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Ediciones Imaginarias. Agosto 2018

Ningún derecho reservado. Piratea, copia y


difunde, como contribución a la Guerra en
curso

“Las palabras son de quien las utiliza hasta


que otro las vuelva a robar”

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Ecografía de una
potencia

TIQQUN

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Quello che gli pende lo difende.
Lo que pende en él lo defiende.
Proverbio italiano

A la hora del parto, mi madre seguía sin cono-


cer el sexo de su hijo.
Una enfermera entró en la habitación donde ella
yacía medio dormida tras el esfuerzo y le dijo:
“Señora, usted ha sido tocada por la desgracia.
Es una niña.”
Fue así como mi nacimiento le fue anunciado.
F., nacida en Nápoles en 1975

Me habría gustado no haber tenido que escribir este texto. Me


habría gustado borrarme detrás de un bastidor púdico de pala-
bras, cubrir mi cuerpo carnal con la sacrosanta neutralidad del
discurso, burlarme de mis deseos o patalogizarlos según un cua-
dro analítico que sólo me habría absuelto para someterme más
fácil.
Pero no lo he hecho, porque ya no continuaba creyendo en
aquello que se decía de mí; requería un texto a muchas voces,
una escritura compartida que viviera la sexuación sin pudor, que
la contara, la desnaturalizara, la abriera como una caja sellada,
sacándola de la mazmorra de lo “privado” y lo “íntimo” para
conducirla a la intensidad de lo político.
Quería un texto que no se lamentara, que no vomitara senten-
cias, que no diera respuestas preliminares con el solo objetivo
de volverse incuestionable. Y es por esto que lo que sigue no es
un texto escrito por las mujeres para las mujeres, puesto que yo
no soy uno ni soy una, sino que yo soy un muchos que dice “yo”
[je]. Un “yo” contra la ficción del pequeño yo [moi] que se re-
viste de universal y que toma su cobardía como el derecho de
borrar en nombre de otro todo aquello que lo contradice.

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En numerosas ocasiones el monólogo del patriarcado ha sido
interrumpido. Numerosos golpes han sido asestados contra el su-
jeto clásico, cerrado, neutro, objetivo, cósmico. Su imagen ha
sido agrietada bajo el peso de las carnicerías de guerras totales
que han despojado al heroísmo de todo su antiguo aura; su pa-
labra única, hegemónica, ha sido tragada por el barullo del es-
peranto mercantil. Tras esto son formados nuevos parentescos
improbables: el viejo imbécil desposeído de su mundo y el ple-
beyo excluido de todo estarían supuestamente destinados a en-
contrarse del mismo lado de la barricada ahora que ya no hay
ninguna barricada.
Entonces, interrogarse acerca de lo que somos, cómo hemos
llegado aquí, quiénes son nuestros hermanos y hermanas y quié-
nes nuestros enemigos, no es ya un pasatiempo para intelectuales
inspirados por la introspección, sino una necesidad inmediata.
“Una vez que todo fue destruido una sola cosa me faltaba: yo
misma”, decía Medea: partir de sí no es una cuestión de “incli-
naciones”, sino la marcha ingrata de quien fue desposeído de
todo.
El feminismo libró un combate que no existe ya, no porque
hubiera ganado o perdido, sino porque su campo de batalla era
un terreno construible y la dominación ha montado en él sus
cuarteles.

La ecografía es una operación abusiva. Al amparo de inten-


ciones terapéuticas, viola un espacio secreto sustraído de la vi-
sibilidad. A través de la técnica, se arroga el derecho de predecir
un futuro repleto de consecuencias. Sin embargo, su profecía, al
igual que toda adivinación, es falible, y lo posible que ella anun-
cia a menudo se convierte en imposibilidad implícita, a partir del
momento mismo en que lo arranca del “todavía no” para arro-
jarlo a lo irreparable del presente.
Este texto es una ecografía en la medida en que se interroga
el derecho a la obscenidad, no en cuanto insulto a un supuesto
“pudor público”: esto sería —en el seno de la pornocracia mer-

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cantil— una ingenuidad lamentable. Obsceno, en su sentido eti-
mológico, es aquello que no debe aparecer en escena, aquello
que debe permanecer oculto puesto que la relación que mantiene
con la visibilidad oficial es una relación de negación y exor-
cismo, de complicidad y conjuración. Lo que puede decirse o lo
que puede hacerse depende de la relación que ese decir y ese
hacer mantienen con las evidencias éticas que nos constituyen;
ese posible es el margen donde nuestro equilibrio mental puede
oscilar sin hacerse pedazos, donde la desubjetivación puede des-
plegarse sin volverse delirio.
Este texto pretende ser una ecografía no terapéutica: la po-
tencia que atisba no conoce parámetros de conformidad, menos
de terminación para un acto preestablecido.
Existe un discurso sobre el amor o sobre la insurrección que
hace imposible cualquier amor y cualquier insurrección. De la
misma manera en que existe un discurso sobre la libertad de las
mujeres que descualifica a la vez el término “mujer" y el término
“libertad”. Lo que permite a las prácticas de libertad salir a la
superficie no es aquello que no es recuperable por la domina-
ción, sino aquello que desarticula los mecanismos de producción
de nuestro propio desorden sentimental y psicosomático. El ob-
jetivo no es abolir un malestar que empuje a la revuelta para
adaptarnos mejor a un sistema de gestión de los cuerpos eviden-
temente tóxico. El objetivo no es aprender a luchar mejor en los
grilletes de la contingencia presente en nombre de una “estrate-
gia” que nos llevaría a la victoria. Pues la victoria no es la adap-
tación al mundo por medio del combate, sino la adaptación del
mundo al combate mismo. Es por esto que toda la lógica del
aplazamiento favorece a un tiempo sin presente: la única urgen-
cia, para nosotros, ahora, es volver ofensiva la turbación, deve-
nir sus cómplices, puesto que “antes la muerte que la salud que
ellos nos proponen” (G. Deleuze).

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Ciertamente es preciso ser obsceno, puesto que todo lo que es
visible, en el seno de las democracias biopolíticas, está ya colo-
nizado, pero con una obscenidad melancólica, que huye del arre-
bato de quien quiere producir escándalo.
Lo posible entre hombres y mujeres depende indiscutible-
mente de la obscenidad de nuestro tiempo, pero, en este caso, el
espacio de esta connivencia no es inmutable ni indecente, sólo el
resultado de una cultura determinada que envejeció deprisa y
mal, olvidando el patriarcado pero permaneciendo misógina.
Y si consideramos que las evidencias en las que nos movemos
no son lógicas sino éticas, transmitidas en el seno de un orden
históricamente determinado y no filosóficamente fundadas, pre-
ferimos inquietarnos sobre el cuidado que los hombres y las mu-
jeres dedican a conservar sus deseos, dentro de la máquina pro-
ductiva y contra ella, pero también contra sí mismos. Cierta-
mente, se subjetivan para ser sexualmente deseables, son sexua-
dos para tener una existencia relacional genérica, pero esto no
es hecho de manera simétrica: los hombres han tenido acceso a
un orden simbólico, a una trascendencia adecuada para ellos,
que prolongaba la vulgaridad de su deseo en elegantes apéndi-
ces de poder legítimo o transgresor.
Las mujeres han quedado encenagadas dentro de una corpo-
reidad indecible, descuartizadas entre la imagen de sumisión que
la vieja sociedad arrojó sobre ellas y la nueva obligación de ser
los engranajes poshumanos de la máquina capitalista de desear.
“Ay mis hermanos —escribe H.D.—, Helena no caminaba /
sobre las murallas; / ella, a la que ustedes maldijeron, / no era
sino un fantasma y una sombra arrojada, / una imagen refle-
jada” (Helena en Egipto, “Palinodia”, I, 3), y todas las mujeres
cargan con esa imagen, como la pobre y bella Helena, el fan-
tasma que un deseo de poder de hombres, nacido entre hombres,
sin relación con su placer, se ató a su destino. Un deseo que no
tiene márgenes, puesto que toda transgresión femenina termina
por desfigurar sus bocas en una mueca amarga. Cuando Don

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Juan despierta la complicidad de la más fiel de las esposas, la
mujer libre sigue siendo un peligro público.

El platonismo nace de una elaboración secundaria del or-


fismo. Por lo tanto, la dialéctica, y en cierta medida el marxismo
y el materialismo, actúan en connivencia con la historia de amor
desdichado de Orfeo y Eurídice. La leyenda cuenta que el poeta
Orfeo, dotado de tanta soltura en el logos que acababa conmo-
viendo con sus cantos hasta a los animales y los árboles, perdió
a su amada Eurídice en la juventud, tras lo cual los dioses, con-
movidos por su dolor inconsolable, le permitieron descender al
reino de los muertos para traerla de vuelta a tierra. La condición
era que tenía que acompañarla sin verla nunca bajo la luz lívida
de los fallecidos, aguardando a estar entre los vivos para volver
a ver su cara.
Por pasión o por escepticismo, por desesperación o por
aprehensión, Orfeo se dio la vuelta. Ya sea porque no pudo com-
partir el secreto de la vida y de la muerte (exclusividad de las
mujeres), o simplemente por incapacidad de creer que algo más
que un cuerpo de mujer podía seguirlo, o bien meramente por
deseo de mirar directo a sus ojos al fantasma de su amor, Orfeo
fue privado de su amante y, ebrio de dolor, acabó devorado por
las bacantes.
De manera inevitable surge un problema: ¿por qué el poeta
sublime no encontró palabras que decir a su amada pero sí ex-
perimentó más bien la necesidad de verla? ¿No estaba, por ca-
sualidad, indeciso de volver a tomar consigo a una mujer cuyo
control no había tenido por algún tiempo, a la cual había perdido
de vista, creyéndola muerta mientras ella podía todavía seguirlo
y volver con él?
¿Y Eurídice?
Cuando Hermes, quien la acompañaba a la vida, gritó “él ha
vuelto”, Eurídice preguntó “¿quién?” (Rainer Maria Rilke, Or-
feo, Eurídice, Hermes).

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Ahora que el pacto social está definitivamente disuelto, las
mujeres son bienvenidas en todas partes, y hay algunas de entre
ellas que se encuentran encantadas por esto. Hasta ayer, ellas
permanecían decentemente frente a la puerta, ahora presionan
al Parlamento, falsifican la realidad en la prensa, son explotadas
en los mismos oficios que los hombres, son tan nulas como ellos,
e incluso un poco más a causa del entusiasmo que sueltan cum-
pliendo celosamente las peores tareas.
Uno se pregunta por qué, en efecto, UNO no las utilizó antes.
Es sorprendente, ellas lo disfrutan todo, la mercancía al igual
que la maternidad, el trabajo al igual que el matrimonio, mile-
nios de docilidad y opresión chorrean centenas de pequeños rau-
dales de felicidad reformista o reaccionaria para mujeres.
Por lo demás, a las mujeres actuales no les gustan los Bloom,
que ellas encuentran, en su conjunto, pasivos y demasiado ena-
morados de sus opresores. De vez en cuando los compadecen: ya
ni siquiera son buenos para someternos.

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En el vientre de la máquina de guerra

La diferencia de ser mujer encontró su libre exis-


tencia haciendo palanca no sobre contradicciones
dadas, presentes en el interior del cuerpo social,
sino sobre contradicciones que cada mujer singular
vivía en sí misma y que carecían de forma social an-
tes de que la recibiera de la política femenina. No-
sotras mismas inventamos, por así decir, las contra-
dicciones sociales que vuelven necesaria nuestra li-
bertad.
No creas tener derechos, Libreria delle donne, Mi-
lano

El trabajo de Penélope. ¿No se ha acabado? Nunca se acaba.


Las mujeres hacen cosas, y el tiempo borra sus huellas. Bajo el
pretexto de que las mujeres no existen; de que son algo que no
quiere decir nada. No existe ningún “problema de mujeres”
aparte de los problemas del cuerpo, los problemas de gestión de
ese cuerpo que no les pertenece. Por otra parte, ¿es a él, a ese
lindo cuerpo, al que todo el mundo quiere penetrar? ¿Ese cuerpo
que en absoluto es lindo y que todo el mundo juzga [jauge] como
se aforaba [jaugeait] en otro tiempo una vaca en el mercado?
¿Ese cuerpo que envejece, engorda, se deforma, y me exige tra-
bajo, cuidado, para continuar conformándose a los parámetros de
lo deseable? ¿Deseable para quién? Aquí el abismo se hace más
profundo, entre aquellas que trabajan en su valor agregado y
aquellas que hacen huelga. Pero las consecuencias son cotidianas
y definitivas: yo misma soy mi objeto de huelga o mi bello tra-
bajo. La aprobación de lo que soy y de mi éxito socioprofesional

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forman uno solo. No hay descanso. Entre mi celulitis y mi fatiga,
mi arduo trabajo y mi bella cara, mi conversación y mi paciencia.
Sin descanso, camaradas, sin descanso, querido patrón.
Se le denomina el valor-afecto, siendo éste el valor agregado
de las mujeres heterosexuales, la mercancía más preciada, la que
hace vendible todas las demás, y produce, además, otras mercan-
cías, por ejemplo mercancías comestibles (hace la comida), vivas
(hace niños), penetrables (tiene cuidado de su cuerpo). ¿Una
pizca de transgresión? Por supuesto cariño, trabajo suplementario
para no ser ordinaria.
Y si en tu medio se decreta que todo eso son sólo estupideces,
que estamos más allá de todo ello y también de la necesidad de
escribir este texto, entonces hace falta introyectar —¡deprisa!—
la vergüenza de tener una necesidad que los demás juzgan ilegí-
tima. La vergüenza de estar harta de ser linda y agradable aunque
aparentemente ni siquiera esto te sea exigido… “¿Qué se trae
ella? ¿Tiene la regla? ¿Le dieron mal?” Ni siquiera te lo pregun-
tan porque es algo que está sobreentendido, porque se cree que
la mujer corresponde de arriba abajo a su trabajo cotidiano de
autopoiesis. No hay descanso, ¡todavía! Pero ¡yo tengo un alma,
también! Así es, ¡un alma de trabajadora! Produce dinero, adicio-
nal… Eres gratificada querida, y cuanto más gratificada eres, más
eres dependiente, cuanto más anticonformista es tu vida, más es
cansado mantenerla junta.
“Pero ¿de qué habla ella? ¿Tú entiendes?”
Cuanto menos nos dejamos engañar, más difícil es. La des-
confianza de las demás mujeres, cada una confortablemente —o
dolorosamente— encerrada en su rincón de separación acondi-
cionada. “¿Has visto qué trajo consigo la autoconsciencia femi-
nista?” He visto: la metaconsciencia de la inconsciencia. Se sabe
que el problema de las mujeres es un problema, pero se sabe tam-
bién que decirlo es un problema, y es entonces que tú ves, a
fuerza de reprimir los problemas o plantearlos mal. Y bien, no-
sotras estamos cansadas, y es esto a partir de ahora nuestro ver-
dadero problema.

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Yo veo.
Yo entiendo.
Cuanto más entiendo más desdichada soy, me surgen ganas de
olvidar, me surgen ganas de decirme que soy capas de “reali-
zarme” en el trabajo, en la pareja, en la maternidad, en el entre-
tenimiento, en la decoración, en la literatura, en el sadomaso-
quismo.
La mujer intelectual y transgresora, la domina sádica que co-
noce su obra, ¿todo eso está mal, no? Si cuentas con los medios
y el carácter para ello. Asume tu soledad y haz de ella algo ex-
cepcional. Vuélvete estrella de porno, portavoz del ala más hips-
ter de la antiglobalización. Estarás sola pero menos deprimida,
frustrada pero socialmente reconocida.
—¿Alegrarse?, ¿qué es eso? ¡Pero si alegrarse perjudica!
—¡Deja de quejarte!
—¡Cállate!

¿Cómo funciona? La máquina de guerra lucha y desea, desea


y lucha. No puede luchar contra su deseo, eso es algo que la obs-
taculiza. No puede interrogarlo demasiado, eso es algo que la de-
tiene. Entonces ¿cómo hacer? Deseo luchar, con mis hermanos,
con mis hermanas. Pero deseo ser fuerte para continuar luchando,
para ya no dudar de que ahí está mi lugar, mi placer. Y sin em-
bargo ahí no está mi lugar, mi deseo. Porque la máquina de guerra
es varonil, y, por lo demás, eso es algo que me place. Pero, ay,
los guerreros son homosexuales y además desprecian su deseo.
¿Cómo funciona? Los antropólogos nos explican que existen
algunas culturas de la “casa de los hombres”. “La casa de los
hombres aloja una actividad sexual considerable. Inútil precisar
que reviste un carácter enteramente homosexual. Pero el tabú di-
rigido contra la homosexualidad (al menos entre iguales) es casi
universalmente mucho más fuerte que el impulso mismo y la li-
bido tiende a canalizarse en la violencia. […] El linaje de espíritu
guerrero, ultraviril, es, incluso en su orientación exclusivamente

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masculina, más incipientemente homosexual de lo que lo es
abiertamente . (La experiencia nazi ofrece de esto un caso ex-
tremo.) Y la comedia heterosexual que se representa, sin contar
—lo que es más persuasivo todavía— el desprecio en el que se
mantiene a los individuos más jóvenes, más suaves, más ‘feme-
ninos’, prueban que la verdadera ética es misógina, o incluso he-
terosexual de una manera más perversa que positiva” (K. Mi-
llet, Política sexual)… Esto me recuerda algo. Me recuerda al
hombre que hay en mí, me plantea un problema. Yo no me siento
solidaria con las mujeres que no quieren luchar, que viven fuera
de la máquina de guerra. Por mi cuenta también, encuentro de
manera inmediata que “las mujeres” no existen, y que si existie-
ran no quisiera encontrarme en medio de ellas. Entre las perras
de guardia y las expertas del maquillaje, entre las amas de casa y
las career women, demasiados sufrimientos diferentes, y malas
respuestas. Demasiadas diferencias sociales e intereses opuestos.
Ningún posible al horizonte.
Súbitamente me surge un problema. No quiero salir de mi má-
quina de guerra, fuera de la máquina de guerra no tendría derecho
a una existencia doméstica. Me querrán domesticar. De bien mo-
biliario, la mujer ha pasado a animal de compañía.
No quiero luchar.
Ayúdenme a luchar.

¿Siempre he amado a los hombres como uno de sus congéne-


res? ¿Soy un chico, un chico travieso que no tiene bolas? ¡Claro
que no! Yo no estoy castrada y no quiero un pene. En absoluto.
¡Lo juro! Y además, me gustan las chicas, las mujeres, en general.
Las disculpo cuando son idiotas, las admiro cuando están en lo
correcto. Las mujeres son algo formidable, ¡son algo que trae ale-
gría en el centro comercial a cielo abierto de nuestras vidas, son
algo que trae consigo ofertas de trabajo! ¿Acaso las amo como
un hombre, con la misma hipocresía, más la esperanza cobarde
de que no se conviertan en mis rivales en la seducción? ¿Se trata
de retórica? ¿O caballería? Cuando UNO las ama, a las mujeres,

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¿no sería por casualidad que UNO retocara la farsa del amor cor-
tés, del amor romántico, en el que la mujer es un ángel, no caga
nunca, no tiene la regla, no tiene cuerpo?

¿Qué vomitan, las anoréxicas, las bulímicas, las mujeres afec-


tadas por los desórdenes alimenticios? Ellas vomitan su
cuerpo. Ellas no entendieron, tal vez, nada, sólo quieren pare-
cerse a Kate Moss. Pero su cuerpo, por su parte, entiende, enten-
dió todo, y nos explica. Celebra su conferencia de jugos gástricos
que corroen los dientes, de huesos que atraviesan la piel, de es-
trías que desfiguran el vientre. El Espectáculo se desplaza hacia
la clínica. Como es usual. La matriz médica nos escupe a la cara
que nuestro cuerpo no nos pertenece (léase: ustedes no pueden
seguir alquilándolo o vendiéndolo a su gusto), que nuestro cuerpo
es un cuerpo de enfermo, un cuerpo de loca de remate que nadie
deseará.
Los cuerpos de mujeres, por su parte, dicen cosas que las bo-
cas no se atreven a repetir. Los cuerpos de mujeres escuchan co-
sas que las orejas rehúsan escuchar. Lo que se dice a las mujeres,
por su parte no cuenta para nada.
Lo que cuenta es lo que les hacen, lo que ellas se hacen.

En verdad quiero luchar con algunas mujeres, y algunos hom-


bres. En verdad quiero que no salgamos de la máquina de guerra
y que la ampliemos juntos, que la hagamos irresistiblemente
deseable. Que la hagamos realmente mixta. Y perversa. Y poli-
morfa. Y ofensiva. Que no volvamos a tener ningún problema.
En verdad quiero que olvidemos a las mujeres y que olvidemos a
los hombres, porque éstos son dos nombres de una restricción
ligada a la acumulación y a la ofensiva militar.
Fuera del capitalismo y del hacimiento de bienes, fuera de la
guerra librada por el pillaje y la extensión del poder, nosotros no
tenemos nada que ver con los “hombres” y las “mujeres” ni con
sus familias patógenas.
Nos importa un bledo ser compatibles con su presente, noso-
tros somos compatibles con nuestro futuro.
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¿Qué clase de historia es ésta?

A veces se tiene la impresión de que, cuando se


trata de las mujeres, la interpretación de los hechos
históricos nunca es en exceso estúpida.
K. Millet, Política sexual

Abandonamos, nosotras también, y sin remordimientos, el


burdel del historicismo y la puta “Érase una vez”, pero con cierto
escepticismo hacia las performances del materialismo histórico
que seguiría siendo “amo de sus fuerzas: demasiado viril para
hacer saltar el continuum de la historia” (Walter Benjamin, Tesis
sobre la historia).
El continuum de la historia no está dado, es la habladuría de
los dominadores por encima del silencio de los desposeídos, el
encadenamiento sistemático de los relatos viriles materialistas o
historicistas, buenos esposos o libertinos, esto importa poco. So-
bre todo hoy que la Historia (viuda del sujeto clásico: el macho
valeroso, el héroe o el erudito, capaz de hacerla y transmitirla)
tartamudea, y que la moraleja de la fábula no edifica ya a nadie.
La historia no se ha acabado, algunas experiencias buscan y en-
cuentran en este momento preciso, en los pliegues del tiempo, las
palabras para decirse y transmitirse, pero esto se ha tornado en
un esfuerzo, en una práctica de resistencia.
Si la “Cultura” ya no puede servir a los poderosos como una
muleta para encantar sus fechorías, se encontrarán pocas mujeres
que se quejen de ello. Porque incluso si ellas nunca han sido una

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minoría, su saber y sus historias no han hecho otra cosa que ador-
nar los márgenes del gran relato de Occidente. Las mujeres y la
épicas son una relación complicada…
El lugar común quiere que las mujeres y las anécdotas conoz-
can un parentesco casi innato. En las sociedades preindustriales,
los amores, los dolores, las enfermedades, las muertes y los naci-
mientos atravesaban el tejido humano de las ciudades a través de
palabras pronunciadas por una mujer a la oreja de otra; exacta-
mente igual a como los lugares de trabajo domésticos, donde los
saberes-poderes del día a día circulaban y los modos de vida se
reproducían, eran los lugares de las historias, contadas entre mu-
jeres y por las mujeres a los niños.
Y todavía hoy. Las amistades femeninas siguen siendo amis-
tades narrativas, en las que la otra es necesaria para volver a
verse, recomponerse, reconocerse. Pero la necesidad de un relato
de sí, para no sucumbir a la pereza identitaria, a la resignación
frente a sus propias faltas, a la locura de no encontrarse ya en sus
gestos, llena ahora los bolsillos de los psicoanalistas. Hasta el
punto que ya no hay nada que decir: una vez que experiencia y
relato han quedado divorciados, sólo nos queda la información,
neutra, ascéptica, espantosa, y nuestra pasividad de receptores.
Aquí no contaré una historia, sino algunas historias de una ex-
periencia múltiple y heterogénea que tuvo lugar principalmente
en Italia, pero no exclusivamente, entre los años sesenta y setenta.
La librería de las mujeres de Milán forma parte de ella, muchas
voces de mujeres y hombres de horizontes diferentes también.
Las voces que reúno arbitrariamente aquí bajo el nombre
de feminismo extático tienen en común una línea de fuga, una
promesa, un tono, a veces una revuelta, una necesidad de fuerza.
En esta contestación brillan la inviolabilidad de las mujeres y el
deseo de cambiar la relación entre inmanencia y trascendencia; y
después el rechazo a la abstracción de la ley, a la representación
institucional desencarnada de los cuerpos, y la exigencia de un
plan(o) de consistencia político compartido entre hombres y mu-
jeres, la hipótesis mixta.

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Lo que trazo es una anarqueología, que lleve a cabo en el in-
terior del desorden una exhumación de los fragmentos rotos y los
interrogue sobre su posibilidad más que sobre su pertenencia. La
reticencia frente a las grandes síntesis o a las opiniones rebanadas
sobre esta historia se justifica por el hecho de que ésta no está
cerrada, de que ha permanecido en parte muda y en parte contada
por falsificadores.

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Primado de la práctica: partir de sí
Una política que no tiene siempre el nombre de
política

Y si es cierto que lo jurídico pudo servir para re-


presentar, de manera sin duda no exhaustiva, un po-
der centrado esencialmente en la retención y la
muerte, resulta absolutamente heterogéneo respecto
a los nuevos procedimientos de poder que funcionan
no en el castigo sino en el control, y que se ejercen
en niveles y en formas que desbordan el Estado y sus
aparatos. Hace ya siglos que hemos entrado en un
tipo de sociedad en la que lo jurídico puede cada vez
menos codificar el poder o servirle como sistema de
representación. Nuestra línea de pendiente nos aleja
cada vez más de un reino del derecho que empezaba
ya a retroceder hacia el pasado en la época en que
la Revolución Francesa y, con ella, la edad de las
constituciones y los códigos, parecían convertirlo en
una promesa para un futuro cercano.
Es esa representación jurídica la que todavía
está en obra en los análisis contemporáneos sobres
las relaciones del poder con el sexo. Ahora bien, el
problema no consiste en saber si el deseo es ajeno al
poder, si es anterior a la ley como se imagina con
frecuencia, o si, por el contrario, es la ley la que lo
constituye. Ése no es el punto. Ya sea el deseo esto o
aquello, de cualquier manera se continúa concibién-
dolo en relación a un poder siempre jurídico y dis-
cursivo, un poder que encuentra su punto central es

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la enunciación de la ley. Se permanece aferrado a
una determinada imagen del poder-ley […] Y es de
esta imagen que es preciso liberarse, es decir, del
privilegio teórico de la ley y de la soberanía, si se
quiere realizar un análisis del poder dentro del
juego concreto e histórico de sus procedimientos. Es
preciso construir una analítica del poder que ya no
tome al derecho como modelo y como código. […]
Pensar a la vez el sexo sin la ley, y el poder sin el
rey.
Michel Foucault, La voluntad de saber

En 1966, diez años antes de la aparición del primer volumen


de la Historia de la sexualidad de Michel Foucault, un grupo de
mujeres en Italia atacaba, ya, la hipótesis represiva. El Demau,
abreviación de “desmistificación del autoritarismo patriarcal”, no
tomaba éste como la opresión masculina, sino que señalaba sim-
plemente la existencia de un problema entre las mujeres y la so-
ciedad, y que no eran las mujeres quienes planteaban un pro-
blema a la sociedad (aquello que se denomina la “cuestión feme-
nina”), sino la sociedad quien planteaba un problema a esas mu-
jeres. Desde su perspectiva, la política de integración es para su
caso lo que la manzanilla es a una enfermedad grave, porque la
separación femenina, incluso en la marginalidad que conlleva,
deviene, una vez reapropiada, un punto de partida ofensivo y no
ya una fuente de debilidad. Esta aproximación antepone la dife-
rencia femenina contra el mito de la igualdad construido a partir
del metro de medida masculino. Pero al mismo tiempo, la apuesta
consistía en operar una revolución simbólica que diera a las mu-
jeres los instrumentos para construir otra categoría del mundo
que las viera como sujetos, una nueva trascendencia que permi-
tiera a los cuerpos femeninos decirse y pensarse sin sublimarse.
“El hombre —escribe Carla Lonzi— ha buscado el sentido de la
vida más allá de la vida y en contra de la vida misma; para la
mujer vida y sentido de la vida se superponen permanentemente.”
Se trataba de un ataque dirigido contra la cultura, que colocaba

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las bases de una práctica distinta, de otra aritmética de los posi-
bles: acusar a la filosofía de haber espiritualizado la jerarquía de
los destinos asignando al hombre a la trascendencia y a la mujer
a la inmanencia equivalía a reivindicar para sí el derecho a hacer
la historia, a concebir de otra manera el nacimiento, la muerte y
la guerra, a decir su palabra sobre lo que es viable y deseable.
“Tanto a la cultura humana —leemos en No creas tener dere-
chos— como a la libertad de las mujeres hacen falta el acto de
trascendencia femenina, la mayor cantidad de existencia que po-
damos ganar al superar simbólicamente los límites de la expe-
riencia individual y la naturalidad del vivir”, pero la historia
avanza por otra dirección. En los años setenta, en Italia, la toma
de consciencia femenina se dio bajo el estandarte de la opresión
sufrida; la “condición femenina” no reflejaba la realidad social y
política articulada que habría tenido que portar, pero sí mostraba
a unas mujeres deseosas de libertad y de potencia una imagen
degradante y deformada con la que ellas tenían el deber moral de
identificarse y que extinguía todo entusiasmo.
A partir de 1970, en Italia, tras prestar atención a la experien-
cia estadounidense, algunos grupos de autoconsciencia comenza-
ron a constituirse. El silencio era vencido pero la satisfacción per-
manecía todavía lejana: escuchar historias de mujeres que sin
ninguna razón se vivían como inferiores en la familia, en el tra-
bajo y en los grupos políticos, acaba por producir una caja de
resonancia que hacía de esta realidad contingente algo infran-
queable. “Esto nos hace conscientes —decía una mujer sobre el
tema de la autoconsciencia— pero no nos da instrumentos, no
nos hace desarrollar ningún poder contractual en la transforma-
ción de lo social, sólo consciencia y rabia.” (No creas tener de-
rechos) Y no obstante, en esas palabras intercambiadas entre mu-
jeres que anteriormente habían sido mudas, algo había tomado
cuerpo que se conservó en la tradición feminista: una cierta rela-
ción de intimidad y abstracción con la esfera de lo sensible, un
vaivén entre concreción y abstracción que agrietaba la superficie
lisa de los discursos de legitimación del poder.

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Poco a poco, los grupos de mujeres salieron de la inocencia,
esa prisión en la que la sociedad las tenía confinadas y de la cual
el separatismo se avergonzaba en hacerlas salir. Hacía falta libe-
rarse de la imagen de la “madre mortífera” (L’erba voglio, n° 15)
que alimenta pero devora, imagen a la vez de la devoción hacia
el prójimo y de la heteronomía, de aquella que renuncia a la vio-
lencia pero la ama en el hombre por procuración otorgada y con-
tra sí misma.
Acerca de las relaciones en los grupos de mujeres, leemos en
1976: “Excluyendo la agresividad todo se conserva puro en la
superficie, incluso si en el interior de nosotras, entre nosotras, en
profundidad algo se vuelve cada vez más amenazante; ¿lo que se
queda afuera no será por casualidad algo reprimido y prohibido
desde siempre a las mujeres? Las mujeres son tiernas, todo el
mundo lo dice, ¿debemos escuchar lo que todo el mundo dice, o
bien lo nuevo y extravagante que sucede entre nosotras?” (No
creas tener derechos)
Contra la madre mortífera surgía la idea de la “madre autó-
noma”: “Para decirlo más sencillamente, existe un miedo feme-
nino a exponer el deseo propio, a exponerse con su deseo, que
lleva a la mujer a pensar que los demás impiden su deseo, y es
así como ella lo cultiva y lo manifiesta, como la cosa que le es
negada por la autoridad exterior. En esta forma negativa el deseo
femenino se siente autorizado a expresarse. Pensemos por ejem-
plo en la política femenina de la paridad, llevada por las mujeres
que jamás se hacen fuertes por una voluntad propia sino sola y
exclusivamente por lo que los hombres tienen para ellas solas y
que les es es negado.” (No creas tener derechos)
Sin embargo, el fantasma de una infancia angustiosa, imposi-
ble de echar fuera, continuaba acosando las relaciones entre mu-
jeres. “He experimentado una envidia insensata —cuenta Lea,
implicada en la experiencia de los grupos de mujeres— por mis
amigas que volvían de Portugal [en ese entonces, en 1975, estaba
en curso una tentativa de revolución social en Portugal], que vie-
ron ‘el mundo’, que guardaban una familiaridad con el mundo.

24
Me sentí extraña por su experiencia, pero no indiferente. La cons-
ciencia de nuestra realidad/diversidad de mujeres no puede vol-
verse indiferencia al mundo sin sumergirse de nuevo en la exis-
tencia… Nuestra práctica política no puede provocarnos el daño
de reforzar nuestra marginalidad. ¿Cómo salir del punto muerto?
¿El movimiento de las mujeres tendrá la fuerza y la originalidad
de descubrir la historia del cuerpo sin dejarse tentar por el infan-
tilismo (refuerzo de la dependencia, omnipotencia, indiferencia
al mundo, etc.)?” (Sottosopra, n° 3, 1976)
A partir de 1975, numerosas librerías de mujeres eran abiertas
en todo Italia siguiendo el ejemplo de la Librairie des femmes
parisina; y centros de documentación y bibliotecas de mujeres
surgían también. Cuanto más tomaba forma la alternativa, más
aumentaba la moderación y la “satisfacción de sobrevivir” se vol-
vía predominante.
La riqueza del movimiento italiano, que radicaba en apostar
sobre prácticas de subjetivación que se desvinculaban del mise-
rabilismo antes que sobre el psicoanálisis y la función terapéutica
de la agregación, ahora se giraba contra él. La historia de la Casa
de Col di Lana abierta en la primavera de 1976 describe un fra-
caso considerable: “Cuando la Casa fue arreglada —cuentan las
protagonistas—, las mujeres vinieron a montones. Durante
reuniones enormes, el miércoles por la tarde, la sala principal se
encontraba llena. Pero pronto fue claro que este lugar más grande
y abierto ni siquiera funcionaba para la confrontación política ex-
tendida. Sus dimensiones no hacían otra cosa que ampliar el fe-
nómeno de la pasividad de muchas reuniones de pequeño nú-
mero. Siempre que la sala se llenaba de 150 a 200 mujeres, se
ponían a hablar de la lluvia o del buen tiempo de la manera más
agradable, como lo hace una clase de mujeres en espera del pro-
fesor. Ese estado de espera a medias paraba cuando una u otra,
pero eran siempre las mismas, pedía comenzar el trabajo político
por el cual se encontraban reunidas. El trabajo avanzaba con las
intervenciones de una u otra, siempre las mismas, una decena
aproximadamente, y las demás escuchaban. No había modo de
cambiar ese ritual. Si ninguna de las diez comenzaba el trabajo,

25
las demás continuaban parloteando con la misma vivacidad. Si,
una vez que el debate había comenzado, ninguna de las diez re-
tomaba la palabra, reinaba en la enorme sala un perfecto silencio.
Los temas debatidos eran igualmente impotentes para agitar la
situación. Al final, como es fácil imaginar, ningún tema tenía ya
razón de ser discutido salvo la situación misma que se había
creado ahí y la tentativa de descifrarla. Pero ni siquiera este tema
tuvo ningún efecto de transformación. Fue planteado y discutido
por las mismas diez que hablaban ante la presencia inevitable-
mente muda de las demás. Era un fracaso total.” (No creas tener
derechos)
La escisión de este gran grupo silencioso de mujeres que os-
tentaba su simple presencia masiva y enigmática contra la volun-
tad política de las diez que hablaban, dio lugar a doce comisiones
de trabajo en las que el silencio tuvo que ser roto. Esas mujeres
explicaron que temían a la conflictualidad política, que la perci-
bían como algo amenazante para la solidaridad entre mujeres y
la cohesión de lo colectivo, en resumen, para su nuevo equilibrio
subjetivo. Esas mujeres se habían efectivamente subjetivado,
pero de una manera paralizante. Su práctica constructiva, hecha
de discurso y de transmisión de un saber distinto, a fuerza de
nunca enfrentarse a lo que la contradecía se veía sin palabras y
sin ninguna curiosidad. Lo que esas mujeres temían perder al ex-
ponerse, lo habían perdido ya desde hace mucho tiempo: la uni-
dad protectriz que querían a todo precio preservar había muerto
por su temor a modificarla, ellas no tenían ya nada que decir, ha-
bían recomenzado a sobrevivir en el margen, situación que su en-
cuentro tenía supuestamente la intención de sacarlas. “El colec-
tivo, si hemos comprendido bien, no era por consiguiente el lugar
de existencia autónoma posible, sino el símbolo vacío que las
mujeres tienen de dicha existencia.” (ibíd.)
El temor a regresar a la dependencia del hombre volvía poco
exigentes las relaciones entre mujeres, las nivelaba desde abajo:
toda divergencia se volvía un peligro. Ahora bien, una política
que sólo contamina a un solo sexo no contamina. Las prácticas

26
sucesivas de la librería de las mujeres de Milán iban en una di-
rección que pretendía oponerse a ese inmovilismo mediante la
asunción de las discrepancias entre mujeres. La práctica de con-
fiarse a una “madre simbólica” se volvió el centro de su acción y
de su relación. La “mujer más grande que yo”, que supuesta-
mente constituye la mediación infranqueable y más fiel con el
mundo, reabsorbía el diferencial de poder al encarnarlo. La auto-
ridad era juzgada legítima porque sacaba a las mujeres de una
falsa sonoridad generadora de neurosis e inmovilismo. La fase
extática del feminismo diferencialista se volvía a cerrar sobre la
madre autoritaria.
El rechazo de la hipótesis represiva no desemboca, aquí, en su
consecuencia lógica: el abandono del separatismo y la hipótesis
mixta. Pero ¿por qué entonces, si es esta última perspectiva la
que consideramos, conservar el nombre de feminismo y no su-
mergirlo en el pensamiento del género o en la teoría queer?
Por varias razones: la primera es que los movimientos de mu-
jeres nunca han sido movimientos de minoría: las mujeres, es
bien sabido, son numéricamente mayoritarias sobre el planeta; la
segunda es que las mujeres, por su muy larga ausencia en la es-
cena del saber y del arte, fueron civilizadas de manera imper-
fecta, sin trascendencia propia, y por esta razón siguen siendo
portadoras de una potencia política por venir: fueron integradas
a la gestión y al capitalismo, pero no realmente a sus formas po-
líticas.
La tercera es que el cuerpo de las mujeres junto al de los niños,
más aún que al de los homosexuales o de los transexuales, es el
cuerpo biopolítico por excelencia, el objeto de inversión de la ca-
libración ciudadana y de la publicidad, el soporte por excelencia
de la escritura del deseo mercantil.
La cuarta razón es que las mujeres se deconstruyen en cuanto
mujeres desde hace ya mucho tiempo, pero esto no basta para
mantener la promesa de una práctica política de libertad que una
medio y fin: “En tanto una mujer exija reparación de un daño, sin
importar lo que ella obtenga, no conocerá jamás la libertad […].

27
La libertad es el único medio para alcanzar la libertad.” (No creas
tener derechos)

28
“Hemos observado durante 4000
años. No importa, ¡ahora hemos visto!”
Manifesto di Rivolta femminile, 1970

Si es cierto, tal como fue escrito, que la pasteuri-


zación de la leche contribuyó a dar la libertad a las
mujeres más que las luchas de las “sufragistas”, en-
tonces hace falta hacer que esto ya no sea cierto. Y
lo mismo tiene que ser dicho sobre la medicina que
redujo la mortalidad infantil o inventó los productos
anticonceptivos, o sobre las máquinas que han he-
cho más productivo el trabajo humano, o sobre los
progresos de la vida social que han conducido a los
hombres a no seguir considerando a las mujeres
como unas criaturas de naturaleza inferior. ¿De
dónde viene esa libertad que me es entregada en una
botella de leche pasteurizada? ¿Qué raíces tiene la
flor que me es ofrecida como un signo de civilización
superior? ¿Qué soy yo, si mi libertad se debe a esta
botella o a esta flor que se me ha puesto en la mano?
No se trata tanto de la cuestión de la precariedad
del don, incluso si es una circunstancia cuyo origen
no debe ser descuidado. Es preciso encontrar al ori-
gen de la libertad propia para tener una posesión
segura de ella, lo que no quiere decir un goce ga-
rantizado, pero sí la certeza de saber reproducirla
incluso en las condiciones menos favorables.
No creas tener derechos

29
¿Qué es un testigo modesto? Según Donna Haraway es al-
guien cuya invisibilidad para sí mismo es elevada a la dignidad
de instrumento epistemológico.
El universalismo occidental vivió con el mito del ser neutro
productor de verdad, dándose así las armas de una opresión in-
nombrable, creando una relación de fuerza para la cual el voca-
bulario del saber existente no podía proporcionar palabras. El bo-
rramiento del sujeto y el surgimiento del Bloom son los efectos
sísmicos de un sistema de saber-poder que durante milenios se
fundó a sabiendas sobre la ficción del “yo transparente”, aquel
que se puede componer con el modelo del saber tecnocientífico
sobreponiéndose en él sin nunca ser cuestionado por su discurso,
como una máquina de guerra inocente.
En esta configuración, la subjetividad no existe ya sino a título
de existencia lírica e inofensiva al margen de la objetividad téc-
nica omnipotente; las particularidades de cada persona, pero más
aún las consecuencias políticas de su ser-cuerpo y de su tener-
lugar, ya sólo son preocupaciones de esteta ocioso frente a un
saber-poder que ataca con perfecta mala fe la idea misma de una
integridad psico-física humana.
El antihumanismo más salvaje de las ciencias “humanas”, por
ejemplo, está a años luz de retraso frente a la medicina que cura
al hombre vivo a partir del paradigma anatómico del cadáver, que
sólo ve cuerpos parcelados, enfermedades mentales orgánica-
mente tratables, fenómenos de inmunodeficiencia ligados proba-
blemente a una falta de gratificación del sujeto… La ética que
proporcionaría un sentido político al hecho de estar en el mundo,
o de no estar más en él, se disuelve en el ácido suprapotente del
biopoder; la vida orgánica asexuada vuelta heterónoma bajo
efecto de un entorno tóxico, se convierte en el objeto ininterro-
gable del poder de hacer vivir y hacer morir.
Encontrar un sentido a una vida que pertenece a las sondas, a
los microscopios y a los espéculos de manos ajenas, a los arte-
factos desapasionados de la ciencia, es en lo que viene una ur-

30
gencia política central. Es a través de estos cuerpos que nos fue-
ron arrancados por la biopolítica como si estuvieran condenados
a una resurrección clínica independiente de nuestros actos y elec-
ciones, y a veces incluso contrario a ellos, que el feminismo ex-
tático quiso liberarse primero. Respondió al chantaje de un deseo
unívoco que ignoraba su placer mediante un discurso crudo sobre
la anatomía femenina, relegada hasta los años sesenta a lo uní-
voco de los murmullos, a la penumbra de los confesionarios y las
recámaras, entregada a la tortura de los abortos clandestinos.
El pudor ha sido sin duda el dispositivo de dominación más
fino con el que las mujeres han tenido que vérselas, ya que se
trata de un sentimiento de sí inculcado desde el exterior pero cuya
prueba performativa de existencia consiste en ser reproducido
por el sujeto mismo que lo padece. La vida privada se vuelve en-
tonces el refugio seguro contra la amenaza desocializante de la
vergüenza.
Ser para sí misma la fuente posible de un deshonor aplastante
cuyos mecanismos de producción son incontrolables ha sido el
chantaje que el deseo patriarcal ha hecho pesar sobre las mujeres
en medio de su cuerpo. Todo disfuncionamiento o síntoma du-
doso, toda impudicia o manifestación de deseo heterodoxo de ese
cuerpo que a todo precio tenía que ser dócil, ha sido reprobado
como moralmente inaceptable.
El cuerpo de la mujer, con su funcionamiento hormonal deli-
cado, con su placer complejo que un silencio envilecedor ro-
deaba, ha seguido siendo a pesar de todo el continente negro de
toda buena intención emancipadora. Lo que la civilización ha he-
cho al cuerpo de las mujeres no es diferente de lo que ha hecho a
la tierra, a los niños, a los enfermos, al proletariado, en pocas
palabras, y por consiguiente, a todo aquello que no tiene el per-
miso de “hablar”, o encima, a aquello que los saberes-poderes del
gobierno y de la gestión no quieren escuchar, y que acaba de este
modo relegado a la exclusión de toda actividad reconocida, al pa-
pel de testigo. ¿Pero cuál es la diferencia entre el testigo modesto
que vehicula, al mismo tiempo que se borra detrás de una preten-

31
dida objetividad científica o económica, relaciones de poder “in-
eludibles” en el interior de su sistema teórico, y ese otro testigo
mudo, marginal, del que no se sabe que habla porque principal-
mente es necesario saber no escucharlo? La diferencia reside to-
davía del lado del cuerpo. El hombre del saber-poder “objetivo”
esconde su existencia psicosomática sexuada y débil cuando de-
lega el monopolio de la violencia a una policía que puede ensu-
ciarse las manos igual que alimenta la ilusión contradictoria de la
incorporeidad humana en nombre de la cual los demás cuerpos
pueden aparecer como objetos ajenos, emotivamente indiferen-
tes. Desarrolla su anestesia sensual para ejercer mejor el conoci-
miento en medio de las prótesis técnicas, erige la separación
como condición de objetividad y su falta de intimidad con sus
semejantes como deformación necesaria profesional.
El cuerpo de los excluidos del discurso, en cambio, es un
cuerpo hablante y no escuchado, que tiene como característica
central buscar reducir la separación, ya que ésta sólo es para él
fuente de fragilidad y nunca instrumento de poder. Es el testigo
que se disuelve y muere con el objeto de su testimonio, el mismo
que no es capaz de extraerse del vientre de la dominación sin mo-
rir, que no cuenta con la distancia que permite al sujeto sostenido
por la institución (única condición en la que existe el sujeto idén-
tico a sí mismo) fingir una extrañeza en relación al horror del
mundo, recortar un espacio limitado a su complicidad con el
desastre.
El testigo que no entra en el modelo de discurso autorizado
por el saber-poder es la figura paradójica de la culpa y la impo-
tencia; su cuerpo y su estar-ahí sólo producen ambos el grito inar-
ticulado de quien, diciendo “yo”, busca realmente designarse y
miente de tal modo y se adhiere del lado de los culpables.
No existe virginidad alguna del lado de los oprimidos, de los
excluidos de la historia, ya sean mujeres, minoría o clase; al con-
trario, el oprimido es aquel que no tiene otra opción que partici-
par en la máquina de dominación, es incluso su producto más de-
pendiente y el menos capaz de autodeterminación.

32
Es en la ruptura del juego significante, que la ofensiva perma-
nente sostiene para hacernos identificar con nosotros mismos,
que pueden desprenderse perspectivas para una práctica de liber-
tad. Lo que es preciso combatir es nuestra desconfianza última a
dejar hablar a los cuerpos sufrientes sin encadenarlos a un “yo”,
pues es justamente sobre este encadenamiento que la dominación
toma apoyo, negándolo cuando reivindica la independencia y
volviéndolo a hacer funcionar cuando deja a la vista la toxicidad
de una vida situada bajo el yugo del gobierno.
Lo que es preciso callar es el discurso del biopoder, sobre
nuestro sufrimiento al igual que sobre nuestro goce. Toda prác-
tica de libertad parte de ahí.

33
}

34
Lealtad efímera, coherencia
imposible

La imagen femenil con la que el hombre ha in-


terpretado a la mujer ha sido una invención suya.
Manifesto di Rivolta femminile

…y en la idea de hombre no hay ninguna mujer.


A. Cavarero, A pesar de Platón

Las imágenes deben su eficacia a su sentimenta-


lismo epistémico.
B. Duden, El cuerpo de la mujer como lugar pú-
blico

Me he entretenido en pensar, en las tardes de dis-


tracción, las veces que he puesto y quitado la mesa
¡Me ha salido la cifra de diez mil novecientos cin-
cuenta! ¡Diez mil novecientos cincuenta veces en
diez años! Si calculas que en cada operación debo
poner y quitar un promedio de seis platos, dos ca-
zuelas, dos fuentes, seis piezas de cubiertos, cuatro
vasos, dos servilletas, el mantel, el salvamantel, dos
botellas de bebida, el frutero, dos cucharas para ser-
vir, el pan y su cuchillo —y todo eso en un día ordi-
nario, sin invitados ni comida especial— resulta que
por lo menos he de hacer siete viajes de ida y otros
siete de vuelta del aparador y la cocina a la mesa.

35
Estos movimientos tres veces al día —aunque el
desayuno no es tan completo en cambio no he con-
tado el servicio del café por la tarde y por la noche—
suman veintiuno cada día, por trescientos sesenta y
cinco años al año son siete mil seiscientos sesenta y
cinco, por diez años de matrimonio, setenta y seis
mil seiscientos cincuenta... Si fuese albañil y hubiese
puesto el mismo número de ladrillos tendría cons-
truidas unas cuantas casas… Yo en cambio no he
construido nada… como si hubiese arado en el
agua… esta noche tengo que volver a empezar, y
mañana y pasado y siempre…
L. Falcón, Cartas a una idiota española, 1975

El primer impulso que me surge con esta lectura


es un rechazo: rechazo aceptar como cierta la teoría
de que nosotras, las mujeres, hemos vivido y conti-
nuamos viviendo instrumentalizadas y manejadas
por el hombre y por su historia. Me doy cuenta de
que con esta protesta busco una defensa, pero al me-
nos reconocemos que esto puede ser dramático para
una mujer llegada ya a la mitad de su recorrido en
la vida, y que siempre ha creído actuar por lo mejor,
escucharse decir (yo traduzco el concepto): “tú te
has tropezado con todo en la vida; los valores que
creías justos, como la familia, la fidelidad en el
amor, la pureza, incluso tu trabajo de mujer en el
hogar: todo mal, todo resultado de una sutil estrate-
gia transmitida de generación en generación por
una explotación continua de la mujer”. Lo repito:
hay de qué quedar estupefacta.
Mujer que entró a la escuela nocturna para pasar su
titulación en Italia, tras su encuentro con las militantes
feministas en 1977 (extracto de No creas tener dere-
chos)

36
La homosexualidad masculina tuvo una reputación revolucio-
naria debido a que no jugaba el juego de la sublimación civiliza-
dora exigida por el pacto social entre hombres. Los homosexua-
les masculinos tomaban la política al pie de la letra: si es un
asunto de hombres, quedémonos pues entre nosotros, sin moles-
tias. Esto es algo que no solucionaba las rivalidades viriles;
creaba la hetería, la gran fraternidad que se libera del paterna-
lismo con una risa maliciosa. Pero esto tenía todavía que ver con
el pacto social, era de alguna manera su radicalización, incluso si
implicaba efectos de poder y corolarios del deseo totalmente di-
ferentes.
El verdadero bicho raro, se sostuvo, era la homosexualidad
femenina, verdaderamente desleal, en lo que a ella respecta, pues
se sustraía a la vez del deseo masculino de paternizar y del deseo
femenino de dar a luz [enfanter]. La mujer homosexual viene de
un país lejano, de una isla, Lesbos; el mar fue puesto entre ellas
y el resto del mundo; llegaron súbitamente, por otra parte, ¡no
crecieron en nuestras familias si no son edípicas o si no quieren
hijos!
Existe, por lo tanto, una lógica en la creación de un universo
de deseo lésbico en el interior de los movimientos feministas,
pero la experiencia italiana de las librerías de las mujeres se en-
contró bastante rápido en las manos de las contradicciones que
surgían del mito de la “tranquilizadora extranjería”, último truco
del inconsciente colectivo para encerrar a las mujeres en la culpa
blanca. O el extranjero se integra a la otra cultura, o representa el
no-derecho en calidad de agravio: no está en su lugar.
La construcción de otra normalidad, incluso desviada, no nos
surge del punto muerto presente. El deseo puede cambiar de ala,
el poder lo acompaña con una censura productiva nueva, con otra
arbitrariedad. El “liberalismo” imperial se adecua muy bien, de
hecho, a la anomia y la perversión; las contradicciones del viejo
mundo heteronormado entran por la ventana de su exterior. La
cuestión no es ya la cuestión de la forma del deseo en sí, sino de
su funcionamiento en el seno de todo aquello que se opone a la
dominación presente.

37
No se trata de pensar la sexuación contra los vínculos sociales,
sino contra la sociedad: el deseo en sí carece de autonomía.
Como escribe por ejemplo Léo Bersani en contra de los lugares
comunes más gastados sobre el sadomasoquismo: “Suponiendo
que la reversibilidad cuestionara asunciones sobre el poder que
se reparten ‘naturalmente’ en un sexo o una raza, lo que se puede
decir es que los simpatizantes del sadomasoquismo tienen una
actitud extremadamente respetuosa hacia la dicotomía domina-
ción/sumisión en sí misma.” (Homos)
Abandonar el terror de la conformidad al igual que el chantaje
del anticonformismo es el único a-moralismo posible en el seno
del biopoder.
Si el deseo del Bloom no revela ninguna verdad última acerca
de la opresión o la libertad, en cambio permite o no permite
desubjetivaciones, incrementa o disminuye la potencia colectiva.
Y puesto que el biopoder nos toma por los cuerpos, es por los
cuerpos que podremos liberarnos de él, exponiéndolos a la vio-
lencia, al peligro, al placer, fuera de la ley y de su transgresión,
en el espacio que ocupa la dominación de nuestros días.

38
Sebben che siamo donne paura non ab-
biamo
A pesar de que somos mujeres, no tenemos miedo

“¡A pesar de que somos mujeres, no tenemos


miedo!” cantaba todas las mañanas, apenas levan-
tada, una de las amigas con las que compartíamos
la casa de nuestras arronzadas vacaciones inverna-
les, agitando a los hijos pequeños hasta que éstos se
convirtieran en adolescentes. Cantaba hincada para
recoger mallas y calcetines, para atar las botas o
barriendo alegre la habitación. “!Al menos no tri-
nes!” le decíamos para frenarla. “¡Canta la canción
de lucha de las transplantadoras mientras iluminas
la vida de los demás!” Alzaba la cabeza y sonreía
como para excusarse del humilde entusiasmo que la
movía, pero sus ojos brillaban de inteligencia, de
alegría consciente. El Sesenta y ocho estaba lejos de
venir y con esas palabras ella cantaba la libertad
duramente conquistada, la fiereza de las ideas, la
satisfacción de la investigación a la cual se dedicaba
en el tiempo recortado entre el trabajo, la escuela y
los cuidados de la familia, cantaba por fin el placer
de esos días de vida coral, de contacto, más allá de
lo habitual, con los mismos niños e incluso al precio
de continuos minutos de servicios.
Luisa Adorno, Sebben che siamo donne

39
El hecho de que “machista” y “feminista” designen, según el
filtro generalizado de lo politically correct, realidades respecti-
vamente negativas y positivas, tendría ya que darnos razón de lo
absurdo de la alternativa. Toda perspectiva dualista es un poli-
ciaje que se camufla, del mismo modo en que la construcción de
una automitología negativa es sólo el pretexto para abandonar el
campo de batalla sin siquiera haber sido abatido, y sin tener la
apariencia de huir. El problema al que han sido históricamente
confrontados los feminismos radica en que criticar la civilización
exige más autocrítica que denuncia, más introspección que tribu-
nales populares.
Quien a la fecha sigue erigiendo a las mujeres contra los hom-
bres permanece prisionero de las antinomias de la sociedad tra-
dicional, juega con abstracciones vacías, sólo se dedica a incre-
mentar la culpabilidad y la confusión. Quien equipara a la madre
de diez años con ablación de Malí con la titular de algún minis-
terio en Occidente sobre la base de su común pertenencia a un
“sexo oprimido” razona en el interior del recorte significante de
la dominación que pretende combatir, forcejea dentro de contra-
dicciones accesorias en relación a la contradicción central: ¿qué
hace de alguien un “hombre” o una “mujer”? ¿De qué modo el
destino de un sujeto es un “destino anatómico”?
La cuestión es la de la de/re/construcción de la identidad. Si
no queremos encadenar al oprimido a su condición, si por tanto
la consideramos a ésta como contingente, ¿desde dónde vemos la
potencia? Desde el interior, tan simplemente.
Si bien es cierto que la relación de fuerza modifica la identidad
de los sujetos implicados, y que es esto, y no lo que permanece
sin cambios, lo que es decisivo sobre el plano político, entonces
la tentación esencial se aleja.
“Llenando un formulario —escribe Teresa De Lauretis— la
mayoría de nosotras, las mujeres, marca sin duda la casilla F an-
tes que la M. Difícilmente se nos ocurre marcar M. Sería como
hacer trampa, o peor, no existir, borrarse del mundo. […] Desde

40
la primerísima vez que hemos puesto una marca a la F del for-
mulario, hemos entrado de manera oficial en el sistema sexo/gé-
nero, y nos hemos vuelto mujeres en-gendradas: lo cual significa
no solamente que los demás nos consideren como hembras, sino
que a partir de ese momento nosotras nos representamos como
mujeres. Entonces yo me pregunto: ¿no podría decirse que
la F que marcamos llenando el formulario, se nos ha pegado en-
cima como un vestido húmedo? O que mientras pensábamos que
estábamos marcando la F en el formulario, ¿de hecho era
la F quien estaba marcándonos?” (Tecnologías del género. Ensa-
yos en teoría, película y ficciones, 1987). Una mujer no es más
una mujer de lo que un gato es un gato. Y es a partir de esta con-
tingencia misma que es preciso volver a escribir, volver a vivir,
volver a contar la historia de las mujeres, hasta que deje de haber
todo eso, historia separada, departamentos, guetos. El abandono
del resentimiento previo a toda hipótesis mixta no puede ocurrir
en el seno de una visión binaria (varones opresores/mujeres opri-
midas o viceversa) ni en la dialéctica (la contradicción se re-
suelve en la mediación = integración de las mujeres en la idea de
“mujer”).
Lo que es importante en el feminismo extático no son las mu-
jeres (ni los hombres, por lo demás) sino el deseo de autono-
mía que ha tenido la desvergüenza de surgir contra toda conven-
ción social, familiar, económica y psicológica.
El hecho de decir que la sociedad, y no sus contradicciones,
plantea problema, abre una perspectiva mucho más grande que la
cuestión de la sexuación concebida separadamente de una pers-
pectiva política ofensiva. El horizonte de la hipótesis mixta es el
de la guerra partisana, una guerra en la que hombres, mujeres y
niños practican una forma de disciplina no militar, reapropián-
dose la violencia, instalándose en la duración para liberar espa-
cios materiales y no tan materiales. Este tipo de articulación de
la lucha desbarata al mismo tiempo la disciplina y la autoridad,
traza un horizonte diferente tanto a aquel de la “casa de los hom-
bres” como a aquel del separatismo.

41
42
Género

El poder produce clasificando y clasifica produciendo; toda


taxonomía esta encaminada a la acumulación, a la creación de
disponibilidades. El género no es el sexo; su cuidado no es ana-
tómico, sino cinético. Su función epistemológica consiste en vol-
ver legible el vínculo que existe entre las prácticas sexuales de
cada persona, su autorrepresentación como ser sexuado, y su con-
secuente existencia relacional, su forma de conocer el mundo y
de atribuir sentido a los seres, a las cosas, a las situaciones.
El género no es una realidad ni algo natural o dado, sino un
instrumento de conocimiento y de deconstrucción. Ninguna iden-
tidad puede ser fabricada partiendo de aquí, ningún “naciona-
lismo sexuado” puede nacer de este enfoque. El objetivo es hacer
visibles las tecnologías políticas de gestión de los deseos, de los
cuerpos y las identidades para modificarlas o hacerlas estallar.
Esto cambia muchas cosas en el romanticismo de los viejos
feminismos: no son las buenas madres, ni las malas esposas, ni
las lesbianas, ni las histéricas, ni las ninfómanas, el sujeto revo-
lucionario prefabricado que ha de llevar la delantera. O bien,
son ellas también, pero no en cuanto tales. El sujeto de las prác-
ticas de libertad está por ser construido en nuevas relaciones, co-
menzando por prácticas ofensivas.
Si la mediación cultural y política fue colonizada por medio
de la ficción del sexo masculino (y de la raza blanca), es preciso
ahondar en lo no-dicho y en el silencio: tal será el primer acto de
ludismo contra las tecnologías de género. Lo que tenían en co-
mún el feminismo extático y las luchas de los obreros, era su si-
lencio. Los oprimidos no tendrían, pues, nada que decir al poder.
Por consiguiente, el parentesco entre la práctica y la política sería

43
más estrecho que aquel entre la política y el discurso. La libertad
prescinde de la habladurías. No necesita indicar su objetivo, es
para sí misma su medio y su fin.
Liberados de la obligación de hablar, de explicarse, tal vez las
mujeres y los plebeyos nunca han dado un paseo por los jardines
ordenados e imperfectos de la metafísica o de las ciencias “hu-
manas”, pero han practicado una política del gesto.
Robar, golpear, trabajar o hacer la huelga son actos políticos
que hablan por sí mismos y no necesitan traducción, son autoevi-
dentes, vehiculan un sentido inmediato que condiciona la presen-
cia tanto como el estado de ánimo. Exactamente igual a como
cocinar, educar a los hijos, amar o no a su marido son otros tantos
discursos que el poder hace pasar por ruidos de fondo.

44
La Grieta

Basta con hojear aquellas viejas novelas olvida-


das y escuchar el tono de voz en que están escritas
para adivinar que el autor era objeto de críticas; de-
cía tal cosa con fines agresivos, tal otra con fines
conciliadores. Admitía que era “sólo una mujer” o
protestaba que “valía tanto como un hombre”. Se-
gún su temperamento, reaccionaba ante la crítica
con docilidad y modestia o con cólera y énfasis. No
importa cuál, estaba pensando en algo que no era la
obra en sí. Desciende su libro sobre nuestras cabe-
zas. En su centro hay un defecto. Y pensé en todas
las novelas escritas por mujeres que se hallaban
desparramadas, como manzanas picadas en un ver-
gel, por las librerías de viejo londinenses. Las había
podrido esta fisura que tenían en el centro. Su autor
había alterado sus valores en deferencia a la opi-
nión ajena.
V. Woolf, Una habitación propia

Las cosas más desconcertantes no son las que


nunca se supieron antes, sino las que primero fue-
ron conocidas y después olvidadas.
No creas tener derechos

Fitzgerald lo llamaba la grieta. La grieta no es ni la enferme-


dad social ni la epidemia, ni la miseria de masas ni el descontento.
La grieta es también, como este texto, un asunto impersonal en el

45
tiempo de la impersonalidad de masas. Concierne a la singulari-
dad; es la enfermedad inclasificable de las idiosincrasias, la afec-
ción de la forma-de-vida en cuanto tal, que depende de la com-
plicidad que no se consigue establecer con el mundo, o que se
renuncia a buscar. Mediante las aprobaciones, las resistencias, las
derrotas y las victorias, la grieta se alarga, se remata, se profun-
diza en nosotros, desde la superficie alcanza el fondo de la carne
y compromete o preserva la salud del cuerpo. La armonía o la
disonancia entre la civilización y nuestro destino da dirección a
la grieta: los hombres y las mujeres se agrietan de manera dife-
rente. Pero éste es un efecto, no una causa de su subjetivación.
La diferencia entre las formas-de-vida está estrechamente li-
gada a la diferencia de sus grietas. Una aproximación materialista
quiere que un cuerpo de mujer sea distinto de un cuerpo de hom-
bre, pero una aproximación esencialista quiere de igual modo que
el modo en que estos cuerpos son habitados es lo que determina
su identidad sexual. Cuestión de “género” pero también de re-
vuelta.
¿Qué ha hecho el poder para conseguir someter a una norma
única de deseo y a un catálogo definido de transgresiones a tantos
cuerpos con pulsiones desordenadas e inclinaciones realmente di-
versas?
Historia de una represión cotidiana a través del envilecimiento
y los microdispositivos, a través del desaliento familiar y el en-
carcelamiento, a través de la marginalización y la criminaliza-
ción. A través de la imposición continua de una coherencia iden-
titaria en relación a fisiologías que no tenían una, hasta hacer de
ellas “hombres” y “mujeres”.
Y sin embargo.
Yo no cuento la historia de la grieta de las mujeres como una
historia de opresión ni de emancipación: las mujeres han ocu-
pado, ciertamente, un lugar subalterno en el seno de la circula-
ción de los poderes oficiales en Occidente, pero ellas no son una
clase ni un grupo social homogéneo. Además de esto, esa manera
de mantener la distancia al mismo tiempo que se está adentro, de

46
vivir con la lengua cortada en un universo que siempre ha tratado
bien la diferencia “femenina” al mismo tiempo que hace como si
la ignorara o que solapa el miedo que suscita, todo ese chantaje
que las “mujeres” en cuanto categoría cultural habrían aceptado
pasar, no es un escándalo que apele la venganza ni una opresión
que demande justicia, sino una relación social de “género” que
estructura nuestras identidades.

En el estremecimiento social que ha sido el feminismo ha ha-


bido, de manera incuestionable, algo que cuestionaba los dispo-
sitivos de subjetivación que hacían de las mujeres unas mujeres
(es decir, unas madres-esposas o unas locas-putas), algo profun-
damente ajeno al delirio de las cuotas o a la cogestión de la falo-
cracia y de su cortejo de neurosis.
Las corrientes del feminismo que han partido de esta consta-
tación son las mismas que más se han alejado del marxismo, acu-
sándolo de no haberse acercado a los problemas entre hombres y
mujeres, o bien, diríamos, de no haber permitido que hombres y
mujeres se subjetiven de un modo distinto, que los deseos tomen
otras formas que el deseo de familia o de pareja. El posible que
emerge de esta manera de plantear la cuestión constituye por sí
solo otro plano de lo político, en el cual la mediación estatal es
cuestionada y el funcionamiento de las relaciones de fuerza es
visto y descrito en todas sus consecuencias, incluso aquellas que,
sin tener una función supuestamente estratégica, sólo hacen su-
perficie en las conversaciones confidenciales o en el folclor de
los hechos diversos. Esta aproximación es la de un feminismo
que he calificado como extático porque busca salir de su combate
para contaminar lo demás, porque mina la base misma que lo ori-
gina: la identidad socialmente constituida de hombres y mujeres,
la ficción universalista de lo humano.

Entre hombres y mujeres no existe ninguna igualdad posible,


exactamente igual que entre hombre y hombre o entre mujer y
mujer. La superficie lisa de la aritmética abstracta que funda la
ilusión de la democracia no imposibilita agrietarse bajo la evi-
dencia de diferencias éticas irreductibles, bajo la arbitrariedad de

47
las afinidades electivas, bajo la sospecha de que la circulación del
poder es una cuestión de cualidad que se encarna, de que el po-
der pasa a través de los cuerpos.
En su curso de 1980-1981, Foucault explica cómo a partir de
ahora la cuestión del gobierno es la cuestión de la conducta de las
conductas. El poder se vuelve, por tanto, un bio-poder, puesto
que da forma a las vidas que gestiona; para hacer esto debe tener
una influencia sobre los cuerpos, que son aquello que individua-
liza y separa a los seres, y por medio de estadísticas y observa-
ciones debe actuar sobre los deseos que éstos encierran.
El dominio del deseo del otro es, en efecto, aquello que hace
de éste el verdadero esclavo, pues ninguna emancipación, que no
sea la emancipación de tal deseo de emancipación, podrá sacarlo
de las relaciones de fuerza donde forcejea. Este mecanismo, que
se ubica, por otra parte, en la base de la sociedad mercantil, ha
hecho históricamente de las mujeres una masa humana vibrante
de sufrimiento y de rabia en contra de las fábulas de felicidad
conyugal y maternal que las deseaban risueñas en una circulación
de afectos lisa y llanamente inexistente en la realidad vivida.
Cada polarización ética, cada forma-de-vida, no es más que el
resultado de la adhesión a un relato sobre la felicidad, relato a
menudo mudo pero implícito en el tejido de las prácticas que nos
rodean: una cuestión de transmisión. Los seres se mueven hacia
la dirección fantaseada de la alegría y la libertad, y si se cruzan
en esta trayectoria, comparten un trozo de camino. Las insurrec-
ciones son los momentos en que la curiosidad por otros itinera-
rios se extiende a colectividades de paseantes y en que los meca-
nismos de subjetivación se ven asfixiados o trastornados. La ci-
nética de los deseos sabiamente regulados se altera, los destinos
singulares se comunizan contra el imperativo de conformidad. La
potencia se vislumbra entonces en la pantalla de nuestra ecogra-
fía, pero escapa al panopticón de la dominación y esto no es una
casualidad; la tecnología de la resonancia que dio lugar a la eco-
grafía actual nació para la guerra submarina y se fuga a continua-
ción desviada hacia otro uso, mientras que el panopticón sólo

48
sirve a un solo régimen de visibilidad: el de la vigilancia. La gue-
rra y sus tecnologías pueden devenir partisanas, y por lo tanto
mixtas y no exclusivamente guerreras, la disciplina, por su parte,
permanece masculina, como relación de conjuración con la po-
tencia, con la libertad.

49
50
Histéricas y abogadas

—Es así: las mujeres sólo han tenido falsas noti-


cias sobre el amor. Muchas noticias diferentes, to-
das falsas. Y experiencias inexactas.
Sin embargo, siempre confianza en las noticias,
no en las experiencias. Es por esto que tienen tantas
cosas falsas en la cabeza.
[…]
—Verás —dice Mariamirella—, tal vez te tengo
miedo. Pero no sé dónde refugiarme. El horizonte
está desierto, sólo estás tú. Eres el oso y la cueva. Es
por esto que me quedo acurrucada en tus brazos,
porque tú me proteges del miedo que te tengo.
I. Calvino, Prima che tu dica pronto

En el momento de las discusiones referentes a la ley sobre la


violencia sexual en Italia, fue para todos evidente que, contraria-
mente a lo que sugerían sus intereses opuestos, existía una íntima
solidaridad entre la histérica mistificadora y la jurista, que ambas
sufrían de lo mismo: falta de reconocimiento, por padecer sin la
capacidad de liberarse el asedio del deseo de otro, sin saber opo-
nerle una singularidad lo suficientemente abrumadora y desalen-
tadora como para erigirse como argumento de rechazo. La mujer
que finge haber sido violada, que denuncia un crimen que no tuvo
lugar, ¿está delirando más que la que se ata a una ley que la
niega? La mujer simuladora que cree haber sido violada ¿se equi-
voca más que la que cree tener derechos? “La simuladora en sen-

51
tido estricto —escribe Lia Cigarani— revela algo que todas no-
sotras somos, incluso cuando conseguimos controlarnos. Muchas
veces el movimiento de las mujeres ha tenido que ver con las si-
muladoras. Frente a las asambleas éstas se veían obligadas a des-
mentir su historia, o eran desmentidas por los jueces después del
interrogatorio. Pero para los representantes de la ley, la simula-
dora, la histérica se volverá una enemiga. En efecto, la histérica,
inventando un crimen, se burla de la ley. Y todo termina en el
ridículo. Los más afectados por la burla son, evidentemente, las
mujeres que creen en la ley. […] Y frente a esto, ¿cuál debe ser
nuestra atención, nuestra práctica política? ¿La de comprender el
mensaje de la histérica (de aquella que parece sostener la ley y el
deseo del hombre pero a través de la deformación y el teatro los
niega) o castigarla porque nos hace quedar mal?” (La violación
simbólica, en Il Manifesto 20/11/79)
En el sufrimiento de la simuladora se daba, contiguo a la en-
fermedad mental en su incodificabilidad, la expresión de un re-
chazo a su propia esclavitud tan impulsada que apenas podía re-
conocerlo como existente. “Era falso —se lee en No creas tener
derechos— pretender abordar la contradicción entre los sexos in-
terviniendo en el momento patológico de la violación y aislán-
dolo del conjunto del destino femenino, de sus formas ordinarias,
ahí donde se consume la ‘violencia invisible’ que despoja al sexo
femenino de su unidad viviente de cuerpo-mente.” La forma de
dominación que coloniza los afectos produce en sus sujetos una
imposibilidad para servirse de los sentimientos propios como de
instrumentos hermenéuticos, para desconfiar de uno mismo bus-
cando salir del terreno familiar minado. Muy a menudo, esos su-
jetos chocan con la incapacidad de encontrar un espacio para una
insumisión tan radical que acaba siendo percibida como desleal
por aquellas y aquellos mismos que deberían unirse a ella. Pero,
continúa Cigarani, “¿en el momento en que me encuentro en un
proceso, que me da la posibilidad de reaccionar a la violación
simbólica del juez, del abogado y la ley? […] Esta ley regula una
contradicción interna al mundo de los hombres. Hay hombres que
tienen un comportamiento desviado respecto a la moral burguesa.
En el proceso adviene la regulación de esta contradicción.” (cit.)

52
La tranquilizadora extranjería del mundo de la ley se con-
vierte, en el momento de la violación, en desesperación, desespe-
ración por la introyección de la interpretación anatómica que
nuestra cultura proporciona del destino de la mujer.
Aun si una mujer consiguiera “reapropiarse” los fragmentos
de “feminidad” todavía no colonizados por la medicina, el Es-
pectáculo, el machismo tradicional o la religión, ¿qué haría con
ellos si sus deseos no siguen, si su inconsciente no se dinamiza a
la misma velocidad que su necesidad de liberación? ¿Qué hay
que hacer con las mujeres que tienen el “fantasma de la viola-
ción”, que experimentan placer siendo violadas?
Para oponerse a la prisión que coincide con su corporeidad,
las mujeres incluso han llegado a formular acusaciones contra el
deseo masculino en cuanto tal, a rechazar la penetración reapro-
piándose su lectura más machista, a reivindicar la homosexuali-
dad femenina declarada contra la homosexualidad masculina im-
plícita que el orden patriarcal fundó. Esto entraba en una estrate-
gia contraria a todo aquello que ciertamente había minado, pero
también volvió extraordinariamente ricas ciertas experimentacio-
nes políticas feministas, como el rechazo a abrazar cualquier tipo
de jerarquía, la voluntad de no darse nombre, prioridad, reglas,
afrontando las contradicciones a medida que se presentaran, sin
prisa y sin arrogancia, sin anticiparse a ellas y sin canalizarlas.
La fuerza del feminismo consistía en no proponer modelo alguno
de liberación, sino buscar una libertad coextensiva a la existencia,
una forma de vida que fuera también una forma de lucha.
Se daba ahí una indisponibilidad sin precedentes, que sin duda
contribuyó a volver muy antipático al movimiento feminista, y
que se justificaba afirmando que “la disponibilidad acabó forzo-
samente por volverse para las mujeres su única condición de su-
pervivencia. Pensar en vivir únicamente al hacer vivir a los de-
más: parece que las mujeres no tuvieron otro modo de legitimar
simbólicamente su existencia. Esto es la condición más dramática
y más difícil por modificar.” (Convegno dell’Umanitaria, 1984)

53
Pero se daba también un poderoso rechazo a la representación
política e identitaria que hirió en el corazón a toda la institución
demócrata y republicana. Las mujeres que no querían ley sobre
la violencia sexual sostenían que “si la representación está insti-
tucionalizada, otorgada sobre la base de criterios formalistas
como por ejemplo los objetivos inscritas en un estatuto, la soli-
daridad se vuelve presunción, independientemente de su reali-
dad; la lucha se transforma en ritual y la toma de consciencia se
vuelve el banal registro de un dato normativo” (No creas tener
derechos).

54
Papá-mamá y nosotros victorianos

Mucho tiempo después, viejo y ciego, mientras


caminaba por la calle, Edipo percibió un olor fami-
liar. Era la Esfinge. Edipo dijo:
“—Quiero hacerte una pregunta. ¿Por qué no re-
conocí a mi madre?”
“—Diste la respuesta equivocada”, dijo la Es-
finge.
“—Pero fue mi respuesta lo que hizo posible
todo.”
“—No, dijo. Cuando te pregunté: quién camina
en cuatro patas en la mañana, dos al mediodía y tres
en la tarde, tú respondiste el Hombre.
De las mujeres no hiciste mención.”
“—Cuando dices el Hombre —dijo Edipo— in-
cluyes también a las mujeres. Eso todo el mundo lo
sabe.”
“—Eso es lo tú crees”, respondió la Esfinge.
Muriel Rukeyser, Myth, 1978

La voz del feminismo extático no es, pues, una voz de muje-


res. Su fuerza, fuente de la desconfianza de los grupos políticos
revolucionarios mixtos que le preexistían, consiste en plantear no
únicamente la cuestión de los medios relacionales de la lucha,
sino la del plan(o) de consistencia. En efecto, en él nunca se trató
de criticar unas relaciones alienadas en cuanto medios de lucha,
como lo hizo por ejemplo el movimiento no-violento, sino de es-
clarecer de qué modo las volvían ineficaces los prolongamientos

55
de los modos de circulación del poder de la sociedad contestada
en las prácticas pretendidamente subversivas.
El conservadurismo social de manada, que sigue caracteri-
zando a numerosas formaciones subversivas, se deriva de un
cuestionamiento o rechazo excesivamente esquemático de la eco-
nomía capitalista. La lectura de clase que no tiene en cuenta el
hecho de que en la relación entre sexos se juega otra dialéc-
tica sin amos ni esclavos, se arranca conscientemente los ojos por
su complicidad con el objeto que combate.
Es difícil concebir la emancipación del oprimido, justo donde
la opresión es una fuente codificada de goce e incluso el único
socialmente aceptado.
No es una casualidad que el marxismo suela retirarse púdica-
mente ante una cuestión tan farragosa como la de la “opresión”
al preferirle el término aséptico de “explotación”, con el cual, por
supuesto, no corre el riesgo de precipitarse en el psicologismo.
Pero el problema es que no existe ninguna objetividad cuantifi-
cable de la explotación, pues ésta depende, también, del dominio
de lo cualitativo. La cuestión que se plantea no es tanto cuánto se
es explotado, sino cómo se es, desde qué punto de vista la explo-
tación es sólo un mecanismo de subjetivación que, una vez des-
trozado, no queda nada que liberar. Porque la deslegitimación so-
cial preventiva de ciertos deseos por parte del poder, vuelve a
tales deseos fuentes de una culpabilidad tal que los sujetos apenas
siguen siendo capaces de experimentarlos sin autodestruirse. La
dialéctica psicológica compleja que hace del reformista el
enemigo más peligroso del revolucionario, los opone en realidad
basándose en dos aproximaciones distintas del goce; la apuesta
revolucionaria es que la indecencia esencial de todo deseo de
vida acabará por arrastrarlo a la morbilidad de su represión, que
las identidades se elaborarán de modo relacional y contingente y
no se establecerán en función de una conformidad social compar-
tida.
El marxismo habla de “falsos deseos” que el Capital nos abas-
tecería, pero no habla de subjetivación; ¿sobre qué base unos

56
cuerpos extraídos de los eslabones identitarios del Estado, o de
su contestación especular, pueden entrar en relación? Esto per-
manece por debajo de las preocupaciones del materialista que
atacará la propiedad privada de los cuerpos, la esclavitud, la vio-
lencia, para después estamparse con lo inexplicable del sadoma-
soquismo, del deseo de embarazo, de los clubes de swingers.
Por más que Engels haya dicho que en el interior de la familia
la mujer es el proletario y el hombre el burgués, al ser retribuido
y reconocido el hombre, y explotada y relegada al silencio de la
vida nuda la mujer, su comparación tropieza con el hecho de que
en la sociedad el burgués no proporciona placer al proletario y el
amor o el deseo sólo se mezclan de modo oblicuo a sus relacio-
nes. Todavía hoy, el punto ciego más sorprendente de la lectura
de clase sigue siendo la relación de sexo, mientras que la familia
y el maravilloso familiarismo terminan invariablemente por re-
componerse en calidad de falsas alternativas a las relaciones ca-
pitalistas. Encarnando una situación en la que la circulación de
poder no coincide con la circulación de dinero, la cual es, por
tanto, supuestamente más pura y revolucionaria, el paradigma de
la familia continúa estructurando los imaginarios y las prácticas
que se pretenderían en ruptura con la sociedad. Ahora bien, la
economía libidinal, enorme punto impensado del marxismo, es la
primera cosa a interrogar, pues es el tierno e inocente corazón de
todo régimen de poder, aquello que en él nos reclama una irresis-
tible complicidad.
“En los países del área comunista —escribe Carla Lonzi— la
socialización de los medios de producción en absoluto ha mer-
mado la institución familiar tradicional, más bien la ha reforzado
en la medida en que ha reforzado el prestigio y el papel de la
figura patriarcal. El contenido de la lucha revolucionaria ha asu-
mido y expresado personalidades y valores típicamente patriar-
cales y represivos, que han repercutido en la organización de la
sociedad, primero como estado paternalista, y luego como verda-
dero estado autoritario y burocrático. La concepción clasista, y
por tanto la exclusión de la mujer como parte activa en la elabo-

57
ración de los temas del socialismo, ha hecho de esta teoría revo-
lucionaria una teoría patricéntrica. […] El mismo Marx llevó una
vida de marido tradicional, absorbido por su trabajo de estudioso
e ideólogo, encargado de hijos, uno de los cuales lo tuvo con la
sirvienta. La abolición de la familia no significa, en efecto, ni la
puesta en común de las mujeres, como incluso Marx y Engels
habían elucidado, ni ninguna otra fórmula que haga de la mujer
un instrumento de ‘progresos’, sino la liberación de una parte de
la humanidad que habrá hecho escuchar su voz y habrá comba-
tido, por primera vez en la historia, no sólo a la sociedad bur-
guesa, sino a cualquier tipo de sociedad concebida con el hombre
como principal protagonista, situándose más allá de la lucha con-
tra la explotación económica denunciada por el marxismo.” (Es-
cupamos sobre Hegel, 1974)

58
Fuera de clase

Establecido que el hombre no es “violencia” y la


mujer “dulzura” (porque esta división ha sido ope-
rada por los hombres contra las mujeres) y que la
violencia no es ni masculina ni femenina; estable-
cido que la diferencia es al contrario entre violencia
liberada y no liberada, se trata entonces de tratar de
vivirla y practicarla de manera distinta. Evitando
que produzca, a raíz de sus reglas propias y totali-
zantes, aquello que es definido como “militarización
de las consciencias”.
I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre

“Porque la mujer —leemos— no es un hombre


incompleto, es diferente de él.”El adjetivo “dife-
rente” nos es maravillosamente familiar — Vive la
différence ! Ese lugar común que nos resalta, Not
like to like, but like to difference, nos presenta de
manera simple las desigualdades tradicionales
como el reflejo de la interesante diversidad de la es-
pecie humana. Formulado así, el hombre continúa,
como en el pasado, representando la fuerza y la au-
toridad, siendo “el nervio de la guerra que hace
avanzar el mundo”, mientras que la mujer continúa
“ocupándose de los hijos” y “preservando intacto
cierto espíritu infantil”. La adulación roza con el in-
sulto.
K. Millet, Política sexual

59
Reapropiarse la diferencia, que mientras tanto se ha conver-
tido en el principal instrumento de gestión del biopoder, es evi-
dentemente una apuesta de antemano perdida. De manera simé-
trica, apostar por su negación, por la abstracción legalista de la
igualdad, es un error que el tiempo no perdona. Esta diferencia
ha sido jugada “en contra” de las mujeres a fin de su exclusión
(de la esfera pública, de la circulación del poder) y “a favor” de
ellas en la hipocresía de la galantería que les atribuye una inocen-
cia y una virginidad directamente indexadas a esa marginalidad.
La familia es el lugar originario de repartición de las respon-
sabilidades, así como es el primer foco de subjetivación. En ella,
el destino biológico de la mujer, y ahora el destino ciudadano de
los homosexuales en unión civil, se consuma con la bendición
social.
La lucha de clases sólo es capaz de atravesar la puerta del ho-
gar familiar cojeando: es una economía distinta la que reina en
él, la gratificación afectiva no tiene poder adquisitivo, el trabajo
de cuidados no tiene sindicalistas, la política clásica tartamudea,
la norma tiene la última palabra.
“Incluso si era nuevo y molesto, un camarada detenido podía
sin esfuerzo reconocer al detenido de derecho común como a un
proletario, como a un ‘sujeto revolucionario’ potencial, estando
ese reconocimiento respaldado por una tradición de lucha polí-
tica. Gracias a una consciencia de sí simplemente ‘pre-política’
representaba y expresaba en todos los casos, a través de su acción
ilegal, un antagonismo al sistema. Pasar del crimen contra la pro-
piedad (por mucho el más común de acuerdo con los datos esta-
dísticos) a la lucha contra el sistema capitalista es un paso lógico
que presupone por supuesto una síntesis política, pero que cons-
tituye también una elección razonada y determinada. Pero la mu-
jer que cometió su crimen ‘pre-político’ clásico, el crimen contra
la familia, el infanticidio, no puede seguir un recorrido tan lineal.
¿Cómo podemos reconocer a la mujer infanticida como a nuestra
hermana, en nombre de la expropiación puesta en obra por el Ca-
pital? Su prisión es más profunda e interior, es violentamente re-

60
chazada: su gesto lo prueba. […] Si el hombre tiene a su disposi-
ción un patrimonio cultural, político y simbólico para ‘justificar’
sus acciones violentas, ¿qué patrimonio puede invocar la ‘mujer
infanticida’ para justificar las suyas?
Sin embargo, la familia, el hijo, el marido ¿no pueden ser los
elementos de una opresión material, no pueden ser la señal de una
miseria desesperada, el símbolo de una jaula que puede conducir
a la mujer a una momentánea ruptura de su equilibrio psíquico y
hacerla cumplir un gesto loco? […] Si bien es cierto que los ca-
maradas han comprendido profunda y fuertemente que las condi-
ciones materiales de detención, pudiendo por sí mismas construir
una unidad, comenzando por ese tiempo y lugar, podían ser gira-
das contra la institución, las mujeres han tenido muchas dificul-
tades para dar un sentido, una ‘unidad política’, a esas rebeliones
solitarias y desprovistas de todo dominio inmediato en el interior
del esquema de la opresión de clase.” (I. Faré, F. Spirito, Mara e
le altre)

61
62
Un cierto escepticismo

El retorno de lo reprimido amenaza todos mis


proyectos de trabajo, de investigación, de política.
¿Los amenaza o es la cosa realmente política en mí,
a la cual habría que dar alivio, espacio? […] El mu-
tismo ponía en jaque, negaba esa parte de mí que
deseaba hacer política, pero afirmaba algo nuevo.
Hubo un cambio, tomé la palabra, pero en esos días
comprendí que la parte afirmativa de mí estaba ocu-
pando de nuevo todo el espacio. Me convencí de que
la mujer muda es la objeción más fecunda para
nuestra política. Lo “no-político” excava túneles
que no debemos llenar de tierra.
Lia, Sottosopra, n° 3, 1976

Parece que en 1977 alguien fijó en la librería de las mujeres


de Milán un cartel que decía “NO EXISTE PUNTO DE VISTA FEMI-
NISTA”, y que dicho cartel permaneció en ese muro cierto número
de años. Existió un movimiento feminista que atravesó eso que se
llama el feminismo, ahora que ya no lo hay; pero no era un mo-
vimiento de reconstrucción o de construcción identitaria, o al me-
nos no en sus componentes que yo defino como extáticos, más
bien se asemejaba a un proceso de demolición, lo que era com-
pletamente coherente con sus presupuestos. Porque integrarse a
una civilización que hasta ayer nos excluía o proponerle otro fun-
cionamiento mejor para ayudarla a resolver su ligero problema
de desmoronamiento, es una alternativa insostenible.

63
La feminización del trabajo en Occidente ha correspondido a
una necesidad de modernización del aparato productivo: la ex-
plotación de las amas de casa simplemente ya no era suficiente.
El fordismo era masculino, con su orgullo, sus manos sucias, sus
overoles azules, su fuerza bruta en las luchas y en la fábrica. El
trabajador era un profesional de su propia explotación, un aficio-
nado de la existencia. La producción era su dominio, la reproduc-
ción el espacio de su incompetencia. No sólo que la regeneración
de su propia fuerza de trabajo no siguiera siendo ya “su pro-
blema” sino el de su mujer, así como los cuidados de los hijos y
la limpieza de la casa. El trabajador del fordismo atravesaba una
vida repleta de máquinas y cansancio, todos los días volvía sucio
y vacío a una célula familiar en la que los cuerpos eran domesti-
cados y tocados de un modo distinto a los de sus colegas en el
cementerio libidinal de la fábrica, moría ignorante y lleno de ra-
bia, víctima de la desposesión de una potencia cuyo nombre ni
siquiera conocía, de un sufrimiento cuya fuente ni siquiera había
localizado.
El rechazo de las mujeres a colaborar en la preservación de
esa ignorancia de la vida patrocinada por el Capital forma parte
de lo que llamo el feminismo extático. Su escándalo consistió en
hablar la lengua del placer y no la de la reivindicación, su nove-
dad consistió en extraerse de la esfera estratégica que inspira a la
contestación y su objeto a vivir en una contigüidad la mayoría de
las veces fatal.
La proximidad paradójica y efímera entre el feminismo y el
movimiento obrero se había fundado en el ataque cruzado contra
el fordismo, en el que se oponía a la lógica maquínica de la pro-
ducción industrial la exigencia de un ritmo humano, a la aritmé-
tica mecánica del tiempo de fábrica la inconmensurabilidad del
tiempo de vida. Pero esta convergencia era problemática: si los
hombres podían investir con las luchas el terreno convencional
del asalariado u oponérsele con el rechazo al trabajo, las mujeres
ocupaban una posición más precaria y menos codificada puesto
que se veían en una falta de reconocimiento y de cuantificación
de su trabajo, que era más o menos coextensivo a su vida. Hablar

64
el lenguaje masculino y sindical de la igualdad para luchar contra
las desigualdades salariales y el subempleo de las mujeres en los
trabajos cualificados equivalía a legitimar el verdadero sistema
de esclavitud subterránea que había llevado a tal situación, es de-
cir, la extracción de plusvalía continua de toda actividad domés-
tica y familiar de la mujer bajo el disfraz de una necesidad social-
mente normada de “reciprocidad” afectiva.
Pero la amargura de tal constatación producía un efecto inme-
diatamente desolidarizante con todo combate masculino, un de-
seo violento de separatismo, de interrupción del double bind que
roe la vida de toda mujer en lucha, obligándola a separar una di-
mensión privada —en la que el juicio es aplastado por la necesi-
dad de la indulgencia y la obligación a adherir las normas que
han sido la fuente de su idea de amor— de una dimensión política
o social en la que se habla la lengua de los propios hombres que
son excusados en la casa, esperando ser reconocidas en el exterior
como algo más que una mujer en el hogar.
Si el trabajo de Sísifo realizado por el obrero era desgraciado,
su desgracia era socialmente ritualizada y políticamente recono-
cida, pero la desgracia de Penélope, quien para habitar la doble
restricción de estar casada y abandonada, fiel pero destinada a un
hombre que un marido ausente no echa fuera, separada de un es-
poso que la olvida pero alimentando su recuerdo para no perder
dignidad ante sus propios ojos, ésa es una desgracia que no tiene
derecho de ciudad. El sufrimiento de quien pierde su sueño min-
tiendo, a sí y a los otros, para conformarse a un estereotipo con-
tradictorio (la buena madre y la trabajadora diligente, la mujer
liberada y la esposa fiel, la camarada y la que lava los calcetines,
la intelectual y la niña bonita…), ése es un sufrimiento que es
tenido por obsceno. Hacer y deshacer la tela de un tejido social
impregnado de ignorancia de los cuerpos, de la alegría, de los
niños, de los sentimientos, es un trabajo que no conoce vacacio-
nes ni recompensa. Lo que obliga a tantas mujeres a flotar en la
capa más superficial de la existencia, entre temor y frivolidad,
sigue sin encontrar una oreja para escucharlo, un combate para
afrontarlo.

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66
67
Bartleby; feminista extático

1) La casa, donde llevamos a cabo la mayoría del


[trabajo doméstico], está atomizada en miles de
cuatro muros, pero está presente en todas partes, en
el campo, en la ciudad, en la montaña, etc.
2) Somos controladas y mandadas por miles de
pequeños jefes y controladores: y son nuestros espo-
sos, padres, hermanos, etc.,; no obstante, sólo tene-
mos un solo amo, el Estado.
3) Nuestras camaradas de trabajo y de lucha, que
son nuestros vecinas de casa, no están físicamente
en contacto con nosotras durante el trabajo como en
el caso de una fábrica: pero podemos encontrarnos
en lugares convenidos donde transitamos todas, al
servirnos de los famosos pequeños lapsos de tiempo
que recortamos en el día. Y cada una de nosotras no
está separada de la otra por estratificaciones de
cualificaciones y de categorías. En el fondo todas
hacemos el mismo trabajo.
[…] Si hiciéramos la huelga no dejaríamos pro-
ductos inacabados o materias primas no transfor-
madas, etc.; interrumpiendo nuestro trabajo, no pa-
ralizaríamos la producción, sino que paralizaríamos
la reproducción cotidiana de la clase obrera. Esto
es algo que golpearía al corazón del Capital porque
se volvería una huelga efectiva incluso para los que
normalmente han hecho la huelga sin nosotras; pero
a partir del momento en que ya no garantizáramos

68
la supervivencia de aquellos a los que estamos afec-
tivamente vinculadas, tendríamos también dificulta-
des para continuar la resistencia.
Coordinación emiliana por el salario en el trabajo do-
méstico, Boloña, 1976

Ellos dicen que es Amor. Nosotras decimos que


es trabajo no remunerado.
Ellos lo llaman frigidez. Nosotras lo llamamos
absentismo.
Cada embarazo involuntario es un accidente de
trabajo.
Homosexualidad y heterosexualidad son ambas
condiciones de trabajo…
Pero la homosexualidad es el control de los obre-
ros sobre la producción, no el fin del trabajo.
¿Más sonrisas? Más dinero. Nada será más efi-
caz para destruir las virtudes de una sonrisa.
Neurosis, suicidio, desexualización: enfermeda-
des profesionales del ama de casa.
Silvia Federici, Salarios contra el trabajo do-
méstico, 1974

El trabajador puede sindicalizarse, irse a huelga;


las madres están aisladas unas de otras en sus casas,
atadas a sus hijos por lazos compasivos. Nuestras
huelgas salvajes se manifiestan casi siempre bajo la
forma de un derrumbamiento físico o mental.
Adrienne Rich, Nacemos de mujer, 1980

No está muy claro cómo fue que un día Bartleby decidió pasar
la noche en su oficina. Su gris existencia de pequeño empleado
se desvanece sobre el tiempo de ocio que parece de paso imposi-
ble, su inercia condena toda veleidad de compartimentar el tra-
bajo y la vida: se tratan, para él, de dos posibilidades inconcilia-
bles, dos imposibilidades que se enlazan. Bartleby no juega el
69
juego, vive su vida como un empleado y se conduce al puesto de
trabajo como si pudiera vivir tranquilamente en él. Por supuesto,
no tiene casa, no tiene familia, no tiene amor, no tiene mujer. ¿Y
entonces qué? En este universo desolado, poblado de tareas por
cumplir y relaciones abstractas entre hombres-trabajadores,
Bartleby prefiere no. Bartleby lleva a cabo una huelga completa-
mente nueva que estropea a su patrón más que cualquier ludismo.
“En verdad —afirma, resignado, su jefe de oficina—, era su dul-
zura prodigiosa por encima de todo, la cual no sólo me desar-
maba, sino que, por así decir, me despojaba de toda actitud viril.”
Bartleby es sorprendido holgazaneando en las instalaciones de
una oficina cualquiera de Wall Street, un domingo, medio des-
nudo, pero nadie encuentra las fuerzas para echarlo: su lugar está
ahí, todo el mundo lo sospecha. “No considero exactamente
como viril —continúa su patrón— a alguien que, en cualquier
momento, permite con toda tranquilidad a su subordinado que le
dé órdenes y que lo expulse de sus propias instalaciones.”
La autoridad del amo queda aquí desposeída a través de un
acto de rechazo genérico: no es la violencia, sino la pálida sole-
dad de alguien que “prefiere no”, lo que la consciencia del jefe
de oficina teme, así como ella ha temido la vida de tantos maridos
repelidos con la misma firme determinación injustificable de una
preferencia negativa, más dura que un rechazo sin apelación.
La mala conciencia de la virilidad clásica, encarnada por el
Magistrado de la Cancillería, superior de Bartleby, le impide des-
embarazarse de este espectro mudo que ya no demanda nada, que
rechaza todo, pero que con su simple presencia obstinada hace
alusión a un espacio distinto donde las oficinas no serían ya los
lugares de la fastidiosa esclavitud de los contadores y donde los
jefes recibirían órdenes. “Raras veces pierdo los estribos —pre-
cisa el patrón—, y más raras son las veces en las que caigo en
peligrosas indignaciones ante los agravios y los abusos”, este se-
ñor es alguien tranquilo, equilibrado, y sin embargo pierde todo
poder de acción sobre Bartleby; su dulce insumisión lo seduce,
su huelga lo contamina, quiere dejarse llevar, abandonar una au-
toridad que se vuelve penosa para él, y en el colmo de su simpatía

70
inexplicable por su empleado holgazán se decanta por la menos
lógica de las soluciones: “Sí, Bartleby, quédate ahí, detrás de tu
excusa, pensé; no te perseguiré más, eres inofensivo y silencioso
como una de esas viejas sillas; en pocas palabras, nunca me he
sentido en mayor intimidad que cuando sé que estás ahí. Al fin lo
veo, lo siento; imagino el propósito predestinado de mi vida. Y
estoy satisfecho. Otros tendrán papeles más elevados; pero mi
misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una oficina por
el tiempo que juzgues bueno permanecer en ella.” Ninguna
huelga ha obtenido jamás condiciones tan favorables como ésta:
la convicción del patrón acerca del carácter esencialmente abu-
sivo de su papel, el rechazo al trabajo que desemboca en su abo-
lición remunerada. La huelga de Bartleby, semejante en esto a la
de las feministas, es una huelga humana, una huelga de los ges-
tos, del diálogo, un escepticismo radical frente a toda forma de
opresión que pretenda avanzar sin obstáculos, incluyendo el
chantaje afectivo o las convenciones sociales más incuestiona-
bles — como la necesidad de trabajar y de volver a la oficina
después del cierre. Pero es una huelga que no se extiende, que no
contamina a los demás trabajadores con su síndrome de preferen-
cias negativas; porque Bartleby no tiene nada que explicar —y
aquí radica su fuerza—, no tiene ninguna legitimidad, no ame-
naza con ya no hacer nada, de modo que avala una relación con-
tractual, pero recuerda solamente que no tiene más deber que
desear y que tiene una preferencia, en este caso, por la abolición
del trabajo. “Pero como a menudo sucede —continúa el jefe de
la oficina—, el constante roce con mentes no liberales acaba por
disolver las buenas resoluciones de los más generosos.” La
huelga humana sin comunización de las costumbres acaba en tra-
gedia privada, es considerada un problema personal, una enfer-
medad mental. Sus colegas, que circulan en la oficina durante el
día, exigen obediencia por parte de Bartleby, ese empleado que
camina ocioso con las manos en sus bolsillos: le dan órdenes, y
frente a su rechazo categórico a ejecutarlas y a su impunidad ab-
soluta, se quedan perplejos, se sienten víctimas de una injusticia
incalificable. La metáfora es incluso demasiado clara, uno se
puede imaginar la amenaza de desvilirización que sentían los

71
abogados y los magistrados cuando su autoridad era ignorada y
despreciada por un simple contador. “Y yo ¿qué podía decir —se
queja el jefe de la oficina—? Por fin, me di cuenta de que en todo
el círculo de mis relaciones profesionales corría un murmullo de
asombro acerca del extraño ser que cobijaba en mi oficina. Esto
me preocupó mucho. Se me ocurrió que podía ser longevo y que
seguiría ocupando mis instalaciones, y desconociendo mi autori-
dad; e incomodando a mis visitantes; y haciendo escandalosa mi
reputación profesional; y arrojando una sombra siniestra sobre el
establecimiento. […] Resolví acumular todas mis fuerzas, y li-
brarme para siempre de esta pesadilla insostenible.”
Bartleby —¿hay necesidad de decirlo?— muere en prisión,
debido a que su des/ocupación solitaria no se extendió.
Así como jamás creyó ser un contador, tampoco creía ser un
arrestado. Su escepticismo radical no encontró el confort de nin-
guna pertenencia, pero en esta noticia inquietante que escenifica
una dialéctica amo-esclavo bastante más perversa y corrosiva que
la del paradigma hegeliano, se da una promesa de práctica por
venir. El trabajo subterráneo de la mujer, en vista de su congruen-
cia con la vida, sólo puede detenerse mediante una huelga salvaje
de los comportamientos, una huelga humana, que salga de las co-
cinas y de las recámaras, que tome la palabra en las asambleas.
Esta huelga humana no adelanta ninguna reivindicación, antes
bien desterritorializa el ágora, devela lo “no político” como el
lugar de redistribución implícita de las responsabilidades y del
trabajo no remunerable. Unas mujeres del movimiento italiano
explicaban: “No encontramos criterios y no nos interesa separar
la política de la cultura, del amor, del trabajo. Una política así,
separada, no nos complacería y no la sabríamos hacer.” (L. Ciga-
rini, L. Muraro, Politica e pratica politica, en Critica marxista,
1992)
Lo que tuvo lugar con la transición al posfordirsmo, que inte-
gró a las mujeres a la esfera productiva mejor que ningún modo
de producción anterior, fue una indiferenciación creciente del es-
pacio-tiempo del trabajo y del espacio-tiempo de la vida. Cada
vez son más los trabajadores que se encuentran en la situación de

72
Bartleby, situación que fue exclusivamente femenina hasta fina-
les del siglo veinte en Occidente, pero ellos prefieren no rechazar,
por ahora. El trabajo y la vida están enredados como probable-
mente nunca antes, y esto para los dos sexos; la opresión econó-
mica que fue femenina es ahora unisex, y la huelga humana apa-
rece como el único disolvente posible de la situación. Porque
“preferir no” equivale en lo que viene a no ser un contador, un
teletrabajador, una mujer, y esto sólo puede hacerse entre varios;
la preferencia negativa es antes que nada un acto político: “Yo no
soy lo que tú ves” acarrea al “Seamos otro posible ahora”. De-
jando de creer en lo que los demás dicen de ti, oponiendo la in-
tensidad política de tu existencia a los convencionalismos del re-
conocimiento, y sobre todo no queriendo poder alguno, porque
el poder mutila, el poder exige, el poder vuelve mudo y entonces
alguien hablará en tu lugar, hablará como tú sin que te des cuenta
de ello, es así como nos escapamos, como practicamos la huelga
humana. Pero, ya, la esquizofrenia acecha a todos los desvincu-
lados, a todos los incautos del poder, a todos los esquiroles de la
huelga humana.

73
De la ventriloquia política

Yo digo yo
¿Quién dijo que la ideología es también mi
aventura?
Aventura e ideología son incompatibles.
Mi aventura soy yo.
Un día de depresión, un año de depresión, cien
años de depresión.
Dejo la ideología y ya no soy nada.
La perdición es mi prueba.
Ya no tendré un momento de prestigio a mi dis-
posición.
Pierdo atracción.
Ya no tendrás en mí una referencia.
¿Quién dijo que la emancipación fue desenmas-
carada?
Ahora me cortejas […]
Esperas de mí la identidad y no te decides.
Tuviste del hombre la identidad y no la dejas.
Viertes sobre mí tu conflicto y me eres hostil.
Esperas mi integridad.
Quisieras ponerme sobre un pedestal.
Quisieras ponerme bajo tutela.
Me alejo y no me lo perdonas.
No sabes quién soy y te haces mi mediador.
Lo que tengo que decir lo digo sola.
¿Quién dijo que te has beneficiado de mi causa?
Yo me he beneficiado de tu carrera.
“Io dico io”, en Rivolta femminile, 1977

74
En 1977, en Italia, aparecía en Rivolta femminile un texto ti-
tulado Yo digo yo, especie de carta abierta dirigida a feministas
demócratas que se anunciaban de manera cada vez más pública
en las alegres y animadas manifestaciones que la historia espec-
tacular hace pasar como EL feminismo.
El sentimiento de malestar hacia la ventriloquia política era ya
muy difuso en la época y teorizado como necesidad de propor-
cionar una voz coherente al cuerpo propio, lo cual es estricta-
mente imposible en las democracias biopolíticas.
“Después del primer día y medio —cuenta un participante en
la reunión de Pinarella— se me ocurrió una cosa extraña: debajo
de las cabezas que hablaban, escuchaban, reían, había cuerpos; si
yo hablaba (con qué tranquila serenidad y ausencia de autoafir-
mación, ¡hablaba ante 200 mujeres!) en mis palabras estaba de
una u otra manera mi cuerpo, que encontraba una extraña manera
de hacerse palabra.” (Serena, Sottosopra, n° 3, 1976)
Es el problema de la cabeza, que incesantemente se busca una
solución en los movimientos feministas radicales; en él se com-
prende que es urgente encontrar un remedio a la distancia entre
la ausencia de sofisticación y refinamiento femenino del lado del
discurso, y su exceso del lado del cuerpo; que hace falta buscar
genealogías de mujeres que no sean familiares sino culturales. La
búsqueda de otra modalidad de expresión no tiene aquí el tono
vanguardista de quien quiere decir las cosas de un modo distinto
para desmarcarse, sino la urgencia de hacer del discurso mismo
el terreno de expresión de otro posible, que lo expone pues como
lugar de conflicto y de revelación implícita de las relaciones de
fuerza. Se trataba, mediante un desacoplamiento simbólico, de
hacer existir de un modo distinto unos cuerpos y sus historias. En
el caso de las mujeres, fuera de las cualidades que les son atri-
buidas por medio del metro de medida masculino —ya sea que
se encuentre en las manos de un hombre o de una mujer, poco
importa—, “ellas sólo podrían existir en su sentido empírico, de
modo tal que su vida sería una zoé antes que un bios. Así pues,
no nos sorprende —escribe Adriana Cavarero— que la pulsión

75
in-nata a la auto-exhibición de la unicidad se cristalice para mu-
chas mujeres en el deseo del bios como deseo de biografía.” (Tu
che mi guardi, tu che mi racconti) Es aquí que la autoconsciencia
devenía una práctica de recomposición y de compartir a la vez,
de producción de subjetividad por medio de los discursos y de
discursos por medio de las subjetividades.
En 1979, una mujer que formaba parte de un grupo armado
feminista cuenta lo siguiente, de forma anónima, al teléfono: “Yo
soy conservación, autoconservación, vida cotidiana, adaptación,
mediación de conflictos, relajamiento de tensiones, superviven-
cia de mis objetos de amor, alimento; yo soy todo esto contra mí
misma, contra la posibilidad de comprender quién soy y de cons-
truir mi propia vida, yo soy en mi locura, en mi autodestrucción.
Entonces miro dentro de mí misma y trato de dejar de pensar en
lo que está bien y lo que está mal, en lo que es correcto y lo que
es falso… Siento la necesidad de romperme, de destrozarme, de
no pensarme siempre en continuidad con mi historia. Tal vez por-
que no tengo historia, tal vez porque todo lo que me viene a los
ojos como historia me parece algo ajeno, me parece un vestido
que me ha sido puesto en la espalda y del que no consigo desves-
tirme… Entonces comienzo a pensar que el hecho de destro-
zarme, de estallar, de fragmentarme, de buscarme en el interior
de nuestra búsqueda colectiva, de nuestros posibles, de nuestras
utopías colectivas, quiere decir que no puedo romper con mi re-
signación y subordinación si no rompo con los enemigos que he
identificado, si no reconozco mi rabia y la saco fuera, con mi vio-
lencia contra la ideología y el aparato de violencia que me
oprime… Si no encuentro con las otras mujeres mi deseo de salir,
de atacar, de destruir… Destruir, abatir todos los muros y todas
las barreras…” (I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre, 1979)
El anonimato femenino, la ausencia de las mujeres del gran
relato de la Historia, les hace preferible el silencio a la exposición
de sí, la sustracción al heroísmo. Ser extraordinaria, formar parte
de una excepción, para una mujer constituye un riesgo de sepa-
ración de la masa silenciosa de sus compañeras, y más que una
traición de clase, casi un suicidio social. “Por definición —cuenta

76
otra mujer que eligió la lucha armada— la mujer no piensa. Si se
coloca fuera del orden establecido se dice que lo hizo porque ‘si-
gue’ a su marido, y su locura continúa. […] Cuando comencé a
decir ‘no’, en mi casa, no sabía cómo hacer, tenía miedo. Miraba
a los hombres muy atentamente para imitarlos, los ‘absorbí’, en-
tendí que podía hacer como ellos. Pero no era realmente sufi-
ciente para emanciparme. Ellos también tenían miedo, incluso de
mí…” (I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre). La cuestión biográfica
es para las mujeres la cuestión del cómo hacer. Si no existe nin-
guna prisión material que las encierre en un rol o un silencio, en-
tonces ¿cómo desarticular los reflejos de alguien más que mate-
rializan a ese sexo y ese silencio, cómo demoler la imagen que
los otros nos dan de nosotros sin autodestruirse a sí mismo? Para
las mujeres, la biografía es por lo tanto una cuestión técnica antes
que narcisista; el relato de sí es la respuesta a la cuestión de saber
cómo fue que las otras mujeres que no querían ser “mujeres” ni
“mujeres que querían ser hombres” salieron de esto. Cómo, bási-
camente, un cuerpo de mujer puede llegar a detentar un discurso
que no estaba previsto para él, que estaba por el contrario previsto
para hacerlo callar. Cómo salir del silencio y seguir siendo anó-
nima, seguir siendo cualquiera, lo cual representa la única manera
de desbaratar a la ventriloquia política.
Cuando el feminismo extático se apropiaba de ello, esta aten-
ción al discurso en cuanto vehículo privilegiado del poder aca-
baba apenas de surgir y no conocía para sí mismo un futuro pro-
metedor en la mala fe de los universitarios; si había algo ejemplar
en esta búsqueda de un lenguaje que proporcionaría una dignidad
política al día a día sumergido y no codificado de una multitud
de mujeres ávidas de sentido para sus existencias, era el rechazo
a todo principio de autoridad. Esta búsqueda inauguraba una ló-
gica distinta de guerra, en la que lo que está en juego no es vol-
verse inatacable por un adversario interior, sino ponerse en lucha
contra el enemigo interior. En la que desmovilización física y
descolonización simbólica coinciden en un movimiento de des-
prendimiento de sí.

77
Se trataba de un gesto que se deseaba libre, que reivindicaba
para sí el derecho al error (que de igual modo es siempre el dere-
cho a la errancia, al vagabundeo, al hallazgo más amplio.) Pero
quien rechaza ser corregido, al final, critica la ley y el sistema
penal, y el movimiento de deslegislación del feminismo extác-
tico sigue siendo en esto una herencia fundamental para ser
opuesta al imperialismo de la integración a todo precio y a todo
avance de lo politically correct. Esto es algo que escandalizaba,
como cuando en plena lucha por el derecho al aborto, algunas
mujeres decían que no querían ley alguna sobre su cuerpo, sobre
la violación, sobre la maternidad. Que ya no querían ley, en ab-
soluto.
Pues la única salida honorable de un estado de minoría no es
la obtención del reconocimiento, por parte de quien domina, de
que la relación de fuerza ha cambiado, sino la deconstrucción del
mecanismo del reconocimiento mismo y de la idea de victoria.
Leemos en el Manifiesto de Rivolta femminile de 1971: “Recha-
zamos hoy sufrir la afrenta de que algunas miles de firmas, mas-
culinas o femeninas, sirvan de pretexto para exigir a los hombres
en el poder, a los legisladores, aquello que en realidad ha sido el
contenido expresado por millares de vidas de mujeres enviadas
al matadero del aborto clandestino.”
Aceptar dejarse arrancar de la zona opaca de la no-ley, de la
arbitrariedad de las relaciones afectivas —en las cuales, se sabe
bien, nadie debe implicarse— para ser conducidas bajo la luz in-
decente de los proyectores de la política espectacular, ha sido el
principal error del feminismo; todas las cuestiones que había le-
vantado permanecen desde entonces peligrosamente irresueltas,
y la vía para volverlas a plantear está ahora interceptada. ¿Qué
más envilecedor que ver a un movimiento que exigía otro espacio
político conformarse con aquel que conscientemente organizó su
exclusión, acompañado de una mezcla de buen sentido de madre
de familia que sabe que “de todos modos hay que hacer que mar-
che” y de orgullo de la mujer liberada que manipula totalmente
sola el motor de su coche?

78
Podemos leer un testimonio desolador de este compromiso
en Deux femmes au royaume des hommes de Roselyne Bachelot
y Geneviève Fraisse; “Siempre hay que prestar atención a nuestra
apariencia física. […] Siempre estamos sobre el hilo de la navaja.
Si tenemos una falda demasiado corta o un escote demasiado am-
plio, conmocionamos. Si al contrario nos ponemos un traje pare-
cido a un saco de papas, nos caen encima burlas. […] Recuerdo
una reunión pública en Millau, dentro de un cine abandonado,
con una estrada muy alta y sin tener nada para ocultar nuestras
piernas. Al final de la reunión, un señor vino a decirme: ‘¡Tienes
calzones blancos!’ Y es ahí que nos decimos que, realmente, nada
está hecho para las mujeres.” Comenzando por las faldas, para
acabar con el deseo de afirmarse sobre escena, a imagen de los
hombres…
La abstracción de la política institucional no es reapropiable
por parte de las mujeres en la medida en que la figura del ciuda-
dano, que es su núcleo, existe en contra de la materialidad y la
singularidad de los cuerpos, a favor y en la lógica de la represen-
tación. La imposible “mujer-ciudadana”, capaz de integrarse a la
política clásica ocultando su vergüenza de tener vergüenza por
no ser un hombre, acosa al cuerpo femenino con otro espectro: el
del feto. Eso que ni siquiera es todavía una náusea para ella, es
ya un cuerpo a ser gobernado para el Estado. El feto es el ciuda-
dano que la mujer lleva en su vientre, aquello que es invisible y
sin existencia pero ya sujeto de derecho en contra de ella, hablado
por el biopoder.
“En el transcurso de pocos años —escribe Barbara Duden—
el hijo se ha vuelto un feto, la mujer embarazada un sistema ute-
rino de abastecimiento, el bebé por nacer una vida y la ‘vida’
un valor católico-secular, por consiguiente omnicomprensivo.”
(Der Frauenleib als öffentlicher Ort)
El cuerpo de la mujer como fábrica potencial de ciudadanos
nace con aquello que Foucault denomina la biopolítica. “Desde
1800 —continúa Barbara Duden—, el interior de la mujer se ha
vuelto público desde el punto de vista médico, policíaco y jurí-
dico, en tanto que paralelamente —ideológica y culturalmente—

79
es emprendida la privatización de su exterior. Creo que me en-
cuentro sobre las huellas de un desarrollo contradictorio típico de
la ‘creación’ de la mujer como hecho científico en el transcurso
del siglo XIX al igual que del ciudadano de la civilización indus-
trial.” Así pues, la Ilustración organizó un régimen distinto de
visibilidad y previsibilidad de los cuerpos vivos que exigía escru-
tar desde el interior a la mujer, y que transformó su fisiología en
espacio público. Entre medicalización y representación política
existe una coincidencia no sólo cronológica: tanto el ciudadano
como el feto son ficciones producidas por el biopoder, y en
cuanto tales son los enemigos declarados del feminismo extático.

80
81
Los estragos sombríos de la hipótesis
represiva
Genealogía de la misandría

El conocimiento de los rudimentos psicoanalíticos entre nues-


tros contemporáneos se reduce a un confuso conjunto de estrate-
gias para “no dejarse engañar” y “no dejarse pisar”. Las mujeres
occidentales en búsqueda de afirmación profesional se ven afec-
tadas por un complejo de Cendrillon que la mayoría de las veces
sólo se explica ligeramente con su biografía: son las especialistas
del deporte que consiste en desarmar a los malintencionados an-
tes de que se vuelvan tales, en desechar toda inocencia y toda
ingenuidad hasta destruir incluso su dosis homeopática que per-
mite a la relación humana existir. “Cierra las piernas” es el es-
tandarte bajo el cual marcha una generación entera de capitalistas
cínicos para mujeres que justificarán las últimas inmundicias que
puedan cometer con la fantomática opresión masculina que des-
cubrieron en los libros.
El odio a los hombres —ya apartado enérgicamente por una
buena parte del primer feminismo de los años sesenta— vuelve
con fuerza en ellas bajo la forma de una exigencia de domesticar-
los. Las campeonas de la sumisión económico-burocrático-infra-
estructural impondrán a sus compañeros todas las opresiones
mercantiles para al menos obtener la igualdad desde abajo donde
ellas no pueden practicar la desigualdad que las ve ganadoras. La
mutilación infligida a los dos sexos y a su deseo es sustituida con
la venganza de un sexo sobre otro que pretende con ello equili-
brar las cuentas y sólo se dedica a alimentar el resentimiento. La
emancipación económica y social de las mujeres acabó así por
volverse una de las más espantosas derrotas del género humano:
refuerzo en todos los niveles de la opresión, desmultiplicación
del malentendido e incremento de la separación han sido sus úni-
cas consecuencias tangibles. A todas las que se regocijan cada
82
que ven a una mujer realizar un trabajo tradicionalmente reser-
vado a los hombres, porque “era la falta de trabajo lo que perju-
dicaba a las mujeres”, en ocasiones habría que recordarles la ins-
cripción en la entrada de Auschwitz. No existe práctica de la li-
bertad posible a partir de una necesidad de obediencia, como la
que traduce el cómico anhelo de la “igualdad de oportunidades”.
La proposición política del feminismo extático concierne a las
relaciones entre los seres, y no sólo entre los seres. De lo que se
trata es de hacer que éstos dejen de obedecer a esquemas tales
como el de mando-ejecución o de exigencia implícita-castigo a
quien la ignora. Por otra parte, el desacuerdo principal entre los
hombres y las mujeres tiene como centro el desprecio por el ser
deseado: las mujeres son capaces evidentemente de ello, pero lo
viven como una frustración personal y social, los hombres en el
mismo caso de figura parecen a menudo tranquilos de ello. La
falta de exigencia hacia las mujeres, que en su variante encantada
se denomina la “galantería”, se justifica en primer lugar por la
negativa a hacer de ellas interlocutoras, por la exigencia de que
ellas interpreten signos — lo cual se transforma en el desvarío
del sentido común “las mujeres son sensible” o “tienen el sentido
de la intuición”.
Esto concierne también, evidentemente, a las relaciones se-
xuales, y en particular a aquellas que se puede definir como he-
teronormadas. Si en la relación sexual ocasional entre el hombre
y la mujer es esta última quien “pierde” para los ojos de la colec-
tividad que se quiera, no es sólo porque corre el riesgo de caer
embarazada —que ya era fácilmente evitable mediante prácticas
sexuales no penetrativas mucho antes de la ayuda maliciosa de la
tecnología— sino porque en el intercambio sexual es el hombre
quien toma el placer y no está supuesto a darlo.
La mujer se da, se deja conquistar, o peor, se ofrece. Y si esta
oferta es irregular, produce anomia, rompe la balanza, es infla-
ción de placer ofrecido que transforma de un golpe la idea misma
del intercambio sexual. El placer femenino, que es invisible y fi-
siológicamente reproductible sin límite alguno, si se pusiera a
cargo del juego amenazaría a una autoridad constituida, es decir,

83
a un derecho adquirido de expropiación sin contrapartida. Es aquí
que la violación encuentra su fuente, manifiesta sólo de manera
patente y práctica la opinión que se expresa en el prejuicio uni-
versal en contra de las mujeres libres.
Las mujeres no tienen derechos porque no tienen derecho al
placer —pues todo derecho, en el fondo, es la traducción de una
autorización a un placer o a la interrupción de un sufrimiento—;
los hombres, por su parte, han tenido el derecho de tomárselo, ese
placer, e incluso de sujetos no consentidores. Las mujeres que no
querían derechos habían comprendido, por tanto, que
el nexus poder-ley-deseo debía ser deshecho o reorganizado, que
si existe goce dentro de los grilletes, no se trata de condenarlo ni
de negarlo, sino de tener presente en la mente que no crea nin-
guna libertad, y que otros placeres son posibles también. No hay
sexualidad reaccionaria, al igual que no hay sexualidad subver-
siva, pero sí existe una política del sexo que tiene efectos sobre
los cuerpos y los lenguajes, que produce determinados juegos de
poder y censura otros. El disfraz del feminismo como política de
paridad desplazó la cuestión del intercambio de placer hacia la
cuestión del intercambio de poder, lo cual conviene ciertamente
a las democracias biopolíticas. Un mundo donde incluso las mu-
jeres ignoran la autonomía de su goce en relación a los mecanis-
mos del gobierno y temen la castración, es decir, la privación de
un poder fantasma que no las vuelve más potentes, no es ya sino
una extensión formidable de cuerpos dóciles.
“No creas tener derechos”, esto quería decir no creas recibir
una protección a cambio de tu obediencia, porque desde hace mi-
lenios proporcionas tu obediencia sin exigir contrapartida, como
pura pérdida; no creas poder realizarte en una sociedad creada
para excluirte: si se te dan derechos es porque para exigirlos te
has dejado normalizar y porque ahora el enemigo puede inte-
grarte a su gusto.

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¿Afuera? ¿Dónde está eso?

Pero cuando las mujeres practican la emancipa-


ción, se dan cuenta de que cuesta muy caro, de que
va acompañada de frustraciones y sufrimientos.
Porque no hay ningún placer a ser producido para
este mundo, y menos aún liberación de roles — que
se reforman cada que se inicia un nuevo cuestiona-
miento; es difícil sostener la lucha y la extenuante
competición que conlleva la emancipación; la acep-
tación de una regla, de un ritmo, de un modelo, de
un modo de producción y de un modo de vida total-
mente alienados y ajenos, nos vampiriza y nos so-
bredetermina hasta el punto de provocar en nosotras
ese síntoma tan frecuente que es llamado —incluso
en la lengua popular— “esquizofrenia”.
I. Faré, F. Spirito, “La tranquilizadora extranje-
ría”, enMara e le altre

El progreso sería pues que yo sea dividida en dos,


cuerpo de sexo femenino de un lado, sujeto pensante
y social del otro, y entre los dos, además, el vínculo
de un malestar sensiblemente experimentado: la vio-
lación llevada a su perfección de acto simbólico.
No creas tener derechos

La integración pasa siempre por una operación previa de cri-


minalización de la discriminación: es así como el rizo de la ley
es rizado, como a un avance de la democracia corresponde una
enésima excrecencia cancerosa de la vida en nuestras vidas. El

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dispositivo del derecho funciona como una expulsión peristáltica
de la contradicción fuera del cuerpo de la sociedad; la criminali-
zación es la producción por parte del biopoder de una enemistad
entre partidos que tienen intereses comunes pero modos diver-
gentes de perseguirlos. Ocultando el parentesco invisible que une
a los oprimidos, la Ley se ha erigido históricamente como proge-
nitor único de todo lo social, y garante de su cohesión. Pero las
mujeres, así como los plebeyos, se han encontrado en una posi-
ción muy ambigua con respecto a la ley, no siendo protegidas ni
representadas, sino exclusivamente entorpecidas y amenazadas
por ella. Su rechazo violento a la Ley era, por tanto, la exigencia
de una edad adulta que supere la definición mezquina de la Ilus-
tración. Si permanecemos a la sombra de Ley, seguiremos per-
maneciendo en estado de tutela. Si el monopolio estatal de la vio-
lencia legítima sobrevive, ninguna práctica de libertad tendrá una
legitimidad que rechace someterse al envilecimiento de un itine-
rario de liberación (de los hombres, de los patrones, de los ma-
chistas, de los prejuicios, y en el fondo de nosotros mismos).
No es introduciendo en el cuerpo social unos dispositivos au-
torrepresivos como el antirracismo, el antifascismo o el antima-
chismo que supuestamente actúan en cada ser como la separación
se reduce o la potencia se libera. ¡Ninguna esperanza! Cada
“No”, cada “No hay que…” llega a agregarse al montón de prohi-
biciones que constituye la vida de todos, comenzada con papá-
mamá, proseguida con el Estado-sociedad y acabada en los bra-
zos del Biopoder.
La libertad no es forzosamente algo lindo de ver, ella que es
“la razón de la madre infanticida, de la mujer que no quiere ma-
rido, de la poeta homosexual, de la hija egoísta… y así sucesiva-
mente, hasta abarcar las numerosas maneras en que la humanidad
femenina trata de significar su necesidad de existencia libre,
desde el hijo que cae en el lavadero hirviendo hasta el impulso de
robar en los supermercados.” (No creas tener derechos) El re-
chazo de la asunción de la “deportación del destino femenino”
(A. Cavarero) hacia el terreno ajeno de los poderes y sublimacio-
nes masculinas, es decir, “civilizados”, fue la apuesta del primer

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feminismo que se constituyó separadamente practicando el “con-
flicto por sustracción”. Pero la fuerza para deshacer los mecanis-
mos de subjetivación no se produjo en el seno de la heterotopía
monosexual, y la secesión de las feministas siguió siendo una pe-
queña hemorragia de sentido en el gran cuerpo de la política clá-
sica.
“Un día no muy lejano —escribe Teresa De Lauretis—, de
una u otra manera, las mujeres tendrán una carrera, sus propios
apellidos y propiedad, hijos, esposos y/o amantes femeninas se-
gún sus preferencias, todo esto sin alterar las relaciones sociales
existentes y las estructuras heterosexuales en las cuales nuestra
sociedad, y muchas otras, están firmemente ancladas.” (Tecnolo-
gías del género) Ese día, en efecto, no nos parece del todo lejano;
sinceramente, se asemeja mucho al presente de una minoría “pri-
vilegiada”.

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Oikonomia

La diferencia está en el hecho de que mientras la


derecha hace una distinción entre la madre y la
puta, la izquierda declara la libertad de hacer uso
de todas las mujeres para todos los hombres. La iz-
quierda implica a las mujeres con el concepto de li-
bertad, que éstas buscan por encima de todo, pero
en realidad sólo las quiere libres para usarlas; la
derecha las engaña con el concepto de buenas mu-
jeres, cosa que ellas quieren ser por encima de todo,
y hacer uso de ellas en cuanto esposas: las putas que
procrean.
A. Dworkin, Pornography

El devenir-prostitucional de las democracias biopolíticas ha


hecho mucho por la igualdad de los sexos. La que se vendía, y
que por lo tanto se concebía al mismo tiempo como el objeto y el
sujeto de su comercio, fue históricamente la mujer por una canti-
dad enorme de razones, todas de orden económico. La economía,
sin importar lo que se diga, es la ley del hogar (del griego oi-
kos y nomos, casa y ley), y la casa (cerrada o privada, poco im-
porta) fue un dominio femenino en el seno de la cultura patriar-
cal. Los placeres de la carne son domésticos, cosas de interior
que no hay necesidad de compartir. La buena mujer es el objeto
sexual privado, domesticado, educado, decente. La propiedad de
los interiores, de lo íntimo (sinónimo del sexo femenino interno
y oculto) ha sido durante mucho tiempo un asunto de mujeres;
hacerse habitables (para el pene o la prole), disponibles aunque
casi nada remuneradas si consideramos la enormidad de la tarea,

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tal es el oficio de vivir para una mujer. Y no es así sólo por la
explotación masculina, es algo localizado como intersección en-
tre el patriarcado y el capitalismo, en un dominio económico,
porque la economía está regida por la ley de los deseos, y todo lo
que es objeto de deseo, incluso si se trata de un sujeto, entra ple-
namente en ella. Somos, en suma, deseables como somos solven-
tes, tenemos un capital-encanto, un capital-belleza que hay que
saber administrar, y esto es ahora igualmente cierto para los hom-
bres y para las mujeres, un hecho que se debe a la metamorfosis
de la producción y la circulación de los cuerpos antes que a una
“revolución” de las costumbres. Fundirse en una fatal y compla-
ciente intimidad con las cosas se ha vuelto una actividad masiva
para los Bloom fetiche-compatibles. Ésa solía ser la especificidad
del sexo débil.
Si aparentemente no se dan más coitos en la vida de los hom-
bres y las mujeres desde la “liberación sexual” de los años se-
senta, es algo que se explica así: el principio económico de cir-
culación de los deseos —y la lectura de cualquier revista feme-
nina o masculina lo confirmará— tiene la intención de que el
coito, el consumo y la consumación de sí y del otro, sea optimi-
zado.
La temible contigüidad entre economía libidinal y economía
mercantil es un efecto de la transformación de las formas del tra-
bajo: “La inversión del deseo —explica Bifo— está en juego en
el trabajo, a partir del momento en que la producción social em-
pezó a incorporar fragmentos cada vez mayores de la actividad
mental, de la acción simbólica, comunicativa y afectiva. En el
proceso de trabajo cognitivo queda involucrado lo que es más
esencialmente humano: ya no son el cansancio muscular ni la
transformación física de la materia, sino la comunicación, la crea-
ción de estados mentales, la afección y el imaginario lo que son
el producto al que se aplica la actividad productiva. El trabajo
industrial de tipo clásico, sobre todo en la forma organizada de la
fábrica fordista, no tenía ninguna relación con el placer, salvo la
de comprimirlo, aplazarlo, hacerlo imposible. No tenía ninguna
relación con la comunicación que, antes bien, era obstaculizada,

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fragmentada, impedida mientras los obreros se encontraban en la
cadena de montaje e incluso fuera de su jornada de trabajo, en su
aislamiento doméstico. […] El obrero industrial no tenía otro lu-
gar de socialización que la comunidad obrera en la que él podía
organizarse contra el capital.” (La fábrica de la infelicidad)
Víctimas de la ilusión de que cualquiera podría “realizarse”
en el trabajo comunicacional, las mujeres ponen al servicio del
Capital sus habilidades relacionales adquiridas en el curso de mi-
lenios de sumisión durante los cuales tuvieron interés de hacerse
amables. La publicidad, la moda, los clubes nocturnos, los cafés
e incluso la planta baja del triste edificio del “trabajo inmaterial”
cuyos bares y aceras se encuentran poblados de putas, funcionan
como valor agregado mujer. Vueltas inevitablemente supercons-
cientes de su precio, las mujeres se han convertido en la moneda
viva con la que SE compra a los hombres. De este modo el círculo
de la economía prostitucional se cierra sin afuera, salvo por un
lumpenproletariado de indeseables, minusválidos o invendibles,
parados y paradas de la fábrica libidinal.
El coito —y cuanto más alto es el valor agregado relacional
de los sujetos más cierto es esto— se convierte entonces en el
espacio de la construcción de un capital-reputación, de un trabajo
de autopromoción que, si no se orienta hacia ninguna oportuni-
dad, tampoco debe nunca “desacreditarte”. Es así como el “re-
lapso” y las prácticas sexuales de rechazo de la seguridad han de
interpretarse: como pequeñas transgresiones que permiten al tra-
bajador total regresar embriagado a su trabajo y repleto del sen-
timiento de un “gasto” realmente peligroso. Aquí se pone en pe-
ligro su capital-salud como en otro tiempo el burgués ponía en
peligro su matrimonio al recoger a una amante.
Don Juan era un angelito en comparación con el hipster.

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Anatomía de lo deseable

Te desprecio —diplómata-arreglista — empleas


la palabra “placer” cuando yo digo: “alegría”. Tú
arreglas, cuando yo siento.
H. Hessel, Journal d’Helen

“La textura de la piel ‘pertenece’ también a las lenguas que la


han amado u odiado, no sólo al pretendido cuerpo que ella en-
vuelve.” (Lyotard) Es por esto que “Mi cuerpo me pertenece” es
el eslogan más mentiroso que jamás haya existido: pues no hay
un yo central y desencarnado más de lo que hay una propiedad
privada sobre los cuerpos. Nuestro goce nos lleva a la perdición,
nos coloca en una posición extática, de confusión con el otro/los
otros. Y el placer solitario o autista es sólo una variante de la
socialidad. Si tenemos necesidad de un pensamiento que salga
del monismo o del dualismo (su desdoblamiento) y de la dialéc-
tica (la maniobra de su mantenimiento), no es porque encontre-
mos la hipótesis “mixta” más excitante que la constitución sepa-
rada, sino porque deseos y placeres son creaciones relacionales.
Cuanto menos está normado el campo de la sexualidad, más largo
es el juego entre las singularidades, más amplios son los movi-
mientos de subjetivación y desubjetivación y más se incrementa
la potencia de los seres implicados (molecularmente pero tam-
bién colectivamente).
La actitud del feminismo emancipacionista que consiste en
condenar el masoquismo femenino nos parece que responde an-
tes bien a una exigencia de la producción capitalista que a una
necesidad de estima de sí. La mujer de poder ejerce una autoridad
falocrática, sin las bolas, y con ello confirma todas las tesis que

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la han oprimido (castración, envidia del pene), ocupa una posi-
ción inconscientemente cómica cuyo humor no domina. El sádico
—contrariamente a lo que el capitalismo quisiera hacernos
creer— no goza más o mejor que el masoquista, sólo de otro
modo.
En el cuadro de una práctica de libertad mixta, donde los de-
seos de relación entre hombres y mujeres se desenganchan de la
necesidad de acumulación y de explotación, la liquidación del
masoquismo específicamente femenino sigue siendo una etapa a
ser franqueada para los dos sexos. “Las mujeres —escribe Ida
Dominijanni— han sido confinadas por el orden simbólico pa-
triarcal al desorden de relaciones rivales medidas a partir del de-
seo masculino; han estado históricamente excluidas de las jerar-
quías sociales, construidas a imagen y representación de la se-
xualidad masculina; han sido luego asignadas, en los paradigmas
de la emancipación y de la liberación, a una revolución ‘de gé-
nero’ basada en una visión miserable del sexo oprimido y en la
adecuación a los modelos masculinos. Para destrozar esta doble
prisión de la exclusión y de la homologación, es necesario rein-
ventar la estructura simbólica del deseo y del intercambio.” (El
deseo de política)
El carácter abyecto de los hombres que defienden a las muje-
res contra sus congéneres machistas proviene de un comporta-
miento fundado en un odio de sí aumentado. El odio, en primer
lugar, al hombre que hay en cada hombre (que uno renuncia a
expresar de un modo articulado para contentarse a reducirlo al
silencio de la vergüenza) y después a la mujer cuya parte débil e
infantil él acepta proteger, parte justamente secretada por una
cultura misógina.
Por lo demás, la misoginia femenina ha terminado por ver en
toda relación sexual el espectro de la violación, manifestado con
ello sólo la pena que las mujeres tienen a verse como objeto de
un deseo de sumisión, de un deseo que ignora el placer y de su
complicación, un deseo monista o binario. Sin importar que lo
quieran o no, el cuerpo de las mujeres pertenece al deseo de los
violadores, a tal grado que son incapaces de suscitar otros deseos.

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Salir de la culpabilización para comenzar un verdadero diálogo
de la carne es la promesa secreta e inconfesada del feminismo
extático. Esto es algo que concerniría a los niños abusivamente
deseados o desantes, a los viejos excluidos del placer y a los per-
versos de todos los ámbitos: la “normalidad” sexual se decide y
se establece a cada instante entre los seres concernidos, toda mo-
ral normativa que tiene como único objetivo imponer un compor-
tamiento más “productivo” y controlable que los otros.
La sociedad mercantil tiene, en efecto, una educación senti-
mental y psicosomática adecuada para sí misma que sólo puede
ser combatida sobre el terreno ético, que sólo puede ser derrotada
mediante la existencia de nuevos placeres que provengan de nue-
vos intercambios.
Esta educación pornográfica y publicitaria polariza las for-
mas-de-vida inscribiendo unos posibles determinados en la su-
perficie de los cuerpos. La sexuación es la inscripción princeps,
aquella que organiza todas las demás legibilidades, que asigna
todo cuerpo a un ethos determinado (y a sus variantes estableci-
das por el Espectáculo), que hace que, incluso si el margen de
tolerancia moral respecto a “problemas de género” parece mayor
actualmente, el summum de lo indescifrable siga siendo el cuerpo
con sexo incierto, con ethos relacional herético. La integración
de las transgresiones y de las perversiones sexuales en el seno de
la taxonomía de la dominación no depende tanto de una apertura
de las mentes que se derivaría de la “revolución sexual” como de
una necesidad de colonización de territorios de deseos que emer-
gen de manera cada vez más abierta. Y si, por tanto, el terreno
ético de la homosexualidad pudo en el pasado ser una zona franca
respecto a la mirada de la Iglesia, a la mano del Estado y a la
reproducción de la familia, al día de hoy está tan investida y agi-
tada por el Espectáculo que su integración simbólica en las insti-
tuciones ha sido forzada a mantenerse.
El control de los cuerpos a través de una colonización y una
subsunción progresiva de sus deseos ha terminado por transfor-
mar toda veleidad de anticonformismo sexual en nuevo terreno a
ser construido para la publicidad mercantil.

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Economía política de una voluntad de
saber

Si sólo son textos, dáselos a las hombres.


Donna Haraway

Es posible que este texto no sea claro.


¿A dónde quiere ella, a dónde quieren ellos, a dónde queremos
llegar? A la tierra incierta que es nuestro día a día, al suelo que
es el menos cuestionado porque es el que pisoteamos y porque,
si comenzaba a desmoronarse, en primer lugar: sería algo que se
sabría, y en segundo lugar: nos encontraríamos en una suma ur-
gencia que dejaríamos de escribir textos.
Y después, ¿qué es un texto que habla de todo lo que todo el
mundo ve y no designa un enemigo externo ni salidas programá-
ticas, en fin, que no nos explica, propiamente hablando, nada
nuevo?
Es una herramienta. O más exactamente un arma de guerra.
Una herramienta cuando la dirigimos hacia nosotros mismos,
para desmontar los mecanismos de las tecnologías de género que
nos constituyen, un arma cuando la dirigimos contra aquellos que
nos lo impiden, todos los reproductores conscientes o no de la
censura productiva. Es el fusil de la guerra partisana mixta que el
Partido Imaginario requiere. Se enseña a los científicos a clonar
lo “vivo” y se nos desaprende cotidianamente la cooperación,
único resorte de la libertad.

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Por lo pronto, nosotros estamos muy cansados. Es hora de en-
tablar una buena huelga. Una huelga humana que será tan radi-
calmente destructora que destruirá en su movimiento mismo al
enemigo que se localiza en nosotros. Y sólo entonces nos dare-
mos cuenta de todo aquello que tomaba lugar en nosotros y exigía
alguna indulgencia, de todo aquello que también era útil, de todo
aquello que colaboraba, participaba de nuestra coherencia (la
coherencia mortal de los hijos de la dialéctica).
La huelga humana no exige —en cierto sentido, es incluso su
contrario— una revolución sexual, sino una revolución psicoso-
mática. La cuestión epistemológica es en ella una cuestión afec-
tiva que decide nuestra relación con el mundo; la cuestión polí-
tica es en ella una cuestión existencial que pone en juego nuestro
estar-en-el-mundo. La huelga humana se lanza al ataque de la
economía mercantil por los bordes: socavando sus dos bases, la
economía política y la economía libidinal.
¿Es eso peligroso?
Sí, y es bello.
Por lo demás, lo que carece de peligro carece también de dig-
nidad.
Se ha hecho a la mujer amable por su fragilidad; se la ha con-
sagrado al amor haciéndola incapaz de vivir, transformando su
existencia en una serie de amenazas que la obligan a refugiarse
en los brazos necesarios del hombre. Ahora nos hace falta un pe-
ligro que excluya todo refugio, nos hacen falta pasiones que pres-
cindan de compasión.
El héroe era lamentable por ignorancia. Le retiramos su mo-
nopolio del combate, dejando de tenerle lástima y de dispensarlo.
Milenios de cultura que hicieron penetrar en los hombres la con-
vicción de que no debían tener miedo a morir, produjeron en es-
tos últimos el miedo a vivir. La lucha contra este miedo es el co-
mienzo de la guerra partisana, donde toda forma-de-vida es tam-
bién una forma de lucha, la cual aparece por fragmentos en los
gestos contenidos detrás de estas líneas.

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Lo que importa, en el fondo, no es lo que sea retenido de la
historia extraña y contradictoria del feminismo extático, sino lo
que demolió, los pequeños desmoronamientos internos que si-
guen a la sacudida de las familiaridades.
¿Esto es algo que no lleva a nada? ¡Sí que lleva!
¡Sí, sí!
Esto es algo que hace lugar. Para vivir. Para reír. Para luchar.
“Destruir rejuvenece” escribía Benjamín, y tenía razón.

“—Los hombres tienen el corazón bondadoso si no tienen


miedo pero tienen miedo tienen miedo tienen miedo. Digo que
tienen miedo, pero si se los dijera su bondad se convertiría en
odio. Ciertamente los cuáqueros tienen razón, ellos no tienen
miedo porque no combaten, ellos no combaten.
—Pero Susan B., tú combates y no tienes miedo.
—Yo combato y no tengo miedo, yo combato pero no tengo
miedo.
—Y tú vas a ganar.
—¿Ganar qué, ganar qué?”
Gertrude Stein, The Mother of Us All

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