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EL CLIS DEL SOL

No es cuento, es una historia que sale de mi pluma como ha ido brotando de los labios de ñor
Cornelio Cacheda, que es un buen amigo de tantos como tengo por esos campos de Dios. Me la
refirió hará cinco meses, y tanto me sorprendió la maravilla el no comunicarla para que los
sabios y los observadores estudien el caso con el detenimiento que se merece. Podría tal vez
entrar en un análisis serio del asunto, pero me reservo para cuando haya oído las opiniones de
mis lectores. Va, pues, monda y lironda, la consabida maravilla.

Nor Cornelio vino a verme y trajo consigo un par de niñas de dos años y medio de edad, como
nacidas de una sola "camada" como él dice, llamadas María de los Dolores y María del Pilar,
ambas rubias como una espiga, blancas y rosadas como durazno maduro y lindas como si
fueran "imágenes", según la expresión de ñor Cornelio. Contrastaban la belleza infantil de las
gemelas con la sincera incorrección de los rasgos fisionómicos de ñor Cornelio, feo si los hay,
moreno subido y tosco hasta lo sucio de las uñas y lo rajado de los talones. Naturalmente se me
ocurrió en el acto preguntarle por el progenitor feliz de aquel par de boquirrubias. El viejo se
chilló de orgullo, retorció la jetaza de pejibaye rayado, se limpió las babas con el revés de la
peluda mano y contestó:

—¡Pos yo soy el tata, más que sea feo el decilo! No se parecen a yo, pero es que la mama no es
tan pior, y pal gran poder de mi Dios no hay nada imposible.
—Pero dígame, ñor Cornelio, ¿su mujer es rubia, o alguno de los abuelos era así como las
chiquitas?
—No, señor; en toda la familia no ha habido ninguno gato ni canelo; todos hemos sido acholaos.
—Y entonces, ¿cómo se explica usted que las niñas hayan nacido con ese pelo y esos colores?

El viejo soltó una estrepitosa carcajada, se enjarró y me lanzó una mirada de soberano desdén.

—¿De qué se ríe, ñor Cornelio?


—¿Pos no había de rirme, don Magón, cuando veo que un probe inorante como yo, un
campiruso pion, sabe más que un hombre como usté que todos dicen qu'es tan sabido, tan leído
y que hasta hace leyes onde el Presidente con los menistros?
—A ver, explíqueme eso.
—Hora verá lo que jue.

Nor Cornelio sacó de las alforjas un buen pedazo de sobado, dio un trozo a cada chiquilla,
arrimó un taburete, en el que se dejó caer satisfecho de su próximo triunfo, se sonó
estrepitosamente las narices, tapando cada una de las ventanas con el índice respectivo,
restregó con la planta de la pataza derecha limpiando el piso, se enjugó con el revés de la
chaqueta y principió su explicación en estos términos:

—Usté sabe que hora en marzo hizo tres años que hubo un clis de sol en que se oscureció el sol
en todo el medio; bueno, pues, como unos veinte días antes Lina, mi mujer, salió habelitada de
esas chiquillas. Dende ese entonces le cogió un desasosiego tan grande que aquello era cajeta:
no había cómo atajala, se salía de la casa de día y de noche, siempre ispiando pal cielo; se iba
al solar, a la quebrada, al charralillo del cerco, y siempre con aquel capricho y aquel mal que no
había descanso ni más remedio que dejala a gusto. Ella había sido siempre muy antojada en
todos los partos. Vea, cuando nació el mayor jue lo mesmo; con que una noche me dispertó
tarde de la noche y m'hizo ir a buscarle cojoyos de cirgüelo macho. Pior era que juera a nacer la
criatura con la boca abierta. Le truje los cojoyos; endespués otros antojos, pero nunca la llegué a
ver tan desasosegada como con estas chiquitas. Pos hora verá, como l'iba diciendo, le cogió por
ver pal cielo día y noche, y el día del clis de sol, qu'estaba yo en la montaña apiando un palo pa
un eleje, es qu'estuvo ispiando el sol en el breñalillo del cerco dende buena mañana.

Pa no cansalo con el cuento, así siguió hasta que nacieron las muchachitas estas. No le niego
que a yo se m'hizo cuesta arriba el velas tan canelas y tan gatas, pero dende entonces parece
que hubieran traído la bendición de Dios. La mestra me las quiere y les cuece la ropa, el Político
les da sus cincos, el Cura me las pide pa paralas con naguas de puros linoses y antejuelas en el
altar pal Corpus y, pa los días de la Semana Santa, las sacan en la procesión arrimadas al
Nazareno y al Santo Sepulcro; pa la Nochebuena las mudan con muy bonitos vestidos y las
ponen en el portal junto a las Tres Divinas. Y todos los costos son de bolsa de los mantenedores,
y siempre les dan su medio escudo, gu bien su papel de a peso gu otra buena regalía. ¡Bendito
sea mi Dios que las jue a sacar pa su servicio de un tata tan feo como yo...! Lina hasta que está
culeca con sus chiquillas, y dionde que aguanta que no se las alabancén. Ya ha tenido sus
buenos pleitos con curtidas del vecindario por las malvadas gatas.

Interrumpí a ñor Cornelio temeroso de que el panegírico no tuviera fin, y lo hice volver al carril
abandonado.

—Bien, ¿pero idiái?


—¿Idiái qué? ¿Pos no ve que jue por haber ispiao la mama el clis de sol por lo que son canelas?
¿Usté no sabía eso?
—No lo sabía, y me sorprende que usted lo hubiera adivinado sin tener ninguna instrucción.
—Pa qué engañalo, don Magón. Yo no juí el que adevinó el busiles. ¿Usté conoce a un mestro
italiano que hizo la torre de la iglesia de la villa: un hombre gato, pelo colorao, muy blanco y muy
macizo que come en casa dende hace cuatro años?
—No, ñor Cornelio.
—Pos él jue el que m'explicó la cosa del clis de sol.

Manuel González Zeledón (Magón), Costa Rica 1866-1936. Comenzó su carrera en el


periódico La Patria. Fundó con otros escritores el periódico El País. Fue embajador de Costa Rica
en Washington desde 1932 hasta 1936, año de su fallecimento. En 1953 la Asamblea Legislativa
de Costa Rica lo designó como Benemérito de las Letras Patrias. El cuento "El clis del sol" —que
se puede leer más abajo— muestra característica que tuvo el pueblo costarricense campesino.
Cuento LA BOTIJA de SALVADOR SALAZAR ARRUÉ (SALARRUÉ) [1899-1975]

José Pashaca era un cuerpo tirado en un cuero; el cuero era un cuero tirado en un rancho; el rancho
era un rancho tirado en una ladera.
Petrona Pulunto era la nana de aquella boca:
—¡Hijo: abrí los ojos; ya hasta la color de que los tenés se me olvidó!
José Pashaca pujaba, y a lo mucho encogía la pata.
—¿Qué quiere mama?
—¡ Ques nicesario que tioficiés en algo, ya tás indio entero!
—¡Agüén!...
Algo se regeneró el holgazán: de dormir pasó a estar triste, bostezando.
Un día entró Ulogio Isho con un cuenterete. Era un como sapo de piedra, que se había hallado
arando. Tenía el sapo un collar de pelotitas y tres hoyos: uno en la boca y dos en los ojos.
—¡Qué feyo este baboso! —llegó diciendo. Se carcajeaba—; ¡meramente el tuerto Cande!...
Y lo dejó, para que jugaran los cipotes de la María Elena.
Pero a los dos días llegó el anciano Bashuto, y en viendo el sapo dijo:
—Estas cositas son obra denantes, de los agüelos de nosotros. En las aradas se incuentran
catizumbadas. También se hallan botijas llenas dioro.
José Pashaca se dignó arrugar el pellejo que tenía entre los ojos, allí donde los demás llevan la
frente.
—¿Cómo es eso, ño Bashuto?
Bashuto se prendió al puro con toda la fuerza de sus arrugas, y se fue en humo. Enseguiditas contó
mil hallazgos de botijas, todos los cuales “él bía presenciado con estos ojos”. Cuando se fue, se fue
sin darse cuenta de que, de lo dicho, dejaba las cáscaras.
Como en esos días se murió la Petrona Pulunto, José levantó la boca y la llevó caminando por la
vecindad, sin resultados nutritivos. Comió majonchos robados, y se decidió a buscar botijas. Para
ello, se puso a la cola de un arado y empujó. Tras la reja iban arando sus ojos. Y así fue como José
Pashaca llegó a ser el indio más holgazán y a la vez el más laborioso de todos los del lugar.
Trabajaba sin trabajar —por lo menos sin darse cuenta— y trabajaba tanto, que las horas coloradas
le hallaban siempre sudoroso, con la mano en la mancera y los ojos en el surco.
Piojo de las lomas, caspeaba ávido la tierra negra, siempre mirando al suelo con tanta atención, que
parecía como si entre los borbollos de tierra hubiera ido dejando sembrada el alma. Pa que nacieran
perezas; porque eso sí, Pashaca se sabía el indio más sin oficio del valle. Él no trabajaba. Él
buscaba las botijas llenas de bambas doradas, que hacen “¡plocosh!” cuando la reja las topa, y
vomitan plata y oro, como el agua del charco cuando el sol comienza a ispiar detrás de lo del ductor
Martínez, que son los llanos que topan al cielo.
Tan grande como él se hacía, así se hacía de grande su obsesión. La ambición más que el hambre,
le había parado del cuero y lo había empujado a las laderas de los cerros; donde aró, aró, desde la
gritería de los gallos que se tragan las estrellas, hasta la hora en que el guas ronco y lúgubre,
parado en los ganchos de la ceiba, puya el silencio con sus gritos destemplados.
Pashaca se peleaba las lomas. El patrón, que se asombraba del milagro que hiciera de José el más
laborioso colono, dábale con gusto y sin medida luengas tierras, que el indio soñador de tesoros
rascaba con el ojo presto a dar aviso en el corazón, para que éste cayera sobre la botija como un
trapo de amor y ocultamiento. Y Pashaca sembraba, por fuerza, porque el patrón exigía los censos.
Por fuerza también tenía Pashaca que cosechar, y por fuerza que cobrar el grano abundante de su
cosecha, cuyo producto iba guardando despreocupadamente en un hoyo del rancho, por siacaso.
Ninguno de los colonos se sentía con hígado suficiente para llevar a cabo una labor como la de
José. “Es el hombre de jierro —decían—; ende que le entró asaber qué, se propuso hacer pisto. Ya
tendrá una buena huaca...”
Pero José Pashaca no se daba cuenta de que, en realidad, tenía huaca. Lo que él buscaba sin
desmayo era una botija y siendo como se decía que las enterraban en las aradas, allí por fuerza la
incontraría tarde o temprano.
Se había hecho no sólo trabajador, al ver de los vecinos, sino hasta generoso. En cuanto tenía un
día de no poder arar, por no tener tierra cedida, les ayudaba a los otros, les mandaba descansar y se
quedaba arando por ellos.
Y lo hacía bien; los surcos de su reja iban siempre pegaditos, chachados y projundos, que daban
gusto.
—¡Onde te metes, babosada! —pensaba el indio sin darse por vencido—: Y tei de topar, aunque no
querrás, así mihaya de tronchar en los surcos.
Y así fue; no lo del encuentro, sino lo de la tronchada.
Un día, a la hora en que se verdeja el cielo y en que los ríos se hacen rayas blancas en los llanos,
José Pashaca se dio cuenta de que ya no había botijas. Se lo avisó un desmayo con calentura; se
dobló en la mancera; los bueyes se fueron parando, como si la reja se hubiera enredado en el raizal
de la sombra. Los hallaron negros, contra el cielo claro, “voltiando a ver al indio embruecado, y
resollando el viento oscuro”.
José Pashaca se puso malo. No quiso que naide lo cuidara. “Dende que bía finado la Petrona, vivía
íngrimo en su rancho.”
Una noche, haciendo juerzas de tripas, salió sigiloso llevando, en un cántaro viejo, su huaca. Se
agachaba detrás de los matochos cuando otiba ruidos, y así se estuvo haciendo un hoyo con la
cuma. Se quejaba a ratos, rendido, pero luego seguía con brío su tarea. Metió en el hoyo el cántaro,
lo tapó bien tapado, borró todo rastro de tierra removida; y alzando sus brazos de bejuco hacia las
estrellas, dejó ir liadas en un suspiro estas palabras:
—¡Vaya; pa que no se diga que ya nuai botijas en las aradas!...
EL ESCLAVO QUE CONSIGUIÓ LA LIBERTAD ENVIÁNDOSE A SÍ MISMO POR
CORREO

En 1830, cuando tenía 15 años, el esclavo Henry Brown fue enviado a Richmond (Virginia) para
trabajar en una plantación de tabaco. Su vida transcurría sin pena ni gloria hasta que conoció a Nancy,
una esclava de una plantación adyacente. Después de un breve noviazgo, y con el permiso de sus
respectivos amos, obtuvieron el permiso para casarse. Dentro de sus limitadas posibilidades fueron
años de felicidad junto a sus tres hijos. En 1848, cuando Nancy estaba embarazada de su cuarto hijo,
Henry recibió la noticia de que su mujer y sus tres hijos habían sido vendidos a un comerciante de
esclavos; salió corriendo para suplicarle al amo que no lo hiciese… Impotente, sólo pudo contemplar
cómo 350 esclavos encadenados -entre los que estaban Nancy y sus hijos- partían hacia Carolina del
Norte.
Después de varios meses lamentando la pérdida de su familia, decidió que conseguiría la libertad
costase lo que costase… ya nada tenía que perder. Ideó un plan brillante: se enviaría a sí mismo en
una caja por correo postal a Filadelfia. Necesitaba la ayuda de dos cómplices más, uno en
Richmond para enviar el paquete y otro en Filadelfia para recibirlo. Así que, a través de James Caesar
Anthony, un antiguo esclavo que había conseguido la libertad, contactó con Samuel Alexander
Smith, un simpatizante de la causa abolicionista en Richmond. Henry pagó a Samuel 86 dólares para
que se encargarse de todos los preparativos y le encargó contactar con Philadelphia Anti-Slavery
Society (Sociedad Antiesclavista de Filadelfia) para que alguno de sus miembros aceptase el envío.
El 23 de marzo de 1849, metían a Henry Brown en una caja de madera forrada con un paño grueso de
un metro de largo, casi uno de alto y medio de ancho, con unas pocas galletas y una cantimplora de
agua. Samuel Alexander Smith enviaba la caja a través de Adams Express Company a James Miller
McKim, líder de la Sociedad en Filadelfia, como “productos textiles“. Fueron 27 horas penosas en
carreta, ferrocarril y barco de vapor en las que además tuvo que sufrir la dejadez de los transportistas
al no respetar “este lado hacia arriba“. Antes del amanecer del 25 de marzo, James Miller McKim,
William Still, el profesor Cleveland y Lewis Thompson abrían la caja en Filadelfia… ¿Cómo están
ustedes, señores? – dijo Brown. En aquel momento lo bautizaron como Henry “Box” Brown.

Henry “Box” (caja) Brown

Debido al éxito de aquel brillante plan, Samuel Alexander Smith intentó liberar más esclavos de
Richmond con un nuevo envío a Filadelfia el 8 de mayo de 1849, pero fue descubierto, detenido y
condenado a 6 años de prisión. Henry “Box” Brown se convirtió en un icono del abolicionismo
participando incluso en convenciones y mítines, pero en 1850, tras la aprobación de la Fugitive Slave
Act (Ley de Esclavos Fugitivos) y el temor a ser devuelto a su antiguo amo en Virginia, huyó a Londres
donde siguió con la lucha abolicionista. Tras algunos problemas financieros y las críticas por no hacer
nada por recuperar a su familia, abandonó su lucha. Formó una nueva familia y se dedicó a otros
menesteres menos altruistas.
Hombres en venta
Virginia, diciembre de 1846

Asistimos a la venta de un terreno y otras propiedades cerca de Petersburg, Virginia, y de repente


presenciamos una subasta pública de esclavos, a quienes se les dijo que no los venderían. Los
reunieron frente a los barracones, a la vista de la multitud ahí congregada. Después de liquidar la
propiedad se escuchó la estrepitosa voz del subastador: “¡Traigan a los negros!”
Una sombra de desconcierto y de temor invadió su rostro al tiempo que se miraban unos a otros, y
después a la multitud de compradores, cuya atención ahora estaba centrada en ellos. Cuando por fin
cayeron en cuenta de la horrible certeza de su venta, y de que jamás volverían a ver a sus familiares y
amigos, el efecto fue de una agonía indescriptible.
Las mujeres levantaron a sus bebés de un tirón y corrieron a sus chozas dando gritos. Los niños se
escondieron detrás de los árboles y las barracas, y los hombres permanecieron de pie, mudos de
desesperación. El encargado de la subasta se paró frente al pórtico de la casa y alineó a los “hombres
y muchachos” para inspeccionarlos en el patio. Se anunció que no había ninguna garantía de sanidad
por lo que los compradores mismos debían examinarlos. Algunos ancianos fueron vendidos por entre
trece y veinticinco dólares. Resultaba doloroso ver a los viejos, doblados por años de arduo trabajo y
sufrimiento, ponerse de pie para ser objeto del escarnio de brutales tiranos, y escucharlos hablar sobre
sus enfermedades y su inutilidad, por temor a que los compraran los traficantes de esclavos del
mercado del sur.
A un muchacho blanco de alrededor de quince años se le obligó a subir a la tribuna. Tenía el cabello
castaño y lacio, el tono de su piel era exactamente el mismo que el del resto de las personas de tez
blanca, y en su semblante no se percibía ningún rasgo negro. Se escucharon algunas bromas vulgares
acerca del color de su piel y alguien ofreció doscientos dólares, pero el público opinó que “como
primera oferta, la cifra no es suficiente por un muchacho negro tan capaz”. Varios comentaron que “no
lo aceptaría ni regalado”. Otros dijeron que un negro blanco no valía los problemas que iba a ocasionar.
Un hombre afirmó que estaba mal vender a gente blanca. Le pregunté si era peor que vender a gente
negra. No respondió. Antes de ser vendido, la madre del joven salió apresuradamente de la casa al
pórtico y, con un dolor frenético, gritó llorando: “Mi hijo. ¡Ay!, mi muchacho; van a llevarse a mi… ” Su
voz se perdió, la empujaron con rudeza y cerraron la puerta detrás de ella. En ningún momento se
interrumpió la venta y nadie entre los asistentes pareció sentirse afectado por la escena.
Temeroso de llorar frente a tantos extraños que no mostraban ningún signo de compasión o
misericordia, el pobre muchacho se enjugó las lágrimas con las mangas. Se pagaron doscientos
cincuenta dólares por él. Durante la subasta los gritos y lamentos provenientes de los barracones me
partieron el corazón. Enseguida se llamó a una mujer por su nombre. Ella le dio a su hijo un último
abrazo desesperado antes de dejarlo a cargo de una anciana y de manera mecánica se apresuró a
obedecer el llamado; pero se detuvo, alzó los brazos, gritó y ya no se movió.
Uno de mis acompañantes me dio un golpecito en el hombro y me dijo: “Ven, vámonos; no aguanto
más”. Nos fuimos. Nuestro cochero en Petersburg tenía dos hijos que pertenecían a la finca: hijos
pequeños. Él obtuvo la promesa de que no los venderían. Le preguntamos si eran sus únicos hijos.
Respondió: “Son los que me quedan de ocho.” A otros tres los vendieron al Sur y jamás volvió a verlos
o a saber de ellos.
Elwood Harvey
LOS DESESPERADOS RECURSOS DE UN HAMBRIENTO
(Fragmento perteneciente al libro: "Historia de un náufrago")
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
ANTES DE LEER:
¿Imaginas sobre qué tratará el texto?
¿En qué lugar o ambiente se desarrollarán los hechos?

Si uno se acuesta en una plaza con la esperanza de capturar una gaviota, puede estarse allí toda la
vida sin lograrlo. Pero a cien millas de la costa es distinto. Las gaviotas tienen afinado el instinto de
conservación en tierra firme. En el mar son animales confiados.
Yo estaba tan inmóvil que probablemente aquella gaviota pequeña y juguetona que se posó en mi
muslo creyó que estaba muerto. Yo la estaba viendo en mi muslo. Me picoteaba el pantalón, pero no
me hacía daño. Seguí deslizando la mano. Bruscamente, en el instante preciso en que la gaviota se
dio cuenta del peligro y trató de levantar el vuelo, la agarré por un ala, salté al interior de la balsa y
me dispuse a devorarla.
Cuando esperaba que se posara en mi muslo, estaba seguro de que si llegaba a capturarla me la
comería viva, sin quitarle las plumas. Estaba hambriento y la misma idea de la sangre del animal me
exaltaba la sed. Pero cuando ya la tuve entre las manos, cuando sentí la palpitación de su cuerpo
caliente, cuando vi sus redondos y brillantes ojos pardos, tuve un momento de vacilación.
Cierta vez estaba yo en cubierta con una carabina, tratando de cazar una de las gaviotas que
seguían el barco. El jefe de armas del destructor, un marinero experimentado, me dijo: "No seas
infame. La gaviota para el marinero es como ver tierra. No es digno de un marinero matar una
gaviota". Yo me acordaba de aquel momento, de las palabras del jefe de armas, cuando estaba en la
balsa con la gaviota capturada, dispuesto a darle muerte y despresarla. A pesar de que llevaba cinco
días sin comer, las palabras del jefe de armas resonaban en mis oídos, como si las estuviera oyendo.
Pero en aquel momento el hambre era más fuerte que todo. Le agarré fuertemente la cabeza al
animal y empecé a torcerle el pescuezo, como a una gallina.
Era demasiado frágil. A la primera vuelta sentí que se le destrozaron los huesos del cuello. A la
segunda vuelta sentí su sangre, viva y caliente, chorreándome por entre los dedos. Tuve lástima.
Aquello parecía un asesinato. La cabeza, aún palpitante, se desprendió del cuerpo y quedó latiendo
en mi mano.
El chorro de sangre en la balsa soliviantó a los peces. La blanca y brillante panza de un tiburón pasó
rozando la borda. En ese instante, un tiburón, enloquecido por el olor de la sangre, puede cortar de
un mordisco una lámina de acero. Como sus mandíbulas están colocadas debajo del cuerpo, tiene
que voltearse para comer. Pero como es miope y voraz, cuando se voltea panza arriba arrastra todo
lo que encuentre a su paso. Tengo la impresión de que en ese momento el tiburón trató de embestir
la balsa. Aterrorizado, le eché la cabeza de la gaviota y vi, a pocos centímetros de la borda, la
tremenda rebatiña de aquellos animales enormes que se disputaban una cabeza de gaviota, más
pequeña que un huevo.
Lo primero que traté de hacer fue desplumarla. Era excesivamente liviana y los huesos tan frágiles
que podían despedazarse con los dedos. Trataba de arrancarle las plumas, pero estaban adheridas a
la piel, delicada y blanca, de tal modo que la carne se desprendía con las plumas ensangrentadas.
La sustancia negra y viscosa en los dedos me produjo una sensación de repugnancia.
Es fácil decir que después de cinco días de hambre uno es capaz de comer cualquier cosa. Pero por
muy hambriento que uno esté siente asco de un revoltijo de plumas de sangre caliente, con un
intenso olor a pescado crudo y a sarna.
Al principio, traté de desplumarla cuidadosamente, con cierto método. Pero no contaba con la
fragilidad de su piel. Quitándole las plumas empezó a deshacérseme entre las manos. La lavé dentro
de la balsa. La despresé de un solo tirón y la presencia de sus rosados intestinos, de sus vísceras
azules, me revolvió el estómago. Me llevé a la boca una hilaza de muslo, pero no pudo tragarlo. Era
simple. Me pareció que estaba masticando una rana. Sin poder disimular la repugnancia, arrojé el
pedazo que tenía en la boca y permanecí largo rato inmóvil, con aquel repugnante amasijo de
plumas y huesos sangrientos en la mano.
Lo primero que se me ocurrió que aquello que no podía comerme me serviría de carnada. Pero no
tenía ningún elemento de pesca. Si al menos hubiera tenido un alfiler. Un pedazo de alambre. Pero
no tenía nada distinto de las llaves, el reloj, el anillo y las tres tarjetas del almacén de Mobile.
Pensé en el cinturón. Pensé que podía improvisar un anzuelo con la hebilla. Pero mis esfuerzos
fueron inútiles. Era imposible improvisar un anzuelo con el cinturón. Estaba anocheciendo y los
peces, enloquecidos por el olor de la sangre, daban saltos en torno a la balsa. Cuando oscureció por
completo arrojé al agua los restos de la gaviota y me acosté a morir. Mientras preparaba el remo para
acostarme oía la sorda guerra de los animales disputándose los huesos que no me había podido
comer.
Creo que esa noche hubiera muerto de agotamiento y desesperación. Un viento fuerte se levantó
desde las primeras horas. La balsa daba tumbos, mientras yo, sin pensar siquiera en la precaución
de amarrarme a los cabos, yacía exhausto dentro del agua, apenas con los pies y la cabeza fuera de
ella.
Pero después de la medianoche hubo un cambio: salió la luna. Desde el día del accidente fue la
primera noche. Bajo la claridad azul, la superficie del mar recobra un aspecto espectral. Esa noche
no vino Jaime Manjarrés. Estuve solo, desesperado, abandonado a mi suerte en el fondo de la balsa.
Sin embargo, cada vez que se me derrumbaba el ánimo, ocurría algo que me hacía renacer mi
esperanza. Esa noche fue el reflejo de la luna en las olas. El mar estaba picado y en cada ola me
parecía ver la luz de un barco. Hacía dos noches que había perdido las esperanzas de que me
rescatara un barco. Sin embargo, a todo lo largo de aquella noche transparentada por la luz de la
luna -mi sexta noche en el mar- estuve escrutando el horizonte desesperadamente, casi con tanta
intensidad y tanta fe como en la primera. Si ahora me encontrara en las mismas circunstancias
moriría de desesperación: ahora sé que la ruta por donde navega la balsa no es ruta de ningún
barco.

GUÍA DE CONTROL DE LECTURA


¿Qué acontecimiento o experiencia pasada recordó el náufrago antes de dar muerte a la gaviota?
¿Qué parte de la gaviota arrojó el náufrago al mar que produjo una rebatiña entre aquellos animales
enormes?
Al hombre náufrago siempre le sucedía algo que le hacía renacer la esperanza, ¿en su sexta noche
en el mar qué cosa le ocurrió?
COMPRENSIÓN DE LECTURA
Lee bien las oraciones que siguen y anota lo que comprendes:
Me acosté a morir:
El mar estaba picado:
LECTURA INFERENCIAL
 ¿Crees que un ser humano pueda soportar cinco días perdido en el extenso mar azul sin
beber y sin comer alimentos? Explica tu respuesta.
 ¿El hombre demostró ser fuerte o débil de ánimo y esperanzas? ¿Qué opinas?
CREATIVIDAD
 ¿Cómo imaginas el final del relato? ¿El hombre muere o logra salvarse?
 ¿Cómo imaginas el aspecto físico y espiritual del hombre perdido en el mar sin comer y beber
durante cinco largos días? Anota algunas ideas.
 Con el propósito de completar tu información, consigue y lee el libro "Historia de un náufrago"
de Gabriel García Márquez.

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