El futuro no es nuestro
Nueva narrativa latinoamericana
El futuro no es nuestro
© Edición de Diego Trelles Paz
© Uqbar Editores, enero 2009
www.uqbareditores.cl
Teléfono 2247239
Santiago de Chile
ISBN N° 978-..........................
Queda prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las
condiciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y tratamiento informático,
así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamos públicos.
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D ieg o T r e l l e s P a z
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Prólogo
3 José Agustín, «La onda que nunca existió» en Revista de Crítica Literaria Latinoa-
mericana, nº 59, Perú, 2004, pp. 13-14.
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Prólogo
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5 Julio Ortega (ed.), Antología del cuento latinoamericano del siglo xxi: Las horas y las
hordas, México, Siglo xxi Editores, 1997, p. 11.
6 Ibíd., ob. cit., pp. 12-13.
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Prólogo
Si hace unos años la disyuntiva del escritor joven estaba entre tomar el
lápiz o la carabina, ahora parece que lo más angustiante para escribir es
elegir entre Windows 95 o Macintosh […] En McOndo hay McDonald’s,
computadores Mac y condominios, amén de hoteles de cinco estrellas
construidos con dinero lavado y malls gigantescos […] De paso, diga-
mos que McOndo es mtv Latina, pero en papel y letras de molde.8
7 Eduardo Becerra (ed.), Líneas aéreas, Madrid, Lengua de Trapo, 1997, p. xxii.
8 Sergio Gómez y Alberto Fuguet (ed.), McOndo, Barcelona, Mondadori, 1996,
pp. 13, 15 y 16.
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Prólogo
12 Ibíd., p. 14.
13 Ibíd., pp. 14 y 17.
14 Utilizo, aquí y en otros pasajes del texto, la primera persona en plural (nosotros)
porque El futuro no es nuestro es un proyecto bipartito hecho y concebido por
escritores. La primera sección es electrónica y de acceso gratuito. Está formada
por 63 autores de 16 países. Fue publicada en agosto de 2008 en la revista co-
lombiana Pie de página. Puede consultarse aquí: http://www.piedepagina.com/
redux/category/especiales/el-futuro-no-es-nuestro/
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Prólogo
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Prólogo
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S u n - W oo
Oliverio Coelho
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Sun-Woo
la destacaba por sobre todas las mujeres orientales que había visto.
En ella la máscara del pudor estaba escarchada por una sensualidad
a la vez marginal y servil, como en las geishas.
Elías se consideró un hombre afortunado con derecho, y le dirigió
unas palabras en inglés. Aunque creía que su inglés era irreprocha-
blemente británico, temió que la distancia, al hablar, se acentuara,
y en vez de seducirla terminara espantándola. La respuesta de Sun-
Woo a todas sus palabras fue una sonrisa, pero cuando se levantó
para pagar, por el contacto de miradas Elías entendió que esa mujer
de edad indeterminada, shorts de jeans brevísimos que dejaban a la
vista la pálida extensión de las piernas perfectas, lo esperaba.
En la calle la siguió un poco desconcertado. No acertaba a ponér-
sele a la par, como si esa ciudad fosforescente y húmeda desnudara
la sombra de mediocridad que subyacía detrás de su garbo argenti-
no. Quizás hubiera iniciado una persecución por culpa de un simple
malentendido. Se detuvo y dejó que ella se alejara. Caminaba ade-
lantando las caderas levemente, como las bailarinas de clásico. En el
semáforo ella se volvió y pareció sugerirle, con un gesto que Elías no
supo bien en qué consistía —si en mirar de soslayo o en sonreír—,
que la alcanzara.
Caminó a la par. Su inglés empalagoso resultaba inoperante fren-
te al letargo que Sun-Woo, recién levantada, parecía purgar después
de una noche que podía haber transcurrido entre sexo, droga y al-
cohol. Abandonaron la avenida y bajaron por una calle repleta de
tiendas y restaurantes que cerraban.
En una puerta que daba a un edificio gris indiferenciable de la
caótica masa arquitectónica, se detuvieron. Ella lo invitó a pasar.
Elías vaciló ante la promesa femenina: quizás porque ningún idioma
los familiarizaba, pensó que una mujer de esas características ocul-
taba a una puta de lujo.
El departamento de un ambiente, en un primer piso, presentaba
una apariencia exterior mísera y un interior sofisticado. El diseño
minimalista de los muebles, la ausencia de objetos personales o mar-
cas de habitante definían el refugio de alguien neutro y económica-
mente próspero. Los ruidos que llegaban de departamentos vecinos
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Sun-Woo
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Sun-Woo
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Sun-Woo
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E n l a e s tepa
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E n l a e s t epa
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E n l a e s t epa
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Arnol mira a Nabel como si quisiera matarla y al fin larga una risa
exagerada. Vuelvo a mirar a Pol, que ya no se ríe. Arnol levanta los
hombros resignado, buscando en Pol una mirada de complicidad.
Después hace el gesto de apuntar con una escopeta y dispara. Nabel
lo imita. Lo hacen una vez más apuntándose uno al otro, ya un poco
más calmados, hasta que dejan de reír.
—Ay… Por favor… —dice Arnol y acerca la fuente para ofrecer
más carne—, por fin gente con quien compartir toda esta cosa…
¿Alguien quiere más?
—Bueno, ¿y dónde está? Queremos verlo —dice al fin Pol.
—Ya van a verlo —dice Arnol.
—Duerme muchísimo —dice Nabel.
—Todo el día.
—¡Entonces lo vemos dormido! —dice Pol.
—Ah, no, no —dice Arnol—, primero el postre que cocinó Ana,
después un buen café, y acá mi Nabel preparó algunos juegos de
mesa. ¿Te gustan los juegos de estrategia, Pol?
—Pero nos encantaría verlo dormido.
—No —dice Arnol—. Digo, no tiene ningún sentido verlo así.
Para eso pueden verlo cualquier otro día.
Pol me mira un segundo, después dice:
—Bueno, el postre entonces.
Ayudo a Nabel a levantar las cosas. Saco el pastel que Arnol había
acomodado en la heladera, lo llevo a la mesa y lo preparo para servir.
Mientras, en la cocina, Nabel se ocupa del café.
—¿El baño? —dice Pol.
—Ah, el baño… —dice Arnol y mira hacia la cocina, quizá bus-
cando a Nabel—, es que no funciona bien y…
Pol hace un gesto para restarle importancia al asunto.
—¿Dónde está?
Quizá sin quererlo, Arnol mira hacia el pasillo. Entonces Pol se
levanta y empieza a caminar, Arnol también se levanta.
—Te acompaño.
—Está bien, no hace falta —dice Pol ya entrando al pasillo.
Arnol lo sigue algunos pasos.
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E n l a e s t epa
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C ama s geme las
Giovanna Rivero
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C ama s geme l a s
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C ama s geme l a s
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C ama s geme l a s
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E s pin a z o de pez
San ti ag o N az ar ian
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E s pi n a z o de pe z
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Hip o t é t icamente
Antonio Ungar
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Hip o t é t icame n t e
oye cómo Tedy gime, cómo se arrastra perseguido por los imprope-
rios de Fredy, cómo lloriquea antes de caer con todo su peso sobre
el sofá amarillo. Ahora sigue hablando, pero más fuerte. Ahora arma
retahílas más largas, frases sin sentido que se han quedado hundidas
en su cerebro grande y mojado como el de una vaca, desde el tiempo
en que su mamá estaba viva. Y desde allá dice cosas como No no no
no debes tomar tanto en esta noche, Fredy, vuelve a Dorham que tu padre
lo que haría, Fredy, no debes tomar tanto.
Así al infinito. Pierre, mi amigo, del otro lado del muro, lo está
oyendo, paralizado por su curiosidad de perro pobre, por ese miedo
morboso que lo hace sonreír. De pronto se acuerda del aparatico
nuevo, del prodigio de la tecnología que desde hace una semana
descansa en un cajón de su pieza. Saca un micrófono minúsculo,
que procede a colgar de una puntilla incrustada justo al lado de la
ventana de los Barnes. Cinco metros de cable van del micrófono a
un reproductor de cd en donde un rayo láser quemará un disquito
y grabará nítidamente cada uno de los gritos y los golpes y el desga-
rramiento de las bestias en la casa de al lado. Dos parlantes minús-
culos permitirán oírlo todo mejor. Pierre mira el conjunto con una
sonrisa, presiona el botón apropiado y se vuelve a instalar junto a la
ventana.
Fredy está muy borracho. Los veinte billetes que se perdieron
eran dos mil libras, todo el capital de la familia para comprar una
nevera nueva y una maldita moto, para vivir el resto del mes, y ahora
solo hay una caja de lata vacía que huele a naranja sobre la nevera.
Fredy sabe que si Tedy no sacó el dinero, en todo caso vio al que
lo sacó. Afirma saber muy bien que su hermano se está guardando
algo, que si desde el principio de toda la historia no responde nada y
gime y se balancea y mira al piso como un niño, como un demente,
es porque sabe algo. Y si no es Tedy, alguien más en el barrio tiene
ahora los malditos billetes, y Fredy Barnes va a saber quién es, así
tenga que vapulear a Tedy y arrastrar su cuerpo por todos los cuartos
de la maldita casa.
Cada cierto tiempo, como salida de la cajita negra que graba, se
oye la voz de Fredy que sube de tono y arremete contra algo y grita
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ningún preámbulo, sin decir nada, alce con sus brazos de campeón
de rugby el televisor que es una mole de principios de los ochenta,
y que con esa caja de piedra sobre la cabeza atraviese la habitación,
concentrado, serio como un borracho, y la tire a través de la ventana,
que esa caja de piedra se convierta de nuevo en un televisor cuando
se destroza contra el suelo en una explosión de vidriecitos, circuitos,
cables, pepitas rojas y verdes, contactos, cristales, fusibles.
Y entonces hay otra vez silencio. Mi amigo Pierre está ahora más
asustado. A través de su ventana pudo ver los vidrios de la casa
de al lado reventándose, ahora está mirando los trozos del televisor
mojándose en el andén. Hay un minuto de silencio. Pierre imagina
a Tedy entendiendo, despacio, muy despacio, que no habrá más te-
levisión, que la televisión se ha ido. Hay un llanto continuo, largo,
bajo. Y de repente hay un grito desesperado como de un oso atrave-
sado por una lanza, como de ese monstruo sin cabeza que es Tedy
Barnes, casi una ballena cuando se levanta sobre sus dos piernitas
pequeñas que hace diez años no lo aguantan de pie y dando tumbos
atraviesa el cuarto y se lanza a bajar las escaleras.
Y entonces Fredy empieza a gritar Maldito perro irlandés Ted Bar-
nes ni se te ocurra huir rata cobarde porque te vuelo esos sesos grandísimo
hijo de las mil putas maldito idiota, ya bastantes daños me has causado.
Y sigue con su letanía mientras baja por la escalera, detrás del ruido
que ha dejado su hermano, muy despacio, apenas teniéndose en pie
de la borrachera. Pierre conoce la casa de al lado, es igual a la suya,
y entonces sabe que Tedy va hacia la cocina. A través de la ventanita
del baño, parado sobre el water, Pierre puede ver a Tedy Barnes que
está abriendo todos los estantes, desesperado, rompiéndolo todo,
tumbándolo todo antes de que acabe de bajar su hermano, que viene
antecedido por todos los insultos que se sabe. Pierre ve cómo Tedy
logra abrir un cajón y cómo sus manos temblorosas sacan algo negro
que pesa entre sus dedos, cómo se devuelve por donde entró, en
dirección al corredor. Hay un instante de silencio.
Después se oye un grito de batalla de Fredy Barnes que se rie-
ga por el jardín y suena en los parlantes negros. Se oye un asiento
destrozándose. Y entonces, de repente, una detonación. Inmensa,
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pesada, retumbando por todo el barrio. Pierre siente que las rodillas
se le doblan de miedo, pone una mano en el borde del lavamanos.
Hay más de cinco segundos de silencio. Otra detonación inmensa lo
hace apretar más los dedos y se extiende perdiéndose por las calles
vacías. Y el silencio total. Pierre se queda quieto, perdido. Después,
lentamente, con los ojos turbios y el equilibrio turbado como un
borracho, logra volver a su habitación. Por el camino imagina, sin
saber por qué, las aceras vacías de la ciudad, los semáforos titilando
en amarillo bajo la llovizna. El humo que sale de una chimenea.
Abajo, en la puerta de los Barnes, la cerradura gira. Pierre se separa
lentamente del escritorio, se acerca al vidrio. Un hombre inmenso
abre la puerta. Pierre puede ver su cabeza rubia, redonda, medio
calva. El hombre gime, se tambalea. Da pasos torpes hacia la calle.
Parece que su cuerpo se fuera a ir de bruces, tiene puesta una cami-
seta blanca y sucia que le forra el vientre inmenso, tiene un revólver
en la mano.
Es el menor de los Barnes. Desde arriba su cuerpo se ve más
grande, más gordo, más calvo, más blanco. Tiembla, se tambalea.
Llega hasta el borde del andén y se deja caer sobre su culo, con los
pies en la calle. Tiene el arma cogida con las dos manos, entre las
piernas. Se balancea hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y ha-
cia atrás, con el arma apretada entre las manos, entre las piernas do-
bladas. Sólo mira al frente y se balancea, de espaldas a la mirada de
Pierre. Mira los carteles, la basura, el muro del colegio. No entiende
nada. Nadie ha salido a mirar lo que sucede, nadie quiere saber. La
policía tardará en llegar más de una hora. Pierre, desde su ventana,
se queda mirando a ese hombre que se balancea y gime en voz alta,
que se moja y llora bajo la llovizna, perdido ya del todo.
Hace media hora que Tedy Barnes está sentado en el andén bajo
la llovizna, observado por Pierre desde su ventana cerrada. Algún
vecino se ha asomado, tal vez, alguno ha llamado a la policía. Pero
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debe andar muy ocupada la policía esta noche, porque Tedy sigue
meciéndose sobre su cintura, adelante y atrás bajo la llovizna. Y Pie-
rre lo sigue mirando.
Pierre ha tenido tiempo de pensar muchas cosas. Ha pensado, sin
darse cuenta, mirando a ese hombre en el andén, en sí mismo. Se ha
dado cuenta de que está solo en el mundo, sentado ahí. Y también se
ha dado cuenta de que es libre, que siempre lo ha sido. Y que puede
hacer lo que quiera. Puede largarse de esa puta ciudad, y convertirse
en alguien vivo, real. Si quisiera. Alguien real. Piensa ahora que se va
a levantar de ese escritorio, de una vez por todas. Que va a empacar
un morral con toda su ropa, que va a sacar la plata del banco, que
va a salir caminando, va a pasar al lado de ese cuerpo bilioso que
todavía llora en el andén. Que va a caminar hasta la estación del tren
para largarse y dedicarse de una vez por todas a lo que siempre ha
querido hacer.
Vivirá de robar, dormirá en los parques. Tal vez lo mejor sea com-
prarse él también un revólver. Usarlo en el momento justo para atra-
car una tienda, para ir sobreviviendo. O irse a Australia, en donde
cada metro de tierra que pise sea tierra desconocida. Y dedicarse a
robar. Y a andar. Hasta que lo maten. Tal vez hará también el amor
con una mujer morena en una caseta abandonada, en un desierto. Se
emborrachará con camioneros en una gasolinera. Apostará todo su
dinero a las cartas y lo perderá. Dormirá alguna noche en una cárcel
australiana con un aborigen.
Oye ruido de sirenas afuera. El hombre, inmenso, perdido, se
mece ahora más lentamente, mojado por la llovizna. Con el cuello
rígido y la pistola entre las piernas. Sigue llorando. Un policía se
detiene a diez metros, sabe que hay treinta fusiles apuntando a la
cabeza del tipo. Abre las piernas y grita Tire el arma y ponga las ma-
nos en el cuello. Cuando está a un metro pega el cañón de la pistola a
la sien de Tedy, lo mira muy fijamente, se empieza a arrodillar a su
lado, mete la mano libre debajo de las piernas dobladas del gigante.
Aprieta el arma entre sus dedos. El gigante no la suelta. El policía
logra separar los dedos gruesos del arma homicida. La echa a rodar
por el pavimento, lejos del asesino.
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Los curiosos
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Los curiosos
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H u r acán
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por arte de magia. ¡Zas! Fue como una especie de exorcismo. Ni si-
quiera volví a tener pesadillas. Ahora, con el corte de la electricidad,
solo me preocupaba que mi hermanito fuera a despertarse por causa
del calor. Porque la noche estaba caliente, húmeda, pegajosa, y él,
sin ventilador…
El Bebo no era ningún chamaco. Nada de eso. Con solo tres años
menos que yo, no le faltaban fuerzas para arruinarme los planes. Y
trataría de hacerlo, desde luego. Siempre lo hacía. No quiero decir
que él fuera violento, que me maltratara o algo por el estilo, no. Pero
tenía un lado Aliosha Karamázov francamente insoportable. Cuando
empezaba con aquello de que el Señor nos ama a todos y que debía-
mos buscar la salvación de nuestras almas y no sé qué más, no había
forma de pararlo. Yo le decía: Ay, Bebo, por favor, déjame en paz… Y
él: ¿Pero qué dices, Mercy? ¡Déjate en paz tú a ti misma! Deja que el
Señor entre en tu corazón… Y cosas así. Mejor que no se despertara.
En medio de la oscuridad, fui a sentarme en el poyo de la ventana
que da al portal. Silencio absoluto. Ni los grillos del jardín chirria-
ban. Tal vez se habían largado con su música a otra parte. He oído
que los animalejos perciben la inminencia de los desastres naturales
mucho mejor que nosotros, que sin satélite y radares no percibimos
nada de nada. Quién sabe. El hecho es que aún no soplaba la más
mínima brisa. La noche estaba clara, despejada, con luna y estrellas
y todo eso. De no ser por la tv, nadie hubiera sospechado que se nos
venía encima un huracán, y de los más apocalípticos. Mis ojos («de
gata», decía el Nene) se adaptaron enseguida a la oscuridad. Prendí
un cigarrillo. Aún no era el momento, no había que apresurarse. Per-
manecí allí, fumando, contemplando la noche, durante varias horas.
No pensaba en nada. No tenía nada en qué pensar. El Bebo, por
suerte, no se despertó.
Al filo del amanecer, me bajé del poyo. Estiré las piernas. Según
mis cálculos, ya era hora de entrar en acción. Sigilosa, procurando
no tropezar con nada, fui hasta el cuarto de mi hermanito, en el fon-
do de la casa. Ahí estaba él, con la ventana abierta, arrebujado entre
las sábanas. Ajeno al calor, a la inminente visita de Michelle y a mis
propósitos, dormía como un tronco. Vaya sueño glorioso, pensé.
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Solo enfriaría más tarde, cuando empezara a llover. Dudé por un se-
gundo entre cerrar o no la ventana. Preferí dejarla abierta. No quería
que el Bebo se despertara aún. ¿Para qué? Ya se despertaría más ade-
lante, cuando la cosa se pusiera realmente fea. También me pregunté
si no debía dejarle una nota. Las personas que toman la decisión
que yo he tomado suelen dejar notas antes de ponerla en práctica.
Escriben algo como «No se culpe a nadie…» o, por el contrario,
«La culpa la tiene Fulano de Tal…», o qué sé yo. Todo eso siem-
pre me pareció muy patético. Vamos, como si quisieran darle una
suprema importancia a un acto que, si lo miramos con un poco de
objetividad, no es nada relevante. Ya sé que hay otras opiniones al
respecto, pero en fin. Sea cual sea el asunto de que se trate, siempre
hay otras opiniones. Si algo sobra entre las personas, es justo eso: las
opiniones. De cualquier modo, yo no hubiera sabido qué escribir en
mi nota sin que sonara falso o ridículo. El Nene siempre me decía
que tengo talento para la literatura, pero no sé, no lo creo. Toda mi
obra (¡je je, mi obra!) se reduce a cinco o seis cuentos, de los cuales
he publicado solo uno, en una revista mexicana. Así que no le dejé
al Bebo ninguna nota. Ahora me pregunto si, de haberlo hecho, eso
no hubiera cambiado el curso de los acontecimientos. Quién sabe.
Me parece que no.
En mi mente, le di un beso a mi hermanito. Y un abrazo. Y mu-
chos besos más. Aunque yo no sea tan fervorosa ni tan pasional, tam-
poco soy una piedra. Me hubiera gustado tocarlo de verdad. Pero no
debía correr riesgos. De manera que me despedí solo en mi mente.
Le dije que lo quería mucho-mucho, a pesar de las latas evangelistas
(era cierto). Que ojalá no me extrañara demasiado. Le deseé suerte
con lo del permiso de salida, que le llegara pronto y pudiera reunirse
con papá. Y me fui, antes de que los vientos comenzaran a arreciar y
las hojas de la ventana a dar bandazos. Nunca volvimos a vernos.
Cuando salí al portal ya amanecía, aunque apenas había luz. El
cielo estaba tan empedrado, tan gris, que deprimía a cualquiera. El
olor a humedad era muy fuerte. De un momento a otro empezarían
a caer los primeros goterones. Y luego, casi enseguida, el diluvio.
Por las condiciones del tiempo, era evidente que Michelle ya había
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entrado en la isla grande. ¿Por dónde? Vaya uno a saber. Si el ojo del
ciclón atravesaba La Habana, de por sí tan destruida, sería la catás-
trofe más colosal de los últimos cincuenta años. Por un instante sentí
algo parecido al patriotismo. Odié a Michelle.
Del portal salí al pasillo exterior que conduce al garaje. Las venta-
nas laterales de la casa contigua estaban todas cerradas. Estupendo,
pensé. No quería que nadie me viera.
Abrí el portón. Ahí adentro, en el garaje, estaba oscuro como
boca de lobo. Olía a herrumbre, a moho, a gasolina. Con la linterna
encendida, me subí a la camioneta Ford y traté de ponerla en mar-
cha. No era fácil. Lo logré al tercer intento. No revisé el tanque del
combustible, pues ya lo había hecho la tarde anterior. Esa camioneta
era una antigualla, una auténtica pieza de museo. Cada vez que un
turista la veía, enseguida quería comprarla. O si no, retratarse junto
a ella. O filmarla en movimiento. Verdad que se movía de puro mi-
lagro, sin que le hubieran cambiado un solo componente en más de
cuatro décadas. Si no es un récord Guinness, le anda cerca.
Ya en la calle, miré por el retrovisor. El portón seguía abierto. Pero
no iba a apearme para cerrarlo. Qué va. En el garaje no había nada
que pudieran robarse, y a lo mejor hasta servía de refugio a alguien.
Siempre hay vagabundos, pordioseros, borrachos, viejos locos que
se fugan de sus casas y luego no tienen dónde meterse cuando llegan
los huracanes. También hay perros y gatos callejeros. En fin, todo
lo que yo deseaba era alejarme de allí lo más rápido que pudiera. A
estas alturas ya había empezado a llover y el viento sacudía las copas
de los árboles como si quisiera desguazarlas. De modo que arranqué
veloz… bueno, más o menos veloz, rezando por que el dinosaurio
Ford no fuera a darme candanga justo ahora.
Creo que rodé varios kilómetros sin rumbo fijo. Di algunas vuel-
tas. Llegué hasta el puente de hierro del Almendares y luego regresé
por un camino distinto. No me interesaba ir a ningún sitio en par-
ticular. Solo rodaba y rodaba. La lluvia era cada vez más intensa. El
viento la inclinaba ora en una dirección, ora en otra. Hacía remo-
linos, espirales, trombas. Yo iba un poco despacio, pero sin dete-
nerme. Al principio tenía cierta visibilidad. Recuerdo vagamente las
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—¿Y qué piensas hacer todo este tiempo? ¿Quieres tomar algún
curso? Dime y te acompaño. Viajaremos a la costa unas semanas en
febrero.
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Espinoza. Yo, mil veces nacido en mis hijos, en mis nietos, sobrinos,
primos. Su útero joven desinvernaría un feto cada nueve meses. Días
cocidos a la espera de más niños. Y para ese entonces al hombre,
tres veces tu edad, dos veces tu cuerpo, sangre de tu sangre; ya no le
importaba mirarte largo rato, detenerse en tu boca y descender hasta
tu sexo. Ansiaba la plenitud cuando yacíamos juntos con las cabezas
lacias demasiado próximas; la sensación de que nos teníamos el uno
al otro, el uno al otro.
No regresamos a Santiago, armamos nuestro mundo aquí. Un
día observé a Teresa y era lógica la causa del aumento de peso, de la
curvatura de su vientre. Esperamos a la criatura en paz, caminando
entre cipreses y pinos alzando la vista hasta sus copas. Ella tomaba
sol en una improvisada terraza mientras aumentaba el diámetro de
su figura, sus pechos crecían y las primeras estrías llagaban su lozana
piel. Yo bajaba una vez a la semana al pueblo en busca de víveres.
A veces compraba el diario y seguía el caso de los políticos, de los
senadores, de los curas. Respiraba aliviado al estar lejos de todo eso.
Pero no lo niego, «¿dónde queda la ciudad?», es la pregunta que
temo mi hija pronunciará alguna vez en forma de soplido. Sí, un
rumor de sílabas: «papá, ¿dónde queda la ciudad?» y el horizonte
como una cortina que se abre de par en par. La nitidez de las cosas
a las que les llega el sol. Por ahora, pienso en el follaje, en esta vida
bajo los árboles, contando las hojas perennes, acariciando las raíces
añosas, cortando madera para el invierno. Presagiando cuándo las
ramas que afirman este tronco dejarán que se quiebre en dos.
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H o jas de a f ei tar
Li na Meruane
Era lo que hacían ellos sobre sus rostros, con espuma, con una grue-
sa brocha de cerdas suaves, y mirándose atentamente al espejo para
no cortarse. Pero también nosotras nos mirábamos en el tembloroso
espejo del asombro, rasurándonos, las unas a las otras, durante el pri-
mer recreo de los lunes y el último de los jueves. Esperábamos a que
se sintiera la aspereza sobre la piel para recomenzar el lento ritual que
nos desnudaba de ese vello rasposo. No dejábamos ni un rastro de
jabón en las axilas; y era tan excitante hacerlo, cada vez más intensa
la emoción, que pronto fuimos extendiendo el filo de la gillette por los
brazos, por las pantorrillas y los muslos. Nos afeitábamos puntual-
mente, tan en punto como las llegadas por la mañana a la reja de fierro
coronada de puntas; exactas como el timbre que tocaba sin dulzura el
dedo duro e insistente de la inspectora. Rasurar era un procedimiento
tan matemático como el de copiarnos durante los exámenes de ál-
gebra; las ecuaciones iban siendo resueltas y repetidas en un sonoro
cuchicheo a oídos sordos de la vieja de ciencias. Pero no todas nues-
tras maestras eran tan ancianas ni oían tan mal. Había que proceder
siempre entre señas y susurros, guardar para nosotras el secreto.
Nuestros cuerpos iban hinchándose de a poco, llenándose de
bultos sorprendentes. Simultáneamente nos crecieron las tetas, se
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H o ja s de a f ei t a r
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Li n a M e r u a n e ( C h i l e )
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H o ja s de a f ei t a r
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U n a h i s t o r ia c ualquie r a
Ronald Flores
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R o n a l d F l o r e s ( G u a t ema l a )
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U n a h i s t o r ia c u a l q u ie r a
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R o n a l d F l o r e s ( G u a t ema l a )
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U n a h i s t o r ia c u a l q u ie r a
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Va r iaci ó n s o b r e temas de
Mu r a k ami y T s a o Hsueh- Kin
Tr yno Maldonado
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T r y n o M a l d o n ad o ( M é x ic o )
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Va r iaci ó n s o b r e t ema s de M u r a k ami y T s a o H s u e h - Ki n
la caza del tesoro, dejándola con nada más que un palmo de narices.
Presa de toda suerte de cavilaciones de este tipo, los minutos se su-
cedieron pasmosos para Hui Ying. Al final, más avanzada la noche,
decidió escabullirse, con el roble como meta, reparando a cada paso
en el silencio de su marcha y en la completa soledad de esa porción
del jardín. Un cosquilleo de jejenes la recorrió desde la punta de los
pies, y una sensación nueva y aterradora se apoderó de su minúscu-
lo cuerpo: creía desprenderse del mundo real, como si existiera un
afuera y un adentro, muy similar a lo experimentado al sumergirse
en un estanque para mirar la realidad desde allí. Hui Ying fue ataca-
da por un horror carnívoro que no aceptaría símil en el animal más
salvaje siquiera, un horror que ni las almas condenadas hubiesen
podido llevar a cuestas de aquella noche en delante de haber visto lo
que la pequeña. Sintió desfasarse de sí misma. Luego de achicar la
tierra del somero hoyo valiéndose de sus minúsculas manos, desple-
gó el pañuelo tinto en carmesí que hasta entonces había envuelto la
cabeza recién mutilada de su padre, el Emperador.
Hui Ying, sin comprender el sentido de su hallazgo, tiró aquella
cabeza, como el objeto inanimado en que se había vuelto, para des-
andar aprisa sus huellas, cubierta por un terror despiadado. La aba-
tieron unas ganas vehementes de dormir. Cifraba sus esperanzas en
una lógica imbatible que le indicaba que solo así, volviendo al sueño
primigenio, podría liberarse de la pesadilla a la que había sido atada.
Pero cuando Hui Ying volvió a su lecho lo encontró ocupado; sobre
este, para sorpresa suya, dormía con placidez una niña de la misma
estatura, quizá de la misma edad. La rodeó, guardando íntegro el
silencio, y, cuando la tuvo frente a sí, reparó durante un momento
en el rostro de la extraña: obtuso, ictérico, como el suyo. Quien
descansaba sobre su lecho era ella misma. Hui Ying, con un llanto de
rabia por la flagrante intromisión, comenzó a darle de empellones a
la extraña hasta ponerla casi en el frío del suelo. La simple idea de
que su identidad hubiese sido víctima de un latrocinio le aturdía
sobremanera, como quien, sin saberse depositario, escuchara una
extraordinaria revelación. Pronto comprendió que ella misma no era
más que un sueño, solo un sueño de la Hui Ying real, la que dormía,
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T r y n o M a l d o n ad o ( M é x ic o )
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A n ton i o O rt uño
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con tal de que se quedara. Pero Miranda tenía 39,7 y Marta 39,4, así
que se largó a atenderlas. Cerró la puerta de mi recámara tras de él y
Dina lo siguió, sin acercárseme siquiera. La hembra opta por el ma-
cho más fuerte para asegurar una buena descendencia. Pero nuestras
hijas ya habían nacido.
Marqué el número de Claudia. Por la ventana se veía un cie-
lo oscuro que podía ser el de cualquier hora. Tardó en responder,
dos, tres timbrazos. Ahora tenía tanto calor que si cerraba los ojos
saldrían disparados de las cuencas para estrellarse contra la pared.
«¿Sí?» «Me desmayé. Parece que soy alérgico a la pseudoefedrina».
Un largo silencio. «¿Quieres que vaya? ¿Estás solo?» «Está Dina.
Con Walter. No quiero molestarlos». «¿Walter?» Otro largo silencio.
«Ven mañana a las tres. Me aseguraré de estar solo». «Bueno. Llevaré
medicina». «Ven tú, nada más». «Como quieras».
No lloraba desde los once años, cuando mi madre no aparecía en
casa alguna noche. Lo hice quedamente, en la almohada. A las 2.24
de la madrugada me despertaron los números rojos del reloj digi-
tal y los gritos de Miranda. La niña tenía pesadillas o se había roto
un brazo: la mera fiebre no justificaba aquel escándalo. 39,6. Dina
había olvidado darle el paracetamol o Walter había ordenado inte-
rrumpir su administración. Pero Walter no era el padre de la familia.
Le di a Miranda la medicina, que tomó con admirable resignación,
y la dormí acunada en brazos, pese a sus casi cinco años, susurrán-
dole tonterías sobre gatos y conejos. Me levanté, mareado perpetuo.
Pseudoefedrina. Me sentía sudoroso, acalorado, el corazón latía en
los pies, el estómago, los dientes. Visité la recámara de Marta. 38,7.
Tampoco le habían dado paracetamol. Interrumpí su sueño para ha-
cerlo y la besé en la cabeza y las orejas hasta que sonrió. La dejé
suavemente en la cuna.
Dina estaba dormida en la sala, agotada, con la falda medio su-
bida en los muslos húmedos de sudor o cosas peores. Junto a su
mano descansaba uno de esos prácticos vasitos de homeópata pro-
fesional. Olfateé su contenido. Sería alguna clase de supremo sedan-
te. Comencé a acariciarle las piernas. No reaccionó. Le deslicé un
dedo bajo los calzones y por las nalgas. Pasó saliva. Podría haberla
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P s e u d o e f ed r i n a
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Sin l u z a r t ificia l
D esde el fregadero se puede ver hacia la calle sin ser visto. El vidrio
de la ventana es de doble acción, él siempre creyó que las revistas
Vanidades dan buenas ideas. Los heliotropos se han marchitado y la
niña de las flores hace ya casi una semana que no aparece. Muriel
es un hombre maduro pero tiene la piel suave y firme, como las
nalgas de un adolescente. Se ha rasurado el pecho para verse más
provocativo y se pasea a caballo con la mitad del cuerpo desnudo,
sus cabellos teñidos de rubio parecen naturales sobre su piel cobriza.
Lo veo desde aquí, desde mi muralla de platos sucios. Conquistar
nuevas mujeres, confiando quizá en que nadie puede verlo. No sabe,
nunca ha entrado a mi cocina. Muriel vive frente a mi casa. A veces
sus amantes se acicalan, como parte del rito furtivo, frente al espejo
de mi ventana. Mido sus pechos con respecto a los míos, imagino si
caben perfectamente en las manos tibias de Muriel. Observo deteni-
damente la curvatura de los cuellos sintiendo a veces el temblor tibio
de sus besos… él es como un dios perverso que las ama y las desecha
como estopas de naranja.
Desde el mueble de los platos de porcelana, que me opaca con su
brillo veteado de madera preciosa, casi a escondidas y sin proponér-
melo, escucho a mi esposo hablando con Muriel, que está orgulloso
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Si n l u z a r t i f icia l
hoy cumplí con el débito marital, nadie que me vea, nadie que se
entere de que existo en esta casa de nuevo rico en barrio de pobres.
Mis cactus y mis violetas también necesitan agua. La luz de luna
que entra por la ventana es abundante, por eso no necesito luces
artificiales. Quizás este es el momento de libertad más importante
de mi vida.
Frente a mis ojos está Muriel recostado junto al árbol de mangos,
como siempre, ni se imagina que lo veo, esta vez apretándole las nal-
gas escuálidas a la niña de las flores. Los pechitos de botón de rosa y
su escapulario no parecen indefensos en manos suyas, parecen per-
versos, jóvenes y envidiables. Las caricias grotescas, casi de animal
de Muriel le han arrebatado la falda, exhiben una curva suave de la
cadera virgen, la apertura del trasero, el sexo tibio y palpitante. La
migraña nocturna me azota las sienes. Mi vaso con agua cae al piso
haciéndose añicos. La pareja se pone alerta al escuchar el ruido. Tra-
to de recoger los vidrios rotos y solo consigo ver mi sangre brotando
de las heridas. Quiero llorar y no puedo. Ordeno, limpio, recojo,
como siempre hago con todo. Me incorporo para ver lo que sucede
afuera, es el padre de la niña. Los tres discuten casi en silencio pero
con mucha tensión. El papá de ella andaba por allí de madrugada
muy borracho, intenta pelear con Muriel, pero este lo noquea casi
sin esforzarse. El padre se va, una nube parece cerrar el espectáculo
que veo desde mi ventana. Yo la escogí así, mi esposo no la ve como
el espejo de Law & Order porque no le gusta ver televisión. Yo me
siento jueza, porque desde aquí puedo dictar el veredicto que jamás
nadie escuchará. Entonces pruebo la sal de mi sangre y las puntas
erectas de mis senos. Lo veo. Viene caminando despacio y seguro,
ellos debían haberlo visto, la nube se fue, pero están demasiado en-
tregados el uno al otro como para darse cuenta. Entonces el novio de
la niña la arrastra y la separa de Muriel con fuerza, sujetándola del
pelo negro lacio ahora vuelto una maraña.
La niña trata de interceder pero es catapultada por su novio. El
novio saca una pistola de su chaqueta y apunta hacia Muriel. ¿Pero
qué podía yo hacer? ¿Hablarle a mi esposo? ¿Salir a la calle gritando
como que Muriel me importara un poco? ¿Dejar que Muriel recibiera
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B o x ead or
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C a r l o s W y n t e r M e l o ( P a n am á )
la vida que llevaba Martínez antes de ser campeón: pobre que era,
un muerto de hambre en todo el sentido de la palabra. Cuando te-
nía como seis años —y eso es algo que no olvidó nunca—, un tipo
le robó los chicles que vendía. Le dijo: «Pelaíto, yo te voy a com-
prar todos tus chicles, todos, pero tienes que dármelos y esperar un
momentito aquí; yo regresaré con tu plata». El tipo, por supuesto,
nunca regresó. Ese día Martínez juró por todos los santos que no
volverían a aprovecharse de él. Me dijo en una ocasión:
—Yo, de niño, era muy tonto, después cambié y me hice
hombre.
En el sueño, a la Sombra le daban una tunda, una soberana pali-
za. Varias veces soñó lo mismo: se miraba en un espejo y del azogue
oscuro brotaba un rostro que no alcanzaba a definirse y salía un
puño y otro y Martínez no sabía ni de dónde le venían los puñetes.
Mientras lo apaleaban, una voz le decía: «Ya estás viejo, boxeador, ya
estás muy viejo, te has vuelto débil». Despertaba empapado en su-
dor y con los brazos tensos. Durante el sueño, el miedo no lo dejaba
ni respirar. Me comentó después un poco asustado:
—Hombre, no me sentía así desde hacía años. Estaba indefenso.
No quiero dormir por no sentirme igual.
Quizás ese miedo oculto lo llevó a esforzarse extraordinariamen-
te. Él nunca aceptó que estaba viejo. Para él, había Martínez para
rato. Y ya a nadie le cabe duda después de su pelea con el Nica. La
gente lo respeta otra vez.
La Sombra ha ganado mil apuestas haciendo figuras en los mu-
ros. Es tan natural para él como respirar. Le dicen «haz una pantera»
y él rápidamente crispa los dedos de una mano, acomoda los de la
otra y la pantera aparece. Su figura preferida es la de un niño ca-
minando, con su perfil muy bien definido, los brazos moviéndose
al compás de la marcha y las piernas flexionándose una y otra vez.
Alguien dijo una noche, maravillado por la habilidad del boxeador,
que bien podían ser las sombras las que proyectaban a Martínez. Yo
lo he observado mucho y por Dios que, a simple vista, eso parece.
Por su parte, el Nica era un tipo —que Dios me perdone— bo-
cón. Era de esos que repiten una y otra vez que nadie les dura más
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B o x ead o r
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Lima , P e r ú , 2 8 de julio de 1 9 7 9
D an i el A l arc ón
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D a n ie l A l a r c ó n ( P e r ú )
infinita de perros callejeros, pero no todos son negros. Hacia las dos
de la mañana, empezamos a empapar de negro a perros de color
beige, marrón y blanco, mientras estos se retorcían de dolor y exha-
laban su último suspiro con las pieles teñidas de rojo.
Dado mi talento con el pincel, me encargaron que pintara los
perros que no eran lo suficientemente negros. Teníamos a uno allí:
muerto, destripado, con las vísceras desparramándose sobre la ace-
ra. Estábamos exhaustos, tratando de decidir si el tono de marrón
del perro era lo suficientemente oscuro como para que pasara por
negro. No recuerdo que hubiera muchas opiniones sólidas al res-
pecto. El efecto narcótico de nuestras acciones había empezado a
desvanecerse, dejándonos con un animal sangrante, muerto y de un
tono más claro que el requerido.
A mí no me importaba de qué color era el perro.
Justo cuando estábamos por ponernos de acuerdo en que de-
bíamos pintar al perro muerto que yacía a nuestros pies, justo en
aquel momento, lo vi con el rabillo del ojo entrando velozmente a
un callejón: un perro negro. Era de un espectacular color negro, to-
talmente negro. Sin darme cuenta de lo que hacía, salí corriendo tras
de él. Dejé caer la brocha que uno de mis camaradas me había dado.
Ellos me llamaron, «¡Pintor!», pero yo ya estaba lejos.
Enfurecido, perseguí a la bestia negra con la esperanza de ma-
tarlo, traerlo de vuelta y colgarlo. Esa noche, de la manera como
estaban marchando las cosas, quería por sobre todo que mis actos
tuvieran sentido. Sencillamente, estaba cansado de pintar.
Debe mencionarse que los perros sin hogar de Lima viven en un
mundo de total crueldad. Son dueños de los callejones, ladrones de
la ciudad colonial; rompen las bolsas de basura, orinan en las esqui-
nas adoquinadas y mantienen siempre la mirada alerta. Son testigos
de asesinatos, atracos, estafas; recorren las calles con seguridad, con
la confianza que les da el saber que no necesitan comer a diario para
subsistir. Esa noche corrimos por toda la plaza, masacrándolos, ad-
mirando su bribonería, su viveza, cruda y transparente.
Yo sabía cuántos cigarrillos fumaba cada día, y sabía que no era
capaz de correr mucho, excepto para perseguir una pelota de fútbol
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U n de s ier t o l l e no de agua
Santiago Roncagliolo
V ania no parece ir en bote sino flotar entre la brisa marina. Es tan li-
gera. No es demasiado flaca, sin embargo. Y se cuida de serlo. Bajo el
pareo, sus muslos dibujan suaves despedidas de la pubertad. Ahora
que su pecho ha empezado a emerger, escoge su ropa interior menos
para protegerlo que para destacarlo y adelantarlo desafiante como
anuncio de su llegada, como bandera de esa mirada indolente y lán-
guida que posa sobre las personas cuando se acuerda de hacerlo.
Karen dice que Vania es una creída. Vania responde que no se cree
nada que ella no sea y, más bien, que Karen quisiera ser. Verónica
jura que lo de Vania parece más un acné pectoral que un busto. Va-
nia acepta las bromas solo porque se sabe más bella y más mujer que
las otras, y hasta las invita a su casa de Pucusana para que vean que
es buena y comparte. Verónica, por lo demás, podría compartir su
busto con toda la promoción de cuarto año, pero carga sola el peso
de su orgullo.
Ahora, Martín apaga el motor del bote y empieza a remar. La casa
de Vania ocupa de punta a punta un pequeño islote de Pucusana al
que no conviene acercarse a mucha velocidad. La lancha de Hernán
ha encallado ya cinco veces contra las piedras que lo rodean, aunque
tal vez debido a que Hernán la conduce a máxima velocidad, con
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U n de s ie r t o l l e n o de ag u a
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U n de s ie r t o l l e n o de ag u a
ríe cada vez más fuerte. Y Karen también. Las dos toman cerveza
directamente de pico, nunca hacen eso en las fiestas pero parece que
sí en las lanchas, con el agua salada salpicándoles una alegría más
ruidosa que el motor.
Cuando el disfuerzo amaina un poco, lo cual toma horas, Hernán
detiene la lancha para que se bañen un rato fuera de la bahía. Todos
se arrojan al agua entonces menos Vania. Hernán le increpa que es
una aburrida, pero a ella le da lo mismo. Escucha los jugueteos ma-
rinos de los demás sin saber qué podría hacer ella fuera de la lancha,
el quinto lado de un cuadrado que ella misma dibujó. Entre las car-
cajadas ajenas y los chapoteos lejanos, Vania decide seriamente que
la próxima semana invitará a Gerda, la de los dientes chuecos, y a
la nerd de Manuela. Seguro que ellas apreciarán más la invitación,
ni casa en la playa tienen, eso se nota, seguramente ni casa propia.
Vania sonríe interiormente mientras se las imagina tomando sol en la
terraza con sus ropas de baño, que deben ser como las de las abuelas
que llegaban hasta los tobillos. ¿No quieres pasearlas en la lancha,
hermanito? ¿No quieres invitarles una cerveza y echarles el bron-
ceador a mis nuevas amigas? Mamá, dile a Hernán que pasée a mis
amigas, Hernancito, hijito, hazle caso a tu hermana. En el interior de
Vania, la sonrisa se convierte en una carcajada silenciosa.
Pero no es lo único silencioso. Repentinamente, ya no llegan a los
oídos de Vania las risitas, ni le llueven sobre la piel las ocasionales
gotas de mar que Hernán hace saltar con sus bobadas. Busca por
todos lados pero nada. Ni chicos ni chicas, ni a un lado ni al otro de
la lancha. No debería ser peligrosa la corriente de Pucusana, Vania
nunca ha sabido de un ahogado pero han desaparecido y Vania toma
conciencia de que nunca ha sabido nada de nadie fuera de su casa
en Pucusana. Los llama, primero bajito y luego a gritos. En el mar no
hay siquiera un eco que le repita los nombres. Aún espera un poco
por si recibe una respuesta. Recién se da cuenta de lo lejos que están
de la playa, no es posible que hayan nadado hasta la casa. Ni hay una
boya cerca para respirar. A Vania se le acelera la sangre. Nunca había
tenido tantas ganas de oír la voz del idiota de su hermano, seguro
que ha retado a los demás a nadar hacia algún sitio, tal vez hacia la
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Sa n t iag o R o n cag l i o l o ( P e r ú )
vieja bolichera encallada al otro lado de la isla. Pero ¿desde tan lejos?
Además, si así fuera, aún deberían estar visibles en algún lado. Sin
pensarlo más, Vania se quita el pareo y el polo y salta a buscarlos. Tal
vez a alguno le ha dado un calambre con tanta cerveza helada y no
puede salir del fondo, tal vez los demás lo están ayudando, pero to-
das las explicaciones le parecen incoherencias, ideas que le corretean
a una la cabeza tratando sin éxito de convertirse en respuestas.
El agua de mar no es como una piscina, es más densa y verde, im-
penetrable, igual no será la primera vez que Vania bucée. De hecho,
lo hace mejor que su hermano, que con todo lo que se mete a los
pulmones no debe ser capaz ni de aguantar la respiración tres segun-
dos. Pero ojalá que sí sea capaz, piensa Vania. Si le ha pasado algo,
ojalá sea capaz de salir del problema, Hernán nunca ha sido muy
bueno justamente para eso, es una suerte que tenga una sonrisa y
un padre que le permitan esquivar sin consecuencias los hospitales,
las comisarías y hasta la universidad. Pero al mar no hay dentadura
ni billetera que lo convenza, el mar solo salpica alegría cuando estás
encima de él.
Por eso Vania se sumerge hasta que no le queda más aire en los
pulmones, y aún un poco más. Es inútil. Ni siquiera puede acercarse
al fondo porque empieza a sentir la presión en los oídos. Con las
lágrimas confundiéndose entre las gotas, saca la cabeza. No sabe qué
hacer. Decide seguir buscando hasta encontrarlos sin saber dónde
buscarlos. Entonces mira hacia la lancha. Y quiere creer que lo que
ve es una ilusión óptica. A bordo, Hernán y Karen le hacen adiós con
sendas botellas de cerveza en las manos. Sobre la proa, Lucho ayuda
a subir a Verónica. Antes de que Vania pueda reaccionar, la lancha
arranca disparada hacia la orilla. Al menos esta vez el ruido del mo-
tor sirve para tapar las risotadas de los muchachos.
Solo quince minutos después, cuando empieza a oscurecer, re-
gresa la lancha a recogerla muerta de frío, cansancio y miedo. Se
siente tan humillada que hasta se le ha apagado la furia, pero la risa
de los demás no se ha apagado aún. Sube en silencio a la lancha. Du-
rante el camino de regreso, Hernán no deja de repetirle que es una
aburrida y que todo lo han hecho para que vea lo rica que estaba el
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Sa n t iag o R o n cag l i o l o ( P e r ú )
mejor va a ser portarse como amigas, que eso son. Esa noche, virgen
y todo, Vania decide bajar al menos para llevar la fiesta en paz y no
darles el gusto de hablar de ella a sus espaldas.
No tarda en arrepentirse, sin embargo, cuando ya está abajo.
Hernán parece sacar cervezas de abajo de las piedras, y las chicas
se las toman como agua. Se ríen. Mientras bebe por compromiso la
única lata de la noche, a Vania le preocupa que despierte su madre
pero Hernán le recuerda que duerme con suficientes pastillas para
dopar a un equipo de fútbol. Después de varias cervezas y de bro-
mear con el short que se ha puesto Karen, muy atrevido, qué horror,
ja, ja, pregunta Hernán a qué más se atreven y Vania abre los ojos
como dos platos. Cuando Hernán saca un huiro, no sabe si escan-
dalizarse o aliviarse. Opta por guardar silencio. Hace dos semanas
que Karen le dijo a Vania que nunca había fumado, pero mientras
los chicos encienden la hierba, ella comenta que hace tiempo que no
fuma. Vania se pregunta si será cierto eso, o falso que Verónica ha
perdido la virginidad. Sobre todo, se pregunta por qué no dedican
la noche a hablar mal de su hermano y pintarse con betún como el
año pasado.
Tras la ronda, todos se ríen más y dicen más tonterías que de
costumbre. Lo peor viene cuando Lucho propone jugar botella bo-
rracha. Vania queda desubicada: no puede besarse con sus amigas ni
con su hermano y preferiría besar a un pulpo que a Lucho. Abortado
el juego, ella tiene que proponer uno nuevo y baja de su cuarto una
baraja. Dos manos de casino son suficientes para aburrir a todos
como ostras y tampoco se puede aceptar el strip poker que Lucho
propone por las mismas razones que la botella, aunque esta vez Ve-
rónica y Karen entre sonrisitas afirman que ellas tampoco quieren,
que no juegan a esas cosas, como si meterle la lengua en la boca a
un tipo fuese más decente que quitarse la blusa, piensa Vania. Como
si me importara la decencia o indecencia de este par de cojudas, se
corrige mentalmente. Pero los minutos pasan y el clímax de la velada
ha sido desperdiciado. Poco a poco, los bostezos de los chicos son
más evidentes y los esfuerzos desesperados de las chicas por diver-
tirse se hacen más patéticos. Ya nada da tanta risa y ellos acaban por
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anunciar que se van a dormir, lo que Vania quería y las otras temían.
Solo entonces surge en la mente de Vania la posibilidad de que se
cuenten chismes, se rían, al fin y al cabo tienen razón, no es necesa-
rio tomarse las cosas tan en serio, bien podrían buscar un poco de
betún de la señora Barandiarán, que hasta Pucusana lleva su betún
y su cepillo de ropa para las pelusas y la polvareda. ¿Se acuerdan
cuando le cortamos un vestido para hacernos tres faldas igualitas?,
le gustaría decir, cuando me ve con la falda, siempre recuerda que
tenía una igual y no sabe qué fue de ella. Y llega a proponer que se
queden un rato pero es tarde, no tiene sentido, ellas también tienen
sueño, total de día ya han trajinado mucho y eso agota, además el
viaje que fue larguísimo, y cuando se despiden para ir a dormir nin-
guna necesita decir nada muy venenoso para que Vania sienta que
esta noche ha cobrado venganza por la broma de la tarde. Le gustaría
sentirse satisfecha, le gustaría sentirse a mano. Pero, igual que todo
el día, no sabe qué sentir más que la sensación de que el invierno no
ha terminado en realidad, solo acaba de empezar.
En la playa, uno siempre amanece más temprano que de cos-
tumbre y sin esfuerzo, arrullado por el lento despertar de las olas
y el olor salado. Pero este sábado, Vania no quiere abrir los ojos. O
quiere abrirlos y encontrarse en su casa de Lima, en viernes, junto
al teléfono de su cuarto, con mamá diciéndole llama a tus amigas
que ya nos vamos a Pucusana para llamar a Gerda y Manuela, antes
tendría que llamar a alguien que tuviera sus números, nunca se los
ha preguntado. Se queda horas así, entre dormida y despierta, dejan-
do que sus sueños deriven en pensamientos y sus pensamientos se
zafen del control de la conciencia. Tanto tiempo dormita y fantasea
que casi le parece un sueño cuando oye a mamá gritar a Deolinda
haz la lista del mercado, pues niña, hay que hacer las compras. ¿Tú
crees que nadie come acá? Y tal vez es un sueño la idea que se le
ocurre para huir, para salir por un rato de esa casa al aire libre que
la asfixia. A mamá le parece extraña la propuesta pero se distrae y se
olvida porque esta Deolinda qué lenta es, caricho, cuándo va a tener
la lista. Vania baja las escaleras como un caballo y encuentra en el
primer piso a los demás, que acaban de terminar de reírse. ¿Quieres
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su hermano al fondo, lejos, pero le parece que más cerca de ella que
Martín. También le parece esta vez que el bote va más rápido que de
ida, como si tuviera prisa por dejarla en la orilla o por arrojarla a las
piedras. Martín, sin embargo, apaga el motor antes del muelle de la
casa y hace el ritual de siempre. Hasta le extiende la mano, aunque
esta vez su brazo parece una viga más del muelle. Atraviesan la te-
rraza y se quedan parados frente a la mampara. Vania se imagina la
mampara como el campo de fuerza de los dibujos animados que su
hermano veía de chiquitos cuando le robaba el control remoto de la
tele. Solo ella puede romper el silencio, y lo hace con una orden que
suena como una súplica: llévalas a la cocina.
Vania solo pisa la cocina de cualquiera de sus casas para pedirle
sándwiches a Deolinda, pero esta vez entra con Martín y trata de
ayudarlo a sacar los víveres. Deje nomás, dice él, Deolinda y yo po-
demos. Sabemos cómo se hace. A Vania sus palabras la hieren más
que toda la noche anterior. Lo peor es que no sabe responder, no
puede, no quiere. ¿Qué va a agarrar cuando le digan ponga aquí el
apio? ¿Cómo sabrá qué es el apio? Se sirve una Coca Cola y decide
irse a su cuarto y olvidarse de este asunto, al fin y al cabo no es im-
portante, al fin y al cabo ella trató de ser amable, tampoco va a estar
lamiendo las suelas de Martín, que ni siquiera tiene suelas porque no
usa zapatos. Cuando va a salir de la cocina sin mirar a nadie, entra
su madre a revisar las compras. Analiza el interior de cada bolsa y
en todas encuentra algo que criticar. Ay, Martín, ¿no sabes distinguir
una palta madura de una verde? Y estos mangos, parecen limones.
¿Dónde está el orégano? ¿No estaba en la lista que compres orégano?
No pues, Martín, si sigues tan distraído contrato a otro nomás, ¿ah?
A Vania le da rabia oír eso, porque Martín sí sabe lo que es una palta
y un rábano y claro que sabe cuándo están maduros, y le gustaría
decirle a su madre que vaya ella y haga las compras por sí misma,
que seguro que en realidad ella tampoco sabe lo que come y solo
disimula porque es la jefa y se supone que debe saber para que no la
estafen. Pero Martín, como siempre, pide disculpas dócilmente, con
la barbilla casi pegada al pecho, recibe sus monedas y Vania piensa
que tal vez él preferiría un gracias.
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Cuando sale Martín, ella deja su Coca Cola y sale tras él. A cada
segundo se siente peor y él ni la mira, cruza la terraza a grandes pa-
sos silenciosos. Ya está en el muelle cuando ella se atreve a abrir la
boca y decir perdón. Él se detiene pero no dice nada. Perdón, repite
ella, por mi mamá, por mí, por todo. Martín tendría derecho a de-
cirle lo que quiera, a gritarle, Vania quisiera que le grite y la insulte
como nunca podrá hacerlo con su madre. Pero tras unos segundos
de silencio, él empieza a temblar ligeramente. Ella piensa que va a
estallar de cólera y está preparada para recibir el estallido. El temblor
de Martín se hace cada vez más intenso hasta que no puede más
y, por primera vez en el día, suelta una carcajada, no un rebuzno
sordo como el de Hernán, sino una risa fuerte, limpia, que a Vania
la reconforta como si le entrase agua caliente al ánimo. Ella se ríe
también, pero no sabe de qué. No le importa. Es mi negocio, explica
Martín, hay que conocer al cliente pues. Tu mamá siempre dice lo
mismo, todititita la vida, Deolinda y yo nos reímos nomás, pero le
decimos sí, señora, sí, señora, y Martín baja la cabeza imitando su
propia cara de cordero degollado para que la señora esté segura de
quién manda aquí y no joda más, eso no lo dice que ya sería falta de
respeto, pero lo piensa. Vania preferiría que lo diga, a ella le gustaría
oír que Martín se burle de su madre con todas sus letras, pero ahora
solo ve la sonrisa del pescador y oye la suya propia, y los dos ahí pa-
rados en el muelle se ríen cada vez más fuerte y cada vez más alto, el
ataque de risa es incontenible aunque Martín se ha llevado el dedo a
la boca para pedir que se rían bajito, si no luego la señora va a decir
que si se sigue riendo fuerte no lo va a volver a contratar, qué se ha
creído, y él va a decir sí, señora, sí, señora, con la barbilla pegada al
pecho para disimular la risa, y Vania tiene tanta risa que no la pue-
de disimular, no se puede controlar, se va para atrás ligeramente y
pisa en falso, se va a caer, pero Martín la ha visto a tiempo, la toma
del brazo y la jala hacia sí. Cuidado, le dice, fíjate dónde pisas, ella
ha quedado casi abrazada a él y ya no tiene ganas de fijarse dónde
pisa, solo tiene ganas de cerrar los ojos, adelantar la cabeza y rozar
con sus labios los labios duros y gruesos del pescador. Y lo hace. Él
palidece. Adentro se oye la voz de la señora Barandiarán llamando
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hecho gestos que ella preferiría no ver. Esta tarde en la terraza, Vania
ha pescado a Hernán explicándole a Lucho una pose obscena que
quería hacer (¿o había hecho?) con Karen. Vania casi no oyó nada,
salió asqueada, pero quizá no le daría tanto asco si Martín quisie-
ra… si sus amigos le hubieran dicho… Vania está nerviosa. Por eso,
mientras Karen y Verónica se arreglan, Vania las interroga. ¿Qué tal?
¿La pasaste bien con Lucho? ¿Y tú con Hernán? Ellas la han pasado
bien, sí, no se pueden quejar. ¿Y tú con tu pescador? Vania se ríe y
aclara que no es su pescador, que solo tuvo ganas de acompañarlo a
hacer las compras para variar. Ellas se ríen también. Es broma. Todas
se ríen con complicidad como no lo hacían desde el año pasado.
Pero ahora que lo hacen, Vania ya no extraña sus risas, ahora está
dispuesta a invitarlas de nuevo el próximo fin de semana con tal de
que distraigan a su hermano y su mejor amigo de turno. Ahora Vania
vuelve a reír, con más ganas que nunca.
Finalmente, Hernán decide quedarse en casa, total, se la pasan
igual de bien y aún queda hierba. Siempre amable, Vania dice que
ella está muy cansada y se va a dormir. Eso es, Vania, sin desper-
tar sospechas, tranquilidad ante todo. En su cuarto tiene un espejo
grande y se prueba la ropa interior frente a él. Tiene un air bra, pero
no sabe si será lo adecuado. Se pone también uno morado, que le
parece demasiado infantil, y uno negro, que es más elegante pero
no le levanta nada, una porquería. Al final se decide por el primero,
con un calzoncito tipo tanga brasileña. Su mamá ni sabe que se ha
comprado esa ropa, seguro diría que está muy niña para ponerse
esas cosas, pero su mamá es una estúpida, así de fácil. Encima del
calzón se pone una mini de cuero de Karen, qué importa, ni se va a
dar cuenta ni la va a necesitar. Y arriba, un top blanco. Cuando se ve
frente al espejo, ya pintados los ojos y los labios, siente que reluce
con un brillo secreto y se estremece. Son las 11.30.
Abajo, la juerga parece estar en lo mejor. Han puesto reggae y
hablan fuerte. Por si la ven, Vania se pone una bata de baño. Cuando
llega a la escalera, las voces delatan que los chicos ya han avanzado
varios tragos y el olor habla de tabaco y por lo menos un huiro. Con-
chudos, piensa Vania, con mamá en el cuarto. Cojuda, se responde
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Rapiñ a
Sus gritos superaban los elevados decibeles a los que cualquier ser
humano común y corriente estaría acostumbrado, pero no había
más gente por los alrededores —todos se hallaban en los diferentes
cierres de campaña de los políticos de turno y los que no, observa-
ban los acontecimientos desde sus televisores—, así que la resonan-
cia tan solo rebotaba en las paredes de la nada, en el espacio vacío
que no era lo único que la escuchaba, pero que parecía ser lo único
que le respondería. La nada. La nada y sus captores; ellos también
recibían el impacto sonoro de aquel grito sobrenatural, descomunal,
pero lo ignoraban como quienes se hacen indiferentes ante la angus-
tia, ante la desesperación, ante tanto dolor. La impunidad profanaba
las paredes del solitario callejón.
El más viejo de los dos hombres la tenía tomada del cuello, de
espaldas a él, mientras el otro le rasgaba la ropa con torpeza. Ella
movía la cabeza a diestra y siniestra, a la vez que pataleaba con todas
sus fuerzas, y contorneaba el cuerpo como serpiente cascabel. A ve-
ces lograba morder a quien la tenía presa de la garganta, únicamente
para provocar una bofetada mayor a la anterior, o un tirón de cabello
que parecía desnucarla en cada una de las ocasiones.
Yo había comenzado por accidente a observar el espectáculo, con-
gelado ante el pavor que me sobrevino, y acuartelado tras saberme
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Rapi ñ a
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N á u f r aga e n Nax os
Ariadna Vásquez
He soñado que solo tengo un seno. Pero no un seno que sabe que
le falta el otro. No, así no. Simplemente tengo un seno en el medio,
como los cíclopes tienen solo un ojo.
Sueño que me detengo delante de un espejo, y que de mi blusa
sale una especie de cono pequeño, diminuto, justo en el centro de
donde deberían estar mis dos senos. Me quito la blusa, y entonces
aparece él, el único: un seno extrañamente hermoso.
—¿Cuál es tu reacción al hecho de que solo tengas un seno?
—¿Reacción?
—Sí… es decir, en el sueño.
—La reacción la tengo solo cuando despierto. En el sueño no
siento nada que me remita a esa palabra.
—¿Qué palabra?
—Reacción.
—¿Te sientes extraña? ¿Tienes ganas de tener otro seno, por
ejemplo?
—No… no creo, creo que me siento plena con ese seno, me sien-
to… como si tuviera un astro que nace de mi pecho, uno solo.
—¿Un astro?
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A r iad n a V á s q u e z ( Rep ú b l ica D o mi n ica n a )
Quiero hablar un poco de mí, solo por hoy. Escuche esto: hace un
año que vivo en La Condesa. Es una habitación barata en una azotea.
Pago dos mil quinientos pesos al mes. La renta incluye la lavada de
la ropa, el gas e incluso el cable. No tengo que pagar cable. Daniel
me avisó de esta renta. Me llamó una mañana como caído del sol, y
me dijo: ¿De veras quieres mudarte? Claro, claro, le dije, y entonces
nos dio el teléfono a mí y a Dante. Llamamos y vinimos los tres a
ver la habitación. Todo fue muy rápido. Casi puedo decir que Daniel
decidió por mí. De Dante hablaré después.
Se ha quedado esperando sobre una roca salada en Naxos. Sus brazos se han
ido alargando, por eso abraza su espalda, o viceversa. La abraza y sus ojos
tienen ojeras profundas, huecos oscuros de los que parece surgir la mirada de
otra mujer que jamás será ella.
Sus omóplatos parecen alas, y en su cabello está enredado el hilo, el hilo
maldito que le recuerda, le dice, no tejer, no volver a tejer porque esperar
sin concentrarse en esperar es precisamente lo que ella no debe hacer. Debe
esperar así, acongojada, cubierta por los brazos y las piernas, con la piel
seca de cansancio, con los ojos muertos y una saliva tatuada en el vértice de
los labios. Mirar, mirar. Solo así es la espera y no se puede tejer, no se puede
respirar muy fuerte porque en un hálito de aire se muere un instante delicioso
donde él podría venir a buscarla. Su destino ya no depende de los Dio-
ses, pero ella no ha dejado de creer en ellos.
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A r iad n a V á s q u e z ( Rep ú b l ica D o mi n ica n a )
Con Sir Osbourne ha sido todo muy extraño, alucinante. Cada día
que bajo, hablamos; más bien, él lee; me cuenta la historia de Ariad-
na esperando en Naxos y me dice que es esa mi única historia, que
es esa mi única espera, que esa mujer soy yo.
Yo quiero contarle mi vida y a veces le cuento. Le digo mis sueños
mientras él se maquilla los ojos casi sentado frente a mí en un sillón
Luis xv. Siempre con un espejito en las manos. Me mira fijamente
solo cuando soy yo la que digo algo extraño; entonces repite lo que
digo como preguntándome. Pero Sir Osbourne no está interesado en
mis historias. Él cree que no tengo otra historia, y tiene razón, por
eso lo escucho mientras habla de mí.
Él habla y yo acaricio a sus gatos que están por todas partes.
Nunca los he contado, son muchos, muchos gatos. No los reconoz-
co bien, pero todo huele a ellos. Cuando salgo del departamento yo
también huelo a ellos, me siento mitad felina encantada, como Sile-
no salido de algún mito. Sir Osbourne cree mucho en los mitos.
Escuche solo por hoy. Quiero hablar un poco de mí, lo necesito.
Quiero decir Tres y empezar: suena mi celular. Es Dante. Él quiere
tachas y aceites, yo quiero entrarlo en mi vida. Lo cito en el Centro al
día siguiente. Él llega con las manos en los bolsillos. Tiene el cabello
enrolado, súper chino; es débil, es alto, inquieto, tiene una cicatriz
abierta sobre la boca. Es un monstruo hermoso, perfecto.
Dos. Dante estudia fotografía. Yo le pago sus cursos, le pago todo
porque hace dos años se fue de casa de sus padres y se vino a vivir
conmigo. No aquí en La Condesa, aquí nos mudamos hace solo un
año. Se fue conmigo a Clavería.
Dante tiene veintiséis años. No tiene amigos porque roba. Roba a
todo el mundo y escupe en el suelo del metro, en el suelo de la casa,
escupe en la maceta de la pata de elefante. También miente. A veces
me golpea los senos, la cara, el brazo izquierdo y la espalda. Se enoja
cuando no tenemos dinero, se enoja cuando no consigo marihuana,
cuando me río de su cicatriz, cuando no lo beso en las noches. Si lo
miro sin pestañear se enoja. Dante es un artista.
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Ella podría remar con los brazos, si quisiera. Puede hacer de su cuerpo una
barca y remar hasta llegar a Creta. Pero allí solo estaría la muerte para ella.
Mejor espera; entonces abre los ojos con demencia y espera.
Teseo… Teseo… Cuatro siglos y Ariadna espera sobre la misma roca,
arropada con sus brazos. Empieza a tallarse un laberinto en el pecho. Su
espalda se dobla en direcciones desconocidas. Sus brazos siguen creciendo y
la cubren; la van cubriendo como ovillo. Su cabeza se dobla hacia un costado.
Se humedece su cabello con la arena, pero ella sigue mirando hacia delante…
Teseo… Teseo… Su torso es apretado hacia dentro, hacia lo inoportuno, sus
senos se condensan cada vez, siempre cada vez, cada mañana, los pezones
se van desgarrando. Nace, va naciendo ese mito del que nadie habla jamás.
Un seno, un solo seno toma la forma de su pecho. Un único seno brota como
burbuja del centro de su pecho y se apodera de ese cuerpo flagelado. Allí toda
su leche, todos sus jugos se concentran endemoniándose, se mezclan. Teseo…
Teseo… Allí está toda la maldición.
No puede dejar de esperar, aunque quisiera. Ya no es el hilo, el hilo no
importa; no importa la traición ni Dionisio desposándola, ni el Olimpo. Todo
es demasiado macabro, acalambrado. Todo es una historia de ovillos que son
brazos, que se unen, que son senos haciéndose fundir en uno solo. Es la histo-
ria de la espera, del deseo. No cabe duda.
Solo quiero decir Uno y tratar de contar, tratar de decir: No hay luz.
Todo está oscuro y él acaba de irse. Llego al hogar y aunque está
oscuro, lo sé. Siento que me ha abandonado. Escribo la lista de las
cosas que se robó de la habitación:
Guitarra cartas I Ching revista Replicante mis ojos colirio toda la
mota toda la coca todo el dinero su almohada toalla amarilla enchufe
mis ojos vela roja tijeras el om.
Llamo a Daniel, ven, Daniel, y Daniel llega y me abraza. Luego
llega la luz en La Condesa. Es cierto, Dante se ha ido y me ha dejado
enganchada con mi dealer, con mis clientes, sin mis ojos. Mi vida es
contar del Cuatro al Uno. Todo lo que veo ahora es esperarlo.
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En segundo lugar está la sal. Existe una versión cada día más cercana a lo
comprobable, en la que se plantea que el cristianismo pudo haber tomado
la leyenda de la mujer de Lot, con algunas variantes, por supuesto, a partir
de la creencia de que el cuerpo de Ariadna, ante tanta desesperación por el
abandono de Teseo, se une a la isla Naxos en forma de sal. Es esta la segunda
mutación de la espera, que abordaremos también en un apartado posterior.
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S o pa de p o l l o
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Slavko Zupcic
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más bien que nunca envió nada, que nunca se atrevió a empujar la
ventanilla del buzón y regresaba a casa después de haber pegado las
estampillas?
Si trataba de desanimarme, sus preguntas no surtieron el efecto
deseado. Permanecí junto al teléfono y, después de intentar respon-
derle, le pedí ayuda para la traducción de las cartas y le pregunté si
«el tristemente famoso Z. D., vendepatria expulsado del Movimiento
en 1948» que aparecía en la página cuarenta y ocho de La elección
del aire era su colega el ministro o, lo que es lo mismo, mi padre,
Zlatica Didič.
Él atendió mi petición y fingió haber leído los poemas que un
año atrás yo había publicado en El Carabobeño.
—Sí, es cierto, yo también fui ministro de Ante Pavelich. —Su
voz sonaba extraña, como si cada una de las palabras pronuncia-
das significara mucho más de lo que parecía—. Lo que no haremos
todavía será reunirnos para la traducción. Deja que me recupere y,
cuando vengas, me traes el álbum. Debió habérmelo robado algu-
na de las empleadas del negocio. Todas eran primas, unas de otras
—terminó de decirme en un castellano perfecto, muy diferente al
que mi tía decía que hablaba mi padre y que yo nunca había tenido
la oportunidad de escuchar.
Esperando esa recuperación transcurrió más tiempo del que ini-
cialmente habíamos pensado y yo, en una de nuestras ya frecuentes
conversaciones telefónicas, me atreví a insinuar la posibilidad de ir
al Hogar Yugoslavo, a lo que quedaba del Hogar Yugoslavo, y so-
licitar la ayuda de algún traductor, pero Salvador Prasel se opuso
rotundamente.
—Al Hogar Yugoslavo, no. Pronto me recuperaré y podrás venir
cuando quieras a mi casa. Compra mientras tanto los libros de Dani-
lo Kiš y busca información sobre San Desiderio en alguna biografía
de San Genaro.
De todas maneras no perdí la costumbre de llamarlo. En aquellos
días una carta que mi padre supuestamente había enviado a Mary
Monazin desde Hamburgo reposaba a la derecha de mi cuerpo.
—¿Cómo está, Salvador? ¿Cómo le ha ido?
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B i o g r a f í a s de l o s a u t o r e s
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Í n dice
Prólogo
Diego Trelles Paz 7
S u n - Wo o
Oliverio Coelho (Argentina) 23
En la estepa
Samanta Schweblin (Argentina) 33
Camas gemelas
Giovanna Rivero (Bolivia) 41
Espinazo de pez
Santiago Nazarian (Brasil) 49
Hipotéticamente
Antonio Ungar (Colombia) 53
Los curiosos
Juan Gabriel Vásquez (Colombia) 61
Huracán
Ena Lucía Portela (Cuba) 67
Árbol genealógico
Andrea Jeftanovic (Chile) 81
Hojas de afeitar
Lina Meruane (Chile) 89
Pseudoefedrina
Antonio Ortuño (México) 107
Boxeador
Carlos Wynter Melo (Panamá) 121
Rapiña
Yolanda Arroyo Pizarro (Puerto Rico) 157
Náufraga en Naxos
Ariadna Vásquez (República Dominicana) 161
Sopa de pollo
Ignacio Alcuri (Uruguay) 171