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Marguerite Yourcenar (1903-1987)

Fuegos (Feux) (1936)

Fedra o la desesperación

Fedra lo realiza todo. Abandona su madre al toro, su hermana a la soledad: esas formas de amor
no le interesan. Deja su tierra como quien renuncia a los sueños; reniega de su familia y vende sus
recuerdos como antigüedades. En ese ambiente, en que la inocencia es un crimen, asiste
asqueada a lo que ella acabará por ser. Su destino, visto desde fuera, la horroriza; aún no lo
conoce bien: sólo en forma de inscripciones en la muralla del Laberinto. Se arranca mediante la
huida a su espantoso futuro. Se casa distraídamente con Teseo…

Su estupor al ver a Hipólito es como el de una viajera que ha desandado camino sin saberlo: el perfil
de aquel niño le recuerda a Knossos y al hacha de dos filos. Ella lo odia, ella lo cría; él crece contra
ella, rechazado por su odio, habituado desde siempre a desconfiar de las mujeres, obligado desde
el colegio, desde las vacaciones de Año Nuevo, a saltar los obstáculos que en torno a él erige la
enemistad de una madrastra. Está celosa de sus flechas, es decir, de sus víctimas; de sus
compañeros, es decir, de su soledad. En esa selva virgen que es el lugar de Hipólito planta ella, a
pesar suyo, los hitos del palacio de Minos: traza a través de las malezas el camino de dirección única
hacia la Fatalidad. Crea a Hipólito a cada instante. Su amor es un incesto. No puede matar al
muchacho sin cometer una especie de infanticidio. Fabrica su belleza, su castidad, sus debilidades;
las extrae del fondo de sí misma…

Entre las sábanas humedecidas con el sudor de la fiebre, se consuela mediante susurros de
confesiones, como aquellas confidencias de su infancia que balbuceaba abrazada al cuello de su
nodriza. Mama su desgracia; se convierte, por fin, en la miserable sirvienta de Fedra. Ante la frialdad
de Hipólito, imita al sol cuando choca con un cristal: se transforma en espectro. Habita su cuerpo
como si del propio infierno se tratara. Reconstruye un Laberinto en el fondo de sí misma, en donde
no puede por menos de encontrarse: el hilo de Ariadna ya no la ayuda a salir pues se lo enrolla en
el corazón.

El sólo le debe la muerte, mientras que ella le debe los espasmos de una inextinguible agonía. Tiene
derecho a hacerle responsable de su crimen, de su inmortalidad sospechosa en labios de los poetas,
que la utilizarán para expresar sus aspiraciones al incesto, del mismo modo que el chofer, que yace
en la carretera con el cráneo aplastado, puede acusar al árbol contra el que fue a chocar. Como toda
víctima, fue asimismo su verdugo. Palabras definitivas van a salir por fin de sus labios, que ya no
tiemblan de esperanza. ¿Qué irá a decir? Probablemente «gracias».

Marguerite Yourcenar encuentra que el mundo mítico creado por los griegos les ha brindado a los
poetas de todos los tiempos “la llave de los Campos Eliseos” al resolver “el doble problema de
suministrar un sistema de símbolos lo bastante rico como para permitir las confesiones individuales
más completas, y a la vez lo bastante general como para ser comprendido sin dificultad apreciable”
(1994,12).

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