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CEREBRO Y PERSONA

9 de Agosto de 2017. Conferencia Universidad de Mendoza (Mendoza, Argentina)

INDICE
I. Introducción
II. Breve panorama histórico
III. El cerebro como órgano principal del cuerpo personal
1. ¿Cómo concebir al cerebro
2. El cerebro como órgano vital
3. Cerebro jerárquico complejo
4. Cerebro y mente
5. El cerebro como órgano del cuerpo y de la mente. Cerebro, cuerpo total y alma
IV. Cerebro, yo, persona
1. Identidad corpórea humana e identidad personal: papel del cerebro
2. Identidad fenomenológica del sujeto: la subjetividad sentida. El yo
3. Yo, persona y personalidad
4. La trascendencia de la parte espiritual de la persona
5. La persona y sus dimensiones. Aspectos constitutivos u ontológicos
6. Subsistencia del alma espiritual fuera del cuerpo
7. El cerebro no es una máquina informática
V. Conclusión

I. Introducción

El tema de la relación entre la persona y el cerebro es antropológico. Hoy


sabemos mucho del cerebro y del sistema nervioso desde el punto de vista de la
neurobiología, y se da por descontado que el cerebro es una parte del cuerpo humano
y por tanto de la persona: la parte más importante, que en cierto modo define lo que
somos (con lo que a veces se corre el riesgo de identificarlo con la misma persona, en
una visión materialista).

Los problemas filosóficos que surgen al estudiar el cerebro son conocidos en la


filosofía de la mente o de la neurociencia. Se trata de ver cuál es la función del
cerebro en el contexto del cuerpo humano y de las actividades psicosomáticas, y de
considerar su relación con el alma y la persona, y de averiguar si la identidad cerebral
y personal son lo mismo o son algo distinto. El examen de las características del
cerebro nos permite también reflexionar sobre sus múltiples funciones tanto con
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relación al cuerpo como al alma. Además se puede estudiar en qué se diferencia el


cerebro humano de una máquina informática.

II. Breve nota histórica

Comenzaré con unas breve presentación histórica. En la visión clásica no


materialista, el hombre está constituido por cuerpo y alma (o espíritu). En el
aristotelismo, el alma es el principio radical de la esencia humana, constituida por
alma y cuerpo. El alma es necesaria para “explicar” de modo último o primario la
unidad y actividad del cuerpo y para asegurar así la identidad del individuo de la
especie humana. La persona es ese mismo individuo, cualificado como una entidad
corpóreo-espiritual más alta que las individualidades de los animales. La “raíz”
misma de la persona sería la dimensión propiamente espiritual del alma, que
superexcede el cuerpo o “sobreabunda” sobre él.

El cuerpo aparece aquí como el instrumento u órgano físico que permite realizar
las actividades más altas de la persona (inteligencia, voluntad). Sin embargo, el
cuerpo tiene su propia autonomía y puede estudiarse desde el punto de vista físico,
químico, fisiológico, neurobiológico. La filosofía del cuerpo humano nos permite
definir mejor la función del cuerpo desde el punto de vista antropológico. Eso puede
hacerse no sólo científicamente, sino también fenomenológicamente, como por
ejemplo cuando decimos que las manos son instrumentos de la razón humana, o que
el lenguaje nos sirve para comunicarnos.

Entre los antiguos, la importancia del cerebro se descubre con los estudios de
medicina. Así se ve que el cuerpo humano es un conjunto de órganos, es decir, de
instrumentos orgánicos de funciones vitales –el cuerpo viviente no es cuerpo sin más,
dimensional, físico, sino organismo–, y además está jerarquizado, con partes
subordinadas y otras más importantes. Recordemos cómo a veces la jerarquía del
cuerpo sirve como modelo analógico para hablar de la estructura del “cuerpo social”.

Dentro de esa jerarquía, dos órganos eran candidatos para asumir una función
prevalente: el corazón y el cerebro. El corazón aparecía, erróneamente, como órgano
de la afectividad y en último término del amor, lo que quedó hasta hoy como imagen
de lo íntimo personal (el “corazón” humano en este sentido, como cuando hablamos
del “corazón” de Jesús; por eso hoy decimos “te saludo muy cordialmente”, y no
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decimos, en cambio, “te saludo muy cerebralmente”; decimos “te deseo de corazón
mucho éxito”, y no “te deseo con todo mi cerebro mucho éxito”).

El cerebro aparece fenomenológicamente sin una clara función (Aristóteles


pensaba que era sólo un órgano refrigerante; no así Platón, que seguía el
encefalocentrismo de Hipócrates, vs el cardiocentrismo de Empédocles). Aun así, por
lo menos la cabeza sí era vista fenomenológicamente como la parte dirigente del
cuerpo humano. De ahí las metáforas de cabeza del cuerpo social, para hablar de las
autoridades, y en teología de la imagen de Cristo como caput Ecclesiae, cabeza del
cuerpo místico.

En Tomás de Aquino, que recoge las dos tradiciones algo eclécticamente (la
cardiocéntrica y la encefalocéntrica), el cerebro aparece, siguiendo a Galeno, como la
sede de la sensibilidad interior (sensorio común, imaginación, memoria, cogitativa),
mientras que el corazón es el órgano vegetativo central que unifica la vida fisiológica
de todo el cuerpo, con su pulsar continuo, como un primer motor corpóreo (animado
por el alma), de modo semejante a como el movimiento circular de los cuerpos
celestes (primer cielo) es responsable de los restantes movimientos del cosmos, a la
manera de raíz o causa primera inmanente de sus movimientos (que requiere la causa
trascendente o Primer Motor).

Hoy sabemos que el órgano vegetativo central es el mismo cerebro, por lo que
la muerte cerebral determina la muerte de la persona, pues equivale a la destrucción
de todo el cuerpo y no de una de sus partes, lo que no quita la importancia del
corazón, que alimenta al cerebro, aunque tal “alimentación” está regulada por el
mismo cerebro.

Así, pues, tanto en la antigüedad como en la biología moderna, sólo que en esta
última de un modo mucho más detallado y con nuevas perspectivas, conforme a la
físico-química moderna, el cerebro se ve, jeráquicamente, como el órgano central del
cuerpo humano, del cual depende globalmente el funcionamiento de todo el cuerpo.

Esto no se manifiesta en la superficie fenomenológica de nuestra cognición,


como en cambio sí se manifiestan la cara y las manos. Esto se debe, justamente, a la
función del cerebro de ser un fundamento material, que, como todo fundamento, pasa
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oculto, para permitir que se noten las operaciones, funciones o tareas que de ahí se
derivan. El casco craneal, por otra parte, hace que el cerebro esté protegidísimo.

El rostro, los labios, los ojos, las manos, son, en cambio, la parte manifestativa
o expresiva del cuerpo, que nos permite comunicarnos con los demás. Además las
manos nos permiten accionar sobre las cosas y las piernas locomovernos. Todo lo que
depende directamente de nuestra voluntad (fenomenológicamente) se podría llamar
cuerpo voluntario, disponible para nosotros.

El cerebro, en cambio, aunque sea sede de los comandos motores voluntarios,


como tal es parte del cuerpo fisiológico, que funciona sin que lo sepamos y sin que
podamos controlarlo voluntariamente. Sí es cierto que movemos el cerebro al pensar,
imaginar, hablar, etc., pero sin saberlo y de modo espontáneo, y que desde ahí
movemos voluntariamente al “cuerpo voluntario”, así como el cerebro controla el
resto del “cuerpo fisiológico” sin intervención de nuestra voluntad.

La biología moderna llegó a una comprensión biológica y neurofisiológica


cada vez más profunda del cerebro, en su unidad con el resto del sistema nervioso y
con la totalidad del cuerpo humano. Se lo ha entendió como órgano de comunicación
con el exterior y con el cuerpo y como fuente de la motricidad. Su dinamismo
nervioso (neuronas, sinapsis) primero fue comprendido en una perspectiva
electroquímica, y después. al descubrirse que las neuronas eran unidades de
información (recepción-transmisión), fue visto como órgano de control de
información del cuerpo (dando pie a la metáfora del cerebro como computadora).

En su conjunto, anatómicamente y funcionalmente, el cerebro fue configurado


como un organismo diferenciado, modular y a la vez unitario, con un funcionamiento
en red, dotado de diversos niveles de auto-organización y auto-configuración.

Se pasó de una visión compartimentada y demasiado localizacionista a una


versión más profunda, basada en la integración y complejidad. El cerebro como un
todo está constantemente integrando. Lo hace sobre una base material constituida por
la complejidad. Así se puede entender su plasticidad, base del aprendizaje, y a la vez
su fragilidad, base de sus posibles disfunciones y patologías.
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III. El cerebro como órgano principal del cuerpo personal

1. ¿Cómo concebir al cerebro?

Entender el modo en el que el cerebro es órgano del cuerpo humano personal


ayuda a responder a las preguntas que he planteado al inicio de esta conferencia. Este
punto pertenece a la neurobiología, pero tiene una vertiente filosófica. Un elemento
que está en el núcleo de lo que podríamos llamar la filosofía del cerebro, que es una
parte de la filosofía del cuerpo, es comprender al cerebro en su totalidad funcional.

Normalmente el órgano es una parte especializada del cuerpo que ejerce una
función. Pero el cerebro es un órgano peculiar, porque su función es, por una parte,
global, y por otro lado en sus niveles superiores (corticales, pero no sólo esto), se
muestra como des-especializado, lo que le da una especial potencialidad abierta, cosa
que tiene que ver con su función como sede de operaciones psíquicas y de hábitos
mentales (cognitivos y afectivos).

Al comprenderlo, como anticipé, como un órgano complejo e integrativo,


podemos darnos cuenta de hasta qué punto es congruente su unidad con las funciones
altas de la persona. Estamos ante un sistema jerarquizado, modular y en red entre sus
áreas y partes elementales (las neuronas). Se encuentra siempre en una situación de
constante dinamismo flexible y adaptable, que se va formalizado con gran
versatilidad. Es un órgano potencial y potenciable, que nunca está acabado: siempre
se está haciendo. Para comprenderlo tenemos que usar un método sistémico.

Esto es mucho más profundo que verlo simplemente, como antes se hacía, como
sede de funciones psicológicas. El cerebro como mera sede “domiciliar” responde a
una visión dualista y algo simplona de la filosofía de la mente. Verlo como correlato,
a su vez, si se toma muy radicalmente, corresponde a una concepción paralelista
cómoda. Verlo como si fuera el hardware de una computadora es propio del
funcionalismo y se relaciona con asumir una visión computacional de la mente o del
cerebro humano. Esto supone perder de vista su carácter vital y asimilarlo a una
máquina (mecanicismo). Por otro lado, perder su unidad, por ejemplo al
representárselo como un conjunto de agencias (Minsky), de memes (Dennett), etc., es
típico de una filosofía materialista o reduccionista, lo que tiene como consecuencia la
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desaparición del yo, y eso tiene que ver, como veremos, con la unidad cognitiva y
emotiva de la persona y con el funcionamiento bien integrado del cerebro.

2. El cerebro como órgano vital

El mejor modo de comprender lo fundamental del cerebro es verlo


primeramente como un órgano vital peculiar. Desde una perspectiva ontológica
aristotélica, podría también conceptuarse como una causa material de “la mente” o de
las funciones, hábitos y operaciones mentales. Sin embargo, no basta decir sin más
que es causa material, porque esta noción puede resultar demasiado vaga, ya que hay
muchos modos de ser causa material, y de ningún modo debe entenderse tal
causalidad material con una connotación dualista, o según un hilemorfismo simple.

Ante todo, el cerebro es un órgano vital que participa de todas las


características de la vida vegetativa (auto-organización, adaptación, nutrición,
crecimiento y maduración). Lo es no como una célula aislada, sino como un tejido
pluricelular dotado, como diremos, de una gran complejidad, con una mezcla de
especialización y des-especialización.

La primera función del cerebro es la de ser el órgano central que controla y


regula el comportamiento fisiológico del cuerpo, cosa que realiza procesando
información que recibe del ambiente y del interior del cuerpo. Esta función es una
cierta especialización, semejante a la que tiene el gobierno en una institución.

La recogida de información a cierto nivel hace aparecer, por emergencia, la


sensación, la percepción y la afectividad, lo que en conjunto podríamos llamar la
conciencia sensitiva, que consiste en el auto-sentirse del cuerpo y el recibir los datos
del ambiente en la forma de impresiones y representaciones cognitivas, es decir,
objetualmente. De este modo el cerebro es órgano de la sensibilidad.

Con esto aparece en el cerebro un elemento inmaterial e interior inherente a su


misma materialidad, como es la sensación y su expansión en la forma de
imaginaciones y recuerdos (esta afirmación la entienden con dificultad los científicos,
que tienden a conceptualizarlo todo en la perspectiva de “lo observable exterior”).
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Con lo dicho, tenemos el cerebro sensitivo, que es también cerebro emotivo.


Así el cerebro sostiene fisiológicamente al cuerpo, de un modo prevalentemente no
consciente, y a la vez suscita y regula la sensibilidad, con la que el sujeto puede
comenzar a actuar de un modo nuevo en su ambiente, percibiéndolo para moverse y
actuar en él intencionalmente. Esto en el hombre se da en unión estrecha con la
inteligencia y la voluntad.

3. Cerebro jerárquico complejo

Estas primeras indicaciones nos revelan la función central y global del cerebro,
que debe considerarse siempre en su unidad global y a la vez en sus diferenciaciones
funcionales y anatómicas. Esa función central va recogiendo a modo de capas que de
algún modo se superponen, jerárquicamente (pero no del todo) funciones vegetativas,
sensitivas bajas y altas, hasta llegar a lo que consideramos funciones más altas de la
persona, como son la racionalidad, las decisiones, la memoria, el lenguaje.

El conjunto no es sólo jerárquico, en el sentido de que ciertas operaciones o


funciones se basan en otras más “bajas” por ser más elementales (las percepciones se
apoyan en las sensibilidades especializadas, y éstas se apoyan en sensaciones más
elementales), sino sistémico, porque en el cerebro “todo depende de todo”, es decir,
una emoción, por ejemplo, será modulada diversamente según cómo sean las
percepciones que influyen sobre ella, y viceversa, y según cómo sea la memoria, y las
interacciones con los demás, etc. Esto da a los estados y comportamientos humanos
una notable complejidad, riqueza y individualización, porque la variabilidad continua
de tantos elementos en interacción hace que casi no haya situaciones exactamente
iguales en las personas, salvo que las consideremos esquemáticamente.

El mutuo inter-relacionarse de todas las regiones cerebrales supone un tipo de


causalidad muy compleja, que no puede entenderse según los baremos tradicionales
de la física de estudiar la causalidad. Las regiones cerebrales, algunas de las cuales se
van formado a medida que el sujeto madura, son causas de otras mutuamente. Por eso
se habla a veces de causalidad de abajo hacia arriba (bottom-up o upward) (un ruido
puede suscitar una emoción, y ésta provocar una conducta), o de arriba hacia abajo
(top-down o downward) (uno empieza a imaginar una melodía y esto moviliza el
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cerebro, puede despertar emociones, con efectos hormonales, etc.), horizontales,


transversales, etc.

Así pues, el cerebro se muestra como relativamente jerárquico, pero no según


estratos separados, sino de un modo peculiar, casi “hilemórfico”, porque una función
puede “formalizar a otra” (por ejemplo, ver a una persona según cierto enfoque
emocional, o a la luz de ciertas expectativas, o recuerdos). Así es, aunque el ejemplo
no sea cerebral, cómo una sonrisa puede transmitir cariño, pero depende de que se
“formalicen” ciertos movimientos de los labios, en unión con los ojos y la mirada, lo
cual depende de acciones musculares, comandos cerebrales, etc.

A la visión jerárquica del cerebro corresponde la conocida concepción de Paul


Mc Lean del cerebro tri-uno (cerebro reptiliano, cerebro límbico, cerebro neocortical
de mamíferos superiores), si bien el modo en que este autor determinó esos tres
niveles hoy resulta un poco simplificado (puede considerarse también la triple
división de Sperry: cerebro creativo, instintivo y reactivo). La idea de “capas” del
cerebro se intuye inmediatamente si pensamos en la anatomía del cerebro, con sus
sectores bajos, más inmediatos a la médula, las zonas medias o subcorticales, y las
regiones corticales o superiores. Esta “arquitectura” se combina, por otra parte, con la
simetría lateral de los dos hemisferios, en la que no se observa “jerarquía” sino más
bien división según la simetría bilateral propia del cuerpo humano, aparte de algunos
aspectos de complementariedad.

4. Cerebro y mente

Como el cerebro tiene la función de controlar, regular, modular, todo lo que es y


sucede al individuo, según el ciclo percepción o cogniciónà emoción, afecto, estados
de ánimo à conducta, a veces podríamos verlo como idéntico a lo que llamamos
“mente”. Dice Kandel:
Lo que conocemos comúnmente como mente es un conjunto de
operaciones que el cerebro lleva a cabo. Las acciones del cerebro no sólo
son el sustrato de conductas motoras relativamente simples como caminar
o comer, sino de todas las acciones cognitivas que consideramos la
quintaesencia de lo humano, como pensar, hablar o crear obras de arte.
Como corolario, todos los trastornos de la conducta que caracterizan las
enfermedades psiquiátricas –trastornos afectivos (de las emociones) y
cognitivos (del pensamiento)– son trastornos de la función cerebral (E.
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Kandel, J. H. Schwartz, Th. M. Jessel, Principios de neurociencia,


McGraw-Hill - Interamericana, Madrid 2000, 4ª ed.).

Sin embargo, el cerebro no es exactamente lo mismo que la mente, aunque hoy a


veces se usen estos términos, popularmente, como si fueran sinónimos. Detrás de este
punto está en juego la entera filosofía de la mente. Por separación analítica, podemos
considerar al cerebro en su materialidad puramente biológica (conjunto de células
observables, actividad eléctrica, circulación de sustancias químicas como son los
neurotransmisores, etc.), o bien verlo en unión con las operaciones psíquicas
inherentes a su actuación (sensaciones, percepciones, emociones), lo que en conjunto
algunos llaman “mente”, aunque sería más correcto denominarlo “psiquismo”.

Estas operaciones son inmateriales y algunos sostienen que “emergen” del


cerebro. Searle considera que no deberían extrañarnos sus características, lo mismo
que una macroestructura física hace surgir propiedades nuevas que no aparecen en la
microestuctura (el carácter líquido del agua, la solidez de un mineral, etc.). Sin
embargo, no son simplemente propiedades holísticas del cerebro como un todo, ni de
regiones cerebrales tomadas “globalmente”. Son verdaderas cualidades nuevas que de
ninguna manera podemos considerar como físico-químicas.

Para el naturalista, la presencia de este tipo de cualidades psíquicas, interiores,


inmateriales, etc., es un misterio, con lo que parece que no cabe sino hablar del
cerebro como sustrato (véase la cita de arriba de Kandel), soporte, base, correlato, etc.
No obstante las teorías monistas (mente=cerebro), la dualidad mente-cerebro es
ineliminable.

Sin embargo, las dos dimensiones son, en principio, indisociables. La teoría


aristotélica hilemórfica ayuda a comprenderlas de alguna manera, siempre que la
formalización de la base material se vea como cierta “emergencia” de lo formal sobre
lo material, y recordando que lo formal no siempre mantiene el mismo tipo de
relación con lo “material” que resulta “informado” por la cualidad o nota
“informante”. Lo formal vegetativo añade a lo formal de los cuerpos inertes la auto-
organización y una cierta teleología inmanente, pero se limita a construir un cuerpo o
trozo de cuerpo viviente. Lo formal sensitivo ya no constituye una estructura
corpórea, ni la hace crecer, ni la reproduce, sino que “crece por dentro” añadiéndole
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una novedad de vida cognitivo-emocional que podríamos llamar en general


“intencional”.

5. El cerebro como órgano del cuerpo y de la mente. Cerebro, cuerpo total y alma

¿Podríamos decir que el cerebro es el órgano de la mente? Sí, aunque se trata


de una respuesta genérica, debido a la complejidad de niveles que están en juego, y
también porque por “mente” se pueden entender varias cosas.

En una visión más cercana a las intuiciones tomistas, se podría decir que el
cerebro es órgano de una serie de funciones que se reconducen al principio formal
radical del cuerpo humano, que es el alma. De este modo, la dualidad mente-cerebro
se reconduce a la dualidad alma-cuerpo. Con esto hacemos justicia de la totalidad del
cuerpo humano.

El cerebro es una parte del cuerpo y debe verse en unión con el resto del
cuerpo, y además situado en un ambiente (las relaciones con el ambiente son
correlativas al nivel de vida del sujeto viviente: no es lo mismo un ambiente
vegetativo, que un ambiente sensitivo (por ejemplo, poblado por otros animales que
pueden ser amistosos, peligrosos, etc.), que un ambiente cultural o antropológico
(como es el ambiente humano: otras personas, ciudades, etc.).

Primariamente, el cerebro es la parte central del sistema nervioso central.


Considerado en unión con el sistema nervioso periférico, incide sobre todo el cuerpo,
haciéndolo unitario, funcional, sensibilizado. Las demás partes del cuerpo que no son
el sistema nervioso se especializan en varias funciones. Algunas de ellas,
macroscópicas, resultado de la conjunción anatómica y funcional o dinámica de
varios sistemas, constituyen el cuerpo humano fenomenológico, si puedo usar esta
expresión, cuya función es, globalmente tomada, conductual y expresiva: con las
manos trabajamos, con los pies caminamos, con el rostro miramos, con la boca
hablamos.

Al ver el conjunto del cuerpo humano de cualquier persona, con sus gestos, su
vestimenta, sus dimensiones, captamos la personalidad del otro y así podemos
relacionarlos con él o con ella. El cerebro no hace más que estar al servicio de estas
funciones antropológicas. Sin el cuerpo, el cerebro aislado sería un ser monstruoso.
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El cerebro como órgano de las funciones vegetativas sostiene la vida fisiológica


del cuerpo, lo que supone sostener sin más la vida de la persona como tal, pues ésta
no depende de que estén actuando sus potencias sensitivas, emotivas, o su conciencia,
sino que el cuerpo esté funcionando básicamente en su unidad fisiológica vegetativa
(respiración, vida celular, oxigenación, circulación sanguínea, etc.). Estas funciones
son las que más tienen que ver con lo que tradicionalmente se llamaba alma, al menos
en un sentido básico. Por eso, al destruirse el cuerpo, el alma deja de estar presente, y
con ello muere también la persona, en tanto que pierde su cuerpo.

En cambio, el cerebro como órgano de las funciones sensitivas se correlaciona


más con lo que llamamos “psiquismo”, cosa que hoy impropiamente suele llamarse
“mente”, o a veces “conciencia sensitiva” (esta denominación tampoco es exacta del
todo, pues hay dimensiones psíquicas no-conscientes). Las lesiones cerebrales que
afectan a la vida psíquica merman la dimensión alta de la persona (o en su caso, del
animal), pero no implican la destrucción del cuerpo vegetativo, que puede seguir
funcionando, manteniendo al organismo en vida. Aquí se ve mejor la relevancia de la
concepción jerárquica de la mente-cerebro. Lo inferior básico lo mantiene en vida, y
posibilita la actuación de lo superior, pudiendo bloquearlo o impedirlo.

¿Es el cerebro órgano de las funciones superiores del ser humano, como la
inteligencia, la voluntad, las acciones libres? La respuesta a esta pregunta requiere
varios matices. Quizás yo diría “sí y no”, pero una respuesta así no es satisfactoria.
Tengamos en cuenta que estas funciones, si así podemos llamarlas, inciden en la
unidad profunda de lo que llamamos yo. Desde esta perspectiva, que desarrollaré en el
siguiente apartado, podremos responder a la pregunta que acabo de plantear.

IV. Cerebro, yo, persona

Hasta ahora no nos habíamos detenido en este punto, pero ahora es el momento
de hacerlo: la noción de yo, muy cercana a la de persona, no puede verse
ontológicamente como superpuesta a todo lo que vimos hasta ahora, como sería típico
de una concepción dualista.
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1. Identidad corpórea humana e identidad personal: papel del cerebro

El cerebro, como vimos, es la parte central del cuerpo fisiológico, pues lo


mantiene en vida al controlar y regular todas sus actividades. Sin algunas de estas
actividades el cuerpo no puede subsistir en su unidad fisiológica y se destruye
(muerte).

Por tanto, el cerebro (no la sola corteza) tiene que ver con el mantenimiento de
la unidad física o fisiológica del individuo orgánico, es decir, es responsable de la
identidad individual del cuerpo. Esta identidad, unida a la específica, que en lo
corporal depende del código genético, se relaciona con la identidad personal. Esto es
así si no somos dualistas. De alguna manera, yo soy mi cuerpo (una manera que debe
aclararse), porque no podemos decir, so pena de ser dualistas platónicos, que yo soy
yo sea cual sea el cuerpo que tenga: mi cuerpo sería una parte accidental, sustituible,
no sólo individualmente, sino específicamente. Es decir, mi yo podría ir a parar a otro
cuerpo, o a otro tipo de cuerpo, por ejemplo a un cuerpo enteramente biónico, como
sugiere el transhumanismo.

Se puede, pues, decir: tal cuerpo, tal persona; es más: tal encéfalo, tal persona.
Son famosas las americanas Abigail y Brittany Hensel (nacidas en 1990) que
comparten en buena medida el tronco (tienen dos brazos, dos piernas). A la vista
estamos ante un cuerpo con dos cabezas, y claramente son dos personas que viven
como pueden, hablan, sonríen y aprendieron a convivir en este estado.

El alma es también “responsable formal” de la unidad e identidad del individuo,


pero el cerebro, justamente por su función como órgano “de gobierno”, es responsable
“material global” del mantenimiento de tal identidad, hasta el punto, como ya vimos,
que su muerte determina la muerte del individuo (de la persona).

Si la identidad corpórea y personal del individuo depende materialmente de la


identidad de su cerebro en vida, en tanto que órgano fisiológico (no en tanto que sede
de funciones cognitivas), ¿qué sucedería con un eventual trasplante de partes del
cerebro o del cerebro como un todo? No es ésta una pregunta fácil de responder en
pocas palabras y sin tener conocimientos biológicos precisos.
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Ciertamente son posibles injertos de tejido neuronal en el cerebro de una


persona. Si esos eventuales injertos, o la añadidura de chips a modo de sostén
artificial que puede ayudar a la realización de ciertas funciones cerebrales, afectan a la
persona en sus estados cognitivos, afectivos y conductuales –sea esto positivo o no–,
no por eso se alteraría su identidad personal, como no se altera aunque un sujeto
pierda la memoria o, por enfermedad psíquica, su conciencia de sí mismo resulte
perturbada.

Si esos injertos o trasplantes se realizan sobre un cuerpo individual como un


todo, no implican una transformación del individuo en otro. En el caso de que a una
persona le fuera cambiado su cerebro por el de otro, de ser posible (y ético), lo que
sucedería en realidad es que el trasplante sería más bien al revés: la persona (su
cabeza, su cerebro) cambiaría su tronco y extremidades, no su cerebro. Recientemente
el médico italiano Sergio Canavaro planifica, al parecer, realizar un trasplante de
cabeza este año 2017 a un paciente chino (esto se ha hecho años atrás con algunos
animales, como un perro y un mono, sin grandes resultados). El proyecto que ha
suscitado críticas y escepticismo. Más que un trasplante de cabeza, en todo caso, es un
trasplante de cuerpo, aunque se ha de ver en concreto qué es lo que se trasplanta de
verdad.

2. Identidad fenomenológica del sujeto: la subjetividad sentida. El yo

El cerebro sensitivo tiene que ver con la sensación subjetiva que tiene el animal
de ser una unidad corpórea sensibilizada, que puede gozar y sufrir como unidad. Esto
no significa que el animal, en su unidad psíquica, con su indudable conciencia
psíquica, sea un yo. El animal no puede reflexionar sobre sí, pero sí tiene una
subjetividad, una “conciencia de primera persona” rudimentaria, como sostiene Lynne
Rudder Baker (aquí el término de “persona” alude a la subjetividad y no debe
interpretarse rigurosamente en el sentido de la persona humana).

No existe una región cerebral del animal que sea directamente responsable de
ese auto-sentirse del animal como un todo sensitivo que sufre y que puede actuar con
cierta espontaneidad, en base a percepciones, instintos y emociones. Pero una serie de
áreas y circuitos cerebrales sí son, en su conjunto, la base neural de la “conciencia
animal” que podemos suponer que existe, al menos en los animales superiores con los
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que estamos familiarizados, como son por ejemplo los mamíferos. Por tanto, existe
una correspondencia entre el cerebro animal y su conciencia sensitiva unificada.
Sería inadecuado concebir al animal como una pluralidad de operaciones sensitivas
privadas de unidad.

De modo análogo, el ser humano tiene la percepción de ser sí mismo, en la


pluralidad unificada de sus actos (autoconciencia), gracias al funcionamiento global
de su cerebro, especialmente en las áreas que tienen que ver con el estado de
conciencia, con el lenguaje, con su memoria y, en definitiva, con todo aquello que le
permite auto-percibirse como un yo agente, libre, inteligente, es decir, como persona.
Me refiero aquí a la auto-conciencia normal que tenemos cuando estamos despiertos y
sabemos quiénes somos, cosa que expresamos con el pronombre yo, y que claramente
indica nuestra persona (aunque para ser personas no es necesario que la auto-
conciencia esté activada). El yo humano tiene una base cerebral porque una parte
básica de su conciencia es sensitiva (estar despiertos), pero a esto se añade la
dimensión espiritual (que veremos a continuación).

3. Yo, persona y personalidad

Como acabo de decir, el yo indica la persona, pero no es lo mismo que la


persona. Aunque con la palabra “yo” (los autores anglosajones suelen llamarlo self) se
pueden significar varias cosas (como pronombre personal indica simplemente la
persona que está hablando), en términos generales el yo señala a la persona auto-
consciente.

Tengamos en cuenta que hay varios grados de ser conscientes de sí mismos.


Uno es el mínimo: estar despiertos y saber quiénes somos (nombre y apellido y datos
básicos sobre nuestra identidad, como la profesión, dónde vivimos, nuestros padres,
etc.). Un grado máximo es casi inalcanzable: sería conocernos a nosotros plenamente
(nuestro modo de ser, virtudes, capacidades, etc.). Un grado quizá intermedio sería el
auto-conocimiento de nuestra vida pasada, lo que algunos llaman yo autobiográfico o
yo narrativo. Además hay estados extraordinarios de la conciencia, otros alterados y
otros patológicos, que inciden sobre la auto-percepción del yo.

Otra cosa distinta es nuestra personalidad: lo que realmente somos en cuanto


al temperamento, carácter, virtudes y defectos, etc. Esto no coincide exactamente con
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nuestra conciencia, pues no nos conocemos bien. Lo que somos de verdad es objetivo.
No es así la idea que nos forjamos de cómo somos, en la que interviene nuestra auto-
estima y en la que pueden entrar, o al menos influir, las ideas que los demás se hacen
de nosotros mismos (especialmente si son padres o educadores). Por otra parte, el
auto-conocimiento es fluido: va madurando con el tiempo. No se conoce a sí mismo
del mismo modo un niño, un adolescente, etc. Lo idéntico es nuestra identidad
personal. Nuestro modo de ser y nuestra auto-cognición van cambiando con el
tiempo.

Las filosofías que sucumben a la crítica de la identidad personal y del sentido de


la identidad del propio yo, debido a presupuestos anti-ontológicos –algo que se
remonta a la filosofía de Hume–, confunden de muchos modos lo que acabo de decir.
Si no se entiende la noción de persona y si ésta se reduce al yo auto-consciente,
entonces habrá dificultades para aceptar que un embrión o un individuo en coma
irreversible sean personas, porque les falta auto-conciencia.

Además, si no se admite que la conciencia de sí mismo contiene un elemento de


identidad, aunque pueda ir cambiando en muchas particularidades (yo soy el mismo
hoy y mañana, aunque cambie de creencias, aunque pierda la memoria, etc., y puedo
reconocerme en mi identidad, aunque por enfermedad esto también podría perderse),
entonces la conciencia de sí se desvanece en la pura narratividad.

La consecuencia, no rara en algunos filósofos, es que la auto-narración se


vuelve una construcción. Se disuelve así la distinción entre lo que somos de verdad y
lo que creemos ser (base de virtudes como la sinceridad y la humildad). Lo que yo
creo ser no sería algo mejorable según la verdad de lo que soy, sino que sería una
construcción destinada a sobrevivir, a auto-afirmarme, a justificarme, a dar coherencia
a mis experiencias. Quizá sería una construcción social. O incluso el fruto de un
dinamismo cerebral. Cuando se pierde el horizonte de la verdad en la cuestión del
auto-conocimiento, aparecen de inmediato las diversas teorías no-realistas de la
verdad, que son bien conocidas en la filosofía del conocimiento: la verdad como
construcción, como coherencia, como auto-engaño, etc.

No he mencionado el papel del cerebro en este punto. La temática enlaza con


las bases neurales de la conciencia, teniendo en cuenta sus estados y el auto-
16

conocimiento en sus diversos sentidos. Sin embargo, los problemas de las distinciones
aquí mencionadas (persona, yo, narración, etc.) se presentan habitualmente cuando se
afrontan desde la perspectiva neurobiológica. Todo lo espiritual tiene siempre una
base neural. La tiene, por tanto, la sensación de ser nosotros mismos, con sus distintos
aspectos.

Los puntos aquí señalados no se resuelven sólo con los estudios


neurobiológicos, aunque estos añaden nuevos datos. Sería manipulador querer
justificar la negación de la verdad del auto-conocimiento propio o de la identidad
personal con supuestos argumentos neurológicos. Esto a veces se hace aduciendo
ejemplos aislados y experimentos parciales (como son todos los experimentos), que a
veces revelan casos particulares que no pueden extrapolarse o generalizarse. De un
modo análogo, por ejemplo, la conducta hipócrita del que se fabrica una idea de sí o
de los demás sólo para dominar, para autoafirmarse o para salir el paso de situaciones
difíciles es real, pero no puede convertirse en una teoría general de lo que es el ser
humano.

4. La trascendencia de la parte espiritual de la persona

Las funciones superiores del ser humano –intelecto, voluntad, autoconciencia–


,concentradas de alguna manera en la autoconciencia del sí mismo personal como
poseyendo un cuerpo propio y estando presente en el mundo (esto es, no como un yo
cartesiano, aislado, dualista, etc.), trascienden de tal manera la corporeidad que no
pueden encontrar en el cerebro un órgano adecuado, como en cambio sucede con la
conciencia animal. Según Tomás de Aquino, autor a quien sigo en sus principios
básicos antropológicos, el entendimiento y la voluntad son potencias anorgánicas: no
pueden tener un órgano físico constitutivo. Trascienden el cuerpo.

Esta trascendencia se puede argumentar de muchos modos que aquí no


explicitaré: capacidad de captar la realidad de los cuerpos en su esencia, apertura a la
realidad entera como ser, con la consiguiente comprensión de las cosas a la luz de sus
propiedades trascendentales, lo que supone también comprenderse a sí mismo como
un soy, a la luz de toda la realidad, actual, posible, entendiendo su negatividad (lo que
no es, lo que no puede ser). La intelección ontológica del universo, de los cuerpos, va
a la par con la intelección de nosotros mismos como seres espirituales, es decir, no
17

sólo no puramente inmateriales, sino por encima de todo lo que es material (cosa que
nos permite, precisamente, interrogarnos sobre lo que es la materia y los cuerpos).

Incluso el posthumanismo, con su tesis de que podemos transmutarnos


enteramente en otro tipo de entidad que llegue a superar nuestros límites
psicobiológicos, como re-creándonos a nosotros mismos de un modo auto-
planificado, es una prueba de la espiritualidad del ser humano (no obstante yo sea
contrario en absoluto a esa posición).

5. La persona y sus dimensiones. Aspectos constitutivos u ontológicos

El individuo que somos nosotros mismos, con esas características, se llama


persona. El carácter personal, a diferencia del carácter propio del animal, procede
de la dimensión espiritual, aunque a la vez afecta a todo lo que somos. Por eso
podemos decir que nuestro cuerpo y todas nuestras capacidades son personales,
aunque reservamos el adjetivo personal a las actividades que dependen de nuestras
facultades superiores (intencionalidad personal), como leer, hablar, trabajar, pero no
tragar, digerir o tener fiebre.

La relación de las facultades superiores y de la misma autoconciencia con el


cerebro es, sin embargo, esencial. Por tanto, el cerebro es, en cierto modo, órgano de
la persona y de sus capacidades espirituales, pero órgano inadecuado, aunque
absolutamente necesario para la actuación de nuestras operaciones o actos personales.

No es fácil explicar los puntos que ahora estoy indicando, porque nos falta una
terminología precisa. Podemos distinguir entre el nivel constitutivo (“lo que somos”)
y el nivel operativo (nuestros actos, nuestra conducta, nuestros hábitos). El nivel
constitutivo subsiste siempre, aunque no actúe según todos sus niveles y
potencialidades, salvo cuando la persona muere, de lo que es causa propia la
estructura fisiológica, como dijimos, que ya no puede sostener los niveles superiores.

En el nivel constitutivo eso que somos se puede expresar de muchos modos:


somos un cuerpo no puramente animal, sino personal, porque está transfigurado por
nuestro ser-personal. A la vez, la persona que somos es corpórea, aunque no se agota
en ser corporal. No “utiliza un cerebro”, como a veces decimos, ni un cuerpo, sino
que lo es, “siéndolo”, más que “teniéndolo”, como una dimensión constitutiva. Pero
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lo “específico” del ser personal es la inteligencia y la voluntad, que como tales no son
capacidades orgánicas, y por tanto no son actos de nuestro cuerpo.

Baker, autora a la que he mencionado antes, ve el carácter personal en la


capacidad de tener una perspectiva robusta de primera persona (autoconciencia)1.
Pero como no maneja la noción de alma como forma del cuerpo, no es capaz de decir
cómo la persona se relaciona con el cuerpo de una manera que eluda el posible
dualismo (que ella de todos modos desea rechazar).

Para Baker, en lo que llama “visión constitucional”, la persona –autoconciencia,


poder decir yo– “está constituida” por el cuerpo. El problema es que ese estar
constituida, por la que el cuerpo se puede decir que es una parte constituyente de la
persona, no aclara por qué la persona es tal cuerpo, ni explica cómo el cuerpo está
esencializado o integrado por un principio que llamamos alma.

A Baker le parece que hablar de alma implicaría dualismo. Sin embargo, su


posición es dualista, me atrevo a decir, precisamente porque no recurre a la noción del
alma como acto substancial del cuerpo. Por eso a Baker le parece que nuestro cuerpo
es contingente y que podría ser muy diferente, por ejemplo, un cuerpo biónico, con tal
que se salvara la capacidad de autoconciencia. La persona parece como “adherida” a
un cuerpo del que ha emergido, pero que podría cambiarse totalmente2.

1
Cfr. L. Rudder Baker, Persons and Bodies. A Constitution View, Cambridge University
Press, Cambridge 2000; The Metaphysics of Everyday Life, Cambridge University Press,
Cambridge 2007; Naturalism and the First-Person Pespective, Oxford University Press,
Oxford 2013.
2
La posición de Baker quiere ser materialista (compatible con la religión) y no dualista (creer
en el alma sería dualismo). De modo sorprendente, sin embargo, ella ve a nuestro cuerpo
humano como inesencial, y así considera que nosotros esencialmente no somos animales
(sino sólo de modo accidental, que ella llama “derivativo”, así como llama “no-derivativo” a
lo que es esencial). “El cuerpo que ahora me constituye es esencialmente (y no-
derivativamente) un animal, y es contingentemente (y derivativamente) una persona; yo soy
esencialmente (y no-derivativamente) una persona, y soy contingentemente (y
derivativamente) un animal: L. Baker, “Materialism with a human face”, en K. Corcoran
(ed.), Soul, Body, and Survival, Cornell University Press, Ithaca y Londres 2001, p. 168. En
consecuencia, “las personas humanas son animales humanos derivativamente, en virtud de
estar constituidas por animales” (ibid., p. 173). No quiere decir con esto que nuestro yo podría
subsistir sin cuerpo, sino que nuestro actual cuerpo podría ser substituido por otro tipo de
cuerpo, no animal, que sería humano si fuera susceptible de ser autoconsciente (poder tener la
perspectiva de primera persona, lo que para ella es el quicio de lo que nosotros llamamos
“espiritualidad”).
19

En la visión tomista, la inteligencia y la voluntad son facultades superiores de


nuestra única alma, la cual tiene también como dimensiones la sensibilidad y el ser
principio organizador del cuerpo (su función vegetativa). En definitiva: distinguimos
“dimensiones” de nuestra única alma –dimensión espiritual, dimensión psíquica
sensitiva, dimensión animante vegetativa–, cuya relación esencial con nuestro cuerpo
no es la misma.

La “parte” vegetativa sostiene al cuerpo en vida. La “parte sensitiva”, entre


otras cosas, recoge la actividad espiritual (la expresa) y a su vez hace posible tal
actividad. Por tanto, se da aquí una doble relación de ida y vuelta, de la sensibilidad a
la parte espiritual y al revés, relación que no es interactiva, sino a modo de
compenetración dinámica.

La dimensión sensitiva es orgánica, pero no al modo vegetativo, sino como


elemento inmaterial (natural) propio del cerebro: imaginación, recuerdos,
percepciones, conciencia sensitiva por la que estamos despiertos, motricidad
intencional, emociones de la sensibilidad, lenguaje.

La “parte” espiritual de nuestro ser no actúa si no está sensibilizada y por


tanto no puede actuar si no está cerebralizada. En este sentido sí puede decirse que
nuestro espíritu (dimensión espiritual) está enraizado en el cerebro, no por una
interacción con ciertas partes suyas (al estilo de la glándula pineal de Descartes), sino
por compenetración global con la sensibilidad, que a su vez tiene sus áreas cerebrales
propias.

Actúe o no, la dimensión espiritual es la parte responsable de nuestro ser


personal y por eso se debe ver como enucleada en la persona misma (sin por eso
reducir la persona al espíritu humano). Pero la persona puede auto-comprenderse
(autoconciencia, yo) sólo cuando la sensibilidad del ser humano está activada, al
menos en parte (nunca podrá estar activada totalmente, cosa que no tiene sentido). Y
por eso la conciencia personal depende íntimamente de la activación de las áreas
cerebrales de la conciencia en su dimensión sensitiva.

Al neurocientífico la distinción que aquí planteo entre conciencia sensitiva e


intelectual quizá le dice poco o nada, y ciertamente ella no se muestra sin más en la
experiencia neurobiológica, como no se percibe tan fácilmente cuando tratamos a una
20

persona que habla, está despierta, trabaja, etc. Lo que captamos es una unidad, unidad
que no debemos perder de vista (no vemos a los demás sólo como cuerpos, sino como
cuerpos personales).

Sin embargo, la diferencia entre los niveles de la sensibilidad y del intelecto se


impone si queremos distinguir a los animales subhumanos y al ser humano, que es
animal racional, personal, espiritual. Análogamente, al considerar una palabra
cualquiera, como “importancia”, “contradictorio”, cabe distinguir en estas palabras su
dimensión física, su percepción imaginativa y el concepto significado, el cual se actúa
en nuestro intelecto cuando vemos o leemos esa palabra.

La persona, en conclusión, indica al individuo completo (yo, tú, él), pero su raíz
es la dimensión espiritual. Esta dimensión no debe “substancializarse”, como hace el
dualismo, que ve a la persona o al espíritu humano como simplemente “encarnado” en
un cuerpo, que al fin de cuentas le resultaría accidental.

6. Subsistencia del alma espiritual fuera del cuerpo

¿Es posible desde este planteamiento captar la subsistencia del alma humana
fuera del cuerpo? Pienso que en lo visto hay elementos para poder hacerlo. La
cuestión, a mi modo de ver, es argumentable ontológica y antropológicamente,
aunque nos falten elementos para decir mucho más (qué sentido tendría una vida fuera
del cuerpo). La palabra aquí la tiene la teología.

En cambio, en los planteamientos actuales no materialistas, que reconocen, por


ejemplo, el pensamiento, la moralidad, la libertad, la inmortalidad del alma resulta
casi implanteable porque falta la perspectiva ontológica, y porque la relación de los
niveles superiores del ser humano se ve, sin más, como intrínsecamente unida al
cerebro y no se comprende sin tal relación (a veces la subsistencia se plantea sólo en
términos de eventos extraordinarios, lo cual no es suficiente).

Ciertamente no somos capaces de imaginarnos cómo podría ser un vida mental


humana incorpórea, sin lenguaje, sin imaginación, sin futuro temporal. Pero el hecho
de que no podamos “imaginarnos” cómo puede ser “eso” no implica tener que
excluirlo. Además, contamos con conocimientos revelados por Dios en la fe
sobrenatural cristiana, que nos dicen cosas más precisas (entre otras, la resurrección)
21

sobre el sentido de una vida humana persona posterior a la muerte, sea de modo
incorpóreo, sea con el cuerpo resucitado.

7. El cerebro no es una máquina informática

Después del auge que tuvo la tecnología de la inteligencia artificial en la


segunda mitad del siglo XX, sobre todo entre los años 50 y 80, los avances de la
neurobiología, junto con ciertas corrientes de la filosofía de la mente como el
enactivismo y la teoría de la mente incorporada (embodied), desplazaron nuevamente
la atención hacia la importancia de considerar la mente humana como ligada
biológicamente a nuestro cerebro, al cuerpo humano en su conjunto, y a su relación
con el ambiente. La perspectiva biológica de la mente contrabalanceó los excesos de
una línea de la psicología cognitiva excesivamente planteada sobre el modelo
computacional, línea que fue denominada funcionalismo.

El procesamiento informático capaz de implementar funciones cognitivas, de


controlar tareas e incluso de simular a la perfección expresiones emotivas, con
independencia de la base física en que tal procesamiento se realizara, había creado en
el funcionalismo una suerte de nuevo dualismo, casi platonismo “informático”, en el
que el cuerpo humano, la red “húmeda” de nuestro cerebro, se veía como inesencial.
Se podría pensar que nuestra persona fuera así trasladada o descargada en otro soporte
físico, en el futuro tal vez cuántico. Pero el biologismo que se reimpuso a partir de la
década de los 90 del siglo pasado, como dijimos, volvió a dar importancia al cerebro
en la visión de la mente.

Con todo, el funcionalismo –con o sin esta denominación– renació con fuerza
últimamente debido a la alianza entre la neurobiología y la computación
(neuroingeniería computacional). Así resulta que el ser humano puede ser reparado y
mejorado –funciones terapéuticas y de potenciamiento o enhancement– no sólo con
métodos psicoterapéuticos y farmacológicos, sino con implantes informáticos.

Se abrió así en el horizonte, en la perspectiva transhumanista, la idea de una


simbiosis entre el cuerpo y la máquina (las viejas teorías de la inteligencia artificial,
en cambio, no contemplaban todavía la fusión con la biología). En último término,
nuestro cuerpo biológico aparece otra vez como algo accidental y quizá sustituible.
22

Este problema es complejo y merecería una larga discusión. La tesis de L.


Baker, ya mencionada, de la importancia de la perspectiva de primera persona, puede
sernos aquí útil para esclarecer este punto. En mi opinión, un robot informático,
aunque pudiera realizar todos los cálculos imaginables y así pudiera, en términos de
ciencia-ficción, dominar el universo, no sería un viviente, y mucho menos un viviente
cognitivo. Le faltaría la subjetividad, tanto en su vivencia sensitiva o animal, como en
su vertiente alta en el hombre: sentirse, poder gozar, sufrir, saberse uno mismo, amar.
Carece de lo que Aristóteles llamaba operaciones inmanentes. La máquina
informática elabora información abstractamente, al margen de la vida. Lo mismo
puede decirse de las redes informáticas de Internet, que, son sus algoritmos, conocen
las preferencias personales y pueden así aconsejarnos, ofrecernos marcos decisionales
o incluso decidir por nosotros, si lo aceptamos. No son personas vivientes.

Los autores que especulan sobre la posibilidad de crear máquinas informáticas


más perfectas que nuestro cerebro (cosa posible en algunos respectos), a las que se les
podría dotar de conciencia y emociones, en mi opinión no saben lo que dicen o juegan
con las palabras. El sufrimiento que puede tener un robot, aunque imite perfectamente
el sufrimiento humano y aunque se lo haga coincidir funcionalmente con lo que le
haría sufrir si fuera humano, es equívoco. Es una ilusión objetivada, puramente
exterior. El viviente aquí ha sido reducido a una máquina: a un mecanismo
computacional.

Uno de los filósofos actuales que mejor representa esta tesis es Thomas
Metzinger (ver El túnel del yo). Su propuesta supone una reposición actualizada de lo
esencial de las filosofías representacionistas del racionalismo que comenzaron con el
dualismo cartesiano. La intencionalidad husserliana, llamada por Metzinger
“transparencia”, significa que creamos un mundo virtual independiente de su eventual
existencia, creyéndolo verdadero. Así es como nuestro cerebro forja la representación
del yo, que en realidad es una pura ficción. Las pruebas de esta tesis serían las
experiencias de ilusión en las que creamos realidades inexistentes que serían parte de
nuestra conciencia, conciencia sólo fenoménica, como el miembro fantasma, o la
mano de goma que erróneamente atribuimos a nuestro propio y falso ser-agentes. Una
vez más, como en tantos casos semejantes, a partir de situaciones límites y
23

circunscritas, que podrían interpretarse en el marco de una filosofía realista, se da el


salto al representacionismo de la irrealidad3.

Los contenidos de nuestra conciencia serían sólo realidades virtuales, eficaces


por motivos biológicos adaptativos, que en realidad no tendrían como soporte más
que la estructura cerebral y sus procesos, de los que el yo fenomenológico nada sabe.
La persona es una ilusión cerebral y se reduce a un mundo representativo que es un
“yo sin yo”, como si fuera el contenido intencional husserliano, pero reducido a
irrealidad creída real, sin ningún yo que lo sustente.

Esto lleva consigo que no hay distinción entre hombre y máquina informática.
Si no somos más que una máquina informática, porque aquí también las funciones
vitales se reducen a mecanismos computacionales, nada impide pensar en que otras
máquinas mejores incorporen en sí mismas las ilusiones de un yo que sufre o siente.

En definitiva, Metzinger simboliza lo que otros autores menos conocidos


sostienen: la eliminación de la subjetividad de primera persona a favor de un
objetivismo neural, con la apariencia de una defensa de la importancia de la
conciencia… que no es más que una ilusión útil. ¿Útil para qué? No hay respuesta,
porque la realidad de la vida, el conocimiento y el amor ya no existen. Quizá se
trataría de una utilidad técnica. Pero, ¿para qué sirve el dominio técnico si no hay un
sujeto que lo administre, que disfrute de ello y que no se reduzca a actuar técnico,
sino que sea capaz de operaciones inmanentes? Cfr. Marcos 8, 36: ¿De qué le sirve al
hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?: Metzinger realmente la “pierde”.

5. Conclusión

La neurociencia aplicada al conocimiento del ser humano considera aspectos del


comportamiento y funciones cognitivas y afectivas humanas a la luz de sus bases
neurales. Llega un momento en que se topa con temas fundamentales como son el yo
y la persona.

3
Hago notar que, aunque Metzinger pretende basarse en neurocientíficos de la conciencia,
como A. Damasio y B. Baars, en realidad los interpreta según sus ideas, porque estos autores
sostienen la existencia del yo (Self) y la conciencia de un modo realista, sin de-construirlos
como hace Metzinger.
24

En este nivel se hace necesaria la intervención de la perspectiva filosófica,


porque ciertos puntos básicos no se deciden simplemente con los estudios cerebrales.
Para considerarlos es útil lograr una visión global de cerebro en todas sus funciones.
De este modo la filosofía del cuerpo puede integrarse con una antropología integral.

La perspectiva ontológica que aquí hemos seguido ayuda a que ciertas


cuestiones, especialmente relacionadas con la identidad, no se diluyan en la sola
consideración de los procesos y dinamismos psicosomáticos. Estos procesos son
importantes, de todos modos, porque la persona está llamada a desenvolverse en sus
actos y a perfeccionarse con su crecimiento en hábitos y virtudes, que actualizan lo
que inicialmente es sólo potencial.

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