Anda di halaman 1dari 22

¿Democracia Delegativa?

Guillermo O'Donnell, workpaper Nº 172, Kellog Institute, marzo del 1992.

En este texto describo un "nuevo animal", un tipo de las democracias existentes que hasta el
momento no ha sido teorizado. Como a menudo sucede, no son pocas las semejanzas de esta
especie con otras ya identificadas. No obstante, creo que las diferencias son suficientemente
significativas para justificar el intento que aquí realizo. El trazado de límites más nítidos entre estos
y otros tipos de democracia depende de investigaciones empíricas y de un trabajo analítico más
refinados que los que en estos momentos puedo emprender. Pero si realmente se trata de un nuevo
animal (y no un miembro de un género ya identificado, o una forma tan elusiva que no merece ser
conceptualizada), puede valer la pena explorar sus principales rasgos.
Algunos autores que han trabajado sobre la transición y consolidación democráticas han
insistido en que, como sería errado suponer que todos estos procesos desembocan en el mismo
resultado, necesitamos una tipología de las democracias. Se han hecho valiosos esfuerzos en este
sentido, centrados en las consecuencias, en términos de tipos de democracia y orientaciones de
políticas públicas, de distintas vías de democratización. Mis actuales investigaciones sugieren, sin
embargo, que los factores más decisivos y permanentes en la generación de diversos tipos de
democracia no están relacionados con las características de los regímenes autoritarios precedentes
ni con el proceso de transición. Por el contrario, creo que debemos concentrar la atención en
diversos factores históricos de largo plazo y en la severidad de los problemas socioeconómicos
heredados por los nuevos gobiernos democráticos.
Los principales puntos de mis argumentos son: 1) las actuales teorías y tipologías de la
democracia tienen como referente empírico a la democracia representativa, de acuerdo con las
características que ésta adopta, con todas sus variaciones y subtipos, en los países capitalistas
altamente desarrollados; 2) algunas de las nuevas democracias (la Argentina, Brasil, Perú, Ecuador,
Bolivia, Filipinas, Corea y varios países poscomunistas) son democracias, en el sentido de que
cumplen los criterios que propone Robert Dahl para definir la poliarquía (ver Anexo I al final del
presente artículo); 3) pero estas democracias no son -ni parecen encaminadas a ser- democracias
representativas; ellas presentan características que me inducen a llamarlas democracias delegativas
(DD); 4) aunque no son democracias consolidadas (es decir, institucionalizadas), las DD pueden ser
duraderas -en la mayoría de los casos no se vislumbran ni una amenaza inminente de regresión al
autoritarismo ni avances hacia la democracia representativa-; 5) es posible detectar una importante
interacción: la profunda crisis social y económica que heredó la mayor parte de estos países de sus
predecesores autoritarios, refuerza ciertas prácticas y concepciones acerca del ejercicio de la
autoridad política, que son más consonantes con la democracia delegativa que con la representativa.
Las siguientes consideraciones fundamentan el argumento que acabo de presentar:
A) La instalación de un gobierno democráticamente electo abre el camino de una "segunda
transición", a menudo más larga y compleja que la primera transición desde el régimen
autoritario.
B) En esta segunda transición se parte de un gobierno democráticamente electo y se llega a
un régimen democrático institucionalizado o, equivalentemente según la mayor parte de
la literatura actual, consolidado.
C) Nada garantiza, sin embargo, que se lleve a cabo está segunda transición. Las nuevas
democracias pueden regresar al gobierno autoritario o pueden permanecer en una
situación frágil e incierta. Esta situación puede prolongarse sin que se abran vías que
conduzcan a tipos altamente institucionalizados de democracia.
D) El elemento crucial que determina el éxito de la segunda transición es la construcción y
el fortalecimiento de diversas instituciones que se convierten en nudos de decisión
importantes dentro del proceso de circulación del poder político.
E) Para alcanzar ese resultado, las medidas de gobierno y las estrategias políticas de varios
agentes deben reconocer un interés superior y compartido en la construcción y
fortalecimiento de las instituciones democráticas. Los casos en este sentido exitosos han
contado con una importante coalición de líderes políticos ampliamente apoyados por la
población, que dedicaron especial cuidado a la creación y el fortalecimiento de las
instituciones políticas democráticas. A su vez, estas instituciones han contribuido
positivamente a encarar los problemas sociales y económicos heredados del régimen
autoritario. Son los casos de España, Portugal (aunque no de forma inmediata), el
Uruguay y Chile.
F) En contraste, los casos de democracia delegativa no han mostrado progresos
institucionales ni han sido muy efectivos en el tratamiento de sus respectivas crisis
sociales y económicas.

Antes de profundizar en estos temas, debo explicar con mayores precisiones lo que entiendo
por instituciones e institucionalización; ello hará más nítidas las pautas que no se desarrollan en una
democracia delegativa.

Sobre instituciones

Las instituciones son pautas regularizadas de interacción que son conocidas, practicadas y
regularmente aceptadas (aunque no necesariamente aprobadas normativamente) por agentes
sociales que mantienen las expectativa de seguir interactuando conforme a las reglas y normas
-formales e informales- que rigen esas pautas. A veces, pero no necesariamente, las instituciones
llegan a ser organizaciones formales: se materializan en edificios, sellos, rituales y cargos que
autorizan a quienes los ocupan a hablar "en nombre de" las organizaciones.
En este trabajo me interesa un subconjunto: las instituciones democráticas. Su definición es
elusiva, de modo que delimitaré el concepto por medio de aproximaciones sucesivas. Por empezar
las instituciones democráticas son instituciones políticas. Tienen una relación reconocible y directa
con los principales temas de la política: la elaboración de las decisiones gubernamentales
obligatorias dentro de un territorio dado, los canales de acceso a los roles decisorios y la formación
de los intereses e identidades que demandan ese acceso. Las fronteras que separan lo que es de lo
que no es una institución política son difusas y varían a lo largo del tiempo y según los países.
Necesitamos una segunda aproximación. Algunas instituciones políticas son organizaciones
formales que integran la red constitucional de una poliarquía: éstas incluyen el Congreso, los
tribunales y los partidos políticos. Otras, como las elecciones regulares, se materializan de forma
intermitente pero no son menos indispensables. El principal interrogante referido a estas
instituciones es cómo funcionan: ¿son instancias decisorias realmente importantes dentro del
proceso de circulación del poder, de influencias y de adopción de políticas públicas? Si no lo son,
¿cuáles son las consecuencias para el proceso político global?
Otros factores indispensables para el funcionamiento de la democracia en las sociedades
contemporáneas -factores que conciernen la formación y representación de las identidades y los
intereses colectivos- pueden o no estar institucionalizados o pueden ser operativos sólo para una
parte de los sectores potencialmente relevantes. En las democracias representativas, esas pautas se
hallan explícitamente institucionalizadas y, desde el punto de vista organizacional, se materializan
en arreglos pluralistas o neocorporativistas.
Algunas características de un sistema institucional operativo son:
1. Las instituciones incorporan y excluyen. Ellas determinan qué agentes, sobre la base de qué
recursos, demandas y procedimientos, se aceptan como voces válidas en sus procesos de
elaboración e implementación de decisiones. Estos criterios son necesariamente selectivos: se
amoldan (y favorecen) a algunos agentes, inducen a otros a readaptarse o por varias razones
pueden ser imposibles de cumplir o simplemente inaceptables aun para otros actores. El alcance
de una institución es el grado en que incorpora y excluye al conjunto de agentes potencialmente
relevantes.
2. Las instituciones establecen las probabilidades de distribución de sus resultados. Como Adam
Przeworski ha señalado, las instituciones "procesan" sólo ciertos actores y recursos, y lo hacen
conforme a las reglas que ellas mismas establecen. Ello influye fuertemente sobre el espectro de
resultados posibles y las probabilidades de ocurrencia de cada uno de ellos. Las instituciones
democráticas, por ejemplo, excluyen el uso o la amenaza de la fuerza y los resultados que estos
generarían. Por otro lado, el subconjunto de las instituciones democráticas basadas en la
universalidad del voto, no es muy útil para procesar la intensidad de las preferencias. Las
instituciones de representación de intereses son más adecuadas para procesar la intensidad de las
preferencias, aunque lo hacen a expensas de la universalidad del voto y la ciudadanía y, muchas
veces, de la democraticidad de sus procesos decisorios.
3. Las instituciones tienden a agregar y a estabilizar la agregación de los niveles de acción y
organización de los agentes que interactúan con ellas. Las reglas establecidas por las
instituciones influyen en las decisiones estratégicas que los agentes adoptan en relación con el
grado de agregación que les resulta más eficaz en función de las probabilidades de un resultado
favorable. Las instituciones, o más bien, las personas que ocupan los roles decisorios dentro de
ellas, tienen limitada capacidad para procesar la información y concentrar su atención. En
consecuencias, esas personas prefieren interactuar con relativamente pocos agentes y tratar
pocos temas por vez. Esta tendencia a la agregación es otra razón a favor del aspecto excluyente
de toda institución.
4. Las instituciones inducen pautas de representación. Por las mismas razones, las instituciones
favorecen la transformación de muchas voces potenciales en unas pocas a las que aceptan como
representativas. La representación implica, por un lado, el reconocimiento del derecho de
algunos -los representantes- de hablar en nombre de los que dicen representar y, por otro lado, la
capacidad de los representantes de lograr que los representados concuerden habitualmente con
lo que aquéllos deciden. En tanto esta capacidad es demostrada y los actores respetan las reglas
del juego, quienes deciden por las instituciones y esos mismos actores suelen adquirir un
importante interés en la prolongación de su coexistencia como tales agentes en interacción.
5. Las instituciones estabilizan a los agentes/representantes y sus expectativas. Los
representantes y líderes institucionales llegan a esperar una gama relativamente estrecha de
comportamientos por parte del conjunto de actores con quienes tienen la expectativa de volver a
encontrarse en la próxima ronda de interacción. A algunos agentes puede no gustarle el
estrechamiento de la gama de comportamientos admisibles, pero prevén que desviarse de esas
expectativas puede ser contraproducentes para sus propios intereses. Entonces se puede decir
que una institución (probablemente ya convertida en una organización formal) es "fuerte". La
institución está en equilibrio; a nadie le interesa cambiarla, a menos que el cambio se produzca
de forma incremental y básicamente consensuada,
6. Las instituciones alargan los horizontes de tiempo de los actores. La estabilización de los
agentes y las expectativas incluyen una dimensión temporal: se espera que las interacciones
institucionalizadas se mantengan en el futuro con el mismo grupo de agentes (o con un grupo en
lento y previsible cambio). Esto, junto con un alto nivel de agregación de la representación y de
control de los electorados, es la base de la "cooperación competitiva" que caracteriza a las
democracias institucionalizadas: los dilemas de prisionero1 se pueden resolver, se facilita la
negociación (incluido el logrolling), resultan factibles distintos tipos de trade-off a lo largo del
tiempo y el tratamiento secuencial de los temas hace posible manejar una agenda de decisiones
de otro modo excesivamente cargada. El establecimiento de este tipo de prácticas refuerza la
disposición de todos los agentes relevantes a reconocerse unos a otros como interlocutores
válidos y acentúa el valor que asignan a la institución que organiza sus interrelaciones. Este
1
"Dilema del prisionero" es una situación en la que, aun cuando a todos los agentes involucrados les
convendría cooperar entre sí, cada uno encuentra que lo racional, independientemente de lo que decidan
los demás, es no cooperar. En este sentido, las instituciones, pueden ser vistas como invenciones sociales
que sirven para hacer de la cooperación la preferencia racional.
círculo virtuoso se completa cuando la mayor parte de las instituciones democráticas logra no
sólo un alcance y un vigor razonables sino también un gran densidad de interrelaciones
múltiples y estabilizadas. Esto hace de esas instituciones nudos decisorios importantes en el
proceso político global.; es entonces que emerge una democracia consolidada, propiamente
institucionalizada.

Para recapitular lo que acabo de decir: en el funcionamiento de las sociedades complejas


contemporáneas, las instituciones democráticas proveen un nivel crucial de mediación entre, por un
lado, los factores estructurales y, por el otro, no sólo los individuos sino también los diversos
agrupamientos por medio de los cuales la sociedad organiza sus múltiples intereses e identidades.
Este nivel intermedio -es decir, institucional- tiene un importante impacto sobre las pautas de
organización de la sociedad, facilitando la representación de algunos participantes en el proceso
político y excluyendo a otros. La institucionalización indudablemente implica pesados costos; no
solo la exclusión sino también la recurrente, y dolorosamente real, pesadilla de la burocratización y
el tedio. La alternativa, sin embargo, sumerge a la vida social y política en el infierno de un colosal
dilema de prisionero.
Ésta es, por supuesto, una descripción típico-ideal, pero me parece útil para esbozar, por
medio del contraste, las peculiaridades de una situación en la que diversas instituciones
democráticas son muy débiles. Una democracia no institucionalizada se caracteriza por el poco
alcance, la debilidad y la baja densidad de las instituciones políticas existentes. El lugar de esas
instituciones queda ocupado por otras prácticas no formalizadas pero firmemente afirmadas -el
clientelismo, el patrimonialismo y la corrupción-.

Hacia una caracterización de la democracia delegativa

Las democracias delegativas se basan en la premisa de que la persona que gana la elección
presidencial está autorizada a gobernar como él o ella crea conveniente, sólo restringida por
la cruda realidad de las relaciones de poder existentes y por la limitación constitucional del
término de su mandato. El presidente es considerado la encarnación de la nación y el principal
definidor y guardián de sus intereses. Las medidas de gobierno no necesitan guardar ningún
parecido con las promesas de su campaña: ¿acaso no fue el presidente autorizado a gobernar como
él creía mejor?. Puesto que se supone que esta figura paternal ha de tomar a su cuidado el conjunto
de la nación, su base política debe ser un movimiento, la superación vibrante del faccionalismo y
los conflictos asociados con los partidos. Típicamente en las DD, los candidatos presidenciales
victoriosos se ven a sí mismos como figuras por encima de los partidos políticos y de los intereses
organizados. ¿Cómo podría ser de otra forma tratándose de alguien que se dice, y se cree, la síntesis
del conjunto de la nación?. Desde esta perspectiva, otras instituciones -los tribunales y las
legislaturas, entre otras- son sólo estorbos que desgraciadamente acompañan a las ventajas
domésticas e internacionales resultantes de ser un presidente democráticamente elegido. La
accountability 2ante estas instituciones es vista como un mero impedimento de la plena autoridad
que se ha delegado al presidente.
La democracia delegativa no es ajena a la tradición democrática. En realidad es más
democrática, pero menos liberal, que la democracia representativa. La DD es fuertemente
mayoritaria. Consiste en producir, por medio de elecciones limpias, una mayoría que autoriza a
alguien a convertirse, por un cierto número de años, en la exclusiva corporización e intérprete de los
más altos intereses de la nación. Con frecuencia, las DD recurren a mecanismos como el ballottage
si en la primera rueda de elecciones no llegó a conformarse una mayoría; es necesario construir esta
mayoría para respaldar el mito de la delegación legítima. Asimismo, la DD es fuertemente
individualista, pero en un sentido más hobbsiano que lo lockeano: se supone que los votantes
2
Es la idea de que los gobernantes están sujetos a la obligación de rendir cuentas de su gestión y
responsabilizarse legal y políticamente por ella, no sólo en el momento de las elecciones sino
continuamente, frente a diversas organizaciones sociales y públicas. La carencia de una palabra que
designe este concepto, es todo un símbolo.
eligen, independientemente de sus identidades y afiliaciones, el individuo más adecuado para
asumir la principal, si no exclusiva, responsabilidad por el destino del país. Las elecciones en las
DD son un acontecimiento sumamente emotivo, en el cual las apuestas son muy altas: los
candidatos compiten por la oportunidad de gobernar virtualmente exentos de todo tipo de
restricción salvo las impuestas por relaciones de poder desnudas, no institucionalizadas. Luego de la
elección se espera que los votantes/delegadores vuelvan a ser una audiencia pasiva pero
complaciente de lo que hace el presidente.
El extremo individualismo que constituye al poder ejecutivo se combina con el organicismo
del Leviatán. La nación y su expresión política "autentica", el líder y su "Movimiento", se postulan
como organismos vivientes.3 El líder tiene que guiar a la nación uniendo sus fragmentos dispersos
en un todo armonioso. Puesto que el cuerpo político está atomizado y que las voces existentes sólo
reproducen esta fragmentación, la delegación incluye el derecho (y el deber) del presidente de
administrar los amargos remedios que recompondrán la salud de la nación. Desde este punto de
vista parece obvio que sólo la cabeza sabe realmente lo que se debe hacer: El presidente y sus
colaboradores cercanos son el alfa y el omega de la política. Pero algunos de los problemas de la
nación sólo pueden resolverse usando criterios altamente técnicos. Los "técnicos", especialmente en
materia económica, deben ser políticamente protegidos por el presidente contra las múltiples
resistencias de la sociedad. Mientras tanto, es "obvio" que esas resistencias -provengan del
Congreso, de los partidos políticos, de los grupos de interés o simplemente de la calle- se deben
ignorar. El discurso organicista rima poco con los áridos argumentos de los tecnócratas y se
consuma entonces el mito de la delegación: el presidente se aísla de la mayoría de las instituciones
políticas y los intereses organizados y carga solo con la responsabilidad por los éxitos y fracasos de
"sus" medidas.
Esta curiosa mezcla de concepciones organicistas y tecnocráticas también estuvo presente en
los recientes Autoritarismos Burocráticos (BA).4 Si bien el lenguaje (aunque no las metáforas
organicistas) era diferente, estas concepciones también dominaron los sistemas comunistas. Pero
hay importantes diferencias entre ambos sistemas y las DD. En las DD, los partidos, el Congreso y
la prensa son normalmente libres para expresar sus críticas. En ocasiones los tribunales, recurriendo
a argumentos que habitualmente el Ejecutivo denuesta por "legalistas y formalistas", bloquean las
medidas inconstitucionales. Las asociaciones de trabajadores y capitalistas suelen quejarse en voz
alta. A veces, el partido ( o la coalición) que eligió al presidente se desespera por la pérdida de
popularidad del gobierno y niega apoyo parlamentario a las medidas que el presidente quiere
imponerle. Esto aumenta el aislamiento político del presidente, sus dificultades para formar una
coalición legislativa estable y su tendencia a soslayar, ignorar o corromper al Congreso y las demás
instituciones.
Es necesario ahora analizar lo que diferencia la democracia representativa de su prima
delegativa. La representación incluye necesariamente un elemento de delegación: por medio de
cierto procedimiento, una colectividad autoriza a ciertos individuos a hablar por ella y, con ciertas
salvedades, se compromete a aceptar lo que decida el representante. En consecuencia, la
representación y la delegación no son oposiciones polares; no siempre es fácil realizar un corte
claro entre el tipo de democracia que se organiza alrededor de la "delegación representativa" y el
tipo en que el elemento delegativo eclipsa al representativo.
La representación implica accountability: de alguna manera el representante es responsable
por sus acciones ante quienes lo autorizaron a hablar en su nombre. En las democracias
institucionalizadas, la accountability no es sólo vertical (es decir, la implicada en el hecho de que
periódicamente los gobernantes deben rendir cuentas ante las urnas) sino también horizontal. Ella
3
Giorgio Alberti ha insistido en la importancia del movimientismo como un rasgo dominante de la política de
muchos países latinoamericanos.
4
O'Donnell definió como Estado Burocrático Autoritario (BA), a la forma que adoptó el Estado en Argentina
durante el período 1966-1973, tema que tuvo ulteriores desarrollos en distintos libros y artículos, que
ampliaron el análisis a los países de la región y a la experiencia de las distintas dictaduras que azotaron la
región en las décadas de los setenta y ochenta. 1966-1973. El Estado burocrático-autoritario, Buenos Aires,
Editorial Belgrano
opera mediante una red de poderes relativamente autónomos (es decir, instituciones) que pueden
examinar y cuestionar y, de ser necesario, sancionar actos irregulares cometidos durante el
desempeño de los cargos públicos. La representación y la accountability conforman la dimensión
republicana de la democracia: La existencia y vigencia de una clara distinción entre los intereses
públicos y privados de los funcionarios. La accountability vertical, junto con la libertad de formar
partidos y tratar de influir sobre la opinión pública, forma parte tanto de la democracia
representativa como de la delegativa. Pero la accountability horizontal característica de la
democracia representativa no existe o es extremadamente débil en las democracias delegativas. Más
aún, puesto que los presidentes delegativos ven a las instituciones que efectivizan la accountability
horizontal como impedimentos contra su "misión", hacen persistentes esfuerzos por trabar su
funcionamiento.
Adviértase que lo que importa no son sólo los valores y las creencias de los funcionarios
(electos o no), sino también el hecho de que estén insertos en una red de relaciones de poder
institucionalizadas. Como es posible activar esas relaciones para imponerles sanciones, los actores
políticos racionales calculan los costos probables de seguir un curso de acción inapropiado para el
cargo público que ocupan. Por supuesto, el funcionamiento de esta red deja bastante que desear aun
en las democracias representativas. Con todo, parece claro que los códigos de conducta
republicanos son más efectivos para moldear el comportamiento de los actores relevantes en
aquellas democracias que en las delegativas.
Como las medidas gubernativas tienen que atravesar una serie de poderes relativamente
autónomos, el proceso decisorio en las democracias representativas tiende a ser lento e incremental.
Pero, por la misma razón, esas medidas generalmente quedan vacunadas contra grandes errores y
cuentan con una probabilidad relativamente alta ser implementadas; por añadidura, la
responsabilidad por los errores tiende a ser ampliamente compartida. Por su lado, como señalé, la
DD presupone una institucionalización débil y, en el mejor de los casos, es indiferente en cuanto a
su fortalecimiento. La DD confiere al presidente la aparente ventaja de estar prácticamente exento
de la accountability horizontal. La DD tiene también la aparente ventaja de facilitar un proceso
decisorio rápido, aunque al costo de aumentar las probabilidades de que se cometan errores
groseros, multiplicar las incertidumbres que rodean la implementación de las decisiones y
concentrar en el presidente la responsabilidad por los resultados. No es sorprendente que la
popularidad de los presidentes de las DD tienda a sufrir reveses tan serios como súbitos: un día se
los aclama como salvadores providenciales y el siguiente se los execra como dioses caídos.
Se deban a la cultura, a la tradición o al aprendizaje históricamente estructurado, las
tendencias plebiscitarias de la democracia delegativa son reconocibles en la mayoría de los países
de América Latina (y en muchos de Europa Oriental, Asia y África) desde mucho antes de las
actuales crisis sociales y económicas. A este tipo de mando se lo ha analizado como un capítulo
dentro del estudio del autoritarismo, bajo las denominaciones de cesarismo, caudillismo, populismo
y otras por el estilo. Pero también se lo debería estudiar como un tipo peculiar de democracia que,
aunque algunas de sus caracterisaticas se superponen con las de esas formas autoritarias, no deja por
ello de ser una poliarquía. Por otro lado, a pesar de que pertenece al genus democrático, la DD
difícilmente puede ser menos compatible con la construcción y el fortalecimiento de las
instituciones políticas democráticas.

Comparaciones con el pasado

La gran ola de democratizaciones previa a la que actualmente presenciamos se produjo


después de la Segunda Guerra Mundial como una imposición de los Aliados sobre los derrotados
Alemania, Italia y Japón (y, con algunas salvedades, Austria). Las condiciones resultantes fueron
considerablemente diferentes de las que hoy enfrentan los países latinoamericanos y poscomunistas:
1) como secuela de la destrucción de los tiempos de guerra, las expectativas económicas de la
población probablemente fueran muy moderadas; 2) hubo inyecciones masivas de capital, principal
pero no exclusivamente (por ejemplo la condonación de la deuda externa de Alemania), por medio
del plan Marshall; 3) como consecuencia, y con la contribución de una economía mundial en
expansión, las viejas potencias del Eje pronto alcanzaron veloces tasas de crecimiento económico.
Éstos no fueron los únicos factores en juego, pero contribuyeron considerablemente a la
consolidación de la democracia en esos países. Asimismo, estos factores contribuyeron a la
estabilidad de esos regímenes y de las coaliciones que los sustentaron: pasaron casi veinte años
antes de que cambiara el partido de gobierno en Alemania y los partidos dominantes de Italia y
Japón lo siguieron siendo durante casi medio siglo.
En contraste, en las transiciones de las décadas del setenta y el ochenta, reflejando el
contexto mucho menos hospitalario en que se llevaron a cabo, la victoria en la primera elección
luego de la caída del régimen autoritario casi garantizó la derrota, si no la desaparición, en la
segunda. Así ocurrió en España, Portugal, Grecia, la Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Perú, el
Uruguay, Corea y Filipinas. Pero esta pauta aparece junto con importantes variaciones en el
desempeño social y económico de los nuevos gobiernos. La mayoría de estos países heredaron
serias dificultades socioeconómicas de sus respectivos regímenes autoritarios y se vieron
gravemente afectados por los problemas económicos mundiales de la década del setenta y
principios de la del ochenta, incluyendo por cierto los impactos de la deuda externa. En casi todos
ellos los problemas socioeconómicos alcanzaron proporciones críticas y parecieron requerir la
adopción de drásticas medidas por parte del gobierno. Incluso, por serios que hayan sido, los
problemas económicos en Europa del sur durante la década del setenta parecen minúsculos cuando
se los compara con los que asolaron a las nuevas democracias de América latina y Europa Oriental
(Chile es una excepción parcial). Altísimas tasas de inflación, estancamiento económico, severa
crisis financiera del Estado, una enorme deuda pública externa y doméstica, creciente desigualdad y
pobreza y un agudo deterioro de las políticas sociales son todos aspectos de esta crisis.
De nuevo, sin embargo, surgen importantes diferencias entre los países latinoamericanos.
Durante el primer gobierno democrático, con la presidencia de Sanguinetti, la economía uruguaya
funcionó bastante bien: la tasa de inflación anual descendió de tres a dos dígitos y el PBI, las
inversiones y los salarios reales registraron crecimientos graduales. El gobierno implementó
medidas económicas incrementales, la mayoría de ellas negociadas con el Congreso y los
principales intereses organizados. Chile con la presidencia de Aylwin siguió el mismo camino. En
contraste, la Argentina, Brasil y Perú optaron por drásticos y sorpresivos "paquetes" de
estabilización: el Plan Austral en la Argentina, el Plan Cruzado en Brasil y el plan Inti en Perú.5
Estos "paquetes" fueron desastrosos. No solucionaron ninguno de los problemas heredados;
más bien, es difícil encontrar alguno que no haya empeorado. No está claro si esos programas
estaban intrínsecamente mal concebidos, si padecían defectos corregibles o si eran acertados, pero
fueron estropeados por factores políticos "exógenos". Esto hace del Uruguay -un país que heredó
del régimen autoritario una situación que era tan mala como la de Argentina o Brasil- un caso muy
interesante. ¿Por qué el gobierno Uruguayo no adoptó también su propio paquete de estabilización,
especialmente durante la euforia que siguió a las primeras fases de los planes Austral y Cruzado?
¿Fue porque el presidente Sanguinetti y sus colaboradores eran más inteligentes o estaban mejor
informados que sus colegas argentinos, brasileños y peruanos? Probablemente no. La diferencia es
que Uruguay es un caso de redemocratización, donde, apenas restaurada la democracia, el Congreso
comenzó a funcionar con efectividad. Enfrentando a un legislatura fuertemente institucionalizada, a
una serie de restricciones constitucionales y prácticas arraigadas históricamente, ningún presidente
uruguayo podría haber decretado un paquete de estabilización drástico. En el Uruguay, para
sancionar muchas de la medidas típicas de esos paquetes, el presidente debe pasar por el Congreso.
Y pasar por el congreso significa tener que negociar, no sólo con los partidos y los legisladores,
sino también con varios intereses organizados. En consecuencia, en contra de las probables
preferencias de algunos de sus miembros más importantes, las políticas económicas del gobierno
5
Bolivia también implementó este tipo de paquete de estabilización en la década del ochenta. Aunque este
programa -más cercano que los anteriores a las prescripciones de las organizaciones financieras
internacionales- ha sido elogiado por su éxito en términos de control de la inflación, el PBI y las inversiones
siguieron anémicos. Por otra parte, la brutalidad con que se suprimieron las manifestaciones obreras en
contra del programa difícilmente quepa dentro de las categorías de la democracia.
uruguayo estuvieron "condenadas" a ser incrementales y limitarse a metas bastante modestas.
Observando al Uruguay -y más recientemente a Chile- se reconoce la diferencia que existe entre
tener y no tener una red de poderes institucionalizados que haga de trama del proceso político. O,
para decirlo de otra manera, la diferencia entre una democracia representativa y una delegativa.

El ciclo de la crisis

En este acápite me ocuparé de algunos casos sudamericanos de democracia delegativa: la


Argentina, Brasil y Perú. No hace falta insistir en la profundidad de la crisis que estos países
heredaron de sus respectivos gobiernos autoritarios. Esta crisis genera un fuerte sentido de urgencia
y ofrece un fértil terreno para el cultivo de las propensiones delegativas que pueden existir. Los
problemas y las demandan se disparan ante los inexpertos gobiernos de las nuevas democracias, que
deben arreglárselas con una burocracia débil y desarticulada (cuando no desleal). Los presidentes
son elegidos luego de prometer que -situados por encina de partidos e intereses, fuertes y corajudos-
salvarán al país. El suyo es el gobierno de salvadores de la patria. Esto conduce a un estilo mágico
de hacer política: el "mandato" delegativo supuestamente conferido por la mayoría, una firme
voluntad política y el conocimiento técnico deberían bastar para que el salvador cumpla su misión:
los "paquetes" se deducen como un corolario.
Cuanto más prolongada y profunda es la crisis y cuanto menor es la expectativa de que el
gobierno podrá paliarla, más racional resulta para todos los involucrados actuar: 1) de un modo
altamente desagregado, especialmente en relación con las agencias estatales que pueden contribuir a
aliviar las consecuencias de la crisis para un grupo o sector específico (de esta manera debilitando y
corrompiendo aún más el aparato estatal); 2) con horizontes de tiempo extremadamente cortos, y 3)
con la suposición de que todos los demás harán lo mismo. En pocas palabras, queda montada una
lucha generalizada por conseguir ventajas de corto plazo. Este dilema de prisionero es exactamente
lo opuesto de las condiciones que contribuyen a fortalecer las instituciones democráticas por un
lado y a encontrar vías razonablemente efectivas de encarar los problemas nacionales más
acuciantes.
Una vez disipadas las esperanzas iniciales y fracasados los primeros paquetes, el descrédito
de la política, los políticos y el gobierno se generaliza. Si pretende conservar parte del apoyo
popular, estos gobiernos deben controlar la inflación y al mismo tiempo implementar políticas
sociales que demuestren que, aun cuando no pueden resolver inmediatamente la mayoría de los
problemas existentes, al menos no se desentienden de la situación de los pobres y (políticamente
más importante) de los segmentos recientemente empobrecidos de las clases medias. Por menor que
sea, éste es un imperativo muy exigente; las dos metas son extremadamente difíciles de reconciliar,
al menos en el corto plazo, y para estos gobiernos poco más que el corto plazo importa.
Todos los gobiernos quieren conservar un mayoritario apoyo popular y casi siempre los
políticos quieren ser reelectos. Sólo si los dilemas recién descriptos pudieran ser resueltos dentro
del breve plazo de un mandato presidencial el éxito en las urnas sería un triunfo en lugar de una
condena. ¿Cómo ganar una elección y cómo, una vez electo, gobernar en este tipo se situación? La
respuesta más obvia -y destructiva en términos de la construcción de la confianza pública necesaria
para la consolidación de la democracia- es diciendo una cosa durante la campaña y haciendo lo
contrario una vez en el gobierno. Por supuesto, las democracias institucionalizadas no son
enteramente inmunes a esta trampa, pero las consecuencias son más devastadoras cuando las
instituciones son pocas y débiles y una profunda crisis socioeconómica afecta a la población. Los
presidentes de la Argentina, Bolivia, Ecuador y Perú ganaron las elecciones prometiendo una
política económica expansionista y una larga lista de buenas cosas anexas, sólo para lanzar severos
paquetes de estabilización al poco tiempo de asumidos sus cargos. Sean cuales fueren las ventajas
de estas medidas para un país en un momento dado, su sorpresiva adopción no hace nada a favor de
la confianza pública en la democracia y sus instituciones, sobre todo si su impacto inmediato y
visible es deprimir los ya bajo niveles de vida de la mayoría de la población.
Por añadidura, la exclusión de los partidos y el Congreso de esas trascendentales decisiones
genera varias consecuencias muy negativas. Primero, cuando el ejecutivo final, e inevitablemente,
necesita apoyo legislativo para proseguir sus políticas, suele encontrar un Congreso resentido que
no se siente responsable por políticas en cuyo diseño no intervino. Segundo el Congreso se debilita
aún más por su reacción hostil y distante frente al ejecutivo, combinada con las públicas condenas
del ejecutivo por la "irresponsabilidad" de aquél. Tercero, estas disputas promueven una aguda
caída del prestigio de todos -el presidente, el Congreso, los partidos y los políticos en general-,
como lo muestran abundantemente numerosas encuestas de opinión en muchos países
latinoamericanos y poscomunistas. Finalmente, la debilidad institucional resultante restringe aún
más las posibilidades de hallar otra solución mágica cuando fracasan los paquetes: el pacto
socioeconómico.

De la omnipotencia a la impotencia

Si consideramos que la lógica de la delegación también significa que el ejecutivo no hace


nada para fortalecer al poder judicial, la consiguiente ausencia de instituciones efectivas y
autónomas coloca sobre el presidente enorme, si no exclusiva, responsabilidad por la situación del
país. Recordemos que el típico presidente de una DD ha ganado las elecciones prometiendo salvar
al país sin mayores costos para nadie, pero al poco tiempo apuesta el destino de su gobierno a
medidas que acarrean grandes costos para muchos sectores de la población. Esto resulta en una
gestión gubernamental marcada por momentos de desesperación: el salto de la popularidad a la
demonización de su persona y su gobierno puede ser tan súbito como dramático. El resultado es una
curiosa mezcla de omnipotencia e impotencia. La omnipotencia comienza con la espectacular
sanción de los primeros paquetes y prosigue con la avalancha de decisiones destinadas a
complementar esos paquetes e, inevitablemente, corregir sus múltiples consecuencias no deseadas.
Esto acentúa las tendencias antiinstitucionales de las DD y ratifica tradiciones de fuerte
personalización y concentración del poder en el ejecutivo. El otro lado de la moneda es una aguda
dificultad para transformar esas decisiones en regulaciones efectivas de la vida social.
Como señalé anteriormente, las democracias institucionalizadas son lentas para elaborar sus
decisiones. Pero una vez tomadas, estas decisiones tienen mayor probabilidad de ser
implementadas. En las DD, por el contrario, presenciamos un proceso decisorio frenético, un
verdadero "decretismo". Como estas decisiones del ejecutivo, atropelladas y unilaterales, suelen
perjudicar a intereses importantes y políticamente movilizados, tienen poca probabilidad de ser
implementadas. En medio de una severa crisis socioeconómica y ante la creciente impaciencia
general, la reacción suele ser una nueva avalancha de decisiones que, debido a la experiencia que
muchos sectores han ganado al resistir las anteriores, tienen aún menos probabilidad de ser
implementadas. Además, debido a la forma en que se elaboraron estas decisiones, la mayoría de los
agentes económicos, políticos y sociales pueden deslindar responsabilidades por sus consecuencias:
el poder para tomarlas fue delegado al presidente y él hizo lo que consideró mejor. Cuando los
fracasos se acumulan, el país se encuentra con un presidente que a esa altura lo único que pretende
es terminar su mandato. La consecuente pasividad y desarticulación de las políticas públicas en
nada contribuye a revertir la situación del país.
En este escenario, el resultado "natural" en el pasado latinoamericano habría sido un golpe
de estado exitoso. Claramente, por su debilidad institucional y sus erráticas pautas decisorias, las
DD son más propensas a interrupciones que las democracias representativas. Por el momento, al
menos -por razones en parte conectadas con el contexto internacional, que aquí no puedo discutir-
las DD exhiben una notable persistencia: con la excepción de Perú, donde el quiebre democrático
fue perpetrado por su propio presidente delegativo, no se ha registrado ningún golpe de estado
exitoso.
La política económica implementada por las DD no siempre está condenada a que la opinión
pública la considere un fracaso, especialmente luego de experiencias hiperinflacionarias o largos
períodos de altas tasas de inflación. Éste es el caso de la Argentina con la presidencia de Menem,
aunque no esta claro cuan sostenibles son las mejoras de la situación económica. Pero estos logros
económicos, así como los más efímeros de Collor (Brasil), Alfonsín (Argentina) y García (Perú), en
el ápice de los aparentes éxitos de sus paquetes económicos, pueden llevar a un presidente a
producir lo que tal vez sea la mejor prueba de la existencia de una democracia delegativa. En la
medida que segmentos de la población electoralmente significativos consideren exitosa su política
económica, los presidentes delegativos encuentran simplemente inaceptable que sus mandatos estén
constitucionalmente limitados; ¿Qué sentido tiene que estas limitaciones "formales" imposibiliten la
continuidad de su misión salvadora?. Por consiguiente, promueven -por medios que vuelven a
debilitar todo rasgo de accountability horizontal aún existente- reformas constitucionales que
permitan su reelección o, de no ser posible, su permanencia en la cúspide del gobierno como
primeros ministros de un régimen semiparlamentario. En contraste, este tipo de maniobra es
inconcebible en los casos del relativamente exitoso presidente Sanguinetti (Uruguay) y del muy
exitoso presidente Aylwin (Chile), por mucho que hubieran deseado permanecer en el poder. De
nuevo encontramos una diferencia crucial entre la democracia delegativa y la representativa 6. Como
ya comenté, entre los países democratizados recientemente de América latina sólo el Uruguay y
Chile, apenas se redemocratizaron, recuperaron las instituciones políticas que faltan en los otros
países de la región (así como en los poscomunistas). Éste es el problema: las instituciones fuertes y
efectivas y las prácticas afines a ellas no se construyen de una día para el otro. Como nos muestran
las democracias consolidadas, la emergencia, fortalecimiento y legitimación de estas instituciones y
prácticas toma su tiempo -lapso durante el cual se lleva a cabo un complejo proceso de aprendizaje
social-; por otro lado, para manejar eficazmente las tremendas crisis sociales y económicas que
padece la mayoría de las nuevas democracias sería preciso que dichas instituciones ya estuvieran en
pie; pero la propia crisis opone serios obstáculos a la ardua tarea de la institucionalización.
Éste es el drama de los países carentes de tradición democrática: como todas las democracias
emergentes, pasadas y presentes, deben habérselas con una enorme cantidad de legados negativos
de sus pasados autoritarios y, a la vez, deben enfrentar problemas económicos y sociales
extraordinariamente severos, que pocas de las viejas democracias padecieron en el período de su
emergencia.
Este ensayo se dedicó principalmente a un ejercicio tipológico. Creo que es útil identificar
una nueva especie, porque en algunas dimensiones cruciales no se comporta como los otros tipos de
democracia. En otro lugar elaboré con más detalle las relaciones entre las DD y las crisis
socioeconómicas y cuestiones conexas (On the State, Democratization and some conceptual
problems). Aquí sólo puedo agregar que una mirada optimista de los ciclos y procesos que acabo de
describir encontraría que ellos poseen un grado importante de previsibilidad, con lo cual ofrecen
oportunidades para elaborar perspectivas de más largo plazo. Esa mirada, sin embargo, deja
pendiente la pregunta de por cuanto tiempo la mayor parte de la población estará dispuesta a jugar
este tipo de juego. Otro escenario optimista esperaría que una parte decisiva de la clase política
llegue a reconocer la calidad autodestructiva de los ciclos y procesos y resuelva cambiar los
términos en que compite y gobierna. Ésta me parece por lo menos condición necesaria para resolver
los problemas que he descrito, aunque los obstáculos contra ese tortuoso pero feliz resultado son
muchos.

6
No ignoro las importantes discusiones sobre las distintas formas de presidencialismo y parlamentarismo.
En este ensayo analizo pautas que son independientes de esos factores institucionales, aunque puedan ser
convergentes en sus consecuencias. Claramente, el presidencialismo tiene mayor afinidad con la DD que el
parlamentarismo. Sin embargo, si las tendencias delegativas son fuertes, el funcionamiento del
parlamentarismo podría ser fácilmente revertido o atravesar impases aún peores que las aquí analizadas.
Anexo I - Poliarquía
Extraído del artículo "Otra institucionalización", agosto de 1995

Entre las muchas definiciones de democracia que han sido propuestas, encuentro
especialmente útil el concepto de poliarquía, tal como Robert Dahl lo formula en sus clásicos
trabajos. En rigor, Dahl prefiere reservar el término democracia para un sistema político ideal (y
quizás inalcanzable) donde exista una perfecta o casi perfecta igualdad de poder, y hablar en cambio
de poliarquía, es decir, del gobierno de muchos pero no de todos, cuando se trata de referirse a
regímenes concretos. Recordemos los atributos que caracterizan a la poliarquía:

1. Autoridades públicas electas.


2. Elecciones libres y limpias.
3. Sufragio universal.
4. Derecho a competir por los cargos públicos.
5. Libertad de expresión.
6. Información alternativa.
7. Libertad de asociación.

Los atributos 1 a 4 nos dicen que un aspecto básico de la poliarquía es que las elecciones
son incluyentes, limpias y competitivas. Los atributos 5 a 7 se refieren a libertadas políticas y
sociales que son mínimamente necesarias, no sólo durante los comicios sino también entre ellos,
para que las elecciones sean limpias y competitivas. Según estos criterios, algunos países de
América Latina no son poliarquías en la actualidad: República Dominicana, Haití y México
celebraron elecciones recientemente, pero éstas fueron afectadas por serias irregularidades, antes,
durante y después de la votación.

Es necesario añadir otros atributos a los siete que Dahl enuncia. Uno es que quienes ocupan
las posiciones más altas en el gobierno no deben sufrir la terminación de sus mandatos antes de los
plazos legalmente establecidos.7 Un segundo atributo es que las autoridades electas no deben estar
sujetas a restricciones severas o vetos ni ser excluidas de ciertos ámbitos de decisión política por
actores no electos, especialmente las fuerzas armadas. En este sentido, Guatemala y Paraguay, así
como probablemente El Salvador y Honduras, no califican como poliarquías. Chile es un extraño
caso, donde estas y otras restricciones fueron incorporadas a la constitución heredada del régimen
autoritario. Pero Chile claramente cumple los siete criterios de la poliarquía de Dahl. Perú es otro
caso dudoso, pues las elecciones presidenciales de 1995 no fueran inmaculadas y las fuerzas
armadas retuvieron poder de tutela sobre varias áreas de decisión política e incluso zonas del
territorio de este país. Un tercer atributo adicional es que debe existir un territorio indisputado que
defina claramente el demos votante. Por último, como veremos, la definición de la poliarquía
también debe incluir una dimensión intertemporal: la expectativa generalizada de que el proceso
electoral y las libertades contextuales se mantendrán en un futuro indefinido.
Estos criterios nos dejan con las tres poliarquías -Colombia, Costa Rica y Venezuela- que
precedieron a la ola democratizadora iniciada a mediados de la década del setenta, y con las que
resultaron de ella: la Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Nicaragua, Panamá, Uruguay y, con las
7
Este y los siguientes rasgos agregados al concepto de poliarquía muestran que algunos de los supuestos
u omisiones de las teorías de la democracia necesitan ser explicitados de modo que puedan viajar
idóneamente fuera del cuadrante Noroeste del planeta. Fujimori y Yeltsin pueden haber sido elegidos en
elecciones limpias, pero abolieron la poliarquía cuando, por medio de la fuerza, clausuraron el Congreso y
despidieron a la Corte Suprema. Otra omisión de los criterios de Dahl en cuanto a las autoridades elegidas,
menos significativa para mis propósitos, es la salvedad necesaria respecto de importantes funcionarios que
en la mayoría de las poliarquías no son electos: jueces de la Suprema Corte y otros tribunales.
salvedades señaladas, Chile y Perú. Pero sólo en la poliarquía latinoamericana más antigua, Costa
Rica, y en dos casos de redemocratización, Chile y Uruguay, el ejecutivo, el Congreso, los partidos
y los tribunales funcionan razonablemente próximos a sus reglas institucionales y, en consecuencia,
constituyen nudos institucionales razonablemente efectivos en la circulación del poder y la
formulación de políticas.8 Colombia y Venezuela solían funcionar de esta manera, pero ya no lo
hacen. Estos países, junto con la Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Nicaragua, Panamá y Perú -un
conjunto que incluye la mayor parte de la población y el PBI latinoamericanos- funcionan de forma
que la actual teoría democrática no nos ha preparado para entender correctamente.

Debemos regresar a la definición de la poliarquía. Esta definición es bastante


precisa en relación con las elecciones (atributos 1 a 4) y bastante genérica en cuanto
algunas libertades contextuales (atributos 5 a 7). Nadie dice, en cambio, de las
instituciones formales del régimen y el gobierno, tales como parlamentarismo o
presidencialismo, unitarismo o federalismo, mayoritarismo o consensualismo, y la
existencia o no de una constitución escrita y de revisión judicial. La definición de la
poliarquía también es muda con respecto a temas que están menos formalizados y
son más difíciles de indagar que los anteriores, tales como si, cómo y en qué grado
los gobiernos son efectivos y/o accountable -por medios diferentes de las elecciones-
frente a los ciudadanos, y en que medida la ley se extiende a lo largo del territorio y
los diversos sectores o clases sociales. Estos silencios son apropiados. La definición
de la poliarquía establece una línea divisoria crucial: separa los casos en los que
existen elecciones limpias, competitivas y regulares, así como las libertades
contextuales arriba mencionadas, de los muchos otros casos en que todas o algunas
de estas condiciones no se cumplen.

Fuente: Revista Sociedad, de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA)

¿Democracia delegativa? Apuntes críticos


al concepto de Guillermo O’Donnell*

Sofía Respuela**
8
Pero señalo que en el Uruguay y en Chile existen fuertes dificultades para aplicar la ley al personal de las
fuerzas armadas. Ésta es una importante brecha de universalización del imperio de la ley, que en América
latina sólo ha sido cerrada por Costa Rica.
* Este trabajo se articula sobre el concepto de democracia delegativa expuesto
por Guillermo O’Donnell en “Delegative Democracies”, presentado en el
encuentro “La Transformación del sistema Este y Sur”, Budapest, publicado en
español en los Cuadernos del CLAEH Nº61, Montevideo, 2ª serie, Año 17,
1992/1, bajo el título “¿Democracia Delegativa?”. Agradezco a Julio Pinto,
Mara Kolesas y Andrés Malamud por sus valiosos comentarios pero,
obviamente, todo lo que en este trabajo se afirma corre por mi exclusiva cuenta.
** Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales,
UBA.

Entre las frustraciones de la literatura sobre la transición a la democracia que desde


principios de los 80 comenzó a analizar los casos de los países latinoamericanos en
general y argentino en particular, deben contarse los fracasos de los intentos por
predecir las características de las democracias a establecerse y, teóricamente, a
consolidarse en la región. Tales intentos predictivos estaban encerrados en el proceso
transicional en sí mismo, en los problemas y las características de las transiciones,
pasando por alto los rasgos estructurales e históricos de los países en cuestión.
Si tomamos a distintos autores “clásicos” en la temática, como podrían ser Philippe
Schmitter, Guillermo O’Donnell, Manuel Garretón o Leonardo Morlino,1 todos
ellos, en mayor o menor medida, consideraban que los resultados de la transición
dependían, por ejemplo, de si ésta era “desde arriba” o “desde abajo”, por ruptura o
negociación, con pacto o sin pacto, de la resolución de la problemática militar,
etcétera.
En este tipo de análisis se descuidaron aspectos que, en los 90, frente a la
performance de los actuales gobiernos democráticos, aparecen como “obvios”. En tal
sentido, por ejemplo, cómo podía pensarse en pactos entre partidos si en la mayoría
de los países de la región los sistemas de partidos prácticamente no existían y los
partidos políticos estaban muy lejos de constituir estructuras institucionales capaces
de actuar como mediadoras en la reconstrucción del nuevo espacio político.2 La
visión de los 90 es planteada claramente por Juan Carlos Torre al afirmar que
“...Proponer estrategias de cooperación entre actores políticos y sociales bajo la
forma de pactos y acuerdos [...] ha probado ser más fácil de enunciar
normativamente que de concretar en los hechos. Los partidos políticos, en tanto
actores, tenían la urgente necesidad de diferenciar sus identidades y apropiarse
de montos crecientes de poder para reforzar o expandir su participación social
y política”,3 necesidad que hacía difícil un pacto, en un contexto donde lo nuevo
era, precisamente, la competencia.
Así, las teorías de la transición pensaron y enunciaron los procesos aislados del
contexto de crisis económica, de crisis del Estado, de las experiencias democráticas
anteriores, de las características de los actores sociales relevantes, de la cultura
política. A pesar de sus afirmaciones en su clásico Transiciones desde un gobierno
autoritario, el propio Guillermo O”Donnell reconoce este hecho cuando en sus
trabajos de los 90 sostiene que “al contrario de lo que se esperaba encontrar, ...los
factores más decisivos para generar varios tipos de democracias no son tanto
aquellos relacionados con las características de los procesos de transición a partir del
régimen autoritario. Parecen tener más peso, por un lado, los factores históricos de
largo plazo y, por el otro, el grado de profundidad de la crisis socioeconómica que
los gobiernos democráticos recientemente instalados heredan”.4
La década de los 90 impuso, entonces, un cambio de perspectiva en el análisis de las
nuevas democracias. De la descripción del proceso transicional se pasó a los intentos
para caracterizar y denominar a estas democracias latinoamericanas (y en algunos
casos a las que están surgiendo en los ex países comunistas) que se presentaban con
rasgos diferentes a las democracias consolidadas, a la vez que se intentó construir
“tipologías” que pudieran abarcar a todos los casos de democracias reales. Se inicia,
entonces, la búsqueda de un “adjetivo” que “califique” a las nuevas democracias.
Los ejemplos más relevantes de estos intentos lo constituyen Guillermo O’Donnell
con sus “democracias delegativas”, James Malloy con sus “democracias
híbridas” y Heinz Sonntag con las “democracias condicionadas”.
Pero, así como el excesivo entusiasmo en la bibliografía concentrada en los procesos
de transición ocultó sus límites, la adopción de estos conceptos sin un pensar crítico
sobre ellos puede llevarnos a utilizar nombres erróneos para distintas realidades
políticas. Lo que se propone entonces es, precisamente, un análisis del concepto de
“democracia delegativa” de Guillermo O’Donnell.

Algo para recordar: una vuelta a la teoría de la democracia

La democracia de masas y la inevitabilidad de los liderazgos

Si algo ha caracterizado a la teoría democrática moderna ha sido la multiplicidad de


modelos que se han elaborado, tanto desde la teoría como desde la empiria, para
caracterizar y describir a las democracias modernas. Modelos de democracia
competitiva, pluralista, participativa, económica, consociativa son algunos ejemplos.
El origen de estos debates pueden ubicarse en las construcciones teóricas de Weber y
Schumpeter y es retrocediendo hasta estos autores donde me parece encontrar una
primera crítica a la teorización de O’Donnell: la falta de originalidad del concepto.
Weber es uno de los primeros autores que capta las transformaciones que impone la
democracia de masas y la masificación de la política, que comprende el hecho de que
la transformación de la política de clases en política de competencia entre partidos
no sólo supone un cambio de forma, sino también un cambio decisivo del contenido.
Las sociedades modernas son fundamentalmente sociedades de masas que, en la
visión weberiana, ahogan cada vez más la posibilidad de una vida individual, la
participación en la vida democrática y la posibilidad de gozar y ejercer las libertades
individuales. La expansión de la burocracia como cuerpo administrativo de la
dominación legal-racional constituye el cerco dentro del cual queda aprisionado el
individuo.
Weber es presa del doble juego perverso entre la necesidad e inevitabilidad de los
procedimientos para garantizar la vida democrática y el simultáneo efecto restrictivo
de esos procedimientos sobre las libertades individuales. Es en su desesperanza
frente al avance de los mecanismos burocráticos que impone la democratización, que
Weber rescata, con escepticismo, como única posibilidad, a la política, las
instituciones representativas (el Parlamento) y, fundamentalmente, al líder
carismático.
Si bien Weber expone una serie de razones convincentes para centrar la atención en
el Parlamento, el reconocimiento de la lógica competitiva que impone el sufragio
universal, significó el traslado de su atención a los partidos políticos y,
fundamentalmente, a los liderazgos. El sufragio universal implica el surgimiento de
asociaciones políticas que tienen como tarea central organizar el electorado. Con el
rol creciente que desempeñan los partidos en la vida política al competir por los
votos, el liderazgo se sitúa en el centro de la atención política y es el medio más
eficaz tanto para controlar a la organización como para atraer a los votantes. En
términos de Held, Weber “describe a la democracia como un terreno de prueba para
los líderes potenciales. La democracia es como un ‘mercado’, un mecanismo
institucional para eliminar a los más débiles y para establecer a los más competentes
en la lucha competitiva por los votos y el poder”.5
El liderazgo y, en menor medida el Parlamento como formador de líderes, aparecen
entonces en Weber como las consecuencias de la masificación de la vida
democrática a la vez que como las garantías para evitar la definitiva dominación
burocrático-administrativa en el Estado moderno. El resultado de esto es el
advenimiento de la democracia plebiscitaria.
Los conceptos centrales de la visión democrática weberiana son retomados en la
década del 40 por Joseph Schumpeter, quien considera insuficiente e inútil a la
“teoría clásica”6 para las sociedades modernas, pues ésta está basada en conceptos y
abstracciones inexistentes, como ser la voluntad general y el interés común, y está
muy lejos de poder dar cuenta de las democracias “reales”. Desarticulando la idea
de “bien común” pues ésta depende de valores últimos y no de una lógica
racional –tal como lo entendían los teóricos clásicos–, y dado que los individuos
responden a una lógica de valores y principios últimos situados más allá de la esfera
de la racionalidad y como consecuencia de ello impiden la formación de una
voluntad general, pues ésta tiene como base a aquélla, Schumpeter descarta a la
teoría clásica y se aboca a describir cómo funcionan realmente las democracias
modernas.
La “otra teoría de la democracia” o teoría del liderazgo político es definida como
“un método para llegar a decisiones políticas, en el que los individuos adquieren el
poder de decidir por medio de una lucha de competencia por el voto del pueblo”.7
Se reduce, por lo tanto, la democracia a un método electivo mediante el cual el
pueblo crea un gobierno eligiendo a un líder entre líderes que se proponen y
compiten libremente por el libre voto, libre voto de votantes irracionales
manipulados e influidos por la propaganda de los propios líderes y que ocupan un
lugar de privilegio dentro de su construcción democrática. Son los liderazgos los que
deben llamar a la vida a las masas, despertarlas y excitar sus opiniones y voliciones,
el “liderazgo despierta, organiza y estimula a los grupos y sus intereses”. La
democracia entonces, queda restringida a la competencia por el liderazgo,
donde los líderes se constituyen en el nuevo eje del proceso político; los líderes
proponen y los no líderes, los representados, salvo cuando tienen la posibilidad
de votar, no cuentan con otra instancia de participación. La democracia y el
gobierno son subproductos, son consecuencias de la competencia.
Así definidas, estas características de los modelos de democracia plebiscitaria y
schumpeteriana representan un excelente resumen de las democracias
delegativas de O’Donnell: liderazgos que compiten por el libre voto, votantes que
en el período entre elecciones no participan de la “cosa pública”, liderazgos que son
elegidos para decidir (incluso decidir sobre qué temas se tomarán decisiones),
liderazgos libres de controles tanto verticales como horizontales. Recordemos, a
modo de ejemplo, las siguientes afirmaciones de O’Donnell: “el que gana una
elección presidencial está autorizado a gobernar el país como le parezca
conveniente; [...] después de la elección se espera que los electores/delegantes
retornen a la condición de espectadores pasivos. [...] La democracia delegativa es
fuertemente mayoritaria [...] es fuertemente individualista [...] Democracia
delegativa significa para el presidente la ventaja de no tener prácticamente
responsabilidad horizontal8...”.9
Las democracias delegativas de O’Donnell no presentan mucha diferencia con los
modelos weberianos y schumpeterianos descriptos y que curiosamente O’Donnell no
cita. En todo caso, las diferencias las constituyen las referencias empíricas y
anecdóticas respecto de los casos latinoamericanos en el texto de O’Donnell. Pero no
hay ningún abordaje novedoso en el tratamiento de los liderazgos. Dadas las
similitudes con los dos autores citados (Weber y Schumpeter) no creo que lo que
O’Donnell trata de describir sea un “nuevo animal”, un subtipo de las democracias
existentes, que hasta ahora no fue teorizado.10

¿Y el votante?

A esta falta de originalidad del concepto de O’Donnell se suma el silencio respecto


de un componente central de toda teoría de la democracia, silencio que constituye, a
mi entender, una debilidad fundamental de las “democracias delegativas”. Me
refiero a la falta de una consideración coherente del “sujeto” protagonista de
este modelo de democracia.
Toda teoría social en general y democrática en particular, supone un concepto de
sujeto, concepto que explica las conductas de los actores en la arena política. En
todos los “modelos” hay siempre una teoría del sujeto sobre la cual es posible
articular toda la construcción teórica democrática posterior. Así, en Schumpeter su
sujeto-votante protagonista de su “otra teoría de la democracia” es irracional,
apático, manipulado y desinformado, en contraste con la racionalidad del
liderazgo; pues, a medida que nos alejamos de esta esfera de responsabilidad directa,
también nos alejamos de la posibilidad de la racionalidad de la acción (“ley de la
racionalidad decreciente”).11 Del mismo modo, es imposible entender a la teoría
económica de la democracia si no se considera a su protagonista como un
maximizador de beneficios que actúa en términos de análisis de costos-
beneficios. En la teoría participativa, en las poliarquías dahlianas o en cualquier otro
modelo, hay un “sujeto” que permite la articulación del “modelo de democracia”
propuesto.
Es precisamente un concepto coherente de sujeto de lo que carecen las democracias
de O’Donnell. ¿Por qué los ciudadanos, “los delegadores”, votan como lo hacen,
por qué delegan? En Schumpeter, se concuerde con ella o no, existe una
explicación-justificación de la conducta de los electores: su desinterés por la cosa
pública, la irracionalidad frente a la falta de información y por la lejanía de la
responsabilidad, las conductas consumidoras. ¿Cómo se explica que los
presidentes, “salvadores de la patria”, puedan hacer lo que quieran sin sanción
de los votantes? Las afirmaciones que mediante el simple proceso electoral,
mediante el voto, se firma un cheque en blanco; o que “las democracias delegativas
crecen sobre una premisa básica: el que gana una elección presidencial está facultado
a gobernar el país como le parezca conveniente...”12 o que “El Presidente es la
encarnación de la nación, el principal fiador del interés nacional, lo cual cabe a él
definir. Lo que él haga en el gobierno no precisa guardar ninguna semejanza con lo
que dijo o prometió durante la campaña electoral; fue autorizado a gobernar como
considere conveniente”,13 no pueden explicarse solamente en términos
institucionales. No es en todo caso las características del liderazgo o la democracia
lo que debe ser analizado exhaustivamente sino, fundamentalmente, qué
mecanismos operan en la sociedad civil para que no exista ningún tipo de
control delegadores-líderes, como para que se dé la conjugación de alta
participación electoral por un lado y desentendimiento del gobierno por el otro, para
que exista una sociedad civil que “autoriza” a un presidente a hacer lo que quiera y
sin sanción para ello. La explicación de la debilidad institucional es una explicación
en otro plano a la problemática que plantea O’Donnell.
Esta ausencia de una teoría del sujeto se torna aun más grave cuando, distintos
momentos de la descripción de O’Donnell, dejan entrever la existencia de un
sujeto “esquizofrénico”. Por ejemplo ¿cómo es posible afirmar en un mismo
párrafo que “la democracia delegativa es fuertemente individualista, pero con un
corte más hobbesiano que lockiano: se presupone que los electores eligen,
independientemente de sus identidades y afiliaciones, la persona que es más
adecuada para cuidar los destinos del país. Las elecciones en las democracias
delegativas son un proceso muy emocional y que involucra grandes apuestas: varios
candidatos compiten para saber quién será el ganador, en un juego absolutamente de
suma cero, de la delegación para gobernar al país sin cualesquiera otras restricciones,
a no ser aquellas impuestas por las relaciones de poder desnudas –esto es, no
institucionalizadas–. Después de la elección, se espera que los electores/delegantes
retornen a la condición de espectadores pasivos, pero animados, de lo que el
presidente hace”.14
Afirmar que los protagonistas de las democracias delegativas eligen al “líder más
adecuado para ocuparse de los destinos del país” supone que los electores son
capaces de un cálculo racional para determinar quién es el más adecuado e implica,
también, conocimiento de cuáles son los problemas que hacen al destino del país a
los cuales debe solucionar el liderazgo. Esta afirmación se contradice con las ideas
que reiteradamente expresa O’Donnell como características de las democracias
delegativas ya citadas más arriba respecto de que el presidente es la encarnación de
la nación y el principal custodio del interés nacional, al que, al ser elegido como
líder, debe definir. El que gana las elecciones presidenciales, según la descripción de
O’Donnell, adquiere el poder y la autorización para gobernar el país como lo crea
conveniente sin necesidad de tener que responder a sus promesas de campaña. Pero,
lo que es más grave, es que el párrafo en sí mismo es contradictorio e insostenible
pues, ¿cómo es posible que en procesos electorales “altamente emocionales” pueda
elegirse “al margen de identidades y filiaciones” a “la persona que es más
adecuada”? Es decir ¿es racional a veces y a veces no? ¿Es racional cuando elige al
mejor pero no le interesa que le prometan algo y realicen lo contrario? ¿Cómo opera
esta racionalidad discontinua? ¿Cómo son posibles procesos electorales altamente
emotivos que dan por resultado la elección del liderazgo adecuado? ¿Cómo es
posible mantenerse pasivo y animado de lo que el presidente hace si no cumple con
las promesas que realizó en su campaña durante la cual los sujetos evaluaron cuál era
el liderazgo “más adecuado”?
En este sentido, las contradicciones respecto de los enunciados de la democracia
delegativa son más que obvios y dejan en evidencia la precariedad de la
conceptualización propuesta por O’Donnell para entender a las democracias
latinoamericanas. Y en especial si nos centramos en el protagonista de la democracia
delegativa.
Finalmente, dentro de la tradición de la democracia liberal, uno de los temas
relevantes es el de la legitimidad de la autoridad, ya sea entendida en términos
weberianos en tanto creencias compartidas, en términos de consenso o en los
términos luhmanianos de eficiencia. Las teorías de las democracias representativas
suponen algún abordaje del tema de la legitimidad de la autoridad. En O’Donnell
este tema denota un escaso tratamiento a pesar de la centralidad que tiene para
explicar por qué los ciudadanos continúan votando a los liderazgos a pesar de haber
sido “traicionados” por ellos o para algún tipo de explicación del por qué se firman
“cheques en blanco”. ¿Cómo es posible que se mantenga vigente la legitimidad al
régimen democrático? ¿Por qué se siguen respetando, contrariamente a la tradición
de los países latinoamericanos, los procedimientos mínimos de una “poliarquía”?
Esta legitimidad nueva que parece haber adquirido la democracia “procedimental”,
es un dato alentador para los países latinoamericanos y otro de los temas de
insuficiente tratamiento en las “democracias delegativas”.

Algunas cuestiones conceptuales


Otro orden de problemas que, a mi juicio, presenta el texto de O’Donnell desde una
perspectiva estrictamente conceptual, es la falta de diferenciación de los niveles de
análisis y de especificaciones conceptuales fundamentales para su intento
clasificatorio de las democracias. Simultáneamente aparecen en una misma jerarquía
analítica, problemas institucionales, de representación, de responsabilidad, de déficit
de liberalismo, de ciudadanía, de características de los liderazgos, de Estado de
derecho, de delegación, temas entre los cuales salta constantemente sin un
tratamiento riguroso. Esto se combina con un ir y venir de la teoría a la empiria sin
cubrir suficientemente las distancias entre ambas.
Una primera cuestión que aparece muy confusa es la relación entre representación e
institucionalización. Parecieran ser sinónimos para el autor. Es verdad que una
democracia moderna es representativa y que las democracias consolidadas poseen
instituciones fuertes, pero no solamente ni tan simplemente. En el texto, la
representación queda reducida a las instituciones, quienes son las que crean los
modelos de representación. Ambos temas son diferentes y necesitan de un
tratamiento más exhaustivo.
Creo que el término representación merece un mejor desarrollo conceptual, sobre
todo si se quiere elaborar a partir de él, una tipología y teniendo en cuenta las
dificultades que en sí mismo plantea –explicitadas suficientemente por la literatura
que aborda el tema desde, la tan de moda, crisis de representación–. Son muchos los
dilemas en torno a la representación que deben ser planteados si se pretende definir a
unas como democracias representativas y a otras como delegativas.
Por ejemplo, el tema de la responsabilidad de los representantes frente a los
representados es una relación compleja como para tomarla como un “dato”
indiscutido para comparar con ella los “déficit” de las democracias latinoamericanas
y la irresponsabilidad de los liderazgos. En primer lugar, representación y
responsabilidad merecen una definición más precisa. Accountability puede incluir
tanto la responsabilidad de los liderazgos respecto de los representados como las
responsabilidades horizontales e institucionales. En el primer sentido basta con citar
dos ejemplos para cuestionar la relación representación/responsabilidad frente al
electorado en las democracias consolidadas: Philippe Schmitter y Klaus Offe.
Cuando el primero se refiere a las características de las organizaciones modernas
sostiene que se distinguen por dos datos básicos: “representación y control”.15 Con
el primer término se refiere básicamente al requisito de que los líderes de las
organizaciones e instituciones (partidos, sindicatos) sean elegidos mediante procesos
democráticos, esto es, básicamente mediante el voto universal de sus miembros y
mecanismos “representativos” de asignación de cargos. Y con “control” desea
expresar la capacidad de los líderes de las instituciones de tomar decisiones, al
margen de sus bases, y garantizar que las mismas serán respetadas por los
representados. En este sentido, el contenido de representación como responsabilidad
en las modernas democracias institucionalizadas aparece más diluido y no con tanta
fuerza como lo plantea O’Donnell. Por su parte, Klaus Offe,16 cuando analiza a los
partidos políticos de masas en las sociedades modernas como uno de los factores que
permitió la “estabilización” de la vida política afirma que “cuando se expresa la
voluntad popular a través de los instrumentos del partido competitivo que trata de
acceder al gobierno, lo que se expresa deja de ser la voluntad popular,
transformándose en un artefacto que cobra la forma y desarrolla una dinámica de
acuerdo con los imperativos de la competencia política”.17 Los partidos ante la
lógica de la competencia deben “maximizar” votos y la lógica de la competencia los
lleva a una diversificación de productos, fragmentación del discurso, amplitud de sus
propuestas. Estos efectos a su vez disminuyen cualquier tipo de responsabilidad que
puedan tener los representantes para con el electorado.
Por otro lado, si tomamos accountability en el sentido de responsabilidad horizontal,
es cierto que hay diferencias. La impunidad de la autoridad en las democracias
latinoamericanas es mucho mayor que en las democracias consolidadas de
O’Donnell en el sentido, por ejemplo, de que la independencia y control entre los
poderes existe y es, en muchos casos, efectiva. Pero nuevamente esta afirmación
necesita de un mayor desarrollo y es, hasta cierto punto, una afirmación tautológica,
si hay debilidad institucional o ausencia de instituciones la falta de controles
horizontales es una consecuencia inmediata. Dada, entonces, la centralidad que el
concepto de “responsabilidad” tiene para O’Donnell creo que está escasa e
insuficientemente tratado como para desempeñar el rol que el autor pretende.
Considero que los problemas que involucra el tema de la responsabilidad hace
sumamente débil su utilización como diferenciador de dos modelos de democracia.
Los análisis de Alain Touraine18 respecto de la ausencia, en los países
latinoamericanos, de actores sociales representables o el concepto de Norbert
Lechner de “democracia sin secularización” –que implica una sociedad civil
“subdesarrollada” sin identidades o con identidades incompletas en términos de
ciudadanía, lo que no permite a los actores pensarse como tales en términos
liberales–, cuestionan desde otra perspectiva más rica, el tema de la representación.
El tema institucional también merece un análisis más exhaustivo y específico.
Precisamente de estas características depende la productividad de los estudios
institucionales para los países latinoamericanos y no desde la “debilidad
institucional”, como genéricamente está planteada. En primer lugar, los ejemplos de
O’Donnell de democracias no delegativas en América latina son Uruguay y Chile.
Pero después de todas las consideraciones que realiza respecto de las instituciones, la
prácticamente única institución mencionada es el Parlamento –institución que podría
abarcar a los partidos políticos pero que no son abordados directamente por
O’Donnell– en diseños institucionales presidencialistas. Es la acción del Parlamento
lo que está diferenciando a las democracias chilena y uruguaya del resto
(especialmente de Argentina, Brasil y Perú). En Uruguay “Sucede que en ese caso de
redemocratización, aunque lejos de ser la institución perfecta que no es en ningún
lugar, el Parlamento efectivamente volvió a funcionar en el momento de la
instalación democrática [...] El Presidente del Uruguay debe pasar por el
Parlamento”.19 Puesta la cuestión en estos términos el problema no es de
instituciones a nivel general en que es planteado sino de diseño institucional (el
famoso debate entre formas parlamentarias o presidencialistas de gobierno y las
posibilidades de un Parlamento que trabaje activa y efectivamente en un contexto de
gobiernos presidencialistas), de cultura política, de tradición democrática, de
características de los actores sociales y políticos.
En menor medida hace también referencia al Poder Judicial, pero nuevamente
tampoco es un planteo original como para determinar el nombre de democracias
delegativas, en todo caso son sistemas no republicanos, violatorios de la
independencia de poderes como requisito fundamental y básico para una democracia
moderna. Y la explicación a esta característica tampoco puede reducirse a la
“debilidad institucional” planteada en términos tan generales.
Por otro lado, la cuestión de la debilidad institucional viene siendo planteada desde
la década de los 60. Samuel P. Huntington fue uno de los autores que especial
atención prestó a este tema. Su famosa ecuación de grado de
institucionalización/grado de participación era la base para explicar el pretorianismo
de las sociedades latinoamericanas. Por lo tanto, ni el “concepto” ni el
“descubrimiento” de O’Donnell son originales.
Desde la perspectiva de la teoría de las instituciones, Michel Crozier sostiene que las
instituciones son constructos sociales, exactamente “soluciones específicas que han
creado, inventado o instituido actores relativamente autónomos con sus recursos y
capacidades individuales para resolver los problemas que plantea la acción colectiva,
y sobre todo, lo más fundamental de éstos, el de su cooperación en miras a cumplir
objetivos comunes, aunque de orientación divergente”.20 Este tipo de definiciones
provoca que nos cuestionemos por la “ausencia de esos actores relativamente
autónomos” para explicar la debilidad institucional. Por otra parte, si consideramos,
siguiendo nuevamente a Crozier, que la organización (y por ende institución) es el
complemento de la acción colectiva, si hay debilidad institucional, ¿qué
características o peculiaridades tiene, entonces, la acción colectiva en las
democracias delegativas?
Creo que las preguntas más interesantes y más ricas para la democracia argentina son
precisamente las que O’Donnell, en su afán de encontrar un nombre para esta
realidad política que “sorpresivamente” aparece en América latina, pasa por alto o
deja sin responder. Es necesario reconocer, sin embargo, que en “Acerca del estado,
la democratización y algunos problemas conceptuales”21 O’Donnell cambia el
enfoque de su análisis concentrándose en la democraticidad del Estado, que lo remite
al tema de las precondiciones para la construcción de una democracia liberal, y
relativizando sus “democracias delegativas”. Este cambio de perspectiva significa un
abordaje más rico de la problemática de la democracia latinoamericana.
Pero, finalmente, dado que el “concepto” de “democracia delegativa” parece
instalado dentro de los debates contemporáneos, me parece importante destacar,
como surge del desarrollo de estas notas críticas, que este concepto no constituye una
novedad dentro de la teoría de la democracia y presenta serios problemas, tanto
teóricos como empíricos, como para considerarlo una “tipo” diferente a la
democracia representativa. Este afán de ponerle rótulo tan rápidamente a una
realidad política que se presenta diferente, plantea el serio riesgo de cerrar la
discusión en vez de abrir nuevos debates y vías de trabajo e investigación para
buscar explicaciones y tendencias dentro de las realidades democráticas
latinoamericanas.

Notas

1 Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter, Transiciones desde un gobierno


autoritario, cuatro tomos, Editorial Paidós, Buenos Aires, 1991. Especialmente el
tomo IV. Leonardo Morlino, “Consolidación democrática. Definición, modelos e
hipótesis”, en Ensayos sobre la crisis política argentina, Julio Pinto compilador,
Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1988. Philippe Schmitter, “La
transición del gobierno autoritario a la democracia en sociedades en proceso de
modernización: puede invertirse la proposición (y el pesimismo) de Gino Germani”,
en Los límites de la democracia, FLACSO, Buenos Aires, 1985. Manuel Garretón,
“Democracia, transición y consolidación”, en Reconstruir la política, Editorial
Andante, Chile, 1987.
2 Los trabajos de Liliana De Riz, por ejemplo “Política y partidos, ejercicio de
análisis comparado: Argentina, Chile, Brasil y Uruguay”, en Desarrollo Económico,
vol.25, Nº100, enero-marzo 1986; Marcelo Cavarozzi, Peronismo y radicalismo:
percepciones y perspectivas, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1986;
María Grossi y Roberto Gritti, “Los partidos políticos frente a una democracia
difícil: la evolución del sistema partidario en Argentina”, en Crítica y Utopía, Nº18,
FUCADE, Buenos Aires, 1989; entre otros, constituyen un llamado de atención
sobre este aspecto pasado por alto en la literatura.
3 Juan Carlos Torre, “América Latina. El gobierno de la democracia en tiempos
difíciles”, Paper presentado en el XV Congreso Internacional de Ciencia Política,
Buenos Aires, 1991.
4 Guillermo O’Donnell, ¿Democracias Delegativas?, Cuadernos del CLAEH, Nº61,
Montevideo, Segunda Serie, Año 17, 1992/1, p.6.
5 David Held, Modelos de democracia, Editorial Alianza, Madrid, 1992, p.192.
6 “Teoría clásica” entendida en términos schumpeterianos que significa la reunión,
sin ningún tipo de diferenciaciones, de todos los autores clásicos de la teoría de la
democracia.
7 Joseph Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, Barcelona, Urbis,
1983, p.343.
8 Recordemos que tampoco Schumpeter en ningún momento menciona la existencia
de responsabilidades horizontales, la negociación como mecanismo de control entre
liderazgos es una noción que será introducida por Dahl.
9 Guillermo O’Donnell, “¿Democracias... op.cit. pp.10, 11, 12.
10 Guillermo O’Donnell, ¿Democracias..., p.5.
11 Mauricio Ferrara, “Schumpeter e il debatitta della teoria ‘competitiva’ della
democracia”, en Revista Italiana di Scienza Politica, diciembre de 1984, Il Mulino,
Bologna, Italia.
12 Guillermo O’Donnell, ¿Democracias..., p.10
13 Guillermo O’Donnell, ¿Democracias..., op.cit., pp.10 y 11
14 Guillermo O’Donnell, ¿Democracias..., p.11. La negrita es mía.
15 Philippe Schmitter, “Teoría de la democracia y práctica neocorporativa”, en
Cuadernos de Ciencia Política. Aportes para el debate contemporáneo, Nº2,
Cuadernillos de la Carrera de Ciencia Política.
16 Klaus Offe, “Democracia de competencia entre partidos y el Estado de Bienestar
keynesiano. Factores de estabilidad y de desorganización”, en Partidos políticos y
nuevos movimientos sociales, Editorial Sistema, Madrid, 1988.
17 Klaus Offe, op.cit., p.62.
18 Alain Touraine, Actores sociales y sistemas políticos en América Latina,
PREALC, Chile, 1987.
19 Guillermo O’Donnell, “¿Democracias... op.cit., p.15.
20 Michel Crozier y Erhard Friedberg, El actor y el sistema, Editorial Alianza,
México, 1990, p.13, la negrita es mía.
21 Guillermo O’Donnell, “Acerca del estado, la democratización y algunos
problemas conceptuales”, en Desarrollo Económico, vol.33, Nº130, Buenos Aires,
julio-septiembre de 1993.

Bibliografía

• Alford, R. y Friedland, R., Los poderes de la teoría. Capitalismo,


estado y democracia, Editorial Manantial, Buenos Aires, 1991.
• Bachrach, P., Crítica de la teoría elitista de la democracia, Amorrortu,
Buenos Aires, 1973.
• Cavarozzi, M., Los partidos argentinos: subculturas fuertes, sistema
débil, CEDES, 1985.
• Crozier, M. y Erhard, F., El actor y el sistema, Alianza Editorial
Mexicana, México, 1990.
• Dahl, R. y Lindblom, Ch., Política, economía y bienestar, Paidós,
Buenos Aires, 1971.
• Dahl, R., Un prefacio a la teoría democrática, Grupo Editor
Latinoamericano, Buenos Aires, 1989.
• Dahl, R., La poliarquía. Participación y oposición, REI, Buenos Aires,
1989.
• De Riz, L., “Los partidos políticos y el gobierno de la crisis en
Argentina”, en sociedad, Nº2, Buenos Aires, mayo de 1993.
• De Riz, L., “Política y partidos, ejercicio de análisis comparado:
Argentina, Chile, Brasil y Uruguay”, en Desarrollo Económico, vol.25,
Nº100, enero-marzo de 1986.
• Downs, A., An Economic Theory of Democracy, Harper Collins
Publishers, 1957.
• Ferrara, M., “Shumpeter e il debatitta della teoria ‘competitiva’ della
democracia”, en Revista Italiana di Scienza Politica, diciembre de 1984, Il
Mulino, Bologna, Italia.
• Grossi, M. y Gritti, R., “Los partidos políticos frente a una democracia
difícil: la evolución del sistema partidario en Argentina”, en Crítica y Utopía,
Nº18, FUCADE, Buenos Aires, 1989.
• Held, D., Modelos de democracia, Editorial Alianza, Madrid, 1992.
• Huntington, S., The third wave. Democratization in the late twentieth
century, University of Oklahoma Press, 1991.
• Lechner, N., ¿Responde la democracia a la búsqueda de certidumbre?,
en Zona abierta, 39-40, abril-septiembre de 1986.
• Lechner, N., “La democratización en el contexto de una cultura
postmoderna”, en Cultura política y democratización,
FLACSO/CLACSO/IC, Santiago, Chile, 1987.
• Macpherson, C.B., La democracia liberal y su época, Alianza
Editorial, Buenos Aires, 1991.
• Morlino, L., “Consolidación democrática. Definición, modelos,
hipótesis”, en Ensayos sobre la Crisis Política Argentina, Julio Pinto comp.,
CEAL, Buenos Aires, 1988.
• O’Donnell, G., “¿Democracia Delegativa?”, en Cuadernos del
CLAEH, Nº61, Montevideo, 2ª serie, Año 17, 1992/1.
• O’Donnell, G., “Acerca del estado, la democratización y algunos
problemas conceptuales”, en Desarrollo Económico, vol.33, Nº130, Buenos
Aires, julio-septiembre de 1993.
• Schmitter, Ph. y Lehmbruch, G. (comp.), Neocorporativismo. Más allá
del estado y del mercado, Alianza Editorial, México, 1992.
• Shumpeter, J., Capitalismo, Socialismo y Democracia, Barcelona,
Urbis, 1983.
• Torre, J.C., “América Latina. El gobierno de la democracia en tiempos
difíciles”, trabajo presentado en el XV Congreso Mundial de Ciencia
Política, Buenos Aires, julio de 1991.
• Weber, M., Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica,
Buenos Aires, 1992.
Weffort, F., “Nuevas democracias. ¿Qué democracias? en sociedad, Nº2,
Buenos Aires, mayo de 1993.

Anda mungkin juga menyukai