Contemporánea
Eje Temático 1
El capitalismo neoliberal y sus críticxs:
de la desposesión y el gobierno a la construcción de alternativas.
Título de la ponencia:
Breve genealogía de las otredades neoliberales:
del gobierno de las conductas a la (a)política de las pasiones
Sebastián Botticelli
(UBA / UnTreF)
I. Debates actuales
La invitación del Eje Temático 1 de las IX Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política
Contemporánea 2018 no podría ser más punzante ni más incómoda: poco menos que una afrenta
apenas disimulada bajo el formato de interrogantes que se valen de cierto lenguaje académico para
lanzar una diatriba contra la propia Academia –de la cual todos nosotros formamos parte–, contra sus
reglas, su funcionamiento y sus prácticas. La invitación nos interesa en primera persona, es decir, nos
hiere en nuestro pudor más íntimo.
¿Cuál es el sentido de deambular “de congreso en congreso” coreando la remañida cartografía de los
poderes actuales como si se tratase de una letanía que provee a los oradores de una suerte de resguardo
moral? ¿Para qué sirve la repetición de denuncias eruditas e iluminadas si se elude con platónica
elegancia el problema de pensar de qué modo esas denuncias pueden producir realidades que alcancen
a ir más allá del discurso de la Academia? ¿Hasta dónde esas críticas alcanzan tan siquiera a hacer
mella en ese sentido común que se busca combatir?
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No por nada este Eje 1 de las presentes Jornadas se titula “El capitalismo neoliberal y sus críticos”:
conjunta lo que se supone que debería ir enfrentado. De allí a acusarnos de funcionales hay una
distancia muy corta. No contentos con eso, los coordinadores además se atreven a exigirnos que
vayamos más allá de los límites del diagnóstico y de la crítica. Nos preguntan: ¿cómo plantear
estrategias para que la praxis teórica pueda volverse resistente y creadora de otras experiencias
posibles? ¿Cómo generar alternativas para enfrentar las modalidades de poder que saturan nuestra
actualidad, que parecen aproximarse cada vez más a las condiciones de la más completa y dura
dominación?
Estamos aquí para aceptar este desafío –el cual, por cierto, agradecemos–. Y para hacerlo con muchas
expectativas pero, cabe reconocerlo, sin muchas esperanzas de salir airosos. Quizás, en el mejor de
los casos, alcancemos a arañar un empate.
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Desde principios de la década de 1990 hasta el principio de los 2000. Es el momento en el
que, tras el fin del comunismo soviético, el neoliberalismo alcanza a expresarse como una
fuerza global que bajo el paraguas del Consenso de Washington, derriba fronteras y subsume
soberanías nacionales modificando la matriz productiva mundial e instalándose como
ideología hegemónica.
Si lo ocurrido en la región suramericana durante la primera década del siglo XXI forma parte de esta
Historia del Neoliberalismo Argentino y Latinoamericano o si, antes bien, se trató de un movimiento
de resistencia que alcanzó, al menos, a ponerle un coto a la feroz dinámica neoliberal, es materia de
discusión. Ese campo polémico queda configurado a partir de las posiciones extremas que sostienen
quienes hablan de “continuismo” (Svampa: 2016) y quienes hablan de “post-neoliberalismo” (Sader:
2008).
Por las características del ethos crítico descriptas anteriormente, en más de un sentido nos estaríamos
haciendo un flaco favor si intentásemos incorporar acríticamente nuestra actualidad a esta linealidad
histórica. No es menester aquí especular sobre cómo los libros recordarán estos años que estamos
transitando. Tampoco tendría mayor sentido convertir las interpretaciones del pasado en diagnósticos
del futuro, delimitar ciclos, reconfirmar esquemas, desenterrar profecías. Lo que debemos hacer con
la historia es utilizarla como espejo, buscarnos en ella atendiendo a los detalles en los que podamos
reconocernos pero también –y quizás especialmente– a los elementos de nuestro tiempo actual que se
diferencian de los retratos del pasado, que rompen las líneas de continuidad esperables, que parecen
suponer formas de novedad.
V. Otredades neoliberales
Recurramos a la historia, entonces, para buscarnos en ella. En particular, va a resultar interesante
destacar cómo las etapas de la Historia del Neoliberalismo pueden caracterizarse a partir del modo en
el que cada una de ellas define una otredad que debe ser conjurada. Estas otredades señaladas por la
impronta neoliberal mantienen, como veremos a continuación, un núcleo de características comunes.
Sin embargo, hay elementos que se van desplazando, detalles que el ojo desatento podría pasar por
alto.
La primera de estas etapas del neoliberalismo identificó a la otredad con las dinámicas del Welfare
que proveían a los ciudadanos de protecciones “desde la cuna hasta la tumba”, acusando a dichas
protecciones de fomentar la comodidad y la pereza de la población. En las teorías desplegadas por
los intelectuales de la Escuela de Viena, el Estado aparecía como una entidad acostumbrada a
financiar sus prestaciones parasitando los recursos productivos de la sociedad. La regulación estatal
de la competencia mercantil fue señalada como un peligro para el sistema productivo en su conjunto.
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En ese contexto, autores de la talla de Friedrich Hayek se plantearon como objetivo convencer a las
poblaciones de que la planificación centralizada de la economía, en el corto plazo, conduciría a serios
desajustes económicos y en el largo, a imposiciones propias de los totalitarismos (Hayek: 1944).
La segunda etapa del neoliberalismo definió como su enemigo a la intervención estatizante
acusándola de ahogar las posibilidades del progreso colectivo con sus medidas regulatorias. La
legislación relacionada con las actividades laborales y con el funcionamiento de los sindicatos fue
señalada como una manera de violentar los derechos individuales relacionados con la propiedad.
Como contrapartida, los teóricos de la Escuela de Chicago propusieron la construcción de un sistema
social basado en la cooperación voluntaria y en la innovación empresarial en pos de que el sector
privado pasara a funcionar como único control de los poderes gubernamentales. La defensa a ultranza
de la libertad de intercambio, es decir, la articulación de todos los medios necesarios para que ningún
individuo ni institución pueda interferir en la actividad económica de las demás personas fue
postulada como la condición necesaria para el progreso colectivo y como la más eficaz forma de
protección de los derechos individuales (Friedman: 1982). Más allá de las teorías editadas, la historia
mostró que, al menos en Latinoamérica, la implementación de este tipo de reformas sólo fue posible
a partir del shock terrible y sangriento que ejecutaron los procesos dictatoriales en pos de quebrar
voluntades colectivas y de atomizar las expectativas de vida de los sujetos.
La tercera etapa del neoliberalismo apuntó contra los movimientos localistas que, en nombre de sus
soberanías y sus particularidades culturales, se negaban a sumarse a las dinámicas de la globalización.
Recuperando parcialmente cierta retórica decimonónica, los impulsores del Consenso de Washington
cantaron sus loas a las mieses de las dinámicas del progreso que finalmente habían vencido todas las
barreras del atraso. En esa clave, el propio mercado alcanzó a concretarse como un dispositivo de
gobierno que supo invertir cargas y responsabilidades: a partir de “el fin de las ideologías”, fueron
los sujetos individuales quienes debieron esforzarse para no caer del tren de ese progreso que
abandonaba a su suerte a quienes dejaba detrás. Fue el tiempo de la difusión de las teorías que
postularon la necesidad de convertir al estado en un prestador de servicios, al ciudadano en un cliente
y, en términos más generales, al humano en un capital (OCED: 1987).
En nuestra actualidad, la otredad tiene un rostro nuevo-viejo: es el populismo. No vamos a entrar aquí
a discutir qué es o qué debe entenderse por populismo. Lo que queda claro es que hoy el término
“populismo” aparece en el discurso coyuntural con una carga marcadamente negativa, funcionando
como sinónimo directo del término “demagogia”. Esa caricatura del populismo hoy difundida conjuga
los rasgos de las demás otredades descriptas por las anteriores etapas del neoliberalismo, pero incluye
además un plus novedoso: el problema que es necesario enfrentar ya no se soluciona solamente con
reducir o anular el intervencionismo estatal para dar lugar al florecimiento de las fuerzas productivas
sociales, sostiene el neoliberalismo actual. Hoy pareciera ser que la propia sociedad es la que está
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enferma pues ha sido colonizada por la costumbre de esperar la providencia del Estado.
Consecuentemente, espera de manera pasiva la asistencia de la esfera pública en lugar de buscar ella
misma los modos de satisfacer sus necesidades. No se trata, por lo tanto, de liberar a la sociedad sino
de invitarla a un profundo examen de conciencia a partir del cual ella misma se vuelva capaz de
rechazar las protecciones estatales –que son siendo ficticias y engañosas pues su alto costo termina
produciendo más perjuicios que beneficios– y abrazar sin tapujos las dinámicas de la competencia
mercantil –cuya naturalidad y espontaneidad garantizan resultados merecidos, es decir, verdaderos–.
La sociedad ya no tiene por principal enemigo al Estado. La sociedad se tiene por principal enemiga
a ella misma y las partes sociales dispuestas a emprender el camino de la sanación se oponen a las
otras partes que aún no están dispuestas a hacer lo que hace falta hacer.
La frase “se robaron todo” puede ser cierta en parte, pero la complejidad que supusieron los
gobiernos latinoamericanos de la primera década del siglo XXI no puede quedar comprendida en
semejante simplificación. Ninguna forma de corrupción anula el peso específicamente político de
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las movilizaciones populares, de la reivindicación de los Derechos Humanos o de la afirmación
de simbologías que aspiraban a la integración regional.
La economía de un país no puede pensarse al modo de una contabilidad de dos columnas dentro
de la cual los egresos nunca deben superar a los ingresos. Los Estados nacionales pueden crear
instrumentos monetarios y con eso movilizar recursos sociales. En el nivel macroeconómico, las
relaciones entre la inversión y el ahorro no son lineales sino complejas. No se trata, en última
instancia, de cuestiones técnicas sino de decisiones políticas.
El recorte de las prestaciones estatales no es la única manera de reducir el déficit fiscal, así como
tampoco la eventual reducción del déficit fiscal implica necesariamente un “ordenamiento” de las
dinámicas económicas.
Con los niveles inéditos de concentración de riqueza a los que asistimos en nuestra actualidad, las
prestaciones estatales son una de las pocas herramientas a partir de las cuales podemos aspirar a
sociedades más igualitarias.
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porque está todo dicho
y nadie escucha nada
por esa misma causa
no se puede callar
alza tu voz
Si quisiésemos exagerar un poco, podríamos decir que justamente por ese tipo de frases aquello que
expresaban estas bandas no alcanzó el nivel de la articulación política. Acomodándose en un
consignismo impracticable, el rock de los ’90 nunca fue mucho más que una intensa catarsis colectiva
fácilmente reconvertible a los parámetros de la normalidad.
Por aquél entonces se trataba de alzar nuestra voz para que se oyera por sobre las otras. Pero claro,
cuando esas otras voces hacían lo propio, todo volvía a estar en el mismo punto solo que unos cuantos
escalones más arriba en la escala de las estridencias. El problema no era una cuestión de decibeles.
El problema era que parecía estar todo dicho. No se trataba, entonces, de gritar más alto sino de pensar
qué era lo que faltaba decir, lo que hacía falta decir.
Pasó el tiempo. Hoy el problema es otro. Pero en más de un sentido, también es el mismo.
Durante los primeros años del siglo XXI, ese deseo de alzar la voz fue encausado a partir del más
eficaz caballo de Troya jamás diseñado: las mal llamadas “redes sociales”, triste imitación del Ágora
que aprendimos demasiado rápidamente a habitar y que ha colonizado nuestro mundo de la vida.
Al interior de ellas, la frase “está todo dicho” adquiere ribetes que recuerdan a las habladurías sobre
las que nos advirtiera Heidegger. Cuando sólo podemos recombinar elementos que ya sido dispuestos,
no estamos hablando sino que estamos siendo hablados. No hay lenguaje, hay ruido. Curiosa y eficaz
forma de censura que no prohíbe sino que empuja a decirlo todo, todo el tiempo, de forma breve y a
los gritos, para que esté todo dicho y para que nadie escuche nada. En última instancia, se trata de
una degradación del discurso: creemos que debatimos, pero nada puede discutirse seriamente en 140
caracteres. Creemos que intervenimos, pero sólo nos sumamos a la inacción de un ruido que se
multiplica infinitamente transformado cacerolas en bits y manifestaciones callejeras en grupos de
Facebook.
Por supuesto, nunca está todo dicho. Esa es la verdadera condición de lo humano.
Frente a esas nuevas formas del ruido tan características de nuestro mundo contemporáneo, es
momento de bajar la voz.
Bajar la voz no significa hablar de manera timorata, con titubeos. Significa hablar con una firmeza
que no se alimente de la estridencia. Bajar la voz tampoco significa ejercer ninguna mal comprendida
pasividad oriental a partir de la cual terminaríamos sentándonos a esperar que el cortejo fúnebre de
los cadáveres de nuestros enemigos pase por la puerta de nuestra casa. Bajar la voz significa pensar
lo que vamos a decir, evitar consignismos vacíos, no repetir como loros eufóricos, elegir con cuidado
nuestras palabras. Bajar la voz significa no hablarnos a nosotros mismos, no regocijarnos con nuestros
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fraseos. Bajar la voz significa asumir la angustia que produce reconocer que podemos equivocarnos,
que podemos errar políticamente tanto por obra y compromiso como por comodidad y omisión. Bajar
la voz significa abocarnos a revisar nuestras certezas, tarea doblemente incómoda, pues debemos
encontrar el modo de llevarla a cabo sin que ello implique renunciar a nuestras convicciones. Bajar
la voz significa, sobre todo, hablar escuchando lo que nos dicen y lo que decimos; separarse del
vanguardismo progresista e iluminado para intentar entender. Sólo bajando la voz la autocrítica se
vuelve posible.
Son momentos delicadísimos. Necesitamos reflexionar con mucho cuidado sobre lo que decimos y
sobre lo que hacemos. En un mundo en el que nos acostumbramos a hablar a los gritos, en el que
priman los ruidos que sólo saben alimentar odios, bajar la voz puede ser una forma de revalorizar el
discurso y de priorizar los puentes que el diálogo –más pasional y fraterno que racional y calculado–
puede tender entre quienes pensamos y sentimos de modos diferentes. En los tiempos que corren (y
que parecen corrernos), la demora es resistencia.
Bibliografía citada:
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