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¿Qué significa «cine religioso»?

Gustavo Bueno
«Cine religioso» es una expresión, o un rótulo (podría decirse) que se utiliza
ordinariamente, sin mayores dificultades, para designar a un cierto «género
cinematográfico» en el que se incluyen «series» o «conjuntos» de películas de
temática y orientación definida, sin duda, de un modo convencional. Por eso, cuando
abstraemos toda convención y nos atenemos al análisis de la expresión «cine
religioso», según su «estructura exenta», si la tiene, las dificultades para asignar a la
expresión de referencia un significado preciso son poco menos que insuperables: baste tener
presentes las múltiples dimensiones que corresponden al adjetivo «religioso». Supongamos que
entendemos la religión como un nombre de las relaciones que los hombres (incluso las criaturas en
general) mantienen con un Dios infinito y que todo aquello que no mantenga aquellas relaciones,
aun queriendo mantenerlas, habría de ser considerado como «supersticioso»; esto supuesto, ¿cómo
podríamos encerrar a Dios, no ya en el templo (como preguntaba malignamente Eustacio de
Sebaste, el iconoclasta) sino en un film? Dios es ubicuo, está en todas partes, luego ¿por qué va a
ser más religioso un film que otro, o una «película religiosa» que una brizna de hierba?

Parece evidente que si la expresión «cine religioso» alberga significados más precisos es porque
ella se da concatenada en diferentes premisas, implícitas o explícitas, que actúan en el momento de
usar la expresión de referencia. Toda una «constelación de premisas implícitas» ha de estar
actuando para que la expresión «cine religioso» pueda constituir un «instrumento conceptual» útil,
por ejemplo, para los programadores de las cadenas de televisión, públicas o privadas, puesto que,
por medio de ese concepto pueden proceder a excluir, en las emisiones del período de «Semana
Santa», a las películas «laicas», «profanas», «frívolas», &c., y, a la vez, pueden proceder a incluir
películas que figuran como «términos» de la clase «cine religioso», tales como Los diez
mandamientos, de Cecil B. de Mille{1}, o Jesús de Nazareth de Zeffirelli{2}. También el público de
televisión (como el público de las salas de cine) sabe a qué atenerse, en principio, cuando considera
los programas de «cine religioso» que se le ofrecían en la época de lo que ha venido a llamarse, por
los historiadores de la España contemporánea, «época del nacionalcatolicismo», pues estos
programas eran ofrecidos con exclusión de cualesquiera otros.

Pero la referencia a una «constelación de premisas» implícitas en un uso, más o menos estable, de
la expresión «cine religioso» no es un procedimiento definitivo para determinar los significados de tal
expresión. Porque la «constelación de premisas» va cambiando y, con ella, los usos y los
significados. Una «constelación de premisas» que dice referencia a «Semana Santa», nos contrae,
desde luego, a los relatos evangélicos y, por extensión natural, a los del Antiguo Testamento,
siempre que, además, según circunstancias, la representación de los relatos sea «ortodoxa»,
incluyendo a veces en la ortodoxia la «fidelidad histórica». Pero los criterios de ortodoxia, o los de
fidelidad, son, a su vez, muy variables. Por ejemplo, en los anuncios de la prensa diaria sobre las
programaciones de televisión para la Semana Santa de 1992, se añadía, en referencia a la película
Jesús de Nazareth: «Obra maestra de Zeffirelli que narra fielmente la vida de Cristo.» No se dice si
la narración sigue el evangelio de San Marcos, o el de San Juan, o si se atiene a algunos de los
apócrifos; o si la [16] obra de Zeffirelli es monofisita, o nestoriana, o cristiana. No se decía porque
acaso no hacía falta. Se presupone que «narrar la vida de Jesús» es narrarla conforme a las
premisas vinculadas a la norma de la ortodoxia vigente.

Según este criterio, la expresión «cine religioso», podría interpretarse como una «regla de
formación» de una clase inductiva, una suerte de «definición por recurrencia»: «Es religioso todo
cine (i. e. toda película) que se asemeja a determinadas películas-patrón, tales como Los diez
mandamientos, de Cecil B. de Mille, o Jesús de Nazareth, de Zeffirelli, o bien que se asemeje a las
películas que se asemejen a éstas, así sucesivamente.»

Sin embargo, la definición anterior sólo en apariencia es rigurosa, porque la semejanza no es una
relación transitiva. Por consiguiente, la determinación de la semejanza está en función de ciertos
«imperativos de contexto», y son estos imperativos los que hacen posible segregar, por decreto –un
decreto que se identifica muchas veces con la censura eclesiástica– a todas las películas que no
resultasen seleccionadas según la regla de recurrencia puesta en manos del censor. Dicho de otro
modo: el rigor de la definición inductiva –encomendado, en la época franquista, a la Junta de
Censura– depende de un contexto extrínseco y cambiante y la definición «por el uso» sólo se nos
muestra como rigurosa en el intervalo de invariancia del contexto. Cuando el contexto evoluciona, o,
sencillamente, cuando nos referimos a contextos culturales diferentes –musulmanes, budistas,
animistas...–, las «reglas de construcción» conducen a conjuntos diferentes. Tendrían que incluirse
dentro del «cine religioso» a películas de temática religiosa, o veterotestamentaria, aunque se salgan
de la ortodoxia y, por respecto de ella, deban ser consideradas como antirreligiosas (pongamos por
caso: La vida amorosa de Cristo, de Thorsen{3}); a fin de cuentas, este proceder no plantea
problemas muy graves de clasificación, si admitimos que los contrarios –lo religioso y lo
antirreligioso– pertenecen al mismo género (contraria sunt circa eadem). Porque la blasfemia, el
pecado o el diablo son categorías tan religiosas como puedan serlo la oración, la virtud, o Dios.
Pero, ¿en virtud de qué regla pasamos de la religión cristiana a otras religiones? ¿Acaso también
éstas han de considerarse como contrarias al cristianismo, según aquel dicho de Jesús: «El que no
está conmigo está contra mí»? ¿O más bien las incluiríamos por razón de considerarlas, no ya
contrarias, sino equivalentes, como equivalentes eran los tres anillos de la célebre alegoría que el
emir Saladino propusiera a Natán, el sabio? Pues es cierto que cabe incluir en la clase de películas
del «cine religioso» a películas que son blasfemas, o morbosas, o satánicas, desde una perspectiva
ortodoxa dada –La semilla del diablo{4} o Giordano Bruno, de Giuliano Montaldo{5}– sin que por ello el
programador tenga la intención blasfema o satánica (que son «categorías religiosas»), sino
simplemente «sociológica», o «etnológica», pongamos por caso. Pero entonces, ¿no nos hemos
situado ya «fuera de la religión»? Y, si es así, dada la neutralidad ante la ortodoxia y la blasfemia,
¿por qué hablar de «cine religioso»? La determinación «religioso» ya no tendrá un alcance formal
(positivo o negativo), sino meramente material, cuando la aplicamos al cine. Una película será
«religiosa» por su temática, pero de parecido modo a como llamáramos «musical» a una película
sobre Beethoven en la época del cine mudo.

En resolución: En el momento en el cual el rigor de un contexto de ortodoxia normativa muy preciso


se aflojan –ampliándose, o transformándose– también los usos de la expresión «cine religioso», se
amplían o se transforman y sus límites se hacen cada vez más borrosos. La «libertad» (respecto de
una regla de censura) convierte a la clase de películas del género «cine religioso» en una suerte de
«conjunto borroso», en el sentido de Zadeh. La IV Semana Internacional de Cine religioso, de
Valladolid –cuya «apertura» se subrayaba ya en los tempranos años franquistas de 1959– programa
«la difusión y exaltación del cine que, armonizando lo bello con lo bueno, sirva para afirmar y elevar
la dignidad humana, para ayudar al hombre a ser mejor». Parece que nos encontramos
presenciando la deliberada construcción de un concepto difuso; salvo que se adopte una definición
estipulativo-burocrática de esta índole: «Cine religioso es toda película seleccionada para aspirar al
Lábaro» (como si este trofeo, de cuño religioso –en contraste con los trofeos laicos tales como
Conchas, Goyas y Oscares– fuese suficiente para imprimir al film un carácter religioso).

2. El concepto de «cine religioso» aunque agradece, desde luego, por su estructura predicativa de
«sustantivo y adjetivo» el formato de «concepto clase», no se ajusta fácilmente a la condición de las
clases unívocas. Tampoco resulta muy útil tratarlo como un «conjunto borroso», pues, aunque lo
sea, el «momento extensional» del concepto «cine religioso» no nos importa directamente, puesto
que no estamos haciendo un catálogo de ese conjunto. Lo que nos interesan son las variaciones del
«momento intensional» (a través, sin duda, de su desarrollo extensional) del concepto «cine
religioso». Y a este efecto, nos parece más [17] útil tratar a este concepto en lo que tenga de
concepto de relación, aunque sea a costa de apartarnos del análisis gramatical. En cualquier caso,
la interpretación relacional se mantiene muy próxima a diversas expresiones que podrían
considerarse como paráfrasis del rótulo «cine religioso», como puedan serlo las siguientes: «cine
que tiene que ver con la religión», o bien, «es comprensible que, en Semana Santa, los programas
de las salas de proyección, o de televisión, de un país de mayoría católica ofrezcan películas
relacionadas con la religión».

Asociaremos al concepto de «cine religioso» la estructura de una relación binaria establecida entre
los términos «cine» y «religión», lo que nos permitirá redefinir el concepto clase correspondiente
como la «clase dominio» de esta relación es decir, como «el conjunto x de las películas que tienen
relación con la religión». Sería ingenuo esperar que la definición del «cine religioso» llevada a cabo
por medio de una estructura lógica tal como ΛxR(x,y) suprimiría la ambigüedad del concepto; en
realidad, la incrementa, pero ofreciendo, al mismo tiempo, modos de analizar su variedad puesto que
deja patentes las fuentes de las que esta variedad mana, principalmente: la diversidad de las
relaciones que puedan ser ensayadas y la diversidad de los contenidos y acepciones del término
«religioso». (El concepto de «cine religioso» se extiende, más allá de las películas de tema religioso
o bíblico, a películas de asunto mágico, moral, satánico, «etnológico» e incluso las llamadas
películas de tema «metafísico existencial» –tipo El séptimo sello de Bergman{6}–, pero sólo si
disponemos de algún criterio capaz de dar cuenta de esta variedad, en función de una determinada
idea de religión, podremos reducir el aspecto caótico de las posibles colecciones de películas
«religiosas», sin tener que recaer en una rigidez puramente convencional.)

El análisis del sintagma «cine religioso» en términos relacionados ofrece grandes ventajas (cuando
se compara con otras alternativas), ante todo, en el terreno metodológico. La primera es que incita a
comenzar disociando al adjetivo «religioso» del sustantivo «cine» y nos obliga a no dar por supuesto
el significado del adjetivo. Pues cuando nos referimos al término «religión», lo primero que hay que
hacer –salvo proceder del modo más acrítico– es resolverlo en una multiplicidad de capas y
contenidos, cuya unidad se nos da, en principio, como problemática. No nos podremos «conformar»
con el significado gramatical del adjetivo «religioso», tal como nos lo define el diccionario de la
Academia; es imposible alcanzar un concepto mínimamente crítico de «cine religioso» al margen de
todo compromiso con una determinada Idea de religión (necesariamente polémica, puesto que una
Idea sólo se delimita frente al sistema construido por otras Ideas alternativas).

La segunda ventaja metodológica tiene que ver con el tratamiento del concepto mismo de «cine». En
el sintagma «cine religioso», el sustantivo, envuelto por un adjetivo tan pregnante como «religioso»,
parece repudiar cualquier determinación concerniente a si la recepción del adjetivo tiene un alcance
«esencial» o «accidental», «necesario» o «contingente» («¿acaso –podrá preguntar un panteísta–
hay algún cine que no sea religioso?»; «¿acaso la presencia divina no es ubicua?»; «si Dios anda
entre los pucheros, ¿por qué no ha de andar también entre las películas, entre todas las
películas?»). O también, a si la recepción del adjetivo es «exclusiva» (o específica) o «genérica».
Todas estas indeterminaciones hacen al concepto de «cine religioso» oscuro y confuso –pues la
adjetivación prescinde de tales determinaciones que habrán de quedar «neutralizadas» por el
significado global–. El formato relacional no suprime estas indeterminaciones, pero facilita el que
tomemos conciencia de ellas. Pues la pregunta que el formato relacional hace insoslayable es ésta
(referida al fundamento, en el antecedente, de la relación): «¿Se apoya la relación de una película
dada con la religión en algún carácter específico –en alguna propiedad característica fílmica– o bien
en algún carácter genérico?» Pues pudiera ocurrir que la razón formal (o fundamento) por la que un
film es religioso fuera precisamente del mismo género que la razón formal por la que se dice
religiosa una obra literaria, una novela, una obra teatral, o una obra poética. Esta pregunta es tanto
más pertinente en el momento en el que subrayemos la circunstancia de que la mayor parte de las
películas religiosas están basadas en novelas, o en obras de teatro. La religiosa, de Jacques
Rivette{7}, «se basa» en la novela de Diderot; Fabiola, en la obra de Wiseman; El exorcista,{8} en la
novela de William Peter Blaty; Jesucristo superstar{9} es «la versión cinematográfica» de la ópera
rock de Tim Rice (texto) y Andrew Lloyd Webber (música).

3. La pregunta anterior nos lleva, sobre todo, a plantear la «cuestión radical»: ¿Cabe hablar siquiera
de cine que sea, por sí mismo, enteramente inmune a toda relación con la religión? Las relaciones
del cine con la religión, ¿las contrae sólo en la medida en que comparte características comunes con
el teatro, con la novela o con la poesía? En cualquier caso, ¿no será preciso reconocer en el cine
características que lo relacionen internamente con la religión? Si la respuesta fuera afirmativa, cabría
hablar de una «virtualidad cinematográfica» de índole religiosa y, lo que puede resultar aun más
chocante, de una «virtualidad cinematográfica» de las mismas religiones (al menos, de algunos
estratos o contenidos genuinamente religiosos). Virtualidades que podrían coexistir con ciertas
incompatibilidades entre la estructura del cine y la religión, así como también recíprocamente.

Estamos, con esto, tomando contacto, a propósito del «séptimo arte», con el problema de los límites
de las artes, tal como los planteó Lessing en su Laocoonte{10} («sobre los límites de la pintura y de la
poesía»). Pues la cuestión de los límites de las artes no excluye la cuestión de las zonas de
intersección entre ellas y suscita el problema de la determinación de las virtualidades propias de
cada arte. Cuando Lessing escribió el Laocoonte no existía, desde luego, el cine, pero sí la pintura y
la escritura; y el cine comparte con la pintura o la escultura la capacidad de representar apariencias
de cuerpos coexistentes. La poesía, en cambio –decía Lessing–, puede representar «objetos
sucesivamente consecutivos» y éstos son las acciones: a ellas se consagra la Poesía (en la que se
incluye el teatro); el cine, según esto, ¿sería «poesía pintada» (teatro) o pintura poética? [18] En
cualquier caso, no sería correcto equiparar el cine y el teatro; y no ya porque los límites del cine
desborden ampliamente el «teatro filmado», sino, sobre todo, porque el escenario teatral implica la
presencia de actores «de carne y hueso», mientras que la pantalla elimina de raíz esa presencia (en
su límite, en el «cine de ordenador», incluso a los actores en los estudios); esto aproxima el cine a la
pintura, mientras que el teatro se aleja de la pintura y se acerca más a la poesía, en cuanto «arte
poético» (la presencia física de los actores teatrales en el escenario no tiene un significado
originariamente «poético», o «pictórico», sino de otro orden etológico, que en esta ocasión tenemos
que dejar de lado). La imposibilidad que Lessing tuvo de contar con el cine, al analizar los límites de
la pintura y la poesía –las figuras escalonadas dibujadas en las columnas de las salas hipóstilas,
incluso las figuras proyectadas por la linterna mágica del P. Kircher, de poco podían servirle– puede
considerarse como una fuente de distorsión de sus análisis, por otra parte tan sutiles. «Los cuerpos,
por sus cualidades visibles, son los verdaderos objetos de la pintura; las acciones son el objeto de la
Poesía.» Pero si el cine es «poesía pintada» –pintura en acción– ¿no tendrá que compartir los
límites de la pintura? El dar acción (poesía) a la pintura ¿acaso puede significar una ampliación de
sus límites? ¿Acaso la pintura no debe seguir siendo pintura? Los límites del cine, en relación con la
religión, parecen ser los mismos límites de la pintura, pues ni Dios, ni los ángeles –el Dios y los
ángeles del cristianismo más refinado– son «cuerpos con cualidades visibles», susceptibles de ser
representados. Sin embargo, esta concepción del «cristianismo refinado», iconoclasta, es tesis
común entre los musulmanes («nadie puede ver a Dios cara a cara»), con un radicalismo que se
propaga incluso a los casos en el que ya no es Ala invisible, pero sí su Profeta visible, el objeto de
nuestra re-presentación (me refiero a la película Mahoma{11} patrocinada por Gadaffi, en la que se
evitó presentar la faz del Profeta).

Sin embargo, no podríamos olvidar que, para los cristianos, Cristo es Dios y su cuerpo no es (como
pretendían los docetas) una especie de fulguración aparente, casi una mera secuencia
cinematográfica. Pascal llega a decir, en su batalla contra el «Dios de los filósofos» –precisamente
un Dios invisible, a quien ningún artista podría pintar (ni siquiera un director de cine filmar)– que
«sólo podemos conocer a Dios a través de Jesucristo». Pero Jesucristo es hombre y sus discípulos
pudieron verlo y tocarlo, como se ve un actor en el escenario, en primer lugar, y como se ve en una
representación en un retrato, más tarde. Y aun hubo (y hay) otro modo de verlo, que no es ni el verlo
como vivo, ni como pintado, sino como resucitado o como aparecido. Lo que ya es más problemático
es la posibilidad de filmar o «grabar» este tercer tipo de visiones. Sin duda hubiera sido posible
filmar a «Cristo viviente», si hubiese habido cámaras (del mismo modo a como se admite la
posibilidad de una huella visible, en la Sábana Santa, o en la Santa Faz); y es posible filmar el
«Cristo pintado». Pero ¿podríamos haber filmado el Cristo resucitado que «vio y tocó» el apóstol
Tomás? ¿Podemos filmar el Cristo que se aparece «de cuerpo presente», a cientos de personas en
La Pedrera? Podemos ver los fantasmas, podemos escuchar sus voces, pero ¿podemos
fotografiarlos? ¿Podemos grabar sus «psicofonías»? Tendría un gran interés una encuesta, en torno
a estas preguntas, con directores y guionistas cinematográficos.

4. La cuestión de las relaciones entre el cine y la religión forma parte, según esto, de la cuestión
general de las relaciones entre los «medios de comunicación artística» y la «religión». Pero los
términos de esta relación (en realidad: de sus múltiples relaciones) no son simples, sino muy
complejos y sólo penetrando en su complejidad podríamos decir algo con alguna precisión.

Los «medios de comunicación artística» son mucho más, por un lado, y mucho menos por otro, que
«formas de lenguaje», como suele decirse con impropiedad notoria (el «lenguaje cinematográfico»,
refiriéndose a las secuencias de fotogramas, es decir, abstrayendo la banda sonora). Impropiedad,
puesto que las funciones representativas del cine –las secuencias de fotogramas– no constituyen,
por sí mismas, ningún lenguaje, y ello aun cuando los lenguajes «articulados» tengan funciones «re-
presentativas» (la función Vor-stellung, de Bühler).

Y, desde luego, lo que designamos con el término «religiones» también es un «todo complejo», en el
que hay que distinguir partes físicas, de naturaleza óptica, y partes no menos físicas, pero de
naturaleza invisible, sino, por ejemplo, acústicas, partes lingüísticas (las más vecinas al mito, si es
que «mito» dice originariamente «lo que puede ser contado, pero no visto por quien escucha» –
aunque hubiera sido visto por quienes lo cuentan, o por quien se lo contó a quien nos lo cuenta). Las
religiones contienen, sin duda, partes físicas (icónicas), como puedan ser las ceremonias de
genuflexión, de elevación de los ojos al cielo, de danzas o de imposición de manos; las partes físicas
de las religiones no se circunscriben al terreno «ceremonial» (conductual praxeológico), puesto que
hay también muchos fenómenos no humanos dados (real o intencionalmente) en el espacio-tiempo,
que reclaman una naturaleza física-icónica, empezando por el Fiat lux! del Génesis y terminando por
la «danza del sol» de Fátima. Y las religiones contienen también una parte lingüística cuya
importancia crece con el desarrollo histórico de las propias religiones que, sin duda, es la que tantos
creyentes ponen en relación con la «experiencia interior», invisible (pues suelen hablar de la «voz
interior» –la vocación– aunque también otras veces hablan de «visiones interiores» que el «ojo del
alma» percibe en la «noche oscura»). A la «parte lingüística» de las religiones pertenece, por
ejemplo, la «fórmula de Sirmio», el credo, la fórmula de la consagración, o el Pange linguae.

Teniendo en cuenta estas premisas, se comprende que las afinidades, o las repulsiones, entre el
cine y la religión no pueden ser tratadas globalmente. Ellas deberán ser consideradas desde muy
diversos planos –que, sin embargo, no tienen por qué desviarnos de una «visión de conjunto».

Atengámonos a la capa más específica del cine (cuando se le considere como miembro de la
«familia de las artes»), a saber, el cine en cuanto representación de secuencias de imágenes ópticas
(icónicas). Es evidente (dirigiéndonos ahora al otro término de la relación) que no todos los
contenidos de una fe religiosa pueden ser representados icónicamente. Muchos de estos contenidos
(cuando nos atenemos a las «religiones terciarias») se autoproclaman como [19] suprasensibles,
como dándose fuera del espacio-tiempo: son contenidos meta-físicos. Por tanto, y en el supuesto de
que no sean inefables, sólo podrán ser expresados por la palabra, por la Poesía, y no por la imagen
icónica. Una de las tesis más importantes de Lessing, en su Laocoonte, es la que establece que la
Pintura y la Poesía no son dos medios alternativos para expresar lo mismo, sino que, sin perjuicio de
su posible interacción, cada una de estas artes tiene sus propias capacidades, sus propios
contenidos, y, por tanto, sus propios límites. (Desde las premisas de Lessing, tendremos que
considerar infundado ese dogma de la «pedagogía de la comunicación» que dice que «una imagen
vale por mil palabras»; pues semejante dogma sólo tendrá aplicación si las palabras quieren
expresar lo que dice la imagen; en otro caso, habría que acudir a otro dogma no menos importante:
«mil imágenes no valen por una sola palabra»). El análisis de Lessing tiene el mérito de quedarse
circunscrito, al examinar la cuestión de los límites de la Pintura y de la Poesía, al plano estético –
alejándose de un planteamiento generalizado al «plano de la información», como decimos hoy. Y es
por referencia a este plano estético, como cobra toda su fuerza la tesis según la cual la Pintura (o la
escritura... o el cine) no puede representar todo lo que la Poesía (o el mito, o la religión) nos dice. Ya
Plinio (a quien Lessing no deja de citar), comentando el cuadro de Timantes, en el que se
representaba el sacrificio de Ifigenia (un sacrificio que hubiera hecho exclamar a Lucrecio: Tantum
religio potuit suadere malorum!), decía: «Después de pintar [Timantes] el dolor de todos,
especialmente el del tío, y agotados todos los rasgos de la tristeza, veló el rostro del padre porque
no podía representarlo convenientemente»{12}. Sin embargo, Lessing ofrece otro tipo de razones, que
tienen que ver más con la estética que con la ontología (con la posibilidad o imposibilidad de
representar pictóricamente contenidos supuestamente «interiores» como la tristeza). Porque Lessing
viene a decir que la pintura podría expresar, al menos en este caso, la tristeza (podría, diríamos hoy,
transmitir el «mensaje» de la tristeza, «informar» sobre ella), pero a costa de la belleza. Aquí hay
que poner los límites a la pintura. No es que el arte –viene a decir Lessing, en contra de una opinión
de Valerio Máximo– no pueda expresar el carácter acerbo de un gran pesar. «Por mi parte, yo en
esto no veo ni incapacidad del artista, ni incapacidad del arte. Los rasgos de la cara se marcan de un
modo un tanto más acusado cuanto más intenso sea el grado de afecto que expresan; al grado
máximo de ésta corresponden los rasgos más marcados, y nada le es tan fácil al arte como el dar
expresión a éstos. Pero Timantes conocía las fronteras que las Gracias habían puesto a su arte.
Sabía que la desolación que le correspondía sentir a Agamenón, como padre, se expresa por medio
de las muecas y las contorsiones más extremas, que son siempre feas. Llevó la expresión del rostro
hasta el límite en que éste resultó compatible con la belleza y la dignidad. De buena gana hubiera
querido pasar por alto lo feo, suavizarlo; pero, dado que su obra no le permitía hacer ni lo uno ni lo
otro, ¿qué otra cosa podía hacer sino velar esta fealdad? Lo que no podía pintar dejó que el
contemplador lo adivinara. En una palabra: el hecho de tapar el rostro a Agamenón es un sacrificio
que el artista hace a la belleza». Lessing creía saber, en efecto –como dice al explicar el «dolor
tranquilo» que contemplamos en la estatua de Laocoonte– que el grito no es algo que revele un
alma innoble, pero sí es algo que deforma el rostro, dándole un aspecto repulsivo: sólo el hecho de
representar a una figura humana con la boca completamente abierta, comporta en la pintura una
mancha y en la escultura una concavidad «que producen el efecto más desagradable del mundo».
«Imaginad un Laocoonte abriendo violentamente la boca y decid qué os parece. Hacedle gritar y
veréis qué ocurre. Antes era una estatua que inspiraba compasión... ahora es una imagen fea y
monstruosa que nos hace apartar la vista, porque la visión del dolor despierta en nosotros
repugnancia.»

Lo que nos importa aquí destacar del análisis de Lessing, por la trascendencia que él puede tener en
el cine –en un cine que no quiere ser meramente «expresionista»– es que la frontera en donde pone
los límites de los iconos no pasa por la supuesta línea de separación de lo «interior» y de lo
«exterior», sencillamente porque semejante línea es imaginaria: todo lo que es «interior» ha de
poderse ver desde la «exterioridad» (y no cabe confundir la «visión del interior ajeno» con la
«reproducción» operatoria de una actitud que ya no será «vista», sino «experimentada»). De otro
modo: el gran cambio de perspectiva al que Lessing nos impulsa es el que va desde la perspectiva
«expresionista» (la perspectiva del «Ausdruck», de Bühler), en el análisis de los iconos (pintura,
escultura, cine), hasta la perspectiva «apelacionista» (la perspectiva del «Appel», de Bühler): no se
trata de que el artista –el pintor, el escultor, el director de cine– intente ofrecer una imagen de
Laocoonte que exprese el momento religioso en el que lanza al cielo su terrible grito –el clamorem
horridum ad sidera tollunt, de Virgilio– sino que se trata de con-formar una imagen capaz de producir
en el espectador la impresión de estar viendo a un hombre que «clama a los cielos». Y es aquí
donde advertiremos las enormes diferencias de los recursos de que disponen la pintura y la poesía,
y la ambigüedad de la equiparación de Horacio (ut pictura poesis). [20]

«Homero ha tratado dos tipos de seres y de acciones: los visibles y los invisibles», dice Lessing,
pero sacando una consecuencia que no podemos aceptar: «Esta diferencia [entre lo visible y lo
invisible] no es capaz de darla la pintura: en ella todo es visible, y visible de una misma y única
manera». Este último punto es el que tiene que ser removido, precisamente a propósito del «cine
religioso». Pues en la pintura –y en el cine– todo es visible, pero no de la misma y única manera.
Pues la tesis de la univocidad de lo visible podría llevar a concluir que la pintura no puede
representar «la vida interior», si ésta es invisible, y la poesía sí; el mismo Lessing nos ha venido a
decir que la Pintura, o la Escultura, pueden representar, si quieren, el más íntimo grito desgarrador –
¿oración?, ¿blasfemia?– de Laocoonte clamando al cielo. Pero lo que es aún más importante, si
cabe, para nosotros: Hay que evitar la tendencia a inferir, de la tesis de la univocidad de la pintura, la
conclusión de que este arte, como el arte cinematográfico, tiene los mismos límites que
circunscriben el orden de las «leyes naturales», como si la pintura –o el cine– por atenerse a lo
visible, debiera mantenerse encerrada en el «mundo natural», en el mundo sensible, siendo
impotente para representar el «mundo sobrenatural», el mundo que se nos abre gracias a la fe, y
que encontraría su mundo propio de expresión, o de revelación, en la palabra, en la Poesía. Una
definición popular de la fe religiosa, con más de cuatrocientos años a sus espaldas (los del
catecismo del P. Gaspar Astete), habituó a los españoles a poner la fe (tomando como criterio el
aparato óptico) en el terreno de lo invisible (por tanto de lo que es inaccesible, si seguimos a
Lessing, a la pintura, o a la representación icónica, en general). «Fe es creer lo que no vimos.» Pero
semejante definición, con ecos iconoclastas (¿musulmanes?, ¿místicos?), nos obligaría a retirar
cualquier significado profundo a la expresión «cine religioso». Ahora bien, ¿en virtud de qué
fundamentos puede decirse que lo «sobrenatural» haya que ponerlo en el terreno de lo invisible –de
la Poesía– y que el terreno de lo visible no pueda ser el lugar en donde lo «sobrenatural religioso»
también se manifieste, incluso el terreno a donde lo «sobrenatural» debe acudir para manifestarse
en primer lugar? Esto no excluye el reconocer que en las religiones –sobre todo, en las llamadas
«religiones superiores» (terciarias, en nuestra terminología)– hay capas y contenidos que necesiten
permanecer en la oscuridad, que son invisibles, irrepresentables por la pintura, por la escultura o por
el cine: Llamemos por sinécdoque a estos contenidos invisibles contenidos de una «fe no-
cinematográfica». Pero simultáneamente hay que reconocer también, y prioritariamente, la realidad
de los contenidos religiosos visibles (sobrenaturales o naturales) y, por tanto, la efectividad de una
«fe cinematográfica», que desmiente la definición tradicional; porque ya no será posible decir que fe
(cinematográfica) es «creer lo que no vimos», sino, por el contrario, «ver lo que creemos» o «creer lo
que vemos» creyéndolo precisamente porque lo vemos, porque (como dirá el escéptico) «vemos
visiones» cuando creemos con fe cinematográfica y, por ello, podemos representar tales visiones en
cualquiera de las artes icónicas: pintura, escultura y, muy especialmente, cinematografía.

5. Hay contenidos o «artículos» de la fe que son, desde luego, irrepresentables: Llamémoslos


contenidos de la «religión metafísica» o contenidos (dogmas, milagros... ) metafísicos de las
religiones llamadas «superiores». Entre estos contenidos, hay que citar, en primer lugar, el Dios
incorpóreo, Espíritu Puro, por tanto, incoloro (ese Dios «que está azul», como dice Juan Ramón
Jiménez, no es un Dios metafísico, es, si acaso, la bóveda celeste, el Zeus que estudió Petazzoni):
Representar a ese Dios por la imagen de un anciano con barbas, o –como hacen algunos directores
de películas llamadas «religiosas»– por un sol naciente en una lejanía de nubes sonrosadas, es un
paso ridículo, indigno de un artista adulto, apropiado sólo para revelar el infantilismo y la cursilería
del director (o su cinismo mercantil). Tampoco son representables las «Inteligencias separadas»: Los
ángeles cristianos no son cinematográficos y cuando se los representa con alas, o con cuernos, la
película no podrá ser considerada como cine religioso «terciario», sino, a lo sumo, «secundario», un
cine adaptado a las «religiones mitológicas» (que ya son, casi íntegramente, cinematográficas). Otra
cuestión, que no podemos debatir en este lugar, es la de si efectivamente es posible una «fe no
cinematográfica», es decir, si la «fe viva» es, sobre todo, la «fe cinematográfica», de suerte que el
concepto de una «fe no cinematográfica» hubiese de considerarse como la clase vacía. (Si se
repitiera el célebre experimento radiofónico de Orson Welles, poniendo, en lugar de «marcianos» o
«extraterrestres» –que son contenidos «cinematográficos»– a los ángeles, arcángeles, tronos o
serafines de la teología metafísica, ¿se conseguiría algún efecto? «Ojos que no ven, corazón que no
siente.» ¿Quién podría inmutarse ante las legiones arcangélicas invisibles e inaudibles? ¿Cómo
podríamos saber de su existencia?). En cualquier caso, conviene puntualizar que no son únicamente
las entidades incorpóreas, los espíritus puros, los que constituyen el relleno de esta «capa profunda»
de la fe que venimos llamando «no-cinematográfica». También la fe alberga, entre sus contenidos
intrínsecamente invisibles (metafísicos, no cinematográficos) a entidades que reclaman una
naturaleza corpórea y material. Que, en la fe cristiana, estas entidades sean el resultado de un
milagro, que reclama su invisibilidad –se trata, por tanto, de un milagro que intrínsecamente es no-
cinematográfico– no significa que el contenido intencional de tal milagro no sea corpóreo, material:
Nos referimos al milagro de la transubstanciación, que tiene lugar en el momento de la
consagración, por el sacerdote, del pan y el vino. He aquí, en efecto, un milagro no cinematográfico,
en sentido estricto, y no porque en su proceso intervengan entidades espirituales. Pues la
transubstanciación –según la explica Santo Tomás de Aquino– implica la sustitución de la sustancia
del pan y del vino por la sustancia del cuerpo de Cristo (que es material, en cuanto cuerpo, y aún
cuando se considere despojado del accidente de la cantidad), permaneciendo «a la vista» los
accidentes. Pero son los accidentes del pan y del vino los que son representables, «filmables»; de
manera que si un director se propusiera (y se lo han propuesto en múltiples ocasiones) representar
el «milagro de la eucaristía», tendría que hacer trampa. Tendrá que iluminar, en un halo ad hoc, por
ejemplo, la hostia recién consagrada, pero este recurso no es más cinematográfico que el que
consistiera en asociar a la escena una voz grave en off que dijese: «Ahí tienen ustedes, señores
espectadores, el cuerpo de Cristo.» Este director de cine, con halos, o con voces auxiliares, no
llegaría en su arte mucho más allá de lo que, en el suyo, llegaba el pintor Illescas, cuando escribía
en el cuadro el nombre de la persona retratada, a fin de «darlo a entender». [21]

La doctrina que estamos exponiendo sobre la efectividad de una «capa invisible» de la fe (es decir,
sobre la imposibilidad de un «cine religioso» referido a la dogmática y los milagros «no
cinematográficos») es una doctrina común entre los doctores cristianos (por no decir también: judíos
y musulmanes); pero lo más curioso es que esta doctrina suele estar expuesta por medio de
metáforas ópticas, visibles, aunque llevadas a un límite «paroxístico». Me referiré, por brevedad,
únicamente al caso de San Juan de la Cruz, en cuyas obras encontramos los «usos didácticos» de
las metáforas visuales más audaces de entre las que podríamos desear. ¿Qué mayor audacia que la
imaginación de esa vidriera (símbolo del alma) tan pura y limpia que al recibir un rayo de luz se
transforma, haciéndose perfectamente transparente, en el mismo rayo divino? {13} Sería el caso de
una pantalla de cine tan pura y limpia, que se transformase en el mismo haz de luz que proyecta la
cámara –con lo que las imágenes cinematográficas desaparecerían por completo, al menos a la
visión ordinaria. Sin embargo, enseña San Juan que las sustancias corpóreas (incluso el mundo
físico en su totalidad, aquél que llegó a ver San Benito –según nos cuenta San Gregorio– con visión
verdaderamente «panóptica») pueden ser vistas por «visión espiritual» suprasensorial («sin medio
alguno de sentido corporal»); pero las sustancias incorpóreas sólo pueden verse por una visión
espiritual aún más alta, que se llama «lumbre de gloria». «Y así (dice San Juan, comentando el
Quodlibeto I de Santo Tomás{14}) estas visiones de sustancias incorpóreas, como son el Ser divino,
Angeles y almas, no son propias de esta vida, ni se pueden ver en cuerpo mortal». Aplicado a
nuestro terreno: la «lumbre de gloria» no puede utilizarse eficazmente en la proyección de una
película, aunque sea religiosa; es absurdo, por consiguiente, todo intento de producción de cine
religioso orientado a representar sustancias incorpóreas o corpóreas que sólo puedan ser vistas por
medio de la «lumbre de gloria», o de visión suprasensorial.

6. Pero las religiones –y no sólo las primeras o las secundarias, sino también las terciarias (en
particular, el cristianismo)– poseen también una capa dogmática y «miraculosa», acaso como capa
básica, de naturaleza intrínsecamente «cinematográfica». Capa básica: Porque sólo a través de ella
podríamos entender la posibilidad de comunicación de dogmas y de milagros. Capa
«cinematográfica»: Porque los iconos que contienen son iconos en acción, que implican movimiento.
Y lo implican incluso en las situaciones en las cuales la pintura los representa; pues la imagen de un
apóstol caminando, sólo se «fija» en la apariencia. Si lo percibimos como caminante, es porque
insertamos la imagen instantánea del cuadro en una trayectoria virtual que la precede y la sigue; de
otro modo, no podríamos percibirlo como caminante. Bergson {15}, utilizando las primeras impresiones
de una tecnología cinematográfica recién inventada, habló del «mecanismo cinematográfico de la
inteligencia», un mecanismo, en virtud del cual el movimiento aparecería en la pantalla como efecto
del movimiento que a la sucesión de las imágenes fijas, inmóviles, comunicaría la inteligencia.
Diciéndolo a nuestro modo: Es como si Bergson hubiese intentado explicar el cine a partir de la
pintura, el movimiento icónico a partir de la sucesión de iconos inmóviles. Pero ¿acaso estos iconos
son ellos mismos inmóviles a la percepción? ¿Acaso cada uno de estos iconos –es decir, cada
cuadro pintado– no está ya inmerso en un «halo» de movimiento? De otro modo (que Lessing no
pudo advertir), ¿acaso la cinematografía no es anterior a la pintura, y, por consiguiente, los dogmas
y los milagros «cinematográficos» de las religiones positivas son anteriores, no solamente a los
dogmas y milagros «no cinematográficos», sino incluso a los dogmas y a los milagros que, durante
siglos, han sido representados por la pintura o por la escultura?

El cine antes del cinematógrafo

7. La resistencia a admitir esta hipótesis puede proceder de la impresión de anacronismo que, sin
duda, produce la expresión «milagros cinematográficos» referida a milagros (o dogmas) anteriores a
la invención del «séptimo arte». Pero esta impresión podría neutralizarse con un enfoque distinto. Se
trata de ver a la tecnología cinematográfica como la realización, lograda en la época moderna, de
«proyectos» prácticos mucho más arcaicos, que resucitaba una y otra vez, después del séptimo arte,
en la manera como se admite que la aviación, lejos de poder entenderse como un proyecto inédito,
hay que verla (sin menoscabo de su originalidad) como la ejecución de un «programa» práctico que
aparece ya enteramente reflejado en el «mito tecnológico» de Icaro. En el caso del cine, habría que
regresar aún más atrás, hasta la época de nuestros antecesores que poblaban las cavernas, y
desarrollaron, sin duda, durante milenios, la «conducta de ver las sombras» que, con sus antorchas,
se proyectarían en el interior, en las bóvedas rocosas, incluso en paramentos lisos (que prefiguraban
la «pantalla», tanto o más como las alas de cera de Icaro prefiguraron las alas de nuestros aviones):
Estas «sombras» pudieron alcanzar un grado de realidad –como monstruosos o benéficos
númenes– muy similar al que convenía atribuir, llegado el caso, a las «pinturas rupestres». Algunos
historiadores del cine citan, como curiosidad, a Platón, por su «mito de la caverna», entre los
«precursores de la idea del cinematógrafo»; pero se trataría de algo más profundo. No es correcto
decir que Platón «prefigure» el cinematógrafo; hay que decir que el cinematógrafo ejecuta
técnicamente una idea que encontramos ya configurada, con todos sus detalles, en el libro VI de La
República{16}.

La «alegoría de la caverna» comienza por ponernos, en efecto, en una situación que tiene,
literalmente, la misma estructura antropológica que la sesión cinematográfica: Unos hombres
sentados miran las sombras que, en la pared que tienen delante, proyectan figuras que van pasando
tras sus espaldas, y que son iluminadas por unos rayos de luz que también proceden de detrás.
Platón simboliza, con su alegoría, a la Humanidad, en general, como al mundo, en general; pero es
evidente que no podía haber extraído [22] de esa Humanidad, ni del Mundo, la estructura de su
grandioso mito: Sólo podía haberlo obtenido de la consideración de los hombres actuando en
concreto, «situados en concreto» ante un ámbito también concreto (no el «Mundo», en general, sino
una «región conformada» de ese Mundo); pues la «alegoría» no se produce (no puede producirse)
en la dirección que va del «Mundo y el Hombre» a «esta caverna con unos hombres encadenados»
(como parecen presuponer quienes interpretan la alegoría platónica como un «recurso pedagógico»
orientado a «explicar» la «Teoría de las Ideas»), sino que se produce en la dirección que arranca de
«una caverna, con hombres en ella» y termina en el «Mundo», en general, y en la «Humanidad» en
general: Por decirlo así, la «situación de la caverna» es anterior a la propia «teoría de las ideas» y es
esta teoría la que debe considerarse como resultado de esa dirección, ampliada y desbordada por
un pensamiento poderoso. Y esto obliga a plantear la cuestión del origen del mito. Y como sería un
despropósito poner el origen en las salas de cine a las que «pre-figura», sólo nos queda ir a buscarlo
hacia atrás, en situaciones que pudieron prefigurarlo a él mismo; y es así como llegamos, en último
extremo, a las «salas cuaternarias», a las cavernas paleolíticas. Al menos, con esa hipótesis
daríamos cuenta de la inmensa «pregnancia» que el mito de la caverna tuvo desde el principio, y
con anterioridad al invento del cine (invento que, sin duda, realimentó esa pregnancia). Mircea
Eliade, en El mito del eterno retorno,{17} considera a Platón, por su teoría de las ideas arquetipos,
como un pensador arcaico, que no hace sino formular, en el lenguaje nuevo de la filosofía,
estructuras precedentes de las «mentalidades más primitivas», y a ello debería gran parte de su
grandeza. Por lo que a nuestro asunto concierne, también diríamos que el mito platónico de la
caverna es un mito arcaico, paleolítico, y con-formado por una situación nada subjetiva (o
«metafísica»), sino estrictamente objetiva. Y, lo que es aún más importante (sobre todo, frente al
«reduccionismo» crítico implícito en la tesis de Eliade) una situación que, lejos de poder «dejarla
atrás», como un mero recuerdo prehistórico, se ha reconstruido inesperadamente en el mismo seno
de la sociedad industrial, en la que, no ya unas bandas de cazadores, sino millones y millones de
individuos permanecen «encadenados a sus asientos» contemplando «sombras» que en las
pantallas del cine, o de la televisión, proyectan las Ideas de quienes las fabrican. Y porque Platón
ofreció una alegoría –que desbordaba ampliamente los límites precisos de una situación susceptible
de ser descrita en términos estrictamente conductuales– por ello no es despropósito volver a Platón
para analizar la estructura del cine, en general, y del «cine religioso», en particular. He aquí lo que
consideramos más importante, para nuestro propósito, de la alegoría platónica: Que las imágenes
icónicas (eikasia) que, sentados en nuestra caverna, vemos en la pantalla, las vemos, no sólo desde
los «ojos», sino desde las creencias, desde la fe (pistis), en las que estamos (socialmente,
culturalmente) inmersos; y que, sin embargo, todas esas vivencias aparentes (propias de la doxa)
que la pantalla nos proporciona incesantemente, son sombras de conceptos y de ideas, y de sus
conflictos, que sólo pueden abrirse camino a través de tales «visiones».

Ver para entender y creer para ver visiones

8. Y esto tiene consecuencias inesperadas para el análisis de las virtualidades del mismo cine
religioso, una vez que hemos reconocido que hay contenidos (dogmas, milagros, «artículos de la
fe») que son intrínsecamente irrepresentables, es decir, incompatibles con su manifestación icónica,
«no cinematográfica». La principal consecuencia es ésta: Que, sin embargo, también habrá que
reconocer la interna aptitud de muchos contenidos de las religiones –y no ya de contenidos
«prosaicos», «finitos»– para ser representadas cinematográficamente. Si las imágenes se nos dan
en el marco de las creencias, y de las ideas, habrá que dudar de la distribución ordinaria (en la que
arraigó el dualismo metafísico del cuerpo y el espíritu, de los ojos y la mente) entre ver y pensar (o
entender). Porque, desde la alegoría platónica, tendremos que reconocer que «entender» es, casi
siempre, «ver», «percibir»; y que «percibir», o «ver» –ver una película– significa simultáneamente
«entenderla». Y, por consiguiente, ya no tendremos que reservar, para la esfera de lo in-visible y de
lo irrepresentable, el tratamiento de los «misterios más profundos» de la fe –como si el mundo de «lo
visible» sólo pudiese albergar lo superficial, lo trivial, o lo prosaico. Sencillamente, habrá que
reconocer unos contenidos religiosos (dogmas, milagros, «artículos de la fe») y que sólo pueden ser
formulados icónicamente, unos dogmas y milagros cinematográficos, en un sentido interno.
«Entender» estos dogmas y estos milagros –entenderlos «religiosamente», es decir, como
sobrenaturales– es verlos, re-presentarlos. «Entender» el mito bíblico de la creación de Adán, y de la
creación de Eva, a partir de la costilla de aquél, es re-presentarlo con todos sus detalles
(«entenderlo alegóricamente» es tanto como destruirlo, negarlo). Otra cosa es que ese
entendimiento [23] –que obliga al pintor, o al director de cine, a tomar decisiones sobre detalles tan
«insignificantes» como el ombligo de Adán– lleve demasiado lejos y convenga velarlo, no porque
sean irrepresentables sus condiciones, sino porque son demasiado visibles y pueden ser
insoportables, pero no ya en el nombre de la Belleza (como dice Lessing) sino en el nombre de la
Verdad.

Lo que nos importa ahora es constatar la posibilidad de lo visible –de lo cinematográfico– para
revelar, no sólo procesos naturales, sino «sobrenaturales» y, recíprocamente, constatar el hecho de
que muchos procesos «sobrenaturales» sólo pueden configurarse como tales precisamente en el
campo visual. Se cuenta que Cagliostro salió un día de Basilea, en su coche tirado por cuatro
caballos blancos, por sus cuatro puertas a la vez. Esta maravilla (salva veritate) sólo puede
aparecérsenos en el ámbito del espacio óptico. Es un prodigio de estructura cinematográfica (que la
pintura, por su distancia respecto del movimiento, sólo de un modo muy pálido podría representar).
Pero la mayor parte de los milagros –en tanto son «maravillas» percibidas desde una creencia que
nos lo presenta como «mensajes divinos», Signa Dei– son milagros cinematográficos, aunque se
hayan producido antes de la «época técnica» (aun cuando, sin duda, la educación masiva del
público, en nuestro siglo, como espectador de cine, o de televisión, podrá influir notablemente en el
«dibujo» de los milagros que tengan lugar en las «sociedades industriales»).

Leibniz distinguía unas «verdades eternas», inconmutables, absolutamente necesarias, puesto que
sus opuestos implican contradicción (y ponía como ejemplos las verdades lógicas, geométricas y
metafísicas), de unas «verdades positivas», porque son «las leyes que Dios ha tenido a bien dar a la
Naturaleza, o porque dependan de Él» (y ponía como ejemplos de las verdades positivas a las leyes
físicas: que los planetas giren a derechas, o que sean sinistrógiros, es una ley positiva, que Dios
podría cambiar en cualquier momento). Porque Dios puede –añade Leibniz–, haciendo un milagro,
dispensar a las criaturas de las leyes que les ha prescrito.

Si hemos recordado la distinción de Leibniz es por la utilidad para analizar el género de milagros que
venimos llamando «cinematográficos», así como, recíprocamente, para analizar la propia distinción
de Leibniz por medio del concepto de los «milagros cinematográficos». Porque Leibniz ha supuesto
una distinción muy nítida entre las «verdades eternas» y las «verdades positivas» –es decir, entre
las «verdades geométricas» y las «verdades físicas», por ejemplo. Pero la nitidez de esta distinción
se oscurece en el momento en el que las «nuevas geometrías» muestran que algunas verdades
geométricas, tenidas por absolutas, dejan de serlo; y, contrariamente, algunas verdades físicas,
eran, en realidad, necesarias, «geométricas» (como la ley de las órbitas elípticas de los planetas). Y,
sobre todo, que los términos de la distinción de Leibniz (verdades eternas/verdades positivas) no
pueden ponerse en correspondencia con los términos de la distinción que hemos establecido
(«verdades»-dogmas, milagros-invisibles/«verdades» visibles, o cinematográficas). Pues, como
hemos dicho, en la pantalla son representables no sólo las «verdades (intencionales) positivas», los
«milagros cinematográficos positivos», sino también los «imposibles geométricos», es decir, los
«milagros geométricos o metafísicos», como son la «reversibilidad del tiempo» (una transgresión
metafísica de la que Escher nos ha ofrecido variadas versiones). Más aún: Cabría sospechar si la
misma «hipótesis imposible» de la reversibilidad del tiempo (el cambiar, en las ecuaciones
dinámicas, la variable t por -t) tuvo posibilidades de ser siquiera pensada fuera de la pantalla
cinematográfica. Desde luego, parece mucho más claro que los milagros positivos más frecuentes,
entre las religiones secundarias mitológicas, o entre las «capas secundarias» de las religiones
terciarias, sólo admiten un desarrollo «cinematográfico». Todos los milagros que implican
multilocación (o presencias «no circunscriptivas») son intrínsecamente cinematográficos.
Cinematográfico es el milagro de los panes y de los peces y puede ser representado con gran
brillantez; cinematográficas son las levitaciones y cinematográficas son las apariciones de la Virgen
en Fátima. Y, para referirnos a religiones precristianas: ¿Qué mayores virtualidades cinematográficas
podría pedir un director de cine que las que se encierran en los «milagros de Epidauro», tal como los
relatan las tablillas votivas? Por ejemplo, tablilla XIV: «Un hombre con piedras en las partes tuvo el
siguiente sueño: le parecía que estaba haciendo el amor con un hermoso muchacho que en sueños
le cogía la piedra y la quitaba. Cuando se marchó, tenía la piedra en las manos»; o bien, la tablilla
XLII: «Nicasíbula de Mesenia, esterilidad. En la incubatio tuvo este sueño: le parecía que el dios,
convertido en serpiente, venía a unirse a ella. Al cabo de un año, tuvo dos hijos varones.»

Pero el análisis platónico de la caverna nos obliga a distinguir las apariencias de las verdades, sin
por ello dejar de lado las imágenes. Estas inducen el engaño, no porque se disocien de las ideas (lo
que es imposible) sino porque se asocien (en principio o se asocien siempre) a otras ideas
inadecuadas. Podríamos formular la situación de este modo: Los contenidos icónicos –digamos: los
«hechos»– se dan siempre insertos en «sistemas de ideas» –digamos: en «teorías»–. Y esto suscita
la cuestión de la verdad: La verdad no está «en los hechos», sino «en las teorías»; las
«representaciones cinematográficas» pueden tener contrapartidas de hechos positivos, sin perjuicio
de ser falsas las «teorías» en las que se recogen. Esto es evidente en las «representaciones
pictóricas» de los imposibles geométricos: Estas representaciones son «maravillosas» en la medida
en que se dan insertas en teorías erróneas, pero sólo cuando estas teorías actúan, como si fuesen
verdaderas, la «ilusión» de la maravilla se mantiene. Es algo así como un «argumento ontológico»:
Sólo quien, al ver la aparición de la Virgen, cree que es la Virgen «en persona» la que aparece,
puede decir que ha visto el «milagro» de la Virgen: La «imagen» de la Virgen (no ya la «Idea» de
Dios) implica su «correlato real excitante» (es decir, una «teoría» de esa visión), para que pueda
hablarse de la «aparición de la Virgen». En este contexto, el perfeccionamiento de las técnicas
cinematográficas –que pueden producir una «ilusión de verdad» más intensa de la que muchos
videntes logran alcanzar en «experiencias de campo»– ha de considerarse como uno de los
instrumentos críticos más potentes que puedan ponerse en manos de la gente contra las
supersticiones que tienen lugar, como fenómeno de masas, en las sociedades industriales. [24]

La sintaxis del cine religioso

9. La adscripción de la estructura relacional al concepto de «cine religioso» nos invita a conducir su


análisis según el criterio «sintáctico», es decir, a considerar, por separado, no sólo los términos de la
relación («cine», «religión»), y, por supuesto, la relación (las relaciones) que entre ellos puedan
establecerse por «estructura», sino también las operaciones que, sin duda, es preciso suponer
dadas, al menos en la perspectiva de la génesis de aquella estructura relacional, para que una
estructura, mejor que otra, haya logrado abrirse camino.

La calificación de una película como «cine religioso» se nos muestra, de este modo, como un
proceso muy complejo, según una complejidad que en vano se trataría de obviar.

Los términos formales del cine y la religión

10. Acerca de los términos, diremos tan sólo lo que nos parece más imprescindible y pertinente, una
vez que suponemos ya dados estos términos en este su contexto relacional. El «criterio de
pertinencia» es, en principio, bastante claro: Habrá que destacar cualquier componente de los
«términos» que, a la vez, desempeñe un papel formal, en el momento en el cual éstos aparezcan
«inmersos» en el contexto de la relación (el momento en el cual el cine aparece como religioso, y la
religión como «cinematográfica»). Aquellos componentes que no tengan un papel formal (directo o
indirecto, inmediato o mediato) podrían ser dejados de lado, aunque no es nada fácil establecer las
líneas divisorias entre lo que es formal y lo que es material en el sentido dicho. Parece que pueden
«dejarse fuera del análisis», por no pertinente, todas las «partes materiales» del film, sus soportes
moleculares, los aparatos mecánicos y eléctricos, los haces fotónicos (pues éstos no son ni católicos
ni protestantes, ni musulmanes, ni judíos; tampoco puede decirse, por ello, que sean ateos). En
particular, habrán de considerarse como componentes materiales todas aquellas vinculaciones
causales, existencialmente activas y relevantes, que editores, guionistas, productores, incluso
actores, puedan tener con la religión, pero siempre que no trasciendan al film, que no se manifiesten
«formalmente» en la pantalla (¿cómo habrá que considerar a los posibles fotogramas infraumbrales
que una película religiosa pueda tener incorporados?). Podrán ser ateos los accionistas de una
productora de películas, pero éstos tienen sus propios fines operis y, puesto que los negocios son
los negocios, si el mercado lo aconseja, los accionistas promoverán películas de elevada
religiosidad. Podrá un actor ser musulmán o ateo, pero como «profesional» acaso sea capaz de
encarnar el personaje de un santo católico, si nos atenemos a la «regla de Diderot», mejor que si él
mismo fuese católico, o se convirtiese al catolicismo (como un nuevo San Ginés) en el curso del
rodaje. En cambio será ya más difícil considerar como partes materiales a las características
anatómicas, etológicas o físico-químicas de los actores. No es irrelevante que el actor que encarne
el personaje de Cristo sea apuesto o jorobado –como tampoco es irrelevante que el actor que
represente al Sigfrido wagneriano sea negro, blanco o amarillo.

A. Cuando nos referimos al primer término de la relación, es decir, al término «cine», estamos
hablando, por tanto, de los fotogramas (como unidades «morfológicas») y su concatenación
sucesiva, en las «secuencias» argumentales. Son estas apariencias efímeras, que duran décimas de
segundo, aquellos contenidos del cine capaces de constituirse en componentes formales de la
relación con la religión (en componentes «representativos»). Sin embargo, es imprescindible tener
en cuenta algunas diferencias en el modo de intervenir estos «componentes formales» en la
formación del término antecedente. Desde luego, no es preciso suponer que estos modos de
interacción puedan determinarse partiendo de un film «absoluto»; no hay petición de principio aun
cuando partamos de la inserción de ese film en una relación dada con alguna religión. Porque lo que
importa es el análisis regresivo hacia los modos de intervención o presencia de los componentes
formales en un mundo religioso.

Las distinciones más importantes al respecto acaso sean las siguientes:

1) Ante todo, la distinción entre una presencia (o intervención) episódica, o parcial y una presencia (o
intervención) ubicua (continua, total); distinción que no debe confundirse con la que media entre una
presencia accidental (o secundaria) y una presencia esencial. Una presencia «episódica» puede, sin
embargo, ser «esencial» y el film quedaría distorsionado si ese episodio –que irradia su influencia,
no sólo hacia las secuencias ulteriores, sino también, paradójicamente, hacia las anteriores
coloreándolas y reinterpretándolas en el curso de su «procesamiento» cerebral– fuese suprimido o
mutilado. Cabría citar como ejemplo la cena de Viridiana, de Buñuel,{18} cuyo significado «religioso-
positivo» (histórico) no se nombra, pero sí se ejercita mediante los recursos de los que dispone el
«arte cinematográfico» (en este caso, a través del «refuerzo» de otras formas de arte religioso, que
se suponen conocidas extracinematográficamente por el gran público, a saber, la pintura de
Leonardo da Vinci, y la música del Aleluya de Händel). La cena en Viridiana no es episódica; o, si se
prefiere, el episodio es transcendental a todas las otras partes de la película, tanto a las que
preceden, como a las que siguen al episodio. Sin embargo, ¿es suficiente este episodio para incluir
a Viridiana en el conjunto de las películas llamadas «cine religioso»? Probablemente, la respuesta
correcta debiera ser negativa. Pues además de transcendental, el episodio debiera ser dominante; y,
si no lo es, o no se interpreta en ese sentido, habría que concluir que los motivos religiosos, en esta
película, intervienen en un plano subordinado al tema general, de orden acaso más «político»,
«moral» o «social» que «religioso».

2) Sobre todo, por tanto, la distinción entre una presencia (o intervención) dominante y una
presencia (o intervención) subordinada (en grados que pueden ser muy diversos), o indirecta, es
fundamental, por cuanto equivale a una distinción entre cine formalmente religioso, y [25] cine
religioso en sentido sólo material. Películas como El Cardenal,{19} o El nombre de la rosa{20} sólo
podrían (nos parece) considerarse como cine religioso por modo material; formalmente estas
películas podrían clasificarse como no religiosas, sino biográficas, históricas; podríamos transportar
casi íntegramente su estructura a situaciones no religiosas («El Cardenal» podría transponerse en
«El General», «El Ministro», «El Emperador» o «El Contrabandista»; la abadía benedictina, podría
transponerse, no ya sólo a un templo faraónico, sino también a un Castillo de templarios, o incluso a
una escuela militar).

B. Cuando nos referimos al segundo término de las relaciones implicadas en el concepto de «cine
religioso», es decir, el término religión, se hace evidente que sólo desde una idea de religión re-
definida es posible intentar la calificación de un film como «religioso» con un minimum de rigor
crítico. Quien no tenga, o no quiera forjarse, una idea de religión, sólo de un modo ingenuo y
estúpido –por mucha poesía que ponga en ello– podrá juzgar sobre la naturaleza religiosa o laica de
un film.

En el contexto de estos problemas, conviene llamar la atención sobre la diversidad (a la que ya nos
hemos referido, desde otra perspectiva) de aptitudes que es preciso adscribir a las ideas de religión
utilizadas a efectos de determinar el terminus ad quem que buscamos. Una idea metafísica de la
religión como «religación del hombre con Dios como Fundamento del Ser», difícilmente podría servir
para delimitar un conjunto de films como religiosos; desde la perspectiva de semejante definición,
todos podrían serlo (incluso el «cine laico» habrá de considerarse religado al «Fundamento del
Ser»). Cabría aplicar aquí la misma objeción que Eustacio de Sebaste, el semiarriano, dirigía contra
los templos: «¿Cómo encerrar a Dios [ubicuo] en un templo?» ¿Cómo encerrar el Fundamento del
Ser en la pantalla? ¿Cómo representar a Dios inmóvil, eterno, invisible, infinito en secuencias de
movimiento, temporales por tanto, visibles, y finitas?

Desde el punto de vista de la idea de religión que hemos desarrollado en El animal divino, y en
función del «contexto cinematográfico» que ahora nos importa, las distinciones más importantes que
habrá que tener presentes son de dos tipos, según procedan del curso de las religiones, o bien del
cuerpo de las mismas.

Según el lugar que ocupan en el curso general, las religiones son, o bien primarias, o bien
secundarias, o bien terciarias. Según su cuerpo, las religiones constan de muchas capas, estratos,
instituciones (liturgias, ceremonias, templos, castas sacerdotales, objetos sagrados, &c., &c.).

Si tomamos la Idea de religión en las determinaciones que le convienen como religión primaria, hay
que decir que sus «virtudes cinematográficas» alcanzan sus valores más altos. Por ello, será
obligado dar cuenta de la escasa utilización de tales virtualidades por las «gentes del cine», de la
rareza de un «cine religioso primario». Por nuestra parte, sugerimos que la explicación hay que
buscarla en las operaciones del público (de las que hablaremos en el punto siguiente), más que en
la estructura objetiva del término. Es el «público de una sociedad industrial» que acude a las salas
de proyección el que no estaría en condiciones para reinterpretar como «religiosas» situaciones
propias de la «religión primaria». Los animales, en general, reciben un tratamiento cinematográfico
de índole científica, o estética, una vez que ha sido neutralizado su «coeficiente numinoso». Tan sólo
esporádicamente podemos esperar encontrar, de vez en cuando, algunos ejemplos de «cine
religioso primario» (un cine que, por otra parte, ni siquiera suele ser calificado como «cine
religioso»). En busca del fuego{21} podría constituir un primer ejemplo de cine religioso primario;
también Los pájaros, de Alfred Hitchcock.{22} En Cuestiones cuodlibetales{23}, hemos ofrecido un
ensayo «hermenéutico», en términos de religiosidad primaria, de la película de Jean-Jacques
Annaud, El Oso.{24} Aunque la situación estricta de religión primaria que en esta película se re-
presenta sea episódica, sin embargo no por ello habría que considerarla accidental. El episodio
religioso primario es tan decisivo en la trama general del film que puede decirse de él que es
«transcendental» a las secuencias que le preceden, y que le siguen.

El cine religioso relacionado con las «religiones secundarias», puede considerarse hoy en auge, si
es que como religiosas, en sentido secundario, consideramos a la mayor parte de películas que se
ocupan de «extraterrestres», de «encuentros en la tercera fase», incluso de superman. Si puede
hablarse de una fe en creciente en esta nueva demonología mitológica (secundaria), habrá que decir
también que ha sido (o está siendo) el cine y la televisión el principal instrumento de su propagación;
habrá que decir que [26] el cine no actúa, en este terreno, tanto como re-producción de una
religiosidad previa, como con-formador de la nueva religiosidad demonológica.

Por último, y si mantenemos una mínima coherencia con nuestras premisas, relativas al carácter
«epilogal» de las religiones terciarias, nos veríamos obligados a concluir que el cine religioso
«terciario» es un concepto muy próximo a la «clase vacía», pese a que este tipo de cine religioso
cuenta con el repertorio más copioso. La razón es la siguiente: Que, propiamente, son los
componentes secundarios (mitológicos, oblicuos a las religiones terciarias) que se conservan
residualmente, o se re-generan (según morfologías antropomorfas) aquellos que se toman en cuenta
por los fabricantes de películas religiosas «por antonomasia». Asimismo, hay que subrayar que los
temas son extraídos antes del cuerpo de las religiones terciarias (profetas, sacerdotes, templos,
fetiches...) que de su núcleo.

El engranaje operatorio entre actor y público

11. La intervención de las operaciones debe considerarse (según hemos dicho) como un momento
decisivo en el proceso de construcción del cine religioso, como tal (es decir, por tanto, en el proceso
de enclasamiento de un film en la clase de los films religiosos, en general, y en la de algún tipo
dentro de esa clase, en particular). Esto es debido a que las relaciones entre los términos que
consideramos son tan variadas y, a la vez, insertas (no exentas) en otros sistemas de relaciones
contextuales que envuelven el tejido estrictamente fílmico, que sólo gracias a la intervención de
operaciones capaces de seleccionar, orientar, o «empujar hacia el fondo» otras relaciones dadas
entre los términos es posible delimitar una «estructura religiosa» en un film, mejor que otra
alternativa.

Todo el complejo sistema de factores que hacemos girar en torno a las operaciones, puede
polarizarse en dos sentidos, en cierto modo opuestos, aunque internamente concatenados. Las
operaciones que hay que adscribir a los agentes del film, y las operaciones que corresponden en
realidad al público que lo interpreta (que lo «entiende viéndolo»). Habrá que suponer que,
normalmente, las operaciones de los agentes del film «engranan» con las operaciones del público
intérprete –es lo que se reconoce cuando se acude a la metáfora del «lenguaje cinematográfico»–.
Y, sin embargo, cuando utilizamos esta metáfora, acaso el esquema más adecuado para
aproximarse a los mecanismos del «engranaje» fuera el esquema monadológico leibniziano: Los
agentes del film no conocen directamente, y en concreto, las operaciones del público, no pueden
recibir retroacción de este público (como ocurre en el teatro); su causalidad es diferida. Por tanto, las
secuencias tienen que desenvolverse siguiendo un programa rígido. El público tampoco puede
intervenir en la película y tiene que movilizar sus propias coordenadas para poder «engranar», de
algún modo, con el film. Cierto que, tras un largo aprendizaje de códigos simbólicos, agentes y
público disponen de abundantes rutinas que garantizan «engranajes» continuados; por ello queda
siempre un margen muy amplio en que ha de jugar el «engranaje monadológico».

A. Las «operaciones de los agentes» son las que llevan la iniciativa. En todo este asunto, la
distinción entre la perspectiva emic y etic es imprescindible. La perspectiva emic –la interpretación
de la película desde el punto de vista del «agente» (o de los «agentes», no siempre en armonía)–
suele ser la perspectiva sistemáticamente adoptada como criterio de un «buen entendimiento» del
film. El público suele disponer de información extracinematográfica, a cargo de la crítica o de la
propaganda, cuya misión es dar las «claves hermenéuticas» emic de los agentes («película
católica», «película protestante», a veces: «película financiada por la Iglesia anglicana, por el
Vaticano, o por una República islámica»).

Pero también las películas religiosas, según los fines operantis, pueden ser apologéticas (de una
confesión), o heterodoxas, o problemáticas, o críticas; aun cuando los agentes objetivos no pueden
quedar garantizados. La película sobre «el Palmar de Troya», {25} estrenada en los últimos ochenta, y
subvencionada por el Ministerio de Cultura, podría seguramente clasificarse como «cine religioso»
orientado obviamente en sentido crítico; pero ¿cuál era el alcance y objetivo efectivo de esa crítica?
Sin duda, la película ridiculizaba la biografía del llamado Papa Gregorio XVII y, con él, a la llamada
«Santa Iglesia católica, apostólica, palmariana». Pero ya no es tan fácil determinar si esta película
podría clasificarse como «cine antirreligioso», en el sentido de la Ilustración (la técnica de la
ridiculización es similar a la utilizada en panfletos y caricaturas de la época de la Revolución
francesa), o bien si esta película, según el finis operantis, había de considerarse como «cine
religioso», aunque polémico, es decir, cine católico-romano que utiliza armas «racionalistas» para
arremeter contra una secta disidente, sin aplicarlas a la propia Iglesia (pese a las analogías tan
estrechas que pocos católicos dejaban de percibir).

También hay que tener presente la gran probabilidad de que los fines operantis sean ambiguos, o
contradictorios (el guión está escrito por varios autores, corregido por otros o, sencillamente, un solo
autor es arrastrado por tendencias divergentes). La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese,{26}
puede servir de ejemplo. Se tiene la impresión de que en este film se nos ofrece una yuxtaposición
de líneas mal entretejidas, sin perjuicio de sus calculados efectos de sorpresa y engaño. Dos
interpretaciones opuestas del cristianismo entrelazadas por «embotellamiento» de la una en la otra
(como en los fumetti) a través del truco del sueño. Se nos ofrece, en un principio una exposición
«ortodoxa» (católica, según el «Símbolo de Nicea») de Cristo Hijo de Dios, del Dios-Hombre, aun
llevando al límite sus componentes humanos, al modo escotista (Cristo duda, pero, a fin de cuentas,
Dios habla por la boca del crucificado: «Cristo es Dios»). Pero el film contiene también la
interpretación «heterodoxa» (arriana) del Cristo-Hombre cuya ejemplaridad habrá de hacerse
consistir en su humildad, en su amor, en su repliegue de la política –porque el cristianismo
«ortodoxo» será presentado ahora como una invención de Pablo (y Pablo, en el film, no hace sino
repetir ante Cristo la historia del Gran Inquisidor de Los hermanos Karamazov)–. La «trampa» de la
película de Scorsese consistiría en esto: en presentar como relato directo y [27] continuo (acaso la
presencia del ángel desempeña la función de las «comillas», de un «coeficiente onírico»; por sí
misma, esta presencia, desde una perspectiva racionalista, es, simplemente, ridícula), la «versión
arriana», una vez relatada la crucifixión, para luego «embotellarla» en una nube (el procedimiento de
Scorsese nos recuerda el sermón de Fray Gerundio: «'No hay Dios'... dicen los impíos...»).

B. La intervención del público es también decisiva para la constitución de un «cine religioso» –como
lo es para la constitución del «cine político– Espartaco,{27} en los años sesenta de la España
franquista, sonaba o brillaba de un modo muy diferente a como puede sonar o brillar en los noventa.
El Palmar de Troya apenas existió, porque el público católico no necesitaba la crítica y al público no
católico le dejaba indiferente (incluso le molestaba su parcialismo cerril). Es el caso de los Versos
satánicos de Rushdie{28}. La reacción del público chiíta le confirió un significado blasfemo que un
público cristiano, o agnóstico, no aprecia siquiera.

Relaciones de analogía entre fenómenos cinematográficos y religiosos

12. Vengamos, finalmente, a las relaciones. Como hemos dicho, son de muy diverso orden y se
asientan en muy diversos estratos de los términos; estratos que pueden ser genéricos o específicos.
(Por ejemplo, habrá que considerar como genéricas las relaciones causales de un film con sus
eventuales efectos en las creencias religiosas del público –tanto si estos efectos implicaban una
destrucción, como si implicaban una «propagación» de la fe– puesto que estas relaciones serían
asimilables a las que derivan de la propaganda o, para decirlo en lenguaje teológico, a las que se
fundan en la ocasionalidad del «don de la Gracia»). Y no es fácil determinar la naturaleza de esas
relaciones específicas, si es que existen. Acaso tenga que ver con la misma virtualidad del medio
cinematográfico en cuanto generador de un mundo de imágenes que pueden ser ofrecidas, sea
como apariencias engañosas, sea como fenómenos que representan un mundo real o revelan un
mundo simbólico.

Las relaciones específicas serían, según esto, relaciones de analogía entre fenómenos
cinematográficos y fenómenos religiosos. Las religiones ofrecen, por su parte, apariencias,
fenómenos sui géneris, dadas en el mundo ordinario (curaciones milagrosas, resurrección de
muertos, levitaciones, ceremonias litúrgicas, multilocaciones...), y esto explica el fundamento de
todas las analogías con los «fenómenos cinematográficos». Zeffirelli, en su Jesús de Nazareth, nos
ofrece imágenes «verosímiles» (¡!) del milagro de los panes y los peces. La cesta con dos únicos
panes, se llena una y otra vez de nuevos panes, que fluyen en la pantalla sin cesar. ¿Qué se quiere
re-presentar? Desde luego, lo importante es la virtualidad del cine para re-presentar el relato
milagroso en el terreno mismo de los fenómenos ópticos. Pero la cuestión es que las secuencias
fílmicas de Zeffirelli están orientadas a representar la visión emic (la alucinación) de los personajes
(también representada), o los objetos de esa visión, los panes y los peces vistos (vistos como reales:
otra vez el argumento ontológico). La pregunta tiene importancia estilística, por cuanto en el propio
film podemos advertir, sin duda, muchas escenas representadas con un grado de intencionalidad de
primer orden, es decir, como «escenas realistas» (por ejemplo, la escena de la oración del huerto); y
hay que determinar si las secuencias milagrosas se tratan con los mismos recursos del «primer
grado» –en este caso, no habría diferencia cinematográfica entre una secuencia material y una
milagrosa y el «realismo cinematográfico» sería una grosería estética– o bien si se tratan con
recursos de «segundo» o de «tercer» grado, en fin de no transferir al terreno extracinematográfico la
interpretación de una secuencia dada como milagrosa.
Consideremos la serie que Televisión Española ofreció, en el año 1987, sobre la vida de Santa
Teresa de Jesús. En el momento oportuno, vemos la visita de San Juan de la Cruz al locutorio del
convento de la santa en secuencias tratadas en «primer grado», realistas (saludos, pasos contados,
indumentos, ademanes...); y, sin solución de continuidad, en el mismo primer grado, vemos, en un
momento dado, cómo la imagen de Santa Teresa «levita», y levita en el mismo espacio fílmico en el
que se venían desenvolviendo las secuencias de primer grado (no se introducen terceras personas
como testigos virtuales de la levitación, no hay huella de algún cambio de iluminación, de sonidos,
que ejerciese la función de las «comillas»). Es como si el director confiase al espectador el cuidado
de advertir el prodigio: ¿Acaso era necesario subrayarlo? Pero la cuestión es si el «subrayado» se
interpreta como redundancia, o como ironía crítica. Seguramente si el director, o su asesor teológico-
literario, no hubiese sido «creyente», y aun ex clérigo, el tratamiento hubiese sido distinto.

La imposibilidad de un cine religioso neutral

13. Terminemos formulando algunas consideraciones sobre la imposibilidad de un cine religioso


«neutral», o, lo que es equivalente, sobre las relaciones internas que mantienen el cine religioso con
la verdad.

La tesis sobre la imposibilidad de un cine religioso neutral la derivamos de la misma estructura


intencional de las imágenes o apariencias fílmicas, cuando ellas alcanzan un sentido definido. En su
virtud, éstas actúan como signos, deben ser interpretadas (es decir, insertadas en teorías,
«entendidas»), lo que implica una toma de partido en el intérprete. Un partidismo que no tiene que
confundirse con el parcialismo de quien sólo alcanza en una sola interpretación (teoría) y, en
consecuencia, no puede tomar «disposiciones dialécticas» respecto de otras alternativas (que una
buena película debe haber tenido en cuenta, y reflejado en su estilística). Kurosawa propuso, con su
Rashomon{29} un experimento de neutralidad, utilizado muchas veces como argumento en favor de
un escepticismo relativista (a pesar [28] de que no es lo mismo abstenerse, en epojé pirrónica, de
todo partido, después de haber recorrido todos los partidos alternativos, que aceptar un partido,
aunque éste sea indeterminado). Pero en el «escenario religioso», la epojé moral, o estética, es
imposible. Las cestas que se llenan de panes y peces serán percibidas o bien como referidas a un
proceso «real» o como referidas a un proceso «alucinatorio» –o, simplemente, como re-presentación
de las habilidades de un prestidigitador extraordinario–; la levitación mística tendrá que ser
necesariamente interpretada, o bien como un análogo de un movimiento real, o como representación
de una alucinación. Y no es necesario referirse a contenidos milagrosos para probar la necesidad del
partidismo. Partidismo existe ya, en la película de Zeffirelli, simplemente desde el momento que optó
por seguir el relato evangélico de San Marcos, a propósito de Pilatos: En el film, Pilatos quiere salvar
a Cristo; quiere soltar a Barrabás, y son los judíos quienes insisten en que sea Jesús el crucificado.
Zeffirelli, como Marcos, toma partido, echando la culpa de la muerte de Jesús a los judíos, a fin de
descargar de esa culpa a los romanos. Otras veces, la toma de partido es mucho más explícita:
Cristo guerrillero, Cristo místico, Cristo judío; o lo es, sencillamente, por vía negativa. ¿No es extraño
que los guionistas y directores de cine no hayan aprovechado las virtualidades cinematográficas de
los evangelios llamados apócrifos? La comadrona que atendió a María –leemos en uno de ellos– no
podía creer en su extraño embarazo y, por ello, Jesús, antes ya de nacer, castigó su incredulidad
cortándole una mano; ya niño, Jesús transforma en cabritillos a otros compañeros que no querían
jugar con él; y un día que el maestro le pega, en la escuela, hará que caiga fulminado, por su
insolencia.

¿Pueden considerarse externas a la «estética cinematográfica» las cuestiones que tienen que ver
con la verdad (según los planos en los que ésta se establezca) del cine religioso? A nuestro juicio,
no. Hay una conexión interna entre los «valores cinematográficos» y los «valores de verdad»,
aunque sea muy difícil, en muchos casos, seguir las líneas sutiles de esa conexión. La cuestión que,
hace cuarenta años, preocupó a Sartre, la cuestión de las relaciones entre la Literatura y la Política
reaccionaria («falsa») se reproduce, a propósito del cine religioso, del modo más agudo, y, además,
como cuestión estética. ¿Puede hablarse de una «buena película» de cine religioso (descontamos
«fotografía», «oficio», &c.) con indiferencia de la cuestión de la verdad? La razón fundamental de
nuestra respuesta decididamente negativa es ésta: El sentido del cine religioso está
indisolublemente ligado a la verdad de la «teoría interpretativa», al margen de la cual el sentido se
desvanece; el sentido cambia al cambiar la interpretación, y con él, cambia también el valor estético.
Por ejemplo: la mayor parte de las películas de cine religioso «agonístico» –si utilizamos la expresión
unamuniana– carecen de sentido religioso para quien tome como regla de verdad una concepción
naturalista de la vida de Cristo (en rigor, lo que desaparece aquí es la misma consideración de un
film sobre «Cristo agonístico» como un film de cine religioso, porque en realidad se habrá
transformado en un film de «cine psicológico», o «psiquiátrico»). Para un espectador racionalista,
aunque no sea psiquiatra, un film como El exorcista de William Friedkin (que se basa en la novela de
W. Peter Blaty) resultará ser una exposición tan ridícula e infantil, que difícilmente podrá reconocerle
la más mínima «calidad estética». La decisión sobre la verdad cambia el sentido cinematográfico: El
tema del exorcista podrá ser tratado desde otras «perspectivas teóricas», en beneficio del arte
cinematográfico. Pues no podemos prescindir de toda «teoría»: Si nos desentendemos de una es
para acogernos a otra.

Y el partidismo no está reñido necesariamente con la verdad; por el contrario, es condición de la


misma. Sólo que las verdades se constituyen en muy diversos planos, cuyas relaciones no son
siempre conmensurables. La película Escarlata y negro,{30} de Jerry London, es una película
partidista (provaticana) que quiere salir al paso de las acusaciones dirigidas contra Pío XII, en cuanto
simpatizante de los nazis; y probablemente contiene mucha verdad en lo que se refiere a la
representación de las gestiones bienhechoras de un monseñor Hugh O'Flaherty, durante la
ocupación de Roma por las S.S.

Nuestra tesis relativa a la implicación entre el valor cinematográfico y la verdad (en el cine religioso),
no pide la recíproca: Puede haber películas verdaderas, pero de escaso valor cinematográfico. En
todo caso, la verdad se nos da en «franjas» de anchuras muy diversas, y, por ello, no hay reglas
únicas para establecer su conexión con el valor y el sentido. En el fondo, la cuestión más importante
que nuestros planteamientos sobre las relaciones entre Verdad y Valor obligan a suscitar podría
formularse así: ¿Existe formalmente el cine religioso? Que hay un cine religioso en sentido material
es indudable. Pero que este cine materialmente religioso sea también un cine formalmente religioso
(y no «formalmente» etnológico, o psicológico, o sociológico) ¿no depende tan sólo de las
operaciones del autor (de su finis operantis), o de las operaciones del público que lo contempla, pero
en tanto que estas operaciones no pueden considerarse como internamente cinematográficas, es
decir, engranadas en la estructura objetiva de la película, en su finis operis?

{1} Los Diez Mandamientos, Cecil B. de Mille, 1956.

{2} Jesús de Nazareth, Franco Zeffirelli, 1977.

{3} La vida amorosa de Cristo, Jens Jorgen Thorsen.

{4} La semilla del diablo, Roman Polanski, 1968.

{5} Giordano Bruno, Giuliano Montaldo, 1973.

{6} El séptimo sello, Ingmar Bergman, 1956.

{7} La Religiosa, Jacques Rivette, 1966.


{8} El exorcista, William Friedkin, 1973.

{9} Jesucristo Superstar, Norman Jewison, 1973.

{10} Teófilo Efraim Lessing, Laocoonte (1766), Tecnos, Madrid 1990 (edición de Eustaquio Barjau).

{11} Mahoma, el mensajero de Dios, Moustapha Akkad, 1976.

{12} Plinio, Naturalis Historiae, lib. XXXV.

{13} San Juan de la Cruz, «Subida del Monte Carmelo», en Vida y obras completas de San Juan de
la Cruz, BAC (edición de L. Ruano), Madrid 1973, Libro II, cap. IV.

{14} Santo Tomás, Quaestiones Quodlibetales, Marietti (edición de R. M. Spiazzi), Turín 1956.

{15} Enrique Bergson, La evolución creadora (1907), Espasa-Calpe, Madrid 1971.

{16} Platón, La República, Libro IV, Alianza (edición de M. Fernández-Galiano), Madrid 1989.

{17} Mircea Eliade, El mito del eterno retorno. Arquetipos y repeticiones (1951), Alianza, Madrid
1985.

{18} Viridiana, Luis Buñuel, 1961.

{19} El Cardenal, Otto Preminger, 1963.

{20} El nombre de la rosa, Jean-Jacques Annaud, 1986.

{21} En busca del fuego, Jean-Jacques Annaud, 1981.

{22} Los pájaros, Alfred Hitchcock, 1963.

{23} Gustavo Bueno, Cuestiones quodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Madrid 1989,

{24} El oso, Jean-Jacques Annaud, 1988.

{25} La de Troya en el palmar, José María Zabalza, 1983.

{26} La última tentación de Cristo, Martin Scorsese, 1988.

{27} Espartaco, Stanley Kubrick, 1960.

{28} Salman Rushdie, Versos satánicos, Seix Barral, Barcelona 1989.

{29} Rashomon, Akira Kurosawa, 1950.

{30} Escarlata y negro, Jerry London, 1983.

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