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Cuentos del zapatero Artidoro

Por Leónidas Barletta

1 Dilema

A las seis de la mañana Artidoro dejaba el catre y ponía en acción sus sentidos en la piecita oscura
que un tabique de tablas formaba al dividir el pasillo abandonado en local del tallercito de
composturas de calzado.

El lugar era tan estrecho que al pasar delante de la mesita del zapatero había que ponerse de
costado.

Se llegaba a él desde la calle bajando ocho o diez escalones de mármol agrietados y sucios, los
primeros cuatro o cinco en línea recta desde la vereda, los siguientes, doblando bruscamente
hacia el pasillo que recibía un poco de aire y luz de un ventanuco a ras de la vereda. Pero si el lugar
no era ancho, en cambio tenía el largo suficiente para ubicar el catre, una silla de paja, una mesita
de madera, el tabique con una abertura sin puerta, una pileta con su canilla de agua, la banqueta
de trabajo, una silla de paja con las patas cortadas y trapos en el asiento que se amoldaban a la
forma del cuerpo, y hacían menos penosa la posición. Al lado estaba la horma alta, el trespié, el
tacho del agua para mojar la suela, las herramientas y un centenar de zapatos viejos que colgaban
de las paredes, sujetos por pares, de los cordones enganchados a un clavo.

Los inventarios son engorrosos y es posible que me olvide de muchas cosas que merecen ser
anotadas. Pero es tan poco lo que tengo que decir de Artidoro, que si no enumero las cosas que
formaban su mundo, lo poco que diga de él no tiene sentido.

Los momentos siguientes al despertar eran, sin embargo, los más agradables para el zapatero. No
era gordo, ni flaco, ni alto, ni bajo, ni calvo, ni melenudo, ni blanco, ni trigueño, era. . . Artidoro.
Oía cómo se detenía el carro del lechero y la puntualidad pétrea del marchante le servía de reloj.

No se lavaba por falta de hábito, porque sus manos estaban tan percudidas y con una costra tan
gruesa de tinta, cera, betún y cola que el agua y el jabón no penetraban. Se pasaba un trapo
húmedo por los ojos, se sonaba, se peinaba con los dedos, se enjuagaba la boca con un sorbo de
agua que echaba en el tacho donde remojaba la suela y pasando sobre los zapatos esparcidos por
el suelo, a riesgo de perder el equilibrio, llegaba hasta su sillita, se colgaba del cuello el delantal
increíblemente sucio y se ponía a trabajar.

Un calorcito tenue subía por su cuerpo. La luz que entraba era todavía incierta. Si tenía hambre
abría el cajón de la mesita y buscaba hasta encontrar envuelto en el mismo papel de la despensa
un pedazo de queso duro. En una bolsita que pendía de uno de los palos del respaldo de la silla
había galletas marineras.

Masticaba durante un rato (rusicaba decía él en su endiablado dialecto) sin dejar de trabajar y no
siempre, en la misma lamparita de alcohol donde se calentaba el fierro para extender la cera, se
hacía un jarro de café o de mate.

Esto no ocurría durante las fiestas del Centenario, sino en los días que corren. Y a pesar de la
puerta clausurada del fondo del pasillo, junto al catre, puerta de hierro que daba al patio del
conventillo, muchas cosas del mundo se colaban en el agujero del taller de composturas.

Sin embargo, lo que más angustiaba a Artidoro era el precio de las cosas. No hablemos de la suela,
de los clavos, del cemento, todo subía. La gente se miraba azorada. El pan a tres pesos con
ochenta. Y el pan, ya se sabe, sólo a los ricos puede prohibírseles que coman pan y lo sustituyan
con grisines.

Pero la angustia casi llega a la desesperación el día que Antonio, el verdulero, que se ponía el
sombrero a la montañesa, asomó la cabeza en el cuchitril y gritó:

—¿Querés algo, vó?

—Dame una manzana (bueno: dijo mensana) y una cabeza de ajo.

—La manzana hoy te sale tres pesos y el ajo


uniochenta…

Artidoro se quedó con el martillo en el aire. Se


sacó los clavitos de la boca y con los ojos
grandes fijos en el verdulero, murmuró:

—¿Te volviste loco, Antonio?

—¿Loco yo? Vamo, Artidoro, despertate un poco…

El zapatero musitó:

—No preciso nada, dejalo por hoy, no preciso nada…

—Ahora el loco sos vo… algo tenés que comer si no te querés enfermar... Sacá de la ollita... private
de todo, pero de comer no, que te vas a arruinar.

Y cuando le trajo la cabeza de ajo y la manzana y de cinco pesos le dió veinte centavos de vuelto,
le hizo, con un chiquito de burla:

—Total. .. a vo trabajo no te falta. En ve de cobrar diez y ocho la media suela, la cobrás veinticinco.
¿Estamos?

Bruscamente, Artidoro, se irguió con los ojos llenos de fuego, crispado. El martillo cayó al suelo, la
banquilla se tambaleó.
—¡Ma qué estamos, ni estamos... —gritó—. ¿Quieren hacer volver loca a la gente? Primero el viaje
estaba a mil y quinientos y la media suela clavada a seis pesos… y junta y junta; después vino a tres
mil y la media suela a nueve... y junta y junta: ahora el viaje está, a ocho mil y quinientos y la
media suela a diez y ocho, y siempre te falta, y aquella pobre espera que te espera Y no la puedo
hacer venir.

Y se le ahogó un sollozo en la garganta.

El verdulero se detuvo con el pie en el primer escalón y le reprochó seriamente:

—Miralo al grandote, llorando como una criatura por una mujer.

El zapatero se había vuelto a sentar y se llenaba la boca de clavos.

Sentía cómo las lágrimas calientes corrían por la piel dura de su cara. Puso una fila de clavitos, se
detuvo y sacó de la bolsa la cabeza de ajo. Entre sus dedos negros era como una joya recubierta de
seda. La abrió delicadamente. Eran diez dientes rosados, apretados, brillantes. Sacó uno, lo picó
con la trincheta usando la galleta como platillo y empezó a comer. El ajo con su olor picante le
comunicaba cierto vigor. Se reprochaba: ¿Sabroso, eh? (Saporito). Por cada diente de ajo que
comés, son diez y ocho centavos que le sacás al viaje de Estela. Pero tampoco voy a juntar la plata
para que venga a ver a un muerto.

Siguió trabajando y con cada golpe de martillo, pensaba: Si me gasto la plata en la comida, no la
puedo hacer venir; si no como me arruino y si no viene, seguro que me voy a morir.

2 Soledad

—…Beniamino… Michelino... Rocco... Felisa… Guiseppina… Fabrizio... Carlino... Mariannina...

Y con cada clavito que hundía en la suela de un martillazo, Artidoro pronunciaba un nombre, con
la boca llena de diminutos clavos.

Para cada cosa tenía su modo. Si machacaba suela, cantaba una especie de stornelli, pero no finos
y llenos de arabescos musicales como los que se cantan en Florencia, sino rústicos como los que
entonan los cafones de los montes del mediodía de Italia:

Como t'vogli' amare


Si si n'a pazza
Disera t'a bacciato
U Martinese

Cuando cortaba suela, agarrando la trincheta como si fuera a cortar pan casero, poniéndose la
suela debajo del brazo, solía decir invariablemente:
—Genariello, va te fa lu pilo e lascete quatro pili c'a manza.

Y como si esa fuera la señal de comenzar a dar tajos: Genarito, andá a cortarte el pelo y dejate el
flequillo: tiraba tremendas cuchilladas a la suela de afuera hacia adentro sin desviarse de la línea
marcada.

En vez, cuando raspaba los bordes con la escofina canturreaba:

—...per mé pare un sogno... tarará...rá...rárararára...

Los perros metían brevemente la cabeza por el ventanito de la vereda y se retiraban visiblemente
disgustados, sin desear otra cosa, porque es sabido que los perros tienen sus propios olores, oyen
algo más que nosotros y ven lo que no hemos alcanzado a materializar en el ambiente.

El olor a cuero sucio, a suela mojada y a cola no parecía ser de la preferencia de los perros. Pero
los chicos del conventillo de al lado se sentían atraídos por el entresuelo y echándose a lo largo
espiaban por el agujero del taller del zapatero.

Fué así como descubrieron que Artidoro hablaba solo y en ocasiones, la horma de hierro alta le
servía de interlocutora. O se ponía el martillo delante de la cara para increparlo:

—Este es el cuento de Fausto y Mefistófeles. Lo que el hombre busca para hacer feliz, lo paga con
pedazos de su vida. ¿Entiendes?

Como hablaba al uso de su pueblito parecía más misterioso.

A veces completaba su pensamiento con unas palabras en voz alta o terminaba un discurso dando
un mordisco a un lechoso hinojo crudo que sacaba, con toda su fina cola verde, de la bolsa que
pendía del respaldo de su silla.

Los chicos primero se lo dijeron a las mujeres, que son más atentas a las confidencias de los niños.
Y las mujeres se lo confiaron a los hombres, que hacen como que escuchan a las mujeres nada más
que para complacerlas, mientras piensan en lo suyo y mordisquean su cigarro.

Los hombres se pusieron al acecho y se persuadieron de que Artidoro no estaba sano.

No salía ni los domingos, ni de noche. Era hosco con los que le llevaban sus botines a componer,
especialmente si eran mujeres.

No miraba a la cara. Era torpe para envolver en una hoja de diario la compostura y torpe para
hacer la cuenta. Nunca se lo había visto cocinar. Bebía un trago a escondidas. Y ahora los chicos
habían visto que sacaba un clavito de la boca, lo hincaba con el dedo en la suela y le daba un
nombre antes de hundirlo con aquel martillo ondulado que hacía recordar a un tacón de mujer.
Deliberaron en la puerta del conventillo y decidieron que Filomena fuese a tirarle de la lengua a
ver cómo andaba de la cabeza. Y ya se sabe, sobre este particular la humanidad no se ha puesto de
acuerdo todavía.

Filomena bajó al taller de Artidoro y dándole unos zapatos le dijo:

—Las tapitas...

Artidoro revisó los zapatos tomándolos con una sola mano y los devolvió, diciendo:

—Estas tapitas pueden tirar tres o cuatro semanas más... yo no las pongo...

—Y a usted qué le importa que yo las quiera cambiar ahora —le dijo Filomena—. Yo se las pago y
usted no tiene nada que ver.

El zapatero movió tercamente la cabeza:

—Yo no las pongo...

—Usted —espetó Filomena sin preámbulos— tiene que hacerse ver. Me parece que anda mal de
la azotea. Dígame zapatero, ¿es cierto que cada uno de los clavitos que usted pone tiene nombre?

—Tiene nombre y apellido —respondió Artidoro sin inmutarse.

A Filo se le escapó una risita.

El zapatero dejó de trabajar, se limpió la boca con el dorso de la mano y mirándola a la cara, cosa
rara en él, dijo:

—No estoy loco, no. Vine a Buenos Aires, porque allá no alcanzaba para todos.

Es feo ver que lo que uno come, se lo saca a otro de la boca. Y más cuando son mujeres y chicos.

Hace quince años que trabajo de la mañana a la noche, sin moverme de esta banquilla y no puedo
juntar la plata para pagar el viaje de la que iba a ser mi mujer. ¿Sabe... uno empieza a trabajar y la
cabeza vuela... uno se acuerda de todo... de las noches frías y de los mediodías de sol, de la olla de
coles negros y de los limones que se van dorando y si cada clavito no fuera Beniamino, Nicola,
Felisa, Estela, María, la zoppa o Fabrizio, el calzolaio, no podría estar aquí remendando zapatos
porque la guerra, ¡maldita sea!, me obligó a mí como a tantos a rellenar el mundo para repartir la
miseria.

Es curioso el mundo, bella mía. Lo ponen a uno dentro de una jaulita sucia o dentro de una jaula
dorada, es lo mismo, y le dicen: Usted es libre. ¿Me comprende? Yo soy libre... Pero yo quiero ser
libre abrazado a los niños: Beniamino. .. Estela... Nicola... Están aquí... ¿ve?... me los saco de la
boca... uno a uno y me siento más acompañado...

Y siguió martillando.

Filomena salió del cuchitril y les dijo a los que esperaban su vuelta:

—No hay nada que hacer... está listo...

3 Conflicto

Un día apareció en el tragaluz del tallercito de compostura, un papel que decía:

UN DIA A LA SEMANA, TRABAJO GRATIS. SI USTED ACIERTA QUÉ DIA ES SE LLEVA SIN PAGAR LA
COMPOSTURA. ARTIDORO.

Se levantó un gran revuelo en la cuadra, no tanto por el beneficio sino porque la gente de ese
barrio sentía una fuerte inclinación por el juego. Y no era fácil adivinar, porque Artidoro cambiaba
el día todas las semanas.

Los que se sentían contrariados eran los que tenían el calzado sano o los que no lo tenían y usaban
zapatillas.

El primer encontronazo lo tuvo con Antonio, el verdulero:

—Che, Artidoro, ¿qué te agarró?... ¿Lo pusiste vo, ese papel en la ventana? ¿Te alimentás a
finucho y por otro lado tirás la plata?

—Algo hay que hacer para ayudar a la gente.

—y so vo que vas a arreglar él mundo, melón...—rugió el verdulero.

—Yo pongo mi parte...

—Vos te crées que un hombre puede hacer algo, él solo, estúpido... Claro, un estúpido paternal.

—Cada uno que haga lo que puede...

—¿Así que yo un día a la semana, lleno el carrito de verdura y despacho gratis?

—Uno sabe dónde le duele...

—Mirá. .. dejame ir porque sino vamo a terminar peleando...


—Yo no te tengo agarrado de la cola...

La primera semana resultaron favorecidas cuatro composturas. Artidoro eligió el día viernes. Colgó
un cartelito que decía:

LAS COMPOSTURAS QUE SE RETIRAN HOY, NO SE COBRAN.

Estaba contento. Se sentía aligerado y satisfecho. Era agradable ver la cara de asombro que ponían
los clientes.

—¿De veras no cobra?

El señalaba con la cuchilla o el martillo el cartelito de la pared.

—¿Qué mosca le ha picado?

—Hay que abaratar la vida. Ya no se puede vivir. Un par de medias cuesta treinta pesos —decía
Artidoro.

Había algunos que llevaban los zapatos a arreglar, porque eran jugadores y si no acertaban, no
pasaban a retirarlos. De modo que las paredes se cubrieron cada vez más de viejos zapatos
arreglados.

Fué por esos días que ocurrió un episodio insignificante, pero que conmovió al zapatero. Bajó una
muchacha descolorida, flaca. Se había recogido el cabello rubio sobre la nuca. Era un cabello
hermoso que se ondulaba en pesadas matas de oro limpio. Mirándola uno sentía el disgusto de
que un cabello tan fino y atrayente adornase un rostro sin gracia, chato, de ojitos redondos y
enrojecidos, de nariz ancha en la base, de agujeros grandes, de boca gruesa y mentón aplastado.

Desenvolvió el paquete que traía y mostró un par de zapatos en sus manos de uñas descuidadas.

—Esto no vale la pena arreglarlo... están muy gastados... no sirven más que para tirarlos... —dijo
Artidoro mientras los examinaba.

—¡Están tan caros ahora los zapatos! –murmuró ella con una mezcla de súplica, protesta y
desesperación.

Artidoro movía la cabeza negativamente.

—Son para ir al trabajo, porque en la fábrica me pongo las zapatillas.

Artidoro miró impensadamente los pies de la muchacha y vió que llevaba unos zapatos de lona, de
hombre, demasiado grandes para su medida.
Ella insistía débilmente:

—Todavía pueden tirar un poco. Es que una se acostumbra tanto a los zapatos, que prefiere los
viejos a los nuevos...

Sin replicar, Artidoro, los puso en el suelo, junto a la silla y barbotó:

—Para el jueves a la tarde...

—¿Cuánto me va a salir? —preguntó la rubia conteniendo cierta ansiedad.

Artidoro volvió a tomar los zapatos, los examinó nuevamente, luego con un tono ligeramente
irritado, exclamó

—Estos... es mejor tirarlos a la basura... éstos salen... media suela clavada... taco... a éste hay que
cambiarle el cambrillón... hay que coser el escote... por menos de veintiocho pesos no se pueden
arreglar y bien no van a quedar...

Ella quedó un instante alelada, después fue saliendo lentamente. Desde el primer escalón volvió la
cabeza:

—¿Para el jueves, sin falta?

—Sí —respondió Artidoro con una voz dura—, pero hay que dejar seña.

Y con el martillo que tenía en la mano señaló los zapatos que colgaban de la pared.

—Hago la compostura y después no vienen a retirarla —murmuró para justificarse.

La muchacha retrocedió sobre sus pasos, mientras abría el pellizco que cabía dentro de su mano
cerrada.

—¿Tres pesos está bien?

Artidoro tomó el dinero sin contestar, tanta rabia le daba tener que conmoverse.

La muchacha salió y Artidoro se puso a comer una manzana, pelándola cuidadosamente con su
cuchilla de zapatero. Comía un trocito de manzana saboreándolo concienzudamente y tomaba un
traguito de vino.

Después siguió el trabajo que tenía entre manos. Pero tuvo que dejarlo porque no podía quitarse
de la cabeza los zapatos torcidos de la muchacha.

Y toda esa tarde y hasta las diez de la noche y toda la mañana siguiente y parte de la tarde, se
puso con ardor a componer aquellos zapatos.

Con la boca llena de clavitos, cantaba:

—...Mariannina... mamma mía... Angiolina...sorella mía... Teresina, sorella cara... Estela, cuore
mío...

Y volvía a empezar. Y recordaba los zapatones de cuero rústico, duro, que llevaban su madre, sus
hermanas, su novia lejana…

El jueves a la tarde apareció la rubia y empezó a desenrollar despacio unos billetes.

Artidoro tomó el par de zapatos resplandecientes, los envolvió en una hoja de papel de diario y se
los dio. A la muchacha se le iluminó el rostro. Parecía contenta y más digna de aquella exuberante
cabellera de oro.

—¿Veintiocho... me dijo...?

Artidoro se levantó de su sillita desvencijada, contó tres pesos de a uno y se los dio.

Después sacó de debajo de la banquilla el cartelito y lo colgó en la pared.

La rubia perpleja leyó:

LAS COMPOSTURAS QUE SE RETIRAN HOY, NO SE COBRAN.

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