4ta edición,
Siglo XXI editores. Madrid.
...Recuerdo ahora una visita que hice, con un compañero chileno, a un asentamiento de la
reforma agraria, a algunas horas de distancia de Santiago. Al atardecer funcionaban varios
“círculos de cultura”, y fuimos para acompañar el proceso de lectura de la palabra y de
relectura del mundo. En el segundo o tercer círculo al que llegamos sentí un fuerte deseo
de intentar un diálogo con el grupo de campesino. En general evitaba hacerlo debido a la
lengua; temía que mi “portuñol” perjudicara la buena marcha de los trabajos. Aquella tarde
resolví dejar de lado esa preocupación y, pidiendo permiso al educador que coordinaba la
discusión del grupo, pregunté a éste si aceptaba conversar conmigo.
“Disculpe, señor –dijo uno de ellos-, que estuviéramos hablando. Usted es el que puede
hablar porque es el que sabe. Nosotros no”
Cuántas veces había oído ese discurso en Pernambuco y no sólo en las zonas rurales, sino
también en Recife. A fuerza de oír discursos así aprendí que para el educador o la
educadora progresistas no hay otro camino que el de asumir el “momento” del educando,
partir de su “aquí” y de su “ahora”, para superar en términos críticos, con él, su “ingenuidad.
No está de más repetir que respetar su ingenuidad, sin sonrisas irónicas ni preguntas
malévolas, no significa que el educador tenga que acomodarse a su nivel de lectura del
mundo.
Lo que no tendría sentido es que yo “llenara” el silencio del grupo de campesinos con mi
palabra, reforzando así la ideología que habían expresado. Lo que yo debía hacer era partir
de la aceptación de algo dicho por el campesino en su discurso, para enfrentarlos a alguna
dificultad y traerlos de nuevo al diálogo.
Por otra parte, después de haber oído lo dicho por el campesino, disculpándose porque
habían hablado cuando el que podía hacerlo era yo, porque sabía, no tenía sentido que yo les
diera una lección, con aires doctorales, sobre “la ideología del poder y el poder de la
ideología”.
Es aquí donde reside, en última instancia, la gran importancia política del acto de enseñar.
Entre otros ángulos, éste es uno que distingue al educador o la educadora progresistas de
su colega reaccionario.
“Muy bien –dije en respuesta a la intervención del campesino-, acepto que yo sé y ustedes
no saben. De cualquier manera, quisiera proponerles un juego que, para que funcione bien,
exige de nosotros lealtad absoluta. Voy a dividir el pizarrón en dos partes, y en ellas iré
registrando de mi lado y del lado de ustedes, los goles que meteremos, yo contra ustedes y
ustedes contra mí. El juego consiste en que cada uno le pregunte algo a otro. Si el
interrogado no sabe responder, es gol del que preguntó. Voy a empezar por hacerles una
pregunta”.
En este punto, precisamente porque había asumido el “momento” del grupo, el clima era más
vivo que al empezar, antes del silencio.
Primera Pregunta:
-¿Qué significa la mayéutica socrática?
Carcajada general, y yo registré mi primer gol.
Ahora les toca a ustedes hacerme una pregunta a mí –dije.
Hubo un murmullo y uno de ellos lanzó la pregunta:
-¿Qué es la curva de nivel?
No supe responder, y registré uno a uno.
-¿Cuál es la importancia e Hegel en el pensamiento de Marx?
Dos a uno.
-¿Para qué sirve el calado del suelo?
Dos a dos.
-¿Qué es un verbo intransitivo?
Tres a dos.
Al despedirme de ellos hice una sugerencia: “Piensen en lo que ocurrió aquí esta tarde.
Ustedes empezaron discutiendo muy bien conmigo. En cierto momento se quedaron en
silencio y dijeron que sólo yo podía hablar porque sólo yo sabía, y ustedes no. Hicimos un
juego sobre saberes y empatamos diez a diez. Yo sabía diez cosas que ustedes no sabían y
ustedes sabían diez cosas que yo no sabía. Piensen en eso”.