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VIVIR EN GUERRA
LA ZONA LEAL A LA REPÚBLICA (1936-1939)

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Joan Serrallonga, Manuel Santirso y Just Casas
VIVIR EN GUERRA
LA ZONA LEAL A LA REPÚBLICA (1936-1939)


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Director de la colección: Gonzalo Pontón Gijón

Consejo asesor:
José Manuel Blecua
Fàtima Bosch
Victòria Camps
Salvador Cardús
Ramon Pascual
Borja de Riquer
Joan Subirats
Jaume Terradas

Autoria de los capítulos:


Joan Serrallonga. «La vida en guerra»
Manuel Santirso. «El escenario de la vida en guerra»
Just Casas. «El trabajo en guerra»

© del texto: Joan Serrallonga, Manuel Santirso y Just Casas, 2013


© de esta edición: Edicions UAB, 2013
CC0 de la imagen de la portada: CNT-FAI. Contribuye a la victoria trabajando sin descanso.
1938. Vinyeta. Universitat de Barcelona.

Edicions UAB
Servei de Publicacions de la Universitat Autònoma de Barcelona
Edifici A
08193 Bellaterra (Cerdanyola del Vallès)
Tel. 93 581 10 22  Fax 93 581 32 39

ISBN: 978-84-939695-5-4
Depósito legal: B-2.401-2013
Impreso por Gràfiques Jou
Impreso en España - Printed in Spain

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión
en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

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Sumario

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

Capítulo 1
La vida en guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
Reconstruir la normalidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
La guerra: un componente cotidiano hasta el final . . . . . . . . . . . 67

Capítulo 2
El escenario de la vida en guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119

Capítulo 3
El trabajo en guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163
Economía, poder y legislación republicana . . . . . . . . . . . . . . . 163
La guerra y el mundo laboral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205

Fuentes utilizadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245


Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249
Siglas utilizadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 253

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Salí del llanto, me encontré en España,
en una plaza llena de hombres de fuego imperativo.
Supe que la tristeza corrompe, enturbia, daña...
Me alegré seriamente lo mismo que el olivo

Miguel Hernández, Viento del pueblo

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Introducción

«Transcurrió el día dentro de la más absoluta normalidad»

La frase que antecede apareció en un periódico de la zona leal


a principios de agosto de 1936, en un momento en el que las
condiciones de existencia de la población presentaban ya se-
rios problemas. A pesar de ello, este confiado enunciado nos
sirve maravillosamente para introducir nuestro trabajo, el que
aquí se presenta. Escribir sobre lo cotidiano, hablar de las cosas
habituales, del día a día, de la normalidad, en una situación de
guerra civil puede parecer ocioso e incluso fuera de lugar. No
es así. La guerra, una ceguera humana cuyo elemento nuclear
es siempre la matanza de seres humanos, llega al arrebato faná-
tico cuando se trata de un conflicto civil. En este tipo de gue-
rra, la que se basa en una violencia desmedida y continuada
sobre la indefensa población civil, la enajenación no conoce
límites y llega al exterminio del contrario. La Guerra Civil Es-
pañola duró casi treinta y tres meses. Estalló el 17 de julio de
1936 y finalizó el 1 de abril de 1939. Fue la «guerra que ellos
han provocado», en certeras palabras de Antoni Rovira i Vir-
gili referidas a los facciosos. Fue en esta conflagración cuando
la lucha de clases se apareció con una mayor nitidez si cabe,
cuando parecía más aprehensible. En el mismo momento en el

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que los sublevados establecían por el terror extremo la línea


invisible que durante toda la guerra dividió España asimétrica-
mente, la vida de la gente continuaba. Comer, dormir, mo-
verse, pasear, amarse, trabajar, lavarse, ir a la escuela, leer, ves-
tirse continuaron formando parte de la vida corriente, vulgar
incluso. Fuera del frente bélico, en la retaguardia leal, era pre-
ciso hacer lo que se hizo ayer, aunque, como es natural, de
ninguna manera se podría recomponer la rutina diaria de una
forma mecánica. La gente había ocupado la calle, era dueña
del espacio público, huían los controladores seculares, pero su
vida continuaba como el día anterior.
En la zona leal, en aquella parte de España que quedó con
la República, la vida transcurría por cauces de angustiosa nor-
malidad, a pesar de los persistentes estragos causados por la
guerra. Los especialistas han señalado acertadamente que en
los films realizados en la zona republicana aparece la vida dia-
ria, lo cotidiano, los quehaceres ordinarios como un elemento
relevante, casi diríamos que absorbente, aunque no único. Por
ejemplo, una parte de la filmografía dedicada a los brigadistas
internacionales pone en la pantalla las «gestas» de la ayuda a las
personas: la atención médica, los hospitales, las guarderías, la
comida para los niños, el descanso después de la batalla, la
ropa, el amor... En los noticiarios que se proyectaban en las
salas de cine nunca faltaba la crónica de la vida diaria, aunque
fuese escueta o estuviera mezclada en el mensaje. En cambio,
en el bando rebelde, lo cotidiano, la vida, estaba casi por com-
pleto ausente. Ello era debido a que en el lenguaje visual de la
epopeya, de la cruzada, las cosas que se hacen cada día resultan
vulgares, bastas, tanto que incluso podrían deslustrar al héroe.
¿Por qué hablar de la comida o de la ropa frente a la aparición
del superhombre? ¿Cómo escribir sobre el hambre o la salud
cuando el designio divino ha colocado al cruzado en aquella
santa contienda? ¿Por qué revelar que come habichuelas, gar-
banzos o tocino el salvador de la civilización? ¿Qué decir de la

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vida de la mujer en la guerra sin deslucir el papel que según la


Iglesia se le ha asignado desde la creación? La situación es
completamente distinta en la España leal, porque las nuevas
tareas diarias, como las colas en tiendas y mercados, el trabajo
voluntario, la atención al racionamiento, las múltiples relacio-
nes, la solidaridad para con los refugiados, serán vistas como
un elemento de lucha contra el fascismo rompedor. En este
sentido, la Cartilla Escolar Antifascista se publicó como un ejer-
cicio de sencilla autoestima: «laboremos por el bienestar de
nuestro país», «la mujer se emancipa luchando y trabajando
junto al hombre» o «después de vencer al fascismo tendremos
una España próspera y feliz». La clase obrera verá inmediata-
mente en la continuación de la naturalidad de la vida una for-
ma de combate, aquella batalla diaria que podían librar las per-
sonas. Y la vida continuó. Pero, la historia la escriben los
vencedores, en el caso que nos ocupa los franquistas. Así, en
los muchos años del régimen franquista, lo cotidiano, la vida
corriente que se desarrollaba con enorme esfuerzo, no se vol-
verá a asociar a la Guerra Civil Española. Como decía el régi-
men: todo era voluntad de servicio, todo sacrificio, sin vida.
Se recordará permanentemente la victoria, eso sí. Pero, hasta
fechas recientes, en el análisis de lo cotidiano algunos autores
han seguido la absurda consigna de los cruzados, del caudillo,
de los llamados «héroes». Han obedecido aquel mandato, mili-
tar por supuesto, que separaba la normalidad de la gesta. Aún
hoy hemos de lamentar que, a fuerza de repetir y repetir esta
obtusa regla, alguien continúe creyendo que es cierta.
El libro que presentamos se compone de tres piezas nada
diferenciadas; al contrario, las hemos perfilado para que se
coordinen perfectamente. Hemos trabajado para no ser com-
pendiosos en absoluto, sino claros y sencillos. Como debe ser,
las respuestas tocan los planteamientos de cada autor. Los tres
capítulos corresponden: el primero («La vida en guerra») a
Joan Serrallonga; el segundo («El escenario de la vida en gue-

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rra») a Manuel Santirso; el tercero («El trabajo en guerra») a


Just Casas. Se ha pretendido realizar un estudio que no sea
enciclopédico en absoluto, sino una aportación que contribu-
ya eficazmente a cambiar la mirada sobre unos aspectos que
consideramos fundamentales en el examen de la Guerra Civil
Española. Ya basta de decir que todo está estudiado, porque
una pequeña incursión en cualquier aspecto será suficiente
para medir la estulticia de esta opinión. La base territorial es la
España leal, que mengua progresivamente en el curso de la
contienda. Los mapas que ilustran el libro se han elaborado
con una visión diferente, datos nuevos y unas originales con-
fecciones, sin rehechuras ni calcas de ninguna clase. La ade-
cuación de los mapas al texto en su conjunto —de hecho, un
ineludible lenguaje secuencial‌— transita por los caminos idó-
neos. En el conjunto del trabajo se ha acudido a una amalgama
de testimonios, citas de autor e información de primera mano
procedente de archivos y centros de documentación. Tratán-
dose originariamente de un proyecto de investigación
(HAR2009-10213), las fuentes primarias y los testimonios de
primera mano han tenido un relieve singular, como se descri-
be concisamente al final de cada capítulo.
La primera parte, a la que le atañe la introducción del
tema general del libro, se ocupa de las condiciones de vida du-
rante la guerra. Es un inmenso cajón de sastre que se ha orde-
nado, presumimos que sensatamente, para que se pueda seguir
cronológicamente la contienda, pero sin desplazarse de forma
central por los hechos bélicos. Sin duda, el análisis de «la gue-
rra en sí misma» es el que ostenta el récord de una mayor
aportación bibliográfica, auténticamente mastodóntica, aun-
que ello no signifique su superior o más completo conoci-
miento. Los ejes de «La vida en guerra» corresponden a las
condiciones de existencia, la estructura que las contiene, la
emergencia de los cuatro millones de refugiados de guerra, la
peligrosa «aventura» de la subsistencia diaria y la actitud de

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irreductible resistencia por parte de una población que tiene


una conciencia social bien definida y arraigada. Porque un
pueblo, dijo Antonio Machado, «es una muchedumbre de
hombres que temen, desean y esperan aproximadamente las
mismas cosas. Sin conocer algunas de ellas, no haréis nada, en
historia, que merezca la pena».
Todas las guerras se libran a partir de estrategias, y estas
siempre se diseñan sobre el terreno real. Un alto mando puede
actuar sin cartuchos, pero no sin mapas. Si además ha de tomar
decisiones en un conflicto como fue la Guerra Civil Española
de 1936-1939, en que los bandos enfrentados pusieron en jue-
go todos los medios humanos y económicos a su alcance, en-
tonces cualquier estado mayor recabará cuentas, estadísticas...
y más y mejores mapas. Por eso nos ha parecido que no basta-
ba con que los mapas ilustrasen este libro, sino que teníamos
que reservarles una parte del mismo. De este modo, servirán al
mismo tiempo para plasmar sus contenidos y para integrar sus
ideas. El resultado ha sido una aproximación cartográfica in-
édita a la Guerra Civil. Nuestra propuesta es del todo novedo-
sa: en el fondo, porque expone un análisis geográfico de los
factores del conflicto; en la forma, porque ha adaptado para
fines del presente el estilo gráfico que imperó en el tiempo
que narramos.
El territorio legal quedó dividido en dos prácticamente
desde el principio, de manera que toda la franja cantábrica
permaneció leal a la República, desgajada del resto de su cuer-
po. Sus principales fuentes energéticas y su industria pesada
quedaron desconectadas de los centros de consumo y de las
industrias ligeras de transformación industrial, lo que rompió
su mercado interno. Además, la reacción popular propició la
aparición de numerosos comités de todo tipo y rango que difi-
cultaron, en los cruciales meses iniciales, una adecuada res-
puesta a la sublevación. Acto seguido, las formaciones sindica-
les y los partidos de izquierda se vieron empujados en muchos

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territorios leales a una auténtica revolución social: incautacio-


nes, requisas, colectivizaciones industriales y agrarias, muchas
de las cuales se produjeron espontáneamente y sin freno, pro-
piciadas por el caos y desbarajuste iniciales. Más aún se podría
hablar de diversas revoluciones sociales en marcha, habida
cuenta que sus protagonistas no compartían ni modelos eco-
nómicos, ni la misma visión del momento ¿Hacer la revolu-
ción? ¿Hacer la guerra? ¿Las dos cosas a la vez? ¿En qué orden?
¿Se luchaba por la República democrática? ¿Por la revolución?
A pesar de no desaparecer la legalidad republicana encar-
nada por el Gobierno legítimo, este tardó en imponer y cen-
tralizar todo el poder, y en responder adecuadamente y de for-
ma unitaria a la agresión fascista. El Gobierno republicano
tuvo que proteger, alimentar y dar servicios a una población
víctima de una brutal agresión. Tuvo que recomponer, prácti-
camente desde sus fundamentos, un nuevo orden legítimo ca-
paz de hacer frente a la situación soportando todos los obstá-
culos y dificultades que significaba ganar una guerra que ni
había querido, ni había provocado. Su lucha por imponer de
nuevo la legitimidad de su poder a la fuerza debía contemplar
la necesidad de la victoria, de ganar la guerra. Por tanto, había
que organizar no solo el frente militar, sino también la reta-
guardia adecuándola y orientándola al esfuerzo bélico y exi-
giendo sacrificios a la población civil.
Enunciadas las partes del libro, únicamente resta decir que
se hallará al final una relación bibliográfica sucinta pero útil. Se
ha querido huir del uso de una larga relación de referencias,
por otra parte conocidas. Pero volvamos atrás. Si existe una
manera realmente útil de atender a la explicación de lo coti-
diano durante la Guerra Civil Española es a través de la divul-
gación de los resultados de una investigación meticulosa. Pero
es hacerlo de una forma ágil, sencilla, sin pararse en las áridas
planicies de aquella fatua erudición que a nada conduce. Ade-
más, el trabajo ahora presentado ha hecho mella en los autores,

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no solo en el sentido de realizar correctamente esta aportación


—no podría ser de otra forma—, sino sobre todo en el con-
vencimiento de que no ha finalizado. Tenemos la convicción
de que continúa siendo necesario un estudio amplio de la vida
en la Guerra Civil Española con la discusión de los viejos
aportes y la emergencia de otros nuevos que están esperando
ver la luz. Todo ello para que no quede la sensación de que se
dejan en «suspensión» los problemas difíciles. Si el lector tam-
bién llega a esta sincera conclusión, nuestro trabajo, que ya es
grato por la amable publicación de sus resultados, será por
completo satisfactorio.
Joan Serrallonga Urquidi
Noviembre de 2012

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C apí tulo 1

La vida en guerra

Reconstruir la normalidad

Una línea invisible, pero tremendamente cambiante, dividió el


territorio español tan solo unos días después de la sublevación.
Los militares rebeldes declararon el estado de guerra en todas
las plazas donde se sublevaron; lo hicieron mecánicamente y
de la forma acostumbrada, pero con una violenta excitación.
Pío Baroja, que estaba en Itzea, su casa de Vera, escribió: «¡Era
de esperar que algo por el estilo ocurriese en una tierra así de
pronunciamientos! Se olfateaba que iba a ocurrir algo por el esti-
lo. Ahora, qué es lo que pasará después, es lo que no sabe na-
die y es lo que preocupa a todos». Pero evidentemente no era
un pronunciamiento más, no era una asonada de cuartel; fue el
inicio de una larga y planificada campaña de exterminio.
Aquel mes de julio estaba siendo muy caluroso; como
siempre, la máxima en Sevilla y la mínima en León. Se anun-
ciaba un viaje desde Madrid y Barcelona para asistir a los Jue-
gos Olímpicos de Berlín. El domingo, centenares de atletas
estaban convocados en Montjuïc para la Olimpiada Popular.
En el cine Coliseum se proyectaba la película de Columbia
Adiós al pasado. En la XXX Vuelta a Francia, los duros ciclistas
españoles Mariano Cañardo, formidable escalador, y Julián

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20 VIVIR EN GUERRA

Berrendero se colocaron en liza. En Cartagena se había decla-


rado la huelga general. Era el sexto día de la huelga de trans-
portes en la Ciudad Condal. En toda España, las familias de
clase alta se habían trasladado a climas más benignos o estaban
por hacerlo. Algunas familias de clase media de las ciudades,
con destinos más o menos lejanos a sus hogares, también se
marcharían de veraneo. Por lo general, en los pueblos la situa-
ción no era muy distinta. Pero la inmensa mayoría del país
continuaba en su casa, como siempre, trabajando y soportando
el intenso calor. En la sierra o en la costa, las casas de colonias
escolares hospedaban a hijos de empleados de compañías,
como Telefónica. El mismo panorama para las del Ministerio
de Instrucción Pública u otros organismos. Los niños del dis-
trito de Centro, de Madrid, con sus gorros marineros, habían
salido sonrientes el día anterior en autobús con destino a San-
tander.
Al conocerse la rebelión en las plazas africanas, la inquie-
tud y el temor se generalizaron de inmediato; dondequiera
que estuviese, todo el mundo se apresuró a conocer su alcance
o lo que fuera. En los corrillos, en los mentideros y en las casas
se hablaba de lo mismo. «En las calles de Madrid, el nerviosis-
mo pusilánime en unos, corajudo en otros, desbordaba las
marcas conocidas», escribió el malogrado Julián Zugazagoitia.
Los locales societarios de partidos y sindicatos de toda España
se mantenían a la espera. Nada oficial. La gente que iba por la
calle parecía mirarse sin verse, iba a lo suyo. Pocos consiguie-
ron dormir aquella noche, pendientes de la radio. Primero sa-
lieron los inquietos periodistas en busca de noticias. No co-
rrieron a ningún centro oficial, sino a la calle. Todo estaba a la
vista. Las informaciones, suministradas remisamente por las
autoridades, auguraban un rápido final a la intentona golpista.
Los titulares de los periódicos se llenaron de triunfos morales a
falta de informaciones fiables: «Las tropas desleales de la España
reaccionaria han sido batidas por el pueblo y por las fuerzas de

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L a vida en guerra 21

la Guardia Civil y de Asalto de la España auténtica» o «El Go-


bierno ha dominado la sublevación militar». En las páginas in-
teriores de los diarios, unas notas breves se interesaban por los
menores que estaban fuera, acaso en la zona que quedaría ocu-
pada [Mapa 3].
La población había tomado plena conciencia de la nueva
realidad que ahora se abría ante sus ojos. «La República, que es
la ley, necesita de todos», decía El Heraldo. La verdad es que la
circunstancia del posible complot faccioso había sido frecuente
en la prensa, en las tertulias e incluso en los corros de la calle.
No era nada nuevo el lenguaje de la violencia. Era una lengua
que se había extendido en los últimos meses por todos los rin-
cones de la geografía española como un espeso manto oscuro.
Las bravuconadas, las algarabías, las fugaces acciones callejeras
y las torpes intentonas insurreccionales extendieron por do-
quier el espanto e incluso el luto. La prensa seria llevaba sema-
nas informando de la nada disimulada deslealtad de algunos
militares. José Alonso Mallol, director general de Seguridad,
ordenó la detención de varias tramas de falangistas; tenía infor-
mación concreta y cumplida de la posible preparación de una
rebelión militar y envió el resultado de sus escrupulosas pes-
quisas al ministro de la Gobernación y al jefe de gobierno sin
resultado alguno.
El léxico del terror había anidado profundamente en algu-
nas conciencias, sin duda en demasiadas, pero no así en la del
pueblo, y debemos decirlo en voz muy alta para desmentir en
seco a la eterna España negra. Porque, como dijo Antonio
Machado, «el pueblo es siempre una empresa futura, un arco
tendido hacia el mañana». A pesar de ello, a pocos extrañaba
que cada vez con mayor asiduidad y descaro se dieran a cono-
cer noticias de terribles actos de brutalidad y que se hablara
con obstinada insistencia de la preparación de atentados y aso-
nadas contra la República. Lo recordará el 24 de julio el diri-
gente socialista Indalecio Prieto en un conocido discurso, que

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refería otro anterior, «La conquista interior de España», una


disertación pronunciada en la ciudad de Cuenca el 1 de mayo
de 1936: «Dije que la subversión, para mí segura, cuya proxi-
midad y cuya intensidad me cuidé de anunciar públicamente,
había de encontrar una resistencia y que la lucha habría de ser
cruenta». Aún el día 19 de julio, una viñeta del caricaturista
Bluff en el diario madrileño La Libertad dibujaba a un abruma-
do joven republicano que miraba una enorme pila de papeles
con los nombres de los persistentes problemas que se le habían
presentado a la República española; allí, encima de insurrec-
ciones y complots, destacado, se podía ver el papelón del ac-
tual levantamiento. En medio de la rebelión militar de resulta-
do dudoso, los ciudadanos intentaban recomponer su vida
diaria en las pequeñas grietas de la provisionalidad que impo-
nía la guerra civil. Sí, la guerra. Así lo escribirá tiempo después
Miguel Hernández: «La guerra desnuda tanto al hombre, que
se le ve transparente en sus menores movimientos». Porque
podemos decir sin ambages que la gente conocía perfectamen-
te quién había provocado el conflicto; nadie tuvo que decirle
los sectores sociales que lo secundaban, quién lo sostenía o con
qué crueldad actuaba. En las áreas libres, donde fracasó el gol-
pe, todos tenían fundadas opiniones sobre los sombríos paga-
dores de esta guerra de exterminio y sabían por qué aportaban
sus capitales. Aunque la prensa apareciese invariablemente con
la visa de la censura y dulcificase un tanto la situación, eran
pocos los que se llamaban a engaño.
«El pueblo español se ha levantado en masa para defender
a la República. La conquistó pacíficamente con sus votos y la
mantiene con las armas», le dijo don Manuel Azaña a un pe-
riodista de Paris-Soir. Desde el primer momento, las organiza-
ciones del Frente Popular se pusieron a disposición del vaci-
lante Gobierno, aunque, a la vez, iniciaron planes propios que,
como es natural, no siempre serían coincidentes. Los dirigen-
tes políticos se dirigían por radio a sus partidarios y a todo el

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