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Revolución Francesa

Época: Revolución Francesa


Inicio: Año 1789
Fin: Año 1801

La historiografía francesa ha consagrado el hecho revolucionario de 1789 como el gozne


que marca el giro del proceso histórico que hizo entrar al mundo -no solamente a Francia-
en una nueva etapa que ella misma bautizó con el nombre de "contemporaine". Pero si es
cierto que aquel fenómeno revolucionario fue de trascendental importancia, también hay
que tener en cuenta que alrededor de esa fecha se produjeron otros acontecimientos que
vinieron a reforzar la idea de cambio. En el mes de abril de aquel mismo año de 1789,
George Washington fue nombrado primer presidente de los Estados Unidos de América, y
en aquel verano se instaló la primera máquina de vapor para la industria del algodón en
Manchester. Fueron tres acontecimientos que, aunque muy diferentes en importancia,
simbolizan el comienzo de una nueva edad. El conflicto entre el orden viejo y la nueva
realidad en Francia, el nacimiento de una nación en América y el comienzo del predominio
de la máquina para la producción industrial. Con todo, la fecha de 1789 prevaleció sólo en
los países latinos, y entre ellos, naturalmente, España, fuertemente influida por la
historiografía francesa. En los países anglosajones, cuando se habla de Historia
Contemporánea, se hace referencia más bien a ese periodo del pasado reciente que se inicia
con el siglo XX (Barraclough), o incluso, más adelante, con el estallido de la Primera
Guerra Mundial (Thompson). Todo lo anterior es para ellos Historia Moderna o Modern
History. Se utiliza, por tanto, un criterio distinto y se retrotrae su comienzo a una fecha más
reciente. Sin embargo, aun respetando todos los criterios que, de acuerdo con los
argumentos de convencionalidad empleados más arriba, pueden ser perfectamente válidos,
hay razones para justificar que alrededor de los últimos años del siglo XVIII y primeros del
XIX, se inicia una nueva etapa histórica. Todos los movimientos revolucionarios o
independentistas que se produjeron durante estas fechas están marcados por una nueva
ideología, por unas notas diferenciales que los distinguen de los fenómenos históricos que
se produjeron en la Edad Moderna. Hay quien estima que estas notas estaban también
implícitas en la etapa histórica anterior, pero ello no contradice la realidad incontestable del
cambio. Es natural la relación entre las distintas épocas históricas. Se ha negado ya la
existencia de cortes bruscos en el proceso histórico. Los cambios, aun siendo
revolucionarios, no significan la ruptura total con lo anterior, ni la aparición de realidades
totalmente nuevas. Por eso suele suceder que los contemporáneos no tengan conciencia de
los fenómenos transformadores. Sin embargo, la observación del historiador, con la ayuda
que representa la perspectiva del tiempo, puede fácilmente apreciar el contenido diverso de
los distintos periodos en los que se suele dividir la Historia. En efecto, por su contenido, la
Historia Contemporánea resulta de más fácil aceptación como unidad monográfica.
Comprende el desarrollo histórico del Nuevo Régimen salido de la crisis de finales del siglo
XVIII y comienzos del XIX, que se contrapone al Antiguo Régimen, anterior a la
Revolución. El concepto de Nuevo Régimen fue fijado por los historiadores de la cultura a
principios de siglo y constituye una realidad histórica coherente, cuyos supuestos políticos,
sociales, económicos e institucionales se han mantenido, cuando menos, hasta la Segunda
Guerra Mundial. Aunque el historiador francés Pierre Goubert puso de manifiesto las
dificultades existentes para conseguir una definición precisa de lo que se entiende por
Antiguo Régimen, aceptaba en líneas generales el criterio propuesto por Tocqueville de
considerarlo como "una forma de sociedad" y añadía que "el Antiguo Régimen es una
sociedad de una pieza, con sus poderes, sus tradiciones, sus usos, sus costumbres, y en
consecuencia, sus mentalidades tanto como sus instituciones. Sus estructuras profundas,
estrechamente ligadas, son sociales, jurídicas y mentales". Pues bien, estas estructuras
murieron, en algunos lugares mediante una lenta agonía, y en otros, con la rapidez que le
proporcionaba la violencia revolucionaria, dando paso a un régimen nuevo que iba
consolidando unas nuevas estructuras a medida que se adentraba en el siglo XIX. José Luis
Comellas ha señalado lúcidamente, en unos cuanto trazos, la personalidad de esta nueva
época: "la inquietud, la búsqueda, la carencia de lo absoluto, la variabilidad de las formas y
de las valoraciones, la incertidumbre, la fuera de lo existencial, el ansia de progreso, son
rasgos reconocibles a lo largo de toda la Edad Contemporánea, lo mismo en la época de las
revoluciones, que bajo el romanticismo, el positivismo o el estruendo de las grandes
guerras mundiales. También en lo estructural o institucional, encontramos como rasgos
comunes la inflación del concepto de libertad, los regímenes liberales y democráticos, el
constitucionalismo, el parlamentarismo, los partidos políticos -larvados o expresos-, el
clasismo social, el capitalismo económico y -larvadas o expresas también- la proliferación
del proletariado, la lucha de clases y las consiguientes teorías o sistemas de corte
socialista". Sin embargo, aunque ninguno de estos rasgos señalados haya perdido del todo
su carácter de contemporaneidad, hoy se tiende a admitir un orden de realidades de
creación más reciente, como elemento definidor de nuestro tiempo. Es más, el hecho de que
los historiadores anglosajones y germanos retrasen el inicio de la Edad Contemporánea
hasta situarlo en un jalón, cuando menos un siglo más cercano a nuestro presente,
constituye la mejor evidencia de que en el tránsito del siglo XIX al XX se produce otro
cambio importante en el proceso histórico. El historiador inglés Geoffrey Barraclough, en
su Introducción a la Historia Contemporánea (Madrid, 1965), se muestra defensor de la
postura de considerar que la Historia Contemporánea comienza cuando los problemas
reales del mundo de hoy se plantean por primera vez de una manera clara. Sin atreverse a
señalar una fecha concreta, Barraclough sugiere que el cambio se produce en los años
inmediatamente próximos a 1890. Es entonces cuando se produce el impacto de la
"segunda revolución industrial", mucho más generalizado que el de la primera. El comienzo
de la utilización del teléfono, la electricidad, los transportes, las primeras fibras sintéticas,
etc., serían buena prueba de ello. La intervención de la masa en la política a partir de los
últimos decenios del siglo XIX, constituye otro importante rasgo diferenciador que permite
a este historiador en esos años un cambio de rumbo en la historia. Y por último, para
señalar solamente las notas más significativas, el cambio operado en las estructuras de las
relaciones internacionales, en el sentido de que Europa, que hasta entonces había ocupado
una posición central en el concierto de la política mundial, se vio desbordada por las
fuerzas externas a ella. Es la etapa que señala The end of European History, como
pomposamente tituló Barraclough una conferencia pronunciada en 1955 en la Universidad
de Liverpool. Sin necesidad de aceptar este criterio que establece el inicio de la Edad
Contemporánea en los últimos años del siglo pasado, no podemos negar la evidencia de las
transformaciones que se producen en ese momento. Esa evidencia nos permite, cuando
menos, justificar los límites de este volumen, no ya en cuanto a su extensión cronológica,
sino también en lo que se refiere a su contenido histórico. Así pues, hay un siglo XIX
histórico, el cual aunque no coincide exactamente con el siglo XIX cronológico, presenta
unos rasgos muy homogéneos y unos límites razonablemente claros que lo distinguen del
siglo de las Luces por su comienzo y del actual por su terminación. Al siglo XIX se le ha
denominado el siglo de las revoluciones liberales y burguesas, y, en efecto, se abre con ese
fenómeno de capital importancia para la historia universal como es la Revolución Francesa,
cuyas secuelas se dejan sentir en muchos países del mundo a lo largo de toda la centuria y
que en definitiva terminan por consolidar una serie de cambios profundos en la
organización de la sociedad, en los sistemas políticos y en la propia dinámica de la
economía.

Crisis del Antiguo Régimen


Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1750
Fin: Año 1789

Europa era a finales del siglo XVIII un continente en el que se detectaban ciertos síntomas
de cambio en sus estructuras sociales, políticas y económicas. Su población había
aumentado considerablemente a lo largo de toda la centuria y ese crecimiento, que había
sido debido más a la disminución de la mortalidad que al aumento de la natalidad, podía
estimarse en alrededor de 60.000.000 de almas. Ese crecimiento contrastaba con la relativa
estabilidad demográfica que se había registrado en los siglos anteriores y fue Malthus con
la publicación de su Ensayo sobre la ley de la población, a finales del XVIII, quien llamó la
atención sobre ese fenómeno. La revolución demográfica del siglo XVIII favoreció el
rejuvenecimiento de la población europea, que imprimió un mayor dinamismo al proceso
histórico y contribuyó, junto con otros factores económicos e ideológicos, al progresivo
deterioro de las estructuras sociales que habían permanecido casi invariables en el curso de
las últimas centurias. Estas estructuras estaban basadas originariamente en un sistema
funcional mediante el cual cada grupo social cumplía con una misión determinada y, al
mismo tiempo, se les reconocía jurídicamente unos privilegios determinados. De esta
forma, el conjunto social se hallaba dividido en tres órdenes, cada uno de los cuales tenía
unos deberes que cumplir y al mismo tiempo podía disfrutar de unos derechos. El primero
de estos órdenes o estamentos era el eclesiástico. Sus miembros pertenecían a una
institución -la Iglesia- cuya finalidad era la de iluminar a los fieles en el camino de la
salvación eterna. Instruían al conjunto de la sociedad, no solamente en el terreno de la
espiritualidad, sino que también ejercían una labor semejante en el terreno de la cultura y de
las ciencias. Durante la Edad Media, la Iglesia fue el único estamento docente y a pesar de
la secularización de la enseñanza que comenzó a registrarse a partir del Renacimiento, los
eclesiásticos continuaron desempeñando una importante labor en la transmisión de la
cultura desde los centros de primeras letras hasta las Universidades y otros centros de
enseñanza superior. A cambio de esta dedicación a la sociedad en el aspecto educativo, la
Iglesia era sostenida por la propia sociedad. Eso quería decir que a la Iglesia se le reconocía
una serie de privilegios entre los que no era el menos importante el estar exenta del pago de
impuestos. La nobleza constituía, después del clero, el segundo orden del Estado durante el
Antiguo Régimen. La nobleza era originariamente el brazo armado de la sociedad, por
cuanto tenía como función su defensa frente a los enemigos interiores y exteriores. Tenía la
obligación de servir al monarca cada vez que éste reclamase sus servicios y debía colaborar
en el mantenimiento de la integridad del reino. Como compensación a este tutelaje, la
nobleza recibía por parte de los miembros del conjunto social una parte de sus frutos y de
su trabajo así como el reconocimiento por la Corona de una serie de exenciones y
privilegios, entre los cuales estaba también el de no pagar impuestos. El tercer estamento
era el más complejo y heterogéneo por ser aquel que integraba a todo el resto de la sociedad
y estaba formado por su inmensa mayor parte. La mayoría de sus miembros eran
campesinos, aunque también formaban parte de este grupo los artesanos, los comerciantes y
todos aquellos que desempeñaban alguna actividad laboral. El estado llano -o el tiers état,
como se le denominaba en Francia durante el Antiguo Régimen- tenían el derecho a ser
defendido por la nobleza y a ser instruido por el clero, pero a cambio tenía que sostener a
ambos con su trabajo, con sus prestaciones y, sobre todo, con sus impuestos. Esta
organización de la sociedad respondía a unas necesidades que había que atender en un
determinado momento histórico que se remonta a la época medieval. Posteriormente, con el
transcurso del tiempo, esa división de funciones, que no tenía por qué implicar ningún
elemento de jerarquización, fue tergiversándose de tal manera que los dos primeros
estamentos fueron perdiendo su noción de servicio, aunque, eso sí, se las arreglaron para
retener sus privilegios y exenciones. Así pues, cuando llegamos al siglo XVIII, nos
encontramos con dos estamentos sociales privilegiados, encumbrados en la parte superior
de la pirámide social -la nobleza y el clero- que siguen sin pagar impuestos, mientras que el
pueblo -que ya no es defendido ni instruido por ambos- sigue sosteniendo en exclusiva con
sus contribuciones los gastos del Estado y realizando una serie de prestaciones a sus
señores seglares y eclesiásticos. Sin embargo, no hay que pensar que en la Europa del
Antiguo Régimen no existía una homogeneidad en las estructuras sociales. La diversidad
era importante en las distintas zonas del continente, de acuerdo con la evolución de su
respectivo proceso histórico. Los países occidentales, romanizados desde el siglo I de
nuestra era, presentan una sociedad más evolucionada que aquellos situados al este del río
Elba, que no tuvieron contacto con la civilización latina y con el cristianismo hasta los
siglos IX o X. En la Europa occidental, el sistema feudal sólo significaba que el señor tenía
un dominio eminente sobre las tierras por el que recibía una serie de prestaciones por parte
de los campesinos. No existía la servidumbre, salvo en lugares muy localizados y el
labrador disfrutaba de una libertad que le permitía disponer de la tierra para legarla,
venderla o repartirla a su antojo, sólo con pagar unos derechos de cambio de propiedad al
señor. Sin embargo, al otro lado del Elba, el régimen agrario presentaba unas características
bien diferentes y por consiguiente también la estructura social era distinta. La tierra
pertenecía al señor, y éste no sólo tenía la propiedad eminente, sino la propiedad efectiva.
La servidumbre del campesino se hallaba generalizada y en Rusia, por ejemplo, todo
campesino podía considerarse un siervo en el siglo XVIII, y una cosa parecida ocurría en
Polonia, en Prusia y en Hungría. El campesino no podía disponer de la tierra y los señores
tenían un poder casi absoluto. Así pues, mientras que al oeste del Elba existía una compleja
sociedad cuyos intereses se hallaban perfectamente entrelazados, lo que permitía una cierta
movilidad, en la Europa oriental la sociedad era completamente cerrada y los señores
ejercían un dominio sobre los siervos campesinos sin que existiese ninguna clase
intermedia. En lo que se refiere a los sistemas políticos, predominaban en la última fase del
Antiguo Régimen las monarquías absolutas. El soberano, que poseía su poder por derecho
divino, acumulaba en su persona la potestad de hacer las leyes, de aplicarlas y de
determinar si esas leyes habían sido, o no, cumplidas. Es cierto que la complejidad de los
Estados modernos les había obligado, cada vez más, a delegar estos poderes en una
compleja maquinaria burocratizada cuyo funcionamiento les apartaba progresivamente de
su ejercicio real. Pero eso no significaba una renuncia a su soberanía, más bien por el
contrario podría decirse que en el siglo XVIII se reforzó el poder absoluto de las
monarquías, respaldadas por las corrientes de pensamiento de la época representadas por
los "philosophes". Voltaire proponía como ejemplo a los reyes la monarquía absoluta
-aunque ilustrada- de Luis XIV. El despotismo ilustrado, ese extraño y contradictorio
maridaje entre absolutismo y racionalismo que, según Fritz Valjavec, llevaba en sí mismo
el germen de la descomposición, terminaría por debilitar a la monarquía del Antiguo
Régimen hasta convertirla en una fácil presa del embate revolucionario. La característica de
la política económica imperante durante el Antiguo Régimen era el intervencionismo del
Estado mediante la creación de monopolios, la imposición de tasas de precios y salarios y el
excesivo reglamentarismo sobre todos los mecanismos de producción, comercialización y
venta en cada país, así como de los flujos de importaciones-exportaciones con otras
naciones del mundo. El aumento demográfico del siglo XVIII y la necesidad de encontrar
más medios para alimentar a los nuevos consumidores, obligaron a remover obstáculos,
como las formas estancadas de la propiedad o los modos corporativos de trabajo, que
rompían las viejas formas que habían prevalecido en la economía durante siglos. La presión
ejercida por el fenómeno del aumento demográfico dio origen en muchos países a medidas
tendentes a sacar mejor provecho de tierras que, en manos de propietarios negligentes o
incapaces, daban menor rendimiento del debido. Eran propietarios de grandes extensiones
de tierras que no tenían el capital necesario para poner en cultivo nuevas parcelas o para
modernizar sus explotaciones. Además, con frecuencia, no podían enajenar una parte de sus
propiedades para cultivar mejor el resto, porque se trataba de tierras amortizadas o de
manos muertas. Durante la segunda mitad del siglo XVIII se dio en países como Francia,
Italia o España, una verdadera lucha por la desamortización de tierras pertenecientes
fundamentalmente a la Iglesia. La extensión de los cultivos y, sobre todo, las nuevas
técnicas, tuvieron una gran repercusión en el ritmo de vida de los campesinos. Toda esta
gran revolución agrícola fue impulsada por los teóricos, que tanto en Inglaterra (Backewell,
Townsend, Young), como en Francia (Quesnay, Dupont de Nemours), Italia (Genovesi,
Galiani, Verri) o España (Campomanes, Jovellanos), contribuyeron a difundir la idea de la
necesidad de tomar medidas para mejorar la producción mediante la ruptura de los viejos
esquemas económicos. Por otra parte, la presión demográfica no sólo fue uno de los
factores que determinó la revolución agraria, sino que fue también el origen de una
revolución industrial que comenzó en el siglo XVIII y que continuó durante el siglo XIX.
La revolución industrial fue más consecuencia de las necesidades de los hombres que de los
avances de las ciencias, pero su aparición se debió a la confluencia de esos dos fenómenos
distintos. Así pues, a partir de 1760, sobre todo en Inglaterra, pero también en Francia, en
los Países Bajos y en los países alemanes y austríacos, se produjo un gran avance de la
industria, especialmente de la textil y la metalúrgica. La invención de los telares mecánicos
como la spinning jenny (1765), la water -frame (1768) y la mule jenny (1779) y de la
máquina de vapor (1784) tuvieron gran incidencia en la producción y contribuyeron a
cambiar la vida del hombre en aquellos países del mundo occidental donde esos inventos
pudieron ser aplicados entre los últimos años del siglo XVIII y comienzos del XIX.

Estudios recientes sobre la Revolución


Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1789
Fin: Año 1801

La Revolución francesa ha sido tradicionalmente considerada como un mito, como un


fenómeno histórico de repercusión extraordinaria en todo el mundo y que verdaderamente
contribuyó de manera sustancial a cambiar la forma de vida del hombre sobre la tierra. La
Historia quedó dividida, desde que se produjo aquel acontecimiento, en dos fases: lo que
ocurrió antes y lo que ocurrió después de 1789. Todavía, hace pocos años, el historiador
francés Pierre Chaunu escribía: "La Revolución sigue siendo, después de dos siglos, la
referencia privilegiada de nuestro pasado... el mito fundador de la nación". Eso explica la
desmesura bibliográfica en torno a la Revolución francesa. Los diez años que duró han
suscitado más bibliografía que los trescientos años de Monarquía. Todavía hoy, el año de su
estallido disfruta de veinticinco o treinta veces más páginas dedicadas que cualquier año del
siglo XIX o del siglo XVIII. La media de utilización de cualquier documento conservado es
de quince o veinte veces superior para los diez años de Revolución que para el siglo
anterior o posterior. Por si fuera poco, la reciente celebración del Bicentenario de la
Revolución produjo tal abundancia de literatura histórica que difícilmente puede ser
abarcada por un solo lector. Ahora bien, la historiografía sobre la Revolución francesa no
sólo destaca por su sobreabundancia sino por la controversia que su interpretación ha
suscitado siempre por parte de los historiadores de las diferentes escuelas e ideologías. En
efecto, desde el mismo momento en que el fenómeno revolucionario fue tratado como
objeto de análisis histórico -y eso comenzó a producirse el mismo año de 1789 cuando
Lescène des Maisons publicó su Histoire de la Révolution Française- ha tomado una
posición determinada, dándole interpretaciones diversas y, a menudo, contrapuestas. El
hecho revolucionario de 1789 abrió, pues, desde el principio, un violento debate e inauguró
agrias luchas políticas e ideológicas que se han prolongado durante décadas, e incluso
durante siglos. Habría que hacer caso a Jacques Godechot cuando afirmaba que para
conocer verdaderamente la Revolución habría que prescindir de tanta literatura histórica y
acudir directamente a la documentación dejada por los actores y testigos de aquella gran
época. Sin embargo, eso también resultaría imposible, pues el mismo Godechot reconocía
que esa documentación era tan ingente (270 volúmenes de los debates de la Asamblea
Legislativa, 90 de los Archivos parlamentarios, 30 de las Actas del Comité de Salud
Pública, etc.) que resulta prácticamente inviable estudiar la Revolución con un "espíritu
nuevo". Hay que recurrir necesariamente a los relatos existentes sobre la Revolución, de
manera que, conscientemente o no, uno se impregna de la tendencia o de la posición
tomada por los historiadores que anteriormente han abordado su problemática. Para
comprender la Revolución francesa hace falta, pues, analizar el enfoque de los historiadores
que la han estudiado. Pero resultaría imposible estudiarlos aquí a "todos" desde 1789. Por
eso nos vamos a limitar al estudio de los que más recientemente han dado lugar a una de las
controversias historiográficas más apasionadas de nuestro tiempo. Uno de los puntos más
calientes en el que se centra la polémica de los historiadores es el de la unidad de la
Revolución francesa, o la existencia de varias revoluciones superpuestas que se
desencadenan con cierta independencia a partir de 1789. La primera de estas tesis, es decir,
la de la Revolución francesa como una unidad en su conjunto, fue ya expresada claramente
por Clemenceau en 1897, al considerarla como un bloque: "La Révolution est un bloc".
Esta afirmación fue reforzada por la interpretación marxista, que veía en la Revolución una
revolución burguesa-capitalista en la que la fase del terror formaba parte de ella como un
componente necesario de la misma. Así pues, desde el punto de vista marxista, la
Revolución francesa sólo podía aceptarse como un bloque. El representante más
caracterizado de esta interpretación fue Albert Soboul, quien afirmó rotundamente que "La
Révolution est bien un bloc: antiféodale et bourgeoise á travers ses péripeties diverses". La
Revolución francesa es esencialmente, desde ese punto de vista, una revolución burguesa
que sólo se explica en último término por una contradicción entre las relaciones de
producción y el carácter de las fuerzas productivas. Ya Marx y Engels, en el Manifiesto
comunista, habían señalado que los medios de producción sobre cuya base se había
construido el poder de la burguesía se habían creado y desarrollado en el interior mismo de
la sociedad feudal y que a finales del siglo XVIII, el régimen de la propiedad, la
organización de la agricultura y de la manufactura no correspondían ya a las fuerzas
productivas en plena expansión y constituían un obstáculo para la producción. "Hacía falta
romper las cadenas -escribían los autores del Manifiesto- se rompieron". Después de esta
interpretación, autores como Jaurès y Mathiez vinieron a abundar en esta interpretación, de
manera que el planteamiento de Albert Soboul, y aún más recientemente de Mazauric o
Vovelle, no es enteramente original, aunque han acertado a formularlo con mayor rigor
metodológico y con estilo más moderno. Los sostenedores de la otra teoría, lo que algunos
llaman interpretación estructuralista de la Revolución francesa, parten de una abundante
documentación con el deseo de llenar los vacíos existentes aún en la investigación, a pesar
de la abundantísima bibliografía sobre el tema a la que ya se ha aludido más arriba. Su
propósito es el de prescindir de los postulados ideológicos para llegar a una interpretación
estrictamente científica con los métodos ejercitados en la resolución de cuestiones sobre
historia social, económica, de las instituciones y de las mentalidades colectivas. En
definitiva, lo que tratan estos historiadores es de objetivar la discusión científica utilizando
un vocabulario adecuado a los testimonios de las fuentes; separando las interpretaciones
retrospectivas y contemporáneas de la auténtica existencia de las ideas, acciones y
acontecimientos de la Revolución y clasificando estas ideas, acciones y acontecimientos en
el marco de la historia del siglo XVIII. Los historiadores más representativos de esta
tendencia son François Furet y Denis Richet, de la llamada escuela de Annales, la revista de
economía, sociedad y civilización, que fue fundada en 1929 por los historiadores Marc
Bloch y Lucien Febvre y que contribuyó con eficacia a renovar la metodología histórica en
las últimas décadas. A partir del análisis del proceso revolucionario, Furet y Richet llegan a
la conclusión de que en 1789 surgieron paralelamente tres revoluciones diferentes: la de los
diputados en Versalles, la de las capas bajas y pequeño-burguesas en las ciudades (como en
París) y la de los campesinos. La Revolución fue, según estos historiadores, una revolución
burguesa sólo en tanto que fue un arranque reformista liberal de las élites de los tres
estamentos, un movimiento dirigido contra todo tipo de privilegios, que intentó el
establecimiento de la igualdad y seguridad personal en la legislación. Pero afirman que eso
no obsta para que se admita la especificidad de los movimientos campesinos y los
movimientos urbanos. Cuando, una vez que se produjo el estallido de la Revolución de
1789, los movimientos campesinos y los de los sans culottes desarrollaron su propia
dinámica, a partir de 1792, comienza para Furet y Richet el "dérapage" (deslizamiento) de
la Revolución. Furet y Richet no ven en las luchas políticas de 1792-1794 el punto
culminante de la revolución burguesa -como ocurre con la interpretación marxista-, sino
una interrupción de la revolución burguesa, un intermedio innecesario y sin consecuencias
para la evolución del siglo XIX burgués. Para estos dos historiadores, las luchas de esta
época son luchas por el monopolio del ejercicio del poder entre agrupaciones políticas
competidoras. Los "montañeses" buscaron el apoyo de los "sans cultotes" parisinos y de
una parte del campesinado. En realidad, la lucha que esos montañeses mantuvieron con los
"girondinos" eran enfrentamientos que carecían de una dimensión social más profunda.
Todos los dirigentes de los grupos de la Convención procedían del mismo sustrato social,
es decir, de la burguesía. Habían recibido la misma formación y pertenecían todos a
profesiones burguesas intelectuales, predominando las jurídicas. Aunque algún historiador
como Mathiez (Girondins et Montagnards, París, 1930) se esforzase en demostrar que entre
girondinos y montañeses había un antagonismo social, porque -según ellos- los primeros
pertenecían a la gran burguesía de negocios y los segundos eran hombres de leyes,
pequeños comerciantes y artesanos, en realidad no hay que exagerar esta diferencia en
cuanto a su reclutamiento. Los "sans cultotes" constituían, por su parte, un grupo
heterogéneo y no una clase, en el sentido marxista del término. Ese grupo estaba formado
por trabajadores independientes, artesanos y obreros. En definitiva, era como una micro-
élite de los barrios de París. Su revolución se unió con la lucha por la lucha por el poder del
grupo parlamentario dirigido por Robespierre, lo cual le permitió establecer su dictadura y
hacer frente al peligro exterior. Sus aspiraciones fueron traducidas por hombres que habían
comprendido sus deseos, pero que no pertenecían a su grupo; un médico, Marat; un
abogado de éxito, Robespierre; un desclasado convertido en periodista, Hébert; un
sacerdote, Jacques Roux. En cuanto al campesinado, lo primero que habría que saber es
hasta qué punto la relación entre los señores propietarios de la tierra y los "tenanciers"
(vasallos) era una relación de presión agobiante que afectaba a la vida diaria del campo.
Soboul afirma que la existencia del impuesto territorial había dominado generalmente la
vida campesina del Antiguo Régimen. Furet, por su parte, cree que el impuesto territorial
que pagaban los campesinos y que ingresaban los señores no era el más importante y que
fue superado en el siglo XVIII por los impuestos reales. Lo que ocurre en realidad es que,
aunque parezca mentira, hay todavía lagunas en la investigación de estas cuestiones, que no
permiten a los historiadores llegar a conclusiones ciertas y rigurosas sobre la situación del
campesinado francés en este momento. Habría que determinar en primer lugar el número de
campesinos sometidos a vasallaje en relación con el número total de trabajadores agrícolas.
Después habría que determinar también qué parte de los impuestos del "tenancier" tenía
que tributar al señor, en dinero y en especie, qué parte al Estado y qué parte a la Iglesia
("dimes"). Hasta ahora se han estudiado casos aislados, pero no se sabe hasta qué punto son
representativos. Por otra parte, hay que tener en cuenta que existen limites para una
investigación de este tipo, ya que a lo largo de la Revolución se perdió mucha
documentación sobre estas cuestiones como consecuencia de los asaltos de los campesinos
a las residencias feudales en el verano de 1789 y a raíz de algunos decretos de la
Convención en los años 1793 y 1794, en los que se ordenó la destrucción de todos los
documentos referentes a derechos feudales. Aun así, contando con estas carencias, podemos
saber que, por lo pronto, la abolición de los derechos señoriales por parte de la Asamblea
Nacional, el 4 de agosto de 1789, no se realizó por un estallido espontáneo del idealismo
por parte de una asamblea compuesta por nobles, clero y burgueses, ansiosos por liberar al
oprimido campesinado de sus cargas. Esa abolición fue una medida destinada a limitar y
controlar la extendida y alarmante revuelta campesina de la primavera y comienzos del
verano de 1789. Que la revuelta campesina iba, por tanto, por otro camino que el de los
intereses de la burguesía, lo puso ya de manifiesto el historiador inglés Alfred Cobban
(Interpretación social de la Revolución francesa) cuando afirmaba que "La abolición de los
derechos señoriales fue obra del campesinado: algo aceptado contra regañadientes, contra la
propia voluntad, por los hombres que redactaron los cahiers rurales y urbanos del baillage.
Algo que le vino forzado a la Asamblea Nacional por el temor que le inspiraba la misma
revuelta de los campesinos... De lo cual se deduce -concluía Cobban- que el derrumbe del
feudalismo a manos de la burguesía, reviste en gran medida la apariencia de un mito". Y
eso es así, porque la Revolución no fue antifeudal, en el sentido de que lo que quedaba en la
Francia de 1789 ya no era exactamente feudalismo; ni burguesa, en cuanto que no la
hicieron burgueses en el sentido exacto de la palabra. La tesis parece convincente, aunque
puede resultar exagerada. Posteriormente, determinados autores franceses han hecho el
mismo reconocimiento, empezando por Furet y Richet y terminando por Emmanuel Leroy
Ladurie, para quien "la burguesía que hizo la Revolución no es una clase capitalista de
financieros, comerciantes e industriales, que entonces eran apolíticos o aristócratas. La
burguesía se componía entonces de oficiales, médicos, intelectuales, cuya misión no podía
consistir en alimentar una revolución industrial". Y efectivamente, cada vez se tiende a
admitir en mayor grado que la Revolución política retrasó en Francia la revolución
industrial, al contrario de lo que pasó en Inglaterra. Así pues, en la burguesía revolucionaria
hubo hombres de negocios, pero fueron una minoría. La mayor parte de los hombres que
dirigieron la Revolución se reclutó entre los profesionales, los abogados, los médicos, los
intelectuales, los funcionarios de la administración territorial o local, y -dado su número en
proporción nada despreciable- ex-privilegiados de ideas progresistas. Michel Vovelle, para
salvar esta realidad incontestable, introduce un término que intenta obrar de mediador:
habla de "burguesía de servicios", que, aunque como simple expediente para resolver el
contencioso, puede ser aceptado. Pero Vovelle se siente obligado a retomar, aunque sólo
sea parcialmente, la concepción marxista al atribuir a esa burguesía una "posición de
dominación económico-social en la esfera de las relaciones sociales capitalistas". Sin
embargo, resulta difícil admitir un concepto de plusvalía en los honorarios de un médico o
un abogado; más aún en los de un intelectual, y nada digamos ya en los de un funcionario
de la administración. Precisamente, muchos de estos burgueses no son explotadores, sino
que se sienten explotados o mal pagados: son los "resentidos" de que habla Brinton, o los
que "no han llegado" a que se refiere Godechot. Se atribuyen el mérito, no la riqueza. En
suma, el eje dominante en los hechos revolucionarios va a estar más o menos controlado
por un grupo social e intelectual que prefiguraba lo que en el siglo XIX se llamaría "las
capacidades". En él estaba la base del liberalismo histórico que quedaría después de la
Revolución. ¿Cuál es el balance que puede hacerse hoy de la Revolución francesa de 1789?
Lo primero que salta a la vista al manejar la bibliografía a que ha dado lugar la celebración
de su bicentenario, es su desmitificación. La Revolución no es ya considerada
unánimemente como el hecho más positivo y sobresaliente de la Historia francesa. Incluso
la crítica ha llegado a utilizar la palabra genocidio para calificar los efectos que la
Revolución tuvo para los franceses que no aceptaron sus postulados. Un millón y medio de
muertes, causadas por aquellos acontecimientos. Asimismo se ha llegado a afirmar que la
Revolución francesa lo que hizo fue retrasar el avance de la sociedad francesa, que se
hubiese producido de forma más rápida y sin sobresaltos de no haberse originado el corte
de 1789. Pero hay que entender que todas estas posiciones maximalistas han sido más bien
producto de las circunstancias vividas durante la celebración de su doscientos aniversario.
Una conmemoración histórica se convirtió también en un debate político y eso hizo que los
historiadores se sintiesen llevados a decir cosas nuevas, incluso a costa del rigor y de la
objetividad que debe presidir el trabajo científico. Sin embargo, si prescindimos de las
modas historiográficas, de la presión a la que en casos como éste se ve sometida la labor del
historiador, y nos atenemos al análisis de los hechos, parece claro que la Revolución
francesa, vista desde nuestros días, puede ser considerada como un conjunto de realidades
entrelazadas entre sí, que altera bruscamente el curso de la Historia y constituye uno de sus
episodios más grandiosos y dramáticos. En este sentido, no existe demasiado inconveniente
en admitir la existencia de un solo capítulo revolucionario capaz de comprender a todo ese
conjunto de hechos relacionados entre sí. Pero si atendemos a sus actores, a las instancias
que los mueven y a los objetivos que persiguen, parece inevitable reconocer la existencia de
varios hechos revolucionarios, no sólo diferenciados, sino incompatibles entre sí. Que el
resultado de todo aquel conjunto de acontecimientos acabara en un tipo de realidades
concretas, no es producto de una necesidad histórica, sino que deriva de los aciertos y los
errores, o de las fuerzas puestas en juego por la libertad de los hombres. Hubo
"deslizamiento" si por tal se entiende que el proceso revolucionario llega a extremos no
previstos por sus primeros iniciadores y si las consecuencias últimas no están en relación
con las causas que provocaron el desencadenamiento. Ello no impide, en sentido contrario,
que unas revoluciones posibiliten o disparen las que les siguen. Muchas de ellas ni hubieran
podido plantearse como se plantearon sin la presencia, el ejemplo, o el influjo de otra
anterior. No se establece entre ellas una estricta relación de causalidad: sí, a juzgar por el
propio desarrollo de los hechos, de ocasionalidad. En esto reside, probablemente, el
principal vínculo que las comprende.

La Monarquía en Francia
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1789

La Monarquía del Antiguo Régimen en Francia era una Monarquía absoluta. Eso quería
decir que el rey era el único que detentaba la soberanía. "El poder soberano reside
únicamente en mi persona", había declarado Luis XV en 1766. El Rey no debía dar cuenta
a nadie de su actuación, excepto a Dios. En él residían el poder legislativo, el ejecutivo y el
judicial, aunque la complejidad de la tarea de gobierno había dado lugar a la creación de un
complicado aparato burocrático y administrativo manejado por una pléyade de funcionarios
de distinto niveles que también dependían en último término del monarca. A la cabeza de
esta maquinaria se hallaban el canciller de Francia, que era el guardián del Sello; el
intendente general de Hacienda y los secretarios de Guerra, Marina, Asuntos Exteriores y el
de la Casa del rey. Existía también un Consejo Supremo, del que formaban parte personajes
de la alta nobleza, que tenía carácter deliberativo. Este Consejo debía estar presidido por el
rey en persona, pero éste fue adoptando la costumbre de ausentarse de sus reuniones, con lo
que sus atribuciones fueron quedando cada vez más en manos de los principales ministros,
y no era infrecuente el choque entre éstos y los consejeros. Elemento clave en la
gobernación del reino era la figura del intendente. Francia se dividía en treinta y dos
intendencias desde la época de Luis XIV. Los intendentes eran los representantes reales en
cada una de estas circunscripciones administrativas, y muchos de estos cargos fueron
copados por la nobleza. En general, el sistema había demostrado ser eficaz para el control
de la administración provincial y su creación había constituido un paso importante para la
modernización de la administración francesa. Tanto es así que el modelo, con sus naturales
variantes, fue exportado a países como España. Con todo, la administración territorial
tropezaba con los obstáculos que representaban las múltiples jurisdicciones exentas y leyes
especiales que existían todavía en Francia. En efecto, algunos territorios conservaban
formas de gobierno distintas, como en el Languedoc, donde gobernaban los obispos, o en
Bretaña, donde lo hacía su nobleza. En otros lugares, como en Lyon o en Marsella, las
corporaciones o las asociaciones de comerciantes constituían un poder semi-independiente
en virtud de sus estatutos especiales. Además, desde su creación, los intendentes habían ido
convirtiéndose más en defensores de los intereses locales que en representantes del poder
real que los había nombrado. Sin embargo, como señala Vovelle, ese cambio no había sido
acompañado por un aumento de la estima de sus gobernados: "estos agentes del
absolutismo real llevaban consigo el descrédito del sistema que representaban, y se
condenaba el "despotismo de los intendentes". La justicia estaba en manos de los trece
Parlamentos, que tenían además competencias sobre otros asuntos, como era el de registrar
o detener las órdenes reales. El más importante de todos era el Parlamento de París, que se
componía de una Gran Cámara asistida por otras de información y de demanda. Estaban
integradas por lo que podríamos denominar como oligarquía judicial, es decir, un cuerpo de
altos funcionarios que conseguían sus cargos con carácter hereditario y disfrutaban de
ciertos privilegios aun sin pertenecer a la nobleza de sangre. Aunque los Parlamentos
detentaban su poder en virtud de la delegación real y por consiguiente eran -al menos
teóricamente- instrumentos del absolutismo regio, la venalidad de los oficios y la propiedad
de los cargos, les habían llevado a convertirse en elementos de oposición a la Monarquía.
Los Parlamentos habían sido suprimidos durante el reinado de Luis XV a causa de los
muchos problemas que habían planteado, pero fueron restablecidos a comienzos del reinado
de Luis XVI para complacer a la nobleza. La medida, que suscitó manifestaciones de
júbilo, condenaba sin embargo cualquier tentativa de reforma del régimen. La arrogancia de
los Parlamentos frente al poder real, sería por otra parte una de las causas de la crisis de la
Monarquía. A la cabeza de toda aquella organización se hallaba desde 1774 el monarca
Luis XVI. Era nieto de Luis XV y había accedido al trono cuando sólo tenía veinte años.
Por sus rasgos físicos -nariz gruesa, complexión voluminosa y rostro inexpresivo- y por sus
aficiones -ejercicios al aire libre y pasión por la caza- podría decirse que era un típico
Borbón. Sin embargo carecía de la prestancia real de Luis XIV y de Luis XV. En un
principio se consagró a sus deberes con una gran dedicación, pero su ingenuidad y sus
escrúpulos de conciencia contribuyeron a hacer más dubitativa todavía su débil voluntad y
a dejarse influir por el ambiente que le rodeaba. Mostró una especial inclinación por las
intrigas palaciegas, por los informes secretos y por los chismes cortesanos, lo que le fue
restando cada vez más el respeto de sus súbditos. Su esposa, María Antonieta, era hija de la
Emperatriz de Austria, María Teresa, y aunque más tarde dio prueba de un carácter fuerte,
ofreció la imagen en un principio de una joven frívola y caprichosa. En realidad, su vida
conyugal fue bastante desgraciada y eso la llevó a encerrarse en un círculo de amigos, del
que quedaron excluidos muchos personajes de la Corte. Esa situación contribuyó a crearle
un clima de rechazo y de impopularidad que quedó reflejado en el apodo de "La austriaca"
con el que se la conocía. Sus problemas sentimentales le hicieron adoptar una conducta
reaccionaria e intransigente en el ejercicio del poder que detentaba. En Versalles, rodeando
a la pareja real, existía toda una cohorte de príncipes y princesas de sangre real y una
numerosa pléyade de nobles aduladores e inútiles cuyo sostenimiento suponía la duodécima
parte de las rentas del reino. El esplendor y el lujo de la Corte de Versalles concitó la crítica
popular, que fue movilizándose en contra suya a medida que la crisis económica iba
agudizándose.

La sociedad
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1789

La sociedad francesa respondía en 1789, al menos desde el punto de vista jurídico, a la


estructura tradicional del Antiguo Régimen, en el sentido de que era una sociedad
esencialmente aristocrática en la que el privilegio del nacimiento y la propiedad agrícola
constituían su pilar básico y su fundamento. En la cúspide de la pirámide social se hallaba
la nobleza. Su número podría calcularse en esta época en unos 350.000 individuos, es decir,
aproximadamente el 1,5 por 100 del total de la población francesa. Todos los nobles
poseían privilegios honoríficos, económicos y fiscales, y en su conjunto poseían la quinta
parte de las tierras del reino. Ahora bien, la nobleza no constituía un orden social
homogéneo ya que existían notables diferencias entre los distintos grupos que la integraban.
Entre ellos, destacaba la nobleza de Corte, alrededor de 4.000 personas que vivían en
Versalles junto al rey y disfrutaban de un tren de vida y de un lujo que no siempre
respondía a su verdadera situación económica. Algunos de estos nobles comenzaron un
acercamiento a la burguesía de las finanzas y de los negocios con el objeto de buscar un
camino que les permitiese salir de sus dificultades. La nobleza provinciana era distinta,
pues solía vivir entre sus campesinos y los derechos feudales que recibían de éstos eran su
principal sostén. Sin embargo, como estos derechos se hacían efectivos en metálico y en
unas cantidades que habían sido pactadas hacía mucho tiempo, significaban ya muy poco
en 1789 a causa de la depreciación del valor del dinero y del aumento del coste de la vida.
Por esa razón sus dificultades económicas eran aún más graves que las de la nobleza
cortesana. Numéricamente eran el grupo más importante, pero su influencia era muy
inferior a la de la gran nobleza. Por otra parte, existía una "nobleza de toga", salida en el
siglo XVI de la alta burguesía y que ya en el XVIII tendía a confundirse con la nobleza de
espada. Ocupaba los cargos burocráticos y administrativos y sus puestos se transmitían de
padres a hijos. Si en su composición el orden social nobiliario presentaba notables
diferencias, también existía una variedad en cuanto a su mentalidad y a sus intereses. La
nobleza de Corte, influenciada por las ideas de la Ilustración, era la principal beneficiaria de
los abusos de la Monarquía y sin embargo criticaba al sistema sin darse cuenta que
cualquier cambio redundaría en su propio perjuicio. Por su parte, la nobleza provinciana era
completamente reaccionaria, pero se oponía al absolutismo. El orden social más
antiguamente constituido era el clero. Su número ascendía a unas 120.000 personas, es
decir, aproximadamente el 0,5 por 100 de la población. Su base económica residía en la
percepción del diezmo y en sus propiedades rurales y urbanas. En total, se estima que la
Iglesia poseía un 10 por 100 del total de las tierras en Francia. El "alto clero", compuesto
por los obispos, arzobispos, canónigos y otras dignidades, se reclutaba exclusivamente
entre la nobleza y su forma de vida no tenía nada que envidiarle a ésta. También, por su
mentalidad, estaban estrechamente unidos al sistema social del Antiguo Régimen. Por el
contrario, el "bajo clero" procedía de las capas inferiores de la sociedad y su penuria
económica era también comparable a la de los seglares de su mismo estrato social. Por su
situación fueron fácilmente ganados por las ideas reformistas y muchos de ellos se
convirtieron en portadores de las aspiraciones populares. El clero regular estaba integrado
por unos 25.000 religiosos y unas 40.000 religiosas. A finales del siglo XVIII este sector
del clero atravesaba por una grave crisis a causa de su decadencia moral y de la relajación
de su disciplina, y era muy criticado por las abundantes riquezas que administraba. La
población francesa no integrada ni en la nobleza ni en el orden eclesiástico formaba parte
del Tercer Estado. Era el grupo social más heterogéneo de todos y representaba la inmensa
mayoría de la nación, es decir, más de 24.000.000 de personas a finales del Antiguo
Régimen. Comprendía a las clases populares campesinas y urbanas, a la pequeña y mediana
burguesía, compuestas por los artesanos y comerciantes, así como a muchos de los
profesionales liberales: abogados, notarios, médicos, profesores. En el estrato superior de
este grupo, se situaba la alta burguesía de las finanzas y el gran comercio. Lo que unía a los
diversos elementos del Tercer Estado era la oposición a los privilegiados y la reivindicación
de la igualdad civil. Era una auténtica nación en sí mismo, como diría Sièyes en su famoso
folleto Qu´est-ce que le Tiers Etat? Las ciudades eran el dominio de la burguesía y
representaban el símbolo de la expansión y del fortalecimiento de este grupo, cuyo único
límite lo constituía la barrera del nacimiento. Las riquezas y las formas de vida de la gran
burguesía de negocios eran equiparables y a veces superiores- a las de la gran nobleza, con
la que había, incluso, establecido lazos familiares en su afán por ascender a lo más alto de
la cúspide social. Sus negocios financieros en la capital o el floreciente comercio mantenido
a través de los puertos marítimos de Burdeos, Nantes o La Rochelle, con las islas del
Caribe, les proporcionaba cuantiosos beneficios que empleaban en la compra de tierras o en
la financiación de la industria naciente. Muy distinta era la pequeña burguesía de los
artesanos, que constituía alrededor de los dos tercios de los efectivos de la burguesía en
general. Sin embargo, como afirma Furet, el sentimiento colectivo de frustración social y su
repulsa a la discriminación contribuyeron a unir a grupos tan diversos. Esta categoría social
estaba ligada a las formas tradicionales de la economía, al pequeño comercio y a la
artesanía, caracterizadas por la dispersión de los capitales así como de la mano de obra
esparcida en pequeños talleres. Estos artesanos eran generalmente hostiles a la organización
capitalista de la producción; eran partidarios, no de la libertad económica como la
burguesía de negocios, sino de la reglamentación, que emanaba de los distintos gremios y
corporaciones. Por debajo de la pequeña burguesía estaban las llamadas clases populares
urbanas, las cuales, a pesar de vender su fuerza de trabajo por un pequeño salario no
constituían un verdadero proletariado urbano en el sentido marxista. La diversidad de
condiciones en que se desenvolvía este grupo social les impedía llegar a alcanzar un
verdadero sentimiento de clase. Sus condiciones de vida eran difíciles y constituían un
verdadero termómetro por su sensibilidad ante cualquier crisis de subsistencia o ante la
alteración del nivel de los precios. Por esa razón, afirma François Furet que sus reacciones
colectivas eran más de consumidores que de productores. Es decir, que era más fácil que se
manifestasen por una subida del precio de pan que por una reivindicación de tipo salarial.
Su situación se agravó especialmente en el siglo XVIII a causa del crecimiento de la
población y el aumento de los precios. El asalariado de clientela constituía probablemente
el más importante de las clases populares urbanas: jardineros, cargadores de agua, de
madera, recaderos, etc., a los que se añadía el personal doméstico de la aristocracia o de la
burguesía, particularmente numeroso en algunos barrios de París, como el "faubourg Saint
Germain". Los campesinos constituían en Francia más de las tres cuartas partes de la
población total del reino. Al ser un país esencialmente rural, la producción agrícola
dominaba la vida económica, de ahí la importancia de la cuestión campesina en el proceso
de la Revolución. Los campesinos constituían una población de carácter conservador,
apegada a las tradiciones y a las creencias religiosas, así como a las costumbres ancestrales
que habían ido transmitiéndose de generación en generación. La condición del campesino
era muy variable y dependía de la situación jurídica en la que se encontraba y de su relación
con la tierra que cultivaba. En cuanto a la situación jurídica, había siervos y había
campesinos libres. Sobre los primeros pesaba la "mainmorte", que les obligaba a estar
sujetos al señor y a pagarle derechos importantes. Entre los campesinos libres había
propietarios de pequeñas explotaciones familiares, dueños de la tierra y del producto de la
tierra que cultivaban y por lo tanto susceptibles de afrontar sin dificultad las alzas de
precios de los productos e incluso de beneficiarse de ellas. Estos labradores, como se les
llamaba en el Antiguo Régimen, eran campesinos relativamente acomodados -una auténtica
burguesía campesina-, algunos de los cuales se enriquecieron con la coyuntura del siglo.
Existían también los arrendatarios, que eran dueños del producto que cultivaban, pero no de
la tierra. Tenían que pagar el arriendo y además los impuestos civiles y eclesiásticos. Sus
estrecheces económicas les llevaban a veces a complementar sus ingresos con un trabajo
salarial que realizaban en su propia casa o en el pueblo vecino. Por último, había una legión
de jornaleros y braceros agrícolas, que constituían un verdadero proletariado agrícola. Esa
proletarización de las masas campesinas se efectuó, según Albert Soboul, a finales del siglo
XVIII, como consecuencia de la reacción señorial y de la agravación de las cargas
señoriales y reales. Al no ser dueños, ni del producto de la tierra ni de la tierra misma, su
capacidad para defenderse ante el alza de precios era muy escasa, de tal forma que su
situación era muy difícil. Las cargas que pesaban sobre el campesinado eran importantes.
Los impuestos que pagaba a la Corona eran la talla, un impuesto que se repartía por
cabezas; la gabela, un impuesto indirecto, y además, la obligación de alojar tropas,
construir carreteras y atender a los transportes militares. A la Iglesia había que pagarle el
diezmo sobre las cosechas y sobre los ganados. Y por último, los derechos señoriales, los
más gravosos de todos y los más impopulares, que consistían en los derechos exclusivos de
caza y de pesca, de peaje, de servicios personales, así como los derechos reales sobre las
tierras. Así pues, en estos años finales del siglo XVIII la sociedad caminaba hacia una
nueva estructura, aunque se hallaba constreñida en las formas del Antiguo Régimen: la
burguesía poseía las riquezas, pero era la nobleza la que detentaba los privilegios; el
campesinado era el grupo más numeroso de la sociedad, pero era el que, en su mayor parte,
vivía en las peores condiciones de pobreza; el alto clero era poderoso y la Iglesia poseía una
gran cantidad de tierras, pero muchos eclesiásticos se desenvolvían con dificultades. Estos
contrastes provocaban grandes tensiones y elevaban la temperatura social a un grado que
hacía prever el estallido.
La economía y las finanzas
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1789

Francia era, a finales del siglo XVIII, un país eminentemente agrícola. La agricultura
francesa experimentó una lenta progresión debido esencialmente al aumento de la extensión
de las tierras roturadas y a la introducción de nuevos cultivos, como el maíz y la patata. Sin
embargo, se publicaron muchos tratados a lo largo de la centuria, mediante los que se
intentaba difundir nuevas técnicas y modernos procedimientos para aumentar los
rendimientos de la tierra. El Estado, incluso, intervino para fomentar la producción y
estimular la aplicación de estos cambios. Pero estas innovaciones no tuvieron un gran
alcance porque la población rural no estaba preparada para ponerlas en práctica debido a la
presión de las rentas señoriales y eclesiásticas que tenía que soportar y también a su
ignorancia. Además, existía suficiente suelo agrícola en Francia como para aumentar la
producción simplemente mediante el aumento de la superficie cultivada, sin necesidad de
modernizar la agricultura. La industria en Francia era todavía muy arcaica a finales del
Antiguo Régimen. La producción industrial estaba en manos de los campesinos al menos en
un 50 por 100. Fabricaban a escala local para el autoconsumo todo tipo de productos, como
el pan, los aperos de labranza, la cestería, etc. En las ciudades, la producción correspondía a
los gremios. Pero estas corporaciones constituían un freno para la industria, ya que la
rigidez de sus reglamentos impedía que los artesanos más capacitados aumentasen la
producción más allá de lo establecido por las ordenanzas, y que la iniciativa de los más
inquietos sirviese para introducir nuevas técnicas que redundasen en beneficio de la calidad
de los productos. Sin embargo, existía también una industria dispersa que se hallaba
controlada por comerciantes-empresarios que utilizaban la mano de obra rural. Los
campesinos complementaban así sus escasos ingresos en la agricultura con esta actividad
que les permitía aumentar sus recursos sin abandonar su casa. En la industria textil era
donde se empleaba con más frecuencia este procedimiento, de tal forma que había regiones
enteras, como las de Bretaña y el Languedoc, que tenían una importante producción. En
esta época se crearon algunas fábricas de tejidos de algodón, como la de Oberkampf en
Jouyen-Josas, pero todavía constituían una excepción. También comenzaron a aparecer
algunas fábricas siderúrgicas, como la de Le Creusot, creada en 1785, pero puede decirse
que, en su conjunto, la economía francesa era todavía precapitalista y no se había producido
una verdadera "revolución industrial". En cuanto al comercio, sí experimentó un
crecimiento considerable a lo largo de la centuria, hasta el punto de que se multiplicó por
cinco y superó al comercio de Gran Bretaña. Los puertos de Nantes y de Burdeos en el
Atlántico alcanzaron un importante desarrollo y se convirtieron en dinamizadores de la
economía industrial por cuanto espolearon la fabricación de productos para la exportación y
al mismo tiempo facilitaron en sus alrededores la transformación de los productos
coloniales que venían del otro lado del océano. Sin embargo, la situación económica de
Francia no cesó de empeorar desde los inicios del reinado de Luis XVI. La industria textil
se vio afectada negativamente por una disminución de las importaciones de algodón; la
tremenda sequía del año 1785, diezmó el ganado lanar y la producción lanera se redujo
sensiblemente; la crisis de la producción vitícola, por ultimo, dejó maltrechas las economías
de los agricultores de la mitad meridional del país. Pero, sobre todo, tuvo unos efectos muy
negativos sobre la economía la disminución del comercio con las Antillas, desde el
momento en que la guerra de América había abierto aquellos puertos a otros países
neutrales, terminando así con el monopolio que Francia había mantenido con ellos. Esa
situación repercutió en los puertos franceses del Atlántico, que vieron disminuir
considerablemente las cifras del tráfico marítimo. Se creía, no obstante, que esa
disminución del comercio antillano se vería compensada con el incremento del tráfico con
los Estados Unidos, con los que se firmó un tratado de comercio mediante el que se
reducían recíprocamente las tarifas aduaneras. Pero una vez terminada la guerra, los
Estados Unidos dirigieron de nuevo su comercio hacia Inglaterra. A pesar de todo, en 1786,
Francia firmó un tratado de comercio con Gran Bretaña, aunque sus resultados no fueron
muy productivos. Por el contrario, Francia se vio invadida por productos industriales
británicos, sobre todo productos textiles, que hacían la competencia a los franceses,
mientras que las exportaciones francesas -la seda, sobre todo- no se vieron muy
incrementadas. Así pues, en vísperas de la Revolución, se quebró esa prosperidad industrial
y comercial que había tenido una evolución favorable desde comienzos del siglo XVIII. Y
lo mismo puede decirse de la situación de la agricultura, pues las condiciones
meteorológicas de los años 1787 y 1788 fueron realmente malas y las cosechas lo acusaron.
Si a esto se une el hecho de que las medidas tomadas por el gobierno en 1787 para liberar la
exportación de granos, dejaron vacíos los graneros y produjo una inmediata elevación de
los precios, se entenderá el drástico aumento del coste de la vida que afectó, sobre todo, a
las clases más desfavorecidas. De esta forma se desencadenó todo el mecanismo típico de
las crisis del Antiguo Régimen: la masa, desprovista de medios de subsistencia, deja de
comprar productos manufacturados; las industrias, ante la falta de demanda, se ven
obligadas a echar a la calle a los trabajadores, que a su vez, no tienen otro recurso que
dedicarse a la mendicidad. El número de indigentes en las ciudades se ve incrementado con
los campesinos que acuden a los centros urbanos en busca de los establecimientos de
caridad, o con la esperanza de poder encontrar unos medios de vida que no les ofrece el
campo.

Revuelta de los privilegiados


Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1786
Fin: Año 1789

Más que la crisis económica general, la causa a la que tradicionalmente han achacado los
historiadores el estallido de la Revolución es la crisis de las finanzas. Las finanzas
francesas se hallaban en una situación crítica desde el final del reinado de Luis XV, y se
habían agravado como consecuencia de la guerra de los Siete Años. Los intentos que se
hicieron para racionalizar el sistema de tributos sobre la base de una simplificación de la
multiplicidad de tipos impositivos existentes, fracasaron por la oposición de las clases
privilegiadas que temían perder sus exenciones. El ministro Turgot, que presentó un
proyecto de reforma de la Hacienda en esta línea, fue destituido a causa de las presiones
que recibió el rey por parte de la nobleza y del clero. Cuando Francia decidió intervenir en
la guerra de la independencia de los Estados Unidos de América, tuvo que recurrir a nuevos
empréstitos para atender a los elevados gastos que se requerían. El ministro Necker
presentó al monarca en el año 1781 un presupuesto -el primero que se publicó en Francia-
en que se recogían los ingresos y los gastos. Este presupuesto no era real, puesto que omitía
los gastos de la guerra y evaluaba de una forma demasiado optimista los ingresos del
Estado. No obstante, revelaba la enorme cuantía de los gastos cortesanos, lo que levantó las
críticas de la pequeña nobleza y de la burguesía. La reina, molesta por estas críticas,
consiguió que el monarca destituyese a Necker. El ministro Calonne intentó también desde
1783 hacer frente a la crisis, pero no había más remedio que aplicar las reformas o seguir
pidiendo préstamos. Comenzó practicando una política de recurso sistemático al crédito,
pero el crecimiento desorbitado de la deuda le obligó a optar por las reformas. En 1786
presentó a Luis XVI un proyecto basado en la igualdad de los ciudadanos ante los
impuestos. Proponía la supresión de una serie de impuestos indirectos para reforzar los
impuestos directos. El reparto de éstos sería confiado a unas asambleas provinciales
elegidas por los propietarios, sin distinción de estamentos. Asimismo, contemplaba la
confiscación de los derechos señoriales de la Iglesia para amortizar la deuda del clero y un
nuevo impuesto: el subsidio territorial, proporcional al impuesto del suelo y aplicable a
todas las propiedades, sin distinción. Aunque, como señala Michel Vovelle, estas medidas
significaban lanzar un cable a la antigua aristocracia por cuanto ésta mantendría la mayoría
de sus exenciones, los notables, reunidos en Versalles en una Asamblea compuesta por 144
personalidades designadas por el rey, volvieron a rechazarlas en febrero de 1787. Para el
historiador Jacques Godechot, ésta es la verdadera fecha de comienzo de la Revolución
francesa, por cuanto simboliza el comienzo de la revuelta de los privilegiados. Ante este
fracaso, el monarca reemplazó a Calonne por el arzobispo de Toulouse, Loménie de
Brienne. A pesar de que Brienne era uno de los notables más señalados, no tuvo más
remedio que sostener algunas de las medidas propuestas por Calonne, como la subvención
territorial, para restaurar el estado de las finanzas. Los notables, por boca de uno de sus
miembros más destacados, La Fayette, respondieron que solamente los representantes
auténticos de la nación tenían poder para aprobar una tal reforma en el sistema de los
impuestos y reclamaron la convocatoria de una reunión de los Estados Generales. Brienne
creyó entonces, en una medida desesperada, que lo mejor era dirigirse a los Parlamentos.
Pero el de París, que seguía siendo el más poderoso de todos, aunque aceptó algunos puntos
secundarios de la reforma, rechazó de plano el subsidio territorial y pidió también la
reunión de los Estados Generales. El gobierno quiso suprimir de nuevo los Parlamentos,
pero no sólo tropezó con su resistencia, sino que éstos lanzaron una especie de manifiesto a
la nación en contra de la Monarquía (3 de mayo de 1788). Luis XVI comprendió entonces
el error que había cometido a comienzos de su reinado restableciendo su existencia. Ahora
resultaba ya difícil llevar a cabo de nuevo su supresión y la resistencia se extendió por toda
Francia y especialmente en el Delfinado. En julio de 1788, los representantes de los tres
estamentos se reunieron en el castillo de Vizille e hicieron un llamamiento a todas las
provincias invitándolas a rechazar el pago de los impuestos hasta que el rey no convocase
los Estados Generales. Luis XVI no tuvo más remedio que capitular, y el 8 de agosto
convocó a los Estados Generales para el 1 de mayo siguiente. Loménie de Brienne, como
consecuencia de su fracaso, fue reemplazado por Necker, el cual volvía al gobierno como
triunfador. Los Estados Generales, que reunían a los representantes de los tres estamentos
de la sociedad francesa, no se habían convocado desde hacía más de siglo y medio. Por esa
razón, el rey pidió que se estudiase la forma en que debía organizarse aquella asamblea para
satisfacer las aspiraciones de los grupos representados en ella. Se abrieron numerosos
debates y discusiones sobre el sistema de elección que debía aplicarse y sobre el reparto de
los escaños. El Tercer Estado reclamaba un gran cuidado en la decisión sobre estas
cuestiones ya que era consciente de que se trataba de una ocasión para disfrutar de lo que
hasta entonces no se le había reconocido: una forma legal de expresión. No quería que los
Estados Generales se reuniesen en cámaras separadas, ni que cada una de ellas votase como
una unidad, ya que de esa forma la suya siempre sería superada por la suma de las de los
estamentos privilegiados. Éstos, por el contrario, pretendían la reunión y la votación por
separado y alegaban los precedentes históricos y especialmente el de 1641, cuando se
habían reunido por última vez. Se lanzaron panfletos y se editaron pasquines políticos a
favor de una y otra opción y Necker no sabía qué decisión tomar. Fue el Parlamento de
París el que en el mes de septiembre decidió que los Estados Generales debían reunirse y
votar por separado, en las tres cámaras tradicionales.

Reunión de los Estados Generales


Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1789
Fin: Año 1789

La Monarquía francesa, al borde de la bancarrota y arrinconada por la aristocracia, pensaba


encontrar un medio de salvación en la convocatoria de los Estados Generales. Desde que
éstos fueron anunciados, el partido nacional tomó la cabeza en la lucha contra los
privilegiados. El partido nacional estaba formado por hombres salidos de la burguesía, entre
los que había juristas, escribanos, hombres de negocios y banqueros. A su lado se alinearon
los aristócratas que habían aceptado las nuevas ideas, como el marqués de Lafayette, y el
duque de la Rochefoucault, que reivindicaban la igualdad civil, jurídica y fiscal. El
reglamento que establecía la forma en la que debían llevarse a cabo las elecciones a los
Estados Generales se publicó el 24 de enero de 1789 y en él se concedía doble
representación al "tiers état" para equipararlo numéricamente a los representantes de los
otros dos estamentos. Para ser elector sólo se exigía tener veinticinco años y estar inscrito
en el censo de contribuyentes, de tal forma que se trataba de aplicar un sufragio casi
universal. Los nobles se reunirían en la capital de cada circunscripción electoral -la bailía-
para elegir los diputados del estamento, y lo mismo harían los miembros del estamento
eclesiástico. Sin embargo, en lo que concierne al Tercer Estado las elecciones serían algo
más complicadas, pues a causa del elevado número de votantes las elecciones se efectuarían
en dos o tres grados. A pesar de que la mayoría de electores del estado llano eran artesanos
y campesinos, al ser éstos poco instruidos y al ser la mayoría analfabetos, prefirieron elegir
como representantes a los burgueses. Así pues, ningún campesino ni artesano acudió a
Versalles como representante del Tercer Estado. Al mismo tiempo que los electores
designaban a sus diputados, debían redactar unos cuadernos de quejas (cahiers de
doléances) con el objeto de que cada comunidad expresase sus reivindicaciones y facilitase
la tarea a cada diputado. Los cuadernos de quejas deberían constituir, pues, un cuadro muy
completo de la situación de Francia en aquellos momentos. Sin embargo, hay que tener en
cuenta una serie de matizaciones que los especialistas han destacado en torno a la
autenticidad del contenido de esta documentación. En primer lugar, algunos de estos
cuadernos estaban inspirados en unos modelos redactados con antelación para que en ellos
se expusiesen, no los problemas locales, sino las grandes cuestiones que se debatían en
aquellos momentos a escala nacional, tales como la abolición de los privilegios y la
igualdad de todos los ciudadanos ante los impuestos. Por otra parte, no conviene olvidar
que los numerosos cuadernos redactados por el Tercer Estado expresaban, más que la
opinión de los campesinos y artesanos, la opinión de la burguesía. Es más, la mayor parte
de ellos hacen gala de un lenguaje jurista impropio de los elementos integrantes de las
capas más bajas de la sociedad. Al lado de ellos, sin embargo, también pueden encontrarse
algunas de las quejas que los campesinos habían formulado en las asambleas primarias
sobre la supresión del odiado impuesto de la corvée, o el reparto de las rentas de la Iglesia.
En lo que todos coincidían era en el "reconocimiento y el amor de sus súbditos por la
persona sagrada del rey". Ahora bien, con todas las matizaciones que se quieran, el
conjunto de estos cuadernos constituye, como afirma Vovelle, un testimonio colectivo de
calidad excepcional. El proceso electoral dio lugar también a la aparición de numerosos
panfletos y libelos que tuvieron una difusión muy variable. El más conocido de todos, el del
abate Sièyes, titulado Qu´est-ce que le Tiers Etat?, tuvo una difusión nacional y de él se
vendieron 30.000 ejemplares. Asimismo, proliferaron los clubs en los que se debatían los
grandes problemas políticos y se difundían consignas para encauzar las elecciones en un
determinado sentido. Los más conocidos fueron el Club de Valois, que se reunía en el
Palais Royal, bajo la presidencia del duque de Orleans y al que asistían Condorcet, La
Rochefoucauld, Sieyès y Montmorency, y la Sociedad de los Treinta, que agrupaba a todo
la nobleza liberal, encabezada por Lafayette y Talleyrand. El 5 de mayo de 1789 el rey
abrió solemnemente en Versalles los Estados Generales, compuestos por 1.139 diputados
(270 de la nobleza, 291 del clero y 578 del Tercer Estado). La primera cuestión que se
planteó fue de procedimiento, pues había de determinarse si los poderes de los diputados se
verificarían por estamentos o en asamblea plenaria. En otras palabras: si se votaría por
órdenes o individualmente. El Tercer Estado invitó el 10 de junio a los otros estamentos a
que se le unieran, pues era muy consciente de que nada serviría haber aumentado el número
de sus representantes si seguía disponiendo de un solo voto frente a los otros dos órdenes.
La respuesta fue escasa y sólo algunos eclesiásticos abandonaron su estamento. No
obstante, el 17 de junio los diputados presentes decidieron constituirse en Asamblea
Nacional y dos días más tarde el estamento eclesiástico en pleno decidió unirse al Tercer
Estado. La respuesta del rey fue la de cerrar la sala de reuniones para impedir la entrada de
los diputados. Éstos, indignados, se dirigieron entonces encabezados por Mirabeau y Sieyès
a un edificio público que se utilizaba como frontón para el juego de pelota (salle du Jeu de
Pomme). Allí se reunieron y juraron no separarse hasta que hubiesen dado una Constitución
a Francia. Mientras tanto, Luis XVI había preparado una sesión real con los Estados para el
día 23 de junio en la que ofreció la aceptación del consentimiento del impuesto y de los
empréstitos; garantizaba la libertad individual y la de prensa; prometía la descentralización
administrativa mediante el desarrollo de los estados provinciales y proclamaba su deseo de
proceder a la reforma general del Estado. Pero nada dijo sobre la igualdad fiscal, sobre la
posibilidad de acceso de todos a la función pública, ni del voto por cabeza en los futuros
Estados Generales. En definitiva, lo que la Monarquía hacía era aceptar sólo las reformas
propuestas por la aristocracia, pero se negaba a admitir la igualdad de derechos. Al terminar
la sesión real, cuando el monarca pidió a la asamblea que se disolviese, el Tercer Estado se
negó a ello alegando que únicamente se retirarían por la fuerza de las bayonetas. La mayor
parte del clero y algunos nobles se les unieron, y el 27 de junio el rey invitó a los más
recalcitrantes a que hiciesen lo mismo, con lo que de alguna forma estaba sancionando la
constitución de la Asamblea Nacional. El 7 de julio, la nueva Asamblea presidida por el
arzobispo de Vienne, Le Franc de Pompignan, y compuesta por miembros de los tres
estamentos, tomó la decisión de preparar una Constitución y una Declaración de Derechos.
Se trataba de una decisión trascendental, puesto que ello suponía que la autoridad del rey
quedaría por debajo de las leyes y de esa forma se consumaba una auténtica revolución
jurídica que acababa con el principio político fundamental que había sido el sustento del
poder de la Monarquía absoluto durante el Antiguo Régimen. Parece ser que no fue tanto el
rey como la Corte que le rodeaba, en la que destacaban la reina, el conde de Artois, los
príncipes de Conde y Conti, entre otros, los que no se mostraron dispuestos a aceptar esta
revolución pacífica. Necker fue destituido el día 11 y hubo movimiento de tropas que se
dirigieron a París y a Versalles, hasta sumar un total de 20.000 hombres al mando del
mariscal De Broglie. En la capital de Francia el ambiente estaba crispado por la decepción
que había provocado la reunión de los Estados Generales, de la que se había esperado más,
y por la presencia de estas tropas que contribuyeron a aumentar la carestía que ya se
padecía en los alimentos de primera necesidad. La idea del complot aristocrático en estas
circunstancias movilizó a la población parisina, que el día 12 se reunió en torno al Palais
Royal, donde se encontraba el palacio del duque de Orleans, que sin duda fue uno de los
instigadores de la revuelta. Allí fue arengada por el abogado Camille Desmoulins y los
manifestantes se repartieron por los barrios. Se produjo el saqueo de las oficinas de los
impuestos y se buscaron armas por todas partes. El arsenal de los Inválidos fue asaltado y
se recogieron 28.000 fusiles. Sin duda, la Revolución había comenzado y el pueblo en
armas se disponía a llevar a cabo de forma violenta lo que no había podido conseguir la
revolución pacífica. Los parisinos, temerosos de que la artillería real los bombardease desde
la Bastilla o desde las alturas de Montmartre, llenaron de barricadas las calles y
comenzaron a buscar armas desesperadamente. El 14 de julio se produjo el asalto a la
Bastilla, donde se había almacenado toda la pólvora existente en la capital. Aquel episodio
se convertiría para siempre en el símbolo de la violencia revolucionaria y en la señal de
partida de unos acontecimientos que iban a mantener en vilo al país durante varios años. En
realidad, aquella fortaleza, que era no solamente un arsenal, sino una prisión del Estado y
guardaba con su majestuosa presencia el barrio de San Antonio, contaba en aquellos
momentos con una exigua guarnición: un centenar escaso de hombres, la mayoría de ellos
inválidos. Un malentendido provocó la descarga de los defensores sobre la multitud cuando
se estaban llevando a cabo negociaciones. La muchedumbre consiguió asaltar el castillo y
en el altercado se produjeron varias muertes, entre ellas la de su alcaide Launay. Las tropas
reales no se movieron, puesto que sus oficiales temían que los soldados se unieran al motín.
Se formó una municipalidad revolucionaria, se creó una Guardia Nacional, a cuyo mando
se pondría La Fayette, y se adoptó una escarapela con los colores rojo y azul de París, a los
que se añadió el blanco real. El rey, ante la marcha de los acontecimientos dudaba entre
marcharse a Metz para ponerse bajo la protección de las tropas más fieles o quedarse. Optó
finalmente por esto último, lo que significaba ceder a la presión de los revolucionarios. El
mismo acudió a la Asamblea para anunciar la retirada de las tropas y el día 16 volvió a
llamar a Necker. La entrada en París de Luis XVI en medio de una gran masa popular y
escoltado por la Guardia Nacional significaba la aceptación de la Revolución por parte de la
Monarquía. El ejemplo de París fue seguido en casi todas las ciudades del país, en las que
se estableció una nueva organización municipal, y una milicia que recibió también, como
en la capital, el nombre de Guardia Nacional. Esta simultaneidad de la revolución ha hecho
pensar a algunos en la idea de un complot tramado, bien por el duque de Orleans, bien por
los masones, o bien por los mismos aristócratas. Pero en realidad, lo que ocurrió es que
desde 1788 se habían establecido relaciones entre las ciudades y el sistema electoral en
varios grados había contribuido a dar cohesión a la burguesía, proporcionándole al mismo
tiempo la fuerza política de la que carecía con anterioridad. En el campo, el miedo se
extendió por todas partes y afectó a todas las regiones. Fue "la Grande Peur" que provocó el
asalto de los campesinos a los castillos y la quema de los archivos en los que se custodiaban
los títulos de propiedad señorial de la tierra. Todo ello no significaba más que el deseo del
mundo campesino de abolir el régimen feudal que tanto le oprimía. Hasta esos momentos,
la Revolución había sido esencialmente una revolución burguesa, una revolución jurídica.
Los diputados querían redactar una Constitución en la que se recogiesen los derechos
fundamentales a la libertad individual, a la igualdad y también a la propiedad. Ahora bien,
al ser también los derechos feudales una forma de propiedad, la Asamblea sintió la
necesidad de hacer algunas concesiones a los campesinos, para evitar que no sólo los
derechos feudales, sino la misma propiedad burguesa fuesen cuestionadas. Así, el 4 de
agosto, bajo la influencia de Thiers, el grupo de los privilegiados aceptó el sacrificio de
decretar la abolición del régimen feudal, la igualdad ante los impuestos y la supresión de
los diezmos. Sin embargo, a la hora de redactar esos decretos se dejó bien claro que esos
derechos no se abolían pura y simplemente, sino que deberían ser redimidos por los
arrendatarios siguiendo unos coeficientes establecidos por la Asamblea que representaban
en su conjunto unas veinte veces el montante anual de esos derechos. El campesinado se
sintió decepcionado, aunque, como diría cínicamente el marqués de Ferrières: "Esta
facilidad que se les da a los arrendatarios de redimir los derechos feudales no es tan
contraria a sus intereses como podrían pensar en un principio". No obstante, las medidas,
que fueron difundidas por medio de numerosos panfletos y periódicos, sirvieron para
apaciguar a las turbas campesinas y se consiguió restablecer un relativo orden. De esta
forma, la Asamblea se dispuso a reemprender su tarea con una cierta tranquilidad.

La Asamblea Constituyente
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1789
Fin: Año 1791

En julio de 1789 se encargó a una comisión de la Asamblea Constituyente la preparación de


un borrador sobre los principios fundamentales en los que debía basarse la Constitución.
Esa comisión, después de amplios debates en los que se cuestionó su oportunidad, decidió
encabezar la Constitución con una declaración de derechos. La Declaración de los derechos
del hombre y del ciudadano se terminó el 26 de agosto y con ella se puede decir que
quedaron codificadas las ideas fundamentales de la filosofía política del siglo XVIII. La
influencia en ese texto del ejemplo americano es reconocida por todos los tratadistas. El
hecho de que fuera La Fayette, uno de los héroes de la independencia americana, el primero
que propusiese un proyecto, resulta significativo. Otros participantes en la Guerra de la
Independencia norteamericana, como Mathieu de Montmorency, intervinieron
fervientemente en la defensa del proyecto. Sin embargo, a pesar de esta influencia la
declaración francesa es de carácter más universalista que la norteamericana y sus redactores
la aprobaron con el propósito de que pudiese ser aplicada a todos los tiempos, a todos los
países y a todos los regímenes. La Declaración de los derechos del hombre contiene una
serie de artículos sin un orden preciso, lo cual refleja la enorme cantidad de proyectos y la
amalgama de enmiendas a que dio lugar la aprobación del texto definitivo. Pero por encima
de todo, destaca la defensa de la libertad, descrita como "el derecho a hacer todo lo que no
moleste a los demás". El documento establece con claridad las bases jurídicas de la libertad
individual. Sin embargo, aunque se describen con detalle la libertad de opinión y la libertad
de prensa, nada se dice de la libertad de cultos, ni de asociación, ni de enseñanza. En cuanto
a la igualdad, el primer artículo especifica que "todos los hombres nacen iguales" y más
adelante, en el artículo 6 se precisa que la ley es igual para todos. También se establece
expresamente la igualdad judicial y la igualdad fiscal. Entre los derechos naturales
imprescriptibles se menciona el derecho de propiedad y al final se repite que la propiedad
es "sagrada e inviolable". La Declaración de derechos define la soberanía, que reside
-según se dice- en la Nación (art. 3). Establece también el principio de la separación de
poderes y aparece la idea de que el poder legislativo emana de todos los ciudadanos que lo
expresan directamente o a través de sus representantes (art. 10).En definitiva, el texto
aprobado el 26 de agosto puso las bases del Derecho público francés y constituye, en razón
de su exaltación de los derechos del individuo, el primer documento solemne del
liberalismo político. Se trata, como afirma Godechot, de la obra de una clase, la burguesía,
aunque también es producto de las circunstancias. Al mismo tiempo que condena al
Antiguo Régimen, debía constituir la base del nuevo orden. Pronto se convirtió en el dogma
de la revolución y de la libertad. Por eso el gran historiador Michelet la calificó de "credo
de la nueva era". Luis XVI consideraba la Declaración como un texto revolucionario y se
negó a sancionarlo, como tampoco sancionó otros decretos aprobados el 4 de agosto. Sólo
una nueva revuelta popular podía obligar al rey a asumir estos documentos, y la revuelta se
produjo, alentada por la escasez de alimentos y por el alza de precios. El 5 de octubre, una
manifestación de mujeres seguida por la Guardia Nacional se presentó en Versalles, arrancó
al rey la sanción de los decretos y al día siguiente obligó a la familia real a trasladarse a
París. La Asamblea la siguió a la capital e hizo suya la teoría de Sieyès sobre el poder
constituyente: es decir, que la Asamblea estaba por encima del rey y que por consiguiente
éste no podía rechazar las disposiciones constitucionales. Durante los dos años siguientes,
la Asamblea iba a disfrutar de unos verdaderos poderes dictatoriales e iba a gobernar
soberanamente en Francia mediante la elaboración de todo un nuevo régimen. Sobre todos
estos acontecimientos actuaba el peso de la crisis financiera, que había sido en realidad el
objeto de la reunión de los Estados Generales. Hubo que abandonar los debates
constituyentes para abordar el problema económico. Desde mayo de 1789 existía la
conciencia de que era necesario vender los bienes del clero para poder amortizar la deuda y
así se manifestó en la Asamblea Constituyente el 6 de agosto. Después de largas
discusiones, Mirabeau propuso la fórmula para llevar a cabo la operación: había que
nacionalizar los bienes de la Iglesia a cambio de que el Estado corriese con los gastos de
sostenimiento del culto y del clero, de tal manera que se eliminasen la escandalosas
diferencias entre los medios de que disfrutaban los obispos y los de los simples curas. Otros
diputados propusieron que se les quitasen sus bienes a los eclesiásticos para que éstos
desapareciesen como orden. En todo caso, se justificaba la desposesión con el argumento
de que la Iglesia no tenía la propiedad de esos bienes, sino solamente su usufructo para
cumplir sus tareas tradicionales de asistencia y de educación. En fin, el 2 de noviembre
fueron nacionalizados los bienes de la Iglesia. Con la garantía de su valor fue lanzada una
emisión de papel moneda, los asignados (assignats), que servirían para pagar la deuda del
Estado. Con esos asignados podrían comprarse bienes nacionales y a medida que fuese
recuperándolos, el Estado debería quemarlos. La venta de los bienes nacionales no
comenzó hasta el mes de mayo de 1790 y se dieron facilidades de pago a los compradores,
de tal manera que sólo debían hacer efectiva en el momento de la compra del 12 al 15 por
100 del valor total y el resto podían pagarlo en doce años al 5 por 100 de interés. El
propósito de la Asamblea, al establecer esta forma de pago, era el de dar facilidades a los
campesinos para acceder a la propiedad de estos bienes. Pero el problema era que muchos
campesinos no disponían ni siquiera de esa cantidad que había que pagar al contado, ya que
habían gastado todos sus ahorros en la compra de subsistencias en la difícil primavera de
1789. En realidad, los que más se aprovecharon de esta operación fueron los campesinos ya
propietarios, los burgueses, los nobles e incluso algunos eclesiásticos. Sólo mediante la
formación de algunos grupos pudieron los campesinos pobres hacerse con la propiedad de
algunos de estos bienes. Como consecuencia de la venta de los bienes nacionales, la
estructura de la propiedad de la tierra se modificó sustancialmente, aunque fue la propiedad
burguesa la que más se incrementó. Los pequeños campesinos y los jornaleros no
disminuyeron apenas en número en los años sucesivos. Por otra parte, la incautación de los
bienes eclesiásticos contribuyó a deteriorar las relaciones de la Iglesia con la Revolución.
En realidad, muchos eclesiásticos habían mostrado su apoyo al cambio de régimen y se
habían sumado al estado llano cuando se planteó el asunto de la reunión de los tres órdenes
en una sola cámara. A su vez, la Asamblea había mostrado su confesionalidad católica. Sin
embargo, las relaciones fueron enfriándose y, además de la nacionalización de los bienes de
la Iglesia, contribuyeron a ello la supresión de los diezmos y una política regalista que tenía
como propósito la creación de una iglesia nacional. Sin embargo, la ruptura definitiva no
sobrevendría hasta el 13 de febrero de 1790, cuando se aprobó la ley de reforma religiosa
que determinaba la supresión de los votos canónicos, la supresión de las órdenes
mendicantes y de aquellos conventos que tuviesen menos de veinte profesos. Meses más
tarde, el conflicto adquirió su auténtica dimensión cuando la Asamblea Constituyente votó
el 12 de julio de ese año la Constitución civil del clero, que fue promulgada el 24 de agosto.
En ella se adscribía la organización eclesiástica a las circunscripciones administrativas, de
tal forma que habría un obispado por departamento. Los obispos y los curas serían elegidos
como los demás funcionarios y todos ellos quedaban sometidos a la jurisdicción civil.
Tanto unos como otros, debían prestar juramento de ser fieles a la nación, a la ley y al rey,
y mantener con todas sus fuerzas la Constitución. La Constitución civil del clero fue bien
acogida por la mayor parte del clero bajo, pero fue rechazada por los obispos. No obstante,
todos esperaban el pronunciamiento del papa Pío VI que tardó ocho meses en hacer conocer
su sentencia negativa. Luis XVI, que hubiese deseado conocer antes esta decisión, no pudo
evitar la presión a la que estaba sometido y no tuvo más remedio que sancionarla sin
conocer el criterio de Roma. De esta forma, a partir del verano de 1790, todo el clero se vio
obligado a prestar el juramento. Desde ese momento, se produce en Francia la existencia de
dos tipos de clérigos: los juramentados y los refractarios (se calcula que estos últimos
constituían el 45 por 100). Parece ser, de acuerdo con los estudios de Timoty Tackett, que
la situación económica era determinante a la hora de aceptar, o no, la Constitución, aunque
el entorno social y religioso influyó también en cada caso. Lo cierto es que la Constituyente
contribuyó a acentuar la división que ya existía en la sociedad francesa. El mismo monarca,
profundamente católico y fiel a la Santa Sede, se negó a aceptar un capellán que no fuese
refractario. El pueblo parisino, furioso ante esta actitud, trató de disuadirlo, pero Luis XVI,
que no estaba dispuesto a ceder en este terreno, tomó la decisión de huir de París para
reunirse con el ejército de Lorena en el mes de junio de 1791. Fuese esa la verdadera causa
de su huida, o el temor a ver cada vez más limitado su poder en general, lo cierto es que a
los pocos días -el 21 de ese mes- fue arrestado en Varennes y devuelto a París. La
Constitución fue votada el 3 de septiembre de 1791 y promulgada oficialmente el 14 de
dicho mes. Con la Declaración de los derechos del hombre como preámbulo, consagraba el
principio de la soberanía nacional y aseguraba el dominio de la burguesía. Se respetaba a la
Monarquía como sistema político, pero se restringían las prerrogativas del rey, que quedaba
supeditado a la Constitución. Dentro del esquema de la división de poderes, el rey disponía
del poder ejecutivo y se le ofrecían medios para ejercerlo: nombraba y destituía a sus
ministros, que no debían ser miembros de la Asamblea; conservaba un poder importante en
la diplomacia y en el ejército. Se le reconocía el derecho al veto suspensivo, por el que
podía retrasar durante cuatro años la aplicación de un decreto votado por la Asamblea,
mientras que la sanción real transformaba un decreto en una ley aplicable inmediatamente.
El poder legislativo residía en una Cámara única la Asamblea Legislativa- cuyos miembros
debían ser renovados mediante elección cada dos años. Sólo aquellos ciudadanos que
reunían una serie de requisitos, como el de pagar un impuesto directo equivalente como
mínimo a tres días de jornal, podían ejercer el derecho al voto, y solamente los
contribuyentes por un importe mínimo de un marco de plata (52 libras) podían ser elegidos
diputados. En lo que respecta al poder judicial, se reconocía su independencia y se
establecía el Tribunal Supremo como institución con la más alta responsabilidad en la
administración de justicia. La Asamblea Constituyente elaboró también una legislación
económica basada en el principio de la libertad: libertad de comercio, libertad de propiedad,
libertad de cultivos, libertad de producción y libertad de trabajo. De esa forma se cambiaba
totalmente el orden económico tradicional. Como muy bien afirma Soboul, la burguesía era
antes de 1789 dueña de la producción y del intercambio. La producción capitalista había
nacido y había comenzado a desarrollarse en el cuadro del régimen todavía feudal de la
propiedad: el cuadro estaba ahora roto. La burguesía constituyente aceleraba la evolución
liberando la economía. En cuanto a la administración, se tendió a la descentralización. El
poder central perderá importancia frente a las autoridades locales, ahora bajo la influencia
de la burguesía. El rey poseería el derecho a suspenderlas, pero la Asamblea podía
restablecerlas en sus puestos. Ahora bien, ni el rey ni la Asamblea tenían los medios para
hacer pagar el impuesto a los ciudadanos o hacer respetar las leyes. La crisis política se
agravaba y la descentralización administrativa puso en serio peligro la unidad de la nación.
En todas partes los poderes estaban en manos de los cuerpos elegidos: si caían en manos de
los adversarios del nuevo orden, la Revolución se vería seriamente comprometida. Para
defenderla, hubo que volver más tarde a la centralización. La reforma de la administración
judicial fue efectuada con el mismo espíritu de la reforma administrativa. Las numerosas
jurisdicciones especializadas del Antiguo Régimen fueron abolidas y en su lugar se creó
una nueva jerarquía de tribunales emanados de la soberanía nacional, iguales para todos y
destinados a salvaguardar la libertad individual. La obra legislativa de la Asamblea
Constituyente fue, pues, inmensa. Abarcaba todos los dominios: político, administrativo,
religioso y económico y judicial. Francia, como nación, era regenerada y se ponían los
fundamentos de una nueva sociedad. Herederos de la Razón y de la Ilustración, los
diputados habían construido todo un armazón para esa nueva sociedad, lógico, claro y
uniforme. Pero, hijos también de la burguesía, le habían inculcado los principios de libertad
e igualdad solemnemente proclamados en el sentido de los intereses de su clase y al
hacerlo, descontentaban a las clases populares, por un lado, y a la aristocracia y antiguos
privilegiados, por otra. Así pues, al edificar la nueva nación sobre la estrecha base de la
burguesía censitaria -afirma Soboul- la Asamblea Constituyente llevaba su obra a múltiples
contradicciones. La liberalización de la economía, por ejemplo, con la desaparición de los
mecanismos protectores de los artesanos que hasta entonces se habían sentido seguros
dentro de los gremios, o de las tasas del grano que protegían a los consumidores de los
abusos de precios, provocó la hostilidad de las clases populares, tanto en el campo como en
la ciudad. En realidad, se había concebido una patria en los limites estrechos de los
intereses de una clase: la burguesía, pues hasta se había excluido a las masas de la vida
política mediante el establecimiento de un sistema de sufragio censitario. Al mismo tiempo
que la Asamblea Constituyente desarrollaba su labor legislativa, se iban perfilando los
distintos grupos en la vida política francesa. Por una parte estaban aquellos que habían
defendido la limitación del poder real y un cuerpo legislativo de una sola cámara frente a
los elementos aristócratas, más conservadores: eran los patriotas. Su verdadero núcleo era
la burguesía, pero entre sus filas había nombres ilustres procedentes de la aristocracia,
como La Fayette, La Rochefoucauld, Montmorency, Talleyrand o Mirabeau. Se sentaban a
la izquierda del presidente de la Asamblea y de ahí que comenzase a surgir la
denominación para expresar su tendencia política. La Sociedad de los Amigos de la
Constitución, que había sido fundada por los diputados bretones en Versalles en 1789,
parece que fue uno de los focos de sus reuniones. Sin embargo, no alcanzaría verdadera
resonancia hasta finales de ese año, cuando la Sociedad se instaló en la rue Saint Honoré,
en el convento de los jacobinos. El famoso Club de los jacobinos, que acogía a lo más
selecto de la burguesía revolucionaria, acabó por controlar a las sociedades del mismo tipo
que se habían ido creado por toda Francia. No hay que pensar, sin embargo, que este grupo
era compacto. En él había diferencias entre los más radicales, encabezados por una élite
procedente del antiguo Tercer Estado y entre los que podían contarse los abogados y
hombres de leyes como Lanjuinais, Merlin de Douai o Le Chapelet, y los más moderados o
constitucionales que reunían en su seno a la fracción más aristocrática de los antiguos
privilegiados, entre los que se encontraba La Fayette. Opuestos a los patriotas estaban los
aristócratas conservadores, o los negros como también se les llamaba, entre los que a su vez
había numerosos elementos de origen plebeyo, como el abate Maury, que fue el que dirigió
todos los debates parlamentarios de este grupo. Rechazaban en bloque la Revolución y por
eso libraron una dura batalla en defensa de las prerrogativas reales y los privilegios del
Antiguo Régimen. Se acomodaban a la derecha en relación con la tribuna del presidente.
No están claros sus lugares de reunión, pero sí se sabe que en abril de 1790 fundaron en la
rue Royale el Salón Francés, que terminó convirtiéndose en un foco de insurrección
monárquica. Un tanto al margen de estos grupos se hallaban, por un lado, el petit peuple -en
expresión de Marat, el periodista amigo del pueblo-, que había vivido la Revolución hasta
esos momentos como un espectador activo, pero sin un papel definido en el proceso de
cambio legislativo que se había llevado a cabo en la Asamblea, y la oposición
contrarrevolucionaria. Ésta se hallaba integrada por los aristócratas y el clero que no habían
admitido las reformas y habían abandonado Francia. En 1789 se habían producido dos
oleadas de emigración. La primera de ellas a raíz de los sucesos del 14 de julio y con
motivo de la Grande Peur, y que se había dirigido preferentemente a Italia, donde comenzó
a intrigar recabando ayuda de los gobiernos extranjeros. El Conde de Artois, el Príncipe de
Condé, los Polignac y el Duque de Borbón, fueron los integrantes más destacados de esta
primera oleada. La segunda oleada de emigración había tenido lugar después de los sucesos
de octubre y estaba integrada por los grupos monárquicos que habían tentado una solución
de compromiso, como el mismo Mounier, que había sido uno de los elementos más
destacados en la defensa del establecimiento en Francia de una monarquía a la inglesa.

El deslizamiento de la Revolución
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1791
Fin: Año 1792

F. Furet y D. Richet han calificado de año feliz, a ese periodo en el que se estableció un
compromiso entre la Revolución y la Monarquía, entre la aristocracia y las reformas, y en
el que los acontecimientos parece que tomaron un ritmo pausado frente a los furores de los
primeros momentos. Así lo describen estos autores: "En julio de 1790 había pasado el
peligro y los resortes se aflojaron. La satisfacción de la tarea realizada, el gusto natural por
el orden, la normalización de la alimentación popular, todo hacía esperar un clima de
estabilidad y de paz. A la Asamblea le incumbía seguir trabajando en la calma de sus
comisiones, para construir, sobre los escombros del Antiguo Régimen, aquella hermosa
morada del mañana, con la que soñaba el Tercer Estado: una vivienda clara, de amplias
habitaciones, en donde cada cual hallaría el sitio que le reservaban su talento, su fortuna y,
más de cuanto suele generalmente creerse, el prestigio de la tradición. Para el país legal,
para sus representantes, la Revolución había, terminado". Se esté de acuerdo o no con esta
interpretación, pues algunos como M. Vovelle creen que éste fue precisamente un periodo
de maduración del proceso revolucionario, lo cierto es que a partir de los meses de junio y
julio de 1791 se inició una aceleración del ritmo de los acontecimientos, unos lo llaman
sobrerrevolución, y otros hablan de "glissement" de la revolución. El detonante de este
proceso fue la huida del rey a Varennes. El intento de fuga desató las iras del pueblo, que se
sintió traicionado por el monarca y se lanzó a la destrucción de estatuas de Luis XVI y de
flores de lis. Algunos se inclinaron decididamente por la República y, especialmente, el
club de "los cordeliers", que habían tomado el nombre del cordón del hábito de los frailes
del convento de San Francisco donde se reunían, pedían claramente su proclamación. Sin
embargo, la cuestión del régimen político era secundaria para otros, como el mismo
Robespierre, quien creía que lo primero que había que hacer era prepararse contra una
posible contraofensiva revolucionaria y, desde luego, castigar al rey. Robespierre (1758-
1794) llegó a alcanzar en esta etapa un destacado protagonismo. Era miembro de una
antigua familia de abogados de Arrás y había participado activamente en la agitación
prerrevolucionaria. Había sido diputado en los Estados Generales donde destacó por sus
discursos precisos, lógicos y contundentes. Desde 1791 expresaba sus ideas a través de la
prensa o en los clubs jacobinos. El regreso del rey a París el día 25 de junio fue presenciado
por una multitud expectante y aquel mismo día la Asamblea decidió suspenderlo e iniciar
una investigación sobre su huida. La Fayette pretendía que el monarca "había sido raptado
por los enemigos de la Revolución" y, en efecto, el informe de la comisión encargada de
llevar a cabo la investigación dictaminó, el 15 de julio, que el rey era inocente. Dos días
más tarde, el 17, los clubs populares convocaron a los parisienses para firmar una petición
en favor de la proclamación de la República depositada en el altar de la Patria, en el Campo
de Marte. Al final de la jornada, la Guardia Nacional mandada por La Fayette, que había
sido hostigada por los manifestantes, abrió fuego contra la multitud sin previo aviso y
provocó unas quince víctimas. Era la primera vez que la milicia revolucionaria disparaba
contra el pueblo. A partir de ese momento, en París se pusieron en marcha una serie de
medidas de fuerza, como la proclamación de la ley marcial, el arresto de los jefes populares
y la clausura del club de los "cordeliers". Los jacobinos, por su parte, se dividieron y la
mayoría de los diputados se integraron en el nuevo club de los "fuldenses". La Asamblea
Constituyente decidió restablecer al rey, que juró la Constitución el 14 de diciembre de
1791, y convocar una nueva Asamblea, según estaba previsto. En definitiva, los sucesos
que tuvieron lugar en los meses de junio y julio de 1791 acentuaron las divisiones en
Francia y llevaron a la burguesía a defender el nuevo régimen frente a la revolución popular
y a la contrarrevolución. La nueva Asamblea se reunió a comienzos de octubre de 1791.
Estaba compuesta por 745 diputados, en su mayor parte nuevos e inexpertos en la lucha
política que se había abierto con la Revolución, ya que se había entendido que los diputados
de la Constituyente no podían ser reelegidos. Según el historiador francés Michelet: "Nunca
hubo Asamblea más joven. Parecía como un batallón de hombres casi de la misma edad,
clase, lengua y traje. Excepto Condorcet, Brissot y algunos otros, todos son
desconocidos..." En su conjunto, la Asamblea Legislativa presentaba un carácter más
revolucionario que la Constituyente, pues había desaparecido la antigua derecha, que ahora
estaba formada por los fuldenses, procedentes de la escisión de los jacobinos y que estaba
integrada por unos 250 diputados, influidos por La Fayette. En el otro extremo, es decir en
la izquierda, se situaban los jacobinos, que no pasaban de 150 diputados, entre los que se
hallaban los representantes de la región de la Gironda, llamados a jugar un papel de primera
importancia. Este grupo de los "girondinos", en el que llegaron a integrarse otros diputados
que no representaban a aquella región, como Brissot y el mismo Condorcet, acabó siendo el
de mayor fuerza en la Legislativa. Sin embargo, la influencia de esta fracción procedía de
Robespierre, que aunque no era diputado, enviaba sus consignas por intermedio del club.
Por último, en el centro, unos 350 diputados muy vinculados a la Constitución y a la
Revolución, pero que se inclinaban, según los periodos, a la derecha o a la izquierda. Los
debates de la Asamblea Legislativa se caracterizaron por una retórica violenta y unos
discursos tan grandilocuentes como faltos de contenido. Además, desde las tribunas del
público, una constante algarabía acompañaba a las discusiones de los políticos, hasta el
punto que a veces éstos tenían dificultades para hacerse oír. Por otra parte, el descontento
popular comenzó a crecer de nuevo como consecuencia de la mala cosecha del año 1791 y
el consecuente alza de precios. Se hicieron frecuentes las insurrecciones, los casos de
tiendas asaltadas y de mercados saqueados; por todas partes se reivindicaba la tasación de
los precios de las mercancías, los propietarios eran sometidos a requisas forzadas y las
autoridades, permanecían inertes o se mostraban impotentes ante tantos desmanes. En parte
como consecuencia de esa radicalización de los acontecimientos, en la primavera de 1792
comenzó a surgir en París el movimiento "sans-culotte". Los sans-culotte, cuyo nombre
tiene su origen en que era gente que no vestía el calzón corto, distintivo de los varones de
clase distinguida, no era un grupo social homogéneo y, en general, puede decirse que era
muy representativo del pueblo parisiense. No eran, desde luego, grupos marginales, como
creyeron Taine y los historiadores conservadores del siglo XIX, pues entre ellos había
tenderos, artesanos y hasta rentistas. Sea cual fuere su extracción social, el sans-culotte es
un personaje que se hallaba ligado a las diferentes secciones de París -que habían sustituido
a los distritos- y que participa habitualmente en las agitaciones de masas promovidas por
los jacobinos. Impusieron un lenguaje particular en el que se practicaba el tuteo y pusieron
de moda vocablos como ciudadano. Los sans-culotte irán cobrando importancia hasta
acabar por jugar un papel esencial en el verano de 1792.

La guerra en el exterior
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1791
Fin: Año 1792

Un factor de radicalización de estos acontecimientos había sido la presión exterior


proveniente de las otras naciones europeas, que presenciaban con recelo lo que estaba
ocurriendo en Francia. En efecto, el triunfo de la Revolución dio lugar a un proceso de
expansión de sus principios por toda Europa. La actitud de cada país ante el movimiento
revolucionario fue, no obstante, distinta según sus respectivas características políticas,
sociales y económicas. En Inglaterra, por ejemplo, la participación que la burguesía tenía ya
en el gobierno, los cambios políticos que se habían producido en el siglo XVII y su sistema
fiscal, evitaron una repercusión directa de los acontecimientos que se estaban desarrollando
en Francia. En España, Polonia o Austria, por el contrario, las reformas impulsadas desde el
poder para modernizar esos países con el apoyo de la burguesía, se paralizaron ante el
temor de un estallido revolucionario. No obstante, ya era tarde para detener ese proceso y
no pudo evitarse que, antes o después, se corriese la llama revolucionaria por todos ellos.
Sin embargo, la primera reacción de estas naciones contra la Revolución vino determinada
por la presión de los aristócratas franceses emigrados, y especialmente por el conde de
Artois, hermano de Luis XVI. También el monarca francés mantuvo contactos con los
soberanos de otros países para organizar una intervención en Francia. No obstante, hubo al
principio una actitud generalizada un tanto reacia a la intervención, incluso en aquellos de
los que más podía esperarse una actitud de apoyo a la Corona francesa, como era el caso de
José II de Austria, hermano de María Antonieta. A pesar de todo, a raíz de la huida del
monarca francés a Varennes, Leopoldo II, sucesor de José II, y Federico Guillermo de
Prusia firmaron el Tratado de Pillnitz (27 de agosto de 1791) por el que se comprometían a
intervenir a favor de los reyes de Francia, siempre que así lo hiciesen también los monarcas
de otras naciones europeas. La razón de este cambio de actitud no estaba dictada tanto por
el peligro que pudiesen correr Luis XVI y su esposa, sino por las nuevas ideas en materia
de Derecho internacional público que emanaban de la Revolución. La afirmación del
derecho de los pueblos como depositarios de la soberanía, afectaba directamente a los
intereses de estos monarcas. Por ejemplo, en Alsacia o en Aviñón, donde había intereses
señoriales de los príncipes alemanes y del papado, sus respectivas asambleas decidieron
anexionarse a Francia. El 1 de marzo de 1792 murió Leopoldo II y su sucesor Francisco II
se convirtió en el defensor de los derechos de la legitimidad monárquica frente al derecho
de los pueblos de decidir por sí mismos su destino y en paladín de los derechos feudales. La
guerra parecía inevitable, pero en Francia no había unanimidad de criterio. En efecto, en
marzo de 1792 los girondinos, con Dumouriez a la cabeza, estaban en el poder. Ellos eran
partidarios de la guerra puesto que esperaban que por medio de ella los principios
revolucionarios podrían "extenderse a todo el universo" y además esperaban también
eliminar en el interior las tendencias contrarrevolucionarias. Por el contrario, Robespierre y
los jacobinos creían que antes de propagar la Revolución fuera de Francia había que
profundizar en ella en el interior del país y liquidar la contrarrevolución. Por su parte, la
Corte, en la que el rey se encontraba muy aislado, sobre todo después de la muerte de
Mirabeau (2 de agosto de 1791), estaba dispuesta a practicar la política del desastre porque
en ella veía la única posibilidad de salvación. De esta forma, Luis XVI se mostraba
favorable a la guerra, mientras que La Fayette y los fuldenses estaban convencidos de que
era la forma de que el nuevo régimen se viese consolidado. Así pues, el 20 de abril de 1792
la Asamblea declaró casi por unanimidad la guerra al rey de Bohemia y Hungría, esperando
con esta sutileza que Francisco II, que era también emperador del Sacro Imperio, arrastrase
a éste al conflicto. Sin embargo, la guerra se generalizó, ya que Prusia hizo causa común
con Austria. La guerra, como nos ha recordado J. Godechot, modificó profundamente el
sistema e incluso el sentido de la Revolución. Este historiador llega incluso a afirmar que la
guerra implicó una segunda revolución. Hasta entonces, la Revolución apenas había
producido violencia, salvo algunos asesinatos producto de las grandes emociones populares
de julio y octubre de 1789. Hasta entonces, la Revolución había sido más liberal que
igualitaria y solamente el clero había sufrido las expoliaciones que, por otra parte, tampoco
se diferenciaban mucho de la práctica que se estaba llevando entonces en otros países.
Además, el clero estaba recibiendo unas compensaciones regulares que en la mayor parte
de las ocasiones superaban hasta cuatro veces la parte congrua del Antiguo Régimen. De la
misma forma, los que detentaban derechos feudales debían recibir, como especificaba la
declaración de los Derechos del hombre, una justa indemnización. La guerra, sin embargo,
iba a cambiarlo todo. Los primeros enfrentamientos, que tuvieron lugar en la frontera del
Norte, fueron desfavorables a las tropas francesas. El ejército revolucionario, con poca
disciplina y falto de cohesión, no era capaz de hacer frente con eficacia a los soldados
enemigos. No obstante, para la opinión francesa la culpa de estas primeras derrotas había
que buscarla en la traición de los oficiales nobles y de la corte que informaban a los
soberanos extranjeros de los movimientos y de los planes que iban a llevarse a cabo. Algo
de cierto había en esta acusación, ya que María Antonieta había suministrado ciertas
informaciones al embajador austríaco que pudieron tener alguna repercusión en el resultado
de estos primeros enfrentamientos. A partir de ahí, se desarrolló la idea de un gran complot
en el que la nobleza, la corte y los sacerdotes refractarios estarían maniobrando para acabar
con la Revolución con la ayuda de las potencias extranjeras. Las manifestaciones de
descontento entre las clases populares se extendieron por los barrios de la capital al son de
la canción revolucionaria Ça- ira. El miedo cundió en París y bajo una fuerte presión, la
Asamblea votó tres decretos. El primero de ellos el 27 de mayo y por él se establecía la
deportación de los curas refractarios; el segundo, el 29 de mayo, decretaba el
licenciamiento de la guardia real; y por último, el 6 de junio, se promulgaba el tercer
decreto mediante el cual se movilizaba a 20.000 hombres de la Guardia Nacional de las
provincias, federados entre ellos, que deberían reunirse en Soissons para proceder a la
defensa de París. El rey se negó a sancionar los dos últimos decretos y el ministerio
girondino se vio obligado a dimitir, dando paso a uno nuevo integrado por elementos
fuldenses. El 20 de junio las secciones parisienses organizaron una manifestación ante las
Tullerías para protestar contra el veto real y la Guardia Nacional, dividida, no fue capaz de
contener a las masas. El palacio fue invadido y el rey fue obligado a colocarse el gorro
frigio de los sans-culottes y a brindar por la salud de la nación. Sin embargo, se negó a
sancionar los decretos. El asalto a las Tullerías había causado la indignación de muchos
franceses. Numerosos departamentos y muchos cuerpos constituidos enviaron su protesta
por lo que estimaban una grave ofensa al rey y a la Constitución. En la misma capital se
recogieron rápidamente 20.000 firmas en el mismo sentido. El alcalde de París, Petion, fue
obligado a dimitir por no haber sabido evitar el asalto, aunque fue repuesto más tarde. El 28
de junio el mismo La Fayette reclamó en la Asamblea en nombre del ejército mejores
medidas para someter a los facciosos y propuso la disolución de los clubs. Pero la
Asamblea se hallaba muy dividida y un intento de unión nacional el 7 de junio, conocido
como el beso Lamourette, no pudo sostenerse durante mucho tiempo. Los jacobinos, con el
apoyo cada vez más decidido de los girondinos y de aquellos que propugnaban una política
más radical, prepararon una jornada contra el veto real para la que contaban con los
federados que comenzaron a llegar a París. Pero las noticias que llegaban sobre el curso de
la guerra eran cada vez peores y el día 11 de julio la Asamblea decretó que la Patria está en
peligro, lo que acabó por soliviantar a las masas. El día 14 se celebró la Fiesta de la
Federación en la que participaron los federados y el propio rey, a pesar de que éste no había
levantado el veto sobre el decreto que los autorizaba. Después de las ceremonias, la mayor
parte de los batallones de los federados permaneció en la capital y otros vinieron a unírseles
entonces, entre ellos los marselleses con su "Canto de guerra del ejército del Rin",
compuesto por Rouget de L´Isle y que fue rebautizado como La Marsellesa. En este clima
se dio a conocer en París el 1 de agosto el manifiesto del duque de Brunswick, comandante
del ejército austro-prusiano, en el que amenazaba a los parisienses con brutales represalias
si se ultrajaba de nuevo al rey. Esa torpe maniobra de intimidación no hizo más que
exacerbar los ánimos revolucionarios y facilitar los planes de los republicanos. El 10 de
agosto las masas, que -como advierten Furet y Richet no eran la hez del pueblo sino que
integraban a muchos burgueses de provincias-, se apoderaron del Ayuntamiento y formaron
una Comuna rebelde. A continuación volvieron a asaltar el palacio de las Tullerías tras un
duro combate con la guardia suiza que lo defendía. La familia real no tuvo más remedio
que refugiarse en la Asamblea para escapar a la matanza de las turbas que se lanzaron a
destruir todo aquello que simbolizase la soberanía real. La Asamblea, aunque en aquellos
momentos reunía sólo a un tercio de los diputados, decretó la suspensión del rey hasta la
reunión de una Convención Nacional que debía ser elegida por sufragio universal. El
monarca y su familia fueron entregados al Ayuntamiento que los encerró en la torre del
Temple. La jornada del 10 de agosto señala el fin de la primera fase de la Revolución
francesa. El compromiso mantenido difícilmente durante tres años entre la Monarquía, la
burguesía y el constitucionalismo jurídico, entre el rey, la Ley y la Nación, había fracasado.
Los elementos moderados habían agotado su papel y el poder estaba ahora en la calle y eran
los clubs y las secciones los que iban a tomar la voz cantante en la marcha de la
Revolución.

La Segunda Revolución Francesa


Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1792
Fin: Año 1801

La jornada del 10 de agosto de 1792 señala una división clara en todo el proceso de la
Revolución francesa, en la que coinciden todos los historiadores, sean de la tendencia que
sean. Aquellos acontecimientos significaron el fracaso definitivo de la burguesía moderada
liberal y el turno de la más modesta burguesía democrática. Esta burguesía, que a partir de
este momento tomará el relevo en la conducción de la Revolución, no sentirá la necesidad
de aliarse con los nobles liberales con los que habían compartido el poder en la primera
fase. No por eso, sin embargo, dejaba de compartir con ellos el respeto a la propiedad y
aunque aceptaban el concurso del pueblo para combatir a la contrarrevolución, no estaban
dispuestos a dejarse desbordar por él ni a perder el control de los resortes del poder. Es la
hora también de la desaparición de unos hombres que hasta entonces habían sido primeros
protagonistas y de la irrupción en escena de unos nuevos personajes que llegarán a alcanzar
notoriedad en los años sucesivos. Para Furet y Richet, eran hombres que se lo debían todo a
las circunstancias y a los que una situación excepcional iba a otorgarles unas
responsabilidades para las que no estaban preparados ni por su formación ni por su carrera.
Los tres hombres clave de la nueva situación eran Maximilien Robespierre, Jean Paul Marat
y Georges Jacques Danton. Cada uno de ellos estaba destinado a jugar un papel diverso,
pero siempre destacado, en la etapa revolucionaria que se abrió el 10 de agosto de 1792.

El Terror
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1792
Fin: Año 1794

Los sucesos del 10 de agosto dejaron a Francia sin gobierno. Jurídicamente la Monarquía
seguía existiendo, pero no había rey. De hecho había una República, pero no tenía una
Constitución. La Asamblea Legislativa nombró un Consejo Ejecutivo provisional
compuesto por seis miembros, dominados por la personalidad de Danton. Georges Danton
es una figura controvertida que ha dado lugar a valoraciones muy diversas por parte de los
historiadores. Había nacido en Arcis-sur-Aube en 1759 en el seno de una familia
perteneciente a la burguesía de toga. Se hizo abogado y desempeñó esa profesión sin
particular brillantez. Cuando estalló la revolución comenzó a destacar por su talento
oratorio y por su capacidad como agitador callejero a la cabeza de los cordeliers en el
distrito de su barrio parisiense. A su alrededor fue surgiendo toda una leyenda como
auténtica encarnación de la Revolución, que Albert Mathiez y otros historiadores se han
encargado de matizar poniendo de manifiesto su tendencia a la venalidad y a la corrupción.
Danton fue uno de los promotores de los sucesos del Campo de Marte y se destacó en los
primeros momentos revolucionarios por su actitud extremista, que fue moderándose con el
transcurso del tiempo. Detrás de Danton y del propio Consejo estaba la Comuna
insurreccional de París, para la que había sido elegido Robespierre y que era la que en
realidad mantenía el control del poder, de la misma forma que en las provincias lo
mantenían sus comisarios. Las primeras medidas que se tomaron fueron las relativas a la
defensa frente a la posible reacción de La Fayette y sus partidarios por la caída del rey. El
17 de agosto, la Asamblea, presionada por la Comuna, nombró un tribunal extraordinario
para juzgar los crímenes del 10 de agosto, formado por jurados y jueces elegidos por las
secciones. Pero lo más acuciante era la guerra en el exterior. Verdún cayó en manos del
ejército austro-prusiano el 2 de septiembre, casi sin combate. El pánico cundió en la capital
y el gobierno provisional hizo un llamamiento desesperado a los voluntarios para que
marchasen al frente del Norte. Pero se temía de nuevo, como sucedió a raíz de la fuga de
Varennes, un complot aristocrático y se creía que los sospechosos encerrados en las
cárceles desde primeros de agosto podían aprovechar la ausencia de los patriotas y
maniobrar para salir, cometer atrocidades y hacerse con el poder. Eso fue lo que provocó
las masacres de septiembre. En las prisiones de París fueron ejecutados centenares de
sospechosos por tribunales extraordinarios y sin juicio previo. En el resto del país se
produjeron hechos similares y el 14 de agosto se decidió vender los bienes de los
emigrados, que habían sido previamente confiscados. La amenaza no era, sin embargo, tan
seria como se creía. Resulta significativo que el aristócrata liberal La Fayette, máximo
representante del compromiso entre la Revolución y la Monarquía, buscase refugio entre
los austriacos y desapareciese de la escena política por unos años. Por otra parte, la
Comuna, que era la que llevaba la iniciativa en todas estas acciones, emprendió una política
anticlerical consistente en la confiscación de los palacios episcopales, en la prohibición de
los hábitos religiosos y de las manifestaciones públicas del culto y en la deportación de los
curas refractarios. Se trataba de una ofensiva de descristianización por parte de los
revolucionarios más radicales que creían que la Iglesia seguía ligada estrechamente a la
Monarquía y de laicización del estado civil. En el frente, las cosas comenzaron a cambiar
para el ejército de la Revolución. El 20 de septiembre, las tropas del general Dumouriez,
reforzadas por las de Kellermann, consiguieron derrotar a los ejércitos prusianos en Valmy.
"Desde ese día, desde ese lugar, se inició una nueva era en la historia del mundo", escribiría
Goethe que asistió a la batalla. La eficacia del ejército francés respondía a los cambios que
se habían producido en su organización y en su composición. En efecto, la incorporación a
las filas francesas de numerosos voluntarios procedentes de los guardias nacionales en junio
de 1791 (después de Varennes) y de los federados en julio y agosto de 1792, había
rejuvenecido notablemente al ejército revolucionario. De otra parte, la huida de muchos
oficiales aristócratas había sido compensada con el ascenso de los suboficiales o con el
nombramiento de nuevos oficiales procedentes de la burguesía. Además, el ejército de
campaña estaba reforzado por francotiradores que operaban a retaguardia del enemigo y
que no estaban dispuestos a soportar el brutal restablecimiento del Antiguo Régimen que
habían producido las tropas extranjeras de ocupación. Este factor y el hecho de que el rey
de Prusia no deseaba implicarse excesivamente en Francia a causa de que quería tomar
parte en el reparto de Polonia, que a la sazón había sido ocupada por las tropas de Catalina
II de Rusia, explican la victoria de Valmy. Sin embargo, para los franceses había sido el
Terror lo que había llevado a ella: el Terror aparecía como la condición de la victoria. El
mismo día de Valmy se reunió la Convención Nacional. La campaña para elegir a los
diputados de la nueva Asamblea Constituyente se había desarrollado entre el 10 de agosto y
el 20 de septiembre de 1792. La Constitución de 1791 había quedado caduca y era
necesario elaborar una nueva que satisficiese las aspiraciones de los revolucionarios más
radicales que habían tomado el poder. Los diputados tenían que ser elegidos por sufragio
universal a doble vuelta, de tal manera que las primeras elecciones se fijaron para el 26 de
agosto y la segunda vuelta para el 2 de septiembre. Las elecciones se llevaron a cabo en
París y de forma irregular, ya que la Comuna decidió que el voto se haría en alta voz por
apelación nominal de los electores. En algunos departamentos se siguió el mismo
procedimiento. Los más moderados se abstuvieron y el porcentaje de participación apenas
llegó al 10 por 100, pero evidentemente se trataba del 10 por 100 más revolucionario. Sin
embargo, la inmensa mayoría de los diputados elegidos para la nueva Asamblea procedía
de la burguesía -sólo podían contarse dos auténticos obreros- y aunque eran partidarios de
la implantación de una República no estaban dispuestos a permitir una revolución social
que acabase con el principio de la propiedad. La Convención tomó su nombre de la
revolución americana y designaba a un poder que tenía como objetivo la redacción de una
nueva Constitución y el ejercicio provisional de todos los atributos de la soberanía. El ala
derecha de la Convención estaba integrada por los girondinos. Eran republicanos, pero
desconfiaban de París y de su radicalismo revolucionario, por eso querían reducir su
influencia en proporción con el resto de los departamentos. La influencia de los girondinos
procedía precisamente de las provincias en las que residían sus más importantes apoyos y
su denominación les fue atribuida por Lamartine en 1840. Representaban al mundo de los
negocios de los puertos franceses, a los manufactureros y también a la burguesía
intelectual. Habían roto con los jacobinos en agosto de 1792 y solían reunirse desde
entonces en el salón de Mme. Roland, por lo que adquirieron cierta fama de
aristocratizantes. Sin embargo, por su pasado político y por su actitud en la Convención
pueden ser considerados como auténticos revolucionarios. Contaban aproximadamente con
150 diputados de los 749 que componían la Asamblea y sus hombres más destacados eran
Brissot, Vergniaud, Pétion y Roland. El ala izquierda de la nueva Asamblea estaba formada
por La Montaña, cuyo nombre procedía del lugar, en los escaños más altos, que pasaron a
ocupar. Su apoyo estaba en los clubs jacobinos y en la Comuna de París y de algunas otras
ciudades. Socialmente procedían de una burguesía profesional de juristas y funcionarios.
Estaban más cerca de las masas populares y eran acusados por los girondinos de querer
implantar una dictadura radical. El número de sus diputados ascendía aproximadamente a
150 y sus principales jefes eran Robespierre, Marat, Danton, Saint Just y Couthon. Entre
estas dos tendencias, en el centro, se encontraba el grueso de los diputados, los cuales, en su
mayoría, fluctuaban a un lado y a otro según las circunstancias del momento. Eran
conocidos por el nombre del pantano o la llanura y el ganarse el apoyo de estos diputados
era una cuestión fundamental en la lucha por el poder de los otros partidos. Aunque no
tenían ninguna representación en la Asamblea, seguían ejerciendo una gran influencia sobre
ella los sans-culottes de París y de otras ciudades francesas. Sus aspiraciones podían
parecer contradictorias, pues defendían la extensión y la consolidación de la propiedad
privada y al mismo tiempo demandaban una reglamentación rigurosa sobre la tasación de
los precios o la requisa de alimentos que, en definitiva, significaban una limitación de la
propiedad. Pero es que la crisis económica coyuntural amenazaba su nivel de vida y temían
que la gran burguesía utilizase los mecanismos revolucionarios en beneficio propio y
exclusivo. Por eso A. Soboul califica a los sans-culottes de "retaguardia económica y
vanguardia política". La Convención tomó como primera medida la abolición de la
Monarquía y aunque de momento no hubo unanimidad en proclamar la República, ésta
entró un tanto furtivamente al decretar la Asamblea el 22 de septiembre que sus actos serían
fechados desde el año I de la República. Se aprobaba, pues, al mismo tiempo un nuevo
calendario que se alejaba de toda referencia religiosa y los meses tomaban el nombre de las
distintas estaciones del año o de sus correspondientes actividades agrícolas. Estuvo vigente
hasta 1806, en que se volvió al calendario gregoriano. A la espera de la aprobación de una
nueva Constitución, se mantuvieron las instituciones establecidas por la Constituyente y los
jefes de la Gironda supieron maniobrar en estos primeros momentos para hacerse con el
control de los principales comités de la Asamblea. Sin embargo, aunque algunos girondinos
eran partidarios solamente de encarcelar al rey hasta que se restableciese la paz en el
exterior, los republicanos más entusiastas, y entre ellos los jacobinos, querían que se le
aplicase un castigo más severo que consolidase la República y que hiciese imposible una
restauración de la Monarquía. El descubrimiento de un cofre en la Tullerías en el que
aparecieron pruebas de la complicidad del rey en los contactos con el enemigo fueron
determinantes a la hora del juicio. Luis XVI fue condenado a muerte y ejecutado el 21 de
enero de 1793. Albert Sorel hizo esta valoración del monarca francés a la hora de su
muerte: Luis "había reinado mediocremente... La guerra civil había hecho odiosa su
memoria; la proscripción hubiera borrado su recuerdo; el cadalso le creó una aureola. Al
quitarle el manto real y la corona que lo abrumaban, la Convención descubrió en él al
hombre, que era de una mansedumbre sin igual, y que afrontó -en la separación de todo lo
que había, amado, en el olvido de las injurias recibidas, en la muerte, en fin- ese sacrificio
de sí mismo y esa confianza absoluta en la justicia eterna, que son fuente de las virtudes
más consoladoras del género humano. La Convención lo excluyó de la lista de los
soberanos políticos, en la que no tenía cabida; le situó en la categoría de las víctimas del
destino y le confirió una dignidad superior y rara en la jerarquía de los reyes. Por vez
primera desde que reinaba, Luis pareció a la altura de su misión. Y como ese día lo
ofrecieron como espectáculo al mundo con una extraordinaria solemnidad, y ese día es uno
de los que cuentan en la historia de las naciones, su nombre se asocia en el espíritu de los
pueblos a la idea del mayor de los infortunios soportados con la más noble entereza."El
bicentenario de la ejecución de Luis XVI ha dado lugar también a una revisión histórica de
su papel y de las circunstancias que produjeron su condena. Historiadores como Pierre
Chaunu han manifestado que su proceso fue un absurdo puesto que era inocente, estaba
lleno de buenas intenciones y además estaba protegido por la Constitución. A juicio de este
historiador, "murió víctima del envenenamiento ideológico de su época". En el mismo
sentido han escrito François Furet y Mona Ozouf Sólo "estaban previstos tres casos de
suspensión de esta garantía (de inviolabilidad constitucional): si el rey abandonaba el reino,
si se ponía a la cabeza de un ejército extranjero o si rechazaba el juramento de fidelidad a la
Constitución. En noviembre de 1792, con los elementos del informe, no era posible invocar
ninguno de ellos."Así pues, a pesar del unánime reconocimiento de que Luis XVI no supo
jugar en aquella ocasión el difícil papel que le tocó como rey, muchos historiadores se han
preguntado recientemente si en verdad había sido necesario ejecutarlo para sacar adelante la
Revolución. Los franceses, tanto los monárquicos como los republicanos, recibieron la
noticia de la ejecución del rey sin grandes aspavientos. El cansancio prevaleció sobre la
indignación entre los primeros y la atonía fue la actitud dominante entre los segundos. Este
silencio de todo un pueblo ante la muerte de su rey -afirman Furet y Richet señala una
ruptura profunda en la historia de los sentimientos populares.

Guerra en Europa y Primera Coalición


Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1792
Fin: Año 1793

La ejecución del rey, los planes de los girondinos que habían hecho aprobar en la Asamblea
un decreto por el que se prometía socorrer a todos aquellos pueblos que deseasen recuperar
su libertad, y el temor ante la expansión de la propaganda revolucionaria, contribuyeron a
reavivar las aspiraciones de la Europa monárquica de acabar con la Revolución. Después de
Valmy, los ejércitos franceses habían continuado con sus éxitos. Los prusianos
abandonaron el territorio francés en pocos días. En el Sur, Montesquieu y Anselme se
habían apoderado de las posesiones sardas de Saboya y Niza, y en el Rin, Custine había
avanzado hasta Maguncia. Pero la acción más sobresaliente había sido la de Dumouriez al
ocupar Bélgica, que estaba en manos de los austriacos, mediante la batalla de Jemmapes, el
6 de noviembre de 1792. Esto llevó a los diputados de la Convención a declarar
entusiásticamente el principio de las "fronteras naturales", mediante las cuales Francia
debía recuperar sus verdaderos límites "señalados por la naturaleza". Carnot expresó en este
sentido su teoría de que "Los límites antiguos y naturales de Francia son el Rin, los Alpes y
los Pirineos. Las partes que de ella han sido desmembradas sólo lo han sido por
usurpación". Frente a esta actitud de los revolucionarios franceses, los países europeos
formaron una gran coalición en la que además de Austria, Prusia y Rusia, entraron Cerdeña,
España e Inglaterra. En España, Carlos IV había ascendido al trono casi al mismo tiempo
que había estallado la Revolución en Francia y el temor a que pudiese suceder algo
parecido en su propio país paralizó el programa de reformas que se había estado aplicando
durante el reinado de Carlos III. El gobierno español, encabezado por el conde de
Floridablanca, estableció un cordón sanitario en la frontera de los Pirineos para evitar el
contagio revolucionario. Sin embargo, el fracaso de la actitud de Floridablanca produjo la
caída de éste y el nombramiento del conde de Aranda, un hombre más acorde con las ideas
reformistas que parecían sintonizar mejor con las aspiraciones de la Francia revolucionaria.
Pero los inicios de su gobierno coincidieron con el agravamiento de las tensiones y con la
caída de la Monarquía en el vecino país. Aranda fue pronto sustituido por Manuel Godoy,
quien sería el ministro destinado a hacer frente a los deseos expansionistas de la
Convención. Inglaterra, por su parte, ya había tenido ocasión de enfrentarse a otra
revolución en sus propias colonias de Norteamérica y más tarde lo había hecho también en
los Países Bajos. Sin embargo, podía reconocer en las aspiraciones de los revolucionarios
franceses algunas de las ideas de su propia revolución: el principio de la soberanía nacional
en el que la representación en el parlamento se llevaba a cabo mediante un sistema electoral
censitario, estaba vigente en Inglaterra desde hacía más de un siglo. Y en realidad, la
Revolución francesa había desatado el relanzamiento de aquellos que pretendían llevar a
cabo una reforma electoral más avanzada. Pero también surgieron tendencias
contrarrevolucionarias, cuyo más destacado paladín fue Edmund Burke, quien en su obra
Reflexiones sobre la Revolución francesa, trataba de demostrar que, al contrario que en
Inglaterra, las nuevas instituciones que estaban estableciéndose en Francia no tenían ningún
arraigo ni en su tradición política ni en su historia. El primer ministro William Pitt
encarnaba desde el Gobierno esta tendencia y, además, vio con temor la conquista de
Bélgica por Francia en noviembre de 1792, porque ponía a los revolucionarios en la puerta
de Inglaterra. Francia tenía que hacer frente en aquellos momentos a unas difíciles
condiciones económicas provocadas por el aumento de los gastos que conllevaba la guerra.
En los territorios ocupados surgía una resistencia mayoritaria a aceptar las reformas
destinadas a derribar el Antiguo Régimen y, por si fuera poco, el ejército francés,
compuesto en su mayor parte por voluntarios, veía reducidos considerablemente sus
efectivos a causa del retorno a sus hogares de muchos de sus hombres. En estas
condiciones, la Convención decidió llevar a cabo una recluta de 300.000 hombres en
febrero de 1793. La medida iba a resultar notablemente impopular, pues si no se cubrían
con voluntarios los cupos asignados a cada provincia se recurriría al alistamiento forzoso.
Pronto surgieron motines en varios departamentos, pero fue en la región de La Vendée
donde adquirieron una especial gravedad. La Vendée simboliza en todo el proceso de la
Revolución francesa la reacción del descontento campesino que cristaliza en una
insurrección armada contra el gobierno. Se ha pretendido explicar el fenómeno de La
Vendée por razones de determinismo geográfico o de determinismo religioso. Se ha
querido también presentarlo como inseparablemente clerical, nobiliario y monárquico, pero
la verdad es que sus causas profundas no están todavía del todo claras. Los disturbios
comenzaron el 3 de marzo, cuando llegaron las primeras noticias sobre el reclutamiento.
Sus instigadores parece que procedían de esa clientela tradicional de los elementos
aristocráticos del Antiguo Régimen formadas por administradores, empleados y colonos.
Éstos apelaron inmediatamente a los nobles para que tomasen la dirección de las
operaciones y con los nobles hicieron su aparición los curas refractarios que no iban a
desperdiciar la ocasión para movilizar a las masas contra la Revolución. Los insurrectos se
hicieron dueños de toda la región, excepto la zona del litoral, causando una elevada cifra de
víctimas entre munícipes, guardias nacionales y curas constitucionales, que se acerca a los
500. Las tropas republicanas que fueron enviadas desde La Rochela sufrieron una derrota y
fueron inútiles las medidas dictadas por la Convención castigando con la muerte y con la
confiscación de bienes a todos los insurrectos que fuesen cogidos con las armas en la mano.
Sin duda todos estos problemas repercutieron en la acción del ejército revolucionario en el
exterior. El general Dumouriez fue expulsado en marzo de 1793 de Holanda, a la que
pretendía ocupar con su ejército, y fue derrotado en Neerwinden el 18 de ese mismo mes.
En realidad se trataba de un plan muy arriesgado, pero si nos fiamos de sus Memorias, el
general francés pretendía fundar un Estado independiente en los Países Bajos y si la
Convención no lo autorizaba estaba dispuesto a marchar sobre París para restablecer la
Monarquía en la persona del duque de Chartres, hijo de Felipe Igualdad, que era teniente
general de su ejército. La Convención llevó a cabo una investigación, pero Dumouriez,
abandonado por sus tropas, tuvo que pedir refugio a los austriacos. En el Rin, las cosas no
fueron mejor pues Custine no pudo impedir que las tropas del rey de Prusia pasasen el río y
sitiasen la ciudad de Maguncia. A todos estos problemas, había que añadir un
recrudecimiento de la agitación popular como consecuencia de las dificultades financieras
provocadas, a su vez, por una disminución del valor de los assignats hasta de más de un 50
por 100 de su valor nominal. A la espera de nuevas alzas de precios, los comerciantes
retenían sus productos para jugar con la especulación y desabastecían los mercados. Las
clases populares demandaban una tasación de los precios y una estabilización del valor del
dinero y entre los líderes que encabezaban estas reivindicaciones destacaba el abate Jacques
Roux. En París los sans-culottes asaltaron las tiendas de comestibles durante las jornadas
del 25 y 26 de febrero y tuvo que intervenir la Guardia Nacional para reprimir los
desmanes. Ni La Montaña con sus dirigentes jacobinos ni los girondinos eran partidarios de
ceder en este terreno, pues como burgueses revolucionarios consideraban estos incidentes
como grave atentado contra la sagrada propiedad privada y contra la libertad económica. El
mismo Robespierre dijo, refiriéndose a estos disturbios: "Yo no digo que el pueblo sea
culpable; yo no digo que sus actos sean un atentado; pero cuando el pueblo se subleva ¿no
ha de obtener un objetivo digno de él, en vez de ir a ocuparse de unas escuálidas
mercancías?" Sin embargo, fueron los girondinos los que más se vieron afectados porque
eran los que desempeñaban el gobierno y todo esto significaba el fracaso de su política,
incluida la defección de Dumouriez, que era uno de los suyos. La Montaña, sin embargo,
no tenía inconveniente en utilizar políticamente los disturbios populares para desacreditar a
los girondinos. Así pues, los montañeses fueron evolucionando progresivamente hacia la
izquierda e integrando dentro de su programa una parte de las reivindicaciones de los sans-
culottes. De forma parecida, se producía un acercamiento entre La Llanura y La Montaña,
pues los diputados independientes, ante la insurrección de La Vendée y el peligro exterior,
iniciaron un movimiento para votar con ella las medidas revolucionarias. Estas medidas,
que fueron votadas entre el 10 de marzo y el 20 de mayo, tenían como propósito -según
Furet y Richet atender a tres frentes: a) vigilar y castigar a los sospechosos; b) atender a las
reivindicaciones económicas de los sans-culottes, y c) reforzar la eficacia gubernamental.
Se creó un tribunal de excepción formado por miembros designados y se comenzaron a
emitir una serie de decretos para juzgar de forma sumarísima a los rebeldes que fuesen
apresados con las armas en la mano y a los aristócratas y enemigos de la libertad. Los
emigrados eran declarados "muertos desde el punto de vista civil" y sus bienes serían
confiscados. Para llevar a cabo el control de los sospechosos, la Convención estableció en
todos los ayuntamientos comités de vigilancia compuestos por doce miembros elegidos por
sufragio universal. El 6 de abril se creó el Comité de Salud Pública, con la misión de vigilar
y acelerar la acción del Consejo Ejecutivo con el poder de ejecutar inmediatamente sus
decisiones. Se trataba de un nuevo órgano revolucionario que respondía a la filosofía de los
jacobinos de la sagrada unidad y de los medios excepcionales de salvación frente a los
enemigos del interior y del exterior. Los girondinos respondieron con la creación de un
Comité de los Doce, destinado a controlar a los revolucionarios más extremistas. Después
de un despiadado combate, que tuvo diferentes alternativas entre los meses de abril y mayo,
la lucha entre la facción girondina y la facción montañesa terminaba mediante un golpe de
fuerza encabezado por la Guardia Nacional, que arrestó a 29 diputados girondinos y que
significó la caída de La Gironda el 2 de junio de 1793.

La Convención Montañesa
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1793
Fin: Año 1794

La Convención emprendió la tarea de redactar la nueva Constitución que se había venido


retrasando como consecuencia del conflicto entre girondinos y montañeses. La nueva
Constitución era mucho más democrática que la de 1791. Establecía el sufragio universal
masculino y el referéndum. Proclamaba la libertad de los pueblos a disponer de su propio
destino y la fraternidad de los pueblos libres. En cuanto a los derechos sociales, reconocía
que la sociedad debía atender a los indigentes y contemplaba el derecho al trabajo y el
derecho a la instrucción. La Asamblea Legislativa sería elegida sólo por un año y el poder
ejecutivo estaría formado por un Consejo compuesto por ministros que no fuesen
diputados. En su conjunto, se trataba de una Constitución menos centralista que la de 1791.
La Constitución de 1793 fue aprobada por la Convención el 24 de junio y sometida a
referéndum y ratificada en el mes de julio por una abrumadora mayoría de 1.900.000 votos
afirmativos de un total de 2.000.000 de votos emitidos sobre 7.000.000 de electores. Sin
embargo, nunca llegó a entrar en vigor, puesto que se aplazó su aplicación hasta que
terminase la guerra en el exterior. Jacques Godechot ha señalado, no obstante, la
importancia de esta Constitución por ser la que por primera vez planteaba, oficialmente,
ante el mundo los problemas de la democracia social, de tal manera que serviría de guía a
destacados políticos muy posteriores, como Louis Blanc, Barbès y el mismo Jean Jaurès.
Sin los girondinos en la Asamblea, los montañeses, apoyados en gran parte por La Llanura,
practicaron una política de acercamiento a aquella parte del pueblo más radicalizada, que
estaba representada por los sans-culottes, a los que, al fin y al cabo, debían su triunfo. Así,
se dictaron algunas medidas legislativas como la referente a la redención total de la tierra,
aprobada el 17 de julio y mediante la cual los colonos podían acceder a la propiedad de sus
parcelas sin necesidad de seguir pagando las indemnizaciones previstas en 1789; o aquella
que imponía una tasa a los precios de los productos alimenticios de primera necesidad,
aprobada a finales de septiembre de 1793. Sin embargo, no dejaba de existir una fuerte
oposición, formada no solamente por los girondinos, sino por los realistas que seguían
luchando a favor de la Monarquía. Marat fue asesinado por la realista Carlota Corday el 13
de julio. Jean Paul Marat había sido el director de uno de los periódicos de mayor
influencia entre los revolucionarios: Ami du Peuple. Partidario de la acción violenta, había
tenido un papel destacado en los acontecimientos más importantes de la Revolución y
especialmente en las jornadas del 31 de mayo y del 2 de junio de 1793. Su muerte produjo
un gran impacto y la reacción que provocó fue impresionante. La Convención le ofreció
unos funerales fastuosos. Su imagen siempre estuvo relacionada con el radicalismo
revolucionario, quizás, por aquello que afirmaba Camille Desmoulins de que su función en
la Revolución era la de proporcionar un limite a la imaginación popular: "más allá de lo que
propone Marat, sólo puede haber delirio y extravagancia". No obstante, la historiografía
posterior no le ha otorgado un papel tan destacado como a Robespierre y a Danton. El
asesinato de Marat radicalizó aún más la actitud de los ultrarrevolucionarios, y
especialmente de los sans-culottes y de los enragés, como eran conocidos los seguidores de
Jacques Roux. Danton, cansado y desgastado por sus esfuerzos por terminar la guerra y
también por las implicaciones que se le descubrieron en turbios asuntos de venalidad, pidió
a la Convención ser apartado del Comité de Salud Pública. La Convención decidiría que el
gobierno de Francia sería confiado excepcionalmente, hasta que terminase la guerra, a dos
de sus comités: el Comité de Salud Pública y el Comité de Seguridad General. El primero
de ellos había sido creado el 1 de enero de 1793 con el nombre de Comité de Defensa
General. Después de la traición de Dumoriez fue encargado de dirigir el gobierno, excepto
las finanzas y la policía. Cuando se produjo la expulsión de los girondinos, sufrió una
nueva transformación y se convirtió en lo que se iba a llamar el Gran Comité, compuesto
por doce miembros, cuyas tendencias estaban lejos de ser unánimes. Había moderados,
como Lindet o Carnot, una izquierda formada por Robespierre, Saint Just y Couthon que
tomaría la dirección del país, y extremistas partidarios de reformas sociales radicales, como
Billaud-Varenne y Collot d'Herbois. El Comité de Seguridad General, que fue creado a
comienzos de la Convención y que había sustituido al Comité de vigilancia de la Asamblea
Legislativa, se compuso también, a partir de septiembre de 1793, de doce miembros que
tenían a su cargo la policía política. Estos dos Comités constituían una especie de gobierno
parlamentario que comenzó a dirigir los asuntos de Francia de forma dictatorial gracias a la
confianza de la que gozaban por parte de la Asamblea. La política que practicaron estos
hombres está vinculada al Terror, como medio de salvar al país de los peligros que lo
amenazaban en el interior y en el exterior. El Terror estaba dirigido contra los enemigos de
la Revolución y se aplicaba mediante la sustracción del acusado del curso normal de la
justicia para ser sometido a un Tribunal revolucionario que aplicaba unos procedimientos y
unas penas fijadas por la Convención. Pero el Terror no era simplemente una forma de
aplicación de la justicia revolucionaria, era también una forma de gobierno omnipresente
mediante el cual la dictadura revolucionaria dejaba llegar su mano de hierro a cualquier
rincón del país, a través de los representantes en misión, delegados por el Comité de Salud
Pública y la Convención. Ahora bien, el Terror como tal, es anterior a la dictadura del año
II de la República, pues se manifestó desde los mismos comienzos de la Revolución ligado
a la idea de que ésta estaba amenazada por un complot aristocrático al que sólo las medidas
de carácter extremo podían poner fin. Lo que ocurre es que ahora, a partir de septiembre de
1793, se presenta como un sistema represivo institucionalizado. Hubo muchas víctimas del
Terror, e incluso la guillotina, aquel maléfico instrumento que pronto se convirtió para
siempre en el símbolo de la violencia revolucionaria, no fue suficiente y se recurrió a los
fusilamientos y hasta a los ahogamientos colectivos en el Loira. A la hora de precisar cifras,
no todos los historiadores se ponen de acuerdo. Donde hubo más víctimas fue, sin duda, en
París, pero también en Burdeos, Tolón y Lyon padecieron el frenesí de las ejecuciones. En
total, se ha hablado de más de 100.000 víctimas, y aunque Godechot ha querido reducir la
cifra hasta 35.000 o 40.000, no cabe duda de que en cualquier caso hay que contar los
muertos por decenas de miles. La política basada en la dictadura y en el terror dio sus
frutos: en el interior los insurrectos fueron sometidos en diferentes ciudades de Francia y el
movimiento de La Vendée fue completamente aplastado. Para eliminar el peligro exterior
se llevó a cabo un extraordinario esfuerzo militar consistente en la leva en masa de miles de
hombres que irían a integrarse con los soldados más veteranos. Cada media brigada (nuevo
nombre que se le dio al regimiento) estaría compuesta por dos batallones de novatos y uno
de hombres experimentados. La falta de armamento y de equipamiento sería suplida por
una rígida disciplina y por un gran entusiasmo patriótico y revolucionario. Saint-Just y
Carnot, ante la falta de preparación de la tropa para continuar con la guerra de asedios,
pondrían en marcha una nueva estrategia consistente en el ataque sin descanso mediante la
línea de tiro y el asalto con bayoneta. En esta modalidad se revelaron nuevos oficiales,
como Bonaparte, que contribuyeron a darle un mayor impulso a este tipo de guerra,
moderna, más móvil y total, puesto que implicaba a toda la nación e iba a conducir a
Francia a la victoria. A finales de 1793 se detuvo la invasión y en 1794 se reemprendió la
ofensiva en Bélgica y en Renania. Sin embargo, la Convención se abstuvo en esta ocasión
de hablar de anexión y se limitó a una negociación que se vio facilitada por la división de
los aliados. A Gran Bretaña no le interesaban más que los problemas marítimos y la
cuestión belga y se desentendió de la ayuda a los contrarrevolucionarios. Prusia y Austria
estaban ocupadas en el problema de Polonia y esta última reclamaba su parte después de
que Prusia y Rusia ya se habían adjudicado cada una parte en 1793. España, por su lado, se
sentía cada vez más aislada y la torpeza de su ministro Godoy la llevaría a dar unos
bandazos poco firmes ante la situación política internacional. Sin embargo, la mejoría de la
situación general había vuelto a fomentar las disensiones en el seno de los revolucionarios
que habían alcanzado el poder. Tanto en la Convención como en los Comités no quedaban
ya moderados, sólo había extremistas, pero entre éstos se dibujaban tres tendencias. En el
centro se hallaba Robespierre, que ahora alcanzaba el cenit de su carrera revolucionaria.
Robespierre era un personaje extraordinariamente controvertido en aquellos momentos y lo
ha seguido siendo entre los historiadores que han tratado de analizar su biografía. Michelet
lo denostaba y Mathiez lo ensalzó hasta convertirlo en un mito. De su postura política han
dicho recientemente Furet y Richet que "Lejos de ser un doctrinario, era un táctico notable,
un político experto en la elección del momento oportuno, hábil para distinguir lo posible y
lo aventurado, apto para seguir la opinión popular o parlamentaria sin dejarse desbordar por
ella". Era, en definitiva, un roussoniano puro, con una fe indestructible en la libertad, en la
soberanía popular, en los derechos humanos y en la felicidad futura, pero al mismo tiempo
un perfecto organizador y un hombre pragmático. A la derecha de Robespierre se hallaba
Danton, que había vuelto a la política a finales de 1793, y que sin dejar de ser un demagogo
aparecía como un moderado al que comenzaban a repugnarle las atrocidades sistemáticas
impuestas por el Terror. A la izquierda, Hébert, sucesor de Jacques Roux -que se había
suicidado en prisión- como líder de los enragés. Había fundado el periódico Le Pére
Duchesne, órgano de los sans-culottes, e impulsaba medidas aún más radicales consistentes
en un dirigismo económico y político animado por la Convención. Había colaborado
intensamente en la campaña de descristianización que se había llevado a cabo tanto en París
como en los departamentos. Los sans-culottes eran conscientes de que habían sido ellos los
que, a consecuencia de su ardor revolucionario, consiguieron la radicalización de la
Revolución y ahora querían recoger sus frutos. La lucha política entre estas facciones se
desarrollaba en los clubs y en la Convención, en donde los diputados de unas y otras
intentaban hacerse con la mayoría. Pero la frialdad y la capacidad de maniobra de
Robespierre fueron decisivas en esta lucha y sus oponentes fueron acallados mediante la
eliminación de sus líderes. Hébert y sus enragés procuraron capitalizar un recrudecimiento
de la crisis de subsistencias en el invierno de 1793-94, organizando manifestaciones de
protesta. Pero los jacobinos, que dominaban el Comité de Salud Pública, les acusaron de
tratar de soliviantar al pueblo y consiguieron encarcelar a sus dirigentes a mediados de
marzo. Después de un breve proceso, el 24 de marzo (4 de Germinal), Hébert, Ronsin,
Manuel, junto con Momoro y Leclerq -de las secciones parisienses- y algunos otros
radicales fueron guillotinados. La desaparición de los radicales iba a llevar, aunque pueda
resultar paradójico, a la desaparición también del grupo moderado encabezado por Danton
y Desmoulins. Robespierre, para que no pudiera interpretarse que con su actitud en contra
de los enragés estaba favoreciendo un corrimiento de la Revolución hacia la derecha,
mandó encarcelar a los principales moderados. Parece que durante un momento se resistió a
incluir a Danton en la lista, pero una excepción podría levantar contra el gobierno a todos
los que se habían comprometido con el Terror. El proceso fue agitado y Danton fue
excluido de los debates. El 5 de abril (22 de Germinal) fue ejecutado. Con la desaparición
de las dos oposiciones se produjo también la desaparición de la presión callejera que había
estado obrando sobre el gobierno desde el 10 de agosto de 1792. En realidad, la eliminación
de las facciones se había llevado a cabo en medio de una indiferencia generalizada.
Robespierre se quedaba ahora solo en el poder. La Revolución se había congelado como
dijo Saint-Just. Desaparecieron las sociedades populares y otros comités especiales y todo
quedó en manos de una férrea dictadura. Entre Germinal y Termidor el gobierno
robespierrista tomó una serie de medidas destinadas a la consecución de una sociedad pura
y perfecta. Para luchar contra la secularización y para proporcionar una base moral a la
Revolución, lanzó el culto al Ser Supremo, que fue entronizado mediante una gran
ceremonia que tuvo lugar el 8 de junio (20 Pradial). Se trataba en realidad de contrarrestar
la política de descristianización que se había practicado en Brumario y que había
disgustado a muchos franceses de raíces profundamente católicas. No se trataba de volver
al catolicismo, sino de instaurar una religión de carácter deísta, con un vago fondo
filosófico pero con un ceremonial litúrgico precisamente legislado. Aquel intento, sin
embargo, no contentó a nadie. A los católicos les pareció una culminación del proceso de
descristianización, y a los no católicos, una vuelta a la religión. Para reforzar el reino de la
virtud, Robespierre amplió la legislación terrorista en el mes de abril, mediante una medida
que agravaba las penas y centralizaba los juicios en París. Las penas de muerte aumentaron
considerablemente. El 10 de junio se dictó una ley que ampliaba la noción de sospechoso,
simplificando el proceso judicial y eliminando a los testigos. Se trataba de ampliar el
control del poder sobre la justicia con la intención de evitar la arbitrariedad de los
tribunales regionales. Pero, si bien se pretendía con esa medida apaciguar los ánimos
revolucionarios, el resultado fue exactamente el contrario, pues los sans-culottes de
provincias se vieron privados, no sin un gran disgusto, de sus propios organismos de Terror
que habían logrado después de una larga lucha.

Termidor
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1794
Fin: Año 1798

El 26 de junio de 1794 (8 de Mesidor) el ejército francés derrotó a los austriacos en Fleurus,


con lo que se descartaba definitivamente el temor a una invasión. A partir de entonces la
dirección de la guerra cambiaría de rumbo. Carnot envió órdenes a los ejércitos para que
viviesen a expensas del enemigo e incluso requisasen víveres para enviarlos a Francia. La
guerra revolucionaria iba, así, a ser sustituida por una guerra de conquista. La dirección de
la guerra provocó en el seno del Comité de Salud Pública un conflicto entre los criterios de
Carnot y de Saint-Just. Aquél acusó a éste de inmiscuirse en asuntos que salían de su
competencia, pero lo que se dilucidaba en realidad era un enfrentamiento entre los
elementos más moderados, entre los que se encontraban, además de Carnot, Lindet y
Barère, y los ideólogos -Robespierre, Couthon y Saint-Just- , acusados de querer formar un
triunvirato dictatorial. La alianza antirrobespierrista se amplió a todos aquellos que temían
verse procesados en la espiral implacable del terror desencadenada sin freno. Como afirma
el historiador Marc Bouloiseau, "Políticamente, socialmente, humanamente, la maquinaria
terrorista -a pesar de los principios- se hacía insoportable. Tanto la población como el
ejército se resistían cada uno a su manera a una autoridad excesiva. La máquina trabajaba
en balde. Mantenida hasta ese momento por la firme voluntad de los gobernantes, se paró
desde el momento en que éstos se dividieron."El 8 de Termidor, Robespierre intentó
defenderse de sus atacantes, alegando que la Revolución podría salvarse, y con ella el reino
de la virtud, si se eliminaba a un grupo de hombres impuros que obstaculizaban el triunfo
final. Pero la alianza de los jacobinos moderados, La Llanura y los terroristas,
momentáneamente unidos por el miedo común, resistió a los argumentos de Robespierre y
de Saint-Just, que intentó defenderlo. Robespierre fue detenido y el 10 de Termidor (28 de
julio) ejecutado en la guillotina. A los pocos días, hasta 71 de sus seguidores, miembros de
la Comuna, siguieron el mismo camino. Termidor es otro de los momentos clave en el largo
recorrido de la Revolución francesa y constituye también un punto de inflexión arquetípico
de todo proceso revolucionario. Significa el cansancio de la Revolución, es decir, la toma
de conciencia por parte de algunos de sus impulsores de que no puede mantenerse
indefinidamente su corrimiento hacia la izquierda, sino que, llegado un momento, hace falta
detenerse para consolidar y poner en marcha las conquistas revolucionarias. No es, por
consiguiente, una vuelta atrás y mucho menos un regreso al Antiguo Régimen, sino más
bien un giro a la derecha -dentro de la Revolución-, cuando algunos pensaban que se había
llegado al borde del límite de lo aceptable para sus propios intereses. La gran vencedora de
las jornadas de Termidor fue La Llanura. De ella salieron los nuevos nombres que tomarían
las riendas del poder para reconducir a la Revolución por unos derroteros más acordes con
los intereses de una burguesía que huía tanto del extremismo revolucionario, como de la
vuelta al Antiguo Régimen. Boissy d´Anglas, Merlin de Douai y Merlin de Thioville,
abogados y partidarios de un gobierno de propietarios, o antiguos extremistas conversos,
como Barras, Tallien y Fréron, fueron los elementos que desmantelaron la república
jacobina y acabaron con el Terror. La Convención adoptó una serie de medidas durante el
segundo semestre del año 1794 (Año II-III de la República) destinadas a desactivar los
mecanismos del gobierno robespierrista. Los dos Comités, el de Salud Pública y el de
Seguridad General, fueron regulados de forma que sus miembros serían renovados
mensualmente mediante una elección. De esa forma se trataba de evitar que el poder
estuviese concentrado en un grupo de personas. Se crearon hasta 16 nuevos comités -12 de
ellos dotados de poderes ejecutivos- que se repartieron las labores que antes desempeñaban
en exclusiva los dos grandes Comités. A escala local, también se dictaron medidas en el
mismo sentido de tal forma que se suprimieron los antiguos comités revolucionarios y de
vigilancia. En París se suprimió la Comuna y los comités revolucionarios fueron
drásticamente reducidos y convertidos en "comités d'arrondissement", de los que fueron
excluidos los militantes jacobinos y sustituidos por comerciantes o funcionarios más
respetables. La finalización del Terror significó la puesta en libertad de los sospechosos
(500 en París en una sola semana) que en su mayor parte pasaron a engrosar las filas de la
derecha y que a través de sus periódicos Le Messager du Soir y L´Ami du Citoyen, exigían
el castigo de los jacobinos sanguinarios. Algunos "emigrés" comenzaron también a regresar
y con ellos aumentaba el número de personas deseosas de ajustar cuentas con los antiguos
enemigos. La Convención adoptó una actitud pasiva y así se instaló el terror blanco
mediante el que los "muscadins" practicaban la caza del jacobino. En la capital atacaban a
sus lugares de reunión mediante las llamadas "promenades civiques", que solían terminar
trágicamente. Los jacobinos y los hebertistas se entretenían mientras tanto en echarse
mutuamente la culpa sobre quién había sido el responsable de la derrota de Termidor. Pero
más que en París, donde el terror blanco alcanzó una mayor violencia fue en las provincias.
En Lyon se produjeron asesinatos masivos de prisioneros y en otras ciudades se asesinó
indiscriminadamente a terroristas, patriotas de 1789, o simplemente compradores de bienes
eclesiásticos desamortizados. En el terreno económico se dejó sentir también el triunfo de
las "honnêtes gens". Se volvió a la libertad económica mediante la abolición de la ley del
Maximum, que establecía un precio máximo para los productos de primera necesidad, y se
restableció la libre circulación de mercancías. Asimismo, la mayor parte de las
manufacturas que habían sido estatalizadas, se restituyeron al sector privado. Pero todo ello
tuvo unas consecuencias nefastas, pues aunque los productores quedaron satisfechos de
momento, la inflación inició una rápida espiral ascendente y los precios alcanzaron un nivel
muy alto, totalmente inasequible para los pequeños consumidores. El "assignat" sufrió una
depreciación considerable y todos los que recibían su salario en esta moneda padecieron
una disminución de su poder adquisitivo. Parece ser que los salarios reales de los
trabajadores parisienses en abril y mayo de 1795 no solamente estaban muy por debajo de
los del año anterior, sino que habían descendido a los niveles catastróficos de comienzos de
1789. También las costumbres comenzaron a conocer una transformación importante. Los
grandes salones de las damas parisienses, como Mme. Tallien o Mme. Récamier,
reanudaron la tradición de los salones liberales del Antiguo Régimen. Las suntuosas
reuniones que se convocaban en ellos, en las que se volvía a derrochar el lujo de las modas
y de los peinados deslumbrantes, pretendían hacer olvidar la extremada austeridad jacobina
que había imperado en los últimos tiempos. Incluso los calificativos de ciudadano y de
ciudadana fueron reemplazados por los de monsieur y madame. Los termidorianos pusieron
fin también a la reacción antirreligiosa. Los vendeanos y otros contrarrevolucionarios
fueron amnistiados y se les devolvieron los bienes que les habían sido confiscados. Se
restableció la libertad de culto y se toleró incluso el culto clandestino de los curas
refractarios. La reacción triunfaba en todos los terrenos y sin embargo todo ello iba a
provocar un estallido de indignación popular y una protesta social, inspiradas esencialmente
en el hambre y en el odio a estos nuevos ricos, aunque también acompañadas de algunas
reivindicaciones políticas. Los jacobinos y los antiguos seguidores de Hébert pusieron fin a
sus querellas y se dispusieron a explotar el descontento popular que cundía por todas partes.
Aparecieron carteles por las paredes y muros de París en los que se hacía un llamamiento a
la insurrección del pueblo, y Babeuf, desde su periódico Le Tribun du Peuple, alentó a los
parísinos a secundarlo. El 12 de Germinal del año 111 (1 de abril de 1795) el pueblo de
París respondía a estas exhortaciones e invadía la Asamblea para pedir la aplicación de la
Constitución de 1793 y para reclamar medidas contra el hambre y contra el paro así como
castigos para los acaparadores y especuladores. Algunos de los asaltantes llevaban inscrito
en sus gorros la consigna Pan y Constitución de 1793. Sin embargo, carentes de
organización y de armas, los guardias nacionales los dispersaron sin mucho esfuerzo. La
Convención tomó algunas medidas para apaciguar los ánimos, como declarar el estado de
sitio en la capital, poner a la Guardia Nacional bajo el mando de un oficial del ejército
regular como era el general Pichegru, y arrestar a algunos antiguos terroristas y diputados
de la Montaña. No obstante, no hizo nada para atajar las verdaderas causas de la
insurrección, que seguían persistiendo y provocarían un nuevo estallido el 1 de Pradial (20
de mayo). Otra vez los manifestantes, entre los que predominaban las mujeres de los
faubourgs y de los mercados, asaltaron la Convención y leyeron sus reivindicaciones que
no tuvieron más remedio que aceptar los diputados. De nuevo fueron desalojados por las
fuerzas del orden, pero esta vez la insurrección continuó en el Faubourg Saint Antoine.
Finalmente, un auténtico ejército de 20.000 hombres al mando del general Menou pudo
hacerse con la situación sin disparar un solo tiro. La represión fue en esta ocasión terrible.
Los jefes de la insurrección fueron guillotinados y los sans-culottes que habían participado
en ella fueron deportados o encarcelados por centenares. En las provincias fue el terror
blanco el encargado de reprimir los brotes populares y eso envalentonó a los realistas que
decidieron iniciar una ofensiva. La muerte del heredero Luis XVII cuando se hallaba
prisionero en el Temple, el 8 de junio de 1795, hizo concebir esperanzas a su tío el Conde
de Provenza, que tomó el nombre de Luis XVIII y publicó un manifiesto en el que exponía
su programa para restaurar la Monarquía en Francia. Con ayuda inglesa, los realistas
emigrados desembarcaron en Quiberon, en la costa de Bretaña, el 27 de junio, y se
dispusieron a enfrentarse al ejército republicano. La Convención designó al general Hoche
para que los detuviese y en la noche del 20-21 de julio los aplastó totalmente. El
fusilamiento de más de 700 emigrados reflejaba la firme disposición de la Convención a no
dejarse sorprender por los que añoraban el Antiguo Régimen y deseaban su
restablecimiento. Una de las tareas más importantes que debían emprender los
termidorianos era la de dotar a Francia de una nueva Constitución que respondiera a sus
aspiraciones políticas y que sirviese también de defensa frente a las presiones populares por
una parte y a las realistas por otra. La nueva Constitución fue redactada en su mayor parte
por Boissy d´Ánglas, diputado de la región de Ardéche, que había mostrado una postura
moderada en la Convención oponiéndose a la ejecución de Luis XVI y que ahora aparecía
como uno de los líderes de la facción termidoriana. En uno de sus discursos reflejó el
espíritu de lo que iba a ser el nuevo documento: "La igualdad absoluta es una quimera; un
país gobernado por sus propietarios está dentro del orden social". La Constitución
-conocida como Constitución del año III- estaba precedida por una Declaración de
Derechos y Deberes y, frente a los 210 artículos de la de 1791, ésta tenía 377, divididos en
14 títulos. En ella, la igualdad se entendía como igualdad ante la ley y no en cuanto a
derechos civiles. Se suprimía el sufragio universal masculino y se volvía a establecer el
voto restringido y el sistema indirecto que ya -regulaba la Constitución de 1791. Una de las
novedades más notables fue la división del poder legislativo en dos asambleas: el Consejo
de los Quinientos y el Consejo de Ancianos, renovables por tercios cada año. El primero de
ellos era el que tenía la iniciativa legislativa y el segundo, que hacía el papel de cámara alta
o senado, discutía el contenido de las leyes propuestas. En cuanto al poder ejecutivo, se
confiaba a un directorio de cinco miembros, cada uno de los cuales ejercía el cargo durante
cinco años. La nueva Constitución trataba de controlar al gobierno, que no podía tomar
ninguna decisión importante sin la autorización de las cámaras. La Constitución fue
aprobada en referéndum con 914.853 votos afirmativos contra 41.892 votos negativos. Su
vigencia -cuatro años- sería mayor que la de 1791 -sólo diez meses- y, por supuesto, que la
de 1793, que ni siquiera llegó a aplicarse. Sin embargo, las frecuentes elecciones que era
necesario llevar a cabo de acuerdo con lo establecido por la Constitución del año III,
propiciarían la confusión y la inestabilidad política de este periodo. Además, el hecho de
que los nuevos gobernantes careciesen del apoyo necesario en todo el país, contribuiría
también a la inexistencia de unas mayorías que los sostuviesen en el poder, por lo que se
verían obligados a maniobrar continuamente buscando alianzas, unas veces con la izquierda
jacobina y otras con la derecha realista. Como directores fueron elegidos el 31 de octubre
de 1795 Barras, La Revellière, Reubell, Letourneau y Sieyès, que rehusó y fue sustituido
por Carnot. El 4 de octubre de 1795 (12 de Vendimiario) se registró ya la primera
alteración seria del orden constitucional cuando un nutrido grupo de realistas se lanzó a la
calle para protestar contra un decreto que establecía que dos tercios de los diputados debían
ser elegidos entre los antiguos miembros de la Convención. Barras, a quien se había puesto
al frente de las tropas en París, llamó en su auxilio al general Bonaparte y a otros jóvenes
generales y sometió a los rebeldes. La represión que siguió fue muy débil y la mayor parte
de los dirigentes del levantamiento pudieron escapar. Desde entonces, el joven general
Napoleón Bonaparte, que ya se había distinguido en el cerco de Tolón y al que desde
entonces se le comenzó a llamar General Vendimiario, se haría apreciar por el Directorio.
Las jornadas de Vendimiario provocaron un giro a la izquierda. Los clubs jacobinos
volvieron a abrir sus puertas y el periódico de Babeuf, Le Tribun du Peuple, salió de nuevo
a la calle. Al mismo tiempo, el recrudecimiento de la crisis económica favoreció las
agitaciones populares. A finales de 1795 el assignat de 100 libras había disminuido su valor
hasta los 20 sueldos y en febrero de 1796 no valla prácticamente nada. Al cabo de seis
meses, la moneda que lo había sustituido, el mandat territorial, seguía el mismo camino.
Como consecuencia de ello, los precios sufrieron una elevación meteórica. El descontento
popular quedó reflejado en el intento de Babeuf de establecer una sociedad comunista por
medios políticos, conocido como la Conjura de los Iguales. Graco Babeuf era un hombre
procedente de una familia humilde de la región de Picardía, donde había trabajado como
encargado de los registros de los derechos señoriales. Creyó que la propiedad constituía un
freno para el desarrollo económico y concibió una sociedad en la que la tierra pudiese ser
trabajada colectivamente por la comunidad y en la que un servicio administrativo se
encargaría del reparto de subsistencias entre sus componentes. Para poner en práctica sus
ideas formó un comité insurreccional en marzo de 1796 formado por jacobinos y antiguos
terroristas con el fin de derribar por la fuerza al Directorio. Pero los sans-culottes no
quisieron darle su apoyo y la delación de uno de los conspiradores, que era en realidad un
miembro de la policía política, abortó el complot. Hubo más de cien detenciones y una
treintena de fusilamientos, aunque Babeuf y sus principales colaboradores no fueron
guillotinados hasta un año más tarde. De nuevo se produjo un giro, esta vez hacia la
derecha. En las elecciones parciales que tuvieron lugar en abril de 1797, los monárquicos
obtuvieron una aplastante mayoría. Al frente del Consejo de los Quinientos fue elegido
Pichegru y como Presidente del Consejo de Ancianos, otro realista, Barbé-Marbois. El
conflicto entre el Directorio y las Asambleas era inevitable. Reubell y La Revellière eran
claros partidarios de preservar la República y a ellos se les unió poco más tarde Barras,
pero no podían apelar al pueblo sin levantar los fantasmas de los horrores pasados, así es
que se decidieron por el ejército. Los generales Bonaparte y Hoche les prometieron su
apoyo y el 4 de septiembre de 1797 (18 de Fructidor) las tropas de este último entraron en
París y arrestaron a una docena de diputados realistas. Otros 214 fueron destituidos y los
emigrados y los curas refractarios fueron expulsados de nuevo de Francia y sus parientes
excluidos de las funciones públicas y privados del derecho al voto. Los directores
triunfantes se atribuyeron nuevos poderes, pero como señala Georges Rudé, la Constitución
liberal había demostrado ya que era inservible y a partir de ese momento el destino de la
República estaba ya en manos de los generales. En mayo de 1798, un nuevo golpe de
Estado anuló las elecciones del Año VI, en esta ocasión demasiado favorables a los
jacobinos. El todopoderoso Directorio llevó a cabo algunas reformas de cierta eficacia,
como fue la de la retirada de la circulación de todo el papel moneda devaluado y la
moratoria en todas las deudas pendientes, que resultaron muy favorables para la
estabilización monetaria. También se reformó el sistema tributario, que tendió a una mayor
simplificación para poner fin al caos existente hasta entonces. Por otra parte, las buenas
cosechas de los dos últimos años contribuyeron a hacer descender el precio del grano y
supusieron un alivio para la población, que había sufrido mucho por la escasez. Pero el
Directorio no tendría mucho tiempo para disfrutar de los resultados de esta situación de
bonanza. De nuevo en las elecciones de 1799 la minoría jacobina salió fortalecida. Sieyès
sustituyó a Reubell en el Directorio y el 30 de Pradial fueron nombrados Gohier, Ducos y el
general Moulin, todos ellos revolucionarios conocidos y algunos, como Gohier, de clara
tendencia jacobina. La presión de la guerra en el exterior y este nuevo corrimiento hacia la
izquierda explican una serie de medidas, como la recluta forzosa para obligar también a
prestar servicio en el ejército a los hijos de los ricos, un empréstito forzoso sobre la
burguesía, o la declaración como rehenes de los padres de los emigrados. Todas ellas
causaron el descontento de los realistas que seguían constituyendo un peligro latente. Los
campesinos por su parte se sentían amenazados por la inestabilidad gubernamental y
deseaban un poder fuerte. Se hablaba de una reforma de la Constitución y los neojacobinos
querían más cambios. En este ambiente, Sieyès, que se mostraba inquieto por las medidas
revolucionarias, preparó un golpe de Estado con la colaboración de un grupo de
personalidades entre las que se hallaban Fouché, Talleyrand, Daunou y Benjamin Constant.
Únicamente el ejército parecía en aquellos momentos capaz de resolver la crisis y en él
sobresalía la figura de Napoleón Bonaparte, que se mostró dispuesto a encabezar el golpe.
Fue el golpe del 18 de Brumario que daría paso a la Era Napoleónica.

Europa ante la Revolución


Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1789
Fin: Año 1798

La Revolución francesa no puede entenderse cabalmente si no se tiene en cuenta la actitud


que, simultáneamente a los acontecimientos que con tanta intensidad se producían en el
interior de sus fronteras, adoptaron las demás potencias europeas. Como tampoco puede
entenderse la historia de Europa sin conocer el impacto que produjo en ella la Revolución.
En efecto, sobre todo a partir de 1792, Francia se mantuvo en un conflicto bélico
ininterrumpido con las principales naciones del continente que no finalizaría hasta 1815.
No puede decirse que la Revolución fuese mal acogida desde el momento de su estallido en
1789, pues la aristocracia europea sólo vio en ella al principio una lucha contra el
absolutismo centralizador, y en los ambientes intelectuales no se disimularon las simpatías
por la plasmación de las ideas de los philosophes. Se dice que el filósofo Kant, que era un
hombre de costumbres rigurosamente metódicas, cuando se enteró el 14 de julio del asalto a
la Bastilla, cambió excepcionalmente el itinerario que solía seguir desde su casa a la
Universidad en Königsberg. Por su parte, los campesinos de otros países europeos
acogieron con grandes expectativas la supresión de los derechos feudales y hubo hasta
alguna manifestación al grito de "Queremos hacer lo mismo que los franceses". Los
hombres de Estado de las principales potencias, por último, consideraban que lo que ocurría
no era más que un signo de debilidad de Francia y eso, naturalmente, les complacía. Sin
embargo, estas impresiones se modificaron rápidamente a medida que la revolución fue
radicalizándose. Las sublevaciones populares y las presiones ejercidas sobre Luis XVI
comenzaron a inquietar a los monarcas europeos. Las nacionalizaciones de los bienes
eclesiásticos hicieron cambiar de actitud a muchos clérigos y nobles que hasta entonces se
habían mostrado admiradores de la Revolución o simples espectadores indiferentes. Pero
quien mejor expuso los peligros que podrían derivarse del curso de los acontecimientos en
Francia fue el inglés Burke en su obra Reflexiones sobre la Revolución francesa, publicada
en noviembre de 1790 y que, según Furet y Richet, iba a convertirse pronto en el breviario
de la contrarrevolución. Los que más pronto sintieron el peligro del contagio revolucionario
fueron los príncipes cercanos a la frontera francesa, sobre todo a causa de la influencia de la
emigración de los realistas, los cuales contribuyeron a cambiar la postura favorable a la
Revolución que en un principio habían sostenido. Ésta fue la actitud de Renania. Desde el
último tercio del siglo XVIII, los arzobispos electores de Tréveris, Maguncia y Colonia
habían entrado en conflicto con la Santa Sede, cuya autoridad ya casi no reconocían. La
Revolución frenó este intento de episcopalianismo nacional e hizo entrar a estos príncipes
alemanes en el campo de los enemigos del liberalismo, del que hasta entonces habían sido
fervientes defensores. En otros lugares se tomaron también medidas antiliberales. Sin
embargo, Francia se consideraba en esos momentos un país pacífico y en un decreto
promulgado el 22 de mayo de 1790 se decía textualmente que "La Nación francesa
renuncia a emprender ninguna guerra para efectuar conquistas y jamás empleará sus fueras
contra la libertad de ningún pueblo". Pero de ese decreto se desprendía también la idea de
que los pueblos debían disponer de sus propios destinos. Ese principio había nacido en la
Fiesta de la Federación y referido a Avignon y a La Alsacia, como Merlin de Douai lo
había señalado ante la Asamblea francesa: La Alsacia era francesa, no porque los tratados
de Westfalia la habían adscrito a Francia, sino porque los alsacianos habían mostrado su
voluntad de pertenecer a Francia. La proclamación de este principio iba a tener unas
importantes consecuencias, pues se trataba de una ruptura con el Derecho internacional
público tradicional. Pero, además, podía acrecentar igualmente la agitación en los países
vecinos de lengua francesa, como Bélgica, Suiza, Saboya, y llevar a los franceses a sostener
guerras revolucionarias fuera de Francia. La guerra comenzó por la frontera del Rin,
precisamente por los territorios que habían acogido a mayor número de emigrados
franceses, y entre ellos a los mismos hermanos del rey, los condes de Artois y de Provenza.
Los nobles alemanes que poseían señoríos en La Alsacia y se vieron afectados por las
medidas que suprimían los derechos señoriales, hicieron causa común con los exiliados. Sin
embargo, ni José II de Austria ni su sucesor Leopoldo II se mostraron muy dispuestos a
entrar en un conflicto con la Francia revolucionaria hasta que se produjo el intento de fuga
de Luis XVI en Varennes. Fue entonces cuando la posibilidad de destronamiento del rey
francés provocó la inquietud del monarca austriaco, quien en su declaración de Padua (5 de
julio de 1791) invitaba a los monarcas europeos a "poner término a los peligrosos excesos
de la Revolución francesa". En la Declaración de Pillnitz firmada conjuntamente con el rey
de Prusia el 27 de agosto siguiente se especificaba que los dos soberanos se sentirían
directamente afectados por todo lo que pudiese sucederle al rey de Francia. Esta
declaración, aunque estaba redactada en términos relativamente moderados, fue
considerada como una provocación por los revolucionarios, especialmente por los
girondinos que veían en ella un magnífico pretexto para extender la revolución fuera de
Francia. En marzo de 1792 murió Leopoldo II y le sucedió Francisco II que a la sazón
contaba veinticuatro años de edad. El nuevo emperador se mostró pronto como un
encarnizado enemigo de la Revolución, más decidido y belicista que su antecesor, dispuesto
a obligar a Francia a restablecer los derechos de los príncipes alemanes en Alsacia. La
guerra era inevitable. Excepto Prusia, las demás naciones europeas mostraron una actitud
tibia. Catalina de Rusia ofreció 15.000 hombres, aunque sólo después de la pacificación de
Polonia. España, Inglaterra y Holanda tardarían todavía un año en declarar abiertamente la
guerra a Francia. España no se decidiría hasta la ejecución de Luis XVI, Holanda no lo
haría hasta ver amenazadas sus fronteras y en cuanto a Inglaterra no intervendría en el
conflicto hasta que no consideró que sus intereses particulares se encontraban en peligro.
De los estados alemanes, solamente Hesse y Maguncia ofrecerían un contingente armado.
El duque de Brunswick, general en jefe de las tropas austroprusianas, lanzó en Coblenza un
manifiesto el 27 de julio de 1792 en el que declaraba categóricamente que sus ejércitos
estaban dispuestos a intervenir en Francia para suprimir la anarquía y para restablecer la
autoridad del monarca. Esta declaración no hizo más que excitar los ánimos de los
revolucionarios que suplieron las carencias de su ejército con entusiasmo. Los aliados
habían tomado la ofensiva y habían atravesado la frontera francesa por dos frentes: en el
Norte, el duque de Sajonia-Teschen, al frente de 4.000 emigrados franceses, había
conseguido llegar hasta Lille; en el Noroeste, el mismo Brunswick, al frente del ejército
principal compuesto por 75.000 hombres, había marchado a lo largo del río Mosela y había
tomado Verdún. La caída de Verdún, que era la fortaleza que defendía París, así como las
derrotas iniciales no podían tener otra explicación para los patriotas franceses que no fuera
el resultado de una serie de traiciones. El miedo desatado en la capital y en las provincias se
transmitió a los ejércitos. El general Dumouriez, que se hallaba desde el principio al mando
de las tropas francesas, reunió a sus hombres a espaldas del ejército prusiano y provocó un
enfrentamiento en Valmy que, como ya se ha visto más atrás, se saldó con una rotunda
victoria de los franceses. No obstante, la retirada en Valmy de los ejércitos prusianos no se
debía sólo al empuje de los franceses, sino a la preocupación que el rey de Prusia sentía
ante los acontecimientos que se estaban produciendo en Polonia. El rey de Polonia,
Estanislao II Poniatowski, antiguo amante de Catalina II de Rusia, había llevado a cabo el 3
de mayo de 1791 un verdadero golpe de Estado al promulgar una nueva Constitución
destinada a transformar el sistema político para darle un aire más moderno y satisfacer así
los deseos de una nobleza y una burguesía reformistas. Rusia, Austria y Prusia creyeron que
eso podía ser el preludio de una nueva revolución y decidieron intervenir para aniquilar el
peligro jacobino. Este asunto retuvo a los ejércitos de estos países en el Este y contribuyó a
reducir la presión sobre Francia. Las tropas revolucionarias ocuparon los Países Bajos
austriacos (batalla de Jemmapes) y la mayor parte de los territorios situados a la orilla
izquierda del Rin, y en el sur, los reinos sardos de Saboya y el condado de Niza. A finales
de 1792 los girondinos hicieron aprobar en la Convención una declaración en la que se
ofrecía ayuda a los pueblos que quieran recobrar su libertad. Con ello Francia amenazaba
con extenderse hasta sus fronteras naturales y ese fue el acicate que llevó a las naciones
europeas a formar la Primera Coalición entre febrero y marzo de 1793. Además de Austria,
Prusia, Rusia y Cerdeña, entraron en la coalición España, Inglaterra, Portugal y la mayor
parte de los estados alemanes e italianos. Sólo quedaban al margen del conflicto en Europa,
Suiza, los Estados escandinavos y Turquía. La crisis por la que en aquellos momentos
atravesaba el ejército francés, especialmente por la falta de efectivos, fue el motivo por el
que sufrió una serie de reveses frente a las tropas de la coalición. En diciembre de 1792, el
ejército del Rin había iniciado una retirada en el Sarre, perseguido por los austriacos. En
marzo del año siguiente, Dumouriez fue derrotado en Neerwinden (18 de marzo) y acto
seguido tuvo lugar su defección. La situación en la primavera de 1793 era alarmante y la
amenaza se extendía a todas sus fronteras: en el norte los ingleses sitiaban Dunkerque; en el
nordeste, los austriacos después de haberse apoderado de Condé y de Valenciennes, sitiaron
Le Quesnoy y Maubeuge; en el este los prusianos avanzaban por el Sarre y sitiaban
Landau; en el sureste los sardos recuperaban Saboya, y en el sur los españoles traspasaban
la frontera de los Pirineos. La Convención tuvo que realizar un extraordinario esfuerzo para
superar aquellos difíciles momentos, pero en el otoño comenzaron a verse sus resultados.
Las levas de soldados permitieron reforzar los ejércitos, que ahora iban al frente mejor
pertrechado. Los ingleses fueron derrotados en Hondschoote (5 y 6 de septiembre de 1793)
y se vieron obligados a levantar el sitio de Dunkerque. Los austriacos fueron vencidos en
Wattignies (15 y 16 de octubre) y fueron rechazados en Maubeuge y Valenciennes. Los
prusianos sufrieron, la derrota de Geisberg el 26 de diciembre y los españoles habían
detenido su avance. De esta manera, en poco tiempo fueron liberadas las fronteras francesas
de la presión a la que habían sido sometidas por parte de los aliados. La contraofensiva
francesa en el norte les permitió recuperar Bélgica mediante la victoria de Fleurus, el 26 de
junio de 1794, y las Provincias Unidas en el invierno de ese año. En la frontera del Rin
también se recuperaron los territorios situados en su margen izquierda, excepto Maguncia.
En España, los ejércitos republicanos atravesaron por dos puntos diferentes la frontera de
los Pirineos. Estas derrotas provocaron la ruptura de la Coalición, en la que existían graves
disensiones, sobre todo entre Prusia, Austria y Rusia, con motivo del reparto de Polonia. A
finales de 1792, Rusia y Prusia se habían repartido una gran extensión de Polonia y habían
dejado al margen a Austria, que se había sentido defraudada. La revuelta de los patriotas
polacos en 1794, que intentaron establecer una república a semejanza de la de Francia y
expulsar a los ocupantes de su suelo, fue el pretexto que Austria utilizó para intervenir junto
con Rusia. Los rebeldes fueron sometidos y Varsovia fue ocupada el 6 de noviembre.
Prusia tuvo que volver su atención hacia el este y se vio obligada a firmar la paz con
Francia el 6 de abril de 1795 en Basilea, mediante la cual reconocía a la República francesa
y aceptaba la neutralización de los territorios del norte de Alemania. Las Provincias Unidas,
que se habían transformado en la República Bátava, firmaron la paz el 6 de mayo en virtud
de la cual cedían a Francia el Flandes holandés, Maestricht y Venloo y se comprometían a
pagar una indemnización de 100.000.000 de florines. En cuanto a España, mediante la paz
de Basilea firmada el 22 de julio se comprometía a ceder a Francia la mitad de la isla de
Santo Domingo a cambio de la retirada de sus tropas al sur de los Pirineos. En virtud del
tratado de San Ildefonso, firmado poco después, la España borbónica iba a sellar una
alianza con la Francia republicana y regicida, pero la hostilidad contra Gran Bretaña, su
enemiga tradicional en el Atlántico, hizo viable esta componenda. Por su parte, Polonia no
tenía más remedio que aceptar el tercer reparto de su territorio el 24 de octubre de 1795.

La guerra durante el Directorio


Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1794
Fin: Año 1798
Durante la época del Directorio, Inglaterra y Austria continuaron la guerra. El ejército
francés había disminuido sus efectivos hasta dejarlos en la tercera parte de lo que había sido
en 1794-95, y además estaba falto de víveres y de armamento. No obstante se preparó la
campaña de 1796 con el objetivo de asegurar la posesión de la orilla izquierda del Rin. Para
ello se dispusieron cinco ejércitos: Sambre y Mosa (Jourdan), Rin y Mosela (Moreau),
Alpes (Kellermann), Italia (Bonaparte) e Inglaterra e Irlanda (Hoche). En realidad, el plan
preparado por Carnot consistía en centrar el esfuerzo principal en el ejército de Moreau y
dejar a los demás que realizasen operaciones de diversión. Bonaparte fue el primero en
atacar en Italia y consiguió una serie de brillantes victorias sobre los austriacos: Montenotte
y Dego, el 12 y 14 de abril de 1796, y contra los sardos Millesimo y Mondovi, el 13 y 21 de
abril de 1796. Obligó a estos últimos a firmar el armisticio de Cherasco el 28 de abril y
mediante el tratado de París del 15 de mayo consiguió que cediesen a Francia Saboya y los
condados de Niza, Tende y Beuil. Sin el menor descanso, Bonaparte se apoderó de Milán
después de la batalla de Lodi, pero los austriacos se hicieron fuertes en Mantua y
detuvieron su avance. La ofensiva en territorio alemán no fue tan contundente. Aunque los
ejércitos de Jourdan y Moreau tomaron Munich y Frankfurt, respectivamente, no
consiguieron completar una operación de tenaza que tenía prevista la conjunción de ambos.
Así pues, se vieron obligados a retroceder sobre el Rin (septiembre-octubre 1796). La
renuncia al desembarco en Irlanda, permitió al general Hoche acudir a Alemania para
sustituir a Jourdan en el mando del ejército del Sambre y Mosa. Su avance por Alemania
del sur culminó con la victoria de Neuwied, el 18 de abril de 1797. Bonaparte, después de
deshacer varios intentos de socorrer a Mantua, pudo finalmente tomar la ciudad italiana el
17 de enero de 1797, lo que le abría el camino hacia Viena. Austria fue obligada a firmar el
armisticio de Leoben (18 de abril de 1797). La paz se retrasó unos meses porque los
ejércitos franceses en Austria no habían efectuado un avance tan decisivo por tierras
austríacas, pero el 17 de octubre de 1797 se firmó el Tratado de Campo Formio. Austria
cedía Bélgica a Francia, reconocía la creación de la República Cisalpina en el norte de
Italia, pero conservaba Venecia -aunque las Islas Jónicas que le pertenecían pasaban a
Francia-, y todos sus territorios en Italia y en el Adriático. Sin embargo, en cuánto a los
territorios situados en la margen izquierda del Rin se aplazaba su discusión hasta el
Congreso de Rastadt. Con el tratado de Campo Formio terminaba el conflicto en el
continente europeo, pero Francia continuó la guerra con Inglaterra. Bonaparte fue recibido
en Francia como un triunfador, cuando regresó en diciembre de 1797. En la campaña de
Italia se había revelado como un extraordinario estratega de la guerra y como un magnífico
diplomático en las negociaciones del tratado de paz. Además, sus éxitos en el campo de
batalla habían permitido no solamente derrotar al enemigo, sino consolidar la política del
Directorio en el interior y la realización del golpe de Estado del 18 de Fructidor contra los
realistas. Sólo quedaba el obstáculo de Inglaterra, cuya hostilidad resultaba peligrosa,
especialmente en el mar, ya que podía imponer un bloqueo y hostigar las costas, y por la
financiación de las intrigas realistas y de los propósitos de los enemigos en el continente.
Desechada por Napoleón la idea de un desembarco en las Islas a causa de la inferioridad del
ejército francés en el mar, había concebido el proyecto de organizar una expedición a
Egipto para aislar a los ingleses de la India y de sus otras posesiones orientales. Aunque no
está del todo claro si la idea fue de Napoleón o de Talleyrand, lo cierto es que todos la
aceptaron con entusiasmo, incluido el Directorio, que veía con alivio el alejamiento de un
posible candidato a las funciones de director. La expedición a Egipto se preparó con
rapidez y sigilo. A mediados de mayo de 1798 ya estaba dispuesta una flota de más de 300
navíos y 54.000 hombres. A ella se había sumado también una misión de estudios
compuesta por unos 200 especialistas, escribanos y artistas que iban a crear una nueva
ciencia: la Egiptología. Inglaterra no tenía claro si Napoleón pretendía desembarcar en
Portugal, en Inglaterra o simplemente en Nápoles. Por eso se conformó con cerrar el
estrecho de Gibraltar mediante el envío de una flota al mando del almirante Jarvis. En el
mes de junio, la expedición francesa tomó la isla de Malta y el 1 de julio desembarcó en
Alejandría, venciendo a los mamelucos que constituían una casta militar que había
dominado en Egipto desde el siglo XVIII. Napoleón entró en El Cairo el 23 de julio. Sin
embargo, la rápida conquista de Egipto iba a verse complicada por la acción de los ingleses,
quienes por medio de una escuadra destacada en el Mediterráneo al mando del almirante
Nelson, destruyeron completamente en la rada de Aboukir a la flota francesa del almirante
Brueys destinada a proteger el desembarco de los expedicionarios franceses. El 1 de agosto
de 1798 Napoleón veía cortado así su camino de regreso a Francia y quedaba bloqueado en
el territorio africano que acababa de conquistar. Napoleón intentó atacar Siria para evitar el
peligro de una contraofensiva turca apoyada por los ingleses, pero el desierto y la peste
provocaron la criba en un ejército que ya se había visto reducido como consecuencia de la
necesidad de dejar algunas guarniciones en territorio egipcio. Después de algunos éxitos
(Nazareth, Canáa, Monte Tabor), los franceses fracasaron delante de San Juan de Acre el
15 dé mayo de 1799. Bonaparte se vio obligado a regresar al El Cairo justo a tiempo de
rechazar un ejército turco que había desembarcado en Aboukir (25 de julio). Dos meses
más tarde, Napoleón dejaba el mando en Egipto al general Kléber y volvía secretamente a
Francia donde desembarcó el 9 de octubre. Si Napoleón había demostrado en la campaña
de Italia su genio militar y diplomático, en la expedición de Egipto puso de manifiesto sus
dotes de organizador, al dejar iniciadas en aquel país una serie de reformas administrativas,
urbanísticas y económicas de notable importancia. La aventura de Egipto provocó
reacciones en Europa e Inglaterra se apresuró a renovar la coalición. Ya antes de que
Napoleón hubiese salido para Egipto, sus tropas habían alentado sendas revoluciones en
Suiza y en los Estados pontificios, de tal manera que en la primera se había formado una
república unitaria, con la excepción de Mulhouse y Ginebra que habían quedado
incorporadas a Francia, y en Roma se había proclamado también una república, siendo
desterrado el Pontífice a la Toscana. A partir de marzo de 1799 el Directorio se vio
obligado a hacer frente a una Segunda Coalición contra la Gran Nación y sus ansias de
expansión territorial, política y económica. Los soberanos europeos se sentían más
amenazados que nunca y adoptaron una actitud francamente reaccionaria, liquidando
cualquier tipo de programa reformista. Incluso en Inglaterra, el gobierno de W. Pitt adoptó
una serie de medidas tendentes a restringir algunas de las libertades tradicionales, como era
la del derecho de reunión. De esta manera, Nápoles, Austria y Rusia, volvieron a emprender
la guerra al lado de Inglaterra y de Turquía. El plan de ofensiva del ejército francés era muy
similar al de 1796: los ejércitos de Jourdan en el Danubio, de Masséna en Suiza y de
Schérer en Italia, iniciaron un movimiento para converger sobre Viena. Sin embargo, en
esta ocasión fueron frenados por los austriacos y los rusos y sólo Masséna pudo vencer a
los rusos en Zurich el 4 de junio de 1799. Los países coaligados trataron de fomentar las
revueltas en las repúblicas creadas por Francia y coordinarlas con la ofensiva de sus
ejércitos, pero si bien consiguieron provocar algunos levantamientos en Italia, no pudieron
poner en peligro a Francia. La llegada de Napoleón desde Egipto y el golpe del 18 de
Brumario iban a restablecer el orden en el interior y el prestigio en el exterior.

Países contrarrevolucionarios
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1789
Fin: Año 1798

Inglaterra había sido el primer país europeo en el que había triunfado la revolución en el
siglo XVII y sin embargo se había convertido, ciento cincuenta años después, en el adalid
de la lucha contra la Francia revolucionaria. Y es que su clase gobernante creyó que la
Revolución de 1789 constituía una amenaza para la expansión económica en el exterior y
para la estabilidad en el interior. Gran Bretaña se había convertido desde mediados del siglo
XVIII en la primera potencia económica del mundo por su actividad industrial y comercial.
Cuando estalló la Revolución francesa, sus exportaciones de algodón habían pasado a cerca
de 1.700.000 libras esterlinas de sólo 20.000 a mediados de la centuria. La industria de la
lana y del hierro había conocido un desarrollo similar. Lo mismo podría decirse del
capitalismo financiero que, con el Banco de Inglaterra al frente, se había convertido en el
más fuerte del mundo. Su dominio del mar, por otra parte, había convertido a Inglaterra en
un país prácticamente invulnerable, dada su condición de insularidad. Y a pesar de todo, se
mostró temerosa de las consecuencias de la Revolución francesa. En primer lugar temía por
sus exportaciones. En 1786 había firmado con Francia el tratado Eden que le proporcionaba
facilidades comerciales. Pero dicho tratado fue discutido en la Asamblea Constituyente y se
alzaron voces para romperlo. Más tarde, la Convención tomó una serie de medidas
económicas que afectaban seriamente a los intereses comerciales británicos. Sin embargo,
la máxima alarma se produjo cuando Francia decidió abrir las bocas del Escalda para
habilitar el puerto de Amberes como centro comercial que podría hacerle una seria
competencia a Londres en la distribución de mercancías en toda la región de Renania. Las
importaciones de Europa también le preocupaban a Inglaterra, ya que dependía de la
madera de sus bosques para la construcción de barcos para su flota, y del grano de sus
campos para la alimentación de sus once millones de habitantes, que no tenían suficiente
con la producción agrícola de su propio suelo. Acababa de perder sus colonias en América
y veía cómo Francia mantenía sus posesiones en las Antillas y cómo España trataba de
preservar el rígido monopolio con sus colonias del otro lado del Atlántico, impidiéndole a
toda costa la intervención en ese cerrado circuito comercial. La existencia en el interior de
un creciente proletariado, surgido al amparo de la revolución industrial, y muy sensible a la
agitación revolucionaria como consecuencia de sus miserables condiciones de vida,
constituía un peligro para la estabilidad política y social de Gran Bretaña. También entre las
clases medias había grupos predispuestos a escuchar las llamadas revolucionarias
procedentes de la otra orilla del Canal y, sobre todo, en Irlanda se reavivaba con ese motivo
la antigua hostilidad contra Inglaterra. Proliferaron los clubs y las sociedades secretas que
mantenían una constante comunicación con París. Como consecuencia de todas estas
amenazas, el gobierno de William Pitt, apoyado por buena parte de la burguesía que temía
por sus intereses económicos, emprendió una persecución contra los revolucionarios
británicos, cerrando los clubs y condenando a los agitadores y escritores que se
manifestaban favorables a la Revolución mediante la suspensión del habeas corpus. A pesar
de todo, se produjo una importante revuelta entre los marinos de la flota del Canal de la
Mancha en la primavera de 1797 y una insurrección en Irlanda al año siguiente. En 1793
Pitt había hecho algunas concesiones a los irlandeses, como el derecho al voto de los
católicos; pero éstos reclamaban la igualdad total con los protestantes. La agitación fue
creciendo hasta que los campesinos hicieron estallar la insurrección a principios de 1798.
Como al motín de la flota, el gobierno inglés reprimió a los irlandeses con dureza y se dice
que hubo más de 30.000 muertos. Por eso, cuando meses más tarde, en agosto de ese
mismo año, desembarcó una pequeña flota francesa en las costas de Irlanda, nada pudo
hacer para levantar a sus habitantes, y los revolucionarios fueron capturados por las fuerzas
británicas. Desde entonces, Irlanda quedó sometida a Inglaterra, y mediante el Acta de la
Unión perdía su parlamento y los católicos quedaban desposeídos de sus derechos. Durante
estos años, Inglaterra había sabido mantener su supremacía en el Atlántico y también había
conseguido, después de Aboukir, el dominio en el Mediterráneo. Había ocupado la
Martinica y dos importantes colonias de la aliada de Francia, Holanda: la Guyana y el cabo
de Buena Esperanza, así como la Trinidad, perteneciente a España. Por otra parte, el
volumen de sus exportaciones se había mantenido estable a pesar de la guerra. En
definitiva, Inglaterra se encontraba todavía con fuerzas suficientes para hacer frente a la
Francia revolucionaria. Austria era en el continente la potencia que encabezaba la lucha
contrarrevolucionaria. Desde el advenimiento al trono de Francisco II en 1792 habían casi
desaparecido las manifestaciones de simpatía hacia la Revolución. Sus temores, por
consiguiente, no eran causados tanto por la difusión de las ideas revolucionarias como por
los deseos de expansión territorial que había mostrado la República. Había aceptado la
pérdida de la lejana Bélgica, pero no se resignaba a renunciar a los territorios del sur de
Alemania ni a sus posesiones en Italia. Sin embargo, la incorporación de Venecia al
imperio no fue suficiente, como se ha visto, para contrarrestar el avance de los ejércitos
franceses que llegaron hasta el sur de la península y hasta las mismas puertas de Viena.
Prusia había entrado de mala gana en la guerra en 1792 contra la Revolución. Por una parte,
sus verdaderos intereses estaban en Polonia, y de otro lado, su rey Federico II, su gobierno
y su administración mostraban un talante ilustrado y progresista que no casaba con la
actitud mucho más cerrada de los otros miembros de la coalición. Pero Federico Guillermo
III, que subió al trono en 1797, era más hostil a la Revolución y fue abandonando el espíritu
ilustrado para dar paso a una renovación mística que era el anuncio del romanticismo. En
Rusia, Catalina II se había mostrado claramente enemiga de la Revolución. Pero en vez de
lanzarse contra la Francia republicana, había tenido la habilidad de dirigir sus acciones
contrarrevolucionarias contra los movimientos que habían surgido en Polonia,
contribuyendo así al mismo tiempo a aumentar los territorios de su imperio. Mediante el
segundo reparto de Polonia acordado entre Rusia y Prusia el 23 de enero de 1793, aquélla
se quedaba con la totalidad de Ucrania y de la Rusia Blanca; por su parte, Prusia recibía
Posnania, Thorn y Danzig. El tercero de los repartos de Polonia tuvo lugar entre Rusia y
Austria el 3 de enero de 1795, al que se incorporó Prusia en el mes de octubre. En su virtud,
Rusia se quedaba con Lituania y Curlandia; Austria con los territorios de Sandomir y
Cracovia y Prusia con la franja norte del país y con Varsovia. Pero la zarina murió en 1796
y su hijo y sucesor Pablo I tomó una actitud más decidida en contra de Francia. Por lo
pronto, su interés por el Mediterráneo le llevó a hacerse elegir gran maestre de la Orden de
Malta para rescatar la isla de manos de los franceses que la habían conquistado y expulsado
de ella a los caballeros de la Orden de Jerusalén. Cuando Turquía declaró la guerra al
Directorio a raíz de la expedición de Napoleón a Egipto, el zar, abandonando la tradicional
hostilidad que Rusia había mostrado hacia aquel país, se alió con el sultán y pudo así llevar
su escuadra al Mediterráneo para iniciar la ofensiva contra los franceses en Malta y en las
islas jónicas. Como firmante de la segunda coalición, Pablo I envió un ejército al mando de
Suvorov a Italia donde llevó a cabo en 1799 una serie de operaciones que terminaron con la
conquista de algunos territorios al norte de la península. Austria, inquieta por aquella
presencia, pudo conseguir, sin embargo, su retirada. En septiembre del mismo año, fue
rechazado un ejército ruso que había sido desembarcado en las costas de Holanda. En
Suecia se había producido un golpe de Estado por parte del rey Gustavo III que había
arrebatado el poder a la nobleza precisamente el año de 1789. El 12 de marzo de 1792 el
monarca sueco fue asesinado en un acto de venganza por parte de la aristocracia. Su
sucesor Gustavo IV Adolfo trató de formar una liga con Dinamarca, a la cual estaba unida
Noruega, para mantener la neutralidad de los países escandinavos y evitar que la guerra
llegase al Báltico.

España y la Revolución Francesa


Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1788
Fin: Año 1798

El reinado del último monarca de la centuria se caracteriza por una profunda crisis que
afectó a todos los niveles de la nación y que contribuyó lentamente a la quiebra del Estado
español. Fue una crisis política ante la que los gobernantes tradicionales se revelaron
impotentes para adecuar las estructuras del país a los nuevos tiempos, que preludiaban ya la
caída del Antiguo Régimen, mientras los nuevos gobernantes se debatían entre avanzar en
las reformas o ceder ante el avance de la oposición ultraconservadora que cada día contaba
con nuevos adeptos. Al mismo tiempo, la estrecha alianza con la Francia revolucionaria
supeditará en gran medida la política española. Todo ello fue creando un clima de
exasperación que contribuyó a la formación de motines y conspiraciones que alcanzaron a
la propia Monarquía, creando un vacío de poder y posibilitando la penetración extranjera en
España. Fue también una crisis económica, reflejo del cambio de coyuntura que vivía la
economía internacional, aumentada por los propios problemas de la nación, sumida en un
retroceso productivo en todos los sectores, ante una acuciante necesidad de dinero para
financiar las guerras del período, mientras el déficit público no cesaba de aumentar y se
acudía a la presión fiscal repetidamente, lo que originó el estallido de motines de
subsistencia a lo largo del territorio por el encarecimiento de los alimentos y la
especulación. Por último, fue una crisis ideológica cuando los acontecimientos
revolucionarios franceses despertaron el recelo hacia los ilustrados y, de paso, hacia todos
los reformistas que ahora se convertirán en el blanco de la oposición. Carlos IV mantuvo en
el Gobierno a Floridablanca que tuvo que afrontar las repercusiones de la crisis francesa.
Apeló a una rígida censura y al establecimiento de un cordón sanitario en los Pirineos
mediante una serie de decretos, dictados entre septiembre de 1789 y junio de 1791, con los
que prohibía cualquier publicación o noticias referentes a aquel país. Al mismo tiempo,
iniciaba esfuerzos desesperados por salvar a la familia real. Su actitud conciliadora con
Inglaterra y su alineamiento en el pacifismo internacional provocaron su caída en febrero
de 1792. Su sucesor, el conde de Aranda, cambió de táctica frente a Francia pero la
proclamación de la república y el apresamiento de la familia real frustraron sus esperanzas
de no entrar en guerra. La subida al poder de Manuel Godoy, duque de Alcudia, en 1792,
abre un nuevo período de gobierno personal que, con un breve interludio entre 1798-1801
en que sus colaboradores continuaron las líneas principales de su política, durará hasta
1808. Sus esfuerzos para salvar a Luis XVI de la guillotina resultaron inútiles y la
Convención francesa declaró la guerra a España poco después. La consecución de la paz en
1795 traerá consigo un período de estabilidad que será aprovechado por Godoy para
retornar a los postulados de la Ilustración, activando las reformas, en una triple vía:
educación, fomento de la producción y regalismo. En esta tarea se rodearía de los ilustrados
más relevantes del momento, como Saavedra, en Hacienda, y Jovellanos, en Gracia y
justicia. El interés por la instrucción le llevó a la reforma educativa en todos sus niveles;
potenció mucho la enseñanza primaria, creándose numerosas escuelas de primeras letras y
difundiéndose modernas técnicas pedagógicas; patrocinó también la creación de escuelas
técnicas, para elevar la formación profesional de la población. Por último, creó muchas
instituciones académicas o universitarias como la Escuela de Veterinaria (1793), el Real
Colegio de Medicina y Cirugía (1795), la Escuela de Arquitectura y la de Ingenieros de
Caminos. Impulsar la economía y fomentar la producción será otro de sus objetivos, así
como superar la difícil coyuntura económica finisecular. En 1797 creó una Dirección
General del Fomento del Reino, dependiente de la Secretaria de Estado, desde donde
desarrolló una política fisiocrática, de protección a los fabricantes y al pequeño
campesinado y desde donde organizó la elaboración de un Censo de Frutos y Manufacturas
en 1803; aprobó la publicación del Informe sobre la ley agraria de Jovellanos y dio nueva
vida a las sociedades económicas de Amigos del País, que de nuevo multiplica su actividad
logrando algunos frutos. Ante la imperiosa necesidad de obtener fondos, y dado el gran
déficit público existente, Godoy obligó a los municipios a la venta de los bienes raíces de
propios y autorizó la de mayorazgos, siempre que su importe fuera a engrosar la Caja de
Amortización de la deuda pública, pero ambas medidas se revelaron inoperantes
aumentando la impopularidad del ministro. Por otra parte, en los años noventa se recurrió a
la emisión de vales reales que recrudecieron la inflación, agravando la situación. El efímero
período en que Godoy permaneció alejado del poder (1798-1801) no representa variaciones
ya que pervivió su equipo de colaboradores donde sobresale, además de Saavedra y
Jovellanos, el regalista Urquijo. Este equipo tuvo su principal obstáculo en la subida
ininterrumpida de precios y en las angustias financieras y hacendísticas, para lo cual se
dictó un Real Decreto en 1798 autorizando la venta de bienes raíces de hospitales,
instituciones benéficas o de reclusión, y de las fundaciones piadosas o cofradías gremiales,
cuyo importe se destinaría también a la Real Caja de Amortización. Esta tímida
desamortización desató la oposición ultraconservadora, provocando la caída del Gobierno.
Su vuelta en 1801 reforzó la acción reformista. Nombró como colaboradores a Ceballos en
Estado, Soler en Hacienda y Caballero en Gracia y justicia. De nuevo las guerras libradas
en el exterior condicionan la política interior, aumentándose la presión fiscal con nuevos
impuestos extraordinarios, dictándose nuevos decretos desamortizadores (1805-1806),
modificando el sistema de reclutamiento militar al tiempo que se vivía una aguda crisis
económica a principios de la nueva centuria (1803-1804). Con respecto a la Revolución
Francesa, después de que el gobierno español de Carlos IV hubiese intervenido por medio
de su representante para tratar inútilmente de salvar la vida de Luis XVI, la Convención
declaró la guerra a España el 7 de marzo de 1793. Godoy había ocupado el poder en
noviembre de 1792 ante el fracaso de la política de Floridablanca y de Aranda y fue él
quien decidió dar el primer paso. Pero los catalanes, que soñaban con recuperar el Rosellón,
tomaron la iniciativa y en el mes de mayo se plantaron ante las puertas de Perpiñán.
Durante los meses siguientes los revolucionarios franceses en el este de los Pirineos sólo se
preocuparon de rechazar a los españoles. Sus únicas conquistas las llevaron a cabo en las
montañas, en el Valle de Arán y en la Cerdaña española. Sin embargo, a comienzos de
1794 fue puesto al frente del ejército republicano de los Pirineos Orientales al general
Jacques Coquille-Dugommier, lo que coincidió con la muerte del general español Antonio
Ricardos. Los franceses consiguieron expulsar a los españoles del Rosellón y penetraron en
Cataluña, a la que algunos querían anexionar a Francia. Figueras, la plaza mejor defendida
en el Pirineo Oriental, cayó casi sin resistencia. En julio de ese año, los franceses entraron
también por la parte occidental de los Pirineos en Guipúzcoa y tomaron con facilidad Irún,
Vera y Pasajes, ocupando a continuación San Sebastián. A las pocas semanas habían caído
también en sus manos Bilbao y Vitoria. Al subir los jacobinos al poder en 1793
abandonaron la idea de los girondinos de extender la Revolución fuera de las fronteras
francesas; sin embargo, las victorias del ejército en el sur llevó al Comité de Salud Pública
a concebir la creación de repúblicas hermanas. De esa forma, Cataluña se convertiría en una
república independiente bajo protección francesa, lo cual, según Georges Couthon, el
representante de Robespierre en el Comité, podría ser mejor aceptado por los catalanes que
la mera anexión. Se intentó preparar a la población catalana mediante la difusión de una
intensa propaganda revolucionaria: Los "franceses nos están haciendo la guerra con la
pluma y el dinero aún más que con las armas", se quejaba el general La Unión que había
sustituido a Ricardos. Pero los catalanes hicieron caso omiso de esa propaganda, que no
tuvo mucha eficacia, como tampoco la había tenido aquella que habían intentado difundir
Hevia, Marchena y Santibáñez antes de la ejecución del monarca francés. Solamente se
conoce una intentona revolucionaria, que además tuvo poco éxito. Se trata de la
conspiración de Picornell, o de San Blas, porque iba a tener lugar ese día del año 1795.
Aunque su finalidad no estaba del todo clara, parece que los conjurados tenían el propósito
de proclamar una Constitución bajo el lema de Libertad, Igualdad y Abundancia. Sin
embargo, los instigadores fueron descubiertos y su principal organizador, Juan Picornell,
fue juzgado y deportado a América. Como advierte Richard Herr, por su adhesión al trono
y al altar, el pueblo español estaba mal preparado para aprobar los acontecimientos
franceses. Por el contrario, el intento de invasión del suelo español por parte de los
franceses levantó un vivo sentimiento nacional y de rechazo a la revolución, y tanto en
Cataluña como en el País Vasco, fue el pueblo el que se levantó y luchó entusiásticamente
contra la Revolución. Sin embargo, como advierte Comellas, no todos los españoles
compartían este sentimiento. Un grupo no muy numeroso pero sí influyente, aunque no era
partidario de la violencia revolucionaria, sí se mostraba dispuesto a aceptar los frutos que la
Revolución había introducido en Francia. Esa podría ser la explicación de los fracasos en
Figueras y en San Sebastián y de la falta de entusiasmo que se registró en algunos de los
mandos del ejército español. A la vista de los acontecimientos, Godoy dio un brusco giro a
su política exterior y buscó la paz con la Francia revolucionaria. Parece que la expedición
conjunta que se había llevado a cabo entre España e Inglaterra para asediar el puerto de
Tolón, había convencido a Godoy del egoísmo británico y fue por ello por lo que se decidió
a reinvertir las alianzas. Al fin y al cabo, Gran Bretaña había sido la enemiga tradicional de
España en el Atlántico y durante todo el siglo XVIII los Pactos de Familia habían puesto de
manifiesto las ventajas de la alianza entre las dos naciones unidas por la frontera de los
Pirineos. En 1795 se firmó la Paz de Basilea, que le valió a Godoy el título de Príncipe de
la Paz, y al año siguiente el Tratado de San Ildefonso. La alianza hispano-francesa no
carecía de lógica, pues una vez que habían pasado los furores revolucionarios y el golpe de
Termidor había calmado las tensiones en el país vecino, Godoy pensó que no era necesario
prolongar más el conflicto. Además, los dos países se necesitaban mutuamente, pues
Francia carecía de la armada que podía facilitarle España, y ésta podría contar con el
ejército francés. Esta situación de mutua dependencia podría prolongarse hasta 1805, pues
la derrota de Trafalgar a manos de la escuadra británica y la práctica desaparición de la
armada española haría ya innecesaria para Francia la alianza. En octubre de 1796 se
iniciaron las hostilidades con Inglaterra y los primeros enfrentamientos fueron positivos
para España, que pudo defender sin muchos problemas la ruta de América de donde
seguían llegando el metal precioso y los otros productos coloniales. No obstante, a
comienzos de 1797 se puso ya de manifiesto la inferioridad de la flota española frente a la
inglesa. Los barcos españoles no habían sido suficientemente renovados a pesar de la
atención que se le había prestado a la política naval durante el siglo XVIII y comenzaron a
mostrar su ineficacia frente a los más modernos navíos británicos. El 14 de febrero se
produjo un ataque de la flota inglesa al mando del almirante Jarvis a los barcos españoles a
la altura del Cabo de San Vicente. Los españoles fueron derrotados y los ingleses pudieron
capturar cuatro de sus barcos. Sin embargo, el ataque al puerto de Cádiz que el almirante
Horacio Nelson intentó llevar a cabo en los primeros días del mes de julio fracasó
totalmente a causa del empeño que los marinos españoles y los gaditanos pusieron en la
defensa de la ciudad. También fracasó Nelson en Santa Cruz de Tenerife, donde perdió un
brazo y fue hecho prisionero. Pero el efecto de estas acciones sobre la economía gaditana,
cuyo despegue se había producido como consecuencia del tráfico comercial con América,
fue desastroso. Los ingleses le impusieron un bloqueo a su puerto y los comerciantes se
vieron privados de la posibilidad de recibir y despachar mercancías, con lo que perdieron
-según estimación de Desdevizes- el doble de la suma que España había perdido durante la
guerra con Francia. En América, donde los ingleses intentaron también sacar provecho de
la situación, se produjo un proceso bastante paralelo al de España. Hubo éxitos iniciales
británicos, para pasar después a un afianzamiento de las defensas hispanoamericanas. El
almirante Harvey se apoderó de la isla de Trinidad pero fracasó en Puerto Rico. Francia
firmó la paz por separado con Inglaterra y eso provocó la caída de Godoy.

El Portugal de María I
Época: Revolución Francesa
Inicio: Año 1777
Fin: Año 1795

Como hija primogénita de José I, y dada la ausencia de hermanos, María recibe la Corona a
la muerte de su padre, pero en este dilatado período no gobernó en solitario, ya que en
1792, debido a problemas de salud, fue incapacitada para gobernar por lo que la regencia
del reino fue asumida por su hijo Juan, aclamado y reconocido como rey desde ese mismo
momento. Las primeras medidas gubernamentales que adoptó María supusieron un giro
fundamental en la política llevada a cabo por su padre; la viradeira, como ha sido
denominada esa reacción antipombalina, culminó en una remodelación del Gobierno: cese
de Pombal, participación de la gran nobleza en el poder, revisión del proceso a los regicidas
y facilidades de promoción a las familias nobles, además de suponer un profundo cambio
en las orientaciones gubernamentales en todos los sentidos, desde la política económica a la
diplomática. A nivel exterior las directrices vienen marcadas por tres hechos:
distanciamiento de Inglaterra, abandono del aislamiento intensificando las relaciones
diplomáticas con toda Europa y reforzamiento de los lazos con España. El acuerdo con ésta
se materializó en el llamado Pacto de San Ildefonso (1777) donde se intentaba delimitar
definitivamente las fronteras entre las colonias hispano-lusas de América; el objetivo era
conseguir una paz perpetua basada en las relaciones de amistad y parentesco existentes
entre las dos casas reinantes. Portugal se comprometía a renunciar a la navegación en los
ríos del Plata y Uruguay, cediendo los territorios de ambas cuencas fluviales, con lo que la
controvertida colonia de Sacramento revertía de nuevo a España; a cambio, se le
garantizaba el derecho a la libre navegación en la entrada del río Grande de San Pedro, con
el dominio de su parte meridional. También se contemplaba el reconocimiento mutuo de la
libertad de los súbditos de ambas naciones y la cesión de las colonias portuguesas de
Fernando Poo y Annobón, en el golfo de Guinea, a España. Con Rusia se intenta en 1776 el
establecimiento de relaciones con el objetivo de introducir mercancías portuguesas (vino de
Oporto) en el mercado ruso; el tratado formalizado a finales de 1787 contenía una doble
consideración: tratado de amistad y paz perpetua entre ambas naciones y acuerdos
comerciales. La intensa actividad diplomática llevada a cabo se plasmó en la firma de otros
acuerdos con Francia (1778), Saboya (1787) y Holanda (1794), pero el estallido de la
Revolución Francesa cortó esta acción exterior; la primera reacción portuguesa fue de
expectación, y cuando se gestaron las coaliciones europeas (1792-1795) contra el gobierno
revolucionario Portugal se alineó con ellas enviando un cuerpo expedicionario al condado
del Rosellón. A nivel interno, los cambios en la orientación política se muestran claramente
en la estructura económica: sustituir el mercantilismo pombalino por el liberalismo
económico; para ello se abolieron las compañías monopolísticas con Brasil, se transfirieron
manufacturas del Estado a empresas privadas, se suprimió la antigua junta de Fábricas del
Reino y se proclama el libre comercio en 1780. La junta de Comercio es modificada a
finales de los años setenta para introducir comisiones que estudiaran el tema de la
agricultura, la industria y la navegación. Todo ello, consecuencia de una preocupación
fisiocrática que se plasmaría en intentos como la introducción de nuevos cultivos -patata,
arroz- y en estímulos a la producción; la propia Universidad de Coimbra coadyuva a la
empresa agrícola nacional al crear una cátedra de Botánica y Agricultura, juntamente con la
Academia de Ciencias, que convocaría premios para estudios sobre el tema. Sin embargo,
el objetivo prioritario seguía siendo el relanzamiento del comercio; ahora se intentan
nuevos mercados por toda Europa (Holanda, Irlanda, Dinamarca, Prusia, Suecia, Rusia) y
consolidar los tradicionales (Inglaterra, España). Por primera vez Portugal conseguiría una
balanza de pagos favorable que representó un cierto desahogo para el erario público.
Igualmente, el comercio nacional es tratado con preferencia y en 1779 se dictan medidas
para su regulación al tiempo que se mejoraba la infraestructura de transportes y
comunicaciones. La manufactura recibió ayuda estatal mediante exenciones fiscales a
empresarios particulares que crearan industrias. Se intensificó la cría de gusanos para el
sector textil y se crearon escuelas de hilados hacia 1788. De esta manera encontramos un
cierto desarrollo de la industria minera, de la salinera y del vidrio. Todas estas medidas
económicas se tradujeron en una importante prosperidad, una gran circulación monetaria,
una reducción del déficit público y una cierta estabilidad política. Fue importante también
la reorganización hacendística, buscando acrecentar los ingresos: imposición de un nuevo
tributo sobre el papel sellado (1797) que debían pagar todos los grupos sociales -la enorme
oposición que suscitó provocó su abolición en 1804- y creación de la lotería (1783),
destinándose parte de sus beneficios al mantenimiento de hospitales y casas de expósitos.
El aparato militar conoció relevantes modificaciones entre los años 1779-1783:
implantación del servicio militar obligatorio por diez años, endurecimiento de los castigos,
creación de Academias del Ejército y Marina, remodelación de la Artillería que sería
introducida en la Marina, aumento de las construcciones navales y creación del Cuerpo de
Cirujanos de la Armada; en enero de 1790 se creó la Academia Real de Fortificación,
Artillería y Diseño, que llegó a convertirse en la primera escuela militar del país claramente
orientada hacia los estudios de ingeniería. En la maquinaria institucional se crea una junta
de Ministros (1778) con reuniones semanales y participación real; se acomete una labor
compiladora del derecho, llegando a publicarse una recopilación de leyes antiguas y
modernas, y hacia 1790 se procede a un cambio en la administración territorial que divide
al país en seis provincias. El hijo de María, Juan se hizo cargo de la regencia en 1792 con la
ayuda de políticos experimentados al frente de las Secretarias -Monte Lima, Martín de
Melo, Seabra da Silva y Luis Pinto de Sousa-, ejerciendo una labor continuadora y
dedicando especial atención al campo de la justicia y de las leyes, iniciando la publicación
de todo lo referente a la Administración (ordenanzas, personal) a través de la Gaceta de
Lisboa, dictando un Reglamento de Correo y regularizando los servicios públicos. Aunque
muy poco después sus esfuerzos se encaminarían a hacer frente a la amenaza revolucionaria
y a los intentos de expansionismo hispano-francés a costa del territorio nacional.

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