Una cosa parecía clara: no se trataba en ningún caso de un modelo defectuoso el que
reinaba y reina en ese pequeño país. Y otra: tampoco es pura excepcionalidad, como
si el Consenso de Washington no se hubiera exportado o las medidas
macroeconómicas no se propusieran para aleccionar a otros países, que osaban
desobedecer la tiranía de las ventajas comparativas o cualquiera de sus eufemismos.
¿Qué es, entonces, este desierto, esta devastación? Digámoslo así: una
institucionalidad que ha oficializado el vacío y, por tanto, la carrera salvaje por salvarse.
La privatización de todo, incluyendo el agua y, por ende, el saqueo de la naturaleza
humana y no humana, no constituye únicamente un modelo organizativo, sino que
busca articular una antropologia, instituir un universo simbólico, ensamblar un mundo
o, más bien, administrar su ruina.
Es que, por un lado, la constatación requiere solo escuchar. Y, por otro, poner en
relación. Tanto Pinochet, como Jaime Guzmán, temible ideólogo de la constitución
chilena, fueron absolutamente claros en sus intenciones. Ya en 1974, Pinochet,
señalaba que el “principio rector de la relación entre el Gobierno y la ciudadanía (…)
es el que no da ni regala nada, sino que ayuda al que demuestra esfuerzo personal”[1]
Institucionalización del vacío: las vidas valen únicamente en abstracto, en su
desnudez, y es ahí donde son providas, es decir, en relación a una institucionalidad
sádica que ofrece solo la posibilidad del enfrentamiento egoísta, al que
llaman esfuerzo como parte de la justificación simbólica de la organización de la
catástrofe. Y aquel ideólogo, no se cansó de decir hasta su ajusticiamiento popular,
que habían hecho las cosas tan bien que, con la constitución aprobada en 1980 en
condiciones de terror oficializado, aun cuando gobernara un grupo que quisiera
cambiar las cosas, éste no podría hacerlo mucho. Y, para su dicha, los que siguieron
gobernando ni quisieron cambiar demasiado, habiendo construido o afirmado sus
propios privilegios en razón del modelo y no a pesar de él. A eso le llamaron la medida de
lo posible.
Y, luego, poner en relación: que no se trate de una excepcionalidad significa que es
expresión singular de un conflicto global. Tal conflicto es, literalmente, el
reposicionamiento, a través de distintos métodos e intensidades, de patrones de
acumulación que se habían desviado hacia mitad del siglo XX. La privatización
generalizada, va de la mano con la liberalización de los mercados que no significa otra
cosa que la entrada irrestricta al mercado de valores, a las finanzas. Visto desde este
punto de vista, la propia financiarización aparece como expresión de los límites del
modo de acumulación industrial, tanto por el enfrentamiento político, como por
agotamiento de la economía estrictamente material, que se comenzará a mostrar,
desde los 70s, como devastación planetaria. En ese sentido, la llamada liberalización
de los mercados financieros vuelve rentable la catástrofe, lo que se constata al permitir
convertir prácticamente todo en un mercado, en la medida que se
amplía democráticamente la abstracción de la forma “acciones”.
El presidente transicional, que cabría considerar antes un síntoma que una persona,
instala así un consenso emotivo financiero que bloquea o pretende bloquear la
posibilidad de afectarse, tanto de la historia irresuelta que la transición pretende
olvidar, como del saqueo que significa la incorporación a los mercados financieros
globales. Y si la seguridad interior de la Concertación (alianza de la transición), se
parece tanto a la de la dictadura, se debe a que el despliegue, el ejercicio de su poder,
se hace, como siempre, sobre un montón de puntos de resistencia que, a pesar del
intento constante de integrar hacia la perpetuación de los administradores de la ruina
de todos los territorios, persisten y organizan, más o menos explícitamente, una red
clandestina de contagios que, afectivamente inclinados, harán emerger aquí y allá
insólitas alianzas. Dystopía y no apocalipsis, entonces, tanto porque a lo que nos
parecíamos enfrentar no era el fin del mundo, sino la gestión de su ruina, como
porque lo que se avistaba no era únicamente la desenfrenada búsqueda de
salvar el mundo, sino la experimentación, el ensayo de la potencia creativa de mundos
en plural.
Hablamos de una sacudida, una onda expansiva y vibrátil que surge por el medio del
envoltorio corporal-corporativo con que se normativizó esa afección funcionalista que,
durante décadas circunscribió el pacto social, al simulacro del antagonismo entre
derecha e izquierda. Una remoción afectiva capaz de tornar sensible la fina
programación con que se instaló en el pálpito de la “vida política” la gestión emotiva
de la reconciliación.
Por estos días, tanto en Chile como en Argentina, la infraestructura libidinal del
saqueo y la rendición ha puesto como objetivo la neutralización específicamente de
aquellos corredores transfronterizos que entre los años 2008 y 2018 han permitido
construir zonas de experimentación política y coaliciones de cuidado en los bordes de
la institucionalización política de las anímicas de la revuelta que se han pronunciado
hace más de una década en las calles del país. Actualmente, los nombres de
Macarena Valdés, La Negra, activista medioambiental, y Santiago Maldonado, El
Brujo, artesano anarquista, ambos asesinados en agosto de los años 2016 y 2017
respectivamente, luego de proponerse buscar “habitar las lindes”, habitar los territorios
y cruzar las fronteras con que les delimitan, resuenan muy fuerte en el contexto de las
movilizaciones callejeras que transversalmente conectan en su memoria las potencias
de convulsión que sostienen las mujeres y las disidencias, las comunidades mapuche
y los movimientos por la defensa del agua y los territorios. Hoy, una vez más,
lamentamos un asesinato, esta vez del dirigente Alejandro Castro, sindicalista
pescador de la Comuna de Quintero, en lucha contra la intolerable contaminación
industrial que ha producido muertes, enfermedades en niñas y niños, cáncer en
adultos, abortos no intencionados, entre otras, quien luego del hostigamiento por parte
de las policías fue encontrado “suicidado” en extrañas condiciones, tal como con
Macarena Valdés, respecto de la que tuvieron que reconocer su asesinato, luego de la
claridad de las autopsias realizadas con independencia de las policías del régimen.
Estos asesinatos dan cuenta de la mutación con que, lo que hemos llamado
infraestructura libidinal del saqueo y la rendición incorpora la amenaza y la producción
de miedo como un nuevo componente táctico frente al sadismo instituyente y el
masoquismo meritante. En su conjunto, operan como el dispositivo de
clasificación provida que gestiona el inmovilismo sacrificial con que se plusvaloriza el
conflicto, se condena a muerte a los cuerpos transfronterizos y se disipan las
convergencias entre persistencias en acto, performatividades de la distopía neoliberal
chilena, al mismo tiempo que cultiva las condiciones para la reificación deseante de los
identitarismos nacionalistas que adquieren presencia y legitimación social en el cono
sur.
Nos proponemos pensar que los nombres de Macarena Valdés, Santiago Maldonado
y Alejandro Castro llevan en sus cuerpos la potencia anomal que amenaza, por todas
partes, la normativa del régimen de atenuación libidinal con que se distribuye el
saqueo y la rendición en el país y estimula el identitarismo fundamentalista. La
memoria de lo común habla de trayectorias que se permitieron desafiar la
funcionalización de sus privilegios, inclinando afectivamente la experiencia de la mujer
pobre de la ciudad, con la sensibilidad de la mujer mapuche, así también, la
habilitación de alianzas entre niñxs, jóvenes, mujeres, disidencias y hombres en torno
a la devastación de los territorios y de los cuerpos fundidos con éstos. Construyendo,
así, activamente una práctica de autodefensa concentrada en las posibilidades de
multiplicar las zonas de cuidado y experimentar nuevos espacios-tiempos para las
revueltas, ensayando nuevas estrategias y artefactualidades vinculantes que permitan
sostener la duración, es decir, dar per/durabilidad a las intensidades anímicas que se
juegan a la hora de poner los cuerpos en la calle, en las fronteras de su
funcionalización y aislamiento, donde nadie nunca vuelve a quedar igual, después de
nuestro encuentro.
[1] Augusto Pinochet, Pinochet: Patria y democracia (Santiago de Chile: Andrés Bello,
1985), 32.
[1]Charcha, una palabra coloquial que desginaría, en este caso, una realidad mala,
tanto en el sentido de indeseable como de mala calidad.