había un
tercer coche, atravesado en la ruta: un vehículo de Carabineros, con
las luces estroboscópicas encendidas. Los dos autos que habían re-
gresado pasaron a nuestro lado lentamente. ¿Una encerrona? Difícil.
En un auto iba un hombre mayor y solo; en el otro, una familia con
niños. Un policía estaba parado en nuestra pista y nos hacía señas de
desviarnos a la herma. Mientras maniobraba, Fallero tanteó con una
mano el arma en su sobaquera. Eran dos los carabineros y no se veía
a nadie más en la ruta. El primero se acercó a la ventana, y cuando
Fallero le mostró su placa policial hizo casi una reverencia.
-Buenos días, señor. ¿Hasta dónde van?

314
-A Santiago.
-No creo que puedan llegar.
-¿No? ¿Y por qué no?
-Por los desórdenes. Las interrupciones en el camino empie-
zan en la zona de La Calera. Más hacia Santiago es todavía peor. Y
qué decir en Santiago mismo; ustedes lo habrán escuchado.
Fallero vaciló, buscando disfrazar nuestra ignorancia. Decidí
ayudarlo.
-¿Pero son tan serios los desórdenes? -pregunté.
-Más que serios. Según las radios hay barricadas, marchas,
bombas. Tenemos orden de recomendarles a los viajeros que se de-
vuelvan y que eviten acercarse a las ciudades. Ahí los incidentes son
mucho mayores.

315
48

Pallero agradeció la advertencia y dijo que intentaríamos llegar.


Apenas dejamos atrás a los policías me animé a encender la radio;
la nueva realidad tenía que haber calmado su enojo. La información
del carabinero era correcta y sorprendente. Escuchamos noticias
sobre marchas, choques con la policía, fogatas, barricadas. Mientras
yo viajaba por el dial buscando las señales fugaces de una y otra y
otra radio, descubría que la emergencia había relajado las censuras y
autocensuras.
-No pensé que su protesta fuera a resultarles tan generalizada.
Tengo que admitirlo -dijo Pallero.
Yo no respondí. Algo había leído de una movilización que se
preparaba, pero no recordaba su nombre ni menos que era a nivel
nacional. Me había dejado absorber por mis problemas y por el caso
Labra, y no había captado que algo se incubaba. Busqué en mis bol-
sillos hasta encontrar uno de los volantes que me entregara Pallero en
el bar. Lo leí con detenimiento, y estaba claro. También el nombre:
Protesta Nacional.
-¿Qyé pasa? -dijo Montserrat incorporándose. Tenía los ojos
pequeños y los párpados hinchados.
Le expliqué y ella se sumó al silencio con que escuchábamos las
noticias. Pallero aceleró y me pidió que volviera a intentar con la ra-
dio de Investigaciones. No tuve éxito. De vez en cuando lográbamos
captar su señal, pero llena de interferencias.
-También estarán ocupados con las revueltas -dijo él.
Las radioemisoras seguían pintando un cuadro de enfrenta-
mientos y desórdenes que parecía imposible en la tranquilidad de la
carretera vacía. Avanzábamos rodeados por una calma irreal, como si
fuera el día después de una gran catástrofe. Casi no había tránsito en

316
sentido contrario, y pronto supimos el porqué. Al acercarnos a Noga-
les vimos restos de una barricada, y luego de otra. Un kilómetro más
adelante se elevaba una columna de humo. Fallero redujo la veloci-
dad; una multitud se congregaba en torno a una fogata que cortaba
el camino, y a los costados maniobraban unos carros de Carabineros,
intentando dispersar a los manifestantes.
Desvió el auto hacia una calle de tierra. Nos cruzamos con un
grupo de hombres jóvenes que avanzaba con piedras y palos hacia la
barricada. Más adelante, en la esquina, se estaba armando una fogata
que convocaba a más pobladores. Las mujeres habían llevado ollas
y cacerolas, y las golpeaban como reproduciendo el tamborileo que
azuzaba a los combatientes de otras épocas.
Fue el comienzo. Nos tomó un buen rato retomar la carretera,
más allá de Nogales, y seguir nuestro camino hacia Santiago.
-Me pregunto qué estará pasando con los aviones -dijo Fa-
llero. Yo también me lo había preguntado: qué ocurriría con el vuelo
de Montserrat. Y con el de Gálmez.
No pudimos avanzar mucho. Cinco kilómetros más allá otra
barricada interrumpía la carretera. La vadeamos y llegamos a La
Calera por una ruta interior. En la ciudad también había manifes-
taciones y una gran fogata en el acceso sur, que llevaba a Santiago.
Fallero no quiso buscar nuevos desvíos. Regresó al centro, casi
despoblado esa vez, y estacionó cerca del cuartel de Investigaciones
para comunicarse desde allí con su gente. No necesitó decirme que
no lo acompañáramos. Los parias lo esperamos en el auto, y en
silencio, hasta que regresó. Había hablado también con sus colegas
de Santiago y recibió informes más confidenciales que los de las
radios sobre la Protesta Nacional. Le aconsejaron prepararse para
un viaje largo y evitar las avenidas principales cuando se aproximara
a la capital. También averiguarían qué pasaba con los vuelos inter-
nacionales.
Fallero sugirió descansar un rato y comer algo, y nos instalamos
en un restaurante modesto. Montserrat sólo pidió un café y nosotros
comimos en silencio. El dueño y la mujer que atendía las mesas esta-
ban nerviosos. Se notaba que querían cerrar pronto, preocupados de
las noticias que seguían por un televisor instalado en una repisa. En
un momento se anunció un despacho en directo de los incidentes.

317
Me acerqué a observar. Me costó convencerme de que esos desór-
denes, con tanta gente rebelándose contra el gobierno, estuvieran
ocurriendo en Santiago. Y lo mismo pasaba a lo largo del país, por
las notas de los corresponsales. Fallero no hizo comentarios.
-¿Y qué supiste del operativo de drogas? -le pregunté cuando
el televisor volvió a su programación habitual.
-Ah, esa pesquisa ... No era nada importante. Revisaron todas
las cajas, todos los malditos faros, y sólo encontraron tres bolsitas.
-No era entonces la gran operación que estás esperando.
-Parece que no.
Pensé en Zuleta y lo vi masajeando su cuello. Se había deshecho
del entrometido Rufat y, aunque dijera que prefería las aguas calma-
das, era posible que la Protesta ~acionallevantara tal oleaje que él se
atreviera a lanzar su gran operación. Hay gente que nace con suerte.
Volvimos al auto y a la carretera después de vadear la barricada
por caminos secundarios. Durante una hora tuvimos un tránsito
normal, pero luego reaparecieron los signos de la revuelta. Ya nos
acercábamos a Santiago, pero había pocos vehículos en la ruta y a sus
costados veíamos restos de fogatas aventadas por la policía. También
aumentaron los controles de Carabineros. Pallero se identificaba y
preguntaba., pero no nos decían nada distinto de las radios, salvo la
recomendación de evitar las calles principales al entrar en la capital.
Atardecía cuando nos adelantó una caravana militar en direc-
ción a Santiago. Dos jeeps abrían camino a tres camiones llenos de
conscriptos armados y a dos carros livianos de combate.
-La noche no va a ser tranquila -dijo Pallero.
-Ojalá que lleguemos antes al aeropuerto.
Entonces, la radio interna resucitó. Pallero se puso al habla. Se
oía mal, pero logramos escuchar el mensaje confirmando que el vuelo
de Gálmez había sido cancelado.
-¿Y los otros? -preguntó.
-Hay tres que aún pueden partir, señor, pero retrasados. Uno es
el Iberia por el que usted consultó.
Fallero se concentró en el camino. Poco después del peaje de
Lampa empezamos a ver gente en las hermas. Parecían ser sólo cu-
riosos, pero podrían estar aguardando alguna señal para sumarse a los
incidentes. Más adelante nos cruzamos con obreros que caminaban

318
por el borde de la carretera, regresando a pie desde Santiago a sus ca-
sas, privados de movilización por los desórdenes. Un kilómetro más
allá tuvimos que desviarnos para eludir los restos de una barricada.
Nos pasó lo mismo dos veces más. Y a la tercera la barricada aún es-
taba en pie, con gente gritando consignas a su alrededor. Giramos en
redondo ante la mirada alerta de los manifestantes, Pallero manejó
hasta una calle lateral que acabábamos de pasar y dobló por ella hacia
la costa.
-Ruega por que hallemos un camino que nos lleve a Lampa y
al aeropuerto -dijo.
-Y que esté despejado.
-Va a estar -dijo Montserrat-. Yo me voy hoy de este país,
como sea.
No había pronunciado más de tres frases en todo el viaje. Ahora
había dejado su actitud de abandono para sentarse bien erguida y
observar lo que ocurría afuera.
Deambulamos por senderos rurales. Había gente en las puertas
de las casas y en los cruces de caminos comentando la revuelta. Re-
currimos a ellos varias veces buscando orientación y llegamos a los
suburbios de Lampa. Y luego, cuando ya anochecía, al camino del
aeropuerto.
Pallero intentó nuevamente con su radio y pidió información
sobre el camino a Pudahuel y el vuelo de Iberia. Dos minutos des-
pués tuvo respuesta. Los datos no eran muy certeros debido a la re-
vuelta, pero al parecer nuestra ruta al aeropuerto estaba expedita; no
así las que iban desde la ciudad misma. El Iberia se hallaba en la losa
y su despegue había sido confirmado para las 21 horas, luego de que
la tripulación lograra salir de la ciudad alborotada.
-Lo sabía -dijo ella-. Tenía que irme de Chile en medio de
un caos.

319
49

-No se meta más en estos problemas. No valen la pena -le dijo


Fallero a Montserrat y le dio la mano.
-Gracias. Gracias por todo -respondió ella.
Fallero decidió despedirse cuando Montserrat anunció que iría al
baño a cambiarse. Había hurgado en su equipaje para sacar ropa y cos-
méticos que trasladó al bolso de mano antes de entregar las maletas en
el mesón de embarque. Nos dejó y Fallero se quedó mirándola como
quien se deshace de un problema. Y era más que cierto. Apenas llega-
mos al aeropuerto, él se presentó ante sus colegas de Policía Interna-
cional e hizo valer sus grados para apurar los papeleos de Montserrat.
Después nos hizo entrar y le prestó un teléfono para que se despidiera
de su madre. También confirmó que el vuelo que tomaría Gálmez ha-
bía sido postergado para el mediodía siguiente y que él había ratificado
su reserva. Fallero alcanzaría a presentarse a primera hora ante sus
superiores y jugar sus cartas. Sólo le faltaba una: los documentos que
yo me había enviado a Santiago. Cuando Montserrat nos dejó solos, le
pasé un carné de identidad. Lo estudió y me miró con algún enfado.
-¿Roque Marchant, receptor judicial? ¿Seguimos con las sor-
presas?
-Es un saldo de otras épocas y lo conservaba para alguna
emergencia. Es el último que me quedaba; te doy mi palabra. Con él
puedes retirar el sobre que me envié a ese nombre y después rómpelo,
haz lo que quieras. Ya no voy a necesitar ese tipo de trucos. Espero.
-Yo también. Y confío en que esos papeles sean tan buenos
como dices.
-Lo son. Lo que no puedo asegurar es que tus jefes quieran
meterse en las patas de los caballos. Porque no es sólo la financiera;
también significa destapar la basura en el aparato de seguridad.

320
-Qpién sabe. Es arriesgado tirarles el anzuelo a los peces
grandes, pero ellos no van a durar para siempre. Lo de hoy es otra
señal. En cambio, como dijo un puntero izquierdo, la policía es
eterna.
-Una gran verdad.
-En serio. Estoy empezando a creerlo y a replantearme mí re-
tiro. En fin, no es fácil esto; sobrevivir y tratar de no ensuciarse.
Sabía en qué estaba pensando y esperé.
-Ya veré qué hago para que no me siga penando esa historia
-dijo-. El que fumó esos cheques vive ahora en Santiago. Voy a
ubicarlo, visitarlo y recordarle que fueron el pago por una asesoría.
Algo como descubrir quién estaba metiendo mano en su caja, reco-
mendarle un sistema más seguro y cosas así. Espero convencerlo y
cerrar esa página. ¿Y tú?
-¿Yo qué?
-¿Qpé vas a hacer de aquí en adelante?
-No lo sé ni quiero pensarlo todavía. Creo que me quedé sin
trabajo y no me importa. Buscaré algo como procurador o en otra
cosa. Y estoy en parte de acuerdo en lo que dijiste recién: el problema
es cómo sobrevivir. Pero mi pregunta del día es para qué sobrevivir.
Me hace falta un motivo, algo con qué alinearme. Alguna vez fun-
cionó, pero ahora lo veo difícil. Y es extraño, porque todo lo demás
está: la sensación de peligro, la reacción de los músculos, las ganas de
pelear, de meterme en líos ... Sólo falta el motivo.
-¿Y si tu motivo estuviera en este momento en el baño de
mujeres?
-Pudo ser, pero ya no, y por segunda vez. Es una historia lar-
ga ... y privada.
-No pensaba preguntarte; me aburrirías. Y además tengo que
Irme.
Me palmoteó el hombro y se puso de pie.
-No te ofrezco llevarte a Santiago. Sé que te vas a quedar con
ella hasta el final.
-Sí, para asegurarme de que se embarque y no arme más líos.
Y gracias, por Monserrat; no es fácil hacer lo que hiciste. Algún día
la gente va a escribir canciones sobre ti.
-No más provocaciones, mira que puedo arrepentirme.

321
L>t~ l•ío1 ~unte, •uh.omi•.lrio, ~·que te ao;;cicndan pronto a
''"""':HI<> o A '"''"P!{'k• tn. nomhrc en lo~ diarios:~/ suhprr-
)';¡ \Tn tu
fn Ir· Ar fllli1l'' 1)m;& f',dlrrr, ( .',/Ímil'l111f Jniilló ayer que ...
( Rn IH'rda' <jllt' en el li'c'' ;H·oqumhraba pegarles a los que
J>H' lb111~h.tn por <''t' primer nombn.:~ -dijo exagerando el tono

;~rnrnaJ~ntr.

·¿En -.crin ... ~ Lo había olvidado.


~o lo ha' oh-idado, huevón. Pero ya no me afecta. Me lo
n.tirpt' kgalmcntc hace ocho año5. Así es que más respeto cuando
h;~hle, con Darío Alejandro Palien> Caimanque.
-Como sea, sÍKtJes teniendo alma y nombres de conquistador.
Te ,.,, a ir bien mailana.
Nos dimos la mano. Lo dudamos un segundo y nos abrazamos,
lt·wmetltt'. Por suerte había poca gente en el aeropuerto; el mutuo
desliz no saldría de allí. Se fue agitando en su mano mi carné falso
l'!llllO un pafllldo de despedida. Recordé un párrafo de Chandler en

l~l/m·go adi6J: LoJ po/idas nunca dicen adiós. Siempre esperan t.•erlo dt
rwrt•o a 11110 m la ji/a. Yo la había sacado barata con Darío Alejandro
Pallcro, pero no convenía abusar de la buena suerte.

l\1saron diez minutos más y Montserrat no salía del baño. Pensé en


vuri<~s opciones, y todas eran malas: una nueva dosis de pastillas ocul-
tas, una huida ron un destino que no vislumbraba ... Cinco minutos
drspués estaba más que impaciente y buscando cómo averiguar qué
ot·urría en el bai\o de nn~jeres. Cada vez quedaba menos gente en el
n·st1bulo larg"O y modesto, que con esa soledad lucía doblemente mo-
desto. El avión de l\1ontserrat era el último de la noche y los policías
k h~1bían didw a PRllero que muy pocas personas tomaron los vuelos
ese día, impedidos de cruzar SantiRgo por los desórdenes. Yo había
deódido ~1rriesgnrme en el baño cuando reapareció.
Era otra vez l\1iss Europa, lista para regresar de una breve visita
al infic-nto de.! Ten.-er Mundo. Había cambiado el suéter y el pantalón
por un vestido negro y corto, cortisimo, del que se desprendían sus
piemas enfundadas en medias oscuras. Llevaba una chaqueta también
negra y corta, deporti,~a pero eleg-ante, o era ella quien la convertía
en d<"g"ante. Se había peinado su melena y pintado levemente la cara..
Esvs enm los datos objetivos, pero lo imponante era la impresión

'))
.>-
~ubjcti\-;a <k tttla caminar ,_.., b mtt.ad drl ,,.......,. « * .... ,..,.._

larps y b cadmcu dr-. ~ t:n ~ flffl-.-."""'"


do UIU mu~r a.~i anmmdn h.ol dnndr wo ~ ~ .....,......,..
al tipo qut' la ~ uno. mctrnt m:M ...._ ~ . - . ..,.,..., """'
hacia mí. O!tc: ~tu\~ pr~ n-.a un drt6
-Me d~moré un poro -dijo-, pno cpfta.....,_, (_._..
m~. danne ánimo.
Se sentó a mi !.do sin tninu'wM.•-\!i ~ iiiiDt mlftllfDI.
hast".t que volvió a hablar.
-sólo para ~rminar... , par:a no dnpcdimoe tan~ ~
me involucré con Tdm~r. como~ di~. pno no ti qui.....,. prw aa
cabeza, qué grado de ~trés o de locura tmdria. pero Atj tlwo cpw
él se imaginó otras cosas. Y romo tantos loroe., m cooriac'ft\tc. F.l
día en que escapó y apareció por mi cua 1M fOllÓ que lo ~
Nec~sitaba un auto y alguien que manejara para que d J*lina ~
m:ís pro~gido a lo que necesitaba ha~r. l8car unot documat1n1 .,.
le servirían para revertir su destitución. Dijo que era inocmte ~k b
cargos en su contra y me propUIO algo: tambi~n ~•auia Jo. papclft
que te vinculaban a la muerte del informante y me Jo. mrrtpna •
cambio de mi ayuda. Acepté. Tal vez yo tambifll ntoy mcdáo lcxll
y veo las cosas distorsionadas. Y al final ... Cbro que mr totpii....U
cuando me encañonó al Uegat a la habitación de ru. jefa m d hatd.
pero ... Pero así ha sido cato: muchu contUsiona. mucha c:.o.M que
pasaron tan rápido y que nos tienen ul. Oisgustlldoa.
Se puso de pie.
-Sí quieres me creea -dijo, y miró su reloj. Hizo un pdO de
fastidio. Aún faltaba tiempo para el primer IJamado a rmbu-cv.
Lo que acababa de conw pod.ia ser cieno. Scgurammtc lo en.
Pero entre esas muchas cosu que puaron, como dijo dla. aJeo •
había instalado entre n010tr01. Y ya no quedlba licmpo para i!piiRM
ese escollo. Pero igual la invité a la cafeccria.
Eramo1 loa único& allí, acompa6adot l6lo por do& IIIOZf.» y d
cajero, y por d televisor que cooccnttaba 111 inraá.. El lilmáo te
hacía sentir en el rincón que clegimo&. y más todma dc.tpJá de que
noa sirvieron su bebida y mi café. El oJor a álricol de tU pc16amc w
mezcló con el del café. Loa aapiri de.paáo para~
-He hecho mucbu esrupídeca en ato. días --díjo por 6a..
-También yo. Pero ya pasó.
-Sí, pero no puede seguir ocurriéndome. Tengo que cambiar.
Creo ... , creo que voy a casarme con Bernat.
La dejé continuar; me era difícil decir algo coherente en esos
momentos.
-No puedo andar creando problemas a mi paso. Si soy racio-
nal, si trato de serlo, me doy cuenta de que algo de eso me ocurre. Y
me ha ocurrido siempre. Es mi forma de ser, pero aunque no quiero
sermones ni quejas, ni menos dar explicaciones, sé que tengo que
parar. Por eso he pensado ... Podrás decir que soy fría, calculadora,
pero creo que casándome dejaría de correr riesgos innecesarios, de
involucrarme con otras personas.
-Es una decisión -dije. Yo era, por cierto, uno de sus riesgos
. .
mnecesanos.
Nos quedamos callados un rato. Sugerí otra bebida, pero no
aceptó. Yo sí pedí otro café para llenar esos últimos minutos en que
la distancia entre nosotros seguía creciendo. Los altavoces transmi-
tieron el primer llamado a embarcar. Pedí la cuenta.
-¿Y tú no piensas casarte? -me dijo.
-Sí. Algún día.
-Harías bien, y... ¡Mira quién lo dice! Me pongo a dar consejos
sobre algo que no conozco, que no estoy segura de que sea lo mejor.
Pero, en fin, se acaba el tiempo. Una pregunta: ¿Nunca te arrepentiste
de no haberte ido conmigo?
-¡Uf...! Sí, claro; siempre. El problema, eternamente pendien-
te, es por qué no me decidí.
-¿Y?
-Y tonteras. Fue por lo que te dije entonces, y que tal vez no
recuerdes: el compromiso, la causa, como decíamos. La idea era que
había que luchar, no importaba lo que pasara, porque lo único in-
tolerable era morirse de viejo en una cama. Mi sensación era que
traicionaría algo importante si me iba.
-Algo que, por lo tanto, era más importante que yo.
-No, no lo era. Y ése es el punto que retrata el nivel de mi im-
becilidad. Ahora, con el tiempo, pienso que el razonamiento fue más
o menos así: solíamos renunciar a muchas cosas por el compromiso
que habíamos tomado. Lo de nosotros dos era lo más importante

324
para mí; ergo, si yo renunciaba a eso o lo postergaba, mi compromiso
y mi sacrificio eran doblemente meritorios. Una pelotudez, ya lo sé,
pero así fue. Eso, y que tu partida me sorprendió.
Sus ojos se empequeñecieron y en sus labios tembló un rictus
que pudo ser de tristeza o de enojo.
-Estaba molesta. Y con miedo. Aterrada, mejor dicho. Fue una
combinación de cosas, y decidí irme.
Volvió el silencio. El mesero vino con la cuenta y regresó con el
vuelto. Ya no teníamos más que hacer ahí y el avión esperaba.
-Lo último -dijo--. Vas a despreciarme, más todavía de Jo
que me habrás despreciado en estos días, pero debo decirlo por si no
nos vemos más.
Olí un peligro, pero no pude identificarlo. Esperé.
-El otro día te conté de mi enfermedad al llegar a España.
-Sí, y me sorprendió. Nunca me di el tiempo de pensar que
podrías haberlo pasado mal en la embajada o al llegar al exilio.
-Pensabas poco en muchas cosas entonces. Pero eso no quita
lo mío, mi decisión.
Giró la cabeza y miró hacia un costado. Era la misma mirada
lateral de la Muchacha con los cabellos rojos en la pared de mi departa-
mento y la que vi tantas veces en Montserrat allá en nuestro refugio
de la avenida Francia, cuando nos sacudían las noticias posteriores
al golpe. Fue sólo un momento. Luego sus dedos se aferraron al ex-
tremo de la mesa, como si quisiera tomar fuerzas, y sus ojos giraron
lentos y volvieron a enfrentarme.
-No fue una enfermedad. Fue un aborto.
Sostuvimos nuestras miradas. Ella entendió mi pregunta y yo su
respuesta, pero me la dio igual.
-Era tuyo. No quise tenerlo. No sola, abandonada por el hom-
bre que quería y además sin el partido, sin una causa, como dices. Eso
es. Ya puedes despreciarme más.
Se puso de pie. Volvió a sostener mi mirada hasta hacerme apar-
tar los ojos. Bajamos hacia la puerta de embarque. Era el final.
-Tal vez no volvamos a vernos -dijo--. ¿Podemos despedir-
nos como si fuéramos amigos?
Me ofreció su mejilla, con recelo. La besé en las dos y luego
aprisioné, y acaricié, su nuca con mi mano. Se acercó más y nos

325
dimos un abrazo breve e incierto, como s1 ambos temiéramos el
rechazo del otro. Se apartó.
-¿Me vas a odiar? -preguntó.
-En verdad, no. ¿Y tú a mí?
-Tampoco. Ya se me pasarán algunos enojos, pero no voy a
odiarte.
-Bien. No salimos tan mal parados, al final.
-No. Y ... Y no sé qué irá a pasar, con todo, pero si vas a Bar-
celona alguna vez intenta llamarme. Para conversar aunque sea por
teléfono.
-Sí, ¿por qué no:>
Los altavoces volvieron a llamar al embarque, lo que era un ex-
ceso para un vuelo con tan pocos pasajeros. Dos hombres de aspecto
ario e impermeables en el brazo acababan de entregar sus papeles a
los encargados, y sólo quedábamos nosotros en el vestíbulo.
-Adiós -dijo, y me besó en los labios. Fue un beso infini-
tesimal, como si se tratara de una ilusión mía, y se alejó. Los dos
extranjeros la habían visto y se demoraron en el corredor de la sala de
embarque. Montserrat mostró sus papeles a los funcionarios, puso su
bolsa bajó el detector de metales, la recuperó y caminó hacia la sala.
Pasó al lado de los dos arios, que la recorrieron con la mirada, y siguió
caminando hasta que la perdí de vista. Nunca miró hacia atrás.
Entonces creí entender, por fin, el misterio de sus caderas. Se
trataba de la memoria, otra vez. Era algo tan sencillo como eso y
como suelen ser, finalmente, los misterios que nos agobian. Su mis-
terio era condensar la memoria de todas las mujeres que me habían
perturbado, especialmente las primeras, las adolescentes, las juveni-
les. Todas esas imágenes confluían en Montserrat y en el paso que
marcaban sus caderas. Un paso de mujer segura, confiada en su porte,
su atractivo, su aristocracia. Todo se filtraba, condensaba y volvía a
expandirse en el ritmo de su caminar, perceptible sólo para algunos,
o sólo para mí. Eso y nada más. Ahora ya podía entender a los dos
extranjeros que se habían quedado esperándola y partieron detrás de
ella. Y a Telmer, y al doctor Monroy, y al Bernat que no conocía, y a
quizás cuántos más. Al único que no entendía era a mí y a mi deci-
sión, casi diez años atrás, de no irme con ella.

326
50

Volví a la cafetería, a esperar. No sabía cómo viajar al centro a esa


hora, con el tránsito cortado por las barricadas. Tampoco tenía mu-
cho que hacer en Santiago esa noche y las que siguieran. Me dispuse
a aguardar el despegue del avión, como hacían los chilenos entonces
y como antes habían hecho nuestros antepasados en los andenes ru-
rales, esperando la partida del tren. En la noche cerrada sólo vería
las luces del fuselaje trepando hacia el cielo frente al ventanal de la
cafetería, pero eso daría por terminada mi tarea.
Recordé entonces un tema pendiente con Montserrat. No le
había preguntado por el Ulises; si finalmente había terminado de
leerlo, y dónde. Lo tenía con ella en nuestro refugio del departamen-
to de Rita y avanzaba lentamente en su lectura, pero cada día más
ganada por la historia una vez que digirió el ritmo de Joyce. El libro
era un objeto habitual en nuestro velador, y cuando Rita me dijo que
Montserrat se había marchado, fue la ausencia del Ulises lo que me
convenció, más que la falta de sus ropas en el clóset o de sus cosas en
el baño. Y no se lo había preguntado. Podía ser una excusa para una
llamada telefónica. Algún día.
Le pedí al mesero mi clásico. Era el martini seco más urgente
de mi vida. Necesitaba de él para pensar mejor en mi soledad acom-
pañada, pues en el otro extremo de la cafetería se había instalado la
tripulación de una línea aérea, atraída por el televisor y las imágenes
de la protesta. El mesero me contó que su vuelo había sido cancelado
porque no llegaron los pasajeros ni las provisiones desde Santiago.
Ahora esperaban un bus que venía desde la costa a rescatarlos y lle-
varlos a dormir en Viña del Mar, a salvo de la revuelta que se hacía
más enconada en la capital. Algunos me observaron con curiosidad.
Se preguntarían quién era ese bicho solitario que apuraba su trago sin

327
na,lie a quién esperar ni a quién despedir en el aeropuerto vacío de
una ciudad convulsionada.
Pero yo no estaba solo. J\1e acompañaba el sudor frío y transpa-
rente del martini. El trago estaba helado como el polo, pero quemaba
como el in tierno, i¡..,rual que la mirada de Montserrat cuando me reveló
su se,-reto. Y también me acompai1aban algunas figuras de mi carrusel.
Palie ro, con sus aspiraciones de hacer carrera y su pecado que lo seguía
acosando. Zuleta y Santana, y sus negocios que fluían tranquilos como
un n1rbio río subterráneo. Ester Alday y su futuro de prófuga eterna,
temiendo siempre que la alcanzara el brazo de la venganza. Leonor y
sus confi.1siones ante unos hechos que la habían golpeado sorpresiva-
mente. Pero ella había resistido bien; era una mujer como para intentar
algo, si yo decidía cerrar la puerta tras Montserrat, o si podía cerrarla.
Y estaban mis patrones. Gálmez podría encontrarse al día siguiente
del otro lado de la fila, como decía Chandler, aunque yo no apostaría
por eso; no aún. Y estaba mi departamento, que me esperaba con mis
libros, mis discos, alguna botella, la copia de un Modigliani y el recuer-
do de Montserrat rebasando ese pequei1o espacio. Y por último estaba
yo y un futuro que no me preocupaba. Al menos, no por el momento.
Por ahora, el comandante tenía otras tareas. Tenía que echarse a la
espalda todo el peso de Montserrat y de ese hijo anunciado y muerto
en el mismo instante, y salir del descampado en busca de una trinchera
improvisada para eludir el cerco y preparar el contraataque. Porque
el comandante estaba golpeado y herido, pero seguía vivo. Eso ya era
algo. Faltaba lo otro, lo que había hablado con Fallero. El músculo
había recuperado su elasticidad y su tensión, pero no lograba recordar
para qué servía, con qué estímulo debía ponerse en acción. Algún estí-
mulo que justificara poner las manos al fuego por él.
Era una tarea para entretenerme en el inicio de mi cesantía, y
por el momento no era poco. Y tenía que recomponer mi colección
de negros y escoger el mejor funeral para el Gap. En fin, que estaba
casi en paz. Y casi embriagado, apenas con un martini seco en el
cuerpo, y tratando de asimilar que ese miércoles 11 de mayo me ha-
bían sacudido la Protesta Nacional y el adiós de Montserrat.
Hubo movimiento entre los tripulantes; habían llegado a bus-
carlos. Un sobrecargo conversó en voz baja con sus compañeros y
se acercó a mí. Habló en un espai1ol dubitativo, pero comprensible;

328
me ofrecían dejarme en d desvío hacia Viña del ~lar ~i. como crdw
entender, yo no tenía cómo \'Oh•er a S;tntiago. ;'\;o c:r;¡ una m.alo~ pro-
puesta. No quería quedarme allí solo, importunando a J(X mc~r(X
que estarían esperando nuestra partida pau irse a d~an~r. :\ccprc-:
daba lo mismo el aeropuerto que Santiago. En el minibú~. d wbre ·
cargo que me había abordado siguió hablándome. O!Jc:ria Qbc:r mis
de lo que ocurría en el país, con la protesta, y también si no me ate-
morizaba irme solo y a pie hacia la ciudad.
-No, estoy acostumbrado -mentí para reiorur el CU<ldro apo-
calíptico que él y sus coleg-as se formarían de lo que pasaba m;i.' allá
de la carretera solitaria.
Me bajé en el cruce de San Pablo. El sobrecargo me dio la mano
con fuerza, tal vez con admiración. Hice un gesto \"ago de: despe-
dida a la veintena de ojos que me miraban desde el interior del bus
como queriendo grabarse la última imagen de un hombre que: podía
marchar a la muerte. Treinta metros más adelante, en medio de: la
avenida, humeaban los restos de una fog-ata desbaratada por algún
carro policial, pero a lo lejos se vislumbraban las llamas de otra ba-
rricada. Cargué el bolso en el hombro y miré por última VC"L. al grupo
refugiado en el minibús. Sus caras estaban vueltas hacia mí y hacia la
avenida que se hundía en la noche. Recordé esas imágenes de ruris-
tas en las reservas de animales salvajes de África, parapetados en sus
buses y haciendo trabajar sus cámaras fotográficas y sus filmador.ts.
Eché a andar antes de que apareciera una cámara.
Cuando pasé junto a los restos de la primera fogata ya estaba solo
en la noche y en el camino. Avancé por el medio de la calzada a paso
seguro para que los manifestantes no me creyeran un enemigo. A poco
andar distinguí los contornos de la barricada y unas siluetas que se
movían en la oscuridad. Otras siluetas se acercaron, flanqueándome, y
dos más surgieron desde una zanja y se pararon frente a mí.
-¿De adónde viene, compadre? --dijo uno, con tono seco.
-Del aeropuerto. Fui a dejar a mi mujer.
Eso los desconcertó. Me estudiaron un rato, ellos y otros que se
habían acercado.
-¿No será un soplón? -insinuó alguien.
-¿Para qué? --dije-. Los pacos no necesitan soplones para
venir a echar abajo una barricada. Pero aquí están mis papeles.

329
Le pasé mi carné de identidad y la credencial de la oficina al
primero que me había hablado.
-Una oficina de abogados ... ¿Por qué me suena "Ferrer y
Gálmez"? -preguntó.
-Porque son de los nuestros; trabajan en casos de derechos
humanos -dijo un hombre bajo, moreno y un tanto grueso. Usaba
bigotes y andaría cerca de los cuarenta años. No era como los otros,
todos jóvenes, atléticos, huesudos, y moviéndose recelosos y desa-
fiantes a la vez.
El hombre bajo, que podía ser un profesor, un político de base,
un dirigente de un club del barrio o todo ello a la vez, miró los docu-
mentos y me los devolvió.
-Déjenlo pasar -dijo. El círculo que se había formado a mi
alrededor se abrió. Varios volvieron en dirección a la ruta del aero-
puerto, atentos al regreso de la policía.
-Hola. Me llamo Ramiro para estos efectos -se presentó el
posible profesor, y su mano abarcó a la gente y la barricada-. Esta-
mos esperando que vuelvan los malos.
-Ya. ¿Y cómo ha estado aquí? Vengo llegando del norte, así es
que me perdí todo, por desgracia.
-Bien, muy bien -dijo con entusiasmo. Empezó a caminar
hacia el fuego, y lo seguí-. Ha sido sorprendente. Ni nosotros es-
perábamos una respuesta tan masiva. Y con la noche aumentaron las
protestas. Hay fogatas y barricadas en todas partes. Aquí ha estado
bien movido y peligroso, porque los milicos hicieron un par de pasa-
das. Por suerte, después se fueron. Ahora vienen los pacos cada media
hora, cada tres cuartos de hora. Peleamos, retrocedimos, desarman
la barricada y se van. Y nosotros volvemos y la armamos de nuevo.
No nos ha faltado material: neumáticos, tablas, colchones, piedras, lo
que sea. La gente ha colaborado; es extraordinario. Pero nos queda-
mos cortos en los cálculos. Ya no tenemos cómo hacer más bombas
Molotov, así es que peleamos con puras piedras.
-¿Y hasta cuándo?
-Hasta cuando nosotros queramos. La gente está entusiasma-
da, no quiere irse. Bueno, después de casi diez años de dictadura,
quién no.
-Es cierto, van a ser diez años.

330
-Yo creo que eso influyó. Cómo íbamos a dejar pasar diez años
sin hacer nada. Era un deber, una cuestión de honor. Pero ahora, con
esta respuesta, podemos pensar en algo más grande. Un alzamiento
general, una cosa así. ¿Qyé opinas?
-Ojalá. Pero hoy no pude ver nada, salvo unas pocas cosas por
la televisión. Me gustaría que volvieran los pacos para tomarle el
pulso a esto.
No quise decirle que su optimismo me parecía excesivo. Pero
también era cierto que yo no había estado ahí para palparlo, para
sentir de nuevo ese calorcillo, y llevaba muchos años de frío en las
manos y en el pecho.
Habíamos llegado a la barricada, donde se agrupaba una treinte-
na de hombres, casi todos muchachos. Unas mujeres jóvenes también
estaban en primera línea. Más allá, donde comenzaban las casas de
una población a oscuras, vislumbré más mujeres haciendo sonar sus
cacerolas como música de fondo. A ratos el ruido parecía apagarse,
pero luego regresaba, como si sus ejecutantes sólo hubieran estado
recuperando fuerzas.
Ramiro me invitó a rodear el fuego y acompañarlo a la vera
del camino. Nos sentamos en un peñasco. A un costado había un
montón de piedras esperando por futuros combates; en el otro, una
mochila llena de trapos, y al lado, dos bidones vacíos que debieron de
contener gasolina para las Molotov. Dejé mi bolso junto a ellos.
-¿Adónde viajaba tu mujer? -preguntó.
-A España.
-¿Por un tiempo?
-Para siempre, creo. En verdad, es mi ex mujer. Vive allá, vino
por unas semanas y tuvo que volver.
-Lo siento. O no sé, quizás no sea para sentirlo.
Lo dijo sonriendo con ojos ladinos, y yo también sonreí.
-No. Me habría gustado que se quedara más, pero lo nuestro es
muy difícil, por decirlo de manera suave.
-Pero no vamos a amargarnos por eso -dijo. Buscó enlamo-
chila y sacó una petaca de pisco a medio vaciar-. Salud.
Me la extendió y probé un sorbo. Era aguardiente y no pisco. Y
quemaba, pero estaba bien.
-Salud -dije, y se la devolví. Él también bebió.

331
-Por suerte -seguí- no se te ocurrió convertirla en una
Molotov, aunque habría ardido fácil.
-No te quepa duda, pero no iba a ser tan huevón.
Bebimos otro trago. Alguien roció un resto de combustible en el
tramo más débil de la barricada. Las llamas se reavivaron y sus refle-
jos bailaron en la cara de Ramiro.
-Una pregunta -dijo-. ¿Nunca te han comentado que te
pareces al Miguel? A Miguel Enríquez, quiero decir.
Me sorprendí y me llevé una mano a mis bigotes. Hacía días que
no reparaba en ellos, y habían seguido creciendo por su cuenta.
-Me lo dicen siempre. Y una confesión: me los dejé por eso.
Después de diez años hay que darse un gusto y rendir un homenaje.
Sonrió y me alargó la petaca.
-El último trago es tuyo -dijo.
Miré la petaca a la luz de las llamas; quedaban unas cuantas
gotas. Me la llevé a los labios, pero escuché un ruido bronco que
crecía. Me incorporé pensando en los carros de los carabineros, pero
me había equivocado. Detrás de las llamas, como surgiendo de ellas,
un avión subía lentamente hacia el cielo. Por las letras en el fuselaje
reconocí el Iberia de Montserrat.
-Adiós -dije para mí, bebí el resto y le devolví la petaca a
Ramiro.
-¡Los malos! -gritó alguien desde la lejanía.
-¡Ahí vienen! ¡Pacos, y también milicos! -gritó otro, y las
siluetas corrieron a la barricada.
-¡Qyé bien, volvieron juntos! ¡Esto promete! -dijo Ramiro.
Se levantó, echó unas piedras en los bolsillos de su casaca y partió
hacia el fuego.
Me demoré unos segundos antes de moverme. Unos segundos
para respirar hondo. Entonces también llené de piedras mis bolsillos,
apuñé otras más y eché a andar hacia las siluetas y la barricada. Era
apenas una fogata. No les costaría nada apagarla, no les costaría nada
destruirla, pero yo estaba otra vez junto a un fuego.

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COLOFÓN
Este libro se terminó de imprimir
en los talleres de
Productora Gráfica Andros Ltda.
en noviembre de 2006.

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