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La Política Identitaria no continúa con el trabajo de los Movimientos por los

Derechos Civiles.
por Helen Pluckrose and James A. Lindsay — 25 de Septiembre de 2018

Está prácticamente fuera de discusión que el Movimiento por los Derechos Civiles, el feminismo
de segunda ola y el Orgullo Gay fueron proyectos liberales, tanto en el sentido filosófico amplio
como en el significado más estrecho relativo a la política contemporánea. Sin embargo, es común
para aquellos de nosotros que se consideran a sí mismos como liberales en alguno de estos
sentidos, o en ambos, que se nos diga que debemos desaprobar estas grandes conquistas
liberales. Esto ocurre cuando criticamos la política identitaria.

Esta peculiar objeción se sigue de una insistencia en que los movimientos por los derechos civiles
deben verse como una forma o manifestación de políticas identitarias, porque abogan de manera
muy explícita por un determinado grupo humano en particular. No, no es así. Esto no es a lo que
los críticos liberales de las “políticas de identidad” se refieren con el término. Es completamente
consistente con — y, de hecho, integral a — el liberalismo universal abogar por los derechos,
libertades y oportunidades humanas universales, enfocándose en aquellos grupos que carecen de
ellas. Esta defensa, sin embargo, no es política identitaria.

Esto no es una mera objeción semántica. Es vital distinguir entre el liberalismo universal y las
políticas de identidad, y reconocer que comparten y en que se diferencian. Ambos ven y se
oponen a la desigualdad y buscan remediarla, pero lo hacen con concepciones muy diferentes de
la sociedad y emplean abordajes distintos. Estas diferencias importan. El liberalismo universal se
enfoca en la individualidad y la compartida condición humana, y busca lograr una sociedad en la
cual todo individuo es igualmente capaz de acceder a cada derecho, libertad y oportunidad que la
sociedad común provee. La política identitaria se enfoca explícitamente en los grupos identitarios
y busca el empoderamiento político promoviendo ese grupo como una entidad monolítica y
marginalizada que se distingue de y se polariza contra otro grupo representado como una entidad
monolítica privilegiada.

Liberalismo Universal

Es esencial entender que liberal no indica un lugar en la izquierda del espectro político, como se
usa a menudo en Estados Unidos. Tampoco indica un lugar en la derecha del espectro político,
como a menudo se utiliza en Australia. Más bien, es una posición ética y filosófica con una
larga historiaque hace hincapié en la individualidad, la libertad, y la igualdad de oportunidades.
De hecho, se puede encontrar en posiciones sin duda de izquierda, de derecha, libertarias, y a lo
largo del desafiliado pero amplio centrismo. Por lo tanto, el liberalismo universal es un principio
ampliamente sostenido, y es uno que se originó en el pensamiento Iluminista y la fundación de
las democracias liberales seculares. Como tal, dio a luz a los movimientos por los derechos civiles.

El Movimiento por los Derechos Civiles, el feminismo de segunda ola y el Orgullo Gay
funcionaron explícitamente sobre la base de estos valores de derechos humanos universales y lo
hicieron para poner al frente el valor del individuo independientemente de su raza, género, sexo,
sexualidad, u otros marcadores de identidad. Procedieron apelando directamente a
la universalidad de los derechos humanos universales. Demandaron que las personas de color,
las mujeres, y las minorías sexuales dejen de ser discriminadas y tratadas como ciudadanos de
segunda clase. Insistieron que dentro de una sociedad liberal que hace honor a sus promesas a los
ciudadanos, a todos debería garantizárseles la gama completa de derechos, libertades y
oportunidades.

Martin Luther King Jr. articuló este ethos de individualidad y compartida humanidad de manera
explícita cuando dijo: “Tengo el sueño de que mis cuatro hijos algún día vivirán en una nación en
la que no serán juzgados por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter”. Las
feministas liberales también lo hicieron cuando buscaron tener acceso a las mismas carreras que
los hombres, a la misma paga por el mismo trabajo, el mismo derecho a obtener hipotecas, giros
y préstamos bancarios a nombre propio, y la misma libertad de ser responsables de sus propias
deudas tal y como los hombres adultos. El Orgullo Gay demandó que los homosexuales tengan el
mismo derecho a una vida sexual consensual que tenían los heterosexuales y argumentaron que
sus relaciones, tanto como las de lesbianas y bisexuales, deberían ser reconocidas como
igualmente válidas e importantes que las de las parejas heterosexuales. Como lo indica el
nombre, el Orgullo Gay fue y es no solo acerca de la igualdad legal sino también sobre reconocer
las minorías sexuales como seres humanos que no son enfermos o depravados sino seres
humanos perfectamente normales, sanos, y morales de igual valía que merecen la misma
dignidad de cualquier ser humano — aquella que viene determinada por su carácter. Este
elemento social de los movimientos por los derechos civiles es consistente con activistas
antirracistas y activistas por los derechos de las mujeres demandando ser reconocidos como seres
humanos completos e individuos con tanto para ofrecer a la sociedad como los hombres blancos.

Estos movimientos tuvieron éxito, pero no gracias a una pequeña minoría de activistas, incluso
aquellos tan inspiradores como Martin Luther King. Tuvieron éxito porque apelaron al espíritu
del liberalismo universal a través del cual las democracias liberales orgullosamente se definían,
pero que no se había extendido a todos sus ciudadanos. El movimiento por los derechos civiles
llamó a las naciones (y sus instituciones) a que se atengan precisamente a la promesa de este
ethos; un ethos que ha estado creciendo sostenidamente (a pesar de los reveses) desde el
humanismo renacentista, fue desarrollado por el Iluminismo, encontró voz explicita en filósofos
desde Mary Wollstonecraft a John Stuart Mill, fue puesto al frente y al centro de la constitución
estadounidense, y se preparó para dar un gran salto adelante tras el final de las guerras
mundiales, el colapso del Imperio, y el fin de la era Jim Crow. Esto no es políticas de identidad.

Políticas de identidad

La política identitaria es un enfoque diferente al del liberalismo universal y, en su aspecto de


Justicia Social, surge de un giro intelectual en la izquierda académica. Desde finales de los años
’60 y a través de mediados de los ochenta, un número de intelectuales de izquierda de varias
disciplinas quedaron decepcionados con el marxismo y teorizaron una forma radicalmente
diferente de ver la sociedad. Esta fue una época durante la cual las sociedades occidentales
estaban dando grandes saltos adelante a la hora de acabar con desigualdades legales,
descriminalizando la homosexualidad masculina y haciendo ilegal discriminar en razón de la raza
o el sexo, ya sea en el acceso a los trabajos o la paga de los mismos. Fue también una época en la
que se hicieron grandes avances científicos, incluyendo aquellos que dieron a las mujeres control
sobre la reproducción. Irónicamente, en esta misma época, este grupo de intelectuales de
izquierda desilusionados decidieron que era hora de renunciar al mito del progreso y de la validez
de la ciencia. Esto sería el postmodernismo, y tomaría el buen nombre de los movimientos por los
derechos civiles para impulsar su propio enfoque de tirar abajo las fuerzas hegemónicas de la
sociedad y de este modo acabar con los problemas que éstas causan. (Si no sabes de qué manera
esto es relevante aquí, sería útil para ti leer esto y esto antes de continuar).

Esta nueva forma de pensar echó raíces en el constructivismo social, la idea de que el
conocimiento no consiste en hallazgos, sino que es construido por los humanos en forma
de discurso — formas de hablar de las cosas. El conocimiento es construido, según la teoría, al
servicio del poder y por lo tanto perpetúa la desigualdad. Bajo este enfoque, todas
las metanarrativasdominantes — las grandes y más predominantes explicaciones sobre cómo
debemos entender el mundo — deben ser desmanteladas, incluyendo la ciencia y la razón. Así, el
concepto de conocimiento objetivo, el cual es accesible a todos, es negado porque es imposible
separarlo de la subjetividad y de la perspectiva personal. Consecuentemente, el conocimiento que
la sociedad acumulaba hasta el momento se consideró como aquel propio de los hombres blancos
heterosexuales y uno que excluía el conocimiento que podía ser obtenido por aquellos que no lo
eran.

Mientras que los postmodernistas originales, podría decirse, carecían de dirección, y sus ideas no
eran muy amigables con el usuario, a finales de los ’80 y ’90 una segunda ola de “teóricos”
adaptaron significativamente estas ideas postmodernistas e hicieron de ellas algo políticamente
implementable — y para este fin siguieron haciendo uso del buen nombre de los movimientos por
los derechos civiles. Teóricos del postcolonialismo, del feminismo interseccional, de teoría crítica
de la raza (critical race theory) y teóricos queer adoptaron en gran medida el concepto del
constructivismo social, pero rechazaron su antirealismo radical. Argumentaron que nada podía
ser abordado a menos que se aceptase que los grupos identitarios existían, construidos tal y como
se presentaban, y que el poder se concentraba en unos pocos de ellos mientras que se les negaba a
los otros. Esto significa, para estos postulados postmodernistas, que la objetividad podía
permanecer imposible, pero las identidades y la idea de opresión basada en ellas son
objetivamente reales.

Ellos identificaron que estas dinámicas de poder surgieron en gran parte al nivel del discurso.
Consecuentemente, para que la verdadera igualdad exista, el conocimiento de las mujeres y las
minorías raciales, que se entienden como diferentes y como productos de la experiencia vivida,
deberían ponerse en primer plano. Así nacieron las políticas de identidad, y clamaron ser las
verdaderas herederas del proyecto de derechos civiles liberal incluso cuando abandonaban tanto
la epistemología como la ética que definía al liberalismo tanto en la teoría como en la práctica.

Para tomar un ejemplo muy explícito de este giro conceptual consideren el ensayo fundacional
del interseccionalismo, “Un concepto provisional vinculando la política contemporánea con la
teoría postmodernista”, escrito por Kimberlé Crenshaw, quien fue también importante para la
teoría racial crítica. En “mapeando los márgenes: Interseccionalidad, Políticas de Identidad, y
Violencia contra las Mujeres de Color”, Crenshaw problematiza el abordaje de lo que ella llamaría
“liberalismo mainstream” (lo que nosotros venimos llamando “liberalismo universal”), el cual
atenta a remover el significado social de las categorías de identidad para superar las barreras que
previenen a las mujeres y las personas de color y a las minorías sexuales acceder a todo lo que la
sociedad tiene para ofrecer. [Podemos entender “remover el significado social de…” en un sentido
social como la posición de que no debería haber expectativas o limitaciones sobre alguien en base
a su identidad. Apunta a superar expectativas como “Mi doctor será un hombre y mi enfermera
una mujer. Mi abogado será blanco, y mi jardinero mexicano”. Esto no apunta a remover la
identidad, sino las expectativas asociadas a ella (incluso cuando las personas continúen haciendo
diferentes elecciones producto de diferencias de intereses entre los sexos o factores culturales que
no son impuestos por expectativas blancas/patriarcales tales como el hecho de que en occidente
las personas originarias de la India estén sobrerrepresentadas en campos como la medicina)].
Crenshaw describió correctamente el liberalismo mainstream como intentando continuar con la
ruptura de barreras que refuerzan presupuestos sobre el rol de las personas en torno su raza y su
género. Ella también observó que esto era antitético con las políticas de identidad, a las que ella
favorecía:
[Para] los afroamericanos, otras personas de color, y los homosexuales y lesbianas, entre
otros … las políticas basadas en la identidad han sido una fuente de desarrollo y fortalecimiento
comunitario e intelectual. El abrazo de políticas de identidad, sin embargo, ha estado en tensión
con concepciones dominantes de la justicia social. La raza, el género, y otras categorías de
identidad son a menudo tratadas en el discurso del liberalismo mainstream como vestigios de
sesgos o de dominación — esto es, como marcos de trabajo intrínsecamente negativos en los
cuales el poder social funciona excluyendo o marginalizando a aquellos que son diferentes. De
acuerdo a este enfoque, nuestro objetivo liberador debería ser el vaciar esas categorías de
cualquier significancia social. Sin embargo, implícito en ciertas ramas de los movimientos
feministas y de liberación racial, por ejemplo, existe la visión de que el poder social para
delinear diferencias no necesariamente tiene que ser un poder de dominación; puede en su
lugar ser una fuente de empoderamiento y reconstrucción social.

Crenshaw rechazó explícitamente la universalidad, al menos en el contexto político en el que ella


escribió, y los feministas interseccionalistas y teóricos críticos de la raza continúan haciéndolo.
Ella escribió:
Todos podemos reconocer la distinción entre decir “Yo soy Negro” y decir “Yo soy una persona
que resulta ser negra”. “Yo soy Negro” toma la identidad impuesta socialmente y la empodera
transformándola en un pilar de subjetividad. “Yo soy Negro” se convierte no solo en una
declaración de resistencia sino también en un discurso positivo de auto-identificación,
íntimamente vinculado a discursos celebratorios tales como el “Negro es hermoso” del
nacionalismo negro. “Soy una persona que resulta ser negra”, por otro lado, concreta la auto-
identificación forzando cierta universalidad (en efecto, “primero soy una persona”) y una
simultánea desestimación de la categoría impuesta (“Negro”) como contingente, circunstancial,
no-determinante.

Bajo este encuadre, lejos de convertirse en socialmente irrelevantes, el género y la raza se vuelven
lugares de activismo político.

El problema con la Política Identitaria


Los problemas con el abordaje de la política identitaria son:

· Epistemológicos: Se asienta en un constructivismo social altamente dudoso, y


consecuentemente produce lecturas muy sesgadas de las situaciones.

· Psicológicos: Su enfoque exclusivo en la identidad es divisivo, reduce la empatía entre los


grupos, y va en contra de intuiciones morales fundamentales como la justicia y la reciprocidad.

· Social: Al fallar en sostener principios de no-discriminación consistentemente, amenaza con


dañar o incluso deshacer tabúes sociales que previenen juzgar a las personas en razón de su raza,
género o sexualidad.

Al basarse drásticamente en percepciones constructivistas de la sociedad — que la describen en


términos de jerarquías de poder perpetuadas en el discurso y la experiencia vivida — como una
forma autoritativa de conocimiento basado en la identidad del que nadie fuera del grupo puede
disentir, la política identitaria se alimenta, legitima y construye sobre sí misma. Al partir del
supuesto de que las desigualdades de poder caracterizan cualquier interacción con la gente, vista
como personas con identidades privilegiadas y personas con identidades marginalizadas, y
asumir que esto puede demostrarse interpretando el lenguaje del privilegiado a través de estos
lentes y considerando la percepción del marginalizado como autoritativa, es propenso a un alto
sesgo de confirmación ideológicamente motivado.

Estas lecturas sesgadas de las interacciones sociales, hechas por personas que ven la sociedad de
esta forma, usualmente se lucen por su clara falta de caridad. Si un hombre explica cualquier cosa
a una mujer u ofrece información fáctica, puede ser acusado de “mansplaining”, que es cuando se
asume que un hombre lo ha hecho porque considera que las mujeres son ignorantes. Sin
embargo, hay mucha evidencia de que los hombres hablan intercambiando información mucho
más frecuentemente que las mujeres (y que lo hacen con ambos sexos), y la acusación se hace
frecuentemente cuando es bastante razonable para él haber provisto de información de la que
disponía. Similarmente, alguien elogiando a una disertante negra por su elocuencia puede
ser acusada de estar sorprendida de que una persona negra pueda ser elocuente, incluso cuando
el sentido de su comentario haya sido de clara admiración e incluso envidia. Esto es porque para
la política identitaria la intención no importa prácticamente nada comparado con el impacto, y la
experiencia de la persona marginalizada es considerada como autoritativa. Por supuesto, la
mayoría de las mujeres no le objetan a los hombres ser informativos, y la mayoría de la gente
negra recibe de buena manera los cumplidos de la gente blanca. Aun así, esta es una actitud
generalizada en la política identitaria y tiene una considerable influencia.

El reverso de esto es el argumento escuchado a menudo de que “el sexismo o el racismo a la


inversa no existe”, que significa que las personas de color no pueden ser racistas con los blancos o
las mujeres sexistas con los hombres incluso cuando son explícitamente derogatorios sobre su
raza o sexo. Dentro de la lógica cultural de la política identitaria esto es válido porque el racismo
y el sexismo solo corren hacia abajo a lo largo gradientes de poder sistémico. Para que una
persona de color sea racista con un blanco o una mujer con un hombre sería necesario que haya
un balance de poder que favorece a las personas de color o a las mujeres. Los problemas con este
tipo de razonamiento no son solo que pone a diferentes grupos identitarios en oposición entre sí,
hace la comunicación difícil, y crea una economía moral que deposita el poder social (inmunidad
de acusaciones legítimas de intolerancia) en percepciones de victimismo u opresión. También
reduce la habilidad de ser capaz de empatizar genuinamente a lo largo de las identidades si
damos por sentado que tienen experiencias, conocimientos y reglas completamente diferentes.

Es en general una idea terrible tener diferentes reglas de comportamiento dependiendo de la


identidad, ya que va en contra del sentido más común de justicia y reciprocidad que tenemos y
para el cual parecemos estar fuertemente cableados. Es además antitético al liberalismo universal
y precisamente lo opuesto a aquello por lo que los movimientos por los derechos civiles lucharon
por obtener. Las políticas identitarias que sostienen que el prejuicio hacia la gente blanca y los
hombres es aceptable mientras que el prejuicio hacia la gente de color y las mujeres no aun así
también trabajan sobre un sentido de justicia, igualdad y reciprocidad, pero este es reparativo.
Atenta a restaurar un balance “igualando el tablero” un poco, particularmente pensando
históricamente.

Esto no es verdadera justicia, sin embargo, ya que las personas que son objetivo de estas políticas
no son las mismas personas que históricamente oprimieron a la gente de color o a las mujeres.
Este instinto retributivo es también con poco lugar a dudas algo natural a nosotros, en la medida
en que “el pecado de nuestros padres” tiene una larga historia. Es uno que es mejor dejar atrás, y
que decididamente no tiene lugar en una democracia liberal. Si la mayoría de la gente se maneja
ahora con una noción de justicia, igualdad y reciprocidad individuales, esta mentalidad puede ser
incomprensible y alienante.

Es de esta forma que la política identitaria es de lo más contraproductiva e incluso peligrosa.


Nosotros los seres humanos somos criaturas tribales y territoriales, y la política identitaria se nos
hace mucho más natural que la universalidad y la individualidad. Nuestra historia carga con la
evidencia de humanos habiendo favorecido sin remordimientos a su propia tribu, su propio
pueblo, su propia religión, su propia nación y su propia raza por sobre la de otros y creando
narrativas con el impulso de intentar justificarlo todo.

Los principios y derechos humanos universales de no juzgar a la gente por su raza, género o
sexualidad — que se han desarrollado en el período moderno y resultaron en los movimientos por
los derechos civiles, la igualdad legal, y mucho del progreso social — son mucho más ajenos a
nosotros y deben ser reforzados y mantenidos consistentemente. Si dejamos a la Política
Identitaria en su forma de Justicia Social socavar esta frágil y precaria distensión, podríamos
deshacer décadas de progreso social y proveer de una racionalidad al resurgimiento del racismo,
el sexismo y la homofobia. Dada la novedad de la sociedad igualitaria, no es para claro que las
mujeres y las minorías raciales y sexuales podrían recuperarse fácilmente de estos retrocesos.

¿Qué deberíamos hacer?

Es necesario por parte de los liberales de todo tipo enfrentarse a la visión de la política identitaria.
Si realmente valoramos los principios de no juzgar a la gente en razón de su raza, género o
sexualidad debemos hacerlo de manera consistente. Si queremos continuar con el trabajo de los
movimientos por los derechos civiles debemos reconocer que las políticas de identidad no están
haciendo eso, no están funcionando, y bien podrían estar socavando los progresos que se
hicieron. Y debemos reconocer que estas se originan y están apoyadas por los académicos de la
Justicia Social, arraigados en el postmodernismo, y diversificados en varias formas de estudios de
agravios(grievance studies).

Necesitamos abogar por un abordaje más riguroso de los problemas de la justicia social. Este
debería ser uno que no dependa de una creencia en una sociedad dominada por sistemas de
poder y privilegios perpetuados en el discurso, que utiliza como técnica interpretativa sesgos de
confirmación altamente motivados ideológicamente, o que considere la interpretación en estos
términos de la experiencia vivida como autoritativa.
Aquellos de nosotros que pensamos que es claro que la sociedad funciona mejor cuando
reconocemos la compartida condición humana y la individualidad de las personas de todas las
identidades y buscamos asegurar que ninguna identidad le impide a nadie acceder a cada
derecho, libertad y oportunidad — esto es, liberales — debería ponerse de pie por estos valores y
reconocer que estos, y no la política identitaria, son los que continúan con el buen trabajo de los
movimientos por los derechos civiles.

La sociedad simplemente funciona mucho mejor cuando diferentes segmentos de la misma son
capaces de empatizar entre sí, reconocer cuanto tienen en común, y formar sus relaciones
personales e intelectuales con otros basándose en sus características e intereses individuales y en
sus metas compartidas. Hay pocas razones para asumir que las personas con las que mejor te
entenderás y con las que más compartirás intereses y metas tendrán tu mismo color de piel, tus
mismos genitales o identidad de género, o tu misma sexualidad. Gente de todas las razas, géneros
y sexualidades son intelectualmente e ideológicamente diversas. Aquellos que hablan
autoritativamente de las “experiencias de las mujeres” o piden a cualquiera que “escuchen a las
personas trans o de color” intentan reducir a los individuos de esos grupos a una ideología y una
concepción de la sociedad específicas. Esto no es aceptable, y definitivamente no es liberal.

El Universalismo no requiere asumir que el racismo, el sexismo o la homofobia no existen.


Tampoco asume que no queda trabajo por hacer para oponerse a estos problemas y defender
minorías raciales y religiosas vulnerables, proteger la libertad reproductiva de las mujeres, y
aferrarse a los derechos de los LGBT. Cuando la necesidad de hacer todas estas cosas es
presentada en términos de justicia y derechos humanos universales, encontrará mucho más
apoyo que cuando es presentada en los términos de una teoría incompresible, irracionalismo,
interpretaciones sesgadas de las interacciones, cruel ironía, demandas de justicia reparativa, y el
abandono del principio de no discriminación de las personas en base a sus marcadores identidad.

Así fue como el Movimiento por los Derechos Civiles, el feminismo de segunda ola y el Orgullo
Gay trabajaron e inspiraron sociedades que valoraron los derechos humanos universales y la
igualdad de oportunidades para apoyar el rápido avance del progreso social. Estas no fueron una
forma de política identitaria, y las políticas de identidad no continúan con su trabajo. No te dejes
convencer que si lo hacen.

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Traducción: Marcos Cueva.

Artículo Original: Identity Politics Does Not Continue the Work of the Civil Rights
Movements.

Sobre los autores:


Helen Pluckrose es una es una exiliada de las humanidades con intereses de investigación en
el campo de la escritura por y sobre mujeres de la época medieval y pre-moderna. Actualmente
está escribiendo un libro sobre el postmodernismo y la teoría crítica y su impacto en la
epistemología y la ética en la academia y más ampliamente. Es la Jefa de redacción de Areo.

James A. Lindsay es un pensador, no un filósofo, con un doctorado en matemáticas y


trasfondo en física. Es autor de cuatro libros, más recientemente La vida a la luz de la muerte.
Sus ensayos han aparecido en TIME, Scientific American, y The Philosophers’ Magazine. Cree
que todo el mundo está equivocado sobre Dios.

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