Europa era a finales del siglo XVIII un continente en el que se detectaban ciertos síntomas
de cambio en sus estructuras sociales, políticas y económicas. Su población había
aumentado considerablemente a lo largo de toda la centuria y ese crecimiento, que había
sido debido más a la disminución de la mortalidad que al aumento de la natalidad, podía
estimarse en alrededor de 60.000.000 de almas. Ese crecimiento contrastaba con la relativa
estabilidad demográfica que se había registrado en los siglos anteriores y fue Malthus con
la publicación de su Ensayo sobre la ley de la población, a finales del XVIII, quien llamó la
atención sobre ese fenómeno. La revolución demográfica del siglo XVIII favoreció el
rejuvenecimiento de la población europea, que imprimió un mayor dinamismo al proceso
histórico y contribuyó, junto con otros factores económicos e ideológicos, al progresivo
deterioro de las estructuras sociales que habían permanecido casi invariables en el curso de
las últimas centurias. Estas estructuras estaban basadas originariamente en un sistema
funcional mediante el cual cada grupo social cumplía con una misión determinada y, al
mismo tiempo, se les reconocía jurídicamente unos privilegios determinados. De esta
forma, el conjunto social se hallaba dividido en tres órdenes, cada uno de los cuales tenía
unos deberes que cumplir y al mismo tiempo podía disfrutar de unos derechos. El primero
de estos órdenes o estamentos era el eclesiástico. Sus miembros pertenecían a una
institución -la Iglesia- cuya finalidad era la de iluminar a los fieles en el camino de la
salvación eterna. Instruían al conjunto de la sociedad, no solamente en el terreno de la
espiritualidad, sino que también ejercían una labor semejante en el terreno de la cultura y de
las ciencias. Durante la Edad Media, la Iglesia fue el único estamento docente y a pesar de
la secularización de la enseñanza que comenzó a registrarse a partir del Renacimiento, los
eclesiásticos continuaron desempeñando una importante labor en la transmisión de la
cultura desde los centros de primeras letras hasta las Universidades y otros centros de
enseñanza superior. A cambio de esta dedicación a la sociedad en el aspecto educativo, la
Iglesia era sostenida por la propia sociedad. Eso quería decir que a la Iglesia se le reconocía
una serie de privilegios entre los que no era el menos importante el estar exenta del pago de
impuestos. La nobleza constituía, después del clero, el segundo orden del Estado durante el
Antiguo Régimen. La nobleza era originariamente el brazo armado de la sociedad, por
cuanto tenía como función su defensa frente a los enemigos interiores y exteriores. Tenía la
obligación de servir al monarca cada vez que éste reclamase sus servicios y debía colaborar
en el mantenimiento de la integridad del reino. Como compensación a este tutelaje, la
nobleza recibía por parte de los miembros del conjunto social una parte de sus frutos y de
su trabajo así como el reconocimiento por la Corona de una serie de exenciones y
privilegios, entre los cuales estaba también el de no pagar impuestos. El tercer estamento
era el más complejo y heterogéneo por ser aquel que integraba a todo el resto de la sociedad
y estaba formado por su inmensa mayor parte. La mayoría de sus miembros eran
campesinos, aunque también formaban parte de este grupo los artesanos, los comerciantes y
todos aquellos que desempeñaban alguna actividad laboral. El estado llano -o el tiers état,
como se le denominaba en Francia durante el Antiguo Régimen- tenían el derecho a ser
defendido por la nobleza y a ser instruido por el clero, pero a cambio tenía que sostener a
ambos con su trabajo, con sus prestaciones y, sobre todo, con sus impuestos. Esta
organización de la sociedad respondía a unas necesidades que había que atender en un
determinado momento histórico que se remonta a la época medieval. Posteriormente, con el
transcurso del tiempo, esa división de funciones, que no tenía por qué implicar ningún
elemento de jerarquización, fue tergiversándose de tal manera que los dos primeros
estamentos fueron perdiendo su noción de servicio, aunque, eso sí, se las arreglaron para
retener sus privilegios y exenciones. Así pues, cuando llegamos al siglo XVIII, nos
encontramos con dos estamentos sociales privilegiados, encumbrados en la parte superior
de la pirámide social -la nobleza y el clero- que siguen sin pagar impuestos, mientras que el
pueblo -que ya no es defendido ni instruido por ambos- sigue sosteniendo en exclusiva con
sus contribuciones los gastos del Estado y realizando una serie de prestaciones a sus
señores seglares y eclesiásticos. Sin embargo, no hay que pensar que en la Europa del
Antiguo Régimen no existía una homogeneidad en las estructuras sociales. La diversidad
era importante en las distintas zonas del continente, de acuerdo con la evolución de su
respectivo proceso histórico. Los países occidentales, romanizados desde el siglo I de
nuestra era, presentan una sociedad más evolucionada que aquellos situados al este del río
Elba, que no tuvieron contacto con la civilización latina y con el cristianismo hasta los
siglos IX o X. En la Europa occidental, el sistema feudal sólo significaba que el señor tenía
un dominio eminente sobre las tierras por el que recibía una serie de prestaciones por parte
de los campesinos. No existía la servidumbre, salvo en lugares muy localizados y el
labrador disfrutaba de una libertad que le permitía disponer de la tierra para legarla,
venderla o repartirla a su antojo, sólo con pagar unos derechos de cambio de propiedad al
señor. Sin embargo, al otro lado del Elba, el régimen agrario presentaba unas características
bien diferentes y por consiguiente también la estructura social era distinta. La tierra
pertenecía al señor, y éste no sólo tenía la propiedad eminente, sino la propiedad efectiva.
La servidumbre del campesino se hallaba generalizada y en Rusia, por ejemplo, todo
campesino podía considerarse un siervo en el siglo XVIII, y una cosa parecida ocurría en
Polonia, en Prusia y en Hungría. El campesino no podía disponer de la tierra y los señores
tenían un poder casi absoluto. Así pues, mientras que al oeste del Elba existía una compleja
sociedad cuyos intereses se hallaban perfectamente entrelazados, lo que permitía una cierta
movilidad, en la Europa oriental la sociedad era completamente cerrada y los señores
ejercían un dominio sobre los siervos campesinos sin que existiese ninguna clase
intermedia. En lo que se refiere a los sistemas políticos, predominaban en la última fase del
Antiguo Régimen las monarquías absolutas. El soberano, que poseía su poder por derecho
divino, acumulaba en su persona la potestad de hacer las leyes, de aplicarlas y de
determinar si esas leyes habían sido, o no, cumplidas. Es cierto que la complejidad de los
Estados modernos les había obligado, cada vez más, a delegar estos poderes en una
compleja maquinaria burocratizada cuyo funcionamiento les apartaba progresivamente de
su ejercicio real. Pero eso no significaba una renuncia a su soberanía, más bien por el
contrario podría decirse que en el siglo XVIII se reforzó el poder absoluto de las
monarquías, respaldadas por las corrientes de pensamiento de la época representadas por
los "philosophes". Voltaire proponía como ejemplo a los reyes la monarquía absoluta
-aunque ilustrada- de Luis XIV. El despotismo ilustrado, ese extraño y contradictorio
maridaje entre absolutismo y racionalismo que, según Fritz Valjavec, llevaba en sí mismo
el germen de la descomposición, terminaría por debilitar a la monarquía del Antiguo
Régimen hasta convertirla en una fácil presa del embate revolucionario. La característica de
la política económica imperante durante el Antiguo Régimen era el intervencionismo del
Estado mediante la creación de monopolios, la imposición de tasas de precios y salarios y el
excesivo reglamentarismo sobre todos los mecanismos de producción, comercialización y
venta en cada país, así como de los flujos de importaciones-exportaciones con otras
naciones del mundo. El aumento demográfico del siglo XVIII y la necesidad de encontrar
más medios para alimentar a los nuevos consumidores, obligaron a remover obstáculos,
como las formas estancadas de la propiedad o los modos corporativos de trabajo, que
rompían las viejas formas que habían prevalecido en la economía durante siglos. La presión
ejercida por el fenómeno del aumento demográfico dio origen en muchos países a medidas
tendentes a sacar mejor provecho de tierras que, en manos de propietarios negligentes o
incapaces, daban menor rendimiento del debido. Eran propietarios de grandes extensiones
de tierras que no tenían el capital necesario para poner en cultivo nuevas parcelas o para
modernizar sus explotaciones. Además, con frecuencia, no podían enajenar una parte de sus
propiedades para cultivar mejor el resto, porque se trataba de tierras amortizadas o de
manos muertas. Durante la segunda mitad del siglo XVIII se dio en países como Francia,
Italia o España, una verdadera lucha por la desamortización de tierras pertenecientes
fundamentalmente a la Iglesia. La extensión de los cultivos y, sobre todo, las nuevas
técnicas, tuvieron una gran repercusión en el ritmo de vida de los campesinos. Toda esta
gran revolución agrícola fue impulsada por los teóricos, que tanto en Inglaterra (Backewell,
Townsend, Young), como en Francia (Quesnay, Dupont de Nemours), Italia (Genovesi,
Galiani, Verri) o España (Campomanes, Jovellanos), contribuyeron a difundir la idea de la
necesidad de tomar medidas para mejorar la producción mediante la ruptura de los viejos
esquemas económicos. Por otra parte, la presión demográfica no sólo fue uno de los
factores que determinó la revolución agraria, sino que fue también el origen de una
revolución industrial que comenzó en el siglo XVIII y que continuó durante el siglo XIX.
La revolución industrial fue más consecuencia de las necesidades de los hombres que de los
avances de las ciencias, pero su aparición se debió a la confluencia de esos dos fenómenos
distintos. Así pues, a partir de 1760, sobre todo en Inglaterra, pero también en Francia, en
los Países Bajos y en los países alemanes y austríacos, se produjo un gran avance de la
industria, especialmente de la textil y la metalúrgica. La invención de los telares mecánicos
como la spinning jenny (1765), la water -frame (1768) y la mule jenny (1779) y de la
máquina de vapor (1784) tuvieron gran incidencia en la producción y contribuyeron a
cambiar la vida del hombre en aquellos países del mundo occidental donde esos inventos
pudieron ser aplicados entre los últimos años del siglo XVIII y comienzos del XIX.
La Monarquía en Francia
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1789
La Monarquía del Antiguo Régimen en Francia era una Monarquía absoluta. Eso quería
decir que el rey era el único que detentaba la soberanía. "El poder soberano reside
únicamente en mi persona", había declarado Luis XV en 1766. El Rey no debía dar cuenta
a nadie de su actuación, excepto a Dios. En él residían el poder legislativo, el ejecutivo y el
judicial, aunque la complejidad de la tarea de gobierno había dado lugar a la creación de un
complicado aparato burocrático y administrativo manejado por una pléyade de funcionarios
de distinto niveles que también dependían en último término del monarca. A la cabeza de
esta maquinaria se hallaban el canciller de Francia, que era el guardián del Sello; el
intendente general de Hacienda y los secretarios de Guerra, Marina, Asuntos Exteriores y el
de la Casa del rey. Existía también un Consejo Supremo, del que formaban parte personajes
de la alta nobleza, que tenía carácter deliberativo. Este Consejo debía estar presidido por el
rey en persona, pero éste fue adoptando la costumbre de ausentarse de sus reuniones, con lo
que sus atribuciones fueron quedando cada vez más en manos de los principales ministros,
y no era infrecuente el choque entre éstos y los consejeros. Elemento clave en la
gobernación del reino era la figura del intendente. Francia se dividía en treinta y dos
intendencias desde la época de Luis XIV. Los intendentes eran los representantes reales en
cada una de estas circunscripciones administrativas, y muchos de estos cargos fueron
copados por la nobleza. En general, el sistema había demostrado ser eficaz para el control
de la administración provincial y su creación había constituido un paso importante para la
modernización de la administración francesa. Tanto es así que el modelo, con sus naturales
variantes, fue exportado a países como España. Con todo, la administración territorial
tropezaba con los obstáculos que representaban las múltiples jurisdicciones exentas y leyes
especiales que existían todavía en Francia. En efecto, algunos territorios conservaban
formas de gobierno distintas, como en el Languedoc, donde gobernaban los obispos, o en
Bretaña, donde lo hacía su nobleza. En otros lugares, como en Lyon o en Marsella, las
corporaciones o las asociaciones de comerciantes constituían un poder semi-independiente
en virtud de sus estatutos especiales. Además, desde su creación, los intendentes habían ido
convirtiéndose más en defensores de los intereses locales que en representantes del poder
real que los había nombrado. Sin embargo, como señala Vovelle, ese cambio no había sido
acompañado por un aumento de la estima de sus gobernados: "estos agentes del
absolutismo real llevaban consigo el descrédito del sistema que representaban, y se
condenaba el "despotismo de los intendentes". La justicia estaba en manos de los trece
Parlamentos, que tenían además competencias sobre otros asuntos, como era el de registrar
o detener las órdenes reales. El más importante de todos era el Parlamento de París, que se
componía de una Gran Cámara asistida por otras de información y de demanda. Estaban
integradas por lo que podríamos denominar como oligarquía judicial, es decir, un cuerpo de
altos funcionarios que conseguían sus cargos con carácter hereditario y disfrutaban de
ciertos privilegios aun sin pertenecer a la nobleza de sangre. Aunque los Parlamentos
detentaban su poder en virtud de la delegación real y por consiguiente eran -al menos
teóricamente- instrumentos del absolutismo regio, la venalidad de los oficios y la propiedad
de los cargos, les habían llevado a convertirse en elementos de oposición a la Monarquía.
Los Parlamentos habían sido suprimidos durante el reinado de Luis XV a causa de los
muchos problemas que habían planteado, pero fueron restablecidos a comienzos del reinado
de Luis XVI para complacer a la nobleza. La medida, que suscitó manifestaciones de
júbilo, condenaba sin embargo cualquier tentativa de reforma del régimen. La arrogancia de
los Parlamentos frente al poder real, sería por otra parte una de las causas de la crisis de la
Monarquía. A la cabeza de toda aquella organización se hallaba desde 1774 el monarca
Luis XVI. Era nieto de Luis XV y había accedido al trono cuando sólo tenía veinte años.
Por sus rasgos físicos -nariz gruesa, complexión voluminosa y rostro inexpresivo- y por sus
aficiones -ejercicios al aire libre y pasión por la caza- podría decirse que era un típico
Borbón. Sin embargo carecía de la prestancia real de Luis XIV y de Luis XV. En un
principio se consagró a sus deberes con una gran dedicación, pero su ingenuidad y sus
escrúpulos de conciencia contribuyeron a hacer más dubitativa todavía su débil voluntad y
a dejarse influir por el ambiente que le rodeaba. Mostró una especial inclinación por las
intrigas palaciegas, por los informes secretos y por los chismes cortesanos, lo que le fue
restando cada vez más el respeto de sus súbditos. Su esposa, María Antonieta, era hija de la
Emperatriz de Austria, María Teresa, y aunque más tarde dio prueba de un carácter fuerte,
ofreció la imagen en un principio de una joven frívola y caprichosa. En realidad, su vida
conyugal fue bastante desgraciada y eso la llevó a encerrarse en un círculo de amigos, del
que quedaron excluidos muchos personajes de la Corte. Esa situación contribuyó a crearle
un clima de rechazo y de impopularidad que quedó reflejado en el apodo de "La austriaca"
con el que se la conocía. Sus problemas sentimentales le hicieron adoptar una conducta
reaccionaria e intransigente en el ejercicio del poder que detentaba. En Versalles, rodeando
a la pareja real, existía toda una cohorte de príncipes y princesas de sangre real y una
numerosa pléyade de nobles aduladores e inútiles cuyo sostenimiento suponía la duodécima
parte de las rentas del reino. El esplendor y el lujo de la Corte de Versalles concitó la crítica
popular, que fue movilizándose en contra suya a medida que la crisis económica iba
agudizándose.
La sociedad
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1789
Francia era, a finales del siglo XVIII, un país eminentemente agrícola. La agricultura
francesa experimentó una lenta progresión debido esencialmente al aumento de la extensión
de las tierras roturadas y a la introducción de nuevos cultivos, como el maíz y la patata. Sin
embargo, se publicaron muchos tratados a lo largo de la centuria, mediante los que se
intentaba difundir nuevas técnicas y modernos procedimientos para aumentar los
rendimientos de la tierra. El Estado, incluso, intervino para fomentar la producción y
estimular la aplicación de estos cambios. Pero estas innovaciones no tuvieron un gran
alcance porque la población rural no estaba preparada para ponerlas en práctica debido a la
presión de las rentas señoriales y eclesiásticas que tenía que soportar y también a su
ignorancia. Además, existía suficiente suelo agrícola en Francia como para aumentar la
producción simplemente mediante el aumento de la superficie cultivada, sin necesidad de
modernizar la agricultura. La industria en Francia era todavía muy arcaica a finales del
Antiguo Régimen. La producción industrial estaba en manos de los campesinos al menos en
un 50 por 100. Fabricaban a escala local para el autoconsumo todo tipo de productos, como
el pan, los aperos de labranza, la cestería, etc. En las ciudades, la producción correspondía a
los gremios. Pero estas corporaciones constituían un freno para la industria, ya que la
rigidez de sus reglamentos impedía que los artesanos más capacitados aumentasen la
producción más allá de lo establecido por las ordenanzas, y que la iniciativa de los más
inquietos sirviese para introducir nuevas técnicas que redundasen en beneficio de la calidad
de los productos. Sin embargo, existía también una industria dispersa que se hallaba
controlada por comerciantes-empresarios que utilizaban la mano de obra rural. Los
campesinos complementaban así sus escasos ingresos en la agricultura con esta actividad
que les permitía aumentar sus recursos sin abandonar su casa. En la industria textil era
donde se empleaba con más frecuencia este procedimiento, de tal forma que había regiones
enteras, como las de Bretaña y el Languedoc, que tenían una importante producción. En
esta época se crearon algunas fábricas de tejidos de algodón, como la de Oberkampf en
Jouyen-Josas, pero todavía constituían una excepción. También comenzaron a aparecer
algunas fábricas siderúrgicas, como la de Le Creusot, creada en 1785, pero puede decirse
que, en su conjunto, la economía francesa era todavía precapitalista y no se había producido
una verdadera "revolución industrial". En cuanto al comercio, sí experimentó un
crecimiento considerable a lo largo de la centuria, hasta el punto de que se multiplicó por
cinco y superó al comercio de Gran Bretaña. Los puertos de Nantes y de Burdeos en el
Atlántico alcanzaron un importante desarrollo y se convirtieron en dinamizadores de la
economía industrial por cuanto espolearon la fabricación de productos para la exportación y
al mismo tiempo facilitaron en sus alrededores la transformación de los productos
coloniales que venían del otro lado del océano. Sin embargo, la situación económica de
Francia no cesó de empeorar desde los inicios del reinado de Luis XVI. La industria textil
se vio afectada negativamente por una disminución de las importaciones de algodón; la
tremenda sequía del año 1785, diezmó el ganado lanar y la producción lanera se redujo
sensiblemente; la crisis de la producción vitícola, por ultimo, dejó maltrechas las economías
de los agricultores de la mitad meridional del país. Pero, sobre todo, tuvo unos efectos muy
negativos sobre la economía la disminución del comercio con las Antillas, desde el
momento en que la guerra de América había abierto aquellos puertos a otros países
neutrales, terminando así con el monopolio que Francia había mantenido con ellos. Esa
situación repercutió en los puertos franceses del Atlántico, que vieron disminuir
considerablemente las cifras del tráfico marítimo. Se creía, no obstante, que esa
disminución del comercio antillano se vería compensada con el incremento del tráfico con
los Estados Unidos, con los que se firmó un tratado de comercio mediante el que se
reducían recíprocamente las tarifas aduaneras. Pero una vez terminada la guerra, los
Estados Unidos dirigieron de nuevo su comercio hacia Inglaterra. A pesar de todo, en 1786,
Francia firmó un tratado de comercio con Gran Bretaña, aunque sus resultados no fueron
muy productivos. Por el contrario, Francia se vio invadida por productos industriales
británicos, sobre todo productos textiles, que hacían la competencia a los franceses,
mientras que las exportaciones francesas -la seda, sobre todo- no se vieron muy
incrementadas. Así pues, en vísperas de la Revolución, se quebró esa prosperidad industrial
y comercial que había tenido una evolución favorable desde comienzos del siglo XVIII. Y
lo mismo puede decirse de la situación de la agricultura, pues las condiciones
meteorológicas de los años 1787 y 1788 fueron realmente malas y las cosechas lo acusaron.
Si a esto se une el hecho de que las medidas tomadas por el gobierno en 1787 para liberar la
exportación de granos, dejaron vacíos los graneros y produjo una inmediata elevación de
los precios, se entenderá el drástico aumento del coste de la vida que afectó, sobre todo, a
las clases más desfavorecidas. De esta forma se desencadenó todo el mecanismo típico de
las crisis del Antiguo Régimen: la masa, desprovista de medios de subsistencia, deja de
comprar productos manufacturados; las industrias, ante la falta de demanda, se ven
obligadas a echar a la calle a los trabajadores, que a su vez, no tienen otro recurso que
dedicarse a la mendicidad. El número de indigentes en las ciudades se ve incrementado con
los campesinos que acuden a los centros urbanos en busca de los establecimientos de
caridad, o con la esperanza de poder encontrar unos medios de vida que no les ofrece el
campo.
Más que la crisis económica general, la causa a la que tradicionalmente han achacado los
historiadores el estallido de la Revolución es la crisis de las finanzas. Las finanzas
francesas se hallaban en una situación crítica desde el final del reinado de Luis XV, y se
habían agravado como consecuencia de la guerra de los Siete Años. Los intentos que se
hicieron para racionalizar el sistema de tributos sobre la base de una simplificación de la
multiplicidad de tipos impositivos existentes, fracasaron por la oposición de las clases
privilegiadas que temían perder sus exenciones. El ministro Turgot, que presentó un
proyecto de reforma de la Hacienda en esta línea, fue destituido a causa de las presiones
que recibió el rey por parte de la nobleza y del clero. Cuando Francia decidió intervenir en
la guerra de la independencia de los Estados Unidos de América, tuvo que recurrir a nuevos
empréstitos para atender a los elevados gastos que se requerían. El ministro Necker
presentó al monarca en el año 1781 un presupuesto -el primero que se publicó en Francia-
en que se recogían los ingresos y los gastos. Este presupuesto no era real, puesto que omitía
los gastos de la guerra y evaluaba de una forma demasiado optimista los ingresos del
Estado. No obstante, revelaba la enorme cuantía de los gastos cortesanos, lo que levantó las
críticas de la pequeña nobleza y de la burguesía. La reina, molesta por estas críticas,
consiguió que el monarca destituyese a Necker. El ministro Calonne intentó también desde
1783 hacer frente a la crisis, pero no había más remedio que aplicar las reformas o seguir
pidiendo préstamos. Comenzó practicando una política de recurso sistemático al crédito,
pero el crecimiento desorbitado de la deuda le obligó a optar por las reformas. En 1786
presentó a Luis XVI un proyecto basado en la igualdad de los ciudadanos ante los
impuestos. Proponía la supresión de una serie de impuestos indirectos para reforzar los
impuestos directos. El reparto de éstos sería confiado a unas asambleas provinciales
elegidas por los propietarios, sin distinción de estamentos. Asimismo, contemplaba la
confiscación de los derechos señoriales de la Iglesia para amortizar la deuda del clero y un
nuevo impuesto: el subsidio territorial, proporcional al impuesto del suelo y aplicable a
todas las propiedades, sin distinción. Aunque, como señala Michel Vovelle, estas medidas
significaban lanzar un cable a la antigua aristocracia por cuanto ésta mantendría la mayoría
de sus exenciones, los notables, reunidos en Versalles en una Asamblea compuesta por 144
personalidades designadas por el rey, volvieron a rechazarlas en febrero de 1787. Para el
historiador Jacques Godechot, ésta es la verdadera fecha de comienzo de la Revolución
francesa, por cuanto simboliza el comienzo de la revuelta de los privilegiados. Ante este
fracaso, el monarca reemplazó a Calonne por el arzobispo de Toulouse, Loménie de
Brienne. A pesar de que Brienne era uno de los notables más señalados, no tuvo más
remedio que sostener algunas de las medidas propuestas por Calonne, como la subvención
territorial, para restaurar el estado de las finanzas. Los notables, por boca de uno de sus
miembros más destacados, La Fayette, respondieron que solamente los representantes
auténticos de la nación tenían poder para aprobar una tal reforma en el sistema de los
impuestos y reclamaron la convocatoria de una reunión de los Estados Generales. Brienne
creyó entonces, en una medida desesperada, que lo mejor era dirigirse a los Parlamentos.
Pero el de París, que seguía siendo el más poderoso de todos, aunque aceptó algunos puntos
secundarios de la reforma, rechazó de plano el subsidio territorial y pidió también la
reunión de los Estados Generales. El gobierno quiso suprimir de nuevo los Parlamentos,
pero no sólo tropezó con su resistencia, sino que éstos lanzaron una especie de manifiesto a
la nación en contra de la Monarquía (3 de mayo de 1788). Luis XVI comprendió entonces
el error que había cometido a comienzos de su reinado restableciendo su existencia. Ahora
resultaba ya difícil llevar a cabo de nuevo su supresión y la resistencia se extendió por toda
Francia y especialmente en el Delfinado. En julio de 1788, los representantes de los tres
estamentos se reunieron en el castillo de Vizille e hicieron un llamamiento a todas las
provincias invitándolas a rechazar el pago de los impuestos hasta que el rey no convocase
los Estados Generales. Luis XVI no tuvo más remedio que capitular, y el 8 de agosto
convocó a los Estados Generales para el 1 de mayo siguiente. Loménie de Brienne, como
consecuencia de su fracaso, fue reemplazado por Necker, el cual volvía al gobierno como
triunfador. Los Estados Generales, que reunían a los representantes de los tres estamentos
de la sociedad francesa, no se habían convocado desde hacía más de siglo y medio. Por esa
razón, el rey pidió que se estudiase la forma en que debía organizarse aquella asamblea para
satisfacer las aspiraciones de los grupos representados en ella. Se abrieron numerosos
debates y discusiones sobre el sistema de elección que debía aplicarse y sobre el reparto de
los escaños. El Tercer Estado reclamaba un gran cuidado en la decisión sobre estas
cuestiones ya que era consciente de que se trataba de una ocasión para disfrutar de lo que
hasta entonces no se le había reconocido: una forma legal de expresión. No quería que los
Estados Generales se reuniesen en cámaras separadas, ni que cada una de ellas votase como
una unidad, ya que de esa forma la suya siempre sería superada por la suma de las de los
estamentos privilegiados. Éstos, por el contrario, pretendían la reunión y la votación por
separado y alegaban los precedentes históricos y especialmente el de 1641, cuando se
habían reunido por última vez. Se lanzaron panfletos y se editaron pasquines políticos a
favor de una y otra opción y Necker no sabía qué decisión tomar. Fue el Parlamento de
París el que en el mes de septiembre decidió que los Estados Generales debían reunirse y
votar por separado, en las tres cámaras tradicionales.
La Asamblea Constituyente
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1789
Fin: Año 1791
El deslizamiento de la Revolución
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1791
Fin: Año 1792
F. Furet y D. Richet han calificado de año feliz, a ese periodo en el que se estableció un
compromiso entre la Revolución y la Monarquía, entre la aristocracia y las reformas, y en
el que los acontecimientos parece que tomaron un ritmo pausado frente a los furores de los
primeros momentos. Así lo describen estos autores: "En julio de 1790 había pasado el
peligro y los resortes se aflojaron. La satisfacción de la tarea realizada, el gusto natural por
el orden, la normalización de la alimentación popular, todo hacía esperar un clima de
estabilidad y de paz. A la Asamblea le incumbía seguir trabajando en la calma de sus
comisiones, para construir, sobre los escombros del Antiguo Régimen, aquella hermosa
morada del mañana, con la que soñaba el Tercer Estado: una vivienda clara, de amplias
habitaciones, en donde cada cual hallaría el sitio que le reservaban su talento, su fortuna y,
más de cuanto suele generalmente creerse, el prestigio de la tradición. Para el país legal,
para sus representantes, la Revolución había, terminado". Se esté de acuerdo o no con esta
interpretación, pues algunos como M. Vovelle creen que éste fue precisamente un periodo
de maduración del proceso revolucionario, lo cierto es que a partir de los meses de junio y
julio de 1791 se inició una aceleración del ritmo de los acontecimientos, unos lo llaman
sobrerrevolución, y otros hablan de "glissement" de la revolución. El detonante de este
proceso fue la huida del rey a Varennes. El intento de fuga desató las iras del pueblo, que se
sintió traicionado por el monarca y se lanzó a la destrucción de estatuas de Luis XVI y de
flores de lis. Algunos se inclinaron decididamente por la República y, especialmente, el
club de "los cordeliers", que habían tomado el nombre del cordón del hábito de los frailes
del convento de San Francisco donde se reunían, pedían claramente su proclamación. Sin
embargo, la cuestión del régimen político era secundaria para otros, como el mismo
Robespierre, quien creía que lo primero que había que hacer era prepararse contra una
posible contraofensiva revolucionaria y, desde luego, castigar al rey. Robespierre (1758-
1794) llegó a alcanzar en esta etapa un destacado protagonismo. Era miembro de una
antigua familia de abogados de Arrás y había participado activamente en la agitación
prerrevolucionaria. Había sido diputado en los Estados Generales donde destacó por sus
discursos precisos, lógicos y contundentes. Desde 1791 expresaba sus ideas a través de la
prensa o en los clubs jacobinos. El regreso del rey a París el día 25 de junio fue presenciado
por una multitud expectante y aquel mismo día la Asamblea decidió suspenderlo e iniciar
una investigación sobre su huida. La Fayette pretendía que el monarca "había sido raptado
por los enemigos de la Revolución" y, en efecto, el informe de la comisión encargada de
llevar a cabo la investigación dictaminó, el 15 de julio, que el rey era inocente. Dos días
más tarde, el 17, los clubs populares convocaron a los parisienses para firmar una petición
en favor de la proclamación de la República depositada en el altar de la Patria, en el Campo
de Marte. Al final de la jornada, la Guardia Nacional mandada por La Fayette, que había
sido hostigada por los manifestantes, abrió fuego contra la multitud sin previo aviso y
provocó unas quince víctimas. Era la primera vez que la milicia revolucionaria disparaba
contra el pueblo. A partir de ese momento, en París se pusieron en marcha una serie de
medidas de fuerza, como la proclamación de la ley marcial, el arresto de los jefes populares
y la clausura del club de los "cordeliers". Los jacobinos, por su parte, se dividieron y la
mayoría de los diputados se integraron en el nuevo club de los "fuldenses". La Asamblea
Constituyente decidió restablecer al rey, que juró la Constitución el 14 de diciembre de
1791, y convocar una nueva Asamblea, según estaba previsto. En definitiva, los sucesos
que tuvieron lugar en los meses de junio y julio de 1791 acentuaron las divisiones en
Francia y llevaron a la burguesía a defender el nuevo régimen frente a la revolución popular
y a la contrarrevolución. La nueva Asamblea se reunió a comienzos de octubre de 1791.
Estaba compuesta por 745 diputados, en su mayor parte nuevos e inexpertos en la lucha
política que se había abierto con la Revolución, ya que se había entendido que los diputados
de la Constituyente no podían ser reelegidos. Según el historiador francés Michelet: "Nunca
hubo Asamblea más joven. Parecía como un batallón de hombres casi de la misma edad,
clase, lengua y traje. Excepto Condorcet, Brissot y algunos otros, todos son
desconocidos..." En su conjunto, la Asamblea Legislativa presentaba un carácter más
revolucionario que la Constituyente, pues había desaparecido la antigua derecha, que ahora
estaba formada por los fuldenses, procedentes de la escisión de los jacobinos y que estaba
integrada por unos 250 diputados, influidos por La Fayette. En el otro extremo, es decir en
la izquierda, se situaban los jacobinos, que no pasaban de 150 diputados, entre los que se
hallaban los representantes de la región de la Gironda, llamados a jugar un papel de primera
importancia. Este grupo de los "girondinos", en el que llegaron a integrarse otros diputados
que no representaban a aquella región, como Brissot y el mismo Condorcet, acabó siendo el
de mayor fuerza en la Legislativa. Sin embargo, la influencia de esta fracción procedía de
Robespierre, que aunque no era diputado, enviaba sus consignas por intermedio del club.
Por último, en el centro, unos 350 diputados muy vinculados a la Constitución y a la
Revolución, pero que se inclinaban, según los periodos, a la derecha o a la izquierda. Los
debates de la Asamblea Legislativa se caracterizaron por una retórica violenta y unos
discursos tan grandilocuentes como faltos de contenido. Además, desde las tribunas del
público, una constante algarabía acompañaba a las discusiones de los políticos, hasta el
punto que a veces éstos tenían dificultades para hacerse oír. Por otra parte, el descontento
popular comenzó a crecer de nuevo como consecuencia de la mala cosecha del año 1791 y
el consecuente alza de precios. Se hicieron frecuentes las insurrecciones, los casos de
tiendas asaltadas y de mercados saqueados; por todas partes se reivindicaba la tasación de
los precios de las mercancías, los propietarios eran sometidos a requisas forzadas y las
autoridades, permanecían inertes o se mostraban impotentes ante tantos desmanes. En parte
como consecuencia de esa radicalización de los acontecimientos, en la primavera de 1792
comenzó a surgir en París el movimiento "sans-culotte". Los sans-culotte, cuyo nombre
tiene su origen en que era gente que no vestía el calzón corto, distintivo de los varones de
clase distinguida, no era un grupo social homogéneo y, en general, puede decirse que era
muy representativo del pueblo parisiense. No eran, desde luego, grupos marginales, como
creyeron Taine y los historiadores conservadores del siglo XIX, pues entre ellos había
tenderos, artesanos y hasta rentistas. Sea cual fuere su extracción social, el sans-culotte es
un personaje que se hallaba ligado a las diferentes secciones de París -que habían sustituido
a los distritos- y que participa habitualmente en las agitaciones de masas promovidas por
los jacobinos. Impusieron un lenguaje particular en el que se practicaba el tuteo y pusieron
de moda vocablos como ciudadano. Los sans-culotte irán cobrando importancia hasta
acabar por jugar un papel esencial en el verano de 1792.
La guerra en el exterior
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1791
Fin: Año 1792
La jornada del 10 de agosto de 1792 señala una división clara en todo el proceso de la
Revolución francesa, en la que coinciden todos los historiadores, sean de la tendencia que
sean. Aquellos acontecimientos significaron el fracaso definitivo de la burguesía moderada
liberal y el turno de la más modesta burguesía democrática. Esta burguesía, que a partir de
este momento tomará el relevo en la conducción de la Revolución, no sentirá la necesidad
de aliarse con los nobles liberales con los que habían compartido el poder en la primera
fase. No por eso, sin embargo, dejaba de compartir con ellos el respeto a la propiedad y
aunque aceptaban el concurso del pueblo para combatir a la contrarrevolución, no estaban
dispuestos a dejarse desbordar por él ni a perder el control de los resortes del poder. Es la
hora también de la desaparición de unos hombres que hasta entonces habían sido primeros
protagonistas y de la irrupción en escena de unos nuevos personajes que llegarán a alcanzar
notoriedad en los años sucesivos. Para Furet y Richet, eran hombres que se lo debían todo a
las circunstancias y a los que una situación excepcional iba a otorgarles unas
responsabilidades para las que no estaban preparados ni por su formación ni por su carrera.
Los tres hombres clave de la nueva situación eran Maximilien Robespierre, Jean Paul Marat
y Georges Jacques Danton. Cada uno de ellos estaba destinado a jugar un papel diverso,
pero siempre destacado, en la etapa revolucionaria que se abrió el 10 de agosto de 1792.
El Terror
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1792
Fin: Año 1794
Los sucesos del 10 de agosto dejaron a Francia sin gobierno. Jurídicamente la Monarquía
seguía existiendo, pero no había rey. De hecho había una República, pero no tenía una
Constitución. La Asamblea Legislativa nombró un Consejo Ejecutivo provisional
compuesto por seis miembros, dominados por la personalidad de Danton. Georges Danton
es una figura controvertida que ha dado lugar a valoraciones muy diversas por parte de los
historiadores. Había nacido en Arcis-sur-Aube en 1759 en el seno de una familia
perteneciente a la burguesía de toga. Se hizo abogado y desempeñó esa profesión sin
particular brillantez. Cuando estalló la revolución comenzó a destacar por su talento
oratorio y por su capacidad como agitador callejero a la cabeza de los cordeliers en el
distrito de su barrio parisiense. A su alrededor fue surgiendo toda una leyenda como
auténtica encarnación de la Revolución, que Albert Mathiez y otros historiadores se han
encargado de matizar poniendo de manifiesto su tendencia a la venalidad y a la corrupción.
Danton fue uno de los promotores de los sucesos del Campo de Marte y se destacó en los
primeros momentos revolucionarios por su actitud extremista, que fue moderándose con el
transcurso del tiempo. Detrás de Danton y del propio Consejo estaba la Comuna
insurreccional de París, para la que había sido elegido Robespierre y que era la que en
realidad mantenía el control del poder, de la misma forma que en las provincias lo
mantenían sus comisarios. Las primeras medidas que se tomaron fueron las relativas a la
defensa frente a la posible reacción de La Fayette y sus partidarios por la caída del rey. El
17 de agosto, la Asamblea, presionada por la Comuna, nombró un tribunal extraordinario
para juzgar los crímenes del 10 de agosto, formado por jurados y jueces elegidos por las
secciones. Pero lo más acuciante era la guerra en el exterior. Verdún cayó en manos del
ejército austro-prusiano el 2 de septiembre, casi sin combate. El pánico cundió en la capital
y el gobierno provisional hizo un llamamiento desesperado a los voluntarios para que
marchasen al frente del Norte. Pero se temía de nuevo, como sucedió a raíz de la fuga de
Varennes, un complot aristocrático y se creía que los sospechosos encerrados en las
cárceles desde primeros de agosto podían aprovechar la ausencia de los patriotas y
maniobrar para salir, cometer atrocidades y hacerse con el poder. Eso fue lo que provocó
las masacres de septiembre. En las prisiones de París fueron ejecutados centenares de
sospechosos por tribunales extraordinarios y sin juicio previo. En el resto del país se
produjeron hechos similares y el 14 de agosto se decidió vender los bienes de los
emigrados, que habían sido previamente confiscados. La amenaza no era, sin embargo, tan
seria como se creía. Resulta significativo que el aristócrata liberal La Fayette, máximo
representante del compromiso entre la Revolución y la Monarquía, buscase refugio entre
los austriacos y desapareciese de la escena política por unos años. Por otra parte, la
Comuna, que era la que llevaba la iniciativa en todas estas acciones, emprendió una política
anticlerical consistente en la confiscación de los palacios episcopales, en la prohibición de
los hábitos religiosos y de las manifestaciones públicas del culto y en la deportación de los
curas refractarios. Se trataba de una ofensiva de descristianización por parte de los
revolucionarios más radicales que creían que la Iglesia seguía ligada estrechamente a la
Monarquía y de laicización del estado civil. En el frente, las cosas comenzaron a cambiar
para el ejército de la Revolución. El 20 de septiembre, las tropas del general Dumouriez,
reforzadas por las de Kellermann, consiguieron derrotar a los ejércitos prusianos en Valmy.
"Desde ese día, desde ese lugar, se inició una nueva era en la historia del mundo", escribiría
Goethe que asistió a la batalla. La eficacia del ejército francés respondía a los cambios que
se habían producido en su organización y en su composición. En efecto, la incorporación a
las filas francesas de numerosos voluntarios procedentes de los guardias nacionales en junio
de 1791 (después de Varennes) y de los federados en julio y agosto de 1792, había
rejuvenecido notablemente al ejército revolucionario. De otra parte, la huida de muchos
oficiales aristócratas había sido compensada con el ascenso de los suboficiales o con el
nombramiento de nuevos oficiales procedentes de la burguesía. Además, el ejército de
campaña estaba reforzado por francotiradores que operaban a retaguardia del enemigo y
que no estaban dispuestos a soportar el brutal restablecimiento del Antiguo Régimen que
habían producido las tropas extranjeras de ocupación. Este factor y el hecho de que el rey
de Prusia no deseaba implicarse excesivamente en Francia a causa de que quería tomar
parte en el reparto de Polonia, que a la sazón había sido ocupada por las tropas de Catalina
II de Rusia, explican la victoria de Valmy. Sin embargo, para los franceses había sido el
Terror lo que había llevado a ella: el Terror aparecía como la condición de la victoria. El
mismo día de Valmy se reunió la Convención Nacional. La campaña para elegir a los
diputados de la nueva Asamblea Constituyente se había desarrollado entre el 10 de agosto y
el 20 de septiembre de 1792. La Constitución de 1791 había quedado caduca y era
necesario elaborar una nueva que satisficiese las aspiraciones de los revolucionarios más
radicales que habían tomado el poder. Los diputados tenían que ser elegidos por sufragio
universal a doble vuelta, de tal manera que las primeras elecciones se fijaron para el 26 de
agosto y la segunda vuelta para el 2 de septiembre. Las elecciones se llevaron a cabo en
París y de forma irregular, ya que la Comuna decidió que el voto se haría en alta voz por
apelación nominal de los electores. En algunos departamentos se siguió el mismo
procedimiento. Los más moderados se abstuvieron y el porcentaje de participación apenas
llegó al 10 por 100, pero evidentemente se trataba del 10 por 100 más revolucionario. Sin
embargo, la inmensa mayoría de los diputados elegidos para la nueva Asamblea procedía
de la burguesía -sólo podían contarse dos auténticos obreros- y aunque eran partidarios de
la implantación de una República no estaban dispuestos a permitir una revolución social
que acabase con el principio de la propiedad. La Convención tomó su nombre de la
revolución americana y designaba a un poder que tenía como objetivo la redacción de una
nueva Constitución y el ejercicio provisional de todos los atributos de la soberanía. El ala
derecha de la Convención estaba integrada por los girondinos. Eran republicanos, pero
desconfiaban de París y de su radicalismo revolucionario, por eso querían reducir su
influencia en proporción con el resto de los departamentos. La influencia de los girondinos
procedía precisamente de las provincias en las que residían sus más importantes apoyos y
su denominación les fue atribuida por Lamartine en 1840. Representaban al mundo de los
negocios de los puertos franceses, a los manufactureros y también a la burguesía
intelectual. Habían roto con los jacobinos en agosto de 1792 y solían reunirse desde
entonces en el salón de Mme. Roland, por lo que adquirieron cierta fama de
aristocratizantes. Sin embargo, por su pasado político y por su actitud en la Convención
pueden ser considerados como auténticos revolucionarios. Contaban aproximadamente con
150 diputados de los 749 que componían la Asamblea y sus hombres más destacados eran
Brissot, Vergniaud, Pétion y Roland. El ala izquierda de la nueva Asamblea estaba formada
por La Montaña, cuyo nombre procedía del lugar, en los escaños más altos, que pasaron a
ocupar. Su apoyo estaba en los clubs jacobinos y en la Comuna de París y de algunas otras
ciudades. Socialmente procedían de una burguesía profesional de juristas y funcionarios.
Estaban más cerca de las masas populares y eran acusados por los girondinos de querer
implantar una dictadura radical. El número de sus diputados ascendía aproximadamente a
150 y sus principales jefes eran Robespierre, Marat, Danton, Saint Just y Couthon. Entre
estas dos tendencias, en el centro, se encontraba el grueso de los diputados, los cuales, en su
mayoría, fluctuaban a un lado y a otro según las circunstancias del momento. Eran
conocidos por el nombre del pantano o la llanura y el ganarse el apoyo de estos diputados
era una cuestión fundamental en la lucha por el poder de los otros partidos. Aunque no
tenían ninguna representación en la Asamblea, seguían ejerciendo una gran influencia sobre
ella los sans-culottes de París y de otras ciudades francesas. Sus aspiraciones podían
parecer contradictorias, pues defendían la extensión y la consolidación de la propiedad
privada y al mismo tiempo demandaban una reglamentación rigurosa sobre la tasación de
los precios o la requisa de alimentos que, en definitiva, significaban una limitación de la
propiedad. Pero es que la crisis económica coyuntural amenazaba su nivel de vida y temían
que la gran burguesía utilizase los mecanismos revolucionarios en beneficio propio y
exclusivo. Por eso A. Soboul califica a los sans-culottes de "retaguardia económica y
vanguardia política". La Convención tomó como primera medida la abolición de la
Monarquía y aunque de momento no hubo unanimidad en proclamar la República, ésta
entró un tanto furtivamente al decretar la Asamblea el 22 de septiembre que sus actos serían
fechados desde el año I de la República. Se aprobaba, pues, al mismo tiempo un nuevo
calendario que se alejaba de toda referencia religiosa y los meses tomaban el nombre de las
distintas estaciones del año o de sus correspondientes actividades agrícolas. Estuvo vigente
hasta 1806, en que se volvió al calendario gregoriano. A la espera de la aprobación de una
nueva Constitución, se mantuvieron las instituciones establecidas por la Constituyente y los
jefes de la Gironda supieron maniobrar en estos primeros momentos para hacerse con el
control de los principales comités de la Asamblea. Sin embargo, aunque algunos girondinos
eran partidarios solamente de encarcelar al rey hasta que se restableciese la paz en el
exterior, los republicanos más entusiastas, y entre ellos los jacobinos, querían que se le
aplicase un castigo más severo que consolidase la República y que hiciese imposible una
restauración de la Monarquía. El descubrimiento de un cofre en la Tullerías en el que
aparecieron pruebas de la complicidad del rey en los contactos con el enemigo fueron
determinantes a la hora del juicio. Luis XVI fue condenado a muerte y ejecutado el 21 de
enero de 1793. Albert Sorel hizo esta valoración del monarca francés a la hora de su
muerte: Luis "había reinado mediocremente... La guerra civil había hecho odiosa su
memoria; la proscripción hubiera borrado su recuerdo; el cadalso le creó una aureola. Al
quitarle el manto real y la corona que lo abrumaban, la Convención descubrió en él al
hombre, que era de una mansedumbre sin igual, y que afrontó -en la separación de todo lo
que había, amado, en el olvido de las injurias recibidas, en la muerte, en fin- ese sacrificio
de sí mismo y esa confianza absoluta en la justicia eterna, que son fuente de las virtudes
más consoladoras del género humano. La Convención lo excluyó de la lista de los
soberanos políticos, en la que no tenía cabida; le situó en la categoría de las víctimas del
destino y le confirió una dignidad superior y rara en la jerarquía de los reyes. Por vez
primera desde que reinaba, Luis pareció a la altura de su misión. Y como ese día lo
ofrecieron como espectáculo al mundo con una extraordinaria solemnidad, y ese día es uno
de los que cuentan en la historia de las naciones, su nombre se asocia en el espíritu de los
pueblos a la idea del mayor de los infortunios soportados con la más noble entereza."El
bicentenario de la ejecución de Luis XVI ha dado lugar también a una revisión histórica de
su papel y de las circunstancias que produjeron su condena. Historiadores como Pierre
Chaunu han manifestado que su proceso fue un absurdo puesto que era inocente, estaba
lleno de buenas intenciones y además estaba protegido por la Constitución. A juicio de este
historiador, "murió víctima del envenenamiento ideológico de su época". En el mismo
sentido han escrito François Furet y Mona Ozouf Sólo "estaban previstos tres casos de
suspensión de esta garantía (de inviolabilidad constitucional): si el rey abandonaba el reino,
si se ponía a la cabeza de un ejército extranjero o si rechazaba el juramento de fidelidad a la
Constitución. En noviembre de 1792, con los elementos del informe, no era posible invocar
ninguno de ellos."Así pues, a pesar del unánime reconocimiento de que Luis XVI no supo
jugar en aquella ocasión el difícil papel que le tocó como rey, muchos historiadores se han
preguntado recientemente si en verdad había sido necesario ejecutarlo para sacar adelante la
Revolución. Los franceses, tanto los monárquicos como los republicanos, recibieron la
noticia de la ejecución del rey sin grandes aspavientos. El cansancio prevaleció sobre la
indignación entre los primeros y la atonía fue la actitud dominante entre los segundos. Este
silencio de todo un pueblo ante la muerte de su rey -afirman Furet y Richet señala una
ruptura profunda en la historia de los sentimientos populares.
La ejecución del rey, los planes de los girondinos que habían hecho aprobar en la Asamblea
un decreto por el que se prometía socorrer a todos aquellos pueblos que deseasen recuperar
su libertad, y el temor ante la expansión de la propaganda revolucionaria, contribuyeron a
reavivar las aspiraciones de la Europa monárquica de acabar con la Revolución. Después de
Valmy, los ejércitos franceses habían continuado con sus éxitos. Los prusianos
abandonaron el territorio francés en pocos días. En el Sur, Montesquieu y Anselme se
habían apoderado de las posesiones sardas de Saboya y Niza, y en el Rin, Custine había
avanzado hasta Maguncia. Pero la acción más sobresaliente había sido la de Dumouriez al
ocupar Bélgica, que estaba en manos de los austriacos, mediante la batalla de Jemmapes, el
6 de noviembre de 1792. Esto llevó a los diputados de la Convención a declarar
entusiásticamente el principio de las "fronteras naturales", mediante las cuales Francia
debía recuperar sus verdaderos límites "señalados por la naturaleza". Carnot expresó en este
sentido su teoría de que "Los límites antiguos y naturales de Francia son el Rin, los Alpes y
los Pirineos. Las partes que de ella han sido desmembradas sólo lo han sido por
usurpación". Frente a esta actitud de los revolucionarios franceses, los países europeos
formaron una gran coalición en la que además de Austria, Prusia y Rusia, entraron Cerdeña,
España e Inglaterra. En España, Carlos IV había ascendido al trono casi al mismo tiempo
que había estallado la Revolución en Francia y el temor a que pudiese suceder algo
parecido en su propio país paralizó el programa de reformas que se había estado aplicando
durante el reinado de Carlos III. El gobierno español, encabezado por el conde de
Floridablanca, estableció un cordón sanitario en la frontera de los Pirineos para evitar el
contagio revolucionario. Sin embargo, el fracaso de la actitud de Floridablanca produjo la
caída de éste y el nombramiento del conde de Aranda, un hombre más acorde con las ideas
reformistas que parecían sintonizar mejor con las aspiraciones de la Francia revolucionaria.
Pero los inicios de su gobierno coincidieron con el agravamiento de las tensiones y con la
caída de la Monarquía en el vecino país. Aranda fue pronto sustituido por Manuel Godoy,
quien sería el ministro destinado a hacer frente a los deseos expansionistas de la
Convención. Inglaterra, por su parte, ya había tenido ocasión de enfrentarse a otra
revolución en sus propias colonias de Norteamérica y más tarde lo había hecho también en
los Países Bajos. Sin embargo, podía reconocer en las aspiraciones de los revolucionarios
franceses algunas de las ideas de su propia revolución: el principio de la soberanía nacional
en el que la representación en el parlamento se llevaba a cabo mediante un sistema electoral
censitario, estaba vigente en Inglaterra desde hacía más de un siglo. Y en realidad, la
Revolución francesa había desatado el relanzamiento de aquellos que pretendían llevar a
cabo una reforma electoral más avanzada. Pero también surgieron tendencias
contrarrevolucionarias, cuyo más destacado paladín fue Edmund Burke, quien en su obra
Reflexiones sobre la Revolución francesa, trataba de demostrar que, al contrario que en
Inglaterra, las nuevas instituciones que estaban estableciéndose en Francia no tenían ningún
arraigo ni en su tradición política ni en su historia. El primer ministro William Pitt
encarnaba desde el Gobierno esta tendencia y, además, vio con temor la conquista de
Bélgica por Francia en noviembre de 1792, porque ponía a los revolucionarios en la puerta
de Inglaterra. Francia tenía que hacer frente en aquellos momentos a unas difíciles
condiciones económicas provocadas por el aumento de los gastos que conllevaba la guerra.
En los territorios ocupados surgía una resistencia mayoritaria a aceptar las reformas
destinadas a derribar el Antiguo Régimen y, por si fuera poco, el ejército francés,
compuesto en su mayor parte por voluntarios, veía reducidos considerablemente sus
efectivos a causa del retorno a sus hogares de muchos de sus hombres. En estas
condiciones, la Convención decidió llevar a cabo una recluta de 300.000 hombres en
febrero de 1793. La medida iba a resultar notablemente impopular, pues si no se cubrían
con voluntarios los cupos asignados a cada provincia se recurriría al alistamiento forzoso.
Pronto surgieron motines en varios departamentos, pero fue en la región de La Vendée
donde adquirieron una especial gravedad. La Vendée simboliza en todo el proceso de la
Revolución francesa la reacción del descontento campesino que cristaliza en una
insurrección armada contra el gobierno. Se ha pretendido explicar el fenómeno de La
Vendée por razones de determinismo geográfico o de determinismo religioso. Se ha
querido también presentarlo como inseparablemente clerical, nobiliario y monárquico, pero
la verdad es que sus causas profundas no están todavía del todo claras. Los disturbios
comenzaron el 3 de marzo, cuando llegaron las primeras noticias sobre el reclutamiento.
Sus instigadores parece que procedían de esa clientela tradicional de los elementos
aristocráticos del Antiguo Régimen formadas por administradores, empleados y colonos.
Éstos apelaron inmediatamente a los nobles para que tomasen la dirección de las
operaciones y con los nobles hicieron su aparición los curas refractarios que no iban a
desperdiciar la ocasión para movilizar a las masas contra la Revolución. Los insurrectos se
hicieron dueños de toda la región, excepto la zona del litoral, causando una elevada cifra de
víctimas entre munícipes, guardias nacionales y curas constitucionales, que se acerca a los
500. Las tropas republicanas que fueron enviadas desde La Rochela sufrieron una derrota y
fueron inútiles las medidas dictadas por la Convención castigando con la muerte y con la
confiscación de bienes a todos los insurrectos que fuesen cogidos con las armas en la mano.
Sin duda todos estos problemas repercutieron en la acción del ejército revolucionario en el
exterior. El general Dumouriez fue expulsado en marzo de 1793 de Holanda, a la que
pretendía ocupar con su ejército, y fue derrotado en Neerwinden el 18 de ese mismo mes.
En realidad se trataba de un plan muy arriesgado, pero si nos fiamos de sus Memorias, el
general francés pretendía fundar un Estado independiente en los Países Bajos y si la
Convención no lo autorizaba estaba dispuesto a marchar sobre París para restablecer la
Monarquía en la persona del duque de Chartres, hijo de Felipe Igualdad, que era teniente
general de su ejército. La Convención llevó a cabo una investigación, pero Dumouriez,
abandonado por sus tropas, tuvo que pedir refugio a los austriacos. En el Rin, las cosas no
fueron mejor pues Custine no pudo impedir que las tropas del rey de Prusia pasasen el río y
sitiasen la ciudad de Maguncia. A todos estos problemas, había que añadir un
recrudecimiento de la agitación popular como consecuencia de las dificultades financieras
provocadas, a su vez, por una disminución del valor de los assignats hasta de más de un 50
por 100 de su valor nominal. A la espera de nuevas alzas de precios, los comerciantes
retenían sus productos para jugar con la especulación y desabastecían los mercados. Las
clases populares demandaban una tasación de los precios y una estabilización del valor del
dinero y entre los líderes que encabezaban estas reivindicaciones destacaba el abate Jacques
Roux. En París los sans-culottes asaltaron las tiendas de comestibles durante las jornadas
del 25 y 26 de febrero y tuvo que intervenir la Guardia Nacional para reprimir los
desmanes. Ni La Montaña con sus dirigentes jacobinos ni los girondinos eran partidarios de
ceder en este terreno, pues como burgueses revolucionarios consideraban estos incidentes
como grave atentado contra la sagrada propiedad privada y contra la libertad económica. El
mismo Robespierre dijo, refiriéndose a estos disturbios: "Yo no digo que el pueblo sea
culpable; yo no digo que sus actos sean un atentado; pero cuando el pueblo se subleva ¿no
ha de obtener un objetivo digno de él, en vez de ir a ocuparse de unas escuálidas
mercancías?" Sin embargo, fueron los girondinos los que más se vieron afectados porque
eran los que desempeñaban el gobierno y todo esto significaba el fracaso de su política,
incluida la defección de Dumouriez, que era uno de los suyos. La Montaña, sin embargo,
no tenía inconveniente en utilizar políticamente los disturbios populares para desacreditar a
los girondinos. Así pues, los montañeses fueron evolucionando progresivamente hacia la
izquierda e integrando dentro de su programa una parte de las reivindicaciones de los sans-
culottes. De forma parecida, se producía un acercamiento entre La Llanura y La Montaña,
pues los diputados independientes, ante la insurrección de La Vendée y el peligro exterior,
iniciaron un movimiento para votar con ella las medidas revolucionarias. Estas medidas,
que fueron votadas entre el 10 de marzo y el 20 de mayo, tenían como propósito -según
Furet y Richet atender a tres frentes: a) vigilar y castigar a los sospechosos; b) atender a las
reivindicaciones económicas de los sans-culottes, y c) reforzar la eficacia gubernamental.
Se creó un tribunal de excepción formado por miembros designados y se comenzaron a
emitir una serie de decretos para juzgar de forma sumarísima a los rebeldes que fuesen
apresados con las armas en la mano y a los aristócratas y enemigos de la libertad. Los
emigrados eran declarados "muertos desde el punto de vista civil" y sus bienes serían
confiscados. Para llevar a cabo el control de los sospechosos, la Convención estableció en
todos los ayuntamientos comités de vigilancia compuestos por doce miembros elegidos por
sufragio universal. El 6 de abril se creó el Comité de Salud Pública, con la misión de vigilar
y acelerar la acción del Consejo Ejecutivo con el poder de ejecutar inmediatamente sus
decisiones. Se trataba de un nuevo órgano revolucionario que respondía a la filosofía de los
jacobinos de la sagrada unidad y de los medios excepcionales de salvación frente a los
enemigos del interior y del exterior. Los girondinos respondieron con la creación de un
Comité de los Doce, destinado a controlar a los revolucionarios más extremistas. Después
de un despiadado combate, que tuvo diferentes alternativas entre los meses de abril y mayo,
la lucha entre la facción girondina y la facción montañesa terminaba mediante un golpe de
fuerza encabezado por la Guardia Nacional, que arrestó a 29 diputados girondinos y que
significó la caída de La Gironda el 2 de junio de 1793.
La Convención Montañesa
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1793
Fin: Año 1794
Termidor
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1794
Fin: Año 1798
Países contrarrevolucionarios
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1789
Fin: Año 1798
Inglaterra había sido el primer país europeo en el que había triunfado la revolución en el
siglo XVII y sin embargo se había convertido, ciento cincuenta años después, en el adalid
de la lucha contra la Francia revolucionaria. Y es que su clase gobernante creyó que la
Revolución de 1789 constituía una amenaza para la expansión económica en el exterior y
para la estabilidad en el interior. Gran Bretaña se había convertido desde mediados del siglo
XVIII en la primera potencia económica del mundo por su actividad industrial y comercial.
Cuando estalló la Revolución francesa, sus exportaciones de algodón habían pasado a cerca
de 1.700.000 libras esterlinas de sólo 20.000 a mediados de la centuria. La industria de la
lana y del hierro había conocido un desarrollo similar. Lo mismo podría decirse del
capitalismo financiero que, con el Banco de Inglaterra al frente, se había convertido en el
más fuerte del mundo. Su dominio del mar, por otra parte, había convertido a Inglaterra en
un país prácticamente invulnerable, dada su condición de insularidad. Y a pesar de todo, se
mostró temerosa de las consecuencias de la Revolución francesa. En primer lugar temía por
sus exportaciones. En 1786 había firmado con Francia el tratado Eden que le proporcionaba
facilidades comerciales. Pero dicho tratado fue discutido en la Asamblea Constituyente y se
alzaron voces para romperlo. Más tarde, la Convención tomó una serie de medidas
económicas que afectaban seriamente a los intereses comerciales británicos. Sin embargo,
la máxima alarma se produjo cuando Francia decidió abrir las bocas del Escalda para
habilitar el puerto de Amberes como centro comercial que podría hacerle una seria
competencia a Londres en la distribución de mercancías en toda la región de Renania. Las
importaciones de Europa también le preocupaban a Inglaterra, ya que dependía de la
madera de sus bosques para la construcción de barcos para su flota, y del grano de sus
campos para la alimentación de sus once millones de habitantes, que no tenían suficiente
con la producción agrícola de su propio suelo. Acababa de perder sus colonias en América
y veía cómo Francia mantenía sus posesiones en las Antillas y cómo España trataba de
preservar el rígido monopolio con sus colonias del otro lado del Atlántico, impidiéndole a
toda costa la intervención en ese cerrado circuito comercial. La existencia en el interior de
un creciente proletariado, surgido al amparo de la revolución industrial, y muy sensible a la
agitación revolucionaria como consecuencia de sus miserables condiciones de vida,
constituía un peligro para la estabilidad política y social de Gran Bretaña. También entre las
clases medias había grupos predispuestos a escuchar las llamadas revolucionarias
procedentes de la otra orilla del Canal y, sobre todo, en Irlanda se reavivaba con ese motivo
la antigua hostilidad contra Inglaterra. Proliferaron los clubs y las sociedades secretas que
mantenían una constante comunicación con París. Como consecuencia de todas estas
amenazas, el gobierno de William Pitt, apoyado por buena parte de la burguesía que temía
por sus intereses económicos, emprendió una persecución contra los revolucionarios
británicos, cerrando los clubs y condenando a los agitadores y escritores que se
manifestaban favorables a la Revolución mediante la suspensión del habeas corpus. A pesar
de todo, se produjo una importante revuelta entre los marinos de la flota del Canal de la
Mancha en la primavera de 1797 y una insurrección en Irlanda al año siguiente. En 1793
Pitt había hecho algunas concesiones a los irlandeses, como el derecho al voto de los
católicos; pero éstos reclamaban la igualdad total con los protestantes. La agitación fue
creciendo hasta que los campesinos hicieron estallar la insurrección a principios de 1798.
Como al motín de la flota, el gobierno inglés reprimió a los irlandeses con dureza y se dice
que hubo más de 30.000 muertos. Por eso, cuando meses más tarde, en agosto de ese
mismo año, desembarcó una pequeña flota francesa en las costas de Irlanda, nada pudo
hacer para levantar a sus habitantes, y los revolucionarios fueron capturados por las fuerzas
británicas. Desde entonces, Irlanda quedó sometida a Inglaterra, y mediante el Acta de la
Unión perdía su parlamento y los católicos quedaban desposeídos de sus derechos. Durante
estos años, Inglaterra había sabido mantener su supremacía en el Atlántico y también había
conseguido, después de Aboukir, el dominio en el Mediterráneo. Había ocupado la
Martinica y dos importantes colonias de la aliada de Francia, Holanda: la Guyana y el cabo
de Buena Esperanza, así como la Trinidad, perteneciente a España. Por otra parte, el
volumen de sus exportaciones se había mantenido estable a pesar de la guerra. En
definitiva, Inglaterra se encontraba todavía con fuerzas suficientes para hacer frente a la
Francia revolucionaria. Austria era en el continente la potencia que encabezaba la lucha
contrarrevolucionaria. Desde el advenimiento al trono de Francisco II en 1792 habían casi
desaparecido las manifestaciones de simpatía hacia la Revolución. Sus temores, por
consiguiente, no eran causados tanto por la difusión de las ideas revolucionarias como por
los deseos de expansión territorial que había mostrado la República. Había aceptado la
pérdida de la lejana Bélgica, pero no se resignaba a renunciar a los territorios del sur de
Alemania ni a sus posesiones en Italia. Sin embargo, la incorporación de Venecia al
imperio no fue suficiente, como se ha visto, para contrarrestar el avance de los ejércitos
franceses que llegaron hasta el sur de la península y hasta las mismas puertas de Viena.
Prusia había entrado de mala gana en la guerra en 1792 contra la Revolución. Por una parte,
sus verdaderos intereses estaban en Polonia, y de otro lado, su rey Federico II, su gobierno
y su administración mostraban un talante ilustrado y progresista que no casaba con la
actitud mucho más cerrada de los otros miembros de la coalición. Pero Federico Guillermo
III, que subió al trono en 1797, era más hostil a la Revolución y fue abandonando el espíritu
ilustrado para dar paso a una renovación mística que era el anuncio del romanticismo. En
Rusia, Catalina II se había mostrado claramente enemiga de la Revolución. Pero en vez de
lanzarse contra la Francia republicana, había tenido la habilidad de dirigir sus acciones
contrarrevolucionarias contra los movimientos que habían surgido en Polonia,
contribuyendo así al mismo tiempo a aumentar los territorios de su imperio. Mediante el
segundo reparto de Polonia acordado entre Rusia y Prusia el 23 de enero de 1793, aquélla
se quedaba con la totalidad de Ucrania y de la Rusia Blanca; por su parte, Prusia recibía
Posnania, Thorn y Danzig. El tercero de los repartos de Polonia tuvo lugar entre Rusia y
Austria el 3 de enero de 1795, al que se incorporó Prusia en el mes de octubre. En su virtud,
Rusia se quedaba con Lituania y Curlandia; Austria con los territorios de Sandomir y
Cracovia y Prusia con la franja norte del país y con Varsovia. Pero la zarina murió en 1796
y su hijo y sucesor Pablo I tomó una actitud más decidida en contra de Francia. Por lo
pronto, su interés por el Mediterráneo le llevó a hacerse elegir gran maestre de la Orden de
Malta para rescatar la isla de manos de los franceses que la habían conquistado y expulsado
de ella a los caballeros de la Orden de Jerusalén. Cuando Turquía declaró la guerra al
Directorio a raíz de la expedición de Napoleón a Egipto, el zar, abandonando la tradicional
hostilidad que Rusia había mostrado hacia aquel país, se alió con el sultán y pudo así llevar
su escuadra al Mediterráneo para iniciar la ofensiva contra los franceses en Malta y en las
islas jónicas. Como firmante de la segunda coalición, Pablo I envió un ejército al mando de
Suvorov a Italia donde llevó a cabo en 1799 una serie de operaciones que terminaron con la
conquista de algunos territorios al norte de la península. Austria, inquieta por aquella
presencia, pudo conseguir, sin embargo, su retirada. En septiembre del mismo año, fue
rechazado un ejército ruso que había sido desembarcado en las costas de Holanda. En
Suecia se había producido un golpe de Estado por parte del rey Gustavo III que había
arrebatado el poder a la nobleza precisamente el año de 1789. El 12 de marzo de 1792 el
monarca sueco fue asesinado en un acto de venganza por parte de la aristocracia. Su
sucesor Gustavo IV Adolfo trató de formar una liga con Dinamarca, a la cual estaba unida
Noruega, para mantener la neutralidad de los países escandinavos y evitar que la guerra
llegase al Báltico.
El reinado del último monarca de la centuria se caracteriza por una profunda crisis que
afectó a todos los niveles de la nación y que contribuyó lentamente a la quiebra del Estado
español. Fue una crisis política ante la que los gobernantes tradicionales se revelaron
impotentes para adecuar las estructuras del país a los nuevos tiempos, que preludiaban ya la
caída del Antiguo Régimen, mientras los nuevos gobernantes se debatían entre avanzar en
las reformas o ceder ante el avance de la oposición ultraconservadora que cada día contaba
con nuevos adeptos. Al mismo tiempo, la estrecha alianza con la Francia revolucionaria
supeditará en gran medida la política española. Todo ello fue creando un clima de
exasperación que contribuyó a la formación de motines y conspiraciones que alcanzaron a
la propia Monarquía, creando un vacío de poder y posibilitando la penetración extranjera en
España. Fue también una crisis económica, reflejo del cambio de coyuntura que vivía la
economía internacional, aumentada por los propios problemas de la nación, sumida en un
retroceso productivo en todos los sectores, ante una acuciante necesidad de dinero para
financiar las guerras del período, mientras el déficit público no cesaba de aumentar y se
acudía a la presión fiscal repetidamente, lo que originó el estallido de motines de
subsistencia a lo largo del territorio por el encarecimiento de los alimentos y la
especulación. Por último, fue una crisis ideológica cuando los acontecimientos
revolucionarios franceses despertaron el recelo hacia los ilustrados y, de paso, hacia todos
los reformistas que ahora se convertirán en el blanco de la oposición. Carlos IV mantuvo en
el Gobierno a Floridablanca que tuvo que afrontar las repercusiones de la crisis francesa.
Apeló a una rígida censura y al establecimiento de un cordón sanitario en los Pirineos
mediante una serie de decretos, dictados entre septiembre de 1789 y junio de 1791, con los
que prohibía cualquier publicación o noticias referentes a aquel país. Al mismo tiempo,
iniciaba esfuerzos desesperados por salvar a la familia real. Su actitud conciliadora con
Inglaterra y su alineamiento en el pacifismo internacional provocaron su caída en febrero
de 1792. Su sucesor, el conde de Aranda, cambió de táctica frente a Francia pero la
proclamación de la república y el apresamiento de la familia real frustraron sus esperanzas
de no entrar en guerra. La subida al poder de Manuel Godoy, duque de Alcudia, en 1792,
abre un nuevo período de gobierno personal que, con un breve interludio entre 1798-1801
en que sus colaboradores continuaron las líneas principales de su política, durará hasta
1808. Sus esfuerzos para salvar a Luis XVI de la guillotina resultaron inútiles y la
Convención francesa declaró la guerra a España poco después. La consecución de la paz en
1795 traerá consigo un período de estabilidad que será aprovechado por Godoy para
retornar a los postulados de la Ilustración, activando las reformas, en una triple vía:
educación, fomento de la producción y regalismo. En esta tarea se rodearía de los ilustrados
más relevantes del momento, como Saavedra, en Hacienda, y Jovellanos, en Gracia y
justicia. El interés por la instrucción le llevó a la reforma educativa en todos sus niveles;
potenció mucho la enseñanza primaria, creándose numerosas escuelas de primeras letras y
difundiéndose modernas técnicas pedagógicas; patrocinó también la creación de escuelas
técnicas, para elevar la formación profesional de la población. Por último, creó muchas
instituciones académicas o universitarias como la Escuela de Veterinaria (1793), el Real
Colegio de Medicina y Cirugía (1795), la Escuela de Arquitectura y la de Ingenieros de
Caminos. Impulsar la economía y fomentar la producción será otro de sus objetivos, así
como superar la difícil coyuntura económica finisecular. En 1797 creó una Dirección
General del Fomento del Reino, dependiente de la Secretaria de Estado, desde donde
desarrolló una política fisiocrática, de protección a los fabricantes y al pequeño
campesinado y desde donde organizó la elaboración de un Censo de Frutos y Manufacturas
en 1803; aprobó la publicación del Informe sobre la ley agraria de Jovellanos y dio nueva
vida a las sociedades económicas de Amigos del País, que de nuevo multiplica su actividad
logrando algunos frutos. Ante la imperiosa necesidad de obtener fondos, y dado el gran
déficit público existente, Godoy obligó a los municipios a la venta de los bienes raíces de
propios y autorizó la de mayorazgos, siempre que su importe fuera a engrosar la Caja de
Amortización de la deuda pública, pero ambas medidas se revelaron inoperantes
aumentando la impopularidad del ministro. Por otra parte, en los años noventa se recurrió a
la emisión de vales reales que recrudecieron la inflación, agravando la situación. El efímero
período en que Godoy permaneció alejado del poder (1798-1801) no representa variaciones
ya que pervivió su equipo de colaboradores donde sobresale, además de Saavedra y
Jovellanos, el regalista Urquijo. Este equipo tuvo su principal obstáculo en la subida
ininterrumpida de precios y en las angustias financieras y hacendísticas, para lo cual se
dictó un Real Decreto en 1798 autorizando la venta de bienes raíces de hospitales,
instituciones benéficas o de reclusión, y de las fundaciones piadosas o cofradías gremiales,
cuyo importe se destinaría también a la Real Caja de Amortización. Esta tímida
desamortización desató la oposición ultraconservadora, provocando la caída del Gobierno.
Su vuelta en 1801 reforzó la acción reformista. Nombró como colaboradores a Ceballos en
Estado, Soler en Hacienda y Caballero en Gracia y justicia. De nuevo las guerras libradas
en el exterior condicionan la política interior, aumentándose la presión fiscal con nuevos
impuestos extraordinarios, dictándose nuevos decretos desamortizadores (1805-1806),
modificando el sistema de reclutamiento militar al tiempo que se vivía una aguda crisis
económica a principios de la nueva centuria (1803-1804). Con respecto a la Revolución
Francesa, después de que el gobierno español de Carlos IV hubiese intervenido por medio
de su representante para tratar inútilmente de salvar la vida de Luis XVI, la Convención
declaró la guerra a España el 7 de marzo de 1793. Godoy había ocupado el poder en
noviembre de 1792 ante el fracaso de la política de Floridablanca y de Aranda y fue él
quien decidió dar el primer paso. Pero los catalanes, que soñaban con recuperar el Rosellón,
tomaron la iniciativa y en el mes de mayo se plantaron ante las puertas de Perpiñán.
Durante los meses siguientes los revolucionarios franceses en el este de los Pirineos sólo se
preocuparon de rechazar a los españoles. Sus únicas conquistas las llevaron a cabo en las
montañas, en el Valle de Arán y en la Cerdaña española. Sin embargo, a comienzos de
1794 fue puesto al frente del ejército republicano de los Pirineos Orientales al general
Jacques Coquille-Dugommier, lo que coincidió con la muerte del general español Antonio
Ricardos. Los franceses consiguieron expulsar a los españoles del Rosellón y penetraron en
Cataluña, a la que algunos querían anexionar a Francia. Figueras, la plaza mejor defendida
en el Pirineo Oriental, cayó casi sin resistencia. En julio de ese año, los franceses entraron
también por la parte occidental de los Pirineos en Guipúzcoa y tomaron con facilidad Irún,
Vera y Pasajes, ocupando a continuación San Sebastián. A las pocas semanas habían caído
también en sus manos Bilbao y Vitoria. Al subir los jacobinos al poder en 1793
abandonaron la idea de los girondinos de extender la Revolución fuera de las fronteras
francesas; sin embargo, las victorias del ejército en el sur llevó al Comité de Salud Pública
a concebir la creación de repúblicas hermanas. De esa forma, Cataluña se convertiría en una
república independiente bajo protección francesa, lo cual, según Georges Couthon, el
representante de Robespierre en el Comité, podría ser mejor aceptado por los catalanes que
la mera anexión. Se intentó preparar a la población catalana mediante la difusión de una
intensa propaganda revolucionaria: Los "franceses nos están haciendo la guerra con la
pluma y el dinero aún más que con las armas", se quejaba el general La Unión que había
sustituido a Ricardos. Pero los catalanes hicieron caso omiso de esa propaganda, que no
tuvo mucha eficacia, como tampoco la había tenido aquella que habían intentado difundir
Hevia, Marchena y Santibáñez antes de la ejecución del monarca francés. Solamente se
conoce una intentona revolucionaria, que además tuvo poco éxito. Se trata de la
conspiración de Picornell, o de San Blas, porque iba a tener lugar ese día del año 1795.
Aunque su finalidad no estaba del todo clara, parece que los conjurados tenían el propósito
de proclamar una Constitución bajo el lema de Libertad, Igualdad y Abundancia. Sin
embargo, los instigadores fueron descubiertos y su principal organizador, Juan Picornell,
fue juzgado y deportado a América. Como advierte Richard Herr, por su adhesión al trono
y al altar, el pueblo español estaba mal preparado para aprobar los acontecimientos
franceses. Por el contrario, el intento de invasión del suelo español por parte de los
franceses levantó un vivo sentimiento nacional y de rechazo a la revolución, y tanto en
Cataluña como en el País Vasco, fue el pueblo el que se levantó y luchó entusiásticamente
contra la Revolución. Sin embargo, como advierte Comellas, no todos los españoles
compartían este sentimiento. Un grupo no muy numeroso pero sí influyente, aunque no era
partidario de la violencia revolucionaria, sí se mostraba dispuesto a aceptar los frutos que la
Revolución había introducido en Francia. Esa podría ser la explicación de los fracasos en
Figueras y en San Sebastián y de la falta de entusiasmo que se registró en algunos de los
mandos del ejército español. A la vista de los acontecimientos, Godoy dio un brusco giro a
su política exterior y buscó la paz con la Francia revolucionaria. Parece que la expedición
conjunta que se había llevado a cabo entre España e Inglaterra para asediar el puerto de
Tolón, había convencido a Godoy del egoísmo británico y fue por ello por lo que se decidió
a reinvertir las alianzas. Al fin y al cabo, Gran Bretaña había sido la enemiga tradicional de
España en el Atlántico y durante todo el siglo XVIII los Pactos de Familia habían puesto de
manifiesto las ventajas de la alianza entre las dos naciones unidas por la frontera de los
Pirineos. En 1795 se firmó la Paz de Basilea, que le valió a Godoy el título de Príncipe de
la Paz, y al año siguiente el Tratado de San Ildefonso. La alianza hispano-francesa no
carecía de lógica, pues una vez que habían pasado los furores revolucionarios y el golpe de
Termidor había calmado las tensiones en el país vecino, Godoy pensó que no era necesario
prolongar más el conflicto. Además, los dos países se necesitaban mutuamente, pues
Francia carecía de la armada que podía facilitarle España, y ésta podría contar con el
ejército francés. Esta situación de mutua dependencia podría prolongarse hasta 1805, pues
la derrota de Trafalgar a manos de la escuadra británica y la práctica desaparición de la
armada española haría ya innecesaria para Francia la alianza. En octubre de 1796 se
iniciaron las hostilidades con Inglaterra y los primeros enfrentamientos fueron positivos
para España, que pudo defender sin muchos problemas la ruta de América de donde
seguían llegando el metal precioso y los otros productos coloniales. No obstante, a
comienzos de 1797 se puso ya de manifiesto la inferioridad de la flota española frente a la
inglesa. Los barcos españoles no habían sido suficientemente renovados a pesar de la
atención que se le había prestado a la política naval durante el siglo XVIII y comenzaron a
mostrar su ineficacia frente a los más modernos navíos británicos. El 14 de febrero se
produjo un ataque de la flota inglesa al mando del almirante Jarvis a los barcos españoles a
la altura del Cabo de San Vicente. Los españoles fueron derrotados y los ingleses pudieron
capturar cuatro de sus barcos. Sin embargo, el ataque al puerto de Cádiz que el almirante
Horacio Nelson intentó llevar a cabo en los primeros días del mes de julio fracasó
totalmente a causa del empeño que los marinos españoles y los gaditanos pusieron en la
defensa de la ciudad. También fracasó Nelson en Santa Cruz de Tenerife, donde perdió un
brazo y fue hecho prisionero. Pero el efecto de estas acciones sobre la economía gaditana,
cuyo despegue se había producido como consecuencia del tráfico comercial con América,
fue desastroso. Los ingleses le impusieron un bloqueo a su puerto y los comerciantes se
vieron privados de la posibilidad de recibir y despachar mercancías, con lo que perdieron
-según estimación de Desdevizes- el doble de la suma que España había perdido durante la
guerra con Francia. En América, donde los ingleses intentaron también sacar provecho de
la situación, se produjo un proceso bastante paralelo al de España. Hubo éxitos iniciales
británicos, para pasar después a un afianzamiento de las defensas hispanoamericanas. El
almirante Harvey se apoderó de la isla de Trinidad pero fracasó en Puerto Rico. Francia
firmó la paz por separado con Inglaterra y eso provocó la caída de Godoy.
El Portugal de María I
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1777
Fin: Año 1795
Como hija primogénita de José I, y dada la ausencia de hermanos, María recibe la Corona a
la muerte de su padre, pero en este dilatado período no gobernó en solitario, ya que en
1792, debido a problemas de salud, fue incapacitada para gobernar por lo que la regencia
del reino fue asumida por su hijo Juan, aclamado y reconocido como rey desde ese mismo
momento. Las primeras medidas gubernamentales que adoptó María supusieron un giro
fundamental en la política llevada a cabo por su padre; la viradeira, como ha sido
denominada esa reacción antipombalina, culminó en una remodelación del Gobierno: cese
de Pombal, participación de la gran nobleza en el poder, revisión del proceso a los regicidas
y facilidades de promoción a las familias nobles, además de suponer un profundo cambio
en las orientaciones gubernamentales en todos los sentidos, desde la política económica a la
diplomática. A nivel exterior las directrices vienen marcadas por tres hechos:
distanciamiento de Inglaterra, abandono del aislamiento intensificando las relaciones
diplomáticas con toda Europa y reforzamiento de los lazos con España. El acuerdo con ésta
se materializó en el llamado Pacto de San Ildefonso (1777) donde se intentaba delimitar
definitivamente las fronteras entre las colonias hispano-lusas de América; el objetivo era
conseguir una paz perpetua basada en las relaciones de amistad y parentesco existentes
entre las dos casas reinantes. Portugal se comprometía a renunciar a la navegación en los
ríos del Plata y Uruguay, cediendo los territorios de ambas cuencas fluviales, con lo que la
controvertida colonia de Sacramento revertía de nuevo a España; a cambio, se le
garantizaba el derecho a la libre navegación en la entrada del río Grande de San Pedro, con
el dominio de su parte meridional. También se contemplaba el reconocimiento mutuo de la
libertad de los súbditos de ambas naciones y la cesión de las colonias portuguesas de
Fernando Poo y Annobón, en el golfo de Guinea, a España. Con Rusia se intenta en 1776 el
establecimiento de relaciones con el objetivo de introducir mercancías portuguesas (vino de
Oporto) en el mercado ruso; el tratado formalizado a finales de 1787 contenía una doble
consideración: tratado de amistad y paz perpetua entre ambas naciones y acuerdos
comerciales. La intensa actividad diplomática llevada a cabo se plasmó en la firma de otros
acuerdos con Francia (1778), Saboya (1787) y Holanda (1794), pero el estallido de la
Revolución Francesa cortó esta acción exterior; la primera reacción portuguesa fue de
expectación, y cuando se gestaron las coaliciones europeas (1792-1795) contra el gobierno
revolucionario Portugal se alineó con ellas enviando un cuerpo expedicionario al condado
del Rosellón. A nivel interno, los cambios en la orientación política se muestran claramente
en la estructura económica: sustituir el mercantilismo pombalino por el liberalismo
económico; para ello se abolieron las compañías monopolísticas con Brasil, se transfirieron
manufacturas del Estado a empresas privadas, se suprimió la antigua junta de Fábricas del
Reino y se proclama el libre comercio en 1780. La junta de Comercio es modificada a
finales de los años setenta para introducir comisiones que estudiaran el tema de la
agricultura, la industria y la navegación. Todo ello, consecuencia de una preocupación
fisiocrática que se plasmaría en intentos como la introducción de nuevos cultivos -patata,
arroz- y en estímulos a la producción; la propia Universidad de Coimbra coadyuva a la
empresa agrícola nacional al crear una cátedra de Botánica y Agricultura, juntamente con la
Academia de Ciencias, que convocaría premios para estudios sobre el tema. Sin embargo,
el objetivo prioritario seguía siendo el relanzamiento del comercio; ahora se intentan
nuevos mercados por toda Europa (Holanda, Irlanda, Dinamarca, Prusia, Suecia, Rusia) y
consolidar los tradicionales (Inglaterra, España). Por primera vez Portugal conseguiría una
balanza de pagos favorable que representó un cierto desahogo para el erario público.
Igualmente, el comercio nacional es tratado con preferencia y en 1779 se dictan medidas
para su regulación al tiempo que se mejoraba la infraestructura de transportes y
comunicaciones. La manufactura recibió ayuda estatal mediante exenciones fiscales a
empresarios particulares que crearan industrias. Se intensificó la cría de gusanos para el
sector textil y se crearon escuelas de hilados hacia 1788. De esta manera encontramos un
cierto desarrollo de la industria minera, de la salinera y del vidrio. Todas estas medidas
económicas se tradujeron en una importante prosperidad, una gran circulación monetaria,
una reducción del déficit público y una cierta estabilidad política. Fue importante también
la reorganización hacendística, buscando acrecentar los ingresos: imposición de un nuevo
tributo sobre el papel sellado (1797) que debían pagar todos los grupos sociales -la enorme
oposición que suscitó provocó su abolición en 1804- y creación de la lotería (1783),
destinándose parte de sus beneficios al mantenimiento de hospitales y casas de expósitos.
El aparato militar conoció relevantes modificaciones entre los años 1779-1783:
implantación del servicio militar obligatorio por diez años, endurecimiento de los castigos,
creación de Academias del Ejército y Marina, remodelación de la Artillería que sería
introducida en la Marina, aumento de las construcciones navales y creación del Cuerpo de
Cirujanos de la Armada; en enero de 1790 se creó la Academia Real de Fortificación,
Artillería y Diseño, que llegó a convertirse en la primera escuela militar del país claramente
orientada hacia los estudios de ingeniería. En la maquinaria institucional se crea una junta
de Ministros (1778) con reuniones semanales y participación real; se acomete una labor
compiladora del derecho, llegando a publicarse una recopilación de leyes antiguas y
modernas, y hacia 1790 se procede a un cambio en la administración territorial que divide
al país en seis provincias. El hijo de María, Juan se hizo cargo de la regencia en 1792 con la
ayuda de políticos experimentados al frente de las Secretarias -Monte Lima, Martín de
Melo, Seabra da Silva y Luis Pinto de Sousa-, ejerciendo una labor continuadora y
dedicando especial atención al campo de la justicia y de las leyes, iniciando la publicación
de todo lo referente a la Administración (ordenanzas, personal) a través de la Gaceta de
Lisboa, dictando un Reglamento de Correo y regularizando los servicios públicos. Aunque
muy poco después sus esfuerzos se encaminarían a hacer frente a la amenaza revolucionaria
y a los intentos de expansionismo hispano-francés a costa del territorio nacional.