-PARTE I-
LA CONQUISTA
Unas pocas palabras sueltas, relacionadas exclusivamente por asociación de ideas, pueden
constituirse en una síntesis de más de 350 años de conquista y colonialismo español en
América: inquisición, genocidio, explotación, saqueo, transculturación... Estos procesos
negativos son la esencia de la historia no oficial descrita desde el punto de vista de los
pueblos conquistados. Sin considerar esta versión como una verdad absoluta, los
testimonios comprobados de esos períodos históricos manifiestan que la destrucción
sistemática de la cultura local y su reemplazo por las pautas culturales impuestas desde la
metrópolis fue una tarea primordial que justificaba el uso de cualquier medio para llevarla a
cabo.
Dos cronistas de la época dejaron sus textos como pruebas: "(...) pues como las minas eran
muy ricas y la codicia de los hombres insaciable, trabajaron algunos excesivamente a los
indios; otros no les dieron de comer como convenía... Dieron así mismo gran causa a la
muerte de estas gentes las mudanzas que los gobernadores y repartidores hicieron de estos
indios; porque andando de amo en amo y de señor en señor y pasando los de un codicioso a
otro mayor, todo eso fue unos aparejos e instrumentos evidentes para la total definición de
esta gente y para ello, por las causas que he dicho o por cualquiera de ellas, muriesen los
indios. Y llegó a tanto el negocio, que no solamente fueron repartidos los indios a los
pobladores, pero también se dieron a caballeros privados, personas aceptas y que estaban
cerca de la persona del rey Católico, que eran del Consejo de Castilla y de Indias", según
describe el capitán Gonzalo Fernández de Oviedo. Mientras que un fragmento de
declaración del sacerdote Bartolomé de las Casas dice "(...) por ende digo que tengo por
cierto y lo creo así, porque creo y estimo que así lo tendrá la Santa Romana Iglesia, regla y
mesura de nuestro creer, que cuanto se ha cometido por los españoles contra aquellas
gentes, robos, muertes y usurpaciones de sus Estados y señoríos de los naturales reyes y
señores, tierras y reinos, y otros infinitos bienes, con tan malditas crueldades, ha sido con la
ley de Dios (...)"
Por tanto no es que se elijan sólo procesos negativos para caracterizar la época de la
conquista americana, es que la mayoría de ellos fueron irremediablemente perjudiciales
para los habitantes aborígenes.
Los conquistadores ignoraron el entramado cultural vigente en esos pueblos y las jerarquías
sociales existentes en los mismos, para imponer sus valores propios.
A partir de 1553 los indígenas eran obligados a proporcionarle sustento a los sacerdotes
(según acuerdo legal entre Audiencia e Iglesia) a través del camarico; una especie de
impuesto que consistía en la entrega diaria a la jerarquía religiosa de esa comunidad, de un
par de gallinas, y la cesión de entre tres y cuatro mujeres que elaboraran pan, recogieran
frutas e hicieran la comida para los caballos. La mayoría de los religiosos terminaron
cobrando ese impuesto en monedas de plata. En 1537, sin embargo, el Papa Paulo III
admitió que los indios americanos eran "seres humanos, dotados de alma y razón", en su
bula Sublimis Deus. Algunos historiadores creen ver detrás de esa bula misericordiosa, el
resultado perverso de las luchas políticas entre la iglesia católica y las jerarquías
monárquicas del siglo XVI. Estos enfrentamientos, abiertos en muchas ocasiones, eran lo
suficientemente enconados como para creer que la declaración del Papa se debía
simplemente a un piadoso pensamiento cristiano iluminado por el espíritu santo. Los siglos
y acontecimientos subsiguientes confirmaron que el reconocimiento de los indios como
seres humanos había actuado como única razón justificadora para emprender con rigor y
organización la cruzada evangelizadora: difícilmente se pudiera entender la llegada masiva
de eclesiásticos a América con la misión de convertir animales al cristianismo. Un juicio
sencillo pero básico para la elaboración posterior del sofisma que engendra la división entre
la civilización europea y la barbarie americana (dos estadios diferentes de desarrollo
cultural que presupone la primacía de uno sobre otro y la imposición didáctico-práctica del
vencedor).
En la sociedad civil se repitieron y multiplicaron los factores de dominación. La figura del
encomendero era de fundamental importancia: autorizado por la propia Corona española, se
encargaba de repartir los indios de la comarca para la realización de determinados trabajos,
según sus necesidades productivas y personales; y además gozaba de la facultad de
exigirles tributo. La ambición desenfrenada de los conquistadores y encomenderos llevó a
someter a los indios y ofrecerlos como moneda de cambio convertible en oro.
El mismo camino seguían los indígenas que entraban en la mita o sorteo de trabajadores
realizado por los Señores del lugar, para llevar a cabo trabajos en las haciendas; o los
sometidos a una especie de esclavitud oculta denominada por los indígenas yanaconazgo o
yanaconaje (como se le suele llamar en Perú) igual a efectuar servicios personales para el
patrón noble, entre los que se contaban también los requerimientos sexuales.
Durante el período 1503-1660 las remesas totales de metales preciosos embarcados desde
América hacia España alcanzaban los 181.333 kilos de oro y 16.886.815 kilos de plata
según la constancia oficial registrada en los Libros de Cuenta y Razón y Cargo y Data de la
Casa de Contratación. Indudablemente, entre esos datos no se cuentan las cargas de los
navíos clandestinos que no figuraban en los listados de navegación de la Casa de
Contratación, ni las inversiones realizadas por los nobles y burgueses españoles en castillos
y mansiones en el propio territorio americano.
PERIODO COLONIAL
El desarrollo, sobre estas bases, significó la destrucción total de las estructuras sociales y
políticas que regían la vida de las Naciones e imperios indígenas precolombinos con sus
relaciones dinámicas de poder y fuerza y su territorialidad, legislada y administrada. La
ruptura total que originó el desconcierto, las diásporas, la indefensión y el aniquilamiento
de gran parte de los pueblos indígenas, se consolidó con nuevas legislaciones,
administraciones y límites territoriales. Virreinatos, capitanías generales, departamentos,
gobernaciones, corregimientos dividieron las tierras en función de las luchas del
conquistador, los asentamientos de los colonizadores y, posteriormente, de la explotación
de los grandes recursos naturales que ofrecía la región (caucho, tabaco, madera, salitre,
frutos exóticos, minerales preciosos) y las actividades agropecuarias. No es verosímil por
tanto el eufemismo que que reduce el complejo proceso de conquista y colonización al
"encuentro de dos culturas", como sinónimo de intercambio cultural, ocultando la
prevalencia total y premeditada de una sobre otra.
La civilización europea no reconoció los valores de los pueblos aborígenes, creando las
bases para la prolongación de su sometimiento en siglos posteriores.
Todo el período colonial hispano hasta el desarrollo del proceso de liberación americana, a
finales del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX, evolucionó reflejando el proceso de
transformaciones graduales de las ideas y las estructuras europeas.
El caso norteamericano
Las tribus del este, hurones, iroqueses, mohicanos se vieron presionados por las costumbres
mercantilistas de los colonizadores y las tribus algonquinas no tardaron en transformar sus
costumbres: de la agricultura de superviviencia al trampeo para obtener pieles de animales
que, una vez descubiertos por los europeos, comenzaron a ser muy valorados. Los indios
formaron olas migratorias hacia las zonas de caza y ampliaron considerablemente las zonas
de trampeo para comerciar. Pocos años después (durante la primera mitad del siglo XVII)
las colonias francesas y holandesas comerciaban fluidamente con los indios. Es más, los
comerciantes holandeses llegaron a crear la fábrica más importante de sombreros, basada
en pieles, de América del Norte, que marcó el inicio de la moda de la indumentaria en
Europa (pieles de castor, nutria, zorro, etc.).
No por ocultos los datos de la conquista norteamericana son menos representativos de sus
crueles consecuencias. A principio del siglo XVII, algunos historiadores atribuyen
aproximadamente entre 8 y 10 millones de habitantes indígenas para Estados Unidos,
aunque no existe coincidencia en las cifras. Los mismos autores sitúan esa población entre
850 mil y un millón y medio en 1800 (24 años después de haberse proclamado la
independencia norteamericana). Enfermedades desconocidas, el deterioro económico y
social, las hambrunas, el alcohol, las matanzas y deportaciones acabaron en tres siglos con
casi el noventa por ciento de los indios norteamericanos. Y si la etapa colonial fue dura, los
años posteriores de expansión de los colonos norteamericanos fueron aún más crueles y
disgregadores para los indígenas.
Las Naciones Indias no encajaban en los planes del nuevo Estado independiente. Detrás de
una fachada pacífica y respetuosa las olas colonizadoras, apoyadas por fuerzas armadas,
fueron ganando territorios hacia el oeste.
A partir de 1780 los trece estados de la Unión (embrión político de lo que serían los
Estados Unidos) quedaron libres de indios. Los mahican y los delaware fueron deportados
al oeste de los montes Alleghanys; la Nación iroquesa obligada a ceder porciones de sus
tierras a los Estados de Nueva York, Pennsylvania y Ohio en 1784. A partir de 1790 se
produjo la guerra con los Shawnee como consecuencia de la negativa de éstos a renunciar a
sus tierras en beneficio de los colonizadores. Finalmente fueron derrotados y debieron
resignar dos tercios de los territorios de Ohio y parte de Indiana.
Los primeros 20 años del siglo XIX el flamante Estado norteamericano seguía
conquistando silenciosamente los territorios de la costa atlántica sin contemplaciones con
los indígenas.
La evolución del pensamiento liberal del viejo continente, fue ganando terreno durante el
siglo XVIII, recortando los poderes absolutos de las monarquías y reclamando la
organización más horizontal del poder dentro de la sociedad.
Hasta el siglo XIX la colonia en Centro y Sudamérica era ese lugar cercado y seguro que
debía rendir cuentas exclusivamente a su metrópoli; parte integrante de un sistema político
y económico único y cerrado. A partir de la Revolución Francesa se empezaron a
reconsiderar ciertos valores, intocables hasta entonces, como la esclavitud humana, y se
abren las puertas hacia el liberalismo económico (propiedad privada, librecambio de
mercancías).
La repercusión de esta ideología en las colonias centro y sudamericanas tiene lugar entre
finales del siglo XVIII y mediados del XIX. Los españoles residentes y los nacidos en
tierras americanas al igual que los mestizos comenzaron a sentir la necesidad de
distanciarse de una España decadente y acercarse a un Imperio Británico en auge,
proclamador de ideales económicos libertarios contrarios al absolutismo proteccionista.
Surgieron entonces en América las revoluciones de los mercaderes, de los pequeños y
grandes comerciantes que necesitaban abrir fronteras y eliminar aduanas, impuestos y
restricciones comerciales, deslumbrados y presionados por el avance británico.
Los nuevos Estados seguían considerando como "territorios desérticos" las zonas habitadas
por poblaciones indígenas autónomas y automarginadas de los procesos organizativos de
los descendientes de europeos. Los movimientos independentistas que dieron lugar a esas
nuevas Naciones sólo reconocían límites en las tierras ocupadas por otros Estados, excepto
que una relación de fuerzas favorable o equilibrada permitiera el intento de ocupación de
esas zonas.
La legislación de las nuevas Naciones desconocía en la mayoría de los casos las tierras
indígenas y si bien reconocía a sus habitantes como integrantes del nuevo país - en caso de
que los indios aceptaran el nuevo orden vigente-, no los consideraba miembros de pleno
derecho. La contradicción se hacía más evidente al surgir situaciones de conflicto. Cuando
se producía un enfrentamiento bélico entre Estados era considerado una "guerra" que debía
atenerse a los principios de la norma internacional; en cambio las luchas entre tribus y
Naciones indias contra tropas de ese mismo Estado, eran denominadas "campañas"
tendentes a resolver problemas internos, sin arreglo al derecho internacional.
El expansionismo de los nuevos Estados fue el motivo principal para el desarrollo de esas
"campañas" por gran parte del continente para ocupar los territorios "vacíos": la costa
atlántica de Centroamérica; el litoral norte de Brasil, parte de la selva amazónica, la selva
del Orinoco, la meseta del Matto Grosso; un vasto sector del Chaco; casi toda Colombia
(incluido lo que hoy es Panamá) y todo el sur patagónico del continente: a partir del río Bío
Bío en Chile y de los ríos Salado y Colorado en la Argentina.
Ese proceso desarrollado a lo largo del siglo XIX respondía también a las necesidades de
las metrópolis europeas que experimentaban un giro en sus relaciones de fuerza.
El último tercio del siglo pasado se produjo el Gran Viraje Colonial europeo. A partir de
1870 el mapa del mundo conquistado se reconvirtió. Entre 1876 y 1914 una cuarta parte de
los territorios del planeta fueron redistribuidos entre media docena de Estados: Gran
Bretaña, Francia, Estados Unidos, Alemania, Bélgica e Italia. Los británicos incrementaron
sus posesiones en cerca de diez millones de kilómetros cuadrados; los franceses en nueve
millones; los alemanes en dos millones y medio y los belgas e italianos en
aproximadamente dos millones. Los Estados Unidos ampliaron sus posesiones externas en
cerca de 250.000 kilómetros cuadrados, en su mayoría gracias a la usurpación de territorios
mexicanos y a la obtención de antiguos dominios coloniales españoles.
El expansionismo europeo, sin embargo, no se contaba exclusivamente por la superficie de
las colonias conquistadas sino en la trasmisión de las ideas que daban lugar a esa
expansión. Al mismo tiempo que conquistaban nuevas tierras, establecían lazos de
dependencia económica-cultural con aquellos países que declaraban su independencia
política en América Latina.
El gran avance industrial y comercial del centro de poder europeo necesitaba abastecerse de
materias primas y los países latinoamericanos basaban su riqueza en esos recursos
naturales. Es así que los territorios conquistados por los ejércitos autóctonos fueron
utilizados para la explotación de esos recursos que, en su más amplia mayoría eran
transferidos a las metrópolis.
1- Que es un deber estricto del Gobierno sacar de la barbarie y colocar en el camino de la
civilización a las tribus de indígenas que habitan en la parte oriental de la República.
2- Que está asi mismo entre sus esenciales deberes el de fomentar el espíritu de empresa, y
procurar que se descubran y se pongan al alcance de los ciudadanos las fuentes de riqueza
que abundan en esas regiones.
3- Que para conseguir este doble objeto es de absoluta necesidad dar un régimen de
administración pública de la manera más adecuada a las circunstancias peculiares y
excepcionales en que se encuentran actualmente esas localidades.
En su artículo 1 el decreto dice: "se incluyen bajo la denominación del Gobierno de Oriente
las poblaciones territoriales conprendidas en los antiguos corregimientos de Quijos, Macas
y Canelos" (división administrativa colonial). Mientras que en los artículos 2 y 3,
correspondientes al capítulo de las atribuciones del Gobernador, se expone: "Favorecer a
los indígenas, y procurar introducir en ellos hábitos de orden y de sumisión a las leyes.
Defender los límites de que la República se ha hallado en posesión".
Esta política fue aplicada con matices menores y adaptada a la circunstancias territoriales,
en cada país, en toda Latinoamérica. Y produjo el creciente aniquilamiento, bajo cobertura
legal gubernativa, de aquellas Naciones indígenas que se negaban a integrarse en el nuevo
sistema o a desalojar las tierras "vacías".
Estados Unidos intensificó durante el último cuarto del siglo XIX, superada la Guerra de
Secesión, todo el "lento" expansionismo hacia el oeste que le había permitido un
crecimiento continuado desde la declaración de su independencia. Este último período fue
el más cruente de la persecución indígena: lo que más tarde la historia oficial
norteamericana llamaría la Epopeya de la Conquista del Oeste.
Los recursos para expulsar a los indios de sus tierras no ofrecieron demasiados reparos y
contradijeron claramente los preceptos legales y morales que sostenían la ideología del
nuevo Estado.
La base del sustento de las grandes naciones indígenas de la pradera era el búfalo; su
matanza deliberada, indiscriminada y dirigida ofuscó a muchos de esos pueblos que se
lanzaron desesperadamente a una batalla final por la supervivencia. Los datos de esa sorda
guerra oficial son elocuentes: en 1830 existían cerca de 75 millones de búfalos diseminados
en la vasta pradera central norteamericana; veinte años más tarde quedaban 50 millones. En
1883 se los había declarado una especie en extinción (sólo en 1870 se abatieron más de un
millón de animales).
Las matanzas de indígenas ante la resistencia a ceder sus tierras tampoco ofrecieron reparos
oficiales. Primero fueron los sioux en 1862 quienes se negaron a abandonar los territorios
de Minnesota y las Dakotas y poco después los cheyennes, quienes quedaron reducidos a
unos grupúsculos luego de las matanzas de Sand Creek, en 1865 y la de Washita River,
nueve años más tarde, dirigida por el general Custer.
El desequilibrio era tan grande y la desproporción del enfrentamiento entre las tropas
estatales y los indios tan mayúsculo, que en 1876 sioux y cheyenes, haciendo el más grande
esfuerzo de concordia, pudieron formar un ejército de 2.000 guerreros. La historia
estadounidense recuerda como el gran desastre de su ejército frente a los indios la derrota
de Little Big Horn, en la que murieron 260 soldados del general Custer.
En 1886, Gerónimo, jefe de los apaches-chiricahuas, huía por tierras de Nuevo México
desde hacía tres años dándole jaque a varios regimientos que le perseguían sumando una
tropa conjunta de 5.000 hombres. Los indios eran 25, con sus mujeres y niños. Finalmente
fueron atrapados 18.
-PARTE II-
A finales del siglo pasado y primeras décadas del presente comienza una "tercera
conquista" de los indígenas americanos. En esta oportunidad, estabilizadas las condiciones
políticas y divisiones territoriales en lo que respecta a sus distribución entre los Estados de
la región latinoamericana, el peso de esta nueva colonización quedó relegado a la acción
privada, con el apoyo jurídico que le otorgaban las nuevas legislaciones, frente a la
indefensión de los indios y el olvido del cuerpo social.
Después del invento de los neumáticos por John Dunlop, en 1808, el caucho pasó a ser el
oro blanco de la selva sudamericana. En el norte de la selva amazónica (abarca territorio
colombiano, peruano y brasileño) la fiebre del caucho provocó masacres silenciadas. Un
aterrador testimonio del norteamericano W. Handenburg, registrado en 1.909, pone de
manifiesto la magnitud del genocidio "(...) Los agentes de la Compañía obligan a los
pacíficos indios del Putumayo a trabajar día y noche, sin la más mínima recuperación salvo
la comida necesaria para mantenerlos vivos. Les roban sus cosechas, sus mujeres, sus hijos.
Los azotan inhumanamente hasta dejarles los huesos al aire... Toman a sus hijos por los
pies y les estrellan la cabeza contra los árboles y paredes... Hombres, mujeres y niños
sirven de blanco a los disparos por diversión y en oportunidades les queman con parafina
para que los empleados disfruten con su desesperada agonía (...)".
Estas acciones repetidas en el resto de América Latina, contaban con la permisividad oficial
ya sea por acción, protegiendo la actividad de esas empresas que significaban "progreso" o
por omisión, puesto que esas poderosas compañías extranjeras suplantaban la capacidad
represiva oficial en lugares alejados y contribuían a mantener la unidad territorial formal.
El pensamiento antiindio se hizo doctrina oficial en la Argentina del siglo XX, justificando
el genocidio, el destierro y el saqueo. En un libro de geografía, aprobado como texto
escolar por el Ministerio de Educación, y escrito en 1926 por el profesor Eduardo Acevedo
Díaz, se podía leer (...) "La República Argentina no necesita de sus indios. Las razones
sentimentales que aconsejan su protección son contrarias a las conveniencias nacionales".
En el presente siglo la lucha por las tierras indias quedó relegada a pocos núcleos
resistentes de hecho, a la supervivencia de comunidades indígenas en regiones
improductivas o la asimilación al sistema productivo del país en cuestión. En este último
caso los indios era tratados como personas marginadas de una legislación laboral ya de por
sí escasa e injusta para los intereses del trabajador. Por lo general el indio realizaba tareas
agrícolas y, según especifica un Informe de la Organización Internacional del Trabajo
realizado en 1953, las condiciones de la labor eran las siguientes: "(...) el terrateniente
facilita al indio una parcela de su propia tierra (generalmente difícil de trabajar por su
infertilidad o desnivel de relieve) y también semillas, abonos y herramientas y, para cubrir
sus necesidades, le anticipa dinero para cuya devolución se le exige un pago en especie a un
tipo de conversión que determina el propietario. De este modo se abre 'una cuenta en
especie', lo que da lugar a una situación de dependencia debido a la acumulación de las
deudas, que a menudo obliga al trabajador indígena a permanecer indefinidamente al
servicio del terrateniente".
En el terreno de la energía un ejemplo flagrante fue la Guerra del Chaco (enfrentó a Bolivia
y Paraguay en 1932-1935 por reivindicaciones territoriales) motivada por intereses
particulares de dos empresas petroleras contendientes, La Royal- Dutch Shell y la Standard
Oil, que pretendían lograr mejores posiciones negociadoras y mayores parcelas en los
yacimientos de hidrocarburos. La mayor parte de las víctimas de esa sangrienta guerra
fueron indios.
En Guatemala, los yacimientos controlados por la Texaco y Amoco Oil eran custodiados
por los propios militares guatemaltecos que aún ejercen la represión indiscriminada contra
los trabajadores indígenas. En las mismas tierras indias de Alta Verapaz fue encontrado
níquel cuya explotación quedó en manos de la INCO y la Hanna Minning Co., empresas
que provocaron la expulsión de los indios bajo el fuego de un ejército privado que, en 1978
causó la matanza de más de dos centenares de nativos. Similares acciones se
produjeron/producen en otros países con la explotación de otros recursos naturales, como el
petróleo en Perú, Venezuela, México y Ecuador; el cobre en Chile; el estaño en Bolivia; el
oro en Brasil; las esmeraldas y el café en Colombia, entre muchos otros. Pero el ejemplo
que ha tenido mayor relevancia en el continente es el de la empresa United Fruit Company,
cuyo poder se extiende desde principios de siglo por Colombia, Ecuador, Panamá, Costa
Rica, Honduras, Nicaragua y Guatemala, creando un Estado dentro de otro mayor, incluso
con el poder manifiesto para derrocar presidentes, conducir la economía, decidir sobre
infraestructuras y modificar a su antojo las condiciones legales y sociales de esos países.
Esta empresa poderosa redujo a la explotación esclavista a gran parte de los trabajadores
indígenas que cosechaban los frutales que exportaba; y tenía libertad para reprimir
cualquier intento de protesta o para ejecutar "traslados forzados" de indígenas hacia
reductos similares a campos de detención, disimulados bajo formas laborales.
La explotación del indio como ideología medieval, fue abolida en la Argentina en 1949, en
Bolivia en 1952 y en Perú en 1968; en Colombia, Ecuador y Brasil, la presión internacional
ha favorecido el impulso de un proceso de recuperación y delimitación de tierras y derechos
indígenas, aún escaso, entre 1991 y 1993. En tanto otros países como México, Ecuador y
Chile, por ejemplo, siguen sin definición clara sobre el tema.
El concepto de "Nación dentro de otra Nación", base ideológica para la organización de
comunidades indias en los Estados actuales, no ha sido nunca aceptada por los países
latinoamericanos como una especie de autonomía política, administrativa y cultural que
permitiera la conservación o recuperación de sus viejos valores.
En el trascurso de las décadas de los 60, 70 y 80 los procesos dictatoriales que asaltaron el
poder en la mayor parte de los países del subcontinente, adoptaron la Doctrina de Seguridad
Nacional como pieza clave de la represión militar que ejercían sus propios ejércitos
nacionales contra rebeliones internas al orden establecido. El fantasma del enemigo
comunista, tan relevante durante la Guerra Fría, fue agitado por una de las potencias en
litigio (Estados Unidos) para controlar el continente y adaptarlo a sus necesidades políticas
y económicas.
La falta de arraigo nacionalista evidenciado por las comunidades indígenas y por los
propios ciudadanos indios asimilados, produjo la desconfiaza y sospecha permanente de las
autoridades dictatoriales. En Chile, cada movimiento de las reservas mapuches del sur
fueron contestados con incursiones del ejército chileno, comandado por general Pinochet,
con saldos que superaban las centenas de muertos. En esas tierras el proyecto hidroeléctrico
del alto Bío Bío, que amenazaba sumergir las zonas destinadas a seis comunidades
indígenas, fue tomado como una prioridad de infraestructura del país.
Durante los años 70 cerca de 3.600 km2 de territorio fronterizo brasileño correspondiente a
comunidades indias del Amazonas, pasaron a control militar por "razones de seguridad",
dando ingreso posteriormente al área a empresas extranjeras para explotar recursos
naturales. Durante la dictadura argentina (1976-1983) la campaña "marchemos hacia la
frontera", llevada a cabo por el general Domingo Bussi para reforzar el espíritu
nacionalista, puso en tela de juicio el "nacionalismo" de los mapuches ubicados en la
provincia de Neuquén, sistemáticamente hostigados por esta causa.
Según un informe del Consejo Económico y Social de Naciones Unidas "Los indios
yanomamis están agonizando en Brasil, ya que el gobierno impide que lleguen hasta ellos
los servicios médicos adecuados. Los yanomamis son el grupo indio más nutrido que
todavía vive en América del Sur relativamente aislado de las comunidades no indias. Este
grupo constituye en Brasil una población de 9.000 a 10.000 indios, en el Estado de
Roraima. Su situación ha experimentado un acusado deterioro y numerosos yanomamis han
muerto a causa de las enfermedades y la violencia desatada por los cerca de 50.000
buscadores de oro que invadieron su territorio".
Mayor éxito tuvo el grupo indígena amazónico kayapó que en 1989 logró resistir en base a
un programa de protesta internacional liderado por organizaciones no gubernamentales y
medios de comunicación, un plan de construcción de embalses en sus tierras que hubiesen
anegado un territorio equivalente a una vez y media la superficie de Gran Bretaña.
Similares dificultades viven otros pueblos que pretenden preservar sus formas de vida
comunitaria: los wichi, en medio de la selva del Chaco argentino, han sido invadidos por
colonos criadores de ganado que manejan la ley y la justicia en función de sus intereses,
llegando al asesinato para resolver los contenciosos. Los rarámuris (pies veloces) habitantes
de las montañas del oeste mexicano deben enfrentarse a los colonos y a la política oficial,
ya que en 1989 el Banco Mundial concedió un crédito de 45 millones de dólares a México
para la explotación forestal en el Estado de Chihuahua. Las talas han reducido
sistemáticamente, año a año, la superficie de su zona vital con el peligro de su extinción
como etnia.
En Costa Rica, cerca de cuatro mil indígenas huaynines viven en la frontera con Panamá y
por tanto, ante la duda de su ubicación, el gobierno costarricense les niega la nacionalidad;
cuestión que se repite en el caso del gobierno panameño. Como consecuencia de este
simple problema burocrático los indígenas no tienen derecho sobre sus tierras porque no
pueden acreditar su nacionalidad costarricense y tampoco reciben los beneficios de la
Asistencia Social y la atención médica que la legislación de ese país centroamericano
ofrece gratuitamente a todos sus habitantes.
Una de las pocas comunidades que han logrado conciliar los intereses nacionales y
trasnacionales con los suyos propios son los Kuna, grupo indígena (el tercero de
Centroamérica en población) habitante del istmo de Darién en el archipiélago del Golfo de
San Blas, en la costa atlántica panameña. El aislamiento fue su mejor aliado para conservar
entre los islotes sus costumbres y estructura social. Cuando los intereses norteamericanos
favorecieron la independencia de Panamá de Colombia para poder llevar adelante la obra
del canal interoceánico, el territorio Kuna recibió protección norteamericana para evitar la
recuperación colombiana. Actualmente, los kuna continúan viviendo en sus 375 islas
invadidos por los turistas y la infraestructura de trasporte, comunicaciones y servicios.
Tampoco han podido escapar a la depauperada economía que el país centroamericano tiene
reservada a sus sectores sociales más bajos, los cuales buscan refugio en un circuito
comercial marginal, sumergido. Una situación repetida en toda la región como
consecuencia del subdesarrollo y las relaciones intrínsecamente injustas en que está sumida.
Las acciones de los gobiernos americanos para solucionar lo que generalmente llaman el
"problema indio" dependen de la trascendencia internacional de la situación de sus
comunidades o ciudadanos indígenas, el perjuicio político que provoquen, o los grupos de
presión internos que actúen para concienciar a la opinión pública. El movimiento
indigenista ha logrado tomar una tenue iniciativa, a partir de 1970, como respuesta y
resistencia activa a su constante deterioro, explotación y olvido intencionado. Los
gobiernos americanos, sin embargo, tienden a ocultar, silenciar la vida marginal de los
indígenas y a mantener un orden opresivo plenamente justificado desde el poder, mediante
el cual minorías/ mayorías blancas someten económica y socialmente a las mayorías/
minorías indígenas.
ANEXO I
Más allá de las grandes civilizaciones de la llamada América Nuclear, que abarcaba todo el
territorio encerrado entre los trópicos, al sur de Cáncer vivían numerosas naciones con un
grado menor de avance cultural. En el noroeste argentino y chileno y el sur boliviano
estaban asentados los atamaqueños, los omaguacas, y los diaguitas, tribus incorporadas al
Tahuatinsuyo (Imperio Inca). En la región del Gran Chaco (noreste de Argentina,
Paraguay) los guaycurú era la nación más importante dividida en grupos: los mbayá, los
caduveo, los guaraníes, los matacos, los payaguá, los mocovíes y fundamentalmente los
tobas. Más al sur, en territorios de lo que hoy es Uruguay se asentaban las tribus charrúas.
En el centro de Argentina, sanavirones y comechingones se repartían las sierras y los
huarpes la precordillera mendocina. La región pampeana estaba habitada por una de las
naciones más importantes del subcontinente, los araucanos, dividida a su vez en numerosos
grupos étnicos entre los que destacaban los mapuches, los ranqueles, los puelches y los
tehuelches. En el extremo sur del continente, al sur de la provincia Argentina de Santa Cruz
y en la isla de Tierra del Fuego, ejercían su particular cultura del frío, las tribus ona,
alacaluf y yaghan. Este resumen étnico puede ser sorprendente para muchos europeos que
creían que la Patagonia era un territorio deshabitado. Todas esas naciones fueron
literalmente arrasadas por los ejércitos argentinos durante el siglo XIX.
Durante la década de 1830 a 1840, el caudillo de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas
realizó varias incursiones hacia el "desierto" para intentar aislar a las tribus de indios
puelches y ranqueles. Tribus nómadas sin localizaciones específicas, inventoras de la
"guerra de guerrillas", sus ataques se producían en grupos reducidos, llamados malones,
que lograban sembrar el pánico entre las poblaciones fronterizas.
A principios de los años 40 la campaña se cierra con más de 8.000 indios muertos y un
avance importante sobre sus territorios de la línea de fortines fronterizos.
Los conflictos internos y la lucha de intereses por el poder en la Argentina que recién nacía
postergaron el golpe final por el cual abogaban los miembros del Club del Progreso de
Buenos Aires, cuyos integrantes formaban las ricas familias oligárquicas descendientes de
los españoles. Entre ellos habían militares deseosos de gloria sobre la base de una nueva
epopeya; terratenientes avariciosos que habían esculpido la frase "no hay negocio como el
de las tierras, en una nación jóven", y financistas y banqueros deseosos de otorgar nuevos
créditos a tasas módicas para engrosar sus capitales.
En 1877 asume la presidencia de la Nación Argentina el doctor Nicolás Avellaneda un
liberal honrado que cogió a un país con ganas de salir adelante pero con una carga de deuda
externa generada durante a presidencia anterior de Domingo Sarmiento (con la banca,
empresas y particulares ingleses, preferentemente) que le hizo profetizar: "nuestro país
pagará sus compromisos externos hasta la última gota de sangre del último argentino".
Desde luego, en la mente de Avellaneda los primeros litros de ese plasma salvador debían
recaudarse de venas indias. Inmediatamente nombró ministro de Guerra a un jóven y
aristocrático general de 34 años, Julio Argentino Roca, de reconocida militancia antiindia y
con un importante antecedente en su hoja de servicio: varias batallas ganadas seis años
antes en la Guerra del Paraguay o de la Triple Alianza (Brasil, Argentina y Uruguay contra
Paraguay), en la que el presidente argentino Bartolomé Mitre financió una matanza
premeditada de indios y mestizos con capitales de la banca Baring Brothers de Londres.
Las incursiones fueron minando paulatinamente la resistencia de indios que tenían pocas
posibilidades de sobrevivir si sus costumbres sociales se veían amenazadas, si no disponían
de tiempo para la caza y la recolección, mientras guerreaban, ni podían dar seguridad a sus
familias. Sin embargo ninguno de ellos estaba dispuesto a rendirse. Namuncurá y Pincén,
dos de los caciques araucanos más prestigiosos se dispersaron en los montes con cien
guerreros cada uno para atacar por "montoneras" (pequeños grupos que actúan por
sorpresa) a los hombres blancos y resistir hasta las últimas consecuencias.
El informe final que el general Roca ofreció al Congreso sobre esa campaña dice que
"14.172 indios fueron reducidos, muertos o prisioneros (algunos historiadores elevan esa
cifra a 35.000). Seiscientos indígenas fueron enviados a la zafra en Tucumán. Los
prisioneros de guerra fueron incorporados (forzosamente) al Ejército y la Marina para
cumplir un servicio de seis años, mientras que las mujeres y los niños se distribuyeron entre
familias que las solicitaban (para servicios domésticos o adopción forzada) a través de la
Sociedad de Beneficiencia".
En 1881 Roca inicia la segunda fase de exterminio ilegal en la provincia del Neuquén,
puesto que el Congreso le había autorizado, a través de una ley (número 947) a perseguir a
los indios solamente hasta la frontera reconocida de los ríos Limay y Neuquén "y no más
allá". En marzo de 1881 el general Villegas partía con tres brigadas de infantería, cuatro
regimientos de caballería y una sección de artillería hacia el lago Nahuel Huapi (Cabeza de
Tigre, en araucano). La huida de las familias indias (sólo opusieron resistencia los caciques
con grupos selectos de guerreros) transformó la expedición gloriosa en un auténtico saqueo.
Después de matar 45 indios y de tomar 150 prisioneros, las huestes del ejército argentino se
alzaron con 6.500 cabezas de ovinos, 1.700 vacas y 2.300 caballos, rapiñados a las tribus en
fuga. Las batallas siguientes al pie de la Cordillera de Los Andes, pusieron de manifiesto el
desequilibrio existentes: 345 indios muertos y 1.720 prisioneros. Entre las fuerzas
nacionales se registraron 17 muertos y 21 heridos.
En términos de vidas humanas la conquista del Neuquén tuvo un costo oficial de 55.000
indios.
Datos demográficos
R. Dominicana: 2.000 8
Bibliografía
Artículo "Tierra para los indios"; revista Tercer Mundo, N 124, enero 1990.
"La Flota de Indias"; Manuel Lucena Salmoral; colección Historia 16, 1986.
"La Hueste Indiana"; Manuel Ballesteros Gaibrois; colección Historia 16, 1986.
"Las matanzas del Neuquén - crónicas mapuches"; Curruhuinca-Roux; Plus Ultra, 1984.
"Indigenous People- International Year 1993"; Centre for Human Rights United Nations,
1993.
"Historia Social del Ecuador" - tomo III; Piedad Peña Herrera de Costales y Alfredo
Costales Samaniego, Quito, 1963.
1986.
28 de abril, 2010.- A mediados del mes de octubre de este año escribí un texto corto sobre
los trágico hechos de Bagua y sobre la contínua lucha de los pueblos indígenas de la
Amazonía y del Perú en defensa de sus tierras, sus recursos y su derecho a la vida. El
ensayo fue recogido por Servindi [http://www.servindi.org/] y recibió más difusión de la
que yo esperaba, algunas voces de apoyo y también algunos insultos que llegaron
directamente a mi correo electrónico universitario. Hace pocos días la Editorial Línea
Andina me solicitó una contribución adicional a un libro colectivo que están preparando
AIDESEP y CONACAMI. Acepto con gusto y humildad la invitación y me siento honrado
de poder expresar una cuantas ideas que puedan fomentar el entendimiento entre todos los
peruanos, la justicias social, la equidad cultural y la coexistencia pacífica y creativa de
todas las expresiones histórico-culturales del país.
El pillaje neo-liberal
El gran geógrafo inglés David Harvey ha afirmado que en esta etapa tardía del capitalismo
neo-liberal y global el proceso de acumulación del capital toma una nueva forma que él
denomina “accumulation by dispossession”, es decir acumulación por despojo o
acumulación por pillaje. La acumulación por despojo es el motor del neo-liberalismo que
aspira a mercantilizar todos los elementos de la naturaleza y del mundo e incluso del
universo: todos los recursos, tierras, aguas, aire, animales, plantas, minerales, paisajes y
sobre todo la gente pueden y deben ser mercantilizados. Es decir, tienen un precio y el
capital los puede tomar (no solamente comprarlos) y disponer de ellos para su propio
beneficio y ganancia.
Unos de los éxitos más obvios del colonialismo euro-americano impuesto a los pueblos
indígenas de todo el continente desde el siglo XVI, fue la construcción de un discurso
ideológico generalizado que logró enmascarar ante los ojos del mundo y de la historia el
verdadero holocausto de los pueblos originarios de las Américas. Durante los primeros cien
años de ocupación militar española el 95 por ciento de los indígenas de América
desapareció. La guerra convencional y bacteriológica sumada a la guerra ambiental o
ecológica lograron exterminar a los millones de pueblos indígenas que por milenios habían
prosperado en el continente y construído sofisticadas y complejas formas de civilización.
Los estudios recientes de demografía histórica empiezan a iluminar este período horroroso
de la expansión europea y el costo verdadero que la humanidad indígena tuvo que pagar
para el crecimiento desmedido de España, Europa y posteriormente Norte América.
Ningún texto de historia y muy pocas escuelas de pensamiento social convencional han
llamado estas masacres masivas de hombres, mujeres, niños, ancianos por su verdadero
nombre: genocidio. Si los más de 90 millones de muertos causados por la Segunda Guerra
Mundial merecen el trágico nombre de genocidio y los 6 o más millones de judíos
aniquilados por el nazi-fascismo son recordados como víctimas inocentes del holocausto,
nada comparable ha sido recordado, escrito, conmemorado para los 300 o más millones de
pueblos indios que murieron para enriquecer a las monarquías europeas y a las oligarquías
coloniales y neo-coloniales. El reiterado silencio de las intelectualidades nacionales sobre
este doloroso y sangriento comienzo de la vida de Occidente en América marca la sucesiva
sistemática alienación de las sociedades nacionales ante los propios pueblos indígenas que
lograron sobrevivir y coexistir con los nuevos amos.
Hacia mediados de los años de 1960 la antropología francesa introdujo el término etnocidio
para significar las políticas y prácticas de agresión y violencia de los estados y el sector
privado hacia los pueblos indígenas. Los barí de Colombia, cazados como animales, por los
colonos mestizos se volvieron el emblema de esta nueva tipología del neo-colonialismo. A
los barí le siguieron las revelaciones sobre el etnocidio de los guayakí de Paraguay, los
ñambikwara de Brasil y otros centenares de grupos indígenas de los que ni siquiera se
conocía la existencia afuera de los círculos de la antropología. Lo absurdo de todo este
movimiento inicial de la “antropología de rescate” es que no interesaba tanto la vida de los
indígenas cuanto el registro y documentación de sus culturas y lenguas en peligro de
extinción. No era suficiente que enteros pueblos indígenas fueran diezmados o
exterminados para que las comunidades nacionales, los gobiernos y los académicos
llamaran las cosas por su verdadero nombre: estábamos asistiendo pasivamente al
genocidio de pueblos enteros.
Nadie en nuestros países, y especialmente en Perú, quiere admitir que hay una corriente
subterránea permanente de políticas sistemáticas de genocidio de los pueblos indígenas. En
1967 yo mismo denuncié en la revista Amaru (Nº 3, julio-septiembre) que el gobierno de
Fernando Belaúnde Terry había mandado a aviones de la FAP a bombardear con bombas
incendiarias al pueblo matsés del alto Yaquerana. Para llevar adelante esta acción
civilizadora el gobierno “democrático” de Belaúnde pidió ayuda a la International
Petroleum Company para que sus ingenieros y técnicos estadounidense les enseñaran a los
militares peruanos como construir bombas incendiarias. Las populares bombas Napalm que
los EEUU estaban usando masivamente en Viet Nam. Los bombardeos fueron ejecutados
por la FAP con la ayuda logística de helicópteros de los EEUU especialmente traídos desde
Panamá.
¿Cómo llamar este evento? ¿Con cuáles hipócritas metáforas esconder esta barbarie? ¿Qué
más necesita hacer un gobierno, un estado nacional y sus empresarios a los pueblos
indígenas del amazonas para que la acusación de genocidio entre a formar parte del léxico
legal internacional y los gobiernos culpables de esta políticas sean responsabilizados?
La suma de estas políticas escandalosas de etno/genocidio llegó a repercutir tanto en la
opinión pública Europea que en 1981 la Fundación Bertrand Russell convocó al IV
Tribunal Internacional Bertrand Russell sobre los Derechos Humanos de los Pueblos
Indígenas. El Tribunal y su jurado internacional reunidos en Rotterdam (Holanda)
escucharon y revisaron una muestra de más de mil casos de formas deliberadas y
sistemáticas de etno/genocidio cometidos en contra de los pueblos indígenas de América
por los gobiernos y las empresas privadas. La condena moral del Tribunal Russell si bien
no causó molestia alguna a los gobiernos por lo menos sirvió para ampliar la conciencia en
un sector ilustrado de la opinión pública latinoamericana y fue capitalizada por algunas de
las organizaciones indígena y sus miembros.
Sin embargo la fuerza ideológica y mediática de los sucesivos gobiernos, el apoyo que
reciben del poder imperial tanto en armamentos como en sustentos ideológicos logran
mantener invisibles a las varias modalidades de agresiones y violencias sistemáticas en
contra de los pueblos y comunidades indígenas. Desde las matanzas a cargo de la policía y
el ejercito que ocurren en la selva central en los años 1964-65, luego en el Madre de Dios,
pasando por las masacres del senderismo/tupamarismo y del ejército en la década trágica
para desembocar en los miles de refugiados ashanínka, nomatsiguenga y otros pueblos
amazónicos obligados a abandonar sus territorios y exilarse en la pobreza más absoluta, la
historia reciente de la Amazonía manifiesta de manera inequívoca e irrebatible la estructura
política genocida del estado peruano en relación a los pueblos indígenas de la selva. Hay
una sola excepción a esta estructura política genocida, y como excepción confirma
precisamente la norma, se trata del período de pocos años de la revolución velasquista que
ofreció respiro político y legalidad a los pueblos y organizaciones indígenas de la
Amazonía para su adecuación a las nuevas embestidas del mercado neo-liberal.
Cabe preguntarse ¿Por qué el velasquismo fue una excepción? ¿Cómo explicarse que aun
dentro del marco “revolucionario” y popular del velasquismo la expansión a fierro y fuego
en pueblos y tierras amazónicas disminuyó e incluso hubo logros en la consolidación de
medidas legislativas de apoyo a los reclamos territoriales indígenas? La explicación de esta
aparente contradicción hay que buscarla en el desfase estructural de la economía peruana de
las décadas de los ’60 y ’70 en relación a las reformas de la economía liberal que se estaban
produciendo en los EEUU e Inglaterra y que culminaron con consolidación de la Escuela de
Economía de Chicago que dio nuevo impulso a la economía neo-clásica con el nombre y el
programa de neo-liberalismo.
¿Qué tiene que ver todo esto con los pueblos indígenas
“en esta fase del de la amazonía? Es aquí donde hay que retomar la
propuesta analítica de David Harvey y su tesis de que
capitalismo neo- en esta fase del capitalismo neo-liberal global el
liberal global el proceso de acumulación del capital se da a partir del
despojo o del pillaje de recursos, fuerza de trabajo y
proceso de hasta dinero que están todavía bajo relativo control de
algunas clases, grupos o, como en el caso de la
acumulación del Amazonía, de las nacionalidades/etnias indígenas. La
misma historia de la expansión nacional de las fronteras
capital se da a partir agroforestales y ahora minero/petroleras explica porque
el despojo se tiene que dar en los territorios de los
del despojo o del pueblos indígenas. ¿Adónde más puede el capital hacer
pillaje y saqueo? ¿Adonde están aún los bosques, las
pillaje de recursos, aguas, la riqueza biótica, los minerales, y
fuerza de trabajo y desafortunadamente el petróleo si no en la Amazonía
indígena? Este Perú de los territorios indígenas, que el
hasta dinero que Perú oficial, el Perú de la oligarquía en el poder, el Perú
de las corporaciones transnacionales, de los mal
están todavía bajo llamados acuerdos o tratados de libre comercio
considera como “colonias internas” que se pueden
relativo control de invadir, ocupar militarmente, someter, conquistar,
saquear. No nos olvidemos que fue Belaúnde quien
algunas clases, grupos acuñó la frase digna de Pizarro: “La conquista del Perú
o, como en el caso de por los peruanos” y que ahora este concepto de
imperialismo barato ha sufrido la metamorfosis del
la Amazonía, de las “perro del hortelano” en un alarde presidencial de
“profundo análisis histórico social”.
nacionalidades/etnias
Hay necesidad de disfrazar el despojo y las
indígenas” consiguientes muertes por inanición de los pueblos
saqueados, con un aparataje legalista que pueda ser
digerido por la opinión pública urbana y por las
entidades financieras multilaterales. En esto la post-democracia peruana ha avanzado
mucho a partir de las enseñanzas y de las prácticas políticas de los EEUU. Todo robo, todo
saqueo, toda ocupación territorial, toda incautación de bienes y finalmente toda violencia
armada tiene que estar respaldada por una o más leyes. No hace falta remontarse a Marx
para darse cuenta que las leyes –aún las que aprueban a carpetazo los congresistas
diligentemente elegidos por el pueblo- constituyen simplemente el plan programático para
ejecutar el robo con una apariencia de civilidad. Es decir que es importante para los
gobernantes del neo-liberalismo guardar un cierto estilo de conducta pública que los
distancie de los narcotraficantes y del estereotipo del dictador de las república bananeras.
Sin embargo los resultados son los mismos: los pueblos indígenas son depredados de tierras
que han ocupado por milenios y recursos con los que han convivido de manera productiva y
reproductiva desde tiempos inmemoriales. ¿Quiénes han domesticado la totalidad de las
plantas comestibles y de uso de la Amazonía andina y de la selva baja? ¿Quiénes han
creado y recreado el paisaje civilizado del bosque amazónico que durante milenios fue
capaz de sustentar la vida de millones –no miles sino millones- de personas? No fueron
ciertamente los europeos ni los ciudadanos criollos de la republica oligárquica
decimonónica y contemporánea expertos sólo en la devastación del bosque, en el
depredación de los animales, en la contaminación de las aguas y en el ultraje permanente de
los pueblos amazónicos.
¿Qué hacer?
Desde los años ’70 los pueblos indígenas de la Amazonía -las Comunidades Nativas- han
irrumpido de manera incontenible en el escenario social, político y cultural nacional. Los
pueblos indígenas de la Amazonía han entrado de lleno al Perú adormecido y embaucado
por el consumismo de baratijas, por la desesperanza, por el desengaño cíclico de los
partidos, y por la inequívoca certeza de que el sistema todo es corrupto e irremplazable. Los
pueblos indígenas amazónicos organizados son un testimonio permanente de que ellos
también son parte del Perú martirizado por los horrores de la amarga, mentecata e inútil
década de violencia. Creo que la gran y monumental enseñanza que los pueblos indígenas
de la Amazonía nos están dando es que se organizan y reorganizan, prescinden de los
partidos, no se dejan seducir por ideologías y prácticas políticas generadas al exterior de sus
trayectorias histórico-culturales y menos se han dejado embaucar por la retórica del
desarrollismo y modernización que durante varias décadas han sido el disfraz del proyecto
del capitalismo global.
Mientras la clase obrera está siendo dividida y desarticulada por un modelo de producción
industrial (e incluso minera) fragmentado que obstaculiza las formas tradicionales de lucha
sindical; mientras el desempleo y subempleo urbano aumenta vertiginosamente; y mientras
el campesinado indígena y mestizo ha sido arrinconado a modalidades productivas poco
rentables en un mercado competitivo desventajoso frente a las agroindustrias de alta
tecnología y concentración de capital; los pueblos indígenas de la Amazonía, en cambio,
han logrado mantener un cierto grado de autonomía y desvinculación del mercado
capitalista apoyándose en la reconstitución y reforzamiento de sus economías sociales (las
economías mixtas de subsistencia).
No hay fórmulas políticas ni recetas culturales para compartir con los pueblos indígenas
que se enfrentan a renovadas formas de opresión y violencia de estado, a las políticas
genocidas ocultadas debajo de la retórica de la modernización y el desarrollo. Y si las
hubiera serían fruto de la misma experiencia histórica de cada pueblo oprimido. Nosotros
(yo) somos testigos, la mayoría de las veces lejanos y ausentes, que compartimos los
sufrimientos y la rabia de los pueblos amazónicos e intentamos desenmarañar los engaños,
las trampas, y el proyecto delincuente de esta vieja y nueva empresa colonialista llamada
desarrollo y modernidad. La resistencia de los indígenas a la opresión y al exterminio sutil
o abierto organizado por el estado y sus amos nacionales o transnacionales tiene una larga
historia que se remonta al siglo XVI. Poco hay que enseñarles a los awajún, por ejemplo,
que ya en el siglo XVII expulsaron a los españoles de sus territorios o a los asháninka que
le cerraron las entradas a la selva central a los españoles y peruanos desde 1742 hasta 1848.
Qué se le puede ofrecer en el campo de la organización etno-política a los yanesha que
empezaron a organizarse para le defensa de sus tierras en 1967. Lo único que nosotros (yo)
en solidaridad les ofrecería es el relato de sus historias de autonomía y resistencia, el
compendio de siglos de oposición a ser sometidos, la memoria profunda de sus proyectos
sociales y culturales utópicos que algunos de nosotros, fuereños indiscretos, llegamos a
vislumbrar y comprender al calor de su hospitalidad.