“A los efectos de los artículos anteriores, se entenderá por abandono material o moral o
peligro moral, la incitación por los padres, tutores o guardadores a la ejecución por el
menor de actos perjudiciales a su salud física o moral; la mendicidad o la vagancia por
parte del menor, su frecuentación a sitios inmorales o de juego o con ladrones o gente
viciosa o de mal vivir, o que no habiendo cumplido 18 años de edad, vendan periódicos,
publicaciones u objetos de cualquier naturaleza que fueren, en las calles o lugares
públicos, o cuando en estos sitios ejerzan oficios lejos de la vigilancia de sus padres o
guardadores o cuando sean ocupados en oficios o empleos perjudiciales a la moral o a la
salud”.
El menor, entonces, era entendido como un objeto de tutela por parte del Estado, quien
intervenía ante el vago y discrecional peligro moral o material culpabilizando a las
familias, judicializando las situaciones sin distinción alguna del tipo de problemática del
cual se trataba, e internando a los menores para reeducarlos y reinsertarlos en la sociedad.
Es clara la similitud que existía entonces entre el tratamiento de la minoridad y el de la
locura, ya que los postulados principales en relación a ambas temáticas eran compartidos:
sujetos sin voz; sin capacidad de discernimiento y, por lo tanto, de elección; peligrosos;
inmorales; por fuera de toda normalidad posible. Por lo tanto, si pensamos en la
articulación entre minoridad y locura observamos la instauración de una doble
incapacidad -no sólo por la pretendida falta de lucidez mental sino, además, por la edad-
y una única respuesta posible por parte del Estado: la internación y segregación de
aquellos locos menores.