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EL ORDEN PÚBLICO COMO BIEN JURÍDICO AUTÓNOMO (Y

LEGÍTIMO) 1

José Manuel Paredes Castañón


Universidad de Oviedo

SUMARIO
1. Entre el Derecho Penal común y el Derecho Penal político. 2. Crítica de la
doctrina jurisprudencial sobre desórdenes públicos. 3. El concepto de “orden
público”: 3.1. Concepto civil y concepto administrativo. 3.2. Concepto
macro-social. 4. El orden social. 5. Orden social y orden público: ¿sinonimia
o hiponimia? 6. El uso de los espacios públicos como objeto de protección
jurídica: 6.1. Especificidad de las conductas de uso de los espacios públicos.
6.2. Uso de los espacios públicos, orden público y justicia. 6.3. Conductas
lesivas para el derecho al uso de los espacios públicos. 7. Conclusión: el
orden público como bien jurídico autónomo. 8. Bien jurídico orden público y
principio de lesividad: 8.1. Los espacios públicos. 8.2. La usurpación de
espacios públicos. 8.3. Relevancia jurídico-penal de las conductas lesivas
para el orden público. 9. Crítica del Derecho positivo: 9.1. Terrorismo,
atentado, resistencia, desobediencia, tenencia ilícita de armas y explosivos,
rebelión, sedición, alarmismo. 9.2. Manifestaciones ilícitas. 9.3. Desórdenes
públicos.

1. Entre el Derecho Penal común y el Derecho Penal político

Como es sabido, la ordenación sistemática del CP español vigente ubica como


“delitos contra el orden público”, en el Título XXII del Libro Segundo, los delitos de
sedición, de atentado, resistencia y desobediencia a funcionarios, de desórdenes
públicos, de tenencia ilícita de armas y explosivos y de terrorismo 2 . Con ello, el

1
Este artículo está dedicado, con toda la admiración y todo el afecto, al Prof. Dr. Santiago Mir Puig,
con motivo de su investidura (en junio de 2008) como doctor honoris causa por parte de la Universidad
de Alcalá, a instancias de mi querido maestro, Diego Manuel Luzón Peña. A estas alturas, pretender
recordar lo obvio, la categoría intelectual de Santiago Mir, sería vana pretensión por mi parte. Por ello,
me limito a dedicarle el trabajo y a reconocer públicamente que bastante de lo poco de bueno que el
trabajo pueda contener se debe a lo que de él he aprendido.
2
Destacan el carácter esencialmente heterogéneo de este título, DÍAZ Y GARCÍA CONLLEDO, Miguel:
Algunas consideraciones sobre el tipo de apoderamiento de determinados objetos destinados al servicio
público (Art. 249, 2º CP), en Poder Judicial 16 (1989), p. 198; el mismo: Responsabilidad penal en la
ocupación y desvío de un buque por un conjunto de trabajadores en un acto de reivindicación laboral, en
La Ley 1990-IV, p. 1025; el mismo: Delitos contra el orden público, en LUZÓN PEÑA, Diego Manuel
(dtor.): Enciclopedia Penal Básica, Comares, Granada, 2002, p. 367; POLAINO NAVARRETE, Miguel, en

1
legislador de 1995 ha optado por dividir en dos títulos diferentes (delitos contra el orden
público y “delitos contra la Constitución”) lo que en el anterior código aparecía
agrupado bajo una rúbrica común (“delitos contra la seguridad interior del Estado”),
volviendo así –aunque, como veremos, con fidelidad sólo parcial- a la tradicional
sistematización dicotómica que, en nuestro Ordenamiento, ha caracterizado al Derecho
Penal político contenido en el código (dado que siempre existió además –hasta la
desaparición en 1988 de la legislación penal especial antiterrorista- legislación penal
especial de aplicación en este ámbito, incluyendo también el usual recurso al Derecho
Penal militar) en los códigos de raigambre (más o menos) liberal, como fueron los de
1870 y 1932 (no así, por el contrario, en el de 1848, en el que todos los delitos políticos
aparecían unificados en un único título, rubricado como “delitos contra la seguridad
interior del Estado y el orden público”). Hay que observar, no obstante, que esta vuelta
a la sistematización usual del Derecho Penal político en nuestro Derecho histórico de
tradición más liberal no es completa. Así, por una parte (y esto no será objeto de
consideración en el presente trabajo) 3 , se confirma el paso, dado en 1988, de integrar el
Derecho Penal antiterrorista en el código 4 . Y, por otra, la ubicación de los delitos en
cada uno de los dos títulos no es totalmente coincidente: en concreto, el delito de
rebelión, que tradicionalmente aparecía ubicado entre los delitos contra el orden
público, pasa, sin embargo, en el vigente CP, al título de los “delitos contra la
Constitución”.
Es obvio que esta decisión legislativa, de cambiar de ubicación sistemática al
delito de rebelión, no ha sido caprichosa, sino plenamente consciente: se trataba, en
efecto, de reducir el grupo de delitos contra el orden público a aquellos en los que (al

COBO DEL ROSAL, Manuel (dtor.): Curso de Derecho Penal español. Parte Especial, II, Marcial Pons,
Madrid, 1997, pp. 827-828; TORRES FERNÁNDEZ, María Elena: Los delitos de desórdenes públicos en el
Código Penal español, Marcial Pons, Madrid, 2001, pp. 21-22; LAMARCA PÉREZ, Carmen, en la misma
(coord.): Derecho Penal. Parte Especial, 4ª ed., Colex, Madrid, 2008, pp. 721, 730.
3
Cfr., al respecto, PAREDES CASTAÑÓN, José Manuel: Límites sustantivos y procesales en la aplicación
de los delitos de integración y de colaboración con banda armada. Comentario a la sentencia de la
Audiencia Nacional de 19 de diciembre de 2007 (“Caso EKIN”), en La Ley 2008-II, pp. 1726 ss.; el
mismo: El “terrorista” ante el Derecho Penal: por una política criminal intercultural, en SERRANO
PIEDECASAS, José Ramón/ DEMETRIO CRESPO, Eduardo (coords.): Terrorismo y Estado de Derecho,
Iustel, Madrid, en prensa, ambos con ulteriores referencias..
4
En el Derecho histórico, hasta 1988, solamente el Código Penal de 1848 contenía algo similar, al
tipificar, como asociaciones ilícitas, las “sociedades secretas”. Dado que la regulación de delitos de
“terrorismo” en los arts. 260 y siguientes del Código Penal de 1944, a pesar de la terminología empleada,
tenía un sesgo completamente diferente (más relacionado con el delito de estragos) a la de la represión de
la delincuencia organizada (más o menos “violenta”) con fines políticos.

2
menos, en principio) no es necesario que aparezca una finalidad de desestabilización del
sistema político 5 . Sin embargo, y a pesar de la intención expresa, no está nada claro que,
de hecho, el legislador español haya sido capaz de realizar dicho deslindamiento de una
forma efectiva y coherente 6 .
En efecto, la observación del propio texto legal y de la práctica jurisprudencial
acerca del mismo pone de manifiesto datos que, a mi entender, apuntan más bien en
sentido contrario. Así, en primer lugar, los delitos de terrorismo (ubicados entre los
delitos contra el orden público, no entre los atentatorios al orden político
constitucional), debido a la forma en la que están tipificados, pero, sobre todo, dado el
modo en que vienen siendo aplicados, poseen principalmente naturaleza de delitos
políticos 7 . En segundo lugar, hay figuras delictivas que, de lege lata, parecen exigir la

5
TORRES FERNÁNDEZ, Desórdenes público, 2001, pp. 53-54; GONZÁLEZ RUS, Juan José, en COBO DEL
ROSAL, Manuel (dtor.): Derecho Penal español. Parte Especial, 2ª ed., Dykinson, Madrid, 2005, p. 1101;
GARCÍA ALBERO, Ramón, en QUINTERO OLIVARES, Gonzalo (dtor.): Comentarios a la Parte Especial del
Derecho Penal, 8ª ed., Thomson-Aranzadi, Pamplona, 2009, p. 2058; MUÑOZ CONDE, Francisco:
Derecho Penal. Parte Especial, 17ª ed., Tirant lo Blanch, Valencia, 2009, p. 816.
6
POLAINO NAVARRETE, en COBO DEL ROSAL (dtor.), PE, II, 1997, pp. 827-828, 867-868, critica que el
“orden público” sea un auténtico bien jurídico. Como intentaré argumentar, la crítica es certera si se
refiere al Derecho positivo español vigente. Aunque ello no quiere decir que no pueda pensarse un bien
jurídico (que podría denominarse) “orden público” autónomo y legítimo.
7
Pese a ello, es cierto que, al menos en principio, con la ley en la mano, parece posible cometer delitos
de terrorismo también sin finalidad política, solamente con la finalidad de atentar contra la “paz
pública”… sea cual sea el significado que se deba otorgar a este concepto. Pese a ello, hay quien entiende
que solamente la acción de grupos armados con finalidad política puede ser legítimamente tipificada de
un modo diferenciado, a través de los delitos de terrorismo, a causa de la pluriofensividad que la misma
conlleva: vid., por ejemplo, CANCIO MELIÁ, Manuel: Sentido y límites de los delitos de terrorismo, en
Derecho Penal contemporáneo 26 (2009), pp. 47 ss., passim. Y, de todos modos, cualquiera que sea la
opinión que se tenga sobre esta cuestión, sí parece claro que la opción de nuestro legislador, de equiparar
las acciones con fines políticos y las acciones que simplemente afectan a la “paz pública”, no posee un
fundamento político-criminal suficientemente sólido. Pues, incluso desde el punto de vista del que parte
el legislador español (que, además, puede y debe ser criticado), lo normal será que las acciones con fines
políticos resulten más graves, en términos de lesividad, que las meramente atentatorias contra la “paz
pública”. Y, en todo caso, unas y otras deberían aparecer diferenciadas, puesto que distintas son también
siempre las lesiones de objetos de protección que ocasionan (de manera que puede haber lesión de la
estabilidad política sin ataque al orden público, lesión del orden público sin ataque a la estabilidad
política, y combinaciones –en distintos grados- de ambos ataques). Ello, hoy por hoy, sigue siendo
irrelevante en la práctica, en la medida en que la jurisprudencia española viene aplicando los delitos de
terrorismo casi exclusivamente a acciones que poseen finalidades políticas. Sin embargo, abre un espacio
más de indeterminación en el alcance de la tipicidad penal (de los muchos que en materia de terrorismo
existen); y, con ello, una vía posible de extensión de la intervención penal (con la potente panoplia de
regulaciones policiales, procesales y penitenciarias de excepción que conlleva) frente a conductas que den
lugar a “alarma social” (sentimientos de inseguridad), a poco que la atención del poder político y de la
opinión pública (convenientemente manipulada) se vuelvan hacia ellas. Que esto no es mera
especulación, sino una posibilidad muy presente y preocupante, nos lo prueba la experiencia del Derecho
comparado (en América Latina, particularmente), de uso y abuso de la legislación antiterrorista contra
todo género de conductas que –se dice- dan lugar a sentimientos de inseguridad: protestas políticas no
violentas, algaradas, etc. Una reforma en sentido restrictivo –o, cuando menos, diferenciador- resultaría, a
este respecto, altamente recomendable.

3
concurrencia de los dos contenidos de lesividad, contra la estabilidad del sistema
político y contra el “orden público” (una aparente –ya veremos si real-
pluriofensividad), para que se dé el grado suficiente de antijuridicidad material que
justifica la incriminación: tal es el caso del mismo delito de rebelión, así como de varios
de los “delitos contra las instituciones del Estado” (Capítulo III del Título XXI: en
concreto, en el caso de los delitos tipificados en los arts. 493-495, 497, 503 y 505 CP).
Por fin, estos indicios quedan confirmados cuando se examina la jurisprudencia.
En la misma, y siguiendo nuestra tradición histórica, se producen dos deslizamientos
significativos entre ambos ámbitos. De una parte, los tribunales pasan de los delitos
contra la Constitución a los delitos contra el orden público (o al contrario) con bastante
flexibilidad, empleando muchas veces una u otra categoría de delito antes que nada por
razones de graduación de la pena (del modo que entienden proporcionado) antes que por
el diferente contenido de lesividad de las conductas 8 . De otra, en la interpretación y
delimitación del alcance de la tipicidad de los delitos contra el orden público, el efecto
político de las conductas enjuiciadas (que, en principio, debería resultar irrelevante)
está, no obstante, siempre presente 9 .

2) Crítica de la doctrina jurisprudencial sobre desórdenes públicos

Ello no parecería ser así, sin embargo, si nos atenemos exclusivamente a las
declaraciones explícitas de la propia jurisprudencia. Así, por lo que se refiere al segundo
de los deslizamientos, podríamos apoyarnos, para negarlo, en la doctrina jurisprudencial
asentada a la hora de interpretar los delitos y faltas de desórdenes públicos (que, en su
calidad de figuras delictivas más genéricas de todo el bloque de los delitos contra el
orden público, han obligado siempre a los intérpretes a un esfuerzo más tenaz de
concreción de su contenido de antijuridicidad material –y de lesividad, por ende-). En
efecto, dicha doctrina afirma de forma regular que, para que concurra un delito de
desórdenes públicos, son necesarios los siguientes requisitos:

8
Vid., por ejemplo, el ATSJ del País Vasco de 30 noviembre 2004 (Westlaw, JUR 2005\39453): se
pasa del delito de manifestación ilícita –delito contra la Constitución- a una falta contra el orden público.
9
Compárense, por ejemplo, la SAP de Málaga 340/2004 de 15 junio (Westlaw, JUR 2004\263062) y la
SAP de Vizcaya 529/2002 de 7 octubre (Westlaw, ARP 2003\122): mientras que en la primera se
entiende que volcar contenedores en la vía pública –en el contexto de una protesta laboral- carece de la
finalidad de “atentar contra la paz pública”, en la segunda –en el contexto de una protesta política, de
naturaleza subversiva- se sostiene que encadenarse a la vía e interrumpir la circulación de los trenes sí que
posee tal finalidad y constituye, por ello, delito de desórdenes públicos.

4
“(…) la jurisprudencia de esta Sala en relación con el artículo 557 CP exige:
a) Elemento objetivo, que la alteración del orden público se materialice bien
en causar lesiones a las personas o daños en las propiedades, bien en la
obstaculización de las vías públicas o los accesos a las mismas, pero de manera
peligrosa para las que por ellas circulen (ver sentencias citadas por el Ministerio
Fiscal y recogidas en el hecho segundo, entre otras).
b) Elemento subjetivo la finalidad de atentar contra la paz pública. Debe
tenerse en cuenta la actitud anímica que el sujeto ha unido a ella y que,
consecuentemente se refleja en su conducta, debiendo considerarse no solo el resultado
material producido, sino también el porqué del mismo, es decir, sus motivaciones (ver
sentencia de 19 de junio de 1995, entre otras).” 10

Es decir, en apariencia al menos, lo que caracterizaría a los delitos de desórdenes


públicos –además de la concurrencia de los elementos comunes de la teoría general del
delito- serían, según esto, tres elementos:
— Uno primero, objetivo (que fundamentaría el desvalor objetivo de la acción),
consistente en la realización de una acción (de entre las descritas en el tenor literal del
tipo). Acción que, además, casi siempre es ya delictiva por sí sola (aunque, desde luego,
no necesariamente: en particular, cuando se trate tan sólo de una falta del art. 633 CP),
por atacar a algún otro bien jurídico: integridad física, libertad individual de acción,
inviolabilidad del domicilio, patrimonio, etc.
— Uno segundo, también objetivo (que fundamentaría el desvalor del hecho),
consistente en un efecto (¿de peligro concreto? ¿de lesión?) de dicha acción sobre el
orden público: “alterándolo”.
— Por fin, uno tercero, de naturaleza psicológica (que fundamentaría –junto con
la concurrencia del dolo- el desvalor subjetivo de la acción): un elemento subjetivo del
injusto, consistente en la “finalidad de atentar contra la paz pública”.
Según esto, por lo tanto, la lesividad propia de los desórdenes públicos (y, más
en general, de los delitos contra el orden público) 11 se derivaría principalmente de dos
factores: de una parte, de la existencia de un evento describible como “alteración del

10
ATS 28-12-2001 (Westlaw, RJ 2006/146999).
11
La generalización parece lícita, en primer lugar, porque, como he indicado, los principales delitos de
desórdenes públicos (los contenidos en los arts. 557-559 y 633 CP) poseen unas descripciones legales tan
genéricas que obligan a una reflexión necesariamente más radical acerca del alcance que conviene otorgar
a los tipos (y, consiguientemente, al bien jurídico). En segundo lugar, porque el delito de sedición, los
delitos de terrorismo y los restantes delitos de desórdenes públicos contienen también cláusulas que hacen
una referencia más o menos explícita al concepto mismo de lesión del orden público
(“tumultuariamente”, “alterar gravemente la paz pública”, “atentar contra la paz pública”). Y porque,
en tercer lugar, incluso allí donde dichas referencias explícitas faltan (como ocurre en el caso de los
delitos de atentado, de resistencia y de desobediencia a la autoridad, del delito de desórdenes públicos del
art. 560 CP y de los delitos de tenencia ilícita de armas), tanto los propios conceptos legales (por ejemplo,
el de “resistencia grave”), como, sobre todo, la interpretación –teleológica- razonable de los tipos,
obligan a tomar en consideración dicha exigencia de lesividad, para lograr una restricción satisfactoria de
los mismos.

5
orden público”; y, de otra, de un estado mental del autor describible como “finalidad de
atentar contra la paz pública”. Y, por consiguiente, el componente político (de
desestabilización política) no tendría por qué poseer relevancia alguna en estos delitos,
al menos de forma necesaria 12 .
Esta interpretación debe, sin embargo, ser puesta en cuestión (a ello,
precisamente, se dedican las páginas que siguen), tanto por razones teóricas como por
razones de índole pragmática. Así, en primer lugar, es preciso señalar que la doctrina
jurisprudencial reseñada pretende prescindir de una distinción que resulta, no obstante,
capital cuando, como es el caso, la lesión del bien jurídico ha de materializarse antes en
hechos sociales que en hechos exclusivamente naturales: la distinción entre datos
empíricos y la interpretación (social) de dichos datos. En efecto, la descripción
lingüística del requisito atinente al desvalor del hecho (“alteración del orden público”)
parece hacer referencia a un hecho. Pero, en realidad, ello es engañoso: no se refiere
verdaderamente a un hecho (si, como es de rigor, por “hecho” entendemos aquí un
evento que resulte empíricamente perceptible), sino, más propiamente, a una
interpretación, culturalmente condicionada, de uno o de varios hechos 13 .
Es decir, una “alteración del orden público” no es un evento que pueda ser
percibido por los sentidos, ni directa ni indirectamente, en tanto que tal. Por el contrario,
una “alteración del orden público”es la forma en la que un determinado sujeto
interpreta (en atención a ciertas creencias, procedentes de “su” cultura: aquella que ha
adquirido/elaborado, mediante una combinación de personalidad, proceso de
socialización experimentado y circunstancias histórico-sociales en las que vive) algunos
hechos que percibe.

12
Así lo afirma expresamente, por ejemplo, la STS 452/2007 de 23 mayo (Westlaw, RJ 2007\3278).
13
Para ser más precisos, habría que añadir dos matizaciones (que, sin embargo, resultan irrelevantes a
nuestros efectos). Primero, que, desde luego, todos los hechos sociales resultan reducibles también a
hechos naturales (y, en última instancia, a hechos físicos). Y, segundo, que también en las ciencias
naturales se lleva a cabo una construcción teórica, a partir de los datos empíricos, que por sí solos (en
tanto que brute facts) carecen de potencialidad explicativa. Pese a ello, hay una diferencia –que es la que
aquí nos interesa- muy significativa, en cuanto al grado de proximidad a lo empíricamente verificable,
entre la forma en la que los datos empíricos son tomados en las ciencias naturales (para construir a partir
de los mismos explicaciones de los fenómenos) y la forma en la que son empleados, a partir de un cierto
nivel de abstracción, en las ciencias sociales; y, más todavía, con la forma en la que, como en el asunto
que nos ocupa, son utilizados en discursos sociales (no científicos)… como lo es el que pretende justificar
la tipicidad de una conducta y su penalización. Vid., al respecto, ya PAREDES CASTAÑÓN, José Manuel: El
riesgo como construcción conceptual: sobre el uso y abuso de las ciencias sociales en el discurso
político-criminal del “Derecho Penal del riesgo”, en Revista Catalana de Seguretat Publica 13 (2003),
pp. 11 ss., con ulteriores referencias.

6
El experimento mental que lo demuestra es sencillo: ¿altera el orden público la
celebración callejera del triunfo de algún equipo español en la Champions League, lo
altera la verbena que celebra la liberación de un preso del grupo armado E.T.A., o lo
altera más bien la “fiesta alternativa” que celebran los punkies del barrio, si en los tres
casos los individuos participantes hacen exactamente lo mismo (beber en la calle,
cantar, gritar, bailar en las aceras, interrumpir esporádicamente el tráfico,…)? Una
respuesta cierta sólo sería posible si se interpretase el delito de desórdenes públicos
como un tipo penal con accesoriedad estricta respecto de normas o de actos
administrativos, que prohibiera cualquier actividad callejera no autorizada: en tal caso,
probablemente las tres conductas habrían de ser consideradas como penalmente típicas.
Pero, si tal interpretación no es aceptada (y no puede serlo, al carecer de cualquier
apoyo en el tenor literal del tipo y prescindir, además, de cualquier exigencia de
antijuridicidad material, convirtiendo el delito en uno puramente formal, de mera
desobediencia), entonces la respuesta a la pregunta depende en muy buena medida de
las creencias, sobre la realidad y sobre los valores estéticos y morales, de los que cada
persona parta, por más que todas perciban exactamente los mismos hechos.

Siendo esto así, resulta imprescindible profundizar en el concepto de “alteración


del orden público”, para concretarlo: vale decir, para determinar qué concepciones
(culturales), de entre las posibles que pueden dotar de significado al concepto, resultan
valorativamente aceptables y cuáles, por el contrario, no lo son. Esfuerzo de
profundización que, en general, está casi ausente de la jurisprudencia, que da más bien
la impresión de aprovechar la mencionada confusión entre hechos e interpretaciones de
los mismos para permitirse delimitar el ámbito de la tipicidad de los delitos de
desórdenes públicos –como en tantas otras ocasiones- conforme a criterios puramente
casuísticos, apoyándose, a su vez, de forma implícita en consideraciones relativas a las
pretendidas intenciones últimas (enjuiciadas en términos moralistas) y también a la
identidad de los imputados (abandonando así, al menos en parte, el puro Derecho Penal
del hecho).

3) El concepto de “orden público”

3.1) Concepto jurídico-civil y concepto jurídico-administrativo

Para comenzar este esfuerzo de clarificación, conviene referirse al concepto


mismo de “orden público”. Es sabido, en este sentido, que el término posee en Derecho
una diversidad de acepciones (diferentes entre sí: el término es, pues, ambiguo, por lo
que debe ser desambiguado).
Cuando menos, tres son las acepciones usualmente empleadas 14 :

14
Sobre los diversos usos legales del concepto (y de otros similares o sinónimos, como el de
“seguridad ciudadana”), vid. TORRES FERNÁNDEZ, Desórdenes públicos, 2001, pp. 30-51.

7
1ª) De una parte, es entendido en ocasiones como aquel conjunto de
instituciones jurídicas y normas de Derecho imperativo que poseen tal trascendencia
valorativa y teleológica para el conjunto del Ordenamiento jurídico que su contenido
normativo ha de ser entendido un límite a la autonomía de la voluntad (así, por ejemplo,
se emplea en el art. 6.2 del Código Civil) 15 .
2ª) De otra parte, se emplea la expresión para referirse a aquel título de
intervención que, en el marco del reparto habitual de las potestades estatales entre los
distintos poderes públicos, legitimaría a la Administración Pública para actuar de
manera coactiva con la finalidad de evitar (de modo preventivo) peligros para los bienes
jurídicamente protegidos 16 . Tal sería, por ejemplo, el sentido del art. 1 de la Ley
Orgánica 1/1992, de 21 de febrero, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana (en la
que la expresión misma, “orden público”, no es empleada –según se afirma en la
Exposición de Motivos, por resultar “emblemática del régimen político anterior”-,
quedando, no obstante, sustituida por otra sinónima: “seguridad ciudadana”) 17 .
Es obvio que la primera de las acepciones –la más amplia- no resulta de interés
para nuestro tema, dado que, entendido de este modo, el “orden público” resultaría ser
un macro-objeto de protección, comprensivo de prácticamente todos los objetos que
merecen protección jurídica: por definición, todos los delitos serían, así, delitos contra
el orden público, lo cual carece de relevancia a la hora de llevar a cabo cualquier
teorización acerca de los mismos, tanto en el plano dogmático como en el político-
criminal 18 .

Vid., por todos, DÍEZ-PICAZO, Luis/ GULLÓN, Antonio: Sistema de Derecho Civil, I, 11ª ed., Tecnos,
15

Madrid, 2003 (reimpr. 2005), pp. 383-385.


16
Vid., por todos, GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo/ RAMÓN FERNÁNDEZ, Tomás: Curso de Derecho
Administrativo, I, 14ª ed., Civitas, Madrid, 2008, pp. 809-810; SANTAMARÍA PASTOR, Juan Alfonso:
Principios de Derecho Administrativo general, II, 2ª ed., Iustel, Madrid, 2009, pp. 256 ss.
17
Sobre la evolución histórica de esta “legislación de orden público” (en el sentido expresado), vid.
ALONSO DE ESCAMILLA, Avelina: La legislación histórica de orden público, en QUINTERO OLIVARES,
Gonzalo/ MORALES PRATS, Fermín (coords.): El nuevo Derecho Penal español. Estudios penales en
memoria del Profesor José Manuel Valle Muñiz, Aranzadi, Pamplona, 2001, pp. 921 ss., passim, con
ulteriores referencias.
18
Por lo demás, como he estudiado en otro lugar con detenimiento (cfr. PAREDES CASTAÑÓN, José
Manuel: Riesgo y Política Criminal: la selección de bienes jurídico-penalmente protegibles a través del
concepto de riesgo sistémico, en DA AGRA, C./ DOMÍNGUEZ, J. L./ GARCÍA AMADO, J. A./ HEBBERECHT,
P./ RECASENS, A. (eds.): La seguridad en la sociedad del riesgo: un debate abierto, Atelier, Barcelona,
2004, pp. 91 ss.), resulta harto discutible que sea, precisamente, el concepto de “orden público” aquel que
puede permitirnos más adecuadamente la selección de las conductas que deben ser incriminadas, ya que
el mismo opera en un nivel de abstracción (valorativa) que lo hace muy poco operativo (por falta de
materialización suficiente en las descripciones a las que da lugar) para llevar a cabo dicha labor de índole
político-criminal.

8
Por lo que se refiere a la segunda acepción, es necesario hacer más distinciones.
Así, por una parte, parece claro que, en determinadas condiciones (que necesitan ser
exploradas), es posible que la necesidad (y la legitimidad) de que la Administración
Pública actúe de forma coactiva 19 y preventiva para evitar riesgos (no sólo procedentes
de delitos) para los bienes jurídicamente protegidos 20 pueda justificar, a veces, la
prohibición de conductas que obstaculicen de manera importante dicha actuación; o
bien –y ello puede resultar aún más discutible- la prohibición de determinados
comportamientos omisivos, de no colaboración en la actuación administrativa. En este
sentido, cuando tales condiciones se den, podría llegar a reconocerse un bien jurídico
(legítimo), definible como aquel estado de cosas en el que los individuos observan un
patrón de conducta consistente en no obstaculizar aquellas actuaciones de los órganos
administrativos (legitimados para ello) que posean una finalidad preventiva de lesiones
de (determinados) bienes jurídicamente protegidos y resulten proporcionadas para ello.
(O bien, además: de colaborar activamente en dicha actuación.) Dicho bien jurídico no
sería propiamente un bien jurídico supraindividual autónomo, sino más bien un bien
jurídico de naturaleza meramente instrumental, consistente precisamente en la seguridad
de aquellos bienes jurídicos mediatamente protegidos 21 .

Asumamos que, por ejemplo, la evitación de riesgos para la salud de las


personas que transitan por las calles de la ciudad puede, en ocasiones, justificar
actuaciones administrativas de naturaleza coactiva y con una finalidad preventiva:
prohibir la circulación por una calle en la que hay un escape de gas, por ejemplo. Si esto
es así (y, naturalmente, será necesario discutir los requisitos para ello: actualidad y
gravedad del peligro, legitimación de la Administración Pública, proporcionalidad de la
actuación administrativa,…) 22 , entonces podría llegar a estar justificado (si se dan las
restantes condiciones: de subsidiariedad, proporcionalidad y, en el caso de las
prohibiciones penales, también de fragmentariedad) prohibir ciertas conductas de
quienes pretenden impedir dicha actuación administrativa (y tal vez –más
inciertamente, como he dicho- la de quienes se niegan a colaborar activamente con
ella).
Naturalmente, definir del modo en que yo lo hago el bien jurídico
(legítimamente) protegido –y, por ende, justificar así las prohibiciones- ha de poseer
importantes consecuencias interpretativas. Así, en primer lugar, la seguridad de
cualquier bien jurídico no justifica la actuación administrativa coactiva con fines
preventivos; y, por consiguiente, menos aún la prohibición de las acciones

19
Vid. GARCÍA DE ENTERRÍA/ RAMÓN FERNÁNDEZ, Derecho Administrativo, I, 2008, pp .816-818.
20
Vid. WIEDERIN, Ewald: Sicherheitspolizeirecht, Springer, Wien/ New York, 1998, pp. 50 ss.; MÖSTL,
Markus: Die staatliche Garantie für die öffentliche Sicherheit und Ordnung, Mohr Siebeck, 2002, pp. 119
ss., ambos con ulteriores referencias.
21
Expongo más detalladamente las condiciones para ello en PAREDES CASTAÑÓN, José Manuel: Los
delitos de peligro como técnica de incriminación en Derecho Penal económico: bases político-
criminales, en Revista de Derecho Penal y Criminología 11 (2003), pp. 134-142.
22
Vid. WIEDERIN, Sicherheitspolizeirecht, 1998, pp. 79 ss.

9
obstruccionistas (o –menos todavía- las meramente omisivas) de terceros. Sólo, pues,
ciertos bienes jurídicos pueden ser protegidos por esta vía. Y, en segundo lugar, sólo
pueden serlo recurriendo a cierta clase de actuaciones, y no a cualesquiera. Por lo que
únicamente tales actuaciones generan deberes de no obstrucción (y, en su caso, de
colaboración).

En mi opinión, ésta debería ser la base político-criminal para una reelaboración


de los delitos de resistencia y de desobediencia a la autoridad (que, hoy, están aquejados
en nuestro Derecho de un notorio gigantismo, por formalmente vagos y por
materialmente expansivos, que parece más propio de un Derecho Penal autoritario que
de uno de raigambre liberal): volviendo a redactarlos, desde luego, mediante una
reforma legislativa; y, mientras tanto, reinterpretándolos de modo que queden
suficientemente garantizadas la lesividad y la proporcionalidad y fragmentariedad de la
prohibición penal, así como la proporcionalidad de la pena (lo que, a mi entender, hoy
no puede asegurarse). Reelaboración que debería pasar por seleccionar, como conductas
delictivas, exclusivamente aquellas (más graves) que tengan por objeto, precisamente, la
oposición a actuaciones administrativas de prevención de peligros 23 . Y no, por lo tanto,
cualquier otra, cuya menor trascendencia (cuando no constituya por sí sola ya un ataque
a algún otro bien jurídico) no debería en ningún caso conllevar responsabilidad penal 24 .
Del mismo modo, esta base político-criminal permitiría igualmente establecer
una frontera más clara entre las conductas atentatorias contra el orden público –en
sentido estricto- y aquellas otras que solamente obstaculizan la acción administrativa
también en el ámbito del Derecho Administrativo sancionador. Pues, en la actualidad,
hay conductas constitutivas de infracción administrativa (por ejemplo, las contempladas
en los arts. 23.h), 23.n), 26.i) y 26.j) de la Ley Orgánica 1/1992) cuyo contenido de
lesividad resulta extremadamente difuso, con las objeciones, de inseguridad jurídica y
de dudosa justificación, a que ello ha de dar lugar 25 .

23
La oposición a actuaciones de represión de conductas ilícitas –segundo caso de especial trascendencia
de los actos de resistencia o de desobediencia- debería ser tratado más bien, separadamente, a través de
los delitos contra la Administración de Justicia, mediante una ampliación de los delitos de obstrucción a
la Justicia.
24
Apunta una interpretación similar (aunque no idéntica), QUERALT JIMÉNEZ, Joan J.: Derecho penal
español. Parte Especial, 5ª ed., Atelier, Barcelona, 2008, pp. 1125, 1127; MUÑOZ CONDE, PE, 2009, p.
819 (este último, en relación con el delito de atentado, aunque, a mi entender, un razonamiento parecido
sea de aplicación también a la desobediencia y a la resistencia).
25
TORRES FERNÁNDEZ, Desórdenes públicos, 2001, p. 28, señala igualmente la dificultad para delimitar
adecuadamente delitos contra el orden público e infracciones administrativas de la Ley Orgánica de
Seguridad Ciudadana.

10
De cualquier forma, entiendo que la eventual incriminación de conductas de
desobediencia y de resistencia, aun en el mejor de los casos, nada tiene que ver con el
concepto mismo de “orden público” (que, en esta segunda acepción, no deja de ser tan
sólo un concepto genérico para englobar bajo un mismo término un conjunto de
potestades administrativas que, en realidad, son concebidas más bien como específicas y
diferenciadas entre sí), sino con la protección de cada una de las concretas potestades
administrativas de prevención de peligros. De manera que incluso cuando, como ocurre
en nuestro Derecho, el legislador se empeñe en ubicar dichos delitos entre los “delitos
contra el orden público”, es preciso rechazar tajantemente dicha categorización, por
confusa, y reclamar, aun de lege lata, una separación a efectos interpretativos entre esos
delitos y los auténticos delitos contra el orden público (cualesquiera que sea el
fundamento material de estos últimos).
En efecto, para que el concepto de “orden público” (o de “seguridad
ciudadana”), en su acepción de título (genérico) de intervención que justifica potestades
administrativas orientadas hacia la prevención de peligros para los bienes jurídicamente
protegidos, pudiera constituir a su vez un auténtico bien jurídico (supraindividual
autónomo, no meramente instrumental), sería necesario que se justificase la prohibición
de una conducta no por el peligro que la misma pudiese ocasionar más o menos
inmediatamente para algún otro bien jurídico (vida, salud, medio ambiente, orden
socioeconómico,…), sino exclusivamente a causa de su contribución a un genérico
estado de inseguridad para (todos) los bienes jurídicamente protegidos. Ello, sin
embargo, sólo parecería imaginable (dejando ahora a un lado los casos, ya considerados,
de oposición a la actuación preventiva) en tres hipótesis, si es que las conductas en
cuestión han de poseer alguna antijuridicidad material 26 : primero, si existieran conductas
activas que resultasen universalmente peligrosas para todos los bienes jurídicos (o, para
no exigir tanto, para todos los bienes jurídicos individuales, o para el Estado, o…);
segundo, si existieran algunas conductas omisivas, de parte de sujetos con un rol en la
interacción social que conlleve funciones de control de riesgos, de las que pudiera

26
Puesto que, obviamente, si se prescinde de este requisito, bastaría con convertir cualquiera de las
prohibiciones o mandatos contenidos en la normativa administrativa en contenido de un tipo penal, para
tener ya unos “delitos contra la seguridad ciudadana”, en los que el bien jurídico sería uno supraindividual
y autónomo. El problema, claro está, estriba en que tales delitos serían en principio delitos meramente
formales, carentes de ningún fundamento necesario en la antijuridicidad material de la conducta: ¿por
qué, por ejemplo, debería ser siempre delito la apertura de establecimientos sin autorización, por más que
ello esté prohibido en el artículo 23.e) de Ley Orgánica 1/1992?

11
predicarse igualmente dicha peligrosidad (cuasi) universal; o, en fin, si la creación de
sentimientos de inseguridad en la población pudiera concebirse también como una
contribución a la inseguridad efectiva (e independiente de la mayor o menor
probabilidad objetiva de lesión de los distintos bienes jurídicos) 27 .
Pero ocurre que ninguna de estas tres hipótesis puede ser confirmada. No existe,
primero, ninguna conducta –ni activa ni omisiva- que resulte universalmente peligrosa,
para cualquier bien jurídico, al menos si mantenemos la necesidad de una definición
específica (excluyendo, pues, aparentes “bienes jurídicos” tan genéricos como el “orden
jurídico” o el “orden social”) y materialista de estos últimos, ya que, por fuerza, la
diferente naturaleza ontológica de cada uno de los estados de cosas que los sustentan
(piénsese, por ejemplo, en la vida, en el honor y en el orden socioeconómico) hace que
lo que puede contribuir al menoscabo de alguno resulte completamente irrelevante para
el menoscabo de otros; y viceversa. De este modo, la única forma de justificar la
prohibición de una conducta sigue siendo la conexión entre la misma y la lesión o
puesta en peligro de un determinado bien jurídico 28 . Hay, desde luego, conductas que
tienen relación con un conjunto de posibles lesiones de varios bienes jurídicos
diferentes: conductas relacionadas con la violencia, por ejemplo (la tenencia ilícita de
armas constituye el ejemplo paradigmático), que afectan o pueden afectar a una

27
Esta última parece ser la interpretación dominante, por ejemplo, en la doctrina alemana, que recurre
al concepto de “paz pública” –interpretado desde este enfoque, psico-social- para justificar político-
criminalmente las figuras delictivas de su ordenamiento equivalentes a nuestros delitos contra el orden
público (§§123 ss. del StGB): cfr. ARZT, Günther/ WEBER, Ulrich: Strafrecht. Besonderer Teil,
Gieseking, Bielefeld, 2000, pp. 934-935; LENCKNER, Theodor, en SCHÖNKE, Adolf/ SCHRÖDER, Horst:
Strafgesetzbuch. Kommentar, 27ª ed., C. H. Beck, 2006, §126, nm. 1; OSTENDORF, Heribert, en
KINDHÄUSER, Urs/ NEUMANN, Ulfrid/ PAEFFGEN, Hans-Ulrich (eds.): Nomos Kommentar zum
Strafgesetzbuch, 2ª ed., Nomos, Baden-Baden, 2005, §126, nm. 6; LACKNER, Karl/ KÜHL, Kristian:
Strafgesetzbuch. Kommentar, 26ª ed., C. H. Beck, München, 2007, §125, nnmm. 1, 6, §126, nm. 1;
RUDOLPHI, Hans-Joachim/ STEIN, Ulrich, en RUDOLPHI/ HORN, Eckard/ SAMSON, Erich/ GÜNTHER,
Hans-Ludwig (eds.): Systematischer Kommentar zum Strafgesetzbuch, II, 7ª ed., Luchterland, 2004, §126,
nm. 2; KINDHÄUSER, Urs: Strafgesetzbuch, 3ª ed., Nomos, Baden-Baden, 2006, §126, nm. 1; SCHÄFER,
Jürgen, en JOECKS, Wolfgang/ MIEBACH, Klaus (eds.): Münchener Kommentar zum Strafgesetzbuch, II-2,
C. H. Beck, München, 2005, §126, nnmm. 2; KRAUß, Mathias, en LAUFHÜTTE, Heinrich Wilhelm/
RISSING-VAN SAAN, Ruth/ TIEDEMANN, Klaus (eds.): Strafgesetzbuch. Leipziger Kommentar, 12ª ed., De
Gruyter, Berlin, 2008, §125, nnmm. 1-3, §126, nm. 1, todos ellos con ulteriores referencias..
28
Tal y como he intentado argumentar en PAREDES CASTAÑÓN, José Manuel: “Efecto social” del hecho
y merecimiento de pena: para una crítica de la política criminal de la seguridad, en PEGORARO, Juan/
MUÑAGORRI, Ignacio (eds.): Órdenes normativos y control social en Europa y en América Latina,
Dykinson, Madrid, en prensa, ello es aplicable incluso al caso límite, el de las conductas (que ni lesionan
ni ponen en peligro el bien jurídico, y ni siquiera resultan abstractamente peligrosas para el mismo)
consistentes en crear un ambiente social pernicioso (Klimadelikte) que a su vez favorece la lesión del bien
jurídico. También aquí será necesario –en los raros casos en los que la incriminación de tales conductas
resulte justificable- conectar la acción en cuestión con algún bien jurídico (o conjunto de ellos) en
particular.

12
multiplicidad de bienes jurídicos (vida, integridad física, libertad, libertad sexual,
patrimonio, estabilidad del sistema político, etc.)… pero nunca a todos. Y, por lo que
hace a las conductas omisivas, tampoco es posible delimitar de forma objetiva (esto es,
sin caer en el Derecho Penal de autor: castigando la actitud negligente por sí misma)
ninguna conducta cuya negligencia sea peligrosa para todos los bienes jurídicos.
Por otra parte, tal y como he analizado en otro lugar con más detenimiento, el
sentimiento de seguridad no constituye en sí mismo un objeto idóneo de la protección
jurídica a través de prohibiciones (menos aún, de prohibiciones penales) 29 , por lo que
tampoco es posible, por esta vía, reconocer delitos (autónomos) “contra la seguridad
ciudadana” 30 .

Así, delitos como el de alarmismo (art. 561 CP) no pueden resultar justificados
político-criminalmente en ningún caso per se (esto es, tal y como el legislador lo
propone, como “delito contra el orden público”), sino únicamente si es posible
argumentar convincentemente su conexión de lesividad con otros auténticos bienes
jurídicos. Lo que puede suceder en algún supuesto: no, desde luego, como dice el
legislador español, siempre que el autor obre “con ánimo de atentar contra la paz
pública” (ya que aquí la intención con la que se actúe no parece lo esencial), sino más
bien cuando la emisión de una falsa alarma pueda poner en peligro otros bienes
jurídicos individuales (vida, integridad física, libertad, patrimonio, etc.) o
supraindividuales (el correcto funcionamiento de instituciones o de servicios públicos
suficientemente valiosos).

Así pues, por las razones vistas, tampoco esta segunda acepción del término
“orden público”, entendido como título para la actuación administrativa, resulta
pertinente para la definición del bien jurídico protegido en los “delitos contra el orden
público” (propiamente dichos).

3.2) Concepto macro-social

La tercera de las acepciones posibles del término “orden público” parece más
interesante a nuestros efectos. En ella, con el término se pretende hacer referencia en
todo caso a una clase de estados de cosas (pertenecientes a la realidad social). No, pues,
a un conjunto de normas (de entes individuales, culturales), como ocurría en la primera
acepción; ni tampoco a un conjunto de razones para la acción (de proposiciones, pues:

29
PAREDES CASTAÑÓN, José Manuel: La seguridad como objetivo político-criminal del sistema penal,
en Eguzkilore 20 (2006), pp. 132-134. Sí puede serlo, no obstante (cuando se den las condiciones de
imputación adecuadas), aquel efecto –objetivo- de menoscabo que se produzca sobre los bienes jurídicos
a resultas de un sentimiento de inseguridad: lo que he denominado “lesividad colateral” (vid. PAREDES
CASTAÑÓN, en PEGORARO/ MUÑAGORRI (eds.), Órdenes normativos).
30
De otra opinión, POLAINO NAVARRETE, en COBO DEL ROSAL (dtor.), PE, II, 1997, p. 872.

13
entes individuales culturales también), como ocurría en la segunda. En este sentido, esta
tercera acepción sin duda alguna reúne mejor las condiciones semánticas que permiten
que un término resulte aceptable como parte del enunciado de definición de un bien
jurídico 31 .
Ahora bien, más allá de esto, sigue siendo importante precisar la clase de estados
de cosas pertenecientes a la realidad social a los que nos estamos refiriendo
específicamente. Pues, como es sabido, el hecho de que aquello que solemos denominar
“realidad social”, en tanto que concepto unificado, sea ante todo una construcción
mental (culturalmente condicionada) 32 hace que sea perfectamente posible –y, de hecho,
habitual- hablar acerca de ella en muy diversos niveles de abstracción. En todo caso, sí
es claro (por razones de índole pragmática: en virtud de la máxima de relevancia que
preside habitualmente la comunicación) que aquello de lo que se está hablando no es,
desde luego, cualquier clase de “orden” 33 , sino, más específicamente, uno que tiene que
ver con la acción social: el “orden” que aquí nos interesa es un estado de cosas en el
que las acciones sociales están “ordenadas”. Más exactamente, la definición del “orden
social” –de la “sociedad bien ordenada”- se hace usualmente desde un enfoque
pragmatista: antes por sus consecuencias de orden práctico (para cualquier sujeto
actuante) que por su naturaleza más intrínseca. Así, se entiende que hay orden social –

31
Enunciado que –según propugno- ha de consistir necesariamente (para que pueda ser considerado
aceptable desde la perspectiva político-criminal) en una oración (o conjunto de oraciones) copulativas
identificativas definicionales (vid. FERNÁNDEZ LEBORANS, Mª Jesús: La predicación: las oraciones
copulativas, en BOSQUE, Ignacio/ DEMONTE, Violeta: Gramática descriptiva de la lengua española,
Espasa, Madrid, 1999, pp. 2388-2390) cuyo predicado tenga en todo caso como núcleo términos que
hagan referencia exclusivamente a estados de cosas (pertenecientes a la realidad social), y no a otras
entidades. Obviamente, la introducción de este requisito de naturaleza lingüística posee, a su vez, un
fundamento moral y político, conectado –según creo- con el “principio del daño” (Harm Principle) como
criterio de delimitación de lo que legítimamente puede ser prohibido; y con la necesidad consiguiente de
dotar de materialidad suficiente (y suficientemente verificable) a dicho daño.
32
El locus classicus a este respecto es BERGER, Peter L./ LUCKMANN, Thomas: La construcción social
de la realidad, trad. Silvia Zuleta, Amorrortu, Buenos Aires, 1973 (reimpr. 2003).
33
El concepto de “orden” posee multitud de aplicaciones; y, al menos, dos definiciones distintas, con
sentidos muy diferentes (vid. Ferrater Mora, José: Orden, en el mismo: Diccionario de Filosofía, ed. J.
M. Terricabras, Ariel, Barcelona, 1994, pp. 2646 ss., con ulteriores referencias): una, con un sentido
principalmente espacial (en su versión más literal, aunque admita también usos traslaticios), que consiste
en la ubicación correcta de un ente; otra, con un sentido principalmente relacional, en la que lo decisivo
es el respeto a la regla de relación entre dos entes. Parece evidente que, para analizar la realidad social, la
única definición relevante, en un concepción (pos)moderna (pluralista, no teleológica,…) de la sociedad,
es la segunda, puesto que la primera nos trasladaría de vuelta a una concepción aristotélica del mundo,
carente de fundamento y moralmente inaceptable. Con ello, sin embargo, no se han resuelto aún todas las
dificultades conceptuales: ¿cuáles son los elementos que hay que ordenar y cuál ha de ser la regla de
orden que se reconozca?

14
que la sociedad está ordenada- cuando son observables dos hechos sociales34 : primero,
que la mayoría de las conductas resultan –para la mayoría de los sujetos actuantes-
regulares y predecibles; y segundo, que la mayoría de las conductas –en las que la
mayoría de los sujetos actuantes se comprometen- son cooperativas (es decir, que la
mayoría de las interacciones son modelables como juegos cooperativos). Hay que
destacar, de todos modos, que tanto en un caso como en el otro el concepto es definido
sin hacer referencia a las causas del orden, sino únicamente a las implicaciones
prudenciales de dicho orden para quien (inter)actúa en el marco de esa realidad social 35 .
Por ello, y como ocurre siempre con los conceptos definidos exclusivamente en
términos prácticos, cuando los mismos han de ser precisados (para poder emplearlos
con un mayor rigor) 36 , es necesario profundizar en los procesos sociales subyacentes a
las manifestaciones empíricas –aquí, de “orden”- para identificar más detalladamente
causas y cadenas causales. Pues sólo así será posible decidir si todas y cada una de los
procesos sociales generadores de “orden” –en el sentido indicado- merecen protección
jurídica; y, en todo caso, si merecen exactamente la misma protección. Ya que no es
posible darlo por supuesto: en efecto, no toda realidad social que se manifiesta, a los
ojos de un sujeto interesado en actuar en el seno de ella, como “ordenada” (y, por lo
tanto, como valiosa para él desde el punto de vista puramente instrumental, prudencial)

34
ELSTER, Jon: El cemento de la sociedad, trad. A. L. Bixio, 3ª ed., Gedisa, Barcelona, 1997, pp. 13-14.
35
En ejemplos: tan predecible es la conducta del recluso de una prisión, que ha de comer cada día a la
misma hora (la que establece el horario del centro), como la de un probo y rutinario ciudadano de
extremada puntualidad, que, teniendo libertad para decidir, llega, no obstante, siempre a la misma hora al
comedor de su empresa; y tan cooperativa –en el sentido indicado- es la conducta, convencional, de
circular cada uno por su derecha en la acera, para agilizar el tránsito, como la de cumplir con las
obligaciones patrimoniales a las que uno se ha comprometido. Y, sin embargo, aun cuando cada una de
las dos parejas de fenómenos puedan conllevar, desde el punto de vista, respectivamente, de la
predecibilidad y de la cooperación, similares consecuencias de orden práctico (prudencial) para el sujeto
actuante (tanto si quiero encontrarme con el recluso como si quiero hacerlo con el individuo apegado a su
rutina horaria, puedo confiar en hacerlo a una determinada hora/ tanto si quiero circular por la calle
rápido y sin tropiezos como si suscribo un contrato, puedo confiar en que los demás cumplirán casi
siempre con su parte de la convención o acuerdo), se comprenderá que los procesos sociales que llevan a
cada una de las conductas de la pareja son muy diferentes. Y que, por ello, el concepto de “orden social”
subyacente también lo es.
36
Ocurre, por ejemplo, con el concepto mismo de acción, con el de responsabilidad, con el de
intención, etc., cuando pasamos de usarlos en nuestras interacciones cotidianas (para reprochar, valorar,
etc. el comportamiento de los demás y fijar la clase de nuestras relaciones con ellos) a emplearlos en
discursos acerca de la responsabilidad (moral, política, jurídica,…) más sofisticados y que se quieren
dotados de mayor racionalidad y fundamentación.

15
tiene por qué poseer valor moral alguno 37 , que justifique su preservación a través de las
armas de la coerción jurídica.
En este sentido, hay que rechazar también la concepción autoritaria acerca de la
legitimidad del orden social (y, por ende, del orden público), a tenor de la cual, para que
un determinado orden social resultara moralmente justificado (y, por ello, susceptible de
protección jurídica), sería suficiente con que el mismo fuese implantado –o, en otra
versión, bastaría con que fuese refrendado- por algún sujeto con autoridad 38 suficiente
para ello, con independencia de cuál fuera el contenido material de dicho orden. Pues
esta concepción (hoy, usualmente defendida sobre la base del origen democrático de la
autoridad) resulta en realidad incapaz de proporcionar una justificación moral
satisfactoria al orden: desde el punto de vista moral, en efecto (al menos, en la mayoría
de las concepciones morales) 39 , la autoridad –un mero hecho social- carece por sí sola de
fuerza normativa alguna; incluso la autoridad políticamente legítima 40 –como se
pretende la de origen democrático- únicamente constituye una pretensión, de alguien, de
que, en general, existen razones morales para obedecer sus decisiones, pero, por

37
Por poner tan sólo un ejemplo evidente: nadie dudará de que los campos de exterminio nazis eran
verdaderamente sociedades muy bien ordenadas (el oficial de las SS y el judío, todos sabían qué esperar,
y había también multitud de interacciones cooperativas –las que llevaban a las personas hasta las cámaras
de gas- muy bien diseñadas), pero nadie lo hará tampoco de que no parece éste un buen argumento para
dotar de protección jurídica a dicho orden. Y, obviamente, aun sin necesidad de llegar a este extremo, hay
otras muchas formas de orden –también en nuestras sociedades- que adolecen de serias objeciones desde
el punto de vista moral.
38
Un determinado sujeto posee autoridad en la medida en que otros sujetos le reconozcan el derecho a
controlar los comportamientos ajenos: COLEMAN, Social Theory, 1990, pp. 66; RODRÍGUEZ MARTÍNEZ,
Javier: Autoridad (Tipos de), en GINER, Salvador/ LAMO DE ESPINOSA, Emilio/ TORRES, Cristóbal (eds.):
Diccionario de Sociología, Alianza Editorial, Madrid, 1998 (reimpr. 2002), pp. 48-49; ARENDT, Hannah:
¿Qué es la autoridad?, en la misma: Entre el pasado y el futuro, trad. A. Poljak, Península, Barcelona,
2003, pp. 145 ss.
39
Es decir, en todas aquellas concepciones no puramente voluntaristas (al modo, digamos, de Guillermo
de Ockham: vid. ÁLVAREZ TURIENZO, Saturnino: La Edad Media, en CAMPS, Victoria (ed.): Historia de
la ética, I, 2ª ed., Crítica, Barcelona, 2002, pp. 456-458) de la moral, que son hoy y han sido siempre muy
mayoritarias y que, a mi entender, son las únicas que pueden ser aceptadas.
40
Hablar de “legitimidad” de una decisión o de una acción significa, en suma, referirse a las razones
morales –esto es, no meramente instrumentales- que se pretende (por parte de alguien) que justifiquen la
obediencia a dicha decisión y el consentimiento a dicha acción (WEBER, Max: Economía y sociedad, trad.
J. Medina Echavarría/ J. Roura Farella/ E. Ímaz/ E. García Máynez/ J. Ferrater Mora, 2ª ed., F.C.E.,
Madrid, 1964 (reimpr. 1993), pp. 170-172, 705-706; SOTELO, Ignacio: Estado moderno, en DÍAZ, Elías/
RUIZ MIGUEL, Alfonso (eds.): Filosofía política, II: Teoría del Estado, Trotta, Madrid, 1996, BEAUD,
Olivier: Soberanía, en RAYNAUD, Philippe/ RIALS, Stéphane (eds.): Diccionario Akal de Filosofía
Política, trad. M. Peñalver/ M.-P. Sarazin, Akal, Madrid, 2001, pp. 742-744). Y la legitimidad pretendida
es de naturaleza “política” (en un contexto político moderno) si, en primer lugar, las razones morales
alegadas tienen que ver con la autoridad de quien dicta la decisión o realiza la acción. Y si, en segundo
lugar, además dicha autoridad se apoya en razones “políticas” (BEAUD, ibíd.): en la identidad del sujeto
que la ostenta o reclama (en sus vínculos con la fuente de la soberanía), en los fines –“políticos”- que
persigue y en su forma de actuar (respetando los límites que se hayan impuesto a “lo político”).

16
supuesto, no puede garantizar que tales razones resulten verdaderamente aceptables para
cualquiera, y menos aún en un caso concreto; por fin, incluso en el caso de que el deber
de obediencia resulte realmente justificable desde el punto de vista moral, ello tampoco
asegura que el orden social que la autoridad legítima cree o refrende sea, a su vez, un
orden moralmente justificado, por lo que no puede darse por supuesto que vaya a
constituir un objeto idóneo para la protección jurídica. Por todo ello, es necesario
examinar la cuestión de la justificación moral de la protección jurídica del orden
cuidadosamente caso por caso. Y, para ello, hay que determinar en cada caso de qué
orden (de qué procesos sociales generadores de orden) estamos hablando.

4) El orden social

Una realidad social “ordenada” es una en la que existe una relación de orden
entre las distintas acciones sociales posibles; en la que, por lo tanto, cada acción entra
en una determinada relación (y sólo esa) con cada una de las otras acciones sociales
posibles 41 . Más en concreto, la relación de orden entre acciones sociales posibles de la
que estamos hablando es una relación de orden de preferencia entre alternativas de
acción: la acción a1 es preferible a la acción a2, que a su vez es preferible a la acción
a3…; es decir, a2 sólo es la alternativa de acción preferida en defecto de (ante la
imposibilidad de) a1, y a3, en defecto de a2… Preferencia que, en la hipótesis ideal,
habría de serle atribuida a todos y a cada uno de los sujetos actuantes (aunque en la
práctica ello resulte, sin embargo, poco probable, por lo que lo más habitual será, como
veremos, que se llegue a la ordenación de preferencias por medios indirectos, más
complejos). Este orden común de preferencia en cuanto a las alternativas de acción es lo
que hace posible que, en situaciones –las habituales en la vida social- de concurrencia
de una pluralidad de acciones sociales y de interacción estratégica entre las mismas,
pese a todo, las acciones puedan ser predichas con cierta regularidad, lo que abre a su
vez la posibilidad –aunque tan sólo la posibilidad- de la cooperación 42 .

41
La relación de orden puede ser expresada matemáticamente (vid. MALSEV, A. J.: Grupos y otros
sistemas algebraicos, en VV.AA.: La matemática: su contenido, métodos y significado, trad. A. Ruiz
Merino, Alianza Editorial, Madrid, 1973 (reimpr. 1994), p. 404): un conjunto parcialmente ordenado es
aquél en el que existen una relación binaria entre algunos parejas de algunos de sus elementos que se
caracteriza por ser reflexiva (a ≤ a), antisimétrica ((a ≤ b) V (b ≤ a) → a = b) y transitiva ((a ≤ b) V (b ≤
c) → a ≤ c).
42
El problema de las causas de la cooperación es, en efecto, más complejo que el de la predecibilidad,
que no es más que una condición necesaria, pero no suficiente, para aquella: vid., por todos, GINTIS,
Herbert/ BOWLES, Samuel/ BOYD, Robert/ FEHR, Ernst (eds.): Moral Sentiments and Material Interests,

17
Por supuesto, cualquier ordenación de preferencias entre alternativas de acción
suscita necesariamente la cuestión de los objetivos a los que dichas preferencias han de
servir (y, en último extremo, adicionalmente, las del contexto en el que se ha de adoptar
la decisión y la de los valores que llevan a fijar tales objetivos y no otros) 43 . En nuestro
caso, podríamos optar en principio (porque entre ambos extremos se mueven de hecho
las concepciones de la sociedad) entre una tesis extremadamente fuerte acerca de dichos
objetivos y otra extremadamente débil. La primera podría estar representada
paradigmáticamente, por ejemplo, por la concepción del orden social del Talcott
Parsons: a tenor de ella, la clave del orden –y el objetivo a lograr- estriba en la
integración de las acciones sociales en el sistema social, que se produce a través de la
interiorización de las normas sociales y de la adaptación del individuo a su rol, y que da
lugar a sistemas sociales en los que el nivel de conflictividad tiende a cero 44 . En el otro
extremo, una tesis extremadamente débil acerca de los objetivos a lograr mediante la
ordenación de las preferencias de alternativas de acción consistiría únicamente en
intentar preservar situaciones de equilibrio 45 en todas o en la mayoría de las
interacciones sociales. Teniendo en cuenta, claro está, que ni existe siempre una única
situación de equilibrio posible, sino que muchas veces hay varias 46 ; ni, por otra parte,

MIT Press, Cambridge/ London, 2005, passim. Por fortuna para nosotros, nos interesa aquí mucho más el
efecto de predecibilidad que el de cooperación, dado que también se puede hablar de “orden social” (en
un cierto sentido, al menos, mínimo, que sostendré que es el único que resulta posible generalizar como
objeto idóneo de protección jurídica, como bien jurídico) cuando las interacciones sociales no son
mayoritariamente cooperativas, con tal de que exista, pese a todo, en ellas un equilibrio (en el sentido,
meramente descriptivo, que el término posee – COLEMAN, James S.: Foundations of Social Theory,
Harvard University Press, Cambridge, 1990 (reimpr. 2000), pp. 37-40; ELSTER, Jon: Tuercas y tornillos.
Una introducción a los conceptos básicos de las ciencias sociales, trad. A. Bonanno, Gedisa, Barcelona,
1996, pp. 104 ss.; el mismo: Explaining Social Behavior, Cambridge University Press, New York, 2007,
p. 313- en ciencias sociales: situación en la que, en un momento dado, se obtiene el máximo de
coordinación posible entre los intereses de todos los individuos actuantes, de manera que no existe
ninguna otra interacción posible que pudiera aumentar el grado de utilidad para ninguno de ellos) y una
cierta estabilidad de dicho equilibrio (al menos, a corto plazo).
43
CLEMEN, Robert T.: Making Hard Decisions. An Introduction to Decision Analysis, 2ª ed., Duxbury
Press, Pacific Grove, 1996, pp. 19-22.
44
Vid., principalmente, PARSONS, Talcott: El sistema social, trad. J. Jiménez Blanco/ J. Cazorla Pérez,
Alianza Editorial, Madrid, 1982 (reimpr. 1999), pp. 195 ss. Y, para una visión general de su concepción,
cfr. BELTRÁN VILLALVA, Miguel: Funcionalismo, estructuralismo, teoría de sistemas, en GINER,
Salvador (coord.): Teoría sociológica moderna, Ariel, Barcelona, 2003, pp. 79-82.
45
Sobre el concepto de equilibrio, vid. supra n. 42.
COLEMAN, Social Theory, 1990, p. 39; ELSTER, Tuercas, 1996, pp. 105, 112-113; BOWLES, Samuel:
46

Microeconomics, Princeton University Press, Princeton, 2004, p. 42.

18
siempre tiene por qué haber alguna situación de equilibrio posible 47 ; ni, en fin, la
situación de equilibrio tiene por qué ser moralmente justa o instrumentalmente eficiente.
En mi opinión, sólo la concepción extremadamente débil del objetivo perseguido
con el orden puede ser traducida inmediatamente en un objeto de protección jurídica
que pueda –en su caso- resultar idóneo y legítimo. Y ello, porque solamente ella opera
en un nivel micro-sociológico: en el nivel de las interacciones individualizadas. Por el
contrario, la concepción extremadamente fuerte (y sus diversas derivaciones) opera a un
nivel macro-sociológico: al nivel de las estructuras y sistemas sociales a gran escala 48 .
Y, debido a dicho nivel de abstracción, resulta imposible traducir directamente el
conjunto de los complejos procesos de socialización en un objeto de la protección
jurídica a través de prohibiciones 49 . Así pues, aquello que puede constituir el objeto de
protección de las prohibiciones jurídicas en este ámbito será aquella ordenación de
preferencias en las alternativas de acción de los sujetos actuantes que constituye una
condición necesaria (aunque, normalmente, no suficiente) para que se pueda llegar a
situaciones de equilibrio en las interacciones sociales, de manera que, gracias a ello, la
mayoría de las acciones sociales resulten suficientemente predecibles.
Sin embargo, ya indicaba más arriba que una situación de equilibrio en las
interacciones no tiene por qué ser necesariamente valiosa desde el punto de vista moral,
ni siquiera eficiente en términos de racionalidad instrumental; sólo garantiza que
ninguna de las partes de la interacción, con los recursos y el poder de que realmente
dispone, podría interactuar de un modo que le resulte más útil. Ello significa que
también puede ser una situación de equilibrio la situación inmoral (de hecho, las
relaciones de dominación suelen ser situaciones de equilibrio, al menos a medio
plazo) 50 . Y que las situaciones de equilibrio pueden resultar notablemente ineficientes,

47
COLEMAN, Social Theory, 1990, pp. 42-43; ELSTER, Tuercas, 1996, p. 114.
48
Sobre la distinción, vid. GONZÁLEZ DE LA FE, María Teresa: Microsociología, en GINER/ LAMO DE
ESPINOSA/ TORRES (eds.), Sociología, 1998, pp. 488-490; GUTIÉRREZ, Rodolfo: Macrosociología, en op.
cit., pp. 443-445.
49
Sí pueden serlo, no obstante, determinados aspectos de dichos procesos (algunas de las instituciones
que los favorecen): el funcionamiento del sistema educativo, por ejemplo. Pero no el (macro-)proceso
como tal.
50
Podemos hablar de una relación de dominación allí donde existe una estructura de interacción social
persistente en el tiempo en la que un grupo social –el dominante- mantiene de forma consistente y
duradera una posición de superioridad, en recursos y poder, sobre otro grupo social, el dominado,
limitando así, consiguientemente, de forma permanente la libertad de acción de éste: WARTENBERG,
Thomas E.: The Forms of Power, Temple University Press, Philadelphia, 1990, pp. 116-121; HINDESS,
Barry: Discourses of Power, Blackwell, Oxford, 1996 (reimpr. 2001), p. 102; GINER, Salvador:
Dominación, en GINER/ LAMO DE ESPINOSA/ TORRES (eds.): Sociología, 1998, p. 215 (la fuente originaria

19
desde el punto de vista colectivo, en cuanto a la asignación de recursos y a los
resultados obtenidos 51 . Precisamente por ello, sería difícil aceptar que cualquier
situación de equilibrio que “espontáneamente” se produzca 52 se convirtiese ya
automáticamente en objeto de la protección jurídica.
Para intentar corregir estas deficiencias de las situaciones “espontáneas” de
equilibrio en las interacciones, son empleadas 53 dos técnicas diferentes. La primera, de
orden micro-social, consiste en la generación de normas sociales: reglas que son creadas
en el contexto de la interacción misma 54 , que estipulan ciertas conductas que deben o no

del concepto así definido es FOUCAULT, Michel: La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad,
en el mismo: Estética, ética y hermenéutica, trad. A. Gabilondo, Paidós, Barcelona, 1999, pp. 413-414).
Normalmente, la dominación tiene por objeto y/o produce como resultado un beneficio (en recursos y en
poder) comparativamente extraordinario para el grupo dominante y una situación de comparativa
precariedad en el grupo dominado: son estos los casos, por ejemplo, de la explotación de clase, de la
opresión colonial, de la dominación sexista,… Pero ello no es necesario, por lo que en principio puede
existir tanto la dominación sin explotación (la dominación puramente paternalista sería el ejemplo más
claro) como la explotación sin dominación. La cuestión que aquí nos interesa, en todo caso, es que, a
diferencia de lo que ocurre con este último supuesto, en los otros dos las situaciones de interacción que se
crean suelen ser de equilibrio: ninguna de las partes –tampoco la dominada- puede obtener mayor utilidad
cambiando la interacción, porque ninguna dispone de los recursos y del poder para cambiarla en su
beneficio.
51
La bibliografía sobre las ineficiencias a que dan lugar los resultados de las interacciones (en el
mercado, como ejemplo paradigmático, pero no sólo) es inabarcable: vid., por todos, SCHOTTER, Andrew:
La economía de libre mercado. Una evaluación crítica, trad. G. Hernández Ortega, Ariel, Barcelona,
1987, pp. 65 ss.; BOWLES, Microeconomics, 2004, pp. 127 ss. Por poner un solo ejemplo (uno de
externalidades): dos vecinos pueden acordar, explícita o tácitamente, verter su basura en un descampado a
suficiente distancia de sus casas, evitándose el gasto que la recogida regular les ocasionaría. Y, si dicho
solar no pertenece a nadie conocido (o pertenece a una comunidad con problemas para tomar decisiones
colectivas de forma eficiente), el resultado final será eficiente para los dos vecinos, pero socialmente
ineficiente, dado el problema de contaminación que genera.
52
Entrecomillo el término “espontáneamente” porque, de hecho (y contra lo que el mito de la “mano
invisible” pretende), el grado de espontaneidad de cualquier estructura de interacción social es siempre
limitado, dado que, al lado de la concurrencia de las acciones sociales que interactúan, hay además
intervenciones “externas”, algunas netamente intencionales, que condicionan y modifican la estructura de
la interacción: la evolución de la cultura o culturas en las que están inmersos los sujetos actuantes, los
procesos de socialización a que los mismos han sido sometidos, la distribución de recursos y de poder
entre ellos (que no deriva tan sólo de interacciones previas “espontáneas”, sino también de actos
intencionales de apropiación y expropiación), las normas que limitan las interacciones aceptables,…
53
Aquí la expresión no pretende ser exclusivamente intencional: ambas técnicas (normas sociales e
instituciones) aparecen en las sociedades reales usualmente mediante una combinación –compleja y
variable- de acciones intencionales que logran la finalidad perseguida, de efectos no intencionales de
acciones intencionales y de emergencia a partir de comportamientos no intencionales concurrentes.
54
La cuestión de cómo son creadas resulta, desde luego, compleja y excede con mucho nuestro tema de
interés: deberá bastar, por lo tanto, con la asunción de que no se trata de un acto directo de poder (lo cual
no quiere decir que las relaciones de poder entre los sujetos que interactúan resulten irrelevantes), sino del
resultado de la rutinización de las interacciones, de diversas pruebas y errores de los participantes y de
una combinación de tradición, creencias culturalmente condicionadas y racionalidad instrumental. Cfr., al
respecto, POSNER, Eric A.: Law and Social Norms, Harvard University Press, Cambridge/ London, 2000,
pp. 11 ss.; HECHTER, Michael/ OPP, Karl-Dieter (eds.): Social Norms, Russell Sage Foundation, New
York, 2001, passim; BICCHIERI, Cristina: The Grammar of Society, Cambridge University Press, New
York, 2006, pp. 214 ss.; ELSTER, Social Behavior, 2007, pp. 368-370.

20
llevarse a cabo y cuya obligatoriedad (o, al menos, la conveniencia) de su cumplimiento
es aceptada de forma general o muy mayoritaria por los sujetos que participan en la
interacción 55 . Así, por ejemplo, la norma social que, en condiciones normales, “obliga” a
sentarse en las sillas de una sala, y no en el suelo, permite –entre otros efectos- que el
paso quede expedito y todas las miradas estén a la misma altura (o a la altura relativa
que se considera adecuado que esté cada uno). Quien (injustificadamente) quebranta
dicha norma, es visto como un “alborotador”.
La segunda técnica, de índole macro-social, son las instituciones: consiste esta
en la fijación, mediante actos de poder 56 , de un conjunto de reglas, atinentes tanto a los

55
ELSTER, Tuercas, 1996, p. 115; el mismo, Social Behavior, 2007, pp. 353-356; BICCHIERI, Grammar,
2006, p. 8. El concepto de norma social conlleva un marcador semántico adicional a los que permiten
determinar el sentido del término “convención”, que en sí mismo –esto es, si no se trata de una
convención que sea, además, norma social- no implica ningún género de obligatoriedad: LEWIS, David:
Convention, Blackwell, Oxford, 2002, p. 97. En ejemplos: caminar por la derecha de la acera es, para los
peatones de nuestras ciudades, una mera convención, que puede resultar cómoda a los efectos de facilitar
la coordinación de acciones, pero que no constituye una norma social; sí que lo es, sin embargo, la de no
desplazar físicamente (“empujar”) a los demás peatones. La distinción es importante, en lo que a
nosotros nos interesa, porque sólo las normas sociales, no las meras convenciones (precisamente, porque
estas no son vistas como obligatorias), pueden formar parte de un objeto de protección jurídica basada en
el concepto de orden.
56
Un acto (de interacción de una relación) de poder de (entre) S1 sobre (y) S2 tiene lugar cuando un
agente S1, normalmente por poseer una cantidad de recursos superior a la poseída por S2 y sentir, por ello,
una menor necesidad de continuar interactuando con él que éste (aunque podría haber otras causas, menos
frecuentes en la práctica: por ejemplo, porque las preferencias de S1 le llevan a valorar de manera
radicalmente diferente la utilidad de la interacción con S2), consigue, gracias a ello (esto es, bajo la
amenaza, implícita o explícita, de que S2 puede verse excluido –con violencia o sin ella- de la interacción
con S1 –y, muchas veces, con otros muchos agentes, vinculados a S1-), modificar la situación en la que S2
ha de adoptar sus decisiones, logrando de este modo reducir intencionalmente (de un modo significativo)
el número de alternativas racionales de acción de éste (en este impropio sentido, más bien metafórico, se
dice que el poderoso “actúa a través” del que está sujeto a su poder): vid. GIDDENS, Anthony: La
constitución de la sociedad, trad. J. L. Etcheverry, Amorrortu, Buenos Aires, 2003, p. 52; el mismo: Las
nuevas reglas del método sociológico, 2ª ed., trad. S. Merener, Amorrortu, Buenos Aires, 1997 (reimpr.
2001), pp. 136-140; BARNES, Barry: La naturaleza del poder, trad. J. M. Pomares, Pomares-Corredor,
Barcelona, 1990, pp. 85-97; COLEMAN, Social Theory, 1990, pp. 781-784; WARTENBERG, Power, 1990,
pp. 84-87; LUHMANN, Niklas: Poder, trad. L. M. Talbot, Anthropos/ Universidad Iberoamericana,
Barcelona, 1995, pp. 16-20; el mismo: Die Politik der Gesellschaft, ed. A. Kieserling, Suhrkamp,
Frankfut, 2000 (reimpr. 2002), pp. 18-29, 38-51 (se apoyan esencialmente en DAHL, Robert A.: The
Concept of Power, en Behavioral Science 2 (1957), pp. 201 ss.; WEBER, Economía, 1964, p. 43, aunque
revisados críticamente a la luz de LUKES, Steven: El poder. Un enfoque radical, trad. J. Deike, Siglo XXI,
Madrid, 1985, pp. 19 ss., y con matizaciones ulteriores derivadas de la teoría de la decisión, de la teoría
de juegos y de la sociología del conocimiento). El acto de poder no sólo restringe la libertad previa, sino
que puede ser productivo: la interacción de poder no es necesariamente un juego de suma cero, ya que es
posible –de hecho, es frecuente- que S2 produzca más (cualquiera que sea el producto, pretendido o no)
merced al acto de poder de S1; y, desde luego, más frecuente aún resulta que, gracias a dicho acto de
poder, el conjunto de la organización en la que S1 y S2 se integran resulte también más productiva:
FOUCAULT, Michel: Vigilar y castigar, trad. A. Garzón del Camino, Siglo XXI, Madrid, 1976 (reimpr.
2000), passim, esp. pp. 139-145; el mismo: Las mallas del poder, en el mismo: Estética, 1999, pp. 239-
242, 404-405; CLEGG, Stewart R.: Frameworks of Power, Sage, Londres, 1989 (reimpr. 2002), pp. 187
ss.; MANN, Michael: Las fuentes del poder social, I, trad. F. Santos Fontela, Alianza Editorial, Madrid,
1991, pp. 21-22; LUHMANN, Poder, cit., pp. 137 ss.; HINDESS, Power, 1996, pp. 113-118; GIDDENS,
Método sociológico, cit., ibíd.

21
procedimientos de adopción de decisiones como a la sustancia de las decisiones a
adoptar, que resulten de obligada sujeción (mediante la institución adicional del
correspondiente catálogo de prohibiciones y/o sanciones) por parte de quienes quieran
(inter)actuar en un determinado ámbito y que –en el mejor de los casos- limiten la
ineficiencia y/o la inmoralidad del equilibrio resultante de la interacción, al reducir las
posibilidades de interacción y, consiguientemente, las posibles situaciones de
equilibrio 57 . Así, por ejemplo, el conjunto de la reglamentación del tráfico
automovilístico constituye hoy una institución, que tiene la pretensión de reducir el
nivel de riesgo (permitido) derivado de dicha actividad peligrosa 58 .
Así pues, aquello que llamamos usualmente “orden social” (en la versión,
extremadamente débil, del concepto que aquí estoy empleando) consiste en realidad en
un estado de cosas (caracterizado, desde el punto de vista pragmático de un sujeto que
pretenda interactuar, por la –generalizada- predecibilidad de las acciones de terceros y
la posibilidad –mera posibilidad- de cooperación con los mismos) en el que existe una
ordenación de preferencias en las alternativas de acción de cada uno de los sujetos
actuantes que permite que se pueda llegar a una situación de equilibrio en la interacción;
y en el que, además, la mayoría de los sujetos actuantes respetan la mayor parte de las
veces las reglas derivadas de normas y de instituciones sociales (justificadas). Es decir,
en el caso ideal, cada uno de los sujetos que interactúan en unas circunstancias espacio-
temporales dadas 59 habría de poseer dicha estructura de preferencias en cuanto a sus
alternativas de acción propias (incluyendo tanto preferencias en cuanto a llevar a cabo o
no una determinada acción –an ≤ ¬an- como preferencias en cuanto a llevar a cabo una
determinada acción u otra: an ≤ ap); y la misma debería resultar, además, internamente
coherente 60 . En una hipótesis más realista, la estructura de preferencias de cada sujeto

57
SCHOTTER, Andrew: The economic theory of social institutions, Cambridge University Press,
Cambridge, 1981, pp. 11-12; KLIEMT, Harmut: Las instituciones morales, trad. J. M. Seña, Alfa,
Barcelona/ Caracas, 1985, pp. 169 ss.; ELSTER, Tuercas, 1996, pp. 146-151; el mismo, Social Behavior,
2007, pp. 427-428; LÓPEZ NOVO, Joaquín P.: Institución, en GINER/ LAMO DE ESPINOSA/ TORRES (eds.):
Sociología, 1998, p. 382
58
Cada una de estas dos técnicas de regulación social, normas e instituciones, plantea retos. Son
comunes a ambas los retos de la justificación moral, de la eficiencia y de hacer cumplir (enforcement) las
reglas. En el caso de las instituciones, existe además el reto de controlar un sistema complejo (como lo
son siempre los sociales) mediante acciones intencionales (de poder).
59
Circunstancias físicas, pero también sociales, lo que incluye la estructura social en el marco de la cual
se actúa: vid. GINER, Salvador: Intenciones humanas, estructuras sociales: para una lógica situacional,
en CRUZ, Manuel (coord.): Acción humana, Ariel, Barcelona, 1997, pp. 21 ss.
60
Para ser más precisos, habría que decir que, en realidad, la estructura de preferencias a la que en el
texto se alude ha de existir para cada una de las decisiones de interacción social a las que el sujeto se vea

22
cumplirá sólo en parte estas exigencias, pero, en cambio, contendrá también
preferencias en favor de muchas de las alternativas de acción que se ajustan a las reglas
contenidas en las normas sociales y/o a las reglas instituidas por las instituciones
sociales.

5) Orden social y orden público: ¿sinonimia o hiponimia?

La siguiente cuestión que debe ser abordada, en este esfuerzo de clarificación


del concepto de “orden público” en tanto que objeto de protección jurídica, es la de la
relación entre los conceptos de orden (social, entendido en su interpretación menos
exigente) y de orden público. ¿Se trata, en efecto, de una relación de hiponimia, o más
bien de sinonimia? Es decir: ¿es el “orden público” solamente un aspecto (parcial) del
“orden social”, o más bien estamos hablando –más o menos- de lo mismo en ambos
casos? Es evidente que, en el uso ordinario del lenguaje (más exactamente: en las
variaciones sociales hegemónicas de dicho uso) 61 , ambas alternativas resultan plausibles
(ya he dicho antes que el término “orden público” es esencialmente ambiguo). La
cuestión, entonces, estriba en determinar si hay razones de índole valorativa para
preferir una u otra.
En mi opinión, existen tales razones, y hablan en favor de distinguir entre uno y
otro concepto; de optar, pues, por una definición restrictiva del bien jurídico orden
público 62 . La primera razón en este sentido es que una definición excesivamente

enfrentado (CLEMEN, Decisions, 1996, pp. 23-24)… Decisiones que, a su vez, pueden ser completamente
independientes entre sí, o bien estar interrelacionadas. En todo caso, por mor de la simplicidad, seguiré
hablando de una única decisión de acción y, consiguientemente, de una única estructura de preferencias.
61
En efecto, no deberíamos perder de vista en ningún momento el hecho de que la equiparación entre
orden social y orden público es improbable que resulte evidente, por ejemplo, para una persona sin hogar,
o para quien descrea de los valores de una sociedad radicalmente injusta: para estos dos tipos de personas,
es seguro que la especificidad de una sociedad bien ordenada –por emplear la expresión de John Rawls-
tiene antes que ver con la justicia que con la seguridad. Pese a ello, es cierto que, en el uso del lenguaje
que es socialmente hegemónico, la equiparación puede parecer plausible.
62
De otra opinión, OCTAVIO DE TOLEDO Y UBIETO, Octavio: El bien jurídico protegido en los Capítulos
VI y VII del Título II del Código penal, en Cuadernos de Política Criminal 1977, p. 134; CÓRDOBA RODA,
Juan: Comentarios al Código Penal, III, Ariel, Barcelona, 1978, p. 574; DÍAZ Y GARCÍA CONLLEDO, PJ
16 (1989), pp. 223-224; el mismo, LL 1990-IV, p. 1025; el mismo, en LUZÓN PEÑA (dtor.), EPB, 2002, p.
367; el mismo: Desórdenes públicos, en LUZÓN PEÑA, Diego Manuel (dtor.), op. cit., pp. 586, 589; el
mismo: Reunión y manifestación ilícita, en LUZÓN PEÑA, Diego Manuel (dtor.), op. cit., p. 1110; JORGE
BARREIRO, Agustín, en RODRÍGUEZ MOURULLO, Gonzalo (dtor.): Comentarios al Código Penal, Civitas,
Madrid, 1997, p. 1355; POLAINO NAVARRETE, en COBO DEL ROSAL (dtor.), PE, II, 1997, pp. 870-871;
FERNÁNDEZ GARCÍA, E. M.: Delitos contra el orden público, en FERNÁNDEZ, E. M./ GANZENMÜLLER, C./
ESCUDERO, J. F./ FRIGOLA, J./ VENTOLÁ, F.: Delitos contra el orden público, terrorismo, contra el Estado
o la comunidad internacional, Bosch, Barcelona, 1998, pp. 13, 165; TORRES FERNÁNDEZ, Desórdenes
públicos, 2001, pp. 81-82; TERRADILLOS BASOCO, Juan: Sedición, en LUZÓN PEÑA (dtor.), op. cit., p.

23
genérica de dicho bien jurídico resulta prácticamente inútil a los efectos de elaborar una
política criminal (y de limitar, consiguientemente, el ámbito legítimo de intervención
del Derecho Penal). Pues, en efecto, una definición de esa naturaleza toma siempre
como referencia extralingüística a fenómenos de rango macro-social. Y, como ya antes
he señalado, dichos fenómenos no son idóneos para dar definiciones adecuadas (vale
decir: reducibles en principio a términos del lenguaje fisicalista) a los objetos de
protección del Derecho prohibitivo, ya que, debido a su elevado nivel de abstracción, no
permiten –al menos, no facilitan- que las definiciones se apoyen suficientemente en
términos cuya extensión se corresponda, desde la perspectiva ontológica, con entes
describibles en el lenguaje de la ciencia. Con el efecto consiguiente, desde el punto de
vista político-criminal, de que las definiciones de bienes jurídicos resultantes sean, por
ello, extremadamente vagas y poco útiles.
Por lo tanto, una teoría satisfactoria del bien jurídico obliga, cuando menos, a
individualizar los diferentes aspectos del orden social, para constituir –en su caso-
bienes jurídicos diferenciados; y se opone, así, al macro-concepto de un vago bien

1145; CARMONA SALGADO, Concepción, en COBO DEL ROSAL (dtor.), PE, 2005, p. 1119; GONZÁLEZ RUS,
en COBO DEL ROSAL (dtor.), op. cit., p. 1101; BAUCELLS LLADÓS, Joan, en CÓRDOBA RODA/ GARCÍA
ARÁN, Mercedes (dtores.): Comentarios al Código Penal. Parte Especial, Marcial Pons, Madrid, 2004,
pp. 2538-2539; GARCÍA RIVAS, Nicolás, en ARROYO ZAPATERO, Luis/ BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE,
Ignacio/ FERRÉ OLIVÉ, Juan Carlos/ GARCÍA RIVAS, Nicolás/ SERRANO PIEDECASAS, José Ramón/
TERRADILLOS BASOCO, Juan (dtores.): Comentarios al Código Penal, Iustel, Madrid, 2007, p. 1060;
LAMARCA PÉREZ, en la misma (coord.), PE, 2008, pp. 721, 731; QUERALT JIMÉNEZ, PE, 2008, p. 1145;
VIVES ANTÓN, Tomás S./ CARBONELL MATEU, Juan Carlos, en VIVES ANTÓN/ ORTS BERENGUER,
Enrique/ CARBONELL MATEU/ GONZÁLEZ CUSSAC, José Luis/ MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ, Carlos: Derecho
Penal. Parte Especial, 2ª ed., Tirant lo Blanch, Valencia, 2008, lecc. XLII, 3.1; GARCÍA ALBERO, en
QUINTERO OLIVARES (dtor.), PE, 2009, p. 2081; LLOBET ANGLÍ, Mariona, en SILVA SÁNCHEZ, Jesús
María (dtor.): Lecciones de Derecho Penal. Parte Especial, Atelier, Barcelona, 2006, pp. 358, 366;
MUÑOZ CONDE, PE, 2009, pp. 815-816, 825; SERRANO GÓMEZ, Alfonso/ SERRANO MAÍLLO, Alfonso:
Derecho Penal. Parte Especial, 14ª ed., Dykinson, Madrid, 2009, pp. 1035-1036. Y, en la jurisprudencia,
por todas, la STS 10-12-1990 (Westlaw, RJ 1990/9449). A esta concepción extensiva del concepto
parecen acogerse también el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y el Tribunal Constitucional
(aunque, ciertamente, sin reflexionar mucho al respecto): vid. la STEDH 8-7-1999 (Westlaw, TEDH
1999/100) y la STC 136/1999 de 20 julio (Westlaw, RTC 1999/136). Ciertamente, quienes –como los
acabados de citar- defienden hoy una definición extensiva del bien jurídico orden público intentan dotar a
dicha definición de un perfil político menos autoritario que el tradicional, vinculándolo a valores morales
propios de un sistema político liberal (pluralismo, respeto a la libertad ajena, etc.): cfr.,
paradigmáticamente, GARCÍA ARÁN, Mercedes/ LÓPEZ GARRIDO, Diego: El Código Penal de 1995 y la
voluntad del legislador, Madrid, 1996, p. 201. Sin embargo, la cuestión sigue siendo si cualquier
afectación a dichos valores (más aún: incluso una afectación meramente psicológica) puede y debe ser
reconducida al bien jurídico orden público, con los efectos (injustificadamente) extensivos en la
intervención que en el texto se señalan. O si, por el contrario, conviene más bien optar –como aquí se
defiende- por soluciones diferenciadoras, delimitando así muy estrictamente el contenido material de este
bien jurídico. En casos concretos: ¿debe considerarse que afecta en principio al bien jurídico orden
público cualquier conducta que intranquiliza, cualquier conducta que “perturba la tranquilidad o paz en
las manifestaciones colectivas de la vida ciudadana”? Yo, por las razones que en el texto se exponen, no
lo creo. Y, sin embargo, una concepción extensiva del bien jurídico, como las aquí criticadas, debería
decir que, en principio, sí.

24
jurídico orden público. De hecho, esta fragmentación del orden social en distintos
aspectos, susceptible cada uno de ellos de obtener una valoración también diferenciada,
ocurre ya en buena medida: buena parte de los bienes jurídicos, tanto individuales como
supraindividuales, comúnmente aceptados (intimidad, familia, seguridad del tráfico,
orden socioeconómico, etc.) son en realidad estados de cosas que tienen que ver con la
preservación de esa ordenación adecuada de alternativas de acción que más arriba se ha
descrito. La cuestión, entonces, estriba más bien en decidir si, además, es necesario que
exista un cajón de sastre: un macro-bien jurídico –precisamente, el bien jurídico orden
público- que recoja aspectos diversos que, por alguna razón, no pueden ser acogidos en
otros bienes jurídicos más delimitados. A mi entender (y he aquí la segunda razón),
dicha necesidad no existe. O, por mejor decir, no existe si pensamos exclusivamente
(como, en mi opinión, se debe) en términos de una política criminal que esté
moralmente fundada, que se apoye prioritariamente en criterios de justicia.
Por el contrario, dicho macro-bien jurídico puede cobrar sentido en otra especie
de política criminal, una que pretenda cumplir un papel estrictamente instrumental (sin
entrar, pues, en consideraciones morales), al servicio de la preservación de un estado de
cosas caracterizado por la existencia de fuertes relaciones de dominación 63 . Pues, en el
marco de una política de esa índole, un macro-bien jurídico orden público vagamente
definido puede resultar útil para lograr algunos de los objetivos de control social que la
misma persigue: porque, a la hora de intentar justificar una determinada prohibición,
permite entremezclar las razones de naturaleza estrictamente instrumental, que pueden
resultar aceptables de forma más generalizada (externalidades negativas de la conducta,
problemas de acción colectiva a que la misma da lugar,…), con razones puramente
políticas, dependientes del partido que en el que se coloque el hablante; y ocultar, así,
éstas detrás de aquellas (o, al menos, intentarlo).

Así ocurre, por ejemplo, cuando, ante dos conductas prácticamente idénticas
desde el punto de vista de su afectación a la coordinación de acciones sociales
(interrumpir el tráfico en una calle transitada), se valora como delito de desórdenes
públicos aquella que se deriva de una protesta laboral o del comportamiento de grupos
sociales marginados (una “tribu urbana”); y no, por el contrario, la que ha sido
ocasionada por la celebración de un triunfo deportivo del equipo local de fútbol.

63
Vid. supra n. 50. Obsérvese que, a diferencia de lo que una concepción funcionalista sostendría, no
estoy diciendo que a cada realidad social “le corresponda” una determinada política criminal. Al
contrario, sostengo que también en una realidad social –como la presente- en la que existen injusticias y
fuertes relaciones de dominación es posible, y moralmente obligatorio, aplicar políticas criminales
alternativas (aun si ello conlleva contradicciones y dificultades de puesta en práctica).

25
A pesar de las objeciones morales y políticas que es posible oponer a una
política criminal de tal índole, lo cierto es que, sin embargo, parece ser ésta la política a
la que se abonan (implícitamente) la jurisprudencia española y una buena parte de la
doctrina penal, a la hora de interpretar los delitos de desórdenes públicos. En concreto,
esta opción se plasma en la función que, en la práctica, viene cumpliendo la exigencia
de que, para la subsunción de una conducta en alguno de los tipos penales de
desórdenes públicos, exista la “finalidad de atentar contra la paz pública”, entendida
como un elemento subjetivo adicional del injusto que delimita el ámbito de lo
penalmente típico. En efecto, a tenor la doctrina jurisprudencial antes expuesta, los
delitos de desórdenes públicos exigirían la concurrencia de un elemento objetivo del
tipo (“alterar el orden público”), de dolo y, además, de un elemento subjetivo adicional
a éste (“atentar contra la paz pública”) que delimitaría el ámbito de lo penalmente
típico. Según esto, y por definición, el término “paz pública”, al constituir el objeto de
un elemento subjetivo del injusto diferente del dolo, no podría ser sinónimo del término
“orden público”, ni tampoco tener como referencia extralingüística a la misma clase de
entes 64 .
Si, entonces, intentamos interpretar aquel término, se puede observar en seguida
que –como ocurre con el concepto mismo de “orden público”- aquello que constituye el
teórico objeto de la intención (“atentar contra la paz pública”) no es en realidad una
expresión que denote ningún hecho empírico, sino que se refiere más bien a una
determinada interpretación, y valoración, de hechos (diversos, además). Debido a ello,
parece imprescindible, para poder llevar a cabo la necesaria interpretación de la
expresión “atentar contra la paz pública”, buscar una definición de la misma mediante
enunciados que empleen predominantemente términos con una extensión semántica
volcada hacia la clase de los entes empíricamente perceptibles. Sin embargo, tal
definición solamente parece practicable a través de tres posibles vías de interpretación,
cada una de los cuales veremos que acaba por revelarse, a la postre, como
insatisfactoria.

64
DÍAZ Y GARCÍA CONLLEDO, LL 1990-IV, pp. 1027-1029; JORGE BARREIRO, en RODRÍGUEZ
MOURULLO (dtor.), CP, 1997, pp. 1355, 1357. Cfr., no obstante, QUERALT JIMÉNEZ, PE, 2008, p. 1147;
MUÑOZ CONDE, PE, 2009, p. 827, quienes identifican la “finalidad de atentar contra la paz pública” con
el dolo (conocimiento y aceptación del hecho) de “alterar el orden público”. En tal caso, sin embargo, el
problema de delimitación de la conducta verdaderamente lesiva permanece, e incluso se agudiza, por
cuanto que, entonces, toda conducta (subsumible en el tenor literal del tipo) que afecte de algún modo al
“orden público” –concebido, según hemos visto, mayoritariamente como “orden social”- deviene
penalmente típica.

26
La primera interpretación imaginable de la expresión partiría del entendimiento
de que nos hallamos ante un elemento subjetivo de resultado cortado, en el que el objeto
de la intención (la de “atentar contra la paz pública”) habría de consistir en la
causación de un sentimiento (más o menos generalizado), de inseguridad. “Paz
pública”, entonces, significaría aquí “sentimiento de seguridad de (la mayoría de) los
ciudadanos”. El problema de esta interpretación, sin embargo, es que choca
frontalmente con una consecuencia del principio de exclusiva protección de bienes
jurídicos (de una interpretación moralmente aceptable del mismo), a tenor de la cual la
protección de meros sentimientos no puede constituir un objeto idóneo de protección
para el Derecho prohibitivo. En efecto, la alteración del sentimiento de seguridad, si no
va acompañada de ulteriores efectos de reducción de las posibilidades de acción libre de
los sujetos, no puede ser considerada como una manifestación de daño efectivo 65 . Y, por
consiguiente, la sola intención de ocasionar dicha alteración, tampoco añade ningún
plus de lesividad (y de merecimiento de pena) a la conducta, por lo que no permitiría
justificar un papel tan central para el elemento subjetivo del injusto como el que la
jurisprudencia propone que cumpla. Y, en los casos en los que sí que añada dicho plus,
ello será porque en realidad se confunden el objeto de dicha intención con el de realizar
la acción típica misma, “alterar el orden público”; esto es, con el dolo típico.
En mi opinión, en efecto, hay que cuestionar que se deba delimitar el ámbito de
aplicación del delito de desórdenes públicos en atención a la existencia de una finalidad
de causar sentimientos de inseguridad en una comunidad. Es decir, que, a igual efecto
objetivo de desorden social, la finalidad de intranquilizar perseguida deba ser
considerada tan relevante como para decidir si la conducta en cuestión ha de resultar o
no penalmente típica.

Así, si, por ejemplo, dos sujetos diferentes se dedican a producir un gran
alboroto en la calle durante la noche, provocando un caos generalizado (y previsible) en
todo el vecindario (llamadas a la policía y a los bomberos, gente que huye de su casa,
ataques de pánico, niños despiertos, etc.), no parece clara la razón por la que solamente

65
Vid. PAREDES CASTAÑÓN, Eguzkilore 20 (2006), pp. 132-134; el mismo: Libertad, seguridad y
delitos de amenazas, en Estudios Penales y Criminológicos XXIX, en prensa. Según creo, en el caso que
ahora nos ocupa se constata aún con más claridad que en el supuesto que analizaba en el trabajo acabado
de citar (la causación de miedo a través de las amenazas) que la interpretación del principio de exclusiva
protección de bienes jurídicos que sostengo, en relación con el papel de los sentimientos en la definición
de los bienes jurídicos, es la adecuada: si allí todavía se podía dudar de si no será el miedo el efecto más
relevante de una conducta amenazante (yo, no obstante, he intentado argumentar por qué no es así), aquí
no puede ofrecer duda, a mi entender, que desasosegar a los ciudadanos (por ejemplo, armando un gran
alboroto en la calle por la noche) no puede ser suficiente para que se justifique una prohibición (y una
sanción).

27
uno de ellos debería responder de un delito de desórdenes públicos (aquél que tuviese
precisamente como finalidad la de asustar a los vecinos… y no quien, por ejemplo,
estuviese tan sólo celebrando –a su manera, claro- su cumpleaños).
Y si, por el contrario, interpretásemos que es suficiente, para que se dé el
elemento subjetivo del injusto, con que el autor tenga la finalidad de causar
(objetivamente) el desorden que efectivamente crea (de manera que, en nuestro
ejemplo, ambos sujetos deberían responder penalmente), ¿dónde estribaría, entonces, la
diferencia entre el elemento subjetivo injusto y el dolo típico? De hecho, se estaría
perdiendo así la función delimitadora que –tal es el punto de partida de esta
interpretación- el elemento subjetivo debería cumplir.

La segunda interpretación posible del elemento subjetivo del injusto consiste en


concebirlo también como uno de resultado cortado, pero entendiendo, no obstante, que
su objeto ha ser (no la alteración del sentimiento de seguridad, sino) más bien la ulterior
lesividad para el conjunto del orden social que la concreta acción de alteración del orden
pueda (previsiblemente) producir. En esta interpretación, el plus de lesividad (y de
merecimiento de pena) en virtud de la concurrencia del elemento subjetivo se derivaría
de la orientación intencional de la concreta acción de desorden hacia la causación de un
desorden más global (no limitado, por lo tanto, al concreto ámbito de la vida social,
momento y lugar en el que la acción tenga lugar) 66 . En todo caso, el problema central de
esta interpretación es el de determinar el contenido de esa intención lesiva (macro-
social) ulterior. Pues, en efecto, parece difícil hacerlo en términos estrictos: hablando
estrictamente, pocas veces se hallarán autores que, en el momento de –por ejemplo-
interrumpir el tráfico de una calle, tengan la ulterior intención de con ello producir un
caos circulatorio global, o la anarquía, o… Por ello, la única forma en la que, según
alcanzo a ver, se podría intentar delimitar la intención lesiva ulterior sería bien a través
de una cuasi tautológica referencia a los efectos del propio acto de desorden (en cuyo
caso, el elemento subjetivo tendería a confundirse con el dolo y, consiguientemente, no
podría cumplir su función de selección de las conductas más merecedoras de pena); o
bien volviendo a conectar el bien jurídico orden público con el Derecho Penal político,
delimitando la conducta penalmente típica en atención a las finalidades políticas (de
desestabilización de las relaciones de poder imperantes en la sociedad) perseguidas por
el autor de la acción de desorden 67 . Confusión esta entre los delitos contra el orden
público y los delitos políticos que es, precisamente, la que estamos intentando evitar.

66
En este sentido, BAUCELLS LLADÓS, en CÓRDOBA RODA/ GARCÍA ARÁN (dtores.), PE, 2004, p. 2542;
GARCÍA RIVAS, en ARROYO ZAPATERO/ BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE/ FERRÉ OLIVÉ/ GARCÍA RIVAS/
SERRANO PIEDECASAS/ TERRADILLOS BASOCO (dtores.), CP, 2007, pp. 1074-1075.
67
Esta es la interpretación que parecen defender MAPELLI CAFFARENA, Borja/ ASENCIO CANTISÁN,
Heriberto: La ocupación colectiva de la vía pública, en PJ 10 (1988), p. 153; DÍAZ Y GARCÍA CONLLEDO,
LL 1990-IV, pp. 1029-1030; el mismo, en LUZÓN PEÑA (dtor.), EPB, 2002, p. 590.

28
En efecto, si se tomara en serio la exigencia de que en el acto concreto de
desorden efectivamente realizado hubiese de concurrir una finalidad ulterior de
provocar un desorden social global, entonces sólo actos vinculados a planes amplios de
desestabilización social podrían ser reconocidos como lesivos para el bien jurídico
orden público. Actos que, en la práctica, son muy infrecuentes (las grandes
conspiraciones para provocar el caos parecen más carne de literatura pulp que una
realidad criminológica palpable). Y, en todo caso, esta interpretación ocasionaría la
despenalización de la mayor parte de las conductas usualmente subsumidas en los
delitos de desórdenes públicos: pues casi todas las acciones de ocupación del espacio
público, de interrupción de los transportes o de las comunicaciones, etc. carecen de una
finalidad de desestabilización macro-social.
Por otra parte, si no se recurre a esta interpretación estricta del elemento
subjetivo, entonces cabe, primero, la posibilidad de identificar el contenido del
elemento subjetivo con los resultados (caos circulatorio, intranquilidad general,…) que
la acción de desorden provoque. Sin embargo, en tal supuesto el elemento subjetivo se
identificaría prácticamente con el dolo, no sería una verdadera finalidad independiente.
Por fin, cabe también interpretar el elemento subjetivo desde la perspectiva política:
subsumir en los desórdenes públicos las conductas que persigan, además de producir
(dolosamente) el efecto de desorden, algún fin político, de cuestionamiento de las
relaciones de poder: según esto, por ejemplo, una manifestación podría dar lugar a
desórdenes públicos, pero no –en principio, al menos- una celebración deportiva. El
problema, claro está, es que en tal caso los delitos contra el orden público cambian
completamente de naturaleza (…e ilegítimamente, además).

Si esto es así, entonces solamente restaría una última posibilidad de


interpretación del elemento subjetivo: convertirlo en un elemento subjetivo de actitud
interna 68 . Entendiendo, así, que la tipicidad penal exige, en estos delitos, (no una
intención ulterior, sino) un estado mental muy específico en el autor en el momento de
actuar. Dicha conversión resulta, sin embargo, problemática. Pues, en efecto, la única
clase de elementos subjetivos de actitud interna que puede –a veces- resultar compatible
con el principio de responsabilidad por el hecho es la de los motivos que hayan formado
parte del proceso de adopción de su decisión lesiva por parte del autor. Y ocurre que, en
este caso, no es posible interpretar directamente la “finalidad de atentar contra la paz
pública” como un motivo, ya que dicha formulación en ningún caso puede estar
describiendo una razón para actuar (distinta de la propia intención). Por ello, en la

68
Vid. LUZÓN PEÑA, Diego Manuel: Curso de Derecho Penal. Parte General, I, Universitas, Madrid,
1996, pp. 397-398. En principio, cabría aún una cuarta posibilidad: interpretar el elemento subjetivo como
uno de tendencia, con el efecto de limitar la tipicidad solamente a los supuestos de dolo directo,
excluyendo del tipo las conductas doloso-eventuales, en las que el sujeto tan sólo acepte la probabilidad
de producir algún efecto de desorden, pero sin perseguirlo con seguridad (LUZÓN PEÑA, op. cit., pp. 396-
397). Sin embargo, en lo que aquí nos importa, esta interpretación no resulta relevante, ya que su efecto
de reducción del ámbito de aplicación del tipo sería muy limitado, con lo que el problema analizado en el
texto (la dificultad para acotar el ámbito de aplicación de los delitos contra el orden público sobre bases
justificables, si no se determina suficientemente el contenido material del bien jurídico) subsistiría en
buena medida. No obstante, tal interpretación sí que puede ser útil en aquellos casos –ahora mismo,
solamente ocurre en el art. 557 CP- en los que el tenor literal del tipo exige explícitamente la concurrencia
de dicho elemento subjetivo: en tal supuesto, creo que hay que interpretar que lo que este elemento típico
añade es una limitación del ámbito de la tipicidad a las conductas (lesivas para el bien jurídico orden
público, correctamente definido, en los términos que se expondrán) que sean realizadas efectivamente con
dolo directo.

29
práctica, interpretar el elemento subjetivo del injusto como uno de actitud interna acaba
por conducir, casi necesariamente, hacia el Derecho Penal de autor 69 : a considerar, en
suma, las características, personales y/o grupales (no sólo, pues, las psicológicas, sino
también las relativas a su pertenencia social… que incluyen las que tienen que ver con
su ubicación política partidaria), del sujeto actuante, que permiten identificar a ciertos
sujetos como “más peligrosos” (genéricamente más peligrosos: para el orden social) que
otros y, así, seleccionar, de entre todas las conductas que produzcan algún efecto de
desorden, aquellas –precisamente, las realizadas por los sujetos “más peligrosos”- que
deben ser consideradas penalmente típicas, como desórdenes públicos.

En efecto, si entendiéramos la “finalidad de atentar contra la paz pública”


como una actitud interna, distinta de la intención misma, entonces lo que habría que
entrar a considerar sería el perfil de personalidad (no sólo en su aspecto más
psicológico, que también, sino, además, en sus componentes sociológicos y políticos)
del sujeto: determinar, por ejemplo, si el autor ha obrado ante todo por diversión, por
escandalizar a terceros, para llamar la atención,… o, por el contrario, porque siente un
gran resentimiento social, quiere que se hunda todo, odia a las autoridades, etc. Todo
ello acaba, cualquiera que sea la forma en la que se disfrace en el Derecho Penal de
autor: los “terroristas”, los marginados, los rebeldes, los subversivos,…, los grupos
sociales “peligrosos”, en suma (y, en algún caso particular, algunos individuos), caerían
dentro del ámbito de los delitos contra el orden público, mientras que los demás no.

Así pues, el elemento subjetivo del injusto “finalidad de atentar contra la paz
pública” no permite delimitar adecuadamente el ámbito de las conductas más
merecedoras de pena, salvo si se acude a interpretaciones del mismo que resultan
rechazables, por contradecir principios político-criminales tan básicos como el de
exclusiva protección de bienes jurídicos, el de lesividad, el de responsabilidad por el
hecho y el de proporcionalidad de la sanción 70 . Y, debido a ello, un macro-objeto

69
Me he ocupado de este problema (en relación con un elemento subjetivo diferente) en PAREDES
CASTAÑÓN, José Manuel: El “desprecio” como elemento subjetivo de los tipos penales y el principio de
responsabilidad por el hecho, en Revista Penal 11 (2003), pp. 94 ss.
70
En realidad, cabría una cuarta interpretación (apunta esta posibilidad interpretativa –aun sin
defenderla- BAUCELLS LLADÓS, en CÓRDOBA RODA/ GARCÍA ARÁN (dtores.), PE, 2004, p. 2542, sobre la
base de algunos pronunciamientos jurisprudenciales: vid., por ejemplo, la SAP de Madrid 101/2001 de 13
febrero (Westlaw, ARP 2001\554)): entender que “finalidad de atentar contra la paz pública” equivale
precisamente a finalidad de alterar las reglas de uso de los espacios públicos. Es decir, convertir el
requisito de lesividad objetiva (desvalor del hecho) en uno de desvalor subjetivo de la acción: por esta
vía, una conducta que alterase el orden (macro-)social, pero que no tuviese por finalidad la de alterar las
reglas de uso de los espacios públicos, resultaría penalmente atípica, no por falta de lesividad, sino por
ausencia de las condiciones para la imputación subjetiva de dicha lesividad. De manera que, así,
conductas “desordenadas” –en sentido genérico- realizadas, sin embargo, en espacios privados quedarían
excluidas del ámbito de la tipicidad de los delitos de desórdenes públicos. Con todo, esta posible
interpretación sólo serviría para fundamentar dicha exclusión. Pero no para determinar, de entre las
conductas (genéricamente “desordenadas”) llevadas a cabo en espacios públicos, cuáles merecen, y cuáles
no, ser castigadas penalmente, con lo que el problema de indeterminación y de carencia de justificación
político-criminal de los delitos contra el orden público persistiría en su mayor parte.

30
jurídico de protección orden público, entendido como una suerte de cajón de sastre para
conductas que afecten de algún modo (no susceptible de ser reconducido a otros bienes
jurídicos mejor definidos) al orden social, no constituye un instrumento idóneo para
ninguna política criminal que pretenda estar moralmente justificada.
Por lo tanto, es necesario, en mi opinión, proceder a fragmentar el orden social,
en tanto que objeto merecedor de la protección jurídica, en diferentes objetos (estados
de cosas valiosos), claramente definidos, con contenidos materiales distintos y con un
tratamiento político-criminal también diverso. Y uno entre dichos objetos puede ser (si
es que somos capaces de definirlo con claridad, y de justificar moralmente dicha
definición) el orden público.

6) El uso de los espacios públicos como objeto de protección jurídica

6.1) Especificidad de las conductas de uso de los espacios públicos

En este sentido, y sin negar que haya otros aspectos del “orden social” que
puedan merecer protección (separada), hay que decir que existe un grupo de problemas
de coordinación de acciones sociales cuya especificidad es tal que parece poder llegar a
justificar (en su caso) un tratamiento diferenciado, caracterizado por una intervención
jurídica coercitiva comparativamente más intensa: se trata, en concreto, de los
problemas de (coordinación de las acciones sociales en relación con) la utilización de
aquellos espacios que son definidos como espacios públicos. En efecto, por una parte, la
coordinación de acciones sociales que transcurren en aquellos espacios que son
definidos como espacios públicos 71 posee problemas específicos, que tienen que ver
concretamente con el uso del espacio. Ello es debido, ante todo, al hecho de que el
espacio público, que es un recurso escaso, tiene desde el punto de vista económico la
naturaleza de un bien común, mas no la de un bien público: esto es, se trata de un bien
de cuyo uso no es posible en principio (salvo a través de un coerción intensa) excluir a
nadie de una forma eficiente; y, sin embargo, se trata de un bien en el que –a diferencia

71
Obsérvese, por una parte, que la condición de espacio público se obtiene efectivamente por
etiquetamiento, no por naturaleza (de manera que cambia históricamente: una plaza puede ser primero
pública y luego exclusiva de una comunidad de propietarios). Y, por otra, que la condición de espacio
público no es, de hecho, una condición absoluta, de todo o nada, sino que admite grados (de “publicidad”
y de “privacidad”). Cfr., al respecto, por todos, MADANIPOUR, Ali: Public and Private Spaces of the City,
Routledge, London/ New York, 2003, passim. Ambas cosas pueden resultar relevantes a nuestros efectos,
en la medida en que, muy probablemente, los comportamientos adecuados han de variar en atención a la
verdadera naturaleza y razón de ser de cada espacio (más o menos) público.

31
de los bienes públicos puros- sí que existe rivalidad en el uso, de manera que el uso del
espacio por parte de alguien puede, frecuentemente, implicar la exclusión del uso del
mismo espacio por parte de terceros 72 73
. Es sabido que, en estas condiciones, la
coordinación de acciones sociales resulta siempre problemática, ya que existen
incentivos racionales relevantes para no cooperar y para actuar, por el contrario, como
un auténtico free rider de dicho espacio: actuando sin respetar las expectativas de los
demás, externalizando los costes, etc. 74 . Debido a ello, las interacciones para la
ocupación de espacios (más o menos) públicos constituyen uno de los ámbitos más
propicios –desde el punto de vista puramente instrumental- para la aparición de normas
sociales explícitas, así como para la instauración de reglas procedentes de instituciones.
Pues, mientras en los espacios no públicos es usual que, una vez que el espacio (más o
menos) privado ha sido creado, su ocupación sea gestionada conforme a normas
sociales creadas bilateralmente por los sujetos que interactúan, cuyo contenido además
es frecuente que no esté explícita y detalladamente formulado, sino dejado a una
práctica persistente de intercambio cooperativo de dones entre los sujetos 75 , en el caso
de los espacios públicos ello no puede funcionar, dado que en los mismos no existe la
expectativa de una interacción prolongada 76 , que incentiva a la cooperación informal en
los espacios privados. Resulta imprescindible, por ello, que existan normas sociales
bastante explícitas. Y en muchas ocasiones lo es también que las reglas sean impuestas
por un tercer actor (el Estado, por ejemplo, o cualquier otro agente regulador), ajeno a la
interacción misma.

72
BOWLES, Microeconomics, 2004, p. 129.
73
En un ejemplo: los manifestantes impiden circular libremente por la calle a los automóviles, no es
posible que ambos usos se produzcan al mismo tiempo. Y, sin embargo, resulta difícil excluir
eficientemente a los manifestantes (o a los automovilistas) de la calle, es imprescindible emplear medios
coercitivos de gran intensidad para lograrlo.
74
Los estudios de economía experimental indican que, en ausencia de normas sociales, la cooperación
en estas situaciones resulta improbable. Pero también que, precisamente por ello, la aparición de normas
sociales es casi segura (salvo en condiciones extremas): vid., por todos, LEDYARD, John O.: Public
Goods: A Survey of Experimental Research, en HAGEL, John H./ ROTH, Alvin E. (eds.): The Handbook of
Experimental Economics, Princeton University Press, Princeton, 1995, pp. 111 ss.; GINTIS, Herbert/
BOWLES, Samuel/ BOYD, Robert/ FEHR, Ernst: Moral Sentiments and Material Interests: Origins,
Evidence, and Consequences, en los mismos (eds.): Moral Sentiments, 2005, pp. 15-18, ambos con
ulteriores referencias.
75
Vid. ELLICKSON, Robert C.: The Household. Informal Order around the Hearth, Princeton University
Press, Princeton/ Oxford, 2008, pp. 101-107.
76
Vid. LOFLAND, Lyn H.: A World of Strangers, Waveland Press, Prospect Heights, 1985, pp. 3 ss.

32
Mi propuesta (político-criminal), entonces, es restringir a este género de
conflictos sociales, a los que tienen lugar en los espacios públicos, la definición del bien
jurídico orden público. Mi tesis es, por lo tanto, que solamente determinadas conductas
que afecten (ilegítimamente) a los espacios públicos deben ser consideradas lesivas para
dicho bien jurídico. Y ello no sólo por razones terminológicas (orden público),
secundarias en el fondo, sino por razones –más relevantes- de índole valorativa y
teleológica.
Así, por una parte, desde el punto de vista teleológico (instrumental), a causa de
su especial naturaleza –acabada de exponer- en tanto que bienes comunes, los espacios
públicos poseen la particularidad (en comparación con los privados) de resultar
especialmente dificultosos de cara a los objetivos de lograr la coordinación de conductas
y unas situaciones de interacción que tiendan al equilibrio. Por lo que pueden, ya desde
este punto de vista, se podría justificar alguna suerte de tratamiento específico de las
conductas que tengan lugar en el seno de los mismos.
Por otra parte, desde el punto de vista valorativo, de entre todos los conflictos
sociales que pueden tener lugar en el marco de los espacios públicos, hay una clase, la
constituida por los conflictos en torno a la utilización (la apropiación –normalmente
temporal, aunque de hecho pueda resultar duradera) de dichos espacios, que justifican
particularmente dicho tratamiento específico (extraordinariamente intenso por lo que se
refiere al grado de intervencionismo estatal: mediante prohibiciones); tratamiento que,
por el contrario, no se justificaría (o no tanto) en el caso de otras conductas que afectan
a los espacios públicos (pese a que, no obstante, sí que podrían ser juzgadas –en un
sentido genérico- como “desordenadas”). Y ello, porque aquellas conductas consistentes
en la utilización y apropiación temporal de espacios públicos poseen una especial
potencialidad dañosa para terceros. Se trata, en efecto, de conflictos en los que la parte
más perjudicada sufre una desposesión efectiva de algunos de los recursos (materiales,
como mínimo, pero también, a veces, de capital social) de que dispone y que hacen
posible su acción social: aquel sujeto que se ve privado del uso del espacio público ve
siempre significativamente limitadas sus posibilidades de acción; y, a veces, incluso sus
posibilidades de entrar en interacciones con terceros 77 .

77
Vid. MITCHELL, Don: The Right to the City, Guilford Press, New York/ London, 2003, passim, esp.
pp. 161 ss.; el mismo/ STAEHELI, Lynn A.: Clean and Safe? Property Redevelopment, Public Space, and
Homelessness in Downtown San Diego, en LOW, Setha/ SMITH, Neil (eds.): The Politics of Public Space,
Routledge, New York/ London, 2006, pp. 158-166.

33
Un ciudadano al que, por ejemplo, se impide pasar por una calle se verá
impedido también, por ello, de –según los casos- pasear, comprar, divertirse, protestar
políticamente, etc. Y, en el límite, si son muchos los espacios públicos de cuyo uso se le
priva, podría llegar a ver en peligro cualquier género de interacción social digna: tal es
la suerte, por ejemplo, muchas veces de las personas sin techo.

Por ello, cuando la parte perjudicada en este género específico de conflictos lo


sea injustamente, la interferencia en la libertad individual de acción (el daño, en suma)
resulta ser particularmente grave, mucho más que la que se produce en los otros
conflictos que pueden darse en torno a los espacios públicos. Ya que el efecto de
desposesión no se produce –no, al menos, en la misma medida- en esos otros
conflictos 78 .
Así, cuando el conflicto en torno al uso de un espacio público no versa acerca de
quién puede o no utilizar dicho espacio, sino sobre cuestiones tales como qué clase de
interacciones (en atención a la clase de sujetos, de momentos y/o de modos de las
mismas) resultan “apropiadas” y cuáles “inapropiadas” en el marco del mismo (pero sin
discutir el derecho a usarlo), quién debe asumir los costes y quién los beneficios del uso
del espacio, qué clase de interacciones en dicho espacio son justas y cuáles no lo son,
qué papel deben cumplir en las interacciones los poderes públicos y cuáles los actores
particulares (y, entre estos, cuál las empresas, cuáles el sector voluntario y cuáles los
ciudadanos individuales y/o las familias), el resultado final de la resolución del
conflicto, aun si resulta injusta, no tiene por qué producir –al menos, no necesariamente-
un daño, si por tal entendemos (como creo que hay que entender) una reducción efectiva
de las posibilidades de acción social del sujeto.

Así, por ejemplo, entre los vecinos de una calle puede existir un conflicto en
torno a qué conductas son suficientemente “educadas” y cuáles no lo son; o acerca de la
hora límite para sacar la basura; o sobre quiénes deben pagar el adecentamiento del
parque; o en torno a quién puede traer a sus familiares a la caseta de la asociación
vecinal; o en relación con la cuestión de si se deben aprovechar o no las habilidades
domésticas de las mujeres, para ahorrar parte del coste de las obras; o, en fin, acerca de
quién debe decidir cómo ha de programarse las fiestas del barrio.
En todos estos casos, es posible que se llegue a acuerdos que sean injustos y
que, pese a ello, no exista un daño (una reducción de las posibilidades de acción social)
directo e inmediato para nadie: por ejemplo, si la solución que se arbitra consiste en
preservar la situación (injusta) previa, sin alterarla. Es decir, el daño –que puede existir-
no es necesario. Por el contrario, cuando se produce una injusta usurpación del espacio
público, el daño resulta inevitable.

78
Por el contrario, dicho efecto de desposesión sí que puede existir, ciertamente, en los espacios
privados. Pero con un perfil bastante diferente, lo que invita, en el marco de una política criminal que
quiera ser racional, a tratarlos de forma separada: por la vía de los delitos patrimoniales y de los delitos
contra la intimidad, por ejemplo

34
6.2) Uso de los espacios públicos, orden público y justicia

Parece, por lo tanto, que, debido a razones tanto de índole instrumental como de
naturaleza valorativa, puede llegar a estar justificada la intervención jurídica coactiva
para imponer determinadas reglas de coordinación a las acciones que pretenden ocupar
el espacio (más o menos) público. O, por mejor decir, en virtud de dichas razones,
puede aceptarse que el estado de cosas en el que tiene lugar una coordinación
máximamente eficiente –un “orden”- por lo que se refiere a la ocupación del espacio
público sea materia apta para el reconocimiento de un objeto de protección jurídica
legítimo (de un bien jurídico). Bien jurídico que, en algunas ocasiones, podría justificar
la intervención jurídica coactiva. Aquí, en particular, debería prestarse especial atención
a las condiciones impuestas por el principio de subsidiariedad 79 , ya que, como más
arriba he señalado, la mayor parte de los problemas de coordinación de acciones
sociales, también en el espacio público, son resueltos a través de normas sociales
generadas por los sujetos que interactúan 80 , por lo que sólo cuando estas no surjan o
devengan ineficaces podrá resultar justificable, en términos instrumentales, el recurso a
reglas impuestas desde fuera.
Ahora bien, aun cuando se cumplen los requisitos derivados del principio de
subsidiariedad, el hecho de que las exigencias de la racionalidad instrumental puedan
llegar a justificar (al menos, instrumentalmente) un bien jurídico 81 consistente en la
adecuada coordinación de las acciones sociales que conllevan ocupación del espacio
público, no quiere decir que pueda otorgarse cualquier contenido al mismo. Pues,
naturalmente, todo depende de qué contenido concreto posean las reglas de
coordinación que se quieren proteger y de si el mismo resulta moralmente justificado.
Surge, pues, inevitablemente la cuestión de la justicia en relación con el reparto de la
ocupación del espacio público.

79
Vid. PAREDES CASTAÑÓN, RDPC 11 (2003), pp. 124-128.
80
Vid. ELLICKSON, Robert C.: Order without Law, Harvard University Press, Cambridge/ London,
1991, passim, esp. pp. 123 ss.; DIXIT, Avinash K.: Lawlessness and Economics, Princeton University
Press, Princeton/ Oxford, 2004, passim, esp. pp. 25 ss.
81
Al igual que sucede con otros muchos bienes jurídicos supraindividuales (aunque no con todos), la
secuencia de la argumentación para justificar político-criminalmente el bien jurídico ha de ser invertida,
en relación con la propia de los bienes jurídicos individuales: mientras que en estos últimos hay que
argumentar primero por qué el estado de cosas en cuestión –la vida, por ejemplo- es moralmente valioso,
aquí la primera pregunta ha de ser si la salvaguarda de ciertas reglas de interacción posee algún valor
instrumental… para objetivos (estados de cosas) que sean a su vez moralmente valiosos. Y ello, porque,
en sí misma, la coordinación de acciones carece de cualquier valor moral autónomo, sólo posee valor en
la medida en que sirva a objetivos –como, por ejemplo, la justicia de la interacción- que sí que lo posean.

35
Debe destacarse, a este respecto, que una teorización del concepto de orden
público –en tanto que objeto de protección jurídica- que, como la que aquí se intenta
construir, pretenda ser político-criminalmente satisfactoria deberá distanciarse
necesariamente de los orígenes históricos del concepto y reconstruirlo en unos términos
que resulten aceptables desde el punto de vista moral. Habrá, pues, que tomar el
concepto como manifestación de un problema real, pero, al tiempo, habrá que rechazar
todas las soluciones que al problema han sido dadas históricamente en los
ordenamientos jurídicos modernos, ya que dichas soluciones carecían de la mencionada
característica de justificación moral. En efecto, un examen, aun superficial, de la
historia social y jurídica de los dos últimos siglos pone en seguida de manifiesto cómo
el concepto de “orden público” en tanto que objeto de protección jurídica autónomo
(distinto, aunque relacionado, con la estabilidad del sistema político), ha sido visto
fundamentalmente desde la perspectiva del control, en los espacios (más o menos)
públicos, del comportamiento de las “masas” 82 ; vale decir, de las clases populares (de
las clases dominadas), que supuestamente –así reza el tópico ideológico- serían
propensas al desorden 83 . Así, el objetivo ha sido en todo momento exclusivamente la
eficacia instrumental del control desde la perspectiva de la dominación clasista. La
justicia no contaba (o, mejor, se daba por supuesta).
Es obvio que este planteamiento carece, hoy, de interés para una política
criminal que se quiera moralmente justificable. Pues hoy no es posible dar por supuesta
la justicia de las reglas que pretenden ordenar la ocupación del espacio público. Antes al
contrario, conviene más bien sospechar de ellas, de su justificación y de que no
preserven en su seno buenas dosis del clasismo que ha venido constituyendo su defecto
ancestral. Clasismo que –obvio es decirlo- puede aparecer directamente en el contenido

82
Vid, por todos, DEAN, Mitchell: The Constitution of Poverty, Routledge, London, 1991, pp. 57 ss.;
HUNT, Alan: Governing the city: liberalism and early modern modes of governance, en BARRY, Andrew/
OSBORNE, Thomas/ ROSE, Nikolas (eds.): Foucault and Political Reason, University of Chicago Press,
Chicago, 1996, pp. 179-182; FOUCAULT, Michel: Seguridad, territorio, población, ed. M. Senellart, trad.
H. Pons, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, pp. 374-376.
83
Vid. CORRIGAN, Philip/ SAYER, Derek: The Great Arch, Blackwell, Oxford, 1985, pp. 114 ss.;
LOFLAND, Lyn H.: A World of Strangers, Waveland Press, Prospect Heights, 1985, pp. 66 ss.; PROCACCI,
Giovanna: Social economy and the government of poverty, en BURCHELL, Graham/ GORDON, Colin/
MILLER, Peter (eds.): The Foucault Effect. Studies in Governmentality, University of Chicago Press,
Chicago, 1991, pp. 158-162; HUNT, Alan: Governing Morals. A Social History of Moral Regulation,
Cambridge University Press, Cambridge, 1999, pp. 57 ss.; BOURKE, Joanna: Fear. A Cultural History,
Shoemaker & Hoard, Emeryville, 2005, pp. 61 ss., 243-244; LOSURDO, Domenico: Contrahistoria del
liberalismo, trad. M. Gasca, El Viejo Topo, Barcelona, 2005, pp. 251-254; CHEVALIER, Louis: Classes
laborieuses et classes dangereuses, Perrin, Paris, 2007, passim.

36
de las reglas mismas, pero también en las prácticas que las reglas constituyen, cuando
las reglas se limitan a atribuir facultades arbitrarias de actuación a grupos sociales o a
representantes estatales (que, a su vez, la evidencia empírica nos demuestra que, en
condiciones normales, tienden a llevar a cabo su desempeño con un importante sesgo
clasista).
Por la misma razón, es preciso desconfiar también –al menos, en principio- de
una teorización del “orden público” (justificado) que se apoye exclusivamente en el
concepto de riesgo. Pues, como es sabido, el concepto de riesgo pretende únicamente
describir una situación en la que es preciso, desde el punto de vista práctico (de
racionalidad instrumental), adoptar medidas de cuidado. Pero, como en otra parte he
argumentado con mayor detenimiento, el concepto de riesgo no es un concepto
científico, esto es, un concepto que posea una correspondencia inmediata en el plano
empírico. Por el contrario, la elaboración del concepto de riesgo presupone operaciones
discursivas previas que acoten qué es lo que se ve como malo (peligroso), cuáles son
sus causas, cuál su grado de probabilidad y cuáles las acciones posibles para controlarlo.
Operaciones todas ellas que no tienen lugar en el vacío de la teoría pura, sino, antes al
contrario, en el conflictivo espacio del debate político; y que, por ello están sometidas a
las usuales tensiones que en el mismo se producen 84 . En el tema que ahora nos ocupa,
esta advertencia implica que los discursos acerca del uso del espacio público (y del
concepto de “orden público”) construidos en torno a la idea de riesgo no pueden
sustraerse tampoco a la discusión acerca de su eventual etnocentrismo (identificando
únicamente como riesgos aquellos fenómenos de ocupación del espacio urbano que
resulten perturbadores en cierto aspecto, pero no en cualquier otro) 85 , de su eventual
ideologización (dando por hecho que ciertos casos de ocupación del espacio público son
únicamente beneficiosos o perjudiciales, cuando realmente casi siempre resultan
ambivalentes) 86 y de su eventual carencia de representatividad (atendiendo a los

84
PAREDES CASTAÑÓN, RCatSegPub 13 (2003), pp. 11 ss., passim.
85
Ejemplo: la presencia de activistas políticos en las calles puede, ciertamente, ocasionar perjuicios
económicos a los establecimientos comerciales en ellas ubicados. Sin embargo, desde otros puntos de
vista (el de la vitalidad de la participación ciudadana y del sistema político democrático, por ejemplo),
puede ser antes un bien que un riesgo. Existe, entonces, etnocentrismo cuando, en un discurso
monológicamente economicista, se aprecia solamente el primer aspecto y no el segundo.
86
Ejemplo: los procesos de gentrificación (que conllevan cambios en la disponibilidad sobre el espacio
público: convirtiendo –por ejemplo- plazas abiertas en plazas cerradas, integradas dentro de un centro
comercial) suelen ser vistos, en los discursos dominantes, como unívocamente beneficiosos: más
limpieza, más seguridad, más civismo, más beneficios económicos,… Y, sin embargo, poseen también un
lado oscuro: suelen ser poco sostenibles desde la perspectiva medioambiental, son discriminatorios

37
intereses y percepciones acerca del uso adecuado del espacio público de ciertas clases,
etnias, géneros, etc., pero no a las de otros) 87 .
En este sentido, hay que observar que, precisamente, varios de estos vicios
concurren en una concepción muy extendida acerca del uso adecuado del espacio
público (y, por ende, del “orden público”), a tenor de la cual en el espacio público no
deberían tener lugar los comportamientos “inmorales”, “ofensivos” o “molestos”. Sobre
esta base, se pretende excluir del espacio público (como conductas “desordenadas”:
contrarias, en suma, al “orden público”) comportamientos como, por ejemplo, la
mendicidad, la prostitución (la práctica de los actos sexuales mismos, pero muchas
veces también la mera negociación previa, e incluso la simple presencia en las calles de
personas que se dedican a la prostitución como trabajo habitual), los actos cotidianos de
las personas sin hogar (que, precisamente por ver impedido el ejercicio de su derecho a
la vivienda, se ven muchas veces obligadas a realizar sus actos más íntimos –dormir,
comer, defecar y orinar, asearse, mantener relaciones sexuales, etc.- en los espacios
públicos, además de estar empleando dichos espacios durante la mayor parte del
tiempo), las actividades económicas propias de la economía informal (músicos
callejeros, vendedores ambulantes, etc.), las actividades de ocio de ciertos grupos
sociales (jóvenes, inmigrantes, “tribus urbanas”, transexuales, etc.),…88 Exclusión que, a
los efectos del Derecho sancionador, implica que se predica la legitimidad –por lesionar
el bien jurídico- de la prohibición de dichas conductas; y, consiguientemente, la de las
infracciones y sanciones que sobre dicha prohibición se sustenten (también de las
penales, si los hechos poseen la suficiente relevancia) 89 .

conforme a criterios de clase (y género, y etnia), generan más control social y reducen la vitalidad
comunitaria, etc. Hay, entonces, ideologización cuando el discurso hace hincapié únicamente sobre los
aspectos positivos, ocultando los negativos.
87
Ejemplo: parece evidente que difícilmente van a coincidir los puntos de vista acerca de cuál es el uso
óptimo de un determinado espacio público –una plaza del casco antiguo de Barcelona, supongamos- que
mantienen, por ejemplo, un turista y un inmigrante marroquí recién llegado. Hay, entonces, carencia de
representatividad cuando el discurso acerca de los riesgos se apoya únicamente en la visión del primero y
desconoce la del segundo.
Vid. CRESSWELL, Tim: In Place/ Out of Place, University of Minnesota Press, Minneapolis/ London,
88

1996, pp. 11 ss., 31 ss., 149 ss.; MITCHELL, City, 2003, pp. 118 ss.; LOUKAITOU-SIDERIS, Anastasia/
EHRENFEUCHT, Renia: Sidewalks, MIT Press, Cambridge/ London, 2009, pp. 81 ss., 219 ss.
89
Dado lo limitados que son los recursos y el poder social de que normalmente disponen los grupos
sociales perjudicados por esta concepción del “orden público”, lo usual es que –a diferencia de lo que
veremos que ocurre en los casos de activismo político- resulte suficiente, para la eficacia de la represión
de los comportamientos estimados “desordenados”, con las meras vías de hecho (prácticas represivas
puramente policiales… muchas veces sin un fundamento legal claro: identificaciones, registros,
detenciones, órdenes verbales, amenazas, malos tratos,…); o, a lo sumo, con el empleo del Derecho

38
Es esta, en efecto, una concepción que, cuando menos, resulta etnocéntrica y no
(suficientemente) representativa 90 . Es etnocéntrica, porque parte de una idea sobre los
fines del espacio público que es claramente reduccionista, en la medida en que se da por
supuesto que ciertas actividades son, per se, buenas y otras malas (“molestas”,
“ofensivas” o “inmorales”),… que es lo que habría que demostrar, conforme a criterios
de justicia. Y, además, es no representativa, ya que atiende de manera infundadamente
selectiva a los intereses y visiones del mundo de ciertos grupos sociales (clases, etnias,
géneros, edades, orientaciones sexuales, etc.), en detrimento de los de otros 91 .

6.3) Conductas lesivas para el derecho al uso de los espacios públicos

Así pues, a mi entender, no es posible rehuir el problema de la determinación de


los criterios de justicia relativos al uso del espacio público, si es que se quiere que la
definición del bien jurídico orden público –entendido en el sentido antes expuesto-
posea una fundamentación suficiente. Criterios que, por supuesto, habrán de gozar de
justificación moral. Tales criterios deben ser buscados, según creo, en el campo de la
teoría de la justicia distributiva, ya que, en efecto, de distribuir justamente recursos
(aquí, espacios y tiempos de uso de dichos espacios) se trata 92 . Aunque, no obstante, a

Administrativo sancionador (“ordenanzas cívicas”, Ley Orgánica sobre Protección de la Seguridad


Ciudadana, etc.). Sin embargo, cada vez es más frecuente que, en una u otra ocasión, alguno de esos
grupos sociales ponga en cuestión los criterios de uso del espacio público que subyacen tras esta
concepción y reclamen su derecho a dicho espacio. En tales casos, el Derecho Penal, a través de los
delitos de desórdenes públicos, acaba por entrar en acción: así, por ejemplo, en el caso de los disturbios
del barrio de Gràcia (Barcelona) de 2005, en actuaciones del movimiento okupa, en los disturbios en las
fiestas de Pozuelo de Alarcón este mismo mes de septiembre de 2009, en las protestas de inmigrantes en
Roquetas y en El Ejido, etc.
90
Puede ser además muchas veces también ideológica, al ocultar los efectos sociales de dicho régimen
de ocupación del espacio público: efectos de discriminación y de marginación, de violación de derechos
humanos, etc. Sin embargo, dicho carácter ideológico no siempre estará presente, puesto que hay quien no
oculta tales efectos, sino que los justifica abiertamente: vid., por ejemplo, ELLICKSON, Robert C.:
Controlling Chronic Misconduct in City Spaces: of Panhandlers, Skid Rows, and Public-Space Zoning,
en BLOMLEY, Nicholas / DELANEY, David/ FORD, Richard T. (eds.): The Legal Geographies Reader:
Law, Power and Space, Blackwell, Oxford, 2001, pp. 27-28.
91
Sobre la fundamentación teórica de estas afirmaciones (que aquí no puede ser explorada), cfr. SMITH,
Neil: Uneven Development: Nature, Capital, and the Production of Space, Blackwell, Malden/ Oxford/
Carlton, 1990; BLOMLEY, Nicholas: Law, Space, and the Geographies of Power, Guilford Press, New
York/ London, 1994; CRESSWELL, In Place, 1996, pp. 149 ss.; HARVEY, David: Justice, Nature, and the
Geography of Difference, Blackwell, Malden/ Oxford/ Carlton, 1996 (reimpr. 2009).
92
Obviamente, lo que interesa aquí es la teoría aplicada de la justicia distributiva, no los criterios
generales y abstractos: vid., al respecto, CALABRESI, Guido/ BOBBITT, Philip: Tragic Choices, Norton,
New York/ London, 1978; WALZER, Michael: Las esferas de la justicia, trad. H. Rubio, Fondo de Cultura
Económica, México, 1993; ELSTER, Jon: Justicia local, trad. E. Alterman, Gedisa, Barcelona, 1994; DE
LORA, Pablo/ ZÚÑIGA FAJURI, Alejandra: El derecho a la asistencia sanitaria. Un análisis desde las
teorías de la justicia distributiva, Iustel, Madrid, 2009, todos ellos con ulteriores referencias.

39
nuestros efectos será suficiente con que podamos establecer la delimitación entre
conductas justificadamente inaceptables en el espacio público y aquellas otras que no lo
son (en principio). Dejando de lado, por lo tanto, otros problemas de la teoría de la
justicia en el uso de los espacios públicos (como, por ejemplo, el de los turnos de uso de
espacios concurridos) que –aun importantes en sí mismos- carecen de relevancia para
nuestro objeto, ya que podemos partir de la base de que, si no estamos ante
comportamientos inaceptables, su realización, aun violando criterios de justicia, no
puede dar lugar a un “desorden”, en el sentido expuesto.
Naturalmente, esta afirmación precisa a su vez de justificación. Justificación que
se deriva de la naturaleza nomológica diferenciada de las reglas de justicia distributiva y
de las reglas de prohibición (absoluta) de conductas. En efecto, las primeras poseen la
siguiente estructura: “Si S1 y S2 quieren hacer (al mismo tiempo, en el mismo espacio
público) A (siendo aS1 y aS2 de imposible realización simultánea), entonces debe
preferirse aS1”. Por el contrario, las reglas de prohibición de conductas son, como es
sabido, estructuralmente más simples: “Prohibido aS2”. Es claro, por ello, que, desde el
punto de vista de su efecto normativo (de las razones para la acción que pretenden
proporcionar al destinatario de la regla), las segundas resultan –al menos, en principio-
bastante más restrictivas de la libertad de acción que las primeras, ya que aquellas sólo
limitan dicha libertad en el caso de que exista (lo cual no es necesario) un conflicto
irresoluble entre varios sujetos en torno al uso de recursos escasos; y, en todo caso,
solamente restringe la libertad de alguno(s), nunca la de todos. Y, precisamente por ello,
el efecto de desorden que la infracción de la regla conlleva es mucho mayor cuando se
infringe una regla prohibitiva: porque, en el orden (considerado correcto) de preferencia
de las alternativas de acción, aS2 está en tal caso por debajo de todas las alternativas
(salvo otras también prohibidas, que estarán en principio en su mismo puesto ordinal).
Mientras que, cuando aS2 simplemente constituye una infracción de una regla de justicia
en detrimento de aS1, aquella es la segunda alternativa preferible (después de aS1). Por
supuesto, estimar que esta diferencia entre ambas infracciones deba implicar la
consecuencia que en el texto se extrae no es una consecuencia necesaria, aunque sí que
creo que constituye una interpretación (valorativamente) bastante razonable de qué
puede constituir materia adecuada para la intervención jurídica coactiva, a través de
prohibiciones.

Así pues, por ejemplo, si –supongamos- llegamos a la conclusión de que la


conducta de permanecer en las calles a la espera de clientes con quienes concertar

40
acuerdos para practicar la prostitución no es en absoluto una conducta inaceptable,
entonces no deberemos ocuparnos ya de otras cuestiones de justicia (que, sin embargo,
pueden desde luego surgir, y legítimamente), como –por ejemplo- la de qué grado de
concentración de personas realizando esta actividad es aceptable delante de un
determinado establecimiento comercial.

Si, entonces, examinamos ahora la cuestión de cuáles son las conductas que
resultan completamente inaceptables en los espacios públicos (y cuáles son, por
consiguiente, aquellas cuya prohibición puede estar justificada), deberemos volver, una
vez más, al “principio del daño” (Harm Principle). En efecto, de entre todas las
conductas que contravienen reglas de justicia distributiva en el uso del espacio público,
sólo aquellas que, además, ocasionen un daño pueden ser consideradas verdaderamente
como inaceptables. “Daño” –en el sentido, estipulativo 93 , que nos interesa- será, aquí,
daño a las posibilidades efectivas de uso (legítimo: vale decir, no inaceptable –no
dañoso, pues, a su vez) del espacio público por parte de terceros. Esto es, reducción
efectiva de dichas posibilidades reales. Quiere ello decir que tendremos una conducta
inaceptable (desordenada, contraria –en principio- al orden público) cuando un sujeto
S1, mediante su comportamiento en un espacio público, cause (injustificadamente) una
reducción de las posibilidades de uso (no inaceptable) de dicho espacio por parte de
terceros (de un sujeto S2). Dicha reducción se plasmará, en la práctica, en volver más
improbable (en el límite, completamente imposible) dicho uso por parte de S2.
Disminución del grado de probabilidad que puede derivarse, de hecho, de diversas
causas: la interposición de obstáculos físicos a la actividad de S2 (por tratarse de dos
usos rivales y simultáneos del mismo espacio público); un deterioro del espacio público,
derivado de la actividad de S1, que dificulte la actividad ulterior de S2; la creación de
condiciones sociales que imposibiliten o dificulten de un modo relevante la actividad de
S1;… En todo caso, es más importante entender qué es lo que el concepto de daño
excluye del elenco de conductas inaceptables y –por ende- lesivas para el orden público:
las conductas meramente ofensivas para terceros, las conductas meramente inmorales,
las conductas (presumiblemente) dañosas sólo a muy largo plazo, las conductas dañosas

93
Obviamente, la justificación de la definición estipulativa del concepto de “daño” (en tanto que
fundamento de una definición legítima del bien jurídico) ha de estribar en razones morales y políticas.
Aquí apuntaré tan sólo –puesto que el tema no puede ser abordado en profundidad- que dichas razones
tienen que ver con una determinada concepción del papel (limitado… aunque no en el sentido más
usualmente defendido –por parte del pensamiento libertario de derechas) del Estado en la regulación de la
vida social.

41
para uno mismo y las conductas que dan lugar a cambios en el espacio público, pero que
no dañan a nadie 94 .

Así, son conductas dañosas (y lesivas para el orden público), por ejemplo:
obstaculizar, físicamente, con la propia actividad el paso por una calle a quienes tienen
derecho a pasar; dañar un parque hasta el punto de volverlo inservible (o disminuir su
utilidad de manera relevante) para el uso al que alguien quiera (legítimamente)
destinarlo (hacer deporte o pasear,… pero también mantener encuentros sexuales); u
hostigar (injustificadamente) de forma regular y sistemática a las personas –
adolescentes hijos de inmigrantes, por ejemplo- que pretenden utilizar (legítimamente)
el espacio público, hasta el punto de hacerles muy dificultosa (peligrosa, incómoda,…)
dicha utilización.
Por el contrario, no constituyen daños (ni lesiones del bien jurídico orden
público), ya que no reducen significativamente las posibilidades de empleo de los
espacios públicos por parte de terceros, por ejemplo: masturbarse en un jardín, si no se
hace exhibición de ello (conducta ofensiva –para algunas personas); ofrecer servicios de
prostitución a quien se aproxima (conducta inmoral –según determinadas concepciones
morales); vender en la calle y sin autorización productos con marcas de imitación
extendidos en un pequeño pañuelo (“top manta”), que no ocupa ninguna cantidad
relevante de espacio público (y que, sin embargo, presumiblemente, podría dar lugar,
mediante la acumulación sucesiva de vendedores, a un futuro –e incierto- daño al uso
del espacio público para fines diferentes); inyectarse heroína en una plaza pública
(conducta dañosa para uno mismo –y, además, ofensiva para algunas personas); o, en
fin, la costumbre de los skaters de reunirse en un determinado parque para utilizar
algunas de sus instalaciones para practicar su deporte (conducta que, en determinadas
ocasiones, puede acabar cambiando el destino del parque o de las instalaciones en
cuestión, pero que no tiene por qué –no necesariamente, al menos- entrar en conflicto,
caso por caso y en un momento dado, con el uso de las mismas por parte de terceros)95 .

El caso intermedio entre ambos grupos es, no obstante, el de las actividades (no
claramente dañosas, pero sí) “molestas”. Hay que preguntarse, en efecto, si se trata tan
sólo de un problema de ambigüedad terminológica, de manera que los casos que en
principio podrían ser considerados como parte de la extensión del término “actividad
molesta” pueden ser distribuidos también sin dificultad entre supuestos de actividades
propiamente dañosas y supuestos de actividades meramente ofensivas, inmorales, etc. O
si, por el contrario, el concepto de actividad molesta posee referencias extralingüísticas
propias (y, entonces, si las mismas serían o no conductas lesivas para el orden público).
En este sentido, los casos más problemáticos son aquellos en los que la actividad en
cuestión (en el seno de un espacio público) no constituye un impedimento –total o
parcial- de índole física a la actividad de terceros, pero, sin embargo, sí que ocasiona
perturbaciones sensoriales en ellos: ruidos, olores, luces, etc. Naturalmente, superado un

94
De todas estas clases de conductas y de su diferencia con el daño a terceros propiamente dicho se ha
ocupado por extenso –desde un punto de vista teórico general- FEINBERG, Joel: The Moral Limits of the
Criminal Law, vols. I-IV, Oxford University Press, Oxford, 1987/ 1988/ 1989/ 1990, passim.
95
Por supuesto, algunas de estas conductas pueden, a veces, lesionar otros bienes jurídicos. Pero no el
orden público.

42
determinado umbral (luces cegadoras, ruidos atronadores, olores nauseabundos), tales
actividades caen claramente en el ámbito de lo dañoso, ya que es obvio que también a
través de la perturbación sensorial se puede llegar a hacer imposible el uso del espacio
público por parte de terceros. Ahora bien, ¿qué ocurre con aquellos otros casos en los
que no se alcanza dicho umbral? En ellos, por una parte, parece difícil afirmar que nos
hallemos tan sólo ante actividades meramente ofensivas, dado que aquí no se trata de
que se esté poniendo en cuestión “lo que se tiene comúnmente por bueno, correcto o
agradable” 96 ; esto es, nada tiene que ver este supuesto con consideraciones de orden
normativo (moral o estético), que son las que subyacen habitualmente al concepto de
ofensa, sino que lo que está en juego más bien es una cuestión de orden principalmente
biológico (ciertos olores y sabores, ciertos sonidos, ciertas sensaciones visuales resultan
universalmente desagradables para el ser humano, debido a las características de sus
órganos sensoriales). Por otra parte, sin embargo, es difícil sostener que en estos casos
exista un daño propiamente dicho, puesto que –por debajo del umbral señalado- no
puede decirse en realidad que se impida o dificulte extraordinariamente el uso del
espacio público, tan sólo se vuelve menos agradable. Si esto es así, entonces nos
hallamos ante un caso límite, sobre el que se debe adoptar una decisión, acerca de si el
mismo debe ser o no considerado como uno de conducta lesiva para el orden público…
a sabiendas de que, cualquiera que sea dicha decisión, siempre habrá –como acabamos
de ver- razones que llevarían más bien a adoptar la solución contraria. En este sentido,
creo que es posible sostener que las actividades “molestas” de perturbación sensorial
que posean un mínimo de relevancia, aun cuando no alcancen el umbral que las
convertiría en propiamente dañosas, pueden ser consideradas efectivamente como
formas –límite- de daño a las posibilidades de uso del espacio público por parte de
terceros. Y, por consiguiente, como conductas lesivas del bien jurídico orden público.
Pues lo cierto es que, aunque en sentido propio no impidan el uso del espacio público
por parte de los terceros molestados, sí que pueden volver dicho uso
extraordinariamente desagradable, alterando así de manera muy significativa la
estructura de sus razones para obrar. De manera que, de hecho, la molestia mediante
perturbación sensorial (relevante, aun si no resulta propiamente impeditiva) posee un
aire de familia con las conductas –estas sí verdaderamente dañosas- de crear

96
REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Diccionario de la lengua española, 22ª ed., Espasa, Madrid, 2001, p.
1610.

43
condiciones sociales que imposibiliten o dificulten de un modo relevante la actividad en
el espacio público, aire que puede justificar, a mi entender, la conclusión expuesta.

Así, un grupo de personas que se reúnen en una plaza a cantar a voz en grito y
durante horas puede que no impidan completamente otros usos de la plaza por parte de
terceras personas (los ancianos y ancianas podrían, en principio, reunirse en otro banco
de la plaza y hablar de sus cosas), pero ciertamente los dificultan de un modo
extraordinario: no físicamente, desde luego, pero sí al hacer dichos usos enormemente
desagradables. Lo mismo ocurre, por ejemplo, si alguien coloca unos potentísimos
focos halógenos que iluminan cada rincón de la plaza (¿cómo podrían los novios
hacerse sus carantoñas con comodidad, o dormir las personas sin hogar?), o si se llevan
a cabo en ella experimentos químicos que emiten fuertes olores sulfurosos.

Ello, no obstante, no puede llevarnos automáticamente a la conclusión adicional


de que las conductas que se acaban de exponer puedan ser objeto de represión penal.
Pues, en efecto, como se ha apuntado, si es que pueden entenderse como casos de daño,
lo serán únicamente como casos límite, rayanos con la ausencia de daño. Por ello, lo
usual será que tales supuestos puedan justificar prohibiciones (y sanciones) jurídicas,
pero que, por el contrario, no produzcan el efecto de desestabilización (sistémica)
imprescindible para justificar su incriminación 97 .

7) Conclusión: el orden público como bien jurídico autónomo

Sobre la base del análisis que se acaba de completar, creo que se puede
comenzar a delimitar el contenido material que es posible (legítimo) otorgar a un bien
jurídico orden público que pretenda aparecer desvinculado efectivamente –como, en
principio, es su pretensión- del ámbito del Derecho Penal político. Contenido que, desde
luego, se aleja muy sustancialmente de aquél que la jurisprudencia ha querido otorgar a
este bien jurídico y a los delitos de desórdenes públicos. Veámoslo.
En primer lugar, quedarán fuera del ámbito de protección del bien jurídico orden
público, en el sentido que aquí se está dando al concepto, aquellas conductas que no
afecten a las reglas para el uso del espacio público, sino a otros aspectos. Ello,
naturalmente, no significa que algunas de tales conductas no puedan ser
justificadamente prohibidas. Sí significa, no obstante, que deberán serlo por otras
razones. Así, conductas ubicadas en nuestro Derecho positivo, desde el punto de vista
sistemático, entre los “delitos contra el orden público” (como, por ejemplo, los delitos
de atentado, resistencia y desobediencia, o –dada la configuración que poseen en

97
Vid. PAREDES CASTAÑÓN, en DA AGRA/ DOMÍNGUEZ/ GARCÍA AMADO/ HEBBERECHT/ RECASENS
(eds.), Seguridad, 2004, pp. 91 ss., passim.

44
nuestro Ordenamiento- los de terrorismo) tienen que buscar en realidad su justificación
material en bienes jurídicos bastante alejados de aquél que puede justificar los delitos de
desórdenes públicos (y, en alguna medida, también el delito de sedición, que veremos
que ha de ser concebido como un delito pluriofensivo, a caballo entre el orden público y
el Derecho Penal político): mientras que, como vamos a ver, estos han de ser conectados
–e interpretados consiguientemente- propiamente con el bien jurídico orden público,
aquellos, por el contrario, deberán hallar su justificación (y una interpretación legítima)
en razones de otra naturaleza (protección de las potestades administrativas de
prevención de riesgos, en un caso/ bienes jurídicos del Derecho Penal político, en el
otro) 98 .
Es particularmente importante destacar, en este sentido, que tampoco tienen que
ver con el bien jurídico orden público aquellas conductas que (no teniendo relación
alguna con el uso de los espacios públicos) puedan afectar al sentimiento de seguridad
de (ciertos sectores de) la ciudadanía 99 . Y ello, por más que un uso –políticamente
interesado- del término orden público tenga precisamente connotaciones de esta índole.
Sin embargo, si se piensa detenidamente, sólo caben tres posibilidades: primera, que nos
hallemos, en efecto, ante conductas que alteran los usos legítimos de los espacios
públicos, supuesto en el que podrá haber –si se dan las condiciones antes expuestas- una
conducta lesiva contra el bien jurídico orden público; segunda, que la conducta en
cuestión no afecte al uso del espacio público, pero pueda ser conectadas con algún otro
bien jurídico (con la libertad individual, por ejemplo, o con los bienes jurídicos propios
del Derecho Penal político); y, tercera, que no pueda establecerse tal conexión. En el
segundo caso, es obvio que el delito en cuestión sería uno contra otro bien jurídico, no
contra el orden público, por lo que el efecto psicosocial producido podría tener algún
efecto dependiendo de cuál sea ese otro bien jurídico afectado (lo tendrá, por ejemplo,
indirectamente, si el bien afectado es la libertad individual, o la estabilidad del sistema
político, mas no tanto si fuese, por ejemplo, la eficacia de las potestades administrativas
de prevención de riesgos) 100 . En el tercero, por el contrario, la conducta carecería de

98
Vid. infra 9.1.
99
De otra opinión, LASCURAIN SÁNCHEZ, Juan Antonio, en RODRÍGUEZ MOURULLO (dtor.), CP, 1997,
p. 1338.
100
Me he ocupado en otro lugar (PAREDES CASTAÑÓN, EPCr XXIX, en prensa), de la diferencia entre el
daño efectivo (que es lo relevante para que exista lesión del bien jurídico) y el efecto psicológico que –a
veces- dicho daño provoca.

45
virtualidad lesiva alguna que pudiese justificar, conforme al principio de exclusiva
protección de bienes jurídicos, su prohibición y su eventual incriminación. Y, por fin, en
el primer caso, la existencia o inexistencia de miedo o intranquilidad –que pueden,
desde luego, existir- serán tan sólo una manifestación psicosocial del conflicto real, uno
en torno al uso del espacio público, que será el verdaderamente relevante.

En ejemplos: puede ocurrir, en primer lugar, que el sujeto lleve a cabo en el


espacio público actividades inaceptables y dañosas para el derecho de terceros al uso de
dicho espacio. Así, si un grupo de neonazis se colocan a la entrada de una plaza en la
que suelen concentrarse inmigrantes latinoamericanos, impidiendo el paso a nadie,
dichos individuos, además del miedo a que –eventualmente- puedan dar lugar (que
tendría que valorarse, en su caso, a través de los correspondientes delitos de amenazas,
individuales o colectivas), estarán lesionando el bien jurídico orden público.
En segundo lugar, puede ocurrir que la conducta provoque miedo, pero no
afecte al uso de espacios públicos: si, por ejemplo, un sujeto se dedica a notificar falsas
amenazas de bomba a personas en sus domicilios, el hecho podrá ser relevante desde la
perspectiva de la libertad individual, o bien desde el de la estabilidad del sistema
político. Pero no desde el de la protección del orden público, correctamente entendido.
Por fin, hay casos en los que la conducta que da lugar a sentimientos de
inseguridad es una conducta que no lesiona ningún bien jurídico (legítimo), por lo que
no puede ser prohibida ni incriminada: por más que tras un período de fuertes tensiones
interétnicas en un barrio, haya ciudadanos blancos que (aun razonablemente) recelan
cada vez que ven pandillas de personas de origen africano, ello no es razón para que
pueda hacerse a tales conductas objeto de prohibición jurídica (en tanto no haya
acciones amenazantes por su parte) legítima.

En segundo lugar, tampoco puede entenderse que exista una lesión del bien
jurídico orden público en las conductas que no resulten completamente inaceptables en
los espacios públicos, aun si constituyen una violación de las reglas de justicia en el uso
de los espacios públicos. Y, como vimos, solamente pueden ser consideradas
inaceptables aquellas conductas que den lugar a daños a terceros, por reducir sus
posibilidades de usar el espacio público en cuestión 101 . En todo caso, no es posible
establecer una delimitación tajante entre conductas dañosas y conductas (meramente)
injustas, en lo que se refiere al uso del espacio público, ya que en realidad aquellas no
son sino un subconjunto de estas últimas. Y, debido a ello, las conductas que en
principio parecerían ser tan sólo injustas, si, sin embargo, son llevadas hasta un cierto
extremo, pueden llegar a convertirse en conductas propiamente dañosas, ya que un nivel

101
El daño no tiene, sin embargo, que ser necesariamente directo: existe también daño cuando la
reducción de las posibilidades de uso del espacio público viene ocasionada no por una causalidad directa
(deterioro del espacio público, interposición de impedimentos físicos a su uso, etc.), sino por la afectación
a las condiciones sociales que hacen posible dicho uso: creando, por ejemplo, situaciones de miedo que
vuelven heroico el empleo del espacio público; o –en otro ejemplo- deteriorando hasta tal punto las reglas
de comportamiento en dicho espacio que el mismo se vuelva un lugar caótico e imprevisible, e inútil por
ello para muchos de los usos imaginables (¿cómo sacar a los niños al parque si a cada rato, y sin pauta
fija, se convierte en un circuito de carreras de motocicletas?).

46
elevado de injusticia produce de hecho –al menos, puede hacerlo, muchas veces- un
efecto de auténtica desposesión (aquí, en relación con el uso del espacio público).

Así, en los ejemplos que más arriba he manejado (conflictos entre los vecinos
de una calle en torno a qué conductas son suficientemente “educadas” y cuáles no lo
son, acerca de la hora límite para sacar la basura, sobre quiénes deben pagar el
adecentamiento del parque, en torno a quién puede traer a sus familiares a la caseta de
la asociación vecinal, en relación con la cuestión de si se deben aprovechar o no las
habilidades domésticas de las mujeres, para ahorrar parte del coste de las obras, acerca
de quién debe decidir cómo ha de programarse las fiestas del barrio), es cierto que, en
principio, la solución que se dé a dichos conflictos, aun si resulta injusta, no tiene por
qué producir necesariamente un efecto de desposesión sobre nadie. Sin embargo, es
cierto que en ocasiones puede llegar a producirlo: así, por ejemplo, si el reparto de los
costes de adecentamiento del parque, o la decisión acerca de la programación de las
fiestas del barrio, son de tal calibre (esto es: son tan injustas y, al tiempo, vuelven tan
dificultoso el acceso de algunos al espacio público) que, de hecho, se impide con ellas
el disfrute del espacio público a algún grupo social (a las mujeres, a los inmigrantes, a
los jóvenes, a los más pobres,…). En tal caso, tales decisiones no serían únicamente
injustas: serían también lesivas para el bien jurídico orden público.

En tercer lugar, comportamientos como los más arriba expuestos (masturbarse


en un jardín, si no se hace exhibición de ello, ofrecer servicios de prostitución a quien se
aproxima, vender en la calle y sin autorización productos con marcas de imitación
extendidos en un pequeño pañuelo, inyectarse heroína en una plaza pública, la
costumbre de los skaters de reunirse en un determinado parque para utilizar algunas de
sus instalaciones para practicar su deporte), que pueden resultar inmorales, ofensivos o
injustos, no podrán ser considerados lesivos contra el orden público 102 .
Por fin, en cuarto lugar, la significación política (más o menos desestabilizadora)
de la conducta ha de ser considerada, desde la perspectiva del bien jurídico orden
público, completamente irrelevante, puesto que, por lo que hace al mismo, lo que
importa es el impacto de la acción en el derecho al uso del espacio público por parte de
terceros. Así pues, en el caso de que exista algún efecto político digno de mención, el
mismo deberá valorarse, en su caso, a través del correspondiente concurso (de leyes o
de delitos), en otro delito: manifestación ilícita, sedición, rebelión, terrorismo,…nunca,
sin embargo, a través de un delito (puro) contra el orden público.

Como ya se ha apuntado en varias ocasiones, a los efectos de la preservación


del bien jurídico orden público, resulta irrelevante si la obstrucción de una vía pública
procede de una procesión religiosa, de una fiesta obscena o de una protesta política (con
tal, claro, de que ninguna de ellas resulte amparada por una causa de justificación).

102
Como ya se señaló más arriba, algunas de estas conductas pueden, a veces, lesionar algún otro bien
jurídico, pero no el orden público.

47
8) Bien jurídico orden público y principio de lesividad

8.1) Los espacios públicos

A partir de esta limitación –que propongo- del contenido material del bien
jurídico orden público exclusivamente a la preservación de patrones de conducta no
inaceptables en el seno de los espacios públicos, es posible intentar determinar ya
aquellas condiciones mínimas de antijuridicidad que cualquier tipo penal de los delitos
de desórdenes públicos debería cumplir, para respetar el principio de lesividad. La
primera de ellas debe tener que ver con el objeto material del delito: los espacios
públicos.
En este sentido, ya he señalado más arriba que, en realidad, la condición de
espacio público se obtiene efectivamente por etiquetamiento, no por naturaleza, por lo
que puede ir variando a lo largo del tiempo. Y también, en segundo lugar, que la
condición de espacio público no es, de hecho, una condición absoluta, de todo o nada,
sino que admite grados (de “publicidad” y de “privacidad”) 103 . Así, la cuestión que se
plantea, desde el punto de vista de la configuración adecuada (al principio de lesividad)
de los tipos penales, es la de cuáles son aquellos espacios que merecen verdaderamente
la calificación de espacios públicos a los efectos de los delitos de desórdenes públicos.
Pregunta que, a tenor de lo visto, en realidad ha de ser convertida en la de cuáles son
aquellos espacios que, por una parte, poseen algún rasgo de “publicidad” y, por otra,
cumplen funciones sociales de tal índole que su usurpación vaya a ocasionar un daño
efectivo –en el sentido visto, que concretaré luego- a terceros.
Por lo que se refiere a la primera cuestión, creo que, en lo que a nosotros nos
interesa, es suficiente con que exista, en efecto, un mínimo de carácter público en un
determinado espacio para que puedan tener lugar conductas relevantes (lesivas) desde el
punto de vista del bien jurídico orden público. Por ello, solamente deben quedar fuera
de consideración aquellos espacios en los que existe un derecho absoluto de exclusión
de terceros y un(os) titular(es) claros de dicho derecho.

De este modo, en mi opinión, espacios semipúblicos o bastante privados


(desde el punto de vista del derecho de propiedad) pueden, sin embargo, constituir
objetos idóneos de conductas atentatorias contra el orden público: un local (privado)
abierto al público, el portal y la escalera de una casa de pisos, los pasillos de un centro
comercial, etc.

103
Vid. supra n. 71.

48
Por lo que se refiere a la segunda cuestión (la relativa a las funciones sociales
que el espacio cumple, con el consiguiente daño que su usurpación puede producir en
terceros), hay que entender que cualquier espacio (público) que resulte susceptible de
algún uso (de cualquier uso) por parte de algún sujeto humano ha de ser considerado
como objeto material idóneo de la lesividad contra el bien jurídico orden público. Así,
solamente espacios públicos particularmente extraños y ajenos a la vida social quedarán
excluidos, por esta vía, del ámbito de protección de dicho bien jurídico.

Puede ser, en efecto, que, debido a la inanidad de ciertos espacios públicos, no


sea posible que se produzca en ellos conducta alguna de usurpación que resulte
verdaderamente dañosa para el bien jurídico orden público (tal y como el mismo ha
sido definido): es improbable, por ejemplo, que en medio de las montañas, en una cima,
dentro de un parque natural, pueda tener lugar una usurpación del espacio público –que
sin duda es- suficientemente relevante. Ahora bien, este tipo de afirmaciones no pueden
ser, hoy, más que aproximativas: a la vista del galopante proceso de extensión de la
presencia humana en todos y cada uno de los ecosistemas del planeta Tierra, es
imposible asegurar que, aun en la cumbre de una montaña, no puedan producirse usos
relevantes del espacio público (una reunión de miembros de un club de montaña, una
fiesta hippie,…); y, consiguientemente, también usurpaciones, dañosas, del mismo.

8.2) La usurpación de espacios públicos

La segunda condición de antijuridicidad material que debería incorporarse a la


descripción de las conductas delictivas para garantizar que las mismas resulten
efectivamente lesivas para el bien jurídico orden público tiene que ver con las
características (indicadoras de lesividad) de las acciones mismas. Se trata, como hemos
visto, de que las acciones en cuestión deben ser verdaderamente dañosas, en los
términos ya explicitados. Para ello, es necesario que den lugar a una usurpación del
espacio público, en detrimento de terceros (no necesariamente identificables de un
modo directo). Pues, en efecto, solamente cuando dicha usurpación tiene lugar, se
produce el efecto de exclusión del espacio público para los terceros: la reducción
relevante de sus posibilidades de uso de dicho espacio.
Así pues, el modelo sobre el que hay que construir la teorización de la acción
lesiva para el bien jurídico orden público es el de las conductas de apoderamiento del
objeto material (entendidas en sentido amplio: incluyendo también las de
apoderamiento para su ulterior destrucción). Un sujeto ataca el orden público
únicamente cuando toma un espacio público (apropiación –temporal, se entiende) 104 y,

104
Hay aquí una diferencia significativa con los delitos patrimoniales de apoderamiento: dado que en
estos lo más relevante es la privación de posibilidades de interacción social que viene ocasionada por la
pérdida de bienes en principio –según el statu quo posesorio- poseídos (pertenecientes al propio

49
con ello, desposee a los demás (con derecho) de cualquier posibilidad relevante de
usarlo a su vez (desposesión). No hay, por lo tanto, lesión del orden público si no existe
toma (en algún sentido relevante) del espacio público: un sujeto que no tome
indebidamente el control del espacio público (todo o parte de él) no lesiona, entonces, el
bien jurídico.

Así, si alguien crea dificultades difíciles de salvar a quien en principio tiene


derecho al uso del espacio público, pero sin asumir él el control de dicho espacio, no
existirá lesión del bien jurídico orden público. De este modo, en general, imponer unas
condiciones económicas exageradamente –e injustamente- onerosas a dicho uso (en el
vestíbulo de un centro comercial, por ejemplo) no constituye una lesión del bien
jurídico orden público… a no ser que la injusticia sea tal que resulte, de hecho, una
forma subrepticia de negar cualquier acceso al espacio: por ejemplo, si, de forma
injustificada y discriminatoria, se imponen condiciones imposibles de cumplir a los
miembros de un determinado grupo social (a los de una minoría étnica, por ejemplo).
En este caso, podría existir lesión del bien jurídico (aunque ello resultará excepcional).

Del mismo modo, tampoco hay lesión del orden público si no se produce una
desposesión del sujeto que tenía derecho al uso del espacio público.

Nuevamente, la mera imposición de dificultades al uso del espacio público, o


las injusticias en la distribución de dicho uso, no son suficiente para que exista una
lesión del bien jurídico orden público: las molestias ocasionadas a quienes juegan al
tenis en una instalación deportiva pública, o una alteración injusta en los turnos de uso
de un parque público, por ejemplo, no constituyen per se lesiones del bien jurídico. Lo
que ocurre, claro, es que a veces las dificultades o las injusticias son de tal calibre que
llegan a ser verdaderos daños efectivos (verdaderas reducciones relevantes de las
posibilidades de uso del espacio): si las molestias a los jugadores llegan al punto de
hacerles racionalmente imposible seguir jugando; o si el reparto de turnos es tal que
hace, de hecho, imposible el uso del espacio a ciertas personas o grupos (se asigna la
hora de juego de los niños y niñas a partir de las doce de la noche).

Por supuesto, y como ya he indicado más arriba 105 , tanto la toma como la
desposesión pueden tener lugar a través de cursos causales puramente físicos (se ocupa
el espacio público/ se impide entrar a terceros en él) como mediante cursos causales que
combinen lo físico con lo social, al alterar las expectativas de los sujetos que interactúan

patrimonio), cuando dicha pérdida es tan sólo temporal, la privación de posibilidades es prácticamente
siempre menor. Es ello lo que justifica que buena parte de las conductas de apoderamiento patrimonial
con fines de uso meramente temporal resulten penalmente atípicas, puesto que, al fin y al cabo, cuando
vuelven a incorporarse al patrimonio del sujeto pasivo, vuelven a estar disponibles para su uso para la
interacción por parte de éste. Por el contrario, en el caso del apoderamiento de espacios públicos, dado
que el apoderamiento definitivo resulta casi impensable y, además, tampoco el usuario legítimo de dicho
espacio lo es, prácticamente nunca, de un modo permanente, la intervención penal ha de concentrarse en
los apoderamientos temporales (con tal de que posean cuando menos una cierta entidad). Ello podría ser
relevante si –hipótesis que, hoy por hoy, nos parece tan fantasiosa- se llevase a cabo una comparación de
las penas correspondientes a distintos grupos de delitos, a la luz del principio de proporcionalidad de las
sanciones: el hecho de que los ataques al orden público resulten casi siempre usurpaciones temporales, y
no definitivas, debería ser hecho valer en una comparación de esa índole.
105
Supra 6.3.

50
(se monopoliza el espacio mediante la realización de actividades que, para un cierto
grupo social o cultural, resultan incompatibles con las suyas 106 / se impide la utilización
del espacio por parte de terceros mediante la creación de miedo, humillación,
desprestigio, etc. para los miembros de dicho grupo).

8.3) Relevancia jurídico-penal de las conductas lesivas para el orden público

De cualquier modo, desde el punto de vista de la antijuridicidad material de la


conducta, la cuestión clave 107 parece ser, en todos los casos, la del establecimiento del
nivel mínimo de lesividad que la usurpación del espacio público debe conllevar, para
que se justifique la intervención penal. En efecto, si partimos de la base de que no es
suficiente con que exista algún grado de lesividad de la conducta, sino que es preciso
además que dicha lesividad resulte lo suficientemente relevante (socialmente), hay que
aceptar que la mayor parte de las conductas de usurpación de los espacios públicos
deben ser afrontados a través de instrumentos sancionadores no penales: del Derecho
Administrativo sancionador, principalmente (aunque no sólo) 108 .
¿Qué ha de quedar, entonces, para el Derecho Penal, para los delitos contra el
orden público? En mi opinión, sólo es posible responder de modo fundado a esta
pregunta si se parte de una teoría de la incriminación; y, más en concreto, de un criterio
material claro de selección de aquellas conductas lesivas para el bien jurídico que
merecen la represión penal. Yo partiré, en este sentido, del criterio que he propuesto y
desarrollado en trabajos anteriores: la existencia o no de un efecto desestabilizador
sistémico, derivado de la defraudación expectativas producida por el cuestionamiento

106
Por ejemplo: entre las mujeres inmigrantes de determinada extracción social y cultural, las mujeres
“decentes” no comparten la plaza con grupos de hombres solos que se dedican a beber alcohol.
107
Existe otra cuestión igual de relevante desde el punto de vista dogmático (esto es, para la
interpretación y perfilado de los contornos de los tipos penales), que es la del ámbito de aplicación de las
causas de justificación en relación con las conductas lesivas para el bien jurídico orden público. Pues es
obvio que en muchas ocasiones la conducta lesiva para el derecho al uso del espacio público resulta, pese
a todo, justificada. Sin embargo, desde el punto de vista político-criminal (para la selección, pues, de las
conductas delictivas), no es algo que tenga una importancia primordial.
108
En efecto, también diversas formas de Derecho disciplinario (incluyendo reglamentaciones internas
de corporaciones de Derecho público o de Derecho privado,…, siempre que gocen del adecuado
reconocimiento jurídico) pueden cumplir un papel a este respecto. Es importante, sin embargo, que se
trate de casos de auténtica aplicación del Derecho, y no de simples vías de hecho: así, las decisiones
arbitrarias –aun en el mejor de los casos, en el que resulten razonables- adoptadas por un actor privado
(por el empleado de un centro comercial, por ejemplo) no pueden ser consideradas en ningún caso como
actuaciones en aplicación del Ordenamiento jurídico (a lo sumo, podrán ser conductas justificadas –si es
que lo son- por el ejercicio legítimo de un Derecho, no por el cumplimiento del deber ni por el ejercicio
del cargo).

51
del patrón de comportamiento que constituye el objeto (el estado de cosas valioso) del
bien jurídico protegido 109 . En el caso que ahora nos ocupa, dicho criterio se concreta en
la cuestión de si, cuando tiene lugar una conducta de usurpación del espacio público,
dicha usurpación da lugar o no a situaciones pragmáticamente insostenibles para el
conjunto de los usuarios del espacio público (y no sólo para el directamente afectado
por el concreto acto de usurpación). Esto es, si, a causa de las circunstancias (sociales)
en las que la conducta de usurpación tiene lugar, la misma tiende a producir el efecto
comunicativo de colocar en una situación dilemática, pragmáticamente irresoluble, a
todos los potenciales usuarios del espacio público en cuestión: una situación en la que el
sujeto necesita, por una parte, continuar interactuando en el espacio público; y, sin
embargo, por otra parte, tal interacción no le parece verdaderamente viable, dado que,
en virtud de la conducta lesiva (y de las condiciones sociales en las que la misma tiene
lugar), percibe razonablemente que carecerá de hecho de acceso a dicho espacio). Ello,
a diferencia de aquellas otras ocasiones –que no justifican una intervención penal- en las
que el conflicto por el uso del espacio público, aun si ocasiona daño (en el sentido visto)
a algún sujeto a causa de la conducta ilegítima del tercero, no tiene tal efecto
comunicativo dilemático para la generalidad de los restantes potenciales usuarios110 .
En la práctica, desde esta perspectiva, tres parecen ser los factores
fundamentales que determinan la comunicatividad (perturbadora) de una conducta de
usurpación del espacio público: la naturaleza del espacio mismo, la identidad (social) de
la víctima o víctimas de la usurpación y, por fin, el medio social en el que la interacción
(usurpadora) tiene lugar.

109
Vid. PAREDES CASTAÑÓN, en DA AGRA/ DOMÍNGUEZ/ GARCÍA AMADO/ HEBBERECHT/ RECASENS
(eds.), Seguridad, 2004, pp. 91 ss., passim.
110
Por lo tanto, la necesidad –y consiguiente justificación- o no de la intervención penal depende del
hecho de que la usurpación del espacio público produzca dicho efecto de perturbación generalizada. Lo
que, a su vez, viene condicionado por la potencia comunicativa de la concreta categoría de conducta de
usurpación en relación con terceros no afectados directamente por la misma (pero que son también
usuarios –al menos, potenciales- del espacio público). Dicha potencia comunicativa varía grandemente
dependiendo de las características de cada clase de espacio público, de cada categoría de víctimas y, en
definitiva, del medio social en el que la comunicación tenga lugar en cada caso. Y dicha potencia
comunicativa de la conducta debe ser determinada desde la perspectiva del conjunto completo e irrestricto
de sujetos morales (inter)actuantes en la comunidad política en cuyo marco se discute la conveniencia o
inconveniencia de incriminar la conducta en cuestión, actuando en unas condiciones que permitan aplicar
un procedimiento (máximamente) deliberativo al debate sobre la cuestión. Pues, como en otro lugar he
examinado con mayor detenimiento (PAREDES CASTAÑÓN, RCatSegPub 13 (2003), pp. 11 ss.), sólo si se
cumplen estas dos condiciones es posible intentar evitar (que no garantizar que efectivamente se evite) los
peligros de etnocentrismo, ideologización y carencia de representatividad que cualquier discurso sobre el
riesgo –como lo es el que ahora estamos manejando- conlleva.

52
Así, por lo que hace a la naturaleza del espacio público, parece que lo más
determinante para la mayor o menor comunicatividad de la conducta de usurpación es la
trascendencia de la función social que el espacio cumple: ceteris paribus, las
usurpaciones que se realizan sobre aquellas clases de espacios públicos que cumplen
funciones (que son vistas como) más esenciales provocan un efecto más perturbador
sobre el conjunto del sistema social que las restantes.

Supongamos que es cierto –como en principio parece razonable pensar- que el


uso de los transportes públicos (o la circulación libre por las calles, o el acceso a los
establecimientos comerciales que venden productos básicos, o…) sea visto, en general,
como verdaderamente importante, mientras que, por ejemplo, no se considera tan
esencial el derecho a divertirse en la calle durante la madrugada. Si esto fuese así,
entonces, ceteris paribus, la conducta de impedir injustificadamente el uso legítimo de
cualquiera de dichos espacios públicos (bloquear la entrada al metro, cerrar el paso por
una calle a los peatones, impedir la entrada y salida de los supermercados, etc.)
resultará en general más perturbadora que, por ejemplo, la de expulsar de la plaza
central de la “zona de copas” a los adolescentes que allí se divierten.

En segundo lugar, en lo que se refiere a la identidad de la víctima de la


usurpación, parece que hay dos supuestos en los que la comunicatividad de la conducta
de usurpación del espacio público resulta especialmente alta (y perturbadora): primero,
en el caso de víctimas extraordinariamente desprovistas de poder y/o de recursos; y
segundo (este segundo caso puede coincidir con el primero, aunque ello no es
necesario), en el caso de víctimas que necesitan más imperiosamente el uso del espacio
público.

Así, ceteris paribus, excluir de un espacio público (de una plaza pública, por
ejemplo) a inmigrantes sin permiso de residencia que se reúnen allí para vender sus
productos (legales), es más perturbador que hacer lo mismo con –por ejemplo- los
comerciantes de los establecimientos de la zona, que suelen colocar la exposición de
sus productos. E igualmente, ceteris paribus, resulta también más perturbador expulsar
de un parque a las personas sin hogar que allí suelen dormir y vivir que a los niños del
barrio que suelen ir a jugar al fútbol por las tardes.

Por fin, en tercer lugar, en cuanto al medio social en el que tiene lugar la
usurpación, parece que la conducta poseerá un mayor potencial comunicativo cuanto
más abierto sea dicho medio.

Así, ceteris paribus, las conductas de usurpación del espacio público serán
más relevantes si, por ejemplo, tienen lugar en el marco de las actividades de la
asociación de vecinos del barrio que si se producen dentro de la vida interna de un club
de ajedrez; si afecta a las fiestas del barrio que si afecta a un partido de fútbol entre dos
pandillas de jóvenes;…

Por supuesto, y dado que estamos hablando de criterios de incriminación (a


través de tipos penales: de normas generales, pues), los que se acaban de señalar sólo

53
pueden operar en relación con clases completas de conductas, no sobre especimenes
individualizados de las mismas 111 .
Por lo tanto, cuando no se den las condiciones de relevancia acabadas de
exponer (y ello sólo puede determinarse examinando una por una las distintas clases
posibles de conducta de usurpación), la conducta de usurpación debería ser reprimida
únicamente a través de instrumentos no penales, por no existir el fundamento de
antijuridicidad material suficiente que justifique la intervención penal.

9) Crítica del Derecho positivo

9.1) Terrorismo, atentado, resistencia, desobediencia, tenencia ilícita de armas y


explosivos, rebelión, sedición, alarmismo

Si, ahora, pertrechados de todo el bagaje político-criminal que se ha ido


elaborando a lo largo de estas páginas, volvemos sobre el Derecho positivo español,
varias son las críticas y propuestas de reforma y de reinterpretación que se pueden hacer
acerca del mismo. Para empezar, hay varios delitos que en realidad, y pese a su actual
ubicación sistemática, no son (al menos, no principalmente) auténticos delitos contra el
orden público:
1ª) En primer lugar, como ya he señalado en otro lugar 112 , los delitos de
terrorismo, tal y como vienen definidos por el Derecho positivo español (art. 571 CP),
constituyen una fusión de conductas que atacan a objetos de protección completamente
diferentes y que, por ello, resulta inadecuada desde el punto de vista de una política
criminal racional. Así, por una parte, las conductas “cuya finalidad sea la de subvertir
el orden constitucional” están claramente vinculadas con el Derecho Penal político,
que, como he argumentado, no tiene que ver con el bien jurídico orden público,

111
En todo caso, y puesto que en cada una de las conductas que se están examinando –tanto las
socialmente más relevantes como las que lo son menos- existe lesividad para el bien jurídico, lo único que
puede ocurrir es que, en alguna ocasión, quede dentro del ámbito de aplicación de un tipo penal
(configurado conforme a los criterios de incriminación señalados) alguna conducta que en el caso
concreto no produce ningún efecto desestabilizador: así, por ejemplo, puede ocurrir que, debido a
circunstancias especiales, la conducta de impedir el acceso al transporte público no resulte
particularmente desestabilizadora… porque se trata de un día de fiesta, a primera hora de la mañana, no
hay casi usuarios, la obstaculización del paso dura unos pocos minutos, se trata ante todo de una broma, o
de teatro de calle,… En tal caso, la única solución puede venir por la vía de una interpretación teleológica
restrictiva del tipo penal, que excluya la conducta en cuestión de su ámbito de aplicación. Pero ello, en
todo caso, no pondría en cuestión la validez de los criterios (necesariamente generales) de incriminación.
112
PAREDES CASTAÑÓN, en SERRANO PIEDECASAS / DEMETRIO CRESPO (coords.), Terrorismo, en
prensa.

54
concebido como bien jurídico autónomo, por lo que convendría que fuesen reubicadas
más correctamente dentro de la sistemática del CP.
Quedan, entonces, aquellas otras conductas (también subsumibles, en
principio 113 , en los arts. 571 ss. CP) “cuya finalidad sea la de (…) alterar gravemente la
paz pública”. En este caso, parece que lo que está en juego no es un interés de
naturaleza política. De este modo, dos son las interpretaciones posibles de esta
modalidad típica que resultan compatibles con una política criminal respetuosa con el
principio de exclusiva protección de bienes jurídicos. La primera sería concebir este
delito como un auténtico delito contra el orden público (en el sentido visto): según esta
interpretación, solamente habría delitos de terrorismo –en esta segunda modalidad
típica- cuando las conductas (de homicidio, lesiones, detenciones ilegales, amenazas,
etc.) tuviesen por objeto producir alteraciones en el uso del espacio público. La segunda
interpretación, por su parte, consistiría en vincular esta modalidad típica a la protección
de la seguridad. Bien entendido que, como también he argumentado con detenimiento
en otro sitio, “seguridad” aquí no puede querer decir sentimiento de seguridad, sino más
bien aquel ataque colateral al derecho subjetivo a la seguridad de determinados grupos
sociales particularmente vulnerables que resulta inherente, en virtud de las
características de la estructura social, a ciertos ataques a otros de los bienes jurídicos de
los miembros de dicho grupo 114 . Así, según esta segunda interpretación, constituirían
delitos de terrorismo –en la segunda modalidad típica- aquellas conductas de homicidio,
lesiones, etc. que, en virtud de la particular vulnerabilidad del grupo social al que
pertenecen los sujetos pasivos contra el que las mismas van dirigidas conlleven una
lesividad colateral (imputable) para la seguridad efectiva (en el disfrute y protección de
sus derechos) para todos los miembros del grupo social afectado.
Cualquiera de las dos interpretaciones que se acaban de apuntar es, desde luego,
posible y legítima. En todo caso, desde el punto de vista político-criminal, parecería que
la segunda es preferible a la primera, ya que se corresponde mejor con las razones de
merecimiento y –sobre todo- de necesidad de pena que pueden justificar la
incriminación, de un modo tan duro, de estas conductas. En efecto, la primera
interpretación, más restrictiva, se concentra en conductas que, de hecho, son más

113
En principio, dado que hay propuestas interpretativas (restrictivas) que exigen en todo caso
afectación a la estabilidad del sistema político para que los delitos de terrorismo puedan ser aplicados:
vid. supra n. 7.
114
PAREDES CASTAÑÓN, EPCr XXIX, en prensa.

55
infrecuentes, y que no necesariamente tienen por qué ser valoradas siempre como muy
graves (quiero decir: como particularmente más graves en virtud de su
pluriofensividad… independientemente, pues, de la gravedad del ataque al bien jurídico
individual que, en cada caso, la acción realizada signifique): lograr usurpar el espacio
público mediante el recurso a matar, lesionar, amenazar, etc. no es necesariamente
mucho más grave de lo que lo es por sí solo matar, lesionar, amenazar, etc. Y, en todo
caso, se trata de un comportamiento que no posee ni un perfil criminológico propio ni
una relevancia social suficiente, por lo que no sería fácil hallar los fundamentos de
necesidad de pena para que la conducta estuviese tipificada como delito de terrorismo (y
no mediante un simple concurso de delitos, entre el ataque al bien jurídico individual y
el ataque al orden público). Por el contrario, la segunda interpretación posible justifica
mejor esta forma de incriminación: porque, en efecto, en ocasiones las conductas que
atacan a bienes jurídicos individuales conllevan además, de modo colateral, un ataque al
derecho a la seguridad de todo el grupo social (particularmente vulnerable) que se ve
amenazado a través de aquellos ataques.
De cualquier forma, si se acoge esta interpretación, la consecuencia ha de ser
que tampoco la segunda modalidad típica de los delitos de terrorismo está conectada
con el bien jurídico orden público, por lo que también debería ser ubicada en otro lugar.
2ª) En segundo lugar, ya más arriba se ha indicado que los delitos de resistencia
y desobediencia (y, quizá, los delitos de atentado) no poseen en realidad ninguna
conexión con el bien jurídico orden público, tal y como aquí ha sido definido. Ello no
quiere decir, sin embargo, que no la existencia de esta clase de delitos no resulte
justificada en muchas ocasiones. Sí, no obstante, que dicha justificación ha de hallarse
en otro lugar: no en un genérico (e injustificable en términos absolutos) “principio de
autoridad”, sino más bien en atención a las funciones que en cada caso la autoridad y
sus agentes cumplan. En concreto, antes se ha apuntado un caso en el que la resistencia
y la desobediencia a la autoridad puede tener justificación: cuando la autoridad y sus
agentes cumplan funciones de prevención de riesgos (para bienes jurídicos). Y es
posible que haya más casos en los que exista también dicha justificación. Sea como sea,
no nos hallamos aquí ante auténticos delitos contra el orden público, por lo que deberían
ser también reubicados.
3ª) En tercer lugar, los delitos de tenencia ilícita de armas y explosivos tampoco
tienen nada que ver en realidad con el bien jurídico orden público, por lo que también
deberían ser convenientemente reubicados: en este caso, probablemente haya que

56
entender –aunque afirmarlo más tajantemente exigiría un estudio específico- que
estamos ante un grupo más de lo que nuestro código denomina “delitos contra la
seguridad colectiva” (Título XVII del Libro II del CP) 115 . Es decir, conductas
abstractamente peligrosas, en este caso para una pluralidad de bienes jurídicos (tanto
individuales –vida, salud, libertad, libertad sexual, patrimonio,…- como
supraindividuales –derechos de los trabajadores, estabilidad del sistema político, orden
internacional,...) vinculados a diferentes beneficiarios (en el caso de los bienes jurídicos
individuales, a diferentes titulares/ en el caso de los bienes jurídicos supraindividuales
de naturaleza distributiva, a diferentes grupos sociales que se ven afectados por la
lesión, o beneficiados por la preservación, del bien). Que, por ello, son reconducidas a
un único bien jurídico (supraindividual), como la seguridad, que posee, sin embargo,
una naturaleza puramente instrumental: una síntesis conceptual de las exigencias de
protección de otros bienes jurídicos (verdaderamente sustanciales), que, en las
condiciones adecuadas, puede justificar –como en este caso, por ejemplo- la
intervención anticipada del Derecho Penal en un momento previo a la puesta en peligro
de ninguna vida, de ninguna salud, de ninguna libertad, etc., a través de delitos de
peligro abstracto 116 .
4ª) En cuarto lugar, los delitos de sedición y de rebelión constituyen, en mi
opinión, casos claros de delitos pluriofensivos. En cada uno de ellos, en efecto, se
afecta, por una parte, al bien jurídico orden público (tal y como aquí ha sido definido),
en la medida en que ambos parecen exigir alguna suerte de ocupación ilegítima (de
usurpación) de espacios públicos: así, el tenor literal del tipo penal de la rebelión exige
que los autores “se alzaren violenta y públicamente” (art. 472 CP) 117 ; y el de la sedición,
que “se alcen pública y tumultuariamente” (art. 544 CP). Y tanto el verbo “alzarse” 118

En sentido similar, CANCIO MELIÁ, Manuel, en RODRÍGUEZ MOURULLO (dtor.), CP, 1997, pp. 1364-
115

1365; NIETO MARTÍN, Adán, en ARROYO ZAPATERO/ BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE/ FERRÉ OLIVÉ/
GARCÍA RIVAS/ SERRANO PIEDECASAS/ TERRADILLOS BASOCO (dtores.), CP, 2007, p. 1081; LAMARCA
PÉREZ, en la misma (coord.), PE, 2008, p. 735 (aunque no coincide exactamente); QUERALT JIMÉNEZ, PE,
2008, pp. 940-941; LLOBET ANGLÍ, en SILVA SÁNCHEZ (dtor.), PE, 2006, p. 369. De otra opinión,
MORILLAS CUEVA, Lorenzo, en COBO DEL ROSAL (dtor.), PE, 2005, p. 1130; GARCÍA ALBERO, en
QUINTERO OLIVARES (dtor.), PE, 2009, p. 2103.
116
Vid. supra 3.1, esp. n. 21.
117
TERRADILLOS BASOCO, Juan: Rebelión, en LUZÓN PEÑA (dtor.), EPB, 2002, p. 1060. Vid. el AAP de
Sevilla 381/2006 de 4 octubre (Westlaw, JUR 2007\166969).
118
“Alzarse” significa sublevarse. Y “sublevarse”, a su vez, desobedecer (a quien se debe obedecer),
sea resistiéndose activamente o atacando. En principio, naturalmente, es posible sublevarse en privado,
mas ello no parece la forma prototípica de un alzamiento o sublevación, que tienden a tener lugar casi
siempre (al menos, en parte) en espacios públicos.

57
como, sobre todo, los adverbios “públicamente” y “tumultuariamente” parecen evocar
–si no explícitamente, al menos sí por connotación- los espacios públicos. Por otra
parte, sin embargo, en cada uno de ambos delitos están en juego también cuestiones de
naturaleza política: la estabilidad del sistema político mismo, en el caso del delito de
rebelión; y, en el caso del delito de sedición, el respeto a la autoridad de (que se
presupone a) la ley y a los órganos del Estado 119 . En todo caso, parece que, de entre
ambas lesiones de bienes jurídicos, la segunda ha de ser tenida por más importante (para
la justificación de las características de los tipos penales y de las penas que para tales
conductas están previstas). Por ello, entiendo que también sería conveniente que el
delito de sedición abandonase el título de los delitos contra el orden público, para hallar
una ubicación sistemática más conveniente en el ámbito de los delitos políticos 120 .
5º) Por último, el delito de alarmismo del art. 561 CP, ubicado hoy entre los
desórdenes públicos, en realidad debe ser desconectado completamente de los delitos
contra el orden público 121 , si ha de poseer alguna justificación político-criminal: dicha
justificación debería venirle –en su caso- no, desde luego, como dice el legislador
español, del hecho de que el autor obre “con ánimo de atentar contra la paz pública”
(ya que ni la intención con la que se actúe parece lo esencial, ni, como hemos visto,
parece fácil determinar en qué habría de consistir el vago objeto de dicha intención),
sino más bien en aquellos casos en los que la emisión de una falsa alarma pueda poner
en peligro otros bienes jurídicos individuales (vida, integridad física, libertad,
patrimonio, etc.) o supraindividuales (el correcto funcionamiento de instituciones o de
servicios públicos suficientemente valiosos) 122 . Nos hallaríamos, pues, una vez más ante
un delito contra un bien jurídico supraindividual meramente instrumental (la “seguridad

119
Sobre el delito de sedición, vid. LASCURAIN SÁNCHEZ, en RODRÍGUEZ MOURULLO (dtor.), CP, 1997,
p. 1339; GARCÍA ALBERO, en QUINTERO OLIVARES (dtor.), PE, 2009, p. 2060. De otra opinión, GARCÍA
RIVAS, Nicolás, en ARROYO ZAPATERO/ BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE/ FERRÉ OLIVÉ/ GARCÍA RIVAS/
SERRANO PIEDECASAS/ TERRADILLOS BASOCO (dtores.), CP, 2007, pp. 1059-1060. En la jurisprudencia,
vid. las STS 3 julio 1991 (Westlaw, RJ 1991\5521) y 584/1994 de 11 marzo (Westlaw, RJ 1994\2128).
Obviamente, esta lesividad de bienes jurídicos propios del Derecho Penal político precisaría de un estudio
(político-criminal) más detenido, que aquí no es posible realizar.
120
En sentido similar, LUZÓN PEÑA, Diego Manuel: Delitos contra el sistema constitucional y los
derechos fundamentales: observaciones generales, en CPC 1991, pp. 354-355; POLAINO NAVARRETE, en
COBO DEL ROSAL (dtor.), PE, II, 1997, pp. 830-832.
De otra opinión, QUERALT JIMÉNEZ, PE, 2008, p. 1154; VIVES ANTÓN/ CARBONELL MATEU, en
121

VIVES ANTÓN et alt., PE, 2008, lecc. XLII, 3.5; MUÑOZ CONDE, PE, 2009, p. 831.
122
Me he referido ya –aunque de pasada- a este necesidad de replantear el delito de alarmismo en
PAREDES CASTAÑÓN, en SERRANO PIEDECASAS/ DEMETRIO CRESPO (coords.), Terrorismo, en prensa, n.
69.

58
colectiva”, de nuevo), justificable únicamente –cuando lo sea- como forma anticipada
de intervención para proteger otros bienes jurídicos frente a ciertas conductas que aún
son únicamente peligrosas de un modo abstracto.

9.2) Manifestaciones ilícitas

Por el contrario, los delitos de reuniones y manifestaciones ilícitas (arts. 513-514


CP), que el legislador ha ubicado entre los “delitos contra la Constitución” (delitos
políticos, por consiguiente), constituyen siempre, no obstante, al menos en la modalidad
de manifestación (no necesariamente en la de reunión) 123 , supuestos cuya justificación en
tanto que conductas prohibidas ha de ser referida en todo caso al pretendido ataque que
exista contra el bien jurídico orden público; ataque que a veces –pero no siempre-
estaría cualificado por el hecho de afectar además al ejercicio de un derecho
fundamental de rango constitucional. En efecto, en todas las conductas de manifestación
ilícita descritas en los tipos penales de los preceptos mencionados, lo que está en juego
(vale decir: aquello que se pretende que constituya el núcleo de la lesividad de las
conductas) parece tener que ver 124 siempre con el derecho al uso de los espacios públicos
(sea en términos absolutos, o bien específicamente, en relación con un determinado
uso): cometer un delito o portar armas o instrumentos peligrosos (art. 513 CP), realizar
actos de violencia en el marco de una manifestación (art. 514.3 CP), impedir el ejercicio
de la libertad de reunión y manifestación (art. 514.4 CP) o celebrar una manifestación
prohibida (art. 514.5 CP), son todos comportamientos que se pretende que resultan ser
usos inaceptables de los espacios públicos.
Se trataría, sin embargo, además en todos los casos de conductas pluriofensivas:
— Así, en el caso del delito del art. 514.4 CP, además de la usurpación del
espacio público existirá siempre también la violación del derecho fundamental a la
libertad de manifestación, reconocido en el art. 21 CE (y disposiciones concordantes del
Derecho Internacional de los derechos humanos). Tal plus de lesividad puede existir

123
Obviamente, la razón de esta distinción estriba en que, mientras que las manifestaciones transcurren
prácticamente siempre en espacios públicos, muchas reuniones tienen lugar en espacios privados. En este
último caso, sólo la afectación a otros bienes jurídicos (violación del derecho fundamental a la libertad de
reunión, puesta en peligro de bienes jurídicos individuales, bienes jurídicos propios del Derecho Penal
político, etc.) podrá justificar, eventualmente, la intervención represiva. No, desde luego, el bien jurídico
orden público.
124
Lo formulo intencionadamente en unos términos tan elusivos porque, como vamos a ver de
inmediato, verdaderamente no es claro que exista en todos los casos una verdadera afectación al bien
jurídico orden público, que justifique la intervención penal.

59
también a veces, aunque no necesariamente, en el caso de los delitos de los arts. 513-
514.1, 514.2 y 514.3 CP: en concreto, existirá cuando –respectivamente- el delito que se
pretende cometer en la manifestación, el porte de armas o instrumentos peligrosos o los
actos de violencia que se cometen vayan dirigidos contra otras personas que (en el
marco de la misma manifestación o de otra concurrente en espacio y tiempo con
aquella) estén pretendiendo ejercer también su libertad de manifestación, para
impedírselo.
Por el contrario, cuando los delitos que se pretenden cometer a través de la
manifestación, el porte armas o instrumentos peligrosos o los actos de violencia
realizados no van dirigidos contra otras manifestantes, no existirá infracción alguna del
derecho de manifestación. Pues, en sí mismo, el “abuso” del derecho de manifestación,
si no afecta al derecho de terceros, no constituye nunca una violación del derecho
fundamental (que le corresponde siempre a los individuos, no al Estado ni a la
comunidad). Así pues, en tales casos no puede justificarse la existencia de ningún plus
de lesividad por esta razón.
— En el caso del delito tipificado en los arts. 513,1º-514.1 CP, el plus de
lesividad de la conducta se deriva de su condición de acción preparatoria del delito que
se pretende cometer mediante la manifestación (y del bien jurídico que, con ello, se vea
puesto en peligro) 125 .
— En sentido similar, en los delitos contenidos en los arts. 513,2º-514.1, 513,2º-
514.2 y 514.3 CP la lesividad adicional se deriva de la puesta en peligro de bienes
jurídicos personales (vida, integridad física, libertad, etc.) y supraindividuales
(estabilidad del sistema político, orden internacional, etc.) que conllevan,
respectivamente, el porte de armas o instrumentos peligrosos y los actos de violencia
realizados 126 .
— Por fin, en el caso del delito del art. 514.5 CP, el plus de lesividad se
derivaría –según la política criminal plasmada en la ley- de la finalidad políticamente
subversiva de la manifestación (prohibida). Es decir, de la contribución de la

125
PORTILLA CONTRERAS, Guillermo, en COBO DEL ROSAL (dtor.), PE, II, 1997, p. 709; REBOLLO
VARGAS, Rafael, en CÓRDOBA RODA/ GARCÍA ARÁN (dtores.), PE, 2004, p. 2437; DEL ROSAL BLASCO,
Bernardo, en COBO DEL ROSAL (dtor.), PE, 2005, p. 1062; RODRÍGUEZ YAGÜE, Cristina, en ARROYO
ZAPATERO/ BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE/ FERRÉ OLIVÉ/ GARCÍA RIVAS/ SERRANO PIEDECASAS/
TERRADILLOS BASOCO (dtores.), CP, 2007, pp. 1015-1016; GORDILLO ÁLVAREZ-VALDÉS, Ignacio, en
LAMARCA PÉREZ (coord.), PE, 2008, p. 705; TAMARIT SUMALLA, Josep María, en QUINTERO OLIVARES
(dtor.), PE, 2009, p. 1975.
126
REBOLLO VARGAS, Rafael, en CÓRDOBA RODA/ GARCÍA ARÁN (dtores.), PE, 2004, p. 2437;

60
manifestación a la puesta en peligro o lesión de la estabilidad del sistema político, en
tanto que objeto de protección del Derecho Penal.
Queda claro, por lo tanto, que la lesividad que se sustancia en este grupo de
delitos muchas veces no es tan sólo la derivada de la eventual afectación al bien jurídico
orden público. De cualquier modo, esta última lesividad debería existir siempre, como
condición esencial. Pues, en otro caso, faltaría el contenido de injusto que es específico
de las conductas de esta índole: afectar a la práctica social de interactuar políticamente
en los espacios públicos (base fáctica nuclear del derecho de manifestación). Por ello, e
independientemente de la cuestión –relativamente secundaria- de la ubicación
sistemática, lo más importante desde el punto de vista valorativo es que este
componente de la lesividad sea tenido siempre en cuenta. Así, no debería existir ningún
delito de manifestación ilícita que no conllevase efectivamente una lesión del bien
jurídico orden público, una usurpación efectiva de un espacio público. De manera que
los restantes factores de lesividad deberían dar lugar, en su caso, a agravaciones. Y, por
el contrario, en ausencia de lesividad para el bien jurídico orden público, la
incriminación de la conducta de que se trate debería hallar justificación –en su caso- en
la conexión con algún otro bien jurídico (legítimo).
Según creo, este enfoque posee consecuencias relevantes para la crítica del
Derecho positivo español. Así, por una parte, las conductas de manifestación ilícita
tipificadas en los arts. 513,1º-514.1 (“cometer algún delito”), 513,2º-514.1 y 513,2º-
514.2 (“personas con armas” o instrumentos peligrosos) y 514.5 (manifestación
prohibida que tenga fines subversivos) CP carecen, en mi opinión, de la condición de
lesividad para el bien jurídico orden público que se acaba de apuntar: en efecto, en
ninguno de los tres casos se puede aducir convincentemente que exista usurpación
alguna del espacio público, en el sentido (material) visto, que ha de implicar un daño
efectivo para las posibilidades de utilización del espacio por parte de terceros. Si esto es
así, entonces estos cuatro tipos penales deben buscar su justificación –si es que
realmente tienen alguna- en otro lugar: en la puesta en peligro (abstracta) de otros
bienes jurídicos, individuales y supraindividuales, en el caso de los tres primeros; y en
los bienes jurídicos (legítimos) propios del Derecho Penal político, en el caso del tipo
del art. 514.5 CP 127 . No, desde luego, en la protección del bien jurídico orden público.

127
En realidad, parecería que la conducta tipificada en este delito tiene más que ver con los delitos de
desobediencia (que ya he señalado que no son verdaderos delitos contra el orden público). Aunque,
incluso ubicados en este contexto, puede discutirse si la mera desobediencia a la prohibición de una

61
En las conductas descritas en los restantes dos tipos penales de manifestación
ilícita (arts. 514.3 y 514.4 CP), sí que existe usurpación efectiva del espacio público por
parte de los perpetradores de las conductas descritas en la ley, por lo que sí que existe
lesividad para el bien jurídico. En todo caso, la conducta tipificada en el art. 514.4 CP
resulta particularmente grave, por afectar directamente al derecho fundamental a la
libertad de manifestación (cosa que no ocurre con la conducta del art. 514.3 CP… a no
ser que los actos de violencia vayan dirigidos contra otros manifestantes, supuesto que
resultaría subsumible también en el art. 514.4 CP). Por ello, acaso la pena fijada no
resulte proporcionada a tal gravedad, por estar demasiado próxima a la del apartado
anterior del precepto, cuando existe una notoria diferencia de gravedad entre ambas.

9.3) Desórdenes públicos

Por último, por lo que se refiere a los delitos de desórdenes públicos, ya hemos
visto antes cuáles son los criterios que, de acuerdo con la definición del bien jurídico
que se propone, deberían ser empleados para decidir qué conductas incriminar 128 . A
tenor de dichos criterios, creo que es posible hacer dos críticas muy claras a la
regulación del Derecho positivo español, además de algunas propuestas de mejora.
La primera de las críticas se refiere a la forma en la que se describe la acción
típica: describir la acción típica como “alterar el orden público” o “perturbar el orden
público” es una técnica de tipificación que resulta dudosamente compatible con el
mandato de determinación de los tipos penales: en efecto, se alude explícitamente a la
condición de lesividad (de antijuridicidad material) que ha de reunir la conducta en
cuestión, mas no a las características descriptivas de dicha acción; es decir, no se
describe verdaderamente la conducta delictiva, que queda indeterminada, necesitada de
determinación judicial en prácticamente todos sus elementos. Dicha carencia de
determinación resulta particularmente notoria en el caso de los tipos penales de los arts.
558 y 559 CP, en los que prácticamente no se contiene ningún elemento descriptivo
referido a la acción misma, que queda sumida en la más absoluta vaguedad.

manifestación puede tener virtualidad por sí sola para justificar la intervención penal. De este modo,
solamente el plus de lesividad que (sobre el genérico inherente a las conductas de desobediencia)
conllevaría –según la política criminal de nuestro CP en materia de terrorismo- la finalidad subversiva de
la realización de una manifestación prohibida por la autoridad administrativa podría, en su caso, justificar
dicha intervención.
128
Vid. supra 8.

62
La segunda objeción ya ha sido apuntada con anterioridad: se refiere a la
inanidad del elemento subjetivo adicional del injusto (“fin de atentar contra la paz
pública”) que se incluye en estos tipos penales, bien sea expresamente en la ley, o bien
sea a través de la interpretación judicial: como ya se ha señalado, en realidad este
elemento subjetivo resulta incapaz de cumplir adecuadamente la función de selección de
conductas que debería cumplir (dado que es prácticamente imposible dotar de un
contenido propio, de modo coherente y justificado, a dicho ánimo) 129 .
En tercer lugar, cabe discutir, sobre la base de los criterios de incriminación
antes expuestos, que las conductas que el legislador ha decidido tipificar como
desórdenes públicos sean precisamente las más necesitadas de represión penal. (Es
cierto, en todo caso, que la falta de determinación suficiente en las conductas descritas
permite –en detrimento de la seguridad jurídica y del principio de igualdad ante la ley-
en alguna medida hacer interpretaciones variopintas, ajustadas a las necesidades
político-criminales sentidas en cada supuesto.) Así, ni es evidente que los espacios
públicos que se han seleccionado sean los más relevantes (sólo en el caso de los arts.
560 y 633 CP parece haberse tomado de algún modo en consideración); ni se ha tomado
en consideración adecuadamente la identidad de las víctimas de la usurpación (sólo se
tiene en cuenta, en el caso del art. 558 CP, el hecho de que la usurpación afecte a
organismos oficiales); ni, en fin, tampoco el medio social en el que la conducta tenga
lugar. De este modo, creo que existe un amplísimo espacio para mejorar la tipificación
de estos delitos, para hacerla más precisa, pero también más ajustada a las necesidades
político-criminales reales 130 .

129
Vid. supra 5.
130
En todo caso, ello deberá ser objeto de consideración detenida en otro trabajo.

63

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