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El futuro no es nuestro

El futuro no es nuestro
Nueva narrativa latinoamericana

Selección y prólogo Diego Trelles Paz


El futuro no es nuestro
Santiago de Chile: Uqbar Editores, 2009
198 p. 15,5 x 22,5
ISBN: 978-................................
Materia: literatura – antología – nueva narrativa – breve – latinoamérica

El futuro no es nuestro
© Edición de Diego Trelles Paz
© Uqbar Editores, enero 2009

www.uqbareditores.cl
Teléfono 2247239
Santiago de Chile

ISBN N° 978-..........................

Asistente editorial: Carla Morales Ebner


Diseño colección: Caterina di Girolamo
Fotografía de solapa: Francesc Fernández
Diagramación: Salgó Ltda.

Impresión: Salesianos Impresores


Esta edición consta de 1.000 ejemplares

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así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamos públicos.

dirección de colección literatura: Isabel M. Buzeta Page


P r ó l o go

La novedad y el presente. El instante literario capturado como en


un encuadre fotográfico para dar cuenta de la violencia del cambio.
La posible trascendencia, el posible porvenir, y al medio de esta ma-
quinaria azarosa, el antólogo que actúa como demiurgo mientras,
tomando prestada la frase del crítico uruguayo Ángel Rama (1926-
1983), se pregunta en secreto: «¿Quién de todos se quedará en la
historia?».1
La interrogante de Rama no es indiscreta ni peca de impertinente
para desentrañar las leyes y motivaciones del género de las anto-
logías generacionales. De hecho es bastante certera para ilustrar la
secreta aspiración del que compila: sus criterios de valor, la forma
en que jerarquiza y deslinda, agrupa y rechaza busca dar cuenta del
estado actual de la literatura con la mira siempre puesta en un futuro
anunciado y prefigurado por él mismo. De esta manera, si alguno de

1 La frase la atribuye a Rama el escritor argentino Tomás Eloy Martínez (1934)


en «Por qué están los que están», artículo de su autoría aparecido en el su-
plemento adn del diario argentino La Nación, el 5 de marzo de 2008. Citado
del portal electrónico de La Nación (http://adncultura.lanacion.com.ar/nota.
asp?nota_id=993112&origen=relacionadas). Acceso: 21 de julio, 2008.

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sus nominados perdura aún en vida en el imaginario colectivo o si


trasciende con sus obras la barrera física de la existencia, el triunfo
será siempre compartido, entre el escritor popular y aquel que lo
descubre, lo forja, lo interpreta, lo presenta.
En la historia narrativa de América Latina no son pocas las selec-
ciones de cuentos que han buscado ilustrar la actualidad (histórica,
política, social, económica, tecnológica, etc.) a través de los más di-
versos ejes temáticos; sin embargo, este número decrece de manera
ostensible cuando lo anhelado es la articulación de un corpus regional
de autores contemporáneos y representativos de un momento históri-
co dado. Una de las más citadas y leídas, Del cuento hispanoamericano.
Antología crítico-histórica (1964) del crítico estadounidense Seymour
Menton (1927), ofrece una vista panorámica, bastante efectiva para
el estudiante universitario, del devenir del cuento en la América his-
pana. La antología de Menton cumple con la función divulgadora de
estos proyectos, siempre bajo una consigna más académica, y ordena
a los autores de diferentes países a partir de los distintos movimientos
literarios a los que fueron suscritos por el canon crítico. En su texto,
el autor concibe una radiografía de la evolución formal y temática del
relato en nuestros países y, como señala Julio Ortega (1942), hace
«del cuento una suma nacional, y a veces incluso regional».2 De esta
manera, pues, su interés o foco de acción no se articula en torno al
presente como ruptura de algo previo, sino sobre la base de aquello
que hay de continuo y coincidente en todo este proceso histórico.
No es este el caso de Onda y escritura, jóvenes de 20 a 33 (1971) de
Margo Glantz (1930) que, aunque solo está centrada en el escenario
mexicano, a partir de un famoso relato («¿Cuál es la onda?») de José
Agustín (1944), nombra y define un movimiento literario de van-
guardia («La onda») del cual sus presuntos integrantes se desenten-
derán hasta el presente, como lo atestiguan las palabras del propio
Agustín publicadas en su artículo «La onda que nunca existió»:

2 Julio Ortega (ed.), El muro y la intemperie. El nuevo cuento latinoamericano, New


Hampshire, Ediciones del Norte, 1989, pp. iv-v.

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Prólogo

No se trataba de un movimiento literario articulado y coordinado como


los estridentistas, surrealistas, existencialistas, beats o nadaístas. Ni si-
quiera éramos un grupo sin grupo como los Contemporáneos, pues
[Gustavo] Sainz y Parménides [García Saldaña] nunca fueron amigos
y se trataron muy poco. Nunca nos reunimos a elaborar un manifiesto
de «La Onda» ni disparamos nuestros cánones. Ni remotamente nos
apuntamos como modelos a seguir y hacíamos libros por el gusto de
escribirlos. Compartíamos, eso sí, un espíritu generacional por lo cual
los primeros lectores entusiastas fueron jóvenes de nuestra edad que se
sintieron expresados en nuestros libros.3

Si hay algo que Glantz delimita con mucho éxito es su marco


temporal. Es decir, el emparejamiento de estos nóveles autores —y,
por extensión, el del público lector al que estaba dirigido primaria-
mente el texto— sobre un rango manejable de edad que abarca trece
años (de 20 a 33) y no deja mayores dudas en torno a la juventud
de los participantes (cuando se publica, Agustín y García Saldaña
tienen 27 años y Sainz tiene 31).
Definir un espacio de tiempo señalando los límites de lo que para
un antólogo es novedoso o joven en términos literarios conlleva siem-
pre la debilidad de lo arbitrario y es por esa razón que en la mayoría
de las antologías posteriores a la de Glantz suceden dos cosas: 1) se
emplean con extremo cuidado términos como «generación», «nue-
vo» y «juventud», y 2) se tiende a establecer fechas divisorias que
nunca consiguen respetarse del todo. Hago aquí referencia a este
valioso antecedente para señalar uno de mis principales objetivos en
la elaboración de esta selección: la necesidad medular de establecer
un rango cronológico, no tanto porque descrea de la validez de esas
objeciones en torno a la relatividad de conceptos como «lo nuevo» y
«lo joven», sino porque entiendo que es preferible asumir esa limita-
ción metodológica en el intento de plasmar algo que, por naturaleza,
en un mundo ya radicalmente modificado en sus hábitos y valores

3 José Agustín, «La onda que nunca existió» en Revista de Crítica Literaria Latinoa-
mericana, nº 59, Perú, 2004, pp. 13-14.

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por la tecnología y marcado por el fin de las utopías de transforma-


ción política y social, se percibe como escurridizo y fugaz.
Hablo, pues, de la forma de afrontar el acto de la escritura —eso
que en la cita previa Agustín llama «espíritu generacional»— de un
grupo de escritores de América Latina nacidos justo después del
mayo parisino del 68 y de la matanza estudiantil de Tlatelolco; edu-
cados en el marco de dictaduras militares en la Argentina, Bolivia,
Brasil, Chile, República Dominicana, El Salvador, Ecuador, Guate-
mala, Honduras, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú y Uruguay;
adolescentes y jóvenes que fueron testigos del derrumbe del muro de
Berlín, la matanza de la plaza de Tiananmen, la matanza de Srebreni-
ca, la caída de la Perestroika y la disgregación de la Unión Soviética,
el fin de la Guerra Fría, la subversión armada y la represión militar
sudamericana, la aparición de Internet, el suicidio de Kurt Cobain,
el asesinato metódico y prolongado de mujeres en Ciudad Juárez, el
auge de la música electrónica, el desplome de las Torres Gemelas en
Nueva York, los atentados terroristas en España y el Reino Unido, el
enfrentamiento palestino-israelí, la cárcel de Guantánamo, el geno-
cidio en Darfur, la elección del primer presidente estadounidense de
raza negra y, entre muchos otros conflictos armados, las invasiones
de la Unión Soviética a Afganistán y de Estados Unidos —junto a
una coalición internacional de países— a Irak.
La determinación del rango de edad, que en esta antología incluye
a escritores con obra publicada nacidos entre 1970 y 1980, se basó
en dos premisas que intentaré explicar a lo largo de este prólogo. La
primera es la posibilidad de diferenciar a esta promoción de autores
de aquella reunida en las antologías McOndo (1996), Líneas aéreas
(1997) y Se habla español (2000), cuyos testimonios, leídos en las
jornadas literarias de Sevilla, aparecieron en el libro Palabra de Amé-
rica4 (2003): un conjunto estupendo de escritores latinoamericanos

4 N. del E.: El compilatorio Palabra de América contiene las intervenciones en


estas jornadas sevillanas de doce escritores hispanoamericanos, en su mayoría
nacidos en la década del 60. Por otro lado, es necesario notar aquí que algunos
de los autores incluidos en El futuro no es nuestro aparecieron también en estas

10
Prólogo

que nace en su mayoría en la década del 60 y que, definitivamente,


eran jóvenes cuando estas compilaciones vieron la luz.
La segunda premisa está asociada al título de este volumen, título
del cual soy único responsable y que, al igual que el contenido de
este texto inicial, no representa necesariamente la opinión de los
autores seleccionados. El futuro no es nuestro surge, en primer lugar,
como respuesta a una serie de malentendidos asociados con la idea
demagógica, pregonada y repetida cual eslogan hasta el hartazgo, de
que el futuro les pertenece a los más jóvenes. Aquella cantata mal
disfrazada de sincera esperanza suele encubrir y aspira a justificar
un presente desolador: catastrófico en términos de equidad y justi-
cia social, siniestro en materia de respeto a los derechos humanos,
apocalíptico para la salud ecológica del planeta, cínico con los me-
nos favorecidos por el fundamentalismo neoliberal de un mercado
actualmente en caída libre.
En una segunda acepción, El futuro no es nuestro se plantea como
una respuesta anticipada a la pregunta sobre el porvenir literario
que se convierte en asunto insoslayable llegado el momento de los
recuentos y los relevos. En la breve e intensa historia de las antolo-
gías generacionales en Latinoamérica, la interrogante sobre el futuro
ha prevalecido como columna vertebral del género. La inquietud
sobre la trascendencia o perduración autoral estaba ya presente en
Novísimos narradores hispanoamericanos en Marcha (1981), selección
precursora de Ángel Rama, y, de la misma forma, la postulación de
un porvenir anticipado desde el presente y su posterior descubri-
miento en las nuevas sensibilidades de fin de milenio son la base de
los dos proyectos antológicos de Julio Ortega: El muro y la intemperie.
El nuevo cuento latinoamericano (1989) y Antología del cuento latino-
americano del siglo xxi: Las horas y las hordas (1997).
Al respecto, resulta interesante señalar la manera como Ortega
introduce al público lector el segundo de sus volúmenes:

nóminas. La razón principal es que los marcos temporales de aquellos proyectos


fueron planteados con mayor flexibilidad (por lo general, se puso 1960 como
fecha límite de nacimiento).

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Esta antología parte de una convicción: el futuro ya está aquí, y se ade-


lanta y se precipita en algunos textos recientes que abren los escena-
rios donde empezamos a leer lo que seremos. No se trata del mero
futurismo tecnológico, que es un cálculo de posibilidades, sino de una
sensibilidad de fin de siglo que da cuenta de las nuevas subjetividades,
inquietas de futuridad.5

La propuesta de Ortega mira con optimismo la proyección de


este futuro verbalizado, a tres años del cambio de milenio, por rela-
tos que

vienen de las crisis de representación nacional y se mueven hacia el


espacio intermediador de lo que se llama hoy en día «la nueva inter-
nacionalidad», es decir, la noción de un mundo más diverso y más in-
ternacional, requerido de redes solidarias capaces de resistir las nuevas
hegemonías.6

Aunque la propuesta del crítico era generosa para observar la


aparición de este nuevo espacio de creación, multigenérico y multi-
nacional, lo que trajo el futuro inmediato se mostró menos holgado
de lo previsto. Ya en 1996, con la salida de McOndo, una antología
compilada y prologada por los escritores chilenos Alberto Fuguet
(1964) y Sergio Gómez (1962), con un saludable ánimo provoca-
dor y una selección acertada de relatos, aunque limitada por una
propuesta teórica poco sólida y algo tartamuda para darle voz al
verdadero cambio temático, formal y lingüístico que estaba expe-
rimentando la literatura latinoamericana en la década del 90, esa
«inquietud de futuridad» de la que habla Ortega aparece casi exclu-
sivamente ligada a la figura totémica de Estados Unidos como espejo
cóncavo ante el cual el escritor latinoamericano del siglo xxi tendría
que reflejarse.

5 Julio Ortega (ed.), Antología del cuento latinoamericano del siglo xxi: Las horas y las
hordas, México, Siglo xxi Editores, 1997, p. 11.
6 Ibíd., ob. cit., pp. 12-13.

12
Prólogo

Lo que Fuguet y Gómez denominaron el país «McOndo» fue una


respuesta enérgica más que al Macondo literario de Gabriel García
Márquez (1927), a la estela de epígonos del escritor colombiano que
hasta el presente vende una versión bastarda del realismo mágico en
la que se combinan para llevar magia, folclore y cocina milagrosa.
Aunque la idea principal del proyecto no dejaba de ser interesante,
e incluso se mostró valiente para superar lo que Eduardo Becerra
llama «el anquilosamiento existente de determinado pasaje latino-
americano que la propia narrativa ayudó a forjar tiempo atrás», su
planteo trastabilla y termina desplomándose porque «responde a la
homogeneización macondiana con una imagen igualmente unifor-
me de una América Latina de fisonomía demasiado próxima a la de
cualquier ciudad estadounidense».7
De esta manera, lo que pudo ser una apuesta genuina de reno-
vación estilística y temática, una reflexión aguda sobre las nuevas
formas de contar y plasmar las contradicciones que iba generando
la modernidad agresiva en el continente, termina convertida en un
simulacro inofensivo de lo que precisamente Fuguet y Gómez bus-
caban criticar: si en el peor realismo mágico América Latina queda
reducida al exotismo-a-pedido del consumidor foráneo y de los de-
partamentos de español estadounidenses y europeos, en «McOndo»
esta figura deformada con varita mágica es reemplazada por la exclu-
yente realidad latinoamericana del lounge y del mall:

Si hace unos años la disyuntiva del escritor joven estaba entre tomar el
lápiz o la carabina, ahora parece que lo más angustiante para escribir es
elegir entre Windows 95 o Macintosh […] En McOndo hay McDonald’s,
computadores Mac y condominios, amén de hoteles de cinco estrellas
construidos con dinero lavado y malls gigantescos […] De paso, diga-
mos que McOndo es mtv Latina, pero en papel y letras de molde.8

7 Eduardo Becerra (ed.), Líneas aéreas, Madrid, Lengua de Trapo, 1997, p. xxii.
8 Sergio Gómez y Alberto Fuguet (ed.), McOndo, Barcelona, Mondadori, 1996,
pp. 13, 15 y 16.

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La llegada de Se habla español (2000), antología en la que Fuguet


repite el plato acompañado esta vez del escritor boliviano Edmun-
do Paz Soldán (1967), supone la consolidación de muchos de los
escritores que ya habían aparecido tanto en McOndo como en Líneas
aéreas.9 La selección de Fuguet y Paz Soldán deja en claro desde el
principio su carácter temático —el objetivo es elaborar «una anto-
logía sobre los Estados Unidos, sí, pero [escrita] en español»10— y
exhibe una idea bastante específica de lo que sus autores buscan (de)
mostrar en ella:

La idea de la antología era plasmar la colonia (el perfume, digamos)


de los tiempos. Escribir cuentos, o textos, que, de una u otra manera,
captaran el zeitgeist actual. Sign o’ the Times, en palabras de Prince. Una
colección que oliera a French fries, buttered popcorn and Sloppy Joes
pero también a burritos, productos Goya, smoothies de mango-guayaba
y Häagen-Dazs de dulce de leche.11

Aunque Se habla español se desentiende radicalmente de la crítica


al realismo mágico que había sido tomada como un ataque personal
a García Márquez gracias a cierta ambivalencia en el prólogo McOn-
diando y a mucha animadversión periodística y académica, resulta
difícil no ver en esta selección una continuación del primer proyecto
antológico de Fuguet. «Estados Unidos —let’s face it— está en todas

9 Algunos de los escritores mexicanos y colombianos participantes en estas an-


tologías fueron posteriormente incluidos en dos grupos que no son analizados
en el presente prólogo: el Crack mexicano y la Nueva Ola colombiana. Más
cercanos a la curiosidad publicitaria que a la seria formulación de un movi-
miento literario; mucho más atentos a la repercusión y a la agenda mediática
que a la necesidad expresiva o al descubrimiento de una sensibilidad conjunta;
profundamente encantados con el padrinazgo del escritor reconocido que vali-
da públicamente un movimiento fantasma dispuesto a engrosar —literalmente:
como sea— las ventas de novelas en las librerías españolas, el Crack mexicano y
la Nueva Ola colombiana no pueden ser tomados en cuenta con seriedad en este
texto.
10 Alberto Fuguet y Edmundo Paz Soldán (ed.), Se habla español. Voces latinas en
«usa», Miami, Alfaguara, 2000, p. 14.
11 Fuguet y Paz Soldán, ob. cit., p. 15.

14
Prólogo

partes»,12 anuncia un texto que utiliza, de una manera algo forzada,


el español y el inglés para profundizar en la relación ineludible entre
«America (ya saben qué América)» y el «latinoamericano perdido/
atrapado/seducido»13 por ella.
Con todos sus aciertos y defectos es, sin embargo, necesario re-
calcar y saludar aquí un hecho incuestionable: tanto McOndo como
Líneas aéreas y Se habla español consiguieron darle forma a una ge-
neración de escritores latinoamericanos (y españoles) que, con una
mirada propia aunque con distinta fortuna, consiguió escribir y des-
cribir un mundo literario ya alejado de las fronteras limitantes de
lo nacional, y cuyo acercamiento fructífero hacia otros soportes y
géneros artísticos abrió el espectro de la ficción para todos los que,
atentos y expectantes, veníamos detrás.14 Frente a ellos, El futuro no
es nuestro se anuncia, aquí y ahora, con el bisturí entre los dedos y la
alegre certeza de que en la literatura, como en todo arte, sin rupturas
no hay relevos.

Y, ciertamente, una de nuestras mayores paradojas como grupo es


que la ruptura es, ante todo, interna. Algo de esta disgregación ger-
minal, de este aislamiento forzado, de este desencanto algo cínico
que principia en la propia puerta ha sido descrito por el narrador
Tryno Maldonado (1977) en su prólogo a Grandes hits, vol. 1. Nueva
generación de narradores mexicanos (2008), con estas palabras:

12 Ibíd., p. 14.
13 Ibíd., pp. 14 y 17.
14 Utilizo, aquí y en otros pasajes del texto, la primera persona en plural (nosotros)
porque El futuro no es nuestro es un proyecto bipartito hecho y concebido por
escritores. La primera sección es electrónica y de acceso gratuito. Está formada
por 63 autores de 16 países. Fue publicada en agosto de 2008 en la revista co-
lombiana Pie de página. Puede consultarse aquí: http://www.piedepagina.com/
redux/category/especiales/el-futuro-no-es-nuestro/

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D ieg o T r e l l e s P a z

Los autores de esta antología [pertenecen a] […] una generación llena


de desencanto, que se pertrecha en el cinismo y en la indiferencia para
evitar volver a ser defraudada, que ya no cree en nada porque toda su
vida ha transcurrido en el engaño. Una generación a la que su país ha
criado a base de grandes dosis de promesas incumplidas, una mayor
que la otra, como una broma que no tiene fin.15

Aunque en muchos de los relatos de El futuro no es nuestro es


reconocible esa convicción algo nihilista con la que se afronta in-
dividualmente el desencanto al que hace referencia Maldonado, así
como las distintas opciones estilísticas y temáticas y las múltiples
influencias no solo literarias de los escritores presentes, es posible
también encontrar entre ellos puntuales correspondencias. Si es
cierto, por ejemplo, que el cinismo, la indiferencia y el individua-
lismo están presentes, directa u oblicuamente, en mucha de la pro-
ducción de estos autores hasta el punto de tentar una unidad algo
particular, ciñéndome estrictamente a los cuentos que conforman
esta antología es posible agregar que las preocupaciones y los moti-
vos medulares de la tradición literaria latinoamericana, en esencia,
no se han alterado.
En muchos de estos relatos, por ejemplo, son las diferentes ma-
nifestaciones de la violencia, tanto en las relaciones interpersonales
como a partir del difícil proceso de convivencia cultural, social y
político de naciones altamente desiguales, las que forman o com-
plementan el nudo general de los conflictos. Por un lado, está esa
violencia cotidiana, rutinaria y generalizada que lo impregna y lo
degrada todo, como en el caso de «Los curiosos» de Juan Gabriel
Vásquez, donde el espectáculo de la muerte esteriliza a una turba de
mirones apostada sobre un puente para ver el rescate de los muertos
que han sido arrojados al río Medellín. Este voyeurismo intrigante y
morboso es el mismo que paraliza y fascina al hombre que observa
la violación de una niña en «Rapiña» de Yolanda Arroyo Pizarro, un

15 Tryno Maldonado (ed.), Grandes hits, vol. 1. Nueva generación de narradores


mexicanos, Oaxaca, Almadía, 2008, p. 12.

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Prólogo

cuento de fuerte carga alegórica, escalofriante y poderoso como un


golpe de puño. Por el otro lado, está la violencia del enfrentamiento
entre clases, del odio racial y de la segregación comunitaria en todas
sus feroces vertientes, es decir, la generada por el deterioro social
que produjeron las olas migratorias del campo a la ciudad y que se
intensificaron en muchos países latinoamericanos desde finales del
70 por la pobreza, el narcotráfico y la violencia política. Este tipo de
violencia está presente, de diversas formas y a distinta escala, en los
cuentos de Ronald Flores, Daniel Alarcón y Santiago Roncagliolo.
Con «Una historia cualquiera», Flores retoma el realismo algo
exacerbado de la literatura de denuncia, aunque eludiendo el tono
elegíaco y la carga moral, a través de la historia de una migrante
resignada a la furia de una Ciudad de Guatemala desbordada y caó-
tica. En «Lima, Perú, 28 de julio de 1979», a partir de una intrigante
historia de persecución múltiple, Alarcón narra los inicios del mo-
vimiento subversivo Sendero Luminoso a través de unos extraños
perros destripados que aparecen colgando de los postes de Lima.
Roncagliolo, por su parte, aborda con tono coloquial y una buena
dosis de humor y cinismo, esa brecha infranqueable que separa a
ricos de pobres y a poderosos de miserables en una sociedad típi-
camente latinoamericana escindida por el racismo en «Un desierto
lleno de agua».
El erotismo, por su parte, es otro de los temas predominantes en
muchos de estos cuentos. No es este, desde luego, ajeno a la ma-
triz de la violencia porque la sexualidad que muestran estos textos
está permeada por lo ambiguo, lo extraño, lo anómalo y lo sórdido.
Es, por ende, una sexualidad más libre y menos culposa en la que
se cuestionan con aspereza los roles tradicionales del hombre y de
la mujer en sociedades conservadoras y falocentristas que resienten
y sabotean cualquier cambio. Muy en la línea de un cuento para-
digmático como «Putas asesinas» de Roberto Bolaño (1953-2000),
«Sun-Woo» de Oliverio Coelho narra la historia de Elías Garcilazo,
un escritor en declive cuya extraña y perversa aventura con una mis-
teriosa mujer coreana lo pondrá al borde del abismo. Aunque no hay
mayores correspondencias en la forma narrativa de Giovanna Rivero

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D ieg o T r e l l e s P a z

y Lina Meruane —la primera tiende al fraseo rápido, corto y directo;


la segunda exhibe una prosa de elegante aliento lírico—, el mundo
de la intimidad femenina es abordado a través del motivo alegórico
de la depilación y de las alusiones manifiestas al lesbianismo en «Ca-
mas gemelas» (Rivero) y «Hojas de afeitar» (Meruane). El tema del
incesto y la culpa se hace presente en «Árbol genealógico» de An-
drea Jeftanovic, mientras que los enredos y los conflictos de pareja
son enfocados, desde diferentes prismas, por los relatos de María del
Carmen Pérez Cuadra, Ariadna Vásquez y Antonio Ortuño.
«Sin luz artificial» de Pérez Cuadra es una historia descarnada
que enfrenta a hombres y a mujeres y que exhibe y reivindica cier-
ta perspectiva feminista. «Náufraga en Naxos» de Vásquez, por el
contrario, con una estructura fragmentada y bastante compleja, re-
formula la mitología griega de Ariadna y Teseo en un México oscuro
en el cual su protagonista, Ariadna, una dealer sumisa que acepta
los maltratos de su pareja, medita con cierto cinismo sobre su vida.
«Pseudoefedrina» de Ortuño tiene la forma y el tono jocoso de una
comedia de enredos sobre la inseguridad y la celotipia.
El tercer grupo de relatos de esta antología es el que más resis-
te a las clasificaciones y consigue ampliar, aún más, la diversidad
de propuestas estéticas presentes en este libro. «Sopa de pollo» de
Ignacio Alcuri, con ese tono deliberadamente prosaico, un humor
hecho de gags recitados y de diálogos y situaciones en donde se ex-
plota el absurdo, es hijo directo de las tiras cómicas, las sitcoms y las
nonsense movies anglosajonas. «En la estepa» de Samanta Schweblin,
un relato impregnado de una sugerente extrañeza, juega con el ele-
mento elusivo, con el dato escamoteado, con lo no dicho, para crear
al mismo tiempo una intriga de factura fantástica y un cuento de
horror. «Espinazo de pez» de Santiago Nazarian es un depuradísimo
ejercicio de estilo, minimalista y altamente simbólico. «Variación so-
bre temas de Murakami y Tsao Hsueh-Kin» de Tryno Maldonado es
un cuento infantil para adultos, una fábula negra que juega, formal
y temáticamente, con los temas de la repetición y de los dobles.
«Hipotéticamente» de Antonio Ungar explora y confronta el mundo
ruin de dos hermanos ingleses idiotizados por el alcohol con el de

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Prólogo

un joven inmigrante sudamericano que los espía mientras reflexiona


sobre sus propias miserias. «Huracán» de Ena Lucía Portela, utili-
zando el paralelismo del enorme y potente viento y la situación de-
cadente de Cuba, nos presenta a una joven algo cínica que toma una
decisión vital. «Boxeador» de Carlos Wynter explora el mundo de
un boxeador intrigado por sus sueños y sus conflictos existenciales.
Y «Amor que a otro puerto perteneces» de Slavko Zupcic es casi una
investigación detectivesca en la que un escritor indaga en las huellas
confusas de su posible padre yugoslavo.

Aunque, como puede apreciarse, los motivos esenciales de la tra-


dición literaria no han variado radicalmente entre las últimas gene-
raciones de escritores latinoamericanos, hay una certeza formal y
temática ya consolidada que nos reúne y nos identifica incluso más
allá de nuestras voluntades y reticencias: la superación de la llamada
novela total, es decir, la muerte de esa concepción general, tan arrai-
gada entre los escritores latinoamericanos del Boom, de la novela
como un género comprometido en explicar una época en su totali-
dad, y abarcar y ser fiel a la historia tragicómica de nuestros países.
No se habla aquí, desde luego, de una renuncia al pasado históri-
co como tema literario. En absoluto. Lo que ha cambiado es la forma
y, ante todo, esa aspiración fundacional del narrador por legitimar, o
deformar, un origen que, en nosotros, ya no es vital. Ni las raíces ni
las tradiciones, menos aún conceptos tan desfasados como la nacio-
nalidad o la patria, limitan ahora nuestro pacto incondicional con la
ficción. De la misma manera, ya no resulta descabellado o poco serio
abordar estos mismos temas históricos (de próceres y dictadores,
conflictos armados y revoluciones) mediante géneros antes menos-
preciados por su carácter formulaico y su arraigo popular, como el
policial o la ciencia ficción. Quienes les abrieron la puerta con ta-
lento y desenfado, con carácter y un profundo amor por la literatura
(sin mayúsculas), tienen nombre propio y son, casi por unanimidad

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D ieg o T r e l l e s P a z

entre los que integran esta antología, autores de referencia. Mencio-


no aquí, entre muchos otros que se me quedan en el tintero, a cinco
escritores: Augusto Monterroso (1921-2003), Jorge Ibargüengoitia
(1928-1983), Manuel Puig (1932-1990), Ricardo Piglia (1940) y
Roberto Bolaño (1953-2003), y a dos escritoras: Clarice Lispector
(1920-1977) y Diamela Eltit (1949).
Finalmente, una de las preocupaciones fundamentales de esta
promoción formada por muchos internautas que utilizan el soporte
electrónico —los blogs, las páginas personales, las redes de contac-
to, las presentaciones virtuales, los canales de señal abierta, el correo
electrónico, etc.— para combatir el aislamiento editorial interno en
el que está sumida la región (la imposibilidad que tiene un ecuato-
riano o un uruguayo para leer en un libro impreso a un paraguayo o
a un guatemalteco), es recuperar ese intercambio activo con el lector
que le otorga a la literatura su único fuego pertinente.
Ahora que el mundo observa impávido la reducción compulsiva
de la lectura. Ahora que la letra escrita pierde espacio y se extiende
el culto apocalíptico y falso de la muerte de la imprenta. Ahora que
las editoriales, los agentes y los escritores se ven en la necesidad de
adaptarse con medias sonrisas a la lógica pragmática del mercado
(habría que preguntarle al gran Cormac McCarthy (1933) —ídolo
de muchos de nosotros— qué es lo que realmente piensa de Oprah
Winfrey). Ahora, finalmente, que «el mayor peligro para la nove-
la no es el culto de las imágenes (que obliga en demasiados sitios
a solo considerar novela a la telenovela), ni el desdén tecnológico
por la letra escrita, ni siquiera la incomunicación cultural entre los
países latinoamericanos, sino la catástrofe educativa, robustecida
por el desplome de las economías y el desprecio neoliberal por las
humanidades»,16 como señala Carlos Monsiváis (1938), El futuro no
es nuestro aspira a volver sobre los pasos iniciales del diálogo pro-

16 Carlos Monsiváis, «Entre la imprenta y el zapping» en el suplemento cultural


Babelia del diario español El País del 19 de julio de 2008. Citado del portal elec-
trónico de El País (http://www.elpais.com/articulo/narrativa/imprenta/zapping/
elpepuculbab/20080719elpbabnar_5/Tes). Acceso: 24 de julio, 2008.

20
Prólogo

ductivo, de la alianza germinal, del pacto maravilloso entre escritor


y lector que forjaron la madurez y la modernidad en el proceso crea-
tivo como un asunto abierto, interactivo y recíproco.
Queremos que nos lean, sí, pero sin los incentivos ni condiciona-
mientos extraliterarios impuestos por los intereses del mercado que
estigmatizan y simplifican nuestras propias diferencias. Queremos
que nos lean, cierto, pero sin permitir que pongan sobre nuestros
hombros ese pasado literario estupendo y, sin duda, formativo, de
los escritores del Boom, nuestros queridísimos monstruos del apren-
dizaje. No esperamos, finalmente, su benevolencia o delicadeza sino
la complicidad y el interés sincero a la hora del viaje, placentero o
pesadillesco, de vuestra lectura.
La ventana está abierta ahora: sin onomatopeyas ni prefijos pega-
josos. Sin el marketing de las estrellas de rock ni la pose del escritor
ultra cool que mira-pero-no-mira el destello de los flashes, lo invi-
tamos a asomar por nuestra pequeña casa robándole el título a una
de las películas (del horror) del olvidado maestro ruso Elem Klimov
(1933-2003):
Come and See, querido lector; ven y mira, que aquí estamos: de
espaldas al futuro, narrando el derrumbe.

Diego Trelles Paz


Binghamton, Nueva York,
diciembre de 2008

21
S u n - W oo

Oliverio Coelho

La vida de Elías Garcilazo, como la de cualquier escritor latinoame-


ricano de familia acomodada, transcurrió hasta los cuarenta años en
fiestas exclusivas y viajes al viejo continente. Las obras que publicó
hasta esa fecha fueron copiosas y mediocres, aunque la delicadeza
de modales y las respuestas astutas en todo tipo de entrevistas que
no solo concedía, sino que se encargaba de gestionar, lo situaron en
esa segunda fila de escritores nacionales capaces de ganar un premio
municipal o negociar la tapa de un suplemento de cultura.
Hasta entonces no padeció quebrantos en su vida amorosa, cul-
tivada entre el cinismo y la elegancia paródica que le conferían los
trajes cortados a medida y los zapatos italianos. Casi siempre, más
temprano que tarde, todas las mujeres sucumbían a la atracción de
un dandy que encontraba en la crueldad del abandono súbito una
gozosa compensación ante el gasto de la seducción.
En vísperas de su primera traducción al francés viajó a París, fir-
mó escasos ejemplares en algunas librerías del Barrio Latino, y para
matizar su decepción ante el entusiasmo nulo de la prensa especia-
lizada —la traducción no ponía sino de relieve la insignificancia de
su libro—, extendió su viaje a Extremo Oriente.

23
O l i v e r i o C o e l h o ( A r ge n t i n a )

Aterrizó en Seúl un día húmedo de verano. La arquitectura fu-


turista del aeropuerto le impresionó menos que el enjambre de mu-
jeres pálidas y torneadas. Enseguida sospechó que esa península de
Oriente podría abrigar su instinto de voyeur. En la habitación de
un hotel en el que los materiales brillantes y la iluminación vacua
simulaban un lujo superior, dejó el equipaje. Como si ese remedo
de riqueza lo expulsara hacia la ciudad, se encontró caminando en
una niebla que la profusión de carteles luminosos tornaba fosfores-
cente. La zona de Apgujeong, a orillas del río Han, se le reveló como
un perfecto condominio de damas que exhibían sus muslos pero
en la mirada esquiva se reservaban un secreto par: la castidad y la
crueldad.
Al rato de caminar sintió hambre. En la puerta de varios restau-
rantes identificó el precio de algunos platos cuyos ingredientes, a
pesar de las fotos que acompañaban el menú, no acertó a descifrar.
La repentina necesidad de ser avaro lo paralizó. Esa era la primera
incidencia de Asia en su carácter: empezar a ahorrar lo que había
derrochado toda su vida.
Tardó en elegir restaurante. Agotado, se inclinó por el que pa-
recía menos caro. Ubicó una esterilla en el suelo, y frente a una
mesa ratona tomó asiento cruzándose de piernas. De un cofrecito
de vidrio extrajo los palillos y una cuchara. Miró cómo la empleada
del lugar encendía el mechero ubicado en el centro de la mesita y
disponía, sin mirarlo, los ingredientes para cocinar. Enseguida Elías
determinó que ese pudor ceremonial y tan parecido a la clemen-
cia que había respirado desde su llegada, en realidad vertebraba los
actos de esa gente. A través de una pulsión tan ambigua perfila-
ban, en soledad o en la contingencia de matrimonios apáticos, sus
máscaras sociales.
Se envaneció al comprobar que en una epifanía seguía vivo el es-
critor que la indiferencia francesa había herido de muerte. Cualquier
otro escritor habría buscado su cuaderno de notas; Elías en cambio
buscó un espejo y se topó con la imagen de una joven de rasgos
afinados y piernas perfectas que se disponía a ocupar una mesa cer-
cana. La fría aureola del vicio, en torno a los ojos pardos y grandes,

24
Sun-Woo

la destacaba por sobre todas las mujeres orientales que había visto.
En ella la máscara del pudor estaba escarchada por una sensualidad
a la vez marginal y servil, como en las geishas.
Elías se consideró un hombre afortunado con derecho, y le dirigió
unas palabras en inglés. Aunque creía que su inglés era irreprocha-
blemente británico, temió que la distancia, al hablar, se acentuara,
y en vez de seducirla terminara espantándola. La respuesta de Sun-
Woo a todas sus palabras fue una sonrisa, pero cuando se levantó
para pagar, por el contacto de miradas Elías entendió que esa mujer
de edad indeterminada, shorts de jeans brevísimos que dejaban a la
vista la pálida extensión de las piernas perfectas, lo esperaba.
En la calle la siguió un poco desconcertado. No acertaba a ponér-
sele a la par, como si esa ciudad fosforescente y húmeda desnudara
la sombra de mediocridad que subyacía detrás de su garbo argenti-
no. Quizás hubiera iniciado una persecución por culpa de un simple
malentendido. Se detuvo y dejó que ella se alejara. Caminaba ade-
lantando las caderas levemente, como las bailarinas de clásico. En el
semáforo ella se volvió y pareció sugerirle, con un gesto que Elías no
supo bien en qué consistía —si en mirar de soslayo o en sonreír—,
que la alcanzara.
Caminó a la par. Su inglés empalagoso resultaba inoperante fren-
te al letargo que Sun-Woo, recién levantada, parecía purgar después
de una noche que podía haber transcurrido entre sexo, droga y al-
cohol. Abandonaron la avenida y bajaron por una calle repleta de
tiendas y restaurantes que cerraban.
En una puerta que daba a un edificio gris indiferenciable de la
caótica masa arquitectónica, se detuvieron. Ella lo invitó a pasar.
Elías vaciló ante la promesa femenina: quizás porque ningún idioma
los familiarizaba, pensó que una mujer de esas características ocul-
taba a una puta de lujo.
El departamento de un ambiente, en un primer piso, presentaba
una apariencia exterior mísera y un interior sofisticado. El diseño
minimalista de los muebles, la ausencia de objetos personales o mar-
cas de habitante definían el refugio de alguien neutro y económica-
mente próspero. Los ruidos que llegaban de departamentos vecinos

25
O l i v e r i o C o e l h o ( A r ge n t i n a )

parecían emanaciones de un mundo paralelo, miscelánea de promis-


cuidad y hacinamiento.
Ella se sentó sobre el mármol de la cocina y se cruzó de pier-
nas. Encendió un cigarrillo y con la mano libre señaló una repisa
de acrílico: whiskey, vodka, yakju, vino de frutas y cheongju. Elías,
siguiendo un impulso contrario al de ese dedo, se precipitó sobre
Sun-Woo: la boca apretada se derritió en un largo beso. El tentáculo
de la lengua acarreaba una saliva espesa, suerte de almíbar marino,
y más que rozar o acariciar exprimía.
Entró en Sun-Woo despacio. Franqueó el vello tupido y ense-
guida sintió un estuario de pliegues que se amoldaban a su sexo
y propiciaban un deslizamiento soberbio. Ella acompañó la faena
con gemidos agudos y el espinazo crispado en ondulaciones que
se extendían a sus senos pequeños. Tras cada orgasmo, los gemidos
en vez de menguar se intensificaban, y aunque Elías se considera-
ba un fondista capaz de aguantar la intensidad de cualquier mujer,
después de una hora incentivó la descarga de placer. De inmedia-
to, Sun-Woo descendió del mármol, se arrodilló tiritando, aseó el
glande con la lengua y acarició los testículos suavemente. Él volvió
a excitarse observando los pies minúsculos y ásperos que parecían
querer acompañar o celebrar, en el movimiento mínimo de los de-
dos, cada puntada de su nueva erección.

Despertó en el piso. Tardó en recordar dónde estaba. Por la som-


nolencia presumió que había dormido más de la cuenta. Recordó
su llegada y algo le indicó que la decisión de entregarse a esa mujer
había sido absurda. No había rastros de Sun-Woo; ningún papel con
un teléfono o una dirección.
Mientras se bañaba supuso que el único modo de volver a verla
era resistir en el departamento: amotinarse. Al rato comprendió que
no era necesario. La puerta estaba con llave y las ventanas selladas,
lo cual indicaba que ella volvería, en algún momento cercano, para
liberarlo o explotar de nuevo su vigor. La idea le resultó alivian-
te, aunque la situación podía transformarse en una pesadilla de la

26
Sun-Woo

que su vanidad, extrañamente, parecía artífice. Recordó el momento


en que, a punto de afrontar el cuarto polvo, con un vaso de Jack
Daniel’s en la mano, barajó la posibilidad de transformar a Sun-Woo
en su enfermera. Un escritor con enfermera personal era al fin y al
cabo más pintoresco que un escritor solitario y genial.
Escuchó pasos en el departamento de arriba. En el corredor
cundieron gritos, una serie de puertas se abrieron y cerraron con
violencia; luego un precipitado descenso por las escaleras, como si
bajaran ganado. Pensó que en ese mismo momento podía armar un
escándalo para que lo rescataran, pero era demasiado temprano para
considerar el encierro como una reclusión planificada. Además, se-
mejante actitud no se correspondía con lo que Sun-Woo, en una
noche inolvidable, le había ofrecido sin que mediaran palabras. Des-
cartó la idea de transformarse en un traidor. Llegado el momento, si
en unas horas ella no regresaba, rompería el vidrio de una ventana
y se arrojaría. Menos que traicionarla, estaría desertando. En todo
gran escritor, se dijo Elías súbitamente abstraído de su situación,
había un desertor.
Pasaron varias horas, volvió a dormirse; amaneció sediento y se
rebajó a tomar agua del grifo; husmeó en la heladera y encontró ví-
veres para una semana.

Contra todo cálculo, tras el primer día su ansiedad disminuyó. Por


un momento deseó que nadie volviera a buscarlo. O que de venir
Sun-Woo, la visita se limitara al intercambio de placeres. Ni siquiera
le desesperó descubrir que detrás de la ventana un pequeño balcón
enrejado vedaba la que, hasta ese momento, era su única vía de es-
cape. Solo la posibilidad de que en el hotel, al no tener rastros de
su paradero, desalojaran el cuarto y se apropiaran de sus trajes lo
convenció de que en esa reclusión perdía algo.

Sucedió mientras miraba televisión. Acostumbrado a los ruidos de


vecinos y al presagio de pasos y llaves sonando en el corredor, tardó

27
O l i v e r i o C o e l h o ( A r ge n t i n a )

en entender que Sun-Woo había vuelto. Tenía otro peinado, se ha-


bía maquillado y llevaba ropa que, por la textura de la tela y el
corte, parecía de lo más cara. Elías improvisó unas palabras amables
para darle a entender que había quedado encerrado. Ella sonrió
como si estuviera frente a una criatura, apoyó su carterita Gucci
de cuero colorado en el mármol de la cocina, revisó el freezer, y
como si entre el contenido y su deseo existiera alguna relación, se
desnudó. Llevaba ropa interior de encaje blanco que Elías retiró con
una violencia que contradecía sus fundamentos hedonistas. Sun-
Woo, sin más preámbulos, deslizó una mano entre sus piernas y
obró. Esta vez el acoplamiento fue moroso, y Elías, abajo, mientras
envolvía las caderas empinadas de Sun-Woo y echaba vistazos a la
televisión prendida, supuso con un poco de pena que después del
acto quedaría libre.
Permanecieron desnudos en el suelo un tiempo indeterminado.
Cuando cada tanto Sun-Woo entonaba algo en coreano, él acotaba
algo absurdo en castellano. ¿Si afuera nadie lo recordara? Un lector,
dos lectores, cifras ridículas. Quizás en ese momento nadie en el
mundo estuviera leyendo un libro suyo. Soltó una carcajada amar-
ga: ya no tenía tiempo para ser un genio. Sun-Woo asintió, como si
entendiera. Cuarenta años. Roberto Bolaño había muerto a los cin-
cuenta. Diez años no alcanzaban para cultivar la condición sumisa
del genio y morir víctima de una enfermedad absurda. Diez años no
bastaban para que la escritura abrigara la muerte. Si no podía ser un
genio, al menos podía extender su expectativa de vida dejando de
escribir. Nunca lo había pensado, pero tenía la opción de dejar de
escribir para vivir el anonimato de otro hombre.
Sun-Woo salió del baño vestida, tomó un último vaso de vino
tinto y saludó a Elías con discreción, como si se dirigiera a alguien
que acabara de cruzar en la calle. Él apenas alcanzó a murmurar
que necesitaba el equipaje olvidado en su hotel, cuando la puerta
se cerró. Un movimiento de llaves y el posterior ruido del cerrojo le
sugirieron que su reclusión se prolongaría. Permaneció confundido
en el centro del comedor. Descartó la idea de vestirse y se acostó en
el suelo.

28
Sun-Woo

Con los días de encierro la geometría del departamento se debilitó.


Detrás de ese minimalismo límpido Elías elucidó un diseño hueco.
Presumió que en cada visita Sun-Woo se llevaba algo. Así como po-
día haber retirado muebles y objetos a escondidas para facetar en
torno suyo un vacío amable, también podía haberse llevado sus úni-
cas prendas. Se extrañó: aun sin ropa no llegaba a sentirse desnudo.
Dio por sentado que sus trajes y sus zapatos italianos ya habrían sido
rifados entre los empleados del hotel. En cuanto Sun-Woo volviera,
le expondría su situación antes de someterse a cualquier divertimen-
to erótico. No acertaba a entender si la reclusión era un premio, o si
era un castigo del cual los encuentros representaban la parte positiva
de una totalidad siniestra. Los tributos sexuales podían ser el princi-
pio de un sacrificio inclasificable.
A través de la ventana observó la malla de alambre que sellaba
el pequeño balcón. Flexionó las piernas y fue descendiendo hacia
el piso, despacio, como si se hundiera en una superficie de arena
caliente. Fijó la vista en la televisión. Algo en su conciencia moduló
la certeza de que purgaba disipadamente una sentencia por pecados
cometidos mucho tiempo atrás. Pasó varios canales, y en uno de te-
lenovelas coreanas creyó reconocer a Sun-Woo: los rasgos cotizados
de la actriz que en el melodrama representaba a una esposa demente
casi coincidían con los de su «enfermera» oriental.

Elías dormía con los brazos abiertos en el centro del departamento


cuando se produjo la tercera visita. Percibió la presión de una boca
entre las piernas. Intentó separar los párpados, pero la oscuridad
era absoluta. En cuanto quiso alzar las manos para correr la ven-
da que le apretaba la sien, alguien tomó sus muñecas y las unió
rápidamente con una pantimedia. Unos segundos después, en un
juego hormigueante de caricias, cuatro manos femeninas repasaron
su cuerpo. El arco de suspiros se incrementó cuando las dos desco-
nocidas enlazaron las bocas en torno a su sexo y succionaron a la

29
O l i v e r i o C o e l h o ( A r ge n t i n a )

par. Se sintió espantosamente excitado ante la innovación y no pudo


controlar una abundante estampida. En el ambiente cundió un si-
lencio repentino y grave. Después las mujeres discutieron alteradas,
como si mutuamente se culparan por el incidente. Elías dedujo, por
el timbre de voz, que eran mujeres maduras, y que por ende Sun-
Woo no estaba entre ellas. Por primera vez en toda su reclusión tuvo
miedo. Desde joven asociaba la crueldad a la seducción falsa y al
olor contagioso de las veteranas. Después de los cincuenta las muje-
res vengaban en hombres desamparados las humillaciones sufridas
durante catastróficos matrimonios.
—¿Sun-Woo? —balbuceó.
Alrededor se escucharon risitas. No eran dos, sino tres mujeres.
La tercera aún no había intervenido.
—¿Sun-Woo?
Risas, un eco punitivo de tacones resonando en el espacio hueco
del apartamento.
Él quiso levantarse. Sun-Woo lo había abandonado, o peor, lo
había ofrecido como animal exótico a tres divorciadas dispuestas a
rentar un goce pasajero. Le pesó el desamparo. Sintió una pantorrilla
que le rozaba un pómulo. Se preguntó si no sería su propia pierna.
Pensó en morderla, pero el miembro ya no estaba.
Un portazo.
Otra vez a solas, en el suelo.
Habían olvidado desatarlo y limpiarlo.
Reptó un poco, giró, se frotó contra el piso como si quisiera bo-
rrar una mancha. De pronto se detuvo, consciente del absurdo. Es-
taba desnudo, nadie lo miraba. ¿Hacía cuánto no se bañaba? ¿Hacía
cuánto no abría un libro? ¿Hacía cuánto no lloraba? Nunca en su
vida había llorado por una mujer. ¿Por qué no se ponía de pie? Escu-
chó una risita. Una de las mujeres permanecía en el departamento.
Retrocedió temiendo que se tratara de una de las divorciadas. En
una caricia menguante y en el sabor acuático de la boca la reconoció:
Sun-Woo había vuelto. ¿Cómo había podido pensar que lo abando-
naría o lo entregaría? A lo sumo se había permitido compartir su don
con dos amigas sin consulta previa. En cuanto ella lo desató, Elías la

30
Sun-Woo

abrazó y besó con una ternura indómita. Sun-Woo, aunque al prin-


cipio degustó la vertiente del cariño, coartó el impulso simulando
quehaceres en el baño.
De vuelta, él la abrazó y vertió unas lágrimas en su hombro.
Como si en ese llanto redimiera los veinte años dedicados a la fan-
tasía de ser un escritor, se sintió un hombre nuevo: dejaba atrás los
caprichos, el conformismo y la ironía de un desconocido.
Al igual que un rato antes con las dos invitadas, fue tanta su ex-
citación al entrar en Sun-Woo y sentir las piernas que lo atenazaban
y atraían, que tras unas embestidas ardientes no pudo demorar la
descarga. Ella entreabrió los ojos. Parpadeó, incrédula. Evitó mirar
el cuerpo que la cubría y que suspiraba como un animal acorralado.
Rechazó los besos solemnes, ajustó el candado que formaban sus
piernas y aumentó la presión hasta que algo crujió. Hizo a un lado
el cuerpo de Elías con las rodillas y la planta de los pies, y se encerró
en el baño.
Él la esperó de pie un tiempo que, por el punzante dolor en una
de las caderas, le pareció eterno. Rengueando, se abalanzó sobre
Sun-Woo en cuanto la vio salir vestida, maquillada y en tacos. Ella
lo esquivó y correteó hacia la otra punta del departamento. Elías fue
detrás, tanteando con una mano la cadera y con la otra un bastón
imaginario. Con la misma habilidad ella se escurrió por un costado.
La escaramuza se prolongó unos minutos. La risa aguda de Sun-Woo
tenía ahora un encanto misterioso, como si la perversión de la esce-
na la rejuveneciera.
Elías se rindió. Le faltaba aire y el dolor en la cadera iba en au-
mento. Observó desde el suelo la figura tallada de ese ángel extermi-
nador. Ella correspondió al gesto y lo miró largamente, de pie, con
algo de asco, de pudor y de piedad. Experimentó un goce supremo
cuando la pierna mala de Elías tembló y se estiró en convulsiones
como si intentara emanciparse del organismo viciado del escritor.
Entonces ella salió. Él apretó los ojos y siguió atento el toque leve de
los tacos que del otro lado se alejaban. Al comprender que Sun-Woo
esta vez no había trabado la puerta, se arrodilló para llorar.

31
E n l a e s tepa

Samanta Sch weblin

No es fácil la vida en la estepa, cualquier sitio se encuentra a horas


de distancia, y no hay otra cosa más para ver que esta gran mata
de arbustos secos. Nuestra casa está a varios kilómetros del pueblo,
pero está bien: es cómoda y tiene todo lo que necesitamos. Pol va al
pueblo tres veces por semana, envía a las revistas de agro sus notas
sobre insectos e insecticidas y hace las compras siguiendo las listas
que preparo. En esas horas en las que él no está, llevo adelante una
serie de actividades que prefiero hacer sola. Creo que a Pol no le
gustaría saber sobre eso, pero cuando uno está desesperado, cuan-
do se ha llegado al límite, como nosotros, entonces las soluciones
más simples, como las velas, los inciensos y cualquier consejo de
revista parecen opciones razonables. Como hay muchas recetas para
la fertilidad, y no todas parecen confiables, yo apuesto a las más
verosímiles y sigo rigurosamente sus métodos. Anoto en el cuaderno
cualquier detalle pertinente, pequeños cambios en Pol o en mí.
Oscurece tarde en la estepa, lo que no nos deja demasiado tiem-
po. Hay que tener todo preparado: las linternas, las redes. Pol limpia
las cosas mientras espera a que se haga la hora. Eso de sacarles el
polvo para ensuciarlas un segundo después le da cierta ritualidad al
asunto, como si antes de empezar uno ya estuviera pensando en la

33
Sama n t a Sc h web l i n ( A r ge n t i n a )

forma de hacerlo cada vez mejor, revisando atentamente los últimos


días para encontrar cualquier detalle que pueda corregirse, que nos
lleve a ellos, o al menos a uno: el nuestro.
Cuando estamos listos Pol me pasa la campera y la bufanda, yo
lo ayudo a ponerse los guantes y cada uno se cuelga su mochila al
hombro. Salimos por la puerta trasera y caminamos campo adentro.
La noche es fría, pero el viento se calma. Pol va adelante, ilumina el
suelo con la linterna. Más adentro el campo se hunde un poco en
largas lomas; avanzamos hacia ellas. En esa zona los arbustos son
pequeños, apenas alcanzan a ocultar nuestros cuerpos y Pol cree que
esa es una de las razones por las que el plan fracasa cada noche. Pero
insistimos porque ya van varias veces que nos pareció ver algunos,
al amanecer, cuando ya estamos cansados. Para esas horas yo casi
siempre me escondo detrás de algún arbusto, aferrada a mi red, y
cabeceo y sueño con cosas que me parecen fértiles. Pol en cambio
se convierte en una especie de animal de caza. Lo veo alejarse, aga-
zapado entre las plantas. Puede permanecer de cuclillas, inmóvil,
durante mucho tiempo.
Siempre me pregunté cómo serán realmente. Algunas veces con-
versamos sobre esto. Creo que son iguales a los de la ciudad, solo
que quizá más rústicos, más salvajes. Para Pol, en cambio, son defi-
nitivamente diferentes, y aunque está tan entusiasmado como yo, y
no pasa una noche en la que ni el frío ni el cansancio lo persuadan
de dejar la búsqueda para el día siguiente, cuando estamos entre los
arbustos, él se mueve con cierto recelo, como si de un momento a
otro algún animal salvaje pudiera atacarlo.

Ahora estoy sola, mirando la ruta desde la cocina. Esta mañana,


como siempre, nos levantamos tarde y almorzamos. Después Pol fue
al pueblo con la lista de las compras y los artículos para la revista.
Pero es tarde, hace tiempo que debió haber vuelto, y todavía no
aparece. Entonces veo la camioneta. Ya llegando a la casa me hace
señas por la ventanilla para que salga. Lo ayudo con las cosas, él me
saluda y dice:

34
E n l a e s t epa

—No lo vas a creer.


—¿Qué?
Sonríe y me indica que entremos. Cargamos las bolsas pero no
las llevamos hasta la cocina, no una vez que algo sucede, que al fin
hay algo para contar. Dejamos todo a la entrada y nos sentamos en
los sillones.
—Bueno —dice Pol; se frota las manos—, conocí a una pareja,
son geniales.
—¿Dónde?
Pregunto solo para que siga hablando y entonces dice algo ma-
ravilloso, algo que nunca se me hubiera ocurrido y sin embargo en-
tiendo que lo cambiará todo.
—Vinieron por lo mismo —dice. Le brillan los ojos y sabe que
estoy desesperada porque continúe—, y tienen uno, desde hará un
mes.
—¿Tienen uno? ¡Tienen uno!, no lo puedo creer…
Pol no deja de asentir y frotarse las manos.
—Estamos invitados a cenar. Hoy mismo.
Me alegra verlo feliz y yo también estoy tan feliz, que es como
si nosotros también lo hubiéramos logrado. Nos abrazamos y nos
besamos, y enseguida empezamos a prepararnos.
Cocino un postre y Pol elige un vino y sus mejores puros. Mien-
tras nos bañamos y nos vestimos me cuenta todo lo que sabe. Arnol
y Nabel viven a unos veinte kilómetros de acá, en una casa muy pa-
recida a la nuestra. Pol la vio porque regresaron juntos, en caravana,
hasta que Arnol tocó la bocina para avisar que doblaban y entonces
vio que Nabel le señalaba la casa. «Son geniales», dice Pol a cada
rato y yo siento cierta envidia de que ya sepa tanto sobre ellos.
—¿Y cómo es? ¿Lo viste?
—Lo dejan en la casa.
—¿Cómo que lo dejan en la casa? ¿Solo?
Pol levanta los hombros. Me extraña que el asunto no le llame la
atención, pero le pido más detalles mientras sigo adelante con los
preparativos.

35
Sama n t a Sc h web l i n ( A r ge n t i n a )

Cerramos la casa como si no fuéramos a volver durante un tiem-


po. Nos abrigamos y salimos. Durante el viaje llevo el pastel de man-
zana sobre la falda, cuidando que no se incline, y pienso en las cosas
que voy a decir, en todo lo que quiero preguntarle a Nabel. Puede
que cuando Pol invite a Arnol con un puro nos dejen solas. Entonces
quizá pueda hablar con ella sobre cosas más privadas, quizá Nabel
también haya usado velas y soñado con cosas fértiles a cada rato y
ahora que lo consiguieron puedan decirnos exactamente qué hacer.
Al llegar tocamos bocina y enseguida salen a recibirnos. Arnol es
un tipo grandote y lleva jeans y una camisa roja a cuadros; saluda
a Pol con un fuerte abrazo, como un viejo amigo al que no ve hace
tiempo. Nabel se asoma tras Arnol y me sonríe. Creo que vamos a
llevarnos bien. También es grandota, a la medida de Arnol aunque
delgada, y viste casi como él; me incomoda haber venido tan bien
vestida. Por dentro la casa parece una vieja hostería de montaña.
Paredes y techo de madera, una gran chimenea en el living y pieles
sobre el piso y los sillones. Está bien iluminada y calefaccionada.
Realmente no es el modo en que decoraría mi casa, pero pienso
que se está bien y le devuelvo a Nabel su sonrisa. Hay un exquisito
olor a salsa y carne asada. Parece que Arnol es el cocinero, se mueve
por la cocina acomodando algunas fuentes sucias y le dice a Nabel
que nos invite al living. Nos sentamos en el sillón. Ella sirve vino,
trae una bandeja con una picada y enseguida Arnol se suma. Quiero
preguntar cosas, ya mismo: cómo lo agarraron, cómo es, cómo se
llama, si come bien, si ya lo vio un médico, si es tan bonito como los
de la ciudad. Pero la conversación se alarga en puntos tontos. Arnol
consulta a Pol sobre los insecticidas, Pol se interesa en los negocios
de Arnol, después hablan de las camionetas, los sitios donde hacen
las compras, descubren que discutieron con el mismo hombre, uno
que atiende en la estación de servicio, y coinciden en que es un pési-
mo tipo. Entonces Arnol se disculpa porque debe revisar la comida,
Pol se ofrece a ayudarlo y se alejan. Me acomodo en el sillón frente
a Nabel. Sé que debo decir algo amable antes de preguntar lo que
quiero. La felicito por la casa, y enseguida pregunto:
—¿Es lindo?

36
E n l a e s t epa

Ella se sonroja y sonríe. Me mira como avergonzada y yo siento


un nudo en el estómago y me muero de la felicidad y pienso «lo
tienen», «lo tienen y es hermoso».
—Quiero verlo —digo. «Quiero verlo ya», pienso, y me incorpo-
ro. Miro hacia el pasillo esperando a que Nabel diga «por acá», al fin
voy a poder verlo, alzarlo.
Entonces Arnol regresa con la comida y nos invita a la mesa.
—¿Es que duerme todo el día? —pregunto y me río, como si
fuera un chiste.
—Ana está ansiosa por conocerlo —dice Pol, y me acaricia el pelo.
Arnol se ríe, pero en vez de contestar ubica la fuente en la mesa y
pregunta a quién le gusta la carne roja y a quién más cocida, y ense-
guida estamos comiendo otra vez. En la cena Nabel es más comuni-
cativa. Mientras ellos conversan nosotras descubrimos que tenemos
vidas similares. Nabel me pide consejos sobre las plantas y entonces
yo me animo y hablo sobre las recetas para la fertilidad. Lo traigo a
cuenta como algo gracioso, una ocurrencia, pero Nabel enseguida se
interesa y descubro que ella también las practicó.
—¿Y las salidas? ¿Las cacerías nocturnas? —digo riéndome—.
¿Los guantes, las mochilas? —Nabel se queda un segundo en silen-
cio, sorprendida, y después se echa a reír conmigo.
—¡Y las linternas! —dice ella y se agarra la panza—. ¡Esas maldi-
tas pilas que no duran nada!
Y yo, casi llorando:
—¡Y las redes! ¡La red de Pol!
—¡Y la de Arnol! —dice ella—. ¡No puedo explicarte!
Entonces ellos dejan de hablar: Arnol mira a Nabel, parece sor-
prendido. Ella no se ha dado cuenta todavía: se dobla en un ataque
de risa, golpea la mesa dos veces con la palma de la mano; parece
que trata de decir algo más, pero apenas puede respirar. La miro
divertida, lo miro a Pol, quiero comprobar que también la está pa-
sando bien, y entonces Nabel toma aire y llorando de risa dice:
—Y la escopeta. —Vuelve a golpear la mesa—. ¡Por Dios, Arnol!
¡Si solo dejaras de disparar! Lo hubiéramos encontrado mucho más
rápido…

37
Sama n t a Sc h web l i n ( A r ge n t i n a )

Arnol mira a Nabel como si quisiera matarla y al fin larga una risa
exagerada. Vuelvo a mirar a Pol, que ya no se ríe. Arnol levanta los
hombros resignado, buscando en Pol una mirada de complicidad.
Después hace el gesto de apuntar con una escopeta y dispara. Nabel
lo imita. Lo hacen una vez más apuntándose uno al otro, ya un poco
más calmados, hasta que dejan de reír.
—Ay… Por favor… —dice Arnol y acerca la fuente para ofrecer
más carne—, por fin gente con quien compartir toda esta cosa…
¿Alguien quiere más?
—Bueno, ¿y dónde está? Queremos verlo —dice al fin Pol.
—Ya van a verlo —dice Arnol.
—Duerme muchísimo —dice Nabel.
—Todo el día.
—¡Entonces lo vemos dormido! —dice Pol.
—Ah, no, no —dice Arnol—, primero el postre que cocinó Ana,
después un buen café, y acá mi Nabel preparó algunos juegos de
mesa. ¿Te gustan los juegos de estrategia, Pol?
—Pero nos encantaría verlo dormido.
—No —dice Arnol—. Digo, no tiene ningún sentido verlo así.
Para eso pueden verlo cualquier otro día.
Pol me mira un segundo, después dice:
—Bueno, el postre entonces.
Ayudo a Nabel a levantar las cosas. Saco el pastel que Arnol había
acomodado en la heladera, lo llevo a la mesa y lo preparo para servir.
Mientras, en la cocina, Nabel se ocupa del café.
—¿El baño? —dice Pol.
—Ah, el baño… —dice Arnol y mira hacia la cocina, quizá bus-
cando a Nabel—, es que no funciona bien y…
Pol hace un gesto para restarle importancia al asunto.
—¿Dónde está?
Quizá sin quererlo, Arnol mira hacia el pasillo. Entonces Pol se
levanta y empieza a caminar, Arnol también se levanta.
—Te acompaño.
—Está bien, no hace falta —dice Pol ya entrando al pasillo.
Arnol lo sigue algunos pasos.

38
E n l a e s t epa

—A tu derecha —dice—, el baño es el de la derecha.


Sigo a Pol con la mirada hasta que finalmente entra al baño. Ar-
nol se queda unos segundos de espaldas a mí, mira hacia el pasillo.
—Arnol —digo, es la primera vez que lo llamo por su nombre—,
¿te sirvo?
—Claro —dice él, me mira un momento y se da vuelta otra vez
hacia el pasillo.
—Servido —digo, y empujo el primer plato hasta su sitio—, no
te preocupes, va a tardar.
Sonrío para él, pero no responde. Regresa a la mesa. Se sienta en
su lugar, de espaldas al pasillo. Parece incómodo, pero al fin corta
con el tenedor una porción enorme de su postre y se la lleva a la
boca. Lo miro sorprendida y sigo sirviendo. Desde la cocina Nabel
pregunta cómo nos gusta el café. Estoy por contestar, pero veo a Pol
salir silenciosamente del baño y cruzarse a la otra habitación. Arnol
me mira esperando una respuesta. Digo que nos encanta el café, que
nos gusta de cualquier forma. La luz del cuarto se enciende y escu-
cho un ruido sordo, como algo pesado sobre una alfombra. Arnol va
a volverse hacia el pasillo así que lo llamo:
—Arnol. —Me mira, pero empieza a incorporarse.
Escucho otro ruido, enseguida Pol grita y algo cae al piso, una
silla quizá; un mueble pesado que se mueve y después cosas que se
rompen. Arnol corre hacia el pasillo y toma el rifle que está colgado
en la pared. Me levanto para correr tras él, Pol sale del cuarto de
espaldas, sin dejar de mirar hacia adentro. Arnol va directo hacia él
pero Pol reacciona, lo golpea para quitarle el rifle, lo empuja hacia
un lado y corre hacia mí. No alcanzo a entender qué pasa, pero dejo
que me tome del brazo y salimos. Escucho la puerta ir cerrándose
lentamente detrás nuestro y después el golpe que vuelve a abrirla.
Nabel grita. Pol sube a la camioneta y la enciende, yo subo por mi
lado. Salimos marcha atrás y por unos segundos las luces iluminan a
Arnol que corre hacia nosotros.
Ya en la ruta andamos un rato en silencio, tratando de calmarnos.
Pol tiene la camisa rota, casi perdió por completo la manga derecha
y en el brazo le sangran algunos rasguños profundos. Pronto nos

39
Sama n t a Sc h web l i n ( A r ge n t i n a )

acercamos a nuestra casa a toda velocidad y a toda velocidad nos


alejamos. Lo miro para detenerlo pero él respira agitado; las manos
tensas aferradas al volante. Examina hacia los lados el campo negro,
y hacia atrás por el espejo retrovisor. Deberíamos bajar la velocidad.
Podríamos matarnos si un animal llegara a cruzarse. Entonces pien-
so que también podría cruzarse uno de ellos: el nuestro. Pero Pol
acelera aún más, como si desde el terror de sus ojos perdidos contara
con esa posibilidad.

40
C ama s geme las

Giovanna Rivero

U n dolor de amor. Quién no lo sabe. Un dolor de amor en las


yemas de los dedos. Al contacto se pudrían las manzanas. Todo
iba pudriéndose. mtv aullaba por esa época, pero eso no termina-
ba de darle sentido a nada. Kenneth Branagh acababa de estrenar
su Frankenstein y yo apretaba rewind para ver mil veces el corazón
palpitando en la mano del monstruo huérfano. El tórax roto, una
enorme herida de guerra. Me desprendí la blusa para hacer lo
mismo: romper la piel del pecho y arrancarme el corazón, quizás
comérmelo y eructar estruendosamente, tan solo para escanda-
lizar a mis padres. A los padres siempre les provoca arcadas el
exhibicionismo de los chicos durante el almuerzo. De un lado,
un nene jala el yunque del pollito feo, del otro lado, la nena pide
un deseo. ¿Me quiere? ¿No me quiere? Un crujir de huesos, eso
tan solo.
Luego decidieron que algo estaba mal, y alguien tenía que
solucionarlo.
—Cuando la niña vivía, yo tenía unos pechos como los tuyos
—dijo mi compañera de cuarto. Habíamos perdido el pudor por
culpa de las chicas de blanco; ellas disponían de nuestros cuerpos
como de un edredón al que hay que sacudir todas las mañanas para

41
G i o v a n n a Ri v e r o ( B o l i v ia )

espantar los ácaros. Una excentricidad. En el fondo, yo hubiera


querido que me arrancaran el corazón, total nos daban comida muy
condimentada porque el clonazepam nos había quitado el sentido
del gusto.
—Cuando murió la niña —prosiguió mi compañera de cuarto—
se me secaron los pechos, y se cayeron. Mira, mira… —dijo esta
mujer y se levantó el camisón de franela que le quedaba demasiado
ancho y la hacía parecer desquiciada.
Los pezones eran dos flores marchitas vencidas por un duelo an-
tiguo. Pezones tristes. A pesar de todo, del dolor de amor, yo tenía
los pezones alegres. Me gustaba usar camisetas blancas para com-
partir mis pezones. Para mis padres esto también estaba mal. La ge-
nerosidad de las muchachas nunca ha sido bien vista, las perjudica,
decían ellos, y mtv de alguna manera les daba la razón. Madonna no
había podido tener un hit tan bueno como «Like a Virgin», todo se
pudría lentamente. En algunas partes del mundo, lugares exóticos,
los gusanos son un plato caro.
—¿Será que esta noche nos proyectan cine? —preguntó mi com-
pañera de cuarto. El camisón continuaba arrollado bajo el mentón.
Una chica de blanco entró con el cóctel de la tarde. A mí me habían
pasado a las pepas amarillas, pero mi compañera continuaba toman-
do de las azules, babeándose en las mañanas y recuperando una
especie de dignidad por las tardes.
—Le preguntaba a Gio —le dijo a la chica de blanco— si por la
noche nos proyectarían cine. —Pronunció la palabra «cine» con z,
sin intentar sobreponerse a la imbecilidad de los medicamentos.
—Bájate el camisón —ordenó la chica de blanco—. Pareces loca.
Mi compañera de cuarto obedeció y sacó la lengua para recibir las
azules. No quiso tomar agua, dijo que el líquido le traía nostalgias. La
chica de blanco arrugó la nariz, le asqueaban estas cosas, este modo
de expresar lo que no se ve. Perder el control no era divertido, sobre
todo si debías escribir reportes de tus perversas criaturas. Presión
arterial, okey, dilatación de pupilas, okey, reflejos nerviosos, okey,
todo muy bien. «¿Nostalgias de qué?», preguntó de todos modos,
ejercitando los modales humanoides que se le quedaban olvidados

42
C ama s geme l a s

en alguna parte detrás de las puertas. Detrás de las puertas no había


nada. «Nostalgias de alcohol», dijo mi compañera de cuarto, como
si estuviera citando el título de un viejo tango en el programa de la
tarde de una de esas radioemisoras extraviadas en el tiempo. Había
discjockeys así, gente que podía salir a la calle desvergonzadamente
después de haber jodido a Mercury, después de haberte echado tie-
rra a la cara. Se cagaban en gente como Mercury o Madonna y luego
salían tan campantes. Merecían la muerte. Pero las chicas de blanco
a lo suyo. «Se me agua el paladar», volvió a excusarse mi compañera
de cuarto, haciendo viajar sus pepas con la saliva pegajosa que te
deja el clonazepam cuando te has convertido en su mejor amiga.
Pero la chica de blanco le ordenó abrir la boca nuevamente y de-
cir «aaah» para comprobar con sus propios ojos que había tragado
las cápsulas.
—Ahora te toca a ti —me dijo, su mirada me auscultó a la velo-
cidad de la luz—. ¿Qué? ¿Esto es una fiesta? Ciérrate la blusa —or-
denó y me pasó dos perfectos cilindros color pato, de los patos del
kínder.
Las amarillas viajaron por el esófago. Viaje sin retorno.
Antes de marcharse con su impecable blancura, explicó que sí,
que nos proyectarían cine pero solo la mitad de la película y al
día siguiente el resto, pues otros no soportaban los efectos de la
medicación y debían irse a la cama. Ir a la camita. Dulces sueños.
Dulces sueños, almas en pena. Dulces sueños para olvidar el dolor
de amor.
—Frankenstein —imploré.
—¿Quién? ¿Qué? —La chica de blanco arrugó el ceño. Las chicas
de blanco se enojaban con facilidad, era un modo de mantener el
orden, de hacer que todos tomaran la medicación sin chistar y esti-
raran los brazos amoratados para recibir un pinchazo.
—Por favor, alquilen Frankenstein, la historia del hombre parcha-
do —rogué.
La chica de blanco dijo que proyectarían una comedia, ¿acaso no
quieres reír? Olvídate de los hombres parchados, todos aquí están
muy enfermos.

43
G i o v a n n a Ri v e r o ( B o l i v ia )

Finalmente se fue, y mi compañera de cuarto empezó a babear.


Esta tarde no había llegado la especie de dignidad. Me quité la blusa,
levanté los brazos y miré mis axilas. Los vellos castaños estaban de-
masiado crecidos. Pasé mi mano derecha por la axila izquierda, eran
vellos suavísimos pero no por eso aceptables. Todavía podía darme
cuenta. Todavía el dolor de amor no había derrumbado los buenos
modales de mis axilas.
—La niña ya no chupaba, pero los pechos se me secaron igual
—dijo la mujer que había dejado morir a su hija. Uno deja morir a
los hijos, los encierra en clínicas de reposo con los brazos extendidos
recibiendo torrentes de haloperidol, desenfocando el techo, trope-
zando las caderas contra las paredes, dibujando hematomas en las
muñecas porque un invisible sádico te ha dicho que no te ama. Las
encías te sangran: las chicas de blanco jamás te ayudan a cepillarte
los dientes. Esta mujer había dejado morir a su hija.
—Quiero depilarme —dije. Todo lo que yo quería en el mundo
era depilarme las axilas. Un poco de esa especie de dignidad.
Hay un lugar que no quiero visitar. Francia debe ser horrible,
todos tan apestosos. Cuando era niña soñaba con ir a Disneylandia,
es probable que la hija muerta de mi compañera de cuarto también
hubiera soñado con ir a Disneylandia. En Disney, dicen, subes a la
montaña rusa y levantas los brazos para gritar mejor. Yo quiero gritar
como en las publicidades, sin nadie que diga: «¡Mira, te han crecido
los vellos!».
—Puta, lo único que quiero es depilarme —repetí.
Por las mañanas me despertaba temblando. Transpiraba y la brisa
fría secaba el sudor bajo las sábanas. No recordaba dónde estaban
mis manos para jalar el edredón y abrigarme. Las chicas de blanco
cerraban con llave las puertas para que las almas en pena no inten-
taran escapar. Las pesadillas estaban perfectamente apiladas en las
habitaciones.
Una noche soñé que Frankenstein era mi novio. El invisible sádi-
co que aseguraba no amarme. Ámame, mi amor, ámame aunque sea
un poquito. Frankie sonreía sin culpas. Frankie se había prestado un

44
C ama s geme l a s

espíritu y yo no sabía de quién. Frankie no sabía si debía amarme o


solo cogerme con el pito implantado de algún otro sádico invisible.
Desperté gritando. Grité hasta que las encías volvieron a sangrar. Las
chicas de blanco vinieron con sus agujas y su impecable disciplina.
Dormí dos días. Las pesadillas se apilaron de nuevo en algún remoto
lugar de la mente.
—¿Rasurarte o depilarte? —preguntó mi compañera de cuarto.
Le gustaba hacer precisiones. Igual, en las camas gemelas, el tiempo
era algo que se podía dilapidar. Si alguien no te ama, puedes soplar
los segundos como burbujas de detergente, disparar las burbujas
por toda tu existencia. Nada va a lastimarte, las burbujas no hieren,
explotan silenciosas y apenas humedecen las superficies.
—¿Tienes una pinza? —pregunté. Estaba segura de que mi com-
pañera de cuarto no tenía una pinza. Esta mujer tenía cuarenta años
y podía ser mi madre. Las madres nunca tienen las cosas que verda-
deramente las hijas necesitan. Una pinza, por ejemplo.
—No, pero puede servir un cortaúñas. Mañana nos cortan las
uñas. —Decía «uñas» con z al final. La saliva empezaba a traicionar-
la—. Pero mejor sería con una gillette, ¿verdad? —dijo. En la tarde,
la dignidad se hacía lenta, las palabras se alargaban.
—Sí, mejor sería con una gillette. ¿Tienes una? —pregunté. Las
burbujas reventaron en el techo. Nadie que durmiera bajo llave po-
día tener una desechable. La vida te niega esas pequeñas cosas. Pero
a veces te las da. Al final del pasillo, un chico de trece veía personas
muertas, lo espiaban por entre las rejillas del aire acondicionado y
le hacían caras. Si alguien te hace caras, respóndele. Lo cambiaron
a una habitación con ventilador de techo, entonces se puso a dar
vueltas como en un carrusel.
—No, pero escucha, Gio, podemos hacer un trato. —Los pactos
con ella, eso no puedo negarlo, funcionaban. Esta mujer me pedía
los algodones empapados en alcohol que las chicas de blanco de-
jaban después del pinchazo. Esta mujer saboreaba esos algodones
como si se tratara de caramelos. A cambio, a veces me agenciaba una
pastilla de las azules y yo podía amar a Frankenstein con solo cerrar
los ojos.

45
G i o v a n n a Ri v e r o ( B o l i v ia )

De fondo, desde alguna habitación, escuchamos llorar. Uno de


nosotros tenía una pataleta. Pronto irían las chicas de blanco, solí-
citas, comedidas, disciplinadas hasta el asco, a inflar sus venas con
haloperidol.
—¿Un trato? No estoy segura —dije. Pero imaginé que tam-
bién podría hacer un álbum de figuritas en mi pubis. A Frankie le
gustaría.
—Yo consigo la gillette, supe que van a dar de alta al de la cinco,
dicen que ya no tiene insomnio, que duerme como un angelito. El
de la cinco es mi amigo —dijo «cinco» lentamente, con la z que
entorpecía nuestra amistad, eso que podía llamarse amistad, esos sa-
ludos roncos, «buenos días, Gio, ¿soñaste con tu hombre parchado
otra vez?», «buenas noches, señora, evite soñar con la nena, en el
fondo, ella es como Freddy Krueger, todos los monstruos son igua-
les, no sueñe con la nena». Eso era amistad.
—El de la cinco prometió darme algo de despedida. Puedo traer
la gillette. Vas a estar contenta con la gillette —dijo.
—Y quieres a cambio unos copitos de nieve… —sonreí. El brazo
izquierdo empezó a dolerme y recordé que tenía que bajarlo. Los
vellos castaños seguirían ahí al día siguiente.
—No. Solo quiero pedirte un favor —dijo lentamente. Los ojos
le brillaron como los de un ratón sorprendido a medio camino entre
la cocina y el comedor.
—Un favor…
—Déjame tocar tus pezones. —Dijo «pezones» sin esfuerzo. La
imbecilidad empezaba a ceder, las burbujas parpadeaban sobre las
camas gemelas.
El llanto de la habitación lejana se volvió un quejido. Las chicas
de blanco ya habían hecho su trabajo.
—Y mañana vas a tener la gillette —dijo mi compañera de cuar-
to—, te lo prometo.
—Una gillette no es mala idea —contesté—, una gillette puede
salvarte la vida.
—Y sacarte de este infierno, no tragar nunca jamás las píldoras
de estas malditas zorras —dijo ella, dominando la estupidez de la z,

46
C ama s geme l a s

estirando las manos hambrientas hacia mí, como un fantasma amis-


toso que te desea lo mejor. Lo mejor de lo mejor.
La dosis de amarillas me hizo el efecto de siempre: un mareo pla-
centero, una aceptación de las cosas, el fin de las cosas. Me acerqué y
levanté los brazos como había visto que Madonna hacía, que Frankie
hacía, que Krueger hacía, cuando todo estaba perdido.
Sus ojos de ratón brillaron. Un paso, dos pasos. ¡Tres pasos entre
las camas gemelas!
Yo, todo lo que deseaba en el mundo era depilarme las axilas.

47
E s pin a z o de pez

San ti ag o N az ar ian

Hau abrió la canilla con dedos cuidadosos. Tendría que cerrarla


nuevamente después de lavarse las manos. Olían a pescado, pescado
fresco, siempre como algo podrido. Escamas en sus dedos. No que-
ría contaminar la canilla. Tendría que cerrarla nuevamente, con las
manos limpias. Las lavó.
Se curvaba en el lavatorio y sentía dolor en la espalda. Se curvaba
en el lavatorio y sentía la columna. Colocaba las manos, se erguía
frente al espejo. Miraba en sus ojos. Se veía a sí mismo. Ninguna
escama. Ninguna espina. Ningún reflejo de pez en sus ojos rasga-
dos, en su rostro adolescente. Hau todavía era el mismo, pese a los
dedos.
Quitó la mano de la espalda y cerró la llave. Se llevó los dedos a la
nariz. Olió. Todavía estaba allí. La espina dolía. El pez gritaba. Y sus
ojos pequeños se comprimían todavía más delante del espejo.
El día entero. Todas las mañanas. Ayudaba a sus padres con el
puesto en la feria. Cuchillo en el espinazo, pescado en el hielo, ojos
bajos, como la voz, aunque hablase portugués mejor que ellos. Em-
paquetaba. Papel de diario. Tinta. Dedos manchados, hundiéndose
en el agua. Dedos congelados, envolviendo los peces, embalando los
restos, el fin de su adolescencia.

49
Sa n t iag o Na z a r ia n ( B r a s i l )

Y Hau pasaba toda la mañana esperando por su reflejo frente al


espejo. Sus dedos debajo de la nariz. Jabón, vainilla, para alejar una
jornada que no era la suya. Apenas un trabajo. Apenas familia. No
contaminaría su poesía. En sus dedos, no contaminaría su papel.
Envolvía. Embalaba. Y doblaba origamis en el tiempo libre.
Para ella. Cuando pasaba. Bajaba los ojos. Bajaba la cabeza. Es-
peraba que no lo viese aunque sintiese. Aunque sintiese el olor del
puesto a kilómetros de distancia. Siempre pasaba apurada. Nunca lo
miraba. O tal vez él bajaba los ojos. Y no podía percibirlo.
Se encontraban más tarde. De tarde. Cuando ella le preguntaba
qué hacía. ¿Qué haría? Filosofía. Juntos en el curso rumbo al examen
de ingreso. Juntos en la parada esperando que el colectivo llegase.
Y buenas noches. Mañana me levanto temprano para ayudar a mi
padre.
No pasaban de eso. No intercambiaban besos ni caricias, pero se
halagaban. Sacudían las manos y se tocaban los dedos. Esperaba que
ellos no fuesen a denunciarlo. Los olores de los peces. Estaba todo
en orden al final del día. Hasta amanecer una vez más, cuando los
peces esperarían por él.
Cepillando sus dientes, oía los primeros cantos de los pájaros.
Miraba su propio reflejo en el espejo con una espuma rabiosa. Es-
cupía. Se llevaba los dedos a la nariz. No sentía más la columna.
Por lo menos el dolor y el olor no se acumulaban día tras día, des-
aparecían al final del trabajo sin dejar secuelas. Un día su pasado se
borraría para siempre. Y ni siquiera se acordaría de cómo era el olor
del pescado.
Perfume. Viernes por la noche, para encontrarse con los amigos,
para encontrarse con ella, hasta la mañana siguiente. En un bar, en-
tre cervezas, festejarían el cumpleaños. No era el suyo. No era el
de ella. Pero estarían juntos, y eso era lo que importaba. Él estaría
del lado izquierdo, con los varones. Riendo, tomando, destilando,
fermentando. Ella estaría frente a él, con las mujeres, actuando, per-
fumando el ambiente con tragos coloridos. Sentados a la orilla de la
calle, de la alcantarilla, donde más tarde serían montados los puestos
de la feria.

50
E s pi n a z o de pe z

El alcohol abría el apetito y el menú abría la espina, de pez, baca-


lao, bollitos, una porción por pareja. Una porción de provolone. Em-
panadas. Ketchup. Mayonesa. Y servilletas para limpiarse los dedos.
Ella realizaba una proeza. Usaba solo una. Una servilleta y se lim-
piaba el lápiz labial. Una única servilleta y daba cuenta. De la mayo-
nesa. Ketchup. Provolone, empanadas y espinazo de pez, bollitos de
bacalao. Ella acompañaba a los varones, acompañaba una montaña
de papeles. Servilletas sucias de ketchup, mayonesa. Miraba hacia
ella y engullía. Miraba hacia ella y todo se endulzaba. Se limpiaba los
dedos en muchas servilletas.
Son necesarias mujeres así, para hacer que los varones se compor-
ten. Son necesarias mujeres para que los varones usen las servilletas.
Para beber un poco más, para sonreír y esconder, para esconder
las espinas de pescado entre los dientes. Para esconder las escamas
entre los dedos. Él la miraba y se escondía detrás de los papeles. Un
pedazo, doblado, origami.
Ella acompañaba todo del lado derecho de la mesa. Al lado de sus
amigas, sonriendo con compostura. Los varones haciendo chistes.
Él, trabajando. Sus dedos por ella. Sus dedos sacudiendo. Sus dedos
trabajando. Sus dedos dulces, en el papel, transformando en poesía
todo lo que sentía.
¿Qué era lo que sentía? La alcantarilla que lo llamaba. Los amigos
que llaman a la bebida. La cerveza, fermentada, descendiendo en
bocas de lobo, espinas de pescado. Horas después estaría allá, con
los dedos congelados. Los dedos en el pescado, en aquella misma
calle, envolviendo en papel la comida de las mujeres, las madres, las
madres de sus mujeres.
Y la poesía sería solo carbono. Mayonesa serían las noticias, man-
chadas, en papel de diario, en el espinazo de un pez. Él sería solo
uno más. Ojos rasgados en la feria. Ojos bajos como la voz, quieto.
Él trabajaría por el pez, fresco, muerto, el verdadero interés de todas
las que vinieran hasta él. Ni sentirían el perfume en su cuello. Ni
sentirían el dolor en su espalda.
Con sus dedos trabajando rápido, pese a haber bebido, concluyó
un trabajo bien hecho. Espinazo de pez. Servilleta de bar. Un origami.

51
Sa n t iag o Na z a r ia n ( B r a s i l )

Perfecto. Formas y poesías para ella, en un papel sin manchas. Un


pez de papel. «Para nadar con vos».
Ella tomó el pescado en las manos con una sonrisa en los labios.
Era lindo. El origami. La sonrisa. Hacía a la feria hundirse en un
océano y a la vida marina dominar. Ella lo llevó hasta la boca, hasta
el lápiz labial, y lo besó. «Ay, qué gracioso, hasta tiene olor a pez».

52
Hip o t é t icamente

Antonio Ungar

Son las cuatro de la mañana. Mi amigo Pierre está sentado frente a su


escritorio mirando el andén húmedo que brilla al otro lado de la ven-
tana sucia. Sobre un libro hay una taza de café frío. Pierre ha dejado
de escribir el borrador de un artículo sobre cine y se aburre. El cuarto
está en el segundo piso de una casa igual a todas las demás, en ese ba-
rrio miserable, húmedo y oscuro. Tiene piso de formica vieja, muros
manchados que fueron grises y una resistencia destartalada. La cama
está destendida, un bombillo cuelga de un cable sobre el escritorio.
Del otro lado de la ventana, debajo del invierno helado de la ciudad,
hay una calle en donde se acumula la basura y vomitan los borra-
chos, en donde cagan los perros de pelea y todo se congela pronto.
Del otro lado, la ciudad es Londres: ciudad de hombres miserables
en donde nunca deja de lloviznar hielo, de viejitas locas que caminan
sin detenerse. Ciudad partida por un inmenso río negro y lento.
Pierre tiene veinticinco años, el cuerpo muy flaco, la espalda jo-
robada y el pelo largo. Ahora juega con el cenicero, se distrae pen-
sando en cómo va a usar las libras de su sueldo mensual de redac-
tor de artículos para una revista mediocre. Imagina el invierno que

53
A n t o n i o U n ga r ( C o l o mbia )

viene, los días que le quedan antes de la primavera. De repente oye


los gritos de un hombre. Aguza el oído como el perro pobre que es:
más gritos, golpes. Se pone de pie, se acerca a la ventana. Es en la
casa de al lado. Es una pelea de los Barnes, de los hermanos Barnes,
sus vecinos.
El mayor, Fredy, pesa cien kilos de músculo y es el orgullo del
barrio porque fue campeón juvenil de rugby de los nacionales en
algún año y se puede tomar diecisiete pintas de cerveza seguidas y
además es capaz de volcar un carro con sus propios brazos, él solo,
y cada vez que lo hace, que voltea algún carro mal parqueado en su
calle, todo el barrio aplaude y vitorea como solo saben aplaudir y
vitorear los ingleses, que es mirando con la cabeza muy inclinada
hacia adelante, secretando un poco más de saliva que no se tragan
cuando sus ojos de ingleses sonríen sutilmente, emitiendo con sus
bocas un sonido borroso. El hermano de Fredy, Tedy, está conside-
rablemente más alcoholizado. Es una vaca de más de ciento veinte
kilos, inválido por una doble fractura de cadera en un accidente de
tránsito debido a su borrachera perpetua, accidente que además le
dejó un ojo inservible, lentitud de movimientos y de habla, un ba-
beo constante que su hermano Fredy limpia diligentemente.
Pierre oye cómo Fredy Barnes grita blasfemias que retumban en
los muros, cómo Tedy gime. Están en el cuarto de sofás rotos y fo-
tos de mujeres desnudas que se ve desde la calle. Oye cómo Fredy
destroza contra la pared un asiento, cómo se quiebra algo que suena
como un plato. Escucha al pobre Tedy, con su voz de estar mastican-
do pasto hace mil años, perdido en otro tiempo más mojado, menos
nítido, que se defiende como puede repitiendo palabras sin sentido.
Los silencios se alargan tensando el aire antes de cada explosión.
Después de media hora Pierre entiende, una frase completa que sale
de la boca húmeda de Fredy Barnes se lo explica: Fredy quiere des-
baratar cada mueble de la casa, y gritar todo lo que le dan sus mal-
ditos pulmones y si es necesario matar de una vez por todas a esa
masa de carne inútil que es Tedy Barnes porque ha desaparecido un
fajo de billetes que llevaba mucho tiempo haciéndose más grueso en
una caja de galletas con tapa, cerrada sobre la nevera blanca. Pierre

54
Hip o t é t icame n t e

oye cómo Tedy gime, cómo se arrastra perseguido por los imprope-
rios de Fredy, cómo lloriquea antes de caer con todo su peso sobre
el sofá amarillo. Ahora sigue hablando, pero más fuerte. Ahora arma
retahílas más largas, frases sin sentido que se han quedado hundidas
en su cerebro grande y mojado como el de una vaca, desde el tiempo
en que su mamá estaba viva. Y desde allá dice cosas como No no no
no debes tomar tanto en esta noche, Fredy, vuelve a Dorham que tu padre
lo que haría, Fredy, no debes tomar tanto.
Así al infinito. Pierre, mi amigo, del otro lado del muro, lo está
oyendo, paralizado por su curiosidad de perro pobre, por ese miedo
morboso que lo hace sonreír. De pronto se acuerda del aparatico
nuevo, del prodigio de la tecnología que desde hace una semana
descansa en un cajón de su pieza. Saca un micrófono minúsculo,
que procede a colgar de una puntilla incrustada justo al lado de la
ventana de los Barnes. Cinco metros de cable van del micrófono a
un reproductor de cd en donde un rayo láser quemará un disquito
y grabará nítidamente cada uno de los gritos y los golpes y el desga-
rramiento de las bestias en la casa de al lado. Dos parlantes minús-
culos permitirán oírlo todo mejor. Pierre mira el conjunto con una
sonrisa, presiona el botón apropiado y se vuelve a instalar junto a la
ventana.
Fredy está muy borracho. Los veinte billetes que se perdieron
eran dos mil libras, todo el capital de la familia para comprar una
nevera nueva y una maldita moto, para vivir el resto del mes, y ahora
solo hay una caja de lata vacía que huele a naranja sobre la nevera.
Fredy sabe que si Tedy no sacó el dinero, en todo caso vio al que
lo sacó. Afirma saber muy bien que su hermano se está guardando
algo, que si desde el principio de toda la historia no responde nada y
gime y se balancea y mira al piso como un niño, como un demente,
es porque sabe algo. Y si no es Tedy, alguien más en el barrio tiene
ahora los malditos billetes, y Fredy Barnes va a saber quién es, así
tenga que vapulear a Tedy y arrastrar su cuerpo por todos los cuartos
de la maldita casa.
Cada cierto tiempo, como salida de la cajita negra que graba, se
oye la voz de Fredy que sube de tono y arremete contra algo y grita

55
A n t o n i o U n ga r ( C o l o mbia )

palabrotas, muy borracho (debe tener una botella en la mano, debe


rondar a Tedy mirándolo a los ojos, gritándole muy cerca de la cara,
casi escupiéndole). Después hay lapsos largos de silencio. Tal vez
Fredy se siente en un rincón a mirar las paredes rojas y el cuerpo
de su hermano, los días del mes que igual tendrán que aguantar sin
una sola libra. Pierre imagina que Fredy se enteró temprano de lo de
la caja de lata, que estuvo buscando por toda la casa y no encontró
nada. Que le preguntó a Tedy hasta que empezó a gritarle, que Tedy
no abrió su boca y se metió en su cajón de autista. Imagina que
entonces Fredy se fue al pub, se sentó solo en la barra, gruñendo, y
pidió toda la ginebra que se pudo beber antes de las doce, sin poder
creer todavía lo de sus ahorros. Que por eso ahora parece una bestia,
que por eso ahora va a encontrar todo su dinero o a matar de una vez
por todas a su hermano Tedy Barnes.
Las palabras como cuchilladas desesperadas de Fredy Barnes gri-
tan ahora el pasado: el accidente que dejó lisiado a Tedy, Dios, la
maldita manía de beber, el dinero. El maldito dinero que tiene que
aparecer antes de que amanezca por la buena salud de Cristo. Habla,
solo, así, casi sollozando, durante más de media hora. Hasta que el
cansancio empieza a vencerlo. Por los parlantes minúsculos se oye
exhausto, impotente, al borde de las lágrimas. Parece que se fuera
a caer dormido de la borrachera, en su alfombra. Pierre imagina a
los dos hermanos amaneciendo al otro día: más cansados, igual de
abandonados y de pobres y de gordos. Hambrientos, solos. Parece
ser que ya todo se está acabando.
Pierre imagina a Fredy sentado en un rincón, totalmente ebrio,
llorando como no ha llorado nunca jamás en su vida, derrotado por
esa vida de mierda, por esa casa de mierda, por ese hermano que
ahora se hace el idiota y brama palabras para sí mismo, palabras que
no son suyas sino de una mamá que está muerta y enterrada en un
cementerio entre dos autopistas bajo la niebla, y que no van a hacer
aparecer veinte billetes de cien libras en una caja de galletas que
huele a naranja. Lo que no se espera Pierre es que Fredy se levante
súbitamente del silencio, que atraviese el piso de madera del salón
con pasos largos, que tumbe una mesa con platos a su paso. Que sin

56
Hip o t é t icame n t e

ningún preámbulo, sin decir nada, alce con sus brazos de campeón
de rugby el televisor que es una mole de principios de los ochenta,
y que con esa caja de piedra sobre la cabeza atraviese la habitación,
concentrado, serio como un borracho, y la tire a través de la ventana,
que esa caja de piedra se convierta de nuevo en un televisor cuando
se destroza contra el suelo en una explosión de vidriecitos, circuitos,
cables, pepitas rojas y verdes, contactos, cristales, fusibles.
Y entonces hay otra vez silencio. Mi amigo Pierre está ahora más
asustado. A través de su ventana pudo ver los vidrios de la casa
de al lado reventándose, ahora está mirando los trozos del televisor
mojándose en el andén. Hay un minuto de silencio. Pierre imagina
a Tedy entendiendo, despacio, muy despacio, que no habrá más te-
levisión, que la televisión se ha ido. Hay un llanto continuo, largo,
bajo. Y de repente hay un grito desesperado como de un oso atrave-
sado por una lanza, como de ese monstruo sin cabeza que es Tedy
Barnes, casi una ballena cuando se levanta sobre sus dos piernitas
pequeñas que hace diez años no lo aguantan de pie y dando tumbos
atraviesa el cuarto y se lanza a bajar las escaleras.
Y entonces Fredy empieza a gritar Maldito perro irlandés Ted Bar-
nes ni se te ocurra huir rata cobarde porque te vuelo esos sesos grandísimo
hijo de las mil putas maldito idiota, ya bastantes daños me has causado.
Y sigue con su letanía mientras baja por la escalera, detrás del ruido
que ha dejado su hermano, muy despacio, apenas teniéndose en pie
de la borrachera. Pierre conoce la casa de al lado, es igual a la suya,
y entonces sabe que Tedy va hacia la cocina. A través de la ventanita
del baño, parado sobre el water, Pierre puede ver a Tedy Barnes que
está abriendo todos los estantes, desesperado, rompiéndolo todo,
tumbándolo todo antes de que acabe de bajar su hermano, que viene
antecedido por todos los insultos que se sabe. Pierre ve cómo Tedy
logra abrir un cajón y cómo sus manos temblorosas sacan algo negro
que pesa entre sus dedos, cómo se devuelve por donde entró, en
dirección al corredor. Hay un instante de silencio.
Después se oye un grito de batalla de Fredy Barnes que se rie-
ga por el jardín y suena en los parlantes negros. Se oye un asiento
destrozándose. Y entonces, de repente, una detonación. Inmensa,

57
A n t o n i o U n ga r ( C o l o mbia )

pesada, retumbando por todo el barrio. Pierre siente que las rodillas
se le doblan de miedo, pone una mano en el borde del lavamanos.
Hay más de cinco segundos de silencio. Otra detonación inmensa lo
hace apretar más los dedos y se extiende perdiéndose por las calles
vacías. Y el silencio total. Pierre se queda quieto, perdido. Después,
lentamente, con los ojos turbios y el equilibrio turbado como un
borracho, logra volver a su habitación. Por el camino imagina, sin
saber por qué, las aceras vacías de la ciudad, los semáforos titilando
en amarillo bajo la llovizna. El humo que sale de una chimenea.
Abajo, en la puerta de los Barnes, la cerradura gira. Pierre se separa
lentamente del escritorio, se acerca al vidrio. Un hombre inmenso
abre la puerta. Pierre puede ver su cabeza rubia, redonda, medio
calva. El hombre gime, se tambalea. Da pasos torpes hacia la calle.
Parece que su cuerpo se fuera a ir de bruces, tiene puesta una cami-
seta blanca y sucia que le forra el vientre inmenso, tiene un revólver
en la mano.
Es el menor de los Barnes. Desde arriba su cuerpo se ve más
grande, más gordo, más calvo, más blanco. Tiembla, se tambalea.
Llega hasta el borde del andén y se deja caer sobre su culo, con los
pies en la calle. Tiene el arma cogida con las dos manos, entre las
piernas. Se balancea hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y ha-
cia atrás, con el arma apretada entre las manos, entre las piernas do-
bladas. Sólo mira al frente y se balancea, de espaldas a la mirada de
Pierre. Mira los carteles, la basura, el muro del colegio. No entiende
nada. Nadie ha salido a mirar lo que sucede, nadie quiere saber. La
policía tardará en llegar más de una hora. Pierre, desde su ventana,
se queda mirando a ese hombre que se balancea y gime en voz alta,
que se moja y llora bajo la llovizna, perdido ya del todo.

Hace media hora que Tedy Barnes está sentado en el andén bajo
la llovizna, observado por Pierre desde su ventana cerrada. Algún
vecino se ha asomado, tal vez, alguno ha llamado a la policía. Pero

58
Hip o t é t icame n t e

debe andar muy ocupada la policía esta noche, porque Tedy sigue
meciéndose sobre su cintura, adelante y atrás bajo la llovizna. Y Pie-
rre lo sigue mirando.
Pierre ha tenido tiempo de pensar muchas cosas. Ha pensado, sin
darse cuenta, mirando a ese hombre en el andén, en sí mismo. Se ha
dado cuenta de que está solo en el mundo, sentado ahí. Y también se
ha dado cuenta de que es libre, que siempre lo ha sido. Y que puede
hacer lo que quiera. Puede largarse de esa puta ciudad, y convertirse
en alguien vivo, real. Si quisiera. Alguien real. Piensa ahora que se va
a levantar de ese escritorio, de una vez por todas. Que va a empacar
un morral con toda su ropa, que va a sacar la plata del banco, que
va a salir caminando, va a pasar al lado de ese cuerpo bilioso que
todavía llora en el andén. Que va a caminar hasta la estación del tren
para largarse y dedicarse de una vez por todas a lo que siempre ha
querido hacer.
Vivirá de robar, dormirá en los parques. Tal vez lo mejor sea com-
prarse él también un revólver. Usarlo en el momento justo para atra-
car una tienda, para ir sobreviviendo. O irse a Australia, en donde
cada metro de tierra que pise sea tierra desconocida. Y dedicarse a
robar. Y a andar. Hasta que lo maten. Tal vez hará también el amor
con una mujer morena en una caseta abandonada, en un desierto. Se
emborrachará con camioneros en una gasolinera. Apostará todo su
dinero a las cartas y lo perderá. Dormirá alguna noche en una cárcel
australiana con un aborigen.
Oye ruido de sirenas afuera. El hombre, inmenso, perdido, se
mece ahora más lentamente, mojado por la llovizna. Con el cuello
rígido y la pistola entre las piernas. Sigue llorando. Un policía se
detiene a diez metros, sabe que hay treinta fusiles apuntando a la
cabeza del tipo. Abre las piernas y grita Tire el arma y ponga las ma-
nos en el cuello. Cuando está a un metro pega el cañón de la pistola a
la sien de Tedy, lo mira muy fijamente, se empieza a arrodillar a su
lado, mete la mano libre debajo de las piernas dobladas del gigante.
Aprieta el arma entre sus dedos. El gigante no la suelta. El policía
logra separar los dedos gruesos del arma homicida. La echa a rodar
por el pavimento, lejos del asesino.

59
A n t o n i o U n ga r ( C o l o mbia )

Tedy Barnes mira al policía a los ojos, lentamente, sin saber ya


nada más. Quién es él mismo. Qué es. Qué hace ahí. Vuelve a mirar
al frente. Una furgoneta se acerca haciendo ruido por la calle, detrás
trotan diez agentes armados. Pierre ve cómo izan a Tedy, peso muer-
to, cómo le doblan el cuello, cómo lo sientan en la parte de atrás del
carro. Dos policías se meten con él.

Ahora, un mes después, Pierre está sentado en el comedor de la casa


de un amigo común, frente a un plato con pescado y una copa alta
de vino blanco. Sonríe. Tiene en su mano derecha la mano de su
novia. Ella no es bonita. Él la mira un instante a los ojos y después se
levanta, carraspea, pide la atención de todos para contarnos la gran
noticia de la noche. La gran noticia de la noche es que la semana
anterior le han dado dos años más de trabajo en la revista mediocre
para la que trabaja. Seguirán pagándole el mismo sueldo por los
mismos comentarios de cine. Él y su novia van a alquilar un aparta-
mento en Mainstream, muy cerca de la casa en donde está su cuarto
de soltero. Piensa pedir la nacionalidad inglesa.
Cuando termina nos mira a todos, radiante. Propone un brindis.
Por su novia. Por nosotros. Nos levantamos y miro sus ojos peque-
ños, de perro feliz. Su boca que sonríe, un brillo de saliva que ilu-
mina su labio inferior. Brindamos. Cuando se sienta, sus manitas se
separan de la copa y de la piel de su novia, coge los cubiertos y trinca
otro pedazo de pescado. Se lleva el bocado a los labios y mientras
mastica pasa una mirada horizontal, rasante, sin dejar de sonreír. Se
detiene en mí. Me mira, desde el otro extremo de la mesa, como pre-
guntando algo. Yo solo puedo inclinar un poco la cabeza y felicitarlo,
con la copa arriba, ensayando la mejor de mis sonrisas.

60
L o s c u r i osos

Juan Gabriel Vásquez

D urante la mañana comenzamos a darnos cuenta de que ya éramos


varios, pero nadie puede asegurar ahora quiénes llegaron primero y
quiénes después, nadie puede establecer esas primogenituras bana-
les. Siempre ocurre igual en el lugar de una tragedia: los curiosos se
van agolpando poco a poco, sin método ni constancia, como el agua
acumulada, y de repente hay una multitud donde antes había solo
un vagabundo desocupado. Y así nos ocurrió a nosotros junto al río
Medellín. Podemos pensar que los primeros llegaron a la orilla y se
pararon entre la hierba crecida, sin saber muy bien dónde pisaban
—sintiendo en las suelas de los zapatos la superficie incierta y barro-
sa de la ribera—, y manteniendo siempre varios metros de distancia
con la línea de bomberos, para no estorbar. Los siguientes buscaron
un espacio debajo del puente, en la plataforma de concreto donde
nacen los pilares, porque desde ese lugar se tiene una mejor visión
de las maniobras, y en algún momento alguien pensó que ya lo su-
cedido no era una cuestión de interés pasajero, y se acomodó arriba,
sobre el puente, la pierna doblada y los codos apoyados en la baran-
da amarilla. Muy pronto ese puente con nombre de tira cómica (Ho-
racio Toro, se llamaba y se llama todavía) se fue llenando con nues-
tros ruidos, con los roces de las chaquetas y las frases expectantes;

61
J u a n G ab r ie l V á s q u e z ( C o l o mbia )

hubo un comentario fuera de lugar, y enseguida corrió la voz de que


había que tener cuidado, no ir a decir cualquier cosa; porque entre
nosotros estaba el hombre, el marido de la mujer desaparecida.
Nos enteramos de que tenía apellido italiano, Ciardelli, y era
periodista deportivo en uno de los dos periódicos de Medellín. El
miércoles anterior su esposa le había pedido que la llevara a ver el
partido, y después, a eso de las once de la noche, habían salido ape-
nas del parqueadero del Atanasio Girardot cuando un taxi les cortó
el camino, y acabaron recorriendo todos los cajeros de la ciudad y
sacando toda la plata de ambas cuentas para aquellos secuestrado-
res momentáneos. Cuando ya las tarjetas no dieron más, a Ciardelli
le quitaron la ropa y los zapatos, lo echaron del carro en un potrero
del Cauca y se llevaron a su esposa, y el tipo tardó más de dos horas
en llegar caminando y desnudo a un teléfono que funcionara. Pidió
ayuda y debió pensar en el fondo que al llegar a casa encontraría
a su mujer sentada en la sala con todas las luces prendidas, espe-
rándolo muerta de susto y tal vez violada pero lista para soportar el
trauma de las diligencias policiales y olvidar poco a poco el asunto.
No fue así, claro; a partir de las cinco, Ciardelli se dedicó a revisar
los hospitales primero y las morgues después, incapaz de dar a su
esposa por muerta —pues el cuerpo no estaba en ninguna parte—
pero consciente de alguna manera de que no volvería a verla, y ya
destrozado por la noción de que solo le quedaba el río. Le debió
de parecer increíble que su esposa acabara como tantos muertos en
esta ciudad, lanzada por encima de la baranda del Horacio Toro,
hundida en la corriente de aguamierda, atrapada entre las malezas
de ese lecho sucio adonde van a dar los conductos del alcantarilla-
do. No sabemos cómo cedió a la evidencia, pero Ciardelli no perdió
el tiempo (al principio comentábamos con admiración ese coraje,
esa diligencia frente a la muerte), y antes de que terminara el día
ya los bomberos le habían encargado este caso al Pájaro Solano,
instructor de buzos profesionales, uno de los mejores rescatistas
de la ciudad y el único capaz de meterse de cabeza en el Medellín
para buscar un cuerpo desaparecido y darle a su familia el lujo
de enterrarlo.

62
Los curiosos

El Pájaro Solano. Ustedes no se acuerdan del Pájaro Solano, pero


para nosotros ya era una leyenda mucho antes de lo de la esposa
de Ciardelli, y ahora, cuando todo eso ha pasado y se pierde poco
a poco en los anecdotarios locales, nos hemos dado cuenta de que
no hay demasiadas imágenes suyas, y el carnet de rescatista forma
toda su iconografía. Era un tipo de casi cincuenta años, de cabeza
rapada y brazos de mujer, que había completado doscientos rescates
exitosos en los ríos de Antioquia, y no veía la hora de la jubilación
para mudarse a Providencia y vivir sus últimos días en el agua limpia
y salada del Caribe, entre turistas ricos que no se saben poner una
careta. Durante más de veinte años lo vimos pasar de una estación
de bomberos a la siguiente, en función de mecanismos oficiales que
él entendía mal pero que le daban lo mismo, vestido con el único
traje que tenía, negro y de manga sisa, y en días de mucho sol con la
calva protegida por una gorra de beisbolista que se quitaba antes de
comenzar una inmersión de rescate, limpiándole con dos dedos la
visera como si enderezara el ala de un sombrero y enseguida deján-
dola caer sobre el morral de lona verde donde llevaba sus equipos.
Después de darse tres bendiciones, el Pájaro se lanzaba de cabe-
za al río Medellín; era un momento mágico para los presentes, un
momento de emoción casi infantil, porque nunca faltó el que pro-
nunciara, después de dos minutos, o tres, o cuatro, la frase terrible:
«Ahora sí se ahogó».
Cinco minutos, o seis, o siete: y al cabo de un rato que a muchos
les parecía insoportable, y que más de una vez ocasionó el desmayo
de alguna señora angustiada, se formaba un borboteo en la super-
ficie del río, una ruptura en las delicadas figuras de la corriente, y
de repente un cuerpo —una cabeza, una mano— rompía el color
barroso: era el Pájaro, y tras él salía el cuerpo rescatado, un sicario
muerto en su ley, un adolescente que había opuesto resistencia en
un atraco, un apostador, un futbolista tramposo. Salían sin vida, es
cierto, pero lo importante era que salieran, que el Pájaro los rescatara
para que sus familiares les dieran cristiana sepultura. El Pájaro era el
artífice de esos consuelos póstumos, y las familias se lo agradecían
con canastas de comida o gallinas vivas o plata en fajos rechonchos;

63
J u a n G ab r ie l V á s q u e z ( C o l o mbia )

y claro, todos en Medellín teníamos un pariente o un conocido cu-


yos días habían terminado en el río, o bien teníamos el temor y la
relativa certidumbre de que el río y su fondo formaban parte de
nuestro futuro y solo era cuestión de tiempo antes de que debié-
ramos por fuerza recurrir a los servicios del Pájaro: y él se volvía
para nosotros una especie de destino espiritual, un representante del
porvenir, una profecía.
La tarde en que el Pájaro Solano llegó a la orilla del Medellín para
buscar a la esposa de Ciardelli había en el aire un nerviosismo que
nunca antes habíamos sentido, y cuando se quitó el morral como
si se sacara una pena de encima, cuando lo dejó sobre el capó del
Mercedes que lo había traído, hubiéramos podido jurar que todos
íbamos a zambullirnos tras la mujer asesinada, o por lo menos que
estábamos muy dispuestos a hacerlo. El Pájaro se puso las aletas sin
sentarse, caminó hasta la orilla masajeando el elástico de la careta
—estirándolo una y otra vez, como un niño a punto de inflar un
globo—, y desde arriba vimos su silueta adelgazarse con los juegos
de la perspectiva, hasta que no fue más que una cabeza calva y la
línea de unos hombros. Desde el puente Horacio Toro vimos la ca-
beza internarse en las aguas del río, las aspas de los brazos moverse
como la pértiga de un equilibrista, y al cabo de unos segundos la
pértiga había desaparecido: ante la mirada aturdida o envidiosa de
los bomberos, la superficie negra del río Medellín se tragó la cabeza.
Entonces el puente cayó en un mutismo respetuoso, como el que se
va formando en un estadio cuando se ordena un minuto de silencio
para honrar a algún muerto reciente. El único ruido era el de un ca-
rrito de raspados: la campanilla soltaba sus tintineos hipócritas, las
rueditas voluntariosas se sobreponían a cada accidente del cemento,
a cada grieta, a cada botella de cerveza que los curiosos habíamos
vaciado durante la espera.
Nadie puede decir ahora cuánto tiempo pasó en realidad, pero lo
cierto es que el tiempo pasó, entre indolente y distraído. De repente
estalló el sol en el cielo, se abrieron las nubes como suele suceder
en Medellín, y los curiosos sentimos en la cabeza el peso del calor,
el sudor en las manos que se aferraban a la baranda, el sudor en las

64
Los curiosos

axilas (los brazos tensos y pegados al cuerpo), el sudor en los plie-


gues del cuello (todas las cabezas dobladas hacia abajo). En la orilla,
Ciardelli permanecía quieto como un pilote de muelle: era el único
de los presentes que no sudaba. Desde arriba lo veíamos pasarse un
pañuelo por la frente, y el gesto nos parecía inútil o superfluo, por-
que su piel seguía tan cerrada y tan opaca como la de un muerto. Y
entonces, algo ocurrió: Ciardelli lanzó un resoplido, como el de un
caballo, y se acuclilló entre la maleza. En ese instante, en su cara se
vio todo el cansancio acumulado por la búsqueda. Lo sorprendente
no fue eso, claro, sino que en ese momento los demás nos dimos
cuenta de que también estábamos cansados, de que también nues-
tros muslos resentidos, nuestros tobillos hinchados acusaban ya las
horas pasadas allí, sobre el puente, las horas en que vanamente ha-
bíamos esperado el resurgimiento del Pájaro Solano. Y eso fue. Fue
ese cansancio, soltado de repente sobre nosotros como un saco de
arena, lo que nos devolvió a la realidad, lo que nos lanzó la evidencia
a la cara, de manera que nadie se sorprendió cuando las palabras de
siempre comenzaron a circular con otro tono, con otras maneras,
por el puente Horacio Toro: «Ahora sí se ahogó». «Ahora sí se aho-
gó». «Ahora sí se ahogó».
El cuerpo del Pájaro Solano, rescatista rescatado, sería recupera-
do a eso de las tres y media de esa misma madrugada. La autopsia,
realizada en el curso de las siguientes cuarenta y ocho horas, revela-
ría un golpe en la cabeza (la piel del cráneo rasgada por el impacto,
las partículas de roca dura pegadas al cuero cabelludo) y daría cuen-
ta del agua sucia que inunda los pulmones, de la tráquea invadida,
de la asfixia; pero no incluiría lo sucedido allí, en la orilla, cuando
nos dimos cuenta de que el Pájaro no volvería a salir. Tampoco los
discursos del entierro mencionaron la rabia que nos tomó por sor-
presa, ni los reportes de los bomberos hablaron de la turba que bajó
del puente (un enjambre de avispas enloquecidas), ni los obituarios
de El Colombiano hicieron constar la repentina violencia con que el
enjambre se fue acomodando en la orilla del río Medellín, ni las judi-
ciales de El Tiempo señalaron el desconcierto del hombre que se vio
de repente perdido en el centro de la turba. A Ciardelli, encerrado

65
J u a n G ab r ie l V á s q u e z ( C o l o mbia )

entre nosotros y el río, lo vimos mover las manos como si limpiara el


aire, lo escuchamos balbucear algo incomprensible, y enseguida vi-
mos que en su cara se instalaba una mueca de comprensión y luego
una de miedo. Ciardelli recibió el primer escupitajo con algo de dig-
nidad, y no dejó escapar ruido alguno mientras encajaba las prime-
ras patadas, pero a partir de un momento sus pies se comenzaron a
mover hacia atrás sobre el barro de la ribera, y nos pareció admirable
la destreza con que se dio la vuelta y se lanzó al agua, la curiosa peri-
cia con que logró, en dos brazadas —la corbata sacudiéndose detrás
del nadador como una estela—, llegar a la mitad del río, la confianza
o quizás la arrogancia con que entonces dejó de nadar y miró hacia
donde estábamos nosotros, acaso para confirmar que estaba a salvo,
y muy en el fondo nos dio lástima que la pericia y la destreza y la
confianza y la arrogancia no le sirvieran para nada, que no le per-
mitieran intuir el vuelo de la botella ni esquivar el impacto, pues a
la orilla llegó, como un eco de otros tiempos, el retumbo seco que
produjo el vidrio al golpearle la cabeza, y fue entonces que Ciardelli
gritó, que empezó a patalear furiosamente, y siguió pataleando entre
las demás botellas que lo atacaban desde la orilla, acaso imaginando
la multitud de cuerpos que, si llegaba a hundirse, lo esperaban en
las profundidades.

66
H u r acán

Ena Lucí a Por t ela

E s mi decisión. Mía, solo mía, y no pienso discutirla con nadie.


Estoy en mi derecho, ¿no? La tomé a fines de los noventa, cuando
tenía unos veintidós o veintitrés años, no recuerdo bien. Lo que sí sé
es que lo hice en pleno ejercicio de mis facultades mentales, que no
estaba borracha ni bajo el efecto de ninguna droga. Claro que suele
dudarse de las facultades mentales de alguien que toma «en frío»
una decisión de tal naturaleza, aparentemente sin motivos. Justo por
eso no quiero discutirla con nadie. Ya estoy aburrida de que me
tilden de loca.
La primera oportunidad se me presentó en octubre de 2001,
cuando el huracán Michelle. Para ese entonces ya mamá había falle-
cido (el corazón, los disgustos…). Gracias a las gestiones de no sé
cuál organización internacional de derechos humanos, papá había
salido por fin de la cárcel… directo hacia el avión. Ahora vivía en
L.A., California. A mi hermano el Nene, el mayor, le habían desce-
rrajado un tiro en la nuca, sabrá Dios por qué. Algo inconcebible.
Porque el Nene, que yo sepa, nunca tuvo nada que ver con nada.
Ni política ni narcotráfico ni la mujer del prójimo. Solo era un poco
distraído, como ausente, igual que mamá. Leía mucho. Poesía, sobre
todo. Le encantaba W.H. Auden. Era un buen tipo. Supongo que

67
E n a L u c í a P o r t e l a ( C u ba )

lo mataron por estar, como quien dice, en el momento y el lugar


equivocados. O tal vez lo confundieron con otro. En fin, no sé. En
nuestra casa del Vedado, ya bastante deslucida pero aún sólida, nada
más quedábamos mi hermanito el Bebo y yo.
Eran las tres y pico de la madrugada, a comienzos de aquel oc-
tubre. El Bebo dormía en su cuarto y yo, acurrucada en el sofá de la
sala, miraba la televisión. Casi nunca transmiten nada a esas horas,
excepto las Olimpiadas o el Mundial de Béisbol, cuando ocurren en
países lejanos, o las noticias acerca de algún huracán muy horrible
que ande por países cercanos. Y ahí estaba. Michelle. Como la can-
ción de los Beatles. Michelle, ma belle… Nombre glamoroso para un
monstruo de categoría 5 en la escala Saffir-Simpson, lo cual significa
vientos máximos sostenidos por encima de los doscientos cincuenta
kilómetros por hora. Y rachas que pueden ser muy superiores, sobre
los trescientos kilómetros por hora, o aún más. Lo peor que uno
pueda imaginar en materia de ciclones.
Así pues, la capital y todo el occidente y el centro de la isla gran-
de, junto a la isla de Pinos y algunos cayos adyacentes, estaban en
fase de alarma ciclónica. En unas horas el huracán entraría en el
archipiélago cubano. Pero nadie sabía por dónde. Entraría. Punto.
Ni en el Observatorio de Miami ni en el de Casablanca se aventu-
raban a emitir un pronóstico más preciso acerca de su trayectoria.
En la tv, de pie junto a las imágenes del satélite (misteriosas, como
siempre, jamás las he comprendido) y algunos mapas climáticos,
el director del Instituto de Meteorología no paraba de hablar. De-
cía: Ubicación actual, tantos grados de latitud norte y mascuantos
de longitud oeste. Velocidad de traslación, más bien lenta… ¡Hum!
Malo, malo… —se secaba el sudor de la frente con la manga de la
camisa—. Precipitaciones, tantos milímetros. Presión atmosférica,
mascuantos hectopascales. Velocidad de los vientos huracanados…
¡Uf! Muy fuertes, fortísimos… ¡Hace décadas que no se veía algo
como esto! Pero mantengan la calma, ¿eh? —volvía a secarse el su-
dor—. Hay que mantener la calma, estimados televidentes, y cum-
plir con las orientaciones del Estado Mayor de la Defensa Civil para
casos de ca… ca… catástrofe… Pobre tipo. A la legua se le notaba

68
H u r ac á n

el miedo, las ganas de mandar a la porra al puñetero Estado Mayor


con todas sus malditas orientaciones, y salir corriendo como alma
que lleva el diablo. Claro que correr no tenía sentido. No llegaría a
ninguna parte.
Luego aparecieron en pantalla imágenes de la cnn en español.
Con una lentitud escalofriante, Michelle había ido bordeando la cos-
ta caribeña de Centroamérica y los periodistas iban tras él (o tras
ella, ¿no?) con sus cámaras y micrófonos. A prudencial distancia,
por supuesto. Las imágenes eran espantosas. Crecidas de ríos, casas
desplomadas, árboles arrancados de cuajo, cadáveres de personas
y de animales flotando en el agua sucia, toda la miseria y el sufri-
miento del mundo en los ojos de los sobrevivientes, que para colmo
de males eran gente pobre, cuyos gobiernos —dijeron algunos de
ellos— no los tomaban en cuenta para nada y no los ayudarían a
recuperarse, etc. Algunos indígenas, que quizás no hablaban espa-
ñol, permanecían en silencio, muy serios, con el entrecejo fruncido.
Aunque en realidad no hubo tantas entrevistas. Muchas zonas habían
quedado aisladas por las inundaciones, resultaban inaccesibles por
tierra, así que las imágenes (pura devastación) eran tomadas desde
un helicóptero. Una voz en off iba diciendo en tono dramático: Esto
es en Nicaragua… esto, en Honduras… esto, en Guatemala… A la
altura de Belice —dijo la voz en off— el poderoso huracán ha salido
nuevamente al Caribe, donde ganará en organización e intensidad.
Ahora se dirige hacia Cuba…
Y en ese momento, justo en ese momento, apenas la voz hubo
pronunciado la palabra «Cuba», ¡paf!, se cortó el fluido eléctrico.
Imagino cómo debieron sentirse los estimados televidentes de las
tres y pico de la madrugada, que seguro eran millones, ante aquella
oscuridad. Creo que escuché unos gritos a lo lejos. No sé. Ni Ste-
phen King hubiera inventado algo más terrorífico.
En lo que a mí respecta, no tenía ningún miedo. No es que yo
sea muy valiente, qué va. Desde niña padecí toda clase de terrores.
Fueron muchos, demasiados. Tantos, que vivía en perpetua zozobra,
mordiéndome las uñas, con un nudo en la garganta… Pero cuando
tomé la decisión, a fines de los noventa, desaparecieron todos como

69
E n a L u c í a P o r t e l a ( C u ba )

por arte de magia. ¡Zas! Fue como una especie de exorcismo. Ni si-
quiera volví a tener pesadillas. Ahora, con el corte de la electricidad,
solo me preocupaba que mi hermanito fuera a despertarse por causa
del calor. Porque la noche estaba caliente, húmeda, pegajosa, y él,
sin ventilador…
El Bebo no era ningún chamaco. Nada de eso. Con solo tres años
menos que yo, no le faltaban fuerzas para arruinarme los planes. Y
trataría de hacerlo, desde luego. Siempre lo hacía. No quiero decir
que él fuera violento, que me maltratara o algo por el estilo, no. Pero
tenía un lado Aliosha Karamázov francamente insoportable. Cuando
empezaba con aquello de que el Señor nos ama a todos y que debía-
mos buscar la salvación de nuestras almas y no sé qué más, no había
forma de pararlo. Yo le decía: Ay, Bebo, por favor, déjame en paz… Y
él: ¿Pero qué dices, Mercy? ¡Déjate en paz tú a ti misma! Deja que el
Señor entre en tu corazón… Y cosas así. Mejor que no se despertara.
En medio de la oscuridad, fui a sentarme en el poyo de la ventana
que da al portal. Silencio absoluto. Ni los grillos del jardín chirria-
ban. Tal vez se habían largado con su música a otra parte. He oído
que los animalejos perciben la inminencia de los desastres naturales
mucho mejor que nosotros, que sin satélite y radares no percibimos
nada de nada. Quién sabe. El hecho es que aún no soplaba la más
mínima brisa. La noche estaba clara, despejada, con luna y estrellas
y todo eso. De no ser por la tv, nadie hubiera sospechado que se nos
venía encima un huracán, y de los más apocalípticos. Mis ojos («de
gata», decía el Nene) se adaptaron enseguida a la oscuridad. Prendí
un cigarrillo. Aún no era el momento, no había que apresurarse. Per-
manecí allí, fumando, contemplando la noche, durante varias horas.
No pensaba en nada. No tenía nada en qué pensar. El Bebo, por
suerte, no se despertó.
Al filo del amanecer, me bajé del poyo. Estiré las piernas. Según
mis cálculos, ya era hora de entrar en acción. Sigilosa, procurando
no tropezar con nada, fui hasta el cuarto de mi hermanito, en el fon-
do de la casa. Ahí estaba él, con la ventana abierta, arrebujado entre
las sábanas. Ajeno al calor, a la inminente visita de Michelle y a mis
propósitos, dormía como un tronco. Vaya sueño glorioso, pensé.

70
H u r ac á n

Ni el Bebo ni yo trabajábamos. Con nuestros antecedentes, nadie


nos hubiera dado un empleo que no fuese en la agricultura o en la
construcción. No eran antecedentes penales, no habíamos cometido
ningún delito. O quizá sí. Depende del punto de vista. Hay acciones,
u omisiones, que son legales en unos países y en otros no, según el
sistema de gobierno. De manera que sobrevivíamos, mal que bien,
gracias a las remesas que nos enviaba un amigo de papá desde los
Estados Unidos. Se suponía que en algún momento de nuestra era
partiríamos al exilio, para volver a reunir a la familia, o lo que que-
daba de ella. Pero hacía falta un permiso de salida de Inmigración,
que no llegaba (aún no llega). El Bebo, con su problema de la co-
lumna, no era apto para el servicio militar. Eso era bueno, porque
en caso contrario se hubiera declarado objetor de conciencia y sabe
Dios lo que hubiese ocurrido. En cuanto a mí… digamos que apenas
existía, que apenas existo. Vamos, que no peso ni cien libras. Según
los hombres de este país, tan adictos a las masas y los volúmenes,
soy ojos verdes, pelo largo y nada más. ¿Qué interés podría tener
alguien en retenerme en un lugar o en otro? Nada, que no entiendo
la demora con el permiso de salida. Pero me da igual. Oh, sí. Ya
desde entonces me daba igual. En esta vida hay muchas cosas que
no entiendo.
El Bebo tampoco entendía. Pero él sí que se lo tomaba a pecho.
Durante algún tiempo estuvo muy, pero que muy ansioso, incapaz
de concentrarse en nada, loco por que acabáramos de largarnos de
una cabrona vez —decía—, a cualquier parte, aunque fuera a Tom-
buctú. Porque además sentía que nos vigilaban, que habían pincha-
do nuestro teléfono para espiar nuestras conversaciones privadas,
que merodeaban por los alrededores de la casa (vestidos de paisano,
claro, para que no se les viera lo policial, ¡como si pudieran enga-
ñar a alguien!), en fin, que pretendían aniquilarnos. Yo le pregunta-
ba quiénes y él me respondía que ellos. ¿Quiénes más podrían ser?
Ellos. Los perros. Los hijoeputas. Los de siempre. Yo le preguntaba
si estaba seguro, si no serían figuraciones suyas, sí, porque a fin de
cuentas era un poco absurdo… Él me miraba con cara de horror. De-
cía: ¿Un poco quéeeeee? ¡Ay, María de las Mercedes Maldonado! ¡Tú

71
E n a L u c í a P o r t e l a ( C u ba )

como siempre, en las nubes, en los jardines colgantes de Babilonia!


Estás más loca… Entre eso y la muerte del Nene, tan inexplicable,
mi hermanito estuvo al borde de una crisis de nervios.
Entonces, un buen día, se iluminó. O sea, decidió que estaba
bueno ya de ser católico, lo que para él equivalía a ser razonable en
exceso, falto de pasión, de auténtico fervor religioso, y se metió a
protestante. Se hizo evangelista, creo. Aunque no estoy segura. Tal
vez fuese luterano, o anabaptista, o pentecostal… En realidad no
sé. Era una secta cuyos practicantes se la pasaban dando brincos y
alaridos. A veces caían en trance y se revolcaban por el piso, ponían
los ojos en blanco y hasta soltaban espuma por la boca, vaya, como
si tuvieran un ataque de epilepsia, y consideraban todo eso terrible-
mente espiritual. Yo respeto las creencias de los demás, de veras que
sí. Pero aquellos creyentes espasmódicos y vocingleros me ponían
los pelos de punta. No podía con ellos. Cuando venían a casa, me
encerraba en mi cuarto. Sí, para que no me dijeran que yo llevaba
colgado del cuello un instrumento de tortura. ¡Dios mío, un instru-
mento de tortura! Los muy anormales se referían a una crucecita
de oro de lo más inofensiva. Y si empezaban con los aullidos y los
berridos, me iba al parque de la esquina y me sentaba a leer en mi
banco favorito, debajo de un flamboyán. Por cierto, ahí leí un libro
que ahora mismo no recuerdo de qué trata ni quién lo escribió, pero
que me gustaba muchísimo en aquella época, no sé por qué. La cam-
pana de Islandia, creo que se llamaba. ¿No es un lindo título? Pero
volvamos a los evangelistas, o quienes fueran. La cuestión con ellos
es que, pese a toda la bullanga que armaban, en cierto modo ayuda-
ron a mi hermanito. Eso hay que reconocerlo. Con sus extravagan-
cias lo mantenían entretenido, a salvo de la angustia, el alcoholismo
y las noches de insomnio. Verdad que se volvió muy latoso con lo
del Señor que nos ama a todos, pero al menos dormía tranquilo de
vez en cuando. Como aquella madrugada, en vísperas del huracán
Michelle, en que entré a su cuarto subrepticiamente.
Cogí la linterna y el llavero, que estaban encima de la mesita de
noche. Los vientos ya comenzaban a soplar con alguna fuerza, pero
aún había una calorana sofocante, por la baja presión atmosférica.

72
H u r ac á n

Solo enfriaría más tarde, cuando empezara a llover. Dudé por un se-
gundo entre cerrar o no la ventana. Preferí dejarla abierta. No quería
que el Bebo se despertara aún. ¿Para qué? Ya se despertaría más ade-
lante, cuando la cosa se pusiera realmente fea. También me pregunté
si no debía dejarle una nota. Las personas que toman la decisión
que yo he tomado suelen dejar notas antes de ponerla en práctica.
Escriben algo como «No se culpe a nadie…» o, por el contrario,
«La culpa la tiene Fulano de Tal…», o qué sé yo. Todo eso siem-
pre me pareció muy patético. Vamos, como si quisieran darle una
suprema importancia a un acto que, si lo miramos con un poco de
objetividad, no es nada relevante. Ya sé que hay otras opiniones al
respecto, pero en fin. Sea cual sea el asunto de que se trate, siempre
hay otras opiniones. Si algo sobra entre las personas, es justo eso: las
opiniones. De cualquier modo, yo no hubiera sabido qué escribir en
mi nota sin que sonara falso o ridículo. El Nene siempre me decía
que tengo talento para la literatura, pero no sé, no lo creo. Toda mi
obra (¡je je, mi obra!) se reduce a cinco o seis cuentos, de los cuales
he publicado solo uno, en una revista mexicana. Así que no le dejé
al Bebo ninguna nota. Ahora me pregunto si, de haberlo hecho, eso
no hubiera cambiado el curso de los acontecimientos. Quién sabe.
Me parece que no.
En mi mente, le di un beso a mi hermanito. Y un abrazo. Y mu-
chos besos más. Aunque yo no sea tan fervorosa ni tan pasional, tam-
poco soy una piedra. Me hubiera gustado tocarlo de verdad. Pero no
debía correr riesgos. De manera que me despedí solo en mi mente.
Le dije que lo quería mucho-mucho, a pesar de las latas evangelistas
(era cierto). Que ojalá no me extrañara demasiado. Le deseé suerte
con lo del permiso de salida, que le llegara pronto y pudiera reunirse
con papá. Y me fui, antes de que los vientos comenzaran a arreciar y
las hojas de la ventana a dar bandazos. Nunca volvimos a vernos.
Cuando salí al portal ya amanecía, aunque apenas había luz. El
cielo estaba tan empedrado, tan gris, que deprimía a cualquiera. El
olor a humedad era muy fuerte. De un momento a otro empezarían
a caer los primeros goterones. Y luego, casi enseguida, el diluvio.
Por las condiciones del tiempo, era evidente que Michelle ya había

73
E n a L u c í a P o r t e l a ( C u ba )

entrado en la isla grande. ¿Por dónde? Vaya uno a saber. Si el ojo del
ciclón atravesaba La Habana, de por sí tan destruida, sería la catás-
trofe más colosal de los últimos cincuenta años. Por un instante sentí
algo parecido al patriotismo. Odié a Michelle.
Del portal salí al pasillo exterior que conduce al garaje. Las venta-
nas laterales de la casa contigua estaban todas cerradas. Estupendo,
pensé. No quería que nadie me viera.
Abrí el portón. Ahí adentro, en el garaje, estaba oscuro como
boca de lobo. Olía a herrumbre, a moho, a gasolina. Con la linterna
encendida, me subí a la camioneta Ford y traté de ponerla en mar-
cha. No era fácil. Lo logré al tercer intento. No revisé el tanque del
combustible, pues ya lo había hecho la tarde anterior. Esa camioneta
era una antigualla, una auténtica pieza de museo. Cada vez que un
turista la veía, enseguida quería comprarla. O si no, retratarse junto
a ella. O filmarla en movimiento. Verdad que se movía de puro mi-
lagro, sin que le hubieran cambiado un solo componente en más de
cuatro décadas. Si no es un récord Guinness, le anda cerca.
Ya en la calle, miré por el retrovisor. El portón seguía abierto. Pero
no iba a apearme para cerrarlo. Qué va. En el garaje no había nada
que pudieran robarse, y a lo mejor hasta servía de refugio a alguien.
Siempre hay vagabundos, pordioseros, borrachos, viejos locos que
se fugan de sus casas y luego no tienen dónde meterse cuando llegan
los huracanes. También hay perros y gatos callejeros. En fin, todo
lo que yo deseaba era alejarme de allí lo más rápido que pudiera. A
estas alturas ya había empezado a llover y el viento sacudía las copas
de los árboles como si quisiera desguazarlas. De modo que arranqué
veloz… bueno, más o menos veloz, rezando por que el dinosaurio
Ford no fuera a darme candanga justo ahora.
Creo que rodé varios kilómetros sin rumbo fijo. Di algunas vuel-
tas. Llegué hasta el puente de hierro del Almendares y luego regresé
por un camino distinto. No me interesaba ir a ningún sitio en par-
ticular. Solo rodaba y rodaba. La lluvia era cada vez más intensa. El
viento la inclinaba ora en una dirección, ora en otra. Hacía remo-
linos, espirales, trombas. Yo iba un poco despacio, pero sin dete-
nerme. Al principio tenía cierta visibilidad. Recuerdo vagamente las

74
H u r ac á n

calles del Vedado, sombrías, desiertas, sin vehículos ni peatones. Las


farolas del alumbrado público, apagadas. Las de la camioneta, igual.
Yo era como un fantasma que recorría una ciudad fantasma. Por
primera vez en muchos años, me sentía feliz.
El paisaje fue desdibujándose tras la cortina de agua. Era de es-
perarse. Nada puede un limpiaparabrisas de medio siglo contra la
lluvia torrencial. Lo último que distinguí fue una silueta humana.
Yo rodaba en mi cacharro de lo más beatífica por la calle 23 y al-
guien, no sé si hombre o mujer, iba a pie por el callejón de Montero
Sánchez. O por el de Crecherie. No sé. Iba por un callejón per-
pendicular a 23. Se tambaleaba. Se caía de rodillas. Se levantaba, al
parecer con tremendo esfuerzo, y daba unos pasos. Volvía a caerse,
ahora de bruces. Volvía a levantarse. Caminaba de nuevo, con una
pata coja… Hasta que la cortina de agua se convirtió en una pared
de agua y ya no vi más nada. ¿Qué habrá sido de aquella persona?
Jamás lo supe.
A ciegas, seguí rodando, ahora un poco más rápido. Algo tenía
que suceder conmigo, ¿no? Estaba segura de eso. Y en efecto, algo
sucedió.
De pronto, la camioneta pegó como un brinco y se detuvo. Claro
que yo no tenía cinturón de seguridad. Por poco salgo disparada
contra el parabrisas. De hecho, me di un buen tortazo en la frente
con el timón, o con algo, no sé. ¿Qué coño había pasado? El motor
seguía encendido, pero la camioneta no avanzaba. Intenté dar mar-
cha atrás y nada, tampoco podía. Nunca se vio una camioneta más
inmóvil que aquella. ¡Ni un mulo hubiera opuesto tanta resistencia!
Aparte de «coño», mascullé otras palabrotas, aún más gruesas. En
general no soy boquisucia. Las blasfemias, si las sueltas con frecuen-
cia, pierden eficacia. Mejor reservarlas para las grandes ocasiones.
Mientras, un líquido tibio me corría por el rostro. Me toqué. Era
sangre. Me miré en el retrovisor. La herida en la frente no lucía tan
bonita. Qué raro que no me doliera. Aunque eso no tenía mucha im-
portancia. Traté de avanzar otra vez, y nada. Se apagó el motor. Creo
que si me hubiera apeado en aquel momento, quizá hubiese tenido
más suerte. Pero no lo hice. Me quedé allí, dentro de la camioneta. A

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E n a L u c í a P o r t e l a ( C u ba )

mi alrededor todo era agua. La lluvia repiqueteaba contra el parabri-


sas de un modo infernal. No sería extraño que lo reventara, pensé, y
esa idea me devolvió la tranquilidad.
Lo cierto es que la camioneta se había atascado en un bache. Nada
extraordinario, después de todo. Ya se sabe que las calles del Veda-
do, al igual que otras muchas en La Habana, están llenas de huecos,
algunos muy grandes y peligrosos para cualquier vehículo. En uno
de esos vine a caer. Solo con una grúa se hubiera podido sacar la ca-
mioneta de allí. Y el problema con estos baches, aparte de los atascos
y los neumáticos ponchados, es que se inundan cada vez que llueve
un poco fuerte. Una simple tormenta tropical los hace desbordarse,
no digamos ya un huracán. Así que el nivel del agua fue ascendiendo
hasta alcanzar el motor, y este se apagó, como es natural.
Pero eso no lo supe hasta mucho después. En aquel momento no
sabía ni hostia. Encerrada en la camioneta, me molestaban el olor de
la sangre, tan parecido al del cobre, y el calor. Porque había mucha
sangre y mucho calor. Al menos así lo recuerdo. Me preguntaba si no
sería conveniente bajar los cristales, para que se fuera el aire viciado
y entrara toda esa lluvia demencial y todo ese viento que rugía como
los mil demonios… Entonces fue cuando sentí el otro golpe. Ese sí
me dolió. Muchísimo. Pero solo por un segundo, o quizás menos.
Tras el dolor, vino la calma. Una rara sensación de plenitud, de bien-
estar. Podía oír la lluvia y el viento, sí, pero muy atenuados, como si
estuvieran a miles de kilómetros de allí. Luego me entró sueño. Poco
a poco, me envolvió la oscuridad.
No tuve suerte. Desperté en la sala de emergencias del hospital
Fajardo. Me habían puesto una transfusión, un suero, una máscara
de oxígeno, un vendaje alrededor de la cabeza y no sé cuántas cosas
más. ¡Hasta me habían cambiado el vestido por una especie de bati-
longo gris! Qué rabia. Mi primer impulso fue el de arrancarme todos
aquellos trastos, incluido el batilongo. Pero no pude ni mover un
dedo. Me sentía muy débil, mareada, con una jaqueca espantosa.
Apenas la enfermera vio que yo me había despertado, salió co-
rriendo. Enseguida apareció un médico. Un gordo cincuentón, con
cara de cumpleaños. Lo primero que me dijo fue: ¡Ajajá! ¡Así que

76
H u r ac á n

tenemos los ojos verdes! Y se abalanzó para estudiármelos con una


linternita. Luego me quitó la máscara de oxígeno y me preguntó
cómo me sentía, y también mi nombre, dirección, teléfono, parien-
tes cercanos, etc. No le respondí nada. No tenía ganas de hablar. Él
aceptó aquel silencio como lo más natural del mundo. Me preguntó
si yo podía oírlo. Asentí con los ojos (hacerse el sordo es mucho
más difícil que hacerse el mudo, al menos para mí). Entonces vol-
vió a ponerme la máscara y habló él. No recuerdo todo lo que dijo,
solo algunas cosas. Lo que había caído encima de la camioneta era
un álamo. Claro que no me golpeó de lleno con el tronco, pues en
tal caso me hubiera hecho papilla. Vamos, quien haya visto ála-
mos sabrá que pueden ser más altos que una casa de dos plantas.
Este, en su caída, aplastó primero una cerca, unos arbustos, un
automóvil, y al final solo tocó la camioneta con una de sus ramas.
Yo llevaba tres días inconsciente. Aparte de la herida en la frente,
que hubo que suturar, no tenía otras lesiones visibles. Me habían
hecho algunas radiografías y pruebas, y nada. Todo parecía estar
en orden. Pero no había que confiarse. La conmoción había sido
muy fuerte. Yo debía permanecer allí, en observación, unos días
más. En cuanto a lo de hablar… —sonrió—, pues no había prisa.
Ya hablaría más adelante. Por el momento era mejor que guardara
reposo absoluto.
Cuando el gordo se fue, eché un vistazo en derredor. En la sala
de emergencias había otras camas y otros pacientes, familiares de los
pacientes y amigos de los pacientes y de los familiares, enfermeras y
novios de las enfermeras, la que limpia el piso, la que prepara el café,
el que vende pirulíes… Nada, que aquello parecía el camarote de los
hermanos Marx. Todos charlaban, discutían, opinaban, interrum-
piéndose unos a otros. En lo alto de una pared, frente a la hilera de
camas, había un televisor encendido. A todo volumen, por supuesto.
Conque «reposo absoluto», ¿eh?
Me puse a mirar la tv. Las aventuras de Michelle seguían acapa-
rando la atención. Tras salir de acá, había continuado su paso con
rumbo noroeste por el Golfo de México, y ahora estaba acabando
con la Louisiana o con la Florida, no recuerdo bien. En cuanto a

77
E n a L u c í a P o r t e l a ( C u ba )

Cuba, el ojo del ciclón había cruzado por el centro. A la capital


solo habían llegado las bandas exteriores. O sea, la parte más «floja»
del fenómeno. Lo que yo había visto en mi accidentado paseo, toda
aquella furia de agua y viento, no era nada en comparación con lo
que había pasado por el centro de la isla grande, al que más tarde
la Unesco declararía oficialmente «zona de desastre». Hacia allá se
había dirigido buena parte de la prensa nacional e internacional. Las
imágenes tomadas desde el aire, que aparecían ahora en pantalla,
eran todo lo horribles que cabía esperar. Pura devastación, igual que
en la costa caribeña de Centroamérica.
Luego transmitieron un reportaje acerca de un pueblito llamado
Jícara, en la región central. Era uno de esos bateyes insignificantes
que ni aparecen en los mapas. Si recuerdo el nombre es porque me
hizo gracia que los lugareños se autodenominaran «jicarenses». En
verdad Michelle se había ensañado con aquel sitio. No quedaba ni
un bohío en pie, ni una palma, nada. El aspecto de los jicarenses era
muy similar al de los damnificados centroamericanos. Entre ellos
no había indígenas. Solo negros y mulatos. Por lo demás, a simple
vista se les notaba la miseria, el hambre, el desamparo. Y ahora, para
colmo, les había caído un huracán. Sin embargo, cuando el periodis-
ta les preguntó cómo se sentían, ellos respondieron que muy bien.
Oh, sí. Maravillosamente bien. Cualquiera hubiese creído que iro-
nizaban, pues a fin de cuentas la pregunta era un poco idiota. Pero
no. Los jicarenses hablaban en serio. ¡Se sentían muy bien! ¡Habían
soportado el huracán, sí! ¡Y soportarían todo lo que tuvieran que
soportar por la patria y la revolución! ¡Y lucharían contra el imperia-
lismo yanqui, sí! ¡Hasta la última gota de sangre! ¡Y que viviera por
siempre el inmortal comandante en jefe! Todo eso lo soltaron a grito
pelado, agitando los puños con frenesí, como para que no quedara
la menor duda acerca de lo bien que ellos se sentían. Válgame Dios,
pensé, y luego dicen que yo estoy loca… En la sala de emergencias
se escucharon algunas carcajadas. ¡Mira pa’ eso, por tu vida! ¡Están
del carajo, esos guajiros ñongos! ¡Jo jo jo! Creo que nadie reprendió
a los risueños. Ya se sabe que la gente de ciudad suele ser un tanto
burlona con la gente de campo.

78
H u r ac á n

Si de veras el gordo creía que yo iba a decirle algo acerca de mí,


estaba muy equivocado. Nada le dije, ni mi nombre. ¿Para qué? No
era asunto suyo. Permanecí varios días en silencio, más callada que
una ostra en el fondo del océano. Él trataba de sonsacarme, cada
vez más nervioso. Me decía que los pacientes anónimos no estaban
permitidos, que él no era mi niñera y no tenía por qué aguantar mis
caprichos, y hasta me amenazó con remitirme al psiquiatra. Pero no
consiguió nada. En cuanto pude, me fugué del hospital. Solo enton-
ces me enteré de lo otro.
Como se conoce, las bandas exteriores de Michelle causaron un
sinnúmero de estragos en La Habana. Derrumbes, penetraciones del
mar, gran parte del tendido eléctrico por el suelo, junto a los ca-
bles del teléfono, árboles y toda clase de objetos que normalmente
no vuelan, pero que los vientos habían hecho volar. También deja-
ron alrededor de una decena de víctimas fatales. Eso no es mucho
para una ciudad con más de tres millones de habitantes, de modo
que no hubo catástrofe humanitaria. Solo que una de esas víctimas
fue mi hermanito el Bebo. Encontraron su cuerpo tirado en la ca-
lle, a unas cuadras de casa. Estaba muy magullado, con fracturas
múltiples, una de ellas en la base del cráneo. Qué sucedió exacta-
mente, no lo sé. Creo que nunca lo sabré. Dadas las circunstancias,
me temo que resultaría muy difícil, tal vez imposible, averiguarlo. Y
para qué especular, para qué, me pregunto, si de todas formas él no
va a volver…
Ahora estoy sola en nuestra casa del Vedado. Ya ni sé por qué
digo «nuestra». Debe ser por la costumbre. El permiso de Inmigra-
ción aún no llega. El amigo de papá sigue enviándome algún dine-
rito mes tras mes, y con eso voy tirando. La camioneta Ford, como
es de suponer, después del incidente del bache y el álamo, pasó a
mejor vida. Tengo una cicatriz bien fea en la frente, pero me da igual.
Si la oculto detrás de un flequillo es para no llamar la atención en la
calle. No soporto que los extraños anden mirándome, siempre me
ha gustado pasar inadvertida. No voy a acudir a un cirujano plástico,
suponiendo que esa posibilidad estuviera a mi alcance, por la misma
razón que no voy a tener un perro, ni voy a ocuparme de arreglar

79
E n a L u c í a P o r t e l a ( C u ba )

el jardín, ni voy a intentar escribir una novela… Nada de eso tiene


sentido para mí. Porque persisto en mi decisión. Vaya si persisto.
Cada año, desde el primero de junio hasta el 30 de noviembre, que
es la temporada ciclónica, me dedico a ver los noticieros en la tv. Así
me entero de lo mal que anda el mundo y de lo bien que está todo
en mi país. Pero lo que más me interesa es el parte meteorológico.
Oh, sí. No me pierdo ni uno. Como Penélope a su Odiseo, yo espero
un huracán.

80
Á r b o l gen ealógic o

A n d rea Jeftanov ic

¿Qué es lo prohibido?: «La sociedad no prohíbe


más que lo que ella misma suscita.»
Levi-Strauss

No sé en qué momento me comenzaron a interesar las nalgas de


los niños. Desde que los curas, los senadores, los empresarios fue-
ron exhibiendo sus miradas huidizas en la pantalla de televisión.
Pensaba en la curvatura de sus nalgas desde que los diarios de vida
infantiles eran pruebas fidedignas en los tribunales de justicia. Nun-
ca antes había sentido una palpitación por esos cuerpos incompletos
pero todo el tiempo con el bombardeado mediático de «las erosiones
de 0.7 centímetros en la zona bajo del ano». O, en el periódico la
frase «a los chicos reiteradamente violados se les borran los pliegues
del recto». La brigada de delitos sexuales alertando a la población
sobre las conductas cambiantes en los niños y el examen periódico
de sus genitales. El servicio médico legal ratificando las denuncias
después de los peritajes físicos. La sospecha de que había un silencio
arqueado, un deseo a contra mano.
Mi hija Teresa miraba de reojo esas noticias y se paraba incómo-
da. Llevábamos cinco años viviendo solos desde que su madre se
fue. Mi hija no dijo ni preguntó nada de ese episodio. Nunca supe si
ambas habían hablado la noche anterior. Nadie que hace su maleta y
cierra la puerta de esa determinada manera, regresa. Cerró despacio,

81
A n d r ea J e f t a n o v ic ( C h i l e )

apenas insertó la lengüeta en el picaporte y sus pies sigilosos rozaron


el piso de baldosas del antejardín. No quise mirar por la ventana. No
quise saber si la esperaba un auto, o un taxi, o si caminaba sola por
la vereda. Teresa tenía nueve años. Quitó todas las fotos de ella y sin
que yo le pidiera asumió el rol de dueña de casa. «Que falta esto,
lo otro, ya hemos comido demasiada carne». Lo demás siguió igual:
sus amigos, la escuela, sus gustos. Una chica estudiosa, tímida, que
dibujaba árboles mirando más allá de las montañas.
Desde hace un tiempo Teresa espía mi mirada cansada con un
brillo especial. Se esmera en la comida y decidió que la persona que
la cuidaba no se quedara más a dormir.
—¿Por qué diste esa orden? —indagué molesto.
—Ya estoy grande, no necesito que nadie me vigile de noche.
—No estoy de acuerdo, a veces llego tarde.
—Me gusta estar sola —respondió categórica.
—Puede ser peligroso.
—Hay un guardia en el pasaje y tenemos un perro.
—Está bien.

Las cosas continuaron extrañas. Ahora cuando yo invitaba a alguna


amiga a tomar un café, se encargaba de merodear y hacer ruidos
extraños a través de los tabiques. Justo cuando comenzaba a tener
deseos de conocer a otras mujeres. Una vez le di un tímido beso a
una compañera de trabajo en el sofá. Era una mujer fresca y dulce.
Cuando estaba despegando mis labios de los de ella vi el ojo de mi
hija en medio de una ranura de la pared. Era un ojo cíclope domi-
nando con odio la escena. Contuve el grito e inventé una excusa
para llevar de vuelta a mi invitada a su casa.
Teresa se vestía distinto, se maquillaba de modo exagerado. Si
llegaba a casa vestida de escolar cuando yo estaba ahí, corría por los
pasillos a cambiarse de ropa. Aparecía arreglada en la sala de estar.
No sé cuándo ni con quién aprendió a delinearse los ojos, a rellenar
su boca con capas de lápiz labial hasta dejarlos entreabiertos. Su
contextura infantil se veía algo grotesca en esa máscara de adulta.

82
Á r b o l ge n ea l ó gic o

Pasaba por mi lado rozándome, se sentaba en mis rodillas cuando


leía el diario y acomodaba sus caderas entre las mías. No sabía cómo
manejar la situación, era una niña, era mi hija.
—¿Qué quieres? —le dije un día molesto.
—Nada, verme bonita, bonita para ti.
—No me gusta que te pintes tanto.
—Como tú quieras —caminó indiferente a su habitación.
Esa noche regresé tarde, intentaba reavivar el romance con mi
compañera de trabajo y salimos a beber algo. Había sido una linda
noche. Algo mareado me senté en la cama y ahí estaba Teresa, con
una camisa ligera, el pelo escarmenado, la cara limpia y perfumada.
—Te extrañaba.
—Sí, yo también, pero es tarde. Anda a tu pieza —dije con la
cabeza entre las manos.
—No puedo dormir.
—Sí puedes, lee un libro.
—No puedo.
—¿Qué es lo que quieres?
—Dormir contigo.
—Las hijas no duermen con sus padres. Tienes tu cuarto, tu cama.
—No quiero dormir sola.
—Está bien. Quédate por esta vez.
Me arrimé en un borde de la cama, cuidando no rozarla. Le di
la espalda y me quedé dormido. Al despertar giré y ahí estaban sus
pupilas abiertas, fatigadas, fijas en mí. Me dio la impresión de que
no cerró los ojos en toda la noche. Me afeité dándole vueltas a una
serie de cosas. Ella me observaba desde el canto de la puerta, todavía
en camisa de dormir, acariciándose un mechón de pelo.
—¿Qué pasa?
—Nada, me gusta ver cómo te afeitas.
—Es muy aburrido.
—No, me gusta mirar cómo estiras el cuello, ladeas la cara y
pasas la hoja.
—¿Vas hoy a la escuela, verdad? —pregunté inquisitivo.
—No, comenzaron las vacaciones, no tengo clases hasta marzo.

83
A n d r ea J e f t a n o v ic ( C h i l e )

—¿Y qué piensas hacer todo este tiempo? ¿Quieres tomar algún
curso? Dime y te acompaño. Viajaremos a la costa unas semanas en
febrero.

Era absurdo pero me sentía acorralado, acosado por mi propia hija.


Me la imaginaba como un animal en celo que no distinguía a su pre-
sa. Se arrastraba por los muros con el pelaje erizado, el hocico hú-
medo, las orejas caídas. Cómo decirle que se buscara un muchacho,
un novio. Se subía la falda y se agachaba a tirar la basura dejando a
la vista sus pequeños calzones. Ahora usaba sostenes y se los aco-
modaba frente a mí. Era una hembra desperdigando hormonas por
la casa. Marcando su territorio y cercándome a mí dentro de él. No
sé si era bueno o malo, pero Teresa no se parecía en nada a mi ex
mujer. Es más, era una versión femenina de mi rostro anguloso. Una
vez la escuché durante horas revolviendo cosas en el entretecho. Al
día siguiente me esperaba vestida con ropa de su madre. Reconozco
con pudor que la imagen me perturbó tanto que la abofeteé. Quedó
estupefacta con su mejilla magullada y sus ojos muy abiertos. Salí
a tomar aire y regresé cuando estaba dormida sobre la cama tras un
evidente ataque de llanto.

El verano transcurrió agobiante, mientras ella se abocaba a una mis-


teriosa investigación. Navegaba horas y horas en la red imprimiendo
documentos, saltando de un sitio a otro. Los noticieros mostraban
cómo el poder judicial anunciaba sobreseídos al senador, al empre-
sario, al cura. Todos pidiendo libertad provisional, dejando sus cau-
sas amparadas bajo la inercia estival. Todos apelando a su inocencia.
Porque el político defensor de los menores, el cura consagrado al
cuidado de los pequeños y el empresario caritativo habían hecho
tanto por los niños en riesgo social. Entonces cómo explicarse lo
de los críos con los genitales desfigurados. Cierta noche mirábamos
la entrevista realizada a uno de los pederastas. Al ser consultado si
había tenido sexo con una lista de menores en la que se detallaban

84
Á r b o l ge n ea l ó gic o

iniciales y edades, el inculpado respondió con displicencia: «Sí, con


todos los que se ha mencionado». Y agregó: «Yo era una persona tre-
mendamente sola en esa época, y de alguna manera pagaba servicios
para estar acompañado». Teresa musitó entre dientes con terror una
frase que nunca olvidaré:
—Vámonos, antes que estos tipos lleguen hasta aquí.
No era fácil escapar. Yo seguía trabajando en reemplazo de quie-
nes iban saliendo de vacaciones y no lograba hacer dinero extra. Para
mi turno un compañero solidarizó prestándome una cabaña en cier-
ta playa no muy frecuentada. No logré que Teresa invitara a alguna
amiga pese a mi insistencia. Llegamos a una modesta casita en medio
de un bosque de pinos. En su interior había una silla en la esquina,
una cama dividiendo la pieza en dos, un armario de madera con las
puertas medio abiertas y un gran espejo colgando de la pared. El
primer día Teresa había ordenado todo a su manera, saturando los
cajones con poleras mal dobladas y ropa de invierno. Había venido
para quedarse. En ese momento recorrí la habitación buscando una
salida pero ya era tarde.

Una noche no fui capaz de esquivar su seducción. Nos hundimos en


el colchón tomando conciencia de la tibieza de las sábanas. Me abrí
a recibir la figura fluida de quien te llama. El recuerdo de un deseo
extraviado. Yo sobre ella mirando esos ojos grises, que eran mis ojos
grises. Me estaba besando a mi mismo. Me estaba acariciando en los
huesos marcados, estaba chocando contra mi propia nariz aguileña,
calcando mi frente estrecha. A los lejos el sonido de los postigos
batiendo. A medida que la acariciaba envidiaba en ella su juventud
y su delicadeza. Las palmas más suaves que las mías, la musculatura
tersa, un aroma a violetas que emanaba de la nuca. Tenía miedo y no
tenía; tenía más miedo del que creía tener. Ella me decía «ven, más,
más cerca». Tropezábamos con los muebles. Mi piel contra su piel,
el golpe amortiguado por la misma esencia. De pronto miré la masa
amorfa de nuestros cuerpos en el espejo de la pared. Me vi con las
cuencas de los ojos vacías. Lancé un zapato para destruir la imagen

85
A n d r ea J e f t a n o v ic ( C h i l e )

pero no nuestro abrazo. Trozos de cristal fragmentados en mil par-


tes. Pedazos irregulares, vidrio molido esparcido entre el suelo de
caricias urgentes. No más testigos. El secreto estaba por escribirse
dentro del azogue.
Cuando me acostaba con Teresa ella no era mi hija, era otra
persona. Yo no era su padre, era un hombre que deseaba ese cuer-
po joven y dócil. Un hombre abocado a la tarea de hacer madurar
su cuerpo ambiguo. Un escultor dedicado a cincelar su imperfecta
figura, sus parciales miembros, sus extremidades toscas. Me esme-
raba en hacer adelgazar su cintura, oscurecer su pubis, estilizar la
curva del cuello, contornear sus pantorillas. Quería sacar toda la
mujer que había en la púber en ciernes. No, no era mi hija, era la
misión plástica de amoldar sus senos puntiagudos, de dotar de sen-
sualidad sus estrechas caderas, sus movimientos torpes. Dejar atrás
todo el espanto de la infancia e inaugurar pensamientos y gestos
sofisticados. Ignoro qué pensaba ella, tal vez en acentuar los plie-
gues de mis ojos, revitalizar mi piel fatigada, reducir mi abdomen
abultado.
Una vez Teresa me entregó un dibujo: un árbol verde con un
ancho tronco café de gruesa corteza. Pensé que se trataba de los últi-
mos resabios de su niñez. Pero cuando me puse los lentes y observé
los detalles entendí lo que estaba tramando. Era un árbol frondoso,
de un solo tronco desde el cual se desprendían muchas ramas de las
que, a su vez, salían más ramas. En cada rama aparecía un cuadra-
do, con un nombre masculino en su interior, y un círculo con un
nombre femenino. Las figuras geométricas se iban multiplicando en
forma exponencial en las cuatro generaciones esbozadas.
—¿Qué significa esto?
—Es nuestro clan, nosotros estamos en la base.
Miré su nombre y el mío en la figura correspondiente. Después la
escuché atónito. Teresa me sermoneaba citando la Biblia, afirmando
que en un principio fue el incesto. La humanidad comienza en una
pareja fundante que procrea, que para dar paso a la sociedad debe
transgredir una prohibición. En algún momento el amor filial debe
convertirse en amor sexual. El padre o la madre, según sea hijo o

86
Á r b o l ge n ea l ó gic o

hija, deberán dormir con su procreado y engendrar un nuevo hijo o


hija. Es un gesto necesario para que nazca una nueva sociedad.
—Una nueva sociedad… —musité incrédulo.
—Sí. Una nueva especie a partir de nosotros. Serás el padre y el
abuelo de nuestra criatura. Es la maldición del origen pero es para
un futuro mejor.
—¿Y después? —pregunté entre confundido y absorto.
—Otro hijo, hasta dar con la niña o el niño que necesitemos para
multiplicar esta nueva red de personas. Hay que romper el triángulo
y formar el cuarteto que seguirá fracturándose en nuevas formas
geométricas. Dos hermanos originales darán paso a nuevos hijos que
se multiplicarán sin distinguir tíos, primos, hermanos y sobrinos.
—Cállate, sólo tienes quince años.
—Pero he leído demasiado —respondió con aplomo.
La secuencia argumental que encadenaba sus ideas me puso la
piel de gallina. Había estudiado todos los factores. La consistencia
de su plan me dejaba mudo recorriendo la línea blanca de su cuero
cabelludo.
—Nacerán todos enfermos, deformes, retrasados. ¿Esa es la nue-
va sociedad que quieres formar? —atiné a decir algo pasmado.
Me miró furiosa a los ojos y aseveró.
—La endogamia no es necesariamente perjudicial, son mitos,
compartir a herencia genética a veces potencia características po-
sitivas. —Tomó el dibujo y habló más, no prestando atención a mi
ignorante juicio.
—Cada vez que tengamos un hijo, se ramificará el árbol y se hará
más y más grande.
Mi hija encerrada en esa cabaña, vestida de paredes de madera.
Intentaba descifrar el mensaje de sus labios. No es una chica para
esperar príncipes azules. Acercó su frente cubierta de sudor a la mía,
las aletas de su nariz temblaban. Se montó sobre mí, me forzó las
piernas mientras no paraba de decir: «más savia para los nuevos
brotes, más». Su lengua sedienta convocaba nombres propios: Se-
bastianes, Carolinas, Ximenas, Claudios; un árbol genealógico con
apellidos que se anulan unos a otros porque todos son Espinoza

87
A n d r ea J e f t a n o v ic ( C h i l e )

Espinoza. Yo, mil veces nacido en mis hijos, en mis nietos, sobrinos,
primos. Su útero joven desinvernaría un feto cada nueve meses. Días
cocidos a la espera de más niños. Y para ese entonces al hombre,
tres veces tu edad, dos veces tu cuerpo, sangre de tu sangre; ya no le
importaba mirarte largo rato, detenerse en tu boca y descender hasta
tu sexo. Ansiaba la plenitud cuando yacíamos juntos con las cabezas
lacias demasiado próximas; la sensación de que nos teníamos el uno
al otro, el uno al otro.
No regresamos a Santiago, armamos nuestro mundo aquí. Un
día observé a Teresa y era lógica la causa del aumento de peso, de la
curvatura de su vientre. Esperamos a la criatura en paz, caminando
entre cipreses y pinos alzando la vista hasta sus copas. Ella tomaba
sol en una improvisada terraza mientras aumentaba el diámetro de
su figura, sus pechos crecían y las primeras estrías llagaban su lozana
piel. Yo bajaba una vez a la semana al pueblo en busca de víveres.
A veces compraba el diario y seguía el caso de los políticos, de los
senadores, de los curas. Respiraba aliviado al estar lejos de todo eso.
Pero no lo niego, «¿dónde queda la ciudad?», es la pregunta que
temo mi hija pronunciará alguna vez en forma de soplido. Sí, un
rumor de sílabas: «papá, ¿dónde queda la ciudad?» y el horizonte
como una cortina que se abre de par en par. La nitidez de las cosas
a las que les llega el sol. Por ahora, pienso en el follaje, en esta vida
bajo los árboles, contando las hojas perennes, acariciando las raíces
añosas, cortando madera para el invierno. Presagiando cuándo las
ramas que afirman este tronco dejarán que se quiebre en dos.

88
H o jas de a f ei tar

Li na Meruane

Era lo que hacían ellos sobre sus rostros, con espuma, con una grue-
sa brocha de cerdas suaves, y mirándose atentamente al espejo para
no cortarse. Pero también nosotras nos mirábamos en el tembloroso
espejo del asombro, rasurándonos, las unas a las otras, durante el pri-
mer recreo de los lunes y el último de los jueves. Esperábamos a que
se sintiera la aspereza sobre la piel para recomenzar el lento ritual que
nos desnudaba de ese vello rasposo. No dejábamos ni un rastro de
jabón en las axilas; y era tan excitante hacerlo, cada vez más intensa
la emoción, que pronto fuimos extendiendo el filo de la gillette por los
brazos, por las pantorrillas y los muslos. Nos afeitábamos puntual-
mente, tan en punto como las llegadas por la mañana a la reja de fierro
coronada de puntas; exactas como el timbre que tocaba sin dulzura el
dedo duro e insistente de la inspectora. Rasurar era un procedimiento
tan matemático como el de copiarnos durante los exámenes de ál-
gebra; las ecuaciones iban siendo resueltas y repetidas en un sonoro
cuchicheo a oídos sordos de la vieja de ciencias. Pero no todas nues-
tras maestras eran tan ancianas ni oían tan mal. Había que proceder
siempre entre señas y susurros, guardar para nosotras el secreto.
Nuestros cuerpos iban hinchándose de a poco, llenándose de
bultos sorprendentes. Simultáneamente nos crecieron las tetas, se

89
Li n a M e r u a n e ( C h i l e )

levantaron nuestros pezones con pelos alrededor que también elimi-


nábamos con esmero. El pubis se nos había vuelto una madeja oscu-
ra que derramaba sangre, sin aviso, sincronizadamente; esa sangre
tenía un resabio metálico que nos excitaba, como el murmullo de
nuestras voces roncas, como ese laberinto que íbamos penetrando
apasionadamente. Con entusiasmo solíamos empezar la tarea por el
pelillo que se asomaba sobre los dedos de los pies; la gillette subía
por los empeines desnudos como un acerado calcetín, deslizándose
por los muslos como una panty, dejando un surco de piel pálida
entre el espumoso jabón del baño; la filosa caricia se arrastraba por
la ingle y luego descendía fría desde el ombligo hacia abajo, y por
debajo del elástico, de la tela suave del calzón que por fin quitába-
mos, y separa las piernas, abre un poco más, idiota, quédate quieta,
y nos entraba la risa al descubrir la lengua asomándose por el pubis,
la carcajada nerviosa que nos hacía temblar espiando el beso que
imprimía en los labios la hoja de afeitar.
Una de nosotras se quedaba vigilando la entrada del baño, esa
puerta negra al final de un largo corredor, tras la espinosa rosaleda.
La vigilante cubría nuestro murmullo cantando en voz alta el himno
a la reina de Inglaterra, lo repetía en una letanía hasta que veía a la
inspectora en el fondo del pasillo, y entonces lo reemplazaba ento-
nando nuestra canción nacional, para avisarnos, para distraer a la
delgada inspectora que hinchaba el pecho al escuchar esa arenga pa-
triótica, que deformaba hacia delante los labios haciendo más visible
la oscura línea de vello que alguna vez, soñábamos, afeitaríamos a la
fuerza, y entonces, «buenos días, señorita», decía nuestra cómplice
mientras nosotras, ahí dentro, ocultábamos las hojas de afeitar, y
«buenos días, hija», contestaba la sargenta, pero «no se interrum-
pa, siga cantando», le recomendaba, y permanecía ahí un momento
más, con los ojos cerrados, disfrutando. La inspectora se iba como
un sereno caminando dormido en su ronda; el peligro siempre pasa-
ba de largo y nosotras nos bajábamos del retrete, recuperábamos las
hojas escondidas y entibiadas dentro de los calzones, nos levantába-
mos otra vez el jumper y continuábamos rapándonos, las unas a las
otras. Detrás, los muros de azulejos blancos.

90
H o ja s de a f ei t a r

Tampoco las demás compañeras sospechaban, o quizá sí, pero di-


simulando. Nunca ninguna se nos acercó; ninguna osó aventurarse
por nuestro baño. Era como si percibieran que ese territorio estaba
marcado, cercado; como si de nuestras miradas emanara una sucia
advertencia. Las dejábamos admirar de reojo nuestra evidente su-
perioridad física, nuestras rodillas lustrosas y los calcetines a media
pierna; observaban de lejos el modo obsesivo en que nosotras, en la
esquina del patio de cemento, pelábamos membrillos. Porque eso
hacíamos cuando no estábamos en el baño, pelar y pelar membri-
llos con nuestras pequeñas navajas de acero. Ejercitábamos nuestra
habilidad manual despellejando esa fruta ácida, competíamos por
lograr la monda más larga sin que se partiera, pero el grueso y opaco
rizo que íbamos sacándole siempre se rompía. Nos consolábamos
de ese fracaso lamiendo la pulpa que nos dejaba la lengua áspera y
reíamos a carcajadas. Todavía nos estábamos riendo cuando sonaba
el timbre y debíamos doblar la hoja metálica para regresar a clases.
Guardábamos también las cáscaras rotas en una bolsa plástica, era
un precioso desinfectante para las accidentales incisiones.
Era miércoles y ya estábamos inquietas. Sentadas en la última fila,
en línea, nos rascábamos mutuamente. Qué picor cuando empezaba
a salir el pelo, y desde que nos afeitábamos cada vez salía más, y más
grueso. Nos dejábamos marcas blancas sobre la piel con las uñas,
pero evitando hacer ninguna mueca de gusto o de dolor, sin dejar
un instante de fijar los ojos en el pizarrón donde la vieja de caste-
llano explicaba las cláusulas subordinadas. Teníamos hojas nuevas y
todavía quedaban quince minutos para el recreo, pero faltaba un día
entero para el jueves. La impaciencia por regresar al baño empezaba
a debilitarnos: se nos había ido adelgazando la voluntad, y en ese
momento, en medio de una oración copulativa, en el instante más
exasperado de nuestra picazón, se abrió la puerta y entró nuestra di-
rectora con la nueva estudiante. Toda la clase se puso de pie y repitió
un saludo unísono en inglés, y después escuchamos su nombre. Para
nada nos fijamos entonces en las duras facciones de Pilar ni en sus
ojos penetrantes; no nos llamó la atención su sorprendente estatura,
la escualidez de esa desconocida agazapada como la muerte en el

91
Li n a M e r u a n e ( C h i l e )

oscuro uniforme de poliéster. Solo nos desconcertaron sus pantorri-


llas tapadas de pelo. No vimos más que esa excitante maraña: toda
una pelambrera virgen que nos erizó de asco y de alegría.
La brisa fría se colaba por las ventanas del invierno, nuestro últi-
mo invierno, y Pilar estaba ahí, desafiante como una hoguera en un
patio de viento. Solo quedaba un asiento libre, en la esquina de la
primera fila y ahí iba a apostarse, en ese pupitre de madera: se quitó
el abrigo azul marino, el chaleco azul, y se arremangó para exhi-
bir impúdicamente el espeso vello de sus brazos. Antes de sentarse
volteó hacia atrás y bajo sus gruesas cejas hirsutas su mirada osciló
lentamente entre nosotras, como si se nos entregara, como si se de-
jara lamer por nuestros ojos. Se soltó la cola de caballo y empezó
a escribir mientras nosotras apurábamos los lápices debajo de las
mesas. «No parece una mujer», decía la primera línea de la hoja del
cuaderno que hicimos circular. «Es cierto, es peluda, es demasiado
flaca para tanto pelo», escribió otra de nosotras. Alguna se ensaña-
ba en el borde de la uña cuando por fin se movieron las manos del
tiempo y la inspectora hundió su dedo tieso en el timbre. Corrimos
todas juntas por el pasillo, cruzamos la rosaleda, entramos al baño
sin dejar vigilante. Frenéticamente, descuidadamente, dejándonos
llevar por el arrebato y los gruñidos, estrenamos nuestras hojas en
una carnicería inútil. Las unas contra las otras. Intentando librarnos
del pelo ardiente de Pilar su pelambrera infinita nos arropaba más,
se nos iba ensartando.
Pilar se paseaba ante nosotras en el patio mientras pelábamos
membrillos. Dejábamos correr el jugo de la fruta por nuestras manos,
nos chupábamos los dedos imaginándola desparramada en nuestro
baño. Su mirada insidiosa, esa tarde, nos cortaba el aire. Después la
vimos aventurarse lentamente por el pasillo, detenerse en la puerta
negra y agitar la melena. La seguimos. Oímos cuando se encerraba
en el retrete, su chorro interminable. ¿Quería o no quería? Se lava-
ba las manos cuando nos apostamos alrededor y le anunciamos lo
bien que iba a quedar. No se movió mientras sacábamos las hojas
pero se puso pálida: supimos que gritaría, tuvimos que agarrarla de
pies y manos, sujetarla firme sobre el suelo, meterle en la boca un

92
H o ja s de a f ei t a r

pañuelo para silenciarla. Se resistía, pero le levantamos el uniforme,


le bajamos los calcetines, le quitamos los zapatos negros. Tenía pelo
incluso sobre el empeine, y eso excitó aún más nuestra pasión por
ella: qué desnuda iba a quedar cuando termináramos. Qué suave,
qué pálida. Pero seguía revolviéndose con los ojos muy abiertos y
yo, que tenía la gillette en la mano, que no paraba de susurrarle que
se quedara quieta por su bien, para no hacerle daño, empecé a rasu-
rarla. A cortarla cada vez que se movía. La sangre en vez de asustar-
nos nos azuzaba, nos instaba a seguir. Nuestra saliva anestesiaría los
ardores de su piel.
El suelo estaba cubierto de pelos y de sangre. Solo faltaba el pubis
y Pilar por fin dejó de moverse. Por un instante pensamos que se nos
ahogaba con el pañuelo o que se nos estaba desangrando, y entonces
no nos quedó más que desocuparle la boca. Como te muevas, idiota,
te quedas sin ojos. Pilar sudaba con los párpados cerrados, pero res-
piraba suavemente, y nosotras suspiramos porque temíamos tener
que cumplir esa promesa y matarla. La hoja fue cortando su calzón
por los lados y, con mucho cuidado, sin descubrirla por completo
todavía, empezó a afeitar primero la piel que lucía arriba del elástico
y después hacia abajo, retardando la aparición del precioso y ansia-
do pubis de Pilar. Su pubis hinchado y negro. Sonrió ambiguamente
cuando quitamos la tela y vimos aparecer esa enorme lengua asoma-
da por sus labios, una lengua que al engordar nos dejó con la boca
abierta, sin palabras, atónitas un momento mientras la lengua oscura
se iba levantando. Entonces tiramos al suelo las hojas de afeitar y le
besamos la boca y nos besamos con la lengua, enloquecidas por el
éxtasis del descubrimiento.

93
U n a h i s t o r ia c ualquie r a

Ronald Flores

Llegó a la capital meses después de su primera sangre. Abandonó


el pueblo buscando superarse, llegar a ser alguien. Ya la rondaban
los muchachos. Era cuestión de días antes que uno de ellos le llevara
un atado de leña hasta la puerta de su rancho y ella no andaba para
casarse todavía. Sabía que si se quedaba más tiempo su destino sería
al costado de un comal, echando las tortillas, pariendo hijos hasta
que se le secara el cuerpo, velando borracheras y aguantando golpes.
Sus padres no la querían dejar ir, pero desde niña fue indomable.
Además, otras patojas ya habían hecho lo que ella anhelaba. No era
como si fuera a abrir brecha. Ni le dieron permiso, ni se escapó. Su
familia sabía que ella se marcharía y ella que ellos pretendían impe-
dirlo. De todos modos, se largó.
En la ciudad, vivía su prima, que trabajaba de sirvienta en casa
de una familia pudiente. Al llegar, fue a visitarla para pedirle traba-
jo, pero no había. Que consiguiera algo por sus propios medios, le
recomendó la prima; que buscara algo rápido para no quedarse sin
dinero, que ella con gusto pero no tenía ni dónde alojarla.
Le recomendó una casa donde alquilaban cuartos, ella misma
había vivido ahí un tiempo. Preguntando, la encontró. La casa se
encontraba por la línea del ferrocarril, cerca del centro, en un sector

95
R o n a l d F l o r e s ( G u a t ema l a )

peligroso. A pocas cuadras, quedaba la aduana y la famosa calle de


las prostitutas para los albañiles, los borrachos y los ladrones de
poca monta. Le alquilaron un cuarto pequeño, de paredes de ado-
be y techo de lámina. Compartía la cocina y un solo baño con las
más de treinta personas que vivían como inquilinos en la docena de
cuartos de alquiler de ese palomar. Pagaba ciento cincuenta al mes,
cuota que no incluía agua y luz, tarifas que se repartían entre todos,
sin importar el consumo individual. Se asentó y se puso a buscar
trabajo. Pasó un par de semanas saliendo temprano y regresando
tarde, con las manos vacías y los pies hinchados, comiendo un solo
tiempo para ahorrar los pocos centavos que tenía y que cada vez
eran menos.
Logró que la aceptaran en una maquiladora en donde estaban
contratando, urgentemente, operarios sin experiencia. Ofrecían el
salario mínimo y las prestaciones de ley. El horario de trabajo era de
siete de la mañana a seis de la tarde, si cumplían la cuota.
Se presentó a su primer día de trabajo minutos antes de la hora
indicada. Unos hombres le hicieron formarse en una fila junto con
otros empleados. El capataz le asignó un lugar y una tarea. Pegaría
los ojetes de metal, por donde pasan las correas, a los zapatos. Cua-
tro ojetes por «pieza», sesenta pares de zapatos diarios: la cuota. No
tenía posibilidad de equivocarse. Si echaba a perder uno solo de los
ojetes tendría que pagarlo. Si lo pegaba mal y echaba a perder la
pieza, tendría que pagarla íntegra. Así era la cosa. Valía más hacerlo
con cuidado y paciencia, con exactitud y precisión.
El capataz le indicó que tenía veinticinco minutos al mediodía
para almorzar y para usar el sanitario, que no tendría tiempo para
refaccionar y no habría ningún descanso hasta terminar la cuota. El
capataz le explicó a cada una de las nuevas empleadas en qué consis-
tía su tarea. Al concluir, salió del recinto y le echó llave. Advirtió que
no volvería sino hasta la hora de almuerzo y que si alguien sentía
necesidad de ir al baño, tendría que aguantarse.
Trabajó con esmero las cinco horas siguientes, sin desprender
la atención de su labor, sin separarse de la máquina que operaba.
Básicamente su tarea consistía en trabar debidamente el ojete en una

96
U n a h i s t o r ia c u a l q u ie r a

especie de clavo, colocar la pieza a la altura en que este caía sobre


la mesa, sostenerla de manera fija y tensa para que no se moviera al
impacto y quedara bien la abertura, apuntar y pisar un pedal para
que el artefacto funcionara, cayera el clavo sobre la pieza prensán-
dole el ojete. Lo más rápido posible. El pedal era duro, quizá estaba
poco aceitado.
Cuando llegó la hora del almuerzo, estuvo a punto de caerse al
separarse de su mesa de trabajo. Sus piernas estaban dormidas y los
músculos de los hombros engarrotados. Llevaba veinte pares de za-
patos listos; le faltaban cuarenta pares, el resto de la tarde. A la hora
de salida, no había terminado más de treinta, la mitad de la cuota.
El capataz les dijo que estaba bien por ser el primer día pero que en-
tonces les pagarían la mitad del jornal pues solo realizaron la mitad
del trabajo, que comprendieran. Aceptó, no tenía de otra. Le costó
caminar. Tenía las piernas hinchadas de golpear el pedal que fijaba el
ojete con necesidad primero, rabia después, hastío por último.
Al día siguiente, se presentó a pesar de tener las piernas inflama-
das y un dolor en la espalda baja que la punzaba al doblarse hacia
delante, como si fuera a partirse como una rama seca. Trabajó con
esmero, dedicación, pretendió hacerlo con rapidez, para cumplir
con la cuota. Fue inútil. No logró más de los treinta pares otra vez.
Así les sucedió a las recién contratadas durante los primeros siete
días. A la siguiente semana, el capataz les advirtió que tendrían que
realizar un mayor esfuerzo, pues de lo contrario se verían obligados
a despedirlas, que si no terminaban a la hora de salida se quedarían
hasta lograrlo porque no había otra manera de cumplir con el pedi-
do que tenía la empresa. Además, les recordó que debían presentarse
a las siete de la mañana en punto, so pena de despido, no importan-
do la hora en que se retiraran.
Esa jornada concluyó a las dos de la madrugada y minutos. Ca-
minó el trayecto entre la maquila y la casa, a pie, sola, temiendo cada
sombra, sospechando de cada ruido. La mañana siguiente, a la hora
en punto, se presentó con el desvelo haciéndole lagrimar los ojos,
bostezando, sintiendo que se caía del sueño. Cumplió con su cuota
unos minutos antes que la noche anterior.

97
R o n a l d F l o r e s ( G u a t ema l a )

Toda esa semana, ese fue su horario. A la siguiente, debido a la


experiencia y práctica acumuladas, logró retirarse un poco más tem-
prano: alrededor de la medianoche. Para motivarlas, el capataz les
ponía música de los Broncos o de los Bukis cuando pasaba la «hora
de salida» y, llegadas las once, les servían un vaso de atol. Además,
les anunció una excursión, a cuenta de la empresa, planificada para
fin de mes.
Aunque parecía un sueño inalcanzable, convertido en pesadilla,
cumplió su primer mes de trabajo. Recibió su primer salario y lo usó
para pagar su cuarto y las deudas que había contraído, especialmen-
te con su prima, con quien se reunía los días domingo.
Se realizó la excursión. Montaron a los empleados en dos buses
y se los llevaron a la playa. No conocía el mar y verlo le produ-
jo una alegría enorme. Estaba emocionada. Se metió al agua como
acostumbraba hacerlo en el río de su pueblo: en sostén y calzón,
casi desnuda. Lució su piel morena, sus piernas endurecidas por el
trabajo, sus senos redondos y rebosantes debajo del sostén que le
quedaba apretado. Bonita, no era; pero era agraciada. Más que todo
era joven. Le gustó al capataz, que la veía de lejos, desde el rancho
donde estaba bebiendo.
Para regresar, no montó ninguno de los buses. El capataz le pidió
a su segundo que le dijera que se viniera con ellos en el carro de la
empresa. Ingenua, temerosa, sin saber por qué, accedió. Se mar-
charon sus compañeros, sus compañeras. Ella estaba poniéndose su
vestido en un rancho cuando el capataz se le acercó. La tumbó. Le
arrancó el sostén, le quitó el calzón. La agarró de las muñecas. La
forzó. No había conocido hombre y se asustó. Temblaba. Cuando
el capataz se le montó encima, apretó los dientes. Sintió un dolor
fuerte, indescriptible. No supo más de sí, y, si lo hizo, prefiere no
recordar.
Ya en la ciudad, de nuevo en la rutina, cuando terminaba la jor-
nada, el capataz o su segundo le ofrecían irla a dejar en carro. No
había manera de que terminara su cuota antes de las diez, aunque
quisiera salir a la hora, no la dejaban, las puertas tenían cadena. La
hacían quedarse ahí, hasta que la terminara. Si no aceptaba el jalón

98
U n a h i s t o r ia c u a l q u ie r a

en carro, la seguían por las calles desoladas, desiertas. En algún lugar


oscuro, la subían a la fuerza, le hacían lo que se les antojara. La ame-
nazaron: si se quejaba, si renunciaba, si decía algo… Hubo más ex-
cursiones. Pasaron los meses. Quedó embarazada. La despidieron.
—Por puta —le dijo el capataz mientras le tiraba la puerta de la
maquiladora en la cara.
No quería regresar al pueblo. No cumplía los quince, ya estaba
embarazada y no sabía de quién, si del capataz o de su segundo. Su
familia jamás la aceptaría de vuelta así. Tenía que hacerle frente sola.
No había de otra. Se puso triste. Dejó de comer. Estaba desempleada
y con esa panza, le dijeron, no la iban a contratar en ningún lado.
Tenía algún dinero ahorrado. Le serviría para pagar un par de meses
de comida y alquiler, más no.
Se encerró en su cuarto. Pasaba el día acostada. A veces, de la
cólera, de la culpa, de lo sucia que se sentía, se golpeaba la barriga
con los puños, se lanzaba en contra de la pared. Hasta que pasó
en el sanitario toda la mañana, sangrando. Se desmayó. Una de las
inquilinas la llevó a la emergencia del Hospital General. Se quedó
internada. A las horas, le informaron que había sufrido una pérdida.
Para ella, eso era un gozo, no un sufrimiento.
El domingo, día de descanso, llegó su prima a verla. Lloraron. Su
prima le contó que se casaba y que regresaría al pueblo. Al despedir-
se, ella le pidió un último favor.
—Si te preguntan por mí, deciles que no me has visto, que me
tragó la ciudad, invéntales una historia cualquiera.

99
Va r iaci ó n s o b r e temas de
Mu r a k ami y T s a o Hsueh- Kin

Tr yno Maldonado

Llegado el Año de la Rata, nació la única hija del Emperador. Su


nombre estaba compuesto por el hermoso carácter Hui de brillantez,
de trazos simétricos, y por el complejo y poco armonioso carácter
Ying, de inteligencia. En el Imperio fue conocida la habilidad profé-
tica de Hui Ying desde su niñez, cuando, a manera de un presagio
de esos que más valdría soterrar sin miramientos de especie alguna,
soñó con la muerte de su padre el mismo día que esta tuvo lugar.
Había rebasado la noche su medianía cuando irrumpió el tozudo
picoteo de un pájaro desde el alféizar de la ventana. Gobernada por
el entusiasmo que en ella siempre avivó el noble arte de la con-
templación de las aves, la pequeña Hui Ying intentó espiarlo con
el rabillo del ojo, desde su lecho, con somnolencia. El pájaro había
desaparecido. A la niña, aunque llena de decepción, poco le costó
recuperar el sueño. Minutos después, cuando el picoteo volvió a
resonar, abrió los ojos como cedazos, con los reflejos azuzados por
la reiteración de aquel sonido monofónico. Esta vez tuvo más suerte:
pudo avistarlo al fin, con auxilio de una luna estival que se recortaba
en un cuadrado perfecto al empotrarse en la ventana. Procurando no
ahuyentar al pájaro de raros colores, con los pies desnudos, se espa-
biló y fue en busca del libro de aves ilustrado, obsequio de su padre;

101
T r y n o M a l d o n ad o ( M é x ic o )

estaba segura de que con la ayuda de este conocería la identidad


del visitante. Empero, cuando Hui Ying volvía abrazando el pesado
tomo con exultación, el pájaro emprendió el vuelo para irse a posar
en la rama de un roble cercano. Acodada sobre el reborde con ayuda
de un banco y empeñando toda su atención en la empresa de atis-
barlo, la niña cayó en la cuenta de la aproximación de dos hombres
enfundados en negro que, avanzando entre los árboles del majestuo-
so jardín, le huían a la luna con sigilo. Lo que Hui Ying menos desea-
ba era ser sorprendida despierta a mitad de la noche; desistió de sus
intenciones, abandonó el libro de aves y se dispuso a la reconquista
del sueño. Pronto fue anquilosada por un nuevo sonido, provenien-
te del jardín. Se trataba del crepitar de una pala hundida repetidas
veces en la tierra, como pudo comprobarlo al volver a encaramarse
a la ventana con discreción. Uno de los dos hombres cavaba un agu-
jero dentro del diámetro dominado por las raíces del roble en que el
pájaro de colores extraños se fue a ocultar; el otro hombre, un tanto
más robusto, escrutaba los alrededores con un bulto pardo entre las
manos. Nada que se fraguara a esas horas y de la manera clandestina
en que aquellos dos lo hacían podría ser bueno, pensó Hui Ying;
algo siniestro había detrás de todo eso, sin duda. Cuando el hombre
de la pala consideró que el hoyo era lo suficientemente profundo,
el segundo introdujo el envoltorio que sostenía con cuidado casi
devoto para zanjar luego, entre ambos, con mayor prisa y descuido
que en un principio. La niña supo que no debería haber participado
de aquella escena, pues el simple hecho de presenciarla, aun sin ser
vista, la cubría con la misma capa de complicidad bajo la que se
arrebujaban las dos sombras al pie del árbol.
Tras la huida de los improvisados enterradores, Hui Ying sin-
tió que el corazón le reventaría en cualquier momento para con-
vertírsele en partículas que le obstruirían las venas hasta cortarle
la circulación. Una parte de ella se encontraba inmóvil y le rogaba
tumbarse a reconciliar el sueño, que olvidara todo lo ocurrido; la
otra, en cambio, la urgía a salir corriendo al jardín y desenterrar el
misterioso bulto antes que alguien más, quizá un hipotético ladrón
noctámbulo que hubiese observado todo desde el principio, fuera a

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Va r iaci ó n s o b r e t ema s de M u r a k ami y T s a o H s u e h - Ki n

la caza del tesoro, dejándola con nada más que un palmo de narices.
Presa de toda suerte de cavilaciones de este tipo, los minutos se su-
cedieron pasmosos para Hui Ying. Al final, más avanzada la noche,
decidió escabullirse, con el roble como meta, reparando a cada paso
en el silencio de su marcha y en la completa soledad de esa porción
del jardín. Un cosquilleo de jejenes la recorrió desde la punta de los
pies, y una sensación nueva y aterradora se apoderó de su minúscu-
lo cuerpo: creía desprenderse del mundo real, como si existiera un
afuera y un adentro, muy similar a lo experimentado al sumergirse
en un estanque para mirar la realidad desde allí. Hui Ying fue ataca-
da por un horror carnívoro que no aceptaría símil en el animal más
salvaje siquiera, un horror que ni las almas condenadas hubiesen
podido llevar a cuestas de aquella noche en delante de haber visto lo
que la pequeña. Sintió desfasarse de sí misma. Luego de achicar la
tierra del somero hoyo valiéndose de sus minúsculas manos, desple-
gó el pañuelo tinto en carmesí que hasta entonces había envuelto la
cabeza recién mutilada de su padre, el Emperador.
Hui Ying, sin comprender el sentido de su hallazgo, tiró aquella
cabeza, como el objeto inanimado en que se había vuelto, para des-
andar aprisa sus huellas, cubierta por un terror despiadado. La aba-
tieron unas ganas vehementes de dormir. Cifraba sus esperanzas en
una lógica imbatible que le indicaba que solo así, volviendo al sueño
primigenio, podría liberarse de la pesadilla a la que había sido atada.
Pero cuando Hui Ying volvió a su lecho lo encontró ocupado; sobre
este, para sorpresa suya, dormía con placidez una niña de la misma
estatura, quizá de la misma edad. La rodeó, guardando íntegro el
silencio, y, cuando la tuvo frente a sí, reparó durante un momento
en el rostro de la extraña: obtuso, ictérico, como el suyo. Quien
descansaba sobre su lecho era ella misma. Hui Ying, con un llanto de
rabia por la flagrante intromisión, comenzó a darle de empellones a
la extraña hasta ponerla casi en el frío del suelo. La simple idea de
que su identidad hubiese sido víctima de un latrocinio le aturdía
sobremanera, como quien, sin saberse depositario, escuchara una
extraordinaria revelación. Pronto comprendió que ella misma no era
más que un sueño, solo un sueño de la Hui Ying real, la que dormía,

103
T r y n o M a l d o n ad o ( M é x ic o )

como en la vieja parábola de la liebre y el espejo. Se había desprendi-


do de su cuerpo en alguna escena de la terrible mascarada llevada a
efecto, y supo así de la necesidad de volver a su recipiente original lo
antes posible. Pero ¿cómo? ¿Y si jamás pudiera volver a su cuerpo?
Cuando el sol incendió la atmósfera, el pueblo despertó con la
trágica nueva del asesinato del Emperador a manos de dos sicarios.
Los asesinos habían sido cogidos en su escapada y serían inmolados
en público al atardecer, como marcaba la costumbre. Una vez con-
fesaron sus métodos bajo la tortura de uno de los capitanes, el roble
fue arrancado de raíz. Sin embargo, jamás se encontró la cabeza del
Emperador.
Horas más tarde, en medio de la batahola que tomaba por sus-
tancia el desconcierto y la incertidumbre del Imperio, alguien reparó
en la ausencia de la única hija del Emperador. Su nombre estaba
compuesto por el hermoso carácter Hui de brillantez, de trazos si-
métricos, y por el complejo y poco armonioso carácter Ying, de in-
teligencia. En el Imperio fue conocida la habilidad profética de Hui
Ying desde su niñez, cuando, a manera de un presagio de esos que
más valdría soterrar sin miramientos de especie alguna, soñó con la
muerte de su padre el mismo día que esta tuvo lugar.
Había rebasado la noche su medianía cuando irrumpió el tozudo
picoteo de un pájaro desde el alféizar de la ventana. Gobernada por
el entusiasmo que en ella siempre avivó el noble arte de la con-
templación de las aves, la pequeña Hui Ying intentó espiarlo con
el rabillo del ojo, desde su lecho, con somnolencia. El pájaro había
desaparecido. A la niña, aunque llena de decepción, poco le costó
recuperar el sueño. Minutos después, cuando el picoteo volvió a
resonar, abrió los ojos como cedazos, con los reflejos azuzados por
la reiteración de aquel sonido monofónico. Esta vez tuvo más suerte:
pudo avistarlo al fin, con auxilio de una luna estival que se recortaba
en un cuadrado perfecto al empotrarse en la ventana. Procurando
no ahuyentar al pájaro de raros colores, con los pies desnudos, se
espabiló y fue en busca del libro de aves ilustrado, obsequio de su
padre; estaba segura de que con la ayuda de este conocería la iden-
tidad del visitante. Empero, cuando Hui Ying volvía abrazando el

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Va r iaci ó n s o b r e t ema s de M u r a k ami y T s a o H s u e h - Ki n

pesado tomo con exultación, el pájaro emprendió el vuelo para irse


a posar en la rama de un roble cercano. Acodada sobre el reborde
con ayuda de un banco y empeñando toda su atención en la em-
presa de atisbarlo, la niña cayó en la cuenta de la aproximación de
dos hombres enfundados en negro que, avanzando entre los árboles
del majestuoso jardín, le huían a la luna con sigilo. Lo que Hui Ying
menos deseaba era ser sorprendida despierta a mitad de la noche;
desistió de sus intenciones, abandonó el libro de aves y se dispuso
a la reconquista del sueño. Fue entonces cuando se vio atrapada en
una pesadilla: desde su lecho vio entrar a una niña de su estatura,
vestida con sus mismas ropas de cama, pero con los pies llenos de
barro y las manos signadas por una mixtura de sangre y tierra. Quien
entraba a su aposento era ella misma, agitada, como si acabase de
dar una larga carrera. Hui Ying pudo sentir cómo la intrusa comenzó
a clavarle una mirada de alcayatas para luego, en el arrebato de una
ira traducida en lágrimas y un rostro mohíno, a empujarla hacia fue-
ra de su propio lecho, con violencia y arbitrariedad. Hui Ying ardía
en la necesidad de gritar, de pedir auxilio; lo deseaba con fervor,
pero estaba vuelta un tronco, un yunque anclado. Cuando la otra
Hui Ying recobró el sosiego por la consecuencia lógica que releva a
toda fatiga, esta se aproximó a su cuerpo agarrotado para musitarle
al oído:
—Hoy ha muerto mi padre. Sabías que eso ocurriría. En tus ma-
nos estuvo evitarlo y has elegido, en cambio, el silencio.
Luego, se recostó sobre la mitad del lecho que había logrado des-
pejar y besó sus labios de hielo. Ambas recobraron el sueño, olvi-
dando cualquier dejo de zozobra, como en un convenio que toma
validez solo a partir de la restauración del mutismo.
Cuando el sol incendió la atmósfera, el pueblo despertó con la
trágica nueva del asesinato del Emperador a manos de dos sicarios.
Los asesinos habían sido cogidos en su escapada y serían inmolados
en público al atardecer, como marcaba la costumbre. Una vez con-
fesaron sus métodos bajo la tortura de uno de los capitanes, el roble
fue arrancado de raíz. Sin embargo, jamás se encontró la cabeza del
Emperador.

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T r y n o M a l d o n ad o ( M é x ic o )

Horas más tarde, en medio de la batahola que tomaba por sus-


tancia el desconcierto y la incertidumbre del Imperio, alguien reparó
en la ausencia de la única hija del Emperador. Su nombre estaba
compuesto por el hermoso carácter Hui de brillantez, de trazos si-
métricos, y por el complejo y poco armonioso carácter Ying, de in-
teligencia. En el Imperio fue conocida la habilidad profética de Hui
Ying desde su niñez, cuando, a manera de un presagio de esos que
más valdría soterrar sin miramientos de especie alguna, soñó con la
muerte de su padre el mismo día que esta tuvo lugar, para después,
motivada por la demencia del augurio, desenterrar su cabeza y huir
con ella, sin rumbo, durante días enteros.

106
P s e u d o e f edr ina

A n ton i o O rt uño

La primera en enfermar fue Miranda, la mayor. Nos contrariamos por-


que significaba no ir al cine el viernes, único día que mi suegro podía
cuidar a las niñas. Pese a los estornudos Dina, mi mujer, insistió en
que asistiéramos a la posada del kínder. «Es el último día de clases. Le
cuidamos la gripa el fin de semana y el lunes nos vamos al mar». Ha-
bíamos decidido pasar las vacaciones navideñas en la playa para no en-
frentar otro año la polémica de con qué familia cenar, la suya o la mía.
En la posada había más padres que alumnos y más tostadas de
cueritos y vasos de licor que caramelos y refrescos. «Muchos niños
están enfermándose de gripa», justificó la directora. «Pero como los
papás tenían los boletos comprados, pues vinieron». «Miranda tam-
bién está enfermándose», confesamos. «Por eso traemos tan envuel-
ta a la bebé». Marta, de apenas siete meses, asomaba parte de la nariz
y un cachete por el enredijo de manta de lana.
Descubrí al formarme en la fila de la comida que algunas madres
conservaban las tetas y nalgas en buen estado. Y descubrí que un
padre había notado, a su vez, que las de mi esposa tampoco estaban
mal. Platicaba con ella aprovechando mi lejanía. Los dos sonreían. El
sujeto era bajito, gestos afeminados y ricitos negros. Entablé conver-
sación con la madre de Ronaldo, mujer de unos treinta años y gesto

107
A n t o n i o O r t u ñ o ( M é x ic o )

de contenida amargura que mi esposa solía calificar de «cara de mal


cogida». Claudia se llamaba, una de esas flacas engañosas que deba-
jo de un cuello quebradizo y por sobre unas pantorrillas esmirriadas
exhiben pechos y trasero más voluminosos de lo esperado. Se había
puesto una arracada en la nariz y pintado los pelos del copete de
color lila desde nuestro último encuentro. Como no se le conocía
novio o marido, las madres del kínder vigilaban sus movimientos y
más de una miró con inquietud cómo le ofrecía fuego para su ciga-
rro y cómo ella me reía todo el repertorio de chistes con que suelo
acercarme a las mujeres.
Regresamos a casa de mal humor. Miranda comenzó a llorar: te-
nía 39 de fiebre. Llamamos por teléfono al pediatra, que recomendó
administrarle un gotero de paracetamol y dejarla dormir. También
avisó que aquel viernes era su último día hábil: se iría a pasar la Na-
vidad al mar. «Como nosotros», le dije. «Bueno, pero si le sigue la
fiebre a Miranda no deberían viajar», deslizó antes de colgar. «Déja-
me un recado en el buzón si se pone mal y procuraré llamarlos». No
le referí a Dina el comentario porque no quería tentar su histeria.
Medicada e inapetente, Miranda pasó la noche en nuestra cama
mirando la televisión. Marta, quien dormía en su propia habitación
desde los tres meses, fue minuciosamente envuelta en cuatro cobi-
jas. Bajé el calentador eléctrico de lo alto de un armario y lo conecté
junto a su puerta. La presencia de Miranda en nuestra cama evitó
que Dina y yo hiciéramos el amor o lo intentáramos siquiera. De
cualquier modo, el menor estornudo de las niñas le espantaba el
apetito venéreo a mi mujer. Me dormí pensando en la nariz de Clau-
dia y sus mechones color lila.
Se suponía que dedicaríamos la mañana del sábado a comprar
ropa de playa y pagar facturas para viajar sin preocupaciones, pero
Miranda despertó con 39,2 a pesar del paracetamol. Maquinalmente
llamé al número del pediatra. Respondió el buzón. «Hola, soy el
doctor Pardo. Si tienes una urgencia comunícate al número del hos-
pital. Si no, deja tu recado». Dejé mi recado.
Acordamos que mi esposa cuidaría a las niñas y yo saldría a li-
quidar las facturas y comprar juguetes de playa para Miranda, un

108
P s e u d o e f ed r i n a

bronceador de bebé para Marta, unas chancletas para Dina y una


gorra de béisbol para mí. Había pensado convencer a Dina de com-
prarse un bikini pero preferí no mencionar el asunto. Lo compraría
y se lo daría en la playa. Antes de salir me pareció escuchar ruidos
en la recámara de Marta. Me asomé. Era un horno gracias al calen-
tador eléctrico. Lo apagué. Marta estornudaba. Le retiré una de las
mantas y abrí la ventana. Me fui sin avisarle a Dina. No quería tentar
su histeria.
En el supermercado no había gente apenas. Desayuné molletes
en la cafetería y pagué mis facturas en menos de diez minutos. Tomé
un carrito y me dirigí a la sección de ropa. Por el camino obtuve la
bolsa de juguetes de playa para Miranda y el bronceador de bebé.
También un antigripal, una caja enorme y colorida que incluí en mi
lista para que los enfermos no acabáramos por ser mi esposa y yo.
Elegí luego una gorra y una playera blanca, lisa, para mí. Para Dina,
unas chancletas cerradas como las que yo acostumbro y que ella dice
detestar pero siempre termina robando.
Recordé el plan del bikini. Morosamente, me acerqué a la sec-
ción de damas. Dina tenía un cuerpo ligeramente inarmónico. Como
muchas mujeres que han tenido hijos pero no los han amamantado,
sus caderas y trasero eran redondos pero sus senos seguían siendo
pequeños, de adolescente. Así que me encontré desvalijando dos
bikinis distintos para armarle uno a la medida.
«¿Compras ropa de mujer muy a menudo?» Claudia apareció
junto a mi carrito, sonriente, las manos llenas de lencería atigrada.
«En realidad no». «Eso es muy cortito para Dina. No va a querer
usarlo». Era cierto pero me limité a sonreír como para darle a enten-
der que mi esposa acostumbraba utilizar arreos sadomasoquistas y
juguetes de goma cada viernes. La acompañé a los probadores para
cuidar su carrito. No iba a probarse la lencería —cosa prohibida por
el reglamento de higiene del supermercado— sino unos jeans. Fingí
estar muy interesado en la etiqueta del antigripal mientras esperaba
que saliera. El antigripal era un compuesto a base de pseudoefedri-
na y advertía que podía provocar lo mismo náuseas que mareos,
resequedad de boca o babeo incontenible, somnolencia o insomnio,

109
A n t o n i o O r t u ñ o ( M é x ic o )

reacciones alérgicas notables y, en caso extremo, la muerte. Me di


por satisfecho. «¿Cómo me ves?» Había salido para que le admira-
ra el culo metido en los jeans. Se le veían bien, como toda la ropa
demasiado pegada a las mujeres excesivamente dotadas de nalgas.
Claudia había sonreído otra vez. Ya no tenía cara de mal cogida.
En las cajas nos topamos con la directora del kínder. Nos saludó
muy amablemente hasta que su cerebelo avisó que Padre de carrito
uno no emparejaba con Madre de carrito dos. Se despidió con una
simple inclinación de cabeza. Mientras esperábamos pagar Claudia
se puso a hojear una revista femenina y yo volví a explorar los miste-
rios de la etiqueta del antigripal. Pseudoefedrina de la buena. «Aquí
dice que a las mujeres en África les arrancan el clítoris», comentó sin
levantar la mirada. «Y que el sexo anal es común allá y por eso el sida
es incontrolable». Levanté las cejas y ella lanzó una carcajada que
contuvo con la mano. «Mejor que no oigan que hablamos de clítoris
y sexo anal o el chisme va a ser peor».
Como de hecho el chisme ya no podría ser peor le cargué las bol-
sas al automóvil y la ayudé a subirlas. Ella parecía dispuesta a con-
versar más pero me escurrí pretextando la gripa de Miranda. «Tam-
bién Ronaldito está malo». «¿Dónde lo llevas al pediatra? El nuestro
se fue de vacaciones y no responde las llamadas». Ella se puso las
manos en la cadera. «No lo llevo al médico. Yo sé de homeopatía. Si
quieres puedo darte medicina para tu niña». No acepté pero ella in-
sistió en colocarme en el bolsillo una tarjetita con su teléfono. «Llá-
mame a cualquier hora si necesitas».
Había un automóvil en mi lugar de la cochera, junto al de Dina.
Entré con las bolsas en una mano y las llaves en la otra. No se es-
cuchaba ruido, salvo los esporádicos estornudos de Marta. Miranda
dormía, aparentemente sin fiebre. Imaginé que la directora había
manejado a cien por hora a su casa para llamar a Dina y contarle que
yo estaba en las cajas del supermercado hablando de clítoris y rectos
africanos con Claudia. Imaginé a Dina armada con un cuchillo, es-
perando mi paso para degollarme.
En realidad estaba en la cocina tomando café con el tipo de los
ricitos que la había admirado en la posada. Suyo era el automóvil

110
P s e u d o e f ed r i n a

usurpador. «No te oí llegar». «Algún imbécil se estacionó en mi


lugar». El tipo me miró con resentimiento. «No es un imbécil: es
Walter, el papá de Igor, el compañerito de Miranda. Es homeópata y
lo llamé para que viera a las niñas porque el pediatra no contesta».
Walter se puso de pie y me extendió la mano. La estreché con joviali-
dad hipócrita. «Walter cree que Miranda no tiene gripa, sino cansan-
cio, y que a Marta le están saliendo los dientes». El homeópata hizo
un par de inclinaciones de cabeza, respaldando el diagnóstico.
No suelo ser un tipo desconfiado, pero noté el rubor en el rostro
de mi mujer. Y su olor. Olía como cuando accedía a hacer el amor a
mi modo, menos neurótico que el suyo. La bragueta de Walter esta-
ba abierta, lo que podía no querer decir nada. O sí. Miré al homeó-
pata, abrí el bote de la pseudoefedrina, me serví un vaso de agua
y me pasé dos pastillas. «Yo no creo en la homeopatía, Walter». Él
volvió a mirarme bélicamente. Dina torció la boca. «Y por favor
quita tu automóvil de mi lugar. No me gusta dejar el automóvil en
la calle. Por eso rento una casa con cochera». Walter se despidió
de Dina con un beso en el dorso de la mano y salió en silencio,
sacudiendo sus ricitos. Salí de la cocina antes de que se desataran
las represalias.
En el comedor había una nota escrita a mano, con letras esmera-
das que no eran las de mi mujer. La receta de la homeopatía. Memo-
ricé los compuestos y las dosis. Marqué el número de Claudia, sos-
teniendo su tarjeta frente a mis ojos. Su letra era desgarbada, como
ella. «¿Sí?» «Hola. Qué rápida. Estabas esperando que llamara». Su
risa clara en la bocina me puso de buen humor. Escuchó con escep-
ticismo las recetas de Walter y bufó. «Una gripa es una gripa. Nadie
estornuda porque le salga un diente o por estar cansado. Mira, lo
que vas a hacer es comprar lo que te voy a decir y engañar a tu espo-
sa para que piense que les das sus medicinas». «¿Me estás pidiendo
que engañe a mi mujer?» La risa como campana de Claudia llenó
mis oídos.
«¿Con quién hablabas?» «Con el pediatra». «¿Y qué dice?».
«Nada. No responde. Le dejé recado en el buzón». Dina estaba cru-
zada de brazos en el pasillo. Tenía cara de mal cogida. «Te portaste

111
A n t o n i o O r t u ñ o ( M é x ic o )

como un patán con Walter». Acepté con la cabeza gacha. Mi táctica


consistía en darle la razón y pretextar mis nervios por la enfermedad
de las niñas. Dina me miraba con una intensidad que presagiaba o un
pleito o un apareo corto y violento cuando Miranda se puso a llorar.
Tenía 39,4 de fiebre. La metimos a la tina y le dimos paracetamol.
Dina no cocinó ni tuvimos ánimos de pedir comida por teléfono,
así que cada quien asaltó el refrigerador a la hora que tuvo hambre.
Yo me serví un plato de cereal con leche y me hice un bocadillo de
mayonesa, como cuando tenía once años y mi madre no aparecía
a comer por la casa. Al beber un largo trago de leche sentí cómo
mi garganta se derretía. Tosí. Dina asomó por la puerta y me miró
con horror. Otra tos respondió en la lejanía. Era Marta. Tenía 38,6.
Dos escalofríos me recorrieron los omóplatos y los deltoides. No
sabíamos cuánto paracetamol darle a la bebé. El pediatra no respon-
dió. Dina corrió a llamar a Walter. Yo me escondí y llamé a Claudia
desde el celular. «Mis hijas tienen fiebre». «¿Ya les comenzaste a
dar las medicinas?» «No». «Pues sería bueno que empezaras». «¿No
sabes cuánto paracetamol hay que darle a un niño?» «Yo no les doy
paracetamol. Tiene efectos secundarios horrendos. Nacen con dos
cabezas». «Mis hijas ya nacieron, me temo».
Dina salió de casa dando un portazo. Regresó a la media hora
con una bolsa llena de medicamentos homeopáticos y un refresco
de dieta. «¿Tomas refresco de dieta?» «A veces». «A Walter no le
gustan las gordas, seguro». Aproveché su desconcierto para salir a la
calle. No sabía dónde encontrar una farmacia homeopática, así que
volví a llamar a Claudia. «Yo tengo lo que necesitas en la casa. Ven».
Lo que yo necesitaba era dejar a las niñas dormidas en sus cunas
y meterme con Dina al jacuzzi de un hotel en el mar y quitarle el
bikini que le había comprado. Tardé en dar con la dirección. Abrió
ella, despeinada y sin maquillar, con un suéter y gafas. Tenía a la
mano ya una bolsa con frasquitos y un listado de dosis y horarios.
Le pregunté por Ronaldo. «Está arriba, viendo la tele». La casa era
enorme y fea, como todas las heredadas. «Mi padre quería vivir cerca
de la estación de bomberos. Lo obsesionaban los incendios. Por eso
vivimos acá». Mi carisma dependía de mis chistes y no tenía cabeza

112
P s e u d o e f ed r i n a

para decir ninguno en ese momento. Hice una mueca y me marché


aparentando nerviosismo. Eso halaga más que un chiste.
Dina lloraba. Miranda tenía 39,6 y Marta, 39,1. No lloraba por
eso. «Llamó la directora». Supuse una conversación lánguida, llena
de sobreentendidos. «¿Qué hacías en el supermercado con la puta de
Claudia?» «Lo mismo que tú con el querido Walter: buscar consejo
médico». «¿Esa puta es doctora?» «Homeópata», dije, levantando la
bolsita llena de frascos.
Hice un intento final por marcar el número del pediatra antes
de administrar las primeras dosis de homeopatía. Respondió su bu-
zón. Murmuré una obscenidad y corté. Jugamos a suertes el primer
turno. Perdí. Me ardía la garganta y la espalda murmuraba su lista
de reclamos. Dina forcejeaba con Marta para darle las gotas. Tuve
un acceso de tos. Dina amenazaba a Miranda para que tragara sus
grageas. Opté por tirarme a dormitar en un sofá de la sala. Pensé en
lo mal que se veía Claudia con gafas, en lo mal que Walter llenaba
los pantalones, en Dina con ropa y sin ella. Desperté aterido. La casa
estaba oscura y silenciosa. Me puse de pie, asaltado por un deseo
intenso de orinar. Apenas saciado, la náusea me dominó. Maldije el
bocadillo de mayonesa de la comida. Luego Dina daba de gritos y
marcaba el teléfono. Miranda lloraba. Tendría fiebre. Marta estornu-
daba con la persistencia de un motor. Hacía calor, el sudor escurría
hasta las comisuras de la boca. Me arrastré fuera del baño. Pedí agua
con voz desvaneciente. Fui atendido. Bebí. Alcancé una alfombra.
Me dejé caer.
Lo siguiente era Walter, sus manos largas en mis sienes. «Te des-
mayaste. Estás enfermo. ¿Tomaste alguna medicina?» «Pseudoefedri-
na, Walter, de la mejor». «Seguro eres alérgico». Tras los ricitos del
homeópata, Dina asomaba la cara. Quizá esperaba mi muerte. Quizá
no. Quizá Walter la había hecho suya veloz e incómodamente frente
a mis cerrados párpados. Tragué la solución que me fue ofrecida en
un vasito minúsculo de homeópata profesional. Sabía a brandy o
apenas menos mal. Logré incorporarme y caminar hasta la cama.
Las náuseas regresaron, acompañadas de temblores y frío. No quería
que Walter se fuera de mi lado, deseaba incluso acariciarle los ricitos

113
A n t o n i o O r t u ñ o ( M é x ic o )

con tal de que se quedara. Pero Miranda tenía 39,7 y Marta 39,4, así
que se largó a atenderlas. Cerró la puerta de mi recámara tras de él y
Dina lo siguió, sin acercárseme siquiera. La hembra opta por el ma-
cho más fuerte para asegurar una buena descendencia. Pero nuestras
hijas ya habían nacido.
Marqué el número de Claudia. Por la ventana se veía un cie-
lo oscuro que podía ser el de cualquier hora. Tardó en responder,
dos, tres timbrazos. Ahora tenía tanto calor que si cerraba los ojos
saldrían disparados de las cuencas para estrellarse contra la pared.
«¿Sí?» «Me desmayé. Parece que soy alérgico a la pseudoefedrina».
Un largo silencio. «¿Quieres que vaya? ¿Estás solo?» «Está Dina.
Con Walter. No quiero molestarlos». «¿Walter?» Otro largo silencio.
«Ven mañana a las tres. Me aseguraré de estar solo». «Bueno. Llevaré
medicina». «Ven tú, nada más». «Como quieras».
No lloraba desde los once años, cuando mi madre no aparecía en
casa alguna noche. Lo hice quedamente, en la almohada. A las 2.24
de la madrugada me despertaron los números rojos del reloj digi-
tal y los gritos de Miranda. La niña tenía pesadillas o se había roto
un brazo: la mera fiebre no justificaba aquel escándalo. 39,6. Dina
había olvidado darle el paracetamol o Walter había ordenado inte-
rrumpir su administración. Pero Walter no era el padre de la familia.
Le di a Miranda la medicina, que tomó con admirable resignación,
y la dormí acunada en brazos, pese a sus casi cinco años, susurrán-
dole tonterías sobre gatos y conejos. Me levanté, mareado perpetuo.
Pseudoefedrina. Me sentía sudoroso, acalorado, el corazón latía en
los pies, el estómago, los dientes. Visité la recámara de Marta. 38,7.
Tampoco le habían dado paracetamol. Interrumpí su sueño para ha-
cerlo y la besé en la cabeza y las orejas hasta que sonrió. La dejé
suavemente en la cuna.
Dina estaba dormida en la sala, agotada, con la falda medio su-
bida en los muslos húmedos de sudor o cosas peores. Junto a su
mano descansaba uno de esos prácticos vasitos de homeópata pro-
fesional. Olfateé su contenido. Sería alguna clase de supremo sedan-
te. Comencé a acariciarle las piernas. No reaccionó. Le deslicé un
dedo bajo los calzones y por las nalgas. Pasó saliva. Podría haberla

114
P s e u d o e f ed r i n a

montado todo un grupo versátil de veinte instrumentistas antes de


despertarla. Seguro Walter le había dado aquello para apresurar el
proceso de adulterio. Hija de puta. Lo peor es que había provocado
que olvidara dar el paracetamol a las niñas o incluso le había pro-
hibido hacerlo, nuevo amo ante una esclava demasiado tímida para
desobedecer. Me asomé por la cortina. Su automóvil ya no estaba.
Hijo de puta.
Subí, la boca terregosa, el corazón latiendo en los dedos, las pes-
tañas, un tobillo. Las niñas respiraban pausadamente. Eran las 5.02.
Me tiré en la cama y quizá dormí una hora, el cielo era negro aún
cuando abrí los ojos. Hacía calor. Me estiré y supe que deseaba a
Dina. Miranda dormía con los dedos dentro de la boca. 37,3. Marta
roncaba ligeramente. 37,1. Tuve que quitarme la camiseta al salir al
pasillo. Demasiado calor. Pseudoefedrina o antídoto de Walter. Una
dosis ligeramente más alta me habría impulsado a bajar por un cu-
chillo a la cocina pero lo que quería era desnudar a Dina, morderla,
arañarla. Apenas se movió cuando me deslicé en el sillón. Pensaba:
cuando el tribunal me juzgue diré que fue la pseudoefedrina o cul-
paré a Walter por darme un afrodisiaco incontrastable. Le levanté
las faldas y suspiró. A tirones, me deshice de su ropa. Su cuerpo.
39,8. Le separé las piernas y comencé a besarla obstinadamente. Yo
aullaba y gruñía, aunque parte del cerebro procuraba asordinar mis
efusiones para no despertar a las niñas. Dina abrió unos ojos ebrios
y comenzó a decir obscenidades. 40,3. Aullábamos y nos insultába-
mos, yo le decía que el culo de Claudia lucía guango incluso dentro
de unos jeans apretados como piel de embutido y ella reflexionaba
sobre la muy posible impotencia de Walter. Yo le mordía los pechos
y ella me arañaba desastrosamente la espalda. Nos despertó un es-
truendo y una risa malvada. Era Miranda, en pie ya, había conse-
guido derribar la pila de revistas de su madre. Sin mirarnos Dina
y yo nos alistamos y subimos. Miranda brincoteaba sobre mi libro
ilustrado de las Cruzadas. La perseguí hasta su recámara y la mandé
a hacer la maleta. Me miré en el espejo del pasillo. No sudaba y mi
aspecto era el de costumbre, apenas despeinado. Fui por agua y sentí
una punzada de hambre. Dina bajó con Marta en brazos. La bebé

115
A n t o n i o O r t u ñ o ( M é x ic o )

mordía el cuello de una jirafa de trapo con alegría de vampiro. «Se


terminó el biberón», informó mi esposa con perplejidad. Desayuna-
mos huevos con tortilla y bebí el primer café del día. Claudia estaba
citada a las tres. Dina confesó que Walter pasaría a las dos y media.
Decidimos precipitar la salida al mar. El hotel aceptó adelantar la
reservación y cambiar los boletos de avión llevó cinco minutos.
Dina miraba la mesa. «¿Nos vamos, entonces?». Lo decía con de-
cepción y esperanza. En el aeropuerto confesé la compra del bikini y
se lo entregué. «Es muy pequeño para mí, me voy a ver gordísima».
Pasé el vuelo leyendo una revista médica. Tenía un artículo sobre la
pseudoefedrina pero preferí omitirlo y concentrarme en uno sobre el
cercenamiento de clítoris de las africanas y los métodos reconstructi-
vos existentes. Dina y nuestras hijas cantaban.
En la playa pedimos sombrillas e instalamos a las niñas a salvo del
sol. Marta untada de bronceador de bebé y Miranda tocada con un
sombrerito de paja. No había turistas, apenas dos ancianos pasean-
do a caballo, alejándose hacia el sur. El cielo era claro y espléndido.
Escuché mi teléfono y acerqué una mano perezosa, dejándola pasear
antes por el trasero de Dina, que se endureció ante el homenaje.
Era el pediatra.
Dejé que respondiera el buzón.

116
Sin l u z a r t ificia l

María del Carmen Pérez Cuadra

D esde el fregadero se puede ver hacia la calle sin ser visto. El vidrio
de la ventana es de doble acción, él siempre creyó que las revistas
Vanidades dan buenas ideas. Los heliotropos se han marchitado y la
niña de las flores hace ya casi una semana que no aparece. Muriel
es un hombre maduro pero tiene la piel suave y firme, como las
nalgas de un adolescente. Se ha rasurado el pecho para verse más
provocativo y se pasea a caballo con la mitad del cuerpo desnudo,
sus cabellos teñidos de rubio parecen naturales sobre su piel cobriza.
Lo veo desde aquí, desde mi muralla de platos sucios. Conquistar
nuevas mujeres, confiando quizá en que nadie puede verlo. No sabe,
nunca ha entrado a mi cocina. Muriel vive frente a mi casa. A veces
sus amantes se acicalan, como parte del rito furtivo, frente al espejo
de mi ventana. Mido sus pechos con respecto a los míos, imagino si
caben perfectamente en las manos tibias de Muriel. Observo deteni-
damente la curvatura de los cuellos sintiendo a veces el temblor tibio
de sus besos… él es como un dios perverso que las ama y las desecha
como estopas de naranja.
Desde el mueble de los platos de porcelana, que me opaca con su
brillo veteado de madera preciosa, casi a escondidas y sin proponér-
melo, escucho a mi esposo hablando con Muriel, que está orgulloso

117
M a r í a de l C a r me n P é r e z C u ad r a ( Nica r ag u a )

de mí que soy una mujer perfecta: Muriel se queja de mi silencio


permanente. Mi esposo señala que es parte de mi perfección, «la sa-
biduría del silencio», dice. Porque Muriel no sabe qué es el silencio,
cada conquista es relatada en su círculo de amigos con cada detalle
de peso y talla. Aunque yo no los escucho, puedo leer sus labios des-
de mi cocina. El árbol que está entre su casa y la mía, casi en medio
de la calle, es testigo del deseo de exhibir que tiene Muriel. Yo, en
cambio, prefiero el silencio, mi privacidad.
La niña de las flores volvió con su sonrisa de hojalata a contarme
que está yendo a la escuela por la tarde. Esa es la razón de su tardan-
za, me muestra un poema que ha escrito:

Rosa sangre de Cristo, llevo en las venas


Borrar las penas con azucenas,
el olvido con menta, aunque duela
para seguir, el camino en la suela
que señala el corazón y no la abuela

Me pregunta si me ha gustado. Ya es casi una mujer, es una buena


idea expresar los pensamientos, ojalá que estudie y se supere. Mi
esposo dice que las mujeres no pensamos, que solo flotamos para
chocar con el filo de las ideas, que nuestra inteligencia la expresamos
con las manos cuando cocinamos, bordamos o sabemos dar consue-
lo con el tacto. Que las mujeres estamos hechas de amor y llanto,
las buenas, y de envidia y llanto, las malas. «Y qué saben ustedes las
mujeres sino filosofías de mujeres». Le doy a la niña el consejo que
siempre me da mi esposo:
—Leé libros de poesía, si creés que es lo que te gusta.
Los días pasan sin que ninguno se entere de que no soy ni buena
ni mala, ni dulce ni salada, solo soy yo, el compás de mi corazón, el
brillo de mi piel, el color del cabello que va desapareciendo. Si sabe
cómo, si toma conciencia de qué camino seguir, la niña de las flores
llegará lejos. Le dará una lección a su propia madre.
Calor en madrugada lunar. La sed ha conseguido que me levante,
el insomnio por sed no es aconsejable para nadie. Desnuda porque

118
Si n l u z a r t i f icia l

hoy cumplí con el débito marital, nadie que me vea, nadie que se
entere de que existo en esta casa de nuevo rico en barrio de pobres.
Mis cactus y mis violetas también necesitan agua. La luz de luna
que entra por la ventana es abundante, por eso no necesito luces
artificiales. Quizás este es el momento de libertad más importante
de mi vida.
Frente a mis ojos está Muriel recostado junto al árbol de mangos,
como siempre, ni se imagina que lo veo, esta vez apretándole las nal-
gas escuálidas a la niña de las flores. Los pechitos de botón de rosa y
su escapulario no parecen indefensos en manos suyas, parecen per-
versos, jóvenes y envidiables. Las caricias grotescas, casi de animal
de Muriel le han arrebatado la falda, exhiben una curva suave de la
cadera virgen, la apertura del trasero, el sexo tibio y palpitante. La
migraña nocturna me azota las sienes. Mi vaso con agua cae al piso
haciéndose añicos. La pareja se pone alerta al escuchar el ruido. Tra-
to de recoger los vidrios rotos y solo consigo ver mi sangre brotando
de las heridas. Quiero llorar y no puedo. Ordeno, limpio, recojo,
como siempre hago con todo. Me incorporo para ver lo que sucede
afuera, es el padre de la niña. Los tres discuten casi en silencio pero
con mucha tensión. El papá de ella andaba por allí de madrugada
muy borracho, intenta pelear con Muriel, pero este lo noquea casi
sin esforzarse. El padre se va, una nube parece cerrar el espectáculo
que veo desde mi ventana. Yo la escogí así, mi esposo no la ve como
el espejo de Law & Order porque no le gusta ver televisión. Yo me
siento jueza, porque desde aquí puedo dictar el veredicto que jamás
nadie escuchará. Entonces pruebo la sal de mi sangre y las puntas
erectas de mis senos. Lo veo. Viene caminando despacio y seguro,
ellos debían haberlo visto, la nube se fue, pero están demasiado en-
tregados el uno al otro como para darse cuenta. Entonces el novio de
la niña la arrastra y la separa de Muriel con fuerza, sujetándola del
pelo negro lacio ahora vuelto una maraña.
La niña trata de interceder pero es catapultada por su novio. El
novio saca una pistola de su chaqueta y apunta hacia Muriel. ¿Pero
qué podía yo hacer? ¿Hablarle a mi esposo? ¿Salir a la calle gritando
como que Muriel me importara un poco? ¿Dejar que Muriel recibiera

119
M a r í a de l C a r me n P é r e z C u ad r a ( Nica r ag u a )

por fin su castigo? Mi reflexión es muy larga, el joven le ha disparado


en el pecho a la niña de las flores. Madrugada de noviembre. ¿Quién
diría, Muriel, que morirías a causa de tus andanzas con un disparo
en la frente y otro en el sexo?
Mi esposo llega a pedirme algo, me dice que vayamos a acostar-
nos, que hace frío. Le pregunto que si escuchó los disparos, me dice
que no, que él se estaba duchando. «Imaginaciones tuyas». Se va a
acostar nuevamente.
Bajo la oscuridad crepuscular entra una vecina por la puerta del
patio que siempre dejo abierta. Enciende las luces. Que llame a la
policía, hay un muerto en la calle.
Yo le contesto:
—Son dos, llame usted porque yo estoy desnuda.
La verdad es que tengo las manos manchadas de sangre.

120
B o x ead or

Carlos Wynter Melo

No sabemos si Martínez es mala persona. Tampoco podríamos de-


cir que es un alma de Dios. Ausente, si alguna palabra lo define es
esa: ausente. Y nadie conoce sus emociones ni entiende por qué es
feliz con una vida tan simple, de figuras de sombra y boxeo.
Martínez no conocía a Orlando el Nica Mojica; no, señor. Ha-
brán intercambiado saludos alguna vez, no más que eso. No tenían
por qué odiarse, como han insinuado algunos periódicos. La Som-
bra Martínez —le he dicho a los reporteros— es incapaz de odiar a
alguien.
Hay quien pudiera, viendo la apariencia distraída de Martínez,
pensar que es tonto. Tampoco es el caso. No se le puede llamar tonto
a quien proyecta figuras en la pared con semejante maestría. Si se me
pregunta, les diré que Martínez es sencillamente un libro en blan-
co. Nada más y nada menos. Y nadie sabe al instante siguiente qué
aparecerá en sus páginas. El tipo vive tras sus ojos y, en el momento
justo, ¡zas!, sale a la superficie. Entonces es un genio; como cuando
exhibe su boxeo matemático. Aún ahora, con los años encima, la
manera como planea y desarrolla un combate es ilustre.
En la víspera de la pelea con el Nica, la Sombra me contó su
sueño. Más que un sueño, era una pesadilla. Y es que basta recordar

121
C a r l o s W y n t e r M e l o ( P a n am á )

la vida que llevaba Martínez antes de ser campeón: pobre que era,
un muerto de hambre en todo el sentido de la palabra. Cuando te-
nía como seis años —y eso es algo que no olvidó nunca—, un tipo
le robó los chicles que vendía. Le dijo: «Pelaíto, yo te voy a com-
prar todos tus chicles, todos, pero tienes que dármelos y esperar un
momentito aquí; yo regresaré con tu plata». El tipo, por supuesto,
nunca regresó. Ese día Martínez juró por todos los santos que no
volverían a aprovecharse de él. Me dijo en una ocasión:
—Yo, de niño, era muy tonto, después cambié y me hice
hombre.
En el sueño, a la Sombra le daban una tunda, una soberana pali-
za. Varias veces soñó lo mismo: se miraba en un espejo y del azogue
oscuro brotaba un rostro que no alcanzaba a definirse y salía un
puño y otro y Martínez no sabía ni de dónde le venían los puñetes.
Mientras lo apaleaban, una voz le decía: «Ya estás viejo, boxeador, ya
estás muy viejo, te has vuelto débil». Despertaba empapado en su-
dor y con los brazos tensos. Durante el sueño, el miedo no lo dejaba
ni respirar. Me comentó después un poco asustado:
—Hombre, no me sentía así desde hacía años. Estaba indefenso.
No quiero dormir por no sentirme igual.
Quizás ese miedo oculto lo llevó a esforzarse extraordinariamen-
te. Él nunca aceptó que estaba viejo. Para él, había Martínez para
rato. Y ya a nadie le cabe duda después de su pelea con el Nica. La
gente lo respeta otra vez.
La Sombra ha ganado mil apuestas haciendo figuras en los mu-
ros. Es tan natural para él como respirar. Le dicen «haz una pantera»
y él rápidamente crispa los dedos de una mano, acomoda los de la
otra y la pantera aparece. Su figura preferida es la de un niño ca-
minando, con su perfil muy bien definido, los brazos moviéndose
al compás de la marcha y las piernas flexionándose una y otra vez.
Alguien dijo una noche, maravillado por la habilidad del boxeador,
que bien podían ser las sombras las que proyectaban a Martínez. Yo
lo he observado mucho y por Dios que, a simple vista, eso parece.
Por su parte, el Nica era un tipo —que Dios me perdone— bo-
cón. Era de esos que repiten una y otra vez que nadie les dura más

122
B o x ead o r

de un asalto y que el contendiente acabará hecho papilla. Martínez


permaneció tranquilo ante sus bravuconadas. En vez de gastar pól-
vora en gallinazo, se concentró en los entrenamientos. Fue obsesivo.
Y me causaba dolor verlo así; le dije más de una vez que eso no era
normal.
En fin, llegó el día del combate y ocurrió lo que todos sabemos: la
Sombra mató al Nica. ¡Fue una zurra histórica! No podemos quitarle
méritos al Nica —que en paz descanse—: se portó a la altura. Pero
la Sombra fue implacable. Recibió golpes como un animal y, aun así,
mantuvo su ofensiva. Cuando el Nica cedió a la presión, la Sombra
aplicó su estrategia ganadora: lo trabajó con la izquierda y, de inme-
diato, con volados de derecha. Ya para entonces, ambos tenían las
caras bañadas con sangre. Y cayó el Nica. Su cuerpo empezó a con-
vulsionar sobre la lona. Entró el médico y eso fue todo. La Sombra
seguía saltando sobre las puntas de sus pies, sin que se pudiera decir
si estaba compungido o contento.
Sacamos a Martínez cubierto por su bata de lujo. Muchas per-
sonas lo abuchearon y algunos periodistas lo siguieron. Nos llovían
latas y restos de comida. Bueno, eso es lo que todos sabemos. Voy a
contar ahora lo que solo yo sé; yo, que fui a visitar a la Sombra du-
rante su convalecencia y que lo escuché como solo lo hacen quienes
quieren de verdad.
Sé, por ejemplo, las razones por las cuales el campeón dejó su
carrera boxística. Y sé también lo que lo cambió de manera tan drás-
tica, lo que lo hizo, precisamente, otra persona.
Recuerdo que me recibió con una amplia y juguetona sonrisa y
que él fue el primero en hablar:
—Se nos murió el Nica.
Solo asentí.
—No he dejado de pensar en él. Las pesadillas continuaron des-
pués de su muerte, ¿sabes? Yo pensé que al ganarle iban a parar.
—¿Y qué tienen que ver las pesadillas con el Nica, campeón?
—Se me metió entre ceja y ceja que el Nica era el rostro en el
espejo, el de la pesadilla. Creí que el Nica era mi destino y me daba
un hijueputa miedo mi destino, ¿me entiendes?

123
C a r l o s W y n t e r M e l o ( P a n am á )

Nos quedamos en silencio. Era la primera vez que la Sombra me


hablaba desde su corazón. Añadió como si hablara solo:
—Las pesadillas continuaron después de su muerte porque yo
no he resuelto nada con vencer al Nica. Me concentré en superar mi
destino y en realidad no superé nada.
Volvimos a callar.
—¿Recuerdas lo que dijo el tipo de mis sombras?, ¿que no sabía
si ellas eran quienes me proyectaban a mí? Bueno, yo tampoco lo sé.
Yo no sé si el odio me movía contra el Nica. Yo no sé si le pegué con
saña. No lo sé.
—Ya no pienses en eso —le dije para calmarlo.
—No te preocupes. No hablo con angustia. De este momento
en adelante, soy libre, para bien o para mal. Ya nada me importa
demasiado. ¡Descubrí la identidad del rostro de la pesadilla! Todo es
muy obvio, amigo: cuando uno se mira en un espejo, ¿de quién es
la cara que aparece?

124
Lima , P e r ú , 2 8 de julio de 1 9 7 9

D an i el A l arc ón

É ramos diez y todos compartíamos un solo nombre: camarada. Ex-


cepto yo. A mí me decían Pintor. Estábamos muy cerca de la plaza,
bajo una luz tenue, formando un círculo irregular alrededor de un pe-
rro muerto. Una niebla espesa lo cubría todo. Era nuestro primer acto
revolucionario, aquel con el que anunciaríamos nuestra existencia a
la nación. Colgábamos perros de todos los postes de luz, cubriéndo-
los con lemas breves y rabiosos como «Mueran, perros capitalistas» y
otros similares; dejábamos a las bestias allí para que la gente pudiera
apreciar nuestro fanatismo. Ahora es evidente que en aquel momento
no asustamos a nadie, más bien los fastidiamos y los convencimos de
que teníamos una manía peculiar y un gusto desmedido por la vio-
lencia gratuita. El miedo vino después. Matábamos perros callejeros
en las sombrías y grises horas que preceden al amanecer, en la maña-
na del día de la Independencia Nacional, el 28 de julio de 1979. La
gente decente aún dormía, pero nosotros hacíamos la guerra, le dá-
bamos forma con nuestras manos, nuestros cuchillos, nuestro sudor.
Todo iba bien, hasta que nos quedamos sin perros negros.
Uno de los camaradas había ordenado que todos los perros de-
bían ser negros, y no nos correspondía sino aceptar su decisión.
Era una cuestión estética, no práctica. Lima tiene una provisión casi

125
D a n ie l A l a r c ó n ( P e r ú )

infinita de perros callejeros, pero no todos son negros. Hacia las dos
de la mañana, empezamos a empapar de negro a perros de color
beige, marrón y blanco, mientras estos se retorcían de dolor y exha-
laban su último suspiro con las pieles teñidas de rojo.
Dado mi talento con el pincel, me encargaron que pintara los
perros que no eran lo suficientemente negros. Teníamos a uno allí:
muerto, destripado, con las vísceras desparramándose sobre la ace-
ra. Estábamos exhaustos, tratando de decidir si el tono de marrón
del perro era lo suficientemente oscuro como para que pasara por
negro. No recuerdo que hubiera muchas opiniones sólidas al res-
pecto. El efecto narcótico de nuestras acciones había empezado a
desvanecerse, dejándonos con un animal sangrante, muerto y de un
tono más claro que el requerido.
A mí no me importaba de qué color era el perro.
Justo cuando estábamos por ponernos de acuerdo en que de-
bíamos pintar al perro muerto que yacía a nuestros pies, justo en
aquel momento, lo vi con el rabillo del ojo entrando velozmente a
un callejón: un perro negro. Era de un espectacular color negro, to-
talmente negro. Sin darme cuenta de lo que hacía, salí corriendo tras
de él. Dejé caer la brocha que uno de mis camaradas me había dado.
Ellos me llamaron, «¡Pintor!», pero yo ya estaba lejos.
Enfurecido, perseguí a la bestia negra con la esperanza de ma-
tarlo, traerlo de vuelta y colgarlo. Esa noche, de la manera como
estaban marchando las cosas, quería por sobre todo que mis actos
tuvieran sentido. Sencillamente, estaba cansado de pintar.
Debe mencionarse que los perros sin hogar de Lima viven en un
mundo de total crueldad. Son dueños de los callejones, ladrones de
la ciudad colonial; rompen las bolsas de basura, orinan en las esqui-
nas adoquinadas y mantienen siempre la mirada alerta. Son testigos
de asesinatos, atracos, estafas; recorren las calles con seguridad, con
la confianza que les da el saber que no necesitan comer a diario para
subsistir. Esa noche corrimos por toda la plaza, masacrándolos, ad-
mirando su bribonería, su viveza, cruda y transparente.
Yo sabía cuántos cigarrillos fumaba cada día, y sabía que no era
capaz de correr mucho, excepto para perseguir una pelota de fútbol

126
Lima , P e r ú , 2 8 de j u l i o de 1 9 7 9

cuando se organizaba algún partido esporádico; sabía, pues, que te-


nía pocas probabilidades de atraparlo y —lo admito— me enfurecía
que un perro pudiera superarme. Decidí que eso no ocurriría. Am-
bos corríamos. El perro me sacó ventaja. Lo perseguí por las estre-
chas callejuelas del centro de Lima, bajo sus ruinosos y deteriorados
balcones, frente a sus edificios tapiados, sus puertas cerradas, sus
sombras. Quería matarlo. Corrí con la crueldad en el pecho, como
una droga que me empujaba, pero una pierna se me dobló y tuve
que detenerme rengueando. Estaba a varias cuadras de la plaza, en
el jardín herboso en medio de una ancha y silenciosa avenida bor-
deada de palmeras anémicas. Me sentía mareado, con los pulmones
jadeantes, ávidos de aire. El pobre perro se detuvo en la acera de
enfrente y se volteó a mirarme, a apenas unos cuantos metros de
distancia, agitado, con la cabeza inclinada hacia un lado, mirándome
intrigado, una mirada que yo ya había visto antes en mi familia, en
mis amigos, o incluso en las mujeres que tuvieron la desgracia de
enamorarse de mí: la mirada de quienes esperaban grandes cosas de
mí y al final terminaron decepcionados.
Debo confesar que no sentía por el perro nada más que un odio
insensible y oscuro. Me había convertido en un hombre frío y fu-
rioso. Había leído a demasiados filósofos alemanes y sin duda me
habían dañado. Me sentía herido por ver a mi padre quedarse ciego
bajo enormes planchas de cuero, que él doblaba y manipulaba hasta
que, como por arte de magia, emergían de ellas una correa, una silla
de montar o una pelota de fútbol. Frustrado por esa noche absurda
que me había pasado matando y pintando en nombre de la revolu-
ción. Odiaba al perro. Durante mi juventud, en Arequipa, un perro
callejero dormía en nuestra puerta de vez en cuando y yo, por lo
general, lo había ignorado, ni siquiera lo había tocado; en alguna
ocasión lo había observado mientras se rascaba o se lamía los testí-
culos, pero nunca me había conmovido. He amado muchas cosas,
a mucha gente, pero no sentía ningún afecto por esta bestia. Más
bien, imaginaba la muerte como un proceso, una serie de etapas,
como los peldaños de una escalera descendiendo a lo profundo, y
deseaba de todo corazón que este perro callejero, con su pelaje negro

127
D a n ie l A l a r c ó n ( P e r ú )

enmarañado, terminara en el fondo. Lo llamé y le extendí una mano.


Di un chasquido con la lengua para atraerlo.
Y vino, cruzó la avenida con sus patas haciendo un ruido rítmico
contra el asfalto, como si volviera a casa, como si estuviera en cual-
quier otro lugar y no en medio de una guerra. Era un perro hermoso,
un perro inocente. Tenía un pelaje negro brillante. Había estado ju-
gando conmigo. A pesar de ello, sentía rabia hacia él —por hacerme
correr, por cada gota de sudor, por los latidos violentos de mi cora-
zón. Lo acaricié durante un momento, luego lo sujeté por el cogote,
enterré el cuchillo en su pelaje negro y lo hice girar dentro de él.
En el último instante el perro empezó a forcejear con toda su
energía, gruñendo y atacando, pero yo lo tenía bien sujeto y no pudo
morderme. Cayó al suelo como un bulto, con un charco de sangre
formándose bajo su cuerpo.
Gimió tristemente, con impotencia. Lo observé mientras se des-
angraba: sus fuertes dientes blancos, sus musculosas patas traseras.
Jadeaba y resoplaba. Me hubiera podido quedar allí toda la noche
mirándolo, de no ser por un haz de luz y el sonido de una voz áspe-
ra. Era un policía y tenía una pistola.

En Arequipa, me encargaba de labrar los adornos de las sillas de


montar que mi padre producía cada año para los desfiles. Lo ayudaba
a teñir los cueros, luego tomaba el martillo y la cuña, y los blandía,
me golpeaba los dedos y sangraba hasta que todos quedaban her-
mosos. Así me criaron: mi padre y yo en el taller, el olor intoxicante
del cuero curado, las herramientas, cada una con su propósito y su
mitología particulares. Él me enseñó el meticuloso proceso mientras
su vista lo abandonaba. Para cuando aprendí a dominar su arte, ya
estaba demasiado ciego para ver mi trabajo. Mi madre solía decirle:
«El muchacho está aprendiendo», y a él se le iluminaba el rostro.
Siempre me vestí de manera impecable, con mi uniforme escolar
gris y blanco, e hice más de lo que se esperaba de mí. Ocupé el pri-
mer puesto de mi clase y tomé el examen de ingreso a la universidad
a los diecisiete años. Fui aceptado en una universidad de Lima. Me

128
Lima , P e r ú , 2 8 de j u l i o de 1 9 7 9

raparon la cabeza, mi padre bailó de felicidad y mi madre lloró sa-


biendo que pronto la abandonaría. En esa época, Lima era conocida
porque se tragaba vidas, alejaba a la gente de sus hogares ancestrales
y las envolvía con su concreto y su bullicio. Yo me convertí en una
de esas personas. Vi la ciudad y sentí su caos y su energía; ya no
podía volver a casa.
He vivido la turbulenta adolescencia de Lima y su crecimiento
desmedido. Ahora la ciudad es mía. No le temo, aunque ya no la
amo tampoco. En la universidad estudié filosofía y luego me trasladé
a artes plásticas para estudiar pintura. Pinté lienzos inflamados de
rojo y negro, con rostros aterrorizados escondidos detrás de pince-
ladas de colores audaces. Pintaba en el Rímac, al otro lado del río
sucio, en una pequeña habitación con una ventana desde donde se
veía el garboso perfil de la ciudad colonial. A menudo el cielo estaba
nublado, y a mi vieja casera, doña Alejandra, le gustaba entrar a mi
cuarto a mirar mis cuadros. Allí la encontré uno de los pocos días
soleados que recuerdo, envuelta en mi colcha gastada, dormida en
mi silla, con el pecho elevándose regularmente al compás de su res-
piración ligera. Su habitación no tenía ventanas.
Un cuadro que exhibí en la universidad llamó la atención de al-
gunas personas: era el retrato de un hombre con la mirada hacia un
lado y la boca contraída en una tensa mueca, sosteniendo un marti-
llo en la mano derecha y a punto de clavarse una estaca en la palma
de su mano izquierda. El personaje estaba compuesto por trazos
geométricos en azul y marrón contra un fondo rojo. Era mi padre.
En la cafetería, los estudiantes se paraban sobre las sillas para de-
nunciar al dictador y a sus compinches. Aparecían lemas y consignas
en las paredes de ladrillo, que unos tímidos trabajadores se encarga-
ban de recubrir, pero que luego reaparecían. Sabíamos que el día de
la lucha se acercaba. En todo el país ocurría lo mismo. Muchos aban-
donaban los estudios a fin de prepararse para la guerra inminente.
La ceguera de mi padre me había golpeado. Anhelaba mostrarle
lo que había logrado. Durante mi última visita, en el pequeño reci-
bidor de nuestra casa, volví a pintar todos mis lienzos con palabras,
lentamente y solo para él. Mi padre tenía la mirada vacía y fija en

129
D a n ie l A l a r c ó n ( P e r ú )

las paredes. Le describí varios años de mi trabajo sobre lienzos, pero


nunca llegué a penetrar la austera oscuridad de su ceguera. Él asen-
tía, me aseguraba que entendía lo que le iba diciendo, pero yo sentía
que le había fallado.
Al volver de Arequipa, tomé mi decisión. Abandoné por última
vez la universidad, apenas tres meses antes de recibir mi título de
artista plástico. En lugar de ello, viajé a la sierra a aprender sobre
explosivos con mis camaradas.
Si todavía fuera pintor, les mostraría algunas verdades acerca de
este lugar: los niños, hambrientos y con frío, haciendo cola cada
mañana frente a un pozo para cargar agua hasta sus casas. Cinco
kilómetros. Siete kilómetros. Nueve. Los interminables viajes en au-
tobús a través de la ciudad, en los que un joven mal vestido sube a
recitar un poema y vender chicles. «No es caridad lo que les pido»,
grita por encima del traqueteo de un autobús agónico. «¡Les ofrezco
un verso para alegrarles el viaje!» Los pasajeros lo ignoran, siempre
distantes, con la cabeza gacha.
En 1970, una ciudad desapareció sepultada por Los Andes. Hubo
un terremoto, y luego un desprendimiento de tierras. No era un pue-
blito, sino una pequeña ciudad. Yungay. Era domingo por la tarde: mi
padre y yo escuchábamos la transmisión en vivo de la Copa Mundial
desde Ciudad de México, el Perú jugaba contra la Argentina y esta-
ba logrando un respetable empate, cuando la habitación se remeció
ligeramente. Más tarde las noticias empezaron a llegar lentamente,
filtradas, como ocurre con todo en el Perú, desde las provincias hacia
Lima, y luego enviadas de vuelta hacia cada lejano rincón de nues-
tra nación imaginaria. Éramos conscientes de que algo inenarrable
había ocurrido, pero aún no podíamos darle un nombre. La tierra
se había derramado sobre sí misma en un tormentoso mar de fango
y rocas, ahogando a miles. Solo se salvaron algunos niños. Un circo
ambulante había instalado su campamento en la parte más elevada
del valle. Payasos con sombreros de colores hacían reír a los niños
mientras sus padres morían sepultados.
En Arequipa, al sur, el terremoto apenas si se había sentido: un ja-
rrón caído de un alféizar, un cuadro ladeado, el ladrido de un perro.

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Lima , P e r ú , 2 8 de j u l i o de 1 9 7 9

Si todavía fuera pintor, colocaría un lienzo en el lugar arrasado don-


de alguna vez estuvo esa ciudad, escogería mis colores más veraces y
les mostraría que la vida puede desvanecerse así, como si nada. «¿Y
esto qué es, Pintor?», podrían preguntarme, señalando el ocre, el
morado, el naranja y el gris.
Son diez mil tumbas; ¿es que no pueden verlas?
Cuando era pintor, recorría la ciudad con los ojos bien abiertos.
Camino a casa cada tarde, pasaba junto a los obreros de la carretera,
los veía parados a lo largo de la avenida luego de otro día de traba-
jo. Manchados de negro grasiento de la cabeza a los pies, eran los
ángeles más feroces, los muertos vivientes de la ciudad. Lima estaba
repleta de gente consumida por la vida. Yo apuraba el paso para lle-
gar a casa, tambaleándome, dibujando todo lo que había visto sobre
servilletas, sobre papeles, sobre mi piel, para que ninguna imagen
se perdiera. Todo significaba algo, insinuaba alguna pregunta aún
no formulada, aún no imaginada. Ninguna respuesta me convencía.
Pintaba buscando esas preguntas —un ladrillo abandonado en una
playa de estacionamiento, un parachoques abollado en el que se re-
flejaba la ciudad—, a veces durante uno o dos días, o incluso tres,
dormitando en un rincón de mi habitación, justo como alguna vez lo
había hecho mi casera doña Alejandra. Me despertaba mucho antes
del amanecer, inundado por los olores metálicos de la pintura, el
sudor y el hambre, y me olvidaba casi por completo de mí mismo.
Desde entonces, he tenido esa misma sensación en varias oportu-
nidades: perdido en una maraña de lianas en la selva norte del Perú,
huyendo de una emboscada; mientras colocaba una bomba bajo un
puente de concreto en el frío glacial de la sierra. Pero igual que una
droga, cada descarga de adrenalina es menos potente y cada explo-
sión significa cada vez menos.
No he vuelto a pintar desde aquella noche de los perros. Ni una
pincelada de negro o rojo, sobre animal ni lienzo.
Y no volveré a pintar jamás.
Solo las paredes de mi celda —si me capturan—, de un tono que
me haga recordar al cielo, para poder pasar en gracia mis últimos y
sombríos días.

131
D a n ie l A l a r c ó n ( P e r ú )

Esto es lo que recuerdo de él: un bigote fino y oscuro y el arma. Re-


cuerdo lo corto del cañón y su brillo sobrenatural, iluminado como
estaba por su linterna. Había algo de embriaguez en su forma de
moverse, la manera inestable en que sostenía la pistola, con la mano
extendida y vacilante. Supuse que había tomado unos tragos con
sus amigos antes de encontrarse conmigo. «¡Oye, tú!», gritó. «¡Alto!
¡Policía!» Imagínenselo: un hombre gritando bajo esa luz, sostenien-
do su arma sin firmeza, como controlado por un titiritero. Me volteé
hacia él y le dije con docilidad, recurriendo a una inocencia que no
podía tener: «¿Sí?»
—¿Qué diablos estás haciendo? —gritó, detrás de la luz ence-
guecedora.
Me exprimí la cabeza buscando una explicación, pero no encon-
tré ninguna. La verdad sonaba inverosímil; la verdad, sobre todo. El
silencio era solo interrumpido por los gemidos de dolor del perro.
«Este perro callejero mordió a mi hermanito», le dije.
Siguió apuntándome con el arma, escéptico, pero se acercó a mí.
«¿Tiene rabia?»
«No estoy seguro, jefe».
Se inclinó sobre el perro y examinó su cuerpo agónico. La sangre
manaba en delgados chorros que corrían por el césped, abriéndose
como un abanico hacia el borde de la calle. Me recordó los mapas
que estudiaba en la primaria, de la cuenca del Amazonas con su te-
laraña de sinuosos tributarios fluyendo hacia el mar.
—¿Dónde está tu hermano? ¿Lo han llevado a un médico?
Asentí. «Está en casa con mi mamá», le dije y moví el brazo para
indicar un lugar no muy alejado en ninguna dirección en particular.
Tenía un destello de amabilidad, aunque yo estaba seguro de que
no me creía del todo. Contra lo que se pudiera pensar, yo no estaba
acostumbrado a mentir. Tenía miedo de que pudiera descubrir la
verdad. Así que proseguí con la historia. Le conté de mi hermano,
de la terrible mordedura, del grito espantoso que había escuchado,

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Lima , P e r ú , 2 8 de j u l i o de 1 9 7 9

de la herida roja y abierta. Le hablé de su inocencia, del brillo de


sus ojos, de su sonrisa, de su gracia. Le di a mi hermano todas las
cualidades que yo no tenía, lo hice guapo y divertido, tan perfecto
como los muñecos rubios que usaban para vender jabón en la tele-
visión. Estaba sudando, mi corazón se aceleraba mientras le hablaba
de los chistes que mi hermano contaba, de las notas que obtenía. ¡Mi
hermano, un chico inteligente! Y luego le di un nombre: «Se llama
Manuel, pero le decimos Manolo, Manolito», le dije, y el policía, con
el arma aún en la mano, se relajó.
—Ese es mi nombre también.
Lo miré, sin saber con certeza qué quería decir.
«Yo también me llamo Manolo», me dijo con suavidad, casi rién-
dose. Yo me reí nerviosamente. El perro gimoteó de nuevo. Nos mi-
ramos uno al otro en el silencio de la amplia avenida y compartimos
una sonrisa.
El policía colocó su arma en la pistolera y se acercó para darme
la mano. Yo limpié la hoja de mi cuchillo en mi muslo y lo puse en
el suelo. Nos dimos un apretón de manos firme, como hombres.
«Manuel Carrión», se presentó.
Yo también le dije mi nombre, aunque por supuesto no era mi
nombre real, ni tampoco Pintor.
Él era cholo, como yo, se le notaba en su manera de hablar. Se-
guramente su padre trabajaba con las manos, tan cierto como que
tendría primos, hermanos o amigos que trabajaban con los puños.
Me dijo que era un gusto conocerme. «Pero ¿qué estás haciendo
exactamente? ¿Matando a este perro?», me preguntó. «¿Qué vas a
lograr con eso?»
—Lo perseguí para ver si estaba rabioso. El hijo de perra empezó
a forcejear. Supongo que me dejé llevar por las circunstancias.
Carrión asintió con la cabeza y se inclinó otra vez sobre el perro
callejero. Lo golpeó en la barriga con su macana y el animal soltó un
aullido ahogado y patético. Le examinó los ojos buscando en ellos
una tonalidad específica de amarillo, y revisó su hocico en busca de
la reveladora saliva espumosa. «No tiene rabia. Creo que Manolito
va a estar bien».

133
D a n ie l A l a r c ó n ( P e r ú )

Sentí alivio por un hermano que no tenía, por una mordedura


que nunca ocurrió. Mi corazón se dilató. Me imaginé a Manolito y su
prolongada y saludable existencia, corriendo, jugando con sus ami-
gos, con una herida cerrada que ni siquiera le dejaría una cicatriz.
Adoraba a mi hermano imaginario.
Carrión estaba ebrio y era una persona amable. Si las cosas hu-
bieran ocurrido de manera diferente aquella negra madrugada, este
episodio se habría convertido en una de sus historias favoritas cuan-
do uno de sus amigos o primos le preguntara, con un trago en la
mano, «Oye, cholo, ¿cómo son las cosas por allá?» «Compa, deja
que te cuente sobre una noche en que ayudé a un patita a matar un
perro». «No, eso suena demasiado banal». «Hombre, un día encon-
tré a un tipo decapitando a un perro callejero…» ¿Quién sabe cómo
contaría la historia ahora? ¿O si la contaría, a fin de cuentas?
«Yo era como Manolito», me decía, «siempre metiéndome en
problemas. Me gustaba pelear con los grandes, pero yo era chato.
Siempre regresaba a casa con algo roto o magullado». Carrión habla-
ba ahora con entusiasmo. «¿Lo vas a llevar a algún lado? Al perro,
quiero decir».
—El médico quería examinarlo —le dije— solo para estar
seguros.
Carrión asintió con la cabeza. «Por supuesto. Buena suerte». Se
puso de pie para marcharse, estirándose, limpiándose la hierba de
las rodillas. «Deberías acabar con su sufrimiento, sabes. No tiene
sentido que seas cruel con él».
Me caía bien. Era un hombre sencillo y campechano.
Le di las gracias al policía y le aseguré que así lo haría. Ya es-
tábamos despidiéndonos, con un adiós inquieto en la punta de la
lengua, cuando de pronto se oyó un ruido, un breve aullido. Le-
vanté la cabeza y vi a uno de mis compañeros, sin aliento, a menos
de treinta metros de distancia, agachándose con violencia sobre un
perro (blanco), sujetándolo por el hocico, con un brazo en alto y el
cuchillo en la mano, listo para enterrárselo en el cuello. Había veni-
do por una calle transversal y no nos vio hasta que fue demasiado
tarde. Cuando reparó en nosotros, se detuvo. Confusión. Pánico.

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Lima , P e r ú , 2 8 de j u l i o de 1 9 7 9

Temeroso, volví a ser el de antes, me olvidé de mi entrenamiento


revolucionario: quería pintar esta escena, el perfil brutal de un hom-
bre en guerra contra un perro callejero, atrapado en plena acción,
con los brazos congelados y las manos en la cintura. Supe entonces
cómo se veía lo que yo acababa de hacer. Carrión me miró, descon-
certado, luego miró a mi compañero, y por un instante los tres que-
damos atrapados en un triángulo de ansiedad, preguntas y temores
—un disco rayado, una naturaleza muerta, una pausa convenida por
mutuo acuerdo durante la cual cada uno meditó en silencio sobre
los intrincados y desafortunados vínculos que nos unían. Duró un
instante, nada más.
Luego Carrión sacó su arma, al mismo tiempo que yo empuñaba
mi cuchillo. Mi compañero dejó caer al perro en la acera sin mayor
ceremonia y huyó por la avenida, en dirección opuesta a la plaza. El
perro blanco se fue corriendo, aún gimoteando. Carrión se volteó
hacia mí, y cualquier sombra de amistad que hubiéramos podido
haber compartido brevemente se perdió entre la niebla. Ante mis
ojos aparecieron las opciones que tenía, como el resumen de un
texto brutal: a) apuñala al policía, rápido; b) ¡corre, corre rápido,
imbécil!; c) muere como un hombre. Y eso fue todo lo que pudo
producir mi mente. En la desesperación del momento, solo la última
opción parecía tener algún sentido. Pero ¿podía siquiera ser conside-
rada una opción? Sostenía un cuchillo, es verdad, pero débilmente y
sin convicción. Hice el ademán de ponerme de pie, hasta de correr
quizás, pero no había razón para ello. Y mientras yo me entretenía
con pensamientos vagos e inconexos, Carrión reaccionó: me per-
donó, de manera inexplicable me salvó la vida, me golpeó con la
empuñadura de su pistola y salió corriendo detrás de mi camarada
—sellando con ello su propio destino.
Él murió aquella noche.
Tambaleándome, me precipité hacia lo que pensé que sería mi
muerte, pero era solamente sueño e inconsciencia. Caí sobre el cés-
ped, apretando la mandíbula, con los ojos cerrados, y la oscuridad
lo cubrió todo. Perros agonizantes aullaban y gimoteaban. A la dis-
tancia, escuché un disparo.

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U n de s ier t o l l e no de agua

Santiago Roncagliolo

V ania no parece ir en bote sino flotar entre la brisa marina. Es tan li-
gera. No es demasiado flaca, sin embargo. Y se cuida de serlo. Bajo el
pareo, sus muslos dibujan suaves despedidas de la pubertad. Ahora
que su pecho ha empezado a emerger, escoge su ropa interior menos
para protegerlo que para destacarlo y adelantarlo desafiante como
anuncio de su llegada, como bandera de esa mirada indolente y lán-
guida que posa sobre las personas cuando se acuerda de hacerlo.
Karen dice que Vania es una creída. Vania responde que no se cree
nada que ella no sea y, más bien, que Karen quisiera ser. Verónica
jura que lo de Vania parece más un acné pectoral que un busto. Va-
nia acepta las bromas solo porque se sabe más bella y más mujer que
las otras, y hasta las invita a su casa de Pucusana para que vean que
es buena y comparte. Verónica, por lo demás, podría compartir su
busto con toda la promoción de cuarto año, pero carga sola el peso
de su orgullo.
Ahora, Martín apaga el motor del bote y empieza a remar. La casa
de Vania ocupa de punta a punta un pequeño islote de Pucusana al
que no conviene acercarse a mucha velocidad. La lancha de Hernán
ha encallado ya cinco veces contra las piedras que lo rodean, aunque
tal vez debido a que Hernán la conduce a máxima velocidad, con

137
Sa n t iag o R o n cag l i o l o ( P e r ú )

un Cuba Libre en la mano y sin dejar de mirar a las bañistas de la


orilla. Vania cree que su hermano choca a propósito para llamar la
atención, pero igual su madre opina que lo mejor es acercarse a la
casa a remo y no arriesgarse. La señora Barandiarán sería capaz de ir
a la casa de Pucusana en un transatlántico con tal de no arriesgarse
ni a mojarse la punta del pie.
Martín lo sabe. Por eso, siempre que las lleva es igual. Deja de
remar metros antes de la casa para llegar solo con el impulso, y ni
siquiera arroja las amarras al pequeño muelle de la terraza. Maniobra
de manera que la cámara de llanta que cubre la proa rebote suave-
mente contra uno de los bordes. Tiene cuidado hasta para bajar del
bote sin desequilibrarlo con su peso antes de atarlo a tierra firme.
Luego le extiende la mano a la madre de Vania, que nunca le agra-
dece pero siempre lo vuelve a contratar para que las lleve y para que
vaya a hacer las compras al balneario. Vania lo ha visto hacer esas co-
sas solo y no se comporta de la misma manera. Empuja el bote con
fuerza y usa el motor todo el tiempo, apenas lo apaga cuando ya está
casi encima del muelle del balneario y arroja las amarras como un
latigazo para detenerse. A menudo, Vania piensa que se va a volcar
cuando se aleja de la isla de pie jugueteando contra las olas o cuando
amenaza chocar a los botes de la orilla. Inclusive cuando lleva a Va-
nia y sus amigas, si mamá no está, a veces se da el lujo de pegarse a
los botes de pesca para insultarlos y hacerles muecas y bromas. Una
vez, un pescador malhumorado se acercó a responder a las bromas
con la proa apuntando al motor del bote, pero Martín recordó quié-
nes eran sus pequeñas pasajeras, se puso serio y lo detuvo a tiempo,
felizmente. Felizmente al menos para la señora Barandiarán, o para
lo que ella cree que deberían ser las cosas. De haberlo sabido, nunca
más habría contratado a ese irresponsable. Vania, en cambio, estaba
fascinada con la idea de volcar y tener que llegar nadando a casa.
Pero eso no ocurre nunca. Vania siempre flota sobre las olas —más
bien planea, como las gaviotas— con total y aburrida seguridad.
Después de bajar a la señora, Martín se vuelve hacia las chicas
con la mano extendida. Las invitadas quieren demostrar que pueden
solas, y Karen lo logra sin problemas, ni siquiera tiene que usar las

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U n de s ie r t o l l e n o de ag u a

manos para trepar al muelle. A Verónica no le es tan fácil, en cam-


bio: su pecho se bambolea como una bolichera sobre el pacífico mar
de Pucusana, su cuerpo pierde el equilibrio y termina por resbalar
sobre el lanchero en un involuntario abrazo. Vania nota que Mar-
tín ni se inmuta. Los chicos normalmente salivan ante la aparición
de Verónica sin necesidad de tanto aspaviento, pero Martín sonríe
con cortesía y actúa como si le hubiera caído encima un almoha-
dón de plumas. Plumas de elefante, piensa Vania. Verónica, por su
parte, que suele ser tan putita en todas las ocasiones que encuentre,
esta vez apenas agradece la ayuda y continúa hacia la terraza con su
bamboleo indiferente. Vania se pregunta si es que los pescadores no
saben babear como hombres o si Verónica es tan babosa que no sabe
que los pescadores son hombres. Sin responderse, extiende su mano
para que Martín la ayude a subir.
La casa está igual que todos los veranos. Esa casa nunca cambia
y Vania lo agradece esta vez más que nunca, porque guarda un buen
recuerdo del año pasado y el invierno ha sido largo: no se ha podido
concentrar en el colegio como antes y en la clausura solo recibió
dos premios. Con todo lo insoportables que se han puesto, Karen y
Verónica han sido siempre las invitadas más asiduas y divertidas de
esa casa, y este fin de semana Vania solo quiere divertirse y olvidar
la humillación de que la nerd de Manuela Rabínez le haya ganado la
excelencia. La escena de llegada también es igual que todos los años.
Martín se queda afuera, mamá se queja del polvo sobre los muebles
que nadie más ve —qué horror, esto es un chiquero, dice siempre—,
Karen y Verónica corren entre risitas a sus cuartos y Hernán, que ha
llegado el miércoles, no está pero ha tirado seis latas de cerveza vacías
en la mesa de la sala para dejar claro que ya tomó posesión. De todos
modos, no va a tardar. Vania casi puede predecir el instante exacto
en que el motor de la lancha anuncia la presencia de su hermano en
la casa y seguramente en unos cincuenta kilómetros a la redonda.
El verano pasado, harta de ese sonido, deseó con todas sus fuerzas
que el próximo choque fuese irreparable. Y lo fue. Hernán pasó en
la clínica tres días y la lancha quedó inservible. Pero él le explicó a
su padre que esa lancha era una mierda que tenía mal la dirección

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Sa n t iag o R o n cag l i o l o ( P e r ú )

y no frenaba lo suficientemente rápido. Su padre comprendió, se


conmovió y compró otra más sólida, más segura y más ruidosa. Va-
nia aprendió así que debe tener cuidado con sus deseos, porque se
pueden cumplir. Ahora, mientras la bulla del motor se aproxima,
empieza a desear que papá un día se vuelva pobre y no compre más
lanchas ni tenga más hijos como el oligofrénico de Hernán.
Pero mamá, por supuesto, no piensa lo mismo. Corre a la terraza
a saludar a su Hernancito cuando lo oye. Todos los años es igual,
claro, pero esta vez hay una novedad. No es solo la voz de mamá la
que recibe a Hernancito. Desde los cuartos de arriba, Karen y Veró-
nica lanzan holas, sonrisas y grititos. Ya estaban demorando, piensa
Vania, las muy perras. Pero no demoran más, bajan corriendo y casi
arrastran a su anfitriona a la terraza. Hernán está con Lucho, al que
él llama su mejor amigo y Vania llama el aprendiz de oligofrénico.
Lucho sí actúa como un hombre de verdad, sonríe y se le dilatan las
pupilas cuando ve a Verónica, que se ha puesto un bikini lo suficien-
temente angosto para usarlo de pulsera. Hernán le advierte a Karen
que está muy blanca y que alguien va a tener que echarle bronceador
en la espalda. Vania, a estas alturas, ni siquiera entiende por qué
lleva apenas diez minutos en la playa y ya está de tan mal humor. Ni
siquiera se fija en Martín, que sigue ahí pero es como si se hubiera
disuelto en el aire salado hasta desaparecer.
Como era inevitable, acaban saliendo todos en la lancha entre la
cara de fastidio de Vania y las advertencias de la señora Barandiarán,
tengan cuidado, no vayas muy rápido, hijito, que son cinco, fíjate
que tenga el tanque lleno no te vayas a quedar varado, estas cosas
deberían tener cinturones de seguridad, bla, bla, bla. Hernán a todo
responde sí, mamá, claro, mamá, y la besa en la frente y le sonríe
bajo los lentes oscuros con esa sonrisa blanquísima y guapísima que
ni el tabaco ni el vino ni la marihuana han manchado jamás y que
Vania cree que es lo único que su hermano puede ofrecer. Lucho, en
cambio, ni eso tiene. Pero a Verónica no parece importarle cuando
suben a la lancha, ni cuando aceleran entre dos bolicheras en mo-
vimiento, ni cuando casi vuelcan el bote de un pescador, ni cuando
bordean la orilla para espantar a los bañistas. Al contrario, ella se

140
U n de s ie r t o l l e n o de ag u a

ríe cada vez más fuerte. Y Karen también. Las dos toman cerveza
directamente de pico, nunca hacen eso en las fiestas pero parece que
sí en las lanchas, con el agua salada salpicándoles una alegría más
ruidosa que el motor.
Cuando el disfuerzo amaina un poco, lo cual toma horas, Hernán
detiene la lancha para que se bañen un rato fuera de la bahía. Todos
se arrojan al agua entonces menos Vania. Hernán le increpa que es
una aburrida, pero a ella le da lo mismo. Escucha los jugueteos ma-
rinos de los demás sin saber qué podría hacer ella fuera de la lancha,
el quinto lado de un cuadrado que ella misma dibujó. Entre las car-
cajadas ajenas y los chapoteos lejanos, Vania decide seriamente que
la próxima semana invitará a Gerda, la de los dientes chuecos, y a
la nerd de Manuela. Seguro que ellas apreciarán más la invitación,
ni casa en la playa tienen, eso se nota, seguramente ni casa propia.
Vania sonríe interiormente mientras se las imagina tomando sol en la
terraza con sus ropas de baño, que deben ser como las de las abuelas
que llegaban hasta los tobillos. ¿No quieres pasearlas en la lancha,
hermanito? ¿No quieres invitarles una cerveza y echarles el bron-
ceador a mis nuevas amigas? Mamá, dile a Hernán que pasée a mis
amigas, Hernancito, hijito, hazle caso a tu hermana. En el interior de
Vania, la sonrisa se convierte en una carcajada silenciosa.
Pero no es lo único silencioso. Repentinamente, ya no llegan a los
oídos de Vania las risitas, ni le llueven sobre la piel las ocasionales
gotas de mar que Hernán hace saltar con sus bobadas. Busca por
todos lados pero nada. Ni chicos ni chicas, ni a un lado ni al otro de
la lancha. No debería ser peligrosa la corriente de Pucusana, Vania
nunca ha sabido de un ahogado pero han desaparecido y Vania toma
conciencia de que nunca ha sabido nada de nadie fuera de su casa
en Pucusana. Los llama, primero bajito y luego a gritos. En el mar no
hay siquiera un eco que le repita los nombres. Aún espera un poco
por si recibe una respuesta. Recién se da cuenta de lo lejos que están
de la playa, no es posible que hayan nadado hasta la casa. Ni hay una
boya cerca para respirar. A Vania se le acelera la sangre. Nunca había
tenido tantas ganas de oír la voz del idiota de su hermano, seguro
que ha retado a los demás a nadar hacia algún sitio, tal vez hacia la

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Sa n t iag o R o n cag l i o l o ( P e r ú )

vieja bolichera encallada al otro lado de la isla. Pero ¿desde tan lejos?
Además, si así fuera, aún deberían estar visibles en algún lado. Sin
pensarlo más, Vania se quita el pareo y el polo y salta a buscarlos. Tal
vez a alguno le ha dado un calambre con tanta cerveza helada y no
puede salir del fondo, tal vez los demás lo están ayudando, pero to-
das las explicaciones le parecen incoherencias, ideas que le corretean
a una la cabeza tratando sin éxito de convertirse en respuestas.
El agua de mar no es como una piscina, es más densa y verde, im-
penetrable, igual no será la primera vez que Vania bucée. De hecho,
lo hace mejor que su hermano, que con todo lo que se mete a los
pulmones no debe ser capaz ni de aguantar la respiración tres segun-
dos. Pero ojalá que sí sea capaz, piensa Vania. Si le ha pasado algo,
ojalá sea capaz de salir del problema, Hernán nunca ha sido muy
bueno justamente para eso, es una suerte que tenga una sonrisa y
un padre que le permitan esquivar sin consecuencias los hospitales,
las comisarías y hasta la universidad. Pero al mar no hay dentadura
ni billetera que lo convenza, el mar solo salpica alegría cuando estás
encima de él.
Por eso Vania se sumerge hasta que no le queda más aire en los
pulmones, y aún un poco más. Es inútil. Ni siquiera puede acercarse
al fondo porque empieza a sentir la presión en los oídos. Con las
lágrimas confundiéndose entre las gotas, saca la cabeza. No sabe qué
hacer. Decide seguir buscando hasta encontrarlos sin saber dónde
buscarlos. Entonces mira hacia la lancha. Y quiere creer que lo que
ve es una ilusión óptica. A bordo, Hernán y Karen le hacen adiós con
sendas botellas de cerveza en las manos. Sobre la proa, Lucho ayuda
a subir a Verónica. Antes de que Vania pueda reaccionar, la lancha
arranca disparada hacia la orilla. Al menos esta vez el ruido del mo-
tor sirve para tapar las risotadas de los muchachos.
Solo quince minutos después, cuando empieza a oscurecer, re-
gresa la lancha a recogerla muerta de frío, cansancio y miedo. Se
siente tan humillada que hasta se le ha apagado la furia, pero la risa
de los demás no se ha apagado aún. Sube en silencio a la lancha. Du-
rante el camino de regreso, Hernán no deja de repetirle que es una
aburrida y que todo lo han hecho para que vea lo rica que estaba el

142
U n de s ie r t o l l e n o de ag u a

agua y viva la vida un poco, que agradezca. Vania no abre la boca y


Karen le dice relájate, no es para que te pongas así. Vania desea que
a su amiga se le enrede la lengua en el motor de la lancha, y esta vez
no teme que se cumpla su deseo.
En casa, la señora Barandiarán anuncia que tiene la comida lista.
En realidad, la que hace la comida siempre es Deolinda, pero la se-
ñora siempre habla de su comida, porque es la autora intelectual. Va-
nia come en silencio lo poco que come, entre las sonrisas cómplices
que los demás se lanzan como si fuera ciega. La señora comenta qué
pena que tu papá no ha podido venir con lo que le gusta la playa,
Hernancito, y Hernancito dice qué pena, mamá y piensa que mamá
usa pastillas para dormir y que no tiene que ser un problema esta
noche. Esta noche no puede haber problemas.
A Karen y Verónica les cuesta, sin embargo, que Vania acepte
participar en la noche. Después de comer tratan de convencerla de
que se toma las cosas demasiado en serio, no hay que exagerar por
una broma, pero Vania sabe que lo dicen para ahorrarse la culpa de
divertirse sin la dueña de casa y el riesgo de no recibir otra invita-
ción. Y sabe que no tendrían que preocuparse por ese riesgo. Debe-
rían estar seguras, más bien, de que a su casa no vuelven. Primero
muerta, ahogada en lo más profundo del mar con lancha y todo. O
muertas ellas, bueno fuera. Karen le reprocha que se comporta como
una niña, que si el problema es que no tiene pareja ni se preocupe
porque ellas no van a hacer nada, solo se han hecho amigas de los
chicos. Pero Verónica no está tan de acuerdo. Para ella, las cosas
deben pasar espontáneamente y tampoco una va a limitarse por una
chica si ella no tiene ningún interés en esos chicos. Porque Lucho
no te interesa ¿o sí? No le interesa, claro, a Vania el estudiante ese
de idiota, lo conoce desde que tiene memoria y todavía no crece. A
Verónica no le parece tan inmaduro después de todo, es gracioso y
a los chicos, como a las bromas, no hay que tomarlos demasiado
en serio. Ella sabe eso desde que ya no es virgen y tal vez a Vania le
convendría ya no serlo, le mejoraría el humor, buena falta le hace.
Vania le dice a Verónica que no confunda madurez con putez, pero
Karen les recuerda que les quedan ahí dos días por delante y que lo

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Sa n t iag o R o n cag l i o l o ( P e r ú )

mejor va a ser portarse como amigas, que eso son. Esa noche, virgen
y todo, Vania decide bajar al menos para llevar la fiesta en paz y no
darles el gusto de hablar de ella a sus espaldas.
No tarda en arrepentirse, sin embargo, cuando ya está abajo.
Hernán parece sacar cervezas de abajo de las piedras, y las chicas
se las toman como agua. Se ríen. Mientras bebe por compromiso la
única lata de la noche, a Vania le preocupa que despierte su madre
pero Hernán le recuerda que duerme con suficientes pastillas para
dopar a un equipo de fútbol. Después de varias cervezas y de bro-
mear con el short que se ha puesto Karen, muy atrevido, qué horror,
ja, ja, pregunta Hernán a qué más se atreven y Vania abre los ojos
como dos platos. Cuando Hernán saca un huiro, no sabe si escan-
dalizarse o aliviarse. Opta por guardar silencio. Hace dos semanas
que Karen le dijo a Vania que nunca había fumado, pero mientras
los chicos encienden la hierba, ella comenta que hace tiempo que no
fuma. Vania se pregunta si será cierto eso, o falso que Verónica ha
perdido la virginidad. Sobre todo, se pregunta por qué no dedican
la noche a hablar mal de su hermano y pintarse con betún como el
año pasado.
Tras la ronda, todos se ríen más y dicen más tonterías que de
costumbre. Lo peor viene cuando Lucho propone jugar botella bo-
rracha. Vania queda desubicada: no puede besarse con sus amigas ni
con su hermano y preferiría besar a un pulpo que a Lucho. Abortado
el juego, ella tiene que proponer uno nuevo y baja de su cuarto una
baraja. Dos manos de casino son suficientes para aburrir a todos
como ostras y tampoco se puede aceptar el strip poker que Lucho
propone por las mismas razones que la botella, aunque esta vez Ve-
rónica y Karen entre sonrisitas afirman que ellas tampoco quieren,
que no juegan a esas cosas, como si meterle la lengua en la boca a
un tipo fuese más decente que quitarse la blusa, piensa Vania. Como
si me importara la decencia o indecencia de este par de cojudas, se
corrige mentalmente. Pero los minutos pasan y el clímax de la velada
ha sido desperdiciado. Poco a poco, los bostezos de los chicos son
más evidentes y los esfuerzos desesperados de las chicas por diver-
tirse se hacen más patéticos. Ya nada da tanta risa y ellos acaban por

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U n de s ie r t o l l e n o de ag u a

anunciar que se van a dormir, lo que Vania quería y las otras temían.
Solo entonces surge en la mente de Vania la posibilidad de que se
cuenten chismes, se rían, al fin y al cabo tienen razón, no es necesa-
rio tomarse las cosas tan en serio, bien podrían buscar un poco de
betún de la señora Barandiarán, que hasta Pucusana lleva su betún
y su cepillo de ropa para las pelusas y la polvareda. ¿Se acuerdan
cuando le cortamos un vestido para hacernos tres faldas igualitas?,
le gustaría decir, cuando me ve con la falda, siempre recuerda que
tenía una igual y no sabe qué fue de ella. Y llega a proponer que se
queden un rato pero es tarde, no tiene sentido, ellas también tienen
sueño, total de día ya han trajinado mucho y eso agota, además el
viaje que fue larguísimo, y cuando se despiden para ir a dormir nin-
guna necesita decir nada muy venenoso para que Vania sienta que
esta noche ha cobrado venganza por la broma de la tarde. Le gustaría
sentirse satisfecha, le gustaría sentirse a mano. Pero, igual que todo
el día, no sabe qué sentir más que la sensación de que el invierno no
ha terminado en realidad, solo acaba de empezar.
En la playa, uno siempre amanece más temprano que de cos-
tumbre y sin esfuerzo, arrullado por el lento despertar de las olas
y el olor salado. Pero este sábado, Vania no quiere abrir los ojos. O
quiere abrirlos y encontrarse en su casa de Lima, en viernes, junto
al teléfono de su cuarto, con mamá diciéndole llama a tus amigas
que ya nos vamos a Pucusana para llamar a Gerda y Manuela, antes
tendría que llamar a alguien que tuviera sus números, nunca se los
ha preguntado. Se queda horas así, entre dormida y despierta, dejan-
do que sus sueños deriven en pensamientos y sus pensamientos se
zafen del control de la conciencia. Tanto tiempo dormita y fantasea
que casi le parece un sueño cuando oye a mamá gritar a Deolinda
haz la lista del mercado, pues niña, hay que hacer las compras. ¿Tú
crees que nadie come acá? Y tal vez es un sueño la idea que se le
ocurre para huir, para salir por un rato de esa casa al aire libre que
la asfixia. A mamá le parece extraña la propuesta pero se distrae y se
olvida porque esta Deolinda qué lenta es, caricho, cuándo va a tener
la lista. Vania baja las escaleras como un caballo y encuentra en el
primer piso a los demás, que acaban de terminar de reírse. ¿Quieres

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Sa n t iag o R o n cag l i o l o ( P e r ú )

dar una vuelta?, le pregunta Hernán. Vania completa mentalmente:


¿no prefieres romperte una pierna o pescar una tuberculosis, por
casualidad? Voy al pueblo, responde ella sin detenerse. Al fin, Deo-
linda termina la lista y se la da a la señora. Vania ya está dentro del
bote —y sin ayuda— cuando Martín recibe el papel en la terraza,
siempre en la terraza.
Para salir, Martín se empuja con el remo, pero ya no por las rocas
sino porque el motor del bote hace mucho ruido y le da dolor de
cabeza a la señora. De todos modos, a los pocos metros arranca con
la pita descolorida que se llama huaraca, Vania le ha preguntado.
El bote tiembla mientras avanzan y el motor bota un humo azul y
espeso. Vania casi tiene que gritar para que el pescador la oiga, si
quieres, puedes acelerar, no me molesta. Sí, señorita Vania, Martín
sonríe un poco pero no hace nada, ese motor solo tiene una veloci-
dad. Mejor, piensa ella. A diferencia de ayer, el viento y el agua no le
azotan la cara, se la acarician. Y sigue avanzando de cara al sol con
los ojos cerrados. Durante el camino, ningún bote se les acerca. Pero
al momento de atracar, Martín actúa rápido, fuerte, como si Vania
fuese invisible, como si ahora fuese ella la que se hubiese disuelto
en el aire.
Mientras caminan por el balneario, ella le pregunta si vive siem-
pre en Pucusana. Sí. Pesca todo el año pero quiere ir a Lima este in-
vierno, le gustaría estudiar computación. No dice más. Vania quiere
saber si ya no le gusta pescar. Le encanta, pero es hora de cambiar.
No hay mucho que hacer en Pucusana, sus amigos ya están yéndose
todos. Mientras pasean por las tiendas, Vania pide explicaciones de
cada cosa. Ella nunca ha ido al mercado, no sabe la diferencia entre
una corvina y un lenguado, ni lo que es el perejil. Martín le va expli-
cando cada cosa con paciencia, no es mala gente este chico, no se pa-
rece en nada a los demás. Vania sigue preguntando y en un momen-
to él le responde rábanos, Vania. Le dice Vania, no rábanos, señorita,
y sigue como si nada. Ella sigue como si nada también. Hasta se
rieron una vez, cuando ella arrancó las hojas de las acelgas pensando
que el tallo era lo importante. Pasaron un buen rato. Pudo quedarse
así todo tranquilo. Él pudo ser siempre buena gente y ella pudo ser

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U n de s ie r t o l l e n o de ag u a

simplemente Vania escuchando las explicaciones y metiendo la pata


con las acelgas. De hecho ya casi están terminando de comprar, ya
van a ir de regreso y él se quedará en la terraza o entrará solo a dejar
las cosas y luego se irá y Vania verá televisión mientras espera que
los demás vuelvan para no hablarles. Pero Martín agarra confianza y
no puede evitar una risita que la molesta. ¿De qué te ríes?, pregunta.
De nada, señorita, de nada. Ya no la llama Vania. A ella le extraña y
le intriga su actitud. Claro que te estás riendo de algo, dime, pue-
des decirme. Es bienintencionado Martín, nunca habla mal de nadie
aunque a veces fastidie a los demás pescadores. Pero es fastidioso,
pues, eso sí es. Le dice: ¿Cómo no va a saber lo que come, pues, se-
ñorita? Y ahora ella se irrita, se pone furiosa. ¿Acaso tú sabes inglés?
¿Ah? ¿Álgebra sabes? ¿Literatura? A su alrededor se hace un silencio
profundo y helado como el mar sin lancha. Martín se ha quedado
pálido. No, señorita, perdón. Y baja la cabeza y Vania se siente satis-
fecha de ponerlo en su lugar, al menos a alguien se lo puede poner
en su lugar este fin de semana de mierda, faltaba más. Cuando va
a olvidarse del asunto, se da cuenta de que ha gritado muy fuerte y
las señoras de las tiendas la miran feo, no es manera de tratar a la
gente pues, será cholo y qué, la monja del colegio dice que no es
malo serlo, pero a Vania le gustaría explicarles a las señoras que no
importa lo que sea, que nadie se ríe de ella de esa manera, pero no
es necesario porque nadie le reprocha nada, las señoras la miran un
rato y luego vuelven a su trabajo y él está en silencio comprando las
últimas cosas y ya no la mira tampoco, ella le busca la mirada pero
no la encuentra, solo oye su voz decir ya está, vamos de vuelta. Y en
la espalda de Martín se ve reflejada a sí misma como si fuera su ma-
dre, con sus camisones y su falda y su neura y sus pastillas y se odia
a sí misma, se desprecia como si tuviera un hijo llamado Hernán y
una hija tonta que no sabe tratar a la gente.
Ahora Martín sube al bote como si no hubiera nadie con él, ni
cerca, y casi arroja las bolsas al fondo. Apenas espera a que Vania lle-
gue y suelta las amarras de un tirón. Enciende el motor de espaldas
y así se queda durante el trayecto, sin decir una palabra. Esta vez
están de espaldas al sol, y Vania puede ver con claridad la lancha de

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Sa n t iag o R o n cag l i o l o ( P e r ú )

su hermano al fondo, lejos, pero le parece que más cerca de ella que
Martín. También le parece esta vez que el bote va más rápido que de
ida, como si tuviera prisa por dejarla en la orilla o por arrojarla a las
piedras. Martín, sin embargo, apaga el motor antes del muelle de la
casa y hace el ritual de siempre. Hasta le extiende la mano, aunque
esta vez su brazo parece una viga más del muelle. Atraviesan la te-
rraza y se quedan parados frente a la mampara. Vania se imagina la
mampara como el campo de fuerza de los dibujos animados que su
hermano veía de chiquitos cuando le robaba el control remoto de la
tele. Solo ella puede romper el silencio, y lo hace con una orden que
suena como una súplica: llévalas a la cocina.
Vania solo pisa la cocina de cualquiera de sus casas para pedirle
sándwiches a Deolinda, pero esta vez entra con Martín y trata de
ayudarlo a sacar los víveres. Deje nomás, dice él, Deolinda y yo po-
demos. Sabemos cómo se hace. A Vania sus palabras la hieren más
que toda la noche anterior. Lo peor es que no sabe responder, no
puede, no quiere. ¿Qué va a agarrar cuando le digan ponga aquí el
apio? ¿Cómo sabrá qué es el apio? Se sirve una Coca Cola y decide
irse a su cuarto y olvidarse de este asunto, al fin y al cabo no es im-
portante, al fin y al cabo ella trató de ser amable, tampoco va a estar
lamiendo las suelas de Martín, que ni siquiera tiene suelas porque no
usa zapatos. Cuando va a salir de la cocina sin mirar a nadie, entra
su madre a revisar las compras. Analiza el interior de cada bolsa y
en todas encuentra algo que criticar. Ay, Martín, ¿no sabes distinguir
una palta madura de una verde? Y estos mangos, parecen limones.
¿Dónde está el orégano? ¿No estaba en la lista que compres orégano?
No pues, Martín, si sigues tan distraído contrato a otro nomás, ¿ah?
A Vania le da rabia oír eso, porque Martín sí sabe lo que es una palta
y un rábano y claro que sabe cuándo están maduros, y le gustaría
decirle a su madre que vaya ella y haga las compras por sí misma,
que seguro que en realidad ella tampoco sabe lo que come y solo
disimula porque es la jefa y se supone que debe saber para que no la
estafen. Pero Martín, como siempre, pide disculpas dócilmente, con
la barbilla casi pegada al pecho, recibe sus monedas y Vania piensa
que tal vez él preferiría un gracias.

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U n de s ie r t o l l e n o de ag u a

Cuando sale Martín, ella deja su Coca Cola y sale tras él. A cada
segundo se siente peor y él ni la mira, cruza la terraza a grandes pa-
sos silenciosos. Ya está en el muelle cuando ella se atreve a abrir la
boca y decir perdón. Él se detiene pero no dice nada. Perdón, repite
ella, por mi mamá, por mí, por todo. Martín tendría derecho a de-
cirle lo que quiera, a gritarle, Vania quisiera que le grite y la insulte
como nunca podrá hacerlo con su madre. Pero tras unos segundos
de silencio, él empieza a temblar ligeramente. Ella piensa que va a
estallar de cólera y está preparada para recibir el estallido. El temblor
de Martín se hace cada vez más intenso hasta que no puede más
y, por primera vez en el día, suelta una carcajada, no un rebuzno
sordo como el de Hernán, sino una risa fuerte, limpia, que a Vania
la reconforta como si le entrase agua caliente al ánimo. Ella se ríe
también, pero no sabe de qué. No le importa. Es mi negocio, explica
Martín, hay que conocer al cliente pues. Tu mamá siempre dice lo
mismo, todititita la vida, Deolinda y yo nos reímos nomás, pero le
decimos sí, señora, sí, señora, y Martín baja la cabeza imitando su
propia cara de cordero degollado para que la señora esté segura de
quién manda aquí y no joda más, eso no lo dice que ya sería falta de
respeto, pero lo piensa. Vania preferiría que lo diga, a ella le gustaría
oír que Martín se burle de su madre con todas sus letras, pero ahora
solo ve la sonrisa del pescador y oye la suya propia, y los dos ahí pa-
rados en el muelle se ríen cada vez más fuerte y cada vez más alto, el
ataque de risa es incontenible aunque Martín se ha llevado el dedo a
la boca para pedir que se rían bajito, si no luego la señora va a decir
que si se sigue riendo fuerte no lo va a volver a contratar, qué se ha
creído, y él va a decir sí, señora, sí, señora, con la barbilla pegada al
pecho para disimular la risa, y Vania tiene tanta risa que no la pue-
de disimular, no se puede controlar, se va para atrás ligeramente y
pisa en falso, se va a caer, pero Martín la ha visto a tiempo, la toma
del brazo y la jala hacia sí. Cuidado, le dice, fíjate dónde pisas, ella
ha quedado casi abrazada a él y ya no tiene ganas de fijarse dónde
pisa, solo tiene ganas de cerrar los ojos, adelantar la cabeza y rozar
con sus labios los labios duros y gruesos del pescador. Y lo hace. Él
palidece. Adentro se oye la voz de la señora Barandiarán llamando

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Sa n t iag o R o n cag l i o l o ( P e r ú )

a Vania. Ella sonríe. Al final, él también sonríe pero la suelta para


subir al bote. A Vania aún le queda impulso para una audacia más:
ven a medianoche, le pide en un susurro, por las ventanas de atrás.
Él suelta las amarras y enciende el motor sin dejar de observar a la
pequeña, la señorita. Estás loca, responde y se va sin darle la espal-
da. Vania regresa a la sala con el corazón a punto de saltarle por la
boca y por los poros. Él no ha dicho que no.
Esa tarde es más larga que el invierno en la casa Barandiarán. Los
chicos no regresan a la hora de almuerzo y Vania tiene que soplarse
sola a su madre hablando mal todo el tiempo de un montón de se-
ñoras que ella no conoce. Ella siempre habla como si todo el mundo
tuviera que estar pendiente de su vida. Deolinda no tiene que escu-
charla porque ella come en la cocina. Deolinda. Después del postre,
cuando trata de ser útil llevando los platos a la cocina, Vania se aco-
moda a su costado y le busca conversación. No le va muy bien en el
esfuerzo, Deolinda apenas habla algo del pueblo en el que nació, que
Vania ni siquiera se puede imaginar dónde queda. Pero Vania igual
sale de la cocina sintiendo que ha descubierto una nueva parte de sí
y que va a salir de este fin de semana de Pucusana ya no como una
niña sino como una mujer, y una mujer de mundo.
Por la tarde regresan los demás. Han bajado en la lancha hasta
Punta Hermosa y han ido a la playa y almorzado ahí, pero están can-
sados y quieren pasarse el resto de la tarde tumbados en la terraza.
Vania lamenta que no se hayan estrellado, pero está radiante y nada
ni nadie puede arruinar su buen humor. Cuenta cada segundo que
falta para la noche y sugiere a los chicos que vayan a la discoteca
nueva que han abierto a tres kilómetros de Pucusana, dicen que está
buenaza, aprovéchenla, yo no tengo ganas de salir esta noche pero
ustedes deberían ir, a Hernán le parece raro el entusiasmo de su her-
manita pero no es mala idea, ya lo pensarán más tarde, más tarde,
Vania espera que ya sea más tarde toda la tarde. Cuando empieza a
anochecer trata de convencer otra vez a las chicas de que vayan a la
discoteca. Mientras les habla se pregunta si Martín les habrá conta-
do a sus amigos de la cita de esta noche. Seguro que sí porque es
hombre, seguro que todos le han dado consejos y se han reído y han

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U n de s ie r t o l l e n o de ag u a

hecho gestos que ella preferiría no ver. Esta tarde en la terraza, Vania
ha pescado a Hernán explicándole a Lucho una pose obscena que
quería hacer (¿o había hecho?) con Karen. Vania casi no oyó nada,
salió asqueada, pero quizá no le daría tanto asco si Martín quisie-
ra… si sus amigos le hubieran dicho… Vania está nerviosa. Por eso,
mientras Karen y Verónica se arreglan, Vania las interroga. ¿Qué tal?
¿La pasaste bien con Lucho? ¿Y tú con Hernán? Ellas la han pasado
bien, sí, no se pueden quejar. ¿Y tú con tu pescador? Vania se ríe y
aclara que no es su pescador, que solo tuvo ganas de acompañarlo a
hacer las compras para variar. Ellas se ríen también. Es broma. Todas
se ríen con complicidad como no lo hacían desde el año pasado.
Pero ahora que lo hacen, Vania ya no extraña sus risas, ahora está
dispuesta a invitarlas de nuevo el próximo fin de semana con tal de
que distraigan a su hermano y su mejor amigo de turno. Ahora Vania
vuelve a reír, con más ganas que nunca.
Finalmente, Hernán decide quedarse en casa, total, se la pasan
igual de bien y aún queda hierba. Siempre amable, Vania dice que
ella está muy cansada y se va a dormir. Eso es, Vania, sin desper-
tar sospechas, tranquilidad ante todo. En su cuarto tiene un espejo
grande y se prueba la ropa interior frente a él. Tiene un air bra, pero
no sabe si será lo adecuado. Se pone también uno morado, que le
parece demasiado infantil, y uno negro, que es más elegante pero
no le levanta nada, una porquería. Al final se decide por el primero,
con un calzoncito tipo tanga brasileña. Su mamá ni sabe que se ha
comprado esa ropa, seguro diría que está muy niña para ponerse
esas cosas, pero su mamá es una estúpida, así de fácil. Encima del
calzón se pone una mini de cuero de Karen, qué importa, ni se va a
dar cuenta ni la va a necesitar. Y arriba, un top blanco. Cuando se ve
frente al espejo, ya pintados los ojos y los labios, siente que reluce
con un brillo secreto y se estremece. Son las 11.30.
Abajo, la juerga parece estar en lo mejor. Han puesto reggae y
hablan fuerte. Por si la ven, Vania se pone una bata de baño. Cuando
llega a la escalera, las voces delatan que los chicos ya han avanzado
varios tragos y el olor habla de tabaco y por lo menos un huiro. Con-
chudos, piensa Vania, con mamá en el cuarto. Cojuda, se responde

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Sa n t iag o R o n cag l i o l o ( P e r ú )

pensando en mamá, con los chicos en la sala. Baja las escaleras en


tembloroso silencio y da vuelta hacia el estudio sin que la vean. La
escalera no da a la sala directamente sino al pasillo que lleva a dos
cuartos del fondo, que se usan cuando hay demasiadas visitas o,
uno de ellos, como estudio de papá las rarísimas veces que viene a
Pucusana. A ese entra Vania cerrando la puerta lentamente para que
nadie la oiga. Y ahí se queda, con la luz apagada, dejando correr los
segundos más lentos de su vida, aún más lentos que los de la tarde,
interminables. En un momento oye afuera a Karen que pregunta si
ese es el baño y hasta abre la puerta un poco, pero Lucho le corrige
la ruta a tiempo y Vania se salva por un pelo. A las 11.55, abre la
ventana y se quita la bata. Un escalofrío recorre su espalda.
A las 12.15, empieza a preguntarse si Martín va a llegar o qué.
La brisa marina enfría el estudio y ella se siente ridícula vestida con
sus mejores galas solo para la ventana, solo para estar sola. Por un
momento recuerda a Martín diciendo sí, señora, sí, señora, tal vez
eso es lo que le dijo a ella con su mirada, sí, señorita Vania, pero no
me regañe, como cuando no aceleró el bote porque no se podía pero
igual dijo sí, es su negocio pues, decir que sí, ella es su clienta. Nada
más. Y Vania quiere cerrar la ventana de golpe, estrellarla contra el
marco y ponerse la bata para salir y tomar y fumar con los demás
que siguen ahí y decirles me he dado cuenta de que tengo que estar
con ustedes porque nadie más me hace caso. ¡Jamás! Vania prefiere
tragarse las lágrimas que el orgullo. Y no tiene que tragarse nada
felizmente, porque el remo del bote suena justo bajo la ventana. Ahí
está Martín, de pie acercándose en silencio como lo exige la señora,
iluminado solo por el reflejo de la luna sobre el mar.
Cuando el bote topa con la pared, Vania recibe las amarras y las
ata a la bisagra de la ventana. Irónicamente, le extiende la mano a
Martín, pero él trepa sin necesidad de ayuda. Una vez adentro, se
quedan de pie uno frente a otro. No han cruzado una palabra. Se
ven incómodos. Finalmente, Vania siente que se le escarapela la piel
blanca luna cuando él toca su brazo y desliza su dedo de arriba abajo
recorriéndolo. Ella está paralizada. Martín parece más grande que
esta mañana. Cuando le toca los labios, su mano parece bajar desde

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U n de s ie r t o l l e n o de ag u a

el cielo. Vania siente que el pecho le va a explotar pero no porque


esté en la edad sino porque su corazón bombea sangre a todo su
cuerpo a la velocidad de la lancha de Hernán. Siente el impulso de
retroceder y él parece notarlo, porque la suelta y retrocede. Con un
hilo de voz, ella dice no. Él, más tranquilo, vuelve a acercarse y le
toca el hombro. Su caricia es casi una ceremonia de tímido reconoci-
miento. Sube al cuello y ella deja escapar un suspiro. Él cobra valor
para bajar las manos solo un poquito, recorriendo la parte superior
del pecho hasta la medalla del Espíritu Santo que le regaló a Vania
su papá. Ella levanta su propia mano con suavidad y deposita la de
él sobre sus senos asustadizos. La mirada de él brilla.

Afuera, la música se interrumpe y suena un golpe. Algo se ha caído.


Martín se pone nervioso. ¿Qué fue eso? Para Vania es como si la hu-
bieran despertado abruptamente, mi hermano está afuera, responde.
Martín retrocede. No va a oírnos, le dice Vania. La música regresa
y él se acerca de nuevo a recomponer la magia. Vania entiende que
tienen que apurarse, que cada segundo es un riesgo, y acerca su
boca a la de él. Sabe que un buen beso es con mordisco y muerde
el labio de Martín. Él deja escapar un gemido inaudible y su mano
desciende por la barriga de Vania hasta su entrepierna. Un escalofrío
le estremece a ella hasta el último pelo de la nuca. Martín respira con
pesadez dulzona. Afuera se oye una carcajada de esas enfermas que
suelta Lucho. Martín ya no suena tan nervioso como molesto. ¿Qué
quieres hacer? ¿Por qué me has traído acá?
Vania hace un gesto de fastidio. Niega con la cabeza, él le toma la
quijada entre sus dedos. Aún no aprieta demasiado. Vania no sabe
qué decir. Algo más cae afuera con un golpe seco y vuelven a quitar
la música entre risas. Vania cree que una botella se ha roto. No que-
ría estar en la lancha hoy, es lo único que se le ocurre decirle a Mar-
tín, nada más viene a su cabeza, no quería ir a la discoteca. Pero a
él no lo convencen sus respuestas. ¿Qué cosa? ¿Me estás hueveando
tú? ¿Ah? ¿Qué quieres? ¿Qué mierda quieres? ¿Ah? Y esta vez no se
limita a preguntar, esta vez aprieta su mandíbula hasta marcarle los

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Sa n t iag o R o n cag l i o l o ( P e r ú )

dedos en rojo. Hernán dice afuera ¡Al estudio! ¡Vamos al estudio! ¿O


al cuarto de invitados? Se sienten pasos en el corredor. Aún con la
quijada entre los dedos, Vania quisiera que se hunda en el mar toda
la casa menos el estudio.
Pero Martín no piensa igual. Su respiración, antes acompasada
y pesada, se acelera. Sus movimientos también. Empuja a Vania al
suelo. Ella quisiera gritar pero la voz no llega a su boca, además,
aunque alguien llegue, ¿cómo va a explicar que Martín haya entrado
a la casa? Martín vuelve sobre ella, esta vez se echa en su pecho.
Pesa. ¿Te has quedado mudita? ¿Ah? ¿Ya no hablas? Ya pues, no ha-
bles, Vania siente su mano apretando su boca muy fuerte, y luego su
lengua en su cuello, en sus orejas, mientras la música sigue afuera
cada vez más fuerte. De repente, la mini de cuero sale arrancada de
su cintura. Y Vania sabe ahora que tiene miedo, miedo de que sus
deseos se cumplan, miedo de no ir en la lancha, de no ir a la discote-
ca, la mano libre de Martín pasea ahora por el air bra listo buscando
ahora el broche, mientras sus piernas empiezan a separar las piernas
de Vania, ella trata de zafarse mordiendo la mano de Martín. Él res-
ponde con una cachetada, la nuca de Vania golpea el suelo pero ella
logra jalar el cable de la lámpara de pie, que atraviesa el vidrio de la
mesa con un estallido de cristales. Afuera, el estruendo de la música
no se detiene.
La señora Barandiarán abre los ojos y piensa en un vaso de agua.
Se muere de sed y Deolinda nunca se acuerda de ponerle una jarra
en el velador. Abajo, la música horrible de Hernancito suena fuer-
tísima. ¿Fue eso lo que sonó como una ventana quebrándose? La
señora baja las escaleras con su mascarilla de palta y su bata de seda.
Se imagina que es una figura del carnaval de Venecia. Pero más que
un carnaval, lo que la espera en el primer piso parece los restos de
un huracán: botellas de cerveza por todas partes y hasta una maceta
rota. Hernancito ya merece que alguien le diga sus verdades, este
chico se está pasando. Pero no está por ninguna parte, ni él ni Karen.
Lucho, en cambio, está dormido con Verónica en el sofá. ¿Hernán?,
pregunta la señora. ¿Vania? ¿Hay alguien acá? No, Vania no está por
ningún lado, pero un quejido sordo la llama desde el estudio, y algo

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U n de s ie r t o l l e n o de ag u a

más parece haberse caído adentro, ojalá que no el televisor. Hernan-


cito, piensa la señora, será que no va a parar hasta destrozar la casa.
Resuelta, trata de entrar al estudio pero la puerta está asegurada.
¿Hernán?, toca la señora, ¿estás ahí?
Solo el silencio responde, pero la señora sabe que esa puerta se
cierra desde adentro. Hernán, grita la señora, si estás dormido, será
mejor que te despiertes de una vez. La señora no quiere ni pensar
que esté en ese cuarto con la chica Karen, ¿qué le dirá a su madre
luego? Tenemos que hablar muy seriamente, hijito. ¿Hernán? La se-
ñora casi se siente aliviada cuando oye el grito de Vania. ¡Soy yo,
mamá! ¡Me estoy cambiando!, pero igual insiste en que le abra y
golpea más fuerte la puerta. Vania no responde más. Atrás de ella,
Lucho y Verónica se han despertado y se acercan curiosos. Hasta
Hernán, que estaba en el otro cuarto, se ha levantado y aparece en
el corredor ante los golpes cada vez más desesperados de su madre.
¡Vania, carajo!, grita él. ¡Sal de ahí de una vez! ¿Qué pasa? Del otro
lado se oye la caída de algo en el agua y un chapoteo antes de que
Vania abra la puerta en bata. Nada, mamá, es lo único que dice. Se
me cayó una lámpara, pero aquí todo está bien.

155
Rapiñ a

Yolanda Arroyo Pizarro

Sus gritos superaban los elevados decibeles a los que cualquier ser
humano común y corriente estaría acostumbrado, pero no había
más gente por los alrededores —todos se hallaban en los diferentes
cierres de campaña de los políticos de turno y los que no, observa-
ban los acontecimientos desde sus televisores—, así que la resonan-
cia tan solo rebotaba en las paredes de la nada, en el espacio vacío
que no era lo único que la escuchaba, pero que parecía ser lo único
que le respondería. La nada. La nada y sus captores; ellos también
recibían el impacto sonoro de aquel grito sobrenatural, descomunal,
pero lo ignoraban como quienes se hacen indiferentes ante la angus-
tia, ante la desesperación, ante tanto dolor. La impunidad profanaba
las paredes del solitario callejón.
El más viejo de los dos hombres la tenía tomada del cuello, de
espaldas a él, mientras el otro le rasgaba la ropa con torpeza. Ella
movía la cabeza a diestra y siniestra, a la vez que pataleaba con todas
sus fuerzas, y contorneaba el cuerpo como serpiente cascabel. A ve-
ces lograba morder a quien la tenía presa de la garganta, únicamente
para provocar una bofetada mayor a la anterior, o un tirón de cabello
que parecía desnucarla en cada una de las ocasiones.
Yo había comenzado por accidente a observar el espectáculo, con-
gelado ante el pavor que me sobrevino, y acuartelado tras saberme

157
Y o l a n da A r r o y o P i z a r r o ( P u e r t o Ric o )

tan impotente. La casualidad me había transportado hasta la susodi-


cha calleja, justo detrás de aquel gigantesco zafacón —que ahora me
servía de escondite—, en busca de cajas vacías para la mudanza que
llevaría a cabo en los siguientes días. La victoria del partido contrin-
cante era prácticamente un hecho, aunque aún faltaran cuarenta y
ocho horas para el sufragio. Mi puesto no era uno de confianza, por
cierto bastante insignificante, pero había llegado a él por una pala
que parecía no volvería a renovar. Y sin la pala, no podría continuar
mis funciones. Nadie me emplearía con mis antecedentes, con aquel
secreto a cuestas.
Cavilando en ello había encontrado las cajas vacías mientras la
soledad de aquel rincón se había ocupado de separarme del bullicio
a distancia. El rugido de la muchacha me había puesto sobre aviso
de que algo andaba mal.
Dejé a un lado todo para mirar mejor, con mucha pausa. No
los había escuchado acercarse; ellos tampoco me habían visto ni es-
cuchado a mí. Luego, la tiraron al suelo y comenzaron a darle de
puños y patadas. Me agaché, evitando ser divisado, siguiendo algún
estúpido instinto de supervivencia que rechazaba la premisa de mi
superior fuerza física en contraste a la de aquellos dos hombres mu-
cho más enclenques.
Sudando la gota gorda, me cubrí con alguno de los cartones y
bolsas encontrados en la basura de aquel corredor maldito. Me afe-
rré a la corbata que colgaba de mi cuello, como queriendo asfixiar-
me, y de algún modo mágico desaparecer. Me tapé la boca con una
de las manos, no recuerdo cuál y apreté la mandíbula. Entonces alcé
el rostro bañado en sudor hacia arriba. Fue cuando lo descubrí. Era
un búho.
Observaba con ojos grandes y muy abiertos la escena, lo mismo
que yo. Curiosamente dirigía su cuello en rápidos movimientos de
un lado a otro; a veces parecía que daba un giro total y absoluto a su
cresta. Se hallaba detenido en una cornisa, majestuoso, pasando jui-
cio sobre todo cuanto ocurría. Infundía terror y provocaba envidia;
envidia porque podía marcharse en cualquier momento, a su antojo,
y no ser echado en falta. Sin embargo se quedó. En un momento

158
Rapi ñ a

dado, mientras el más joven de los hombres agarraba las caderas de


la chiquilla, el ave abrió grandes las alas. No fue hasta que la jovenci-
ta volvió a gritar ensordecedoramente, y volvió a contonearse como
evitando ser dirigida hacia su funesto destino, que el búho abrió el
pico y ululó.
El chillido, como el de un loco eremita, detuvo la ciudad, los alta-
voces, la publicidad, las pancartas en la infinita distancia. Sucumbió
al silencio de las constelaciones en el firmamento, a la escasez de
luna. Los dos hombres, petrificados momentáneamente, buscaron
a tientas el origen del silbido ronco que no pertenecía a la garganta
atrapada. Descubrieron el penacho de plumas brillosas y resplan-
decientes del rey de las aves nocturnas, encima del techo de una
edificación abandonada. En otra dimensión, un chamán invocaba
las deidades para que el búho hiciera acto de presencia. El ave no
apareció en ese otro universo; se quedó con todos nosotros en este,
aquí, en medio del infernal recoveco torcedor de vidas.
El plumífero era un ejemplar avanzado en años, lo demostraba su
chillido como el de un viejo chiflado. Internándose en la oscuridad,
atravesando el cielo entre las noctámbulas nubes, logró materializar-
se y llegar a aquel destino de ángel vengador que le aguardaba.
Dio otro alarido, en medio de la quietud del alero, del cual colga-
ba una bandera partidista, justo en el instante en que la muchachita
emitía un contundente clamor, un bramido frenético que para nada
mostraba indicio alguno de rendición sin resistencia. El lamento de
ella llegó acompañado de más forcejeos, y por ende sus forcejeos
fueron recompensados con más golpes y dislocaciones.
Los hombres intercambiaron lugares. Fue cuando, aún agachado,
pude reparar en el recién revelado rostro femenino que no superaba
los diez años de edad. Los ojos apretados, resistiendo el embate, la
boca ensangrentada acolchonada de golpes, los senos apenas floreci-
dos y morados, la entrepierna destrozada.
Bajé la cabeza y las manos me recorrieron el cabello. Fueron tan-
tos los recuerdos que divagaron por mi mente mientras razonaba,
que el poder de ver detrás de las máscaras, el movimiento silencioso
y veloz de la violencia, la visión aguda del llanto bajo las sábanas, el

159
Y o l a n da A r r o y o P i z a r r o ( P u e r t o Ric o )

enlace entre el mundo oscuro e invisible y el poder de la luna, todo


ello se manifestó ante mí con la sola presencia de aquel búho. Su
plumaje de color oscuro rojizo, pardo y moteado en el lomo; el vien-
tre amarillo, salpicado de manchas y atravesado de algunas líneas
grisáceas bastante confusas supieron leerme el rencoroso corazón y
la profundidad de mis intenciones.
El pico corto, inclinado y cubierto de plumas en la base, se abrió
nuevamente. El pescuezo giró esta vez dando la vuelta por comple-
to; las patas revestidas hasta las uñas se encorvaron. Entonces se
echó a volar.
Cuando dejé de mirarlo y regresé mi atención a la niña, ya los té-
tricos personajes se habían marchado, dejándola desamparada. Ella
yacía desnuda en el suelo, maltratada, herida, como una flor que ha
sido deshojada a la fuerza y cuyos pétalos luego han sido triturados
sin la menor vacilación.
Su respiración era poca. Sus latidos muy vagos, muy leves, se-
gún pude comprobar luego de haberme acercado. La mayoría de
sus huesos estaban rotos, incluido el del pubis; todos los orificios
que palparon mis dedos estaban rasgados. Toqué sus pechos. Su piel
languidecía temblorosa, embadurnada de sangre salada, en ocasio-
nes agria según descubriera mi lengua. El rapaz nocturno acompañó
nuevamente un muy débil aúllo que emitió la jovencita, esta vez de
manera más desolada si fuera posible mientras sentía otra sombra
sobre ella. Pronóstico de lo predecible, símbolo de mal agüero. El
grito del búho siempre es señal de una muerte que acecha.
Las plumas de los búhos son suaves y aterciopeladas, no hacen
ningún sonido cuando se lanzan a través de las negras capas del
cielo. El silencio previo a que el búho se abalance es el silencio de
una bala; nunca se percibe hasta que te golpea. En algún lugar del
crepúsculo, a merced de las tinieblas del terreno, creí oír cómo algo
inocente se rompía, y emitía un último chillido antes de expirar.
Salí corriendo del callejón, luego de haberme limpiado la boca y
la pelvis de fluidos. El ave voló sobre mi cabeza, como intentando
descansar en una rama, como deseando posarse sobre ella. Entonces
se lanzó en picada.

160
N á u f r aga e n Nax os

Ariadna Vásquez

Nunca he escrito, creyendo hacerlo,


nunca he amado, creyendo amar,
nunca he hecho nada salvo esperar
delante de la puerta cerrada.
Marguerite Duras

He soñado que solo tengo un seno. Pero no un seno que sabe que
le falta el otro. No, así no. Simplemente tengo un seno en el medio,
como los cíclopes tienen solo un ojo.
Sueño que me detengo delante de un espejo, y que de mi blusa
sale una especie de cono pequeño, diminuto, justo en el centro de
donde deberían estar mis dos senos. Me quito la blusa, y entonces
aparece él, el único: un seno extrañamente hermoso.
—¿Cuál es tu reacción al hecho de que solo tengas un seno?
—¿Reacción?
—Sí… es decir, en el sueño.
—La reacción la tengo solo cuando despierto. En el sueño no
siento nada que me remita a esa palabra.
—¿Qué palabra?
—Reacción.
—¿Te sientes extraña? ¿Tienes ganas de tener otro seno, por
ejemplo?
—No… no creo, creo que me siento plena con ese seno, me sien-
to… como si tuviera un astro que nace de mi pecho, uno solo.
—¿Un astro?

161
A r iad n a V á s q u e z ( Rep ú b l ica D o mi n ica n a )

Quiero hablar un poco de mí, solo por hoy. Escuche esto: hace un
año que vivo en La Condesa. Es una habitación barata en una azotea.
Pago dos mil quinientos pesos al mes. La renta incluye la lavada de
la ropa, el gas e incluso el cable. No tengo que pagar cable. Daniel
me avisó de esta renta. Me llamó una mañana como caído del sol, y
me dijo: ¿De veras quieres mudarte? Claro, claro, le dije, y entonces
nos dio el teléfono a mí y a Dante. Llamamos y vinimos los tres a
ver la habitación. Todo fue muy rápido. Casi puedo decir que Daniel
decidió por mí. De Dante hablaré después.

Sir Osbourne lee:

Se ha quedado esperando sobre una roca salada en Naxos. Sus brazos se han
ido alargando, por eso abraza su espalda, o viceversa. La abraza y sus ojos
tienen ojeras profundas, huecos oscuros de los que parece surgir la mirada de
otra mujer que jamás será ella.
Sus omóplatos parecen alas, y en su cabello está enredado el hilo, el hilo
maldito que le recuerda, le dice, no tejer, no volver a tejer porque esperar
sin concentrarse en esperar es precisamente lo que ella no debe hacer. Debe
esperar así, acongojada, cubierta por los brazos y las piernas, con la piel
seca de cansancio, con los ojos muertos y una saliva tatuada en el vértice de
los labios. Mirar, mirar. Solo así es la espera y no se puede tejer, no se puede
respirar muy fuerte porque en un hálito de aire se muere un instante delicioso
donde él podría venir a buscarla. Su destino ya no depende de los Dio-
ses, pero ella no ha dejado de creer en ellos.

—¿Por qué no abandona la isla? ¿Por qué esperar ahí entumecida?


—¿Entumecida?
—Como clavada en su propio cuerpo.
—No lo sé. Tú dime. Es tu historia.

Sir Osbourne es mi casero. Así se hace llamar él mismo mientras ase-


gura que es inglés. I’m an Englishman, dice, pero yo no le creo. Creo
que solo vivió allá casi toda su vida.

162
N á u f r aga e n Na x o s

Es un hombre muy raro. Nunca le ha importado mi negocio, por


ejemplo. Yo vendo coca y marihuana, a veces también tachas y aceites.
Drogas suaves solamente. Sir Osbourne lo sabe, aunque casi nunca
hago negocios en mi casa. No me gusta. Además, en el fondo, yo lo
que quiero es ser una artista. Por las tardes diseño collares, pulseras,
aretes e incluso bolsas. Se las llevo a unas muchachas que atienden
unas tienditas aquí mismo en La Condesa, a veces las vendo en la ca-
lle. No se venden muchas bolsas, aretes sí, y pulsas, pero lo que más
deja es el perico, y de todas formas a Sir Osbourne no le importa si lo
que vendo es mota o pulseras, siempre y cuando no falle en el pago
de mi renta y baje una vez por semana a conversar con él.
Necesito hablar un poco de Dante, solo por hoy. Escuche esto
porque es todo lo que puedo decir y lo diré en números descenden-
tes. No puedo contar esa historia de otra manera porque es mía. Esto
no es un sueño.
Cuatro. Estoy afuera del metro Camarones y fumo porque espero
a un cliente. Tuve que ir hasta el mercado de San Juan Tlihuaca por-
que ya nadie vende mota. Estoy cansada y levemente triste. Mi clien-
te llega y con él viene Dante. Es la primera vez que lo veo y lo quiero,
lo quiero para mí. No hablamos. Lo miro y pienso: es un artista.
Todos bajamos al metro y entramos. Mi cliente habla del clima,
yo miro a Dante. Mi cliente dice algo de chamarras, sábanas, algo de
mudanzas. Yo miro a Dante. Hablo poco y luego nos salimos en la
próxima estación. Subimos a la calle y caminamos un rato hasta que
me detengo y nos sentamos. Yo miro a Dante. Le entrego cinco ca-
rrujos a mi cliente y él los guarda. Dante se aleja a comprar cigarros.
Yo lo miro y mi cliente me dice que nunca le venda en caso de que
me contacte. No le vendas, que solo si vienen juntos puedo hacerlo.
Lo mando al diablo. No es mi dealer, no es nadie. Yo miro a Dante
que regresa y lo quiero para mí.

Sir Osbourne recita:

Mujer, no mires la ventana, no mires la ciudad. No mires nada.


Olvida las tres murallas al sur: el laberinto.
Sacude de tus ojos las paredes gigantes que encierran el camino.

163
A r iad n a V á s q u e z ( Rep ú b l ica D o mi n ica n a )

No busques el centro, no mires el monstruo; el minotauro.


No intuyas que ansía su ofrenda ateniense.
Mujer, no veas a lo lejos a los jóvenes guerreros.
No preguntes qué pasó, quiénes son, a dónde van.
Olvida esas paredes que no responden.
Mujer, no adivines que han venido de Atenas a liberarla de su tributo.
No mires a lo lejos a ese hombre armado que te descubre.
No lo mires, no mires nada.
Mujer, no quieras despegar tus brazos y tu vientre para verlo.
No te amarres a sus ojos, no lo mires.
Mujer, no ofrezcas tu hilo y tu espada a ese hombre, no lo mires.
No traiciones a tu pueblo, tu historia, no huyas con el héroe ateniense.
Mujer, no te entregues a la primera locura.
No escapes a Naxos, no vayas con el héroe, traidora, ¡maldita traidora!

—¿Pero por qué es una traidora?


—Porque ama.

Todos los miércoles a las tres quince de la tarde debo tocar la


puerta de Sir Osbourne, que queda en el primer piso, y sentarme en
la sala a platicar con él por una hora. A las cuatro quince de la tarde,
suena un reloj. Entonces debo irme. Siempre debo irme aunque no
quiera, pero ya estoy acostumbrada. Fue parte del trato cuando me
mudé a esta habitación.
Sir Osbourne no hace eso con ninguno de los otros inquilinos
del edificio. Solo conmigo porque me llamo Ariadna. Así, con d, no
Adriana ni Ariana, sino Ariadna, y así se lo dije cuando preguntó
mi nombre aquella vez que vinimos a ver la habitación. Se lo dije
haciendo mucho énfasis en la d, A-riaD-na, porque la verdad me mo-
lesta que se equivoquen con mi nombre. Él se quedó como momia,
mirando mis ojos, se acercó a mi cara y tocó mis ojeras con mucha
delicadeza. Luego dijo sin mirar a Dante ni a Daniel: Si quieres la
habitación tienes que bajar un día a la semana a conversar conmigo.
Me dijo: Tú eres Ariadna, ¿conoces tu historia? Y yo, no, le dije, ¿cuál
historia? ¿Tomarás la habitación? preguntó, y yo miré a Daniel espe-
rando su ayuda, y él dijo sí, seguro. Y así quedó todo acordado.

164
N á u f r aga e n Na x o s

Sir Osbourne lee:

Postulados teóricos sobre las tres mutaciones de la espera basadas en el mito


griego de Ariadna.
El problema principal en relación con el mito de Ariadna es que muchas
partes vitales han sido eliminadas con el paso del tiempo y se han ido borran-
do de su historia, perdiéndose así fragmentos maravillosos que sustentan la
leyenda. Tenemos tres ejes primordiales alrededor de los cuales se desarrolla
nuestra teoría.
En primer lugar. La transformación de los senos de Ariadna en un único
seno, que aparentemente tiene relación directa con la primera mutación de
la espera y que será tratada en apartados posteriores como se explica en la
introducción de este trabajo.

Sir Osbourne tiene un arete en la lengua.

He soñado que mi boca era salada. Que si la mordía sangraba sal,


mucha sal. Mi boca era misteriosa, como si fuera la boca de todas las
bocas de todos los rostros. En mi sueño estoy sentada sobre una al-
fombra llena de muchos tesoros. Yo tengo ganas de tocarlos pero por
una razón que siento embrujada, me toco solo la boca, primero la
toco y siento una capa ligera de granitos, y no comprendo qué pasa.
Luego exprimo mi boca con ambas manos, siento muchas ganas de
arrebatársela a mi cara, siento que es mi boca, me apasiona apretar-
la y de repente empieza a brotar sal, a borbotones, mucha sal, y la
alfombra donde están los tesoros empieza a poblarse de sal, y siento
que mi hogar se vuelve un cubo, un cubo de sal.
—¿No te desespera tanta sal, es decir, en tu sueño?
—No, no, me siento… no sé, me siento ligera, enloquecida,
como en un reloj de arena salada, me siento salada.
—¿En tu sueño estás en una isla?
—¿Una isla?
—Sí, con rocas, piedras, sal.
—No, es una alfombra que deja de ser alfombra y se vuelve mon-
taña de sal.
—¿Montaña de sal?

165
A r iad n a V á s q u e z ( Rep ú b l ica D o mi n ica n a )

Con Sir Osbourne ha sido todo muy extraño, alucinante. Cada día
que bajo, hablamos; más bien, él lee; me cuenta la historia de Ariad-
na esperando en Naxos y me dice que es esa mi única historia, que
es esa mi única espera, que esa mujer soy yo.
Yo quiero contarle mi vida y a veces le cuento. Le digo mis sueños
mientras él se maquilla los ojos casi sentado frente a mí en un sillón
Luis xv. Siempre con un espejito en las manos. Me mira fijamente
solo cuando soy yo la que digo algo extraño; entonces repite lo que
digo como preguntándome. Pero Sir Osbourne no está interesado en
mis historias. Él cree que no tengo otra historia, y tiene razón, por
eso lo escucho mientras habla de mí.
Él habla y yo acaricio a sus gatos que están por todas partes.
Nunca los he contado, son muchos, muchos gatos. No los reconoz-
co bien, pero todo huele a ellos. Cuando salgo del departamento yo
también huelo a ellos, me siento mitad felina encantada, como Sile-
no salido de algún mito. Sir Osbourne cree mucho en los mitos.
Escuche solo por hoy. Quiero hablar un poco de mí, lo necesito.
Quiero decir Tres y empezar: suena mi celular. Es Dante. Él quiere
tachas y aceites, yo quiero entrarlo en mi vida. Lo cito en el Centro al
día siguiente. Él llega con las manos en los bolsillos. Tiene el cabello
enrolado, súper chino; es débil, es alto, inquieto, tiene una cicatriz
abierta sobre la boca. Es un monstruo hermoso, perfecto.
Dos. Dante estudia fotografía. Yo le pago sus cursos, le pago todo
porque hace dos años se fue de casa de sus padres y se vino a vivir
conmigo. No aquí en La Condesa, aquí nos mudamos hace solo un
año. Se fue conmigo a Clavería.
Dante tiene veintiséis años. No tiene amigos porque roba. Roba a
todo el mundo y escupe en el suelo del metro, en el suelo de la casa,
escupe en la maceta de la pata de elefante. También miente. A veces
me golpea los senos, la cara, el brazo izquierdo y la espalda. Se enoja
cuando no tenemos dinero, se enoja cuando no consigo marihuana,
cuando me río de su cicatriz, cuando no lo beso en las noches. Si lo
miro sin pestañear se enoja. Dante es un artista.

166
N á u f r aga e n Na x o s

Sir Osbourne lee:

Ella podría remar con los brazos, si quisiera. Puede hacer de su cuerpo una
barca y remar hasta llegar a Creta. Pero allí solo estaría la muerte para ella.
Mejor espera; entonces abre los ojos con demencia y espera.
Teseo… Teseo… Cuatro siglos y Ariadna espera sobre la misma roca,
arropada con sus brazos. Empieza a tallarse un laberinto en el pecho. Su
espalda se dobla en direcciones desconocidas. Sus brazos siguen creciendo y
la cubren; la van cubriendo como ovillo. Su cabeza se dobla hacia un costado.
Se humedece su cabello con la arena, pero ella sigue mirando hacia delante…
Teseo… Teseo… Su torso es apretado hacia dentro, hacia lo inoportuno, sus
senos se condensan cada vez, siempre cada vez, cada mañana, los pezones
se van desgarrando. Nace, va naciendo ese mito del que nadie habla jamás.
Un seno, un solo seno toma la forma de su pecho. Un único seno brota como
burbuja del centro de su pecho y se apodera de ese cuerpo flagelado. Allí toda
su leche, todos sus jugos se concentran endemoniándose, se mezclan. Teseo…
Teseo… Allí está toda la maldición.
No puede dejar de esperar, aunque quisiera. Ya no es el hilo, el hilo no
importa; no importa la traición ni Dionisio desposándola, ni el Olimpo. Todo
es demasiado macabro, acalambrado. Todo es una historia de ovillos que son
brazos, que se unen, que son senos haciéndose fundir en uno solo. Es la histo-
ria de la espera, del deseo. No cabe duda.

Creo que Sir Osbourne es un poeta.

Solo quiero decir Uno y tratar de contar, tratar de decir: No hay luz.
Todo está oscuro y él acaba de irse. Llego al hogar y aunque está
oscuro, lo sé. Siento que me ha abandonado. Escribo la lista de las
cosas que se robó de la habitación:
Guitarra cartas I Ching revista Replicante mis ojos colirio toda la
mota toda la coca todo el dinero su almohada toalla amarilla enchufe
mis ojos vela roja tijeras el om.
Llamo a Daniel, ven, Daniel, y Daniel llega y me abraza. Luego
llega la luz en La Condesa. Es cierto, Dante se ha ido y me ha dejado
enganchada con mi dealer, con mis clientes, sin mis ojos. Mi vida es
contar del Cuatro al Uno. Todo lo que veo ahora es esperarlo.

167
A r iad n a V á s q u e z ( Rep ú b l ica D o mi n ica n a )

Sir Osbourne lee:

En segundo lugar está la sal. Existe una versión cada día más cercana a lo
comprobable, en la que se plantea que el cristianismo pudo haber tomado
la leyenda de la mujer de Lot, con algunas variantes, por supuesto, a partir
de la creencia de que el cuerpo de Ariadna, ante tanta desesperación por el
abandono de Teseo, se une a la isla Naxos en forma de sal. Es esta la segunda
mutación de la espera, que abordaremos también en un apartado posterior.

La casa de Sir Osbourne es un templo. Todo el suelo alfombrado está


lleno de collares, vajillas, cajitas cerradas, plantas, fotografías a blan-
co y negro, inciensos, miles y miles de velas que nunca prende. Todo
parece adherido a la alfombra. Es muy difícil caminar ahí dentro.
Hay que tener extremo cuidado porque a Sir Osbourne no le gusta el
ruido. Sus gatos nunca han roto nada mientras he estado allí.
Sir Osbourne es un hombre nervioso y hace ademanes con las
manos como si fuera mimo. Solo tiene nueve dientes. Nunca lo he
visto desayunar, pero dice que se toma al menos tres horas en prepa-
rar y comer su desayuno. Hoy no me ha pedido que le hable de él,
pero le hablo. Quiero decir que todo en su vida es un ritual.
Escuche esto: yo no sé nada de esa clase de espera. Yo espero a
Dante que no llega. Espero a mi dealer. Estoy borracha. Espero a
mi dealer sentada en la escalera. En la azotea. Llegará en cualquier
momento y me dirá estúpida y eso seré en ese momento. Tendré que
pagarle la deuda pero qué importa. Tendré que empezar; empezar
a ver cómo me bañaré, cómo vestirme, cómo caminar cuando salga
a la calle, ¿cómo haré así?, esas porciones de cosas, comer, jalar mis
dedos, peinarme, ver… limpiar mis ojos. Ese es el tipo de espera de
la que hablo. Meterme tres, cuatro, cinco, ocho tachas para poder le-
vantarme y caminar. No es una espera sublime como la de ella; yo no
sé de esperar así. No tiene que ver con la soledad ni con rocas, ni sal,
ni senos. En mí es algo en la piel, es un ardor, las venas que arden,
la boca arde, garganta que quema y solo atinar a decir palabras… no
sé qué dicen, sábanas duras, palabras, todo mojado, abrigo, toalla,

168
N á u f r aga e n Na x o s

el sanitario triste, la pata de elefante, la pata de elefante, escupir la


pata de elefante, escupir, que me golpee o me abrace, amarrarme los
dedos, amarrarlos para que no me señalen, miedo de abrir la puerta,
el hogar vacío, respirar ese aire caliente, ardido, negro, irme, tomar
tequila, desayunar tequila, hacer que venga, que llegue y toque la
puerta y me abrace.

Sir Osbourne lee:

La tercera parte, sobre la cual varios estudiosos de la materia no han profun-


dizado tanto como en el presente compendio, es la posibilidad de que exista
una tercera mutación de la espera en el mito de Ariadna, representada por
la pérdida del habla por parte del personaje, cuya simbología es la caída de
la lengua. Lengua que, además, pareció tener ciertas capacidades especiales
como la de quemar al tacto. De esta parte, debemos decirlo, no tenemos los
datos concretos necesarios. No obstante, nos hemos aventurado a advertir,
sobre la base de los tres postulados de la mutación de la espera, que Ariadna
nunca fue rescatada por Dionisio, así como tampoco fue llevada al Olimpo
por este para convertirla en Diosa. Sin lugar a dudas, Ariadna murió de es-
pera y este es el axioma que comprobaremos en el presente estudio.

Sir Osbourne tiene nueve dientes. Nueve dientes en la boca y un


arete arrugado en la lengua. Ayer no abrió la puerta cuando llegué.
Creo que Sir Osbourne está nostálgico; igual su boca. Está decidido
a no escuchar lo que le cuento sobre mí y sin embargo me siento en
su sala, en su alfombra, acaricio sus gatos y le hablo.
Sir Osbourne está enojado porque no le gusta cómo lo describo.
También está triste porque insisto en hablar de mi vida. De Dante,
de mi espera. He prometido no describir a Sir Osbourne. He prome-
tido no hablar de Dante. Sir Osbourne me permitirá, eso sí, hablar
de mis sueños y de él como si no estuviera.
Lo prometo. Prometo escuchar esa historia sobre la espera en
Naxos, prometo esperar a Teseo, llamar a Teseo, mirar un centro
donde aparecerá Teseo. Prometo escuchar mi historia y olvidarme.

169
A r iad n a V á s q u e z ( Rep ú b l ica D o mi n ica n a )

Soñé que perdí mi lengua. El sueño es así: estoy en el suelo y me


siento amenazada por muchas espadas. Tengo un ovillo de hilo en
las manos. No sé qué hace en mis manos, me siento extraña con él,
no lo quiero ahí. De repente me levanto y empiezo a dar vueltas y
vueltas, a envolverme en el hilo como presa de una araña; doy vuel-
tas y vueltas y me mareo, quiero vomitar, vomitar todo y soy dicho-
sa, inmensamente feliz mientras me enredo y cuando siento todo el
cuerpo completamente trenzado, mi lengua se cae.
Así nada más. Mi lengua se despega de mi boca sin ningún dolor,
sin sangre, simplemente va cayendo y mientras cae, se arrastra hacia
abajo y quema todo el hilo de mis pechos y mis piernas.
—¿Y luego?
—Luego huele a hilo quemado y mi lengua cae al suelo. La miro
y no sé qué hacer.
—¿Extrañas tu lengua, es decir, en el sueño?
—No lo sé. La miro. Pero no sé si la extraño.

170
S o pa de p o llo

I g n aci o A l cur i

A ntonio llevaba un ratito esperando el pedido. Mientras picoteaba


unos grisines, un mozo de espeso bigote se acercó a su mesa.
—¿Puedo ofrecerle una copa de nuestro mejor vino? Cortesía de
la casa.
Antonio no reconoció la marca, Locker de Satán, pero confió en
la palabra del mozo y aprovechó la cortesía. Bebió todo lo que le
habían servido. Tenía un gustito raro. Descartó pedir una segunda
copa.
Los panecillos ayudaron a quitarse el sinsabor de la boca. Otro
mozo se acercó con la comida, que ya había tardado un buen rato.
—Su sopa de pollo, nuestra especialidad.
—Justamente, por eso fue que vine. Muchas gracias.
Antonio extendió la servilleta sobre su regazo y comenzó a tomar
la sopa. Era mucho más rica que cualquier recomendación. Un man-
jar de los dioses. Ya llevaba más de medio plato cuando algo llamó
su atención. El extremo de un pelo se había enredado en la cuchara.
Su estómago se revolvió un poquito. Levantó el pelo, para sacarlo
del plato en su totalidad, pero parecía no tener fin. Tiró varias veces
hasta terminar con un pelo que medía algo más de metro y medio.
Indignado, llamó al mozo.

171
I g n aci o A l c u r i ( U r u g u a y )

—Esto es desagradable, mire el pelo que encontré en mi sopa.


Una inmundicia.
—Le pido mil disculpas. Déjeme retirarle el plato, que enseguida
le traigo otro.
—¿Para qué? ¿Para que cambie el líquido de plato y me traiga
la misma sopa contaminada? Además este pelo es demasiado largo.
Acá hay algo raro.
Los clientes del restaurante prestaron atención a la voz alzada del
cliente insatisfecho. Esto le dio ánimos para continuar su cruzada
por los derechos del consumidor.
—¡Exijo hablar con el cocinero de inmediato! —dijo, hinchando
el pecho de orgullo.
—Bueno, tranquilícese. No hay necesidad de hacer una escena.
Venga conmigo a la cocina.
Antonio y el mozo atravesaron las puertas batientes. Allí encontra-
ron al chef, troceando una pieza de carne sospechosamente grande.
—Che, Willy, te traigo un cliente que tiene una queja de la sopa
de pollo.
—¿En serio? No me va a decir que estaba fea…
—La verdá es que es la sopa más rica que probé en muchos años
—respondió resignado Antonio—. Pero no justifica el pelo gigante
que flotaba en mi plato.
—Le ruego me perdone. —El chef se agitó—. Se me debe haber
caído mientras la preparaba. Para compensar el bochorno, hoy será
nuestro invitado.
Los nervios del chef aumentaban el escepticismo de Antonio.
Eso, y que el chef estaba rapado. Sacó el pelo de su bolsillo y lo
dejó caer hasta el suelo. Era apenas más corto que la altura total del
cocinero.
—¿Usted cree que yo soy estúpido? —No le gustó que le tomaran
el pelo, sin importar su longitud—. Acá hay gato encerrado. Este
pelo no puede ser suyo.
—No… por supuesto… debe ser… de… el repartidor de Granja
Moro. ¡Sí, sí! Ese tipo tiene el pelo larguísimo. Debe ser rockero, o
hippie. Pero es muy higiénico.

172
S o pa de p o l l o

El sudor en la frente de Willy no ayudaba a hacer creíble su


historia.
—Usted esconde algo.
—¿Yo? Imposible.
El chef se movió hacia un costado, colocándose delante de una
gran sábana y extendiendo sus brazos en un gesto protector.
Antonio no pudo resistirlo. Empujó al tipo y tiró de la sábana. Al
caer reveló una extraña estructura electrónica. Parecida al marco de
una puerta, pero repleta de cables y luces. Y con un panel al costado.
—¿Qué es esto?
—Bueno, me rindo. Se lo contaré todo. Esto es una máquina del
tiempo. La encontramos cuando compramos la casa en un remate.
Nadie sabe qué fue del dueño anterior. Nosotros la utilizamos para
variados propósitos. Es lo único que nos permite mantener el nego-
cio en estos tiempos de crisis.
—¡Esto va más allá de lo ridículo! ¿Qué tiene que ver con el pelo
en mi sopa?
—Mi hermano Néstor y yo siempre estamos experimentando
con nuevos sabores, aprovechando la máquina. Hace poco descu-
brió que la carne de mamut bien cocida recuerda a la del pollo, pero
con mucho más sabor. Al poco tiempo se convirtió en el plato más
pedido. Supongo que en el apuro por servir tanto mamut me quedó
algún trozo mal despellejado.
—No sé qué clase de problema mental tiene, pero me resisto a
seguir escuchándolo.
Antonio enfiló hacia la puerta, pero un sonido lo hizo detenerse.
El monitor mostraba «70 millones de años» y el portal estaba largan-
do mucho humo. Un hombre vestido de cazador apareció cargando
un velocirráptor en el hombro.
—¡Willy! Ya podés volver a poner el carré de cerdo en el menú.
Con este tenemos para un par de semanas —dijo eso e hizo mutis.
—¡Esto es una violación a todas las leyes de la física cuántica!
Sin contar las innumerables faltas a los controles bromatológicos.
Stephen Hawking se retorcería sin parar, si no lo estuviera haciendo
desde hace años.

173
I g n aci o A l c u r i ( U r u g u a y )

—Nosotros no construimos la máquina. Solamente la utilizamos


sin el menor escrúpulo y sin conciencia del posible daño al continuo
del espacio-tiempo.
—Precisamente. Esa máquina debería estar en manos del gobier-
no. Y así será. Voy a denunciarlos ante las autoridades.
—No sea idiota, no va a ir a ninguna parte —el chef sonó ame-
nazador.
—El idiota es usted. Soy campeón de Kung-Fu, así que no hay
nada ni nadie que evite que me dirija hasta el Ministerio de Industria
y Energía.
—Tal vez este poderosísimo veneno le haga cambiar de opinión.
Willy tomó de una repisa una botella etiquetada con una calavera
y dos huesos.
—Si cree que voluntariamente voy a tomarme eso, es más estú-
pido de lo que pensé.
—Qué mente estrecha la suya. —Sonrió de manera maquiavéli-
ca—. Tengo una máquina del tiempo a mi disposición. ¡Carlitos!
Por las puertas batientes ingresó el mozo del bigote espeso.
—Servile al señor un trago. Cortesía de la casa.
El chef pegó cuidadosamente una etiqueta que decía Locker de
Satán sobre la botella de veneno. Se la dio al mozo, que entró al por-
tal del tiempo y marcó «15 minutos» en el monitor. Unos segundos
después el mozo regresó, cargando la botella con menos contenido.
Le hizo la señal de ok con los dedos al chef y se fue.
Antonio se puso muy nervioso.
—Pero… pero… pero, yo…
—El veneno recién debe estar haciendo efecto. En pocos segun-
dos usted estará más muerto que la madre de Ray Bradbury. Mi her-
mano usará su cadáver como carnada para atraer dinosaurios mari-
nos. No luche, o la muerte será más dolorosa.
Antonio cayó al piso y de su boca empezó a salir espuma. En
menos de un minuto había muerto.
—¡Néstor, ya tenés carnada para la buseca! —gritó Willy.
Y Néstor volvió a entrar a la cocina, todavía vestido de cazador y
cargando un anzuelo gigante debajo del brazo.

174
A m or q u e a o t r o p u er to per teneces

Slavko Zupcic

N i omóplatos ni fíbulas: comencé a escribir este relato hace casi vein-


te años en La Entrada, un pueblo de baja, bajísima montaña, ubicado
apenas a cuatro kilómetros de la Colonia Psiquiátrica de Bárbula y a
dieciocho de los huesos derretidos de San Desiderio en el centro de
Valencia. Era la tarde de un domingo de junio de 1986 y aún era muy
poco lo que sabía de mi padre, Zlatica Didič, y de la lluvia de papas
muertas que cayó sobre Netretič el día de su nacimiento.
No intentaré describir cómo eran los domingos de aquellos días.
Apenas diré que yo tenía dieciséis años, que la casa en que vivíamos
quedaba exactamente al lado de una iglesia dedicada al Corazón de
Jesús y que, normalmente, los domingos transcurrían conmigo senta-
do frente al televisor de la sala. Mientras oía cada quince minutos las
campanas que invitaban a la misa de seis, deseaba apenas que al pro-
gramador de Radio Caracas se le ocurriera reponer aunque sea la mi-
tad de un capítulo de El Hombre Nuclear o que yo mismo me atreviera
a romper uno de los tubos que se ocultaban detrás de la pantalla.
Tres años antes de aquel domingo de junio, yo le había dado a Sa-
las Bustillos La vuelta al mundo en 80 días a cambio de la versión sin
tapas de El Padrino y de una confesión según la cual él era el único
hombre de su familia que todavía no había cometido un asesinato.

175
S l a v k o Z u pcic ( Ve n e z u e l a )

Y apenas el día anterior yo había descubierto que William Faulkner,


de quien había intentado leer Pylon y Mientras agonizo, le había au-
tografiado sus libros a mi tía. Se trataba, se trata aún, de dos tomos
de la colección verde de Aguilar dedicada a los premios Nobel de
literatura y mi tía había logrado que William Faulkner los firmara
luego de esperarlo durante por lo menos cinco horas en las puer-
tas del Ateneo de Valencia. Mientras todos se peleaban por ocupar
uno de los asientos del auditorio, quizás creyendo que un ganador
del premio Nobel llegaría en helicóptero o escoltado por numerosos
guardaespaldas que no permitirían la cercanía de ningún citadino,
ella lo esperó en la parada de autobuses, frente a la Funeraria Su-
perior, y así fue como pudo verlo descender de una camioneta por
puestos en compañía de Salvador Prasel, un escritor yugoslavo que
había arribado a Valencia en 1951, el mismo año en que lo hiciera
mi padre, Zlatica Didič.
—Prasel también era ministro, como tu padre. Juntos trajeron los
huesos de San Desiderio a Valencia, ¿no recuerdas?
Con esas palabras, mi tía pretendía cerrar el tema y reiniciar la
oración alimentaria que yo había interrumpido al mostrarle a Leticia
el libro que había comprado ese mismo día en un remate de libros
del centro de la ciudad: la copia de uno de los primeros poemarios
de Eugenio Montejo, Soledades, cuyos espacios habían sido relle-
nados por la letra diminuta y metódica de un hombre que se hacía
llamar Salvador Prasel y pretendía recuperar un álbum de fotos que
había perdido en extrañas circunstancias.
—¿Ministro de qué? —preguntó Leticia.
—De asuntos religiosos.
—¿De Venezuela? —insistió Leticia, esta vez empujada por mí,
pero mi madre comenzó a hablar de Carlos Gardel.
—… rdel llevaba zapatos amarillos y yo me quedé viéndolo, en la
calle Libertad, como presintiendo que moriría en el próximo avión.
Sabedores de que recordar en su presencia al hombre que se ha-
bía divorciado de ella sin ni siquiera avisarle era el único asunto que
podía incomodarla verdaderamente, todos entendieron que no se
debía hablar más del tema: mi tía Aura, mi tío Pablo, mi tío Fernando

176
A m o r q u e a o t r o p u e r t o pe r t e n ece s

y la misma Leticia. Todos menos yo y, al día siguiente, apagué el te-


levisor. Sin romper ninguno de sus tubos lo hice desaparecer de mi
vida, trasladé a mi cuarto las cartas y las pipas que mi padre había
dejado abandonadas en el momento de su partida, el Almanaque
Mundial de 1978, una esfera inflable que me había regalado mi tía
junto a la versión plástica del Hombre Nuclear cuando pasé a tercer
grado, el diccionario Larousse, un cuaderno casi en blanco del ba-
chillerato recién terminado, tres lápices de grafito Mongol Nº 2, los
dos volúmenes con las novelas de William Faulkner y, obviamente,
el álbum de fotos de Salvador Prasel.
Lo trasladé todo a mi cuarto, lo distribuí entre mi cama y el escri-
torio metálico que Poija me había regalado dos meses antes. Me reí
de la posibilidad de que esa noche Niehous pasara frente a la casa
rodeado de sus secuestradores y, luego de escribir cuatro palabras a
manera de título, «Círculo Croata de Venezuela», comencé a sentir
que estaba escribiendo este relato.
Tres años después, el relato aún era un proyecto literario, pero las
anotaciones que yo hacía para él eran una montaña que crecía cada
vez más y uno de los ritos de cada fin de año era eliminar el material
inadecuado y prometer que en el año que comenzaba yo terminaría,
por fin, el texto que ellos pretendían encarnar y cuyo título sufría
espantosas metamorfosis prácticamente todos los días.
El relato estaba allí, borroso e impreciso, en las anotaciones que
yo permanentemente hacía y que guardaba celosamente en el tramo
más bajo de la biblioteca de mi habitación. Me perseguía, me ob-
sesionaba. Hasta el punto de que con motivo de una frustrada sali-
da de Valencia para estudiar odontología en Caracas, lo empaqueté
también a él en sus por lo menos siete kilos de anotaciones.
En esa ocasión, las únicas personas que me visitaron para despe-
dirme fueron los hermanos chilenos que había conocido en un taller
literario, a quienes alguna vez también había mostrado los primeros
dos párrafos de «Amorcito».
—¿Y el cuento? —preguntaron al unísono y casi acusatoriamente.
—Me lo llevo. Creo que ahora sí podré terminarlo. El título pro-
visional es «Las muchachas que trabajan en las tiendas».

177
S l a v k o Z u pcic ( Ve n e z u e l a )

Uno de ellos apenas sonrió. El otro hizo como si no me hubiera


escuchado y yo, acostumbrado a una incredulidad de la que incluso
yo mismo participaba, nada dije. En el fondo confiaba en que para
terminar el relato fuera suficiente alejarme de mi hermana, quien
llevaba casi tres años torpedeando su escritura.
—¿Qué escribes? —Su voz siempre llegaba cuando sus ojos ya ne-
cesitaban humedecerse la punta de los dedos para pasar la página.
—Algo para mi cuento.
—¿Un capítulo?
—Sí, algo así.
—¿Sabes que yo también quiero escribir sobre ese tema?
—¿Verdad?
—Es que me parece que tú no lo sabes plantear. Fíjate: aquí
donde escribes «mi padre el ministro», deberías poner su nombre
simplemente.
—Pero es mi padre y era ministro.
—Está bien, haz lo que quieras. Por eso es que yo también voy a
escribir sobre este tema.
—¿Y con las cartas? ¿Cómo vas a hacer con las cartas? —Mi in-
tención era que con su respuesta ella solucionara un problema que
yo ya consideraba insoluble.
Pero ella no respondía. Inicialmente nunca respondía a mis pre-
guntas y tuvieron que pasar otros tres años para que, una tarde en
que yo llegué minado y destruido de la Facultad de Veterinaria —mi
capacidad para cambiar de facultad solo podía ser comparada con la
de cambiar el título del texto— y volvió a repetirse la misma escena,
ella disolviera en apenas tres gotas de saliva un atasco cuya magni-
tud solo había crecido desde que yo intentara traducir las cartas con
el diccionario español-croata, no croata-español, de Vojmir Vinja:
—Nada, se las daré a Salvador, Salvador Prasel, para que las
traduzca.

Esa fue la segunda ocasión de mi vida en que escuché, como una


referencia concreta y no solo como el «Salva» que había llegado a La

178
A m o r q u e a o t r o p u e r t o pe r t e n ece s

Guaira en compañía de mi padre, el nombre de Salvador Prasel. El


día siguiente compré uno de sus libros en la librería Cultural, Pésame
mucho, una novela sobre la segunda guerra cuya contraportada lo
presentaba como un anciano melancólico y canoso: lentes del Se-
guro Social, cara regordeta y los ganchos metálicos de una prótesis
dental brillando a la altura de los colmillos. A los dos días, conseguí
que Roberto Lovera me proporcionara su número de teléfono y los
datos más relevantes de su biografía:
—220967. A veces dice que nació en Mostar. Otras, en Lubiana.
De todas maneras, lo único seguro es que su padre era serbio y su
madre croata. Llegó a Venezuela en 1951, se instaló en Caracas y se
hizo muy amigo de José Ignacio Cabrujas y de Salvador Garmendia.
Luego trabajó en el Departamento de Publicidad de Colgate. Esta-
ba enamorado platónicamente de una señora que se llamaba Mary
Monazin. Hay personas que dicen que tenía un burdel. Según él, se
trataba de una casa de familia porque todas…
No terminé de escucharlo. Dejé la cerveza por la mitad y salí
inmediatamente de El Caney, como si estuviera en condiciones de
llamarlo ese mismo día y decirle que yo no había sido siempre así,
pero que tampoco podía precisar el momento en que las cartas de
mi padre habían comenzado a vislumbrarse en mi vida para final-
mente convertirla en una nube gris: absurda, temblorosa y remota,
ilegible.
Una semana después, cuando lo llamé por primera vez, Salvador
Prasel estaba recuperándose de una angina de pecho que lo había
recluido primero en el hospital y luego en su apartamento durante
los últimos meses.
—¿Cómo se llamaba tu padre? ¿Dónde nació? ¿Importa acaso
que sus cartas hayan estado siempre en uno de los baúles de tu
casa si apenas has podido olerlas y tocarlas? ¿Pertenecerán a otro
intento narrativo? Y si es así, ¿hasta qué punto esos destinatarios
existen y las dos letras, s y p, que tan a menudo aparecen, son mis
iniciales? ¿Por qué incluso la copia de las cartas enviadas conservan
su sobre y este una estampilla? ¿Acaso llevaba al correo una copia de
las cartas que enviaba y pegaba las estampillas en ambas? ¿No será

179
S l a v k o Z u pcic ( Ve n e z u e l a )

más bien que nunca envió nada, que nunca se atrevió a empujar la
ventanilla del buzón y regresaba a casa después de haber pegado las
estampillas?
Si trataba de desanimarme, sus preguntas no surtieron el efecto
deseado. Permanecí junto al teléfono y, después de intentar respon-
derle, le pedí ayuda para la traducción de las cartas y le pregunté si
«el tristemente famoso Z. D., vendepatria expulsado del Movimiento
en 1948» que aparecía en la página cuarenta y ocho de La elección
del aire era su colega el ministro o, lo que es lo mismo, mi padre,
Zlatica Didič.
Él atendió mi petición y fingió haber leído los poemas que un
año atrás yo había publicado en El Carabobeño.
—Sí, es cierto, yo también fui ministro de Ante Pavelich. —Su
voz sonaba extraña, como si cada una de las palabras pronuncia-
das significara mucho más de lo que parecía—. Lo que no haremos
todavía será reunirnos para la traducción. Deja que me recupere y,
cuando vengas, me traes el álbum. Debió habérmelo robado algu-
na de las empleadas del negocio. Todas eran primas, unas de otras
—terminó de decirme en un castellano perfecto, muy diferente al
que mi tía decía que hablaba mi padre y que yo nunca había tenido
la oportunidad de escuchar.
Esperando esa recuperación transcurrió más tiempo del que ini-
cialmente habíamos pensado y yo, en una de nuestras ya frecuentes
conversaciones telefónicas, me atreví a insinuar la posibilidad de ir
al Hogar Yugoslavo, a lo que quedaba del Hogar Yugoslavo, y so-
licitar la ayuda de algún traductor, pero Salvador Prasel se opuso
rotundamente.
—Al Hogar Yugoslavo, no. Pronto me recuperaré y podrás venir
cuando quieras a mi casa. Compra mientras tanto los libros de Dani-
lo Kiš y busca información sobre San Desiderio en alguna biografía
de San Genaro.
De todas maneras no perdí la costumbre de llamarlo. En aquellos
días una carta que mi padre supuestamente había enviado a Mary
Monazin desde Hamburgo reposaba a la derecha de mi cuerpo.
—¿Cómo está, Salvador? ¿Cómo le ha ido?

180
A m o r q u e a o t r o p u e r t o pe r t e n ece s

Leticia, que ya sabía que yo me comunicaba con él, pretendía


subir el listón y ahora no me amenazaba con escribir un cuento sino
que se limitaba a retarme sobre la posibilidad de abrazar algún día
a nuestro padre.
—¿Te encontrarías con él? Si llamase y preguntase por ti, ¿te atre-
verías a visitarlo, a besar la cicatriz de su mejilla izquierda? ¿Le ha-
blarías de mí?
Yo no le hacía mucho caso y continuaba llamando a Salvador Pra-
sel. Incluso comencé a tenerle cariño y, para convocar su buen hu-
mor, le decía que mi segundo nombre era Corazón de Jesús, pero que
yo solo lo supe el día en que debí renovar la cédula de identidad.
—Quizás hubieras preferido llamarte Carlos Armando como von
Shoetler, pero nunca von Shoetler como Carlos Armando.

A los cinco meses de comenzar a hablar por teléfono con Salvador


Prasel, yo había abandonado la escritura de «Las muchachas que
trabajan en las tiendas» y había emprendido la de un cuento que
pensaba titular «Noticias de una novia comunista». Seguía llevando
conmigo la carpeta marrón en que mi padre había dejado archivadas
sus cartas porque me había acostumbrado a lamentar la imposibili-
dad de encontrar un buen traductor o, quizás, porque ellas seguían
siendo el mejor pretexto para acercarme a Prasel, quien a esas altu-
ras, luego de tanto recordar el momento en que había descendido
del autobús de Bejuma junto a William Faulkner, me interesaba mu-
cho más que Zlatica Didič.
Otra razón capaz de explicar el escaso interés que en ese mo-
mento me inspiraban las cartas de mi padre era el uso indebido que
los chilenos habían hecho de los apuntes que les había dado a leer
—imbécil de mí, no me había limitado a mostrar sino que, como el
tiempo parecía insuficiente, les había entregado una copia hecha en
papel carbón de las anotaciones más acabadas— cuando comencé a
estudiar odontología.
Quizás angustiados porque yo no terminaba de escribirlo, quizás
celosos de mis frecuentes conversaciones con Salvador Prasel, quizás

181
S l a v k o Z u pcic ( Ve n e z u e l a )

deseando sorprenderme, Humberto y René habían enviado uno de


estos apuntes a un concurso de minicuentos y, única ocasión en mi
vida, «El último viaje de San Desiderio» —esta vez el cambio de títu-
lo correspondía a René Izurbeta— ganó por decisión unánime.

Si intentara establecer una secuencia más o menos exacta de lo suce-


dido, sería mi deber advertir que varias semanas antes de la lectura
pública del veredicto supe que René había reproducido una parte
de mis anotaciones en las fotocopiadoras de la universidad. Cuando
lo supe, fui a su oficina y, sin necesidad de acusarlo de plagio, me
negué a aceptar la última de sus proposiciones.
—¿Sabes? Envié algo al concurso de minicuentos del pn. Si ganas,
compartimos los gastos y los beneficios.
A las cuatro semanas, cuando la periodista del pn llamó partici-
pando el veredicto, no recordé esas palabras de René. Simplemente
imaginé lo que diría Salvador Prasel cuando leyera el texto.
Pero Salvador no leyó las líneas que tanto me mortificaban. Se
había caído bajando las escaleras del centro comercial: fractura de
cadera, prótesis y por lo menos cuatro semanas sin salir de casa y sin
que nadie le comprara el periódico.
Quien sí las leyó fue Zlatica Didič. Sentado en el porche de su
casa, abrió el periódico como todos los días: primero las noticias de
sucesos en la última página del cuerpo D, luego deportes y farándula
en el cuerpo B, internacionales y política en el cuerpo A y, final-
mente, educación, salud y cultura en el cuerpo C. Fue en la última
página de este cuerpo donde encontró mi foto y, encima de ella, las
doce letras del nombre que ambos compartíamos.

Que Zlatica Didič, Zlatica padre, leyera el cuento no tenía nada de


particular. El problema comenzó cuando también lo leyeron sus
amigos y conocidos y lo llamaban por teléfono para preguntarle si
el cuentista premiado era él y había enviado la foto de la primera
comunión al periódico o si simplemente se trataba de una terrible

182
A m o r q u e a o t r o p u e r t o pe r t e n ece s

equivocación que le había adjudicado a su nombre la autoría de un


relato donde se mencionaba a William Faulkner, Salvador Prasel y,
cómo no, a un anciano Zlatica Didič que había llegado a La Guaira
en un barco destartalado, el Castel Verde, luego de pasar la revisión
médica que le hiciera el doctor Berti Riboli.
¿Acaso ese Zlatica Didič que caminaba por el aire de un cielo na-
rrativo, no veía las lágrimas de Salvador Prasel y ni siquiera temblaba
ante una amenaza de bomba en el segundo minicuento, era el mis-
mo que dirigía la cuadrilla junto al pozo petrolero? ¿Se había descri-
to a sí mismo de tal forma: mágico, fuerte e invencible, conjurando
la potencia enemiga con su fuerza milagrosa, contándole a Salvador
Prasel su reciente encuentro con Ante Pavelich, las órdenes que este
había dado, la forma en que había agradecido su asistencia?
—No, no soy yo. No sé de quién puede tratarse. Quizás del hijo
varón de mi primer matrimonio.

Pero igual, a los dos días, llamó por teléfono a mi casa:


—Hola, yo soy Zlatica Didič y acabo de leer un relato suyo en el pn.
—Hola, yo también soy Zlatica Didič y hasta hace diez minutos
estaba en el cineclub de la facultad viendo El Padrino.
Lo que pasaba era que yo creía que se trataba de una broma de
Ricardo, a quien en muchas ocasiones había visto llamar a la casa
del mismísimo Uslar Pietri para preguntar si allí era donde vendían
abono para matas de petróleo. O de la misma Leticia, quien a pesar
de que ya había olvidado su antigua pretensión de escribir también
ella este texto, cada vez que me veía hacer alguna anotación en las
libretas con olor a pizza que había comprado en la papelería Majay
engolaba la voz, quizás imitando al locutor barítono que narraba en
Radio América las peripecias de Martín Valiente, y parodiaba alguna
de las líneas publicadas en el pn:
—¿Se puso los zapatos amarillos? El día de su muerte, ¿Gardel se
puso los zapatos amarillos que tanto dinero nos costaron?
Pero ninguna de nuestras burlas tenía el secreto temblor de esta.
En ninguno de nuestros juegos, había sido tan difícil hablar, vomitar
hacia el teléfono cada palabra:

183
S l a v k o Z u pcic ( Ve n e z u e l a )

—Estoy hablando en serio. Yo soy tu padre, Zlatica Didič, y…


—Los detalles con que continuó hacían imposible cualquier burla y
a los cinco minutos ya habíamos acordado vernos.
—El viernes 19, a las seis. Al lado del monolito de la plaza
Bolívar.

¿Cuántos años habían transcurrido desde la primera vez que yo ha-


bía discado en el teléfono gris los números que me comunicarían
con Salvador Prasel? Cuatro años y medio, cinco quizás: sesenta me-
ses en los que, además de su álbum primigenio, solo había logrado
conocer su voz y la de su nieta. La de él era una voz pulmonar, hura-
ña y severa, como los años que tenía. La de la nieta, todo lo contra-
rio. Parecía la de una niña de ocho o nueve años, ocupada en jugar
muñecas y Atari, sin novio todavía, con tiempo para ver películas y
pedirle a la madre que la llevara a la piscina. Cada vez que en esos
cinco años habíamos planificado un encuentro, él sufría una recaída
de alguna de sus enfermedades y debían hospitalizarlo. El último
episodio era el de su fractura de pelvis, complicado según la última
llamada por un cuadro de insuficiencia respiratoria:
—Se llama embolia, embolia grasa, pero a pesar de ella creo que
podremos finalmente vernos: el martes, en la casa. Así me cuentas
personalmente lo de la llamada de Zlatica.
Yo estaba en Valencia, parado como casi siempre junto a mi telé-
fono público favorito. Esta era la quinta llamada que hacía a la clínica
donde Salvador Prasel había sido hospitalizado luego de la fractura
y la primera en que lograba que su nieta me lo pasara. Él estaba en
Caracas, en la misma clínica donde meses atrás —lo recuerdo bien
porque mi tía tenía todos sus discos— había muerto Alfredo Sadel.
A pesar de que el encuentro con mi padre estaba previsto para
el miércoles, prometí acudir al encuentro que Salvador Prasel final-
mente proponía, sin importar que implicara trasladarme a Caracas.
Así, en tan solo treinta y seis horas eliminaría de raíz todo conju-
ro: autobús Valencia-Caracas el martes en la mañana, visita a Salva-
dor Prasel y traducción de algunas de las cartas que me permitirían

184
A m o r q u e a o t r o p u e r t o pe r t e n ece s

interrogar adecuadamente a mi padre, regreso a Valencia el martes


en la noche, encuentro con mi padre el miércoles en la mañana.
Así estaba previsto que sucediera todo y de esa forma terminaría
el relato en tan solo una semana. Antes de salir de la casa, lo llamé
de nuevo por teléfono y él me dijo que estaba bien y que esperaba
mi llegada.
Salí a las ocho de la mañana de Valencia y a las once y media,
ya en la avenida Libertador, comencé a buscar el edificio número
sesenta y nueve. Había hecho el viaje en un autobús tricolor, de los
que —se sabía— tenían el sistema de frenos muy deteriorado por lo
que cada cierto tiempo ocurría un accidente con ellos en la bajada
de Tazón. Cinco minutos caminando hasta el metro, diez minutos
de metro propiamente dicho y luego ocho minutos caminando de
nuevo, pensando cómo sería finalmente el viejito, cómo serían sus
labios, sus orejas inmensas, sus ojos, el color de sus ojos, la madera
de su bastón.
Quería abrazarlo e interesarme por su salud, es cierto, pero tam-
bién preguntarle si la versión que, según mi tía, contaba mi padre
de su relación con él era cierta y no otra demostración de la fantasía
familiar.
Caminaba lentamente viendo los números de las casas: ciento
catorce, ciento seis, noventa y cuatro, setenta y ocho. Cambio de
acera: ciento tres, noventa y uno, ochenta y siete, del ochenta y cinco
al setenta y tres en un solo edificio, inmenso. Finalmente, a las once
y cuarenta y cinco, me encontraba frente a la portería vacía del edi-
ficio: yo, Zlatica Corazón de Jesús, con las cartas de siempre dentro
de un sobre de manila.
Pensando que sería mejor descansar y relajarme un poco, me en-
tretuve viendo la placa del doctor Pineda: psiquiatría y electroshock.
Luego entré en una panadería y pedí un jugo de naranja. A las once
y cincuenta y cinco, temblando frente al intercomunicador, presioné
el segundo botón de la quinta fila, el botón chamuscado. Inmediata-
mente me atendió la voz de la nieta:
—Espera un momento —dijo cuando me identifiqué y pregunté
por su abuelo.

185
S l a v k o Z u pcic ( Ve n e z u e l a )

Lo hice trescientas veces. Durante por lo menos cinco minutos


estuve sentado en la jardinera que precedía a la puerta. Para pasar el
tiempo, saqué del sobre de manila una de las cartas que había reci-
bido o enviado mi padre y, ante la imposibilidad de hacer otra cosa,
la acercaba a mi nariz y la olía.
Desesperado ya, se me atravesó en la mente la posibilidad de
irme. La deseché inmediatamente, guardé la carta y volví a llamar. A
los treinta segundos, la nieta me atendió nuevamente, esta vez con
voz angustiada. En el fondo del intercomunicador se escuchaban
algunos gritos entrecortados y una silla de madera que caía como
quebrándose las patas.
No era difícil imaginarla temblando abrazada al auricular detrás de
la puerta de la cocina, sopesándolo, acariciándolo. Ella fue la que me
dijo que Salvador Prasel había muerto, que Salvador Prasel acababa
de morir. Yo separé la mano derecha de los chamuscados botones del
intercomunicador y me retiré sin decir nada, sin siquiera murmurar
un intento de pésame, pero sí maldiciéndome mentalmente, pensan-
do que ese «por fin van a ser traducidas» que había escrito hacía ape-
nas dos horas refiriéndome a las cartas de mi padre en el más reciente
de los cuadernos cuadriculados era más imposible que nunca.
—Zlatica, apúrate —comenzó a quejarse mi madre.
—Seguro está escribiendo algo para la noveleta —la azuzó Leticia
creyendo que yo no la escuchaba—. Ayer estuve leyendo los apuntes
nuevos y ya le cambió el nombre otra vez.
—¿Cómo se llama ahora?
—«Higiene del aire».
—Debería ser «Higiene» simplemente. O «El último viaje de San
Desiderio».
Cuando finalmente salí del cuarto, no llevaba el libro de Salvador
Prasel ni las novelas de William Faulkner entre las manos. Apenas la
oración de San Desiderio que había sacado del adidas derecho antes
de ponérmelo. La tenía apretada en la mano izquierda pero nadie lo
notó.
Mi tía, mi hermana y yo caminamos hacia el asiento trasero del
ltd que nos esperaba junto a la reja e inmediatamente este arrancó

186
A m o r q u e a o t r o p u e r t o pe r t e n ece s

y sus ruedas comenzaron a levantar el polvo de la carretera vieja en


dirección a Naguanagua.
Contrariamente a lo que yo había pensado, el muchacho que ha-
cía de chofer había preferido no meterse en la autopista y hacía el
recorrido de mi autobús de todos los días pero a casi doscientos
kilómetros por hora. Primero el bar Alaska a la derecha, luego el
antiguo seminario, la casa de Ana Enriqueta Terán a la izquierda. El
tramo alpino donde estaba la casa de los Arcay que iban a la misa
todos los domingos, pero que no saludaban a los otros Arcay que
también iban a la misa y yo no sabía dónde vivían. La lunchería del
mono, la parada del burro y la casa imposible de María Estela, quien
por un año me había hecho salir de la casa todos los días al medio-
día para luego intentar rozar su cuerpo con el mío en el pasillo del
autobús que nos unía, que era lo único que nos unía.
Finalmente, después de la parte comercial de Naguanagua, el
trecho todavía verde frente al cuartel, la Agronómica Salesiana y la
avenida Bolívar, que en apenas cuatro minutos nos condujo hasta el
estacionamiento más cercano al monolito junto al cual mi alma creía
que ya estaría mi padre esperándome.
Pero no estaba, no había llegado aún y Leticia y yo caminamos
alrededor del monolito. Recordé que un año atrás había escrito un
cuento que suponía un encuentro similar que era precedido por la
aparición de un niño, ángel o fantasma, sobre una patineta. El padre
del cuento había llegado a los dos minutos y, en la última línea del
relato, había confesado que el ángel de la patineta era un hermano.
Leticia se quejó del sol.
—Es impenitente —dijo y juntos continuamos buscando en el
infierno que nos rodeaba los colores que había anunciado nuestro
padre y, en caso de visión cercana, la cicatriz de su sien izquierda
de la que tanto nos había hablado mi tía y que nosotros habíamos
aprendido a contemplar desde pequeños en las fotos.
—Debió ser en una de las guerras de Solimán el magnífico. Tu
padre llevaba la espada del sultán en la mano derecha y, como tro-
pezó con una piedra, se cayó y se golpeó en la cabeza con el mango
de oro blanco y pedrería.

187
S l a v k o Z u pcic ( Ve n e z u e l a )

—¿No habrá sido mejor en la Segunda Guerra?


—Pudo haber sido, pero recuerda que en el pasaporte dice que
no tiene cicatrices.
Cinco minutos después, nuestros ojos se tropezaron con la cica-
triz de las fotos. Cada milímetro de ella, cada elevación, cada decli-
ve, la más diminuta intención de transformarse en queloide, habían
sido avizorados por nosotros en las fotos que, al partir, él había de-
jado por descuido sobre la consola o quizás voluntariamente, como
pretendiendo borrar cualquier posible vinculación con el pasado. La
cicatriz nos saludó, primero en serbocroata, luego en un español que
insistía en parecerse al italiano que hablaba Víctor cuando apareció
por primera vez en el salón de segundo grado.
La cicatriz y yo cruzamos los nombres.
—Zlatica Didič.
—Zlatica Didič. —Parecía que todos los hombres del mundo
se llamaban Zlatica Didič. Luego de tanto tiempo deletreando mi
nombre, intentando que aunque fuera una oreja bien educada lo
entendiera, rogando que en mi vida apareciera una persona con un
nombre por lo menos similar, junto a mí, exactamente a un metro de
la cara frontal de la base del monolito, aparecía una cicatriz que no
solo se llamaba Zlatica sino que cuando le preguntaban el apellido al
igual que yo repetía las cinco letras que mi madre hubiera querido
desalojar de mi cédula de identidad.
Caminamos hacia uno de los bancos laterales y fue allí donde la
cicatriz demostró que tenía un pañuelo y construyó con él un trono
para Leticia.
—Yo te dije que era mejor que nos encontráramos en el hotel
Intercontinental.
—Tenía razón, pero yo quería estar un poco más cerca de San
Desiderio.
—¿San qué?
—San Desiderio. Según Salvador Prasel, usted y él fueron quie-
nes trajeron los huesos de San Desiderio a Valencia.
—Yo no conozco ningún santo con ese nombre. Es más, tampoco
sé quién es Salvador Prasel.

188
A m o r q u e a o t r o p u e r t o pe r t e n ece s

Me negué a responder sus preguntas e intenté cambiar de tema.


Cuando habían pasado treinta o cuarenta minutos, ya no teníamos
nada de qué hablar y los tres comenzamos a mirar el reloj. Volví a
mencionar a San Desiderio para ver cómo reaccionaba:
—Qué nombre tan extraño. ¿Es de un santo?
Algo en el ambiente advertía que ese sería el último encuentro y
cuando el chofer apareció como indicando que ya se había termi-
nado el tiempo, mi padre y nosotros nos despedimos todos con un
abrazo.
—¿Cómo te hiciste esa cicatriz? —fue lo último que le pregunté.
—Una puñalada que me dio un compañero de viaje sobre el Cas-
tel Verde —dijo antes de despedirse definitivamente, dejando como
única huella la promesa cumplida de un paquete de cartas, diarios y
documentos escritos ya no en serbocroata sino en una mezcla entre
inglés, francés y español que llegó a la casa a los cinco días y con
el que yo me propuse reescribir el relato o, mejor aún, comenzar a
escribir una novela.

189
B i o g r a f í a s de l o s autor es

Oliverio Coelho nació en Buenos Aires, Argentina, en 1977. Es autor


de las nouvelles La víctima y los sueños (2002) y El umbral (2003) y
de las novelas Tierra de vigilia (2000), Los invertebrables (2003), Bor-
neo (2004), Promesas naturales (2006) e Ida (2008). Entre otras dis-
tinciones recibió el Premio Latinoamericano Edmundo Valadés, en
México, y el Premio Nacional Iniciación, en la Argentina. Fue becario
de la Fundación Antorchas (2000), del Fonca en México por una
beca de intercambio (2006), del KLTI en Corea (2007) y del Fondo
Nacional de las Artes (2005), beca gracias a la cual escribió Ida, su
quinta novela. Parte doméstico (2009) es su último libro de cuentos.

Samanta Schweblin nació en Buenos Aires en 1978. Su pri- mer libro


de cuentos El núcleo del disturbio (2002), obtuvo el Premio del Fon-
do Nacional de las Artes y el primer Premio del Concurso Nacional
Haroldo Conti. Su segundo libro, Pájaros en la boca (al que pertenece
el relato que se incluye en esta antología), obtuvo el Premio Interna-
cional Casa de las Américas 2008. Participó en numerosas antologías
y revistas de cuentos de Argentina y en antologías extranjeras de
Cuba, España, Estados Unidos, Francia, Perú, Serbia y Suecia.

Giovanna Rivero nació en Montero, Santa Cruz, Bolivia, en 1972. Su


obra incluye los libros de relatos Nombrando el eco (1993), Las bestias
(1997, Premio Nacional de Literatura), Sentir lo oscuro (2002), Con-
traluna (2005), Sangre dulce (2006), Niñas y detectives, recientemente
publicado en España por Bartleby (2009) y las novelas Las camaleo-
nas (2001), Tukzon, historias colaterales (2008) y el libro de cuentos
para niños La dueña de nuestros sueños (2002). Sus relatos «El secreto

191
B i o g r a f í a s de l o s a u t o r e s

de la vida» y «Dueños de la arena» obtuvieron el Premio de Cuento


del periódico Presencia (1993) y el Premio de Cuento Franz Tamayo
(2005), respectivamente. El relato que se incluye en esta antología
pertenece a Sangre dulce.

Antonio Ungar nació en Bogotá, Colombia, en 1974. Ha desem-


peñado diversos oficios en Bogotá, las selvas del Orinoco, México
DF, Manchester y Barcelona. Es autor de los volúmenes de cuentos
Trece circos comunes (1999) y De ciertos animales tristes (2000), libro
al que pertenece el relato que se incluye en esta antología (escrito en
1997). Sus novelas Zanahorias voladoras (2004) y Las orejas del lobo
(2006) fueron traducidas al francés. Cuentos suyos han aparecido
en revistas de Portugal, Italia, Alemania, Francia y EEUU, y han sido
incluidos en trece antologías en castellano, inglés y alemán.

Juan Gabriel Vásquez nació en Bogotá, Colombia, en 1973. Autor del


libro de relatos Los amantes de Todos los Santos (2001), de dos nove-
las, Los informantes (2004, finalista del Independent Foreign Fiction
Prize en el Reino Unido) e Historia secreta de Costaguana (2007, pre-
mio Qwerty a la mejor novela en castellano, Barcelona, y Premio de
la Fundación Libros & Letras, Bogotá). También ha publicado una
breve biografía de Joseph Conrad, El hombre de ninguna parte (2007).
Sus novelas se están publicando en más de diez países. Ha traducido
obras de John Hersey, Victor Hugo, John Dos Passos y E.M. Forster.
Su ensayo «El arte de la distorsión» ganó el Premio de Periodismo Si-
món Bolívar. En mayo de 2007 fue seleccionado como uno de los 39
escritores menores de 39 años más importantes de América Latina.

Ena Lucía Portela nació en La Habana, Cuba, en 1972. Ha publi-


cado las novelas El pájaro: pincel y tinta china (1999), que ha sido
traducida al italiano, La sombra del caminante (2006), Cien botellas en
una pared (2002, Premio Jaén de la Caja de Ahorros de Granada, Es-
paña, y Prix Deux Océans – Grinzane Cavour, Francia), que ha sido
traducida al francés, portugués, holandés, polaco, italiano, griego,
turco e inglés, y Djuna y Daniel (2008). También ha publicado los

192
B i o g r a f í a s de l o s a u t o r e s

volúmenes de cuentos Una extraña entre las piedras (1999) y Algu-


na enfermedad muy grave (2006). Su cuento «El viejo, el asesino y
yo» recibió el Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional en
1999. En mayo de 2007 fue seleccionada como uno de los 39 escri-
tores menores de 39 años más importantes de América Latina.

Andrea Jeftanovic nació en Santiago de Chile en 1970. Ha publi-


cado las novelas Escenario de guerra (2000) y Geografía de la Lengua
(2007); y el libro de memorias y entrevistas Conversaciones con Isido-
ra Aguirre (2008). Su primer libro obtuvo los premios Juegos Lite-
rarios Gabriela Mistral y Premio a la Mejor Novela Editada el 2001
que otorga el Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes en Chile,
y será reeditada en España el 2010. Relatos suyos han aparecido en
diversos volúmenes nacionales y extranjeros, y han sido traducidos
al francés y al inglés. Actualmente, concluye el libro Piezas en fuga,
al que pertenece el cuento que se incluye en esta antología, y un
volumen de crónicas de viajes. Como autora ha recibido diversas
becas y ha sido invitada a ferias del libro y encuentros literarios en
Latinoamérica, Estados Unidos y Europa.

Lina Meruane nació en Santiago de Chile en 1970. Ha publicado el


libro de cuentos Las Infantas (1998) así como las novelas Póstuma
(2000), Cercada (2000) y Fruta Podrida (2007). Esta última novela
recibió una beca de la Fundación Guggenheim, y luego obtuvo el
Premio a la Mejor Novela Inédita del 2006 que otorga el Consejo
Nacional de la Cultura y de las Artes en Chile. «Hojas de afeitar»
obtuvo el segundo lugar en el III Concurso de Cuentos Eróticos de
la revista Caras (2006) y fue posteriormente publicado en inglés por
la revista Two Lines (2007). Actualmente, reside en Nueva York.

Ronald Flores nació en Guatemala en 1973. Ha publicado los libros


de cuentos El cuarto jinete (2000) y Errar la noche (2000), del que
forma parte el relato incluido en esta antología; los ensayos Maíz y
palabra (1999), El vuelo cautivo (2004), La sonrisa irónica (2005) y
Signos de fuego (2007), y las novelas Último silencio (2001, traducida

193
B i o g r a f í a s de l o s a u t o r e s

al inglés), The Señores of Xiblablá (2003), Stripthesis (2004), Conjetu-


ras del engaño (2004), Un paseo en primavera (2007), El informante
nativo (2007) y La rebelión de los Zendales (2008). Su sitio web es:
www.ronaldflores.com

Tryno Maldonado nació en Zacatecas, México, en 1977. Es autor de


las novelas Viena roja (2005) y Temporada de caza para el león negro
(2009, finalista del Premio Herralde de Novela). Coordinó y editó
la antología Grandes hits, vol. 1. Nueva generación de narradores mexi-
canos (2008). El relato incluido en esta antología forma parte de su
libro de cuentos Temas y variaciones, considerado uno de los mejores
libros del año 2003 según el diario Reforma. Ha colaborado con va-
rias de las publicaciones más importantes de México y es autor del
blog Atari2600 (www.atari2600.blogspot.com).

Antonio Ortuño nació en Guadalajara, México, en 1976. Su primera


novela, El buscador de cabezas (2006), fue seleccionada por el diario
Reforma como mejor primer libro del año. En 2006 apareció en Es-
paña su libro de relatos El jardín japonés, al que pertenece el cuento
incluido en esta antología. Su novela Recursos humanos (2007) fue
finalista del Premio Herralde de Novela de la editorial catalana Ana-
grama. Es colaborador habitual de publicaciones como Letras Libres,
La Tempestad y Cuaderno Salmón.

María del Carmen Pérez Cuadra nació en Jinotepe, Nicaragua, en


1971. Ha publicado el libro de narraciones Sin luz artificial (Premio
Único del II Concurso Centroamericano de Literatura Escrita por
Mujeres Rafaela Contreras, 2004), al que pertenece el relato que se
incluye en esta antología. Su poemario Diálogo entre naturaleza muer-
ta y naturaleza viva más algunas respuestas pornoeroticidas recibió una
mención en el I Concurso Nacional de Poesía Escrita por Mujeres
Mariana Sansón (2003). Monstruo entre las piernas y otras escrituras
antropomorfas obtuvo la misma mención en el 2005. En 2008 ganó
el Concurso Nacional de Poesía Inédita «El Cisne» convocado por el
Instituto de Cultura de Nicaragua y la alcaldía de Ciudad Darío.

194
B i o g r a f í a s de l o s a u t o r e s

Carlos Wynter Melo nació en Ciudad de Panamá en 1971. Es autor


de los libros El escapista (1999), Desnudo y otros cuentos (2001), El
escapista y demás fugas (2003), Invisible (2005), El niño que tocó la
Luna. Narraciones sobre la etnia indígena emberá (2006) y El escapista
y otras reapariciones (2007) y Cuentos con salsa (2009). En 1998 re-
cibió el premio nacional de cuento José María Sánchez. En mayo de
2007 fue seleccionado como uno de los 39 escritores menores de 39
años más importantes de América Latina. Escribe regularmente en el
blog Un ladrón daría la vida por su magia (www.unladrondarialavi-
da. blogspot.com).

Daniel Alarcón nació en Lima, Perú, en 1977. Es editor asociado de


la revista peruana Etiqueta Negra, y autor de tres libros de ficción: la
novela Radio Ciudad Perdida (2007), y los libros de relatos Guerra a
luz de las velas (2006), al que pertenece el cuento que se presenta en
esta antología, y El rey siempre está por encima del pueblo (2009).

Santiago Roncagliolo nació en Lima, Perú, en 1975. Su novela Pu-


dor (2004) fue llevada al cine en España y nominada al premio Goya
al mejor guión adaptado. Su novela Abril rojo (2006) lo convirtió
en el ganador más joven del Premio Alfaguara. Su libro para niños
Matías y los imposibles recibió el Premio White Raven que otorga la
Biblioteca de Munich. Coescribió el guión de cine Estranhos (premio
Petrobrás) que se rueda en Brasil. También ha publicado El Prínci-
pe de los caimanes (2002), el volumen de relatos Crecer es un oficio
triste (2003), libro al que pertenece el cuento que se incluye en esta
antología, y la novela Memorias de una dama (2009). Su trabajo ha
aparecido en más de veinte países y está en vías de traducción a más
de doce idiomas.

Yolanda Arroyo Pizarro nació en Guaynabo, Puerto Rico, en 1970.


Ha sido merecedora de varios premios literarios a nivel nacional e
internacional. Es autora de los libros de cuentos Origami de letras
(2004), Ojos de Luna (Premio Nacional del Instituto de Literatu-
ra 2008, Libro del Año 2007) e Infusiones (2009), además de una

195
B i o g r a f í a s de l o s a u t o r e s

novela, Los documentados (2005, Premio PEN Club 2006). Ejerce la


crónica cultural desde su blog Boreales (http://narrativadeyolanda.
blogspot.com/). En mayo de 2007 fue seleccionada e invitada al Bo-
gotá 39 como uno de los 39 escritores menores de 39 años más
importantes de América Latina.

Ignacio Alcuri nació en Montevideo, Uruguay, en 1980. Es autor de


Sobredosis pop (2003), Combo 2 (2004), Problema mío (2006) y Hu-
raño enriquecido (2008). Fue guionista en radio para Justicia Infinita
y en televisión para Los Informantes, además de columnista de la
revista Neo. Actualmente integra el equipo de prensa de Montevideo
Portal, es guionista del programa de radio Vulgaria y columnista en
El País de los Domingos. Desde 2004 mantiene su blog Hijo de Chuck
Norris http://hijodechucknorris.blogspot.com.

Slavko Zupcic nació en Valencia, Venezuela, en 1970. Es autor de los


libros de relatos Dragi Sol (1989), Vinko Spolovtiva, ¿quién te mató?
(1990), 583104: pizzas pizzas pizzas (1995), la novela para niños,
Giuliana Labolita: el caso de Pepe Toledo (2006) y Tres novelas (2006).
Ha ganado los premios Bienal de Literatura Infantil Luis Bouquet
(1987), Bienal José Rafael Pocaterra (1988), Premio Municipal Ciu-
dad de Valencia (1991), Premio al mejor artículo de humor del pe-
riódico El Nacional (2006) y fue finalista del XIX Premio Herralde de
Novela. A partir del texto «Amor que a otro puerto perteneces» y sus
dos primeros libros de cuentos fue escrita la novela Círculo croata.
En mayo de 2007 fue seleccionado como uno de los 39 escritores
menores de 39 años más importantes de América Latina.

196
Í n dice

Prólogo
Diego Trelles Paz 7

S u n - Wo o
Oliverio Coelho (Argentina) 23

En la estepa
Samanta Schweblin (Argentina) 33

Camas gemelas
Giovanna Rivero (Bolivia) 41

Espinazo de pez
Santiago Nazarian (Brasil) 49

Hipotéticamente
Antonio Ungar (Colombia) 53

Los curiosos
Juan Gabriel Vásquez (Colombia) 61

Huracán
Ena Lucía Portela (Cuba) 67

Árbol genealógico
Andrea Jeftanovic (Chile) 81

Hojas de afeitar
Lina Meruane (Chile) 89

Una historia cualquiera


Ronald Flores (Guatemala) 95
Va r i a c i ó n s o b r e t e m a s de Murakami
y Ts a o H s u e h - K i n
Tryno Maldonado (México) 101

Pseudoefedrina
Antonio Ortuño (México) 107

Sin luz artificial


María del Carmen Pérez Cuadra (Nicaragua) 117

Boxeador
Carlos Wynter Melo (Panamá) 121

Lima, Perú, 28 de julio de 1979


Daniel Alarcón (Perú) 125

Un desierto lleno de agua


Santiago Roncagliolo (Perú) 137

Rapiña
Yolanda Arroyo Pizarro (Puerto Rico) 157

Náufraga en Naxos
Ariadna Vásquez (República Dominicana) 161

Sopa de pollo
Ignacio Alcuri (Uruguay) 171

Amor que a otro puerto perteneces


Slavko Zupcic (Venezuela) 175

Biografías de los autores 191

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