Grupo de investigación: Violencia, lenguaje y estudios socioculturales
Semillero de investigación Sujeto y Psicoanálisis Relatoría: Violencia, duelo y política en Vida precaria: el poder del duelo y de la violencia de Judith Butler. Elaborada por Iris Aleida Pinzón Arteaga.
<<No es como si un “yo” existiera independientemente por aquí y que
simplemente perdiera “tú” por allá, especialmente si el vínculo con ese tú forma parte de lo que constituye mi “yo”. Si bajo estas condiciones llego a perderte, lo que me duele no es sólo la pérdida, sino volverme inescrutable para mí. ¿Qué “soy”, sin ti?>>
En Violencia, duelo y política la filósofa norteamericana Judith Butler se propone
considerar las incidencias políticas de algunas maneras de pensar la vulnerabilidad corporal y el trabajo de duelo, encontrando en dichas condiciones las bases para aproximarse a una noción de comunidad e interrogando, a su vez, las coordenadas que delimitan aquello que puede ser considerado humano, es decir, las vidas que cuentan como vidas. Primeramente, la autora hace referencia a la cuestión de la pérdida, destacando que esta permite apelar a un tenue nosotros, pues todo sujeto tiene alguna noción de lo que significa haber perdido; se trata de la condición para inscribirse en el orden simbólico, para amar y desear. Así, la pérdida y la vulnerabilidad no son de carácter accidental, destaca Butler, son la consecuencia de nuestros cuerpos socialmente constituidos, sujetos a otros, y, por consiguiente, susceptibles de violencia a causa de dicha sujeción, pero también inscritos en una dimensión política. A la luz de lo anterior, la autora introduce la noción de duelo, partiendo de algunas preguntas orientadoras: ¿cuándo se elabora un duelo?, ¿cuándo alguien termina de hacer el duelo por otro ser humano? Al respecto señala que Freud cambió de idea a lo largo de su obra, mientras en Duelo y melancolía (1915) enfatizaba en la sustitución del objeto perdido por otro, en El yo y el ello (1923) el trabajo de duelo es utilizado para señalar la significatividad del proceso de introyección de objeto en la constitución del yo, el objeto perdido se vuelve a erigir en el yo por la vía de la identificación. Así, la elaboración de un duelo implica aceptar sufrir un cambio a causa de la pérdida, someterse a una transformación cuyo efecto no puede conocerse de antemano, “sabemos que hay una pérdida, pero también hay un efecto de transformación de la pérdida que no puede medirse ni planificarse”; en consecuencia, argumenta Butler, no resulta nada útil invocar una ética protestante, desde la que el individuo se esfuerza por determinar el momento en el que finalizará o las consecuencias que tendrá un duelo, “voy a entregarme a la tarea, y voy a esforzarme por ponerle fin a la pena que tengo por delante”, pues aquello que este nos señala es que estamos sujetos a algo más grande que nosotros mismos. En esta misma vía, la autora referencia a Freud, quien advertía que cuando perdemos a alguien no siempre sabemos qué es lo que perdimos en esa persona; entonces, la pérdida nos enfrenta a lo enigmático, constituye una experiencia de no saber que invita a un trabajo en el que se nos revela algo de lo que somos, “algo que dibuja los lazos que nos ligan a otro”, señalando su carácter constitutivo. De modo que, más que un fenómeno privado, una situación solitaria que despolitiza, el duelo permite elaborar en forma compleja el sentido de comunidad política, dado que pone en primer plano la sujeción a la que nos somete la relación con los otros, nuestra dependencia fundamental; cuestión que es necesario considerar, destaca Butler, en cualquier teoría respecto de la responsabilidad ética. Seguidamente, la autora hace referencia a categorías como sexualidad o género para señalar que más que un modo de posesión, corresponden a un modo de desposesión, “un modo de ser para otro o a causa de otro” que no puede ser soslayado. Se trata de una cuestión que supone una dificultad política interesante; con el fin de ilustrar lo anterior, Butler menciona el discurso de los derechos, pues este apunta a la individualidad, a seres reconocibles y bien delimitados, lo cual resulta necesario para procurar una protección legal. Sin embargo, no ha de confundirse la definición legal de quiénes somos con una descripción adecuada de lo que nos caracteriza en tanto seres hablantes, pues el discurso jurídico no hace justicia a la pasión, la pena y la ira, “todo aquello que nos arranca de nosotros mismos, nos liga a otros, nos desintegra, nos involucra en vidas que no son las nuestras”; revelando, a su vez, la dificultad insoluble que supone intentar establecer una distinción entre el Otro y uno mismo. Así, concluye la autora, la individuación es un proceso y no un presupuesto o una garantía; cuestión que argumentará a partir de otros dos ejemplos: en primer lugar, el discurso de autonomía que alude al cuerpo como propio, considerando que deja de lado la dimensión invariablemente púbica del mismo, el hecho de que este es constituido como un fenómeno social y, por consiguiente, “es entregado desde el comienzo al mundo de los otros”; sólo con posterioridad es posible reclamar posesión del mismo. En segundo lugar, hace referencia a la experiencia de la repetición en el amor, dado que esta enseña al adulto que, más que ejercer su propio juicio en cuestiones amorosas, algo de ese primer vínculo que estableció con sus padres sobrevive en sus relaciones actuales. Ahora bien, si la individuación no es un presupuesto, se pregunta Butler, ¿qué ocurre con la noción de autonomía?, ¿hasta qué punto dicha noción opera como una negación de la constitución social del cuerpo?, en su lugar, propone la interdependencia para pensar la vida social, señalando que cuando se intenta aprehender aquello que “somos” y lo que nos representa, no puede obviarse ese lazo original por el que existimos, como cuerpo, “fuera de nosotros y para otros”; cuestión que obliga a pensar el problema de la violencia, en tanto consiste siempre en una explotación de dicho vínculo. Posteriormente, la autora retoma la cuestión del duelo señalando que la esfera de desposesión, la experiencia de desconocimiento a la que expone al sujeto, en razón del enigma que este comporta respecto de lo perdido, pone en evidencia el carácter originalmente vulnerable del hombre con respecto a otros seres humanos; esto es, la vulnerabilidad ante el otro que es parte de la vida corporal y que, sin embargo, bajo ciertas coordenadas sociales y políticas puede llegar a exacerbarse, tal es el caso de ciertos contextos en los que la violencia deviene en una forma de vida y los recursos para defenderse de la misma son limitados. De ahí que Butler haga referencia a las implicaciones políticas de distintas formas de tratar con la vulnerabilidad y el duelo; entre ellas, referencia la intervención pública que hizo el presidente Bush diez días después de los atentados del 11 de septiembre, anunciando que el duelo había terminado y que era tiempo de que una acción resuelta tomara su lugar. Lo que pone en evidencia este caso es la tentación de resolver rápidamente el trabajo de duelo, de desterrarlo en nombre de un acto orientado a dos fines de carácter imposible: la restauración de la pérdida y el retorno a un orden previo. Entonces, se pregunta la autora, ¿qué beneficio puede obtenerse del duelo, de exponerse a su carácter insoportable en lugar de tratar de resolverlo por vía de la violencia? Este permitiría transformar el dolor en un recurso. Por otro lado, Butler se pregunta respecto de las condiciones bajo las cuales ciertas vidas humanas son más vulnerables que otras y ciertas muertes más dolorosas, señalando que la vida se cuida y se mantiene diferencialmente en razón de formas diferentes de distribución de la vulnerabilidad; mientras algunas vidas parecen estar altamente protegidas y un ataque contra las mismas basta para movilizar la guerra, otras no gozan de dicho respaldo e, incluso, no se reconoce que “valgan la pena”. Este es el caso de los miles de afganos y palestinos muertos por el ejército israelí con el apoyo de los Estados Unidos, ¿tienen nombre y rostro?, ¿en qué medida caen fuera de lo humano, tal como ha sido naturalizado en su molde occidental?, pareciera que los marcos culturales desde los que se piensa esta categoría de lo humano ponen límites sobre las pérdidas que podemos reconocer como pérdidas. De manera que la violencia se ejerce sobre sujetos irreales, vidas ya negadas que tienen una forma particular de mantenerse animadas, al poseer un carácter de inagotables; es la interminable condición de espectro del enemigo, ante la que se hade responder una y otra vez con diversas acciones que apuntan a su eliminación. Así que, a nivel del discurso, tiene lugar cierta desrealización, ya que algunas vidas no son consideradas como vidas, no encajan dentro del marco dominante de lo humano; no en vano, señala la autora, no existen obituarios para las bajas de guerra infligidas por los Estados Unidos, pues se trata de vidas que no son reconocidas, no tienen valor y, por consiguiente, muertes que no dejan ninguna huella. Ahora bien, aclara Butler, el problema no se reduce a que exista cierto discurso deshumanizador, sino a que desde este se establecen las fronteras de la inteligibilidad humana; con el fin de ejemplificar lo anterior, establece una comparación entre dos sucesos: el rechazo del San Francisco Chronicle a publicar los obituarios de dos familias asesinadas por topas israelís, al calificarlos de potencialmente ofensivos, y, de otro lado, el asesinato del periodista americano Daniel Pearl del Wall Street Journal, a manos de un grupo terrorista pakistaní, hecho que movilizó intensamente a los medios de comunicación. Mientras este último es tan fácil de humanizar, considerando lo familiar que resulta, cabe preguntarse si lo mismo ocurre con las vidas en Afganistán que emergen, más bien, como anónimas. En este orden, propone la autora, resulta necesario interrogar de qué manera ciertos actos de duelo públicamente autorizados establecen y producen la norma que regula qué muertes valen la pena y el modo en que dicha distribución diferencial del duelo cumple una función, la de desrealizar los efectos de la violencia militar. En consonancia con lo anterior, Butler señala que la relación de la deshumanización con el discurso es compleja, esta surge en el límite de la vida discursiva; lo que empieza a operar, más que un discurso que deshumaniza, es un rechazo al discurso cuyo resultado es la deshumanización. Como ejemplo de lo anterior, hace referencia a las palabras que dice Creonte en Antígona, “no habrá aquí ningún duelo”, pues lo que se establece es un discurso silencioso y melancólico en el que parece no inscribirse ninguna pérdida, se trata de “una marca que no es una marca”. A su vez, la autora plantea que la esfera pública se constituye en función de un conjunto de exclusiones, sobre la condición de que ciertas imágenes no aparezcan, ciertos nombres no se pronuncien y ciertas pérdidas no sean consideradas como tal, contribuyendo al sostenimiento de una violencia irreal y difusa. También operan prácticas de borramiento y de nominación que establecen lo familiar como el criterio que determina el valor de una vida; así, el duelo por la muerte del periodista Daniel Pearl no representa ningún problema, ya que se trata de un rostro y una historia familiar, no nos confronta con la diferencia, aquella que obliga a forjar nuevos lazos y a reimaginar lo que significa pertenecer a una comunidad humana que no comparte una base cultural y epistemológica común. Para finalizar el capítulo, Butler señala que, aunque una nación no es una psiquis individual, las dos pueden describirse como un sujeto, aunque de diferente orden. De manera que, cuando los Estados Unidos actúa, también establece una concepción de lo que implica actuar como norteamericano, “una norma a partir de la cual pueda identificarse a ese sujeto”; cuestión que resulta significativa, considerando que en los últimos tiempos, destaca la autora, se ha instaurado un sujeto a nivel nacional caracterizado por su violencia, su carácter soberano y extrajurídico, que destruye sistemáticamente sus relaciones multilaterales al precio de negar su propia vulnerabilidad, su dependencia. A la luz de lo anterior, Butler señala que es necesario percibir y reconocer cierta vulnerabilidad para hacer parte de un encuentro ético y, más que una garantía, se trata de una operación que comporta un esfuerzo, pues siempre está la posibilidad de hacer de dicha condición un irreconocible. Consecuentemente, la vulnerabilidad depende de normas existentes de reconocimiento, se sostiene en el acto de su reconocimiento, y es a partir de este que puede adquirir otro sentido; al respecto, la autora señala que cuando pedimos que se nos reconozca no estamos buscando que se nos vea como siempre hemos sido, como estábamos constituidos antes del encuentro mismo, dado que en la demanda nos volvemos ya algo nuevo, esta instiga una transformación, exige un futuro siempre en relación con el Otro, futuro que es siempre de carácter enigmático: “no soy totalmente consciente de mí porque parte de lo que soy lleva la huella enigmática de los otros”. Este desconocimiento problematiza la noción de responsabilidad, ¿necesito conocerme a mí mismo para poder actuar responsablemente en las relaciones sociales?, en cierta medida es de ese modo; sin embargo, propone Butler, aquello que pone en evidencia la experiencia de desconocimiento a la que nos expone el Otro es que se está entregado a este en formas que no pueden controlarse totalmente y, consecuentemente, no es posible pensar la cuestión de la responsabilidad fuera del lazo relacional. Se trataría de advertir que sólo es posible hacer referencia a un nosotros esforzándose por encontrar aquello que hace lazo, sin perder de vista que, en dicha empresa, el propio lenguaje tiene que quebrarse y ceder para dar lugar a lo radicalmente diferente; de este modo, lo humano se constituye como aquello que todavía tenemos que conocer.
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