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Cronología del artista olvidado

Por: Mario Luis Reyes

Santiago / Foto: Mario Luis Reyes

Santiago / Foto: Mario Luis Reyes

Santiago Álvarez Cruz vive en Punta de Piedra, una pequeña comunidad costera a unos tres
kilómetros del pueblo de Bahía Honda. Podría haber vivido a cincuenta millas del mar que nada
cambiaría en esta historia, porque Santiago, a diferencia de sus vecinos, no es pescador sino
luthier, músico, y escritor de décimas y sonetos.

Para llegar a Punta de Piedras hay que caminar por una carretera asfaltada durante poco más de
media hora, si se mantiene el paso constante. Los ómnibus deben entrar tres veces al día pero
no siempre cumplen con el horario. Por el camino hay dos fábricas, unas pocas casas, muchos
perros, guanajos, gallinas, pollos y algunos gatos, pero no hay ni un solo árbol que proteja del
sol. Los vecinos suelen pasar en bicicleta en cualquiera de las direcciones del camino.

Solo de un lado de la calle hay casas continuamente. Del otro, algunas viviendas diseminadas, el
mar y un hostal pequeño. En el hostal actualmente solo se pueden hospedar cubanos porque
hace unos años un turista amaneció muerto en una de las habitaciones y decidieron cerrarlo al
mercado internacional. Santiago cuenta que ahí, cuando venía Polo Montañez, se sentaban a
tomar ron y tocar la guitarra.

Santiago está contento de que yo venga a conocerlo. Hace unos años que por problemas de
salud apenas fabrica guitarras. Al indagar sobre él, lo primero que hacen los vecinos es señalarse
la sien con el dedo índice. Me dicen que es muy inteligente, y talentoso, así como toda su
familia. Que si hubiera tenido más suerte, o simplemente nacido en otra parte, seguramente
habría conocido el éxito y la fama.

Pero nada de eso sucedió. Hoy Santiago pasa sus días de jubilado atendiendo las plantas de su
casa, alimentando a un cerdo y fabricando, esporádicamente, guitarras a personas muy
especiales. Ahora mismo construye una para su hija Idania, que vive hace años en Miami, donde
trabaja en un restaurante durante el día y canta en un grupo de música cubana en las noches.
Dunia, su segunda hija, trabaja en la oficina de comercio del pueblo de Bahía Honda. Y
Santiaguito, el menor, se dedica a arreglar equipos electrodomésticos. Los tres, y su esposa
Miguelina, son excelentes cantantes.

Santiago y Miguelina / Foto: Mario Luis Reyes

Santiago y Miguelina / Foto: Mario Luis Reyes

***

Dunia, quien casualmente pasó hoy a visitar a sus padres, me recibe sentada en el portal de la
casa. Santiago se está afeitando, me dice. Hace un rato se sentía mal, afiebrado, pero se tomó
unas pastillas y se recuperó.

Santiago, de estatura media y cuerpo menudo aparece con una gorra, chancletas, short y
camiseta. Me llaman la atención sus cejas, extremadamente pobladas, y sus brazos, los que a
pesar de la edad mantienen rastros de musculatura. Su rostro luce cansado. Es el rostro de un
artista en retiro.

Santiago busca una caja rectangular. La abre y empieza a colocar todos los diplomas que hay
dentro sobre la mesa del comedor de su casa. Hace hincapié en uno que le entregó Armando
Hart en el Salón Solidaridad del Hotel Nacional hace más de veinte años. Venía acompañado por
unas medallas-doradas-rectangulares-en-una-caja-de-terciopelo. Se atormenta, quiere
enseñarme las medallas. Dunia interrumpe y dice que cuando era niña las utilizaba para jugar.
Santiago se va durante unos diez minutos a buscarlas, junto a su hija y esposa. No aparecen.

Ahora busca dos discos con audiovisuales para mostrarme cómo trabaja. El primero está
estropeado. Lo limpia y lo pone en el DVD de su casa. Aprieta todo el tiempo el botón de Play.
Dunia le dice que eso no resuelve nada, que el disco no sirve. Él dice que cuando aprieta ese
botón a veces funciona. Ahí pasa un rato hasta que se rinde. El disco contiene un documental
que se llama El mago de las maderas, lo hizo su amigo Lorenzo Suárez.

El otro audiovisual, de unos siete minutos, lo realizaron unos suizos. Este sí se reproduce.
Aparece él en su taller explicando cómo se fabrica una guitarra. El material se proyectó en una
galería de ese país europeo donde se expusieron tres de sus guitarras. Cada minuto aparece un
cartel que dice: Santiago Guitarrenbauer, Kuba.

Santiago le hace décimas a cada uno de los instrumentos que fabrica.

Nace un instrumento nuevo,

Otro más de mi cosecha

Una guitarra que está hecha

De un cedro rojo y longevo

Esa no nació de un huevo

Ni de un parto maternal

Con amor artesanal

Mis manos la enamoraron

Y luego la bautizaron

Con un Son tradicional.

***
Lo primero que se hace de una guitarra es el brazo, se le marcan los moldes y con un serrucho se
corta la madera sobrante. Luego se le da forma con una trincha. Tras varias horas de lija, el brazo
finalmente se coloca sobre la mesa de trabajo, se le pega el zoquete y se deja añejar unos días.
Más tarde, con el calador y la trincha, se le da la forma a la cabeza y se sigue el mismo
procedimiento.

Para la tapa y el fondo es necesario buscar láminas de madera y rebajarlas hasta que queden lo
suficientemente finas. Con unas plantillas –son más de 50 tipos– el luthier marca los moldes. A
veces, por la escasez, las tapas están hechas de hasta cuatro pedazos de madera, pero lo ideal
sería de una única pieza, o dos. Terminada la tapa, se pega en el brazo y se coloca el aro.

El aro es una de las partes más difíciles, porque consta de finas piezas de madera a las que hay
que jorobar para dar las formas curvas de la guitarra. Para esto, Santiago inventó un artefacto
que consiste en una plancha metálica doblada sobre sí misma, un cilindro ovalado que unido a
una resistencia de fogón se calienta enseguida. Los pedazos de madera hay que mojarlos para
ablandarlos, y luego, al pegarlos al artefacto caliente, van cediendo poco a poco. Alguna vez se
parte alguno, pero casi nunca.

Luego se colocan unos tacos o dentellones para unir mejor la tapa con los aros. Los pegamentos
para esto se los envía su hija desde Estados Unidos o algunos amigos que tiene en Europa. Así,
coloca la guitarra sobre la mesa de trabajo durante varios días, con unos bloques de piedra
dentro para fijarla, porque con los calores teme que se deforme.

Foto: Mario Luis Reyes

Foto: Mario Luis Reyes

Lo último es el fondo, que debe quedar un poco arqueado buscando una mejor resonancia.
Luego las clavijas, cejilla, trastes, cuerdas y puente. Las cuerdas y las clavijas siempre han
escaseado en Cuba. Los trastes y la cejilla Santiago los hace de cualquier material: huesos de
algún animal muerto, pedazos de plástico de cubos de pintura o de yogurt.

Los adornos de la roseta los fabrica todos artesanalmente, con pedacitos de madera que va
encajando de uno en uno. Esto le puede tomar mucho tiempo.
Santiago explica que para hacer una guitarra la madera debe ser añeja o, de lo contrario, hay que
dejarla añejar. La madera de guitarras debe tener al menos diez años. Y, al igual que el ron, las
guitarras, mientras más añejas, mejor.

Las maderas por lo general se las regalan sus amigos.

–Si tú analizas bien, una guitarra se hace de los desechos que dejan los carpinteros –dice–. A
veces van a sacar una persiana de cedro y les queda una lasquita que no les da el grueso y la
tiran, y yo la recojo, y me sirve para el instrumento.

Antes, a través de instituciones culturales, conseguía los pianos viejos que ya se iban a botar. Los
vecinos frecuentemente pasan a dejarle pedazos de madera que se encuentran.

Por lo general trabaja con teca, nogal, cedro, majagua, caoba antillana, pino abeto y palisandro.

–Una vez me regalaron un chiforrober y no sé ni cuántas guitarras le saqué.

Foto: Mario Luis Reyes

Foto: Mario Luis Reyes

***

Santiago nació en mayo de 1945 en el poblado de La Mulata, a unos 25 kilómetros de Punta de


Piedras, donde vive actualmente. Allí estudió hasta el sexto grado, en la época en que la letra
entraba con sangre, cuenta. Para los exámenes lo obligaban a aprenderse hasta nueve páginas
por ambas caras, y por una sola falta de ortografía lo podían suspender.

Cuando era niño, su hermano mayor, quien cantaba muy bien la música mexicana, se empeñó en
tener una guitarra. El padre trabajaba manejando un carro en el que acopiaba leche de los
vegueríos de La Palma y La Mulata, la cual llevaba para la cremería Lucero en La Habana, y
aprovechaba, mientras descargaban las cantinas y las fregaban, para visitar el taller que tenían
los gallegos Antonio Blanco y Alberto del Rio en Monte 408, donde fabricaban guitarras.

Allí, viaje tras viaje, fue aprendiendo, hasta que pudo terminar su primera guitarra, que le quedo
feúcha, sonaba muy finito y no daba notas ni afinaba.

–El problema es que para eso hay que tener unas medidas muy precisas, y también el viejo había
hecho la guitarra toda de caoba, y no puede ser así –explica Santiago–. El frente tiene que ser de
madera estoposa, para que compagine con lo sólido de la madera trasera.

Entonces los gallegos le dieron a su padre una tapa de pino noruego, madera que rescataban de
unas cajas de bacalao que venían del país nórdico en aquella época. Ya con la tapa nueva, y las
medidas ajustadas, la guitarra mejoró mucho. Al punto de que una vez fue al pueblo la orquesta
de Yiyo Gómez, y al salir su hermano tocando la guitarra, el propio Yiyo se enamoró de ella.

Poco a poco el viejo fue perfeccionándose. A su lado, Santiago observaba todos los pasos y lo
ayudaba en las cosas más simples. Ya a los doce años se embulló y fabricó su primera guitarra.
Poco tiempo después había superado a su padre.

A día de hoy asegura haber hecho más de tres mil piezas entre guitarras, laúdes, tres,
bandurrias, requintos y cuatros.

***

En el patio de su casa tiene Santiago una suerte de taller donde fabrica los instrumentos. En
realidad es una pequeña casa de madera semiderruida. Antes trabajaba en otra semejante, pero
los ciclones Gustav e Ike la tumbaron en 2008. En las paredes tiene fotos de sus padres, de su
hija con el grupo musical en Miami y un pequeño poster de Annia Linares dedicado a él.

Su historia familiar ha sido dolorosa. De sus ocho hermanos, tres quedaron inválidos desde muy
pequeños y otro nació con retraso mental.
–La vieja mía sufrió muchísimo, luchando con mis tres hermanitos. Uno murió a los 18 años, otro
a los 21 y otro a los 14. Imagínate, todos esos años dedicada exclusivamente a ellos. El factor RH
de la sangre de mis padres no era compatible y fue un milagro que no tuviéramos todos
problemas. Era alterno, nacía uno con problemas y el otro no.

Pero esa no fue la única desgracia en la vida de Santiago. Cuando tenía 19 años, en 1964, lo
llamaron al Servicio Militar. Allí lo alistaron en un batallón, y el camión en que iba de madrugada
a cortar caña con su unidad terminó volcado. Santiago cayó en la cuneta de la carretera. Hubo 4
muertos y 17 heridos. Con algunas vértebras de la columna averiadas, no tuvieron otra
alternativa que darle la baja del ejército.

–Pasé un año, pero que rindió por diez.

También me cuenta que se robaron el cadáver de su madre del cementerio. Dice que se le achicó
tanto el corazón que le quedó del tamaño de una nuez, y por eso murió. Y que, al parecer, de
tantos medicamentos que consumió, le sucedió algo en el organismo que tras dos años de
enterrada no se corrompió el cadáver.

Es casi imperceptible, pero los ojos de Santiago comienzan a lagrimear. No le sale la voz. Cuando
se recupera, continúa:

–Después de que mi viejita murió cambió mi vida, y después murió el viejo, de tristeza. Sesenta
años de matrimonio.

Los sepultureros decidieron buscar un nylon grande, echar ahí el cuerpo y ponerlo al sol durante
un año, argumentando que así se corrompería. Pasado el tiempo, cuando fueron a buscarlo
había desaparecido. Santiago apenas puede contarlo.

Se comenta que esos cuerpos pueden costar hasta 20,000 dólares, que los compran Iglesias
clandestinas adoradoras de Satanás. A su hermano mayor, el que cantaba canciones mexicanas,
también le robaron la cabeza.
–Se ensañaron con mi familia –murmura.

***

Foto: Mario Luis Reyes

Foto: Mario Luis Reyes

En el pueblo de La Mulata, con apenas diez años, ya Santiago trabajaba en lo que apareciera
para conseguir un poco de dinero que aportar a la familia.

–Me daba lo mismo chapear un monte que limpiar zapatos.

Pero lo que recuerda con más alegría son los circos ambulantes que pasaban por el pueblo y le
ofrecían cantar en las funciones a cambio de dos pesos cubanos.

–Ya en ese entonces hasta hacía mis decimitas. Los cirqueros querían llevarme, pero la viejita
mía era muy celosa con sus hijos y por eso no lo permitía.

También evoca, con particular emoción, cuando a finales de 1959 se presentó un grupo de
personas reclutando niños campesinos de la zona de Vueltabajo que tuvieran algún talento
musical para un espectáculo de televisión por el fin de año. Finalmente captaron a 25
muchachos, de los cuales él fue el primero, porque ya con 14 años se había dado a conocer en
los propios circos donde cantaba eventualmente.

–En el coro yo era el principal, tocaba una guitarrita hecha por mí, imagínate –me dice
emocionado–. Nos llevaron para La Habana y nos hospedaron en un Lyceum que estaba en
Calzada y 8. Allí ensayábamos villancicos con un maestro muy bueno. Yo hacía solista y coro. Nos
llevaron a varios lugares, como el Coney Island, que era precioso. Allí canté mexicano y me
regalaron un dinero. Finalmente nos llevaron al programa de televisión, los locutores era
German Pinelli y Consuelito Vidal. El programa quedó lindísimo. Pinelli me dijo: “Coño, que
guajirito más feo”, y yo le dije que él era más feo que yo. Nos hicieron una serie de fotos y
reportajes para El Diario de la Marina, que todavía estaba vigente. También nos dieron regalos.
Ahora en el museo de La Palma están las fotos, creo. Hay que preguntar bien, pero la última
noticia es que estaban allí. Antes estuvieron en el museo de Bahía Honda.

Este espectáculo se transmitió por el canal CMBF, en el episodio llamado Los guajiritos cantores
de El Show del Bar Melódico Osvaldo Farrés. Lo que a Santiago le pareció una eternidad de
aprendizaje y descubrimientos en La Habana duró apenas nueve días. Pero todavía lo recuerda
como uno de los momentos más felices de su vida.

***

Foto: Mario Luis Reyes

Foto: Mario Luis Reyes

En el Pueblo de Bahía Honda también vive Diosdado. Nació ciego y, como Santiago, aprendió a
escribir décimas, a cantar y a tocar instrumentos. Tiene la capacidad de recordar con exactitud la
fecha de todos los acontecimientos de su vida y, lo que es más sorprendente, se gana la vida
reparando equipos electrodomésticos.

Diosdado y Santiago tocaron juntos durante muchos años. Lo visito una mañana y le pido que
me hable de su amigo.

–Conocí a Santiago en el año 75. Él siempre se dedicó a la música y fabricaba instrumentos, muy
buenos. Incluso algunos extranjeros venían a comprarlos. Nosotros en ese entonces nos
vinculamos con una agrupación campesina que se llamaba Rumores de la Montaña. Por
problemas disciplinarios se disolvió, pero el 1 de febrero de 1978 él y yo fundamos otro grupo, lo
llamamos Cantares de mi Cuba. Él siempre trabajó en la empresa pecuaria, como camionero,
pero a la par llevó la música. Yo como artista no lo quiero mejor. Tiene canciones muy bonitas,
como una que se llama Vámonos pa’ allá compay. Es sobrino de un poeta muy famoso de antes
del triunfo de la Revolución, que se llamaba Jacobo Álvarez, “El guajiro solitario”. Él es
descendiente de esa cuna. Para mí es uno de los mejores exponentes de la música campesina en
la provincia. Tuvo con su esposa Miguelina un dúo impecable, que se llamó Los felices. Lo mismo
cantaban boleros, guajiras, música tradicional. Sus instrumentos los han usado muchos músicos
de Pinar del Rio. Yo tengo un laúd que él me regaló el miércoles 21 de febrero de 1996, y está
tocando todavía. Nosotros tocábamos en las noches campesinas de la Casa de la Cultura, que
eran todos los miércoles. También fuimos a la televisión. Estuvimos el sábado 26 de mayo de
1984 en un programa que se llamaba Mediodía en Camponuevo. También en otro del canal 6
que se radió el jueves 19 de febrero de 1976. Actuamos en La Leña, Ovas, Mantua, Quiñones,
Los Cayos, Las Pozas y el Central Pablo de la Torriente. Hicimos seis grabaciones en Radio Guamá,
en el programa de aficionados campesinos que se transmitía todos los sábados a las 12 y 27 del
día. Santiago es un buen hombre, buen hijo, buen padre, buen amigo.

***

Mientras Santiago está preparando café, me cuenta cómo conoció a Miguelina.

Él manejaba un camión y ella trabajaba en un peladero, en un barrio a diez kilómetros de Punta


de Piedra llamado San Miguel. Ella estaba pelando guayabas y sacando casquitos, los que él
debía recoger en el camión para llevarlos a la fábrica La Conchita en Pinar del Rio. Por ese
entonces Santiago estaba recién divorciado de su primera esposa, con quien tuvo una hija. Me
cuenta que estaba herido todavía, porque padeció mucho aquella separación. No es difícil notar,
luego de un rato hablando con él, que es un hombre muy sensible.

–Cuando la vi pelando con su mano zurda le dije: “Ay, mira, si es zurda. ¿Usted es zurda para
todo?”

–Para darte una galleta también –respondió Miguelina.

–Pues dámela, y así me acaricias –replico Santiago.

Luego me explica:

–Yo era un poco relambión, pero ahí comenzamos a conversar, hasta que nos enamoramos. Era
el año 70. Nos casamos enseguida y formamos el dúo Los Felices.

–¿Por qué Los Felices?


–Porque éramos esposos –me contesta.

Mientras hablamos Miguelina pasa a cada rato cerca de nosotros, pero no interrumpe la
conversación de ningún modo. Pareciera que ni siquiera nos escucha. En un momento Santiago
se dirige a ella para preguntarle algo, y yo aprovecho para integrarla al diálogo.

–¿Cuántos años tuvieron el dúo?

–Comenzamos oficialmente en 1976, en Las Tunas, en una jornada cucalambeana –dice


Santiago–. Ya desde antes Miguelina cantaba. Ella es de los Contino, una familia muy respetada
por su tradición musical.

Miguelina mira hacia nosotros, se acomoda en la silla:

–Él se puso a cantar una canción en la casa siendo novio mío y yo le hice el dúo. Ahí
comenzamos. Luego de casarnos, un señor que se llamaba Becerra nos captó, y empezamos en
las Noches Campesinas de la Casa de la Cultura, luego en los Festivales Municipales, Provinciales
y hasta Nacionales de Artistas Aficionados. También en las Asambleas del Partido. Hacíamos
hasta controversias nosotros dos. Con regularidad cantamos durante más de 15 años.

Lo que marcó el final del dúo Los Felices fue el nacimiento de los hijos. Con Idania cargaban
hacia todas partes, pero luego Dunia y Santiaguito se llevaban solo 15 meses, y no era fácil andar
con tantos niños pequeños por toda Cuba. En algunos casos no les ponían transporte de regreso
y tenían que arreglárselas en la carretera con los muchachos. Cuando los dejaban en la casa, los
niños sufrían, principalmente Santiaguito.

–El varón estaba muy apegado a mí– me cuenta Miguelina–. Se quedaba llorando cuando me
iba, una vez se enfermó y cogió un trauma tal que, si yo entraba al baño y no me veía, se ponía a
llorar. Le dije a Santiago que teníamos que terminar con el dúo, porque me daba miedo que se
me enfermara de los nervios.
Desde entonces solo cantan en algunas fiestas o cuando los visitan algunos amigos. Hace poco
los invitaron a un evento en Pinar del Río. Estaban emocionados por lo que sería su último
concierto juntos, pero la guagua que los debía recoger no pasó y se quedaron con las maletas
hechas.

Santiago le propone a Miguelina cantar una guajira, para que yo los escuche. Es de Julio Brito,
me dicen. Con esta han clasificado para muchos festivales nacionales.

***

En Pinar del Río hay un nombre que, si se menciona, paraliza a cualquier persona que lo
escuche. 16 años después de su muerte, los habitantes de esta zona aún se estremecen ante el
recuerdo de Polo Montañez.

Decir que Polo y Santiago fueron amigos sería exagerado, pero sí compartieron en más de una
ocasión cuando el guajiro de El Brujito visitaba Bahía Honda. La primera vez que compartieron ya
Polo era famoso, y Santiago andaba de farra, tocando la guitarra por las cercanías de Punta de
Piedras, cuando lo montaron en un carro y lo llevaron al Motel para que conociera al reconocido
compositor. Esa noche la pasaron entre ron, música y conversación.

–Yo lo admiro muchísimo, imagínate que ese hombre hizo un concierto aquí en Bahía Honda y
fueron más de 40,000 personas –me dice Santiago–. A mí me dijo un músico de su grupo que
una de las canciones que escribió fue inspirada en mí. Él me tenía mucho aprecio. Varios
integrantes de su orquesta tocan hoy en día con instrumentos míos.

Una mañana, mientras Santiago cepillaba unos pedazos de madera que se convertirían en
guitarra, escuchó la noticia del accidente. Cuenta que le entró un dolor de cabeza que no pudo
trabajar más. La tristeza le duró mucho tiempo.

Hoy estás en tu montón


De estrellas mirando el mundo

Gravitando en lo fecundo

De cada composición

Lates en el corazón

De tu terruño natal

Y el guajiro natural

Partió para redimirse

De la muerte y convertirse

En un símbolo inmortal

Con sus décimas dedicadas a Polo ganó un concurso en Las Tunas, auspiciado por el Centro
Iberoamericano de la Décima, pero nunca recibió los 1000 pesos del premio.

–Parece que se perdieron por el camino, gente que estuvo allí me dijo que el premio lo había
ganado yo. He indagado por la CTC, por Cultura, por la ANAP, pero nada. No se sabe a dónde fue
a parar –comenta decepcionado.

***

Foto: Mario Luis Reyes


Foto: Mario Luis Reyes

Hubo una época durante sus últimos años de trabajo, cuando ya no era chofer ni hacía guardias
para una empresa de la comunidad, en que Santiago siempre andaba de juerga. Lo buscaban a
diario para tocar en cuanta fiesta se celebrara por esos montes. Hasta que empezó a sentirse
dependiente al alcohol y dejó de un tirón las dos cosas. Ahora solo toma, a veces, Guayabita del
Pinar. Dice que es buena para el corazón.

Los accidentes y las enfermedades lo han perseguido a lo largo de su vida. Después del incidente
en el Servicio Militar, del cual todavía tiene secuelas, sufrió otro mucho más grave. Fue a
principios de los años 90, cuando se trepó en una guácima para atrapar a unos pollos y se
resbaló y cayó sobre un fregadero. Estuvo a un milímetro de partirse la médula, cuenta.

–Esa vez perdí el conocimiento, lo vi todo negro. Me enyesaron completo y me mandaron para el
Hospital Provincial de Pinar del Rio. Me vieron grave. Allí reconocí a un enfermero que conocía y
le pedí que, si me iba a quedar inválido, me echara un veneno muy fuerte por la manguera del
suero y me matara. Yo soy muy activo, no resistiría dejar de caminar. Pero bueno, a los pocos
meses ya estaba caminando, aunque me quedaron tres vértebras corridas.

Tantos trabajos duros en varios momentos de su vida también han minado la salud de Santiago.
Por los años setenta apenas dormía tres o cuatro horas al día. Se levantaba a las tres de la
madrugada, iba en el camión que manejaba hacia La Coloma, en Pinar del Río, a buscar
mercancías, regresaba a Bahía Honda y de ahí seguía hacia La Habana, a Lawton, a cargar dulces
o a La Polar en busca de hielo, porque entonces no había en el pueblo.

Para soportar tanto viaje cargaba con un pomo de café y tres cajas de cigarros que se fumaba en
el día. Me dice que se fumó una revista de más de 100 páginas que le regaló un amigo poeta que
vivía en La Habana, porque el papel era bueno, y eran los tiempos en que no se conseguían
cigarros, salvo las 4 cajas que daban por la bodega para el mes. Miguelina, con el papel de la
revista y picaduras que él conseguía, le torcía entre 50 y 60 cigarrillos cada tarde para que los
fumara al día siguiente.

–También cogía papel de estraza de bodega y le untaba pasta de dientes para que quemara bien.
Con toda la metralla que fumé no sé ni cómo estoy vivo. Era mucho el vicio –cuenta con un dejo
de arrepentimiento.

Hace 35 años, cuando no había cumplido siquiera los cuarenta, le dio un ataque respiratorio que
casi lo mata. Estaba en el Central Orozco (Pablo de la Torriente Brau) cargando un escaparate con
el propósito de desarmarlo para hacer guitarras cuando perdió el aire. Y así fue manejando hasta
la casa, a 25 kilómetros de distancia. Al llegar lo montaron en un jeep y lo mandaron para un
hospital de La Habana. Los médicos no podían creer que había soportado todo ese tiempo. Lo
operaron, y después de eso no volvió a fumar nunca.

Los pulmones, confiesa, los tiene muy afectados todavía. Tampoco se ha protegido nunca la boca
ni la nariz durante el tiempo que pasa dando lija en su pequeño taller.

***

Lorenzo Suárez es un hombre alto y delgado, de ademanes refinados y hablar pausado. Durante
toda la década de los 90 fue asesor literario en la Casa de Cultura de Bahía Honda, y actualmente
se desempeña como director de la Casa de la Décima Celestino García, en Pinar del Río.
Aprovecho una de sus visitas a La Habana para que me cuente sobre Santiago, con quien
mantiene una relación muy cercana.

–Cuando llegué a Bahía Honda en 1990 ya Santiago había acumulado historia con el dúo Los
Felices. Una de las cosas que más me sorprendió fue cómo toda su familia estaba relacionada
con el arte, por lo que los bauticé como “La familia cucalambeana”. Él siempre ha sido un gran
amante de la décima y la literatura en general.

Con lo que no esperaba encontrarse Lorenzo, tras conocer al Santiago poeta, fue con los
instrumentos musicales, de excelente factura, tanto estética como sonora, que fabricaba el
humilde luthier en su taller.

–Fue sorprendente cuando vi los instrumentos musicales de su autoría, dotados de una gran
calidad, en especial las guitarras, laudes y tres, que son los más típicos de los campos cubanos.

También Lorenzo trabó una gran amistad con el resto de la familia, hasta convertirse en un
asiduo visitante de la casa.

–Eso me sirvió para estar más cerca de su obra literaria y musical –dice–. No se puede hablar de
la música y la improvisación en Bahía Honda sin mencionarlos a todos ellos, muy populares en
las fiestas campesinas y las jornadas cucalambeanas que se hacían en la localidad.

A Santiago, en específico, lo considera un “excelente guitarrista y cantante”. Además, se


enorgullece de haber realizado un documental sobre este poeta-luthier y de haber colaborado
en la edición de su libro, titulado Con octosílabas alas, al que califica como “un cuaderno muy
sencillo, pero con una calidad poética elevada”.

También Santiago, por su parte, bebió mucho de las tertulias literarias que organizaba Lorenzo
en la comunidad por esa época, lo que le sirvió para conocer otros referentes poéticos, y así
perfeccionar sus composiciones.

–Ellos tuvieron en Bahía Honda gran popularidad durante muchos años. Ya no están activos,
pero son una leyenda del punto cubano y de la música campesina. Es una familia realmente
increíble –comenta Lorenzo antes de despedirnos, siempre entregado a la difusión de los
talentos poco conocidos del país.

Foto: Mario Luis Reyes

Foto: Mario Luis Reyes

***

En el año 1999 unos amigos españoles le propusieron que reuniera una parte de sus décimas
para publicarlas como libro en España. Ellos corrieron con los gastos y le trajeron un centenar de
ejemplares. Hablo del cuaderno poético titulado Con octosílabas alas. Organizaron una pequeña
presentación en su casa, a cargo de Lorenzo Suárez, en la que se vendieron algunos ejemplares y
otros fueron regalados a personas cercanas.

Ahora Santiago recopila en una libreta el resto de sus décimas.


Cuenta que ya no fabrica tantas guitarras por sus problemas cardiacos, que lo fatigan mucho,
pero este año, en apenas cuatro meses, ya va por la tercera. Pasa todos los días por su maltrecho
taller, cuando se aburre en la casa. Nunca ha tenido un aprendiz, porque ese oficio requiere
mucho tiempo.

–Es un trabajo muy lindo –me dice.

Lorenzo Suarez lo llamó “El mago de las maderas”, y Jesús Orta Ruiz, “El orfebre de las maderas”.
También le han dicho “El artesano decimista”.

–Si cobrara por los títulos, fuese millonario –bromea orgulloso.

Está ansioso por conocer a Pancho Amat, de quien afirma que es el mejor tresero del mundo. Él
está seguro de que en algún momento Pancho va a visitarlo, porque es un hombre muy humilde,
sencillo, que atiende mucho a los artistas. Incluso le hizo unas décimas para cuando venga a
verlo. Me pide que si alguna vez lo veo le cuente de él, y de sus décimas, y que le diga que lo
visite, que él fabrica laúdes.

Finalmente, debajo de las plantillas de guitarras que guarda en el taller encuentra sus medallas.
Las fotografío. Está feliz. Luego me enseña sus plantas: mangos, aguacates, tamarindos,
plátanos, ciruelas, café. Me explica el proceso del café, desde la siembra hasta la colada.

–Te voy a decir una cosa, si hoy tuviera que vivir cantando prefiero chapear montes. Yo ya no
puedo. No me gusta, solo lo hago por compromiso. A veces vienen los muchachos, me tomo un
buchito de ron, y me ayuda. Pero ya no me gusta.

Ahora dedica una parte de su tiempo a escribir un libro sobre su vida. Se llamará Cronología de
un artista olvidado. Me lee el prólogo, que escribió él mismo. Cuenta que desde niño se interesó
por el arte. También que decidió escribir el libro porque el olvido y el abandono han prevalecido
por parte de quienes debieron atenderlo. Dice que solo quiere que se sepa que ese artista
olvidado existió, y trató de poner en lo más alto la cultura de su país.
Mientras Santiago lo lee, desde el portal de su casa suena una guitarra, y suena triste. El prólogo
está escrito en pasado. Donde debía decir existe, dice existió.

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Por Óscar Benassini

El libro de Carlos Manuel, La tribu. Retratos de Cuba no inicia con «Cuba post Castro, una
aproximación», la crónica abridora del volumen, sino con las palabras de Caparrós acerca del
trabajo periodístico, si se quiere, del cubano. Caparrós, alto capo de la crónica periodística,
intenta definir un nuevo tipo de animal, un híbrido que, al parecer, sólo pudo haberse gestado
de la mano de un poeta, escritor y periodista, nacido en «un país mal escrito, tan reescrito y
cribado de silencios», a finales del siglo pasado, en 1989. Es obvio, un prólogo abre un libro, sí,
pero en este caso el prólogo, imprescindible, expande sus bordes editoriales y también bosqueja
a un nuevo autor y otorga dimensión y sentido a sus ambiciosas tareas como el otro cronista de
la isla. Como el Rookie of the Year.

Carlos Manuel Álvarez logra reescribir un país en dieciséis crónicas. O bueno, no tanto como
reescribir un país, que es algo imposible: sino que reescribe la memoria colectiva, los falsos
recuerdos, los recuerdos inventados, que tenemos de un país que supuestamente todos
conocemos, pero del que no sabemos, prácticamente, nada. Por sí sola, esta reescritura es
sorprendente, pero la forma de la reescritura es asombrosa. En una entrevista con Jorge Morla
de El País [febrero, 2018], Álvarez reveló el meollo de su vocación: «El periodista tiene el oído
hacia afuera. El escritor, hacia adentro». Como un tipo de héroe desollado, lo mismo escuchando
que escuchándose, Carlos Manuel recorre los años del «deshielo» cubano, que son los años de
su educación sentimental como parte de la tribu: la de su «primera juventud»:

Cuando dos tetas o una cara bonita no me aceptaban, o un íntimo emigraba, o leía a Amado
Nervo, o quería inventarme nuevas tragedias existenciales, me iba al Malecón y me sentaba solo
y me echaba bocarriba. Intentaba convencerme de que no me estaba aburriendo, de que
atravesaba un verdadero proceso de depuración espiritual y de que ese, el solipsismo, era su
precio. Hasta que por suerte desperté y me dije: ¿y para qué, imbécil, es que haces todo esto?
Entonces supe que el problema no era el Malecón, sino yo. Y que el poco interesante era yo, no
el Malecón. Y que resultaba más saludable mirar y observar y apuntar lo que sucedía en el
Malecón, que mirar y apuntar lo que me sucedía a mí, que era, en plata contante y sonante,
nada.

Para algunos lectores la grandeza de un libro, aunque no de cualquier libro, sino de los libros
inagotables, se manifiesta en las relecturas. Cuando el artefacto encuadernado, el mismo que ya
habías leído hace meses o años, refleja una nueva versión de las cosas, o cuando nuevos eventos
cercanos provocan relecturas inéditas de ese viejo artefacto. El Moby Dick de la primaria no es el
mismo que el Moby Dick del desempleo y no será el mismo Moby Dick de la paternidad. Un
libro, entonces, nunca es el mismo libro, y tampoco el lector. ¿A dónde voy con esta redundancia
dizqueheracliteana? Muy sencillo: La tribu. Retratos de Cuba, de Carlos Manuel Álvarez, es un
libro distinto desde el 2 de julio, al menos para el lector mexicano, al menos paramí. Donde
antes vi una colección de relatos, retratos o postales de la vieja y la nueva Cuba, hoy, bajo la
lente de la histeria postelectoral, veo una serie de memorias de posibles futuros no muy lejanos.

Los sesenta comenzaron con las nacionalizaciones y las reformas agrarias. Los setenta, con la
zafra de los Diez Millones. Los ochenta, con el Mariel. Los noventa, con el derrumbe de la URSS.
Los dos mil, con la Batalla de las Ideas. Y esta segunda década del veintiuno, con la paulatina
descentralización del Estado.

Hay pasajes de La tribu, como el de arriba, que pueden darle al libro del cubano un nuevo
carácter profético para México, ahora que se viene la nueva administración de López Obrador.
Carlos Manuel tiene la mirada de aviador, que domina el paisaje desde arriba, el lector puede
tener acceso a esa vista a lo largo de las 257 páginas.

Un país puede escribirse a través de una crónica deportiva. En «El pitcher negro de las medias
blancas» saca una amplia instantánea sociopolítica de Cuba de 1959 a 2013, siguiendo los pasos
de José Ariel Contreras, el pitcher de las grandes ligas nacido en Las Martinas:

Todo atleta cubano que emigró después de 1959, y que hizo o intentó hacer carrera
profesional en alguna liga o campeonato foráneo, había visto negada la posibilidad de retornar a
su país […] Contreras es, de cientos, el primero que regresa, y la gente en el aeropuerto se le
echa encima.

En pleno Período Especial (1991-1992), José Ariel Contreras y Pedro Luis Lazo se conocieron en la
academia. Durante un par de años, pasaron juntos cinco días a la semana. Cuando salía de pase,
el profesor Guerra les regalaba dinero para el transporte. Cuando no salía de pase, entonces el
profesor Guerra caminaba kilómetros en busca de un puerco o una gallina. Y cuando no
encontraba nada, les compraba dulces, algo que amortiguara el hambre. La misera era absoluta.
Sin embargo, hay que hallarle el beneficio. No porque el hambre haya fortalecido los brazos de
Contreras y Lazo, sino por las trabas que superaron. Se fortalecieron mentalmente, cree Guerra.

«Para pitchear un Mundial, en una Olimpiada, en un Clásico, hay que ser más que pitcher. Ahí
intervienen otras cosas» dice.

O en «Performance nacional», una de las crónicas finales del libro, el cronista Álvarez vuelve a
ofrecer un diagnóstico de los últimos años de la Cuba del agónico Castro, mediante el trabajo de
la artista Tania Bruguera, que había sido detenida en 2014 por sus críticas públicas frustradas a la
dictadura, en forma de acciones de arte en la Plaza de la Revolución:

Horas antes de Año Nuevo, debido a la influencia ejercida desde el exterior por influyentes
medios de prensa, la vuelven a liberar. Tania va a recibir el 2015 con una causa abierta, sin
pasaporte, y con la advertencia de que no puede salir de la ciudad. Dice Pablo Helguera: «El
performance, de hecho, no fue aquello que no ocurrió en la Plaza de la Revolución, sino el
episodio de histeria y prepotencia de las autoridades cubanas (…) Cuba vive en la histeria de la
manipulación de mensaje y cualquier persona —artista o no— que llegue a romper ese
equilibrio será por supuesto visto con terror e indignación».

La Cuba de La tribu no es la misma Cuba de tantos otros escritores, deportistas y artistas. Es la


Cuba post Obama, post Castro, es la Cuba de Carlos Manuel, un territorio inédito: «Nuestro
éxtasis es raro y algo alocado, como un opio general que la isla hubiera ingerido, una droga
colectiva fumada por todos».

El infierno de Ariel Ruiz Urquiola

Por: Abraham Jiménez Enoa

Ariel Ruiz Urquiola / Foto: Juan Cruz-Rodríguez

Ariel Ruiz Urquiola / Foto: Juan Cruz-Rodríguez


Nada es azaroso en Ariel Ruiz Urquiola. A sus 43 años, no alberga un ápice de ambigüedad, su
enseña es la intransigencia. Nunca ha sido un problema encontrar su camino.

De niño quiso ser veterinario. Cazaba cucarachas y abejorros y les quitaba las antenas para
examinarlas, luego alimentaba con ellas a las lagartijas, y a estas, a veces, les abría la barriga con
un bisturí para observarlas por dentro. En la playa, mientras su hermana Omara construía
castillos de arena, Ariel recolectaba algas y otras especies marinas. Un barquito portugués le
explotó una vez en las manos y le irritó los ojos.

Luego aprendió a distinguir, gracias a su madre, Isabel Urquiola, ahora de 71 años, entre la
Veterinaria y la Biología. Isabel, por entonces jefa de cátedra de esta última materia en una
escuela primaria del municipio Playa, lo complació alternando las salidas de fin de semana entre
cuatro lugares de La Habana: el Museo de Ciencias Naturales, el Zoológico, el Acuario y el Jardín
Botánico.

Omara muchas veces prefirió quedarse en casa y pronto, a pedido de ella, la familia comenzó a
visitar con regularidad el Museo de Bellas Artes. Ariel se molestaba cuando su hermana, apenas
15 meses mayor, falseaba la realidad pintando un león de color verde o rosado.

En la década de 1970, los hermanos Ruiz Urquiola, y el resto de los cubanos que no pasaban de
12 años, recibían, una vez al año, tres juguetes racionados. Cada niño tenía derecho a un cupón
que era sorteado mediante un bombo en cada barrio; luego, padres e hijos podían dirigirse a la
juguetería para comprar el artículo ganado en suerte.

El gobierno clasificó esos juguetes en “básico”, que era el más costoso, por ejemplo, una bicicleta
o una carriola; “no básico”, que podía ser una muñeca o un carrito, y “dirigido”, lo mismo un
trompo que un paquete de soldados plásticos o un juego de yaquis. Claro, no era lo mismo
obtener el cupón 1 que el 63, porque los juguetes, importados desde la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas (URSS), llegaban en cantidades dispares y los niños con más suerte eran
quienes podían alcanzar los regalos más deseados.

Ariel siempre tuvo más suerte que su hermana; el bombo a menudo le deparaba números bajos.
Pero en algún punto decidió obviar los juguetes más sofisticados y comenzó a pedir, si estaban
disponibles, los elementos para una granja campesina.

La granja, desplegada en el dormitorio, creció año tras año. Tenía decenas de vacas, gansos,
caballos, varias casitas y, por supuesto, campesinos. Al paisaje también se le añadió un tren que
se desplazaba por toda la finca: un regalo de su tío Armando Urquiola Cruz, fundador del jardín
botánico de Pinar del Río.

Finalizado el curso escolar, los hermanos solían viajar al municipio pinareño de Mantua a pasar
las vacaciones en casa del abuelo. Ariel y un primo suyo acompañaban a su tío por los pinares
cercanos para recolectar especies botánicas. Durante la aventura, los muchachos no paraban de
hacer preguntas. Antes de los 10 años, Ariel Ruiz Urquiola realizó su primer herbario.

Las causas de los imposibles:

Ariel Ruiz Urquiola / Foto: Juan Cruz-Rodríguez

Ariel Ruiz Urquiola / Foto: Juan Cruz-Rodríguez

“Ariel es protestón, cuando era estudiante lo era mucho más que ahora”, afirma Elier Fonseca,
biólogo de campo y profesor de la Universidad de La Habana.

Fonseca y Ruiz Urquiola son amigos. Se conocieron hace más de dos décadas cuando ambos
ingresaron a la Facultad de Biología como estudiantes universitarios. Desde entonces han
trabajado juntos en varias oportunidades.

Recuerda Fonseca que, en segundo año de la carrera, durante un trabajo evaluativo de ecología,
un profesor propuso sacrificar lagartijas en cantidades desproporcionadas. Ruiz Urquiola se
levantó del asiento y dijo que la metodología diseñada para el estudio era incorrecta, poco
profesional, una aberración. Alumno y profesor sostuvieron un careo fuera de tono ante las
miradas atónitas de los demás estudiantes. Una discusión que culminó con Ruiz Urquiola
zanjando: “Profesor, esa investigación es mediocre”.
“Lo que quiso decirle Ariel era sencillamente que se estaba quedando a medias. Mediocre, en el
sentido literal, no despectivo. Muchos de sus problemas vienen por ahí, porque la gente no
entiende su lenguaje”, explica Fonseca.

Tras aquel y otros encontronazos durante la carrera, Ruiz Urquiola se graduó en 1999 de Biología
por la Universidad de La Habana. Le fue otorgado un diploma de oro y fue seleccionado el
estudiante más destacado de su curso en la categoría de investigación.

Sus primeros pasos como científico fueron en el Centro de Investigaciones Marinas, una
institución adscrita a la Universidad de La Habana, donde se especializó en el estudio de las
tortugas.

“La profesora Georgina Espinosa me dijo que mi conocimiento del tema era vasto y que era
suficiente para desarrollar una tesis doctoral”, cuenta Ruiz Urquiola. Entonces decidió realizar su
investigación sobre las tortugas carey en Cuba, y lo primero que descubrió fue que los
especialistas del ya desaparecido Ministerio de la Industria Pesquera autorizaban la pesca de
esta especie, protegida por la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies
Amenazadas de la Fauna y Flora Silvestre (CITES, siglas en inglés).

Las autoridades cubanas exportaban las conchas de carey a Australia, Inglaterra, Francia, Países
Bajos, los países nórdicos y Japón valiéndose de un amparo legal sobre el supuesto patrimonio
genético de la especie.

Japón era el destino predilecto para la exportación de carey. Los nipones tienen la industria
manufacturera más antigua y lujosa del planeta. El carey, obtenido del carapacho de las tortugas,
se utiliza para la confección de prendas tradicionales de esa cultura oriental: peinetas, cintillos,
pendientes, entre otras.

“Encontramos muchas mentiras”, dice Ruiz Urquiola. Por ejemplo: más del 70 por ciento de las
tortugas pescadas en Cuba no pertenecían al patrimonio genético de la isla.

El biólogo se percató de que, en Nuevitas, ciudad portuaria de la provincia de Camagüey, el


Centro de Investigaciones del Ministerio de la Industria Pesquera adulteraba los estudios
genéticos de la especie. “Iban a una playa de anidación, mataban a una tortuga y le tomaban la
cantidad de muestras de carne que necesitaban. Las mandaban a nuestro laboratorio, pero
todas pertenecían al mismo individuo. Obviamente, eso decía que todo lo que Cuba pescaba era
nacido aquí”, explica Ruiz Urquiola.

El biólogo señaló al Estado cubano como gran beneficiario de la explotación de la tortuga carey.
Amén de las violaciones asociadas a la pesca y exportación de una especie en peligro de
extinción, se incumplía una disposición ministerial de la propia industria pesquera que declaraba
la carne de esas tortugas, exclusivamente, como alimento prioritario para niños y ancianos. La
investigación demostró, con datos y entrevistas, que ningún círculo infantil, ningún policlínico,
ninguna escuela y ningún hogar de ancianos había recibido, siquiera una vez, un trozo de carne
de tortuga.

Ruiz Urquiola y su grupo de trabajo expusieron estos y otros resultados en un congreso


internacional celebrado en Baja California, México, sobre la conservación y la biología de las
tortugas marinas. Presentaron además una campaña de bien público para salvaguardar la
especie; la primera iniciativa de su tipo en la isla después de 1959.

Los miembros de la comunidad científica que participaron en el congreso quedaron


consternados. La reacción de varias organizaciones internacionales fue inmediata. Dos días más
tarde, Cuba se vio obligada a declarar el cese total de la pesquería legal de tortugas marinas en
la isla.

Tras el congreso, a Ruiz Urquiola le esperaba una sanción laboral que impedía la defensa de su
doctorado. Una apelación ante la Comisión Nacional de Grado Científico salvó su investigación.

Finalmente, en 2008, Ariel Ruiz Urquiola se acreditó como Doctor en Ciencias Biológicas. Una de
los exergos de su tesis dice: “A las causas de los imposibles”. Otro reza: “La diversidad genética
significa para las poblaciones silvestres, lo mismo que la Libertad para el Homo sapiens. Un H.
sapiens sin pensamiento es víctima de las circunstancias y con pensamiento lo es de sí mismo, es
más libre”.

En una reunión le comunicaron que podría continuar laborando en el Centro de Investigaciones


Marinas, pero que se le vetaba la posibilidad de volver a trabajar con alguna especie de
importancia pesquera para el país.

A Ruiz Urquiola no le quedó otra alternativa que girar su lupa. Generó así otro proyecto
investigativo, esta vez sobre la genética de los moluscos en la Sierra del Infierno, Viñales, con el
que ganó una beca en la Universidad de Humboldt, Alemania. Creó nuevamente un tándem con
la profesora Georgina Espinosa y juntos impulsaron una plataforma colaborativa entre la
Universidad de La Habana y el Consorcio de Ciencias Leibniz.

Pero, al parecer, la burocracia cubana no olvidó lo ocurrido en Baja California y una vez más puso
trabas que imposibilitaron el desarrollo del proyecto, el cual terminó diluyéndose. Desde su
primera estadía en Europa, Ruiz Urquiola se ganó con su trabajo el respeto y la estima
profesional de los científicos alemanes, lo que le valió para seguir adscrito al grupo de
investigadores de aquella institución europea.

“A Ariel le ofrecieron muchas veces contratos en Alemania, que le hubieran permitido radicarse
aquí, y prefirió siempre volver a Cuba”, dice el Dr. Alexandro Rodríguez, biólogo y profesor de la
Universidad Libre de Berlín.

Rodríguez pertenece a la misma generación de biólogos de Ruiz Urquiola; aquellos graduados a


finales de los 90 en Cuba. Pero Rodríguez decidió pronto ir a hacer ciencia a Europa, y allá se
reencontraron.

“Cuando Ariel estaba en Alemania, vivía con una frugalidad extrema, ahorraba cada euro que
podía para levantar su finca en Viñales”, asegura Rodríguez, quien a menudo llevó en su auto a
Ruiz Urquiola hasta el aeropuerto cuando este regresaba a Cuba. El vehículo transitaba por las
calles de la capital alemana atestado de equipaje. Las maletas iban cargadas de herramientas de
trabajo.

“Todo eso era a costa de un sacrificio personal que yo siempre le reprochaba, pero a la vez
admiraba. Su equipaje difería bastante del de cualquier otro cubano que regresa”, dice
Rodríguez.

Ariel Ruiz Urquiola / Foto: Juan Cruz-Rodríguez


Ariel Ruiz Urquiola / Foto: Juan Cruz-Rodríguez

El horcón moral:

Isabel Urquiola nunca imaginó lo que ocurría. Durante la temporada de exámenes finales en la
escuela primaria, ella se percató de que la piel de su hijo, su tez blanca, se hacía cada vez más
bronceada, como si tomara el sol en la playa.

Un día, sin avisar, se presentó en la escuela. Se asomó al aula y todos los alumnos estaban en sus
pupitres, hacían un examen, pero no vio allí a su hijo.

“Ariel estaba en la terraza, castigado bajo el sol. Hacía su prueba solo, en su pupitre de madera.
Él estaba en contra del fraude de las profesoras, que les soplaban las respuestas a los
estudiantes, y esa fue la medida que ellas tomaron para que él no las increpara por semejante
actitud”, cuenta Isabel.

En quinto grado de primaria, Ruiz Urquiola ya tenía tatuadas en su conciencia una serie de
lecciones éticas impartidas por su abuelo. Todo empezó cuando, con seis años, quiso irse a
trabajar con el padre de su madre a Mantua, Pinar del Río. La idea era darle una mano
sembrando arroz y frijoles, enyugando bueyes.

Su madre accedió. La única preocupación de Isabel era la preparación docente de sus dos hijos.
En casa les dio todas las libertades, y solo exigía buenos resultados académicos.

“Nuestro abuelo —dice Omara— era masón y nunca comulgó con los extremismos de este
gobierno. No lo verbalizaba, pero su actitud tan recta en la vida y su intransigencia contra la
corrupción y el abuso influyó en nuestra forma de pensar. Fue un horcón moral en la familia y
eso a mi hermano lo marcó”.

En una ocasión, el padre de Isabel Urquiola debió cumplir un año de privación de libertad. Un
hermano de masonería se presentó en su finca y le pidió un favor: necesitaba dos caballos, uno
para él y otro para un amigo que lo acompañaba. Los hombres querían llegar hasta la costa más
occidental de la isla para marcharse en algún artefacto marítimo. El gobierno cubano estaba
detrás de sus pasos. Uno de ellos formaba parte del movimiento insurreccional que tras el
triunfo de la Revolución se alzó en el Escambray (centro) con la intención de derrocar a Fidel
Castro.

Años después, el hombre buscado regresó de visita a Cuba procedente de Estados Unidos. Lo
detuvieron y, en el interrogatorio, mencionó el nombre del abuelo Urquiola, quien fue procesado
por delito de conspiración.

Algo que marcó la niñez de los hermanos Ruiz Urquiola fue la condena de su padre, Máximo
Omar Ruiz Matoses, a 17 años y tres meses de prisión.

“Conocimos la prisión política a través de mi padre. Hemos tenido que pagar una cuota de culpa
por ser hijos de él”, confiesa Omara.

Ruiz Matoses, 71 años, vive hoy en España y es un ex alto oficial de ejército cubano. Ingeniero
especializado en radares y telecomunicaciones, obtuvo el rango de teniente coronel y lideró el
Grupo de Desarrollo Técnico del Ministerio del Interior (Minint). “Él era —afirma Omara— quien
compraba desde los somatones hasta los walkie-talkies. Todo el equipamiento y la técnica que
necesitaba Cuba para espiar. Fue quien interceptó la señal de Radio y TV Martí”.

Al final de su carrera militar, Ruiz Matoses se convirtió prácticamente en un disidente dentro de


las filas del Minint. En reuniones del Partido Comunista comenzó a fustigar la conducta de la alta
dirigencia del país. Por entonces, las fuerzas armadas cubanas estaban enfrascadas en el célebre
caso del general de división Arnaldo Ochoa, fusilado en el verano de 1989 junto a otros tres
militares por cargos de alta traición y narcotráfico internacional.

“Mi padre estaba absolutamente decepcionado y pidió su jubilación. Antes había solicitado un
despacho con Raúl Castro para hablarle del desvío de recursos”, explica Omara.

A Ruiz Matoses lo enviaron a esperar su retiro en una unidad de tropas guardafronteras. Días
después fue arrestado y procesado bajo acusaciones de salida ilegal del país, desacato, conducta
deshonrosa, espionaje y deserción.
“Mi papá salía con millones de dólares en la maleta a comprar tecnología a Japón. Si de verdad
hubiera querido irse del país, lo hubiera hecho. Lo acusaron sin pruebas”, dice Omara, y agrega:
“Él no tiene nada que ver con Ochoa, cuando han querido hacernos daño a nosotros siempre
nos achacan que él estuvo en la causa de Ochoa, pero eso es mentira”.

Después de salir de prisión, Ruiz Matoses solicitó asilo político en Estados Unidos, pero le fue
denegado.

“No te voy a dejar sola”:

Foto: BBC mundo

Omara y Ariel Ruiz Urquiola / Foto: BBC mundo

Omara Ruiz Urquiola tiene ahora 45 años y es profesora del Instituto Superior de Diseño de La
Habana (ISDI). Hace ya bastante tiempo que está luchando por su salud.

En 2004, Omara empezó a sentir una molestia en la mama derecha. Su hermano, a través de
unas amistades, le resolvió una consulta en el Instituto Nacional de Oncología y Radiología
(INOR).

A Omara la examinaron físicamente una doctora y dos estudiantes de medicina. Le realizaron


además una biopsia y un ultrasonido. Los imagenólogos dijeron: “No tienes problemas si se
acaba el agua en tu casa; todo lo que tú tienes son quistes de agua”.

Un año después, las molestias no habían desaparecido. Cada vez que Omara tomaba café o
comía chocolates, aparecía el dolor. Los supuestos quistes de agua habían crecido, y la mama
comenzó a drenar un líquido ambarino, sangre. Cuando salía a la calle, Omara tenía que ponerse
dentro del sostén un puñado de algodón.

Su hermano se percató de la gravedad del caso e hizo una nueva gestión para que lo evaluara
otro doctor.
En el Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas (Cimeq), le realizaron a Omara una
extracción de líquido de la mama y el Dr. Catalá, jefe de quimioterapia, le informó que al día
siguiente le colocarían “unos sueritos preventivos”.

Al otro día fue Ariel quien entró a la consulta y conversó a solas con el Dr. Catalá mientras Omara
se quedaba afuera, sentada junto a mujeres que ya habían perdido el cabello. Cuando se abrió la
puerta, ella se puso en pie. Observó a su hermano en el umbral.

—¿Tú estás dispuesta a luchar? —preguntó él.

“Ahí me percaté de que tenía cáncer”, recuerda Omara, pasados más de 12 años.

—No te voy a dejar sola, pero me tienes que dar la completa seguridad de que vas a luchar. Lo
que viene es duro —dijo el biólogo.

Los “sueritos” que habían anunciado a Omara eran el primer ciclo de citostáticos.

Ariel Ruiz Urquiola comenzó a estudiar la enfermedad de su hermana. Los resultados de una
tomografía axial computarizada y una mamografía declararon que los demás órganos de Omara
estaban limpios, así que había esperanza.

“Mi hermano luchó mucho. Se levantaba todos los días a las 5:00 am para sentarme en la cama y
darme el desayuno antes de irse al trabajo. Después me llamaba todo el tiempo para que no me
volara los turnos de alimentación y por la noche me traía la comida. Yo tenía que estar fuerte
para aguantar los seis ciclos de tratamiento”, recapitula Omara.

Una noche, Ruiz Urquiola recordó una conferencia de cuando era estudiante. El conferencista
aseguraba que en la Amazonia habían identificado un árbol de cuya corteza se extraía un
medicamento citostático extremadamente eficiente. Según informes, los indígenas de la zona
donde crece ese árbol prácticamente no contraían cáncer.
El biólogo habló al Dr. Catalá sobre el descubrimiento de los taxanes y este respondió que tales
medicamentos eran muy caros y que no existían en Cuba. Una vez más gracias a gestiones
personales, Ruiz Urquiola consiguió dos ciclos de taxanes para su hermana. Se presentaron en la
consulta dispuestos a comenzar el tratamiento, pero el Dr. Catalá se negó a aplicarlo.

“Nos dijo —sostiene Omara— que no me los iba a poner porque no valía la pena gastar unos
medicamentos tan caros en alguien que nada más iba a durar tres meses, que lo que mi caso
llevaba era un ciclo de cuidados paliativos para mejorar la calidad de vida hasta que muriera”.

Al escuchar la posición del galeno, Ruiz Urquiola se levantó de su silla y espetó: “Bajo mi
responsabilidad de Dr. en Ciencias Biológicas me llevo a la paciente de aquí”.

—Tú no eres médico —dijo el Dr. Catalá.

—Y usted tampoco —dijo Ruiz Urquiola.

En el INOR los hermanos lograron comenzar otro tratamiento. A Omara le aplicaron una
inmunoterapia con Paclitaxel y, más tarde, radiaciones de cobalto, lo que finalmente permitió la
aparición de margen quirúrgico. Los nuevos doctores les comunicaron que había solo un
problema: no habría turnos para entrar al salón de cirugía hasta dentro de tres meses.

Ruiz Urquiola, desesperado, buscó al Dr. Miguel Fleites, quien los recibió en su casa y examinó a
Omara. Les dijo que sí, efectivamente, existía el margen quirúrgico, pero que no se podía
esperar, porque desaparecería en breve.

En ese momento, el Dr. Fleites no se encontraba activo en el Ministerio de Salud Pública; había
sido expulsado de su cargo de jefe de cirugía del INOR por criticar irregularidades en los
tratamientos médicos de la institución.

A través de un amigo logró que le prestaran durante nueve horas un salón de operaciones en el
hospital “Manuel Fajardo”, donde intervino la mama derecha de Omara. Cinco meses después,
en un salón del Hospital Nacional, conseguido también de favor, le operó la mama izquierda.

En 2016, la compañía farmacéutica suiza Roche vendió a MediCuba, empresa cubana


importadora y exportadora de medicamentos, un lote del fármaco Trastuzumab con fecha de
caducidad casi inmediata. Cuando los medicamentos fueron entregados al INOR, el hospital se
quejó de la negligencia y rechazó los fármacos exigiendo la readquisición con garantías de
vencimiento.

La inmunoterapia de Omara y del resto de las pacientes del INOR se interrumpió por dos ciclos
continuos como consecuencia de la falta de Trastuzumab. Durante dos meses los pacientes
estuvieron sin el medicamento. Omara comenzó a sufrir derrames cancerosos en la piel y en sus
dos reconstrucciones mamarias.

Después de reclamos sin respuesta, Ruiz Urquiola decidió comenzar una huelga de hambre y sed
frente al INOR a favor de la obtención del Trastuzumab para los pacientes enfermos.

Una tarde, después de impartir una conferencia en el ISDI, Omara llegó a casa y se encontró una
nota que decía: “Omi, esta ha sido mi solución ante la indolencia y la frustración. Comenzaré una
huelga de hambre y sed frente al INOR, entrada de quimioterapia, hasta que te vea con el
tratamiento en la mano. No sé cuánto pueda durar este proceso y espero ver la luz. No quiero a
nadie de nuestro ▲ cerca de mí. La meta será el Trastuzumab”.

La policía golpeó a Ruiz Urquiola, lo encerró en un calabozo y luego lo liberó. Una sucesión de
hechos que se produjo otras dos veces sin que el científico ofreciera ninguna resistencia física.
Poco después arribó el medicamento a Cuba.

“Ahora de nuevo está en falta, pero para mí lo hay. Las demás pacientes no tienen, pero el mío lo
guardan aparte”, dice Omara.

Oscar Casanella fue bioquímico del INOR y es amigo de la familia Urquiola. Sobre la enfermedad
de Omara apunta: “De la única cosa que se arrepiente Ariel en la vida es de aceptar un trato para
que le trajeran los medicamentos a su hermana. Él tendría que callarse la boca porque los
medicamentos solo serían para su hermana, y no para el resto de los pacientes”.

El Infierno:

Ariel Ruiz Urquiola / Foto: Juan Cruz-Rodríguez

Ariel Ruiz Urquiola / Foto: Juan Cruz-Rodríguez

Cuando amanece, “El Infierno” queda encima de las nubes. Desde allí, una neblina espesa se
escurre a todo lo largo y ancho del Valle de Viñales. Los mogotes asoman solo sus cimas como si
fueran arrecifes que sobresalen del mar. Los gallos cantan y el resto de los animales despiertan.

“El Infierno” es la finca de Ruiz Urquiola. Y el irónico nombre responde a su ubicación geográfica:
Sierra del Infierno, en la Sierra de los Órganos, provincia de Pinar del Río.

Allí, en 2015, el Dr. en Ciencias Biológicas compró una casa a 300 metros sobre el nivel del mar y
solicitó tierras en usufructo para desarrollar una finca agroecológica. El Estado cubano tardó un
año en entregarle la propiedad.

El proyecto está enclavado en el Parque Nacional de Viñales, declarado Patrimonio Natural de la


Humanidad por la Unesco, y Ruiz Urquiola lo diseñó con el objetivo de repoblar de flora y fauna
la zona mediante un vivero inteligente. Toda la biogranja sería también una estación ecológica y
filogeográfica.

El mismo año en que abrió sus puertas “El Infierno”, el científico fue expulsado definitivamente
del Centro de Investigaciones Marinas de la Universidad de La Habana. Motivo declarado:
“fraude interinstitucional por el incumplimiento del plan de trabajo mientras Ruiz Urquiola
cumplía una estancia laboral en Alemania”.

La postura contestataria e intransigente, y sus investigaciones enjuiciadoras, habrían condenado


a Ruiz Urquiola. Con un argumento a todas luces obtuso se intentó disimular el ajuste de cuentas
gubernamental.
“La seguridad del Estado necesita penalizar a las personas que tengan ese perfil. Un Ariel es muy
peligroso, imagínate varios Ariel”, opina Oscar Casanella.

Fuera de la institucionalidad, el biólogo y su familia se consagraron al proyecto de la biogranja.

“Desde que llegó ha hecho un trabajo increíble. Yo que nací en la Sierra no me atrevo a hacer
todo eso. Sembró frutales, café, crio animales, y todo eso sin fuerza de trabajo”, comenta Yosvani
Chávez, vecino de la Sierra del Infierno.

Ruiz Urquiola asumió unas tierras que llevaban 20 años sin que nadie las trabajara; un paraje
silvestre, y lo convirtió en poco tiempo en un paraíso donde caballos y vacas se asoman a la casa
sin puertas —literal— de su dueño y roban comida de la cocina, o lo que se les antoje.

Gansos, patos, gallos y gallinas, ocas, guineos, viven sueltos y huyen revoloteando de quien
camina por los alrededores. El tocororo, escurridiza ave nacional, se posa en las ramas del pinar
que se eleva frente a la finca.

Hay sembrados allí 17 variedades de plátanos, kingrás morado y verde, naranja blanca y roja,
naranja Valencia, frutabomba amarilla, caña balila, mamey, café caturra rojo y amarillo, café
robusta, y variedades de caoba antillana junto a los frutales injertados.

Ruiz Urquiola, además, comenzó a combatir las ilegalidades y las violaciones ecológicas que se
cometen en el parque nacional. Denunció la caza furtiva de aves y otras especies, así como el
turismo salvaje. En un solo día recogió 82 jaulas para cazar jutías. Pero nunca recibió respuesta ni
ayuda de las autoridades, sino todo lo contrario.

Su activismo medioambiental puso en jaque a varios campesinos y a las instituciones de la zona.


Entonces, la persecución al científico llegó hasta “El Infierno”.

Antes, puercos asilvestrados de una finca colindante empezaron a invadir los límites de la
biogranja, destrozaron los cultivos y contaminaron el agua de un arroyo natural. Un cazador de
jutías lo amenazó con una escopeta cuando Ruiz Urquiola le salió al paso. Grupos de turistas
robaron sus frutas. Cuatro vacas fueron asesinadas. Una yegua fue encontrada con cortes
pronunciados en cada una de sus patas delanteras y con heridas sangrantes en el lomo. “El
Infierno” quedó excluido del plan de electrificación de la Sierra y por eso aún hoy solo cuenta
con un panel solar para abastecerse de energía.

En la mañana del 3 de mayo pasado, Ruiz Urquiola trabajaba junto a su ayudante Joseilis Varela.
Terminaban de apuntalar la cerca perimetral de la finca cuando dos oficiales del cuerpo de
guardabosques del Minint llegaron allí para verificar los documentos que autorizaban dicha
actividad y la tenencia de los instrumentos de trabajo.

Ruiz Urquiola les pidió que lo acompañaran a su casa para mostrarles los papeles en regla. En el
camino discutieron. El biólogo increpó a los oficiales argumentando que, cuando él había
denunciado ilegalidades, ellos nunca se presentaron en el lugar.

Uno de los guardabosques se sacó el pene y comenzó a orinar en pleno altercado. Ruiz Urquiola
se exaltó aún más y, mientras grababa un audio con su teléfono, les exigió que se identificaran. El
científico utilizó el término “guardia rural” para referirse a los oficiales y estos se sintieron
ofendidos. Previo a 1959, así se le llamaba a la policía represiva de los campos de Cuba.

Sirilo Seara Carrasco y Alexander Blanco Calzadilla, los guardabosques, acusaron a Ruiz Urquiola
de desacato a la autoridad. Ese mismo día, en la tarde, fue detenido y llevado a un calabozo de la
unidad de la policía de Viñales.

Luego de cinco días, durante los cuales estuvo privado de comunicación con su familia, le
comunicaron que lo sacarían de la celda para que se entrevistara con su abogado, Amaury
Delgado. Solo un par de horas después se celebraba un juicio sumario.

“Sin bañarme, sin lavarme los dientes, me montan en una patrulla, esposado, y me llevan al
tribunal”, relata.

Antes de la vista oral, el abogado tampoco tuvo acceso al expediente del acusado.
“Todo fue un espectáculo montado, sin pruebas, absurdo, surrealista”, asevera el biólogo Elier
Fonseca, quien asistió al proceso.

El 8 de mayo, Ariel Ruiz Urquiola, Dr. en Ciencias Biológicas, fue condenado por el Tribunal
Municipal de Viñales a un año de privación de libertad por el delito de desacato a la autoridad, y
fue recluido en la prisión provincial de Pinar del Río.

Cuando el caso trascendió las fronteras de la isla, Amnistía Internacional declaró a Ruiz Urquiola
“prisionero de conciencia”. Heather Nauert, portavoz del Departamento de Estado
norteamericano, expresó preocupación y exigió su liberación al gobierno de Cuba. Luis Almagro,
secretario general de la Organización de Estados Americanos, se pronunció en términos
similares. Al reclamo también se sumaron representantes de la Iglesia Católica cubana.

Un mes y algunos días después de su encarcelamiento, Ruiz Urquiola fue trasladado al


campamento penal “Cayo Largo”, donde le negaron su derecho al trabajo.

Entonces, el 16 de junio, se declara en huelga de hambre y sed. Dos días después, en su


cumpleaños 45, Omara recibe la llamada de otro preso y este lee por teléfono una nota de su
hermano. Una de las frases escritas por el científico es: “la liberación o el nirvana”.

Ruiz Urquiola estará 16 días sin beber agua y sin comer. Lo sacarán del campamento y lo llevarán
de vuelta a la prisión provincial de Pinar del Río, pero no a una de sus barracas colectivas, sino a
una celda aislada, de castigo. Un calabozo inclemente, sin luz, sin agua, con ratas, y donde solo
puede tenderse en posición diagonal.

Al sexto día de huelga, le pondrán las esposas y lo trasladarán a la sala “K”, cama 26, del Hospital
Provincial “Abel Santamaría” de Pinar del Río. Allí le pondrán sueros de rehidratación y las
enfermeras serán amables, pero los militares lo tentarán con el olor de los alimentos, lo
amenazarán con un violento regreso a la prisión y le impedirán recibir visitas de sus amigos y
familiares.
Ruiz Urquiola enfrentará todo con su única arma: la meditación vipassana. Y seguirá con su
intransigente huelga. El 2 de julio de 2018, la Comisión de Aptitud para Regímenes Penitenciarios
de la Comisión Médica Militar de Pinar del Río, adscrita a los servicios médicos del Minint, le
otorgará una licencia extrapenal que, desde luego, no anula la condena, pero consiente su
cumplimiento en libertad.

¿De qué país eres?:

“Estaba buscando algo que mitigara el dolor”, recuerda un Ruiz Urquiola con la piel pegada a los
huesos.

Ha logrado salir de la prisión y su cabeza está rapada. Habla y tose mientras habla; por supuesto
que se le ve débil después de 16 días sin ingerir alimentos ni beber agua. Pasa las horas en el
cuarto de su hermana Omara, sobre un colchón que le han acomodado en el suelo. Cuando va a
trasladarse se auxilia de un bastón porque aún no sostiene el equilibrio.

“Tenía un problema: a veces cojeaba. Nadie sabe por qué, fui a ver a ortopédicos, a fisiatras,
pero nunca encontraron ninguna dificultad. Me dolía la cadera y me di fisioterapia,
electroterapia, pero no mejoré”, dice el biólogo, que antes de eso, en Cuba, en Alemania, luego
de cada jornada laboral, salía a correr 10 kilómetros.

Hace cuatro años, buscando en internet, encontró la meditación vipassana. “La definían como
una técnica para disminuir el sufrimiento y que no costaba nada aprenderla”.

En Alemania, Ruiz Urquiola y su primo Armando, los mismos que de chicos atravesaban juntos
los pinares de Mantua para recolectar especies botánicas, se inscribieron en un curso de esa
técnica.

Cuando llegaron allí, les explicaron que duraría 10 días, que en ese tiempo no podrían hablar
absolutamente nada con nadie, que el curso era una especie de claustro, que solo en momentos
determinados tendrían alguna interacción con el maestro.
También les advirtieron que solo comerían alimentos ligeros, comidas a las que la mayoría de las
personas no están adaptadas, y que en condiciones normales aquello sería pasar hambre. Solo
vegetales, frutas, líquidos; no carnes, no quesos.

“El curso se basa —explica— en concentrarse en el ritmo respiratorio. Es 24 horas por 24 horas.
Los primeros tres días te ponen una grabación de un gran meditador y al principio te distraes en
tu propio pensamiento; la mente comienza a irse hacia cualquier sitio; es un proceso de
abstracción total durante el cual te vienen imágenes de cuando eras niño, imágenes más
sentidas, menos sentidas…”.

Ruiz Urquiola enseña la postura de meditación: se sienta, cruza los pies y los abre en posición de
mariposa, se yergue, coloca el cuerpo lo más recto posible, sobre un mismo eje, relaja la pelvis y
mira hacia el frente.

“Mucha gente aborta y abandona el curso. En mi cubículo éramos cuatro personas y se fueron
tres. Solo se duerme de 11:00 pm a 5:00 am, el resto del tiempo es meditando en un salón
donde todos los alumnos están sobre esteras. Al mediodía puedes caminar por un bosque, te
encuentras a gente, pero no puedes hablar con ellos”.

Al quinto día del curso, Ruiz Urquiola entró en una crisis de sensibilidad, explotó. Las sensaciones
fueron tan fuertes que desataron en el biólogo un llanto incontrolable. “Lloraba y lloraba sin
parar —dice—, no tenía ninguna imagen en la cabeza, rompí la meditación, el equilibrio”.

La profesora se acercó entonces al científico e hizo una pregunta: “¿De qué país eres?”. “Cuba”,
respondió él. “A partir de hoy vas a recibir una ración extra de comida”, dijo ella.

El último día del curso, los alumnos sobrevivientes se reunieron y compartieron sus experiencias.
Durante la sesión, la profesora se acercó a Ruiz Urquiola y le presentó a una muchacha judía. Le
comentó que ella había enfrentado los mismos padecimientos a partir del quinto día.

La profesora explicó: “Hay personas que, debido a su procedencia, llegan aquí con un historial de
sufrimiento mucho más grave que el de otros, que vienen por desamor, por rechazo, los
conflictos más comunes en Alemania”.
Ruiz Urquiola se dirigió luego a su compañera: “¿Qué te preguntó cuándo te vio llorando?”. “¿De
qué país eres?”, respondió la chica de Israel.

El triángulo:

Ariel Ruiz Urquiola / Foto: Juan Cruz-Rodríguez

Ariel Ruiz Urquiola / Foto: Juan Cruz-Rodríguez

Los regresos son siempre angustiosos. El retorno es siempre un reto porque es preciso asumirlo
sabiendo que ya nada será igual. Quizá por ello, Ruiz Urquiola esté algo nervioso, como en
suspenso. Sus ademanes tal vez no sean los acostumbrados.

Después del calvario de los últimos meses, el biólogo regresa a Viñales. Vamos en el asiento
trasero de un taxi amarillo, junto a su hermana Omara; delante, nos acompaña su madre, Isabel.
Salimos de La Habana, donde Ruiz Urquiola estuvo recuperándose tras su liberación, y ahora
volamos sobre la carretera. Durante un rato, reina el silencio. Los Urquiola parecen viajar al
pasado.

La madre se consagró a sus dos hijos. En 1980 se divorció del padre, el oficial Ruiz Matoses, y
decidió no ponerles jamás un padrastro a los muchachos.

“Mi hermano era un niño muy demandante de tiempo. No era un niño que parqueabas delante
del televisor y resolvías el asunto”, me contó, alguna vez, Omara.

Sin embargo, Ruiz Urquiola asumió pronto la responsabilidad de ser el eje de la familia. Siendo
un chico, fue el hombre de casa. Fue albañil, plomero, carpintero, hizo viajes interprovinciales,
en un mismo día, para matar animales en la finca de su abuelo y regresar a casa con algo de
comida. Por su parte, Isabel alternó la docencia con el fogón. Tuvo que hacer dulces y croquetas
para vender en la calle; también tuvo que coser y limpiar casas ajenas.

El ambientalista perdió un año de universidad. En los 90, cuando las cosas no iban bien,
abandonó la carrera de Biología para ganar un sueldo y ayudar a su madre y a su hermana.
Trabajó durante un año en el Zoológico Nacional. Pasado ese tiempo, una profesora lo fue a
buscar para que continuara sus estudios. Le había resuelto una beca.

“Somos una tríada, un triángulo, y mi hermano se siente responsable por nosotras dos”, me ha
dicho Omara.

El taxista rompe el silencio. Dice que es pinareño y que justo la semana pasada estuvo en
Viñales. Va muy a menudo a cazar pájaros: “Negritos sobre todo”.

Ruiz Urquiola, con el rostro transfigurado, contesta: “Mira, ese pájaro que tú llamas negrito es el
Melopyrrha nigra, y es nativo de Cuba y de Gran Caimán. Yo tengo una finca, y si te veo cazando
en ella, te saco a palos de allí”. Luego sonríe.

El biólogo va junto a una ventanilla. Mira el paisaje en fuga y parece que no repara en un enorme
cartel propagandístico: “Eficientes y comprometidos”. Ruiz Urquiola dice: “Esas que están ahí son
las palmas barrigonas. Donde único las hay en el mundo es en el occidente de Cuba, pero han
cortado las más gordas para hacer muebles y vasijas de agua, por eso ya las únicas que quedan
son esas flaquitas; una barbaridad lo que han hecho…”.

“Unidad y Victoria”, se lee en otra valla a un lado de la carretera. El científico se dirige al taxista:
“Sabes, el negrito no es el pájaro más bonito en el Valle de Viñales. Allá arriba, en mi finca, hay
uno que me encanta, el arriero, y el totí, que es negro igual y se llama Ptiloxena atroviolacea, es
un gran pájaro, pero los cubanos lo discriminan; es endémico de aquí”.

“Patria o Muerte, Venceremos”; aparece la consigna más enigmática de Fidel Castro y su


Revolución. Junto a la carretera hay árboles caídos, con las raíces afuera. Ariel Ruiz Urquiola, Dr.
En Ciencias Biológicas, comenta: “Esos árboles son tecas. Se ve que estaban taladrados por el
comején; por aquí pasó un rabo de nube”.

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