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DEDICATORIA
DEDICO EL PRESENTE TRABAJO A MIS
PADRES POR SU APOYO EN ESTA
CARRERA PROFESIONAL Y ANIMARME
SIEMPRE PARA SEGUIR ADELANTE Y
SEGUIR CON ESTE TRABAJO ENCARGADO
TAMBIEN A MI DOCENTE POR
COMPARTIR SUS CONOCIMIENTOS PARA
ASI PODER ASIMILAR MIS ESTUDIOS EN
ESTA EESTP PNP-PUNO.

AGRADECIMIENTO
AGRADEZCO PRIMERAMENTE A DIOS
POR SUS BENDIONES EN MI VIDA Y POR
CUIDARME SIEMPRE BENDECIRME A MI
FAMILIA POR SU APOYO MORAL E
INCONDICIONAL SU COMPRENCION EN
MI CARRERA QUE ELEGI TAMBIEN
ADRADEZCO A MI DOCENTE POR SU
TIEMPO Y DEDICACION EN ENSEÑAR CON
GRAN DESEMPEÑO PARA FORMARME DE
ESA FORMA SERVIR MEJOR A LA
SOCIEDAD.
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“AÑO DEL DIALOGO Y LA RECONCILIACIÓN NACIONAL”


ESCUELA DE EDUCACIÓN SUPERIOR TÉCNICO PROFESIONAL PNP-PUNO

ASIGNATURA:
Arte y cultura

TRABAJO ENCARGADO:
VÍCTOR DELFÍN

PRESENTADO POR:
ALUMNO PNP: FLORES LIVISI HUGO DAVID

DOCENTE:
GARABITO

I SEMESTRE
PUNO-PERÚ

2017
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TABLA DE CONTENIDO

ESTE TRABAJO CONTIENE LA BIOGRAFIA DE VICTOR DELFIN COMO


TAMBIEN TODA SUS OBRAS QUE REALIZO EN VIDA RECONOCIDO FUE Y
SUS OBRAS RESALTARON, EL ESCULTOR, PINTOR GRABADOR Y
DISEÑADOR DE JOYAS Y TAPICES, LA PASION DE VICTOR DELFIN
DESPERTO EN SU INFANCIA UNA MAGNIFICA ILUMINACION PARA
REALIZAR OBRAS TAN RECONOCIDAS,ESTA PASIÓN SE LE DESPERTÓ EN
LA INFANCIA. AFLORÓ UN DÍA CUALQUIERA EN UN NOVEDOSO
ENCUENTRO CON LAS TONALIDADES DEL CREPÚSCULO. ENCUENTRO
QUE REPITIÓ DOS, TRES, CINCUENTA VECES HASTA QUE SE TORNÓ EN
FASCINACIÓN GRACIAS A LAS TONALIDADES DE LA CAÍDA DEL DÍA.
ESTA FASCINACIÓN LO LLEVÓ AL CONOCIMIENTO DEL COLOR. AUNQUE,
SEGÚN EL ARTISTA, SUS PRIMERAS EXPLORACIONES LAS HIZO EN SUS
JUEGOS CON TIZAS, LÁPICES DE COLORES Y MANCHAS EN PAPEL. MÁS
ADELANTE EN LOS MATICES DEL CREPÚSCULO.
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INDICE

AGRADECIMIENTO Y DEDICATORIA………………………………… PAG. 1


PORTADA-TITULO……………………………………………………….. PAG. 2
TABLA DE CONTENIDO…………………………………………………. PAG. 3
INDICE……………………………………………………………………… PAG. 4
INTRODUCCION…………………………………………………………... PAG. 5
GENERALIDADES………………………………………………………… PAG. 6
DESARROLLO DEL TEMA……………………………………………….. PAG. 7
CONCLUCIONES…………………………………………………………... PAG. 19
RESEÑAS BIBLIOGRAFICAS……………………………………………..PAG. 20
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INTRODUCCION

Cuando uno se regala unos días para mirar la obra de Víctor Delfín, termina
preguntándose qué condiciones favorecieron al artista para que se desarrollara,
creciera y se manifestara como escultor, pintor, grabador y diseñador de joyas y
tapices. Es claro que la respuesta no la encontraremos en su obra. La
encontraremos en su trayectoria de vida. La obra de arte es el mapamundi del
espíritu del artista; el mapa de su naturaleza ambigua; el croquis de su
interioridad. La obra de arte es una manifestación física de las ideas, fantasías e
intuiciones del artista. Es también un testimonio de la época: de la realidad
espiritual, social y política que le toca vivir al artista. Este polifacético artista
nace el 20 de diciembre de 1927 en Lobitos, Piura, un pueblo del litoral peruano.
Nace en el seno de una familia compuesta por el padre que trabajaba de obrero en
una petrolera, la madre que se dedicaba al cuidado de la familia y seis hermanos
mayores. Nace en el corazón de una familia cuya diversidad étnica
Corre por las venas del artista. Su padre era un “mestizo descendiente de judíos
sefardíes” que llegaron a Perú como vendedores de cachivaches y terminaron
cambiando sus baratijas por perlas a los nativos. El mestizaje lo inició el abuelo
paterno, don Ernesto Delfín Atiaja, casándose con doña Filomena Mendives de
origen negro. Lo continuó Ruperto Delfín, el padre, uniéndose en matrimonio
con doña Santos Ramírez Puescas, “una india legítima de Sechura”. Víctor
Delfín llega al mundo siendo el séptimo y el último de los hijos. Por ser el
último, se encontró con una madre con la salud debilitada por las maternidades,
el paso de los años y los quehaceres de la casa. Por fortuna la leche en polvo,
importada de Inglaterra, complementó la escasa leche de pecho de doña Santos
Ramírez Puescas. Y, Elvira, su única hermana mujer, cuidó de él con los
atributos de una madre: ternura, dedicación y comprensión.
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GENERALIDADES

DELFIN TIENE UNA REPUTACION EN TODO EL MUNDO.


SU ARTE A SIDO EXHIBIDO EN TODA AMERICA DEL SUR Y DEL NORTE Y
SE ENCUENTRA EL GRAN MUSEO Y COLECCIONES PRIVADAS.
DELFIN ES ALTAMENTE RECONOCIDO POR SUS TRABAJOS EN METAL
ESCULTURAS MASIVAS DE AVES, CABALLOS, Y OTROS ANIMALES.
ASI COMO SENSUALES, AMENUDO SEXUALMENTE CARGADA DE
PINTURA. SU ARTE TAMBIEN PUEDE TENER UN FUERTE TEMA POLITICO,
COMO LA CRONICA DE 1996 QUE DENUNCIAVA, CON GRAN IRONIA LA
CORRUPCION DEL AUTORITARISMO DURANTE EL REGIMEN DE ALBERTO
FUJIMORI.
UNO DE SUS TRABAJOS MEJOR CONOCIDOS ES EL MONUMENTO DE “EL
BESO” DESDE 1993 EN EL” PARQUE DEL AMOR” DEL DISTRITO DE
MIRAFLORES. MUCHOS RECIEN CASADOS VISITAN EL PARQUE PARA
POSASR DELANTE DE LA ESCULTURA. “TAMBIEN LLAMA LA MULTITUD
DE AMANTES DE LAS AREAS DE LIMA CELEBRANDO EL DIA DE SAN
VALENTIN CADA 14 DE FEBRERO”.
CON INFLUENCIAS POR LA CULTURA PARACAS SU TRABAJO POSEE UNA
GRAN GAMA DE MATERIALES: MADERA, METAL, TELA, ACRILICOS,
INCLUSO POLICROMADAS Y ALUMINIO. MUCHOS OTROS PREMIOS Y
HONORES A SEGUIDO, Y DELFIN A EJERCIDO UNA GRAN INFLUENCIA
SOBRE EL DESARROLOO ARTE PERUANO EN LA SEGUNDA MITAD DEL
SIGLO XX.
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DESARROLLO DEL TEMA

BIOGRAFIA
Víctor Delfín Ramírez (n. en Lobitos, Piura, Perú; 20 de diciembre de 1927). Sus
padres Ruperto Delfín Atiaja y su madre Santos Ramírez Puescas, tiene diez hijos y su
esposa actual la fotógrafa Ana María Ortiz. Su obra ha dejado una impronta
significativa en el arte peruano de las últimas décadas. Su trabajo como escultor del
metal desde mediados de los años sesenta, con sus series los Retablos, El Bestiario y
Aves de América, definió gran parte del panorama de la escultura por más de una
década. Posteriormente su regreso a la pintura, el grabado, la talla en madera o la
construcción de imponentes monumentos una obra que trasciende las fronteras y se ha
convertido en un ícono de Lima la Escultura El Beso / 1993, que se encuentra ubicado
en el Parque del Amor de Miraflores, representan dos cholos peruanos auto-retrato
del artista y su musa su actual esposa. Ha tenido una decisiva presencia en la escena
social y en defensa de los derechos humanos en nuestro país.

Invitación a ingresar al mundo de Delfín


VICTOR DELFIN... UN CREADOR PERUANO

Su infancia
La infancia de Víctor Delfín transcurrió en un ambiente climatizado por “los
tangos y valses que Elvira cantaba a media voz”; por la fraternidad y buena
voluntad de esta “hermana juguetona y enérgica”; el afecto y las travesuras de
sus hermanos varones; el bondadoso apoyo del padre y la recta orientación moral
de la madre. Pero este clima cálido no era constante, este clima cálido se
intercalaba durante el día con un clima excesivamente caluroso debido a la
actitud permisiva del padre y de Elvira. Pero que sea el mismo Delfín quien narre
los detalles de su infancia: “Me preguntas cómo fue mi infancia… Mi infancia
fue larga y hermosa. Nací en un lugar donde la arena brillaba como oro. Donde
todo se veía dorado por el sol. Donde la playa tenía ese ocre amarillo que repito
constantemente en mis trabajos. De niño me gustaba caminar descalzo y solo por
la playa. Caminando contemplaba las enormes olas del mar de Cabo Blanco, o de
Lobitos, que es lo mismo. Y veía al fondo, de un azul a veces verdoso, a veces
gris, el mar igual que el cielo. Y de pronto aparecía el sol y todo se iluminaba,
todo adquiría fuerza, adquiría color; y mi cuerpo, de niño flaco y debilucho, se
llenaba de esa energía; y sentía que mi padre, el obrero Ruperto Delfín, me
abrazaba. Otras veces corría por la playa con mi hermano Ruperto, el
sordomudo; otras con Ricardo, otras con Santiago. “¿Cómo era yo de niño?
Múltiple, terrible. Creo que no ha habido niño en el mundo más malcriado y
engreído que yo. Creo que nadie puede competir conmigo en rabietas, que nadie
puede competir conmigo en engreimiento, en berrinches. Yo era un niño cruel,
egoísta, irrespetuoso y rebelde. No sé qué queda de eso, pero yo era lo que
llaman un niño de mierda. Cuando mis padres iban a una reunión y me llevaban,
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los vecinos criticaban mi comportamiento: “Un par de palmadas a ese muchacho,


dos cocachos”. Mi padre los miraba y sonreía. Yo era intocable, nadie se atrevía
a ponerme la mano. Mi padre, que tenía unas manazas de herrero, jamás me puso
la mano sino para acariciarme, para contemplarme como si fuera una joya. Quizá
porque yo era el menor de todos. “Mi madre era fría, con restos de la ternura que
le quedó después de haber amamantado a ocho o nueve hijos - dos murieron en el
camino-. Ella quería tener otra hija mujer, pero le salió el tiro por la culata…
Recuerdo que me vestían como mujer y me hacían trenzas como si yo fuera una
niña. Yo ni me daba cuenta. Yo me sentía el rey del planeta, el niño más
poderoso que existía. Todo lo que pedía me lo daba mi hermana o mi padre o mis
hermanos. Todos me protegían. De vez en cuando me caía un cocacho por
malcriado y yo lo multiplicaba por veinte: “! Mama, Elvira, Ricardo me ha dado
veinte cocachos!”. Y si me empujaban, si alguien osaba ponerme la mano, yo
decía: “Me han dado veinte empujones”. Multiplicaba con una facilidad
increíble.
Era exagerado y siempre lo he sido. Exageraba en todo. Exagerado para dormir.
Exagerado para prolongar mis vicios. Me oriné en la cama hasta los ocho años.
Mi hermana pacientemente me soportaba, mi madre renegaba, mi padre decía
que ya pasaría, que era por el momento, porque era un niño muy pequeño”. En
esta primera etapa de su vida, Víctor Delfín recibe tres influencias que serán
decisivas en su destino artístico: la de su padre, la de una tía abuela llamada Zoila
Buenaventura Delfín Atiaja, y la del paisaje marino. Su padre que trabajaba
arreglando “las enormes varillas de acero con la forja al rojo vivo” en la
Compañía Petrolera Lobitos. En esta labor que se desempeñó don Ruperto, y
Víctor Delfín de niño observaba con curiosidad, el artista aprendió a trabajar el
metal que años después utilizaría en sus esculturas. Y la tía Ventura que
deslumbró su imaginación con un baúl lleno de tesoros. “Un baúl negro, de
cuero, que contenía vestidos hechos en finas telas, mantos, boquillas femeninas
de marfil, de plata, de bronce para fumar; frascos despostillados de color azul,
añil y violetas, con bordes dorados; porcelana fina hecha pedazos; trozos de
piedras de turquesa y lapislázuli; pedazos de vitrales de colores cerúleos,
amarillos y verdes conseguidos al fuego; sellos de hierro y monedas de piedra;
una colección de barajas españolas e inglesas; abalorios y piedras ámbar; relojes
antiguos de tres tapas, con cadenas truncas de plata; postales de su familia, o de
hermosas damas aristocráticas; daguerrotipos de comienzos de siglo; miniaturas
de dibujos de manufactura inglesa o del oriente; collares sin ganchos; joyas de
pacotilla que había usado en su juventud; lazos de seda azul; cartas de amor,
prolijamente seleccionadas y empaquetadas con cintas rosadas y azules; juegos
de dados. En suma, un baúl que parecía el laboratorio de un mago, lleno de
cachivaches. Un baúl que medía un metro veinte de largo por unos sesenta
centímetros de altura. Todas aquellas baratijas parecían las pertenencias de una
bruja”. Dice Delfín al recordar la tía que formó parte del festín que su golosa
imaginación se dio cuando era un niño. Y el paisaje marino que, como veremos,
fue el lienzo que cada tarde contempló. Físicamente la infancia de Víctor Delfín
transcurrió en el lugar donde estaba ubicada la Compañía Petrolera Lobitos: en el
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Alto, en la parte más empinada de los acantilados de Lobitos; en una de las casas
de madera que hacían parte del campamento de la petrolera. En Lobitos creció
Delfín rodeado de un paisaje marino que se volvía más atractivo a sus ojos al
caer el día y en la época de invierno por los charcos que se forman y los pájaros

Que aparecen. Los pájaros que de niño observó con embeleso y serían epicentro
en su obra de arte.
Pasión de crear
La pasión de crear en Víctor Delfín es parte de él como lo son sus rasgos físicos;
como lo es su carácter impulsivo; como lo es su alucinación por las aves, las
mujeres y el mar; como lo es su predisposición a lo monumental. Es una pasión
que el artista ha comparado con “una bacteria que entra en el cuerpo de la
persona elegida y se apodera de su voluntad y de sus días”. Esta pasión se le
despertó en la infancia. Afloró un día cualquiera en un novedoso encuentro con
las tonalidades del crepúsculo. Encuentro que repitió dos, tres, cincuenta veces
hasta que se tornó en fascinación gracias a las tonalidades de la caída del día.
Esta fascinación lo llevó al conocimiento del color. Aunque, según el artista, sus
primeras exploraciones las hizo en sus juegos con tizas, lápices de colores y
manchas en papel. Más adelante en los matices del crepúsculo. Y después, en su
deslumbramiento con los coloridos cachivaches de su tía abuela Elvira Ventura.
En cuanto a su frenesí con el dibujo, surgió primero como necesidad de
expresarse y después como medio de comunicación con su hermano Ruperto que
era sordomudo. Y, muy, pero muy en el fondo, como necesidad de seguir los
pasos de Elvira, que solía conversar con Ruperto en el lenguaje de las señas y los
gestos con naturalidad. Del mismo modo, Delfín encontró un lenguaje sencillo y
expresivo para trabar amistad con este hermano: el lenguaje del dibujo. Igual que
le sucedió con el crepúsculo, un día entendió que sus monadas le servían de
puente para llegar al corazón de Ruperto. Y se apresuró a intensificar y a
diversificar sus animados dibujos. Y los dibujos se convirtieron en el puente que
cruzaba para conversar con Ruperto; también en astros que iluminaron sus
fantasías y en rosa de los vientos que delineó su horizonte. El padre, orgulloso
del talento de Víctor y enternecido con la comunicación que se había establecido
entre estos dos hijos, apoyó con materiales de dibujo al futuro artista. Epíteto que
llevaría desde la infancia, porque en menos de lo que nace el día corrió la voz
entre los obreros de la petrolera que Delfín niño era un artista, un dibujante. Lo
bautizaron “el artista, el dibujante, cartulina”. Repito, esta temprana inclinación
al arte fue estimulada por la estela de colores que suele dejar el sol cuando
cambia de guardia con la luna. Por ello a los ocho años Víctor Delfín era un
adicto. Un adicto a la puesta del sol. Adicción que se tradujo en su diaria visita a
un mirador en el Alto, donde se sentaba a contemplar la fulguración de naranjas,
rojos y violetas que jugueteaban con los azules, grises y blancos del cielo. Este
jugueteo de colores cálidos y fríos, que producía una fosforescencia cromática en
la lejanía, lo sumía en un estado de alucinación que duraba hasta que se
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difuminaba el último vestigio del policromo rostro del crepúsculo. Entonces


volvía en sí. Volvía a la realidad. Con el corazón tamborileando de susto y los
ojos congelados de duendes, emprendía carrera hacia su hogar. En la carrera
lidiaba con los cables de los pozos perforados en los que se podía enredar; lidiaba
con el temor a ser reprendido por su tardanza; lidiaba con el pánico

Que le producía el rugido de las máquinas que perforaban el suelo. Rugido que
su cándida imaginación consideraba “lamentos de la noche; chillidos fúnebres, o
pesadillas del demonio” Entre tanto, en casa, su hermana oteaba por la ventana.
Al
Verlo se apresuraba a abrir la puerta y con una exhalación de alivio le auscultaba
el pecho diciendo: “dónde te habías metido mocoso, parece que el corazón otra
vez se te va a estallar”. Delfín recuperaba la calma y Elvira se iba a la cocina sin
entender la fiebre del hermano benjamín por el crepúsculo. Ignoraba ella que ése
era “el primer contacto de Víctor Delfín con la belleza” Ignoraba Elvira que la
búsqueda de la belleza sería la pasión que le daría vuelo al alma del hermano
menor. Como también desconocía Delfín, en aquella época, que la belleza
aparecería en su vida, primero como contacto visual y después como búsqueda y
aplicación de la misma en su obra y en su vida personal. Que la búsqueda de la
armonía o integración de los opuestos le daría cuerpo emocional a su existencia y
perdurabilidad a su obra. Tampoco sabía que esta búsqueda sería una ardua y a la
vez placentera aventura a lo largo de su vida. En esta lírica sensibilidad y
desbordada fantasía de Víctor Delfín, participaron los hierros y los juguetes. Los
hierros que había por doquier en el campamento petrolero, y los juguetes que le
regalaba su padre. A los hierros los volvía juguetes, a los juguetes les cambiaba
la personalidad: un trompo lo volvía ave ballestita; un hierro caballito de mar. En
suma, este ambiente cálido, sencillo, circundado de oleaje y de gaviotas,
contribuyó también a fertilizar la semilla creativa que germinaba en Delfín desde
la infancia. Semilla que se fue llenando de un vigor y de una lozanía tal, que
cuando brotó y se abrió camino, todo lo que salió de ella heredó estas dos
cualidades. Toda la obra que manó del pecho del artista, toda la materia que sus
pequeñas manos trabajaron o moldearon posteriormente, nació con la vivacidad y
la lozanía de la semilla originaria. Entre tanto su lealtad a las puestas del sol le
enseñaba a mirar la naturaleza; a mirar las gaviotas aunque se estuviesen
comiendo los peces. Su disciplina con el dibujo le regalaba expresividad en el
trazo. Y años más tarde, su alma, ávida de saber, lo acercaría a las fuentes de la
historia del arte primero y, después, a los recintos donde orientan a personas con
inclinación a las artes. Se puede entrever en la intimidad de los párrafos
anteriores, que Delfín atravesó la infancia y la adolescencia en un ambiente que
le ofreció relaciones humanas cobijadas de significado; en un entorno lleno de
vida y en un ámbito familiar que festejó y apoyó su predisposición a las artes.
Creció con un objetivo: el dibujo y el color. Objetivo que se fue definiendo con
el tiempo. Por ello su profesor Eduardo Ji baja le dijo a su padre: “su hijo dibuja,
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lee y habla casi todo el tiempo de arte. Debería estudiar pintura apenas termine la
secundaria”

Escuela nacional de bellas artes


A los diez y nueve años de edad, en 1946, Víctor Delfín presentó examen de
admisión en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima. Pese a que salió
insatisfecho de su trabajo con óleos y carboncillos, aprobó el examen. Aún más,
al terminar el primer semestre su buen rendimiento académico lo premió con una
beca. Pero la beca sólo le cubría las necesidades vitales durante el periodo
académico. Por esta razón se veía obligado a trabajar de ayudante de
construcción, o de jardinero. Sobre todo de ayudante de construcción. Al concluir
el tercer año lectivo, días antes de las vacaciones, tuvo la corazonada de que no le
iban a dar la beca del año siguiente. Enfrentó su corazonada consolándose con las
notas que había sacado. Habían sido las más altas de su curso. Pero no se pudo
deshacer de la desazón que se adueñó de él. Para colmo le cayeron encima dos
preocupaciones más: la de encontrar trabajo para sostener a su compañera Aidé y
a su hijo David de cuatro meses de nacido, y la del cambio de vivienda. En
medio de este viacrucis, un vientecillo reconfortaba a Delfín. Ese vientecillo era
Alejandro González, conocido por el seudónimo Apurímac. Por primera vez este
maestro de pintura había delegado a un estudiante la curaduría en la exposición
de fin de año. Se la había delegado a él. El encargo de seleccionar y distribuir las
obras que participarían en la exposición, era un reconocimiento a la madurez de
criterio de Delfín y a su labor en el lienzo en aquella época. Mientras Delfín
montaba la exposición, en los corredores de la Escuela de Bellas Artes se
cuchicheaban los nombres de los becados para el año siguiente. Delfín era el
favorito de su curso. Todos sus compañeros opinaban que él merecía el primer
premio y la medalla de honor del grupo. No sólo porque había sacado las mejores
notas, sino por la calidad que había alcanzado en la línea y en la mancha
trabajando hasta el domingo en los salones de Bellas Artes. La tarde del viernes,
un día después de haber terminado el montaje de la exposición, con el catálogo
de la muestra listo para ser entregado el lunes, Delfín llegó a Bellas Artes a
revisar los últimos detalles de la exposición. Quería estar seguro de la
distribución de los cuadros en las paredes. Antes de ingresar al salón, en el patio,
sus compañeros lo abordaron para decirle que a otro estudiante del grupo le
habían dado el primer premio: a un estudiante apadrinado por el director de la
Escuela.
Delfín los escuchó en silencio, casi sin pestañear. Escuchó el nombre del
estudiante con la misma calma, el mismo silencio, el mismo estupor. Recordó su
corazonada. Dejó vagar sus ojos por el patio. Su voz sonó tranquila cuando
agradeció la información que le acababan de dar. Con pasos firmes se dirigió al
salón de la exposición. Descolgó sus obras. Mientras las descolgaba tomó otra
decisión: abandonar la escuela. El compañero que le ayudó a bajar las obras trató
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de disuadirlo, pero no consiguió que cambiara de idea. El portero se quedó de


una pieza cuando le entregó las llaves de la sala de exposiciones. Este era el
panorama de Víctor Delfín cuando terminó su tercer año de estudios y decidió
irse a vivir a la selva peruana. Aquel viernes de noviembre, caminó por el centro
de Lima casi hasta media noche. En la caminata examinó su vida dúplex. Su vida
de estudiante y de ayudante de construcción. Recordó a Guaguin. La fortaleza
espiritual del artista francés le sacó un suspiro. Su valentía para renunciar a la
vida confortable que tenía lo dejó pensativo. Admiró la entereza del pintor para
asumir su destino de artista. Volvió al episodio de la beca. Su estómago se
contrajo. El nombre del estudiante becado le aceleró el corazón. Cuando llegó
hasta su nariz el aire contaminado de favoritismo de Bellas Artes, sintió que le
faltaba el aire. Decidió seguir el ejemplo de Gauguin. Fue en busca de unos
amigos. A eso de la una de la mañana, reunido con Edmundo Pantoja y Alberto
Guzmán, les comunicó su resolución de abandonar Bellas Artes y retirarse a la
selva. Luego los invitó a participar en la aventura. Los convenció enarbolando la
bandera de la libertad y el nombre de Guaguin; exaltando los sueños a la manera
de Robinson Crusoe; argumentando que el arte se daba de perlas en ambientes
con sustancia espiritual; aduciendo que la selva con su personalidad vigorosa los
iba a enriquecer, sobre todo a humanizar. Lo contrario de la ciudad que
contribuía, como la guerra, a desdibujar a las personas. Para ser más explícito
puso el ejemplo de la falta de escrúpulos del director de Bellas Artes. Luego
habló de la propuesta de vida en las ciudades: el bienestar material y la vida sin
esfuerzo. “Huyamos de los vicios de la gente de la ciudad. Huyamos del tener
por tener y del embotamiento del alma”, dijo a manera de epílogo al rayar el alba.
Horas más tarde viajaba con los dos amigos mencionados antes y con Manuel
Zapata en la parte de atrás de un camión. Adelante, con el conductor, viajaban
Aidé y su hijo David. Con una botella de pisco y los corazones henchidos de
sueños, Delfín, su pequeña familia y sus tres amigos viajaron en dirección a la
selva, viajaron entonando canciones camino a Tingo María. Durante el viaje
vibraron con el saludable aspecto de la vegetación, con su rolliza frondosidad; se
emocionaron con la paleta de verdes del follaje, con la pureza del aire. Este
primer viaje a la selva les regaló una visión maravillosa. Una visión que Delfín
jamás olvidaría: la visión de unas mariposas azulinas del tamaño de las dos
palmas de la mano juntas. Las mariposas azulinas se quedaron para siempre en
sus recuerdos. Por eso a los ochenta y tantos años siguen apareciendo en su
memoria tal y como las vio en su primer viaje a Tingo María: como una
agrupación de bailarinas azuladas danzando entre papayales en flor.
Tampoco ha olvidado el camino que lo llevó hasta Tingo María: un camino que
en los años cincuenta era un difuso trazo; una pálida franja de lodo. Ni ha
olvidado el puente que atravesaron para entrar a Tingo María. No lo ha olvidado
porque al pasar por aquel puente sus ojos se encontraron con la silueta de una
mujer dibujada en una montaña de piel verdemar que había a lo lejos. La
montaña, cuya belleza llevó a los nativos a llamarla La bella durmiente, dejó
embobado a Delfín. Igual que las mariposas azuladas. En aquel primer viaje a la
selva el artista tomó conciencia del esplendor de la naturaleza. Con el paso del
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tiempo diría que a comienzos de los años cincuenta, Tingo María era una fantasía
porque al medio día gozaba de un sol tan fulgurante, que podía haber abarcado
con su luminosidad a todo el planeta.

Tingo María
Tingo María era un pueblo con una sola calle. En esa única calle estaba la vida
comercial y la vida familiar: el correo, la farmacia; la oficina y la sede de una
compañía de avionetas; el banco y una veintena de casas humildes que se perdían
en una larga fila. Al otro lado de la única calle, estaban los bares, el billar y, al
fondo, las casas de mujeres mundanas. A las diez de la mañana el billar y los
bares se llenaban de aves de paso: camioneros, aventureros y parroquianos
procedentes de Huánuco, Lima y la sierra. Parroquianos que se dedicaban a los
negocios. En el bar Las palmeras trabaron amistad Delfín y Guido Arboccó. A
este amigo el artista lo definiría como “un hombre trágico por dentro, pero con
una sonrisa permanente en los labios y un rictus de algarabía en su semblante”.
Guido Arboccó era oriundo de Lima y se había radicado desde hacía varios años
en la “fábrica de clorofila”, como él llamaba a la selva peruana. Era un bohemio
habituado a los conflictos, presto a cazar pelea para entretener y justificar su
vida. Este hombre pendenciero le enseñó un poema de André Gide que Delfín,
con el paso de los años, ha considerado decisivo en su vida. Dice: “Nataniel, mi
querido Nataniel, yo te voy a enseñar la exaltación, una vida palpitante y
desordenada mi querido Nataniel antes que la tranquilidad”. En este ámbito de
bares, billares, prostíbulos y personajes exaltados, estuvo Delfín hasta que sus
amigos y su compañera Aidé regresaron a Lima. Entonces cumplió su anhelo de
seguir el ejemplo de Gauguin: se internó en la selva, en Huallaga. Pero antes
solicitó apoyo al Ministerio de Agricultura como colono de la selva. A los pocos
meses le entregaron veinte hectáreas de tierra para que cultivara café. Delfín, que
había ido en busca de un modesto espacio donde pintar con tranquilidad, de
repente se convirtió en colono. Con el apoyo y la asesoría de Leandro, un
montañés, construyó su casa. Una casa típica de la selva: en madera, techo de
paja y piso de tierra. Sin un clavo y con una sola herramienta: machete. La casa
la construyó en lo alto de un promontorio cercano al río. El río era su fuente de
vida: le daba agua cristalina; lo abastecía en la cocina; le calmaba la sed y el
calor a sus cultivos; le servía de piscina; incluso era el espejo de su alma que
nunca se detenía y sabía hacia dónde iba aunque tuviera que trabajar la tierra.
Porque además de construir su casa, Delfín sembró piña, yuca, café, maíz. Pero
no fue un agricultor incondicional. En el tiempo que le dejaba el cultivo de la
tierra leyó a Pessoa, a Gide, Henry Miller, Rimbaud, Juan Ramón Jiménez;
disfrutó la selva en su tranquila hermandad con los animales; la colmó de
agradecimientos “por la libertad que le prodigaba al permitirle andar descalzo,
medio desnudo, barbado y sin vínculos con la tecnología: sin radio, sin
televisión, ni prensa, ni teléfono”. Esta vida libre y despreocupada le llevó a
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convertirse en un seguidor incondicional de la sinfónica de la selva. Al amanecer,


desde la hamaca, escuchaba con devoción las audiciones de la Sinfónica de la
Selva: el trino de las aves, sus aleteos; el zumbido de los insectos; la tonada del
río; el rumor del viento. Y mientras escuchaba la Sinfónica de la Selva,
“respiraba el vaho perfumado de las flores silvestres, de los platanales y los
papayales”. Y cuando llovía, “aspiraba los vapores de la tierra”. Y cuando había
luna llena, miraba los reflejos de su luz en las aguas del río; observaba pensativo
las nubes que se paseaban por el cielo como diosas. Bajo el esférico rostro de la
luna presenció caballos declarando su amor a las yeguas con relinchos; tórtolos
enamorando con arrullos a las hembras.
Y cuando la luz de la mañana se anunciaba con su luz desde el horizonte,
evocaba con nostalgia el mar y sus crepúsculos; añoraba a su compañera Aidé y a
su hijo David; suspiraba por sus pinceles, su biblioteca. Y por encima de su
incondicional devoción por la Sinfónica de la Naturaleza, echaba de menos “La
pequeña sinfonía de Mozart” y “El himno de la alegría de Beethoven”. Víctor
Delfín vivió esta aventura con la floresta sintiéndose mitad artista y mitad
salvaje. Un artista y un salvaje que no perdió de vista a los únicos seres que lo
acompañaban: los animales y la naturaleza. Un artista salvaje que se alimentaba
de imágenes que se volvían versos “en el lienzo de su alma”: El bosque
imaginado: “El río es de oro, ilumina pleno… / Detrás de él/ existe un bosque
azul/ donde las hojas de los árboles/ son de púrpura y carmín, / cada rama de
turquesas/ hecha, /cada fruta de cobalto puro, /cada racimo de cerúleo/ lleno. /
Todo el bosque es un/ conjunto de añil de/ ultramar, completo, / como debe ser el
lugar / de lo infinito. / “Todo es música y color/ en el bosque azul. / De aves, de
pájaros, / de insectos, / joyas de metal bruñido/ son sus plumas, ojos de rubí, / de
lapislázuli/ sus picos, / esto lo he visto/ Víctor Delfín. 2007 -En el 2007 estos
versos los encarnó en el libro de poemas y relatos, “A Las 7, en el Palermo”-
Decía que Delfín vivió su aventura en la selva rodeado de seres silenciosos y
sensibles, y de seres musicales e instintivos. La vivió como un artista salvaje que
no tenía vecinos de su especie a su alrededor. El vecino más cercano estaba a
diez kilómetros. Por eso cada mes bajaba religiosamente a Tingo María. En el bar
Las Palmeras se encontraba con Guido y otros camaradas. En aquel bar “como
un miembro más de la cofradía de machos solitarios y deslenguados”, se
embriagaba de calor humano, de poesía, de anécdotas, de pisco, cerveza y de
mujeres. Estando en la selva, en Huallaga, conoció a tres periodistas de la revista
Caretas que habían oído hablar de él. Esta revista sería decisiva en su promoción
como artista, porque con el paso del tiempo cada vez que expuso sus obras,
Caretas publicó generosos artículos comentando su trabajo. Decía que los tres
periodistas (Pepe Adolph, Víctor Orsero y Pepe Velásquez) llegaron a Delfín
llevados por el rumor de que en la selva peruana vivía un pintor. Luego de un
breve protocolo, lo entrevistaron. Pasado un mes, apareció en la revista Caretas
un artículo titulado “La extraña historia del pintor de la selva”. A su regreso a
Lima Delfín entablaría amistad con Doris Gibson -fundadora de la revista
Caretas-y su hijo Enrique Zileri Gibson. A partir de su exposición Retablos, tanto
Doris como Enrique, estrecharon la amistad con Delfín que hasta el presente
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mantienen viva. Después de unos años, regresó a Lima. Regresó sobrealimentado


de las manifestaciones espirituales de la floresta; fortalecido de experiencias con
la tierra, los animales, los nativos, los foráneos; enriquecido de la sabiduría del
libro de la selva. Regresó con el alma capaz de enfrentar obstáculos y decidida a
concluir los estudios

Premio nacional de pintura


Mientras cursaba los últimos semestres, emprendió la creación de un lienzo para
un concurso. El tema salió de su experiencia como ayudante de construcción.
Llevar este tema al lienzo le permitió recordar la doble vida que había llevado en
Lima antes de su retiro a la selva. Esa vida en la que se intercalaron la calidez de
sus relaciones con sus compañeros de estudios, con la frialdad de sus relaciones
en el trabajo. Ha medida que bocetó se aclaró dos asuntos decisivos para su
carrera: la importancia de confiar en el arte y lo que estaba pasando en el mundo
laboral. Si confiaba en él como artista, podría vivir de su obra. En cuanto al
mundo laboral, comprendió que se hallaba sobre un volcán. Que las heladas de la
mecanización avanzaban contra viento y marea. Después de varios bosquejos,
encontró lo que quería decir. Envió la obra al concurso. Al año siguiente, en
1957, recibió la noticia de que se había ganado el Premio Municipal de Pintura
Ignacio Merino con su obra: Homenaje al obrero de construcción civil. En dicho
cuadro planteó que el obrero era una arandela dentro de una gigantesca rueda. Es
decir, que la incorporación de la máquina, más la división del trabajo como si
fuera una hoja de papel cuadriculado, reducía a la insignificancia al obrero, a la
vez que lo convertía en hombre-máquina: en hombre ejecutando la misma labor
durante ocho horas. Esta idea, expresada en el lienzo, correspondía a una mirada
Perspicaz: era la mirada de alguien que podía ver a miles de kilómetros de
distancia lo que entonces aparecía en claroscuro: la maquinización del obrero y
del trabajo. Con Homenaje al obrero de construcción civil, Víctor Delfín pone de
relieve su sensibilidad social. Como el premio que recibió fue oneroso, su primer
impulso fue trasladarse al viejo continente. Pero Alejandro González desvió este
impulso. El maestro Apurimak, aparte de confiar en el talento de Delfín, veía en
las culturas precolombinas y en la artesanía popular una riqueza inexplorada por
el artista peruano. Le desvió el proyecto de vivir en Europa haciéndole una
pregunta: “¿Qué hay del arte y de la cultura milenaria de este país?” Y diciendo:
“Hay que poner los ojos en la tierra y buscar nuestras raíces”. Delfín entendió el
mensaje, entendió que debía beber del manantial estético que brota de su tierra;
beber de la fuente originaria donde yacen las primicias creativas de sus ancestros:
el arte precolombino y la artesanía popular. Renunció a su aspiración de
trasladarse a Europa, pero antes guardó las palabras de Apurimak en su memoria.
En 1958 se graduó en la Escuela Nacional de Bellas Artes.
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Escuela de bellas artes de Juliaca


Por aquella época La Escuela de Bellas Artes de Juliaca, en Puno, no tenía
director y había abierto concurso para llenar la vacante. Delfín concursó junto a
otros aspirantes al mismo cargo. Se ganó el concurso y asumió la dirección de la
institución. Durante su gestión consiguió presupuesto para modernizar las
instalaciones de la Escuela que no tenían luz en su totalidad ni servicios
higiénicos para mujeres. Y dado que la mayor parte de los docentes no tenían
nociones de pedagogía, ni conocimientos de la historia del arte -casi todos eran
paisajistas, o aficionados al dibujo que durante el día trabajaban en escuelas y en
la noche en Bellas Artes-, presentó una propuesta para elevar el nivel académico.
Su propuesta fue rechazada por los docentes, quienes emprendieron una campaña
contra él aduciendo que era muy joven para el cargo de director y no era de la
región. Al cabo de dos años sus
Opositores consiguieron que lo trasladaran a la Escuela de Bellas Artes de
Ayacucho. En la Escuela de Bellas Artes de Ayacucho se encontró con dos
problemas: una casona vieja descuidada, y una mentalidad provinciana en los
programas académicos. Lo primero que hizo fue restaurar la casa. Mientras
adecuaba las instalaciones físicas, meditó cómo conseguir el bienestar académico
de la institución. Finalmente presentó un proyecto de reforma en el que propuso
anexar la Escuela de Bellas Artes a la Universidad San Cristóbal de Huamanga.
Igual que en el Puno, este proyecto fue rechazado. Delfín esta vez luchó a brazo
partido durante dos años, pero no consiguió su objetivo. En cambio sus
opositores lograron que lo declararan enemigo público de la Escuela de Bellas
Artes y lo despidieran del cargo. Delfín juró no volver a trabajar para el
Ministerio Público.

Taller en el corazón de lima


Sin un céntimo en el bolsillo, sin un espacio donde vivir, con su segunda
compañera – Luz Elena- y su hijo Carlos, se encontró en Lima. En la capital
recibió la solidaridad de la familia de Luz Elena que lo acogió a él y a sus cuatro
hijos en Chorrillos. En una modesta vivienda que no le ofrecía condiciones para
pintar. Pero cuando el hombre camina con el corazón en la mano, se abre la
Puerta Secreta. Una tarde, en una de sus caminatas por el centro de Lima, se
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encontró con Antonio, o “Antuco”, como cariñosamente llamaba a este antiguo


compañero de la Escuela de artes. Antonio trabajaba como ejecutivo en una
compañía importante. Su posición económica era radiante. Pero su vida interior
estaba nublada por una sensación de vaciedad que se acentuaba en los días de
ocio. Antuco sabía el origen de ésa sensación: sabía que tenía relación con su
carrera inconclusa. Le propuso a Delfín que le diera clases de pintura los fines de
semana a cambio de un lugar de trabajo. Delfín aceptó. Antonio alquiló un
espacio en el centro de Lima. El espacio consistía en un cuarto con un nicho que
hacía de cocina y tenía un calentador de agua para preparar te. Al fondo, un baño.
El taller de Delfín se convirtió en el sitio de paso de estudiantes de pintura y
actores de teatro. En el modesto taller, Delfín habló noches completas con su
benefactor Antuco de sus vivencias en la selva: “de su lucha a golpe de machete
contra la maleza, empujando cuesta arriba enormes troncos para construir su
casa; de sus tobillos hechos jirones por el roce con la maleza y las ramas
amontonadas a su paso; de la imponente serenidad de árboles mecidos por el
viento, que le recordaba la majestuosidad verde esmeralda del océano; del
estrépito de árboles centenarios, cuando caían al suelo agonizantes; de la protesta
de los monos y los pájaros, revoloteando espantados ante la agresión de los
humanos; del ensordecedor ruido de la sierra mecánica”; compartió con Antuco
su descubrimiento de la cantidad de historia que había en el cuerpo de los árboles
longevos y de la cantidad de hojas en blanco que tenían los que estaban en la
adolescencia; le manifestó su asombro ante la docilidad del ramaje de los árboles
jóvenes en contraste con la dureza del ramaje de los árboles añosos; le habló del
aire perfumado que había a manos llenas en la selva; de la sonrisa cósmica del
sol de Tingo María. En aquel taller recibió de manos de su benefactor libros,
vino, música y amistad incondicional. En el sencillo taller volvió a trabajar con
fervor; recuperó la pasión por la pintura que había perdido en los años que
Trabajó para el estado; recuperó la confianza que había extraviado durante la
gestión administrativa. En la problemática que vivió con la Escuela de Bellas
Artes de Ayacucho, dudó de su labor como director, dudó de su valía como
artista y dudó entre dedicarse a pintar o a administrar. Esta crisis personal lo
llevó a descuidar su cargo de director, y sirvió de abono a los problemas que
tenía con la escuela. La crisis con la institución se resolvió a favor de él, porque
su despido fue un salvavidas para su carrera artística y felicidad personal. Con su
salida del mundo administrativo, Delfín sintió que un sol como el de Tingo María
iluminaba su vida; que dentro y fuera de él todo se volvía solar; que una brisa
marina refrescaba su piel y una despreocupación de pájaro circulaba por su
sangre; que esta gama de sensaciones costeras y selváticas le devolvía la pasión
por el arte. En el frugal taller experimentó el regreso de su dignidad. Se sintió
más solar que nunca cuando la vio erguirse, la vio de cuerpo entero y vio cómo
esparcía luz en su obra y en sus días. Entendió que la dignidad no se debe canjear
ni por dinero ni por cargos “respetables”. Por nada. Celebró su regreso
trabajando con ahínco. Convencido de la conveniencia de la vida sencilla para su
tranquilidad y obra, asumió una cotidianidad consecuente: ni auto, ni reloj, ni
cuentas bancarias, ni objetos superfluos. Sólo lo necesario para vivir con decoro
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y trabajar sin sobresaltos. Con esta doble conciencia se dedicó a pintar para
exponer. Todos los materiales le sirvieron para crear: una piedra, un pedazo de
hierro, un trozo de madera, un tornillo. La vida la encontró rica en temas: un
animal apareándose, el vuelo de un pájaro, el aleteo de un pez, el relinchar de un
caballo, la bonachona mirada de un burro, una flor embelesada con el sol, un
colibrí sediento. Todo fue motivo de inspiración para el artista. Todo. Sólo
necesitó tener los ojos encendidos. Del resto se encargó la voz de su alma, su
disciplina y la confianza en él como artista. Con estas condiciones trabajó desde
el alba hasta las nueve de la noche. Hora en la que salía de su taller para tomar el
bus a Chorrillos. Hora en la que se desconectaba física y mentalmente de la
muestra de arte popular que estaba trabajando. El arte que lo había seducido en
los mercados artesanales del Puno y Ayacucho y lo había llevado a coleccionar
artesanías que harían parte de la exposición que planeaba hacer en Chile.

Vena artística
La vena artística de Delfín no es fortuita. Es una vena que se ha bañado en los
manantiales de la música. De la música del agua que ha fluido por el cauce de sus
días, unas veces como mar y otras como río; con notas aguamarinas aposentadas
en su alma como las raíces de los ficus en la tierra; notas aguamarinas que un día
rebosaron su corazón de nostalgia y lo sacaron corriendo de Quito porque no
tenían pentagrama. Vena artística que se ha bañado en la música de las palabras,
de la vida y en la música creada por el hombre. Manantial sonoro que lo ha
inducido a escribir poemas como El bosque imaginado. Canto 1. Confieso que he
gozado. La bestia. Poema marino. Lunes 9 de abril. Lunes 9 de abril: “Aquí
estoy/ reconstruyendo/ esta tarde/ para que no se deshaga,/ no se esfume, ni se
olvide,/ mientras una gaviota/ se desliza en la playa/ como una palabra./
“El viento canta a dúo/ con el mar una canción,/ el sol agita sus brazos de fuego y
me pide ayuda porque no/ quiere irse, como yo./ “Ya somos dos los que
queremos/ quedarnos con esta tarde, / con este abril,/ con este nueve.” Víctor
Delfín, 2007, Barranco. Manantial artístico que lo ha llevado a pintar poesía:
Vendedora de frutas”, Ayacucho”; a concebir la visualización erótica de los
Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda; a moldear
el Amor: El Beso -1992-: Escultura ubicada en el Parque del Amor. Grandiosa
obra que en la actualidad hace parte de uno de los espacios públicos más bellos
de Lima. Escultura que encierra la cosmovisión del escultor sobre el amor.
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Conclusiones

El espíritu humanista de Víctor Delfín no ha pasado


desapercibido para los franceses, quienes en 1998 lo invitaron a
participar en la celebración de los 50 años de declaración
universal de los derechos humanos en el palacio Chaillot de parís.
Ni para el gobierno ecuatoriano que en el 2000 le concedió la
medalla de la orden nacional de mérito en el grado de oficial. Ni
para los chilenos: el año 2002 Delfín recibió la condecoración
Bernardo O’Higgins de parte del gobierno chileno. Y el Perú, en
el 2001, el gobierno lo condecora con la orden del sol en el grado
de comendador.
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Reseñas históricas bibliográficas

El espíritu humanista de Víctor Delfín no ha pasado desapercibido para los


franceses, quienes en 1998 lo invitaron a participar en la celebración de los
cincuenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en el
Palacio Chaillot de Paris. Ni para el gobierno ecuatoriano que en el 2000 le
Concedió la Medalla de la Orden Nacional al Mérito en el Grado de Oficial. Ni
para los chilenos: en el año 2002, Delfín recibió la condecoración Bernardo
O´Higgins de parte del gobierno chileno. Y en el Perú, en el 2001, el gobierno lo
condecora con la Orden el Sol en el Grado de Comendador.
30 y ochenta y tantos
Delfín llega a los ochenta y tantos años como un navegante sensible a los
conflictos de un mundo que hace tiempo dejó de ser un conjunto de países islas
para convertirse en un planeta aterrorizado por dragones prestos a exterminar la
vida humana, vegetal y animal. Llega a los ochenta y tantos años como un
navegante solar
“con el viento a su favor”: con un cargamento de obras de arte de una riqueza
emocional que, cual centellas, resplandecen en “playas llenas de inspiración y de
placer”. Llega a los ochenta y tantos años como un navegante ejemplar que sigue
creando bajo el embrujo de la Barca que dice “La vida es sueño”.
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BIBLIOGRAFIA

INFANCIA:
Nació el 20 de diciembre de 1927, Víctor fue el menor de ocho hijos en una
familia; su madre, Santos Ramírez Puescas, indígena de Sechura , y su padre,
Ruperto Delfín, que trabajaba en la Petrolera de Lobitos, una pueblo de
pescadores. Su única hermana mujer, Elvira, fue también como una madre
mientras crecía observando y ayudando a su padre a enderezar las villas de acero
que se estropeaban durante le perforación de los pozos petroleros.

EDUCACION:

A los 19 años comienza sus estudios en la Escuela de arte. Su buen rendimiento


le dio acceso a una beca que cubría todos su gastos por un año electivo. Trabaja
como ayudante en construcción, y al terminar el tercer año lectivo, Alejandro
González Trujillo, pintor indigenista conocido por el seudónimo APU-Rimak, le
encargó la curaduría de la exposición anual que se hacía en la Escuela de Artes.
Factores económicos interrumpen sus estudios, y decide trasladarse a Tingo
Maria para dedicarse a la agricultura y adentrarse a la selva peruana. La
experiencia ganada lo motiva a continuar con sus estudios en 1956 y egresa en
1958. En 1957 participa en el concurso con su obra Homenaje al obrero de
construcción civil y obtiene el Premio Municipal de Pintura Ignacio Merino, y
con el dinero que recibe su primera intención es irse a vivir a Europa, pero
Alejandro González lo invita a buscar sus raíces en el arte.
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ANEXO
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