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La Ley y los Años

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Roberto Burgos Cantor*

Un maestro de la palabra da una mirada penetrante a nuestra larga historia de


intentos y fracasos por plasmar en palabras el alma de la Nación. Bolívar,
Núñez, López Pumarejo, Laureano, Rojas, UP, narcos, estudiantes y el país
multicolor, hasta llegar a ese censo de las deudas vencidas que fue la Carta
de 1991.
Roberto Burgos Cantor*

Comienzos de la República
¿Qué tiempo se encierra en veinte años? Referidos a una Constitución Política pueden
contener los equilibrios acordados y duraderos de un buen vivir, o el vértigo incesante del
reclamo de una promesa que no acaba de cumplirse y en cuyos ingredientes hay ideales
menos ambiciosos que la igualdad, la felicidad, la libertad.

Quienes buscan la génesis de las desgracias, fracasos y logros de una nación como la que
nos correspondió, tienen una capacidad especial de ver a qué se enfrentan y cuánto
permanecen las inercias fatales del pasado. Como si en veinte años pudiesen caber más años
y años de un tiempo enconado que se resiste a pasar, a gastarse.

Si se piensa en el visionario proyecto político de Simón Bolívar, se puede observar cómo,


agotado de anudar jirones, apenas sí le quedó la salvación personal de refugiarse en la gloria,
un consuelo que ya había ganado. O en medio de la necesidad de afianzar algo, se ve el
voluntarioso rescate de una idea martillando leyes, de Francisco de Paula Santander.

Del inventario de la gesta de libertad y fundación de la República queda un saldo que muestra
un horizonte. La tensión entre el ideal y la frustración por lo que de él se rasguña, genera
zozobra.

Desprendidos del régimen colonial, sin haber establecido las compensaciones por el saqueo y
enfrentados a la construcción de una forma propia y autónoma, ahora los fantasmas eran los
propios. Generales y civilistas. Curas y maestros. Dogmáticos y librepensadores. Ancla de la
antigüedad y globo del porvenir. Autoridad central o autonomía federal.

Y así, la humareda de guerras por ideas y por intereses atraviesa los años y aumentan los
escombros y las ruinas.

La solución de la autoridad
La Constitución Política de 1886 con su férreo centralismo fue producto quizá de una intuición
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de Rafael Núñez: la autoridad existe si hay la voluntad de imponerla. Sin imposición, no hay
autoridad. Y quizá: si las discusiones convierten las palabras en batallas y sangre, alguien
debe imponer la regla.

Tantos intentos de consensos infructuosos continuaban el viejo desastre de sabernos


impedidos para aventuras colectivas.

En el establecimiento de algo que él denominó orden y regeneración, cuyo sustento fue la


autoridad, Núñez fundó los cimientos de un país posible. Habrá que investigar si la preferencia
por las orillas del mar, el fastidio por lo que implicaba gobernar, su aburrimiento por los
amaneceres de niebla y frío y los atardeceres de luz de prodigio y aroma a chocolate,
implicaban, tal vez, una fe excesiva en la virtud de las palabras escritas.

Romper con las manos una constitución y declarar de viva voz la vigencia de otra: todo un
símbolo.

La propuesta de la modernidad
A lo mejor sólo hasta 1936 la carta de Núñez tuvo un lector crítico, Alfonso López Pumarejo.
La realidad iba por un lado y las leyes guardaban el aroma a naftalina de una sociedad
imposible, donde sus miembros humildes se mataban con saña y crueldad, que reivindicaban
en nombre de ideas convertidas en fanatismo y manipuladas por otros.

El inspirador de la reforma constitucional de 1936 llamó a su logro la quiebra de unas


vértebras al estatuto de 1886. Fue un injerto de esos que esterilizan el árbol o lo dejan con
sus frutos de siempre.

La inclusión de un conjunto de libertades y principios –la función social de la propiedad, la


libre asociación, la excepción de inconstitucionalidad– en una estructura autoritaria como la
del 86, creó uno de esos balances inmóviles, pasmados, sin riesgo, que caracterizan a las
falsas soluciones colombianas.

A cada libertad se le atravesaban ya sea una prohibición, ya sea la jerarquía igual de


principios para discutir ad infinitum: Función social de la propiedad: sí. Derechos adquiridos:
también. Preponderancia de lo público: obvio. Aplicación de las reglas privatistas de Napoleón
y de Bello: también.

Antes y después: a cada levantamiento armado, un armisticio. A cada armisticio, un


incumplimiento de lo pactado. El digno coronel de García Márquez se dedica a preparar un
gallo de pelea. A lo mejor, imponerse sin palabras sea un camino. El otro se encierra a
fabricar pescaditos de oro.

La apreciación desesperada de los libertadores, según la cual estos pueblos eran


ingobernables, encontró una forma de sostener a los gobiernos en la sobrevivencia perversa
del Núñez autoritario mediante la reforma del 36.

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La sombra del monarca
En la complicada conjunción de voluntad minoritaria y bien social o común, la norma de los
regímenes de excepción fue un salvavidas en medio de la alta marea de una sociedad
deshecha.

No era la voluntad expedita del soberano al otro lado del océano, sino de éste, engendro,
fantoche o bestia; orangután con frac que daba órdenes, lo llamó uno de los reformadores de
1936.

Al amparo del régimen de excepción se expidieron, sin Congreso ni discusión, estatutos


completos, leyes de urgencia, pertinentes, inoportunas, regulares, malas, represoras,
impropias, y se extendía su vigencia en una temporalidad acomodaticia.

Campanazos
Uno de los gobernantes del sistema dijo que la democracia se sostenía en el binomio Pueblo-
Fuerzas Armadas.

Pueblo era esa escasa cooperativa o comparsa de gitanos, que con mezquinos votos elegía a
sus padrinos para educación, salud y empleo.

Fuerzas Armadas era un montón de generales de escritorio y baño turco y la cáfila forzada de
muchachos pobres, que se uniformaban para los desfiles patrios.

Así, dos hechos mostraron que la dimensión de la crisis no se resolvería con retóricas de
mando. Ellos fueron: La campaña electoral de la Unión Patriótica como consecuencia de otro
convenio de paz, dejó ver el extendido descontento de las gentes, su simpatía por una
transformación. Después, la presencia de los capos del tráfico de la cocaína, que penetraron
la política, las finanzas, la agricultura, la religión, la justicia, el Estado.

Por primera vez después de 1886, el establecimiento tomó conciencia del riesgo y del peligro.
No eran las guerras partidistas con coroneles que se jubilaban y escondían en el zarzo las
escopetas de caño destemplado.

Procesión y rogativas
Dando tumbos entre la maraña de su cinismo, de su ineptitud y de su mezquina visión de
modernidad, se frustraron reformas. La pequeña constituyente, la de comas invariables de
1981, la de 1989.

Es probable que hayan predispuesto el ánimo para acoger un impulso distinto el


descreimiento y el pesimismo, el agravamiento de la adversidad y la insistencia en los
discursos de añeja retórica.

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Entonces participaron los estudiantes, víctimas antes de los sacrificios, con una séptima
papeleta para convocar la reforma. Y, no obstante, esa corriente renovadora, fresca, no pudo
integrarse con una propuesta propia y se disolvió entre las fuerzas de las ideologías
tradicionales que se iban postulando.

Una metáfora afortunada que se utilizó para nombrar a la constitución que surgía fue caja de
herramientas para la paz.

Tal vez la experiencia de mayor efecto fue el conjunto de decisiones de los tribunales que
rompieron los frenos y las ataduras con las cuales se quería conducir el proceso de reforma, y
enfrentaron al país a la voluntad popular y a sus aspiraciones aplazadas.

Entre gritos y voces


La concurrencia del pueblo con sus diversas formas de organización, tradicionales o para la
ocasión, desechó a los jefes naturales, a los guías de la Nación, a los faros de la República, a
los oráculos de altos designios.

La constitución no sería pacto, ni tratado. La constitución se convertiría en un largo alegato,


consagración de reclamos, o, para recordar a Zalamea, en un censo de deudas vencidas.

La multiplicidad de voces, los temores fundados a una trampa más, la fe en la letra, ofrecieron
el resultado de una acumulación de disposiciones de distinto tono y énfasis, que los
ciudadanos y jurisconsultos no acaban aún de digerir.

Lo cierto es que se pasó del ideal de bellezas arcaicas y ajenas, de las sentencias en latín
para exorcizar el fantasma de la libertad, a un encuentro con la realidad escamoteada por
siglos.

En su texto están nuestras vergüenzas y nuestros sueños; nuestra valentía y nuestros


miedos; nuestros temores y nuestros riesgos. Y quizás una sugerencia nueva: las
constituciones no son eternas y se van ajustando al rostro de un país, son la huella de sus
felicidades, ilusiones, logros y momentos de retrocesos, de privilegios, de azotes a la libertad,
la justicia, la igualdad.

Como una suma de vidas largas bajo la tensión de dominaciones nos volvió temerosos,
siempre evitamos dar todos los pasos. Por ejemplo la estructura territorial no se resolvió.

Hizo falta, con igual conciencia a la que llevó a crear un Tribunal nuevo para guardar e
interpretar el Estatuto nuevo, establecer también un Congreso nuevo y una Presidencia
nueva, quizá colectiva, por veinte años a lo mejor.

Así se hubieran explotado las nuevas reglas con creatividad acorde y se habría entregado su
sentido a una sociedad y a un país.

*Escritor colombiano, obtuvo el Premio latinoamericano de novela “José María


Arguedas”, que cada año otorga Casa de las Américas de La Habana.
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