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Modos de resistencia: teoría literaria y ciudad letrada.

El caso Piglia

Elba Sánchez Rolón

la literatura es una lámpara deformante que


convive o entra en conflicto con otras lámparas
deformantes […]

MANUEL ASENSI, CRÍTICA Y SABOTAJE

En 1986, se publica el texto póstumo de Paul de Man La resistencia a la teoría,1 donde el

autor expone su preocupación por la función de la teoría literaria desde su relación con la

investigación y la enseñanza. Su recorrido se concentra en la reflexión sobre las denuncias a

la teoría literaria de obstaculización para la comprensión de la literatura. Su interés por la

retórica y su enfoque alegórico de la lectura —presentes en trabajos anteriores como

Alegorías de la lectura (1979) y Visión y ceguera (1983)— son un hilo conductor en los

diversos textos que componen el libro. Ambas, retórica y alegoría participan de los caminos

que construye Paul de Man para atender esta preocupación por los límites de la comprensión

del discurso literario y la necesidad de la teoría radicada precisamente en su imposibilidad.

Antes de entrar en estas discusiones, me interesa adelantar un contrapunto a la lectura

del texto de Paul de Man, que retomaré en las líneas finales de este trabajo. En el mismo

marco de la academia norteamericana, apenas dos años antes se había publicado el libro

1
La primera edición es en inglés: The Resistance to Theory, Universidad de Minnesota, 1986. La versión en
español aparece en 1990, en la editorial Visor.
también póstumo La ciudad letrada, de Ángel Rama. Este texto, ampliamente retomado por

los estudios culturales latinoamericanos, propone las nociones de ciudad letrada y letrado,

como analogía espacial para hablar de las relaciones entre poder y ámbito escritural, a través

de un recorrido por la historia cultural de América Latina desde la colonia hasta la primera

mitad del siglo XX.

A pesar de la diferencia entre los problemas tratados en estos dos libros, considero

que coinciden en señalar el peso de la escritura en relación con el poder, y la posición de sus

actores frente a discursos específicos. Hablar de las disputas sobre la función de la teoría

respecto a la comprensión de la literatura, aún cuando no se realice un análisis histórico de

sus procesos e integrantes, puede resultar mucho más productivo si se considera que implican

la puesta en juego de mecanismos de poder y construcción de posiciones o discursos

legitimadores.

Con este punto de partida busco desistir de origen de cualquier supuesto de inocencia

en las disputas sobre la teoría, al poner sobre la mesa su implicación con el poder, desde la

jerarquización de posiciones y su desestimación rápida o abigarrada. Estar a favor o contra

la teoría, si una distinción tan tajante fuera realmente posible, implica asumir una postura

sobre la relación de cada actor con la literatura y con sus posibilidades de comprensión, al

tiempo que esta postura puede llegar a traducirse en posición cuando entra en contacto con

el ámbito institucional. Al mismo tiempo, si consideramos que la llamada resistencia a la

teoría abre un marco de posiciones en disputa, entonces podría adelantarse una relación entre

los modos de resistencia a la teoría literaria y la conformación de algunas de las crisis de

algunos sectores de la ciudad letrada.

El objetivo aquí es únicamente la exposición y puesta en contraste; particularmente,

de los problemas planteados sobre la función de la teoría literaria y las resistencias que puede
generar en el ámbito letrado. Esta exploración inicial es seguida de algunas notas desde el

ámbito de un autor de literatura, cuya obra se caracteriza por sostener una posición

conciliadora entre teoría y práctica literaria: Ricardo Piglia. En su caso, la búsqueda está

guiada por el interés de mostrar una posición particular formulada desde la literatura, y nunca

una “aplicación” de nociones, posibilidad que es parte de lo puesto en duda.

I. SOBRE DELIMITACIONES FALLIDAS: ENTRE HÉROES Y VILLANOS

¿Por qué la teoría es por momentos y para algunos la gran villana de la literatura? ¿Por qué

para otros cierta teoría o, peor aún, la Teoría puede ser la única manera de encontrar seguridad

o resguardo ante el escapismo del objeto literario? La historia de la teoría literaria, aunados

los recorridos de la poética, la historia de la literatura, la filología y la estética, conforman

una disparidad de trayectos trazados sobre múltiples disputas. No creo que pueda ser de otra

manera, al parecer la discusión podría ser lo único indiscutiblemente propio de la teoría, en

el mejor de los casos. Quizá por ello, cuando se trata de enseñar o estudiar la llamada teoría

literaria, no es posible evadir, aunque más de uno lo haga por razones “prácticas”, el que su

razón de ser sigue estado en debate y lo ha estado desde su origen.

Como señalé al inicio de estas líneas, Paul de Man explora la resistencia a la teoría

literaria desde su relación con la investigación y la enseñanza. Descarta para ello el estudio

histórico de esta problemática, para tomar únicamente la experiencia al respecto y algunos

ejemplos concretos como punto de partida de un desmantelamiento de los fundamentos

generales de la teoría y la literatura que producen la resistencia. En la primera parte del libro,

su enfoque pragmático deja de lado el análisis de una serie de casos ubicables en tiempo y

espacio, más allá de algunos ejemplos intercalados y de que su reflexión impacta

fundamentalmente al desarrollo teórico del siglo XX. La decisión pragmática le permite


ubicar un horizonte en el que sí destacan algunas líneas teóricas sobre otras, principalmente

en los últimos trabajos compilados, pero donde lo principal es el reconocimiento de la puesta

en duda del objeto de la teoría literaria —y, por contraste, del objeto de la estética y la

poética—, es decir, de la estabilidad en la construcción de un objeto de estudio fijo y

delimitable. La literatura no lo es, como lo muestra la misma diversidad de orientaciones

teóricas y su variabilidad entre los textos que llamamos literarios.

Ahora bien, considero conveniente concentrar la cuestión en dos dificultades

esbozadas antes: la definición de la literatura misma y la delimitación de lo que se entiende

por teoría. Estas dos aristas se encuentran en la base expositiva del texto de Paul de Man,

visible en su tercer capítulo “Hipograma e inscripción”:

La principal dificultad teórica inherente a la enseñanza de la literatura es la


delimitación de las fronteras que circunscriben el campo literario, separándolo de
otros modos de discurso. De ahí el nerviosismo que tiene que provocar cualquier
amaño de la definición canónica del corpus literario […] cuando se supone que
se habla de literatura, se habla de cualquier cosa habida y por haber (incluyendo
por supuesto a uno mismo) menos de literatura. (1990: 50)

El fragmento anterior sugiere desmontar varios supuestos que funcionan en los discursos

teóricos, principalmente los de mayor pretensión científica o racional. Actualmente es difícil

que alguien se atreva a plantear una definición única y estable de lo que es la literatura, como

tampoco parece tener ningún fundamento concentrarse en esta pregunta (ver Culler, 2004:

29-32). Sin embargo, si bien ninguna definición resulta suficientemente estable por sí misma,

la necesidad de comprensión conduce inevitablemente a buscar en algunos rasgos la

delimitación del objeto de estudio. Por ejemplo, así lo plantearon los estudios literarios de

corte lingüístico o la llamada “ciencia literaria”. Al respecto, puede pensarse en la noción de

literaturidad o literariedad, propuesta por Jakobson en 1921, para referir a la particularidad

diferencial del uso del lenguaje en la literatura (ver Eagleton, 1998: 11-28). Por supuesto,
discursos teóricos posteriores no serán ajenos a esta necesidad de delimitación de su objeto

de estudio, aun cuando existan diversos grados de conciencia de su parcialidad.

Así visto, si el primer problema de la teoría literaria inicia en su objeto mismo de

estudio, es porque éste varía de acuerdo al enfoque utilizado para su definición o construcción

como objeto susceptible de ser comprendido. Como anota José María Pozuelo Yvancos: “la

historia de esta disciplina en nuestro siglo [se refiere al siglo XX] ha sido una constante

ambición de especificidad teórica y la comprobación, también constante, de la imposibilidad

de constituir un objeto —el literario— que fuese independiente del discurso teórico que lo

reclama, evoca o define” (1994: 70). A esta afirmación subyace —más que derivar de él—

el planteamiento del carácter dinámico de las prácticas literarias, es decir, de las obras que

llamamos literatura, en parte por la diversidad histórica de sus posibilidades de creación-

construcción, en parte por sus estrategias de recepción en momentos históricos y teórico-

críticos distintos.

En palabras de Paul de Man, la investigación literaria debe ser eminentemente

enseñable, y en este entendido “afecta al menos a dos áreas complementarias: los datos

históricos y filológicos, en cuanto condición preparatoria para la comprensión, y los métodos

de lectura e interpretación” (1990: 12). Respecto a esta última área, la búsqueda de

comprensión conlleva, principalmente en el siglo XX, una aspiración racional de los métodos

que se nutre de múltiples crisis internas y polémicas. Estas disputas constantes traducen una

complicación: “ya no se puede dar por sentada la noción de «literatura como tal», ni la

distinción nítida entre historia e interpretación, ya que un método que no puede acoplarse a

la «verdad» de su objeto sólo puede enseñar ilusiones” (1990: 12). La afirmación es

perturbadora porque plantea precisamente la incertidumbre que rodea a la comprensión de la

literatura, a partir de la necesidad visible en la historia de sus métodos por acortar la distancia
del constante desbordamiento del texto respecto a ellos. Cabe recordar que este tipo de

cuestionamientos, particularmente el mencionado por Paul de Man, se enmarcan en la

corriente postestructuralista, como puesta en duda de la estabilidad y seguridades planteadas

por los estructuralistas y en el carácter precisamente ilusorio de su pretensión de orden, la

famosa noción de “sistema”.

Por su parte, para teóricos como Régine Robin, en la segunda mitad del siglo XX, la

pluralidad de métodos de análisis literario, se enfrenta además a un “estallido del objeto”,

debido a que la cultura de masas y la era de la información desdibujan aún más los límites de

lo llamado literario. En consecuencia, se enfatiza esa diversidad metodológica, al tiempo que

los objetos de estudio de estas “teorías” ya no son exclusivamente literarios (2002: 54). Ya

no sólo los géneros autobiográficos, la novela histórica y aquellos que se sitúan en los bordes

de los géneros escritos, ahora también la narrativa cinematográfica, el cómic y varios más,

lanzan a la literatura otra vez el cuestionamiento de sus fronteras y acentúan la dificultad de

la especificidad de sus herramientas de análisis y posibilidades de interpretación.

De estos enfoques se desprende el segundo problema que enfrenta el discurso teórico:

la dificultad de su propia delimitación. Desde un punto de vista cultural, Jonathan Culler ha

destacado —no es el único, por supuesto— el carácter interdisciplinario inherente a la teoría

contemporánea. Como apunta al inicio de sus reflexiones, se habla cada vez más de teoría

sin calificativos, ya no es “teoría literaria” en estricto sentido, porque la perspectiva cultural

incide en la apertura de las relaciones entre la literatura con otros discursos. La preocupación,

insiste, cuando se habla de teoría es que la discusión se dispara a cuestiones generales que

apenas tienen relación con la literatura (2004: 11). Las lecturas parecen entonces ser cada vez

más lejanas: sociología, filosofía, psicoanálisis, entre una larga lista de textos que establecen

diálogos con la literatura que ya no son necesariamente metodológicos: “En los estudios
literarios actuales [escribe en 1997], la teoría no es una descripción de la naturaleza de la

literatura o de los métodos más adecuados para su estudio […] Es un conjunto de reflexión

y escritura de límites extremadamente difíciles de definir” (2004: 13). Se trata, entonces, de

textos de diversas orientaciones disciplinarias que pueden llegar a ser sugerentes para tratar

cuestiones que afectan también a la literatura, como el significado, la cultura, las formas de

entender el cuerpo, los estudios de género o los procesos sociales. En conjunto, para Culler

todas estas prácticas de escritura capaces de producir otras reflexiones “más allá de su ámbito

original” conforman un género misceláneo: la teoría, sin más.

Si en este contexto de heterogeneidades no es posible una delimitación puntual de la

teoría, Culler opta por poner énfasis en sus efectos y sumarlos en una propuesta de cuatro

rasgos principales que la caracterizan en su funcionamiento (el enfoque pragmático vuelve a

estar presente). Así, para este autor, la teoría es interdisciplinaria porque produce efectos

fuera de su disciplina de origen; es especulativa porque se dirige al análisis de implicaciones

de temas muy diversos y no agotables; es crítica a las nociones del sentido común y es

reflexiva porque analiza sus propias categorías (Culler, 2004: 26). Desde esta mirada

práctica, el efecto crítico que altera la perspectiva del sentido común o las ideas previas sería

la principal función de la teoría, no así la aplicación o encarcelamiento del texto literario en

sus supuestos. Lamentablemente esta vocación por la apertura queda ausente de muchas de

las disputas o resistencias a la teoría, basadas en su propia historia reciente y en la cerrazón

metodológica y disciplinaria alcanzada como extremo de su necesidad de delimitación.

Volvamos un poco en el tiempo, antes de repensar esta apertura como posibilidad.

Un asunto complementario conduce a pensar que además depende del horizonte de

elaboración poética y de lectura que un discurso se denomine teoría o, de acuerdo a los

parámetros más o menos comunes de una época, denominarlo de forma distinta. De tal forma,
no sólo la definición de lo literario es histórica y discursivamente variable, lo son también

los criterios para denominar teoría a una suma reflexiva. En el marco de una búsqueda de

parámetros propios para los estudios literarios, la idea de teoría en gran parte del siglo XX

llegó a postularse como un distanciamiento estratégico respecto a las obras, desde enfoques

principalmente lingüísticos y estructurales, que muchos no estaban dispuestos a aceptar.

Como anotan Selden, Widdowson y Brooker en su libro sobre teoría literaria contemporánea,

la reacción contra el estructuralismo se origina en sus desafíos a creencias arraigadas en el

lector, producto de formulaciones largas de rastrear para estas páginas, pero que pueden

concentrarse en la relación recíproca o de “reflejo” entre vida creativa del autor, función de

verdad y valor artístico (2004: 87-88). La conocida pretensión científica del estructuralismo

arremete contra estos presupuestos, fundada en alguna necesidad de rigor, pero también en

una ambición de orden sin precedentes.

El esfuerzo por diferenciar el método del objeto de estudio y dar homogeneidad a un

metalenguaje para el análisis condujo, sin duda, a una saturación y al cuestionamiento sobre

la idea estructuralista de “sistema” como fundamento teórico para pensar y hablar de

literatura (ver Angenot, 2002: 11); al tiempo que el grupo Tel Quel y Roland Barthes, entre

otros que inicialmente defendieron el enfoque, ponían en duda la pretensión de un “modelo

trascendente para varios textos” (Viñas, 2002: 448). Este giro, después englobado como

postestructuralismo a pesar de sus diferencias internas, se funda una vez más en la disputa:

el desaliento de las pretensiones científicas del estructuralismo y de su “heroico” deseo de

“dominar el mundo de los signos humanos” (Selden, 2004: 185).

Es conocido que la deconstrucción suele ser equiparada con el postestructuralismo,

erróneamente por cierto, ya que es solamente una de las crisis estructuralistas, pero no las

abarca por completo. El trabajo de Paul de Man, por sus propios planteamientos y también
por su cercanía con su principal representante Jacques Derrida, ha sido ubicado en esta

corriente. Para Culler, la deconstrucción se caracteriza por ser “una crítica de las oposiciones

jerárquicas que han estructurado el pensamiento occidental”, donde se muestra la no

naturalidad de las oposiciones, a través del análisis de la “tensión entre modos de significar”

(Culler, 1997: 152). Interesa destacar que la actitud deconstructiva ha enseñado a buscar los

fundamentos detrás de las formaciones discursivas; de tal manera, es comprensible su interés

también por las bases de los discursos teóricos y críticos de la literatura, empezando por su

función. Así lo anota Ascensión Rivas Hernández: “La Deconstrucción se vincula, pues, a

una argumentación sobre los lenguajes críticos, a una revisión de las formulaciones críticas,

y revela, en última instancia, la imposibilidad de alcanzar una interpretación de los textos

literarios” (2005: 222).

Desde este interés, Paul de Man plantea la necesidad de volver a pensar la función de

la teoría, con reconocimiento de la dificultad de definición de la literatura como objeto de

estudio y sus límites. Deconstruir el discurso teórico implica cuestionar los principios que lo

sustentan, al grado de llegar a la conclusión de su imposibilidad, porque a pesar de sus

intentos no será capaz de definir suficientemente su función, ni abarcar esa experiencia

multiforme que denominamos literatura, cayendo recurrentemente en la polémica. No

obstante, en ello radica su necesidad, y fundarse en la disputa como desarticulación de otros

discursos teóricos o “antiteóricos” es parte de su función. Como anota Roberto Ferro, la

deconstrucción no es una mera vuelta a la retórica sin más, implica una desestabilización del

orden, un cuestionamiento de los códigos, en tanto remite a una instancia política: “La

estrategia deconstructiva solicita la trama de relaciones y sumisiones que diseña el sistema

de saber y poder, su deriva en términos indecidibles conmueve los valores de homogeneidad,

de univocidad, raspa en la borradura la seguridad ilusoria de lo decible” (2009: 83).


Por todo ello, Paul de Man señala desde el inicio de su texto: “el principal interés

teórico de la teoría literaria consiste en la imposibilidad de su definición” (1990: 11); porque

es desde la teoría —para él, desde el giro deconstructivo— que se pueden formular las

preguntas que desarman sus propias seguridades y pretensiones, muchas veces “heroicas”,

como apunté sobre el estructuralismo, o desmantelar las “villanías” que se atribuyen al

mismo discurso teórico.

II. EL CANTO DE LAS RANAS O EL FRACASO DE DIONYSOS

Las historias de la teoría literaria constituyen recorridos por muchas polémicas y

cuestionamientos a su papel y a los límites del objeto que estudian. No me detendré más en

este punto tratado en numerosos textos, para abrir por un momento la discusión hacia otro de

sus ángulos: si la denominación de teoría es también producto de las mismas teorías o

discursos que se proponen como tales o de una red de diálogos no siempre resueltos entre

ellos, ¿qué pasa con otros discursos que se formulan también como o desde la posibilidad de

reflexión sobre la literatura? A pesar de no estar siempre articulados como teoría o no tener

esta pretensión o función, todo texto crítico, poético o de formulación de ideas sobre la

literatura se funda en un punto de vista sobre lo literario. De tal manera, el tema aquí tratado

adquiere otros alcances: no sólo cada texto denominado teórico aporta un punto de vista

respecto a la definición de su objeto, también estos otros textos de géneros discursivos

distintos construyen o se construyen desde un punto de vista de lo literario. Convergencias

existen tanto como caminos irreconciliables y grados intermedios entre ambos. Esta

multiplicidad forma parte del carácter escurridizo de la literatura, de su relación con un

entorno intelectual, cultural, de pensamiento, etc. y la forma en que la malla de ideas literarias

se teje entre multiplicidades discursivas.


No hay homogeneidad posible en esta malla de ideas literarias, aunque puedan

localizarse énfasis en ciertos aspectos que permiten hablar de horizontes comunes a épocas,

autores y corrientes teóricas, poéticas, estéticas, críticas o literarias. Las listas se alargan, así

como se diversifican las funciones de cada uno de estos ámbitos. Lo cierto es que a su primera

característica de funcionamiento, la heterogeneidad, se añade la del encuentro: las ideas

literarias construyen retornos, alusiones, actualizaciones y reformulación de sus

posibilidades, eso sí. Además de encontrarse elaboradas desde modos discursivos múltiples,

implican ejercicios interpretativos diversos, así como superposiciones entre ellos.

Puede pensarse en algún ejemplo literario, aunque estoy planteando que esta malla de

ideas atraviesa todo texto de una u otra forma. Dostoievski formula en páginas ensayísticas

y al interior de sus textos literarios un punto de vista sobre la literatura o suma de ideas

literarias. Pueden encontrarse de forma explícita, no siempre como metatexto, pero

necesariamente la misma construcción de las obras literarias está ya planteando una forma

de entender la literatura, en sus elecciones enunciativas, temáticas, de articulación, de figuras,

etc. Su obra no tiene una función teórica, ni pretende abarcar el grado de abstracción y alcance

o función extensiva a otras obras para servir de guía de creación, lectura o comprensión. No

obstante sirve para ello no como teoría, si como es recibida (en otras palabras, por su efecto):

una obra literaria con capacidad de sugerencia y provocación en la malla de ideas literarias

de su época. Así, desde el discurso teórico Bajtín va a retornar a Dostoievski para formular

sus propuestas sobre polifonía y dialogismo, entre otras. También retornarán muchos más

teóricos y escritores. Otro ejemplo, para dar un salto a circunstancias más cercanas: el escritor

mexicano Sergio Pitol afirmará también el encuentro de sus propuestas literarias con las de

este teórico postformalista, y con alguna huella inevitable del canónico narrador ruso.

Igualmente en el caso que apuntaré más adelante, el de Ricardo Piglia, la reformulación de


la figura de la “lectora” de Dostoievski adquiere carácter central para su propia idea de lectura

como tránsito. Además, si abrimos esta caja de Pandora, en la inmensa lista de nombres se

suman dentro del ámbito hispanoamericano Sábato, Arlt, Revueltas… y así podríamos seguir

sin tiempo siquiera para el análisis de la especificidad de estos encuentros y sus diferencias.

Se trata de un juego de superposiciones y desvíos multidireccionales, una malla de ideas que

funcionan entre su carácter heterogéneo y su potencialidad para el encuentro.

Por razones obvias, a estas cualidades se añade la de incompletud: ninguno de estos

puntos de vista sobre la literatura, aunque se formulen literariamente, se encuentra completo

o resuelve el problema de su escurridiza existencia o definición. Si lo planteo desde una

perspectiva no esencialista, más bien pragmática, esta afirmación es una serpiente que se

muerde la cola: la literatura es esa suma de ideas literarias, al tiempo que cada una de sus

prácticas discursivas y posibilidades de recepción conforman esta malla, donde cada obra es

reconocida como literaria por el horizonte que contribuye a construir.

Ahora bien, aunque no se trata de teoría, sino de crítica literaria, no deja de fascinarme

la localización de la comedia Las ranas, de Aristófanes, como el primer texto con una

elaboración crítica suficientemente articulada para ser denominada como moderna (Reyes,

1961: 110; Domínguez Caparrós, 1993: 42-45). Más fascinante aún si recordamos la escena:

un descenso a los infiernos en la barca de Caronte, guiado por Dionysos quien funge como

mediador de una discusión entre Esquilo y Eurípides acerca del valor de sus obras, mientras

el canto de las ranas se escucha al fondo sin cesar.

A decir de comentaristas como Alfonso Reyes y José Domínguez Caparrós, Las ranas

es de especial importancia por la suma de elementos formales, éticos y estéticos de las obras

criticadas, desde una elaboración alegórica. En otras palabras, el pasaje mencionado de esta

comedia logra integrar la perspectiva de la crítica alegórica común a su tiempo, mientras


explora opciones que nos es dado valorar en un horizonte crítico moderno. Por mi parte, me

permito subrayar su importancia como texto literario que ya piensa y habla de literatura en

su interior, desde el siglo V a.C., aspecto que no debería ser extraño si se reconocen las

reiteradas reflexiones y figurativizaciones críticas en las obras homéricas, desde tres siglos

antes, por lo menos.

En el ámbito hispánico, la recepción del Quijote, de Cervantes, tiene injerencia en el

tema, precisamente por ese efecto productor que tiene respecto a un horizonte de recepción

de lo que denominamos aún hoy literatura, pero no solamente eso. Podría considerarse que

ésta y otras obras, su recepción da cuenta de ello, rebasan esta posibilidad de plantear puntos

de vista meramente literarios, para incidir también la forma de comprender al mundo y

finalmente al sujeto, desde sus relaciones con momentos reflexivos y críticos específicos,

pero con capacidad abierta de sugerencia sobre otros. Las obras literarias no son teorías, pero

sí son textos con efectos productores y con cualidades de construcción que permiten poner

en juego discursivo, poner en escena, problemáticas presentes en otros ámbitos discursivos

y, por qué no, vitales.

Puede aceptarse que la literatura es crítica, que integra la autorreflexión implícita o

explícita y, como es obvio, que los universos discursivos que construye hablan de muchas

otras cosas más allá de la literatura. Sin embargo, tratar cualquier tema humano posible no

es lo mismo que producir efectos de comprensión sobre él extensivos más allá de la página

escrita. Esta posibilidad de considerar que la literatura produce efectos fuera de su ámbito

escritural es probablemente uno de los principales aspectos en disputa: la función del autor,

del crítico y del teórico, como una familia claramente disfuncional que opera desde el juego

de jerarquías y privilegios respecto a ellos mismos y respecto a la relación de la literatura con

el mundo, la sociedad y los sujetos.


III. LLAMAR GATO AL GATO: RESISTENCIA, LECTURA Y EL (DES)ORDEN LETRADO

¿Por qué en ciertos entornos de enseñanza o investigación las afirmaciones contra la teoría

—así, en general— alcanzan tal popularidad? Culler considera que la teoría intimida, ya que

además de su cuestionamiento al sentido común, señala: “La imposibilidad de dominarla es

una de las causas más importantes de la resistencia a la teoría” (2004: 27). El motivo está en

la cantidad de textos que caben en esta noción, así como en su complejidad y en la aparición

constante de nuevas lecturas consideradas “necesarias”, para quien se dedica a tareas de

investigación o enseñanza. No importa el grado de esfuerzo, nunca será suficiente para cubrir

la amplitud del terreno, pero ¿realmente es una razón su carácter inabarcable?, ¿no implicaría

un exceso de responsabilidad de parte de los detractores? Sinceramente no creo que existan

tantos casos, ni tantas pretensiones abarcadoras con tal ambición o, por lo menos, que sea

ésta la razón de peso para la polémica. Por supuesto, muchas páginas de ataque a la Teoría

en general o a teorías específicas llegan a estar fundadas en un escaso conocimiento sobre el

tema, pero también hay excelentes páginas críticas al respecto con un conocimiento profundo

de sus corpus, además de considerar que las propias apuestas teóricas se basan en el

cuestionamiento de otras: un texto que fundamenta su oposición a determinados aspectos

teóricos adquiere funciones teóricas.

Entonces, de regreso a la afirmación de Culler, ¿podría tratarse entonces de una

inseguridad frente a lo imposible de dominar? Para sugerir una respuesta a esta última

pregunta, cuya simple formulación podría encantar a algunos defensores de la teoría,

recurriré al texto eje de estas páginas. Señala Paul de Man:

En cualquier situación de angustia se repite la estrategia de desactivar lo que


considera amenazante mediante magnificación o minimización, atribuyéndole
pretensiones de poder a cuya altura nunca va a llegar. Si a un gato se le llama
tigre es fácil desestimarlo como tigre de papel: la cuestión sigue siendo, sin
embargo, por qué uno estaba tan asustado del gato para empezar. La misma
táctica funciona de modo inverso: llamando a un gato ratón y riéndonos de él por
su pretensión de ser poderoso. En lugar de hundirnos en este remolino polémico,
sería tal mejor llamar gato al gato (1990: 14) [cursivas mías]

Algunas líneas antes yo preguntaba: “¿Por qué la teoría es la gran villana de la literatura?”

Una exageración que sugiere el repliegue del lector a la puesta en duda: “¿en serio lo es?”,

“yo ni cuenta me he dado” o “bueno, es mala, pero no tanto”. Cuando se trata de polémica,

el equilibro es un camino difícil; porque finalmente polémica remite al significado de la voz

griega polemos: guerra. Además, Polemos es un personaje de varias comedias de Aristófanes,

donde la amenaza es su función, amenaza a la paz, al orden. Al mismo tiempo que el polemos

puede entenderse como una fuerza productiva, “el padre y el rey de todas las cosas” para

Heráclito (en Kirk, 1987: 282). Su larga historia refrenda una idea de tensión entre opuestos,

donde existe el acecho o la emergencia de la disputa, así como un énfasis en lo dividido. No

obstante, el carácter productivo de esta tensión hace de la polémica un origen, al tiempo que

confirma su capacidad para mover posiciones y generar otras. No puede, por tanto,

pretenderse inocencia cuando se ubica una polémica con el arraigo de la esbozada aquí, de la

resistencia a la teoría. No hay que considerar “ratón” a la teoría, pero tampoco a sus

detractores.

Como señala Paul de Man, la polémica tiene raíces más profundas, mucho más si se

tiene en cuenta que la resistencia a la teoría literaria: “se nutre no sólo de conservadurismo

civilizado sino también de indignación moral” (1990: 39). No simplemente se trata de

perturbar una tranquilidad, puede llegar a perturbar un orden, aquel donde la investigación y

enseñanza de la literatura tiene como condición la posibilidad de vincular no solamente

técnicas que provienen de las ciencias históricas, si no también métodos interpretativos que

acercan la tradición filológica y hermenéutica con la teología, al tiempo que el aspecto ético
es incorporado por su relación con “cuestiones de valor y de juicio normativo” (1990: 40).

Pero el contexto se vuelve más complejo si se consideran no únicamente los aspectos técnicos

implicados, si no sus alcances para reflexionar sobre “la comprensión del mundo, de la

sociedad y del yo”; y si se puede lograr con ello, añade de Man, una conciencia aliviada

(1990: 40). Existe entonces la polémica, la amenaza que puede transformar este alivio en

nerviosismo, porque principalmente la corriente estructuralista, con su base lingüística,

rechaza estos alcances y acota su tarea a un objeto de estudio definido como uso particular

del lenguaje. Y continúo tomando al estructuralismo como ejemplo por su peso en los

estudios literarios del siglo pasado, pero me atrevo a afirmar que en otras apuestas teóricas

pueden encontrarse variantes de disputas e indignaciones con cierto grado de semejanza:

implicación de técnica y moral.

¿Qué impacto tiene esto en la llamada ciudad letrada? La ciudad letrada refiere tanto

a un conjunto de instituciones como a un grupo de individuos letrados que articulan su

relación con el poder a través del orden de los signos, es decir, de prácticas discursivas, cuyo

ejercicio está reservado a minorías, pero inciden “ritualmente” en procesos de incorporación,

reconocimiento o exclusión en ocasiones más allá de su propio ámbito inicial de acción (ver

Davobe, 2009: 56). A decir de Rama, la importancia de las prácticas escriturarias para la

ciudad letrada inspiró los principios de concentración, jerarquización y elitismo que suelen

regirla (2002: 41). Quienes se dedican a la investigación y enseñanza de la literatura forman

parte de esta clase letrada, en el marco de la institución académica; así como los escritores

participan también de ella, en un entorno regularmente más público, pero igual de

concentrado, elitista y jerárquico.

No me detendré en la relación actual de la academia dedicada a la literatura con el

poder político, por sus profundas variantes históricas y por los alcances del asunto, a pesar
de que la tentación es grande, ya que da cuenta de divisiones engañosas y actualización de

viejos mecanismos. Por ahora, interesa hacer notar que las disputas internas y polémicas en

este “gremio” que en ocasiones se abren hasta el espacio ocupado por los autores o en sentido

inverso, destacan por debatir la legitimidad de sus posturas desde la utilización de

mecanismos de poder, como el privilegio que puede llegar a otorgarse a la voz autoral o la

noción de especialista.

Pues bien, la introducción de “nuevas teorías” no representa solamente una necesidad

de actualización o incorporación de otras metodologías para el estudio de la literatura, porque

en ocasiones la teoría —en muchos casos contemporáneos así es— ni siquiera tiene como

finalidad servir como modelo de análisis. Aquí hay un componente moral o de conciencia

que afecta la función de este sector del ámbito letrado: si concordamos con Paul de Man en

su explicación, la llamada conciencia aliviada entra en crisis ante las teorías de enfoque

lingüístico y estructural, porque limitan la participación del crítico a la inmanencia textual.

Esta restricción de su ámbito de impacto produce una modificación en las funciones de este

grupo letrado, porque ya no sólo su conciencia se muestra intranquila, también su papel ha

sido reducido en privilegios de comprensión respecto al mundo, la sociedad o el yo. La

amenaza adquiere desde este ángulo tonos de despojo, de privilegio epistemológico

arrebatado. Por su parte, existen también los llamados “teóricos” que consideran su parcela

técnica como la única con suficiente rigor científico; ellos se abrogan desde argumentos de

rigor una jerarquía distinta: el privilegio de la técnica y un poder de orden, muchas veces,

meramente escritural (por y sobre la escritura).

Es interesante hacer notar que la misma deconstrucción, corriente donde se enmarcan

los trabajos de Paul de Man, postula un énfasis en el ámbito escritural que constituye uno de

sus principales cuestionamientos. Como ejemplo y para aportar un ángulo distinto, desde el
enfoque de la filosofía crítica de Eduardo Subirats, a raíz de la revisión del libro La ciudad

letrada, de Rama,2 habla de una “traición del intelectual”, entre otras razones, por haber

reducido su labor al pensamiento escriturario y ceder a la reducción de la realidad a su

textualización como “constituyente de todo ser y de todo poder real” (2010: 16). La

contrapropuesta de Subirats es entender las relaciones de poder sin sujeción unilateral a una

existencia escrituraria, cuyo debate concentra en el peso que la deconstrucción a ganado en

la academia norteamericana, su entorno inmediato. Demasiada confianza o utopía, quizá,

cuando lo propone en función de cambios sociales, con énfasis en estos efectos productivos

de la letra y una idea de responsabilidad fincada en la vuelta al cuestionamiento por el papel

del intelectual.

Sea cual sea la polémica, a la relación técnica y moral, se añade el poder. La técnica

reclama revisiones, que han estado presentes a lo largo de su historia, con más o menos

disputas al interior; sin embargo, cuando esta técnica alcanza el ámbito moral es cuando surge

la intranquilidad porque implica un cuestionamiento a los sujetos que participan del estudio

de la literatura, por el alcance y pertinencia de su tarea. Finalmente, cuando estos

replanteamientos afectan jerarquías epistemológicas construidas a través del tiempo, surge la

reacción: la resistencia como respuesta a una fuerza contraria, en este caso, desestabilizadora

de cierta comodidad letrada adquirida.

La resistencia es la acción, causa o efecto del resistir, que implica para la RAE:

tolerar, aguantar o sufrir algo, así como combatirlo, rechazarlo, contradecirlo u oponerse con

fuerza a una acción, a un acontecimiento o a la comprensión. La resistencia implica entonces

la presencia de una fuerza a la cual reacciona. Desde un enfoque postestructuralista habría

2
Subirats y Erna Von der Walde coordinan la edición de La ciudad letrada en editorial Fineo, en 2009.
que admitir inicialmente la inestabilidad de esta significación, en oposición al enfoque

binario de Saussure, donde el significante —en este caso, resistencia— se corresponde a un

significado. Dicha inestabilidad obliga repensar el significante desde la construcción de un

discurso teórico que busca desmantelar su presuposición, a favor de la diseminación del

sentido por el carácter momentáneo de su fijación en contextos diversos (Viñas, 2002: 529 y

Eagleton, 1998: 155-157). La mirada postestructural nos permite entonces ver la resistencia

en sus posibilidades de operación, como modos de funcionar, en resumen, como modos de

resistencia en estrecha relación con la fuerza a la que se reaccionan.3

Desde otro ángulo, vale la pena retomar las últimas páginas del libro de Rama, donde

apunta variaciones en la conformación de la ciudad letrada presentes en los albores del siglo

XX, aunque algunos de sus antecedentes puedan rastrearse más atrás. Me refiero al cambio

generacional de los grupos letrados y su apertura fuera de la institución universitaria,

particularmente a raíz de las revoluciones sociales en Latinoamérica de principios de siglo y

del énfasis en el acceso democrático a la educación y, por tanto, a las letras. Todas utopías

que, a pesar de ello, sí produjeron algunas variaciones en el ámbito letrado. A decir de Rama,

estos movimientos —encabezados por ateneístas en México, por ejemplo— abren camino a

figuras intelectuales no directamente relacionadas con la universidad y no necesariamente

involucradas con puestos públicos que pudieran implicar una relación con el poder político.

Así, Rama resalta tres rasgos en estas nuevas formas de intelectual: incorporación de

3
Aunque el poder se ha convertido en un tema recurrente de los estudios multidisciplinarios contemporáneos,
las reflexiones de Michel Foucault siguen teniendo un importante impacto. Al respecto, cabe recordar
brevemente que para este autor el poder existe solamente en acto, cuando se ejerce, y propone analizarlo
precisamente desde los modos de resistencia que produce, donde identifica también luchas contra regímenes de
saber fundados en privilegios epistemológicos o en mistificaciones populares. Puede retomarse también que
para Foucault los mecanismos de poder y sus prácticas de resistencia no tienen solamente efectos negativos,
son altamente productivos o positivos respecto a la generación de cuestionamientos y saberes (ver 2001: 241-
245).
doctrinas sociales, autodidactismo y profesionalismo. Su presencia es, por supuesto, paralela

a la de figuras más tradicionales, desde las cuales se definen en varios momentos por

oposición o polémica.

Estas crisis de ciertos esquemas tradicionales de la ciudad letrada al producir la

apertura a la aparición de grupos con características diversas, conducen a marcar aún más la

heterogeneidad de posiciones y sus fronteras. La función de la teoría literaria será solamente

uno de tantos elementos en disputa dentro de esta suma multiforme de posturas dentro del

sector literario del ámbito letrado. Esto porque, como anoté un poco más arriba, la teoría

puede ser una trinchera con potencial jerarquizante y elitista, al mismo tiempo que la postura

“antiteórica” propone una resistencia que llega a disfrazarse de incluyente o democrática (por

su rechazo a los metalenguajes, entre otros aspectos), pero que encubre otra construcción

jerárquica, aquella que Paul de Man denominó conciencia aliviada, por sus alcances de

comprensión del mundo y los sujetos.

Ahora bien, la marcada heterogeneidad letrada en los estudios literarios no puede

desconocer las modificaciones también presentes en la forma de operar de su grupo letrado

más cercano: los escritores. En este sector, multiforme también, la resistencia a la teoría es

visible en autores que rechazan el vínculo entre crítica y literatura, en quienes consideran a

la primera “parasitaria” de la segunda y en quienes ven el diálogo con la teoría —en los

términos generales señalados por Culler— como algún tipo de pérdida para el valor literario

del texto, si no es que un franco error. Por su parte, esas parcelas de la ciudad letrada

conformadas por los escritores presentan también variaciones en esta postura, en casos como

el Sergio Pitol que admite la influencia teórica de Bajtín en su obra literaria o del autor

comentado un poco más adelante, Ricardo Piglia, que asume sin problemas la relación entre

teoría y creación literaria, solamente por mencionar algunos.


Por otro lado, hay privilegios que todavía se consideran al escritor de literatura en

nuestro entorno actual y no sólo a quienes se encuentran abiertamente en la tradicional

postura del letrado que legitima con su discurso al poder político, también en esas otras

formas más autónomas de intelectual. Me refiero al poder creciente de las editoriales en el

siglo XX, además de becas y premios literarios, los cuales influyen en los autores y los

mecanismos utilizados para poder acceder al mercado como una forma moderna de

mecenazgo. A esto se añade que todavía hay rastros de la idea de escritor como aquel que

tiene una visión privilegiada no sólo de la literatura, si no de cualquier tema; así, se les

pregunta en entrevistas de política económica de América Latina, de equidad de género, sobre

quién será el próximo presidente y hasta cuál es su platillo favorito.

En cualquiera de los casos, la resistencia es no sólo una reacción a discursos

jerarquizantes y divisorios de actores y saberes, es al mismo tiempo una lucha por no perder

privilegios adquiridos por la participación de los grupos en la institución académica o en el

ámbito “creador”, y sus prebendas. Por un lado, el investigador y docente de literatura se

mueve en un cerco de jerarquizaciones de la cientificidad de los estudios literarios, y aunque

su tarea sea el cuestionamiento mismo de su función es difícil que esta dedicación le otorgue

popularidad entre el resto de los grupos. Por eso, quien asume esta inclinación o interés, lo

hace muchas veces como si se tratara de un “placer culposo”, como puede leerse en una de

las notas que acompañan los gráficos de la Breve introducción a la teoría literaria de Culler:

“Dicen que han detenido a Culler por apología del teorísmo…” (2004: 27) o en la

introducción al libro Literatura y realidad de Renato Prada Oropeza: “éste es un libro de

teoría que no se avergüenza de tal” (1999: 7), como en varios casos más.

En contraparte dentro del mismo entorno académico, aún quienes defienden la

posibilidad de estudiar y enseñar la literatura sin teoría están en realidad omitiendo que son
responsables de asumir inevitablemente un punto de vista sobre la literatura, que tiene raíces

o diálogos teóricos, porque la estética, la poética, la retórica, la filología y cualquier otra

corriente no nacida en el siglo XX o proveniente de otra disciplina es en el fondo también un

discurso teórico, con sus particularidades de enfoque, pero teoría al fin. Solamente que este

último sector se escuda más fácilmente en algunos de los supuestos que la teoría busca

desmantelar, como el privilegio de la voz autoral sin reconocimiento de la función lectora o

el rechazo al metalenguaje como medio para acercarse por retoricidad simulada al carácter

artístico de la literatura. La postura de Paul de Man respecto a quienes consideran la teoría

como un obstáculo a la investigación y enseñanza es clara, anota: “si es así realmente,

entonces es mejor fracasar enseñando lo que no debería ser enseñado que triunfar enseñando

lo que no es verdad” (1990: 13).

Finalmente, en este texto tomé como punto de partida el planteamiento de Paul de

Man de la resistencia de la literatura misma a constituirse como objeto de estudio de la teoría,

por la dificultad de su propia definición. El teórico belga va más allá cuando señala que esta

resistencia se encuentra en la literatura en su propia retoricidad de su lenguaje, produciendo

una resistencia a la lectura, sea cual sea la corriente teórica en que ésta se enmarque. Así,

como anota Pozuelo Yvancos, “de la retoricidad del lenguaje deduce de Man la imposibilidad

del significado y la consecuencia de que toda lectura es una tergiversación (misreading), una

aberración” (1988: 153). Desde esta perspectiva, ante la imposibilidad planteada para la

teoría literaria, quizá resulte pertinente volver a pensar la propuesta de Culler respecto a la

función de la teoría en general como productora de efectos y de otros discursos que se

integran al juego de polémicas y cuestionamientos como su principal función. Claro, esta

postura corre el riesgo de caer también en la utopía, aquella que ve en la imposibilidad de la

teoría su propio valor.


IV. EL CASO PIGLIA: ¿CUÁNDO LEER NO ES LEER?

No es difícil elegir un caso emblemático en la literatura hispanoamericana para hablar de las

relaciones entre teoría, crítica y ficción. El escritor argentino Ricardo Piglia cuenta desde

hace años con una obra reconocida por su permanente actitud crítica y porque es capaz de

enlazar temáticas, géneros y juegos narrativos con una incesante búsqueda reflexiva. De sus

novelas, Respiración artificial (1980) es la más conocida y elogiada, y en ella se localizan

múltiples encuentros entre la historia, el ensayo, la crítica literaria y la ficción; en una línea

de la literatura argentina que produce “máquinas polifacéticas” o “libros extraños” por ser

mapas de lecturas diversas, como el mismo Piglia apunta del Facundo, de Sarmiento (2001:

39-40).

Sin pretender un recuento detallado, no evitaré mencionar que dicha confluencia entre

recorridos de lectura y ficcionalización se encuentra, entre varios textos más, de forma muy

bien lograda en la novela La ciudad ausente de 1992: un fabuloso juego de recorridos que

evocan a Macedonio Fernández y a Joyce, y muestran el pulso de una ruta literaria, con una

pasión por las “escenografías” y los desplazamientos. Les siguen las novelas Plata quemada

(1997), Blanco nocturno (2010) y El camino de ida (2013), acompañadas de varios libros de

relatos que oscilan entre el cuento y la novela corta. Entre ellos, Nombre falso de 1975 me

parece una mención imprescindible por la puesta en escena del problema de la voz autoral,

la propiedad del texto y la apropiación de la experiencia lectora.

La cercanía entre crítica y literatura o particularmente la “crítica en la ficción” implica

o se funda en la dificultad de indicar dónde inicia o termina su obra ficcional y comienza el

discurso reflexivo. Pues bien, sin pretender fabricar límites, puede señalarse que Piglia cuenta

también con una profusa obra ensayística, publicada en parte en libros como Formas breves
(1999) y El último lector (2005), entre otros, además de las famosas entrevistas de Crítica y

ficción4, donde por momentos la reiteración de tópicos y enunciados completos parece

alejarnos del género de la entrevista y su espontaneidad. Sobre este simulacro del tono oral,

advierte Piglia en una nota a la primera edición de Crítica y ficción: “Digamos que, en un

sentido, son conversaciones ficticias; éste es el libro donde los interlocutores han inventado

deliberadamente la escena de un diálogo para poder decir algo sobre la literatura” (2001:

225).

De alguna manera, esta ficcionalización constituye un desplazamiento, moverse a un

sitio donde pueda hablarse de literatura, construir la situación, a veces narrativamente como

en Formas breves y El último lector o como simulacro de oralidad en Crítica y ficción. Como

apunta Ismael Rodríguez, esta ficcionalización puede entenderse en términos generales como

la inserción en el universo ficcional de lecturas teóricas y opiniones críticas (2011: 6). Se

trata de generar el entorno propicio para comentar la experiencia lectora; se trata de admitir

la lectura como desplazamiento y al lector como un sujeto siempre en tránsito. Puede

recordarse el carácter recursivo de la escritura de Piglia, donde los enunciados se repiten de

texto en texto. Este vaivén, este ir y venir de ficción y realidad, Piglia lo plantea en la imagen

de Anna Karenina leyendo en el tren bajo la luz de una pequeña linterna, significativamente

bajo “su propia luz” (2005: 141). Por su parte, en un tranvía un hombre joven, aunque miope

y agazapado en sí mismo, lee por primera vez la Divina Comedia en el trayecto diario a su

empleo en una biblioteca. Después de varios años, él mismo, se convertirá en la paradójica

imagen del gran lector; por supuesto, me refiero a los dos Borges (en Villoro, 2008: 207).

4
Existen varias ediciones de este libro, aunque la primera es de 1986. Para este trabajo, refiero la edición de
2001 de Anagrama, revisada y completada por el autor con otras entrevistas
Sin embargo, esta fuerza reflexiva al interior de las obras no tiene nada de novedoso,

como el mismo Piglia lo ha referido, está en Cervantes, Joyce… yo añadiría en esta lista

interminable a Homero y a Aristófanes. Pero mantengamos los márgenes: este recuento a

Cervantes lo destaca Enrique Vila-Matas, quien como escritor comparte esta pasión reflexiva

que mezcla vida y literatura, razón y posibilidad poética. Anota al respecto Vila-Matas, que

en la obra de Piglia: “todas las narraciones […] son lugares donde se discute la literatura”; y

no obstante, en España, el país del Quijote, a la llamada metaliteratura “todavía la mandan a

la Inquisición”, al tiempo que se preguntan “cómo en una novela se trabaja con ideas y cómo

en un diálogo se ponen a hablar de literatura” (2008: 362).

Desde la perspectiva del autor de Bartebly y compañía (2001) y El mal de Montano

(2002), novelas fundadas en la reflexión sobre la escritura, su crítica y su imposibilidad, esta

disputa esta vigente en la impostura de esos escritores que se consideran simplemente

“contadores de historias”. Para plantear esta idea, hace eco de las palabras de Piglia: la no-

opción está en aquellos que “quieren funcionar bien en la cultura de masas, se presentan

como hombres sencillos, personas que de ninguna manera deben ser vistas como

intelectuales”. Estos supuestos escritores funcionan como “lacayos del mercado”, porque no

es posible solamente “contar historias”, sin saber que se construyen mundos (2008: 363).

Para Piglia, nadie es solamente contador de historias: “un escritor es un mago que construye

realidades”.5 Este mago en particular elige la tradición culta y cervantina, el gusto por el

complot, el rechazo a la idea de inocencia narrativa, el reconocimiento de una tradición

reflexiva en la que no transita solo. Por supuesto, todo esto Vila-Matas lo dice o hace propio,

5
La cita alude a Nabokov, y reaparece en varias entrevistas; en este caso, puede localizarse en su conversación
con Silvia Adela Kohan, disponible en: www.grafein.org/Piglia2.htm.
que es casi lo mismo, con el convencimiento de quien habla de su propia necesidad escritural,

de su propia tradición y biblioteca.

A la par, resulta interesante cómo lo anota antes Juan Villoro, de quien Vila-Matas

retoma la primera afirmación: “Las historias de Ricardo Piglia son intensas discusiones sobre

el arte de narrar. Sin embargo, en ellas no domina el tono levantado de la cátedra sino la

errancia sin mapas de la sobremesa, donde los paisajes comunes son vistos con ánimos de

expedición” (2008: 308). Desde este enfoque se alaba el carácter no excluyente de reflexión

y literatura, pero se descarta que esto acerque de alguna manera la escritura de Piglia con el

discurso académico; por supuesto, esta paráfrasis mía parece innecesaria, porque a toda vista

Piglia no está escribiendo un texto de historia de la teoría literaria cuando menciona a los

formalistas rusos en Respiración artificial y tampoco hace artículos académicos o dicta clase

en voz de Tardewski. El problema va más allá: a la cátedra, Villoro le atribuye un “tono

levantado”, es decir, una presuposición de jerarquía discursiva, que es denostada

inmediatamente al alabar la escritura de la errancia, la literatura como expedición. Funciona

aquí la resistencia, como contraparte —construcción adversativa, sin duda— de los

mecanismos legitimadores del discurso académico.

Como ha dicho Piglia, él no escribe papers: “aunque los lea y los discuta con mis

estudiantes, porque es un tradición interesante, con sus propias formas. Pero estoy más

cercano a la tradición que yo llamo «las lecturas de escritor»”; y apunta en esta tradición

autores como Auden, Borges y Valéry, ya que añade: “También los escritores son pedagogos,

voluntarios o paródicos, y usar esas reflexiones, esos mapas para futuros viajeros puede ser

muy útil para orientarse” (en Carrión, 2008: 426-427). Piglia no sólo reconoce un valor a los

textos académicos, en su función como profesor de teoría literaria asume también la tarea de

su revisión y enseñanza. No obstante, su elección por esto que llama otra tradición da cuenta
de un reconocimiento de la parcialidad de toda tarea lectora, porque los mapas o lecturas del

escritor, esos viajes por su biblioteca, son finalmente recorridos personales, accesibles a

servir de guía, pero no repetibles en sí. Al mismo tiempo, porque esta forma de escritura no

necesariamente tiene porqué reducirse a ámbitos no ficcionales. Renzi es un lector que

transita por la obra de Piglia especularmente respecto a él —incluso envejece con él—, así

como otros personajes y anécdotas son también alusiones o figuras de procesos lectores. La

suma es otra vez un juego entre realidad y ficción, entre experiencia lectora propia y

configurada en senderos narrativos. Sin embargo, cuando el cruce se da, se produce la

alegoría.

La alegoría se entiende tradicionalmente como una figura retórica que remite “a un

significado oculto o más profundo” (Marchese y Forradellas, 1986: 19). Para Paul de Man

está en la base de la resistencia propia de retoricidad de la literatura como una resistencia a

la lectura, porque “la literatura no es un mensaje transparente”, porque está llena de

indeterminaciones que no se resuelven con un análisis gramatical (1990: 29). Así, la alegoría

está arraigada en la lectura por la borradura de significados fijos, al grado de sugerir la

performatividad posicional del lenguaje que lo aleja de la convención y permite hablar de

“creatividad”, es decir, de generación de significados que remiten a otros y al mismo tiempo

se abren a posibilidades persuasivas (1990: 35). De tal forma, como apunta Juan Francisco

Ferré en su comentario a El último lector, “resulta evidente que [en este libro] la presencia

de la lectura en la ficción actúa como un sucedáneo alegórico, indicio desplazado por otro

motivo inconfesable de la vida de los protagonistas” (2008: 384). Afirmación que puede

llevarse más lejos aún: en estos casos leer no es solamente leer, la lectura actúa como alegoría

para sugerir otros caminos del sentido o de la figuración de ideas literarias. De acuerdo a este

enfoque, el libro de Piglia no trata entonces solamente de la lectura, es su figura la que sirve
alegóricamente para hablar de otras cosas, para problematizar en última instancia la relación

entre experiencia y literatura. Así, las llamadas “lecturas del escritor” adquieren otro alcance,

son guías de lectura al tiempo que son marcas de la experiencia y modos de situarse frente o

en la literatura, desde su reflexión o posibilidad de autoimplicarse. Pueden retomarse también

de El último lector, las siguientes líneas:

El lector, entendido como descifrador, como intérprete, ha sido muchas veces


una sinécdoque o una alegoría del intelectual. La figura del sujeto que lee forma
parte de la construcción de la figura del intelectual en el sentido moderno. No
sólo como letrado, sino como alguien que enfrenta al mundo en una relación que
en principio está mediada por un tipo específico de saber. La lectura funciona
como un modelo general de construcción del sentido. La indecisión del
intelectual es siempre incertidumbre de la interpretación, de las múltiples
posibilidades de la lectura.
Hay una tensión entre el acto de leer y la acción política. Cierta oposición
implícita entre lectura y decisión, entre lectura y vida práctica. (2005: 103)

La dimensión política de la lectura es fundamental para completar la perspectiva de lectura

propuesta por Piglia. Por supuesto, se entiende ligada a estos márgenes reflexivos y

profundamente críticos que alcanza la lectura/escritura en este autor. Asimismo es destacable

la ampliación que realiza del problema al ligarlo con la necesidad de sentido y la construcción

de la figura del intelectual, donde escritores y académicos vuelven a encontrar convergencia.

Desde otro ángulo, cabe resaltar que el discurso académico de los papers o artículos

especializados, si optamos por una denominación más hispánica, puede funcionar

socialmente y desde sus propios principios discursivos como apuesta por una estrategia

sumamente protocolaria para dotar de validez a la reflexión sobre literatura. En otras

palabras, un mecanismo de legitimación, que muestra marcas profundas de elitismo por

tratarse de textos construidos para lectores especularmente —o gremialmente— semejantes

de sus autores, se tome conciencia de ello o se recurra al autoengaño. Tiene alguna validez,

eso creo, como es obvio si continúo escribiendo estas líneas; no obstante en el marco de los
juegos de poder de la ciudad letrada la presuposición de valor o legitimidad tendría que ser

puesta a la luz de la crítica. Demos la vuelta al problema por un momento, para verlo en

perspectiva.

Al escritor suele atribuírsele una voz privilegiada, por cercanía al objeto literario o

porque la crítica le confiere alrededor del siglo XIX el papel que anteriormente jugaba el

héroe en el relato épico, con implicaciones privilegiadas sobre la significación del texto, su

interpretación o por considerar que posee un talento excepcional —jerárquicamente

superior— para su construcción. Éstas son algunas de las ideas que la teoría literaria se ha

dedicado a desmantelar durante el siglo XX, en ocasiones con propuestas radicales enfocadas

en una autonomía e inmanencia textual cerrada. Sin embargo, los escritores no han sido

ajenos a esta problemática y hay reflexionado largamente sobre su propia función y relación

con sus textos. Sus ideas al respecto han llegado a puntos de diálogo muy relevantes con el

sector académico, y como ejemplo puede recordarse la influencia en el New Criticism del

ensayo “La tradición y el talento individual” de T. S. Eliot, publicado en 1917.

Ahora bien, ejemplos como el anterior ponen en relieve la productividad de las

interacciones en la malla de ideas literarias, al mismo tiempo que ante el ingrediente del

reconocimiento a los privilegios autorales se entabla una creciente sospecha. No es necesario

caer en la inmanencia de aquellos años para sustentarla, es suficiente con dar un repaso por

la heterogeneidad y dureza de diversos debates sobre la relación autor-obra para percatarnos

de la necesidad de repensarla. Esta preocupación está presente en la literatura de Piglia, como

estuvo antes con tratamiento distinto en Borges, cuando se pone en debate la autoría de los

textos o ante la construcción de Renzi como su “yo escritural”, a lo largo de su obra. No hay

retorno al culto del autor, porque el autor es también un lector en tránsito, ese último lector

que escribe porque necesita el texto y su lectura; como anota Ferré: “aquél que crea un ámbito
de lectura donde, abolida la diferencia retórica entre lo literal y lo figurado, tiene lugar la

subversión del orden establecido por las ficciones del orden y su inscripción simultánea como

autor excluido” (2008: 387).

Escritores y académicos ostentan privilegios y practican resistencias, porque ambos

trabajan con la lectura y las posibilidades que les brinda la escritura para dar cuenta de una

experiencia sobre los textos. La literatura es también un recorrido por tradiciones, sea

explícito o no, sea con elaboración crítica o engañosa postura inocente. Además, escritores y

académicos juegan también al poder, participan de sus posiciones, de actos inclusivos o

excluyentes, al grado de definirse también respecto a polémicas. No obstante, la respuesta a

la polémica no tiene porque ser la confrontación y división tajante de posiciones.

El caso Piglia se suma en nuestra tradición literaria a otros que hacen propia la

convivencia de teoría y literatura, de acto crítico y posibilidad creadora. Como ha señalado

este autor al inicio de Crítica y ficción, en una famosa toma de postura: “No creo que existan

escritores sin teoría: en todo caso la ingenuidad, la espontaneidad, el antintelectualismo son

una teoría, bastante compleja y sofisticada, por lo demás, que ha servido para arruinar a

muchos escritores” (2001a: 10).

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