El fenómeno del desocultamiento aplicado a la expresividad de los sonidos
en la música
El hecho de que la música tenga la capacidad de generar ciertas emociones,
afectos y pasiones, resulta innegable en la mayoría de los casos o, mejor dicho, para la mayoría de los oyentes. Ya se trate de un “oyente calificado” con una formación académica que le permita reconocer formas, estructuras y recursos técnicos y formales empleados en la creación de una pieza musical, o un oyente aficionado, ocasional, podríamos decir que todas las personas experimentan algún tipo de afecto al contemplar una pieza musical. Sin embargo, cuando nos aventuramos a indagar acerca de la naturaleza de las propiedades que hacen que nuestro ser, disposición, pasiones y deseos sean afectados por la música, nos encontramos en una empresa laboriosa y, por momentos, imposible.
El sonido, que sirve de vehículo al contenido musical, posee ciertas
propiedades físicas; necesita del aire como medio en el que las ondas producidas por los cuerpos materiales se muevan, y necesita de un órgano auditivo para poder ser percibido. Los sonidos se mueven en el aire y en el tiempo, allí cobran vida y mueren, son efímeros y, necesariamente, deben surgir de un predecesor: el silencio. Esta descripción, bastante simple, por cierto, no se refiere, sin embargo, a las propiedades que hacen que la música desplace ciertas emociones y pasiones en sus oyentes. Aunque parezca un poco temprano para la siguiente aseveración, como nos daremos cuenta más adelante, cualquier verbalización que intente explicar las cualidades de la música y lo que en ella está presente como material expresivo, resultará en una descripción subjetiva de la experiencia que el oyente ha tenido en relación con la obra.
Esta imposibilidad de verbalizar la obra musical es precisamente lo que hace
de la música eso que es. Entre más intentamos desocultar, mediante el razonamiento y el uso del lenguaje habitual, eso que nos hace emocionar cuando escuchamos una composición musical, más alejados nos encontramos de poder alcanzar alguna respuesta. Alrededor de la cuestión de la expresividad de la música se han planteado diferentes preguntas, que lejos de arrojar una resolución, lo que hacen es adentrarnos en un juego en el que no dejan de surgir más y más preguntas que nos acercan y alejan al mismo tiempo de una conclusión. Por ejemplo ¿es posible separar la experiencia subjetiva del oyente de las propiedades expresivas de la música? o ¿acaso es el oyente quien configura la obra, la anima y la percibe como una obra expresiva? si escuchamos una pieza musical “triste” ¿experimentamos una emoción de naturaleza simpática o empática?
Según el autor Eugenio Trías, cuando habla de la duplicidad de la música como
un arte matemático a la vez que una suerte de “cosa” irracional que escapa por todos los medios al logos habitual, afirma que “esa duplicidad (racional/irracional) de la música es justamente lo que caracteriza su esencia, o su más recóndita y específica sustancia”. (Trías, 2007). Es decir, la música es al mismo tiempo un arte y una ciencia, en cuanto a su lado racional, podríamos hablar de las propiedades formales empleadas en composición, de la técnica o, incluso, de su historia; no obstante, cuando indagamos por eso que conduce a expresiones de éxtasis, pasión y deseo, entramos en un fondo irracional, ya no nos sirve el lenguaje en su forma proposicional para alcanzar una apropiación “verdadera” del contenido expresivo de la música. Es más, incluso del lenguaje proposicional -el logos habitual- “…siempre subyace una dimensión resbaladiza, inaprehensible, que se escapa una y otra vez a todo análisis semiótico o semiológico y que tiene sin embargo carácter fundamental” (Trías, 2007)
Entre lo que las cosas son, su esencia, su origen, su propiedad fundamental, y
lo que podemos decir de ellas, siempre existirá un límite imposible de traspasar, y es en este límite donde, siguiendo a Heidegger, las cosas se presentan y se retiran al mismo tiempo. Esta oscuridad y ocultamiento que permite la proximidad más auténtica es la que recibe el nombre de phoné. Aquí, tal como afirma Trías, la música halla su signo de identidad como ciencia y arte. Habiendo encontrado su lugar en la phoné, la música exige, además un logos de índole distinta, un logos de naturaleza simbólica, lo que coincide con la afirmación de Heidegger “La obra nos da a conocer públicamente otro asunto, es algo distinto: es alegoría. [] Tener un carácter añadido –llevar algo consigo- es lo que en griego se dice “simbolein”. La obra es un símbolo” (Heidegger, 1996). Y, puesto que es símbolo, para que la obra musical transmita determinados afectos y emociones, requiere en alguna medida de la convención.
Habiendo planteado algunas consideraciones acerca de la música, me gustaría
seguir por plantear como, desde el desocultamiento, concepto desarrollado por Heidegger, la obra musical con su contenido expresivo y todo lo demás que en ella esté, se presenta al tiempo que se retira, dejando percibir su sustancia primera de modo efímero y escurridizo. Como ya mencioné líneas atrás, la música es un arte que necesita del sonido para expresarse, demanda ciertas propiedades físicas que permiten al oyente ser afectado, percibir, dejar que el estímulo sonoro se adentre en su cuerpo y sus sentidos. Además, necesita del tiempo, de la sucesión, de los momentos de silencio en los cuales el sonido surge, precede y, a la vez, antecede. Es, entonces, un acontecimiento que se da en el tiempo y el espacio, que afecta a ciertos individuos apelando a sus sentidos que son, en gran medida inseparables del aspecto cognitivo. Sin embargo, cuando el afán por entender, expresar, verbalizar eso que sucede cuando escuchamos una obra musical, lo que nos hace sentir, pensar, evocar, esta mediado por el razonamiento, es cuando la esencia de la música se rehúsa a ser descubierta y sometida por el lenguaje, los conceptos y la palabra –logos-.
Entonces, dice Heidegger, “…los metales se ponen a brillar y destellar, los
colores a relucir, el sonido a sonar, la palabra a decir”. (Heidegger, 1996). Esta es la verdad de la obra de arte, ir más allá solo representa un alejamiento y un ocultamiento de su origen y esencia. En la lucha que se da en el espacio y el tiempo del acontecimiento de la pieza musical ocurre el desocultamiendo de lo que ella es en verdad, pero también se da su opuesto una vez el entendimiento pretende descomponerla, conocerla y someterla a la razón.
Para terminar, es preciso entonces que, siguiendo el pensamiento de
Heidegger, nos abandonemos a la obra como el acontecimiento que ella es, bajo sus términos: “Debemos volvernos hacia lo ente, pensar en él mismo a partir de su propio ser, pero al mismo tiempo y gracias a eso, dejarlo reposar en su esencia.” (Heidegger, 1996)
Difícilmente abandona su lugar
Lo que mora cerca del origen
(Die Wanderung, vol. IV;Hellingrath, p.
167)
El color luce y sólo quiere lucir. Si por medios de sabias mediciones
Lo descomponemos en un número de vibraciones, habrá desaparecido.
Solo se muestra cuando permanece sin descubrir y sin explicar.
(El Origen de la Obra de Arte,Heidegger,
p.1 )
Bibliografía
Heidegger, M. (1996). El Origen de la Obra de Arte. Alianza.
Trías, E. (2007). Música y Filosofía. Asturias: Ediuno, Ediciones de la Universidad de Oviedo.