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Acerca de las verdades científicas

Daniel Flichtentrei, para Puntos de Vista.

“Thomas Khun lo llamó ciencia normal o paradigma dominante,


yo prefiero llamarlo con cierta dosis de cinismo:
“el club de la mutua admiración”,
atrapado en el callejón sin salida de la especialización”.
Vilayanur Ramachandran, neurólogo indio.

Cuando pensamos en el modo en el que el conocimiento se supera a lo largo del tiempo


solemos creer que esa trayectoria es lineal, ascendente y progresiva. Pero no es así. El
camino es sinuoso, contradictorio, plagado de errores y retrocesos. Solo al considerar
largos periodos, la distancia permite construir la idea del progreso perpetuo. Del mismo
modo, cuando reflexionamos acerca de lo que sabemos tenemos la ilusión de una certeza
que no es real. Nunca, nadie ha producido una afirmación fáctica de carácter binario
(Sí/No) equiparable a un 100% de certeza. Siempre son aproximaciones con cierto grado
de incertidumbre de índole probabilística. El resto es lógica o matemáticas. Y, la mayoría
de las veces: prejuicios, conjeturas admitidas sin crítica o pseudo-verdades cuyo único
criterio de validación es el impacto emocional que nos producen.
La ilusión del conocimiento es un sesgo intuitivo muy humano, pero muy
contraproducente. En ciencia y en medicina negar la incertidumbre es abrir la puerta a la
tempestad del dogmatismo y la arrogancia. La certidumbre no es solo inútil, es dañina.
Nada menos científico que eso. La humildad cognitiva es un requisito indispensable del
conocer. Es imperativo admitir que aceptamos con menos exigencias de prueba toda
información que coincida con nuestras creencias previas y que somos más rigurosos para
admitir aquella que las contradice y que, en general, rechazamos.
Basta leer las revistas médicas o recorrer las aulas de universidades y hospitales para
constatar otro fenómeno del que no se suele hablar. Una verdad incómoda y vergonzante.
A fuerza de silenciarla terminamos por desconocerla en un patético mecanismo
adaptativo. Aceptamos como “normal” lo que juzgamos inevitable solo porque excede
nuestra capacidad —o nuestro coraje— para modificarlo. Es una forma larvada de la
derrota y la resignación. Muchas veces el progreso del conocimiento se ve obstaculizado
por la presencia de figuras de referencia que ocupan lugares de poder desde donde se
manipula qué se puede decir y qué no puede ser dicho. Feudos, tribus, círculos cerrados.
Dinosaurios que se reproducen en un minúsculo coto endogámico. Las verdades posibles
se restringen al estrecho menú que ellos confeccionan. Es un banquete siniestro en el que
los comensales creemos elegir el plato que, de todos modos, estamos obligados a elegir.
El notable físico alemán Max Planck afirmó con ácida ironía: “una nueva verdad
científica no triunfa por convencer a sus oponentes y hacerles ver la luz, sino porque sus
oponentes mueren y una nueva generación crece”. El “principio de Planck” fue sometido
a contrastación empírica en un trabajo publicado en el National Bureau of Economic
Research (Cambridge, Reino Unido) por Pierre Azoulay, Christian Fons-Rosen y Joshua
S. Graff Zivin. Mediante una ingeniosa metodología bibliométrica se analizó la
publicación de grupos liderados por una figura descollante dentro de un área específica y
las modificaciones de esa variable cuando el líder del grupo moría. Sus resultados
confirmaron la hipótesis Planck.
El instinto coalicional, los grupos o camarillas de poder, las tribus, sectas, clanes,
facciones suelen funcionar como aduanas epistemológicas. Los fundamentos no se
discuten, lo aceptado por la mayoría hegemónica no admite confrontación. (…) Si el
apóstata deja oír su voz disidente, si expone sus argumentos, no será escuchado ni
discutido científicamente; será desterrado del reino. Su propuesta será estigmatizada:
“dietas de moda”, “reduccionismo biologicista”, “medicalización”.
(…) La vida intelectual se empobrece cuando la discusión de puntos de vista
divergentes pierde su potencia y su fecundidad para transformarse en mera custodia de
las propias fronteras. La hegemonía produce homogeneidad. Gobierna el acceso a la
investigación seleccionando los temas y los subsidios; a la publicación mediante la
revisión por pares que no admite diversidad y tantas otras formas de silenciamiento. Solo
se citan, se financian y se celebran unos a otros. El endogrupo se expande al tiempo que
los puntos de vista se contraen. Los grupos se organizan jerárquicamente con uno o más
popes y una curia de acólitos que reproducen un conjunto de premisas y normas aceptadas
que se custodian con un fervor religioso. Sus intereses se defienden mediante la
manipulación, no la argumentación. Se nos ofrece una percepción monolítica de lo real.
Los motivos pueden ser muchos, los resultados son los mismos: instalar un “sentido
común” sobre el que nadie vuelve con espíritu crítico. Es un juego donde todos pierden,
en particular el conocimiento. Es algo imperdonable en ciencia.
(…) El mercado también quiere salir en la foto. Hoy todo necesita ser legitimado por
la ciencia, incluso con objetivos miserables, desde los productos comestibles y las cremas
antiage hasta el calzado deportivo. La propia calificación de “científicamente
demostrado” es un slogan de marketing, no una afirmación científica. Un mero sello
publicitario que contradice los principios fundamentales de la metodología de la ciencia.
El "referente" ofrece su imagen y su palabra para transferir -mediante la tonta heurística
de proximidad- el aura sagrada de su prestigio egomaníaco a los productos. Gira en las
diarios y en la TV al compás de la partitura que le escriben sus mecenas. Hace publicidad
travestida de consejos. Llama "salud" a los negocios y ofrece la ciencia al mejor postor.
El liderazgo cotiza en bolsa.

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