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SERGIO ETKIN

LENGUAJE Y COMUNICACIÓN

VOL. I INTERACCIONES SOCIALES, FORMACIONES


DISCURSIVAS, INTERDISCURSO

2016
CAPÍTULO 1

MODELO DE ADAM PARA EL ANÁLISIS DE LAS PRÁCTICAS


DISCURSIVAS

§ 1. El modelo lingüístico textual de Jean-Michel Adam

El modelo para el análisis de las prácticas discursivas propuesto desde el punto


de vista de una lingüística del texto por el suizo Jean-Michel Adam (2011) representa un
enfoque amplio en torno de los múltiples componentes que hacen del lenguaje una
realidad heterogénea. Por esta propiedad suya, permite organizar, de una manera
especialmente prolija, las observaciones que se necesite hacer sobre un texto que se
analice o comente detalladamente, dentro de un cuadro general que abarca desde los
aspectos histórico-sociales que lo contextualizan hasta sus condiciones propiamente
textuales, pasando por los fenómenos interdiscursivos que lo condicionan. Todos estos
niveles de análisis se caracterizan en este modelo por su índole sistemática, esto es, se
interrelacionan en forma coherente y se refuerzan unos a los otros para llegar a producir,
todos juntos, los efectos de sentido que podrán interpretarse en el texto en cuestión.
La categoría de práctica discursiva se vuelve, pues, en este modelo, englobadora
de los restantes factores que se postulan como básicos: a saber, una primera serie de
niveles de análisis de naturaleza discursiva, los que se estudian desde el punto de vista
del análisis del discurso, y una segunda serie de componentes que son propiamente
textuales, de los que se ocupa la lingüística del texto. En forma gráfica, el modelo
completo toma este aspecto:
NIVELES DE ANÁLISIS DEL DISCURSO

N2 N1
FORMACIÓN INTERACCIÓN ACCIONES
SOCIODISCURSIVA SOCIAL (Objetivos)

INTERDISCURSO (Lengua(s), Intertextos y Sistema de


géneros)
N3

TEXTO

TEXTURA ESTRUCTURA SEMÁNTICO ENUNCIACIÓN ACTOS DE


COMPOSICIONAL REPRESENTACIONAL HABLA
(proposiciones (responsabilidad
y períodos) (secuencias y planes (representación enunciativa y (Orientación
de texto) discursiva) coherencia argumentativa)
polifónica)

N4 N5 N6 N7 N8
NIVELES DE ANÁLISIS TEXTUAL

MODELO PARA EL ANÁLISIS DE LAS PRÁCTICAS DISCURSIVAS. ADAM (2011)

La noción general que sirve de punto de partida para este modelo, la idea de
práctica discursiva, proviene del análisis del discurso de línea francesa y enfatiza el
carácter de acción o praxis sobre el mundo socialmente determinada que todo discurso
posee. Como tal se concibe como dotada de una historicidad radical en cuyo trasfondo
operan reglas institucionales que la legitiman. Según Foucault (1969: 198), una práctica
discursiva no es ni una manifestación expresiva individual, ni la transmisión de
pensamientos propios, ni la competencia lingüística de un hablante que domina la
gramática de su lengua sino “un conjunto de reglas anónimas, históricas, siempre
determinadas en el tiempo y el espacio que han definido en una época dada, y para un
área social, económica, geográfica o lingüística dada, las condiciones de ejercicio de la
función enunciativa”.
El modelo parte de una interacción social, es decir, de un acto comunicativo que
no se interpreta como un ejercicio privado, sino como un episodio regular y
convencional dentro de la vida de una comunidad, en el sentido antropológico de ritual
comunicativo que, se entiende, no será necesariamente compartido por otros grupos
socioculturales, es decir, por otras comunidades discursivas. Este nivel de análisis nos
permite introducir información concerniente a las circunstancias generales que rodean
esa actividad, y al hablante y al destinatario reales de la comunicación, como personas
empírica y socialmente situadas que se influyen al entrar en contacto uno con el otro.
Por otra parte, alrededor del acto comunicativo giran otras acciones no verbales que lo
acompañan y refuerzan. En otras palabras, no se trata aún de un nivel enunciativo, es
decir, vinculado con los responsables del texto en tanto que voces que se construyen en
su interior y quedan en él como huellas de operaciones de enunciación, sino de los
participantes efectivos, concretos y reales del intercambio comunicativo en su carácter
de actores sociales.
El nivel de análisis inmediatamente vinculado con la interacción social,
numerado por Adam como nivel 1 (N 1), es el de sus acciones y objetivos. Las
interacciones se interpretan como actos sociales que pueden pensarse, como se hace
especialmente desde el enfoque de la pragmática lingüística, regidos por algunos
principios básicos, como el de empatía –el otro puede experimentar estados mentales
comparables con los míos, y él también lo sabe – y el de cooperación –en la
comunicación procuramos compartir una acción racional para la consecución de la cual
sus participantes están dispuestos a hacer cada uno el aporte que le corresponda–. Por lo
tanto, la actividad comunicativa consiste en actos racionales y voluntarios de sujetos
humanos que eligen participar de ella y, por lo tanto, supone la intención de alcanzar
determinados fines, tanto por parte del hablante como de su receptor. Como tal, está
conformada por una secuencia de actos específicos que se van sucediendo. Así, una
entrevista laboral, como interacción social, consta de distintos actos, cada uno de los
cuales responde a sus propios objetivos: saludarse, presentarse, formular preguntas, dar
respuestas, etc.
Desde otros enfoques sobre los usos sociales del lenguaje, estos actos
sociodiscursivos también pueden pensarse como encarnando las luchas de intereses y de
poder presentes en una sociedad determinada, o bien como eventos de habla
culturalmente determinados, como se hace desde el punto de vista de la etnografía del
habla y la comunicación.
La interacción social se encuadra dentro de una formación sociodiscursiva (N
2), que Adam entiende como un sistema de condicionamientos regulativos e ideológicos
que actúan en el marco de una determinada esfera práctica de la vida social, sometida a
distintas instancias de control institucional. La formación sociodiscursiva determina,
pues, por la esfera social en la que tiene lugar, un tipo de discurso: académico,
científico, político, literario, publicitario, etc. Dentro de ese marco, el sujeto hablante se
sitúa en un determinado posicionamiento ideológico, esto es, adscribe a un cierto
sistema de valores, que rivaliza con otros. En tercer lugar, distintas instancias
institucionales hacen que la participación de los hablantes en el evento comunicativo no
sea enteramente libre sino que se someta a las prescripciones socioculturales que
emanan de aquellas.
En tercer lugar, el nivel del interdiscurso (N 3) se concibe en este modelo como
los fenómenos de lenguaje que se sitúan en la intersección entre el texto propiamente
dicho y la comunidad discursiva dentro de la cual es producido. Comprende el conjunto
de discursos y medios para su puesta en práctica, siempre emanados de la formación
sociodiscursiva, con los que cuenta una sociedad en todos sus aspectos: textos, reglas
enunciativas, roles, géneros discursivos, incluso la variedad de lenguaje que se usa. Se
trata de una constelación de discursos que, a modo de memoria colectiva de todo lo que
se ha dicho en la historia de una comunidad, interactúan entre sí, es decir, que muestran
un incesante juego de remisiones y evocaciones que no tienen por qué estar claramente
configurados, como ocurre cuando se plasman bajo la forma de textos ajenos, que
constituyen los intertextos de aquel que estemos analizando. En su sentido más amplio,
comprende todo lo ya dicho y hasta los enunciados virtuales que serían esperables y lo
que no se puede decir. De acuerdo con Pêcheux, el interdiscurso puede concebirse como
conjunto estructurado de formaciones discursivas. Operan en el enunciado como
preconstruido, es decir, como las huellas de discursos anteriores, con frecuencia con una
fuerte carga de evidencia y de autoridad. Es sobre su trasfondo que un discurso aparece
y se mantiene.
Desde el punto de vista de Adam, al tiempo que los discursos interactúan toman
forma tres elementos de fundamental importancia para la interacción social, los cuales, a
la vez, imponen sus reglas al discurso y la comunicación: las variedades de lenguaje, los
géneros discursivos y los intertextos.
La lengua se considera, dentro del interdiscurso, en sus dos caras: como sistema
lingüístico relativamente homogéneo y en tanto que variedades de lenguaje que
representan las formas del sistema que se circunscriben a subcomunidades –geográficas,
etáreas, profesionales, etc.– dentro de la comunidad lingüística mayor.
Por su parte, la de géneros discursivos –también denominados clases de textos,
en otras teorías– es una categoría de análisis de la materia verbal de la comunicación
propuesta por el ruso Mijail Bajtín para dar cuenta del hecho de que los enunciados que
circulan en una esfera dada de comunicación, es decir, los mensajes que el sujeto
hablante efectivamente dirige a su(s) destinatario(s) no son nunca enteramente nuevos
sino que se insertan en una formación sociodiscursiva que les confiere estabilidad y
regularidad, por lo que se asemejan a otros textos del mismo tipo en todos sus aspectos,
esto es, en sus componentes tanto contextuales como textuales dentro del tipo de
interacción social en el que son producidos.
Por último, la intertextualidad se refiere a las relaciones que contrae el texto que
analicemos con cualquier otro texto al que retome o con el que entre en diálogo de
alguna manera. El concepto de transtextualidad, propuesto por Gerard Genette, recubre
adecuadamente los diferentes aspectos que puede tomar este fenómeno de remisión de
un texto a otro(s), e incluye las relaciones paratextuales, las citas, las alusiones, las
transposiciones, entre otros mecanismos.
Pasamos ahora al plano del análisis textual dentro del modelo, esto es, a los
elementos que se pueden hacer corresponder con el nivel de lo efectivamente dicho, de
la puesta en palabras o la verbalización elegida por un determinado hablante para su
producción escrita u oral.
Dentro del texto reconoce Adam, primero, el nivel de la textura (N 4), que se
refiere a la estructuración sintagmática del texto, a las interrelaciones de los signos en
sus combinaciones, desde sus relaciones morfosintácticas hasta los encadenamientos de
cohesión que organizan sus progresiones temáticas, es decir, el equilibrio entre la
información conocida ya instalada en el texto y su información nueva. Van Dijk (1997)
denomina microestructura a esta clase de enlaces locales que comprenden la estructura
de las oraciones, y las relaciones de conexión que las enlazan unas con otras. También
incluye Adam en esta categoría la distribución de la oración en períodos; y, en un nivel
cada vez más amplio de análisis, se consideran los mecanismos de segmentación
material, que dividen el texto en grandes partes que vinculadas unas con otras: títulos,
capítulos, apartados, párrafos.
El nivel de estructura composicional (N 5), previsto por este modelo entre los
componentes textuales, se subdivide en dos formas de organización global: los planes
de texto, estructuración de las partes del texto decidida por el hablante pero
condicionada por el género discursivo –a veces, más pautada; a veces, más original,
según la mayor o menor flexibilidad de los géneros mismos– y las secuencias textuales,
definidas por Adam como una estructura relacional transgenérica, preformateada y
relativamente autónoma, compuesta por paquetes de proposiciones de base que forman
esquemas prototípicos de composición, como la narración, la descripción, la
explicación, el diálogo y la argumentación.
El nivel semántico representacional (N 6) capta, en un enfoque local, las
relaciones de coherencia que el despliegue de signos combinados en un texto va
trazando en el plano de sus significados. Esta coherencia semántica que todo texto por
definición desarrolla afecta, como decíamos, al orden lógico de las ideas o conceptos,
aislados o en combinación, que contiene. En un nivel más amplio o global, las
relaciones de coherencia involucran una jerarquización de las ideas de un texto que,
dentro de la unidad discursiva que se considere –un solo párrafo, varios, un apartado,
distintos apartados, un capítulo, diferentes capítulos y, en el plano más amplio, el texto
completo– separarán las principales, que sintetizan el contenido semántico de cada
segmento, de las secundarias. Cada una de estas síntesis conforma la macroestructura
semántica del fragmento que se tome en consideración.
En el nivel de la enunciación (N 7), se supone, en los términos de Maingueneau
(1998, 1999), la construcción de un determinado ethos para el garante del texto. El
concepto de ethos se refiere al tipo de “personalidad” o “carácter”, impuesto por una
formación discursiva ideológica y social, que un discurso va construyendo para su
enunciador, con el fin de legitimarlo como tal, esto es, para mostrar con cada cosa dicha
y con cada cosa implicada que su enunciación es aceptable, está garantizada a partir del
respaldo que implica ser dicha por quien está siendo dicha. En este sentido, a través de
su ethos, el enunciador se transforma en el garante de su propia enunciación.
Por otro lado, el plano enunciativo es también el de la polifonía de un texto, esto
es, el de su despliegue de múltiples puntos de vista. La teoría de la polifonía de Ducrot
(1984; 2001) traza una diferencia entre el sujeto hablante, una persona empírica, real, el
ser psicosociológico que produce efectivamente el enunciado, y el locutor, definido por
el autor francés como el ser que es presentado por el sentido de un enunciado como el
responsable de la enunciación, a quien debemos imputarle su aparición y al que remiten
el pronombre yo y la deixis en general. En tercer lugar, como los enunciados ponen en
juego polifónicamente diversos puntos de vista –y con ellos nos instalamos en el terreno
propio de la modalidad–, Ducrot incorpora instancias intermedias entre el locutor y tales
puntos de vista, a las que denomina enunciadores, también seres discursivos que se
presentan como las fuentes de las distintas validaciones que se van estableciendo en el
interior del enunciado.
En el análisis del nivel enunciativo de un enunciado juegan, en consecuencia, un
rol fundamental las categorías lingüísticas de deixis y de modalidad.
El último plano de análisis dentro del modelo de Adam, el nivel de los actos de
discurso o actos de habla (N 8) se compone de los microactos de alcance local y el
macroacto de habla global que sintetiza al texto completo en esta dimensión. Juntos
configuran, de acuerdo con el autor, la orientación argumentativa del texto. La noción
de actos de habla fue sistematizada principalmente por la pragmática lingüística,
fundada por Austin (1962) y recoge la idea de que toda manifestación lingüística
procura actuar de determinado modo sobre el interlocutor y sobre el mundo. Se aplica
tanto a un segmento mínimo de lenguaje –así, un simple “Hola” manifiesta
convencionalmente el acto de habla de saludar–, como a un texto entero en la medida en
que comporta un macroacto de habla, al que contribuyen sus microactos de habla
singulares, si bien no se trata de una mera sumatoria. En términos de van Dijk (1997), el
macroacto de habla de un texto, unidad de análisis que representa su macroestructura
pragmática, da cuenta de su propósito, responde a su por qué y para qué.

§ 2. Discurso y texto

Se sigue de la exposición anterior que constituye un punto de partida relevante


para el modelo de Adam la oposición entre discurso y texto. Mientras que se reserva el
término texto para hacer referencia a la configuración estructural de las producciones
verbales efectivamente comunicadas en su carácter lingüístico –en sus aspectos
fonológicos, morfológicos, sintácticos, semánticos, y también enunciativos y
pragmáticos–, la noción de discurso tiene un sentido más amplio que anuda una
producción verbal, es decir, el texto, con sus condiciones históricas y sociales de
producción.
Una diferenciación preliminar que hace Adam (1991) distingue entre la noción
de texto y la de enunciado. En efecto, considera el enunciado como un objeto material,
empírico, un mensaje efectivamente comunicado, mientras que toma el texto como un
objeto abstracto, recortado en función de un análisis lingüístico determinado, que se
define en el marco de una teoría que dé cuenta de su estructura composicional, en un
sentido análogo al que nos lleva a entender la oración gramatical como un constructo
teórico, abstracto y repetible, recortado por el gramático para el estudio de determinadas
relaciones estructurales entre sus componentes, antes que como una unidad real de la
comunicación.
En cambio, cuando se piensa en los fenómenos discursivos, se presta
necesariamente atención a su entorno contextual en sentido amplio: en qué situación se
ha producido, qué sectores sociales están implicados en su producción y en su
recepción, cuáles son los posicionamientos ideológicos e institucionales que, al mismo
tiempo, dan lugar al hecho discursivo y se consolidan a través de él, qué identidades
sociales se construyen por el discurso, qué luchas de poder se ponen en escena a través
de su despliegue, etc.
Maingueneau (1998: 38ss) define el discurso, en su sentido pragmático, a partir
de una serie de propiedades constitutivas:
(1) ser una organización transfrástica o que va más allá de la frase: las
construcciones gramaticales no son unidades comunicativas por sí misma; en cambio,
los enunciados, las unidades comunicativas del discurso, pueden tener cualquier
extensión, desde una palabra hasta cientos o miles de páginas, y sus reglas de
organización no son, en su nivel global, gramaticales sino sociales;
(2) estar orientado en el tiempo y hacia una finalidad: el discurso tiene una
linealidad, se encamina en una dirección y hacia objetivos más o menos determinados,
si bien, por supuesto, puede experimentar toda clase de desviaciones, detenciones;
puede adelantarse, puede volver atrás, etc.;
(3) ser una forma de acción, esto es, una actividad que busca producir efectos
sobre aquellos a quienes se dirige y que, en consecuencia, no se limita a desplegar una
descripción representativa de la realidad, sino que procura modificarla, a partir de la
influencia que puede tener sobre el pensamiento, las creencias y las decisiones de sus
destinatarios;
(4) ser interactivo, lo cual implica que los destinatarios son determinantes dentro
de un discurso, es decir, que todo lo que se construye en su interior está en función de
ellos, por lo que Culioli ha propuesto para este rol la denominación de “coenunciador”
para reemplazar otras denominaciones usuales en la bibliografía, como “destinatario”,
“receptor”, “oyente/lector”, etc.;
(5) ser contextualizado, esto es, que resulte decisivo el componente de
situacionalidad, el hecho de que los distintos entornos que rodean un discurso –el
contexto enunciativo, el contexto referencial, el contexto lingüístico, etc.– resultan por
un lado determinantes para ese discurso pero, por el otro, determinados por él: según
Maingueneau, aun en el transcurso de una misma enunciación los contextos discursivos
pueden modificarse drásticamente en diferentes oportunidades con la aparición de
nuevos participantes en la comunicación, la salida de otros, transformaciones en los
objetivos del intercambio, cambios en las posiciones relativas o en las jerarquías de los
coenunciadores, etc.;
(6) ser responsabilidad de un sujeto, en el doble sentido de que un yo, detrás de
todo discurso, opera como centro de las referencias deícticas del texto (en el nivel
personal, temporal y espacial) y como fuente de actitudes o modalizaciones;
(7) estar regido por normas, pues se trata de un comportamiento social que tiene
detrás de sí “una vasta institución de habla” que establece desde los aspectos formales
de ese discurso hasta las posibilidades de su legitimidad, y
(8) estar incorporado en un interdiscurso, es decir, quedar rodeado por una más o
menos densa polifonía, una multiplicidad de otras voces que son evocadas, confirmadas,
refutadas, admitidas, mientras el enunciador va desarrollando sus propias posturas.
Como indica Maingueneau (íd: 41), “el discurso no toma sentido más que al interior de
un universo de otros discursos a través del cual debe abrirse camino”.

§ 3. El análisis del discurso

La disciplina que toma a su cargo el estudio del discurso, tomado el término en


esta acepción técnica, se conoce con el nombre de análisis del discurso. Trappes-Lomax
(2004) inscribe este campo de estudios dentro de la lingüística aplicada, campo que
reúne estudios diversos sobre el lenguaje: entre otros, la lexicografía, la adquisición de
segundas lenguas, los trabajos con corpus de lenguaje, el análisis de la conversación o la
estilística.
De todas maneras, reconoce que es una propiedad del análisis del discurso su
carácter multidisciplinario y su diversidad de intereses. En efecto, existen distintas
líneas de investigación dentro del análisis del discurso pero dos se destacan entre ellas:
la línea francesa, que se origina con los trabajos de Pêcheux y está representada en la
actualidad por autores como Maingueneau o Chareaudeau, y la línea anglosajona, cuya
vertiente principal es el llamado análisis crítico del discurso, cuyo referente principal es
Fairclough.
Jaworski and Coupland (1999: 3-6, citados por Trappes-Lomax 2004: 134)
justifican el auge contemporáneo de los estudios del discurso a partir de tres argumentos
principales: (1) los problemas epistemológicos actuales, que llevan a un replanteo
acerca de la justificación de los saberes que recae tarde o temprano en cuestiones
lingüísticas y discursivas; (2) los desarrollos de la lingüística contemporánea en áreas
como el análisis de la conversación, las narraciones o el texto escrito, que pone a
disposición herramientas teóricas para una comprensión más profunda de las cuestiones
de sentido y significación, y (3) la situación histórica, política e ideológica de nuestro
tiempo, dominada por una industria de servicios y propagandas, y por una
omnipresencia de los medios masivos de comunicación, en el marco de lo cual el
discurso “deja de ser ‘meramente’ una función del trabajo, para volverse trabajo”.
En términos amplios, como señala Calsamiglia (2000: 17), “la particularidad del
análisis discursivo reside en un principio general que asigna sentido al texto teniendo en
cuenta los factores del contexto cognitivo y social que, sin que estén necesariamente
verbalizados, orientan, sitúan y determinan su significación”.
Estos análisis suponen, pues, un componente lingüístico en términos de dar
cuenta del repertorio de recursos de la lengua que están disponibles para los hablantes
en todos sus niveles de análisis, pero también la comprensión de las normas
socioculturales que regulan la producción discursiva apropiada para cada situación
comunicativa.
Los componentes lingüísticos y sociales se ven, desde el análisis del discurso,
generalmente como en una relación de interacción dialéctica: según Calsamiglia (op.
cit.),

el discurso es parte de la vida social y a la vez un instrumento que crea la vida social […] el
material lingüístico se pone pues al servicio de la construcción de la vida social, de forma
variada y compleja, en combinación con otros factores, como los gestos, en el discurso oral, o los
elementos iconográficos en la escritura […] Las lenguas viven en el discurso y a través de él. Y
el discurso –los discursos– nos convierten en seres sociales y nos caracterizan como tales.

El discurso, en este sentido, se define en términos de una práctica social, esto es,
de un tipo de acción intersubjetiva que se basa en el uso de una lengua natural en un
contexto social determinado, para construir representaciones del mundo y una
comunicación con los demás. Su carácter de práctica social implica, como indica la
autora, el estar regulada por parámetros contextuales, siempre dinámicos y “sujetos a
revisión, negociación y cambio”, de diversas clases: lingüísticos (qué se dijo antes, qué
se dice después); situacionales (¿en qué marco se establece la comunicación en cuanto
al espacio, al tiempo, a las relaciones sociales, a la realidad circundante, etc.?),
intencionales (¿qué buscan los interlocutores con el intercambio?); enunciativos (¿cómo
son y cómo se representan unos a otros los participantes del evento comunicativo?,
etc.); cognitivos (¿qué saberes previos manejan?); o socio-culturales (¿qué ideologías se
ponen en juego en los intercambios?, ¿qué identidades sociales se construyen y qué
conflictos se ponen en escena?).
El análisis del discurso, en sus vertientes principales, no es una teoría
rígidamente ceñida a un marco teórico único, sino que tiende a integrar propuestas
provenientes de diferentes disciplinas y campos de estudio. En especial se nutre tanto de
los aportes de la lingüística general y de la lingüística textual, como de la filosofía, la
sociología y el psicoanálisis. En particular, el teórico ruso Mijail Bajtín, desde la teoría
literaria y la lingüística, el filósofo francés Michel Foucault y el sociólogo también
francés Pierre Bourdieu son tres de sus principales inspiradores.
INTERACCIÓN SOCIAL

§ 1. Concepto de interacción Los modelos de la comunicación

El término interacción evoca una acción comunicativa en la que hay conflicto o


cooperación entre sus participantes. La noción tiene una acepción más restrictiva
cuando se circunscribe a la comunicación cara a cara bajo la forma de un encuentro en
el que sus actores se influyen recíprocamente e ingresan en un juego de acciones y
reacciones.

§ 2. El modelo SPEAKING de la etnografía del habla y de la comunicación

Presentaremos a continuación un modelo de análisis de la comunicación


representativo de su perspectiva interaccionista, no proveniente de la lingüística sino de
los estudios antropológicos: la etnografía del habla y de la comunicación, cuyos
fundadores fueron los estadounidenses John Gumperz y Dell Hymes. El modelo
“SPEAKING”, pensado por Hymes (1972) para el estudio de la comunicación en un
contexto efectivo de producción selecciona primero dieciséis componentes
fundamentales del acto comunicativo, que luego reduce a ocho más abarcadores y
denomina con términos cuya primera letra forma, en acróstico, la palabra del inglés
speaking, “hablar”.
Con la S inicial se asocia el término setting and scene, que suelen traducirse
como “ambiente y escena”. El ambiente tiene que ver con la situación real de tiempo,
CAPÍTULO 2

LA DISCURSIVIDAD. CONCEPTOS BÁSICOS PARA EL ANÁLISIS


DEL DISCURSO

Nivel 1: LOS OBJETIVOS

Preguntarnos por los objetivos de las acciones comunicativas supone, en primera


instancia, concebirlas como actos deliberados y racionales en los que los sujetos
hablantes deciden intervenir. Por otro lado, la interacción social de la que partimos se
interpreta generalmente cuando se le da tal valor a su componente intencional,
precisamente en lo que tiene de acción. Entender que con nuestras palabras hacemos
cosas, que tienen influencia sobre los otros y sobre la realidad, no es un punto de vista
único o evidente: muchos especialistas estudian el lenguaje dejando entre paréntesis su
uso concreto en situaciones comunicativas. Reencontramos, así, la oposición de la que
partimos entre una visión discursiva y comunicacional del lenguaje, que es la que aquí
asumimos, frente a su enfoque restringido al código o al sistema de signos.
Un hecho de particular relevancia respecto de los objetivos de la comunicación
es el de que operan como criterio funcional para la identificación de los discursos. En
efecto, sobre la base de las intenciones comunicativas que asociamos con ellos es que
distinguimos, como señala Maingueneau (en Charaudeau y Maingueneau, 2011), entre
un discurso cómico, un discurso de divulgación o un discurso didáctico.
Distintos autores han tematizado la cuestión de los objetivos de la acción
comunicativa en su relación con el lenguaje. De estas elaboraciones teóricas,
retendremos dos particularmente representativas. Una más genérica se contiene en el
clásico modelo de la comunicación desarrollado por Roman Jakobson, del cual se
desprenden una red de funciones del lenguaje, que, con frecuencia, se interpretan como
respuestas a la pregunta sobre los propósitos que la lengua nos permite cumplir en
nuestros actos comunicativos. En segundo lugar, presentaremos la categoría más
específica de fines como componente básico para el análisis de los eventos de habla
propuesto por los etnógrafos del habla y de la comunicación, como exponíamos a
grandes rasgos arriba, a través del modelo SPEAKING.

§ 1. Las funciones del lenguaje en el modelo de la comunicación de Roman


Jakobson

Una perspectiva especialmente abarcadora respecto de los objetivos del lenguaje


y la comunicación es la que se asocia con el modelo de la comunicación de Roman
Jakobson. Este autor, a partir de los seis componentes que considera necesarios para la
realización de cualquier acto comunicativo –un destinador, un destinatario, un mensaje,
un contexto, un contacto y un código–, deduce que también son seis las funciones
fundamentales del lenguaje, que se vinculan, pues, una a una, con tales componentes.
Estos seis componentes se toman como punto de partida para dar cuenta de las
funciones del lenguaje, desde el momento en que, de acuerdo con el autor, “toda
conducta verbal se orienta a un fin, por más que los fines sean diferentes y la
conformidad de los medios empleados con el efecto buscado sea un problema que
interesa cada vez más a los investigadores de los diversos tipos de comunicación
verbal”. Ninguna de estas funciones tiene “monopolio” alguno por sobre las otras, sino
que, como los componentes necesarios de la comunicación se activan todos en cada
intercambio comunicativo, estas funciones tienden a presentarse juntas, pero
jerarquizadas en términos de cuál es la predominante dentro de la estructura verbal de
un mensaje.
El lenguaje cumple su función emotiva o expresiva cuando se centra en el
destinador para exteriorizar en forma directa sus sentimientos y sus actitudes respecto
de aquello de lo que habla. Podríamos pensar en los mensajes centrados en uno mismo
como los casos más claros de expresiones verbales con predominancia expresiva:
supongamos, el discurso de un paciente en una sesión psicoanalítica o una persona
corriente que acaba de perder a un ser querido y manifiesta su dolor con palabras. Ahora
bien, desde una concepción funcionalista como la de Jakobson, las lenguas tienen sus
recursos específicos para la manifestación de cada una de sus funciones. Así, hay
signos, frases, tipos de construcciones, etc. de nuestra lengua destinados a cumplir la
función emotiva: en este sentido, ella se puede manifestar a través de las interjecciones
y del aprovechamiento fonético de las modulaciones de la voz, aptas para informar
acerca de los más diversos estados anímicos que puede sentir el destinador. También un
tipo de oración que posibilita nuestra gramática, la oración exclamativa, se enfoca a dar
cauce al desarrollo de nuestra expresividad.
La función conativa –neologismo formado a partir de la palabra latina conatus,
“esfuerzo”– es la que tiene lugar cuando el discurso se orienta hacia el destinatario, y se
esfuerza por provocar en él determinada respuesta o reacción. Los mensajes políticos y
los publicitarios son, seguramente, los ejemplos más representativos de discursos con
predominancia conativa. Por otro lado, los vocativos son una de sus expresiones
lingüísticas más específicas dentro de las formas que nos ofrece la lengua para su
manifestación –y, como las interjecciones, son unidades que se apartan tanto fónica
como sintácticamente de la mayor parte de los sustantivos, los adjetivos o de los verbos
de un sistema lingüístico–. El autor considera también el modo imperativo de los
verbos, las oraciones interrogativas y las imperativas como pautas gramaticales idóneas
para cumplir esta función conativa.
Cuando el mensaje apunta prioritariamente hacia el contexto, predomina la
función referencial del lenguaje, el valor cognoscitivo de signos que pueden representar
y describir estados del mundo. Jakobson nos alerta acerca del carácter muchas veces
excluyente que se otorga a esta función por sobre las otras desde un punto de vista
cientificista o logicista, que solo está dispuesto a tomar como función verdaderamente
importante del lenguaje la de representar transparentemente lo real, cuando “el lingüista
atento no puede menos que tomar en cuenta la integración accesoria de las demás
funciones en tales mensajes”. El discurso científico constituye una de las formas más
características de textos con predominancia referencial, pero también en la lengua
corriente dejamos prevalecer esta función, por ejemplo, cuando le informamos a un
transeúnte que nos consulta dónde queda determinada plaza.
La orientación hacia el contacto origina mensajes en los que es dominante la
función fática del lenguaje –el término lo toma Jakobson del antropólogo Malinowski–.
Con ella se busca, en su vertiente física, controlar especialmente si el canal está abierto
y si no hay interferencias (auditivas, visuales o de otro tipo que se interpretarán como
“ruidos” en el canal de comunicación) en la marcha del mensaje de uno a otro de los
participantes. En su vertiente psicológica, se tratará de mensajes que procuran
comenzar, extender o dar un cierre al intercambio. Los saludos, preguntas por la
disposición del otro a entrar en conversación (“tenés un rato que preciso hacerte una
consulta”), cuestionamientos respecto de la atención que se nos presta (“¿me estás
escuchando o le estoy hablando a la pared?) o fórmulas de cierre (“bueno”, “quedamos
así”, “para terminar”) pueden servir como ejemplo. Así, muchas veces una conversación
telefónica o los diálogos con extraños en lugares cerrados, como ascensores o taxis, se
limitan a un puro desarrollo fático de fórmulas de cortesía, o de expresiones poco
comprometidas y no invasivas (como hablar sobre el tiempo) que nos ofrece la lengua
para “tantear” si es posible que progrese más allá una comunicación entre ellos.
Cuando el centro está puesto en el código mismo, el sistema de signos, tenemos
un lenguaje que sirve para hablar de ese mismo o de otro lenguaje, esto es, el lenguaje
se usa en su función metalingüística. El prefijo griego meta-, que evoca la reflexividad
en tanto que una relación que parte de un elemento y recae sobre ese mismo elemento,
como una “metahistoria” es hacer una historia de la historia, sirve para designar la
oposición lógica entre el uso y la mención de un signo. En el nivel del metalenguaje se
hace mención de un signo de ese mismo o de otro lenguaje –que pasa a denominarse
lenguaje objeto– para hacer algún tipo de análisis o de comentario acerca de él. Así, si
decimos que “ ‘Madrid’ es un nombre propio bisílabo”, las comillas indican que la
palabra “Madrid” no está siendo interpretada como una ciudad, en ese caso se estaría
haciendo uso de ella, sino que se hace mención de esta palabra, dado que se toma en su
carácter de signo, como un objeto sobre el que se introducen algunas propiedades
gramaticales. Poner en juego la función metalingüística del lenguaje no es potestad solo
de lógicos y científicos, sino que, como ocurre con todas las demás funciones, se aplica
igualmente a la conversación cotidiana, cada vez que cuestionamos el sentido de una
expresión, si se usa en forma literal o metafórica, si es un término apropiado o fuera de
lugar, etc.
Por último, para un autor de extracción formalista como Jakobson, los
enunciados como mensajes, son una unidad estructural construida de acuerdo con las
oposiciones y las reglas constitutivas de una gramática y de una semántica, lo mismo
que la función poética que se ejerce en un mensaje cuando el centro mayor de atención
es, justamente, el mensaje mismo. Este es, acaso, el punto más original de su
exposición: para el lingüista ruso, cuando lo más importante de un mensaje no es la
expresión de sentimientos, la apelación al otro, la referencia al mundo, ni ninguno de los
otros factores, sino el mensaje en sí mismo, cincelado estéticamente como el escultor
tornea su arcilla, el lenguaje se usa literariamente, es instrumento de una poética.
Para Jakobson, selección y combinación son los criterios lingüísticos de la
función poética, como su rasgo necesario. La selección de los signos se conecta con sus
semejanzas y sus diferencias en el eje asociativo o paradigmático; la combinación, con
su contigüidad en el eje sintagmático. Lo propio de la función poética, establece el
autor, es que “proyecta el principio de la equivalencia del eje de selección al eje de
combinación” determinando “una secuencia, en la que la similaridad se sobrepone a la
contigüidad”. Entiende esto en términos de repetición: la diferencia entre elementos, por
lo demás similares, esto es, la oposición o el contrasto como rasgo definitorio del valor
lingüístico en el plano paradigmático, se traslada en el lenguaje literario al eje de las
combinaciones que efectivamente se presentan entre los signos, es decir, al eje
sintagmático, combinaciones que se vuelven, en consecuencia, ellas también
comparables, como lo son los signos entre sí. Pero no se trata solo de equivalencias en
las secuencias fonológicas, sino que también se forman ecuaciones entre unidades
semánticas, en especial, a través de la asociación entre símbolos y referencias literales.
Como explica Jakobson: “la similaridad sobrepuesta a la contigüidad confiere a la
poesía su esencia enteramente simbólica, múltiple, polisemántica”. El autor agrega
sugestivamente que las repeticiones de secuencias parciales en el texto poético terminan
por trasladarse al mensaje completo, lo cual produce un efecto de “reificación del
mensaje poético” y lo convierte en un mensaje destinado a perdurar.
Es lo opuesto, añade, a lo que ocurre con el metalenguaje, que, por ejemplo,
cuando ofrece el significado de un signo, tematiza las semejanzas y las diferencias de
selección en el espacio de un sintagma: “en el metalenguaje la secuencia se emplea para
construir una ecuación, mientras que en poesía la ecuación se emplea para construir una
secuencia”.
La simetría propia de lo poético –y de todo artificio, en general– la reduce
Jakobson al principio del paralelismo. Ahora bien, los paralelismos poéticos no son
transicionales o cromáticos sino de oposición marcada o saliente como en la estructura
de los versos los fenómenos rítmicos, de metro, aliteraciones, etc., en los que las
repeticiones o paralelismos sonoros se corresponden con repeticiones de sentidos: “en
poesía, toda semejanza perceptible de sonido se evalúa con relación a la semejanza y/o
desemejanza de significado”. Pero el mismo principio de repetición en la secuencia se
aplica al plano de lo semántico a través de la elaboración de metáforas, símiles,
parábolas, etc.
Por otro lado, el autor opone función poética a función referencial sobre la base
de la idea de ambigüedad y, podríamos agregar, la de connotación, pues considera que
“la supremacía de la función poética sobre la referencial no destruye tal referencia, sino
que la hace ambigua”, siendo la ambigüedad un rasgo “intrínseco e inalienable de
cualquier mensaje que fija la atención en sí mismo; es decir, es una consecuencia natural
de la poesía”, en la medida en que lo propio de lo poético es superponer contiguos
elementos que se equiparan y confunden sus límites. Estas ambigüedades no solo
afectan, señala Jakobson, al mensaje y sus contenidos, sino que envuelven también al
destinador y al destinatario, en el sentido de que se teoriza en términos de polifonía y de
diversas figuras enunciadoras: hablantes empíricos, locutores, enunciadores, etc.: “la
primacía de la función poética sobre la función referencial no elimina la referencia pero
la hace ambigua. Al mensaje con doble sentido corresponden un destinador dividido, un
destinatario dividido, además de una referencia dividida”.
Jakobson piensa que la lengua poética desafía el principio de “contigüidad
codificada” y arbitraria entre el signo lingüístico y los objetos denotados, propio del
lenguaje referencial, hacer caer la arbitrariedad del enlace entre el sonido y el
significado, que resulta un “corolario de la superposición de la similaridad sobre la
contigüidad”, que conduce a que se desarrollen más estudios sobre el simbolismo
acústico en relación con los estados de ánimo, en la medida en que hace que los enlaces
entre sonido y significado pasen de un estado latente a uno patente.
Otra ampliación al modelo de Jakobson de interés es la que hace Olivier Reboul
en su libro Langage et idéologie. Allí el autor correlaciona, con cada función del
lenguaje de Jakobson, un valor distinto por el que se puede juzgar un determinado uso
del lenguaje.
Con la función expresiva vincula el valor de sinceridad: en efecto, una
manifestación afectiva, por ejemplo si alguien dice “Estoy preocupado”, no puede
evaluarse propiamente como verdadera o falsa, o como legítima o ilegítima, sino como
sincera o insincera, en la medida en que nadie está dentro del hablante y solo él pueda
saber los sentimientos que experimenta.
Con la función conativa se relaciona el valor de legitimidad. Frente a un pedido,
una pregunta o una orden, realizaciones típicas de la función conativa –por ejemplo, un
“Salí de acá ya mismo”–, no cabe responder con un “Es falso”: el valor que se pone en
un juego en una orden no es el de la verdad, ni el de la sinceridad como antes, sino el
valor de legitimidad. En efecto, la manera más natural de impugnar una orden es
ponerla en tela de juicio en tanto que ilegítima, es decir, como dada por alguien que no
está autorizado para dárnosla. Así, si queremos desafiar la orden del ejemplo, nuestra
respuesta podrá ser: “¿Y quién sos vos para decirme eso?”.
La verdad es el valor que se pone en juego cuando la función referencial
predomina en un texto. Es el valor al que aspira, ante todo, el discurso científico, por
ejemplo, prototipo de discurso comprometido con la descripción verdadera del mundo.
Para la función metalingüística corresponderá el valor de corrección: todo juicio
de valor acerca de nuestra consideración de un código se referirá a un sistema de reglas
que pueden ser usadas o concebidas correcta o incorrectamente.
En cuanto a la función fática, la educación o la cortesía es lo que está en juego
cuando emitimos mensajes en los que aquella prima. Recordemos que son enunciados
típicos con función fática aquellos en los que verificamos la buena o mala disposición
de nuestro interlocutor para comenzar, continuar o terminar una conversación.
Finalmente, para la función poética, el valor que se activa ante todo es el de la
belleza. Se trata de enunciados guiados por propósitos estéticos, es decir, el mensaje
embellecido por un trabajo especial de elaboración.
§ 2. La categoría de fines en la etnografía de la comunicación

Desde el marco teórico de la etnografía del habla y la comunicación, Hymes


(1972: 61s) introduce los propósito o fines como uno de los criterios básicos que debe
tener en cuenta el análisis de un evento de habla en su contexto de realización, y plantea
una serie de precisiones que es interesante recordar.
Por empezar, su diferencia entre los objetivos o las metas de la comunicación, en
tanto lo que se espera que se realice en ella, y sus resultados o efectos concretos, lo que
efectivamente se ha logrado respecto de esos objetivos. Así, la meta básica que se busca,
por ejemplo, con un examen final de nivel superior puede vincularse con dar cierre a
una materia determinando los docentes si los estudiantes han cumplido
satisfactoriamente las metas mínimas de aprendizaje programadas. Su resultado
esperado, tal vez más concretamente, es que surjan de este examen como intercambio
comunicativo unas actas de evaluación en las cuales algunos alumnos queden como
aprobados, otros como desaprobados, otros como ausentes.
Pero, en segundo lugar, desde este enfoque se complejiza esta noción de fines de
la comunicación al diferenciarse también entre los objetivos y los resultados del acto
comunicativo convencionalmente esperados desde el punto de vista cultural, frente al
valor que pueden alcanzar para los individuos que participan en él. Siguiendo con el
ejemplo anterior, podríamos contrastar los objetivos y resultados más formales y
esquemáticos que se esperan de esta situación de habla dentro de una cultura y de una
sociedad como la nuestra, los evaluativos, con los objetivos y resultados individuales
específicos esperados y obtenidos por docente y alumnos: un docente ha cumplido, por
ejemplo, una actividad laboral; para un alumno aprobado el examen puede resultar un
envión en su carrera; para uno desaprobado podrá representar un obstáculo que lo haga
poner en tela de juicio su proyecto como estudiante, pero para otro, tal vez haya sido
una buena experiencia que le termine dando más seguridad para la próxima vez...
Vinculado directamente con lo anterior, tampoco son equiparables para Hymes
los propósitos a los que los participantes de la comunicación se podrían referir de un
modo más explícito y abierto con los que tengan un carácter latente, no intentado o,
directamente, inconsciente. Rendir cierto examen puede ser asumido conscientemente
por un estudiante como un desafío personal, a pesar de que un análisis de sus
motivaciones no conscientes revele, tal vez, un mero enfrentamiento con tal o cual
mandato paterno, por ejemplo.
Nivel 2: FORMACIÓN SOCIODISCURSIVA

§ 1. Definiciones de Foucault, Pêcheux, Maingueneau y Adam

El concepto de formación sociodiscursiva es adoptado por Adam a partir del


desarrollo debido a Foucault y a Pêcheux, sobre todo, de la categoría de formación
discursiva. De acuerdo con Foucault (1969: 196) una formación discursiva es un
conjunto de enunciados nucleados como un “sistema enunciativo general al que obedece
un grupo de actuaciones verbales, sistema que no es el único que lo rige, ya que
obedece, además, y según sus otras dimensiones, a sistemas de carácter lógico,
psicológico, lingüístico”. Para el autor, toda formación discursiva responde a un sistema
de reglas que hace posibles los tipos particulares de discurso que manifiestan los
sistemas en que se organiza el pensamiento humano (epistéme) y están sujetos a
restricciones sociales para la acción, que imponen esquemas conceptuales a la
conciencia de los individuos. Estas restricciones sociales son al mismo tiempo regulares
y discontinuas, para el autor. Responden a posicionamientos ideológicos relativamente
coherentes pero, a la vez, se desarrollan atravesando una compleja red de
condicionamientos discursivos e institucionales. A través de la noción de formación
discursiva se hace, pues, posible describir sistemas de dispersión, donde se enmarcan
correlaciones, posiciones, funcionamientos y transformaciones sociales en interacción
con sus procedimientos de enunciación, temas centrales e intenciones que se vinculan
con ellos. En otras palabras, la formación discursiva se delimita por el régimen general
de sus objetos, sus modos de enunciación, sus situaciones subjetivas posibles, su
institucionalización y sus condiciones de producción y recepción, reelaboración y
apropiación.
Reformulada como unidad para el análisis del discurso, desde su marco teórico
marxista althusseriano, Pêcheux (en Haroche, Henry y Pêcheux, 1971: 102) agrega que
una formación discursiva puede concebirse como una matriz o lugar de constitución del
sentido, una o más dentro de una misma formación ideológica, que establece, articulado
en géneros discursivos específicos, “lo que puede y lo que debe decirse” desde una
posición determinada en el espacio de la lucha de clases y en el interior de una
coyuntura específica, donde las formaciones ideológicas entran en relaciones de
antagonismo, alianza o dominación unas con otras. Es dentro de las formaciones
discursivas que el sujeto es interpelado como sujeto ideológico, es decir, que se opera,
en palabras de su autor, su sujeción. Por otro lado, las formaciones discursivas no son
herméticas, según esta visión, sino que necesariamente resultan invadidas por elementos
provenientes de otras formaciones discursivas, inmersas todas ellas en un interdiscurso
común.
En un sentido más restringido, para Maingueneau (en Charaudeau y
Maingueneau, 2011) las formaciones discursivas son unidades creadas por los
investigadores para agrupar enunciados pertenecientes a textos de un corpus amplio,
que no se limita ni en cuanto a los géneros discursivos en que se presentan, ni en cuanto
al campo discursivo y al posicionamiento asumido. Así, son formaciones discursivas las
que se derivan del “discurso racista”, “el discurso colonial” o “el discurso patronal”, por
ejemplo, sin que se requiera presuponer, detrás de los textos reunidos, ninguna
mentalidad en común sino más bien un espacio de dispersión irreductible que no se
unifica bajo un principio único. La noción sirve, así entendida, para pensar las
relaciones y los efectos de tales textos, sin presuponer ningún principio oculto que los
reúna. Se evita, de este modo, el presupuesto estructuralista de que detrás de una
configuración debe haber una cartografía de locutores colectivos como categoría central
o eje del análisis.
En los términos de Maingueneau (1984), conviene precisar los términos que
permiten comprenden estas agrupaciones de enunciados basadas en sus
condicionamientos ideológicos. En primer lugar, denomina universo discursivo al
conjunto completo de formaciones discursivas que conviven en cierta coyuntura social.
Un universo discursivo no es inventariable pero sí opera como un horizonte en el
interior de cual se circunscribirá un determinado campo discursivo, esto es, series de
diversas formaciones discursivas que compiten, en sentido amplio, entre sí (rivalizan, se
alían, se profesan aparente neutralidad, etc.). Los espacios discursivos, por último, son
subconjuntos conformados por dos o más formaciones discursivas que el investigador
aísla para correlacionar en función de un determinado análisis.
Por su parte, Adam entiende la formación sociodiscursiva como un sistema de
reglas, de creencias y de valores vigentes en el marco de una determinada esfera
práctica de la vida social, que se someten a distintas instancias de regulación
institucional. Una formación sociodiscursiva comprende, pues, tres dimensiones
fundamentales en los que quedan inmersos tanto las participantes del acto comunicativo
como los mensajes que intercambian: el ámbito social en el que se ubican, las
instituciones que las controlan y los sistemas ideológicos a los que adhieren quienes
participan de ella. La formación sociodiscursiva se identifica con la discursividad a la
que todo texto, según Adam (2011, 2012), debe vincularse a través de un interdiscurso
y, en especial, de su sistema de géneros discursivos.
En primer lugar, todo mensaje se produce y circula en el interior de un cierto
ámbito de prácticas sociales: surge en una relación comercial, en el área de lo
científico, pertenece al plano de lo artístico, de lo laboral, o cobra vida dentro de la
comunicación familiar o entre amigos, por ejemplo.
A la vez, dentro de ese marco, el sujeto hablante se sitúa en una determinada
posición ideológica, es decir, adscribe a un cierto sistema de valores, que rivaliza con
otros. El término posicionamiento capta este aspecto de la formación sociodiscursiva.
En sentido amplio, se habla de un posicionamiento cuando se está en presencia de una
identidad enunciativa fuerte en la producción de un discurso: enunciar como un
militante de determinado partido político, como un empresario, como un religioso, etc.
Se manifiesta coherentemente tanto en los contenidos como en la forma (géneros
discursivos que se eligen, modos de organizar el texto, tono general del discurso, etc.).
El término se usa tanto en relación con identidades doctrinarias, como para hacer
referencia a otras de menor consistencia perteneciente a cualquier campo de discusión.
Finalmente, distintas instancias institucionales hacen que la participación de los
hablantes en tal evento comunicativo no sea nunca enteramente libre sino que se someta
a sus prescripciones, más rígidas o más flexibles.
Tomemos como ejemplo el examen parcial de una materia que se cursa en un
instituto de estudios superiores. Conocer en qué consiste cualquier examen parcial
implica dar respuesta a la cuestión acerca de cuál es la formación sociodiscursiva a la
que pertenece. Así, en primer lugar, el parcial queda marcado por su inserción en el
ámbito de lo académico, es decir, de las prácticas sociales que se basan en los procesos
de enseñanza y aprendizaje. Su pertenencia a lo académico determina, claro está, un
buen número de las características de esta clase de textos: que constituyan dispositivos
evaluativos, que se organicen en preguntas y respuestas, que se espere en ellos el
desarrollo de contenidos expuestos antes por el docente y presentes en los materiales de
estudio con precisión y exactitud, que no se considere apropiada una respuesta que
meramente reproduzca literalmente un texto anterior, etc. Por otro lado, un examen
parcial, por más que ingenuamente podríamos creerlo libre de demasiados controles
institucionales, primero, tiene detrás suyo un docente que es parte de una cátedra, la
cual, a su vez, se adecua a los lineamientos de un instituto educativo que es controlado,
tarde o temprano, por instancias estatales, como pueden serlo una secretaría o un
ministerio de educación. En tercer lugar, el examen parcial se asocia, en nuestra
sociedad, con representaciones idelógicamente prestigiosas: su legitimidad está
asegurada por provenir de una cátedra y contar con el aval de las autoridades
educativas. Se cuenta con que un parcial es un texto útil, necesario, respetable, serio;
esto nos resulta natural y sería casi chocante que alguien lo pusiera en duda, desafiando
convicciones ideológicas férreamente instauradas dentro de nuestra comunidad.

§ 2. Tipo de discurso y escena englobante

La formación sociodiscursiva establece, pues, un tipo de discurso: académico,


científico, político, literario, publicitario, etc. en función de las áreas de la praxis social
en las que tiene lugar –esto es, traza lo que Maingueneau entiende como la escena
englobante de un texto–. Adam (2012) denomina a estas distintas esferas de actividades
sociales dominio discursivo. Esta escena englobante le da al enunciado su estatuto
pragmático, en el sentido de que sitúa a los participantes de las interacciones implicadas
en un determinado rol, que resulta decisivo respecto de la interpretación que ellos hacen
de los mensajes: como votante, como consumidor, como alumno, etc. Con el ejemplo
del autor, al recibir un volante en la vía pública, no alcanza con nuestra competencia
genérica que nos permite hacer previsiones acerca de cuáles son las propiedades de un
volante –de qué se trata, cómo se organiza, etc.–, sino que debemos establecer también a
qué escena englobante corresponde: si se nos ha dado tomándonos como compradores
de algo, como simples ciudadanos o como devotos creyentes, por caso.
Cada tipo de discurso se subdivide, como veremos con más detalle abajo, en
géneros discursivos más específicos. Dentro del discurso literario, como tipo de
discurso, habita una gran diversidad de géneros discursivos distintos: el soneto, el
cuento, la novela, etc. Entonces, como aclara Maingueneau (op. cit.), tipos y géneros de
discurso guardan entre sí una relación de reciprocidad: el tipo de discurso reagrupa
diversos géneros discursivos, y cada género discursivo es necesario que pertenezca a un
determinado tipo de discurso.
No solamente es fundamental en nuestro análisis de un texto establecer cuál es
su escena englobante, sino que debemos tener cuidado de no confundir esta
determinación con lo que el mismo autor entiende como la escena genérica de un texto.
Como lo retomaremos más abajo, la escena genérica de un texto es la que
convencionalmente le fija su pertenencia a determinado género discursivo: un manual,
un afiche, una nota de opinión, por ejemplo. Así, si encuadramos un texto en los
formatos anteriores nos estaremos apoyando en su escena genérica. En cambio, si
decimos que un manual es un texto académico; un afiche, un texto publicitario; o una
nota de opinión, un texto periodístico, lo hacemos sobre la base de su escena
englobante: indicaríamos cuál es el ámbito o sector social donde tales textos se
producen y circulan.
CAPÍTULO 3

EL INTERDISCURSO COMO MEDIACIÓN ENTRE EL DISCURSO


Y EL TEXTO

Nivel 3: EL INTERDISCURSO

También el concepto de interdiscurso tiene sus primeras elaboraciones en el


marco de las ideas de Foucault y de Pêcheux sobre el lenguaje y las formaciones
discursivas. El último de los dos autores entiende el interdiscurso como el “exterior
específico” de un proceso discursivo, que interviene en su constitución y organización,
y está conformado por “lo ya dicho” y “lo ya escuchado”, el “discurso otro”. Semejante
espacio resulta, para Pêcheux, anterior al proceso discursivo, inaccesible al sujeto,
inconsciente, al modo como la ideología es inconsciente para sí misma. Como tal,
tampoco es formulable, desde el momento en que determina a la formación discursiva y,
a la vez, es distinto del espacio subjetivo de la enunciación, de las argumentaciones y de
las estrategias discursivas, que, para el autor, es, en cambio, un espacio imaginario
relativamente consciente que se vincula con lo reformulable.
Lo enunciativo afirma, dentro de la formación discursiva, “lo dicho”, desde el
momento en que selecciona un universo de discurso, y rechaza “lo no dicho”, que se
entiende como lo que pudo haberse dicho pero no se dijo, esto es, lo que se opone a lo
que se dijo, entendido como una ocultación, un olvido parcial. En otros términos, el
interdiscurso es, para Pêcheux, un cuerpo sociohistórico de huellas discursivas, un
conjunto estructurado de formaciones discursivas, que forma una memoria a partir de
una materialidad discursiva y constituye cualquier nuevo discurso, al tiempo que escapa
tanto al sujeto psicológico individual productor del enunciado, como a la lógica interna
del texto en cuestión. Su primacía sobre el discurso explícito se debe a que bajo su
influencia se constituye una representación de los objetos y de las articulaciones que
pueden interrelacionarlos que el sujeto adopta en el proceso de sujeción ideológica a
una formación discursiva. Actúa, pues, como factor de identidad de un discurso, en la
medida en que este es lo que es bajo el trasfondo de su surgimiento y su presencia en el
interdiscurso: evoca lo ya dicho, lo que pudo decirse, y hasta lo que no se debe decir y
se evita.
El interdiscurso, como espacio de construcción de puntos de vistas, es
indisociable del intradiscurso, como lugar de enunciación de un sujeto determinado. El
sujeto trae elementos del interdiscurso y, al instalarlos y producir su “encaje sintáctico”
al ponerlos en palabras en el interior de su intradiscurso, los asume como algo ya
sabido, en la medida en que constituyen lo preconstruido, un elemento de su saber o de
su memoria que toma, para el sujeto, el carácter de evidencia o se naturaliza.
Con la analogía de Maingueneau (2002), así como un texto propende a
incorporar intertextos, en el sentido de textos previos concretos que se incluyen y se
reelaboran en él, también los discursos son atravesados por un interdiscurso. En los
términos de Authier (1984), Maingueneau (1984) distingue la heterogeneidad mostrada
propia de la relación intertextual, en la que la pertenencia de un texto a otro se declara
más o menos abiertamente, de su heterogeneidad constitutiva, es decir, el nivel del
discurso de los demás que constituye nuestro discurso sin que lo advirtamos porque “no
deja marcas visibles: las palabras, los enunciados del otro están tan íntimamente
vinculados al texto que no pueden ser aprehendidos por un enfoque lingüístico stricto
sensu”.
El interdiscurso puede definirse más ampliamente como el conjunto de unidades
discursivas de cualquier tipo y extensión –la frase de una declamación, un refrán, una
definición, una novela completa– con las que un discurso entra en una relación
multiforme o, más restrictivamente, como un espacio de articulación entre formaciones
discursivas que conviven en su interior a pesar de entrar en contradicción por
corresponderse con formaciones ideológicas antagonistas. En esta última interpretación,
el interdiscurso es lo suficientemente amplio como para abarcar también discursos que
han tenido en el pasado un soporte material y a los que podemos remitir sin que seamos
capaces de recordar exactamente datos elementales sobre él: quién lo dijo, en qué
condiciones, en qué momento, etc.
En el modelo de Adam, en el espacio del interdiscurso se originan y se contienen
las tres bases materiales indispensables para que pueda concretarse cualquier texto: la
lengua –o, en realidad, las lenguas–, los géneros discursivos y los intertextos. El rol del
interdiscurso en el modelo es el de mediador o el de enlace entre los factores
propiamente sociales del intercambio comunicativo –la interacción social propiamente
dicha, los objetivos de los participantes y la formación sociodiscursiva– y el texto, como
realidad lingüística.
El interdiscurso conecta con los factores sociales desde el momento en que sus
tres elementos –lengua, géneros e intertextos– son producidos siempre por una
comunidad lingüística y comunicativa, y nunca tienen una naturaleza individual. Pero al
mismo al tiempo se vincula con los textos como su materia prima –por así decirlo–. Una
lengua no es exactamente un texto pero representa el repertorio material de piezas con
las que ese texto tiene que construirse. En el mismo sentido, todo texto pertenece a un
cierto género discursivo, que lo encuadra en formatos convencionales reconocibles para
el resto de la comunidad dentro de un determinado ámbito social –cartas, artículos
periodísticos, exámenes parciales, avisos clasificados, manuales, mensajes de texto,
etc.–. A la vez, necesariamente incorporará intertextos, esto es, otros textos, que, sin
confundirse con el que estemos analizando, son integrados a él a través de
procedimientos como la cita, la alusión, la parodia, entre muchas otras formas de
transtextualidad.
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