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Entrar a la Vida Victoriosa:


Dejar de esforzarse, no hacer sino dejarle a Dios hacer.
(Capítulo 5 del libro “LA VERDADERA SOLUCIÓN DEL PROBLEMA”, del autor
Malcolm Smith de editorial CLIE)

Introducción:
El autor relata en el libro su experiencia personal en su ministerio en Brooklyn-Nueva
York. En el capítulo precedente venía contando como la frustración y el fracaso de
todos sus innumerables esfuerzos ministeriales, le llevaron a presentar su dimisión
ante la congregación que pastoreaba y, sólo ante la insistencia de éstos, accedió a
postergar su decisión hasta la vuelta de unas vacaciones.

¿Has llegado a alguna parte?

(Los énfasis en rojo y negrita y las notas explicativas son míos).

Los días siguientes los pasé como un sonámbulo: comiendo, tumbado en la playa,
andando al azar por los bazares del pueblecito, echándome sobre la cama y
dormitando por la noche.
Cuanto más intentaba no pensar, tanto más me preocupaban los mismos
problemas; así que en vez de relajarme me puse más y más tenso y nervioso (1).
Los taxistas eran unos gansos estúpidos, los turistas exhibían invariablemente los
rasgos más inanes y ordinarios, e servicio en los restaurantes era pésimo; me
sentía quejoso de todos y de todo (2). Poco a poco acabé por no hablar con
nadie y pasaba más y más tiempo en el cuarto, tumbado sobre la cama,
recapacitando. Sabía que el rumbo que seguía me llevaría a un mal paradero, pero,
como en una pesadilla, no podía evitarlo.
Por encima de todo, me daba cuenta de que echaba a perder las primeras
verdaderas vacaciones que Jean había tenido. Y esto no hizo más que irritarme
más, porque me hacía sentir culpable. Unas vacaciones fantásticas, y aburridas,
como si estuviéramos dando vueltas en una zapatería.
Si solo pudiera cobrar algo de ánimo por amor de ella. Después de mostrarme tanto
amor, lealtad y paciencia, merecía algo bastante distinto. Al menos podía tratar de
hacerle comprender que mi cabeza era un revoltijo. Cuando la miraba sus ojos me
decían cuanto quería ayudarme. Pero esto era un infierno, y no estaba dispuesto a
arrastrarla a ella conmigo, aunque me dolía que pensara que no le tenía confianza.
Un día, al anochecer, estábamos cenando en la terraza que daba a la bahía. Había
palmas y lianas que crecían por entre las peñas del acantilado y se acercaban al
mar. El aire olía a flores exóticas y a lo lejos se oían los cánticos de pájaros
extraños. Yo iba cortando la carne de mi plato y haciendo un esfuerzo por levantar
los ojos de la mesa, le pregunté, más que nada para romper el silencio:
- ¿Qué crees que deberíamos hacer?
- El Señor te dirá lo que tienes que hacer –dijo Jean, quedamente-. No te
preocupes, todo saldrá bien; y tú sabes que, sea lo que sea lo que
tengas que hacer, yo te acompaño contenta.
Incliné la cabeza asintiendo, con el deseo de que Dios me lo dejara saber.
Cuando todavía nos faltaba una semana para el regreso, conocimos una pareja que
estaban encantados con todo lo que a mi me aburría. Pude ver la mano del
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Señor en esta amistad y le di la gracias (3). Así por lo menos Jean no recordaría
este viaje como algo desastroso.
Fuimos a la playa los cuatro. De tan brillante, el día parecía esmaltado, uno de esos
días que justifican los carteles de propaganda de las agencias de turismo. Era difícil
recordar en Hawai que era diciembre. Andábamos despacio sintiendo la arena
caliente que se nos metía entre los dedos de los pies. De una freiduría se
desprendía un olor que me recordaba a Coney Island. Escondido entre las palmeras
y encima del tejado de la parada, el altavoz de una radio llenaba el aire con las
notas de “Sueño con una navidad blanca”. Sin motivo, la escena me molestó
porque casi todo me irritaba. Esta vez me indigné viendo que alguien podía
profanar la playa con aquel olor a grasa y aquel ruido estrepitoso. Quería volcar la
parrilla de la parada, coger un palo y aplastar el altavoz. Me sobresalté al
darme cuenta que estaba a punto de realizarlo. (4)
Nos deslizamos entre los bañistas y recuerdos de mi juventud en la playa de
Southend se agolparon en mi mente. Era un rapazuelo otra vez, jugando con la
arena, con la muchedumbre alrededor y el olor a pescado y patatas fritas.
Finalmente, lo dejamos todo atrás: la gente, los olores y la música. No veíamos
nada más que una playa desierta. La blanca arena se extendía en suaves
ondulaciones, tornasolada por la luz del sol. Las olas azul oscuro de la bahía subían
playa arriba, dejando una estela de espuma. Las palmeras, bajo cuya sombra
andábamos, estaban inmóviles. La calma era absoluta (5). La escena parecía una
tarjeta postal.
Jean y la otra pareja se echaron al mar para nadar un rato. Yo me excusé, anduve
un poco más adelante y me tumbé bajo unas palmeras, usando una toalla como
almohadón. Arriba las hojas, cruzándose, formaban un marco cuadriculado contra
el cielo. Una nube que otra cruzaba la cuadrícula de hojas y, a lo lejos, se oían
personas riendo. A seis pulgadas de mi mano derecha, me miraba inmóvil un
lagarto que, de repente, dio un salto y se perdió entre las piedras. Era un día
caluroso, soporífero, y, cosa rara, yo estaba relativamente en paz conmigo
mismo, pero no sabía cuanto tiempo duraría. En aquellos momentos me
encontraba bien. “Si por lo menos pudiera durar”, pensé.
Pero mi mente no podía quedar en paz. Los pensamientos se deslizaron otra vez
por el mismo cauce de siempre (5). “!Qué lástima sería tener que regresar a la
ciudad dentro de poco, cuando Jean empezaba a disfrutar!”, me dije por dentro,
mientras los veía nadar tranquilamente en la bahía. Traté de parar en seco el
pensamiento. No era una idea completa. Pero ya era demasiado tarde.
Regresar a la ciudad; regresar, ¿a qué? No sabía lo que haría. Las preocupaciones
aparecieron de nuevo, sólo que esta vez arrastraron otro pensamiento. No era una
idea completa. Parecía más bien una insinuación leve. “¿Por qué no volver? Ya
has descansado; tu mente será productiva, te vendrán ideas que revolucionarán la
iglesia y harán acudir a las personas a Cristo. ¿Por qué no hacer otro intento?
Has estado también deprimido antes y siempre te has recobrado; de eso es de lo
que se trata, de una ligera depresión. ¿No quieren los miembros que vuelvas? Va
hombre, va. Anímate y regresa”.
Di meda vuelta y apoyé la cabeza sobre mis manos en la arena ardiente. No, esta
solución quizás hubiera sido buena antes, pero ahora ya no. Esta vez sabía que
estaba acabado. Me había visto bien a mi mismo y ya no cabía la autodecepción
(6).
El graznido de una gaviota me llamó la atención, y me puse boca arriba para ver si
podía avistarla. Estaba dando vueltas en las alturas, quietas las alas, como
suspendida por un hilo invisible, usando una corriente de aire como
propulsión.
Traté de imaginar como me vería ella desde aquella altura (7) –una pequeña
mancha, apenas visible, bajo aquellas palmeras-. ¿Así es como me veía Dios a mí?
¡No! Dios conocía cada cabello de mi cabeza. Conocía cada célula de mi cuerpo y
cada átomo de cada célula. Conocía cada cosa que me había ocurrido, cada
pensamiento o sentimiento que había tenido. Y no sólo conocía todo eso, sino que
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me amaba con un amor tan perfecto que no cabía en la comprensión humana. Un


amor del que no era digno, que me había sostenido, cuando merecía que me dejara
caer.
“Entonces, ¿por qué, Padre” –pregunté en voz alta-. ¿Por qué me dejas
fracasar? Tu sabes que he intentado muchas veces hacerlo bien y ya no
puedo más. Ha quedado agotada toda mi inspiración. He hecho todo cuanto
sabía para servirte y edificar tu iglesia, y todo para nada. ¡NADA! Aún si
tuviera otras ideas no me fiaría de ellas. No, ¡Señor!, estoy acabado. No puedo
continuar, y lo digo de verás, y no voy a retroceder de lo que digo…”

Fue entonces que El habló (8). De modo claro y sencillo. Unas palabras que me
penetraron hasta el tuétano de los huesos, que hicieron volatilizar en mi mente el
tormento que me atenazaba, palabras que pararon en seco lo que estaba diciendo;
palabras como una ráfaga de fuego, una revelación, después de la cual mi vida
ya no podría volver a ser como antes:
“Por fin lo has visto. Tú no lo puedes hacer. Nunca te he pedido que lo
hicieras. Yo, sólo Yo, puedo edificar mi iglesia. ¿Quieres hacerte a un lado, para
que pueda edificarla Yo a través de ti?” (9).
En aquel momento un haz de luz entró en mi alma, una luz que hizo desaparecer
toda oscuridad y me abrió los ojos. En un instante podía ver claramente (10).
La luz de aquella simple verdad iba aumentando y adquiriendo la fuerza de un
enorme río que recorrió todo mi ser y cortó un cauce en mí, completamente
nuevo. Era un río que arrancaba de cuajo los árboles y la maleza acumulada
desde hacía años y se los llevó con su corriente, un torrente impetuoso que
arrancaba los mismos cantos, revelando en el fondo la verdad de Dios (11).
En aquel momento, que pareció una eternidad, la luz barrió cada rincón de mi ser y
me dejó libre. Iluminó todas las preguntas que tenía y las contestó todas.
¡Ahora si que podía ver! Todo era claro como el día. El Sol de Justicia había
salido, llevando salvación en sus alas (12).
Me incorporé apoyándome en los codos, algo aturdido y emocionado, como un
hombre que ha tropezado con un tesoro cuantioso y se da cuenta paulatinamente
que no tendrá que trabajar o preocuparse más. Era una sorpresa que atontaba,
porque el hombre había encontrado este tesoro en su propio patio, lo había
pisado, se había sentado sobre él, incluso lo había usado como escabel para hacer
sermones. Pero no lo había descubierto hasta este momento glorioso (13).
Sentí que me estaba riendo interiormente, una risa que procedía del centro de mí
ser. Y me di cuenta que hacía meses que no reía. Ahora el gozo del Señor
empezaba desde dentro (14).
¡Oh! ¡Que simple y a la vez que profundo! ¡Que glorioso! Estaba claro que solo Él
podía edificar Su Iglesia. ¡Que necio, arrogante y pagado de mi mismo había
sido, al intentar hacerlo por mi propio esfuerzo! ¡Que insensatez intentar
hacerlo con los recursos y técnicas del hombre! (15).
¡Su Obra! ¿A quien más podría pertenecer?
De repente la naturaleza que me rodeaba adquirió nueva vida. Era como si la
viera por primera vez. La belleza delicada de las frondas de la palmera; su corteza
rasposa. La maravilla de las lianas sinuosas, colgando de los árboles como lazos.
Todo reflejaba la gloria del Creador, aún el lagarto que había desaparecido en el
fondo. ¡Dios! ¡Cuan grande eres! ¿Te tengo que ayudar en tu labor creadora?
¿Te he de echar una mano para hacer un mundo? ¿Te he de enseñar la estructura
de las moléculas de los granos de arena? ¡Cuánto menos me necesitas par que
edifique Tu Iglesia! ¡Padre, perdóname por mi presunción ridícula! (16).
¡Ahora, bajo esta luz, podía entender cómo habíamos podido, alguna vez, sentir y
conocer la presencia vibrante del Dios Viviente! Había ocurrido en aquellas raras
ocasiones en que nos habíamos apartado a un lado, dejándole el paso libre sin
darnos cuenta. Y yo había repetido esta verdad con los labios, sin ni saber lo que
decía durante años.
4

Ahora, en aquella sola palabra de Dios que penetró todo mi ser, vi a Dios en su
tremendo poder y grandeza. Todos mis esfuerzos de obrar por Dios
estaban hechos polvo. Eran un insulto a semejante majestad. Ante su gloria no
podía hacer más que dar alabanza, rendir culto y saltar de alegría. ¿Podía hacer
yo la orquídea que crecía en aquel arbusto? ¿Podía hacer que rielara el sol sobre la
laguna mañana, a la aurora? Podía hacer que subiera o bajara la marea? ¡No! Ni
tampoco podía lograr el nacimiento espiritual de un alma. Tampoco podía unir a un
grupo alrededor de Jesús. Era Su Obra, y sólo Suya.
Cada vez lo iba viendo más claro y tenía miedo de perder algo. Se me reveló como
un chorro de luz, especialmente acerca de vivir la vida cristiana. Esta era un área
que conocía en la cual me había gozado desde hacía años, que el cristianismo
significaba que Cristo vive en mí. Estos últimos años se había empañado la
claridad de esta verdad, pero ahora vi de nuevo que mi salvación dependía del todo
y por todo de Él. Sólo podía presentarme sobre la base de lo que Jesús ya
había hecho, la Obra era Suya y estaba consumada (17).
Lo mismo podía decirse de compartir Su Obra. La única parte que me
correspondía era la sumisión y la consagración completa a Él. El me iba a
usar cuando, donde y como lo creyera conveniente. Yo tenía que ser dirigido por
Él, no ser más que una herramienta en Su mano; un cauce por el cual El
pudiera fluir sin estorbos.
Sólo un cauce, ¡Cuántas veces había cantado esto en los himnos! ¡Cuántos
sermones había predicado sobre este tema sin entender lo que significaba! No, no
era yo, recibiendo alguna ayuda de Él, el que había de hacer Su Obra; sino Él, y yo
debía seguirle arrastrado por Su potencia. La iniciativa, la idea, la
dirección, la fuerza vigorizante y sustentadora, TODO salía de Él. Yo no era
sino un pequeño trozo de madera llevado por la corriente, sin esfuerzo por
mi parte, arrastrado por una fuerza avasalladora, la fuerza de todo un río
(18).
Una gaviota subía por el espacio y viró de súbito. Y mi espíritu estaba con
aquella gaviota, arriba en los cielos divinos. Apenas movía una pluma, se
dejaba llevar por la corriente de aire, de igual manera era llevado yo por
un espíritu invisible, sin esfuerzo alguno por mi parte (19).
Y exclamé: “! Aleluya !”, cuando vi lo que ya era mío en Dios y que sólo me
faltaba reclamarlo. No con esfuerzo, no con técnicas para lograrlo,
simplemente aprendiendo a seguir la dirección del Espíritu y dejarme ser
llevado a alturas y logros fuera de mi alcance.
Le pedí perdón por mi orgullo a lo largo de los años, por la “perfección
profesional” que había reemplazado al Espíritu Santo. Le di gracias por cada
contrariedad y decepción del año pasado. Le di gracias por cada detalle que había
contribuido a quebrantarme. Le ofrecí alabanzas por haber aplastado mi amor
propio hasta el punto de no quedarme resto de confianza en mi mismo.
El Espíritu Santo me hacía ver el hecho de que sólo somos piedras que viven. Él
nos tiene que poner en el sitio adecuado. Una piedra no puede ponerse por sí
sola para formar parte de un edificio, ha de ser labrada y puesta por el
constructor. Así que a mi me era imposible realizar el propósito de Dios en la vida.
Él debía realizar Su propio propósito; parecía como si dijera: “vivid en voz
pasiva”, no os esforcéis, dejad que Yo viva y obre por medio de vosotros”
(20).
Yo era el que había vivido. Me había aferrado a una promesa de Dios y
había procurado convertirla yo en realidad. Lo había intentado con toda el
alma, con todo mí ser. Ahora comprendía que Dios lo era todo; no sólo la
Promesa, sino todo lo que rodea a la promesa. La única contribución que
podía yo hacer era rendirme a Su Voluntad, someterme a Él. Escoger que El
fuera el todo en todo (21).
5

Moví la cabeza y cogí un puñado de arena y la dejé deslizar por entre los dedos.
¡Había sido tan tonto! Se oyeron gritos de alegría desde la orilla del agua. Jean se
acercaba corriendo, con la toalla volando en el aire.
-¡Es hora de cenar, y nos espera el autobús! –dijo jadeante. Paró y me miró
atentamente-. ¿Has llegado a alguna parte? (21*)
Algo debía verse. Se puso un vestido sobre el bañador, mirándome como si
esperara respuesta.
¿Has llegado a alguna parte? Había ido al cielo y regresado. Había subido a la
gloria. Había visto al Santo de Israel. Yo que había estado muerto, vivía con
otra vida. Había oído a Jesús. Le había visto como el todo en todo, quien no
necesitaba ninguno de mis esfuerzos de pigmeo (22), pero que podía edificar
Su Iglesia valiéndose de mí si quería hacerlo, donde quisiera y como quisiera
hacerlo. La carga inmensa estaba fuera, se había desvanecido. Fluía un río de
agua viva por mi corazón. Quería saltar gritando para que todos me oyeran: “!Es
Su Obra, no la mía!”. Poseía la paz (23). Todas las piezas encajaban, el
rompecabezas estaba resuelto. Pero no salió ningún grito ni nada. Se me trabaron
las palabras en la garganta.
Además, un nuevo pensamiento me volvió a poner en estado de alarma: “Espera a
que vuelvas a la ciudad, entonces verás lo que pasará. Da otro vistazo a la
congregación, ¡y ya verás lo que pasa! Pronto estarás en el mismo desasosiego de
antes, muy pronto. ¿Te atreves a romper el corazón de Jean diciéndole que no hay
problemas? Vale más que esperes hasta que puedas demostrarlo”…
Pero el glorioso testimonio salió balbuceante: “Creo que volveremos a Brooklyn”.
Pero por dentro estaba aturdido por lo que había visto; todavía preso de un gozo
inefable (24).

Camino al autobús, la freiduría nos saludó con su olor a Coney Island y prorrumpí
en alabanzas a Dios. De a radio salía atronador:

“!Venid fieles todos!”

No me pareció ofensivo en lo más mínimo. Era música del cielo y los ángeles no
podían cantar mejor. Mi corazón se unió con el coro:

“!Venid, adoremos!”
“!Venid, adoremos!”
“!Venid, adoremos a Cristo el Señor!”

Subimos al autobús y yo continué cantando por dentro, usando otra letra que
cantábamos con otra melodía:

“Porque sólo El es digno


Porque sólo El es digno
Porque sólo El es digno. ¡Cristo el Señor!”

(En el capítulo siguiente, si recuerdo bien, el autor relata como regresó a sus
quehaceres, pero esta vez en reposo y en descanso; simplemente atendía sus
asuntos rutinarios sin ningún afán, simplemente esperando en Dios, sin tomar
iniciativas, sin planificar ni hacer nada.
Unos meses más tarde una señora miembro de su congregación le invitó a su casa
para que compartiera el mensaje de salvación con algunos de sus familiares o
amigos. En la reunión personas aceptaron la salvación en Cristo y acudieron a la
siguiente reunión y quisieron hacer sus propias reuniones… En fin, el Espíritu iba
6

añadiendo a los que tenían que ser salvos; la congregación creció y creció y
prodigios y señales ocurrían…)

NOTAS:
(1) (2) y (4): Estado característico de aquellos que aún no han cruzado el río de la muerte, el Jordán que separa
la vida en la carne (desierto), de la vida en el espíritu o en victoria (tierra prometida); que puede llegar a un
grado tal de indignación y agresividad. La incredulidad (miedo) y la murmuración (queja), como raíces
del ego, de la rebeldía, aún no han sido atajadas en las experiencias de muerte y sepultura que dan acceso a
la vida de resurrección o vida victoriosa; en la que son atajadas con la quietud y la gratitud
(respectivamente y en ese orden), dando lugar a la paz y al gozo.
(3) y (5) Cuando en nuestro crecimiento espiritual nos vamos aproximando al estado hediondo del “miserable
de mi” (Rom 7:24), próximos a nuestra muerte y descenso experiencial al sepulcro, el Señor en su
misericordia nos apareja un ambiente propicio: la calma del “silbo o susurro apacible”, el “cireneo” que
cargue con la cruz que ni el mismo Jesús pudo cargar hasta la cumbre del Gólgota, la “María” que nos unja
para la sepultura y los José de Arimatea y Nicodemo que reclamen nuestro cadáver, nos desciendan de la
cruz, nos administren las especias aromáticas y nos introduzcan en el sepulcro; en el que, quietos
totalmente como los muertos, esperaremos la Voz resucitadora: “sal afuera”. En estas alturas aún no
tenemos ni la paz con nosotros mismos, sino el autoaborrecimiento, el hastío hasta la muerte y un cansancio
hasta la desesperación total; nos sentimos solos y abandonados de todos y aun de Dios. Estado propio en los
lugares de Getsemaní y Gólgota a los que hemos sido invitados a compartir, por experiencia, la medida de
los sufrimientos de Cristo que nos ha sido asignada por el Padre; por supuesto, solos y fuera del
campamento, llevando su oprobio.
(6) Hasta aquí una y otra vez acabábamos introduciendo nuestra mano para “ayudarle” a Dios a realizar el
Milagro o la promesa que nos había prometido. Aunque intentábamos quedarnos quietos acabábamos
sucumbiendo en un nuevo intento carnal, una nueva maquinación o manipulación. Aquí ya no, estamos
definitivamente acabados; muertos y listos para ser sepultados.
(7) Y a de algún modo y por revelación estamos intuyendo que para “pasar a otro lado” tenemos que acatar
el veredicto de la muerte y el sepulcro y quedarnos quietos en espera de ese hilo y de ese aire propulsor,
que la resurrección traerá en sus alas.
(8) Al igual que en el caso de Job o del Aposento Alto, Dios no hablará hasta que habiendo fracasado definiti-
vamente, estando totalmente acabados, consumidos, e, incluso, callados. Dios hablará cuando toda palabra
y todo intento humanos hayan cesado, ¡incluso nuestra oración! Sólo la quietud y el silencio confiados
harán que Dios nos vindique en una gloriosa experiencia de resurrección; que nos introduce a la vida en el
reino de la Gracia.
(9) “Sin Mi nada podéis hacer”. ¡NADA! Es nada; tenemos que hacernos totalmente a un lado. Tenemos que
abandonar la posición de piloto, soltar el volante, bajarnos y dejar que el hasta ahora copiloto se siente al
volante y nosotros colocarnos en la posición de copiloto. Si no saltamos del avión por miedo
(incredulidad, que es desobediencia He 3:18-19) nunca comprobaremos que el paracaídas funciona. Si no
soltamos la rama a la que nos agarramos para no caer al precipicio, nunca comprobaremos que la mano de
Dios nos sostendrá. Si no nos quedamos quietos nunca comprobaremos que Dios es Dios (Sal 46:10).
(10) “En tu luz veremos la luz” (Sal 36:9). “De oídas te había oído, pero ahora mis ojos te ven” (Job 42:5).
“Luego le puso otra vez las manos… y vio de lejos y claramente a todos”. (Mar 8: 25). “…y volvió e hizo
otra vasija…” (Jer 18:4). La vida de resurrección nos introduce en la luz, trae la verdadera revelación de lo
que es la vida cristiana real, auténtica. Antes vivíamos en el sucedáneo de la religión, haciendo cosas para
Dios en lugar de recibir de gracia lo que el Padre tenía para sus hijos. El cristianismo no consiste en lo que
los hijos hacen para el Padre; sino en lo que el Padre ya hizo y hace para sus hijos. Es el paso de las obras
de la Ley a la Vida en la Gracia. Cuando nos volvemos (giro de 180º) el velo se cae (2ª Cor 3:16). Sólo
cuando Abraham entró en total obediencia, y esto por obra de la gracia de Dios, al separarse de Lot (Lot
significa “velo”) estuvo listo para la visita de Melquisedec.
(11) El enorme río de Ezequiel 47, que cuando ya no hacemos pie (sueltas todas las amarras humanas
y artifi-
ciales), nos arrastra en total dependencia de Dios, y marca un antes y un después, un cauce de muerte al
ego, que arranca de cuajo toda la maleza carnal del viejo hombre; dejándolo en el fondo del río (Jos 4:9).
(12) “! Hijitos míos, por los que vuelvo a sufrir dolores de parto hasta que Cristo sea formado en
vosotros!” (Gál
4:19). “¡Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más Cristo vive en mi!” (Gál 2:20). “La
senda del justo es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto” (Pr 4:18).
Cuando nacemos de nuevo nos quedamos “embarazados” de Cristo (como María del Señor) y cuando
morimos a nosotros mismos “damos a luz” a Cristo. Antes Jesús habitaba en nuestro espíritu con poca o
nula cabida en nuestra alma, ahora en ocupa ambos. Ya no vive nuestro YO, ahora Cristo se ha entronizado
y le dejamos vivir Su Vida en nosotros: ¡Cristo en nosotros, la esperanza de gloria! (Col 1:27); ¡Cristo el
todo y en todos! (Col 3:11). La vida cristiana, como el día bíblico, comienza en un ocaso que lleva nuestro
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ego hasta la noche, para luego amanecer (sueltos los dolores de la muerte) en novedad de vida hasta
alcanzar la plenitud o perfección del mediodía.
(13) Descubierto el “tesoro” (Cristo en nosotros) podemos, por experiencia, sentarnos con Cristo en
los lugares
Celestiales, esperar que todos nuestros enemigos sean puestos por Dios como estrado de nuestros pies
(Sal 110:1), e ir entrando en las obras que Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas
(Ef 2:10). Ahora estamos en armonía con el Creador y con su creación y caminaremos en la “vaselina” del
Espíritu y no en el “calzador” de la carne.
(14) El momento más oscuro de la noche precede al clarear del día y es en la más densa oscuridad que el GOZO
brota desde adentro. ¡Aleluya, porque en la NADA descubrimos el TODO! (Job 42).
(15) Si, con la luz volvemos en si, como el hijo pródigo, y nos damos cuenta de cuan orgullosos, necios y ridí-
culos fuimos tratando de “ayudarle” a Dios a hacer Su Obra.
(16) , (17)Cómo Job nos damos cuenta de nuestra presunción e impotencia, al tratar de decirle a Dios
cómo tiene Él que hacer las cosas. También descubrimos la gloria de la nueva creación y descansamos en
las obras perfectas y consumadas de Dios, alabándole por Su Sabiduría y Magnificencia. Descubrimos el
insulto que suponen para Dios todas las obras muertas, las obras “buenas” de la carne que son como trapo
de inmundicia (Is 64:6).
(18) Abiertos nuestros ojos sólo cabe sumisión, obediencia y silencio; sólo inmensas confianza y gratitud. Sólo
reconocer que no somos más que pámpanos portadores de la sabia que la Vid y no nosotros produce. Ya no
planificaremos ni tomaremos la iniciativa ni no esforzaremos; nos sentaremos en la grada y aplaudiremos a
nuestro Gladiador en la arena que lucha por nosotros. ¡Triunfaremos (celebraremos, nos alegraremos y
aplaudiremos) en Su victoria (2ª Cor 2:14), como los seguidores de un equipo aplauden cuando gana el
partido.
(19) Linda imagen de lo que es la vida ascendida, vida tras del velo, vida en el espíritu, vida victoriosa, vida de
resurrección, el shalom de Dios, vida en los lugares celestiales …
(20) La vida en voz pasiva o vida de quietud no es pasividad, sino una relajada espera expectante de quien a-
guarda instrucciones de su Comandante.
(21) Como Jacob, llegamos a nuestro Peniel, donde, derrotados por Dios (ser derrotados por Dios y claudicar es
vencer) quedamos rengos espiritualmente; y con el asiento de la fuerza natural quebrado ahora andamos en
temor y temblor “vegetativos” delante de El. Ya no daremos ni un paso sin su dirección previa; ya no
trataremos de obrar para conseguir por nuestros medios o que El nos prometió. Ya no más ismaeles serán
engendrados por nuestra impaciencia.
(22) Antes vivíamos dando vueltas en el desierto de nuestro activismo carnal para ir a ninguna parte. Josué no
pudo cruzar el Jordán con el pueblo, hasta que todos los hombres de guerra hubieron muerto (Jos 5:6).
Dejaremos todo esfuerzo de pigmeo y soltaremos de verdad las pesadas cargas, que por pesadas no son de
Dios, pues su yugo es fácil y ligera su carga (Mt 11:30). Cargas y yugos que nuestro orgullo nos impide
soltar.
(23) ¡Bendita paradoja, que cuando ante una crisis amenazadora quitamos los ojos y el pensamiento de
como resolverla y nos abandonamos en Dios, el miedo se va y viene la PAZ! Esta es la estrategia de
Josafat y es recurrente en toda la Biblia (2º Cr 20). Al miedo (incredulidad) le aplicamos el antídoto de la
quietud y el resultado es la paz.
(24) A la murmuración o queja le aplicamos el antídoto de la gratitud (alabanza) y el resultado es el GOZO. La
alabanza sólo funciona cuando hemos muerto a nosotros mismos; es decir, sobre la base de la paz de la
vida en resurrección.

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