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¿Qué es la Historia Global hoy en día?

, por Jeremy Adelman


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Bueno, fue un viaje muy corto. No hace mucho, una de las historiadoras más reconocidas a nivel
mundial, Lynn Hunt, manifestaba en su libro Writing History in the Global Era (2014) su confianza de
que un enfoque global al pasado haría por nuestra época lo que la historia nacional hizo en el
apogeo de la construcción de la nación: esta podría, como Jean-Jacques Rousseau dijo de los
arquitectos de la nación, rediseñar a las personas desde su interior hacia afuera. Así, la historia
global crearía ciudadanos globales más tolerantes y cosmopolitas. Brindaría al pasado un espejo en
el cual mirar identidades prontas a atravesar fronteras, no muy distintas de Barack Obama, el hijo
de un padre nacido en Kenia y una madre blanca estadounidense, criado en Indonesia y educado
en una de las más prestigiosas universidades, quien se convirtió en la imagen pasajera de nuestros
desaparecidos sueños de una meritocracia sin muros.
El historiador alemán de tendencia moderada Jürgen Osterhammel podría servir como un ejemplo
de este giro global. Cuando en 2014 apareció su libro en inglés (The Transformation of the World: A
Global History of the 19th Century), un reseñador lo bautizó como el nuevo Fernand Braudel. El libro
fue una sensación en Alemania. Un día, el teléfono de su oficina en la Universidad de Konstanz
sonó. Al otro lado de la línea se hallaba la canciller, Angela Merkel. “Usted no revisas sus mensajes
de texto”, le reprendió sutilmente Merkel. En ese entonces, Merkel se encontraba recuperándose de
un accidente que le produjo la rotura de la pelvis y un traspiés político luego de la Eurocrisis.
Mientras se recuperaba, ella había leído las 1,200 páginas del libro de Osterhammel como parte de
su terapia. Y ahora se encontraba llamando al autor para invitarlo a una fiesta por su cumpleaños
número 60 para que diese una charla sobre el tiempo y las perspectivas globales. Obsesionada por
el despegue de China y las consecuencias de la digitalización, ella había recurrido al sabio de la
aldea en ese momento: el historiador global.
Es difícil imaginar a Osterhammel siendo invitado a una fiesta hoy en día. En nuestro agitado
presente de la “Nación X Primero”, de reemergente etno-nacionalismo, ¿cuál es el objetivo de
recobrar pasados globales? Merkel, hija del Este, podría ser la improbable última voz del
internacionalismo de la Carta Atlántica. Dos años luego de su cumpleaños 60, la visión de un futuro
integrado a partir del cual se irradiaría tolerancia está experimentando un veloz retroceso.
¿Qué ocurrirá con esta aproximación al pasado, uno que hasta no hace mucho prometía reimaginar
una disciplina antigua? ¿A qué se parecerán las narrativas globales en una época de reacción anti-
global? ¿El despegue de “América Primero”, “China Primero”, “India Primero” y “Rusia Primero”
significa que los sueños y el trabajo de los historiadores globales fueron tan solo una juerga, un
paseo neoliberal?
Hasta no hace mucho, la historia moderna se centraba, y estaba dominada por el Estado-nación.
Gran parte de la historia era la historia de la nación. Si usted recorría los pasillos dedicados a la
historia y las biografías, bien de las librerías de ladrillo y mortero o bien de las virtuales, hubiese
notado la abundancia y presencia de personajes y héroes asociados con el patriotismo. En Estados
Unidos, autores como Walter Isaacson, David McCullough y Doris Kearns Goodwin han contribuido
a que millones de lectores comprendan el pasado y el presente. De manera inevitable, ellos
escribieron perfiles de heroicos constructores de la nación. Cada nación aprecia su historia
nacional, y cada país tiene su propio grupo de celosos guardianes.
Entonces, llegó la globalización y hubo de sacudirse de las viejas formas de imaginar en función de
las fronteras. Los historiadores respondieron de manera rápida a la caída del Muro de Berlín, a las
tambaleantes murallas del capitalismo nacional, al boom del comercio, y el despegue de la
cosmopolis. Aparecieron nuevas escalas y nuevos conceptos. El Acuerdo de Schengen, firmado en
1985, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1993 y la creación de la Organización
Mundial de Comercio en 1995 pregonaron nuevos niveles de fusión internacional. Estos tratados,
ahora amenazados, prometían un mundo sin fronteras. “El mundo se está volviendo plano”, concluía
el conocido manifiesto de Thomas Friedman a favor de la globalización, The World is Flat (2005). “Yo
no lo inicié y tú no puedes detenerlo”, le escribió Friedman a su hija en una carta abierta, “excepto a
un costo muy alto para el desarrollo de la humanidad y de tu propio futuro”.
Como la única a la vista, la globalización produjo un nuevo género de carácter popular que bien
podría ser llamado globalismo patriótico. A Problem from Hell: America and the Age of Genocide(2002)
de Samantha Power, We Wish to Inform You That Tomorrow We Will Be Killed with Our Families (1998) de
Philip Gourevitch y los libros de Adam Hochschild nos dieron escenarios de terribles crisis con
potenciales héroes envueltos no en ropajes de constructores de naciones sino de líderes
humanitarios. Existió también un auge de relatos sobre un futuro planetario compartido, con un
pasado adicto al carbón. La Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro en 1992 hizo de la sostenibilidad
un término de moda e impulsó la historia medioambiental. Dos décadas atrás, Alfred Crosby tenía
dificultades para encontrar una casa editorial para su libro The Columbian Exchange (1972), que
delineaba los efectos ecológicos colaterales producto de la integración del broma del Nuevo Mundo
en el sistema eurasiático. Hoy en día, su libro es el equivalente de la Biblia.
En 2006 los investigadores se subieron oficialmente a bordo. Un equipo lanzó el Journal of Global
History. Patrick O’Brien, del London School of Economics, hizo el anuncio con un llamado por
nuevas meta-narrativas cosmopolitas para nuestro “mundo globalizante”. La revista se concentró en
relatos que trascendieran (citando al filósofo tory del siglo XVIII Lord Bolingbroke) “parcialidades
nacionales y prejuicios”. Detrás de bambalinas, las universidades en Europa (lo cual incluye, al
menos por un par de meses más, al Reino Unido), los bolsillos en Japón, China y Brasil, pero sobre
todo en Estados Unidos, diseñaron nuevos cursos, nuevos centros de investigación y nuevos
programas de doctorado.
Luego de años de caída libre en la matrícula, con especialidades en declive y un desalentador
mercado laboral para historiadores con títulos de doctor, muchos vieron en la “historia global” un
elixir, una forma de volver a tener relevancia pública. La globalización estaba de moda. Los
historiadores, escribía Hunt en 2014, estaban dando un paso al frente y produciendo narrativas de
interconexión e integración. Los trabajos de Jared Diamond, que sintetizaban 13 mil años de historia
global, llenaban los anaqueles en los aeropuertos. Para despertar el interés de los estudiantes de
preparatoria sobre la historia a una escala cosmológica (“13.8 billones de historia. Gratis. Online”),
Bill Gates reveló su Big History Project. Más recientemente, Empire of Cotton: A Global History (2014),
de Sven Beckert, barrio con los premios y alcanzó el primer lugar de los bestsellers de Amazon en
la categoría “Moda y Textiles”.
Para entender lo que fue la historia global, ayuda comprender qué fue lo que supuestamente debía
eclipsar. Era usual que, en Estados Unidos, los departamentos de Historia tenían sus cursos
centrales en áreas sobre Estados Unidos o Europa; en Canadá, Australia y Gran Bretaña, siendo el
núcleo siempre nacional. Historia significaba historia de la nación, sus pueblos y orígenes. Cuando
la historia social y cultural hicieron su aparición, modificó el objeto de atención de los presidentes o
primer ministros a Hollywood o a los trabajadores textiles. Pero el marco continuó siendo
principalmente nacional; los historiadores aún escribían libros sobre la construcción de la clase
trabajadora inglesa, o la conversión de los campesinos en ciudadanos franceses. Puede que hubiese
un cierto toque de historiadores de Asia del Este o América Latina en la mezcla. Con frecuencia,
estos eran confinados a estudios de área regionales o amontonados -como en mi departamento
académico en Princeton- como “historiadores no-occidentales”, definidos así por su diferencia
fundamental y colocados en dicha posición para embellecer mas no para desafiar el canon nacional.
La excepción más importante eran los estudios de las migraciones y las diásporas, sean estas
coercitivas o voluntarias. Pero incluso estos campos tendían a posicionarse junto a los mastodontes
nacionales; ahí se encontraban los cursos panorámicos de historia estadounidense (o francesa o
británica) y luego los estudios sobre afro-americanos.
Es cierto, existió algo llamado “historia mundial”. El curso de historia mundial era por lo general un
paseo turístico por las civilizaciones que precedieron o sostenían a la “Civilización Occidental”. La
industria en torno a la “Civilización Occidental” se remonta a los años iniciales del siglo XX. En ese
entonces, enfrentados con una peligrosa especialización, los historiadores se vieron emplazados a
ofrecer una base estructurada para el ciudadano nacional que asistía a la preparatoria. Con
nombres familiares como Arnold Toynbee y Will y Ariel Durant, esta floreció, como el resto de la
industria estadounidense, en la era dorada de la OTAN, el Sputnik y el gasto federal. Una de sus
grandes figuras fue el historia de la Universidad de Chicago William H McNeill, autor de History of
Western Civilisation: A Handbook (1949). A medida que “Civilización Occidental” se convertía en una
reliquia en los años 60s, era reemplazada por “historia mundial” o “civilizaciones mundiales”, las
cuales explicaban el Triunfo del Occidente y, por extensión, la Decadencia del Resto del Mundo. El
épico libro de McNeill, The Rise of the West (1963) era el portador de alto nivel de este tipo de
perspectiva de un pasado planetario compuesto por bloques de civilizaciones compitiendo por la
supremacía global. Esto no era historia global, aún cuando posteriores historiadores globales
hincaran el diente estudiando otras civilizaciones. En su lugar, era la historia que permitía explicar el
Resto del Mundo en función de Occidente.
Hacia los años 1980, no cabía duda de que el Resto del Mundo era sinónimo de declive, o del
despegue de Occidente. El Resto del Mundo, para algunos, se convirtió en la nueva amenaza para
definir el propósito de Occidente. The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order (1996), de
Samuel Huntington, ofrecía un contrapunto a la emergente bravuconería del heroísmo de un mundo
unidimensional. De acuerdo a Huntington, la perspectiva antagonista, competitiva y oscura del
acercamiento de las civilizaciones-mundo se mantenía como la fuerza que impulsaba la historia. No
se engañen, sostenía: la caída del Muro de Berlín solo es el anuncio de un conflicto más antiguo y
profundo. Ese mensaje tiene nuevas resonancias con el del estratega en jefe de la Casa Blanca,
Steve Bannon, y sus profecías sobre la inevitable colisión del “Occidente judeo-cristiano” con el
Oriente jihadista. “Hay una guerra mayor que se está preparando, una guerra que ya es global”, dijo
frente a una audiencia en 2014. “Cada día que evitamos mirar esto como lo que es, y la escala y
ferocidad que implica, será un día que ustedes podrán dictaminar que no hicimos nada”.
La noción de divisiones que no se tocan, no obstante, parecía incesantemente extraña con el
presente claro y con tendencia a la fusión; y movilizó a una nueva generación de historiadores para
ir más allá de nuestra naturaleza más íntima y desprovista de muros. Su proyecto de historia global
revelaría conexiones entre sociedades en vez de cohesiones al interior de las mismas. El antiguo
marco comparativo en base a civilizaciones dio lugar a contactos y conexiones. La conexión existía;
las redes no. La historia global mostraría el entramado de intercambios y encuentros, desde la Ruta
de la Seda en 1300 hasta las cadenas de abastecimiento de los turbo-compresores en 2000.
Más que ningún otro, Sanjay Subrahmanyam, actualmente en la Universidad de California-Los
Angeles, acuñó el término “historias conectadas”. Determinado a destronar el mito de la civilización
india (cuya ideología Hindutva es cercana al tribalismo del partido de derecha indio Bharatiya
Janata) como de disipar la idea de la Gran Trayectoria Europea (de Atenas a la Ilustración, una
marcha a su vez cercana a los tribalistas europeos), el hijo de Delhi convirtió los encuentros y
contactos con muchos lugares de origen y significados en un bricolage global que precedía a
nuestros maquillajes multiculturales. A través de los viajes, descubrimientos, traducciones y el flujo
de libros, plata y opio -“historias que mueven”, como las llamó Subrahmanyan en la charla inaugural
en el Collège de France en 2013- evocó un mundo vinculado entre sí mucho antes del despegue de
Occidente.
El otro rasgo distintivo de la historia global era su énfasis en la dependencia entre sociedades. Si la
globalización abrió sus fronteras a los Occidentales y a aquellos provenientes del Resto del Mundo,
los historiadores globales no estaban tan solo interesados en los contactos sino en la forma en que
los países y regiones se delineaban unos a otros. El despegue de Occidente parecía no solo más y
más una respuesta al Resto del Mundo, sino dependiente del mismo. Incluso el gran salto adelante
de la Revolución Industrial del siglo XIX, lo único que parecía distinguir a Europa de los demás, fue
colocado en el macroscopio del historiador global. En The Great Divergence: China, Europe, and the
Making of the Modern World Economy (2000), Kenneth Pomeranz demolió la tesis de los europeos
como los autores de su propio milagroso despegue. El libro reveló cuánto de la acumulación y
emprendimiento de los europeos compartían con China. Y cómo el alejamiento de Europa del
cinturón maltusiano de Eurasia comenzó no con la peculiaridad interna de la región sino con el
acceso y conquista de los que Adam Smith llamó el páramo de las Américas. De igual modo, los
historiadores globales demostraban cuánto de las iniciativas de banca, seguro y transporte le
debían al tráfico esclavista de África. El milagro europeo era, en resumen, una cosecha global.
La historia global no significó contar todo lo que ocurría en el mundo. Lo que era global no era el
objeto de estudio sino el énfasis en las conexiones, la escala y por encima de todo, la integración.
Incluso las naciones y las civilizaciones eran más el producto y menos los productores de
interacciones globales. Algunos académicos fueron más lejos aún: “Si no están haciendo un
proyecto explícitamente trasnacional, internacional o global, tienen que explicar por qué no lo están
haciendo”, dijo el historiador de Harvard David Armitage en 2012. “La hegemonía de la historia
nacional”, declaró, “está acabada”.
Al poco tiempo de que los historiadores se treparan a la ola de la globalización con pomposos
cursos nuevos, magazines, libros de texto y atención, la ola pareció colapsar. La historia cambió. Un
poderoso movimiento político surgió contra el “globalismo”. Supremacistas blancos y seguidores de
Vladimir Putin desde el tradicional partido de los trabajadores en Estados Unidos hicieron de su
slogan la frase: “El globalismo es el veneno, el nacionalismo su antídoto”. Donald Trump lo adoptó
en un tono un poco más suave: “Americanismo, no globalismo, será nuestro credo”, bramó a unos
entusiastas republicanos en el discurso de la convención de julio de 2016. Al día siguiente de su
juramento como presidente de Estados Unidos, la candidata presidencial francés Marine Le Pen dio
un incendiario discurso en una cumbre en Alemania, llamando a 2017 el año del gran despertar de
la derecha nacionalista. “Vivimos en la etapa final de un mundo”, proclamó, “y el nacimiento de
otro”.
De manera inesperada, los historiadores globales parecían estar desconectados de sus propias
épocas. Si la corriente adversa era una llamada de atención para los globalizadores, también reveló
algunos problemas para los cronistas globales.
Todas las narrativas son selectivas, moldeadas tanto por lo que excluyen como por lo que incluyen.
Pese a los mantras de integración y la inclusión a un nivel planetario, la historia global trajo su
propia segregación, comenzando por el lenguaje. Los historiadores que trabajaban a través de las
fronteras combinaron su modo de comunicación de modo tal que creó nuevas barreras; en la
búsqueda por cohesión académica, el inglés de volvió la lengua global (Globish). La historia global
no sería posible sin la globalización del inglés. En un reciente taller en Tokio, me asombré cómo
historiadores italianos, chinos y japoneses intercambiaban ideas y sake en una lengua franca. Pero
este tipo de horizontalidad puede enmascarar a su vez una nueva jerarquía lingüística. Es una de
las paradojas de la historia global que la fuerza para vencer al eurocentrismo haya contribuido
asimismo a la anglicización de las vidas intelectuales alrededor del mundo. A medida que el inglés
se convertía en la lengua global, había menos incentivos para aprender nuevos idiomas, la clave
indispensable para acercarse unos a otros. De acuerdo a un informe de la Asociación de Lenguas
Modernas (MLA por sus siglas en inglés) de 2015, los hablantes de lenguas extranjeras en Estados
Unidos alcanzó su tope en 2009 y su número no ha cesado de caer desde entonces.
El retroceso en aprender a hablar unos con otros refleja a su vez un problema más amplio. Pese a
haber abrazado la historia global, hay evidencia de que el giro global no contribuyó a levantar el
perfil del Resto del Mundo. En una encuesta realizada en 2013 a 57 departamentos de historia en el
Reino Unido, Estados Unidos y Canadá, Leke Clossey y Nicholas Guyatt muestran que los
historiadores se mantuvieron muy cercanos a Occidente después de todo. En Reino Unido, 13% de
los historiadores estudian el mundo no occidental. ¿El dato más doloroso? Asia del Este tiene solo
1.9% de todos los puestos académicos en Historia en el Reino Unido. En Estados Unidos, la cifra es
alrededor del 9%. Aún en Estados Unidos, menos de un tercio de los historiadores están
interesados en el mundo más allá de Occidente. Si algunos críticos estaban comenzando a irritarse
por la usurpación del Resto del Mundo en el canon de Occidente, no tienen nada de qué
preocuparse. “Estamos abrumadoramente preocupados en nosotros mismos”, concluían Clossey y
Guyatt. Para justificar el Brexit, la Primer Ministro de Reino Unido, Theresa May, anhela una
“Bretaña Global” (como si Europa no fuese parte del globo), pero los historiadores británicos siguen
mirando hacia el interior; 41% de historiadores en Reino Unido estudia Bretaña e Irlanda, hogar del
1% de la población mundial. La Universidad de Oxford, mi alma mater, suspendió su cátedra en
historia latinoamericana, la última de su especie en Reino Unido. Fuera de la esfera anglosajona,
las cosas están peor. En las universidades de habla alemana hay solo cinco profesores de historia
africana. En Japón, estudiar el pasado no-japonés y no-oriental significa enviar de todos los
departamentos de Historia a enseñar sobre el Otro en los márgenes de la disciplina matriz.
¿Qué debemos hacer con todo esto? Primero, las esperanzas de contar con narrativas
cosmopolitas sobre ‘encuentros’ entre Occidente y Resto del Mundo condujo a algunos intercambios
de una sola vía sobre la forma de lo global. Es difícil no concluir que la historia global es otra
invención anglófona para integrar al Otro en una narrativa cosmopolita según nuestros propios
términos. Algo así como la expansión de la economía mundial.
En segundo lugar, hasta cierto punto, la historia global suena como historia hecha para la hoy
difunta Clinton Global Initiative, una lustrosa empresa de alto perfil que enfatizaba la ausencia de
fronteras y las narrativas sobre las cosas que nos unían de manera cosmopolita, a la cual la historia
global le daba a la globalización un rostro humano. Privilegiaba el movimiento antes que el espacio,
las historias que conmovían frente a los relatos de quienes fueron relegados, las narrativas sobre
otros para quienes sentían cierta conexión -o un compartido interés propio o empatía- entre vecinos
lejanos de la cosmopolis global.
Quizás no debería sorprendernos tanto el contragolpe contra los relatos post-nacionales y
cosmopolitas. Durante las elecciones regionales de Francia en 2015, un afiche del Frente Nacional
presentaba los rostros de dos mujeres, uno pintado con el tricolor francés y el otro vistiendo una
burqa. El texto señalaba: “Elige tu vecindario: vota por el Frente”. La lógica de la historia global
tiende a reposar en la integración y la concordia, antes que la desintegración y la discordia. Los
historiadores globales favorecen relatos en torno a la curiosidad hacia vecinos lejanos. Ellos
-nosotros- tendemos a mirar por encima vecindarios cercanos disueltos por las cadenas de
abastecimiento transnacionales.
La historia global prefiere una escala que refleje su anhelo interior cosmopolita. Ha creado de
manera implícita lo que la socióloga Arlie Russel Hochschild en Strangers in their own Land (2016) ha
llamado “muros de empatía” entre liberales itinerantes y aquellos provincianos afincados en su
localidad. Elegir lo global significa con frecuencia perder contacto con -para tomar prestado otra de
su bons mot– “historias profundas” de resentimiento sobre pérdida y amenaza a los vínculos locales.
Las viejas narrativas patrióticas habían atado a las personas con un sentido de unidad. Las nuevas
y cosmopolitas narrativas globales atraviesan dichas barreras. Pero a su vez disuelven los vínculos
de los pobladores a un sentido de lugar en el mundo. En un clima político dominado por marchar
contra el Leviatán gubernamental, los grandes bancos, los mega-tratados con oscuros acrónimos
como TPP, y los distantes burócratas, la pretenciosa motivación de reemplazar historias profundas
con historias globales de conexión a la distancia estaba determinada a enfrentar límites. En el
revuelo de hacer de los Otros parte de nuestras historias, creamos de manera inesperada un nuevo
grupo de extraños en casa.
La historia global enfrenta dos desafíos aparentemente opuestos para un mundo en
sobrecalentamiento e interdependiente. Si vamos a acopiar narrativas significativas sobre la
solidaridad entre extraños, cerca y lejos, vamos a tener entonces que ser más globales y más serios
sobre incorporar otros idiomas y otras formas de narrar la historia. Los historiadores y sus
ciudadanos-lectores van a tener que resignificar los vínculos locales y sus significados. Ir más
profundo en las historias de Otros lejanos y Extraños en casa significa difundir la idea de que la
integración global fue más un circuito eléctrico, que trajo luz a quienes estaban conectados al
sistema. Convertirse en interdependiente es tan complicado como dibujar un diagrama de circuitos.
Implica aceptar dimensiones de redes y circuitos que los historiadores globales -y posiblemente
todas las narrativas de convergencia cosmopolita- dejan fuera del relato: iluminar ciertos rincones
de la Tierra significa dejar otros a oscuras. El relato de los globalistas ilumina a unos en perjuicio de
otros, aquellos que son dejados de lado, los que no pueden moverse y aquellos que quedan inertes
porque la luz no los alumbra más.
Para cambiar la visión: entender la interdependencia significa observar cómo esta expande los
horizontes sociales y personales para algunos, pero debilita los vínculos con otros. Al menos hasta
que estos vínculos se vuelvan más significativos que una lista de Instagram, habrá más resistencia
que integración de la que solemos admitir.
Para ganar una mejor perspectiva de las dinámicas y resistencias a la integración, para dar tanta
visibilidad a la separación, la desintegración y la fragilidad como lo hemos hecho con las
conexiones, la integración y la convergencia, vamos a tener que deshacernos de las narrativas que
presentan a la Tierra como plana y de las ideas de predestinación global de una vez por todas.
Vamos a tener que responder por cuánta más interdependencia puede llevar a más conflicto, como
por ejemplo, pese al creciente comercio e intercambio estudiantil entre China y Japón, puede llevar
a Beijing a anunciar (como lo hizo en 2014) a establecer dos nuevos feriados nacionales para
conmemorar a las víctimas de las agresiones japonesas entre 1937 y 1945.
Conexión, movilidad, fusión, unidad: colocamos nuestras acciones en el magnetismo del mercado y
el empático poder de un espíritu cosmopolita que parecía haber arraigado en los niveles más
elevados de una educación superior comprometida a una idílica ciudadanía global.
Hice mi parte en este giro global. Por años, supervisé la internacionalización de Princeton, creando
cadenas de abastecimiento para el pensamiento global. Nunca se me ocurrió, o a otros, preguntar:
¿qué ocurriría con aquellas poco atractivas y diminutas escalas de compromiso cívico? No nos
preocupó mucho. Estas eran atributos del provincialismo, escoltadas calladamente fuera del
escenario sobre el cual debíamos educar a los nuevoshomo globos.
Durante el ciclo en auge de la globalización, era muy fácil de pasar por alto las divisiones. Cuando
las economías se desplomaban, y la fatiga de la globalización se comenzaba a instalar, el velo
transparente se corrió. Ello no hace a la historia global menos urgente. Al contrario. Una de las
ironías es que el movimiento anti-globalista está inmerso en redes transnacionales de adoración
mutua. El día después al plebiscito del Brexit, Trump viajó a Reino Unido para reabrir su club de
golf. Los británicos “habían recobrado su país”, dijo frente a los micrófonos, para luego volver a su
hogar y hacer que América Sea Grande Otra Vez. El entusiasmo de Le Pen por Trump es de sobra
conocido. Fyodor V Biryukov, líder de Rodina, el Partido ruso de la Patria, llamó a la multitud “una
nueva revolución global”. Debemos recordar que fue la crisis financiera global de 2008-2009 lo que
dañó más las esperanzas de quienes soñaban con un mundo unido, proveniente del sector que ha
ido más lejos en la tarea de unir a los de Occidente con los del Resto del Mundo y en crear enormes
divisiones en casa: la banca.
En resumen, necesitamos narrativas de vida global que consideren la desintegración como la
integración, los costos y no solo el botín que trae la interdependencia. Estas podrían no encajar muy
bien en el entusiasta circuito de charlas TED, competir con la fe sin límites de Friedman en una
tecnocracia sin fronteras, o apelar al Hombre de Davos. Pero si vamos a llegar a un acuerdo sobre
las historias profundas de transformaciones globales, necesitamos recordarnos a nosotros mismos
una de las tareas del historiador y escuchar a la otra mitad del globo, los tribalistas de aquí y fuera.

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