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Dos paradigmas sobre niñez y adolescencia

El Paradigma de la Situación Irregular


Cuando se habla de niñez y adolescencia en Latinoamérica, y sólo a modo explicativo, se
plantea la existencia de dos paradigmas: el Paradigma de la Situación Irregular y el
Paradigma de la Protección Integral. El primero de éstos se ha constituido como la forma
hegemónica de pensar y trabajar en esta temática durante más de 100 años. Sus orígenes
se remontan a fines del siglo XIX, época de consolidación del Estado-Nación, donde
existía una clara política de promoción de la inmigración. Los inmigrantes que llegaban
al país no eran los esperados: arribaban principalmente españoles, italianos y franceses
que huían de una Europa devastada y traían consigo ideas socialistas y anarquistas que
no se condecían con la consigna de “orden y progreso”, planteada desde los ideales
positivistas sostenidos por los instauradores del Estado-Nación argentino.
Ante ello, se adoptaron principalmente dos estrategias. Por un lado, se realizó un fuerte
trabajo de homogeneización de la población: a partir de la Ley de Educación Común No
1.420 -sancionada en 1884-, se instalaba la escuela como obligatoria, garantizando
entonces que todos los niños de 6 a 14 años de edad, nativos e inmigrantes, concurrieran
a un espacio común en el cual se les enseñaría un mismo idioma y se buscaría generar un
sentimiento nacionalista en virtud de la instauración de símbolos patrios y de ciertos
valores definidos hegemónicamente como esperables.
Esta ley permitía, además, la intervención del Estado sobre aquellas familias que no
cumplían con la obligación de escolarización de sus niños. Por otro lado, comenzaron a
sancionarse distintas normativas que buscaban controlar a los nuevos ciudadanos y
ordenar el país. Ejemplo de ello son la Ley de Residencia No 4.144 -sancionada en 1902-
y la Ley de Defensa Social No 7.029 -sancionada en 1910- que, mediante un simple
trámite administrativo, habilitaban la prohibición de entrada al país así como la expulsión
de todo extranjero que “perturbara el orden público” o profesara “ideas anarquistas”.
Ahora bien, la expulsión se indicaba y materializaba para el adulto. ¿Qué hacer, por lo
tanto, con los niños y niñas, hijos de estos adultos, que quedaban en el país?
Es en este contexto que se sanciona la Ley de Patronato de Menores No 10.903 5, en el
año 1919, siendo ésta el principal exponente normativo del Paradigma de la Situación
Irregular y representando la consolidación del mismo. Este paradigma establecía una
diferencia entre el niño y el menor. El niño era aquél que había podido transitar por todas
aquellas instituciones en las que se esperaba verlo incluido: familia -entendida como
padre, madre y hermanos- y escuela, principalmente. Un menor era, en cambio, quien
no tenía familia o cuya familia no cumplía con lo que de ella se esperaba, quien no asistía
a la escuela, quien no contaba con los ingresos suficientes, etc.
La Ley 10.903 era una ley para menores, en la cual se centralizaba el poder de decisión
en la figura del juez. De este modo, se judicializaban las problemáticas de la niñez y la
adolescencia relacionadas con situaciones de riesgo subjetivo, connotando de patológica
o criminal las situaciones de pobreza y promoviendo compulsivamente las internaciones
como respuesta al “abandono material o moral” de los padres así como a las situaciones
de delito infantil, entre otras. Era el juez quién determinaba qué situación podía ser
calificada de “abandono moral o material o riesgo moral” para excluir al niño de su ámbito
familiar. En su artículo 21 la Ley 10.903 profesa:

“A los efectos de los artículos anteriores, se entenderá por abandono material o moral o
peligro moral, la incitación por los padres, tutores o guardadores a la ejecución por el
menor de actos perjudiciales a su salud física o moral; la mendicidad o la vagancia por
parte del menor, su frecuentación a sitios inmorales o de juego o con ladrones o gente
viciosa o de mal vivir, o que no habiendo cumplido 18 años de edad, vendan periódicos,
publicaciones u objetos de cualquier naturaleza que fueren, en las calles o lugares
públicos, o cuando en estos sitios ejerzan oficios lejos de la vigilancia de sus padres o
guardadores o cuando sean ocupados en oficios o empleos perjudiciales a la moral o a la
salud”.
El menor, entonces, era entendido como un objeto de tutela por parte del Estado, quien
intervenía ante el vago y discrecional peligro moral o material culpabilizando a las
familias, judicializando las situaciones sin distinción alguna del tipo de problemática del
cual se trataba, e internando a los menores para reeducarlos y reinsertarlos en la sociedad.
Es clara la similitud que existía entonces entre el tratamiento de la minoridad y el de la
locura, ya que los postulados principales en relación a ambas temáticas eran compartidos:
sujetos sin voz; sin capacidad de discernimiento y, por lo tanto, de elección; peligrosos;
inmorales; por fuera de toda normalidad posible. Por lo tanto, si pensamos en la
articulación entre minoridad y locura observamos la instauración de una doble
incapacidad -no sólo por la pretendida falta de lucidez mental sino, además, por la edad-
y una única respuesta posible por parte del Estado: la internación y segregación de
aquellos locos menores.

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