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El problema de la imbecilidad política

Se vive en un tiempo en el cual se siente hostilidad hacia el conocimiento y la reflexión.

— Jorge Mario Rodríguez

No es agradable reconocerlo, pero lo único que se puede comparar con la


inagotable imbecilidad del actual Gobierno guatemalteco es la incapacidad
ciudadana para encontrar las claves para liberarse de sus lacras políticas.
Conviene, por lo tanto, reflexionar un tanto sobre la imbecilidad para encontrar
algunos de los factores que inciden en que este desgobierno pueda resistir al
descontento ciudadano.

En su pequeño libro ‘La imbecilidad es cosa seria’, el filósofo italiano Maurizio Ferrari
caracteriza a la imbecilidad como “ceguera, indiferencia u hostilidad a los valores
cognitivos”. Con base en esta descripción, todos somos víctimas de episodios de
imbecilidad; basta pasar por alto la verdad, la evidencia o la coherencia de un
pensamiento o una acción. Elaborando un poco la idea de Ferraris puede verse que
parte de la estupidez consiste en el hecho de que esta se disfraza frente a sí misma.
Por esta razón, el verdadero imbécil –el permanente no el ocasional– suele ser
aquel que carece de la capacidad de dudar de sí mismo.

Ahora bien, la mínima definición de Ferraris muestra que la sociedad guatemalteca


supera ciertos niveles de estupidez política cuando renuncia a la dignidad intrínseca
a la ciudadanía. A los ojos de nuestro pueblo, debe quedar claro que no se puede
obedecer a un gobierno que ha violado los términos mínimos del pacto
constitucional y que pisotea nuestros derechos fundamentales. Resignarse a vivir
de esa manera equivale a abdicar de la responsabilidad hacia nosotros mismos.
Buscar la manera de liberarse de este gobierno es, pues, una obligación moral de
la ciudadanía.

La mejor manera de superar la estupidez ciudadana es reflexionar sobre las


maneras en que la cultura contemporánea, constitutivamente tecnológica, induce
un permanente estado de ceguera respecto a las estrategias profundas que
convierten al ser humano en un ser sin convicciones profundas, un ser básicamente
destinado al consumo. No se puede ignorar, para señalar un aspecto fundamental,
la manera en que el bombardeo de estímulos y mensajes en la red erosiona la
capacidad crítica de los ciudadanos, convirtiendo a muchos de ellos en esos seres
indiferentes que, como decía Gramsci, constituyen el peso muerto de la historia.
Desde luego, no me refiero a los espacios de discusión seria y profunda en el
Internet.

En consecuencia, se vive en un tiempo en el cual se siente hostilidad hacia el


conocimiento y la reflexión; un troll lanzado a la red puede decidir una contienda
política a favor del candidato más incapaz. De hecho, han sido la estupidez
generalizada y las regresiones que permite la ignorancia, la que ha llevado a
personajes caricaturescos como Trump, Morales o Duterte, y ahora quizá
Bolsonaro, al poder en sus países.

Precisamente el declive del valor de la verdad, la desaparición de ese piso común


fáctico, lo que alimenta la creencia equivocada de que las ideologías han muerto.
Por esta razón, es profundamente erróneo decir que la lucha contra la corrupción
no tiene bandera ideológica. No se puede reducir la angustiosa problemática actual
a la lucha contra la corrupción sin caer en un engaño radical. ¿Sería ilegítimo un
gobierno transparente que siga con las políticas de eterno despojo que han sido la
regla en nuestro país? Nada deberíamos hacernos escapar de la verdad de que
estamos en un periodo decisivo en la historia de nuestro país y la región y que
debemos salir de la cueva ideológica para encontrar el camino del futuro.

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