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AUTORES, TEXTOS Y TEMAS

CIENCIAS SOCIALES
Colección dirigida por Josetxo Beriain

82

grupo editorial
siglo veintiuno
siglo xxi editores, s. a. de c. v. siglo xxi editores, s. a.
CERRO DEL AGUA, 248, ROMERO DE TERREROS, GUATEMALA, 4824,
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Ignacio Sánchez de la Yncera,
Marta Rodríguez Fouz (Eds.)
Jeffrey C. Alexander, José V. Casanova, Hans Joas

DIALÉCTICAS
DE LA POSTSECULARIDAD
Pluralismo y corrientes
de secularización

Eliana Alemán Salcedo Rubén Lasheras Ruiz


Josetxo Beriain José M.ª Pérez-Agote
Jesús Casquete Marta Rodríguez Fouz
Carmen Innerarity Celso Sánchez Capdequí
Jósean Larrión Cartujo Ignacio Sánchez de la Yncera

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DIALÉCTICAS de la postsecularidad : Pluralismo y corrientes de secularización /
edición de Ignacio Sánchez de la Yncera y Marta Rodríguez Fouz. —
Barcelona : Anthropos Editorial ; México (México) : Universidad Nacional
Autónoma de México. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, 2012
446 p. ; 21 cm. (Autores, Textos y Temas. Ciencias Sociales ; 82)

Bibliografías
ISBN 978-84-15260-31-8

1. Religión y sociología 2. Irreligiosidad - Aspectos sociales I. Sánchez de la


Yncera, Ignacio, ed. II. Rodríguez Fouz, Marta, ed. III. Facultad de Ciencias Políticas
y Sociales. UNAM (México) IV. Colección

Primera edición: 2012

© Ignacio Sánchez de la Yncera et alii, 2012


© Anthropos Editorial. Nariño, S.L., 2012
Edita: Anthropos Editorial. Barcelona
www.anthropos-editorial.com
En coedición con la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
de la Universidad Nacional Autónoma de México, México
ISBN: 978-84-15260-31-8
Depósito legal: B. 12.407-2012
Diseño de cubierta: Javier Delgado Serrano
Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial
(Nariño, S.L.), Barcelona. Tel.: 93 697 22 96 / Fax: 93 587 26 61
Impresión: Top Printer Plus, S.L.L., Madrid

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quier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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PRÓLOGO
LAS EXIGENCIAS DEL PLURALISMO.
LA COMUNICACIÓN DE
UN MUNDO POSTSECULAR

Ignacio Sánchez de la Yncera


Marta Rodríguez Fouz
Universidad Pública de Navarra

La mirada sociológica exige una atención serena y algún dis-


tanciamiento, pero tiene que estar también resueltamente impli-
cada en los fenómenos convivenciales que trata de desentrañar.
El análisis de la realidad social, con su imprescindible ejercicio de
conceptualización que permita una mejor comprensión de nues-
tro mundo y de la articulación de la convivencia, parece enlazar
con el imperativo característico de la ciencia. Aquel que se expre-
sa como objetividad y que solicita contener las pasiones humanas
si se quiere avanzar en el camino del conocimiento. Las emocio-
nes, la subjetividad, el fervor, los prejuicios serían malos compa-
ñeros de viaje para el científico, si no en su vida cotidiana, sí en el
ejercicio de sus actividades profesionales. Parece ésa una lección
inequívoca extraída de la experiencia práctica de los inauditos
avances tecnológicos propiciados por la racionalidad moderna.
Sin embargo, no es ninguna novedad apuntar que el recorrido de
las ciencias sociales, y en particular de la sociología, desemboca
en otros mares en principio más bravíos y difíciles de navegar. Y
ahí, las virtudes de la inteligencia racional requieren el comple-
mento de una pasión que nos permita sumergirnos, bucear, bra-
cear a favor de las corrientes o pelearnos con ellas para salir mo-
mentáneamente a la superficie sabiendo que el mar es indomeña-
ble, pero que podemos recorrer parte de sus dominios siempre y
cuando no nos asuste zambullirnos en sus aguas.
La imagen que proponemos en este inicio que quiere hacer
las veces de prólogo trata de reclamar la atención sobre la singu-
laridad de la mirada analítica que busca ajustar las explicacio-
nes acerca de nuestro mundo y enriquecer así la interpretación

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de lo que acontece. Ese mar bravío cuyos movimientos son im-
previsibles nos permite dibujar alegóricamente las condiciones
del medio donde el científico social tiene que desenvolverse.
Obviamente no todo es imprevisible ni está al gobierno de los
vientos, pero la imagen puede permitirnos expresar, por un lado,
la necesidad de arrojarse por la borda (abandonando la seguri-
dad de nuestra embarcación hecha de firmes convicciones) para
conocer el medio desde dentro y, por otro, la de aceptar la enor-
me pequeñez de nuestra perspectiva y de los artefactos que con-
seguimos disponer para «conquistar» esos océanos.
Decidimos hablar de un mundo postsecular. Fijamos la aten-
ción en esa nueva categorización que invita a identificar el mun-
do actual como escenario de una postsecularidad asentada tan-
to en el subrayamiento de los fallos de diagnóstico de la teoría de
la secularización como en la constatación empírica de una in-
usitada presencia de la religión cómplicemente inadvertida. Y lo
hacemos con la convicción de que tampoco esta palabra permi-
te atrapar la complejidad del mundo actual. Un mundo cuyos
retos más urgentes los hemos localizado en la gestión de la plu-
ralidad dentro del espacio público, o dicho más singularmente,
en la articulación en la «conciencia pública» de las dispares vi-
siones acerca del orden social que van compareciendo. Una vez
que la mirada se ha fijado en ese signo de nuestro tiempo, la
oportunidad de identificar un cambio de rumbo, de clausurar
un horizonte, en particular el de la modernidad que confió «emo-
tivamente» en la materialización de un mundo racional libre de
las ligaduras asociadas al mito y a las tradiciones incuestiona-
das, aparece como una tentación difícil de vencer. Así, al final,
emerge la nueva etiqueta, y nos lanzamos al agua pertrechados
con ella, pues parece flotar y permitirnos seguir las mareas que
prometen conducirnos a tierra firme.
En este libro está contenido el resultado más visible de una
primera inmersión ensayada con la ayuda del concepto de post-
secularidad. Ese «equipamiento» nos ha permitido, creemos,
sondear el terreno profundizando más allá de las capas superfi-
ciales que pueden cegarnos con destellos que serían reflejo de
las luces y fuegos de artificio lanzados por nosotros mismos des-
de el puente. La modernidad, y en particular sus supuestos acer-
ca de la progresiva debilidad de la religión para definir los desti-
nos de la humanidad, acerca de su paulatina retirada de la pri-

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mera plana de las vidas de los seres humanos, y acerca de la
necesidad de racionalizar la esfera pública y los ámbitos del po-
der, habrían cegado la mirada sociológica durante décadas pro-
piciando que el espejismo que se celebraba como triunfo de la
autonomía moderna fuese tomado como real. Se dejaba de ver
que bajo esa superficie reflectante fluctuaba una realidad me-
nos susceptible de dominio que lo que llegó a pensarse. La com-
plejidad de la vida en común y de los resortes que se activan
continuamente en la articulación de las diferencias acaba emer-
giendo, evidenciando los límites de una mirada demasiado pres-
criptiva e incidiendo en la necesidad de agudizar nuestros senti-
dos para reconocer las expresiones más auténticas de aquello
que alcanzamos a advertir. Si vamos buscando determinada
melodía correremos el riesgo de no oír muchos sonidos.
Con esa advertencia, agarramos cautelosamente la idea de
postsecularidad y nos dispusimos a empaparnos. Lo que hemos
visto cada uno de nosotros desde nuestras particulares perspec-
tivas en esa tentativa de convertir la idea de un horizonte post-
secular en definitoria de los nuevos tiempos aparece recogido en
tres grandes apartados.
El primero, «La presencia de la religión y sus desafíos para
la conciencia pública», contiene los trabajos cuya atención prio-
ritaria ha sido la religión como foco de sentido convivencial y
como elemento que interpela a la teoría incapaz de incorporar
las disonancias con su discurso secularista. Los desafíos que
supone la presencia de lo religioso en un mundo que quiso vincu-
lar modernidad y racionalidad con la desaparición de la reli-
gión, o cuando menos, con su reclusión a la esfera íntima, no
afectan exclusivamente a la gestión de la vida pública. También
cuestionan los presupuestos de la teoría, acomodada en una vi-
sión del mundo que habría cometido el error analítico de definir
como atávicos determinados rasgos del presente. No en vano,
esa categorización sólo cabe cuando los teóricos se arrogan la
decisión de seleccionar qué merece o no ser considerado digno
para definir el presente. Desde ahí es desde donde los trabajos
agrupados en este primer bloque pueden considerarse como
desafíos que se centran en la penetración de la religión en la
conciencia colectiva pero que igualmente extraen conclusiones
sobre el buen hacer del sociólogo que busque comprender nues-
tro presente.

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El apartado se abre con el trabajo de Josetxo Beriain e Igna-
cio Sánchez de la Yncera «Tiempos de postsecularidad: desafíos
de pluralismo para la teoría». En él, la caracterización del mun-
do actual en términos de postsecularidad se explicita prioritaria-
mente en el marco de la reflexión teórica sin ignorar la dimen-
sión normativa del enfoque que, no en vano, apunta las claves
para resolver los conflictos del pluralismo mediante la acepta-
ción de una diversidad que no puede ser relegada por ninguna
forma categórica de definición del presente o del futuro. Se ana-
lizan críticamente los presupuestos de una teoría de la seculari-
zación que habría proyectado sobre las sociedades la fórmula de
una liberación progresiva definida como eliminación paulatina
de lo sagrado; que habría creído en la universalidad de ese pro-
ceso; y, por último, que habría simplificado el mundo analizán-
dolo desde la dualidad trascendencia/inmanencia, olvidando su
mejor versión, esto es, su estricta consideración como tipifica-
ción analítica para escudriñar lo abarcante de los ámbitos y los
aconteceres ampliativos que les afectan. El recorrido genealógi-
co, llevado a cabo, como señalan los propios autores, mediante
una reconstrucción interpretativa, tampoco esconde su apuesta
por la incorporación a los debates de la esfera pública de com-
promisos y posicionamientos que enlazan directamente con un
sentido de la trascendencia incómodo para las versiones más
secularistas de organización de la convivencia.
La pluralidad del «hecho religioso» constatada en ese pri-
mer texto enlaza directamente con el trabajo de José Casanova,
«Lo secular, las secularizaciones y los secularismos». Aquí, Ca-
sanova propone un recorrido por la especificidad de cada uno
de esos términos, incidiendo en la necesidad de una precisión
terminológica y conceptual que permita distinguir diferentes
dimensiones en ese mismo campo semántico. Lo secular, frente
a lo religioso, se expresaría como una categoría central de la
epistemología moderna, cuyo viejo significado medieval, cuan-
do se llamaba, sin más, siglo al mundo, no debe perderse de
vista; las secularizaciones aparecerían como expresión de proce-
sos históricos que prestan determinados patrones para recono-
cer los cambios en las sociedades contemporáneas; y los secula-
rismos se corresponderían con visiones del mundo ideológicas
que abrazan el proyecto moderno en una clave normativa e in-
terventora. Cada uno de esos términos aparece contrastado con

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la susodicha presencia de múltiples y numerosas fórmulas de
religiosidad que se conjugan desde un sentido específico de tras-
cendencia que discute el diagnóstico de una «inmanencia fini-
ta» planteado por la modernidad menos avisada de la compleji-
dad de los movimientos y corrientes de la historia.
Tras esas dos primeras aportaciones donde la precisión con-
ceptual y la atención reflexiva y analítica a conceptos decisivos
para el diagnóstico del mundo actual son centrales, el siguiente
trabajo se plantea como un reto la constatación empírica de las
tesis planteadas al hablar de «tiempos de postsecularidad». El
artículo de José M.ª Pérez-Agote, «Las creencias religiosas en la
era postsecular: una prospección empírica», indaga principal-
mente en los trabajos de Ronald Inglehart y en las encuestas
internacionales de valores que éste viene promoviendo, enfocan-
do sus resultados desde el flanco específico de la medición de
prácticas y creencias religiosas. Se trata de cargar de referencias
empíricas contrastadas la tesis de la expansión global de la reli-
gión, discutiendo el diagnóstico establecido desde los presupues-
tos de la secularización como un proceso imparable y universal.
En esa tarea de prospección, que no cuestiona la oportunidad de
las precisiones conceptuales de los primeros capítulos, sino que
se alimenta de ellas, Pérez-Agote localiza, no obstante, serias
dudas sobre la capacidad de las encuestas de valores y, en par-
ticular, de los sondeos de Inglehart a la hora de establecer un
diagnóstico ajustado sobre nuestra «era postsecular». Queda
abierto el interrogante sobre si finalmente la confianza en el ri-
gor científico de esos análisis no será un paradójico ejercicio de
fe y, a la vez, la sugerencia tácita pudiera ser la de si en realidad
cabe hablar de investigación sin un depurado ejercicio de preci-
sión conceptual que atraviese siempre toda la tensión dialéctica
del método.
El último trabajo de este primer bloque, «La experiencia de
los valores y el hecho religioso. Elementos de la teoría del surgi-
miento de los valores de Hans Joas», propone un acercamiento
a los estrechos vínculos entre valores y religión prestando una
atención específica a la teoría de Joas sobre la creatividad de la
acción. Celso Sánchez Capdequí reflexiona sobre la contingen-
cia en la configuración de los sistemas de valores, que se asien-
tan como referentes fundamentales para la cohesión social (en
la línea de Durkheim) y que, a la vez, requieren de una reafirma-

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ción basada en la experiencia que los convierte en un campo de
discusión susceptible de sufrir cambios radicales. Con todo, el
enfoque de Capdequí subraya la presencia de constantes antro-
pológicas que apuntan en la dirección de un sentido compartido
de trascendencia que dibuja un horizonte donde no cabe imagi-
nar procesos de afirmación de la inmanencia, pues la propia
gestación e institucionalización de los valores se expresa como
efecto del sentido de trascendencia compartido, aunque ésta esté
destinada a ser transitoria en sus secuencias. La idea de habitar
un mundo postsecular se yergue, por lo demás, como un desafío
que, bien resuelto, permitiría a los hombres resolver sus conflic-
tos o tratar civilizadamente con ellos atendiendo al supuesto de
que se comparte, en lo humano básico, una idéntica experiencia
de la contingencia.
El segundo apartado, «Los valores cruciales de la moderni-
dad y su revisión en el horizonte postsecular», agrupa los traba-
jos cuyo centro de atención ha sido el proyecto moderno. En
particular, el proyecto moderno expresado como propósito secu-
larizador. Se reflexiona, desde distintos frentes, sobre cómo esa
apuesta combativa con el poder definitorio de la religión se tra-
duce en determinada concepción de la historia, del progreso, de
los ritmos, de las dinámicas sociales... También en cómo afecta
a los presupuestos sobre la «verdad» y el conocimiento y a las
expresiones normativas asentadas sobre principios morales; esto
es, en cómo inciden en la revisión de la ambición cognoscitiva
de la fe y de las creencias religiosas y en las discusiones públicas
sobre la articulación del derecho y los valores. Y, en todos ellos,
se presta igualmente atención a cómo queda interpelada la mi-
rada sociológica.
Este apartado se inicia con el texto de Hans Joas «Oleadas
de secularización». Joas plantea una revisión de la concepción
de la modernidad como proyecto unívoco manejada hasta hace
bien poco por la teoría sociológica. Se trata de reescribir la idea
de modernización progresiva, y en particular, la que enlaza con
la secularización, desde una mayor atención a los aconteceres
peculiares, caprichosos y contingentes de la historia. La imagen
de un mundo cuyo horizonte se perfila rígidamente (en este caso,
como horizonte de «desencantamiento» y de eliminación del
referente religioso en la vida colectiva) no casa con la constata-
ción de la secularización como un proceso dinámico del que ya

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no cabe desentenderse pero que se materializa en «oleadas» y
que descubrimos profundamente marcado por los desarrollos
científicos, culturales, económicos, políticos... que intervienen
siempre en las fuerzas secularizadoras o desecularizadoras. Joas
advierte contra los riesgos de localizar un modelo de interpreta-
ción de los procesos históricos, en particular, la secularización,
sin atender a la riqueza y a las múltiples tensiones de los espa-
cios donde los mismos se desatan. El apunte de la necesidad de
prestar atención a nuestros esquemas de análisis y a nuestros
cuadros categoriales vuelve a comparecer aquí. Y no para poner
en duda la relevancia de las generalizaciones con las que abor-
damos la complejidad, sino para reforzar la atención sobre nues-
tros conceptos, porque, si son básicos, esencial es entonces so-
meterlos a un escrutinio intenso, incluso durante el propio curso
del análisis de los procesos estudiados, para que su papel capital
como foco iluminador no nos ciegue, sino que nos permita vi-
sualizar, aunque tenga que ser con severos ajustes de redefini-
ción, el sentido preciso, íntegro, que reclaman las realidades
atendidas, que para nosotros siempre andarán, al prestarles aten-
ción en nuevos recodos, pendientes de la denominación ajusta-
da, de una esclarecedora verbalización. En este caso, Joas ilus-
tra con ejemplos históricos tres oleadas de secularización, que
podrían ser más, que permiten atisbar la dificultad del reto teó-
rico que se propone y que no es otro que desestimar la noción
fetichista de «modernidad» apuntando la exigencia de una ma-
yor atención a la complejidad de los cambios sociales y a la cen-
tralidad azarosa de fenómenos que tienden a considerarse anec-
dóticos, superficiales o ajenos a la dimensión que se pretende
analizar. Con ese trabajo, inadvertidamente Joas apunta uno de
los rasgos decisivos de nuestra propuesta teórica de la postsecu-
laridad, pues permite argumentar contra los usos ideológicos y
combativos de la tesis del declive de las religiones, pero también
contra la tentación de afirmar una definición de la religión que
excluya conceptualmente la secularización como si la misma no
hubiera tenido lugar o se hubiese constatado su definitivo fraca-
so. La clave para esa interpretación que mira hacia ambos fren-
tes simultáneamente podría estar en tener muy presente que la
sociología no trata de religiones e irreligiosidades en clave reli-
giosa o antirreligiosa, sino de los colectivos humanos y de sus
miembros operando con motivos que aparecen nutridos (o no)

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de sensaciones o creencias con pretendida fundamentación tras-
cendente, determinista, etc.
En cierto sentido el texto que le sigue podría aparecer como
plasmación empírica, aunque no sea ése ni mucho menos su
propósito, de la tesis sobre las oleadas de secularización y sobre
la necesidad de sustituir la idea de una modernidad por la de
«modernidades múltiples». En «Modernidades latinoamerica-
nas», Eliana Alemán analiza los discursos que tratan de explicar
la singularidad de América Latina en la asunción como proyecto
propio de la llamada modernidad europea. Desde un punto de
vista que advierte los riesgos de convertir en objeto de análisis
un espacio geográfico tan complejo y diverso como el continen-
te sudamericano, la autora recoge numerosas interpretaciones
sobre el significado de la modernidad y sobre las frustraciones y
las revisiones autóctonas de un proyecto que se identifica positi-
vamente como progreso y como superación del proverbial atra-
so de las colonias y de los Estados que surgieron durante la
descolonización. Y es que cuando algo tan grande e inmensa-
mente diverso se toma como un conjunto enterizo, tiene que
surgir de inmediato la idea del atrevimiento grosero con lo otro
ignorado como aviso contra la ignorancia petulante y la consi-
guiente osadía de los planes de futuro que se pueden proyectar
desde ella. Desde esa perspectiva se incide en aquellos episodios
de la historia latinoamericana que se revelan como muestras de
rupturas y singularidad que avisan de lo necesario que es evitar
la identificación de una modernidad única y de carácter univer-
sal. Esa historia es recogida, contra el uso habitual a la hora de
identificar las coordenadas temporales del primer impulso mo-
derno, desde el mismo descubrimiento de América, poniendo
delante de los ojos la impresión de que el criollo mira hacia ese
episodio de su historia como momento fundador de la frustra-
ción de sus aspiraciones de modernización y progreso.
El siguiente trabajo, «Mito, ciencia y sociedad. El relato mí-
tico y la razón científica como formas de conocimiento» propo-
ne un recorrido por los presupuestos de una razón científica
enfrentada a los mitos y erigida en condición necesaria para el
avance progresivo en el conocimiento del mundo. Jósean La-
rrión plantea una comparación entre dos modelos de acceso al
conocimiento que tienden a interpretarse como opuestos e
inconciliables. El mito como relato explicativo que permite a los

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sujetos ubicarse en un mundo plagado de sentido habría venido
a ser sustituido por la ciencia como expresión más idónea de la
razón. Ahí los procesos de modernización habrían desempeña-
do un papel esencial propiciando la emergencia de modelos de
conocimiento y acceso a la «verdad» incompatibles con aquellos
otros que se afirmaban sobre revelaciones y ejercicios irraciona-
les de fe. Desde ahí, el autor establece una distinción precisa
entre mito y ciencia que, no obstante, acaba reflejando la necesi-
dad de matizar sus rasgos más prominentes. La ciencia correría
el riesgo de transformarse en una actividad irracional e incapaz
de prestar orientación y sentido a unos seres humanos que la
habríamos elevado a los altares convirtiéndola en una diosa a la
que se adora y que define nuestro destino. Por su parte, el mito
reclamaría su dosis de sentido advirtiendo sobre la riqueza ex-
presiva que se deriva de unos relatos y significados profunda-
mente afincados en la propia naturaleza humana y, sobre todo,
nutridos de la propia reflexividad sobre los dilemas y el drama
de la historia de la especie que se ha ido sedimentando en la
fragua de la actividad narrativa, esa meta actividad que deriva
de la propia dimensión significativa y comunicativa de las prác-
ticas vitales, cuya potencia fue convirtiéndose paulatinamente
en un faro de luz sobre los arcanos de la vida y de su más allá. Lo
mismo que ha servido, tantas veces, de impagable respaldo a los
sistemas de opresión. Bien mirado, el mito ocuparía, pues, el
foco central de la gran narrativa de la humanidad, el foco de su
huracán. En lo sublime y en lo perverso. La apertura al espacio
de la imaginación y la relevancia que esa imaginación, cuando
se expresa como trascendencia, tiene a la hora de guiar los pasos
de los sujetos impide considerarla exclusivamente como reduc-
to de una modalidad atávica de acceso al conocimiento veraz
sobre el mundo.
Tras ese análisis de las tensiones ligadas a una concepción
de la modernidad en clave de racionalización progresiva (referi-
da, específicamente al campo del conocimiento), el último tra-
bajo de este segundo bloque atiende las dificultades normativas
derivadas de la pérdida de fundamentos trascendentes para la
justificación de las acciones. El texto de Marta Rodríguez Fouz,
«Los fantasmas de la secularidad. Razón y fe en un mundo reen-
cantado», parte de la suposición del fracaso del sueño moderno
expresado como secularización. Ese fracaso se atiende con es-

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pecial empeño al explicitar las polémicas públicas a la hora de
tomar decisiones de alcance colectivo que afectan a valores. La
habitual vinculación entre valores morales y religión aparece
como piedra de toque de una propuesta que imagina que la dis-
cusión para llegar a acuerdos cuando se trata de valores inconci-
liables asentados en dogmas de fe está condenada de antemano
a generar ganadores y perdedores.
La irrupción en el espacio público, contra las tesis de la secu-
larización, de referentes trascendentes que dibujan el perfil más
desafiante para la gestión de los pluralismos se conjuga como
expresión de una postsecularidad algo sugestionada por la idea
de que esa presencia del sentido religioso permitiría combatir los
excesos de una racionalidad arrogante y arrolladora que no po-
dría, desde sus propios presupuestos, aportar otro fundamento
que la duda perpetua sobre la justicia de sus fines. Ni siquiera la
variante ético-religiosa, que en su día fue una sorprendente invi-
tación a la humildad como postura vital (un alarde insólito de
libertad inventiva, pura poesía), parece haber rendido frutos de
distancia irónica frente a la tentación de desocuparse de vivir
de tanto ir dando lecciones de vida buena. No se trata, pues, de
un descarrilamiento arrogante que, al prendarse del perfume se-
ductor de lo atávico, se atreve a tirarse a nadar hacia el señuelo
idealizado de una vieja barca, de buen remar, y propicia para los
buenos vientos. Tampoco de una nueva forma pirata de capita-
near ciegas verdades con sus peligrosos atajos simplistas que
podrían esquilmar todo lo vivo de la convivencia reduciéndola a
sombras y espectros. Se trata de las múltiples versiones típicas de
la sensibilidad y de la profundidad en busca del sentido en las
encrucijadas de la vida y en el cuestionamiento integral de ésta.
O, al menos, en el retrato aquí ofrecido como resultado de nues-
tra zambullida en la postsecularidad, de las dos versiones polares
de esa multiplicidad que hemos querido que la condensen en su
extremosa tensión, pero íntegramente. Porque esa bipolaridad
de las tensiones múltiples reúne también el reto enterizo de la
puesta en diálogo, de la recíproca interpelación que, en franco
disenso, se dirigen entre sí las formas de indagar en su desespera-
da o en su enardecidamente esperanzada búsqueda de sentido.
Por último, en el tercer apartado, «Relevancias y disputas:
los resortes del dominio público», aparecen los trabajos más ce-
ñidos a situaciones específicas donde vendrían a cobrar sentido

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e incluso a rendir cuentas de su pretensión de validez buena
parte de las revisiones conceptuales recogidas en los bloques
anteriores. En todos ellos el foco está situado sobre un caso con-
creto de la vida pública, extrayendo de él reflexiones que enla-
zan con el núcleo temático del conjunto del libro; aquel que po-
dría expresarse como la gestión del pluralismo en un mundo
que habría desestimado la posibilidad del cumplimiento pleno
de la promesa de un entendimiento puramente racional.
Este bloque se inicia con el texto de Jeffrey Alexander «La
lucha democrática por el poder: la campaña presidencial de 2008
en Estados Unidos». Ahí la atención se fija en desentrañar cómo
se toman las decisiones democráticas, en particular la elección
del presidente de Estados Unidos. Para ello Alexander lleva a
cabo un seguimiento de la campaña de Obama, desde las prima-
rias donde se enfrentó a su rival demócrata Hilary Clinton, hasta
la que le condujo a la Casa Blanca. Toda una liturgia de sacrali-
zación. En ese seguimiento confirma sus tesis sobre la clave para
aglutinar el apoyo de los votantes: se trata de conseguir una es-
cenificación que mitifique (que convierta en héroe) al candida-
to. Los medios de comunicación de masas y, en particular, los
equipos de asesoramiento de imagen irrumpen como elementos
decisivos en una campaña que contribuye al desplazamiento de
la opinión política desde los sagrados foros de la retórica argu-
mentativa, donde se buscaba el convencimiento, hacia la suges-
tión simbólica, que apela básicamente al con-sentimiento. Alexan-
der establece conexiones con formas predemocráticas de acceso
al poder sustentadas también en la capacidad de aglutinar emo-
tivamente la voluntad del pueblo, subrayando cómo se acude a
iconos que sugieren una identificación entre el candidato (en
este caso Obama, pero podría ser cualquiera) y las cualidades
arquetípicas del héroe clásico y del superhéroe moderno. A la
vez, también recoge la fragilidad de esas identificaciones, que
han de reforzarse de continuo mediáticamente y que pueden
volverse en contra a la menor distorsión o disonancia en el men-
saje que pretende emitirse. Quedando desoladamente profana-
das. Su análisis incide directamente, aunque sin hacerlo explíci-
to, en el ámbito donde se dilucidan los problemas más acucian-
tes del mundo postsecular: esto es, en una esfera pública donde
los sujetos participan en calidad de ciudadanos y desde el reco-
nocimiento del respeto a sus convicciones más firmes; en defini-

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tiva, en un espacio ampliado (podríamos decir global) que tiene
que medirse con las tensiones que suscita el pluralismo sin con-
tar ya con las herramientas discriminadoras que pareció legar la
modernidad.
En el siguiente trabajo, «La inclusión del otro en Francia y
Alemania. El debate sobre el velo islámico», Carmen Innerarity
analiza las diferentes respuestas nacionales (alemana y france-
sa) a uno de los dilemas planteados por la inmigración que ma-
yor repercusión han tenido en la opinión pública europea: el uso
del velo. La diferente concepción acerca de cómo ha de integrar-
se el inmigrante en la sociedad que le acoge se desvela como
clave a la hora de dar respuesta a los desafíos planteados por el
multiculturalismo. Los distintos «estilos nacionales» en la ges-
tión de la diferencia cultural marcan el tratamiento legal y nor-
mativo sobre el derecho a usar el velo. Innerarity, a través de ese
ejemplo específico, estudia la apuesta francesa por el asimila-
cionismo como clave de la integración y la fórmula alemana como
pauta de diferenciación entre «nosotros» y los «otros» que siem-
pre serán diferentes. El componente religioso del uso del velo se
revela como decisivo en el tratamiento del debate público que se
plantea y, así, Francia apostará por el laicismo republicano, con-
denando el uso del velo como una intromisión inadmisible de
signos de religiosidad en los espacios públicos (como pudiera
ser la escuela). Mientras, Alemania afrontará el problema como
un desafío a su identidad cultural asentada, contra lo que ocu-
rriría en la República francesa, en un cristianismo que se siente
retado por los signos ostensibles de una religión «extranjera».
Como regla general ambos países habrían optado por la exclu-
sión aunque sus argumentos difieran en la forma y en el fondo.
Tras ese detallado recorrido por las dificultades prácticas de
la inclusión del otro, Jesús Casquete plantea en su trabajo una
mirada singular al simbolismo político y cuasi religioso de los
nombres de pila. En su texto, «La importancia de llamarse Horst.
Modernización, germanidad y nombres de pila en la Alemania
nazi», Casquete se hace eco de un enfoque histórico que trata de
localizar pruebas de apoyo al régimen nazi durante los años del
Tercer Reich más allá de los referentes típicos (que remiten a la
participación activa en la esfera pública y a manifestaciones clá-
sicas de expresión política de apoyo a un régimen). Casquete se
fija en el simbolismo de determinados nombres y en su inciden-

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cia para sugerir la querencia hacia Hitler y el deslizamiento de
las familias medias alemanas desde el sentimiento cristiano y
germánico hasta el orgullo patriótico que toma los nombres para
registrar a sus niños de los nuevos héroes de guerra y los consa-
gra con ellos.
Por último, en el trabajo que cierra el bloque y el libro, Rubén
Lasheras presenta los resultados de un estudio sobre la presencia
de minorías religiosas en Navarra. «Minorías emergentes: Plura-
lismo religioso en Navarra» muestra el mosaico de una diversi-
dad religiosa que confirma el diagnóstico de un pluralismo pre-
sente en las sociedades actuales y que, a la vez, advierte rasgos de
cierta invisibilidad pública. Esas expresiones minoritarias se lo-
calizan como guetos y minorías disgregadas que, en cuanto a la
vivencia de sus creencias religiosas y a su notoriedad pública,
difícilmente pueden confiar en la emergencia de una auténtica
integración. Lasheras incide directamente en los problemas de
identidad y reconocimiento de los sujetos pertenecientes a diver-
sas tradiciones culturales y, en especial, religiosas, que topan con
la indiferencia, la invisibilidad o la sospecha hacia sus rituales y
creencias por parte de la sociedad receptora. A la luz de los datos
arrojados por la investigación, el desafío del pluralismo y de la
diversidad, el reto de su gestión en el espacio público, parece no
afrontarse pues ni siquiera es mínimamente verbalizado. No se
ve, se confina en los márgenes, se silencia, y así, las dificultades
asociadas a la articulación de las diferencias no irrumpen en la
esfera pública, o cuando lo hacen es tímidamente y señalando la
singularidad de ese otro extraño que reza a dioses equivocados y
sigue rituales sospechosos. En un guiño que mira y niega mien-
tras se retira satisfecho a sus complacientes certezas.
En todos esos trabajos aparece la dificultad para gestionar el
pluralismo en un mundo que ya no puede identificar moderni-
zación con racionalización, democratización, pacificación o secu-
larización. El título del libro, Dialécticas de la postsecularidad.
Pluralismo y corrientes de secularización quiere apuntar en esa
misma dirección. Se trata de advertir cómo ese concepto de post-
secularidad, que, como ya hemos dicho, no pretende compartir
la misma ambición designativa de su predecesor pues nace avi-
sado de los riesgos de la categorización omnisciente, nos sitúa
más allá del horizonte de la secularidad moderna y de sus pro-
mesas. Las corrientes de secularización que todavía arrastran

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restos del naufragio hasta las orillas de nuestro mundo dejan la
impresión de una catástrofe cercana que muchos han interpre-
tado como pérdida de la orientación moral (Hiroshima, Nagasa-
ki, el Gulag, el Holocausto, la indiferente e interesada posición
general ante la tragedia africana, esa pústula del gigante moder-
no...) y que se incorpora como aviso para un tiempo que ha sido
inevitablemente transformado por el recuerdo de esos cadáve-
res. Los fantasmas siguen contactando con los vivos para recla-
marles el cumplimiento de anhelos frustrados. Algunas veces se
les oye. Mientras, en ese juego de sombras y susurros, la voz
fantasmal de los vivos-muertos-de-hambre resulta demasiado
inaudible en el ágora pública.
Vista esa estrecha interrelación entre secularidad y post-
secularidad nos parecía oportuno recurrir al término «dialéc-
ticas» para atrapar el sentido que queremos dar al concepto
postsecular. Tanto en su aplicación más dinámica como en su
significado más estático. Es decir, tanto cuando se pretende
caracterizar un movimiento histórico, como cuando se utili-
za para expresar recursos analíticos y discursivos buscando
desentrañar el significado de un concepto.
Ambas vertientes son abordadas en el conjunto de los traba-
jos contenidos en el libro sin que eso signifique que se da por
sentado que los procesos históricos ocurren según las «leyes» de
la dialéctica o que ésta presta las herramientas más idóneas para
el discernimiento conceptual. El uso es mucho más sutil y libre.
Apunta flexiblemente a la necesidad de advertir la incorpora-
ción en la complejidad de cada presente de las ingobernables
trazas del pasado y de las proyecciones futuras que muchas ve-
ces vienen de lejos, pero que también son creadas en cada «aho-
ra». Y apunta también hacia la necesidad perpetua de no abso-
lutizar nuestras categorías. Los seres humanos no podemos dar
un paso sin tomar algún apoyo, pero el paso avanza en presente
hacia un después que no ha sido ni puede haber sido nunca nom-
brado con conocimiento de causa; siempre viene pendiente de
denominación. Su aparente anécdota reclamará una categoría.
Y ésta mostrará enseguida su obsolescencia en el siguiente paso.
De ahí que el plural aparezca también en un título con el que
podríamos haber intentado hacer un guiño a aquella singular y
magnífica Dialéctica de la Ilustración que firmaron Adorno y
Horkheimer y que, entre otros aciertos, advertía el peligro de la

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mitificación de la racionalidad. Renunciamos a ese guiño estilís-
tico por nuestra convicción de que sólo el plural permite recoger
el doble sentido desde el que se aborda el mundo postsecular y
las múltiples direcciones ingobernables que asoman cuando se
pretende ceñir en un modelo, por dinámico y susceptible de aper-
tura que sea, el curso de los acontecimientos.
El problema que se plantea una vez explicitados esos funda-
mentos de partida es cómo pensamos la religión en un escenario
que vendría recibiéndola como un elemento discordante en la
imaginación del orden social planteado desde la perspectiva
moderna. La presencia de la religión en la esfera pública, esgri-
mida como necesidad para corregir despropósitos de un laicis-
mo que habría identificado la reclusión de lo religioso en el ám-
bito privado como clave de la auténtica autonomía de los sujetos
en la articulación de su vida en común, aparece como uno de
aquellos hechos incómodos que Weber situaba en el frontis de la
ciencia social. Ahí se localiza una primera exigencia que atañe a
la mirada sociológica y al eventual propósito prescriptivo que
pudiera llegar a tener. Se trata de reflexionar sobre qué implica
esa presencia de la religión en el ámbito público y cómo la lla-
mada al respeto del pluralismo religioso desafía a la propia com-
prensión de los límites y fundamentos de la convivencia demo-
crática. De ese modo es imperiosa la obligación de despejar la
ceguera ideológica que comporta una concepción secularista de
la teoría de la secularización. Resulta ésta desenmascarada como
un ejemplo palmario de la falacia en la que se incurre al apresu-
rar la concreción de un concepto intempestivo sobre la base de
un deseo o de una furia ciega que a uno le bautiza como «moder-
no», y que nos impide describir, comprender, explicar la riqueza
feraz de las realidades vivas, las que permanecen y las que irrum-
pen con toda la virulencia de la disrupción.
Queda abierto aquí un problema de definición conceptual
que enlaza con la reflexión sobre las exigencias del pluralis-
mo que, no por capricho, hemos querido situar en el título de
este prólogo y que nos interpela como sociólogos y como ciuda-
danos: ¿cómo definir la moralidad y la naturaleza misma de los
valores que alientan los posicionamientos normativos? Tal vez
convenga profundizar en la índole de la vinculación entre mora-
lidad y religión presupuesta por el mundo premoderno y recogi-
da implícitamente por la postsecularidad que identifica como

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desorientación moral la pérdida de referentes religiosos. Dejan-
do al margen las modalidades credenciales concretas, cabe plan-
tear, por ejemplo, que lo crucial de la experiencia moral que pre-
side las culturas, y que se renovaría a cada paso con las pregun-
tas sobre la verdad y el bien que las comunidades reabren al
afrontar sus dilemas, es indiscernible de lo que hay de crucial en
lo que distinguimos analíticamente como experiencia religiosa.
Se trata siempre de la cuestión de lo más sagrado del hombre, de
lo que está en juego, en un retador y enigmático sentido, en cual-
quier encrucijada. Es su enigma. Es la pregunta, y el tenso arco
de búsqueda de respuestas referidas a los paroxismos últimos
del vivir en general y de sus secuencias. Sería el problema radi-
cal de la comunicación humana con el sentido del mundo y en-
tre los sentidos de las vidas y de su dignidad sagrada dentro de
aquél y entre sí, y tanto tomado en general como en las secuen-
cias discretas que nos hacen una u otra vez cuestionarnos en
serio, y que son los afluentes de la corriente general. Es ahí don-
de localizamos lo nuclear: el núcleo de la cultura y el núcleo de
la religión. Aunque habría que advertir que, de acuerdo con ese
planteamiento, serían núcleos muy móviles, mutantes. Lo que
ocurre es que en las tradiciones humanas la formulación de esos
dilemas hermenéuticos o culturales, que nos asaltan en los ca-
minos de la praxis, se suele producir (y remansar: quintaesen-
ciar) en clave religiosa, aunque también lo haya hecho desde un
humanismo irreligioso singular en la historia con el que tienden
a sentirse en mayor armonía las apuestas seculares más conven-
cidas de la prescindibilidad de los dioses.
Con todo, es en la primera versión del sentido de la religión
donde se habrían concentrado las vivencias centrales. Por eso
habría que decir (seriamente) que la religión es eso. Una semánti-
ca espesísima o densísima, porque sedimenta los matices más
delicados y los retorcijones de la conciencia humana en toda su
sensitividad más serena y su más transida voluptuosidad ante el
sinsentido, el dolor, la alegría y la esperanza, lo condiós y lo sin-
diós incluido. Ahí localizamos la religión. Aunque no todo lo ahí
concentrado se vea «religioso» o se autoasigne ese carácter, o pue-
da autoaceptarse con la designación que desde lo religioso se le
atribuiría con toda naturalidad por la similitud de sus alientos. En
este caso, se trata del otro punto de vista ideal típico, tan herma-
no, tan presente en el corazón del creyente más creyente: el de

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quien se queda sin Dios o no ve con la esperanza en Dios. Y es que
ése, para un creyente de las religiones monoteístas, no es «el otro»,
pues, antes que eso, es una tremenda sima completamente fami-
liar, al otro costado de su corazón, que se afianza a la creencia y a
la espera esperanzada. O dicho de otro modo, que, dependiendo
de la perspectiva de acceso es muy comprensible que resulte incó-
modo (en el seno del gran debate secularista) reconocerse, acep-
tarse, bajo el palio de la «religión» aun cuando uno se localice
(agnóstico, ateo él) en el modo de interrogar que el sabio e inmen-
so caudal de las tradiciones humanas denomina religioso. Con
todo, tampoco está claro que pueda desdeñarse el porqué de esa
incomodidad, atribuyéndola a una manía cegadora que impedi-
ría advertir que se comparten las preguntas esenciales. Estaría-
mos ignorando torpemente el sentido que late en el propósito de
inaugurar una nueva semántica (aislada de las religiones) para
seguir hablando de la mejor articulación de la convivencia. Pue-
de, por otra parte, que esa rigurosa atención a lo central que la
vida solidaria disputa en cada episodio no arroje ningún acento
nuevo sobre la manera de escrutar a fondo los problemas centra-
les, que reclama la dimensión normativa de las exigencias de plu-
ralidad en la ética democrática, y que incluso podría descubrirse
también, de acuerdo con nuestra convicción, en el elevado uso
consciente de los argumentos y de los ojos abiertos de la razón
que impone el rigor de la apuesta científica. Sin embargo, no esta-
rá de más que tomemos buena nota de la injustificabilidad del
cierre categórico sobre cómo ha de denominarse y bajo qué refe-
rentes deben formularse las preguntas más esenciales sobre la
conciencia humana. La incomodidad por localizarse «bajo el pa-
lio de la religión» puede derivarse, en efecto, de un planteamiento
agnóstico o ateo que colisiona con la religión, pero, con todo, el
auténtico desafío para la teoría no se sitúa ahí. No está, por su-
puesto, en la discusión sobre si existe un dios o no a quien haya
que remitir el sentido último de la vida humana. Sí lo está en la
atención cuidadosa a por qué parece inapropiado derribar los vie-
jos ídolos y depurar el lenguaje de latencias religiosas. Quizá en-
contráramos ahí que la irrupción de la mirada secular no interpe-
la sólo a la religión como dotadora de sentido, sino al propio pro-
ceso de la búsqueda de sentido. Tan humano. Tan inmanente.
Una vez establecida una descripción de la realidad social que
pone de manifiesto el error de considerar la religión como un re-

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ducto atávico propio de sociedades premodernas y como un fenó-
meno tendente a desaparecer con los procesos de racionalización,
la mirada tiene que dirigirse hacia la participación efectiva de la
religión en la esfera pública. Aceptado el error de aquella predic-
ción, la discusión acerca del protagonismo de las cosmovisiones
religiosas en la articulación de la convivencia democrática resulta
inesquivable. La tensión entre el proyecto de secularización mo-
derno y los reclamos de respeto hacia una concepción religiosa de
la vida y del orden social suponen un desafío para la mirada so-
ciológica, pero también para la gestión cotidiana de los pluralis-
mos. Y ahí es donde el presupuesto de que habitamos un mundo
postsecular encuentra su plasmación empírica; es así como se di-
buja la figura completa de su desafío. Pues ya no cabe ignorar el
reclamo de protagonismo público por parte de las cosmovisiones
religiosas, tanto el llevado a cabo desde las diversas jerarquías e
instituciones eclesiásticas como el que se plantea desde las comu-
nidades de creyentes, formadas, a fin de cuentas, por ciudadanos.
Como tampoco cabe ignorar el legado de la sospecha sistemática
contra las cosmovisiones asentadas sobre verdades absolutas. No
es casual que la propia modernidad haya sido acusada de fundar
un nuevo absolutismo de la Razón, incoherente con sus postula-
dos de partida sobre el cuestionamiento de toda verdad, incluida
tal vez la que convierte la Razón en la clave de la autonomía y la
libertad humanas. Esa apertura a cuestionar lo incondicionado,
convertida en la fórmula de acceso a un conocimiento más ajustado
y trasladada al campo de las decisiones normativas, se presenta
como un rasgo de las sociedades postseculares que necesariamente
han de posicionarse con o frente a ese modelo de resolución de
los problemas convivenciales. En realidad, lo que comparece es la
cuestión múltiple de la dialéctica (y del diálogo) de las creencias y
de las prácticas en sus precarios procesos instituyentes. Y eso no
se puede perder de vista ni dentro de las diversas tradiciones espe-
cíficas de la pluralidad de la experiencia religiosa ni en los cua-
dros más amplios de la organización de la convivencia política en
la Tierra.
Con independencia de que se comulgue con un ideario reli-
gioso que participe activamente en la vida pública o se apueste
por el laicismo que exige apartar de las discusiones normativas
los argumentos fundados en creencias religiosas, el escenario
parece articularse desde la necesidad de compatibilizar el respe-

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to a ambas concepciones sobre la organización de la conviven-
cia. Una exigencia grande que muestra la dificultad de corregir
los rumbos del presente pretendiendo sellar determinado pro-
yecto como si nunca hubiera existido. El proyecto secular se topó
en su día, y viene topándose, con la resistencia de las concepcio-
nes de lo sagrado alentadas por un sentido de la trascendencia
ultramundana para ceder su protagonismo en la esfera pública;
pero la postsecularidad, en la medida en que se convierta a su
vez en proyecto, también se encontraría con la resistencia de
quienes rehúyen la religión para aceptar los condicionantes im-
puestos por la querencia humana de acudir a divinidades como
dotadoras de sentido. Quienes viven en el supuesto de un univer-
so creado por un Dios omnisciente no pueden en realidad con-
cebir que podamos apartarnos de la referencia a Dios al aplicar-
se con inteligencia a dar con el mejor sentido posible para el
arreglo de las cosas de la convivencia de los seres humanos. Como
quienes viven en el supuesto de un Universo absolutamente aza-
roso e innecesario y cuyo sentido lo escribirían los propios hom-
bres al intercalar la inteligencia de su imaginación proyectiva,
no pueden entender que el destino de las cosas humanas se con-
dicione a los mandatos de una divinidad para ellos fantasmagó-
rica. Así, las dificultades para entenderse en la resolución de pro-
blemas específicos de articulación de la vida en común se incor-
poran como desafíos inesquivables de ese mundo postsecular
que habría abierto los ojos a la presencia cotidiana de la irrever-
sible pluralidad de cosmovisiones dotadoras de sentido.
La postsecularidad vendría a identificar un mundo donde se
constata la penetración de lo religioso en el tejido social (con
todas sus consecuencias a la hora de resolver las decisiones co-
lectivas que afectan al conjunto de la sociedad) al tiempo que se
advierte el legado de un laicismo que promulga la sospecha sis-
temática contra la fuentes de sentido ultramundanas, con todas
las trampas de autoengaño y de justificación de lo injustificable
en el dominio de unos seres humanos sobre otros que han propi-
ciado y que, como la experiencia histórica nos advierte, seguirán
propiciando de manera inevitable. Una y otra realidad tienen
que pelearse en la misma arena, resolviendo en cada confronta-
ción qué resultado es más satisfactorio en términos de anhelos y
querencias sociales. No basta con decidir categóricamente y de
manera definitiva hacía dónde ha de inclinarse la balanza, si

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hacia la trascendencia o hacia la inmanencia, pues la propia
naturaleza de la convivencia democrática exige una revisión con-
tinua de sus materializaciones. Cuando se trata de dilucidar la
legitimidad de determinadas normas, parece que ya no cabe re-
clamar la racionalidad y el desencantamiento como precondi-
ciones para intervenir en las discusiones y defender una postu-
ra. La inclinación humana hacia la trascendencia habría forza-
do a una revisión de los postulados de la democracia deliberativa
de corte laico que aparecen como seña de identidad de lo que
podríamos llamar postsecularismo (haciendo un guiño expreso
a las indicaciones de Casanova sobre la conversión del proyecto
secular en secularismo, pero yendo más allá, puesto que adverti-
mos y queremos prevenir los riesgos que podrían pasarse por
alto de que el diagnóstico de una secularidad fracasada se trans-
forme en un nuevo proyecto ideológico que se legitima sobre la
constatación de unos datos convirtiéndoles en ideales). Hay algo
de rotundamente indispensable, todo un programa moral, en la
sana dialéctica intelectual y política que cimbrea en la tradición
moderna del pensamiento de la sospecha, en el propio progra-
ma, medular en la aventura de la sociología, de la crítica de las
ideologías, de las deformaciones que arrojan sobre la realidad
las representaciones que, inadvertida o conscientemente, vienen
marcadas por el sesgo de los intereses particularistas de las per-
sonas o de grupos humanos, incluso cuando se ponen a arreglar
con toda la buena intención, desde su apasionada perspectiva
singular del mundo, cualquier aspecto de los asuntos de todos.
No nos podemos consentir que esa invitación que desde esta
obra hacemos a adoptar un concepto postsecular, y sobre todo
su correspondiente disposición voluntaria a la hora de mirar y
de abordar las disputas en la esfera pública, rebaje en lo más
mínimo esa severa invitación al desenmascaramiento de las pre-
tensiones de validez que pudieran sentirse inmunes a la crítica y
disparatarse en peligrosas misiones redentoristas.
La mirada descriptiva que observa y advierte la presencia
masiva de una inclinación religiosa que aparecería como rasgo
de buena parte de la humanidad corre el riesgo de expresarse
como combate contra la presencia (menos universal y más ex-
cepcional, más europea, en definitiva) de una respuesta laica a
los problemas convivenciales. Ahí es donde el aviso de un discer-
nimiento claro entre el ser y el deber ser se erige como un faro

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que puede guiarnos para evitar que naufraguemos. Y ahí es don-
de la comunicación de un mundo postsecular debería invitarnos
a desterrar los imperativos y a fomentar los condicionales. Sólo
desde un lenguaje más sosegado y abierto puede comunicarse
con eficacia la riqueza de un pluralismo que desafía los propósi-
tos de entendimiento universal en la aceptación de valores que
regulen la convivencia. Aunque naturalmente habrá que notifi-
car también las retóricas, los discursos, las expresiones incómo-
das que no obedezcan a la idea que nos hayamos hecho sobre el
orden social idóneo. En el ámbito que hemos tomado como re-
ferencia, ni el racionalismo laicista, ni la religiosidad que defien-
de su derecho a intervenir en el espacio público podrían recla-
mar la irrelevancia del adversario sin caer con ello en una prepo-
tencia estúpida, en aquella hybris que la sabiduría griega nos
enseña a ver como la más catastrófica de las cegueras.
Sumergirse en la compleja realidad del presente, definido o
no como un tiempo de postsecularidad, y sacar alguna conclu-
sión acerca de sus condiciones y de sus rasgos más característi-
cos requiere, como hemos dicho al principio, una cuidadosa re-
visión de nuestro equipaje analítico, pero también, la cautela de
aceptar que el conocimiento extraído de nuestra inmersión pue-
de desazonarnos o entusiasmarnos según fuera lo que aspiráse-
mos a encontrar. Eso, al margen de la conveniencia de no aban-
donar sino reforzar la disposición a reconocer la limitación del
propio puesto de vigía para atisbar las múltiples capas pluridi-
mensionales de realidad que nos retan. Si a uno le impulsa un
sentimiento religioso y la convicción emotiva de la necesidad de
trascendencia presentará como un tesoro el hallazgo de enor-
mes arrecifes de fe. Si, por el contrario, uno es movido por la
convicción de la centralidad de la inmanencia como fuente de
sentido, chocará con esos arrecifes y los presentará como obstácu-
los que amenazan con hundir la embarcación que mantiene a
flote a la humanidad. Y al revés, si se localizan corrientes de
secularización, los primeros advertirán un peligro que habría
que esquivar para mantener el rumbo mientras que los segun-
dos tratarán de arrimarse a ellas para dejarse llevar hacia buen
puerto. Unos y otros habitan y surcan los mismos mares mane-
jando distintas cartas de navegación y poco dispuestos a remar
en la misma dirección. El resultado, aunque puede suponerse
que no cabría esperar otro, es que se marcha a la deriva con la

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impresión puntual y engañosa de dirigir la embarcación. Sin que
podamos pretender cancelar esos malentendidos, ni tal vez si-
quiera creer que en último extremo sea posible su cancelación,
al presentar esta obra hemos querido apuntar, aunque sólo fuera
con una tímida insinuación, que tal vez detrás de todo esto haya
un problema profundo de comunicación (de incomunicación)
acerca de los supuestos de partida.
Se vislumbra una incapacidad de comunicación, marcada por
el lastre de esos presupuestos, en este caso los de los creyentes y
los de los no creyentes, o de esas dos formas básicas de canaliza-
ción de creencias a las que apuntamos, si se nos puede permitir a
los efectos de este cierre simplificar con esas rúbricas la diversi-
dad proliferante de realidades que deberíamos abarcar. Siempre
la comunicación posible se adentra en el desafío de lo ajeno. Po-
nerse en el lugar del otro es un imposible drástico, seco. Sólo nos
cabe la apuesta firme por un proceso sostenido de mutua aproxi-
mación cuestionante. Y nuestro libro asoma a uno de esos mira-
dores de vértigo donde las perspectivas aparecen cargadas por
una suposición de fondo que incrementa ilimitadamente las dis-
tancias, una asimetría antipodiana. ¿Cómo cabe así ponerse en el
«lugar» del otro? Conviene acogerse aquí a la fórmula de Maeter-
link: cuando llevamos el análisis hasta el final, se ve que no hay
ningún mal que no nazca en un pensamiento estrecho o en la
mediocridad de un sentimiento («Il n’est aucun mal qui ne naisse,
en dernier analyse, d’une pensée étroite ou d’un sentiment medio-
cre»). Podríamos añadir: como tampoco hay ningún pensamien-
to o sentimiento amplio y elevado que se libre del riesgo de impul-
sar, propiciar o encubrir idénticos males a los nacidos de esa es-
trechez y mediocridad que señalara Maeterlink. Esa condición
equivaldría a la incapacidad de reconocer el lado agnóstico que
los aspectos más crédulos (la faceta más ciega) de las dos perspec-
tivas pueden esconder y que ambos gnosticismos sepultan y em-
bozan cuando afirman hasta la extenuación sus posiciones típi-
cas. Cabe, sin embargo, que por detrás, y por debajo y al frente, de
estas dos perspectivas podamos ser capaces de vislumbrar un pla-
no de convergencia o, al menos, un plano donde el encuentro y la
consiguiente neutralización parcial de cada una de ellas en sus
aspectos más antitéticos e inaceptables, sus «-ismos» (fideísmos
con pretenciosas ínfulas de poder monopolista montados sobre
su verdad; secularismos lanzados a presentar lo propio de nuestra

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socialidad, la actual, en contraposición a las manifestaciones de
la religiosidad) pudiera producirse en una especie de vórtice vir-
tuoso que debería provocar su exigente encontronazo, y, si se va
dando la talla, de una y otra parte, una fecunda elevación del nivel
de diálogo, con su doble papel de impulsor de la interpelación y
del autoexamen crítico. Es seguramente de esa manera como tal
vez pueda caerse en la cuenta de que cuando se habla de lo esen-
cial, de lo sagrado, no es tan difícil descubrir que la pregunta es
común, y que quienes creen en una trascendencia con un centro
que está fuera pero inspirando la mejora hacia la buena vida den-
tro y quienes buscan las formas inmanentes de trascender las vi-
gencias sin dejar ni un rincón a una trascendencia que no sea
nuestra, compartirían en todo momento la búsqueda indispensa-
ble del aliento de la capacidad humana de dar lo mejor de sí para
perfeccionar a esos maravillosos, desconcertantes y temibles se-
res, los perfeccionadores perfeccionables que son los seres huma-
nos. Y que todos, unos y otros, tendrían que dilucidar su presente
mediante la difícil e imprevisible conjunción sinérgica de sus acti-
vidades vitales en sus también indefinidamente perfeccionables
escenarios de acción.
Para el Grupo de investigación «Cambios Sociales» de la
Universidad Pública de Navarra, esta que hemos querido pre-
sentar con un prólogo interpelador, dirigido a repensar las exi-
gencias del pluralismo en un mundo postsecular, es una obra
importante, pues decanta, nos atrevemos a decir que en feliz
combinación, la colaboración personal y académica que los
miembros del grupo hemos ido aprendiendo a convertir en em-
presa común en el ejercicio de la amistad, partiendo de nuestros
afanes académicos intensos y en general bastante diferenciados
y diversos, pues todos los miembros del Grupo que contribui-
mos al libro tenemos una obra personal en curso con líneas de
desarrollo propias. Aunque dichas líneas se han cruzado y ali-
mentado entre sí en diversos puntos, hasta ahora no las había-
mos combinado como aquí, estirándolas para poder medirnos,
juntos, con uno de los grandes asuntos abiertos en el corazón de
los cambios sociales de nuestro tiempo. La iniciativa de Josetxo
Beriain de abordar las cuestiones de «Lo sagrado, lo secular y lo
postsecular en las culturas y las civilizaciones» en un proyecto
de investigación del V Plan Nacional de Investigación (CSO2008-
05465) promovido por el Gobierno de España ha sido el desen-

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cadenante principal de este empeño común. El Dr. Beriain, que
lideró el proyecto marcando el sentido de nuestra apuesta de
fondo como grupo, acertó a reunirnos con las tres figuras de
primer orden de la sociología internacional que contribuyen a la
investigación y a esta obra, con los primeros resultados de la
misma, donde han intervenido además otros compañeros con
los que trabajábamos desde hace años. De esta manera, el libro
marca un hito de nuestra labor en equipo.
Queremos agradecer también a la Universidad Pública de
Navarra el apoyo económico al proyecto y a sus investigadores a
través del Plan de promoción de Grupos de Investigación 2010.
Un especial agradecimiento merece Guillermo Sánchez Mar-
tínez, que ha colaborado como traductor en dos de los textos.
Como director de la Biblioteca de la UPNA desde su creación,
Guillermo ha llevado a cabo una tarea formidable, con su ma-
gistral manera de concebir, realizar e innovar la documentación
científica, y en especial su gestión organizativa, procurándonos
un sistema de documentación que se compara con los mejores,
siendo ésta seguramente la ventaja sobresaliente —un auténtico
privilegio— de la que, gracias a la formidable labor de los equi-
pos profesionales que él ha acertado a activar, goza nuestra in-
vestigación en la UPNA. Pero en este caso, además de ayudarnos
como siempre en las tareas documentales, ha contribuido a op-
timizar nuestra investigación, al erigirse como un inesperado
colaborador de lujo. En ese sentido, el asombroso error, injusti-
ficable e imperdonable, de su cese como director de nuestra bi-
blioteca, cuando además de crearla y dirigirla con mano maes-
tra ha estado liderando desde ella, en la brecha de la innovación,
la vanguardia de las bibliotecas españolas, nos ha regalado su
maravillosa disponibilidad para colaborar en el proyecto, en un
impagable servicio de maravillosa amistad repleta de talento.
Queremos agradecer también a José M.ª Pérez-Agote sus fructí-
feros e inusitados desvelos en la laboriosa tarea de traducción
del trabajo de Alexander. Quede también expreso nuestro agra-
decimiento para Javier Telletxea por su esforzada y generosa
contribución traductora, con la que ha demostrado con creces,
al igual que con su eficaz cuidado de los detalles de nuestros
encuentros de investigación, su capacidad para trabajar en gru-
po mientras sienta las bases de su exigente tesis doctoral.

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I
LA PRESENCIA DE LA RELIGIÓN
Y SUS DESAFÍOS PARA
LA CONCIENCIA PÚBLICA

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TIEMPOS DE «POSTSECULARIDAD»:1
DESAFÍOS DE PLURALISMO PARA LA TEORÍA

Josetxo Beriain
Ignacio Sánchez de la Yncera
Universidad Pública de Navarra

Nemo contra deum, nisi deus ipse. [Nadie


puede ir contra Dios, a menos que él sea
un Dios.]
GOETHE y HANS BLUMEMBERG
Etsi Deus non daretur. [Incluso en el caso
de que no exista Dios... (estos principios
seculares son vinculantes).]
HUGO GROTIO
[Die] erste Aufgabe ist: die unbequeme
Tatsachen anerkennen zu lehren. [El pri-
mer cometido [...] es enseñar a aceptar los
hechos incómodos.]
MAX WEBER
God save all counter intuitive ideas!
JERÔME BRUNER

1. Queremos señalar que la flamante comparecencia de ese término, cuyo


empleo tratamos de justificar aquí, demanda que lo usemos aún, al menos
por esta vez, con ese guión que quiere ayudar a anclar la atención en que
trabajamos en la semántica de la secularidad. Hablamos, en efecto, de una
secularidad nueva o reforzada, que deja atrás, porque ya se ha quedado obso-
leta, la secularidad de la que habitualmente se venía hablando, y que pasaba
frecuentemente por presentar lo propio de la socialidad actual como si fuera
refractario y contrapuesto a las manifestaciones de la religiosidad. Postula-
mos que esa visión, manifiestamente superable, y que se ve superada por las
realidades efectivas, como tratamos de explicar en este trabajo, comporta una
forma equívoca (defectivamente sociológica) de compresión del interior úni-
co de las realidades convivenciales.

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Preámbulo

Este trabajo esboza los primeros resultados de una investi-


gación emprendida en común cuyo elemento conductor es nues-
tra convicción de que concebir el mundo actual como un esce-
nario de convivencia caracterizado por la «postsecularidad» en-
riquece la mirada sociológica, y que, en buena lógica, procura
una perspectiva fecunda para la mejor articulación de nuestra
convivencia en plural. Dicha propuesta, cuyo acento normativo
reconocemos, la acometemos en este caso genealógicamente,
mediante una tarea reconstructivo-interpretativa que se articula
con los tres elementos que integraron el título de una ponencia
original en la que presentamos este trabajo: lo secular, las secu-
larizaciones y la postsecularidad.2
Advirtamos, pues, de entrada, que el hontanar del que brota
la semántica con la que abordamos esa tarea genealógica es,
precisamente, la referencia a lo que damos en llamar la «edad
postsecular», desde donde se nutre el intento de interpretación y
de explicación del empeño convivencial de nuestro tiempo al
que nos disponemos. Se trata, en suma, de un primer intento de
hacer notorio que la visión de nuestra situación como una «era
postsecular» —una visión que apela tanto al refinamiento del
aparato crítico-epistemológico como a la maduración de las dis-
posiciones para atender a las demandas convivenciales en su
identidad y en sus diferencias— se hace oportuna e incluso ne-
cesaria para abordar sociológicamente las configuraciones de
nuestros ámbitos de convivencia, y para poder, así, retomar los
problemas sociales con un enfoque más idóneo de lo plural.
También en este enclave cabe, cómo no, hablar de crisis; de
un nuevo pliegue de crisis general de interpretación en los ámbi-
tos vitales. E incluso nos atreveríamos a decir que el encuadre al
que apuntamos sobresale entre los más propicios para desentra-
ñar una crisis específica de la capacidad interpretativa y, sobre
todo, explicativa de la sociología. Como creemos, con Ramos,
que las crisis de la sociología lo son «de sus presupuestos» y que
de las encrucijadas críticas sólo se sale si no nos empecinamos

2. El título de una versión inicial de este trabajo, presentada en los En-


cuentros de Teoría Sociológica celebrados en Sevilla del 18 al 20 de marzo de
2010, recoge los tres términos.

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en los caminos trillados, pero que tampoco se resuelven éstas
«optando por una innovación abstracta, como si el mundo fuera
virginalmente nuevo y fuéramos individuos sin tradición ni me-
moria»,3 conviene tratar de innovar aquí mediante una combi-
nación de cosas nuevas y cosas viejas.
Precisamente por ello, recurrimos a una suerte de genealo-
gía reconstructiva de los sentidos de lo secular y de las seculari-
zaciones que debería propiciar el abordamiento de lo que llama-
remos «el horizonte postsecular de la creencia» y de un habitar
humano posible que se abra con ese horizonte. Nuestro recorri-
do ha querido desvelar los significados históricos de los prime-
ros términos, a la vez que se argumentaba la conveniencia de
adoptar la novedosa perspectiva de un horizonte postsecular, que
nos brindaría una clave crucial de la constelación de sentido que la
realidad presente, con sus patentes retos de pluralidad incre-
pante, requiere para su interpretación. Es ésta una tesis arries-
gada que, de golpe, debe entrechocar con concepciones fuerte-
mente arraigadas. Pero creemos que se trata de una posición
cuidadosamente elaborada que recoloca las anteriores y absor-
be muchas luces desperdigadas en un foco más potente.
Se ha pensado 1) en un proceso histórico que llevaba de lo
sagrado a lo secular. Bien visible es el marchamo teleológico de
esa creencia (que no se escapa en absoluto del «Homo credens»
del que habla Aaron Garfinkel), cuyo rastro conduce hasta la
primera oleada de sociólogos modernizadores ilustrados (Saint-
Simon, Comte, Spencer, Condorcet); se creía que cuanto más
moderna es una sociedad, más secular tiene que ser, y que cuan-
to más secular venga a ser, menos religiosa será. Sin embargo, lo
que la realidad parece exhibir es, más bien, un proceso del que
se puede decir que avanza entre lo sagrado y lo secular, siempre
que éstas se vean como dos distinciones directrices de valor
permanente y en constante tensión dinámica en el mundo real.
2) También se pensaba la teoría de la secularización como una
teoría general universal, cuando, en realidad, lo que se descubre
es la coexistencia de diversas secularizaciones, de-secularizaciones
y postsecularizaciones (y reparando en la necesidad de subrayar
ese plural). Nuestra réplica frente a esas líneas de interpretación

3. Ramón Ramos, «Simmel y la tragedia de la cultura», en Georg Simmel en el


centenario de la Filosofía del Dinero, REIS, 89, 2000, pp. 37-73. La cita, de la p. 68.

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asentadas es la propuesta del concepto de «sociedad postsecu-
lar»,4 que designa ese contexto (secular) donde renace, se des-
pierta, se activa, la creencia religiosa en su pluralidad. 3) No vivi-
mos en un mundo posdualista donde quepa hacer tábula rasa de
la vieja distinción trascendencia/inmanencia, como ingenuamen-
te pensó aquella primera oleada de convicción secularizacionis-
ta, que consideraba una sociedad moderna afincada, con todo
su ajuar, en la finitud inmanente. La realidad social nos avisa
persistentemente de la presencia de nuevas realidades religiosas
que llenan de estirones auto-trascendentes la propia inmanen-
cia (la «intimidad») de ese cosmos que se postulaba pura y ex-
clusivamente como ámbito inmanente, pero entendiéndolo en
un sentido estrecho, necesitado con urgencia de una reinterpre-
tación del tipo de la que proponemos aquí.

Introducción propedéutica

Presentaremos preliminarmente un conjunto de aproxima-


ciones a la semántica de los tres términos mencionados en el
título del primer trabajo («secular», «secularización», «secula-
rismo»), con la confianza de que los diversos extremos de esta
contribución incidirán sobre ella dotándola de mayor sentido y
profundidad.
«Lo secular» es una categoría moderna que aglutina ingre-
dientes plurales —teológico-filosóficos, político-legales, antro-
pológico-culturales—, y resulta muy socorrida a la hora de deli-
mitar, codificar e incluso experimentar un ámbito diferenciado:
el de «lo religioso».5 Etimológicamente el término «seculariza-
ción»6 deriva de la palabra latina saeculum (mundo), aunque el

4. Klaus Eder, «Europäische Säkulasierung —ein Sonderweg in die postsäkula-


re Gesellschaft?», en Berliner Journal für Soziologie, cuaderno 3 (2002), pp. 331-343.
5. José Casanova ha explorado los usos sociales de ese término reformulando
de forma creativa el concepto de «realidades múltiples» del mundo social de
Alfred Schütz. Véase su reciente e interesante trabajo: «The Secular and the Secu-
larisms», presentado en la Social Research Conference «The Religious/Secular Di-
vide: The US Case», New School for Social Research, Nueva York, 5-6 de marzo de
2009, en Social Research, vol. 76, n.º 4, invierno de 2009, pp. 1.049-1.066.
6. Cf. al respecto José Casanova: «Secularization», en Neil J. Smelser y
Paul B. Baltes (eds.), The International Encyclopaedia of Social and Behavioral

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uso posterior incorporó en su orla connotativa los sentidos de
era secular y mundo secular, con referencias ámbito-temporales
duales. Dicha connotación apunta a la realidad social de la cris-
tiandad medieval, que resultó estructurada con un sistema clasi-
ficatorio que dividía «este mundo» en dos ámbitos o esferas he-
terogéneas: «lo religioso» y «lo secular». Fue ésta una variante
histórica particular de la configuración semántica de la realidad
social con arreglo al sistema dualista de clasificación en ámbitos
sagrados y profanos, cuyo carácter universal postuló Émile Dur-
kheim en Las formas elementales de la vida religiosa. El saeculum
aparece propiamente como el teatro de operaciones donde dos
contendientes, lo sagrado y lo profano, actúan y se combinan con
arreglo a una geometría enormemente variable.
La cristiandad europeo-occidental se estructuró, de hecho,
con un doble sistema dualista de clasificación. Por una parte,
encontramos en su Weltanschauung el dualismo entre «este
mundo» (la ciudad del hombre) y «el otro» (la ciudad de Dios), y
por otra parte, dentro de «este mundo» se establecía el segundo
dualismo entre una esfera «religiosa» y otra «secular». Tales dua-
lismos pivotaban, además, en la naturaleza sacramental de la
Iglesia, la cual —precisamente por estar situada entre ambos
mundos y pertenecer simultáneamente a los dos— mediaba (sa-
cramentalmente) entre ellos. Tal vez nadie haya formulado todo
esto con tanto acierto como el sociólogo de la historia de la Igle-
sia Ernst Troeltsch, cuya sentencia, «en relación con Dios hay
individualismo absoluto y universalismo absoluto»,7 condensa
contundentemente su interpretación de la vieja idea de que el
cristiano, todos y cada uno de los cristianos, es «un individuo
respecto a Dios», como la mejor forma de afirmar la universali-
dad de la comunidad de salvación.

Sciences, Oxford, Elsevier, 2001, pp. 13.786-13.791 (está por aparecer la tra-
ducción española en José Casanova, Genealogías de la secularización, Barcelo-
na, Anthropos, en preparación). No obstante hay que precisar que también
existe la palabra latina «sæcularitatio», que es de la que estrictamente provie-
ne la que empleamos. Véase: A. Boudinhon, voz «Secularización», en The Ca-
tholic Encyclopedia, vol. I, Robert Appleton Company, 1907, traducido por
Luis Alberto Álvarez Bianchi. Hemos usado la edición online: Online Edition
Copyright © 1999 by Kevin Knight.
7. En su voluminoso trabajo sobre las doctrinas sociales de las Iglesias y
grupos cristianos de 1911.

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El sentido de esa sentencia lo ha glosado oportunamente
Louis Dumont apuntando al corazón del dualismo que indicá-
bamos. En efecto, Dumont recuerda, apoyado en Troeltsch, la
doctrina paulina de que el alma individual adquiere valor eterno
en su relación filial con Dios, y de que es precisamente en ella
donde se fundamenta la fraternidad humana. Y partiendo de
ahí, afirma: «el valor infinito del individuo supone al mismo tiem-
po el rebajamiento, la devaluación del mundo tal como es: de
este modo, se plantea un dualismo, se establece una tensión que
es constitutiva del cristianismo».8 La «extraordinaria afirmación»
—así la llama Dumont— de que «los cristianos se reúnen en Cris-
to, de quien son miembros», traza un plano que trasciende el
mundo del hombre y sus instituciones sociales, incluso cuando
se conciben procedentes del propio Dios. Es, en este sentido,
muy destacable la definición sociológica del cristianismo que
ofrece el antropólogo francés, la cual resulta, además, muy per-
tinente para emplazar el sentido de los dualismos sobre los que
estamos reclamando atención: «En términos sociológicos, la
emancipación del individuo a través de una trascendencia per-
sonal y la unión de individuos-fuera-del-mundo en una comuni-
dad que tiene los pies en la tierra pero el corazón en el cielo
quizá pueda ser una definición aceptable del cristianismo».9 La
diferenciación entre la clerecía regular enclaustrada y la clerecía
secular, afincada en el mundo, fue una de las muchas manifesta-
ciones de este tipo de dualismo.
El término «secularización» se usó por primera vez en el dere-
cho canónico, con referencia al proceso por el que un monje aban-
dona el claustro para regresar al mundo, convirtiéndose en miem-
bro del clero secular.10 Más adelante se empleó para significar la

8. Louis Dumont, Ensayos sobre el individualismo, Madrid, Alianza, 1987, p. 42.


9. Ibídem, p. 43.
10. Con mayor precisión, el derecho canónico entendía por secularización
(lat. sæcularitatio) «una autorización dada a un religioso con votos solemnes,
y por extensión a aquéllos con votos simples, para vivir por un tiempo o per-
manentemente en el “mundo” (sæculum), i.e., fuera del claustro y su orden,
aunque manteniendo la esencia de la profesión religiosa. Es una medida de
favor hacia el religioso y debe por tanto ser distinguido de la “expulsión” del
religioso con votos solemnes, y del “despido” del religioso con votos simples,
que son medidas penales hacia sujetos culpables. Por otra parte, como la secu-
larización no anula el carácter religioso, es distinta de la dispensa absoluta de
los votos; ésta es también una medida indulgente, pero anula los votos y sus

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expropiación laica, forzosa, de los monasterios, de inmuebles y
otras posesiones reales, que habían sido considerados inaliena-
bles antes de la Reforma Protestante o de otros procesos históri-
co-políticos más recientes.11 Según Casanova, a partir de esos usos,
se ha entendido por secularización, en general, cualquier transfe-
rencia del uso religioso o eclesiástico al uso civil o laico.12
En un sentido más restringido, «secularización» hace refe-
rencia a los procesos empírico-históricos de transformación y
diferenciación entre «las esferas religiosas» (instituciones ecle-
siásticas e Iglesias) y «las esferas seculares» (Estado, economía,
ciencia, arte, entretenimiento, salud y bienestar) que se dan en
las organizaciones sociales contemporáneas.13

obligaciones, y el dispensado ya no es un religioso. Como regla general la


dispensa es la medida que se toma en caso de religiosos con votos simples,
mientras la secularización es empleada cuando hay votos solemnes. Sin
embargo, hay excepciones en ambos casos». A. Boudinhon, «Seculariza-
ción», loc. cit.
11. Cf. J. Casanova, «Secularization», loc. cit. Habermas explicita este mis-
mo sentido básico como el originario, tal como él lo recoge de la cultura alema-
na, aunque subraya el matiz de «coerción» con el que se produjeron esas trans-
ferencias. Véase al respecto de Jürgen Habermas, «Fe y saber», discurso de
agradecimiento pronunciado en la Paulskirche de Frankfurt el día 14 de octu-
bre de 2001, con motivo de la recepción del «Premio de la Paz» concedido por
los libreros alemanes. J. Habermas, «Glauben und Wissen», en Zeitdiagnosen.
Zwölf Essays, Frankfurt, Suhrkamp, 2002, pp. 249-262. La citada Catholic En-
cyclopedia recoge esta segunda acepción de este modo: «La palabra seculariza-
ción tiene un significado muy diferente cuando no se aplica a personas sino a
cosas. En esos casos significa que la propiedad eclesiástica se convierte en secu-
lar, como ha ocurrido en muchas ocasiones como consecuencia de usurpación
gubernamental (véase Laicización). La palabra también puede significar la su-
presión del derecho soberano o feudal perteneciente a los dignatarios eclesiás-
ticos como tales». A. Boudinhon, «Secularización», loc. cit.
12. Cf. ibídem.
13. Pero hay que advertir, aunque sólo sea testimonialmente, que este asunto
es susceptible de tratamiento en otro nivel. En este caso, nos ceñiremos al
plano más descriptivo y llano. No tomaremos, por ello, a fondo los imponen-
tes desfiladeros de la senda de Dumont, quien estira hasta el paroxismo la
profundidad de su investigación, sin cejar en punto alguno en el empeño de
mantener la atención en el sentido radical —holista y jerárquico— que está en
el trasfondo de la representación de lo que conocemos como la contraposi-
ción agustiniana de las dos ciudades. Como lo vamos a soslayar aquí, y sin
embargo concebimos que el planteamiento de Dumont, sólidamente respal-
dado por su investigación, es de capital importancia, y no sólo para la com-
prensión de los meandros fundamentales de la secularización del cristianis-

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Como anticipamos arriba, en el discurso de las ciencias socia-
les encontramos una teoría general de la secularización alimenta-
da en la matriz de una creencia en un «progreso» no sólo posible
sino inevitable. Estuvo especialmente presente ya en el evolucio-
nismo «modernizador» de los proto-sociólogos europeos, a partir
de cuyas enseñanzas se difundió amplia e impetuosamente.
El de progreso fue el concepto director en la esfera intelec-
tual del siglo XIX. Para aquellos protosociólogos «modernizado-
res» —Saint-Simon, Comte y Spencer— el grand récit (en los tér-
minos de Lyotard) que constituye a las sociedades modernas es
el de un progreso constitutivo y continuado de la civilización has-
ta alcanzar el estadio positivo. Saint-Simon y Comte absorben
esta idea del Esquisse de Condorcet.14 El progreso, según ellos,
lleva consigo una mission civilizatrice, que supera los estadios
anteriores. El estadio positivo basa sus razonamientos sobre
hechos observados y discutidos, y tiene un carácter conjetural
en contraste con los razonamientos de los estadios anteriores,
basados en la imaginación y la intuición, inasequibles para cual-
quier tipo de verificación empírica.15 De hecho, para Comte «las
matemáticas [...] deben ocupar el primer puesto en la jerarquía
de las ciencias».16 Su método es un modelo para el resto de las
ciencias, incluida la política: «hoy día los sabios deben elevar la
política al rango de las ciencias de la observación».17 Según lo
traza en su Plan de los trabajos científicos necesarios para reorga-
nizar la sociedad (1822), en la tercera etapa de la historia del

mo sino del propio Estado moderno, no querríamos, al menos, dejar de apun-


tar levemente la radicalidad de su sentido, incluso cuando puede que ahora,
30 años después de las investigaciones centrales del antropólogo, haya ya al-
gunas interpretaciones nuevas que se nos antoja que están dando aún un paso
más en una línea agudamente presente en Dumont. Véase Louis Dumont,
«Génesis I. Del individualismo-fuera-del-mundo al individualismo-en-el-mun-
do», en Ensayos sobre el individualismo..., op. cit., pp. 38-71.
14. Jean-Antoine-Nicolas Caritat, marqués de Condorcet, Esquisse d’un
Tableau historique des progrès de l’esprit humain, 1795. URL: http://
www.eliohs.unifi.it/testi/700/condorcet/index.html. Html edition for Eliohs by
Guido Abbattista, febrero de 1998.
15. C.-H. Saint-Simon, Memoire sur la science de l’homme, en Oeuvres de
Claude-Henri de Saint-Simon, París, 1966 [1813], t. 5, parte 2, pp. 16-19.
16. Auguste Comte, Curso de filosofía positiva (1830-1844), en Filosofía
Positiva. Selecciones, México, FCE, 1979, p. 46.
17. Ibídem, p. 22.

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progreso, la positivista, constituye el modo definitivo de cual-
quier ciencia, a cuya preparación gradual estuvieron destinadas
las dos primeras (la teológica y la metafísica).18 Los esquemas
interpretativos de Saint-Simon y Comte (como también el de
Spencer) comparten una orientación evolucionista con acento
teleológico, según la cual «la evolución fundamental de la hu-
manidad, como el conjunto de la jerarquía animal, presenta en
todos los aspectos una armonía más y más completa a medida
que se aproxima a los tipos superiores».19 La sagrada fórmula
del positivista que según Comte ha de aplicarse en cada fase o
modo de nuestra existencia es ésta: «el Amor como principio, el
Orden como base y el Progreso como meta».20
Tomado en este contexto, Karl Marx simboliza una radicali-
zación de la perspectiva liberal, pues la suya procede de la mis-
ma matriz utópico-activista, la de las grandes revoluciones.21 Su
optimismo productivista, netamente teleológico, empalma con
el de Spencer y con la propia teoría de la modernización poste-
rior. Marx es un nuevo milenarista que espera al Ángel de la
Muerte cayendo iracundo sobre el podrido mundo capitalista,
ciénaga de injusticia. Lo clava en el Manifiesto comunista: «la
burguesía produce sus propios sepultureros» (el proletariado).
Pero al mismo tiempo es un posmilenarista:22 vaticina la recon-
ducción del desalmado progreso capitalista burgués con la re-
dención proletaria.
Según esa visión teleológica que dibuja la historia tendiendo
necesariamente hacia un fin, el de la modernidad secular plena,
a la meta de la sociedad secularizada, justa y buena se llega a
través de diversos estadios intermedios por un proceso inelucta-
ble, y en ese trazado la religión sólo tendría reservado un pasaje-
ro papel inicial; el progreso habría de expulsarla finalmente de
la escena histórica. ¿Pero por qué la historia debe suceder así y
no de otra manera?

18. Ibídem.
19. A. Comte, Sistema de política positiva (1851-1854), Filosofía positiva.
Selecciones, México, FCE, 1979, p. 97.
20. Ibídem, pp. 102-103.
21. Sobre la inserción de ambas ideologías en las grandes revoluciones
véase el trabajo de Samuel N. Eisenstadt: Fundamentalism, Sectarianism and
Revolution, Londres, Polity, 1999.
22. Véase E. Tiryakian, «War. The Covered Side of Modernity», en Interna-
tional Sociology, vol. 14, n.º 4, 1999, p. 476.

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Nuestra idea es que la propia evolución histórica del siglo XX
(y co-extensivamente este cambio de siglo nuestro) se ha encar-
gado de refutar estas filosofías de la historia de alcance práctico,
y ha rescatado por sorpresa a la religión del baúl de las reliquias.
Bien es sabido que esa refutación ya fue contundentemente aco-
metida, con una esforzada tarea hermenéutica, por alguno de
los genios de la sociología (por ejemplo, De Tocqueville en su
análisis de la sociedad norteamericana). Habermas ha acertado
a decirlo, al destacar a Max Weber entre nuestros clásicos como
«el único que rompió con las premisas de la filosofía de la histo-
ria y con los supuestos fundamentales del evolucionismo, sin
renunciar, empero, a entender la modernización de la sociedad
viejoeuropea como resultado de un proceso histórico-universal
de racionalización».23 Mucho ha llovido para que podamos sos-
tener sin muchos escorzos que lo que estamos viendo ahora nos
permita seguir hablando de ese proceso racionalizador que di-
bujó el ingenio del maestro. Sin embargo, el esquema interpre-
tativo que proponemos al destacar la «postsecularidad», sí pre-
tende servir para que vayamos advirtiendo y podamos dibujar
mejor las isohipsas24 de esa riqueza múltiple (e insondable) que
es propia de las lógicas de estiramiento en el plano del sentido
según las cuales se tienden (e incluso se autointensifican) las
prácticas sociales actuales, atreviéndonos, incluso, a no omitir
el deber de que nuestras propuestas puedan servir para aden-
trarnos comprensivamente en los procesos generales (histórico-
universales), en el estudio de sus lógicas, aunque no pretenda-
mos explorar ya su «racionalidad», sino más bien los «diálogos
productivos» que el «ethos de la democracia» reclama de nues-
tra diversidad convivencial.25

23. Jürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa I, Madrid, Taurus,


1987, p. 197.
24. Nos acogemos aquí al ingenio de Schutz que recurre a la metáfora del
mapa topográfico, para poder trazar, mediante perfiles que unirían las cotas de
igual altura, la figura de los distintos ámbitos de las «realidades múltiples»,
como enclaves relativamente cerrados en torno a sus propias significatividades.
Aunque él la emplea, sobre todo, con respecto a las variadas interpenetraciones
y enclaves de conocimiento que se advierten en el mundo vital. Cf. Alfred Schütz,
Estudios sobre teoría social, Buenos Aires, Amorrortu, 1974, p. 25.
25. H. Joas, «Los valores y la religión», en Liz Mohn, Brigitte Mohn y Jo-
hannes Meyer (eds.), Valores. Factores esenciales de cohesión social, Barcelo-
na, Bertelsmann, 2008, pp. 17-29. La cita, de la p. 28.

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Pero regresemos por ahora a nuestro análisis semántico.
«Secularismo»26 haría referencia más ampliamente a un espec-
tro de visiones del mundo e ideologías modernas seculares, que
pueden ser conscientemente defendidas y explícitamente elabo-
radas en la forma de filosofías de la historia y proyectos ideoló-
gico-normativos estatales. Representaría, pues, en los términos
de S.N. Eisenstadt,27 la objetivación de un conjunto de progra-
mas culturales de modernidad en programas políticos. No debe-
mos perder de vista, no obstante, que no existe un «secularis-
mo» canónico que se aplique world wide, como el original del
que se sacan copias, sino una multiplicidad28 de diferentes mo-
delos dependientes de los diversos contextos histórico-políticos.

1. Las narrativas de lo secular y de las secularizaciones

Queremos acometer en este apartado una genealogía pro-


blematizadora29 y reconstructiva (que será, sin duda, matriz para
otras genealogías reconstructivas) de la emergencia del univer-
so secular moderno y de los diversos proyectos de seculariza-
ción. Pero, antes de nada, nos gustaría tratar tres confusiones
habituales que hay que evitar.
La primera de ellas procede de que una parte considerable de
los discursos procedentes de la Ilustración identifica el progreso
con la modernización, y a ésta con la desacralización. La crítica
social surgida al calor de las grandes revoluciones que arrancan
en los siglos XVII-XVIII ha supuesto, erróneamente, que cuanto más
moderna es una sociedad menos presencia religiosa hay en ella.
De ahí se deriva, como lo formula José Casanova, que «cuanto
más moderna, más secular es una sociedad, y [que] cuanto más

26. Véase el trabajo, ya citado, de José Casanova: «The Secular and the
Secularisms».
27. Véase el trabajo de S.N. Eisenstadt: «Multiple modernities», en Daeda-
lus, 2000, vol. 129, n.º 1, pp. 1-31.
28. Véase al respecto el interesante trabajo de Ahmet T. Kuru, Secularism
and the State Policies Toward Religion. The United States, France and Turkey,
Cambridge, Cambridge University Press, 2009.
29. Sobre el concepto de genealogía problematizadora, véase el trabajo de
Colin Koopman, quien la distingue por contraste con la vindicativa y subversiva
realizada por Nietzsche: Genealogy as Problematization (en prensa), cap. 2.

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secular, menos religiosa» sería. De este modo, la utópica realiza-
ción de un estadio pleno de modernización social y política impli-
caría la desaparición de la religión. Se pierde de vista así que la
religión no es algo accidental, sino un fenómeno permanente e
incluso constitutivo en la sociedad; una realidad vivencial que dis-
pensa todo un conjunto de fórmulas de transformación, de reduc-
ción o de anulación simbólica de la contingencia30 y que inciden
en la integración del conjunto de los disjecta membra de una rea-
lidad des-membrada y siempre tendente al desmembramiento en
el espacio y en el tiempo seculares. Aquí es donde se funda otro
gran universalismo. No tanto el basado en que los hombres siem-
pre han pensado igual de bien, en que han dispuesto siempre de la
capacidad cognoscitiva, como apuntan Descartes y Lévi-Strauss,
sino el fundado en la co-presencia absoluta del padecimiento, en
las «heridas» del existir que alimentan la persistencia del discurso
religioso como «sutura simbólica de la herida real». No puede
existir sujeto viable sin la capacidad de «hablar» y esta capacidad
implica la capacidad de confrontación con la otredad, la humana
y la divina, entiéndanse éstas como se entiendan. De esta manera,
lo que se sugiere es que si este mundo es «secular» —en lo que
tiene de «mundo» y de estrictamente «secular», en el sentido de la
inmanencia temporal—, no lo es necesariamente porque el cono-
cimiento científico haya reemplazado a la creencia religiosa, sino
—y tal vez antes y al contrario— porque debemos vivirlo en la
incertidumbre que nos causa el enfrentamiento con un horizonte
repleto de contingencias, del que no se escapa siquiera el más
fervoroso de los creyentes en un Dios acogedor, garante de nues-
tra trascendencia.31

30. Véase el penetrante y conspicuo trabajo de Hans Joas, Braucht der Mensch
Religion? Über Erfahrungen der Selbsttranszendenz, Friburgo, Herder, 2004.
31. Aunque este argumento lo recoge con elocuencia Talal Asad en The For-
mations of the Secular [Stanford, Stanford University Press, 2003, 64-65], no
menos poderoso es el argumento con el que Joseph Ratzinger abría, en pleno
clamor del Concilio Vaticano, la admirable Introducción al cristianismo, argu-
mentación y obra que nos atrevemos a decir que todavía resulta más impresio-
nante hoy, después de lo mucho que, de humano demasiado humano y de con-
densadamente divino, ha llovido sobre la biografía de su autor: «quien quiere
predicar la fe y al mismo tiempo se somete a autocrítica, pronto se dará cuenta
de que no es una forma o crisis exterior la que amenaza a la teología, quien
tome la cosa en serio se dará cuenta no sólo de la dificultad de traducción, sino
también de la vulnerabilidad de la propia fe, que, al querer creer, puede experi-
mentar en sí misma el poder amenazador de la incredulidad». Joseph Ratzin-
ger, Introducción al cristianismo, Salamanca, Sígueme, 1969, p. 23.

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La segunda confusión frecuente ha sido una identificación
de la modernización con el nihilismo, que la hace equivaler con
el «Dios ha muerto» nietzscheano y, por consiguiente, con el ad-
venimiento de la nada o la ausencia de todo fundamento, cuando
de hecho ésta es una de sus vertientes extremas, si es que real-
mente se puede concebir como una posibilidad de descripción
aceptable de la convivencia histórica. De hecho, la seculariza-
ción de la jerarquía vertical de sentido, como principio de un
orden tradicional vinculante, convirtiéndola en heterarquía trans-
versal, funda una realidad posmetafísica, no la ausencia de todo
principio. Se podría decir que en el seno del saeculum emerge
una nueva distinción directriz, la que diferencia entre un «noso-
tros» (los sujetos postmetafísicos que se rigen según pretensio-
nes racionales de validez) y el «ellos» (creyentes religiosos guia-
dos por su fe). Pero ambos círculos no fungen como elementos
irreconciliablemente opuestos o disjuntos, sino como dos círcu-
los de socialidad, que hay que entender cuidadosamente como
posibilidades que entran en relación y en tensión, y se interpene-
tran dentro de cada sociedad, y quizá sobre todo más allá de és-
tas, puesto que las sociedades discretas son cada día menos defi-
nibles. El impulso secularizador que lleva del monoteísmo reli-
gioso de origen judeocristiano al politeísmo cultural poscristiano
no representa, sin más, un regreso al politeísmo griego, sino que
es más bien una metamorfosis operada en la sociedad moderna y
en sus propias estructuras de conciencia, donde ya no existe una
instancia central, sea política, económica, religiosa o cultural, o
un tipo de racionalidad por encima de otros que pueda propor-
cionar la integración que precisan las sociedades modernas.
Pero aún hay una tercera confusión, la que identifica secula-
rización y desencantamiento. Aunque la secularización haya
comportado algún tipo de declive o recesión de la fe (cristiana y/o
judía), un juicio que en todo caso habría que someter a un cui-
dadoso escrutinio empírico, evitando los clásicos errores elemen-
tales, que casi siempre proceden de la involuntaria atención se-
lectiva o de la concreción intempestiva de la que hablaba Talcott
Parsons, hay que decir, en todo caso, que esa identificación de la
modernidad como «desencantada» no se sostiene. Como Max
Weber, Marcel Gauchet, Peter L. Berger y muchos otros han afir-
mado repetidamente, tanto el judaísmo como el cristianismo
experimentaron en distintos momentos desencantamientos de

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varios tipos. José Casanova ha avisado, con la contundencia de
sus investigaciones de historia social comparada, del error que
supone, por ejemplo, el hecho, nada infrecuente, de identificar
diferenciación social con privatización religiosa. Los procesos
de autonomización paulatina de diversos sistemas o subsiste-
mas sociales —Estado, economía, ciencia— son hechos sociales
innegables, pero, de su reconocimiento (que lo es necesariamente
de fenómenos históricos contingentes) no se sigue que el propio
desarrollo del proceso de secularización consista necesariamen-
te en la privatización y marginación de la religión en el mundo
moderno, ni que aquél se alimente de ellas. Por el contrario, se-
gún él, de lo que «somos testigos [es] de una desprivatización de
la religión». Pues a lo largo del mundo, «las tradiciones religiosas
rechazan aceptar el rol marginal y privatizado que las teorías de
la modernidad y de la secularización les habían reservado».32
Para poder dar cuenta adecuadamente de este fenómeno
contamos con el excelente marco que ha propuesto Charles Tay-
lor, en A Secular Age,33 al distinguir tres sentidos principales se-
gún los cuales se ha afirmado la ruptura del mundo secular
moderno con la tradición. El primero de ellos, es de carácter
institucional, y se refiere a la disestablishment of the church, a la
separación entre el Estado y la Iglesia. Adviértase que no se trata
en este caso, de la separación entre política y religión, que sería
algo muy distinto. En este sentido, conviene prestar atención,
con Taylor, pero también con las investigaciones de Casanova, a
la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, que
seguramente puede haber sido el más sólido muro de separa-
ción entre Iglesia y Estado construido en el mundo occidental.
Recordemos la prohibición que se autoimpone allí el legisla-
dor: el «Congreso no promulgará ninguna ley respecto al esta-
blecimiento de la religión ni prohibirá su libre ejercicio». Pues
bien, interesa incidir aquí en la malinterpretación que se ha he-
cho de esa sentencia en muchos casos. La enmienda no prohíbe
a los trece estados originarios que se practiquen en ellos sus pro-
pias religiones establecidas. Lo que el Congreso veta es el estable-

32. J. Casanova, Public Religions in the Modern World, Chicago, Chicago


University Press, 1994. Véase pp. 5, 20 y 211.
33. Véase la «Introducción» en Charles Taylor, A Secular Age, Cambridge,
Mass., Harvard University Press, 2007.

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cimiento de una religión oficial en Estados Unidos. Taylor ha
explicado muy bien la diferencia, la cual radicaría en que, mien-
tras en todas las sociedades premodernas la organización políti-
ca de alguna manera estaba conectada con una fe, con un Dios o
con alguna noción de realidad última (y se basaba en esas refe-
rencias o se sentía garantizada por ellas), el Estado occidental
moderno está, en cambio, libre de esta conexión. Las Iglesias
están ahora separadas de las estructuras políticas (al menos en
Occidente, con un par de excepciones, Inglaterra y los países
escandinavos, aunque su perfil es tan poco exigente que no cons-
tituyen propiamente excepciones).
La imagen de la sociedad medieval ofrecida por Ernst
Troeltsch, acusa el contraste que estamos sugiriendo: «sólo la Igle-
sia era soberana suprema, no el Estado, ni la producción econó-
mica, la ciencia o el arte. Los valores trascendentales del Evange-
lio tal vez se topasen con lo terrenal, el hedonismo, la sensualidad
y la violencia, pero no existía un verdadero rival, una cultura secu-
lar que hubiera sido independiente de la Iglesia y capaz de crear
un orden autónomo».34 La imagen contraria, característica de las
sociedades «seculares», la proporciona Luhmann: que uno puede
actuar en la esfera política sin necesidad de mediación de la esfe-
ra religiosa alguna. La religión no es ya la instancia necesaria de
mediación que relaciona todas las actividades sociales y les pro-
porciona un sentido unitario.35
El segundo elemento de ruptura, centrado en la creencia indi-
vidual, vendría dado, a juicio de Taylor, por un lado por el declive
de la creencia y la práctica religiosa, en ese «mundo de espaldas a
Dios y sin profetas», del que habló Weber. Y, por otra parte, por
una inequívoca persistencia de las mismas. En este sentido y con
matices, los países de Europa occidental se habrían convertido en
sociedades predominantemente seculares; pero no así Estados
Unidos (como tampoco la mayor parte del resto del mundo), que
es un país plenamente secular, pero con unos niveles de creencia
y práctica religiosa cercanos al 80 %, como recuerda Joas.36

34. Ernst Troeltsch, The Social Teaching of the Christian Churches and Sects,
Londres, Allen and Unwin, 1931 [1911], p. 252.
35. Niklas Luhmann, Die Religion der Gesellschaft, Frankfurt, Suhrkamp,
2000, p. 125.
36. Véase el trabajo de Hans Joas: «The Religious Situation in the United Sta-
tes», en What the World Believes, Gütersloh, Fundación Bertelsmann, 2009, p. 322.

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La obstinada pero irrefutable verdad sociológica de que hoy
día existen sociedades secularizadas en donde se ponen de ma-
nifiesto, a pesar de la secularización, el vigor de la creencia y la
práctica religiosa, empuja a Taylor a dibujar un tercer sentido,
que, en cierta medida, engloba a los dos anteriores, haciendo
énfasis en las condiciones en la que se da la creencia (lo que Tay-
lor llama «what it is to believe»). El caso de la Polonia comunista
acude a nuestra mente. Fueron la ocupación nazi y los torpes37
intentos del régimen comunista de imponer el modelo soviético
de secularización forzada desde arriba los que crearon las con-
diciones para una revitalización del catolicismo polaco y para la
persistencia del «excepcionalismo» de Polonia. El secularismo
público fue impuesto por un régimen dictatorial e impopular, y
la religión actuó allí como el principal catalizador de la demo-
cracia dentro de una incipiente y vigorosa sociedad civil. Sin
embargo, la de Estados Unidos, como hemos recordado, fue una
de las primeras sociedades que separó la Iglesia del Estado. Lo
hizo, además, con una original fórmula recogida en la Primera
Enmienda de la Constitución, que presenta el Estado no como
una institución anti-religiosa, pero sí pro-religiosa, aunque evita
defender una religión en concreto frente a otras. Se trata, ade-
más, de la sociedad occidental con la estadística más alta de
creencia y práctica religiosa. Lo relevante aquí no es tanto la
estadística de asistencia a la iglesia, a la sinagoga o a la mezquita
—objeto del punto anterior—, sino el común denominador que

37. Ni que decir tiene que esa torpeza lo es, especialmente, en el sentido de
ceguera «sociológica»: cualquier empeño voluntarista de sofocamiento o re-
emplazo de las creencias que se incuban en el mundo vital (del que estamos
hechos, como venía a decir Ortega), encalla siempre con los pantanos y los
microcircuitos de la atención selectiva y con los mecanismos de refuerzo; al
margen de los procelosos problemas de incomprensión de los hontanares so-
ciales de la creencia que arrastran. Dicho eso después de los formidables tra-
bajos llevados a cabo por los sociólogos para entender el peso temible y las
increíbles astucias de malignidad que la maquinaria burocrática de los go-
biernos totalitarios ha sido capaz de idear, en su delirante tentación de omni-
potencia, para el lavado de la conciencia colectiva durante el maldito siglo de
la dominación total desatada. Y ahí hay que pensar, a la par, en los trabajos de
Mannheim y en la primera generación de la Escuela de Frankfurt, o los más
recientes de Bauman, sin desdeñar en absoluto las extraordinarias explora-
ciones literarias, más o menos ficcionales, del control totalitario de Asturias y
Fuentes, de Soltzjenitchin o Grossman, de Huxley y Orwell, de tantos otros.

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crea el tránsito a la secularidad, caracterizado por la transfor-
mación de una sociedad en donde la creencia en Dios no está
sujeta a ningún desafío, es una creencia aproblemática, a una
sociedad en donde «la fe es una opción entre otras»38 y frecuente-
mente no la más fácil de elegir. Esta transformación supone el
paso de una sociedad donde era virtualmente imposible no creer
en Dios, o al menos no contar con el axioma de la creencia en
Dios como eje cardinal del sentido común (porque estaba social-
mente prescrito creer y proscrito el no creer, en un contexto
masivamente creyente), a una donde la fe, incluso para el más
radical39 de los creyentes, es una posibilidad humana entre otras.
Recogiendo la fórmula de Hugo Grotio, podemos decir que ac-
tuamos bajo la premisa de: etsi Deus non daretur40 (incluso si
Dios no existiera, los principios convivenciales que afectan a la
respetabilidad y al estatuto de las prácticas sociales deberían
preservarse). Actualmente, no estamos obligados a dejar de lado
nuestras creencias cristianas, sólo a reconocer que algunas de
las cosas que defendemos no dependen necesariamente de tales
creencias.41 A partir del momento en que la libertad religiosa
pasa a ser un Derecho del Hombre, instituido tras las revolucio-
nes democráticas del siglo XVIII, la posibilidad de adherirse a la
religión propia o la opción de no tener religión quedan implíci-
tas. Para los laicos, el rol religioso pasa a ser una faceta privada
y su presencia social queda regulada a través del papel secular

38. Ch. Taylor, A Secular Age, op. cit., p. 3.


39. Hemos dudado si sustituir, suavizándolo, «radical» por «cabal»: si nos
ponemos en el extremo del fanático radical, éste podría ir tan encerrado en su
em«bala»miento que puede que para él, en concreto, no quepa la posibilidad
de no creer.
40. Mencionado por Ch. Taylor en «Modes of Secularism», en Rajeev Bhar-
gava (ed.), Secularism and its Critics, Oxford, Oxford University Press, 1998,
pp. 34 y 36.
41. He aquí un gran motivo que podría volverse muy eficaz tomado en
paralelo con los «diálogos productivos» propios del ethos-credo democrático
tal como lo plantea Joas en «Los valores y la religión», en Liz Mohn, Brigitte
Mohn y Johannes Meyer (eds.), Valores. Factores esenciales de cohesión social,
Barcelona, Bertelsmann, 2008, pp. 17-29. Así lo expresa en la p. 21: «La única
manera de abordar el tema de las religiones sin que genere confusión ni indi-
ferencia es afrontarlo de forma receptiva respecto al otro y con humildad
respecto a uno mismo». Joas habla de este diálogo como un proceso necesa-
riamente «arduo».

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de la ciudadanía.42 La creencia en Dios ya no es algo axiomático,
hay otras alternativas. Nos hemos movido desde un mundo don-
de la fuente del sentido de la existencia se entendía más o menos
a-problemáticamente, como algo fuera de o «más allá» de la vida
humana, hacia una era credencialmente conflictiva donde tal
construcción es desafiada por otras que tienen lugar asimismo
(con un amplio rango de formas diferentes) «dentro» de la vida
humana. Es precisamente a esto a lo que, sin duda, se refiere la
tesis de Weber del «moderno politeísmo sin dioses» o «politeís-
mo valorativo» enunciada en su conferencia Ciencia como voca-
ción de 1920.
Con todo, convendrá que reparemos en una posible quiebra
que una descripción como ésa —insistamos en su matriz webe-
riana— puede encerrar, con el riesgo de que nos ciegue a noso-
tros también y prive a nuestro análisis de una vertiente de su
debida amplitud, que podría ser capital para dar entrada en nues-
tro modo de análisis de la socialidad actual a esa advertencia
firme con que nos requiere la nota de la postsecularidad. Es ésta
una tesis arriesgada que, de golpe, debe aparecer chocando con
concepciones fuertemente arraigadas. Pero creemos que se tra-
ta de una posición cuidadosa que recoloca las anteriores y pue-
de servir para absorber muchas luces desperdigadas en un foco
más potente. Nos referimos a cierto malentender lo que se po-
dría llamar el interior único de lo social, eso que propiamente la
sociología debe reconocer con todos sus perfiles, que podría dar-
se en el discurso de Weber (y de tantos otros), y que mucho tiene
que ver con la insistente referencia de los estudiosos a «indivi-
duos» (o «colectivos» o «prácticas sociales») «fuera-del-mundo».
Nunca ha habido tal «afuera».43
A su vez, podemos distinguir tres hechos sociales importan-
tes que afectan al individuo, a la naturaleza y a la sociedad, sin

42. Véase al respecto el trabajo de Herman Lübbe: Philosophie nach der


Aufklärung. Von der Notwendigkeit pragmatischer Vernunft, Düsseldorf, Econ,
1980, p. 60.
43. Es oportuno apuntar que ese modo nuestro de negar cualquier trazado de
un «exterior» a la socialidad única converge, de algún modo, aunque lo haga en
sentido aparentemente contrario, con el del inefable Friedrich Nietzsche, quien,
en su Zaratustra, dice: «Para mí, ¿cómo podría haber un fuera-de-mí? ¡No hay
ningún fuera! Pero lo olvidamos ante cualquier sonido. ¡Qué agradable es olvi-
dar!». Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, Madrid, Cátedra, 2008, p. 385.

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los cuales tal tránsito no se habría producido. El primero se dio
hace 2.000 años; el segundo, en el siglo XVII, y el tercero en el
siglo XIX. En primer lugar, se produce la emergencia de civiliza-
ciones axiales,44 que establece una diferencia entre religiones
preaxiales (relacionadas fundamentalmente, aunque no única-
mente, con la preservación del orden cósmico y social)45 y reli-
giones axiales (relacionadas fundamentalmente, aunque no sólo,
con la salvación, la redención o la liberación).46 Emergen éstas
en sociedades más o menos alfabetizadas y se encuadran en el
área de estudio de la historiografía, más que de la arqueología y
la etnografía. En las sociedades encuadradas en las civilizacio-
nes axiales, es decir, en las sociedades donde surgen las grandes
religiones universalistas, cuanto más se confirma la concepción
de un Dios personal o de un cosmos impersonal (ambos supra-
mundanos), tanto más agudo se vuelve el contraste de la tras-
cendencia divina con la imperfección inmanente-contingente del
mundo y del hombre, construyéndose diversas variedades de
teodicea (y en última instancia de sociodicea). La emergencia de
visiones del mundo dualistas y trascendentalistas (este mundo / el
otro mundo) y el surgimiento de profetas, clérigos, filósofos y
sabios, como producto de una diferenciación interna de la pro-
pia institución de la religión, con la consiguiente profesionaliza-
ción de lo sagrado, vienen a sustituir el monismo cosmológico
(«cuando todo era uno», en el decir de Erich Neumann) que ca-
racterizó a las religiones preaxiales. La construcción social de la

44. Véase el espléndido artículo de S.N. Eisenstadt, «Introduction. The


Axial Age Breakthroughs. Their Characteristics and Origins», en S.N. Eisens-
tadt (ed.), The Axial Age Civilizations, Albany, Nueva York, 1986, pp. 1-27. El
forjador del término «época axial» es Karl Jaspers en Vom Ursprung und Ziel
der Geschichte (1949), quien designa con él el período en el que emerge la
tensión básica entre los órdenes trascendente y mundano. Este proceso revo-
lucionario tuvo lugar en varias de las grandes civilizaciones, abarcando al
antiguo Israel, la antigua Grecia, el cristianismo originario, el Irán zoroastria-
no, la China imperial y las civilizaciones hindú y budista. El concepto ha sido
retomado por B. Schwartz en The Age of Trascendence en 1975 y por E. Voege-
lin en Order of History en 1974.
45. Entre ellas se encuadran las religiones de la Edad de Piedra y las ahora
extinguidas religiones nacionales sacerdotales del antiguo Oriente Medio,
Egipto, Grecia y Roma, India y China.
46. Son las religiones históricas universalistas: confucionismo, budismo,
taoísmo, antiguo judaísmo, islam y cristianismo temprano.

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idea de salvación y la profecía, así como la idea de una «sataniza-
ción del poder del mal» (presente ésta, sobre todo, en el antiguo
judaísmo, como apunta Max Weber), suponen el germen que
lleva a romper con la idea de un destino dado e inexorable y hace
posible la apertura del nuevo horizonte de un destino socialmente
construible. La clave aquí será la introducción de nuevas distin-
ciones directrices que complejizan la ya existente de sagrado/
profano, como son las de salvación/condenación, dolor/curación,
pecado/gracia, etc. Esta construcción tendrá, sin duda alguna,
una importancia determinante en la «sacralización de la idea de
persona», presente en la génesis sociológica de los derechos hu-
manos, como ha demostrado con gran acierto Hans Joas, con su
lectura creativa de Emile Durkheim.47 Si las formas religiosas
orientales adoptan un imaginario central que representa el cos-
mos impersonal, el karma, por su parte, las formas occidentales
se configuran en un monoteísmo concentrado en una persona
trascendente a la que se tributa culto. Mediante un fuerte proce-
so de intelectualización (dogmas), el juego entre voluntad divina
y respuesta humana permite en este caso explicar los aconteci-
mientos, ofrecer alternativas; en suma: selecciona la realidad y
la dota de sentido.
En segundo lugar, una gran invención occidental fue la intro-
ducción de un orden inmanente en la naturaleza,48 cuya actividad
podría ser sistemáticamente comprendida y explicada en sus pro-
pios términos, dejando abierta la cuestión de si este orden englo-
bante puede tener un significado más profundo, y de si en caso de
que lo tuviese podríamos inferir a partir de él la existencia de un

47. Véase Hans Joas, Die Sakralität der person. Eine neue Genealogie der
Menschenrechte, Frankfurt, Suhrkamp, 2011. Jürgen Habermas, recientemente,
también se ha pronunciado en parecidos términos: «El encuentro con la reli-
gión como una formación intelectual contemporánea, requiere al pensamien-
to secular implicarse en una reflexión sobre sus propios orígenes que adopta
la forma de una genealogía de lo secular y del pensamiento posmetafísico
dentro del horizonte de la Era Axial y de la discusión de la fe y el conocimiento
en la alta Edad Media. Asumiendo que tal proceso comprende su propia evo-
lución como un proceso de aprendizaje, se descubre así la tradición del pensa-
miento humanista de la ilustración dentro de una herencia de tradiciones
religiosas que ha sido asimilada y transformada» (The 2009 Yale Lectures, Es-
say on Faith and Knowledge: Postmetaphisical Thinking and the Secular Self-
interpretation of Modernity, p. 3).
48. Ch. Taylor, A Secular Age, op. cit., pp. 15 y ss.

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Creador trascendente. La fórmula mecanicista temprano-moder-
na de explicación de la naturaleza, con su materia absoluta, des-
plaza la explicación nominalista tardo medieval con su voluntad
divina absoluta.49 Se establece así el sustrato material del mundo
como algo carente en sí mismo de significado, como ya lo apuntó
Max Weber, y que, en consecuencia, queda potencialmente abier-
to a la libre disposición de la racionalidad (o de la irracionalidad)
humana. Desde la idea de que la realidad puede ser atrapada ma-
temáticamente (res extensa)50 con el propósito de la autopreserva-
ción, se articula una actitud de dominio y control del mundo.
El tercer elemento que posibilita el tránsito de un mundo a
otro es la configuración de un nuevo imaginario social.51 Es decir,
se trata de las nuevas formas de representarse sus propias exis-
tencias que imagina la gente, de las formas de relacionarse con
otros, de sus expectativas, así como de sus más profundas nocio-
nes normativas y de las imágenes que subyacen a esas expectati-
vas. Tal imaginario implica una transformación de las sociedades
jerarquizadas y de acceso mediatizado a sociedades horizontales
y de acceso directo. ¿Qué significa esto? Una sociedad estratifica-
da verticalmente, con una estructura tradicional de castas, como
la india, es jerárquica en el sentido de que las diferentes comuni-
dades se sitúan en distintos rangos correspondientes a una esca-
la fijada de valores; en ella, una comunidad de rango superior es
realmente superior. Ser miembro de una sociedad estratificada
—la «sociedad de órdenes», de la que hablaba de Tocqueville—,
como la Francia del siglo XVII, por poner un ejemplo, significa
pertenecer a alguno de sus «órdenes» componentes. Como cam-
pesino uno estaba conectado a su señor, quien a su vez recibía
órdenes del rey; o se era miembro de una corporación municipal
que tenía una posición en el reino; o se ejercía una función en el
parlamento con el correspondiente estatus reconocido, etc. Por
el contrario, la noción moderna de ciudadanía es directa; el sur-
gimiento de una «esfera pública» implica que la gente se conci-
be a sí misma como partícipe directa de las corrientes de opi-

49. H. Blumenberg, The Legitimacy of Modern Age, Cambridge, Mass., MIT


Press, 1981, p. 151.
50. Stephen Toulmin, Cosmopolis. The Hidden Agenda of Modernity, Chica-
go, Chicago University Press, 1990, p. 111.
51. Ch. Taylor, A Secular Age, 171-211. Del mismo autor: «Modes of Secu-
larism», loc. cit., pp. 38-48.

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nión tanto nacionales como internacionales. A través del desa-
rrollo de la economía de mercado, todos los agentes económicos
entablan relaciones contractuales con otros con arreglo a un in-
dividualismo igualitario. La homogeneidad del acceso directo
abole la heterogeneidad de la pertenencia jerárquica. El moder-
no individualismo, como ya indicó Simmel, no significa que uno
deje de pertenecer a círculos sociales —lo cual significaría ca-
rencia de integración social y anomia— sino que uno mismo se
concibe, se imagina como miembro de entidades sociales cada
vez más diversas. Por otra parte, este imaginario social moderno
de «entidades translocales», como el Estado nacional, las reli-
giones universales, etc., se apoya en y es el resultado de acciones
sociales interconectadas que ocurren en un tiempo secular.52 En
la sociedad tradicional el orden jerárquico del reino emanaba de
la Great Chain of Being. Los clanes tribales se constituían a partir
de sus costumbres —leyes ancestrales que se seguían desde tiem-
pos inmemoriales o, quizás, desde algún momento fundador ab
origine, en los términos de Mircea Eliade. La importancia en las
revoluciones premodernas, la guerra civil inglesa incluida, del
mirar hacia atrás, del establecer una ley originaria, procede
del juicio según el cual la entidad política trascendería la acción
propiamente dicha. No puede crearse simplemente a sí misma a
través de su propia acción. Por el contrario, puede actuar como
una entidad en la medida en que ya ha sido constituida como tal.
En la medida en que los eventos son situados dentro de un tiem-
po superior, ya no están inmediatamente disponibles para la gente
corriente. Para participar en estos «acontecimientos superiores»
la gente debía relacionarse con personas privilegiadas o con agen-
cias como los monarcas o los obispos y los sacerdotes. Lo que en
el Apocalipsis divino es esperado como una decisión secreta su-
pramundana, trascendente, aparece ahora sujeto a la decisión
humana que se produce en el curso de una historia construida
de forma inmanente, intramundanamente.53 Es como si hubié-
semos llegado al estadio en el que God is superseded by some
goods. Niklas Luhmann nos informa de un cambio importante
en las distinciones directrices que estructuran el núcleo que da

52. Benedict Anderson ha desarrollado esta fructífera idea en su conocido


trabajo Comunidades imaginadas, México, FCE, 1990.
53. J. Gray, «An Illusion with a Future», en Daedalus, 133, 3, 2004, p. 11.

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sentido a la vida de los individuos en cada época, así, a partir del
siglo XVIII, la posición central de la oposición entre inmanencia/
trascendencia es sustituida por otra: pasado/futuro.54 Una vez que
el tiempo secular se diferencia del tiempo sagrado superior, la
importancia del acceso privilegiado experimenta una erosión.
El vínculo entre la idea de simultaneidad55 —eventos que ocu-
rren en lugares distintos al mismo tiempo, completamente inde-
pendizados de un tiempo superior— y la comprensión de una
totalidad social amplia interconectada a la que todo el mundo
tiene acceso directo configura una realidad social de nuevo cuño.
Si bien hasta ahora hemos descrito los elementos de ruptura
que configuran el tránsito importante de unas sociedades jerár-
quicas de acceso mediatizado a unas sociedades horizontales de
acceso directo, donde la fe es una opción entre otras, pero toda-
vía no hemos respondido a la pregunta que interroga por las
dinámicas específicas de secularización que movilizan tal tránsi-
to. A continuación intentaremos responder a esta cuestión.
José Casanova distingue tres sentidos relevantes en la semán-
tica de los procesos de secularización:56 a) la secularización en-
tendida como el declive de las creencias y las prácticas religiosas
en las sociedades modernas, a menudo postulada como un pro-
ceso de desarrollo, humano y universal. Éste es el más reciente,
pero, por ahora, representa el uso más extendido del término en
los debates académicos contemporáneos sobre la secularización,

54. N. Luhmann, Soziologie des Risikos, Berlín, De Gruyter, 1990, p. 48.


55. Véase al respecto los trabajos de Arjun Appadurai: Fear of Small Num-
bers, Duke, North Carolina, Duke University Press, 2006; de Benedict Ander-
son: «Éxodo», en Inguruak, 21, 1998, pp. 7 y ss. (original aparecido en Critical
Inquiry, 20, invierno de 1994, pp. 314-327); y de Peter van der Veer: «Transna-
tional Religion», Conference on Transnational Migration: Comparative Perspec-
tives, Princeton University, 30 de junio - 1 de julio de 2001.
56. Sin duda, el concepto de secularización es una de las piezas angulares
de su obra Public Religions in the Modern World, Chicago, Chicago University
Press, 1994 (hay trad. española en la editorial PPC), Introducción, Capítulos 1
y 2; «Secularization» en The International Encyclopedia of Social and Behavio-
ral Sciences, editada por Neil J. Smelser y Paul B. Balthes, Oxford, Elsevier,
pp. 13.789-13.790; «Rethinking Secularization: A Global Comparative Pers-
pective», en The Hedgehog Review, vol. 8, 1 y 2, primavera y verano, pp. 7-22;
«Secularization Revisited: A Reply to Talal Asad», en David Scott y Charles
Hirschkind (eds.), Powers of the Secular Modern, Stanford, Stanford Universi-
ty Press, 2006, pp. 12-30.

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a pesar de que paradójicamente no se encuentra registrado en la
mayor parte de diccionarios de las lenguas europeas. b) La secu-
larización considerada como la privatización de la religión, a
menudo entendida como tendencia histórica moderna de carác-
ter general y como condición normativa, es decir, como precon-
dición para una política democrática liberal moderna. c) La secu-
larización considerada como diferenciación de las esferas secula-
res (Estado, economía, ciencia, etc.), habitualmente entendida
como «emancipación» de las instituciones y normas religiosas.
Éste es el componente central de las teorías clásicas de la secula-
rización, que está relacionado con el significado etimológico-
histórico original del término dentro de la cristiandad medieval.
Como se ha adelantado y como indica cualquier diccionario de
las lenguas europeo-occidentales, el término se refiere a la trans-
ferencia de personas, de cosas, significados, etc., de un uso, po-
sesión o control eclesiástico o religioso a uno civil o laico. Vea-
mos, con mayor detenimiento, en qué medida mantienen su vi-
gencia estos supuestos.
El primer supuesto, a menudo afirmado pero no comproba-
do, según el cual el hecho religioso en el mundo moderno experi-
menta un declive, que podría continuar, ha sido hasta muy recien-
temente un postulado dominante de la teoría de la secularización.
Estaba basado principalmente sobre la evidencia de las socieda-
des europeas que mostraban que cuanto más implicada estaba la
población en las tareas de la producción industrial, menos religio-
sa era, o, cuando menos, participaba en menor medida en la reli-
giosidad institucional eclesiástica. La teoría dio por supuesto que
las tendencias europeas eran universales y que las sociedades no-
europeas mostrarían tasas similares de declive religioso con la
creciente industrialización. Es esta parte de la teoría la que se ha
probado patentemente equivocada, porque hablando de religión,
como demuestra Casanova, no existe una regla global.57 De he-
cho, hay sociedades modernas como Estados Unidos, que son
seculares y profundamente religiosas, mientras hay sociedades
como China que son profundamente seculares e irreligiosas.
A pesar de todo, uno puede, con cierta prudencia, afirmar
que desde la Segunda Guerra Mundial, a pesar de los incremen-

57. J. Casanova, «Rethinking Secularization: A Global Comparative Pers-


pective», en The Hedgehog Review, vol. 8, 1 y 2, primavera y verano, p. 17.

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tos rápidos en la industrialización, en la urbanización y en la
educación, la mayoría de las tradiciones religiosas en la mayor
parte del mundo han experimentado algún crecimiento o han
mantenido su vitalidad. Las principales excepciones fueron: el
rápido declive de las religiones fundamentales, en su mayor par-
te siendo sustituidas por versiones más «avanzadas» (principal-
mente el islam y el cristianismo); el frecuente y dramático decli-
ve de la religión en los países comunistas, un proceso que ahora
parece haberse invertido con la caída del comunismo; y el conti-
nuo declive de la religión a través de Europa (donde uno podría
añadir, de algunas de sus colonias avanzadas como Argentina,
Uruguay, Nueva Zelanda y Quebec).
Como ha apuntado Alfonso Pérez-Agote, lo que en un princi-
pio se denominó «excepcionalismo americano», que más bien
responde a una tendencia general de revival generalizado de la
religión, salvo en ese bastión de la secularización, en que, con
matices, se ha convertido Europa, ha dado paso en realidad al
«excepcionalismo europeo».58 Las causas habría que buscarlas
en la propia historia diferenciada de Estados Unidos y Europa.
El cristianismo europeo nunca hizo la transición histórica com-
pleta de las Iglesias nacionales territoriales, basadas en la parro-
quia territorial o en la Pfarrgemeinde, a las denominaciones o
confesiones en competencia dentro de la sociedad civil, basadas
en asociaciones religiosas voluntarias que configuran el plura-
lismo religioso norteamericano, que es precisamente lo que Ca-
sanova distingue contraponiendo churching y unchurching.59
Casanova afirma en este sentido: «lo que Estados Unidos nunca
tuvo fue el Estado absolutista y su contraparte eclesiástica, una
Iglesia estatal cesaro-papista. Fue el vínculo cesaro-papista en-
tre el trono y el altar bajo el absolutismo lo que quizás más que
ninguna otra cosa determinó el declive de la religión de Iglesia
en Europa. Por tanto, a través de Europa, las Iglesias no estable-

58. Véase al respecto el trabajo de Alfonso Pérez-Agote: «Los límites de la


secularización: hacia una versión analítica de la teoría», en Josetxo Beriain e
Ignacio Sánchez de la Yncera (eds.), Sagrado y/o Profano. Nuevos desafíos al
proyecto de la sociedad moderna, Madrid, CIS, 2010, pp. 297-322.
59. J. Casanova, «Are We Still Secular. Exploring the Postsecular: Three
Meanings of “the Secular” and their possible transcendence». Contribución
presentada en el Workshop with Jürgen Habermas en el Institute for Public
Knowledge, New York University, 22-24 de octubre de 2009.

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cidas y las sectas en la mayor parte de los países han sido capa-
ces de resistir las tendencias secularizadoras mejor que la Igle-
sia establecida. Ha sido el intento de preservar y prolongar la
cristiandad dentro de cada Estado y así resistir a la diferencia-
ción funcional moderna lo que realmente ha destruido las Igle-
sias en Europa [...] En otras palabras, cuanto más resisten las
religiones al proceso de diferenciación, [...] más tienden estas reli-
giones a experimentar un declive a largo plazo».60
De Tocqueville61 ya exploró las evidencias norteamericanas
con el propósito expreso de cuestionar el declive de la creencia y
la práctica religiosa, presente en la teoría general ortodoxa de la
secularización que tomó a Europa como el modelo de referen-
cia. Según él, el avance del racionalismo (es decir, la educación y
el conocimiento científico) y del valor del individualismo (es decir,
la democracia liberal y las libertades individuales) no conducen
necesariamente a un declive de la religión.
Algunos sociólogos norteamericanos han intentado forjar un
nuevo paradigma62 basándose en las evidencias americanas: una
religiosidad par excellence, con perfecta separación entre Iglesia
y Estado, y articulada sobre el axioma libertad de culto. Ese «com-
petitivo mercado religioso americano», del que se hablaría des-
de el enfoque de la racional choice, se basa en la teoría de la
«oferta y la demanda» de las preferencias religiosas, según la
cual, un mercado competitivo y dinámico, como el americano,
se articula en torno a una oferta plural de denominaciones reli-
giosas donde el creyente pueda elegir, frente a las estructuras
monopolistas religiosas presentes en el «mercado religioso eu-
ropeo». Sin embargo, Steve Bruce, desde Europa, ha refutado el
alcance generalizador del paradigma americano más allá de Es-
tados Unidos, con un argumento que parece irrefutable: las si-
tuaciones monopolistas en Polonia e Irlanda están vinculadas a
altos niveles de religiosidad persistentes, mientras la creciente

60. J. Casanova, «Secularization», op. cit., pp. 13.789-13.790.


61. A. de Tocqueville, Democracy in America, Nueva York, Vintage, 1990, p. 309.
62. Sus principales mentores serían Rodney Stark y Laurence Iannaccone,
«A Supply-Side Interpretation of the “Secularization” in Europe», en Journal for
the Scientific Study of Religion, 33, 1994, pp. 230-252. Véase también sobre el
modelo americano de secularización el conjunto de trabajos de R.S. Warner
recogidos en: A Church of Our Own. Disestablishment and Diversity in American
Religion, New Brunswich, NJ, Rutgers University Press, 2005, pp. 13-125.

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liberalización y la desregulación estatal en el resto de países eu-
ropeos occidentales aparecen a menudo acompañadas por tasas
constantes de declive religioso.63 José Casanova ha terciado en-
tre ambas posiciones.64 Su interpretación se concentra más en la
influencia decisiva de las evoluciones históricas diferenciadas
de ambos colectivos que en explicaciones que proceden de la
economía. Según él, el verdadero puzle de la cuestión europea, y
la clave explicativa de la demostración del carácter excepcional
de la secularización europea, radica en explicar por qué las Igle-
sias y las instituciones eclesiásticas, una vez que ceden al Estado
nacional secular sus funciones históricas tradicionales como la
comunidad de culto65 (como representaciones colectivas de co-
munidades imaginadas nacionales, en los términos de Benedict
Anderson, y como portadoras de la memoria colectiva), pierden
también en el proceso su capacidad para funcionar como reli-
giones de salvación individual. Quizás, el aspecto de mayor o
menor monopolio sea relevante pero no es el más crucial. En
otras palabras, ¿por qué, en Europa, a los individuos, una vez
que pierden su fe en sus Iglesias nacionales, no les importan las
otras religiones alternativas de salvación o las miran con des-
dén?, ¿por qué permanece la religión «implícita» en Europa en
lugar de adoptar una forma más institucionalmente explícita?
Esta situación es, probablemente, la que explica la ausencia de
verdaderas religiones competitivas en el «mercado» europeo. El
problema no radica tanto en la laxitud monopolista de las Igle-
sias protegidas por la regulación estatal sino en la falta real de
demanda de religiones alternativas de salvación.
En cuanto al segundo supuesto relativo a la «privatización» de
la religión, según Thomas Luckmann, en las sociedades seculares
modernas no importa qué religión residual permanezca, se hace

63. Cfr. S. Bruce, «The Supply-side Model of Religion: The Nordic and
Baltic States», en Journal for the Scientific Study of Religion, 39, 1, pp. 32-46.
64. J. Casanova, «Religion, European Secular Identities, and European
Integration», en Timothy Byrnes y Peter Katzenstein (eds.), Religion in an
Expanding Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 2006, p. 89.
65. Recordemos la importante distinción que introduce Max Weber en Eco-
nomía y sociedad, México, FCE, 1978, p. 322, donde distingue entre las comuni-
dades de salvación y las comunidades de culto. Por ejemplo, la religión civil es
una comunidad de culto pero no una religión de salvación, mientras que el
budismo es una religión de salvación pero no una comunidad de culto.

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tan subjetiva y privatizada que se vuelve «invisible», esto es, margi-
nal e irrelevante desde el punto de vista social.66 No sólo las institu-
ciones religiosas tradicionales se convierten en crecientemente irre-
levantes sino que la religión moderna misma ya no se puede locali-
zar dentro de las Iglesias. La moderna tarea de salvación y búsqueda
de significado personal se ha retirado a la esfera privada del sujeto.
Es muy significativo para la estructura de las sociedades seculares
modernas el hecho de que esta tarea de búsqueda de significado
subjetivo sea un asunto estrictamente personal.
La teoría de la secularización debe liberarse del tipo de ses-
go ideológico de matriz liberal que lleva a identificar individua-
lización y privatización, y admitir, en cambio, que en el mundo
moderno pueden darse formas legítimas de religión «pública»,
que no tienen por qué ser necesariamente reacciones fundamen-
talistas antimodernas, ni venir a poner en peligro las libertades
individuales ni menoscabar las estructuras diferenciadas moder-
nas. Muchas de las recientes críticas y revisiones del paradigma
de la secularización derivan precisamente del hecho de que en
los años ochenta las religiones irrumpieron inesperadamente en
la arena pública con críticas políticas y morales, demostrando
que las religiones tienen en el mundo secular moderno una di-
mensión pública y avisando de que probablemente la conserva-
rán. Esta religión «pública»67 no es una nueva versión, religiosa-
mente «tenue», de religión civil o un sistema omniabarcante de
legitimación religiosa, sino la expresión misma de las religiones
universales en la «esfera pública», en torno a asuntos tales como
la libertad, la justicia, la dignidad humana y el significado de la
vida. Estos supuestos religiosos se basan en al menos tres ins-
tancias: a) cuando la religión entra en la «esfera pública» para
proteger no sólo lo que afecta a la propia libertad de culto sino a
todo tipo de libertades y derechos, incluido el derecho de una
sociedad civil democrática a existir contra un Estado absolutista
y autoritario. El rol activo de la Iglesia católica en los procesos
de democratización en España, Polonia y Brasil ilustra esta ins-
tancia. b) Cuando la religión entra en la «esfera pública» para

66. Cfr. Th. Luckmann, Das Problem der Religion in der modernen Gesell-
schaft, Friburgo, Rombach, 1963 (La religión invisible, Salamanca, Sígueme,
1973).
67. Casanova da cuenta de esta posición en Public Religions in the Modern
World, Chicago, Chicago University Press, 1994, p. 52.

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cuestionar la autonomía legal absoluta de las esferas seculares
con arreglo a principios de diferenciación funcional, sin que
se contemplen las cuestiones morales y éticas. Las cartas pasto-
rales de los obispos católicos americanos cuestionan la «morali-
dad de la carrera armamentista y las políticas pro-nucleares del
Estado, así como la «justicia» y las consecuencias inhumanas de
un sistema económico capitalista para el que el principal objeti-
vo es preservar la lógica del mercado». c) Cuando la religión
entra en la «esfera pública» para proteger el modo de vida tradi-
cional de la penetración jurídica y administrativa del Estado,
ofreciendo respuestas concretas, como en el asunto del «dere-
cho a la vida», etc. De ese modo, la religión «pública» se muestra
como «un proceso interrelacionado de repolitización de las esfe-
ras privadas, religiosa y moral, y de renormativización de las
esferas públicas, política y económica».68 No es una profesión de
fe puramente civil, en los términos de Rousseau, sino la expre-
sión de la ética y la moral que inhabitan en la religión.
En cuanto al tercer supuesto, relativo a la «diferenciación»
funcional de esferas sociales, según Niklas Luhmann, las socie-
dades modernas son «unidades múltiples». «La» sociedad se
desdobla en distintos ámbitos funcionales,69 en distintos órdenes
de vida, como la economía, la política, la ciencia, la religión,
el derecho, el deporte, etc. Cada uno de estos sistemas parciales
configura un modo específico y propio de solucionar problemas.
Mediante la concentración en una dimensión única del proble-
ma se posibilita, por una parte, un incremento de los rendimien-
tos inmanentes de cada sistema y, por otra parte, estos sistemas
van separándose siguiendo su autonomización, de manera que
ya no existe ninguna instancia de racionalidad metasocial ade-
cuada a la complejidad real de la sociedad. No existe una «ra-
zón» universal sino criterios de racionalidad subespecíficos: jus-
ticia, verdad, belleza, propiedad, etc.70 Los conceptos tradicionales
de racionalidad habían vivido de ventajas externas de sentido.
Con la secularización de la ordenación religiosa del mundo y con
la pérdida de la representación de puntos de partida unívocos,

68. J. Casanova, op. cit., p. 6.


69. N. Luhmann, Die Gesellschaft der Gesellschaft, Frankfurt, Suhrkamp,
1997, vol. 2, pp. 743 y ss.
70. H. Dubiel, Ungewissheit und Politik, Frankfurt, Suhrkamp, 1994.

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estas ventajas pierden su fundamentabilidad. Ahora, por prime-
ra vez, las diversas esferas seculares —política, economía, dere-
cho, ciencia, arte, etc.— pueden regirse con arreglo a su propia
lógica, diferenciándose una de otra, y siguiendo lo que Weber ha
llamado sus «propias lógicas autónomas internas». La esfera
religiosa, por su parte, se convierte en una esfera menos impor-
tante y espacialmente reducida dentro del nuevo sistema secu-
lar, pero también se diferencia internamente, especializándose
en «su propia» función religiosa y perdiendo muchas otras fun-
ciones «no-religiosas» —clerical, educacional, de bienestar so-
cial.71 La pérdida de funciones comporta asimismo una pérdida
significativa en hegemonía y poder. La visión secular del mundo
reconoce un pluralismo abierto de ideales de perfección indivi-
duales y colectivos, entre los que pueden incluirse objetivos reli-
giosos; la diferenciación funcional como forma principal de di-
ferenciación reconoce una multiplicidad abierta de funciones,
entre las que figura la función religiosa. En última instancia, sin
embargo, la religión no puede aceptar esta situación. Represen-
ta una visión del mundo total y por ello exige unos derechos
totales, y por tanto políticos.
Mientras, los dos supuestos previos, el declive religioso y la
«privatización» religiosa, han sido refutados sociológicamente
por la evidencia del revival religioso y de la «tardía» reaparición
de la religión «pública», como puntos débiles de una teoría ge-
neral de la secularización, sin embargo, la «diferenciación» fun-
cional corrobora, sociológicamente hablando, el nuevo horizonte
secular de la fe como una opción entre otras, mencionado arriba
por Charles Taylor.

2. Lo secular, los secularismos y lo postsecular

a) ¿De lo religioso a lo secular o entre lo religioso y lo secular?

Al principio de este trabajo afirmábamos que uno de los erro-


res de la teoría general de la secularización fue haber fiado su
plausibilidad a una concepción evolutiva de carácter teleológi-
co, según la cual existe algo así como una ley universal de la

71. N. Luhmann, Funktion der Religion, Frankfurt, Suhrkamp, 1977.

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evolución (sic Herbert Spencer) que lleva de lo religioso a lo
secular con una orientación finalista inequívoca, cuando en rea-
lidad debemos tener presente que lo secular «no debería ser pen-
sado como el espacio en el que la vida real humana se emancipa
gradualmente del poder controlador de la “religión” y así la sus-
tituye».72 En los procesos históricos de secularización se produ-
ce una interesante inversión ideológica. Inicialmente, «lo secu-
lar» formó parte del discurso teológico (saeculum), y, más tarde
será la propia categoría de «lo religioso» la que nazca de los dis-
cursos político-seculares y científico-seculares. Por tanto, la «re-
ligión» misma surge, como categoría histórica y como concepto
globalizado universal, como resultado de una construcción de la
modernidad secular occidental.73 Veamos esto a través de un
ejemplo moderno, el del nacionalismo que surge a lo largo del
siglo XIX. Éste es un producto «secular» desde que está pensado
para desarrollarse dentro de procesos de secularización y mo-
dernización. Émile Durkheim fue el primer sociólogo en mos-
trar cómo el nacionalismo se convertía en una fuente de produc-
ción de sacralidad,74 que según él sustituía a la anteriormente
producida por las religiones históricas. El nuevo culto a la na-
ción garantizaba así el vínculo social en un momento en el que
los antiguos dioses envejecían o morían, y todavía no habían
nacido otros.75 Durante la Revolución de 1789, el nacionalismo
francés rindió culto a la sociedad, sin mediación alguna, sin pro-
yectarse en algo que la simbolizara, en contraste con lo que ha-
bía sucedido anteriormente con las religiones totémicas y teís-
tas. En aquel momento «cosas puramente laicas fueron trans-
formadas [...] en cosas sagradas: así la Patria, la Libertad y la
Razón [...] En un caso determinado se ha visto que la sociedad y
sus ideas se convertían directamente, y sin transfiguración de
ningún tipo, en objeto de un verdadero culto».76 Recientemente

72. Talal Asad, The Formations of the Secular, Stanford, Stanford Universi-
ty Press, 2003, p. 191.
73. T. Asad, op. cit., p. 192. Véase del mismo autor: Genealogies of Religion,
Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1993.
74. José Santiago, «Las formas de sacralización del nacionalismo: un desa-
fío a la secularización», en Josetxo Beriain e Ignacio Sánchez de la Yncera
(eds.), Sagrado y/o Profano, Madrid, CIS, 2010, pp. 349-365.
75. Émile Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid,
Akal, 1982, p. 398.
76. Ibídem, p. 201.

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han surgido estudios que muestran cómo la noción de «elección
de Dios», que había sido en primer lugar experimentada por los
israelitas y formulada en los textos del Antiguo Testamento, fue
adoptada por el movimiento nacionalista moderno.77 Una parte
de estos estudios examina las formas en que la idea de elección
sirvió para justificar los objetivos y las acciones de una política
imperialista, mientras que otros tratan de explicar el sufrimien-
to proporcionando un estímulo a la emancipación política y a la
liberación nacional. Ambas formas de elección pueden ser mez-
cladas con ideas de pureza racial y carácter único: los hombres
que creyeron que eran portadores de una misión especial en los
asuntos coloniales británicos del siglo XIX fueron muy conscien-
temente cristianos y blancos, así como lo fueron sus homólogos
en los Países Bajos, en Alemania o en Estados Unidos. En el
sustrato de las acciones de estos hombres se descubren tres con-
ceptos:78 los elementos religiosos, el nacionalismo secular y la
noción de raza o de características raciales. Primero está la idea
de elección de cierto pueblo, que incorpora ingredientes políticos
y sociales, así como religiosos. Segundo, el tema del revival o del
renacimiento de la nación entera. Los pietistas y los metodistas
introdujeron la metáfora del «renacimiento» (awakening) —una
clase de regeneración colectiva— en el protestantismo del siglo
XVIII y los nacionalistas del siglo XIX usaron la noción de revival
para explicar y avanzar la idea de una nación cristiana, «a nation
under God», como fue llamada en Estados Unidos. La tercera
idea es la creencia en un nuevo Mesías que funge de líder espiri-
tual (Moisés, Jesús, Mahoma, etc.) y/o político. En 1914, incluso
aquellos que recibieron una educación secular estaban sociali-
zados con historias bíblicas que imaginaron sus respectivos li-
derazgos políticos en términos bíblicos y con cualificaciones es-
pirituales explicadas en el Viejo y en el Nuevo Testamento.79 La

77. Esta idea ha sido desarrollada por Peter van der Veer y Harmut Leh-
mann (eds.), Nation and Religion. Perspectives on Europe and Asia, Princeton,
Princeton University Press, 1999, p. 6.
78. Véase al respecto el trabajo de Peter van der Veer: «The Moral State:
Religion, Nation and Empire», en Imperial Encounters: Religion and Modernity
in India and Britain, Princeton, NJ, Princeton University Press, 2001, pp. 30 y ss.
79. Connor Cruise O’Brien en Ancestral Voices. Religion and Nationalism in
Ireland, Dublín, Poolbeg Press, 1994, analiza el poema más nacionalista de
William Butler Yeats, Cathleen ni Hoolihan, escrito en 1902 y que sirve de
semilla al levantamiento irlandés de 1916.

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comunidad nacional secular, religiosamente unida, se recreará
creando conmemoraciones del pasado violento de la nación (sa-
crifitial Birth and Rebirth). Como vemos, en todos estos ejem-
plos, «lo secular» y «lo religioso» se prestan conceptos, figuras y
significados que ponen de manifiesto las inversiones ideológicas
que se establecen entre ellos, incluso dentro de un mundo pre-
dominantemente secular.

b) Los secularismos

En medio de, o más bien como resultado de las relaciones


entre el Estado y las Iglesias, ha surgido lo que llamamos «secu-
larismo», una ideología de Estado articulada con el propósito de
una separación de «lo religioso» y «lo político», adoptando una
variedad muy amplia. Las políticas hacia la religión son el resul-
tado de luchas ideológicas. Se puede decir que estas luchas para
transformar las políticas estatales se sitúan entre dos tipos de
secularismo:80 el secularismo activo (la laïcité de combat de la
que hablan los franceses), cuando el Estado desempeña un pa-
pel «asertivo» para excluir la religión de la esfera pública, confi-
nándola al ámbito privado, mientras que en el secularismo pasi-
vo (laïcité plurielle), el papel del Estado es «pasivo», permitiendo
la visibilidad pública de la religión. La fuente principal de elabo-
ración de políticas públicas sobre la religión en casi todos los
Estados antirreligiosos (como Corea del Norte, China y Cuba)
son las interpretaciones diversas de la ideología comunista; mien-
tras que en muchos Estados religiosos (como Irán o Arabia Sau-
dí) la fuente de inspiración es islamista. No obstante, muchos
Estados con Iglesias establecidas (como Grecia, Dinamarca o
Inglaterra) no se sustentan hoy en ideologías totalitarias como
las que asoman hoy en algunos empeños comunistas o islamis-
tas. En cualquier caso, en ellos se dan conflictos interpretativos
entre grupos de izquierda y de derecha sobre las políticas estata-
les en torno a asuntos como la eliminación de la religión de los
documentos nacionales de identidad, el multiculturalismo y la
neutralidad del Estado frente a las religiones. Como la ideología

80. La propuesta procede de Ahmet T. Kuru en «Analyzing Secularism:


History, Ideology and Policy», en Secularism and State Policies toward Reli-
gion, Cambridge, Cambridge University Press, 2009, p. 11.

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dominante desempeña un papel crucial en la formación de las
políticas estatales, los cambios en aquélla producirán asimismo
cambios en éstas. Dos ejemplos no tan lejanos son el Irán post-
Reza Pahlevi y la Rusia poscomunista. A pesar de las causas de
la revolución iraní y del colapso de la Unión Soviética son múlti-
ples, no cabe duda de que las transformaciones ideológicas que
resultan de los intercambios de élites en el poder marcan sus re-
sultados en términos de nuevos modelos de orientación políti-
ca. Tras los disturbios de la revolución iraní, el islamismo chiíta
reemplazó la ideología secularista del sah. Esta ruptura ideoló-
gica desencadenó cambios importantes en las relaciones Igle-
sia-Estado. De forma similar, la eliminación de la ideología co-
munista en las ex repúblicas soviéticas ha producido transfor-
maciones, pues Rusia hoy ya no es un Estado antirreligioso sino
un Estado secular que mantiene relaciones positivas con la Igle-
sia ortodoxa. En México, el secularismo activo ha sido la forma
dominante de ideología, a pesar del desafío de los conservado-
res, que pretenden más visibilidad pública de la religión.
El secularismo del que hablamos se apoya en un anticlerica-
lismo fuerte que surge a comienzos del siglo XX. India, sin em-
bargo, se apoya en un secularismo pasivo que ha sido dominan-
te y cuyo principal desafío procede del nacionalismo hindú. Las
sociedades europeas pueden ser altamente seculares, pero los
Estados europeos están lejos de ser seculares o neutrales. Sólo
tenemos que observar que toda rama del cristianismo, con la
excepción de la Iglesia católica, ha privilegiado el establecimien-
to religioso: son los casos de la Iglesia anglicana de Inglaterra, la
Iglesia presbiteriana de Escocia, la Iglesia luterana de los países
nórdicos (Dinamarca, Noruega, Islandia y Finlandia): la excep-
ción la encontraríamos en Suecia o en la Iglesia ortodoxa griega.
Llama la atención que incluso en la laicista Francia, el 80 % del
presupuesto de la Iglesia católica en educación esté cubierto con
fondos estatales. Entre los dos extremos de la laïcité francesa y
las Iglesias establecidas luteranas de los países nórdicos existe
un abanico de patrones en las relaciones Iglesia-Estado, en ám-
bitos como la educación, los media, la salud y los servicios socia-
les, que constituyen planteamientos «no seculares»; es el caso de
la fórmula «consociacional» de «pilarización» en los Países Ba-
jos o del reconocimiento oficial del carácter corporativo de las
Iglesias, protestantes y católicas, en Alemania.

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El «secularismo» conlleva dos principios que están presen-
tes en la ya mencionada Primera Enmienda de la Constitución
de Estados Unidos: por una parte, el principio de separación y,
por otra parte, el principio de regulación estatal de la religión en
la sociedad. Los grados de separación entre la Iglesia y el Estado
varían dentro de un espectro de relaciones que pueden ser «hos-
tiles» o «amistosas».81 En el siglo XX, probablemente las dos se-
paraciones más «hostiles» entre la Iglesia y el Estado en Europa
occidental tuvieron lugar en Francia (1905) y en España (1931),
a pesar de que ambos países gozan ahora de una separación
«amistosa» entre la Iglesia y el Estado. En el caso español, la
separación «hostil» del Estado y la Iglesia en la Constitución de
1931 contribuyó al colapso de la democracia y a la guerra civil,
mientras la separación «amistosa» producida consensualmente
y reflejada en la Constitución de 1978 contribuyó a la consolida-
ción de la democracia, como han puesto de manifiesto Juan J.
Linz82 y Víctor Pérez Díaz.83 En cuanto al caso francés,84 tene-
mos que señalar que la política francesa, en buena medida a lo
largo del siglo XIX, estuvo jalonada por conflictos entre la tradi-
ción jacobina, republicana, anticlerical (a veces incluso antirre-
ligiosa) procedente de la revolución francesa, que apostó por
una estricta separación entre el Estado y la Iglesia, y la tradición
católica, antijacobina, proclerical y decididamente integrista, que
apostó por una Iglesia oficial apoyada por el Estado en una so-
ciedad en la que el Estado (democrático o no) estuviera siempre
dispuesto a cooperar con la Iglesia oficial. En 1905, la separa-
ción fue hostil y representó el triunfo de la tradición jacobina, en
el sentido de que se prohibió enseñar a las órdenes religiosas,
incluso en las escuelas privadas. Sin embargo, en 1959, el país

81. Coinciden en este supuesto Alfred Stepan: «The World’s Religious Sys-
tems and Democracy: Crafting the “Twin Tolerations”», en Arguing Compara-
tive Politics, Oxford, Oxford University Press, 2001, 221-223, y José Casanova,
«The Secular and Secularisms», op. cit.
82. Juan J. Linz, «Church and State in Spain: From the Civil War to the
Return of Democracy», en Daedalus, 120, 3, pp. 159-178.
83. Víctor Pérez Díaz, «La iglesia y la religión en la España contemporá-
nea: una metamorfosis institucional», en El retorno de la sociedad civil. La
emergencia de la España democrática, Madrid, Alianza, 1993.
84. Sobre el caso francés véase el trabajo de William Bosworth: Catholi-
cism and Crisis in Modern France, Princeton, Princeton University Press, 1992,
3-43, pp. 279-308.

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más secular de Europa occidental apoyó la enseñanza en las
escuelas católicas, hasta el punto de que, en 1960, el 20 % del
presupuesto total en educación en Francia era para las escuelas
privadas católicas. Francia es el único Estado europeo occiden-
tal que oficialmente y con orgullo se declara «secular», es decir,
que se define a sí mismo y a su democracia como regulados por
los principios de laïcité. El disestablishment de la Iglesia católica
y la separación hostil de la Iglesia y el Estado tuvieron la función
de liberar al Estado laico del control eclesiástico, pero no de
liberar a la religión del control del Estado. Como ideología esta-
tal republicana secularista, la laïcité funciona como una religión
civil en competencia con la religión eclesiástica.85
El carácter de esa relación y de la fórmula concreta de sepa-
ración dependió y depende mucho de las relaciones entre las
autoridades religiosas y políticas durante el ancien régime.86 Se
puede establecer, como ha demostrado Casanova en sus investi-
gaciones, un contraste claro entre aquellos lugares en donde se
dieron instituciones eclesiásticas con pretensiones monopolis-
tas y fue necesario un proceso de separación rígido, como las
institucionalizadas a través del sistema Westfalia de Estados
europeos bajo el principio cuius regio eius religio87 (cada región,

85. Véase José Casanova: «Public Religions Revisited» en Hent de Vries


(ed.), Religion: Beyond a Concept, Nueva York, Fordham University Press, 2008,
p. 111. Cabe preguntarse si la laicidad convertida en laicismo es realmente un
clericalismo invertido, y si responde entonces de la mejor manera a los princi-
pios de la convivencia democrática.
86. Éste es un aspecto en el que conciden Kuru y Casanova en los textos ya
citados.
87. La territorialización de la religión y la correspondiente confesionaliza-
ción del Estado, la nación y sus gentes son hechos fundamentales y principios
formativos del sistema westfaliano de Estados territoriales soberanos, que emer-
gen en la Europa moderna temprana en el estadio posterior a las guerras de
religión, y como una pretendida solución a las mismas. El principio cuius regio
eius religio es el principio formativo general de tal sistema, un principio que en
cualquier caso se estableció antes de las guerras de religión e incluso antes de la
Reforma protestante, como lo demuestra la expulsión de judíos y musulmanes
de España por los monarcas católicos para poder establecer un Estado católico
territorial sobre una sociedad católica homogénea. Lo que la Paz de Westfalia
representó fue la generalización de este modelo dual de confesionalización de
Estados, naciones y gentes y de territorialización de la religión eclesiástica entre
los emergentes Estados territoriales europeos. Todo Estado moderno europeo
—con la excepción de la Liga polaco-lituana— se definió confesionalmente, ya
fuera católico, anglicano, luterano, calvinista u ortodoxo.

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su religión), y otros donde, como en la historia de Estados Uni-
dos de Norteamérica, aquéllas no se dieron. Esa drástica separa-
ción se produjo, pues, en los enclaves cargados de las pretensio-
nes de monopolio tan características de la vieja historia euro-
pea, como las de la Iglesia católica previa al Concilio Vaticano II,
o las de las Iglesias confesionales obligatorias apoyadas por el
Estado (sería, pues, una secuela de lo que Max Weber llamó ce-
saropapismo). Los Estados poscoloniales siguen una lógica bien
distinta a la dominante en Europa. Así, en las trece colonias ori-
ginarias de la Norteamérica colonial, donde el feudalismo no se
dio, no hubo una Iglesia nacional de la que el nuevo Estado fede-
ral tuviera que separarse. Por ello mismo, la separación entre el
Estado y las Iglesias fue amistosa, y no sólo porque no se hizo
necesaria esa separación hostil de una Iglesia establecida pre-
existente, sino porque la separación se produjo constitutivamente
y con el propósito expreso de proteger el libre ejercicio de la
religión; esto es, para construir las condiciones de posibilidad de
un pluralismo religioso, de modo que se partió de o se estableció
implícitamente el supuesto de que la diversidad religiosa es un
«bien» para la sociedad o la nación.88
Quizás, la pregunta que debemos hacernos es la que formu-
la José Casanova: ¿es el secularismo un fin en sí mismo, un valor
último, o es más bien un medio para lograr algún fin, como la
democracia y la ciudadanía igualitaria o el pluralismo religio-
so?89 Y a partir de ella cabe preguntar también: ¿es posible vivir
en un mundo secular sin ser secularista? La respuesta la puede
proporcionar una interesante reflexión de Alfred Stepan. Según
él, ninguna democracia europea occidental tiene hoy una sepa-
ración hostil o rígida entre la Iglesia y el Estado. La mayoría ha
alcanzado una libertad religiosa democráticamente negociada y
exenta de cualquier interferencia del Estado. Además, todas ellas
permiten el libre ejercicio de la práctica y educación religiosa, y
no sólo en las escuelas privadas, sino que permiten a los grupos
religiosos organizarse tanto en la sociedad civil como en la so-
ciedad política. Si la gran enseñanza de Estados Unidos se ponía
de manifiesto en la Primera Enmienda, «la «lección» de Europa

88. Cf. J. Casanova, Religious Pluralism in China and the United States,
Working Paper, 2010.
89. J. Casanova, The Secular and the Secularisms, op. cit.

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occidental radicaría, no tanto en la separación entre Iglesia y
Estado, sino en la constante construcción y reconstrucción polí-
tica de «tolerancias mutuas (twin tolerations)»,90 a pesar de las
«intolerancias mutuas» que se dieron en un pasado no muy leja-
no. Que uno se presente como francés, alemán, español o norte-
americano no significa que sea más demócrata que cuando se
identifica como católico, judío, protestante o musulmán. Si que-
remos determinar la calidad de una democracia en su cara a
cara con la religión, el «secularismo» y la «separación entre Igle-
sia y Estado» no nos proporcionan las herramientas indispensa-
bles, porque éstos no son elementos intrínsecos de la definición
y de la articulación práctica de la democracia, como en ocasio-
nes se ha pretendido. Por eso mismo, tenemos la necesidad de
buscar y encontrar otras fuentes de explicación. La idea de las
«tolerancias mutuas» de Stepan nos procura una buena vía para
profundizar al respecto. Es él quien ha propuesto un modelo
empírico para medir la calidad de una democracia basado en
tales «tolerancias mutuas», entendidas como esos «límites míni-
mos de libertad de acción que deben ser creados por las institu-
ciones políticas vis-à-vis las autoridades religiosas, y también
por los individuos y los grupos religiosos vis-à-vis las institucio-
nes políticas». Y esto, porque las reglas de protección frente a
una posible tiranía ejercida por mayorías religiosas no deben ser
distintas de las reglas democráticas usadas para defender la so-
ciedad frente a la posible tiranía ejercida por mayorías políti-
cas.91 Al fin y al cabo, religión y política, son dos sistemas autó-
nomos, producto de un proceso de diferenciación social inci-
piente. Las autoridades religiosas deben «tolerar» la autonomía
de gobiernos democráticamente elegidos, sin pretender prerro-
gativas privilegiadas constitucionalmente para gobernar o vetar
la política pública. Las instituciones políticas democráticas de-
ben, por su parte, «tolerar» la autonomía de los individuos y
grupos religiosos, no sólo para que gocen de completa libertad
para ejercer de forma privada el culto, sino que deben también
permitir que promuevan sus valores en la sociedad civil y que
patrocinen organizaciones y movimientos en la sociedad políti-

90. Alfred Stepan, «Twin Tolerations», op. cit., p. 222.


91. Véase al respecto el trabajo de José Casanova: «Rethinking Seculariza-
tion», en The Hedgehog Review, vol. 8, n.º 1 y 2, 2006, p. 21.

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ca, siempre que no violen las reglas del juego democrático y se
atengan a la ley.92

c) La constelación postsecular

Buena parte de los supuestos de la teoría general de la secu-


larización han sido, en suma, refutados (declive generalizado de
la creencia y la práctica religiosa, confinamiento en la esfera
privada y deseclesialización masiva). Sin embargo, para Peter L.
Berger,93 quien fuera uno de sus principales y más consistentes
mentores, y que ahora es un crítico militante de la teoría de la
secularización, ésta ha producido dos explicaciones válidas. Una
concierne a la secularización de las sociedades europeas, y
más concretamente al declive de las creencias y prácticas reli-
giosas; la otra se refiere a la emergencia de una élite secular
global, que comparte un modo de vida secular worldwide, más
allá de las tradiciones locales y a veces en oposición a éstas. Char-
les Taylor ha visto necesaria la propuesta de un tercer modelo
que corrige los errores generalistas y universalizadores de la secu-
larización: el de «la fe y la creencia como otra opción más». Como
vimos al iniciar este trabajo, lo que esto viene a confirmar es la
necesidad de construir categorías que definan apropiadamente
la nueva situación. Jürgen Habermas, Klaus Eder, Hans Joas y
Ulrich Beck han esbozado el concepto de sociedad postsecular.94
Pero no deberíamos caer en la tentación fácil de interpretar la
era postsecular como una mera vuelta a un estadio religioso,
como un volver a empezar, sino que debemos tener siempre pre-

92. Nos inspiramos en una ejemplificación de las «tolerancias mutuas» de


Stepan por José Casanova en un reciente trabajo: «Public Religions Revisi-
ted», en Hent de Vries (ed.), Religion. Beyond a Concept, Nueva York, Fordham
University Press, 2008, p. 113.
93. P.L. Berger, «The De-secularization of the World: A Global Overview»,
en P.L. Berger (ed.), The Desecularization of the World: Resurgent Religion and
World Politics, Washington, Ethics and Public Policy Center, 1999, pp. 10-12.
94. Klaus Eder [«Europäische Säkulasierung —ein Sonderweg in die
postsäkulare Gesellschaft?», Berliner Journal für Soziologie, cuaderno 3 (2002),
pp. 331-343]; Jürgen Habermas [«Glauben und Wissen», op. cit., pp. 251-252];
Hans Joas [Braucht der Mensch Religion. Über Erfahrungen der Selbstraszen-
denz, Friburgo, Herder, 2004, 122-129] y Ulrich Beck [Der Eigene Gott,
Frankfurt, Fisher, 2008, p. 197] han analizado los perfiles de la nueva realidad
que el concepto «postsecular» delimita.

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sente el hecho, empíricamente probado, del «cuestionamiento
de una conciencia basada en estadios»,95 evitando a la vez la
eliminación del propio marco secular, inmanente, y problemati-
zando las posibilidades de trascendencia dentro del propio mar-
co inmanente, siendo conscientes de que tal marco posmetafísico
inmanente permite crear nuevas experiencias religiosas, trascen-
diéndose a sí mismo. Si la teoría general de la secularización
postuló el advenimiento de un mundo posdualista, anclado en el
florecimiento del mundo inmanente, secular, de forma exclusi-
va, tenemos que reconocer, en cambio, que el propio marco in-
manente produce nuevas experiencias de trascendencia. La tras-
cendencia sigue siendo posible en medio de una diferenciación
funcional de esferas sociales donde la religación, el ricorso de las
preguntas de ultimidad, reaparecen. El mundo postsecular ac-
tual no se caracteriza por una ausencia de la religión, a pesar de
que en algunas sociedades como las europeas las creencias y las
prácticas religiosas hayan disminuido ostensiblemente, sino, más
bien, por una ampliación continua de nuevas opciones, religio-
sas, espirituales y antirreligiosas; porque cuando hablamos de
religión no existe una regla global y uniforme. La religión, sin
duda, es una opción, como buena parte de nuestras decisiones
en un mundo postsecular, en un mundo donde se plantea como
una elección libre y no como un destino impuesto. La palabra
herejía procede del griego hairein, que significa elegir; pues bien,
la modernidad se caracteriza por haber consagrado tal «impera-
tivo herético»96 al pasar de un destino dado a uno elegido, dentro
de ciertas limitaciones históricas.
La teoría de la secularización postuló que cuanta más mo-
dernización, menos religión, pensando que la religión era una
reliquia del pasado, un atavismo que desaparecería de la socie-
dad una vez que ésta hubiese alcanzado su madurez moderna.
Sin embargo, en el umbral epocal donde estamos situados, y
que calificamos como postsecular, se pone de manifiesto que
cuando se incrementa la modernización, la religión no desapa-

95. En donde el último estadio supera a todos los anteriores haciendo tábula
rasa de ellos. Véase al respecto el trabajo de J. Casanova: «Are we Still Secu-
lar?», Working Paper presentado al Workshop with Jürgen Habermas en el Insti-
tute for Public Knowledge, New York University, 22-24 de octubre de 2009.
96. Tomamos el concepto de Peter L. Berger, The Heretical Imperative, Nue-
va York, Doubleday, 1980.

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rece sino que cambia sus rostros, experimenta metamorfosis di-
versas. No sería tan aventurado afirmar que cuanto mayor dife-
renciación social del elenco de opciones se produce, mayor será la
pluralización diferencial religiosa. Por eso contemplamos un es-
cenario de reanimación de lo sagrado, que reclama una cuida-
dosa revisión de las claves de la tolerancia e incluso de las fór-
mulas del diálogo democrático.
El final de la Guerra Fría significa que hoy no existe una única
lucha ni un único modelo cultural, social, político y económico
que galvanice las fuerzas sociales en el nivel planetario, tal como
ocurría con la Historia con mayúscula, cuasi hegeliana, que escri-
bía Marx en El manifiesto. No existe una modernidad canónica
sino diversas97 formas en disputa de ser moderno. El agotamiento
de las energías utópicas,98 en sus versiones primero liberal y des-
pués socialista, produce una reanimación, una rehabilitación, de
la conciencia adormecida de la religión, con expresiones muy dis-
tintas. Lo sagrado nos habla, pero con distintos acentos; lo sagrado
se manifiesta, pero en distintas creencias, y también en las formas
de vivencia práctica, más allá de los estrechos márgenes de los
Estados nacionales e incluso de las civilizaciones, expresando la
variedad de contextos en los que surgen. El «despertar de lo reli-
gioso»99 ha sido bienvenido por muchos como un medio de sumi-
nistrar aquello que ven como una dimensión moral perdida en la
política secular y en las preocupaciones sociales y ambientales.
Sin embargo, otros lo han visto con alarma, como un síntoma de
creciente irracionalidad e intolerancia en la vida cotidiana. Existe
un común acuerdo, en todo caso, de cuestionar como inaceptable
la narrativa de un progreso inevitable que lleva irreversiblemente
de lo religioso a lo secular.100

97. Al respecto, véase el trabajo de Josetxo Beriain: Modernidades en dispu-


ta, Barcelona, Anthropos, 2005.
98. Jürgen Habermas, «Die Krise des Wohlfahrtstaates un die Erschöpfung
utopischen Energien», en Zeitdiagnosen. Zwölf Essays, Frankfurt, Suhrkamp,
2003, pp. 27-50.
99. Para una cartografía de la creencia en sentido global, véase los trabajos de
Pipa Norris y Ronald Inglehart: Sacred and Secular. Religion and Politics Worldwide
[Cambridge, Cambridge University Press, 2006] y el compilado por Hans Joas y
Klaus Wiegandt, Säkularisierung und die Weltreligionen [Frankfurt, Fisher, 2007].
100. Talal Asad se ha hecho eco de esta idea en: Formations of the Secular:
Christianity, Islam, Modernity, Stanford, Stanford University Press, 2003, In-
troducción.

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Habría que hablar, pues, de «despertares» de lo sagrado, en
plural, más que de un estricto y uniforme resurgir de la religión.
Sólo por citar algunos de los más recientes desafíos religiosos
podemos mencionar: la vitalidad de la derecha cristiana en Es-
tados Unidos, el renacimiento evangélico en Latinoamérica, la
nueva libertad de religión en la Europa poscomunista, el resur-
gimiento del islam en Oriente Medio o la evidencia de las nuevas
creencias y prácticas religiosas a lo largo de Africa y Asia.101 Si
asumimos la importancia de la religión en un contexto de dife-
renciaciones múltiples, de secularizaciones en plural, de moder-
nidades múltiples y, por supuesto, de religiones transnacionales,
este mundo ya no es secular sino «postsecular», y el reconoci-
miento de este hecho conduce al «socavamiento de la confianza
secularista en la inminente desaparición de la religión. La con-
ciencia de vivir en una sociedad secular ya no está vinculada a la
certeza de que la modernización social y cultural avanzada pue-
da ocurrir sólo a costa de la influencia pública y de la relevancia
personal de la religión».102 En esta situación, «Occidente, mol-
deado por la tradición judeo-cristiana, debe reflexionar sobre
uno de sus más grandes logros culturales: la capacidad para des-
centrar sus propias perspectivas, su propia autorreflexión y, por
consiguiente, su distanciamiento autocrítico de sus propias tra-
diciones [...]. En una palabra: superar el eurocentrismo implica
que Occidente utilice [a fondo, añadiríamos nosotros] sus pro-
pias fuentes cognitivas».103 En definitiva, se trataría de que am-
pliemos el diámetro y la profundidad de la otredad reflexiva-
mente comprehendida y aceptada dentro de la propia sociedad.

3. La pluralidad del hecho religioso en un mundo «postsecular»

Una vez que hemos definido, aunque sólo sea todavía de


una forma rudimentaria, un marco de clasificación y de repre-
sentación «postsecular», conviene ahora verificar cuáles son

101. Se puede encontrar información al respecto en la obra compilada por


P.L. Berger (ed.), The Desecularization of the World, Washington, Ethics and
Public Policy Center, 1999.
102. J. Habermas, The 2009 Yale Lectures. «An Essay on Faith and Knowled-
ge: Postmetaphisical Thinking and the Self-interpretation of Modernity», p.
18. Pro manuscripto.
103. J. Habermas, Religion and Rationality: Essays on Reason, God and
Modernity, Eduardo Mendieta (ed.), Cambridge, Polity Press, 2002, p. 154.

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las principales manifestaciones del hecho religioso dentro de
tal horizonte «postsecular». Para ello recurriremos a una serie
de clusters.

a) El vigor de los monoteísmos en perspectiva transnacional

Una primera ola secularizadora pensó la incompatibilidad


entre modernidad y religión y, por ello, tuvo que afrontar la apa-
rente «excepcionalidad norteamericana», sobre la que, como he-
mos dicho, reclama la atención Alfonso Pérez-Agote. Estados
Unidos es, a la vez, el último régimen militante de la Ilustración y
el único país avanzado que todavía es inequívocamente cristiano.
Actualmente, sin embargo, en medio de un «mundo masivamen-
te religioso», en los términos de P.L. Berger, Europa se revela como
la verdadera excepcionalidad. Es la única área geográfica y cultu-
ral (quizás con Canadá) donde puede aplicarse el esquema típico
ideal de la secularización como desacralización religiosa. Se ha
producido una des-europeización del cristianismo, mientras éste
florece en amplios sectores de África, Filipinas, Sudamérica, Co-
rea del Sur y Estados Unidos. De hecho, las religiones universales
se dibujan tal vez como la más importante contribución a la dife-
renciación del sistema religioso, anticipando la sociedad mun-
dial. El vigor de los monoteísmos hay que verlo no en perspectiva
nacional sino en perspectiva supranacional, transnacional, planeta-
ria.104 Entre las religiones de influencia culturalmente dominan-
tes se constata una diversidad religiosa. Esto se debe en parte a
razones históricas y en parte a la expansión de la religiosidad sin
pertenencia a una comunidad religiosa, a la inmigración, a la nueva
visibilidad de pequeñas comunidades religiosas, a la emergencia
de nuevas religiones y a la difusión de creencias y prácticas reli-
giosas de culturas extranjeras a través de los media.105 Los actores,

104. Véase sobre esta idea el trabajo de Pipa Norris y Ronald Inglehart:
Sacred and Secular..., op. cit.; los trabajos compilados por Hans Joas y Klaus
Wiegand (eds.), Säkularisierung und die Weltreligionen, op. cit.; el trabajo de
José Casanova: «Public Religions Revisited», en Hent de Vries (ed.), Religion.
Beyond a Concept, Nueva York, Fordham University Press, 2008, 113; y Ber-
telsmann Religions Monitor: What the World Believes, Güttersloh, 2009.
105. Stefan Huber y Volkhard Krech, «The Religious Field between Globa-
lization and Regionalization. Comparative Perspectives», en Bertelsmann
Religions Monitor: What the World Believes, Güttersloh, 2009, pp. 53-93.

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en materia de religión, no son hoy Estados nacionales sino movi-
mientos religiosos transnacionales.
Dentro del propio catolicismo se observa esta tendencia ha-
cia la transnacionalización. La aceptación por parte de la Iglesia
católica durante el papado de Juan XXIII de la moderna doctri-
na de los derechos humanos universales ha alterado radicalmente
la dinámica tradicional de las relaciones Iglesia-Estado y el rol
de la Iglesia tanto nacional como transnacionalmente. La piedra
de toque del proceso fue la Declaración sobre la Libertad Reli-
giosa del Concilio Vaticano II, Dignitatis Humanae. Como ha
puesto de manifiesto José Casanova: «Teológicamente, esto con-
lleva la transferencia del principio de libertas ecclesiae que la Igle-
sia ha guardado con tanto celo a través de los siglos a la persona
humana individual —a la libertas personae—».106 En el proceso,
el papa podría transformarse de ser el Santo Padre de todos los
católicos para convertirse en el Padre de todos los hijos de Dios
y hablar en el nombre de la Humanidad, como defensor hominis.
Esto conduciría a una diferencia fundamental, en el sentido de
que la espada espiritual ya no podría pretender la protección de
la espada temporal, ejerciendo su autoridad contra los regíme-
nes religiosos alternativos para obtener el monopolio de los me-
dios de salvación. Esta autolimitación racional de la propia Igle-
sia católica es un pequeño paso interno, dentro de una singladu-
ra milenaria, pero supone un gran paso para la humanidad. La
Iglesia católica romana ha cesado de ser una institución predo-
minantemente europea y romana. Paradójicamente, la Iglesia
católica que ha resistido durante tanto tiempo la emergencia del
moderno sistema de Estados nacionales, sin embargo, responde
ahora exitosamente a las oportunidades ofrecidas por la crisis
de la soberanía estatal territorial y a la expansión de una socie-
dad civil globalizada.
En el caso del islam, también existen fuertes tendencias trans-
nacionales globalizadoras. Si bien en el ejemplo anterior hemos
ofrecido razones teológicas de transnacionalización, en el caso
del islam vamos a ofrecer razones geográficas y sociológicas. La
geografía cambiante del islam no incluye solamente a los 600 millo-

106. J. Casanova, «Globalizing Catholicism and the “Universal” Church»


en Susanne Rudolph y James Piscatori (eds.), Transnational Religion and Fa-
ding States, Boulder, Westview Press, 1997, pp. 201-225.

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nes que viven en Estados islámicos, sino a los otros 435 millones
(600 millones, si incluimos a Indonesia) que viven en democra-
cias o en cuasi-democracias. Ahí incluimos 110 millones de mu-
sulmanes viviendo en Bangladesh, 120 millones en Pakistán, 65
millones en Turquía, 120 millones en India, porque ellos contri-
buyen a la democracia secular india y son una de las voces impor-
tantes en la cultura islámica multipolar en el mundo. Incluimos
también a los 20 millones de musulmanes que viven en regímenes
democráticos en áreas de Europa occidental, Norteamérica y Aus-
tralia. La inclusión de la diáspora islámica está justificada porque
su experiencia con la democracia es importante si no somos «esen-
cialistas» o «territorialistas» en materia de religión, el islam es
una cultura global cambiante que, en alguna medida, ha sido «des-
territorializada».107 A pesar de la presencia «yihadista» en Indone-
sia, Egipto, Turquía e Irán, la expansión mayoritaria del islam hoy
no representa consistentemente al islamismo como ideología de
Estado, sino al islam reformista. Así como ha habido aggiorna-
mento católico, también hay aggiornamentos islámicos.108
El pentecostalismo es otro de los grandes movimientos reli-
giosos transnacionales que experimenta una extraordinaria pu-
janza. Estamos hablando de 250 millones de personas, con la
forma más extendida de cristianismo no católico-romano. En-
tendido ampliamente, el pentecostalismo incluye a uno de cada
ocho de los 2.000 millones de cristianos que hay en el mundo
hoy y a uno de cada 25 de la población global.109 Representa una
movilización religiosa masiva y de carácter transnacional. El pen-
tecostalismo es una extensión, una radicalización del metodis-
mo y de los revivals (despertares) evangélicos que acompañan a
la modernización anglo-americana (sobre todo a esta última).
David Martin caracteriza el metodismo en América —que nos
permite entender su secuela pentecostalista— como un movi-
miento que trascendió todas las barreras y dio poder a la gente

107. Véase al respecto el trabajo ya citado de Alfred Stepan: «The World’s


Religious Systems...», loc. cit., p. 237.
108. Véase al respecto el trabajo de Asef Bayat: Making Islam Democratic.
Social Mouvements and the Postislamic Turn, Stanford, Stanford University
Press, pp. 106-136.
109. Tomamos estos datos de David Martin: Pentecostalism: The World their
Parish, Oxford, Blackwell, 2002, p. xix.

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humilde para hacer de la religión algo propio.110 A diferencia del
calvinismo, que enfatizó la corrupción humana, la iniciativa di-
vina y la autoridad de una clerecía educada, habiendo heredado
estructuras eclesiásticas, sin embargo, los metodistas proclama-
ron el impresionante mensaje de la libertad individual, de la au-
tonomía, de la responsabilidad y del logro. En diez años de pre-
dicación metodista se hicieron cristianos más afro-americanos
que en un siglo de influencia anglicana. El metodismo no supri-
me los impulsos de la religión popular, los sueños y las visiones,
el éxtasis, el alivio emocional incontrolado, la predicación reali-
zada por negros, mujeres y por cualquiera que sienta la llamada,
creando de esta guisa no sólo una comunidad de creencia sino
una «comunidad de sentimiento». Fue bajo el auspicio metodis-
ta cuando la música religiosa folk —los espirituales blancos y
negros— realmente prosperó. Este movimiento, de forma auto-
consciente, se posiciona a sí mismo como revolucionario desde
el principio, en medio de una batalla, en un combate espiritual.
El lenguaje del renacimiento (espiritual) expresa en el nivel indi-
vidual la posibilidad de «realizar una completa ruptura con el
pasado», anunciando una redención inminente, poniendo en
escena una distinción radical entre la vida pasada del converso y
el momento de la conversión a través del cual él o ella renacen
(born again). La importancia de la ruptura que conduce al ima-
ginario del «renacido» es igualmente evidente en las formas en
las que la comunidad de creyentes se sitúa a sí misma con res-
pecto al pasado colectivo y al mundo del presente.111 La vulnera-
bilidad existencial crea la necesidad y el movimiento pentecos-
tal ofrece la metodología de empoderamiento del sujeto. Es ésta
una nueva forma de individuación, en términos weberianos, a
través de un re-encantamiento donde el portador del carisma es
uno mismo, frente a la racionalidad instrumental y frente a la
propia tradición religiosa.

110. Ibídem, 8.
111. Véase al respecto el interesante trabajo de Ruth Marshall: Political
Spiritualities. The Pentecostal Revolution in Nigeria, Chicago, Chicago Univer-
sity Press, 2009, p. 51.

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b) Religiosidad y acceso diferencial a las oportunidades vitales

Hay una relación entre religiosidad cristiana y distribución dife-


rencial de los riesgos a la hora de acceder a las oportunidades vitales
entre la población.112 La importancia de la religiosidad persiste con
mayor fuerza entre poblaciones vulnerables, especialmente en
aquellas que viven en naciones pobres, haciendo frente a los ries-
gos que amenazan la seguridad personal. El proceso de seculari-
zación ha tenido lugar entre los sectores sociales más prósperos
en las naciones postindustriales, seguras y afluentes. Incluso den-
tro de estas naciones relativamente afluentes existen bolsas de
pobreza de larga duración, bien afecte a los desempleados afro-
americanos que viven en el interior de las ciudades de Los Ánge-
les, Detroit, Chicago, a los trabajadores rurales en Sicilia, a los
emigrados bangladesíes, pakistaníes o a hindúes en Leicester o
Birmingham. También hay poblaciones en riesgo dentro de las
naciones industrializadas, que pueden descolgarse del Estado de
Bienestar; incluyendo a los ancianos y a los niños, a los hogares
monoparentales, a los hogares cuya cabeza es una mujer, a los
desempleados, sin techo y personas con discapacidades de larga
duración, así como a las minorías étnicas. Sin embargo, esta co-
rrelación positiva existente entre vulnerabilidad existencial y reli-
giosidad, fuera del cristianismo y del resto de religiones del libro,
no se mantiene. Por ejemplo, en China, que alguien caiga hasta
los escalones de la pobreza más profunda no significa que se haga
más religioso, debido precisamente a que falta esa tensión entre
«el otro mundo» y «este mundo». La ética confuciana es una ética
del decoro, de la adaptación al mundo. Sólo en los universos sim-
bólicos religiosos en donde existen el dualismo cosmológico men-
cionado y esa tensión entre ambos polos que es propia de los
monoteísmos se crea la afinidad electiva entre vulnerabilidad exis-
tencial y religiosidad.

c) Horizontes politeístas de la creencia

En medio de otras mudanzas más vastas, estamos experimen-


tando una transformación desde el espacio de experiencia del

112. Véase sobre esta idea el trabajo de Pipa Norris y Ronald Inglehart:
«Sellers or Buyers in the Religious Markets?», en The Hedgehog Review, 2006,
8, 1 y 2, pp. 69-92.

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monoteísmo de la religión hacia un horizonte politeísta de lo reli-
gioso que ocurre bajo la forma del «Dios elegido». En las socieda-
des occidentales, donde la autonomía del individuo113 se ha inte-
riorizado, los procesos de individualización114 se acentúan, pero
se dan independizados de las dinámicas de las religiones institui-
das clásicas, de modo que la emergencia de las «pequeñas» narra-
tivas de la fe resulta favorecida frente a las «grandes» narrativas
de las religiones fundamentales, cuyos loci han sido y en buena
medida siguen siendo la sinagoga, la iglesia y la mezquita. Frente
al Dios que elige a su pueblo, propio de la tradición monoteísta,
surge una constelación en la cual «Dios es elegido» por el creyente
a través de un acto libre de adhesión o de conversión. La réplica
de la diferenciación funcional en el ámbito social la encontramos
en el «politeísmo moderno sin dioses» del que habla Max Weber:
«los numerosos dioses antiguos, desmitificados y convertidos en
poderes impersonales, salen de sus tumbas, quieren dominar nues-
tras vidas y recomienzan entre ellos la eterna lucha...».115 Los dio-
ses luchan dentro de nosotros, en nosotros. En cada alma indivi-
dual pugna una multitud de daímones; son imágenes sacralizadas
y personificadas que vienen a expresar y significar la experiencia
espontánea, que ofrecen la visión y la verbalización de esas confi-
guraciones de la existencia que se nos presentan en diversas cons-
telaciones de sentido, como ya le ocurría al propio Weber con los
dioses de Calvino y de Lutero, con el Dios que lo es todo del acos-
mismo de Tolstoi, etc. El genio de Thomas Mann plasmó en su
literatura perenne la convicción weberiana de que cada ser hu-

113. Ernst Troeltsch a comienzos del siglo XX, haciéndose eco de la emer-
gencia de un tipo de religiosidad individual, hace una importante distinción
entre tres formas organizacionales en el cristianismo: la Iglesia, la secta (dis-
tinción que comparte con Max Weber) y el misticismo. Con esta tercera forma
hace referencia al «mundo de las ideas que no encajan en las formas de rendir
culto habituales (Iglesia y secta) en las que la doctrina es transformada en una
experiencia puramente personal e interna» (The Social Teachings of the Chris-
tian Churches, Londres, Allen and Unwin, 1931, p. 993). Véase sobre este con-
cepto el trabajo de Karl-Fritz Daiber: «Mysticism: Ernst Troeltsch’s Third Type
of Religious Collectivities», en Social Compass, 49, 2002, pp. 329-341.
114. Sobre la experiencia religiosa individual al margen de las Iglesias es-
tablecidas véase el interesante trabajo de Hubert Knoblauch, Populäre Reli-
gion: Auf dem Weg in eine spirituelle Gesselschaft, Frankfurt, Campus, 2009,
pp. 193-262.
115. M. Weber, El político y el científico, Madrid, Alianza, 1975, p. 218.

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mano decide, solo y por sí mismo, «qué es para él Dios y qué es
para él el diablo». El imaginario social de las sociedades moder-
nas avanzadas no ofrece un patrón central (monoteísmo) sino
múltiples constelaciones de sentido que actúan en nuestra alma
(politeísmo). Hebraísmo y helenismo: entre estos dos puntos de
influencia se mueve nuestro mundo. Unas veces siente más pode-
rosamente la atracción de uno de ellos, otras veces la del otro; el
equilibrio entre ellos raramente existe. En el monoteísmo se pro-
yecta un imaginario central —en nuestra tradición judeocristia-
na, JHWH— «desde arriba», primero, porque la naturaleza de tal
imaginario es la de un Dios solar,116 inmutable, perfecto, actus
purus, motor inmóvil, y, segundo, porque recibe su legitimación
desde la posición instituida de la teología que opera como saber
canonizado y dogmatizado, es decir, protegido contra la duda y la
crítica. El rabino, el mulah y el obispo, sin mencionar al papa
(extra ecclesia nulla salus), blindan así su conocimiento contra el
hereje (prototipo de conducta moderna) y no olvidemos que la
modernidad supone, como afirmara P.L. Berger, la institucionali-
zación del «imperativo herético», es decir, del derecho a elegir y a
dudar. Por eso cabe decir que en las sociedades occidentales, aho-
ra mismo, comenzando el siglo XXI, se pone de manifiesto una
tendencia, entre otras, hacia el politeísmo.117 La modernidad pro-
duce pluralidad, y ésta incrementa la capacidad individual para
realizar elecciones dentro de y entre cosmovisiones distintas. La
pluralización afecta a los valores y coextensivamente a los valores
religiosos. La teoría general de la secularización se equivocó al
suponer que esas elecciones iban a ser probablemente seculares.
De hecho, en muchos casos, han sido religiosas. La religión elegida
es mucho menos estable (más débil, podemos decir) que la Iglesia
dada por supuesta en la memoria de la gran tradición de las reli-
giones universalistas, pero si creemos en las verdades que emer-
gen de la propia realidad social, debemos ser conscientes de que
la «fe es una opción entre otras opciones»; por tanto, etsi Deus
non daretur, incluso si Dios no existiera (o no fuera elegido), esta

116. Véase G. Dumézil, Los dioses soberanos de los indoeuropeos, Barcelo-


na, Herder, 1999.
117. P.L. Berger y Anton Zijderveld mantienen esta posición en su reciente
trabajo: In Praise of Doubt. How to Have Convictions Without Becoming a Fa-
natic, Nueva York, Harper One, 2009, pp. 1-24.

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realidad pluralista sería vinculante. Uno de los análisis más finos
sobre la afinidad electiva existente entre el politeísmo moderno y
el individualismo moderno es el realizado José Casanova en Pu-
blic Religions in the Modern World, uno de cuyos párrafos afirma:
«si el Panteón fue el templo del antiguo politeísmo, un lugar en el
que todos los dioses conocidos e incluso desconocidos podían ser
venerados simultáneamente, el espíritu individual se ha converti-
do en el templo del moderno politeísmo».118 El politeísmo moder-
no emerge «desde abajo», en la inmanencia de una situación so-
ciosimbólica específica, caracterizada por la pluralidad; una plu-
ralidad que se manifiesta en muchas voces, cuya resonancia se
hace socialmente evidente por la institucionalización de la here-
jía. Socialmente hablando el politeísmo es una situación en la que
coexisten valores diversos, modelos diversos de organización so-
cial y principios mediante los cuales el ser humano dirige su vida
política. De ahí la afinidad existente entre democracia y politeís-
mo,119 sólo aquélla garantiza stricto sensu la supervivencia de éste.
Este nuevo politeísmo no representa tanto nuevas confesiones o
fes religiosas como necesidades del alma humana, su naturaleza
polifacética. Este politeísmo no tiene pretensiones teológicas, por-
que no se aproxima a los dioses con un estilo religioso. Por eso
mismo, la teología no puede repudiarlo como herejía o falsa reli-
gión con falsos dioses. La pretensión no es rendir culto a los dio-
ses/as griegos/as —o a los de cualquier otra alta cultura politeísta,
egipcia o babilónica, hindú o japonesa, celta o nórdica, inca o
azteca— para recordarnos aquello que el monoteísmo nos ha he-
cho olvidar. No estamos reviviendo una fe muerta, ni tampoco la
pretensión es constatar un mero revival de la religión, uno de tan-
tos que ésta experimenta, como de lo religioso, del hecho religioso
dentro de un nuevo umbral de tolerancia en donde el objetivo no

118. J. Casanova, Public Religions in the Modern World, Chicago, Chicago


University Press, 1994, p. 52.
119. Para E.M. Cioran, en las democracias liberales existe un politeísmo
implícito (o inconsciente, si se quiere) y, al contrario, cada régimen autorita-
rio supone un monoteísmo enmascarado (véase: I nuovi dei, Milán, 1971 [1969],
p. 44). El análisis sociosimbólico que subyace a este capítulo pretende descri-
bir la estructura simbólica de las sociedades modernas tardías, cuyo imagina-
rio es «politeísta», sin olvidar con esto que existen formas de creencia y re-
ligación monoteísta, aquéllas representadas por las Iglesias establecidas de
las grandes religiones universalistas.

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es la Verdad (de mi Religión, de la Religión) sino la convivencia en
paz, vivida en lo posible en clave de mutua audiencia y reconoci-
miento. Pierden plausibilidad los dualismos dicotómicos del «o
esto o lo otro», «creyente versus infiel», favoreciéndose de esta
guisa el principio del: «por tanto... pero, también...». No adora-
mos a numerosos dioses y diosas (aunque, sin duda, existe una
idolatría de algunos sustitutos técnicos de dioses como el dinero,
el poder o el sexo) sino que tales dioses y diosas se manifiestan a
través de nuestras vivencias. La vida, propiamente, es una lucha
entre tales potencialidades (mundos de ser y de significado) y el
hombre es la arena de una eterna guerra de Troya. Robert N. Be-
llah y sus colaboradores hablan del sheilaísmo para describir un
tipo de religión individual actualmente emergente en las socieda-
des modernas avanzadas, después de que una de las personas a la
que entrevistaron, llamada Sheila, hablara de su propia «fe» como
de «su propio sheilaísmo»:120 «Yo creo en Dios. No soy una fanáti-
ca religiosa. No puedo recordar la última vez que acudí a la igle-
sia. Mi fe me ha llevado a través de un largo camino. Es el sheilaís-
mo. Sólo mi propia pequeña voz», y los entrevistadores añaden:
«esto sugiere la posibilidad lógica de más de 300 millones de reli-
giones americanas, una para cada uno/a de nosotros/as».121 Al
monoteísmo le coge a contrapié la nueva situación, al seguir pro-
poniendo que en la mesilla de cada individuo debe seguir habien-
do un ejemplar de la Biblia con «su» voz singularizada, sin caer en
la cuenta de que en la mesilla de tal individuo nómada, quizás
deba existir también un ejemplar de la Odisea o las tragedias de
Shakespeare, con todos sus personajes en plural.

d) La reacción fundamentalista

Finalmente, pero no en último lugar, debemos constatar el


auge de una reacción global fundamentalista, que a diferencia de
los tres despertares anteriores, apuesta por una fusión entre la
religión y la política, situando al Estado nacional secular como
enemigo a batir. Esta reacción se caracteriza por un énfasis for-
midable en la verdad de la religión propia en un sentido mono-

120. R.N. Bellah, Habits of the Heart. Individualism and Conmitment in


American Life, Nueva York, Basic Books, 1986.
121. R.N. Bellah, op. cit., p. 221.

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teísta y por una clara separación entre el creyente y el infiel. Más
que en lo religioso o en la religiosidad, el fundamentalismo hace
énfasis en la religión verdadera. Se opone, por ello, frontalmente
a lo que estamos llamando sociedad «postsecular», que, como
venimos viendo no se caracteriza por la ausencia de la religión
sino precisamente por la continua multiplicación de nuevas op-
ciones, religiosas, espirituales y antirreligiosas. Porque cuando
ahora hablamos de religiosidad, pensamos que no hay manera
de encontrar sitio a una regla global y uniforme. Si en nuestra
sociedad, al haber libertad de culto, es virtualmente imposible
impedir a alguien creer en Dios, sin embargo, en ella, la fe, inclu-
so para el más fiel de los creyentes, es sólo una posibilidad hu-
mana entre otras. Y es en esta sociedad, religiosamente plural y
abierta, donde el movimiento fundamentalista se estructura como
una cultura de enclave,122 en los términos de Emmanuel Sivan;
como una fragua de militancia religiosa y política desde la que
los autodenominados «verdaderos creyentes» intentan detener
la erosión de la identidad religiosa, fortificar las fronteras de la
comunidad religiosa y crear alternativas viables a las institucio-
nes y a las conductas seculares.
Los fundamentalistas modernos constituyen uno de esos movi-
mientos que se desarrollan en el marco de la civilización moderna
y de la modernidad, como los socialistas, los nacionalistas y los
fascistas. Las ideologías promulgadas por los movimientos funda-
mentalistas constituyen una parte del discurso continuamente cam-
biante de la modernidad, especialmente tal como ésta se desarrolla
a partir del final del siglo XIX. Son movimientos que interactúan
con otros constituyéndose como puntos de referencia mutuos. De
hecho, el fundamentalismo «revivalista» de origen evangélico, que
nace a comienzos del siglo XX en Estados Unidos, tiene su réplica
en Europa en el integrismo católico que hunde sus raíces en una
larga tradición originada en la Contrarreforma. Se desarrollan en
un contexto histórico especial, caracterizable como una fase histó-
rica que cristaliza en la segunda mitad del siglo XX con la confron-
tación entre la civilización europeo occidental y las civilizaciones
no occidentales, y donde se intensifica, dentro de los países occi-

122. Véase el trabajo de Gabriel Almond, R. Scott Appleby y Emmanuel


Sivan, Strong Religion: The Rise of Fundamentalism around the World, Chica-
go, 2003, pp. 30-33.

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dentales, un discurso que refleja las antinomias internas del pro-
grama cultural y político de la modernidad (particularmente las
diferentes concepciones de razón y de racionalidad). Las tenden-
cias heterodoxas de los grupos fundamentalistas, especialmente las
de aquéllos desarrollados dentro de las civilizaciones monoteístas,
han sido transformadas en programas políticos modernos con vi-
siones potencialmente misionales. Muchos de estos movimientos
comparten con las Grandes Revoluciones, sobre todo, la creencia
en la primacía de la política; más concretamente de la política reli-
giosa, guiada por una visión totalista que pretende reconstruir la
sociedad o sectores de ella.123 Estos movimientos, neto producto de
la modernidad, no lo olvidemos, van a hacer suyo uno de los com-
ponentes centrales y más peligrosos del programa político moder-
no: su vertiente jacobina, totalista, participativa y totalitaria, inocu-
lando un telos milenarista al orden político, que viene a situarlo
como herramienta de las fuerzas de la luz en su lucha, ineludible e
intransigente, contra las fuerzas de las tinieblas y del mal. El nazis-
mo y el comunismo son productos del occidente moderno, como lo
es también el islamismo radical —aunque esto sea negado por sus
propios seguidores y por la opinión occidental. El intelectual de
mayor impronta en el islamismo radical es Sayyed Qutb,124 influ-
yente autor islamista ejecutado por Nasser en 1996, fundador del
grupo Hermanos Musulmanes y mártir de la Jihad globalizada.
Los escritos de Qutb muestran la influencia de muchos escritores
europeos, particularmente de Nietzsche, y están llenos de ideas to-
madas de la tradición bolchevique. Qutb, a mediados del siglo XX,
llega al extremismo político más atroz cuando fusiona cierto fun-
damentalismo religioso inscrito en la sunna 2:217: «la opresión es

123. S.N. Eisenstadt: Fundamentalism, Sectarianism and Revolution. The


Jacobin Dimension of Modernity, Cambridge, Cambridge University Press,
Londres, 1999.
124. Sus escritos más relevantes se hallan recogidos en Milestones (http://
majalla.org/books/2005/qutb-nilestone.pdf). Para el análisis de la obra de Qutb
como propiciadora de la Jihad como lucha revolucionaria perpetua contra las
fuerzas de la increencia, la injusticia y la falsedad, véase el excelente trabajo
de José María García Blanco: «Caballeros bajo el estandarte del Profeta», en J.
Beriain e Ignacio Sánchez de la Yncera (eds.), Lo sagrado y/o lo profano: nue-
vos desafíos al proyecto de la modernidad, Madrid, CIS, 2010, pp. 213-244. So-
bre la propia obra de Qutb, véase el excelente trabajo de Roxane L. Euben:
Enemy in the Mirror. Islamic Fundamentalism and the Limits of Modern ratio-
nalism, Princeton, 1999.

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peor que el asesinato» (podemos, por tanto, asesinar como un mal
menor en el nombre de Dios) con un dispositivo de eliminación
organizada de la disidencia política procedente del leninismo. Afir-
ma John Gray que «la concepción de Qutb de una vanguardia revo-
lucionaria dedicada a derrocar los regímenes islámicos corruptos y
a establecer una sociedad sin estructuras formales de poder no le
debe nada a la teología islámica sino a Lenin. Su perspectiva de la
violencia revolucionaria como una fuerza purificadora tendría, así,
más en común con los jacobinos que con la herejía de la secta chiíta
de los siglos XI y XII, los “Asesinos”. Éstos se ocuparon en asesinar
gobernantes que ellos creían que se habían desviado del verdadero
camino del islam, pero no creyeron que el terror pudiera usarse
para perfeccionar a la humanidad, ni vieron la autodestrucción a
través de los ataques suicidas como una muestra de pureza perso-
nal. Estas perspectivas surgen sólo en el siglo XX cuando los pensa-
dores islamistas reciben la influencia europea. Alí Shariati —prede-
cesor del ayatollah Jomeini— defendió el martirio como una prác-
tica central del islam, pero su concepción del martirio como un tipo
de muerte elegida proviene de la filosofía occidental moderna. La
redefinición fundamentalista del chiísmo avanzada por Shariati
invoca una idea de elección existencial que deriva de Heidegger».125
Este islamo-jacobinismo lo perfeccionará Bin Laden con los
ataques del 11 de setiembre de 2001, despertando los mitos apo-
calípticos de una satanización del poder del mal y del enemigo
cósmico en una conciencia colectiva americana traumatizada
por la tragedia.126 Después del 11 de septiembre de 2001, Jesu-
cristo es el filósofo político favorito de George W. Bush, como él
mismo se encargó de confirmar en un debate sobre las prima-
rias del Partido Republicano que le condujeron a su nomina-
ción. Sin duda, el sentido misional del presidente, tras dos man-
datos, indaga profundamente en las fuentes de esa «ilusión co-
lectiva» que llamamos progreso. Hablando con entusiasmo
evangélico un año antes de la invasión de Irak, el presidente Bush
ofreció una de sus más tempranas y llamativas justificaciones
para el proyecto de una nación global que se construye como

125. John Gray: Black Mass. Apocalyptic Religion and the Death of Utopia,
Penguin, Londres, 2007, pp. 69-70.
126. Un excelente análisis de estas ideas lo ofrece Michael Northcott en An
Angel Direct the Storm. Apocalyptic Religion and American Empire, Nueva York,
2004, Cap. 4: «The “War on Terror” and the True Apocalypse», pp. 103-134.

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cruzada moral. Habló con inusitada presciencia e intimó con un
uso preventivo de la fuerza americana para promover el progre-
so humano. La fecha era el 29 de enero de 2002. La ocasión fue
el discurso inaugural sobre el Estado de la Nación que dirigió al
Congreso y a la nación después de los ataques terroristas del 11
de septiembre. En sus augurios proclamaba: «América dirigirá y
liderará el proceso defendiendo la libertad y la justicia porque
son correctas, verdaderas e incambiables para todo el mundo en
todos los sitios. Ninguna nación posee de forma privada estas
aspiraciones ni tampoco está exenta de ellas. No tenemos inten-
ción de imponer nuestra cultura, pero América permanecerá fir-
me siempre ante las demandas innegociables de la dignidad hu-
mana, el derecho, la propiedad privada, la justicia igualitaria y
la tolerancia religiosa».127 Más recientemente, el 4 de abril de
2004, en una denuncia pública de la insurgencia iraquí, Bush
afirmó: «Amamos la libertad y ellos la odian; ahí es donde se
produce el choque. La libertad no es un regalo de América al
mundo; es el regalo de Dios al mundo».128 De aquí Bush infiere
que si existen tales ideales morales «correctos y verdaderos» y si
son estándares objetivos universales para alcanzar el progreso
moral, entonces, es acertado intervenir (política, económica o
militarmente) para garantizar tales ideales, o como Bob Dylan
lo ponía con chistosa ironía, «con Dios de nuestro lado». Para
esta posición, la fe moderna en el progreso es el resultado del
matrimonio entre dos rivales aparentes: la fluctuante influencia
de la fe cristiana y el creciente poder de la ciencia, la vieja pro-
mesa escatológica cristiana de salvación resucita y reorienta la
defensa de los valores mencionados con todos los medios, in-
cluido el uso de la violencia. El progreso se transforma en «re-
tro-progreso» de carácter misional moralizador,129 volver atrás
para avanzar. Robert F. Worth lo ponía de manifiesto así: «Las
raíces religiosas del país y su persistente alto nivel de fe religiosa
hace más fácil ver a los americanos enemigos no como oponen-

127. R.A. Shweder, «George W. Bush and the Missionary Position», en


Daedalus, 133, 3, 2004, p. 26.
128. Ibíd., p. 27.
129. En el que se alinean toda una serie de conservadores como Paul Wolfo-
witz, William Safire o Donald Rumsfeld, y también liberales como Tony Blair,
Hillary Clinton, Thomas Friedman, activistas de los derechos humanos como
Michael Ignatieff, progresistas en materia sexual, feministas, etc.

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te sino como fuerzas del mal. Vinculado a esto está la creencia
de que América representa la última mejor esperanza de liber-
tad en el mundo. Por tanto, aquellos que se oponen a América se
convierten en enemigos de la libertad».130

A modo de conclusión

La singladura, esta pequeña y osada odisea conceptual e in-


terpretativa que hemos realizado, nos ha permitido de algún
modo verificar, en la práctica, uno de los mottos que situábamos
en el pórtico de nuestra aventura. En concreto, el consejo de
Max Weber de que en la ciencia, «el primer cometido es enseñar
a aceptar los hechos incómodos».
Hasta muy recientemente, la teoría general de la seculariza-
ción, alumbrada en Europa a finales del siglo XVIII al calor de una
serie de cambios sociales y semánticos, ha proyectado un imagina-
rio social de progreso inevitable, sustentado en una concepción fi-
nalista de la evolución de las sociedades que implicaba una serie de
estadios que conducían implacablemente de lo religioso a lo secu-
lar. Hemos cuestionado este supuesto con una serie de contra-argu-
mentos empíricos, incómodos para la teoría general de la seculari-
zación pero necesarios para dar cuenta de los horizontes de creen-
cia que efectivamente se dan en los escenarios históricos reales.
Hemos observado, con apoyo en la genealogías semánticas que
debemos a Talal Asad, Charles Taylor y Peter van der Veer, que «lo
secular» y «lo religioso» no son categorías excluyentes sino que pro-
curan una directriz, una distinción dual que permite detectar y di-
bujar las formas cambiantes de la presencia de la religión en los
procesos de «nacionalización» europea, norteamericana y asiática.
Los análisis históricos, en especial los de José Casanova, no sólo
nos han servido de apoyo para verificar las insuficiencias de la teo-
ría tradicional de la secularización y para refutar tanto la tesis del
declive de la creencia religiosa como la de la privatización de la
religión, sino que nos han permitido corroborar, a la vez, la vitali-
dad de un proceso creciente de diferenciación funcional de esferas
sociales, del que no está ausente ni exenta la religión. Frente a las

130. R.F. Worth, «A Nation Defines itself by its Evil Enemies: Truth, Right
and the American Way», en The New York Times, 24 de febrero de 2002.

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teorías de la «demanda religiosa», de clara inspiración economicis-
ta, Casanova apunta la necesidad de analizar la inserción histórica
de las diversas creencias. Los análisis genealógicos y comparativos
nos alejan de los estereotipos dominantes acerca de Estados Uni-
dos y Europa, y abren la investigación sociológica, de acuerdo con
un modelo neoweberiano, al descubrimiento de múltiples patrones
de tensión dinámica entre «lo religioso» y «lo secular» en el interior
de las sociedades y de las propias confesiones y sensibilidades reli-
giosas. También hemos observado cómo en las relaciones entre las
diferentes Iglesias y el Estado han surgido «secularismos», es decir,
visiones del mundo y modernas ideologías seculares, que en algu-
nos casos pueden haber sido conscientemente defendidas y explíci-
tamente elaboradas en forma de filosofías de la historia e incluso
articuladas como proyectos ideológico-normativos estatales, y que
en buena medida se han desplegado como actores políticos, com-
pitiendo en la arena pública con los actores religiosos, subrayándo-
se así la pertinencia empírica del concepto de las «twin tolerations»
de Alfred Stepan.
Finalmente, hemos propuesto un nuevo marco de análisis,
tanto de representación conceptual como de clasificación y carto-
grafía de la creencia, al que hemos llamado «postsecular», y cuyas
notas características serían el cuestionamiento del enfoque teleo-
lógico de modernización que sitúa a la fe como una reliquia del
pasado, el reconocimiento, por otra parte, de la radical heteroge-
neidad que se da entre los horizontes de creencia religiosa, pero,
sobre todo, la puesta de relieve del formidable desafío que esa
realidad polimorfa impone a la sociología, cuya disposición de
fondo y cuyas hechuras epistemológicas deben robustecerse al
máximo para poder cumplir adecuadamente su tarea de compren-
sión y explicación de la multiplicidad diversa de nuestra impo-
nente sociedad plural: la sociedad del escenario postsecular.

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LO SECULAR, LAS SECULARIZACIONES
Y LOS SECULARISMOS*

José V. Casanova
Georgetown University

Repensar el secularismo exige tener en cuenta la básica dis-


tinción analítica entre «lo secular» como una categoría central
epistémica moderna, la «secularización» como una conceptua-
lización analítica de los procesos modernos de la historia uni-
versal, y el «secularismo» como una visión del mundo y como
ideología. Los tres conceptos están obviamente relacionados, pero
se utilizan de manera muy diferente en diversos contextos aca-
démico-disciplinarios, socio-políticos y culturales. Propongo dis-
tinguir los tres conceptos como una forma de separar analítica-
mente y de manera exploratoria los tres fenómenos, sin preten-
der reificarlos como realidades independientes.1
Lo secular se ha convertido en una categoría moderna cen-
tral —teleológico-filosófica, político-legal, y antropológico-cul-
tural— para construir, codificar, comprender y experimentar un
reino o una realidad separada de «lo religioso». Fenomenológi-
camente se pueden explorar los diferentes tipos de «secularida-
des» en la medida en que se hallan codificados, institucionaliza-
dos y vivenciados en diversos contextos modernos así como trans-
formaciones paralelas y correlacionadas de las «religiosidades»
y «espiritualidades» modernas. Debería resultar obvio que «lo
religioso» y «lo secular» se constituyen siempre y en todas partes
de manera mutua. Sin embargo, mientras que las ciencias socia-
les han dedicado mucho esfuerzo al estudio científico de la reli-

* Traducción a cargo de Javier Telletxea Gago.


1. Este ensayo se basa y trata de ahondar en la argumentación desarrolla-
da en un trabajo previo: «The Secular and Secularisms», Social Research, vol.
76:4, invierno de 2009, pp. 1.049-1.066.

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gión, la tarea de desarrollar una antropología y una sociología
reflexivas de lo secular no ha hecho más que empezar.
La secularización, por el contrario, se refiere habitualmente
a patrones empírico-históricos reales o presuntos de transfor-
mación y diferenciación de «lo religioso» (instituciones eclesiás-
ticas e Iglesias) y de las esferas institucionales «seculares» (Esta-
do, economía, ciencia, arte, entretenimiento, salud y bienestar,
etc.) desde la modernidad temprana hasta las sociedades con-
temporáneas. Dentro de las ciencias sociales, y en particular den-
tro de la sociología, se desarrolló una teoría general de la secula-
rización que conceptualizó estas transformaciones históricas
originadas en la Europa moderna y, más tarde, paulatinamente
globalizadas, como parcela y parte de un desarrollo general te-
leológico y progresivo de lo humano y societal desde «lo sagra-
do» como primitivo a lo «secular» como moderno. Las tesis del
«declive» y «la privatización» de la religión en el mundo moder-
no se convirtieron en componentes centrales de la teoría de la
secularización. Tanto la tesis del declive como la de la privatiza-
ción han sido sometidas a numerosas críticas y revisiones en los
últimos quince años. Pero el núcleo de la teoría—la interpre-
tación de la secularización como un proceso único de diferen-
ciación de las distintas esferas institucionales o sub-sistemas de
las sociedades modernas, entendido como la característica defi-
nitoria y paradigmática de los procesos de modernización—per-
manece relativamente indiscutida en las ciencias sociales, y de
modo particular, en la sociología.
El secularismo se refiere más ampliamente a toda una gama
de visiones del mundo e ideologías que pueden ser consciente y
explícitamente elaboradas como filosofías de la historia y pro-
yectos normativo-ideológicos del Estado, como proyectos de
modernidad y programas culturales o, de modo alternativo, como
un régimen de conocimiento epistémico que puede ser tomado
irreflexivamente o asumido fenomenológicamente como una
estructura de la realidad moderna que se da por supuesta, como
una doxa moderna, o como un «impensado».
Por otra parte, el secularismo moderno también se presenta
en múltiples formas históricas, en términos de diferentes mode-
los normativos que hacen referencia a la separación legal-cons-
titucional del Estado secular y la religión, o en términos de los
diversos tipos de diferenciación cognitiva entre la ciencia, la fi-

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losofía y la teología, o como modelos de diferenciación práctica
entre el derecho, la moral y la religión, etc.
El siguiente trabajo presenta una elaboración analítica de
cada uno de estos conceptos y de algunas de las experiencias
fenomenológicas, disposiciones institucionales, procesos histó-
ricos, marcos constitucionales y proyectos normativo-ideológi-
cos a los que hacen referencia.

Lo secular

Lo secular es a menudo asumido como simplemente lo otro


de lo religioso, lo no religioso. A este respecto funciona simple-
mente como una categoría residual. Pero, paradójicamente, en
nuestra era secular y en nuestro mundo secular moderno, lo
secular ha llegado a abarcar de manera creciente la totalidad de
la realidad, reemplazando en cierto sentido a lo religioso. Con-
secuentemente, lo secular ha llegado a ser percibido cada vez
más como una realidad natural desprovista de religión, como el
sustrato natural social y antropológico que permanece cuando
la religión es suprimida o desaparece. Ésta es la concepción o la
actitud epistémica que Charles Taylor ha caracterizado de for-
ma crítica como «teorías de la sustracción».2
La paradoja reside en el hecho de que más que una categoría
residual, como lo era en el caso original, lo secular aparece aho-
ra como realidad tout court, mientras que lo religioso es percibi-
do cada vez más no sólo como la categoría residual, el otro de lo
secular, sino como un aditivo superestructural y superfluo sin el
cual pueden arreglárselas tanto los humanos como las sociedades.
Las teorías de la secularización han emergido como concep-
ciones explicativas de estos procesos de diferenciación y liberación
de lo secular respecto de lo religioso entendidos como procesos
histórico-globales; mientras las visiones del mundo secularistas
funcionan como explicaciones justificatorias de la inversión para-
dójica en la relación diádica de lo religioso y de lo secular, vindi-
cando no sólo la primacía de lo secular sobre la religión, sino
también sustituyendo lo religioso por lo secular. Ambas funcio-

2. Charles Taylor, A Secular Age, Cambridge, Mass., Harvard University


Press, 2007.

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nan como ideologías acríticas e irreflexivas en la medida en que
desatienden, y de hecho enmascaran, la historicidad particular y
contingente del proceso, proyectándolo sobre el nivel del desarro-
llo humano universal. Por otra parte, al postular lo secular como
el sustrato natural y universal que emerge una vez retirado el adi-
tivo superestructural religioso, las teorías de la secularización, así
como la ciencia social secularista, han evitado la tarea de analizar,
estudiar y explicar lo secular o las variedades de experiencia secu-
lar, como si fuera sólo lo religioso, pero no lo secular, lo que está
necesitado de interpretación y explicación analítica.
Cualquier discusión sobre lo secular debe empezar con el
reconocimiento de que éste emergió primeramente como una
categoría teológica de la cristiandad occidental que no sólo no
tiene equivalente en otras tradiciones religiosas, sino tampoco
en el cristianismo oriental. En origen, la palabra latina saecu-
lum, como en per saecula saeculorum, sólo significaba un perío-
do indefinido de tiempo. Pero con el tiempo se convirtió en uno
de los términos de la díada religioso/secular, la cual sirvió para
estructurar toda la realidad espacial y temporal de la cristiandad
medieval dentro de un sistema de clasificación binario que sepa-
raba dos mundos, el mundo religioso-espiritual-sagrado y el
mundo secular-temporal-profano. De ahí la distinción entre el
clero «religioso» o regular, el cual se retiró del mundo para co-
menzar una vida de perfección cristiana, y el clero «secular» que
vivió en el mundo junto con los laicos.
En su sentido teológico original, secularizar significaba «ha-
cer mundano», convertir personas o cosas religiosas en secula-
res, como cuando las personas religiosas abandonaban la regla
monástica para vivir en el saeculum, o cuando las propiedades mo-
násticas eran secularizadas, tras la reforma protestante. Éste es
el significado teológico original del término secularización que,
no obstante, podría servir como la metáfora básica del proceso
histórico de secularización occidental. De hecho, el proceso his-
tórico de secularización debe ser entendido como una reacción
particular al dualismo estructurador de la cristiandad medieval,
como un intento de unir, eliminar o trascender el dualismo entre
el mundo religioso y el secular. A este respecto, la propia existen-
cia del sistema binario de clasificación sirvió para determinar
las dinámicas del proceso de secularización. Sin embargo, in-
cluso dentro del Occidente cristiano, este proceso de seculariza-
ción sigue dos dinámicas diferentes.

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Una de ellas es la dinámica de secularización cristiana inter-
na, la cual trata de espiritualizar lo temporal y extender la vida
religiosa de perfección de los monasterios a lo largo del mundo
secular, de modo que todo el mundo pueda convertirse en un
«monje ascético secular», un perfecto cristiano dentro del sae-
culum. Tal dinámica tiende a trascender el dualismo difuminan-
do los límites entre lo religioso y lo secular, volviendo lo religioso
secular y lo secular religioso a través de una infusión recíproca.
Éste fue el camino iniciado por los diversos movimientos medie-
vales de reforma cristiana del saeculum, el cual fue radicalizado
por la reforma protestante, y ha alcanzado su expresión paradig-
mática en el área cultural anglosajona calvinista, particularmente
en Estados Unidos.
La otra dinámica de secularización, de hecho casi opuesta,
toma la forma de la laicización. Ésta busca emancipar todas las
esferas seculares del control clerical-eclesial y, a este respecto, se
halla marcada por un antagonismo laico-clerical. No obstante, a
diferencia de la vía protestante, aquí los límites entre lo religioso
y lo secular son mantenidos de manera rígida, pero esos límites
son empujados hacia los márgenes, tratando de contener, priva-
tizar y marginar todo lo religioso, de modo que se le impida toda
presencia visible en la esfera pública secular. Cuando la seculari-
zación de los monasterios tuvo lugar en países católicos, prime-
ro durante la revolución francesa y más tarde en las posteriores
revoluciones liberales, el propósito explícito de romper los mu-
ros del monasterio no fue para llevar la vida religiosa de perfec-
ción al mundo secular, como había sido el caso con la reforma
protestante, sino para laicizar esos lugares religiosos, disolvien-
do y vaciando su contenido religioso y transformando a las per-
sonas religiosas, monjes y monjas, en sujetos civiles y laicos an-
tes de forzarlos a entrar en el mundo, ahora concebido mera-
mente como un lugar secular vaciado tanto de símbolos como
de significados religiosos. Éste es precisamente el reino de la
laïcité, una esfera socio-política liberada de símbolos religiosos y
de control clerical. Tal vía de laicización, la cual es paradigmáti-
ca del área cultural franco-latina-católica, aunque encontró di-
versas manifestaciones a lo largo de la Europa continental, pudo
bien servir como la metáfora básica de todas las narrativas de
sustracción de la modernidad secular, las cuales tienden a en-
tender lo secular meramente como el espacio que permanece
cuando la realidad inmanente es liberada de la religión.

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Con muchas variaciones, éstas son las dos dinámicas bási-
cas de secularización que culminan en nuestra era secular. En
formas diferentes, ambas vías llevan a una superación del dua-
lismo medieval mediante una afirmación y revalorización posi-
tiva del saeculum, es decir, de la era secular y del mundo secular,
impregnando el mundo secular inmanente con un significado
cuasi trascendente, como el lugar para el florecimiento huma-
no. En este sentido amplio del término secular, de «vivir en el
mundo secular y dentro de la era secular», todos nosotros somos
seculares, y todas las sociedades modernas son seculares y es
probable que permanezcan así en el futuro previsible, uno casi
podría decir per saecula saeculorum.
Hay un segundo sentido más concreto del término secular,
aquél referente a la secularidad autosuficiente y exclusiva, cuan-
do la gente es simplemente «irreligiosa», es decir, desprovista de
religión y cerrada a cualquier forma de trascendencia más allá
del marco inmanente puramente secular. Aquí, lo secular deja
de ser una de las unidades del par diádico, pero se constituye
como una realidad encerrada en sí misma. Hasta cierto punto,
esto constituye un posible final-resultado del proceso de secula-
rización, de la tentativa de superar el dualismo entre lo religioso
y lo secular, mediante la liberación de uno mismo de todo com-
ponente religioso.
En su reciente trabajo, A Secular Age, Charles Taylor ha re-
construido el proceso a través del cual la experiencia fenomeno-
lógica de lo que él llama «el marco inmanente», viene a consti-
tuirse como una constelación entrelazadora de los modernos y
diferenciados órdenes cósmico, social y moral. Los tres órdenes,
el cósmico, el social y el moral son entendidos como órdenes
seculares puramente inmanentes, desprovistos de trascenden-
cia, y por tanto, funcionando etsi Deus non daretur, «como si
Dios no existiera». Es esta experiencia fenomenológica la que,
de acuerdo con Taylor, constituye paradigmáticamente nuestra
era como una era secular, con independencia de la medida en
que la gente que vive en esta era todavía pueda tener creencias
religiosas o teístas.3
La cuestión es si la experiencia fenomenológica de vivir den-
tro de ese marco inmanente es tal que la gente dentro de él tam-

3. Ibíd.

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bién tienda a funcionar etsi Deus non daretur. Taylor se inclina a
responder esta cuestión afirmativamente. De hecho, su relato
fenomenológico sobre las «condiciones» seculares de la creen-
cia trata de explicar el cambio de una sociedad cristiana alrede-
dor del año 1500, en la cual la creencia en Dios no era ni discuti-
ble ni problemática, sino un hecho «naïve» y dado por supuesto,
a una sociedad poscristiana en la cual la creencia en Dios no
sólo ya no es axiomática, sino que se hace cada vez más proble-
mática, de modo que incluso aquellos que adoptan un punto de
vista «comprometido» como creyentes tienden a experimentar
reflexivamente su propia creencia como una opción entre mu-
chas otras, una que, por otra parte, requiere de una justificación
explícita. La secularidad desprovista de religión, en contraste,
tiende a convertirse cada vez más en la opción por defecto, la
cual puede ser ingenuamente experimentada como natural y, por
tanto, ya no necesitada de justificación. Esta naturalización de
la «incredulidad» o de la «no-religión» como la condición huma-
na normal en las sociedades modernas corresponde a las asun-
ciones de las teorías dominantes de la secularización, las cuales
han postulado un progresivo declive de las creencias y las prác-
ticas religiosas con el aumento de la modernización, de modo
que cuanto más moderna sea una sociedad más secular, esto es,
menos «religiosa», se supone que será. Que el declive de las creen-
cias y prácticas religiosas sea un significado relativamente re-
ciente del término secularización viene indicado por el hecho de
que todavía no aparezca en los diccionarios de la mayoría de las
lenguas modernas europeas.
El hecho de que haya algunas sociedades modernas no euro-
peas, como las de Estados Unidos o Corea del Sur, que son plena-
mente seculares en el sentido de que funcionan dentro del mismo
marco inmanente y cuyas poblaciones son, al mismo tiempo, no-
tablemente religiosas, o el hecho de que la modernización de
muchas sociedades no-occidentales vaya acompañada de proce-
sos de resurgimiento religioso, deberían poner en cuestión la pre-
misa de que el declive de las creencias y las prácticas religiosas es
una consecuencia cuasi natural de los procesos de moderniza-
ción. Si la modernización per se no produce necesariamente el
declive progresivo de las creencias y las prácticas religiosas, en-
tonces necesitamos una explicación mejor para la secularidad ra-
dical y generalizada que podemos encontrar entre la población de

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la mayoría de las sociedades de la Europa occidental. En este se-
gundo significado del término secular, la secularización, aquello
«desprovisto de religión», no ocurre automáticamente como re-
sultado de procesos de modernización, ni siquiera como el resul-
tado de la construcción social de un marco inmanente cerrado en
sí mismo, sino que necesita ser mediado fenomenológicamente
por alguna otra experiencia histórica particular.
La secularidad autosuficiente, esto es, la ausencia de reli-
gión, tiene una mejor oportunidad de convertirse en la posición
normal que se da por sentada si es experimentada no como una
condición naïve irreflexiva, como simplemente un hecho, sino
efectivamente como el resultado significativo de un proceso cuasi
natural de desarrollo. Como Taylor ha señalado, la incredulidad
moderna no es simplemente una condición de ausencia de creen-
cia, ni tampoco mera indiferencia. Es una condición histórica
que requiere el pretérito perfecto, «una condición de “haber su-
perado” la irracionalidad de la creencia».4 De forma intrínseca a
esta experiencia fenomenológica se da una «conciencia estadial»
moderna, heredada de la Ilustración, la cual entiende este cam-
bio antropocéntrico en las condiciones de la creencia como un
proceso maduración y desarrollo, como una llegada a la «mayo-
ría de edad» y como una emancipación progresiva. Para Taylor,
esta experiencia fenomenológica estadial sirve a su vez para ci-
mentar la experiencia fenomenológica del humanismo exclusi-
vo como la afirmación positiva autosuficiente y autolimitativa
del florecimiento humano y como el rechazo crítico de la tras-
cendencia más allá del florecimiento humano como aspiración
abnegada y contraproducente.
A este respecto, la autocomprensión histórica del secularis-
mo tiene la función de confirmar la superioridad de nuestra pre-
sente perspectiva moderna y secular sobre otras formas religio-
sas de comprensión supuestamente anteriores y por ello más
primitivas. Ser secular significa ser moderno, y, por implicación,
ser religioso de algún modo significa no ser aún completamente
moderno. Éste es el efecto clave de una conciencia estadial his-
tórica que retoma la misma idea de volver hacia atrás a una con-
dición superada en una regresión intelectual impensable.
La función del secularismo como una filosofía de la historia,
y por ende como ideología, es transformar el particular proceso

4. Ibíd., p. 269.

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histórico de secularización cristiano-occidental en un proceso
teleológico universal de desarrollo humano desde la creencia a
la incredulidad, de la religión primitiva e irracional o metafísica
a la conciencia racional moderna postmetafísica. Incluso cuan-
do el rol particular de los desarrollos cristianos internos dentro
del proceso de secularización es reconocido, ello se hace para
acentuar la significación universal de la singularidad del cristia-
nismo, como en la expresiva formulación de Marcel Gauchet:
«la religión para salir de las religiones».5
Me gustaría proponer esta conciencia estadial secularista como
un factor crucial en la secularización generalizada que ha acom-
pañado a la modernización de las sociedades de la Europa occi-
dental. Los europeos tienden a experimentar su propia seculari-
zación, esto es, el declive generalizado de las creencias y prácticas
religiosas como una consecuencia natural de su modernización.
El hecho de ser secular no es experimentado como una opción
existencial que individuos o sociedades modernas puedan tomar,
sino más bien como un resultado natural de convertirse en mo-
derno. A este respecto, la teoría de la secularización que medió a
través de esta conciencia histórica estadial tiende a funcionar como
una profecía autocumplida. A mi modo de ver, es la presencia o
ausencia de esta conciencia secularista histórico-estadial la que
explica cuándo y dónde los procesos de modernización van acom-
pañados por una secularización radical. En lugares en los que tal
conciencia secularista histórico-estadial se muestra ausente o
menos dominante, como en Estados Unidos o en la mayoría de
las sociedades poscoloniales no occidentales, no es probable que
los procesos de modernización vayan acompañados de procesos
de declive religioso. Por el contrario, pueden ir acompañados de
procesos de revitalización religiosa.
Siguiendo esta reconstrucción se podrían distinguir tres for-
mas diferentes de ser secular: a) la de la mera secularidad, esto
es, la experiencia fenomenológica de vivir en un mundo secular
y una era secular, donde ser religioso puede ser una opción via-
ble y normal, b) la de la secularidad autosuficiente y exclusiva,
es decir, la experiencia fenomenológica de vivir sin religión como
una condición normal, cuasi natural y dada por sentado, y c) la

5. Marcel Gauchet, The Disenchantment of the World: A Political History of


Religion, Princeton, Princeton University Press, 1997.

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de la secularidad secularista, que es la experiencia fenomenoló-
gica no sólo de ser pasivamente libre, sino de haber sido real-
mente liberado de la «religión» como una condición para la au-
tonomía humana y el florecimiento humano.

Secularizaciones

En el libro Public Religions in the Modern World propuse dis-


gregar analíticamente lo que usualmente era tomado como una
única teoría de la secularización en tres subtesis o componentes
dispares y no necesariamente interrelacionados, a saber, a) la teo-
ría de la diferenciación institucional de las así llamadas esferas
seculares, tales como el Estado, la economía y la ciencia, de las
normas e instituciones religiosas, b) la teoría del declive progresi-
vo de las creencias y las prácticas religiosas como una concomi-
tante de los niveles de modernización, y c) la teoría de la privatiza-
ción de la religión como una precondición de las políticas secula-
res y democráticas modernas.6 Tal distinción analítica hace posible
la comprobación de cada una de las tres subtesis separadamente
como diferentes proposiciones empíricamente falsables.
Dado que en Europa los tres procesos de diferenciación
secular, privatización de la religión y declive religioso han esta-
do históricamente interconectados, se ha dado la tendencia a
ver los tres procesos como los componentes intrínsecamente in-
terrelacionados de un proceso teleológico único y general de secu-
larización y modernización, más que como desarrollos particula-
res y contingentes. En Estados Unidos, por el contrario, se pue-
de encontrar un proceso paradigmático de diferenciación secular,
que, sin embargo, no va acompañado de procesos de declive re-
ligioso ni del confinamiento de la esfera religiosa en la esfera
privada. Los procesos de modernización y democratización en
la sociedad americana a menudo han estado acompañados por
revitalizaciones religiosas, y el muro de separación entre Iglesia
y Estado, aunque mucho más estricto que el erigido en la mayo-

6. José Casanova, Public Religions in the Modern World, Chicago, Universi-


ty of Chicago Press, 1994. Para una revisión crítica de la tesis véase José Casa-
nova, «Public Religions Revisited», en Hent de Vries (ed.), Religion: Beyond a
Concept, Nueva York, Fordham University Press, 2008, pp. 101-119.

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ría de las sociedades europeas, no implica una rígida separación
entre religión y política.
Mientras las dos subtesis menores de la teoría de la seculari-
zación, a saber: «el declive de la religión» y «la privatización de
la religión», han sido objeto de numerosas críticas y revisiones
en los últimos quince años, el núcleo de la teoría, esto es, la con-
cepción de la secularización como un único proceso de diferen-
ciación funcional de las diversas esferas institucionales secula-
res de las sociedades modernas de la religión, permanece relati-
vamente incontestada.7 Sin embargo, uno debe preguntarse si
resulta apropiado subsumir los muy diversos y múltiples patro-
nes históricos de diferenciación y fusión de las diversas esferas
institucionales (esto es, Iglesia y Estado, Estado y economía,
economía y ciencia) que uno encuentra a lo largo de la historia
de las sociedades occidentales modernas en un único proceso
teleológico de diferenciación funcional moderna.8
Por otra parte, en lugar de ver la secularización como un
proceso general y universal de desarrollo humano y societal que
culmina en la modernidad secular, uno debería comenzar con el
reconocimiento de que el mismo término secularización deriva
de una única categoría teleológica occidental: el saeculum. Talal
Asad ha llamado nuestra atención sobre el hecho de que «el pro-
ceso histórico de secularización produce una inversión ideológi-
ca singular. [...] Por una sola vez “lo secular” era parte de un
discurso teleológico (saeculum)», mientras más tarde «lo reli-
gioso» es constituido por discursos políticos y científicos secula-
res, de modo que «la religión» en sí misma, como una categoría
histórica y como un concepto universal globalizado, emerge como
una construcción de la modernidad secular occidental.9
En consecuencia, cualquier pensamiento acerca de la secu-
larización más allá de Occidente debe comenzar con el recono-
cimiento de esta paradoja histórica dual. A saber, que «lo secu-
lar» emerge primero como una categoría teleológica de la cris-

7. José Casanova, «Rethinking Secularization: A Global Comparative Pers-


pective», The Hedgehog Review, vol. 8:1-2, primavera/verano de 2002, pp. 7-22.
8. Para una aguda crítica de las tesis de diferenciación véase Charles Tilly,
«Four more pernicious postulates», en Big Structures, Large Processes, Huge
Comparisons, Nueva York, Russell Sage, 1984, pp. 43-60.
9. Talal Asad, Formations of the Secular: Christianity, Islam, Modernity, Stan-
ford, CA, Stanford University Press, 2003, p. 192.

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tiandad occidental, mientras su antónimo moderno, «lo religio-
so», es un producto de la modernidad secular occidental. La con-
textualización de nuestras categorías de «lo religioso» y «lo secu-
lar» deberían, por tanto, comenzar con el reconocimiento de la
historicidad particular del desarrollo de la Europa occidental,
así como de los múltiples y diversos patrones históricos de dife-
renciación y fusión de lo religioso y lo secular, y de su constitu-
ción mutua dentro de las sociedades europeas y occidentales.
A su vez, tal reconocimiento debería permitir un análisis
comparativo y menos eurocéntrico de patrones de diferencia-
ción y secularización en otras civilizaciones y religiones mun-
diales, y más relevantemente, el futuro reconocimiento de que
con el proceso histórico de globalización iniciado por la expan-
sión colonial europea, todos estos procesos se hallan dinámica-
mente interrelacionados y son mutuamente constituidos en to-
das partes. Sin cuestionar los procesos históricos reales de dife-
renciación secular, tal análisis contextualiza, pluraliza y en cierto
sentido relativiza esos procesos enmarcándolos como dinámi-
cas históricas particulares cristiano-occidentales, lo cual admite
un discurso sobre modernidades múltiples dentro de Occidente
y, por supuesto, lo permite aún con más razón en las modernida-
des no occidentales.
Como Peter van der Veer ha acentuado, el mismo patrón de
secularización occidental no puede ser totalmente comprendi-
do si uno ignora la crucial significación del encuentro colonial
en el desarrollo europeo.10 De hecho, el mejor de los análisis pos-
coloniales ha demostrado cómo toda reforma narrativa general
y todo relato genealógico de la modernidad secular occidental
necesita tener en cuenta los encuentros coloniales e intercivili-
zacionales. Ciertamente, cualquier narrativa comprensiva acer-
ca del proceso civilizador moderno debe tener en cuenta el en-
cuentro de la Europa occidental con otras civilizaciones. La mis-
ma categoría de civilización en singular sólo emerge gracias a
estos encuentros intercivilizacionales.11
Éste es aún más claramente el caso cuando uno intenta una
construcción genealógica de la única categoría moderna y secu-

10. Peter van der Veer, Imperial Encounters, Princeton, Princeton Universi-
ty Press, 2007.
11. Johann P. Arnason, Civilizations in Dispute, Leiden, Brill, 2003.

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lar de «religión», la cual ahora también se ha convertido en un
concepto globalizado.12 De hecho, cualquier discusión acerca de
la secularización como un proceso global debería empezar con
la observación reflexiva de que una de las tendencias globales
más importantes es la globalización de la propia categoría de
«religión» y de la clasificación binaria de la realidad, «religioso/
secular», que acarrea consigo. Mientras las ciencias sociales to-
davía funcionan con una categoría general de religión relativa-
mente irreflexiva, dentro de la más nueva disciplina de los «estu-
dios religiosos», la misma categoría de religión ha sido objeto de
numerosos desafíos, así como de todo tipo de deconstrucciones
críticas. En las dos últimas décadas se ha debatido mucho acer-
ca de las genealogías en competencia dentro de la categoría
«moderna» de religión, y su compleja relación con la pluraliza-
ción de confesiones y denominaciones cristianas en la moderni-
dad temprana, con la expansión colonial occidental y el encuen-
tro con el «otro» religioso, con la crítica ilustrada de la religión y
el triunfo de la «razón secular», la hegemonía del Estado secu-
lar, y la institucionalización disciplinaria del estudio científico
de la religión, así como de la «invención de las religiones mun-
diales» occidental y las taxonomías clasificadoras de la religión
que ahora se hallan globalizadas.13
Por eso resulta apropiado comenzar una discusión acerca
de la religión global y las tendencias seculares con el reconoci-
miento de una paradoja, a saber, que los estudios de religión
están cuestionando la validez de la categoría de «religión», en el
mismo momento en que la realidad discursiva de la religión se
halla más extendida que nunca y se ha convertido por primera
vez en un hecho global. No estoy afirmando que la gente sea hoy

12. Talal Asad, Genealogies of Religion, Baltimore, The Johns Hopkins Uni-
versity Press, 1993; Wilfred Cantwell Smith, The Meaning and End of Religion,
Nueva York, MacMillan, 1963.
13. Hans Kippenberg, Discovering Religious History in the Modern Age,
Princeton, Princeton University Press, 2002; Tomoko Mazusawa, The Inven-
tion of World Religions, Chicago, The University of Chicago Press, 2005; Rus-
sell McCutcheon, Manufacturing Religion, Nueva York, Oxford University
Press, 1982; Jonathan Z. Smith, «Religion, Religions, Religious», en Mark C.
Taylor (ed.), Critical Terms for Religious Studies, Chicago, University of Chi-
cago Press, 1998, pp. 269-284; Hent de Vries (ed.), Religion: Beyond a Con-
cept, Nueva York, Fordham University Press, 2008.

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en todas partes más o menos religiosa de lo que lo ha podido ser
en el pasado. Lo que pretendo aquí es poner en tela de juicio la
cuestión que ha dominado la mayoría de teorías de la seculari-
zación, es decir, si las prácticas y creencias religiosas están decli-
nando o creciendo como una tendencia moderna general a lo
largo del mundo. Sólo estoy afirmando que «la religión» como
una realidad discursiva, de hecho como una categoría abstracta
y como un sistema de clasificación de la realidad, usada por in-
dividuos modernos, así como por sociedades modernas a lo lar-
go del mundo, por autoridades religiosas así como seculares, se
ha convertido en un hecho social global e indiscutible.
Es obvio que cuando la gente alrededor del mundo utiliza la
categoría de religión realmente está dando a entender cosas muy
diferentes. El significado real y concreto de lo que sea que la
gente denomine como «religión» sólo puede ser elucidado en el
contexto de sus prácticas discursivas particulares. Pero el pro-
pio hecho de que la misma categoría de religión esté siendo usa-
da globalmente a lo largo de las culturas y las civilizaciones pone
de manifiesto la expansión global del sistema secular-religioso
moderno de clasificación de la realidad que emergió por prime-
ra vez del Occidente cristiano moderno. Esto implica la necesi-
dad de reflexionar de manera más crítica sobre este particular
sistema de clasificación moderno, sin darlo por hecho como
un sistema universal general.14
Por otra parte, mientras el sistema religioso/secular de clasi-
ficación de la realidad ha podido hacerse global, lo que perma-
nece acaloradamente disputado y debatido en casi todo el mun-
do hoy en día es cómo, cuándo y por quién deberían ser trazados
los límites adecuados entre lo secular y lo religioso. A este res-
pecto, hay múltiples secularismos en disputa, del mismo modo
en que se dan múltiples y diversas formas de resistencia funda-
mentalista religiosa a esos secularismos. Por ejemplo, el secula-
rismo americano, francés, turco, indio y chino, por mencionar
solamente algunos modos paradigmáticos y distintivos de tra-
zar los límites entre lo religioso y lo secular, no sólo representan
patrones muy diferentes de separación del Estado secular y la
religión, sino también muy diferentes modelos de regulación y
gestión de la religión y del pluralismo religioso en la sociedad.

14. Peter Beyer, Religions in Global Society, Londres, Routledge, 2006.

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De forma similar, a pesar de los «parecidos familiares» ob-
servados entre los diferentes fundamentalismos religiosos, uno
debería resistir la tentación de verlos a todos ellos como diversas
manifestaciones de un único proceso de reacción religiosa fun-
damentalista contra un único proceso general y global de secu-
larización progresiva.15 Cada uno de los así llamados movimien-
tos fundamentalistas, como el americano protestante, el judío,
musulmán, hindú, etc., además de ser internamente plurales y
diversos, son respuestas particulares a formas particulares de
delimitar los límites entre lo religioso y lo secular. Por otra parte,
estas respuestas no son sólo intentos reactivos sino también pro-
activos de aprovechar la oportunidad ofrecida por los procesos
de globalización para redefinir dichos límites. Por encima de
todo, lo religioso y lo secular son mutuamente constituidos a
través de luchas sociopolíticas y políticas culturales. No es sor-
prendente que en todas partes se encuentren también resisten-
cias diversas a intentos de imponer el patrón europeo o cual-
quier otro patrón particular de secularización como un modelo
teleológico universal.
De hecho, si uno descubre que los patrones europeos de secu-
larización no son simplemente replicados tanto en Estados Uni-
dos «cristianos» como en la Latinoamérica católica, no podría,
ni mucho menos, esperar que vayan a ser simplemente reprodu-
cidos en otras civilizaciones no-occidentales. La misma catego-
ría de secularización se convierte en profundamente problemá-
tica desde el momento en que es conceptualizada en una forma
eurocéntrica, como un proceso universal de desarrollo humano
y societal progresivo desde la «creencia» a la «incredulidad» y de
la tradicional «religión» a la moderna «secularidad», así como
desde el punto en que es transferida a otras religiones mundiales
y otras áreas civilizacionales con dinámicas muy diferentes de
estructuración de la relación y las tensiones entre la religión y el
mundo, o entre la trascendencia cosmológica y la inmanen-
cia mundana. Por otra parte, de la misma forma en que la mo-
dernidad secular occidental es fundamental e inevitablemente
poscristiana, es probable que las modernidades múltiples emer-

15. Gabriel A. Almond, R. Scott Appleby, Emmanuel Sivan, Strong Reli-


gion. The Rise of Fundamentalisms around the World, Chicago, The University
of Chicago Press, 2003.

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gentes en las diferentes civilizaciones postaxiales sean post-
hindúes, posconfucianas o posmusulmanas, es decir, que serán
también remodelaciones particulares y contingentes y transfor-
maciones de los patrones civilizacionales y de los imaginarios
sociales mezclados con imaginarios seculares modernos.
Deberíamos pensar en los procesos de secularización, en las
transformaciones y revitalizaciones religiosas, y en los procesos
de sacralización como procesos globales mutua y continuamen-
te constituidos, más que como desarrollos mutuamente exclusi-
vos. De hecho, al adoptar un punto de vista global necesaria-
mente ficticio, uno puede observar tres procesos diferentes y
paralelos aunque interrelacionados que están en tensión y a
menudo entran en conflictos abiertos unos con los otros. En pri-
mer lugar, tenemos el proceso de secularización que bien po-
dríamos caracterizar como la expansión global que Taylor ha
expresado como «el marco secular inmanente». Este marco es
constituido por la constelación estructural entrelazada de los
órdenes seculares modernos cósmicos, sociales y morales.16 Pero,
como aclaran los continuos debates entre los paradigmas euro-
peos y americanos y el discurso del «excepcionalismo» america-
no y europeo, este proceso de secularización situado dentro del
mismo marco inmanente puede acarrear dinámicas religiosas
muy diferentes.17
A pesar de sus muchas variaciones, el patrón general europeo
es un patrón de secularización (es decir, de diferenciación secu-
lar) de declive «religioso» (es decir, el declive de la religiosidad
de Iglesia y la pérdida de poder y autoridad eclesiástica). Pero el
patrón americano es un patrón de secularización combinado con
crecimiento religioso y recurrentes revitalizaciónes religiosas. Por
lo tanto, la cuestión fundamental para cualquier teoría de la
secularización es cómo puede uno explicar sociológicamente la
bifurcación radical en la situación religiosa actual entre las so-
ciedades occidentales de ambos lados del Atlántico norte, es de-
cir, entre la secularidad radical de las sociedades europeas, las
cuales efectivamente parecen coincidir perfectamente con la

16. Taylor, A Secular Age, op. cit.


17. José Casanova, «Beyond European and American Exceptionalism»,
en Grace Davie, Paul Heelas, Linda Woodhead (eds.), Predicting Religion,
Aldershot, Ashgate, 2003, pp. 17-29.

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explicación fenomenológica de Taylor en A Secular Age, y la con-
dición predominante de la creencia religiosa entre la inmensa
mayoría de la población americana.18
Coincido con Dipesh Chakravarty en la necesidad de «pro-
vincializar» Europa y poner del revés las teorías europeas sobre
el excepcionalismo americano.19 En lugar de ser la norma, el
proceso histórico de secularización de la cristiandad latino-eu-
ropea es el único y verdadero proceso excepcional, y no es pro-
bable que pueda ser reproducido en cualquier otro lugar del
mundo con un orden secuencial similar y con la conciencia esta-
dial correspondiente. Por otra parte, las sociedades no occiden-
tales y no cristianas que no fueron sometidas a procesos de desa-
rrollo históricos similares y siempre confrontaron la moderni-
dad secular occidental desde su primer encuentro con el
colonialismo (cristiano) europeo como «el otro», son más dadas
a reconocer el proceso de secularización europeo como lo que
realmente fue, es decir: un proceso histórico cristiano y poscris-
tiano particular, y no como el proceso general o universal de
desarrollo humano o societal que a los europeos les gusta pensar.
Sin tal conciencia estadial no es probable que el marco inma-
nente del orden secular moderno vaya a tener efectos fenomeno-
lógicos similares en las condiciones de la creencia y la increduli-
dad de sociedades no occidentales. Saber qué tipo de dinámica
«religiosa» acompañará a la secularización, es decir, a la expan-
sión del marco secular inmanente y de la diferenciación secular
en culturas no occidentales, es una cuestión empírica abierta. Por
ejemplo, uno puede ciertamente ver el proceso de desacralización
del sistema tradicional de castas en India, el cual debe por fuerza
acompañar procesos modernos de democratización, como una
forma particular de secularización india. Pero no es probable que
tal secularización, aun siendo legalmente impuesta, vaya a tener
el mismo efecto fenomenológico de secularización sobre las con-
diciones de la creencia y la incredulidad que haya podido tener el
desestablecimiento eclesiástico en el contexto confesional europeo.
Las mismas categorías de «creencia» e «incredulidad» posterio-

18. Peter Berger, Grace Davie, Effie Fokas, Religious America, Secular Euro-
pe? A Theme with Variations, Aldershot, Ashgate, 2008.
19. Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe, Princeton, Princeton Uni-
versity Press, 2000.

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res a la reforma cristiana podrían ser totalmente inadecuadas en
el contexto de India o del «Hinduismo».
Si, como he sugerido, la globalización acarrea cierta descen-
tralización, provincialización e historización de Europa y de la
modernidad secular europea, incluso en relación con el distinto
patrón de modernización de la modernidad americana dentro
del mismo marco inmanente, entonces es improbable que eso a
lo que Taylor llama «nuestra» era secular vaya simplemente a
convertirse en la era secular común y global de toda la humani-
dad, o que «nuestra» era secular vaya a quedar absolutamente
inafectada por este proceso de globalización y por el encuentro
con las modernidades emergentes no occidentales y en muchos
aspectos no seculares.
De forma paralela al proceso general de secularización que
empezó como un proceso histórico de secularización interna
dentro de la cristiandad occidental, pero que luego fue globali-
zado a través de la expansión colonial europea, existe un proce-
so de constitución de un sistema global de «religiones» que pue-
de muy bien ser entendido como un proceso de denominacio-
nismo religioso global, mediante el cual todas las así llamadas
«religiones del mundo» son redefinidas y transformadas en con-
traposición a «lo secular» a través de procesos recíprocos e inte-
rrelacionados de diferenciación particularista, demandas uni-
versalistas y reconocimiento mutuo.
Pero «lo secular» moderno no es de ninguna manera sinóni-
mo de «lo profano», ni tampoco lo es «lo religioso» de «lo sagra-
do» moderno. Solamente «lo social como religioso» es sinónimo
de lo sagrado en términos durkheimianos. A este respecto, la
secularización moderna acarrea cierta profanación de la reli-
gión a través de su privatización e individualización, así como
cierta sacralización de las esferas seculares de la política (sagra-
da nación, sagrada ciudadanía, sagrada constitución), la ciencia
(templos del conocimiento), y la economía (a través del fetichis-
mo de la mercancia). Pero la verdadera sacralización moderna,
la cual constituye la religión civil global en términos de Dur-
kheim, es el culto al individuo y la sacralización de la humani-
dad mediante la globalización de los derechos humanos.20

20. Emile Durkheim, The Elementary Forms of the Religious Life, Nueva
York, Free Press, 1995; José Casanova, «The Sacralization of the Humanum:

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Resulta una cuestión empírica abierta, que debería ser el foco
central de una sociología de la religión comparativo-histórica, el
hecho de cómo estos tres procesos globales en curso de seculari-
zación, sacralización y denominacionismo religioso están mu-
tuamente relacionados en diferentes civilizaciones, a veces de
manera simbiótica, como en las fusiones de nacionalismos reli-
giosos, o en la defensa religiosa de los derechos humanos, aun-
que a menudo de forma antagonista, como en los violentos con-
flictos entre las normas sagradas y seculares inmanentes (sobre
la vida y la libertad individual) y las normas teístas trascenden-
tales. Desde el asunto de Salman Rushdie a las caricaturas dane-
sas, desde la destrucción de Babri Masjid a los asesinos suicidas,
del asesinato de Theo van Gogh a la confrontación entre el papa
alemán y la canciller alemana sobre la absolución de la excomu-
nión del obispo Richard Williamson, «integrista» impenitente
que osó cometer públicamente el crimen sacrílego de negar el
Holocausto, lo que observamos repetidamente en los medios
«glocales» de la esfera pública global puede muy bien ser enten-
dido, no tanto como choques entre «lo religioso» y «lo secular»,
sino más bien como confrontaciones violentas sobre «lo sagra-
do», sobre actos y discursos blasfemos y sacrílegos, y sobre la
profanación de los tabúes religiosos y seculares.
Todo es parte y parcela de las continuas luchas globales
sobre el reconocimiento humano mutuo en los niveles univer-
sal y particular.

Secularismos

Como se ha indicado ya, el secularismo puede referirse de


manera más amplia al rango total de visiones e ideologías mo-
dernas del mundo concernientes a la religión, que pueden ser
tomadas conscientemente y elaboradas reflexivamente, o que,
de modo alternativo, se han apoderado de nosotros y funcionan
como asunciones dadas por supuesto que constituyen la doxa
epistémica o el impensado reinante. Pero el secularismo se refie-
re también a los diversos proyectos estatales normativo-ideoló-

A Theology for a Global Age», International Journal of Politics, Culture and


Society, 13:1, otoño de 1999, pp. 21-40.

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gicos, así como a los marcos legal-constitucionales de separa-
ción del Estado y la religión y a los modelos de diferenciación de
la religión, la ética, la moralidad y la ley.
Puede resultar fructífero comenzar trazando una distinción
analítica entre el secularismo como doctrina política y como ideo-
logía. Por el secularismo como principio político, entiendo sim-
plemente ciertos principios de separación entre la autoridad re-
ligiosa y la política que favorecen tanto la neutralidad del Esta-
do en su relación con todas y cada una de las religiones, como la
protección de la libertad de conciencia de cada individuo y el
acceso igual a la participación en la democracia para todos los
ciudadanos, religiosos y no religiosos. Tal doctrina política ni
presupone ni necesita incorporar ninguna «teoría» sustantiva,
positiva o negativa, sobre «la religión». De hecho, desde el mo-
mento en el que el Estado toma explícitamente una concepción
particular de la «religión» estaría adentrándose en el ámbito de
la religión. Se podría argüir que el secularismo se convierte en
ideología cuando implica una concepción sobre el significado y
el papel de la «religión». Es esta asunción de que la «religión»,
en abstracto, es algo que tiene una esencia o que produce ciertos
efectos particulares y predecibles, lo que supone la característi-
ca definitoria del secularismo moderno.21
Se podrían distinguir dos tipos básicos de ideologías secula-
ristas. En el primer tipo están las teorías secularistas de la reli-
gión basadas en algunas filosofías estadiales progresivas de la
historia que relegan la religión a una etapa superada. En el se-
gundo tipo están las teorías políticas secularistas que presupo-
nen que la religión es tanto una fuerza irracional como una for-
ma no racional de discurso que debería ser borrada de la esfera
pública democrática. Los dos pueden ser denominados respecti-
vamente como secularismos «filosófico-históricos» y «políticos».
Mi objetivo en este artículo no es trazar, desde la perspectiva
de la historia de las ideas, los orígenes de ambas formas de secu-
larismo en la Europa moderna temprana y los modos como se
aglutinan en las críticas ilustradas de la religión y vuelven a se-
pararse en las diferentes trayectorias del positivismo, el ateísmo
materialista, el ateísmo humanista, el laicismo republicano, el
liberalismo, etc. Tampoco estoy interesado en examinar las asun-

21. Asad, Genealogies of Religion, op. cit., y Formations of the Secular, op. cit.

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ciones «filosófico-históricas» que permean la mayoría de las teo-
rías de la modernidad secular, tales como las de Jürgen Haber-
mas sobre la «racionalización del mundo de la vida» y la «lin-
güistización de lo sagrado», ni las asunciones secularistas «polí-
ticas» que atraviesan las principales teorías políticas democráticas
liberales, como las de John Rawls o el propio Habermas, aunque
en trabajos más recientes ambos hayan empezado a revisar sus
premisas seculares.22
Como sociólogo, más que en las altas versiones intelectuales
de ambos tipos de secularismo, estoy interesado en examinar la
medida en la que tales conceptos secularistas aparecen en las
asunciones presupuestas y, por ende, en las experiencias feno-
menológicas de la gente común. El momento en que la experien-
cia fenomenológica de ser «secular» ya no se halla atada a una
de las unidades del par diádico «religión/secular», sino que es
constituido como una realidad cerrada en sí misma, es crucial.
Entonces lo secular representa la secularidad autosuficiente y
exclusiva, cuando la gente no simplemente ha perdido el «senti-
do musical» para la religión, sino que se encuentra realmente
cerrada a cualquier forma de trascendencia más allá del marco
inmanente puramente secular.
Más arriba, he sostenido que es la presencia o la ausencia
de lo que he denominado «conciencia secularista histórico-es-
tadial» lo que explica en gran medida cuándo y dónde los pro-
cesos de modernización van acompañados de una seculariza-
ción radical. En los lugares en que tal conciencia secularista
histórico-estadial está ausente, como en Estados Unidos o en la
mayoría de las sociedades poscoloniales no occidentales, es
improbable que los procesos de modernización vayan acompa-
ñados por procesos de declive religioso. Por el contrario, pue-
den ir acompañados de procesos de revitalización religiosa.
Las diferentes formas en que el público europeo y america-
no responde a las encuestas de opinión pública que intentan

22. Jürgen Habermas, The Theory of Communicative Action, Boston, Bea-


con Press, 1984 y 1987; The Structural Transformation of the Public Sphere,
Cambridge, Mass., MIT Press, 1989; Religion and Rationality: Essays on Rea-
son, God and Morality, Cambridge, Mass., MIT Press, 2002; y Between Natura-
lism and Religion, Cambridge, Polity, 2008; John Rawls, A Theory of Justice,
Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1971; y A Brief Inquiry Into the
Meaning of Sin and Faith: With on «My Religion», Cambridge, Mass., Harvard
University Press, 2009.

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medir su religiosidad con cuestiones como: con qué intensidad
creen en Dios, con qué frecuencia rezan, con qué frecuencia van
a la iglesia, cómo de religiosos son, etc., pueden servir para con-
firmar mi tesis. Sabemos que es un hecho que tanto los america-
nos como los europeos mienten a los encuestadores. Pero am-
bos tienden a mentir en la dirección opuesta. Los americanos
exageran su religiosidad, afirmando ir a la iglesia y rezar más
frecuentemente de lo que lo hacen en realidad. Sabemos que
esto es un hecho porque los sociólogos de la religión, intentando
probar que la secularización moderna está actuando también
en Estados Unidos, han mostrado que los americanos son me-
nos religiosos de lo que pretenden ser y que no se debería creer
sus declaraciones acerca de su propia religiosidad.23 Pero la cues-
tión sociológica interesante es por qué los americanos tienden a
exagerar su religiosidad afirmando que son más religiosos de lo
que realmente son, a no ser que de algún modo pensaran que ser
moderno y ser americano, lo cual para muchos americanos signi-
fica exactamente lo mismo, implica también ser religioso.
Los europeos, por el contrario, si mienten a los encuestado-
res, cuando lo hacen tienden a hacerlo en la dirección opuesta,
esto es, tienden a socavar su religiosidad persistente. No puedo
ofrecer pruebas generales para toda Europa, pero hay eviden-
cias claras de esta tendencia en el caso de España. El Bertels-
mann Religion’s Monitor de 2008 ofrece una confirmación abru-
madora de la drástica secularización de la sociedad española en
los últimos cuarenta años.24 Se aprecia un persistente y consis-
tente declive en el nivel de religiosidad declarado a lo largo de
todas las categorías de creencia religiosa: asistencia a la iglesia,
oración privada, y la importancia de la religión en la vida de uno
mismo. Pero lo más interesante son para mí las aún más bajas
cifras en la imagen religiosa de sí mismos. La proporción de
españoles que se ven a sí mismos como «bastante religiosos»
(21 %) es mucho más pequeña que la porción de aquellos que
expresan una fuerte creencia en Dios (51 %), significativamente

23. Kirk Hadaway, Penny Long Marler, y Mark Chaves, «What the Polls
Don’t Show: A Close Look at US Church Attendance», American Sociological
Review, 58, 1993, pp. 741-752.
24. José Casanova, «Spanish Religiosity: An Interpretative Reading of the
Religion Monitor Results for Spain», en Bertelsmann Stiftung (ed.), What the
World Believes, Guetersloh, Verlag Bertelmanns Stiftung, 2009, pp. 223-255.

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menor que la de aquellos que atienden los servicios religiosos
al menos mensualmente (34 %), y mucho menor que la de aque-
llos que afirman rezar al menos semanalmente (44 %). Me sien-
to inclinado a interpretar la discrepancia entre la religiosidad
declarada y la imagen religiosa de uno mismo como una indica-
ción de que los españoles preferirían pensar en sí mismos como
menos religiosos de lo que realmente son y de que ser religioso
no está considerado un rasgo positivo en una cultura predomi-
nantemente secular.
La respuesta natural de los europeos a la cuestión de si son
«religiosos» parecería ser: «Por supuesto que no soy religioso.
¿Tú qué crees? Soy un europeo moderno, liberal, secular e ilus-
trado». Es esta identificación dada por sentado de ser moderno
y de ser secular lo que distingue a la mayoría de la Europa occi-
dental de Estados Unidos. Ser secular en este sentido significa
dejar la religión atrás, emanciparse uno mismo de la religión,
superando las formas no racionales de ser, pensar y sentir aso-
ciadas con la religión. Significa también crecer, llegar a la madu-
rez, convertirse en autónomo, pensar y actuar por uno mismo.
Es precisamente esta asunción de que las personas seculares
piensan y actúan por su propia cuenta y de que son agentes ra-
cionales y autónomos libres, mientras que las personas religio-
sas son agentes no racionales sometidos y heterónomos lo que
constituye la premisa fundacional de la ideología secular. En este
sentido, este hecho vincula las teorías de la «sustracción» con
las teorías «estadiales» de la secularización.
Taylor caracteriza como teorías de la «sustracción» aquellos
relatos sobre la modernidad secular que ven lo secular como el
sustrato natural que permanece y queda revelado cuando esta
cosa antropológicamente superflua y superestructural llamada
«religión» es de algún modo retirada. Lo secular es precisamen-
te el sustrato antropológico básico que queda cuando uno se
deshace de la religión. Las teorías estadiales añaden relatos ge-
nealógicos o funcionalistas de cómo y por qué esta cosa superes-
tructural, la religión, emergió en primer lugar, por lo general en
la historia primitiva de la humanidad, pero se ha convertido en
algo superfluo para los individuos seculares modernos y para las
sociedades modernas.
El secularismo político per se no necesita compartir la mis-
ma asunción negativa sobre la religión, ni asumir cualquier desa-

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rrollo histórico progresivo que vaya haciendo de la religión algo
cada vez más irrelevante. En realidad es compatible con una
visión positiva de la religión como un bien moral, o como un
depósito ético comunitario de solidaridad humana y virtud re-
publicana. Pero al secularismo político le gustaría contener a la
religión dentro de su propia esfera «religiosa» diferenciada y le
gustaría mantener una esfera democrática pública libre de reli-
gión. Ésta es la premisa básica detrás de cualquier forma de
secularismo como doctrina política, la necesidad de mantener
algún tipo de separación entre «Iglesia» y «Estado», o entre las
autoridades «religiosas» y «políticas», o entre «lo religioso» y «lo
político». Pero la cuestión fundamental es cómo y por quién son
trazados los límites. El secularismo político cae fácilmente en la
ideología secularista cuando el político se apropia de un carác-
ter absoluto, soberano, cuasi sagrado y cuasi trascendente, o
cuando lo secular se apropia del manto de racionalidad y univer-
salidad, mientras afirma que la «religión» es esencialmente no
racional, particularista e intolerante (o iliberal), y como tal, un
peligro y una amenaza para las políticas democráticas desde el
momento en que entra en la esfera pública. Es la esencialización
de «lo religioso», pero también de «lo secular» o de «lo político»,
basado en asunciones problemáticas de lo que la religión es o
hace, lo que, desde mi punto de vista, supone el problema funda-
mental del secularismo como ideología.
De hecho, resulta asombroso observar lo extendida que está a
lo largo de Europa la visión de que la religión es «intolerante» y de
que «crea conflicto». De acuerdo con un estudio del ISSP de 1998,
la abrumadora mayoría de los europeos, prácticamente por enci-
ma de los dos tercios de la población en todos los países de la
Europa occidental, tenían la visión de que la religión es «intole-
rante».25 Ésta era una visión extendida, por otra parte, ya antes del
11 de septiembre. Dado que no es probable que la gente reconoz-
ca expresamente su propia intolerancia, uno puede asumir que al
expresar tal opinión, los europeos están pensando en la «religión»
de algún otro o, alternativamente, presentando una memoria re-
trospectiva selectiva de su propia religión pasada, la cual afortu-
nadamente consideran haber superado. Resulta todavía más lla-

25. Andrew Greeley, Religion in Europe at the End of the Second Millen-
nium, New Brunswick, NJ, Transaction Books, 2003, p. 78.

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mativo que la mayoría de la población en todos los países de la
Europa occidental, con la significativa excepción de Noruega y
Suecia, comparten la visión de que «la religión crea conflicto».
Debería parecer obvio que tal visión negativa tan extendida
de la «religión» como «intolerante» y conducente al conflicto
pueda difícilmente estar basada en la experiencia colectiva his-
tórica de las sociedades europeas en el siglo XX o en la experien-
cia personal real de la mayoría de los europeos contemporáneos.
Sin embargo, se puede explicar de modo plausible como un cons-
tructo secular que tiene la función de diferenciar positivamente
a los europeos seculares modernos del «otro religioso», tanto de
los europeos religiosos premodernos, como de la gente religiosa
no europea contemporánea, particularmente de los musulmanes.
Así que cuando piensan en la religión como «intolerante»,
obviamente los europeos no están pensando en sí mismos, in-
cluso cuando muchos de ellos puedan todavía ser religiosos, sino
que piensan más bien en la religión que han dejado atrás o en la
religión de «los otros» en medio de ellos, que resulta ser el islam.
En la medida en que ellos identifican religión con intolerancia,
parecen insinuar que, felizmente, ellos han dejado su propia in-
tolerancia atrás deshaciéndose de la religión. El argumento para
la tolerancia se convierte en este sentido en una justificación
para la secularidad como la fuente de la tolerancia.
Más impactante es la visión de la «religión» en abstracto como
fuente de conflictos violentos, dada la experiencia histórica real
de la mayoría de las sociedades europeas en el siglo XX. «El cor-
to siglo XX», desde 1914 a 1989 si usamos la conveniente carac-
terización de Eric Hobsbawm, fue de hecho uno de los siglos
más violentos, sangrientos y genocidas de la historia de la hu-
manidad. Pero ninguna de las horribles masacres: ni la matanza
sin sentido de millones de jóvenes europeos en las trincheras de
la Primera Guerra Mundial; ni los incontables millones de vícti-
mas del terror bolchevique y comunista en la revolución, la gue-
rra civil, las campañas de colectivización, la gran hambruna de
Ucrania, los repetidos ciclos de terror estalinista y el Gulag; ni el
más insondable de todos, el Holocausto nazi y la conflagración
global de la Segunda Guerra Mundial, culminando con el bom-
bardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki, de ninguno de estos
terribles conflictos puede decirse que hayan sido causados por
el fanatismo y la intolerancia religiosa. Todos ellos fueron más
bien producto de ideologías seculares modernas.

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Con todo, los europeos contemporáneos obviamente prefie-
ren olvidar selectivamente los recuerdos recientes más inconve-
nientes del conflicto ideológico secular y recuperar, en lugar de
ello, los recuerdos de largo alcance olvidados de las guerras reli-
giosas de la Europa moderna para dar sentido a los conflictos
religiosos que hoy ven proliferar por todo el mundo, y por los
que se sienten cada vez más amenazados. Más que viendo los con-
textos estructurales comunes de la formación estatal moderna,
los conflictos geopolíticos interestatales, el nacionalismo moder-
no y la movilización política de identidades etnoculturales y reli-
giosas, procesos todos ellos centrales en la historia europea mo-
derna, que se han globalizado a través de la expansión colonial
europea, aparentemente, los europeos prefieren atribuir esos
conflictos a la «religión», esto es, al fundamentalismo religioso y
al fanatismo y la intolerancia que se suponen intrínsecos a la
religión «premoderna», un residuo atávico que los europeos
modernos y seculares ilustrados, afortunadamente, han dejado
atrás.26 Uno podría sospechar que la función de tal memoria his-
tórica selectiva es la de salvaguardar la percepción de los pro-
gresivos logros de la modernidad secular occidental, ofreciendo
una justificación autovalidante de la separación secular ente la
religión y la política como la condición para las políticas demo-
cráticas liberales y modernas para la paz global y para la protec-
ción de la libertad religiosa individual y privatizada.
De hecho las democracias europeas realmente existentes no
son tan seculares como las teorías secularistas parecen sugerir.
Las sociedades europeas pueden ser altamente seculares, pero
los Estados europeos se hallan lejos de ser seculares o neutrales.
Sólo hace falta darse cuenta de que todas las ramas del cristia-
nismo, con la excepción de la Iglesia católica, tienen un estable-
cimiento privilegiado, y no sólo uno simbólico, en varias demo-
cracias europeas: la Iglesia anglicana en Inglaterra, la Iglesia
presbiteriana en Escocia, la Iglesia luterana en todos los países
nórdicos (Dinamarca, Noruega, Islandia, Finlandia), con la ex-

26. José Casanova, «The Problem of Religion and the Anxieties of Euro-
pean Secular Democracies», en Gabriel Motzkin y Yochi Fischer (eds.), Reli-
gion and Democracy in Contemporary Europe, Londres, Alliance Publishing
Trust, 2008, pp. 63-74; y Europa’s Angst vor der Religion, Berlín, Berlin Univer-
sity Press, 2009.

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cepción de Suecia, y la Iglesia ortodoxa en Grecia. Incluso en la
laicista Francia el 80 % del presupuesto de las escuelas católicas
privadas está cubierto por fondos del Estado. De hecho, entre
los dos extremos de la laïcité francesa y el establecimiento lute-
rano nórdico, a lo largo de Europa se dan toda una serie de pa-
trones muy diversos de relaciones Estado-Iglesia, en la educa-
ción, en los medios de comunicación, en la salud y los servicios
sociales, etc., que constituyen entramados muy «aseculares», tales
como la fórmula consociacional de pilarización en los Países
Bajos, o el reconocimiento estatal oficial corporativista de las
Iglesias protestantes y católicas en Alemania (así como de la co-
munidad judía en algunos Länder).27
Uno debería centrarse menos en el secularismo como una
norma democrática supuestamente prescriptiva o como un re-
querimiento funcionalista de las sociedades modernas diferen-
ciadas, y más en el análisis histórico crítico-comparativo de los
diferentes tipos de secularismo que han emergido en el proceso
de formación del Estado moderno. Como doctrina política, toda
forma de secularismo implica dos principios que están bien re-
cogidos en la cláusula dual de la Primera Enmienda de la Cons-
titución americana, a saber, el principio de separación (es decir,
«no establecimiento») y el principio de regulación estatal de la
religión en la sociedad (es decir, el «libre ejercicio»). Es la rela-
ción entre los dos principios lo que determina la forma particu-
lar de secularización y su afinidad con la democracia.
Sobre el primer principio, hay todo tipo de grados de separa-
ción entre los dos extremos de separación «hostil» y «amigable».
De hecho, en los lugares donde no había instituciones eclesiásti-
cas con demandas monopolísticas, tales como la Iglesia católica

27. John Madeley ha desarrollado una medida tripartita de la relación Igle-


sia-Estado a la que llama el TAO europeo de la gestión y regulación de las
relaciones religión-Estado mediante el uso del Tesoro (T: para las conexiones
financieras y de propiedad), la Autoridad (A: para el ejercicio de los poderes de
mando del Estado) y la Organización (O: para la intervención efectiva de los
cuerpos del Estado en la esfera religiosa). Según esta medida, todos los Esta-
dos europeos puntúan positivamente en al menos una de estas escalas, la
mayoría de ellos puntúan positivamente en dos de ellas, y más de un tercio (16
Estados de un total de 45) puntúa positivamente en las tres. John T.S. Made-
ley, «Unequally Yoked: the Antinomies of Church-State Separation in Europe
and the USA», paper presentado en 2007 Annual Meeting of the American Poli-
tical Science Association, Chicago, 30 de agosto - 2 de septiembre.

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después del Concilio Vaticano II, ni Iglesias estatales confesiona-
les obligatorias tales como las que se institucionalizaron a través
del sistema de Westfalia de los Estados europeos bajo el principio
de cuius regio eius religio, no es necesario, hablando propiamente,
un proceso de des-instalación, y se puede tener un proceso de
separación amigable como fue el caso en Estados Unidos.
Como Ahmet Kuru ha mostrado, el tipo de separación en el
período formativo del Estado moderno va a estar muy determi-
nado por la configuración particular de las relaciones entre las
autoridades políticas y religiosas durante el Antiguo Régimen.28
Los Estados coloniales son dados a tener sus propias dinámicas
particulares. En la América colonial, por ejemplo, no había nin-
guna Iglesia nacional a lo largo de trece colonias de las que el
nuevo Estado federal necesitara separarse. Sin embargo, la se-
paración fue amigable no sólo porque no había necesidad de dar
lugar a una separación hostil de una Iglesia establecida inexis-
tente, sino, más importante, porque la separación fue constitui-
da para proteger el ejercicio libre de la religión, esto es, para
construir las condiciones de posibilidad para el pluralismo reli-
gioso en la sociedad.
En última instancia, la cuestión es si el secularismo es un fin
en sí mismo, un valor último, o más bien un medio para algún
otro fin, sea éste la democracia y la igualdad de los ciudadanos o
el pluralismo religioso (es decir, normativo). De hecho, si el prin-
cipio secularista de la separación no es un fin en sí mismo, en-
tonces debe ser construido en una forma tal que maximice la
igualdad de participación de todos los ciudadanos en las políti-
cas democráticas y en el libre ejercicio de la religión en la socie-
dad. Al tomar las dos cláusulas en conjunto se pueden construir,
por un lado, tipologias graduales y generales de la separación
hostil/amigable, y por otro, modelos de regulación estatal libre/
no libre de la religión en la sociedad.
Se podría avanzar en la proposición de que es la clausula de
«libre ejercicio» de la religión, más que la clausula de «no estable-
cimiento», la que parece ser una condición necesaria para la de-
mocracia. No se puede tener democracia sin libertad de religión.
De hecho el «libre ejercicio» destaca como un principio democrá-

28. Ahmet Kuru, Secularism and State Policies toward Religion, Nueva York,
Cambridge University Press, 2009.

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tico normativo en sí mismo. Por otra parte, ya que existen muchos
ejemplos históricos de Estados seculares que eran no democráti-
cos, siendo los regímenes de tipo sovietico, la Turquía kemalista o
el México posrevolucionario casos obvios, se puede, por tanto, con-
cluir que la separación secular estricta entre Iglesia y Estado no es
condición suficiente ni necesaria para la democracia.
El principio de «no establecimiento» parece defendible y
necesario principalmente como un medio para el ejercicio libre
y para la igualdad de derechos. La desinstalación se convierte en
una condición necesaria para la democracia siempre que una
religión establecida demanda el monopolio sobre un territorio
estatal, impide el ejercicio libre de la religión, y socava la igual-
dad de derechos o la igualdad de acceso a todos los ciudadanos.
Comprensiblemente, la mayoría de las discusiones acerca
de lo secular y el secularismo son debates internos dentro del
marco cristiano-secular occidental sobre patrones de seculari-
zación del Occidente cristiano. Como Noah Feldman ha señala-
do, éste es básicamente un debate acerca de cómo llegamos de
san Agustín hasta el punto en que estamos hoy en día.29 Debería-
mos ser cautelosos al intentar elevar este proceso histórico par-
ticular y contingente a un modelo histórico universal general.
De hecho, deberíamos recordarnos a nosotros mismos que «lo
secular» emergió al principio como una categoría teológica cris-
tiano-occidental particular, una categoría que no sólo sirvió para
organizar la formación social particular de la cristiandad occi-
dental, sino que posteriormente estructuró en gran medida las
propias dinámicas de cómo transformarse o liberarse a uno mis-
mo en tal sistema. Finalmente, sin embargo, como resultado de
este proceso histórico particular de secularización, «lo secular»
se ha convertido en la categoría dominante que sirve para es-
tructurar y delimitar legal, filosófica, científica y políticamente
la naturaleza y los límites de la «religión».
Tal como sucedió, esta dinámica particular de seculariza-
ción se globalizó a través del proceso de expansión colonial occi-
dental, entrando en tensión con las diferentes formas en las que
otras civilizaciones han trazado los límites entre «lo sagrado» y
«lo profano», «trascendencia» e «inmanencia», «lo religioso» y

29. Noah Feldman, «Religion and the Earthly City», en Social Research,
vol. 76:4, invierno de 2009, pp. 989-1.000.

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«lo secular». No deberíamos pensar en estos pares de términos
diádicos como sinónimos. Lo sagrado tiende a ser inmanente en
las culturas preaxiales. La trascendencia no es necesariamente
«religiosa» en algunas civilizaciones axiales. Lo secular de nin-
gún modo es profano en nuestra era secular. De hecho, necesita-
ríamos entrar en un análisis mucho más abierto de las dinámi-
cas civilizacionales no occidentales y ser más críticos con nues-
tras categorías seculares cristiano-occidentales para expandir
nuestros conocimientos acerca de lo secular y el secularismo.

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LAS CREENCIAS RELIGIOSAS EN LA ERA
POSTSECULAR: UNA PROSPECCIÓN EMPÍRICA

José María Pérez-Agote


Universidad Pública de Navarra

Este trabajo se propone ilustrar empíricamente el modelo


teórico de la postsecularización desarrollado por Josetxo Beriain
e Ignacio Sánchez de la Yncera en «Tiempos de postseculari-
dad», trabajo incluido en este volumen. La realización de esta
tarea se ha llevado a cabo mediante una revisión de las fuentes
de datos empíricos más relevantes, tanto primarias como secun-
darias. Con ello se han perseguido dos objetivos fundamentales:
en primer lugar, efectuar una aproximación descriptiva de ca-
rácter general al proceso de postsecularización, tratando de cono-
cer el peso demográfico de las principales religiones, su evolu-
ción en el tiempo y su distribución geográfica. De esta manera
se ha conseguido ofrecer una imagen de las dinámicas brutas de
secularización y postsecularización —si bien con distintos gra-
dos de precisión— en la medida en que la escasa fiabilidad de
los censos de las religiones practicadas en el mundo lo permite,
un hecho que obliga a recurrir en exceso a unas fuentes secun-
darias que no siempre ofrecen datos debidamente contrastados.1
En segundo lugar, explorar cada uno de los cuatro horizontes de
postsecularidad que constituyen el modelo aproximándonos a
lo que los individuos revelan sobre sus creencias religiosas, lo
que en su mayor parte nos remite a las encuestas internaciona-
les de valores y a los trabajos de Ronald Inglehart. En este senti-

1. Es de suponer que los datos tomados de fuentes secundarias provie-


nen de alguna de las Enciclopedias de las Religiones que los ofrecen perió-
dicamente y que son auspiciadas por instituciones de carácter religioso.
La más conocida es la World Christian Encyclopedia, dirigida por W. Barret
y editada por el Gordon-Conwell Theological Seminary, perteneciente a la fe
evangélica.

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do se ha prestado más atención a las sociedades avanzadas, y
muy especialmente a Europa, tanto porque la atención recibida
por ellas en estos estudios ha sido considerablemente mayor
como porque Europa es el único lugar donde se habría experi-
mentado el proceso de secularización a tenor del modelo clásico
de modernización. Sin embargo, con carácter preliminar se plan-
tea una reflexión metodológica sobre la fiabilidad de los datos
así obtenidos, pues el debate que ha generado esta cuestión aún
permanece abierto.

1. Advertencias previas

La comparación internacional de la evolución de los valores


y las creencias sobre una base empírica tienen como referente
sin parangón los trabajos de Ronald Inglehart y las encuestas
internacionales de valores que él mismo ha impulsado desde los
años setenta a raíz de su colaboración en el Eurobarómetro. Este
instrumento inspiró sus primeras hipótesis sobre el cambio cul-
tural en las sociedades avanzadas, cuya primera elaboración teó-
rica presentó en La revolución silenciosa.2 Para la continuación
de este trabajo, expuesta en El cambio cultural en las sociedades
avanzadas,3 ampliará la base empírica de sus estudios sumando
a los datos del Eurobarómetro los de las primeras oleadas de la
Encuesta Mundial de Valores (World Values Survey), realizada por
el Grupo de Estudio sobre los Sistemas de Valores Europeos.
Aunque en la segunda obra citada el propio Inglehart considera
esta encuesta como fuente de parte de sus datos, en realidad se
trataba de las primeras oleadas de la Encuesta Europea de Valo-
res (1981-1982), cuyo cuestionario se aplicó en 24 países, de los
cuales sólo 10 eran europeos. En el sentido más estricto, es par-
tir de 1990 cuando se realiza la primera Encuesta Mundial de
Valores, cuyas sucesivas olas se realizan cada cinco años en ya
casi un centenar de países y bajo la dirección del propio Ingle-
hart. En este período de tiempo este investigador ha enriquecido

2. R. Inglehart, The Silent Revolution, Princeton University Press, Prince-


ton, 1977.
3. R. Inglehart, The Culture Shift in Advanced Industrial Society, Princeton
University Press, Princeton, 1990.

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notablemente su teoría del cambio cultural, pero siempre man-
teniendo la validez de su principio central. Éste sostiene la exis-
tencia de un ritmo intergeneracional del cambio de los valores y,
en definitiva, de las cosmovisiones, que aparece fuertemente co-
rrelacionado con avances previos en el bienestar y el desarrollo
material de la sociedad, de manera que se propicia lo que Ingle-
hart llamó el giro desde una constelación de valores materialis-
tas a una constelación posmaterialista.
Las encuestas de valores mundial y europea, junto a la Euro-
pean Social Survey (Encuesta Social Europea) y al International
Social Survey Program constituyen la principal fuente de datos
sobre la religión y el cambio de valores en las sociedades actua-
les (a partir de ahora EVS-WVS, ESS e ISSP respectivamente).4
Si la ESS y la EVS, por definición, ofrecen información exclusi-
vamente del ámbito europeo, no sucede lo mismo con la ISSP,
cuyo cuestionario se aplica en países de los cinco continentes,
aunque fundamentalmente se concentra en el europeo. Por lo
tanto cabe afirmar que sólo la WVS tiene un alcance verdadera-
mente mundial, constituyendo el único instrumento que permi-
te realizar una comparación diacrónica del cambio de los valo-
res y de las creencias religiosas.5 El resto de instrumentos nos
informa fundamentalmente sobre los países que, europeos o no,
configuran el Primer Mundo; es decir el grupo de las sociedades
modernas más avanzadas, en las que, de ser correcta la teoría
clásica de la secularización, deberíamos haber presenciado cómo
se cumplían sus postulados. De ahí que, para lo bueno y para lo
malo, los datos obtenidos bajo el prisma inglehartiano constitu-
yan la principal y más caudalosa fuente de información empíri-
ca transnacional sobre los valores en general y las creencias reli-

4. El diseño de la Encuesta Social Europea pretende solventar las deficiencias


detectadas en la metodología comparativa de las encuestas mundial y europea
de valores —así lo considera Mariano Torcal («Análisis dimensional y estudio de
valores: el cambio cultural en España», REIS, 58, 1992, pp. 97-122)— pero ofre-
ce una información geográficamente limitada para nuestros propósitos.
5. La ISSP ha realizado tres encuestas —los cambios en el cuestionario
aconsejan no considerarlas como olas sucesivas— sobre religión. En 1991, en
1998 y la prevista para 2008 de la que no se habían divulgado los datos cuando
este trabajo fue redactado. La encuesta de 1998 se realizó en 23 países euro-
peos más Estados Unidos, Canadá, Chile, Australia, Nueva Zelanda, Filipinas,
Japón e Israel.

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giosas en particular. En consecuencia los estudios producidos
por esta línea de investigación gozan de gran preeminencia en
este campo —Norris e Inglehart6 e Inglehart y Welzel7 son la
demostración palpable más reciente— y han impulsado la crea-
ción de nuevos instrumentos sectoriales como el Religion Moni-
tor, encuesta realizada por primera vez en 2007.8 Pero también
es cierto que han cosechado numerosas, variadas y consistentes
críticas desde el mismo instante en que Inglehart diera a cono-
cer la tesis del giro posmaterialista de los valores. Ciertamente,
los presupuestos teóricos desde los que el sociólogo norteameri-
cano categoriza los modelos de modernización y posmoderniza-
ción, materialismo y posmaterialismo son susceptibles a la críti-
ca. Pero son aspectos metodológicos como la fiabilidad de las
escalas y el tratamiento de las variables que utilizan él y sus co-
laboradores para establecer de las dimensiones del cambio cul-
tural los que concentran las críticas más recurrentes.9
El modelo teórico de Inglehart ha sido discutido desde dife-
rentes enfoques. Desde la politología se ha considerado que el
auge de la extrema derecha, que emerge en las mismas condi-
ciones sociales en que se desarrolla el conglomerado posmate-

6. P. Norris y R. Inglehart, Sacred and Secular. Religion and Politics World-


wide, Cambridge University Press, Cambridge, 2004.
7. R. Inglehart y H. Welzel, Modernization, Cultural Change and Democra-
cy, Cambridge University Press, Cambridge, 2005.
8. Bertelsmann Stiftung (ed.), What the World Believes. Analyses and Com-
mentary on the Religion Monitor 2008, Verlag Bertelsmann Stiftung, Güters-
loh, 2009.
9. Torcal reprocha el carácter unidimensional del cambio cultural, reducido
a la dimensión materialismo/posmaterialismo en los primeros trabajos de In-
glehart (cf. Torcal, «Análisis dimensional...», loc. cit.). Algunas críticas a la fiabi-
lidad de esta escala pueden verse en Hino e Imai, «Ranking vs. Rating: Re-
examining the Inglehart Scale Through an Experimental Survey», 104th An-
nual Meeting of the American Political Science Association, Boston,
Massachusetts, 30 de agosto de 2008: http://dspace.wul.waseda.ac.jp/dspace/bits-
tream/2065/28908/1/Hino%26Imai_RankingRating_APSA2008.pdf; A.J. Rojas
Tejada y J.S. Fernández Prados, «Efectos del procedimiento de administración
en la estabilidad de la escala de posmaterialismo», Psicothema, vol. 12, 2000,
pp. 482-486; R. MacIntosh, «Global attitude measurement: an assessment of
the world values survey postmaterialism scale», en American Sociological Re-
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tion and postmodernization: cultural, economic, and political change in 43 so-
cieties”. Princeton: Princeton University Press», en Comparative Political Stu-
dies, vol. 31, n.º 2, 1998, pp. 247-251.

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rialista, ha dado lugar a una «contra-revolución silenciosa» que
no puede ser explicada satisfactoriamente por este modelo.10
Numerosos estudios han confirmado esta discrepancia entre el
voto a la extrema derecha y la difusión de los valores posmate-
rialistas.11 Otro enfoque crítico es el de Swank,12 quien encuen-
tra insatisfactoria la correlación entre crecimiento económico y
los conglomerados materialista y posmaterialista (positiva y ne-
gativa respectivamente), siendo, en su opinión, más significativa
estadísticamente la convergencia entre las ratios de crecimien-
to, la inversión en capital humano y la políticas comunitarias.
En su reseña a The Culture Shift in Advanced Industrial Society,
aun considerando que se trataba de un libro realmente admira-
ble, reprochaba a Inglehart una «inadecuada explicación teóri-
ca de muchos aspectos importantes del cambio político y econó-
mico». Entre ellos destacaba principalmente que, por un lado, la
explicación del cambio político en las sociedades modernas avan-
zadas ignoraba el peso de los cambios económicos a escala na-
cional y global. Por otra parte, hacía notar Swank, Inglehart tam-
poco había tenido en cuenta el modo como las instituciones y
los valores que las sustentan afrontan los problemas de la acción
colectiva y los fracasos del mercado, cuestión respecto a la cual
existía ya una literatura considerable.13
La relación entre los valores y las instituciones trae a cola-
ción una debilidad aún más profunda que afectaría al corazón
mismo del marco teórico que Ronald Inglehart ha expandido
laboriosamente durante estas décadas: el concepto mismo de
valor. Sabido es que en los últimos cincuenta años han sido pro-
puestas muchas definiciones de este concepto. Desde esta am-

10. P. Ignazi, «The silent counter-revolution: Hypotheses on the emergence


of extreme right-wing parties in Europe», European Journal of Political Re-
search, vol. 22-1, 1992, pp. 35-54. Debo agradecer a Beatriz Acha su apunte de
esta referencia.
11. Véanse como ejemplo J.W.P. Veugelers, «Right-wing Extremism in Con-
temporary France: A “Silent Counterrevolution”?», The Sociological Quarterly,
vol. 41-1, 2000, pp. 19-40; y, más recientemente, P.H.J. Achterberg y J. van der
Waal, «Silent Revolution, Counter-Revolution or Cultural Conflict», Scientific
Commons, 2008: http://hdl.handle.net/1765/12179, inédito.
12. D. Swank, «Culture, Institutions and Economic Growth: Theory, Re-
cent Evidence and the Role of Communitarian Polities», American Journal of
Political Science, vol. 40-3, 1996, pp. 660-679.
13. D. Swank, «Inglehart, R. (1997). “Modernization...”», loc. cit.

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plia perspectiva la escala de valor materialismo/posmaterialis-
mo, alrededor de la cual gira el modelo teórico de Inglehart, su-
pone una interpretación restrictiva del concepto de valor en la
medida en que es subordinado al concepto económico de nece-
sidad tal como lo empleó Maslow en su célebre jerarquización
de las necesidades.14 Los valores asociados a la seguridad mate-
rial adquieren aquí una primacía absoluta sobre cualquier otra
categoría de valor susceptible de orientar las prácticas de los
actores. Así, los valores de carácter más abstracto e idealista sólo
reciben un significado una vez se ha superado el umbral de la
seguridad material. Esta concepción del valor (y de la acción) se
caracteriza por la asunción de un radical individualismo psicoeco-
nómico como supuesto metodológico y, en consecuencia, igno-
ra dos dimensiones cruciales de los valores cuya importancia ha
sido reiteradamente puesta de manifiesto por Hans Joas.15 Des-
de un punto de vista cultural no tiene en cuenta suficientemente
el peso de las instituciones —en un sentido distinto al apuntado
por Swank— a la hora de crear, mantener y transmitir valores,
y, por lo tanto, de instituir cauces para la acción. En este sentido
la hipótesis de la socialización, según la cual las prioridades de
valor son conformadas a partir las experiencias de escasez vivi-
das en el período vital previo a la madurez,16 no podría explicar
totalmente la aparición de prioridades de valor independientes
de la hipótesis de la escasez, que las vincula al contexto socioeco-
nómico, pues el individuo, bajo su influencia, atribuiría mayor
valor a las cosas relativamente escasas. En segundo lugar, este
modelo tampoco considera el peso de los valores como ensam-
blajes entre las dimensiones individual y colectiva del ser social
donde reside la dimensión genética de la identidad y de la ac-
ción, perceptibles en situaciones como los momentos de auto-
trascendencia, cuando se produce la fusión del individuo con el

14. Una buena explicación de la aplicación del concepto de valor en el mode-


lo teórico de Inglehart puede verse en H. Thome, «Value Change in Europe
from the Perspective of Empirical Social Research», en H. Joas y K. Wiegandt
(eds.), The Cultural Values of Europe, Liverpool University Press, Liverpool, 2008.
15. H. Joas, Creatividad, acción y valores. Hacia una teoría sociológica de la
contingencia, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2002; H. Joas, «The
Cultural Values of Europe: An Introduction», en H. Joas y K. Wiegandt, The Cul-
tural Values of Europe, Liverpool University Press, Liverpool, 2008.
16. R. Inglehart, The Culture..., op. cit.

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todo revitalizando la cohesión grupal.17 En lugar de encontrar-
nos con «los bienes que enlazan convivencialmente los colecti-
vos humanos», según la afortunada expresión de Sánchez de la
Yncera,18 nos hallamos, pues, ante un tratamiento descriptivo
del valor como preferencia subjetiva formalizada en escalas que
parece reflejar una dimensión intermedia entre los valores y la
acción, esa dimensión donde también operan a modo de filtros
los prejuicios o las actitudes.
Si se considera el tratamiento que la cuestión de las creen-
cias religiosas recibe en el marco de estas encuestas internacio-
nales a la hora de realizar comparaciones entre países, hay que
afrontar un elenco específico de problemas que ha sido detalla-
damente estudiado por André Bréchon.19 Las dificultades meto-
dológicas surgen ya en la fase de elaboración del cuestionario,
que se ve sometido a exigencias contradictorias. Sabido es que
uno de los criterios a los que ha de plegarse su redacción es el de
la inteligibilidad, que ha de asegurar la fácil comprensión de las
preguntas. Sin embargo, afirma Bréchon, éstas resultan dema-
siado generales y descontextualizadas, lo que impide formular-
las respetando la idiosincrasia religiosa de cada país. Por otro
lado, continúa, las formas de la religiosidad y las concepciones
de lo divino varían de una civilización a otra. Pero el fundamen-
to cultural cristiano que a menudo se trasluce en los cuestiona-
rios no se adapta bien a los países que siguen otras tradiciones o
a las minorías religiosas que existen en Europa. Así, por ejem-
plo, la concepción de la divinidad en las culturas asiáticas no se
mide correctamente, ni aparecen reflejados el culto a los ances-
tros y las peregrinaciones a los templos.20

17. Para el análisis de esta dimensión de los valores en relación con su


origen pragmatista durkheimiano, véase H. Joas, «Durkheim’s intellectual
development: The problem of the emergence of new morality and new institu-
tions as a leitmotif in Durkheim’s ouvre», en S.P. Turner (ed.), Emile Dur-
kheim, sociologist and moralist, Routledge, Londres y Nueva York, 1993.
18. I. Sánchez de la Yncera, «Sobre la identidad de los valores. La estructu-
ración de la convivencia navarra en su zona íntima», en V. Díaz de Rada Igúz-
quiza (dir.), Los valores de la sociedad navarra en el umbral del siglo XXI. Nava-
rra en las Encuestas Europeas de Valores, Institución Futuro, 2005.
19. P. Bréchon, «Les grandes enquêtes internationales (Eurobaromêtres, Va-
leurs, ISSP): apports et limites», L’Année Sociologique, vol. 52-1, 2002, pp. 105-130;
y «La mesure de l’appartenance et de la non-appartenance confessionnelle dans
les grandes enquêtes européennes», Social Compass, vol. 56, 2009, pp. 163-178.
20. Bréchon, «La mesure...», loc. cit., pp. 165-166.

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Un indicador estadísticamente tan simple en apariencia como
la pertenencia a una confesión religiosa o adscripción a una re-
ligión, que es el más común, también resulta problemático en
las comparaciones internacionales entre países, tanto en su for-
mulación como en su puesta en práctica. Tanto la EVS-WVS,
como la ISSP y la ESE emplean diferentes formulaciones para
preguntar si el sujeto entrevistado pertenece o no a una religión
—variación que aumenta considerando la utilización o no de
filtros y la traducción de los cuestionarios del inglés a otros idio-
mas—, lo que explicaría las notables diferencias obtenidas en un
mismo año por la EVS y la ISSP (siete puntos en 1999).21
Por otra parte, también se discute el efecto que puede tener
en estos estudios el uso de diferentes definiciones teóricas del
concepto de religión.22 Obviamente, este factor semántico es muy
influyente en la recogida de datos en la medida en que determi-
na la elaboración de la pregunta. Así, como recuerda Bréchon,23
la pertenencia puede ser objetiva o elegida. Preguntar al entre-
vistado por su pertenencia a una confesión religiosa adscrita que
impone a los fieles determinados preceptos morales o solicitar
que exprese su creencia o no creencia en una divinidad no es lo
mismo que interesarse por su manera de experimentar lo sagra-
do, ya se trate del resultado de un proceso de socialización cul-
tural, ya de una opción elegida —y, por lo tanto, revocable— en
un contexto de fragmentación de las políticas de vida. La asun-
ción de conceptos como el de religión invisible o el de religión
civil, así como la posible equiparación entre cultura y religión pue-
den prestar diferentes matices a esta clase de preguntas. Tam-
bién el análisis de datos se ve afectado por esta cuestión, tanto si
se trata de agrupar factorialmente las variables como de estable-
cer tipologías descriptivas con que interpretarlas. Así sucede con
algunas tipologías como la de religioso-secular que Bericat24 pro-
pone a partir de la ISSP, reduciendo las múltiples dimensiones

21. Ibíd., pp. 166-167.


22. Cabe preguntarse si este sesgo puede constituir una manifestación más
del uso etnocéntrico de la categoría «religión» del que habla Pérez-Agote (A.
Pérez-Agote, «Validity Boundaries of the Concept of Secularization»,
sociopedia.isa, 2010b).
23. Bréchon, «La mesure...», loc. cit., p. 166.
24. E. Bericat, «Duda y posmodernidad: el ocaso de la secularización en
Europa», REIS, n.º 121, 2008, pp. 13-53.

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del proceso de secularización previamente formuladas por Dob-
belaere y otros autores a dos factores que determinan la posi-
ción cultural de los individuos: el sociocultural (identidad reli-
giosa subjetiva) y el sociopolítico (actitud ante la proyección
pública de las Iglesias). Se puede afirmar lo mismo de la escala
de cinco puntos entre lo trascendental y lo secular (teísmo, deís-
mo, naturalismo, existencialismo y agnosticismo) propuesta por
Meulemann.25 El mismo problema puede detectarse en tipolo-
gías de otro tipo de fenómenos, como los tres procesos que Ca-
sanova26 distingue en la secularización: diferenciación de la es-
fera secular respecto de las instituciones religiosas; declive las
prácticas y creencias religiosas; y privatización de la religión. Lo
mismo cabe decir de la distinción entre las lógicas de la seculari-
zación, laicización y de la quiebra de la homogeneidad cultural
que caracteriza el proceso de secularización español en Pérez-
Agote.27 Y, por supuesto, lo mismo puede decirse de los cuatro
horizontes de postsecularidad indicados por Beriain y Sánchez
de la Yncera que son explorados en este capítulo.
Por ir concluyendo esta breve relación de los puntos débiles
comúnmente achacados a este tipo de estudios es necesario
mencionar que los problemas en la comparación entre países
son también dignos de atención, pues la fiabilidad de sus resul-
tados es discutible en varios aspectos. No se trata solamente de
que se produzca un desequilibrio en las comparaciones globales
a causa de la ya aludida sobrerrepresentación del conjunto de
los países occidentales más desarrollados que, exceptuando las
últimas oleadas de WVS, cabe achacar en estas encuestas inter-
nacionales. El problema principal afecta a la proporcionalidad
con que la muestra ha de representar a la población de un país.
Algunas muestras, indica Díez Nicolás, no la respetan, de mane-
ra que los promedios de esos países representan sólo a los secto-

25. H. Meulemann, «Secularization or the Revival of Religion?», en Ber-


telsmann Stiftung (ed.), What the World Believes. Analyses and Commentary on
the Religion Monitor 2008, Verlag Bertelsmann Stiftung, Gütersloh, 2009.
26. J. Casanova, «El “revival” político de lo religioso», en R. Díaz-Salazar,
S. Giner y F. Velasco (eds.), Formas modernas de religión, Alianza Editorial,
Madrid, 1994.
27. A. Pérez-Agote, «El proceso de secularización en la sociedad española»,
Revista CIDOB d’Afers Internacionals, n.º 77, 2007, pp. 65-82; A. Pérez-Agote,
«Religious change in Spain», Social Compass, vol. 57-2, 2010a, pp. 224-234.

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res de la población que figuran en la muestra.28 Cabe mencionar,
por último, que en los Estados donde existen gobiernos totalita-
rios y no existe libertad religiosa el temor a significarse como
seguidor de un determinado credo —o como no creyente, de-
pendiendo del caso— produce un sesgo no cuantificable en los
censos y en las encuestas.29
En suma, la evidencia empírica de la presencia de la religio-
sidad en el mundo y, por extensión, de sus derivas seculares y
postseculares es cada vez más abundante y se recoge y analiza
con instrumentos más sofisticados. Pero, a pesar de ello, todavía
no se han resuelto los problemas de fiabilidad que existen en
todos los niveles de análisis de los estudios comparados y que
hacen aconsejable manipular con precaución incluso los más
atractivos productos finales que brillan en el mercado del análi-
sis sociológico del mundo de las creencias. Expresado con meri-
diana claridad: si contar quiénes y cuántos son los fieles de las
distintas doctrinas junto a los que se definen como indiferentes,
ateos o agnósticos es un problema que aún no ha sido bien re-
suelto, ¿hasta qué punto hay que aceptar como saber validado el
producto de esos refinados modelos que aplican el análisis de
regresión múltiple o el método de componentes principales a
estos datos? Si la opción aconsejable es someterlos al principio
de precaución, ¿cómo señalar el punto hasta el cual nos permiti-
mos aceptar la información y a partir del cual la rechazamos?
Con todos los defectos que les son achacados, estos instru-
mentos proporcionan una valiosísima información empírica que
permite abordar un análisis longitudinal e internacional compa-
rado susceptible de ser tratado multidimensionalmente. Estos
datos confirman el exuberante dinamismo religioso que se ob-
serva a escala planetaria, aunque, tomados en su conjunto, pue-
dan reflejar contradicciones. En este sentido cabe recordar lo

28. J. Díez Nicolás, «Value Systems of Elites and Publics in the Mediterra-
nean: Convergence or Divergence», en Mansoor Moaddel (ed.), Values and
Perceptions of the Islamic and Middle Eastern Publics, Palgrave-Macmillan,
Nueva York, 2007, p. 81.
29. F. Díez de Velasco, Introducción a la historia de las religiones, bloque 6:
«Las religiones de las sociedades industrial y postindustrial», Trotta, Madrid,
1998. Aunque no se han tratado los censos, está bien recordar que los regis-
tros mediante los que las Iglesias llevan el control de sus fieles tienden a mag-
nificar sustancialmente su número.

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que Grace Davie afirmaba respecto al EVS y sostener por exten-
sión que toda aproximación seria al cambio religioso debe tener
en cuenta los resultados de estos estudios con todo rigor pero
también con espíritu crítico.30

2. Plausibilidad empírica de los horizontes


de postsecularidad

La evidencia empírica que se ofrece a continuación sustenta


cada una de las dimensiones de postsecularidad propuestas por
Beriain y Sánchez de la Yncera de manera consistente, aunque
la excesiva dependencia respecto a la hipótesis de la escasez31
que alguna de ellas presenta aconseja que su respaldo sea consi-
derado de carácter provisional.
La globalización del monoteísmo comprende dos tipos de fe-
nómenos bien diferenciados. Por un lado, la cuantificación del pro-
ceso de expansión transnacional de las grandes religiones mono-
teístas se enfrenta a una serie de problemas que dificultan el acce-
so a fuentes directas, restringidas a las enciclopedias de la religión
vinculadas a instituciones religiosas cristianas, de manera que, en
lo referente a la religión musulmana, sobre todo se ofrecen estima-
ciones provisionales que se han obtenido de fuentes secundarias
de diversa procedencia, que no consignan el origen de sus datos,
como es el caso de los ofrecidos por Díez de Velasco32 y Stepan.33
En segundo lugar, el proceso de secularización europeo se ilustra
con los datos procedentes del EVS34 que reelabora Davie35 para
Europa Occidental, los cuales son contrastados con datos referi-
dos a Europa Oriental de reelaboración propia.

30. G. Davie, Europe: The Exceptional Case. Parameters of Faith in the Mo-
dern World, Darton, Longman and Todd, Londres, 2002, p. 3.
31. P. Norris y R. Inglehart, Sacred and Secular. Religion and Politics World-
wide, Cambridge University Press, Cambridge, 2004.
32. F. Díez de Velasco, Introducción a la historia..., op. cit.
33. A. Stepan, «Religion, Democracy and the “Twin Tolerations”», en L.J.
Diamond, M.F. Plattner y Ph.J. Costopoulos, World religions and democracy,
The Johns Hopkins University Press, Baltimore, 2005. Publicado originalmente
en Journal of Democracy, 2000.
34. L. Halman, The European Values Study: a Third Wave. Source book of the
1999/2000 European Values Study Surveys, EVS, WORC, Tilburg University, 2001.
35. G. Davie, Europe: The Exceptional Case, loc. cit.

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La relación entre religiosidad y acceso diferencial a los re-
cursos se respalda con los datos del WVS ofrecidos por quienes
son valedores principales de esta tesis, Norris e Inglehart.36 El
horizonte de creencias politeísta se ilustra con los datos recogi-
dos por el Religion Monitor, tratados e interpretados por Kno-
blauch y Graf.37 Y, por último, la reacción fundamentalista de
nuevo se sostiene con datos del WVS interpretados por Norris e
Inglehart38 que son apoyados por fuentes complementarias.

2.1. La globalización del monoteísmo

a) La expansión transnacional de las religiones monoteístas

El cristianismo y el islam atraviesan por un proceso de ex-


pansión global tan notable que permite hablar de una explosión
mundial de la religión. A principios del siglo XXI el cristianismo
constituye la religión más extendida en el mundo. Un tercio de
los habitantes del planeta, unos dos mil millones de personas, se
consideran, al menos nominalmente, cristianos. Actualmente el
centro de gravedad del cristianismo se está desplazando de Eu-
ropa y Norte América al Tercer Mundo y al hemisferio sur. Se-
gún el vaticinio de Phillip Jenkins en 2025 la mitad de los cristia-
nos vivirán en África y Latinoamérica y en 2050 el 80 % de los
cristianos, que alcanzarán los tres mil millones de personas, se-
rán africanos, latinoamericanos o asiáticos.39 Esta predicción
contrasta con la que adelantaba Samuel Huntington en El cho-
que de las civilizaciones, según la cual en 2025 el cristianismo
verá reducido el número de sus fieles en un 25 % mientras que
los musulmanes habrán experimentado un crecimiento del 30 %.
Huntington, que del renacer religioso hace uno de los pilares de
su famosa tesis (el otro es la lengua), toma sus datos de la enci-

36. Norris e Inglehart, Sacred and secular..., op. cit.


37. H. Knoblauch y A. Graf, «Popular Spirituality, or: Where is Hape Ker-
keling», en Bertelsmann Stiftung (ed.), What the World Believes. Analyses and
Commentary on the Religion Monitor 2008, Verlag Bertelsmann Stiftung, Güters-
loh, 2009.
38. Norris e Inglehart, Sacred and secular..., op. cit.
39. Ph. Jenkins, The next Christendom: The coming of global Christianity,
Oxford University Press, Oxford, 2002.

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clopedia de Barret (edición de 1982), quien, como se puede com-
probar más abajo, contabiliza a la baja algunas corrientes cris-
tianas. Sus cifras respaldan la idea explotada por Huntington
según la cual el resurgimiento islámico es acompañado por la
decadencia de Occidente. Sin embargo, careciendo de base para
afirmar que unas cifras son más fiables que otras en términos
absolutos, me inclino por dar más credibilidad a las que respal-
dan el fuerte crecimiento continuado de ambas religiones, acep-
tadas por la mayor parte de las fuentes consultadas.
En este sentido Díez de Velasco estima que la pauta de creci-
miento seguida por ambas religiones se intensifica notablemen-
te en el último tercio del siglo XX, como puede apreciarse en la
tabla 1, que incluye una proyección para el año 2000. También
los datos relativos a 2000 que ofrecen Huntington y Barret tie-
nen un carácter estimativo, aunque a partir de una base anterior
a 1982. Según Huntington en los años ochenta el porcentaje de
cristianos se había estabilizado en un 30 % de la población mun-
dial para ir decreciendo a partir de los noventa hasta la cota del
25 % en 2025. Las espectaculares tasas de crecimiento demográ-
fico en el mundo musulmán explicarían que alcanzara el 20 %
de la población mundial en 2000 y el 30 % en 2025. Sin embargo,
aunque el número de católicos calculado por Díez de Velasco
en 2000 es superado ligeramente por el de los musulmanes,
que muestran una tasa de crecimiento más elevada, la suma de
aquéllos, protestantes y ortodoxos supera en 740 millones los
1.200 millones de musulmanes, indicando un vigor del cristia-
nismo muy superior al considerado por Huntington.40 En conse-
cuencia, las proyecciones de Jenkins parecen asentarse sobre
una base más firme que las de este autor. Por otra parte, la cifra
de 1.200 millones de musulmanes en 2000 fue confirmada por
Barret y Johnson en 2001. Su cálculo del total de los cristianos
en 2000 es de 2.000 millones aproximadamente (un 33 % de la
población total, proporción que era del 20 % en 1970), estiman-
do que en 2025 sobrepasará los 2.600 millones manteniendo la
misma proporción.41

40. S. Huntington, El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del


orden mundial, Paidós, Barcelona, 1997, pp. 78-79.
41. D.B. Barret y T.M. Johnson, World Christian Trends, William Carey Li-
brary, 2001.

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A pesar de que el autor de esta tabla no consigna la fuente de
sus datos merece la pena reproducirla —parcialmente, pues en la
original aparecen, además, otras religiones—, ya que numerosos
autores coinciden con esta representación de la evolución global
de las grandes religiones o con alguna de las estimaciones parcia-
les. Nótese que entre las nuevas religiones el autor contabiliza la
sociedad teosófica, el bahaísmo, las religiones científicas y la sín-
tesis new age. Se recoge esta categoría porque el pentecostalismo
y los grupos carismáticos no tienen una presencia específica en la
tabla original, pudiéndose entender que están repartidos entre las
nuevas religiones y el protestantismo más otros.
Por otra parte, la hibridación de este movimiento tan pujan-
te con cultos populares y no monoteístas aconseja, tal vez, un
tratamiento independiente. El hecho es que Martin considera
que el pentecostalismo representa a 250 millones de los 2.000
millones de cristianos que contabiliza en el cambio de siglo: una
octava parte.42 Según la proyección de Díez de Velasco los cris-
tianos sumarían 1.940 millones en 2000, sin contar los pentecos-
talistas integrados en las nuevas religiones. Luego estas cifras se
sostienen mutuamente.
Sin embargo Schäfer ofrece unas cifras muy distintas en ese
mismo año, tomadas de la World Christian Encyclopedia de Ba-
rret. Según esta fuente el pentecostalismo y los grupos carismá-
ticos constituirían la tercera parte de la cristiandad en el año
2000: 521 millones respecto a un total de 1.475 millones. Esta
cifra es un 25 % inferior a la calculada por los otros autores. Los

42. D. Martin, Pentecostalism: The World Their Parish, Blackwell Publishers,


Oxford, 2002.

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datos de Barret dicen también que la distribución geográfica del
pentecostalismo y grupos carismáticos en comparación con el
resto del cristianismo es baja en Europa (8 %), Oceanía (19 %),
alta en África (36 %), Norteamérica (38 %) y Latinoamérica
(32 %) y muy alta en Asia (47 %).43
El auge de esta religión en Latinoamérica a costa del catoli-
cismo es un ejemplo de la mutación que está experimentando el
cristianismo en el curso de una expansión que Davie califica de
dramática y que es muy visible en Filipinas y Corea del Sur.44 En
este país, la tradición budista se ha estancado en casi 11 millo-
nes de seguidores que el rápido crecimiento del cristianismo en
las décadas finales del siglo XX ha igualado: 8 millones de pro-
testantes más 2,5 millones de católicos.45 En Filipinas la inmen-
sa mayoría es católica: 56 millones. Las Iglesias cristianas inde-
pendientes (5,6 millones de seguidores) superan a los 2,8 millo-
nes de protestantes y a los 3,5 millones de musulmanes.46
En lo que al islam se refiere, pese a la unanimidad en la estima-
ción de su recuento en el año 2000, la dificultad de estimar la canti-
dad de sus seguidores es aún mayor. Según afirman Heine y Spiel-
haus,47 la cantidad total de musulmanes en el mundo ronda los 1.300
millones. Una cifra razonablemente superior a la estimada en el año
2000 por tres diferentes autores: 1.200 millones aproximadamen-
te.48 Excepto Barret y Johnson ninguno de estos autores consigna
fecha y fuente de los datos que ofrece, lo que alimenta la duda sobre
su precisión, especialmente si se atiende a su distribución por paí-
ses. El cómputo de Stepan se construye a partir de la suma obtenida
en el reducido número de países con importante presencia musul-

43. H. Schäfer, «The Pentecostal Movement: Social Transformation and


Religion Habitus», en Bertelsmann Stiftung (ed.), What the World Believes.
Analyses and Commentary on the Religion Monitor 2008, Verlag Bertelsmann
Stiftung, Gütersloh, 2009.
44. G. Davie, Europe: The Exceptional Case, op. cit.
45. G. Davie, Europe: The Exceptional Case (utilizando fuentes coreanas),
pp. 125, op. cit.
46. Fuente: F. Díez de Velasco, Introducción a la historia, op. cit.
47. P. Heine y R. Spielhaus, «What do Muslims Believe?», en Bertelsmann
Stiftung (ed.), What the World Believes. Analyses and Commentary on the Reli-
gion Monitor 2008, Verlag Bertelsmann Stiftung, Gütersloh, 2009.
48. F. Díez de Velasco, Introducción a la historia..., op. cit.; D.B. Barret y
T.M. Johnson, World Christian Trends, op. cit.; A. Stepan, «Religion, Democra-
cy...», loc. cit.

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mana que disfruta de un régimen político más o menos democráti-
co y que a sus ojos representa la mitad del mundo musulmán. La
disparidad con las cifras indicadas por Díez de Velasco en los mis-
mos países es tal que la triple coincidencia en la cantidad global
total sólo puede ser eso, una coincidencia. Por lo tanto es preferible
considerar que la exactitud de estas cifras no es en absoluto fia-
ble, sin que ello niegue el crecimiento de la población musulmana.
En la tabla siguiente se puede observar esta disparidad al detalle.

Aun cuando las cifras de Díez de Velasco son anteriores a 1994,


fecha de su publicación original, las diferencias entre las medidas
de cada país son excesivamente irregulares, siendo intrigante su
estimación del caso paquistaní, que supera por 12 millones a la de
Stepan. También es digno de atención que este autor no tenga en
cuenta otras minorías musulmanas relevantes en Asia, como las
existentes en China (24 millones), Filipinas (3,5 millones), Sri Lanka
(1,26 millones) o Singapur (0,45 millones). Sumando a éstas la
mayoría musulmana malaya (10 millones) obtendríamos casi 40
millones de musulmanes olvidados por Stepan.49
La distribución de cristianos y musulmanes por continentes
en 2004 es establecida del siguiente modo en su enciclopedia por
Ellwood y Alles, quienes corroboran también los montos totales:50

49. Fuente: F. Díez de Velasco, Introducción a la historia..., op. cit.


50. R.S. Ellwood y G.D. Alles (eds.), The Encyclopedia of World Religions.
Revised Edition, Facts On File, Nueva York, 2007.

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No quiero dar por finalizado este punto sin una mención al
cristianismo ortodoxo, que también se ha globalizado en el trans-
curso del último siglo. Una veintena de países forman lo que
Elisabeth Prodromou denomina «el mundo ortodoxo». Desde
sus enclaves clásicos en la antigua Bizancio y en los imperios
ruso y otomano, a los que se sumaban algunos territorios en el
nordeste y el centro-oeste africanos, los procesos migratorios
han supuesto su expansión en Estados Unidos, Canadá, Austra-
lia y en algunos países de Europa occidental y del Este asiático.
Así lo considera Prodromou, quien cifra en 300 millones la suma
total de practicantes de esta variante del cristianismo a sabien-
das de que existen cálculos alternativos al suyo, según el cual la
proporción de fieles ortodoxos alcanzaría el 15 % del total de la
cristiandad haciendo de ellos el tercer grupo con mayor número
de practicantes.51
Según esta autora al menos 100 millones corresponden a los
países de la antigua Unión Soviética. En el sudeste europeo se
localizaría la siguiente concentración en tamaño, distribuida
principalmente por Grecia, Rumanía, Bulgaria, Serbia, Monte-
negro y Chipre. Otra área significativa es Oriente Medio: los or-
todoxos constituirían la minoría cristiana más nutrida en Israel,
Palestina, Líbano, Siria, Jordania, Siria y Egipto. Por último,
sostiene Prodromou, se han desarrollado importantes comuni-
dades ortodoxas en África, Australia, Canadá y Estados Unidos.
A todas ellas hay que sumar los seguidores del rito oriental (mo-
nofisita o no calcedonio), que son mayoría en Armenia y forman
relevantes minorías en Egipto (coptos), Somalia y Etiopía. La-

51. E. Prodromou, «The Ambivalent Orthodox», en L.J. Diamond, M.F.


Plattner y Ph.J. Costopoulos, World religions and democracy, The Johns Hop-
kins University Press, Baltimore, 2005. Publicado originalmente en Journal of
Democracy, 2004.

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mentablemente, Prodromou no especifica el número de practi-
cantes en cada uno de los enclaves por ella mencionados.

b) La excepción europea

La refutación de la teoría de la secularización ha hecho de


Europa una excepción a la regla, según sostiene un creciente
número de autores, suplantando en ese papel a Estados Unidos
como nación que siempre había sido considerada la única socie-
dad modernizada no secularizada.52 Grace Davie se ha basado
en los datos del EVS (1981, 1990 y 1999) para respaldar esta
tesis, que concuerda tanto con la homogeneización del sistema
de valores europeo que se desprende del estudio como con los
cambios que viene sufriendo. Estos cambios afectan al compo-
nente monoteísta judeo-cristiano presente en la formación de
los valores europeos, cuyo peso disminuye tanto institucional-
mente (dimensión práctica) como en el plano del sistema de
creencias. Lo que emerge es lo que esta autora describe como «creer
sin pertenecer». La secularización se produce en el plano ritual e
institucional, mientras que persisten las creencias, experiencias
y sentimientos religiosos en su aspecto más numinoso. «Existe
un divorcio entre la creencia y la práctica... [sin embargo,] aun-
que la disciplina institucional decaiga, la creencia no sólo per-
siste, sino que se vuelve crecientemente personal, autónoma y
heterogénea, especialmente entre la gente joven».53
Según los datos del EVS (1999/2000) interpretados por Da-
vie las frecuencias de asistencia a la iglesia (dimensión práctica)
en los países de Europa occidental indican que el 29,5 % de los
europeos nunca va a la iglesia y que el 38,8 % acude solamente
en ocasiones especiales. Un 20,5 % asiste semanalmente y un
10 % apenas una vez al mes. Sin embargo hay diferencia entre el
sur católico y el norte protestante. Entre los países católicos (Bél-
gica, Francia, Portugal, Irlanda, Italia y España) el promedio de
asistencia semanal es más elevado (excepto el 7,6 % francés),

52. Cf. J. Beriain e I. Sánchez de la Yncera, «Tiempos de “postsecularidad”»,


borrador para el seminario del Proyecto: Lo sagrado, lo secular y lo postsecular
en las culturas y las civilizaciones. Plan Nacional de Investigación del Ministerio
de Educación y Ciencia, CSO2008-05465/SOCI, Pamplona, 14/10/2010.
53. G. Davie, Europe: The Exceptional Case, op. cit., p. 8.

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alcanzando el 56,9 % en Irlanda. En el grupo mixto de países
(Gran Bretaña, Alemania, Holanda e Irlanda del Norte) el pro-
medio es inferior al 15 % y al 6 % en los países luteranos (Dina-
marca, Finlandia, Islandia y Suecia).
Los cinco parámetros que miden la extensión de las creen-
cias presentan valores significativamente más elevados. El 74 %
de los europeos afirma creer en Dios, el 53 % cree en la vida
después de la muerte, el 46 % en el cielo, el 33 % en el infierno y
el 62 % en el pecado. En los tres grupos de países la creencia es
sustancialmente mayor que la práctica.54 Estudios más recien-
tes confirman estas tendencias de práctica y creencia en Europa
occidental. Aunque Norris e Inglehart55 corroboran el declive oc-
cidental de la práctica institucionalizada con datos del EVS y del
Eurobarómetro, no aprecian en la misma medida que Davie la
vitalidad del sistema de creencias. No obstante, sí aparece bien
reflejada en los datos obtenidos por el Volkswagen Stiftung56 y
por el Religion Monitor,57 aunque no tanto en el primero como en
el segundo.58
En el caso de Europa oriental se discute si existe la misma
tendencia a la secularización o un renacer religioso tras el perío-
do comunista.59 En los 14 países del antiguo bloque oriental en-
cuestados por el EVS el promedio de asistencia a la iglesia al
menos una vez al mes es un 28,8 % y el de la creencia en Dios
alcanza un 75,5 % frente a un 31,3 y un 77,4 % respectivamente

54. Un promedio de asistencia semanal a la iglesia superior al 40 % y un


90 % de creencia en Dios en Estados Unidos ilustra la no excepcionalidad de
este país, donde estos valores de han mantenido durante décadas (G. Davie,
Europe: The Exceptional Case, op. cit., p. 28).
55. P. Norris y R. Inglehart, Sacred and Secular, op. cit.
56. D. Pollack, «Religious Change in Europe: Theoretical Considerations
and Empirical Findings», Social Compass, vol. 55, 2008, pp. 168-185.
57. O. Müller y D. Pollack, «Churchliness, Religiosity and Spirituality: Wes-
tern and Eastern European Societies in Times of Religious Diversity», en Ber-
telsmann Stiftung (ed.), What the World Believes. Analyses and Commentary on
the Religion Monitor 2008, Verlag Bertelsmann Stiftung, Gütersloh, 2009.
58. Es interesante notar que los datos del Volkswagen Stiftung inducen a
Pollack (ibíd.) a refutar el economic market model —aplicado por Norris e
Inglehart—, para validar la teoría de la individualización, preferida por Davie
entre otros.
59. En su tabla la religión ortodoxa está representada solamente por Gre-
cia, donde un 22,3 % acude semanalmente a la iglesia y un 93,8 % afirma
creer en Dios.

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en los 15 países occidentales considerados por Davie, aunque
los promedios de este bloque ascienden a un 35,5 y un 80,1 % si
tenemos en cuenta el total de 18 encuestados por el EVS (en las
cuentas de Davie no figuran Austria, Luxemburgo y Malta).60 En
cualquier caso, se observa una proporción equiparable entre la
baja práctica institucional y la elevada creencia personal. Res-
pecto a la cuestión del revival religioso Huntington encuentra
que, dentro del resurgimiento religioso global, el que se observa
en los antiguos Estados comunistas es de dimensiones espectacu-
lares. Ilustra su afirmación con un par de datos referidos a Rusia
de los que no consigna la fuente: por un lado, la cantidad de
iglesias se habría quintuplicado en Moscú entre 1988 y 1993. Por
otra parte, el 30 % de los jóvenes menores de 25 años afirmaban
haber pasado del ateísmo a creer en Dios en 1994.61 Norris e
Inglehart identifican —partiendo de los datos obtenidos por el
WVS a partir de los años noventa— un declive intergeneracional
de la religiosidad a lo largo del tiempo, pero no han encontrado
evidencia con la que desechar tal renacer en las generaciones
más jóvenes. Por el contrario, la relación entre creencias religio-
sas y niveles de desarrollo humano en los países poscomunistas
obedecerían a los mismos patrones que en otros lugares.62
Cabe realizar una última comprobación con los datos del
EVS (1999/2000) agrupando los países ortodoxos. De los 14 en-
cuestados figuran 6 pertenecientes a lo que Prodromou conside-
ra «mundo ortodoxo»: Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Bulgaria,
Rumanía y Estonia. El promedio de asistencia religiosa al me-
nos una vez al mes en este grupo es el 19,7 frente al 35 % que
muestran los 8 países restantes. Siete de ellos son mayoritaria-
mente católicos: Lituania, Polonia, República Checa, Eslovaquia,
Hungría, Eslovenia, Croacia. El promedio de creyentes en Dios
del grupo ortodoxo es el 74,6 %, mientras que el otro grupo pre-
senta un 76,2 %. Si descontamos los porcentajes de Letonia, el
único país protestante del segundo grupo, se obtienen un 38,5 y

60. Los promedios han sido calculados a partir del Source Book del EVS
(L. Halman, The European Values Study: a Third Wave. Source Book of the
1999/2000 European Values Study Surveys, EVS, WORC, Tilburg University,
2001, pp. 78 y 76), excepto los elaborados por Davie.
61. S. Huntington, El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del
orden mundial, Paidós, Barcelona, 1997, p. 114.
62. P. Norris y R. Inglehart, Sacred and Secular, op. cit., p. 131.

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un 75,8 % respectivamente. Aunque la dimensión práctica es más
alta en el grupo católico que en el ortodoxo, la extensión de la
creencia en Dios es similar en ambos grupos y mucho más alta
que la dimensión práctica. La situación presenta pocas diferen-
cias con Occidente: un promedio idéntico de creencia en Dios y
una dimensión práctica sustancialmente más baja que es más
alta en los países católicos. Como en el caso occidental, se obser-
van notables diferencias en algunos promedios de países con la
misma religión. La enorme diferencia en la dimensión práctica
que presentan Irlanda y Francia se observa también entre Polo-
nia (78,2 %) y la República Checa (11,7 %) y, de forma menos
acusada, entre Rusia (9,2 %) y Rumanía (46,4 %). En este tipo
de diferencias se apoyan Norris e Inglehart para defender la te-
sis de la seguridad existencial que relaciona el desarrollo huma-
no con las creencias, tal como se expone a continuación.

2.2. La tesis de seguridad existencial: religiosidad cristiana


y desigualdad socioeconómica

Como aplicación específica de la ya tratada tesis del cambio


cultural desarrollada por Inglehart y sus colaboradores emerge
la tesis de la seguridad existencial, según la cual el grado de reli-
giosidad de una sociedad está correlacionado con su desarrollo
socioeconómico y sus pautas demográficas. Por ello y por cuan-
to supone la más relevante defensa de la teoría de la seculariza-
ción en la actualidad se contempla como uno de los horizontes
de postsecularidad que se han de explorar.
Uno de los corolarios más interesantes de este enfoque es la
corroboración empírica de la presencia de una dinámica secula-
rizadora asociada al tránsito del modelo tradicional agrario de
sociedad al industrial y, sucesivamente, al postindustrial. Los
datos del WVS y el EVS (1981-2001) confirmarían esta dinámica
en tres dimensiones de la religiosidad, constatándose una dismi-
nución de la participación religiosa y un debilitamiento de los
valores y las creencias religiosas.
La tabla 4, una versión abreviada de la empleada por Norris
e Inglehart63 para respaldar esta teoría, refleja el declive de la

63. Ibíd.

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religiosidad en las sociedades industriales y postindustriales. El
índice de participación religiosa es medido por la frecuencia de
la oración y de la asistencia a la iglesia. La débil persistencia
de los valores religiosos es medida por la proporción de perso-
nas que consideran la religión «muy importante». El progresivo
abandono de las creencias religiosas es indicado principalmente
por la creencia en el alma y en el infierno. Pero las creencias en
Dios, en el cielo y en la vida después de la muerte presentan
diferencias poco o nada significativas entre los grupos (ANOVA),
en contraste con las presentadas por todas las variables mencio-
nadas anteriormente. Por supuesto, esta evolución concuerda
plenamente con el difundido mapa cultural del mundo —o de la
variación transcultural global— en el que Inglehart y Welzel64
quieren reflejar la relación entre el desarrollo socioeconómico,
los valores y el tipo de sociedad.
La tesis de la seguridad existencial se apoya sustancialmente
en las tendencias demográficas y el desarrollo humano sosteni-
ble, especialmente en las condiciones de desigualdad económi-
ca.65 Según su modelo, la secularización no es una tendencia
exclusiva de Europa occidental, sino de todas las sociedades
modernas avanzadas, como Australia, Nueva Zelanda, Japón y

64. R. Inglehart y H. Welzel, Modernization..., op. cit.


65. P. Norris y R. Inglehart, Sacred and Secular, op. cit.

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Canadá. Pero, sostienen los autores, Estados Unidos también
refleja esta tendencia en ciertos sectores sociales. Si los valores
religiosos tradicionales se expanden en las sociedades pobres
con un crecimiento demográfico elevado, la persistencia de este
tipo de valores en Estados Unidos e Irlanda arraiga en las bolsas
de pobreza y exclusión de larga duración presentes en todas ellas.
Al cruzar la religiosidad con la desigualdad económica, me-
didas por la frecuencia con que se practica la oración y por el
índice de Gini (2002) respectivamente, los resultados muestran
que los niveles más altos de religiosidad correlacionan con los
índices de desigualdad más elevados. En Estados Unidos e Ir-
landa es donde este efecto es más pronunciado. El índice de Gini
(IG a partir de ahora) del primero de estos países es el más eleva-
do de las sociedades opulentas (40) a la vez que se reza más de
una vez por semana. Irlanda le sigue de cerca. El grueso de los
países, católicos y protestantes indistintamente, se agrupan en-
tre el 27 IG de Finlandia y el 34 IG de España mostrando una
religiosidad media (rezan entre una vez al mes y varias veces al
año). Luxemburgo, Bélgica, Holanda, Alemania y Austria for-
man parte del grupo. También Japón, el único país no cristiano
considerado por Norris e Inglehart. Con IG similar aparecen Ita-
lia y Canadá, donde la religiosidad es más alta, y Francia, cuya
religiosidad es la más baja del conjunto. Por último, Dinamarca,
cuya religiosidad es ligeramente superior a la francesa, tiene 25
IG. Es el más bajo del planeta.
La conciliación de este teorema con la teoría de la era post-
secular puede presentar un problema que tal vez sea de difícil
solución, pues ésta abandona el supuesto de la evolución linear
del proceso de secularización y aquél forma parte del modelo
modernización-posmodernización de Inglehart, que lo mantie-
ne. De nuevo se hace necesario apelar al espíritu crítico reco-
mendado por Grace Davie y tomar distancia respecto e esta plau-
sible combinación de datos y argumentos que ha encontrado
tantos defensores como detractores. Así, para Lamo de Espino-
sa está claro que el proceso de secularización continúa avanzan-
do al mismo ritmo que «la influencia civilizadora del capital».
Los datos del WVS —instrumento que, a juicio de Lamo de Espi-
nosa, posibilitará la superación de aquellas limitaciones que
Merton atribuía a la elaboración teórica señaladas por Merton—

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constituyen una evidencia irrefutable.66 Por el contrario, críticos
como Manuel Vásquez señalan debilidades teóricas —como la
excesiva subjetividad del concepto de seguridad existencial y un
concepto de religión excesivamente reactivo y ajeno a la creati-
vidad—, y contradicciones empíricas, como, por ejemplo, el he-
cho de que la gran cantidad de templos hinduistas que se extien-
den por Inglaterra, Canadá y Estados Unidos no sean sostenidos
por emigrantes pobres, sino por prósperos profesionales y em-
presarios.67 Los propios Norris e Inglehart han creído conveniente
salir al paso de estas y otras críticas, fundamentalmente apor-
tando nuevos datos del WVS (2005-2007) y de la encuesta mun-
dial realizada en 2007 por Gallup en 132 países.68

2.3. Horizonte de creencias politeísta: religiones elegidas

Las religiones elegidas construyen el horizonte de esa espiri-


tualidad individual que persigue la trascendencia en un laberinto
de opciones.69 Algunos autores consideran que forman parte de
las llamadas nuevas religiones, habiendo quien, como Knoblauch
y Graf,70 clasifica entre ellas el pentecostalismo y los grupos caris-
máticos. En conexión con el concepto de religión invisible de Luck-
mann, Casanova distingue dos categorías: un grupo que se dirige
hacia el mundo interior huyendo del exterior, aunque renuncian-
do a la autonomía personal en mor de la seguridad (Hare Krish-
na, Maharai Ji, cienciología, etc.). Otras, mucho más flexibles or-
ganizativamente, coinciden con el movimiento del potencial hu-

66. E. Lamo de Espinosa, «La globalización cultural ¿crisol, ensalada o


gazpacho civilizatorio?», en VV.AA. (comps.), Lo que hacen los sociólogos. Li-
bro homenaje a Carlos Moya, CIS, Madrid, 2007, pp. 543-575.
67. M.A. Vásquez, «Sacred and Secular: Religion and Politics Worldwide»,
Sociology of Religion, primavera de 2007, pp. 11-112.
68. P. Norris y R. Inglehart, «Are high levels of existential security conduci-
ve to secularization? A response to our critics», paper for Mid-West Political
Science Association annual meeting, Chicago, 22 de abril de 2010.
69. Beriain y Sánchez de la Yncera, loc. cit.
70. H. Knoblauch y A. Graf, «Popular Spirituality, or: Where is Hape Ker-
keling», en Bertelsmann Stiftung (ed.), What the World Believes. Analyses and
Commentary on the Religion Monitor 2008, Verlag Bertelsmann Stiftung, Güters-
loh, 2009.

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mano, una expresión de «la búsqueda secular moderna de salva-
ción» (meditación trascendental, análisis transaccional...).71
Sin aventurarse a explorar en profundidad el abrumador
mosaico que componen estos grupos, el Religion Monitor se acer-
ca a él como una manifestación de la espiritualidad individual
que se despliega en dos diferentes tipos de experiencia de tras-
cendencia, pues se considera en este punto que la espiritualidad
consiste en experiencias de trascendencia directas, inmediatas y
personales que incluyen las de carácter religioso. La experiencia
denominada teísta se refiere a «la experiencia cara a cara» de
algún ser o suceso de carácter trascendente. Como indicador se
ha utilizado la respuesta del entrevistado al ser preguntado si
siente que Dios u otra entidad de carácter divino intervienen en
su vida. La experiencia panteísta se entiende como «un modelo
místico de unidad pan-inclusiva o de ser uno». Para medirla se
pregunta por la frecuencia con que se experimenta el sentimien-
to de «estar fundido con el todo».72 Como puede apreciarse fácil-
mente, el cuestionario en este punto contempla netamente esa
intensidad y complejidad del concepto de valor de las que adole-
ce el modelo de Inglehart, como se indicaba páginas atrás. Se
adivina también, sin embargo, la extrema dificultad de abordar
una comparación empírica internacional en estos términos.
Los comentaristas afirman que el 75 % de los encuestados
manifestaron haber tenido al menos una vez una experiencia
teísta, lo que es considerado un resultado muy elevado. Pero los
resultados de Australia, Francia, Alemania, Rusia, Gran Breta-
ña, España, Suiza, Corea del Sur y Tailandia son considerable-
mente bajos: el porcentaje de los entrevistados que dicen no ha-
ber tenido nunca una experiencia teísta supera el 30 % en cada
uno de estos países. Por el contrario, en Brasil, Guatemala, In-
donesia, Marruecos y Nigeria los porcentajes de quienes mani-
fiestan haber tenido frecuente o muy frecuentemente tales expe-
riencias superan el 60 %. En Estados Unidos, Turquía e Israel
supera el 40 %. El resto (Austria, India, Italia y Polonia) presenta
valores medios.

71. J. Casanova, «El “revival” político de lo religioso», en R. Díaz-Salazar,


S. Giner y F. Velasco (eds.), Formas modernas de religión, Alianza Editorial,
Madrid, 1994.
72. H. Knoblauch y A. Graf, «Popular Spirituality...», loc. cit.

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Por otra parte, la experiencia panteísta parece estar más di-
fundida en las sociedades no europeas. Así, en Francia, Gran Bre-
taña, Rusia y Corea del Sur más del 38 % de los encuestados dice
no haber tenido nunca una experiencia panteísta. Y en Australia,
Austria, Israel e Italia lo afirma más del 25 %. Por el contrario, en
Nigeria, Brasil e India más del 50 % de los encuestados dice ha-
berla experimentado frecuente o muy frecuentemente. En Tur-
quía y Marruecos lo dice más del 40 % y en Israel más del 35 %.
Al considerar conjuntamente ambos tipos de espiritualidad
los datos del Religion Monitor parecen señalar que Brasil, Nige-
ria y, en menor medida, Marruecos, son los países donde se halla
más extendida con cierta intensidad. A su vez el menor impacto
de la espiritualidad global se localiza en Francia, Gran Bretaña,
Rusia, Corea del Sur y, no tan acusadamente, en Australia. Sin
embargo, al cruzar la experiencia panteísta con la variable reli-
giosidad o no religiosidad se obtiene un resultado sorprendente.
En la mayor parte de las sociedades cristianas encuestadas un
promedio del 80 % de los entrevistados reconocieron haber teni-
do alguna vez una experiencia panteísta. Para pasmo de los co-
mentaristas, muchos de estos sujetos se consideraban no-reli-
giosos. «En muchos casos la mayoría de quienes se identifica-
ron a sí mismos como no-religiosos manifestaron haber tenido
al menos una vez una experiencia panteísta».73
Como manifestación de religiosidad activa el Religion Moni-
tor pregunta por la frecuencia con que se practica la oración y la
meditación, prácticas asociadas a las experiencias teísta y pan-
teísta respectivamente. La práctica de la oración correlaciona
positivamente con el hecho de considerarse religioso y negativa-
mente con considerarse no-religioso, exceptuando Tailandia,
India y Estados Unidos. Pero la meditación es practicada por
una cantidad muy considerable de individuos, especialmente en
Brasil, Guatemala, India, Italia, Marruecos, Nigeria, España y
Tailandia. Del mismo modo que el número de personas que re-
zan no es congruente con el monto de quienes se declaran reli-
giosos, la cantidad de individuos que practican la meditación no
es congruente con la de los que se declaran espirituales. Todo
ello sugiere a Knoblauch y Graf que se contempla un proceso de
popularización de la religión. Ello no significa que la religión

73. Ibíd., p. 705.

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vaya a desaparecer como forma institucional, según afirman,
sino que están emergiendo nuevas formas de religión que, más
cercanas a la idea de espiritualidad, se suman a las tradicionales.

2.4. La reacción fundamentalista

En Occidente, el auge del interés por el fundamentalismo a


raíz del 11 de septiembre de 2001 ha supuesto que el yihadismo
de Al Qaeda haya eclipsado un tanto las demás manifestaciones
del fenómeno. Es un hecho que no se trata de un fenómeno ex-
clusivamente islámico, como lo es que su propagación en el seno
de esta religión comenzó en Irán, Sudán, Turquía y Afganistán
en los años ochenta del pasado siglo.74 Sin embargo, por más
que la asociación entre fundamentalismo e islam ha enraizado
firmemente en el imaginario occidental, se trata de un concepto
acuñado hacia 1920 por cristianos protestantes estadouniden-
ses contrarios a la teoría de la evolución.75 No extraña, pues, que
haya quien, como Casanova, compare el discurso contemporá-
neo sobre el islam como religión fundamentalista con el viejo
discurso anglosajón sobre el catolicismo.76 El fundamentalismo
se caracteriza por su oposición radical al poder secular y fre-
cuentemente abraza la violencia y la muerte.77 En este clima se
popularizó la tesis del choque de las civilizaciones de Hunting-
ton, que tanto ha contribuido a intensificar el rechazo al Otro
musulmán en las sociedades occidentales. Hay que recordar, sin
embargo, que existen movimientos fundamentalistas violentos
que no pertenecen a la religión musulmana, sino al cristianis-
mo, al judaísmo y al sijismo.
En este orden de cosas, Norris e Inglehart se acercan a la
religión en el mundo musulmán con ánimo de contrastar empí-

74. F. Díez de Velasco, Las religiones en un mundo global: retos y perspecti-


vas, Servicio de publicaciones de la Universidad de la Laguna, serie Lecciones
inaugurales, n.º 3, 2000: http://www.ull.es/proyectos/aguarel/global.htm
75. G.A. Almond, R.S. Appleby y E. Sivan, Strong Religion. The Rise of Funda-
mentalisms around the World, The University of Chicago Press, Chicago, 2003.
76. J. Casanova, «Catholic and Muslim Politics in Comparative Perspecti-
ve», Taiwan Journal of Democracy, n.º 1, 2005, pp. 89-108, en A. Pérez-Agote,
«Validity Boundaries of the Concept of Secularization», sociopedia.isa, 2010b.
77. G.A. Almond, R.S. Appleby y E. Sivan, Strong Religion..., op. cit.

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ricamente la tesis del choque de las civilizaciones en relación
con los conflictos étnico-religiosos en general y con el atentado
de las torres gemelas en especial. Sostienen que los datos obteni-
dos en los casi ochenta países encuestados por la WVS, de los
que nueve son predominantemente islámicos, respaldan la im-
portancia que Huntington concede a la cultura y el relevante
papel de la religión moldeando los valores que la conforman.
Sin embargo los datos no respaldarían la hipótesis según la cual
el choque cultural concierne fundamentalmente a los valores
políticos. Las actitudes hacia los líderes religiosos y hacia la de-
mocracia son «sorprendentemente similares» (sic) en Occidente
y el islam, lo que refuta la tesis que defiende Huntington. A sus
ojos, la diferencia más significativa radica en las cuestiones rela-
tivas a la igualdad de género y a la liberación sexual. Mientras
que las naciones islámicas permanecen ancladas en la tradición,
las generaciones occidentales más jóvenes muestran una acti-
tud hacia la sexualidad crecientemente liberal, ensanchando la
distancia cultural entre islam y Occidente.
Esta interpretación es coherente con datos procedentes de otras
investigaciones tanto empíricas como teóricas. De acuerdo con el
análisis de Bucher78 sobre datos del Religion Monitor, el exclusivis-
mo religioso, tomado como indicador de fundamentalismo, no es
especialmente pronunciado en los jóvenes. Y el estudio cualitati-
vo de Tietze sobre la juventud musulmana en Francia y Alemania
encuentra en ellos una fe que no se aferra al tradicionalismo fun-
damentalista, sino que participa en la plaza pública y rechaza la
violencia y el discurso de la destrucción de Occidente.79
Almond, Appleby y Sivan definen el fundamentalismo como
un modelo de militancia religiosa mediante el cual los auto-desig-
nados como auténticos creyentes pretenden evitar la erosión de la
identidad religiosa, fortalecer los límites de la comunidad religio-
sa y crear alternativas viables a las conductas e instituciones secu-
lares.80 Pero, volviendo al islam, éste ni es incompatible con la
democracia ni lo es con la secularización. Incluso parte del funda-

78. A.A. Bucher, «Religiosity and Spirituality among Young Adults», en


Bertelsmann Stiftung (ed.), What the World Believes. Analyses and Commenta-
ry on the Religion Monitor 2008, Verlag Bertelsmann Stiftung, Gütersloh, 2009.
79. N. Tietze, Jeunes musulmans de France et d’Allemagne, L’Harmattan,
París, 2002, p. 131.
80. G.A. Almond, R.S. Appleby y E. Sivan, Strong Religion..., op. cit., p. 17.

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mentalismo islámico se considera preparado para la democracia
siempre que ésta se mantenga dentro de los límites de la sharia,
como sucede en Irán.81 Es la sharia, la ley y ética islámica, lo que
caracteriza la relación entre religión y Estado y se opone a un
proceso de secularización que no debe ser interpretado, entonces,
como separación entre Iglesia y Estado.82 Justamente la sharia
regula las relaciones de género y las actitudes hacia la sexualidad
a las que apuntan Norris e Inglehart como diferencia significativa
entre el islam y Occidente. La realidad demuestra, afirma Krä-
mer, que los musulmanes son perfectamente capaces de vivir en
Estados seculares, tanto en los occidentales a los que les ha con-
ducido la diáspora como en aquéllos donde, como en la India de
antaño, se vivió bajo la ley musulmana. Sin embargo perdura una
voluntad que rechaza tan radicalmente las manifestaciones del
poder secular que acepta el martirio en aras de una «comunidad
global imaginada» de los creyentes.

3. Conclusión

La información empírica disponible parece confirmar ini-


cialmente las tendencias apuntadas como horizontes de post-
secularidad, aunque la relacionada con la hipótesis de la seguri-
dad existencial suscita fuertes dudas a la par que adhesiones. La
imprecisión de la que adolecen los censos de pertenencia reli-
giosa no impide reconocer la expansión global de las grandes
religiones y la particular o «excepcional» trayectoria del proceso
de secularización de la práctica religiosa en Europa. Por otra
parte, también se constata con claridad el crecimiento de nue-
vas manifestaciones de religiosidad desligadas de las Iglesias tra-
dicionales. Múltiples fuentes avalan las líneas maestras de estas
tendencias, por más que sea deseable disponer de información
más fiable respecto a ciertas religiones y regiones del globo. De

81. A. Filali-Ansary, «Muslims and Democracy», en L.J. Diamond, M.F. Platt-


ner y Ph.J. Costopoulos, World religions and democracy, The Johns Hopkins
University Press, Baltimore, 2005, p. 160. Publicado originalmente en Journal
of Democracy, 1999.
82. G. Krämer, «Islam and Secularization», en H. Joas y K. Wiegandt, Se-
cularization and the World Religions, Liverpool University Press, Liverpool,
2009, p. 121.

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manera que, salvo notables excepciones como la de Norris e In-
glehart, el replanteamiento crítico de la teoría de la seculariza-
ción es universalmente compartido.
El sustrato empírico aquí tratado de los horizontes vincula-
dos a la tesis de la seguridad existencial y a la reacción funda-
mentalista ha de ser contemplado con tintes de provisionalidad.
La propia naturaleza del fenómeno fundamentalista dificulta la
obtención de datos, de manera que a veces hemos de conformar-
nos con señalar, como hace Tietze, ámbitos donde no está pre-
sente. La excesiva dependencia de fuentes basadas en lo que re-
velan los individuos al ser preguntados en el WVS aporta un
sustento empírico todavía precario a estos dos horizontes. Su
consolidación depende tanto de intensificar los procesos de re-
colección de datos, como de que éstos no dependan de presupo-
siciones teóricas monológicas.
En definitiva, ante las incertidumbres metodológicas relati-
vas a las fuentes de datos nos vemos abocados al difícil ejercicio
de elegir: moverse por el filo de la navaja utilizando provisional
y críticamente los datos o tomar partido aceptando o rechazan-
do su validez en un científico acto de fe.

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LA EXPERIENCIA DE LOS VALORES Y EL HECHO
RELIGIOSO. ELEMENTOS DE LA TEORÍA DEL
SURGIMIENTO DE LOS VALORES DE HANS JOAS

Celso Sánchez Capdequí


Universidad Pública de Navarra

En situaciones tan escabrosas y angustiosas como las actua-


les los temas de debate y discusión social no dejan demasiado
lugar a momentos de reflexión y meditación desprovistos de re-
sultados inmediatos. La dureza de la crisis y el sufrimiento que
deja a su paso alienta respuestas orientadas a la resolución de
problemas que, de otro modo, tienden a crecer y a multiplicarse.
Al mismo tiempo, el sello de la aceleración característica de este
momento social incita a tomas de decisión cargadas de reacción
e inmediatez toda vez que el escenario social y sus estímulos
mudan de piel de la noche a la mañana.
El perfil económico-financiero del atolladero actual no debe
hacernos olvidar que el actual estado de cosas no surge por ge-
neración espontánea. Tras él actúan las relaciones sociales tran-
sidas de sueños, ideales y ambiciones que, en ausencia de con-
troles y vigilancias, anuncian pesadillas como la que nos ocupa.
La dirección que cada momento toma la historia parte de pro-
puestas y proyectos que quieren imprimir en las cosas imágenes
de reconciliación con un entorno empírico siempre incierto y
extraño. Como bien sabía el viejo Durkheim, la sociedad es im-
posible sin idealizar el entorno circundante. Por mudos y silen-
tes que sean sus movimientos, la actividad idealizadora remite
al potencial trascendente de la sociedad que hace de ella una
tensión constante entre la continuidad y la renovación.
A pesar de que la condición humana aspira a entornos e ins-
tituciones resistentes al paso del tiempo, el elemento inaugura-
dor de la sociedad es el valor, algo tan provisional y frágil como
el valor. Éste es el asiento semántico del actor en el escenario
empírico al que hay que significar para habitarlo desde la con-

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fianza como un dato no connatural a la vida humana. El valor
incorpora implicación afectiva y vínculo intersubjetivo a la dise-
minación del hecho social de modo que, con su impulso, el con-
junto de las instituciones orientadoras de la vida social se conci-
be como prolongación legítima y legitimada de la voluntad co-
lectiva. Los actos humanos siempre son derivación de dibujos y
formas sociales en las que los agentes individuales se reconocen
como miembros de comunidades sociales. Los valores despier-
tan lealtades en los actores a los que permite proyectarse y tras-
cenderse en ideas e ideales referidos a un mundo mejor (mejora-
do y mejorable). Las diferentes expresiones del valor, ya sean
económicas, políticas, culturales, religiosas, etc., no hacen sino
dar cuenta de la manera de vivir y narrar la experiencia por par-
te de un grupo humano. Esas propuestas de valor son modos de
situarse en el escenario del mundo, de trazar en su vastedad los
límites de los hemisferios de lo habitable y de la barbarie. Esos
trazos no son tan inocentes ni tan inocuos. En ellos las socieda-
des ponen en juego sus ilusiones, esperanzas y, también, sus ex-
cesos, desgarros y traumas. Los valores abren la puerta a la con-
cordia y al entendimiento, sin olvidar que, al mismo tiempo,
pueden fomentar el encontronazo y el enfrentamiento en el seno
de la sociedad.
Por este motivo, además de cuestiones irremplazables por la
crudeza de las cosas, la sociedad contemporánea debe dejar un
tiempo en su agenda política y científica para pensar el valor.
Urge, por ello, eso que Max Weber reclamaba del trazo com-
prensivo de la actividad sociológica: oído musical. El sociólogo
a-musical se apresta a tratar hechos concebidos desde su consis-
tencia empírica y reunidos en discursos donde prima la óptica
descriptiva atenta a las regularidades del acontecer histórico.
Por otro lado, el sociólogo con don musical profundiza en las
relaciones de valor que hacen posible esos hechos y del que los
actos son expresiones simbólicas. La finura y la delicadeza del
oído musical no era, a los ojos de Weber, una cuestión meramen-
te estética en el seno de una actividad sociológica imbuida en su
tiempo de un marcado espíritu científico-natural. Más bien, re-
mitía a una cuestión de alcance comprensivo y orientada a des-
enterrar la singularidad incorporada por cada experiencia social
al acervo de la humanidad. No en vano, la vida social no puede
quedar encerrada en explicaciones meramente descriptivas si se

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buscan argumentaciones exhaustivas. Éstas exigen, de una u otra
forma, atender a la pregunta por el surgimiento histórico que in-
cide en el carácter de posibilidad y de las posibilidades que encie-
rra toda experiencia de lo actual.
Y, en este caso, se anuncia el protagonismo de un intangible
llamado valor como fuerza desencadenante de las acciones so-
ciales y las cristalizaciones institucionales. Las unas, las accio-
nes, y las otras, las cristalizaciones, beben de un gesto inaugural
e inaugurador llamado valoración del mundo. Éste es, en cada
paso, expresión de proyectos simbólicos que han insuflado vida
a cosas y acontecimientos humanos que no la tenían: los valores
son procesos animadores de la inexpresividad del hecho natu-
ral. Al paso de los procesos de valoración la inexpresividad em-
pírica recobra forma, textura y sentido. Las instituciones socia-
les nos dicen, nos hablan, nos recuerdan, nos simbolizan porque
han sido tocados por la fuerza del valor (a veces encarnado per-
versamente en el valor de la fuerza).
La crisis actual, la aceleración cronificada en los cimientos
de nuestros hábitos y rutinas, la incomprensión de un desafío
global que obliga a redefinir el alcance de los comportamientos
sociales, entre otros aspectos, no alimentan la serenidad necesa-
ria para detenerse en los ecos del valor en las clasificaciones
sociales. Si acaso, fomentan algo más, o algo peor y, en definiti-
va, un impedimento para encarar el asunto con totales garan-
tías: miedo y zozobra. Sobre la base de estas experiencias muy
de nuestro tiempo cualquier alusión a algo tan inasible genera
desconcierto, cuando no abierto rechazo. Ello obedece a que la
reflexión en torno a valores, a pesar de las múltiples resistencias
enraizadas en hábitos ancestrales de la historia humana, desve-
la la precariedad de los asideros sociales como raíz y destino
inexorable de la condición humana. Aquello que más queremos
o más odiamos, las formas de valor propias o ajenas, rigen a
partir de actos sociales que pueden contribuir a su hipóstasis o a
su reformulación. En definitiva, además de sensibilidad musi-
cal, la audacia del conocimiento científico es menester para aden-
trarse en la densa urdimbre del valor.
Una de las referencias del pensamiento sociológico de nues-
tro tiempo atento a las cuestiones de valor es la obra de Hans
Joas. Desde posiciones cercanas al pragmatismo sazonadas con
una diversidad de acentos teóricos marcados por la tradición

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hermenéutica, su obra resulta paradigmática de lo que es un
espíritu abierto a la complejidad de las cosas, en concreto, a las
relaciones de sentido que sintetizan la fragmentación de la expe-
riencia en imágenes del mundo. Su perspectiva atiende al signi-
ficado que transpiran las formas sociales, en concreto, al valor
de las que proceden y por el que son lo que son. En este sentido,
su centro de operaciones lo constituye el valor, y su propósito
explicativo, su formación y su surgimiento: en definitiva, más
que el sustantivo, el valor, su prioridad analítica es el verbo, el
valorar, el acto de valorar: la acción desencadenante. No en vano,
«sólo los seres humanos, sus organizaciones e instituciones, pue-
den actuar, nunca los valores o los sistemas de valores».1
La reflexión sobre los valores se ha realizado durante los úl-
timos años en el seno de un decorado internacional lastrado por
conflictos, guerras y desconfianzas recíprocas. El modelo del
choque de civilizaciones (promovido por Huntington) ha impuesto
una visión de la realidad muy cercana a los antagonismos cultu-
rales excluyentes y la resolución belicosa de las mismas. En ese
marco habrá valores y contravalores, agentes del bien y del mal,
nuevas versiones del Orientalismo propuesto por Edward Said
hace varias décadas y un Occidentalismo2 que, en buena medida,
reproduce el mismo modelo narrativo pero vertido desde Orien-
te. De algún modo, con ese marco se reedita la teoría de las gue-
rras culturales3 como trasfondo teórico de los diagnósticos so-
ciales. En este contexto, la pauta de análisis es de tipo objetivista:
se acerca a la cuestión del valor dando por supuesto que hay (o
no) valores y que existen sujetos objetivos que encarnan la pre-
sencia de los mismos. La reflexión se limita a hacer correspon-
der determinados sujetos con cada uno de los lados del modelo
polarizado. En ella se identifica y asocia unilateralmente sujeto,
posición y valor en la clasificación pero no se cuestiona más
allá, por ejemplo, las condiciones de surgimiento de las propues-
tas de valor enfrentadas y de la propia categorización binaria y

1. H. Joas, «Value generalization. Limitations and possibilities of a com-


munication about values», Zeitschrift für Wirtschaft und Unternehmensethik,
9/1, 2008, p. 92.
2. I. Buruma, A. Margalit, Occidentalismo, Península, Barcelona, 2005.
3. D. Senghaas, «Die Wirklichkeiten der Kulturkämpfe», en H. Joas y K.
Wiegandt (eds.), Die kulturellen Werte Europas, Fischer Verlag, Frankfurt, 2005,
pp. 444-468.

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excluyente. Esta visión acomodada y empobrecida de lo que ocu-
rre contribuye a una teorización sociológica muy dada a esen-
cializar y naturalizar las culturas y las civilizaciones humanas y
a simplificar y reducir su heterogeneidad interna.4 El problema
no es el hecho de la clasificación, más bien, lo es la considera-
ción objetiva y natural de su existencia y, por tanto, la ceguera
que impide la reorganización de los elementos del mundo bajo
otras visiones que alteren las posiciones de los sujetos, las rela-
ciones entre ellos y las autodescripciones de cada uno.
La fecundidad del marco teórico ofrecido por Hans Joas re-
cae sobre dos aspectos nucleares.
En primer lugar, la visión cosificadora de los hechos del mundo
se traduce en una marcada insensibilidad para con el carácter
construido y creado de las pautas de valor. Al considerarse natura-
lezas muertas que no han conocido proceso de advenimiento a la
existencia, los valores se constituyen en facticidades cuya perdu-
rabilidad viene garantizada por el carácter atemporal que les sub-
yace. El inmovilismo y la autodefensa definen las relaciones del
valor consigo mismo y con todos los demás. Una visión muy dis-
tinta deriva del hecho de que esos valores se constituyen al calor
del proceso de interacción social en los que la intensidad ritual se
convierte en experiencia creadora. Se trata de introducir la pauta
comprensiva acerca de cómo se han dado las cosas, cómo los va-
lores han nacido producto de la experiencia de identificación so-
cial y cómo, en último término, todo podría haber sido distinto o,
sin más, no haber sido. Los valores no sólo no perduran sine die en
una dimensión metafísica, también envejecen, caen en desuso y
reclaman ejercicios de redefinición política.
En segundo lugar y en relación con esto, la reflexión deja paso
a la contingencia como elemento sustantivo de las propuestas de
valor. De algún modo, éstas se sitúan y arraigan en el suelo social,
en las redes de interacción y en el caudal inagotable de accidenta-
lidad que surca el escenario histórico-social de los actos sociales.
Los valores ya no son puntos que separan y aíslan visiones, de
pronto también comparten todos ellos el elemento inaugural que
subyace a toda posición y proyección social: la contingencia en-
tendida como el destino inexorable de la criatura humana en su
paso por el mundo. De este modo, la experiencia social atisba

4. A. Sen, Identidad y violencia, Katz, Buenos Aires, 2007.

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espacios de reinvención en el seno de normativas sociales y, con
ello, deja espacios a las voces de los otros como estímulos para el
trabajo compartido y coordinado sin exclusiones. Si los valores
actualizados diversifican y, en el extremo rayano en el conflicto,
incomunican a los individuos, la capacidad de actualizar valor, es
decir, de valorar, nos vincula a todos los individuos como miem-
bros del destino contemporáneo de decidir acerca de procesos de
identificación contingentes y siempre penúltimos.
Además de estas consideraciones, conviene subrayar el ver-
dadero propósito que anima esta reflexión en curso y de todo
punto actual y necesaria. Joas pretende ofrecer con ella un ins-
trumento de interpretación social que ilumine las inercias, las
cristalizaciones y las puertas entreabiertas para actores desbor-
dados por una confusión, en buena parte, deliberada y orquesta-
da por nuevas y sofisticadas formas de poder. No es una empre-
sa académica únicamente destinada a describir los hechos, tam-
bién a alumbrar propuestas de acción ante bloqueos cronificados
en las experiencias sociales. De su mano, aspira a algo tan ligado
a la actividad sociológica como reivindicar la figura del actor y
su capacidad de descubrir posibilidades desconocidas en lo ac-
tual e intervenir en sus entornos cotidianos. Dicho de otro modo,
razones de tipo estético o moral no son los estímulos que dan ra-
zón de ser a esta reflexión, antes bien, de fondo destaca «la pre-
gunta por la solución de los problemas de acción»5 que, de un
modo u otro, «requiere una respuesta creativa».6

1. Valores y condiciones de valor: el replanteamiento


de las bases de la modernidad

Ya ha sido anunciado. La aportación teórica de Hans Joas


merece un tratamiento específico en el marco del debate socio-
lógico contemporáneo. Sus trabajos y reflexiones introducen un
elemento distintivo que merece ser atendido con detalle. Desta-
can porque sus presupuestos no absolutizan las partes ni el todo,
ni cada una de las posiciones axiológicas ni el modelo de fuerte
tendencia a la polarización que les da soporte. Da un paso más

5. H. Joas, Die Entstehung der Werte, Suhrkamp, Frankfurt, 1997, p. 266.


6. Ibíd.

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allá y profundiza en los intangibles procesos sociales inaugura-
dores de estructuras de identificación y, al mismo tiempo, de la
formación de la identidad. Se apresta a explicitar cómo los valo-
res llegan a ser concediendo, por tanto, que, sin más, podrían no
haber existido o haberlo hecho de otra forma. Analiza el modo
en que la experiencia fáctica se convierte en mundo dignificado
por y para sus habitantes. Se detiene en el acontecer de la creati-
vidad social como instancia silente que convierte los hechos en
experiencias interpretativas. El curso imprevisible de los valores
es producto, a sus ojos, de un acontecer social cargado de con-
tingencia que obliga a los actores sociales a actitudes vigilantes
con respecto a los desarrollos sociales ulteriores.
La mirada sociológica de Hans Joas no proyecta ni visiones
holistas ni cuadros de largas cadenas históricas tramadas de deter-
minismo y anunciadoras de plenitud futura. Tampoco cae en el
polo opuesto referido a la celebración vana de una suerte de frag-
mentación evocadora de una incertidumbre y miedo paralizantes.
Su postura ofrece enormes concomitancias con ese destino inaugu-
rador afincado en el actor social del que hablaba Hannah Arendt.
Todo instante brinda una oportunidad para reobrar sobre una pro-
ducción inacabada como es el universo humano y esa labor com-
promete a los actores en sus prácticas, quehaceres, rutinas, ambi-
ciones, expectativas, miedos, etc. Y, con ello, al conjunto de norma-
tivas, relatos y mitos que organizan el sentido de sus vidas. Si bien
existen modelos de organización sociales distanciados de la apertu-
ra constitutiva inherente a una creatividad inagotable, la referencia
a la actividad creativa del valor que avala su postura se constituye
como una contribución de primera magnitud a la imperiosa nece-
sidad de nuestra sociedad de tener que intervenir en inercias y ce-
gueras propiamente sociales.
El proyecto teórico de esta reflexión sobre los valores crece a
partir de un diálogo crítico con la tradición sociológica de la mo-
dernización clásica. Su centro de interés es un elemento ausente o
insuficientemente reconocido en este marco pero indispensable
para explicar la capacidad humana de transformar su posición en
el mundo: la creatividad social. Joas analiza el valor, el surgimien-
to del valor, desde la posibilidad de introducir novedad en el dise-
ño de las cosas y en las identidades colectivas. La creatividad no
corresponde a una experiencia puramente estética o algo propio
de espíritus selectos y privilegiados, sino que conforma el núcleo

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de una vida social que, por su dinamismo e indeterminación, ge-
nera desafíos y retos que obligan a los actores a interrumpir ruti-
nas e indagar en la plasticidad de las cosas. En ella se juega la
sociedad la capacidad de reinventarse al hilo de encrucijadas de-
rivadas del curso imprevisible de los acontecimientos. Se trata del
paso al frente ineludible al que aboca la complejidad del entorno
social moderno. Joas debate con la teoría de la modernización
apuntando a cierta insuficiencia explicativa de la creatividad en
dos de sus versiones más relevantes: la teoría de la elección racio-
nal y la teoría normativa.7 En ambas los actores forman parte de
un complejo institucional donde sus actos siguen reglas ajustadas
a los patrones rectores de la convivencia y donde no se atisban
reflexiones acerca de la vigencia y validez del diseño social. El
carácter holista de sendos horizontes teóricos desactiva el poten-
cial innovador de los actores y oculta el devenir contingente e
imprevisible de la espontaneidad intersubjetiva.
Frente al enfoque predominante en la tradición filosófica y
sociológica de la modernidad, Joas propone una explicación so-
ciológica derivada de la creatividad social como destino ineludi-
ble de la convivencia social. Con ella no pretende aportar un
modelo de acción más a los ya existentes (crítico, funcionalista,
fenomenológico, etc.), sino insistir en el componente renovador
subyacente a todo actuar del hombre en la experiencia. Señala
el acto valorativo del que beben las instituciones y la relación
legitimadora de los actores. No acude a referencias monocausa-
les que dan cuenta del hecho social y del hacer humano, muy al
contrario, dibuja un contexto social basado en la coordinación
fecunda entre los actores que desata procesos sociales de efectos
desconocidos. Los sujetos se autorrepresentan como agentes
dotados de la facultad de responder a los desafíos del contexto.
La precariedad de éste obliga a respuestas creativas, pero esa
precariedad no explica en qué consiste esa creatividad latente a
todo modelo de acción y sociedad.
Según Joas la creatividad puede explicarse a partir de tres
aspectos nucleares desatendidos por el discurso sociológico de
la modernidad.8

7. H. Joas, Die Kreativität des Handelns, Suhrkamp, Frankfurt, 1992,


pp. 19-69.
8. Ibíd., pp. 231 y ss.

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Por un lado, Joas cuestiona la vigencia de las presupuestos
cartesianos que parten de la escisión mente/cuerpo y que conce-
de prioridad a la conciencia solipsista separada del contexto
empírico. Por ello mismo, critica los mismos cimientos del pen-
samiento moderno que incomunican al sujeto y al objeto que
siguen caminos paralelos sin interrogarse entre sí. El actor, en
este contexto, se ocupa del logro del beneficio en un hecho em-
pírico que sólo es analizado en clave teleológica. El sujeto es un
agente que hace del conocimiento un instrumento de domina-
ción y control de la experiencia. Este modelo hegemónico de
racionalidad en el pensamiento moderno contempla el universo
como oportunidad económica y laboratorio técnico. Frente a ello,
Joas reivindica la acción social como proceso de expresión de la
existencia humana en el mundo de los hechos. Las lógicas de
la historia pierden su carácter inexorable y dejan espacios a la
acción social dando cauce a su potencial creativo no sometido
ni al primado teleológico ni al normativo. Los actores no sólo
aspiran a conocer para poder y dominar, sino también para ex-
perimentar la posibilidad, en concreto, la posibilidad de interve-
nir en la inercia de las cosas y alterarlas. El mundo desafía con
sus transformaciones constantes y los actores se ven obligados a
buscar respuestas orientadas a una mejor canalización de las
cosas. La infinitud natural no sólo constituye un espacio a domi-
nar a partir del conocimiento de sus lógicas de funcionamiento,
también una oportunidad para el descubrimiento de la capaci-
dad de acción de los sujetos y de su identidad que se transforma
al transformar el mundo con ella.
En segundo lugar, Joas pretende refutar la idea de la esterili-
dad del cuerpo como instancia humana vacía de estímulos y pro-
puestas. A su juicio, «tanto las teorías sociológicas clásicas como
las actuales sufren un déficit antropológico»9 que explica que la
superioridad de la mente haya sido un hecho incontestable en el
pensamiento moderno. El cuerpo se encuentra bajo el control
de la conciencia autónoma siempre atenta a la productividad y
la eficacia. El cuerpo silencia su caudal de expresividad. Éste se
ha identificado con un modelo de acción basado en un cómputo
cuantitativo dispuesto sobre un lenguaje matemático de alcance
universal. Sin embargo, el cuerpo incluye fuerzas y potencias

9. Ibíd., p. 251.

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que desconocen los cálculos matemáticos y que se expresan en
gestos sociales desprovistos de voluntariedad. De algún modo,
se abren paso anunciando procesos vitales de hondura afectiva
que recuerdan la variedad de experiencias inherentes a la condi-
ción humana. Se trata de situaciones no controladas por la con-
ciencia, momentos inesperados en los que una carcajada súbita
o un enrojecimiento inesperado del rostro expresan respuestas
corporales que evidencian la vitalidad de los estratos profundos
de la existencia.
Por último, Joas subraya la idea de la socialidad primaria para
remitir a la interacción prerreflexiva que, en las fases iniciales de
la vida individual, configura las nociones básicas de la existencia.
El yo resulta de esos entornos sociales que organizan la experien-
cia social y estructuran la originaria fragilidad de la criatura hu-
mana. Con la teoría pragmatista de George Herbert Mead basada
en la comunicación social en tanto juego de intercambios simbóli-
cos donde los individuos muestran su competencia en el dominio
de los significados sociales y con la teoría sociológica de Emile
Durkheim asentada sobre la experiencia religiosa de la celebración
ritual en la que el yo vive el potencial motivacional del valor antes
que su componente meramente disciplinario, Joas pretende ofre-
cer una teoría sociológica de la reconstrucción del yo autónomo
alejada del modelo cartesiano de la ontología individualista. Esta
idea acentúa las posibilidades de actuar sobre uno mismo y sobre
el mundo a partir de las codificaciones intersubjetivas que han
definido la identidad. Se abre la puerta a tratar con la materia
empírica remodelando identidades y definiciones sociales. Se en-
tiende que en la base del cuadro de las formas de los procesos del
mundo pervive una plasticidad favorecedora del protagonismo
del actor sobre su existencia. Las narrativas humanas se han ido
labrando en ambientes sociales estabilizadores de las definicio-
nes de las cosas a partir de un fondo permanente donde habita la
posibilidad de acción.
En este sentido, con la teorización de la creatividad social Joas
quiere reconquistar para el actor un mayor protagonismo sobre
la identidad individual y la identidad colectiva. Lo que está en
juego básicamente es la identidad o, más en concreto, la explica-
ción de esos procesos circulares por las que la identificación del
individuo con una forma de valor altera la autopercepción del in-
dividuo al tiempo que modifica al todo al que se adhiere. Esta

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adhesión individual no es inocua. En ella se pone en evidencia la
historicidad latente en las narrativas individuales y sociales. De su
mano, la vida social se convierte en algo más que mera facticidad
y objetividad, también en un banco de pruebas intersubjetivo en
el que no está dicha la última palabra acerca de la organización
y el diseño de las cosas. La creatividad de la acción sugiere que
todo está por decir y cuestiona la confusión inoperante y estéril de
los actores con la actualidad.
En este orden de cosas, Joas vincula creatividad y valor. Difí-
cilmente se puede pensar éste sin aquélla y viceversa. La capaci-
dad de responder a las situaciones y a los contextos supone la
intervención humana integral en el curso de los hechos. Esa rea-
lidad humana integral incluye mente y cuerpo, razones y afec-
tos, racionalidad y emotividad. La respuesta humana ofrece re-
creación de las cosas, en concreto, una valoración inédita de la
experiencia toda vez que la creatividad implica la lógica racional
y la proyección imaginaria. Crear es, de algún modo, crear valor,
intercalar entre los actores y las cosas consensos sociales e idea-
les renovadores. Nada queda igual después de la respuesta de los
actores en los hechos. Éstos han reorientado su curso al calor de
procesos de redefinición intersubjetiva.

2. Valores: acción y justificación

En el pensamiento moderno los valores viven ajenos a la his-


toricidad social sin noticia de procesos de deterioro y parálisis
degenerativa. Existen sin envejecer, sin anuncio de senescencia,
por ello quieren para sí un alcance plenipotenciario, que haga
justicia a su perdurabilidad. La estructura normativa se sustrae
a los debates y las tensiones sociales. Desde un ámbito trascen-
dente prescribe y obliga a las biografías sociales sin que éstas se
esfuercen en pedir razón y buscar sentido a sus exigencias y re-
gulaciones. Sin más, siguen reglas sin meditar por su vigencia y
alcance. Por ello, la pregunta por el surgimiento del valor ha
constituido una excepción en la tradición moderna. Algo que en
parte se entiende desde la pauta de dominación con la que se ha
considerado el esquema normativo de la sociedad. Un conjunto
de valores que no han nacido nunca y que no han de morir rigen
el comportamiento desde la autoridad sacra de lo eterno. Que-

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dan investidos de un aura que les hace insensibles a las deman-
das colectivas y a las mutaciones sociales.
Sin embargo, el mismo planteamiento de la pregunta acerca
de su surgimiento ofrece ángulos inadvertidos del valor en la
situación actual. Los valores son las instancias rectoras y orien-
tativas de las acciones sociales que, como cualquier hecho so-
cial, pueden ser replanteadas y modificadas por éstas mismas.
Su consistencia no está sancionada por una instancia trascen-
dente. Si bien su autoridad nace de la vida social, los actores se
encuentran en condiciones de interrogar acerca de su vigencia
histórica a partir de ciertos cambios introducidos en el horizon-
te de convivencia que obligan a poner al día el funcionamiento
de las instituciones.
Para este objetivo del replanteamiento de los valores la teori-
zación sobre la creatividad social adquiere una relevancia desta-
cada. La línea recta e inexorable que seguía la historia y las iner-
cias miméticas que latían en los comportamientos sociales de la
modernidad en sus fases iniciales han dado paso al descubri-
miento de ese yacimiento inextinguible de libertad e iniciativa
inherente al actuar social. Los individuos aparecen en el proceso
social capacitados para prolongar el estado de las instituciones y
también para proponer nuevas síntesis de las cosas pero, en
ambos casos, a partir del replanteamiento crítico de lo que hay.
El fondo creativo evoca otro lenguaje con el que decir cosas, dar
pasos hacia delante y rediseñar los límites del mundo. En este
contexto, las aportaciones de Joas se entienden en su verdadero
alcance al reconsiderar «el concepto de “situación” en lugar del
esquema medios-fines como la primera categoría fundamental
de una teoría de la acción».10 Su punto de partida radica en que
«las acciones deben tomarse como respuestas a las situaciones.
Éstas no son mudas, sino que promueven nuestras acciones».11
La creatividad de la acción de Hans Joas no desemboca en
una teoría normativista, sino «una teoría de la normatividad»12
dispuesta sobre el hecho y acto creativos que obligan, interpelan
y, en muchas ocasiones, incomodan a los actores porque les abo-

10. Ibíd., p. 235.


11. Ibíd., p. 236.
12. G. Leyva, O. Kozlarek, «Introducción», en Hans Joas, Creatividad, ac-
ción y valores, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2002, p. 18.

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ca a responder a los automatismos de su experiencia rutinaria.
Es el momento de una convivencia que ya no sólo reproduce,
también propone e inventa soluciones ante un contexto empíri-
co cuya contingencia invita a tratar con él y a interrogarle. En
palabras del propio Joas, «los valores presuponen también pro-
cesos creativos de constitución del valor. Sobre esta base puede
diferenciarse analíticamente la génesis de contenidos de valor de
la del poder cohesivo de los valores».13
La perspectiva del surgimiento del valor no merma el carácter
vinculante de éste. La idea de que su creación social le hace me-
nos respetable y le resta credibilidad no se corresponde con un
análisis riguroso del destino indeterminado de la criatura huma-
na y del trazo inacabado de las instituciones sociales. Vivir unos
valores que dirigen la acción bajo la égida de una convivencia sin
tiempo y en estado de inocencia evoca los peores presagios de la
historia humana reciente. La vida moderna no ha conocido nada
peor que los actos llevados por automatismos y descargados de
iniciativas y respuesta personal. Cabe pensar los valores en sinto-
nía con el curso de contingencia que define nuestro tiempo (y en
rigor toda experiencia humana), contingencia entendida como «lo
que no es necesario ni imposible»,14 como «la experiencia de nues-
tra libertad de decisión y de acción y de sus consecuencias».15
Contingencia siempre presente y en presente que, como dice Wolf-
gang Knöbl, un autor como Samuel Eisenstadt y otros, reconocen
en los debates acerca de las Modernidades múltiples «sólo en el
inicio, pero ignora las fracturas contingentes en el transcurso de
los desarrollos de las civilizaciones».16
Hecho este preámbulo, la cuestión a dirimir a continuación
sería la del propio significado del concepto «valor». Ante este
problema medular en la meditación de Joas se evidencia con
toda nitidez su intento de repensar los fundamentos epistemoló-
gicos de la meditación filosófica y sociológica de la propuesta
moderna. El valor no es producto de una conciencia lúcida y
autorreferencial, no obedece a un modelo de actor desprovisto

13. H. Joas, Die Kreativität des Handelns, op. cit., p. 342. El subrayado es mío.
14. H. Joas, Braucht der Mensch Religion?, Herder, Friburgo, 2004, p. 45.
15. Ibíd.
16. W. Knöbl, Die Kontingenz der Moderne. Wege in Europa, Asien und Ame-
rika, Campus Verlag, Frankfurt, 2007, p. 190.

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de cuerpo siempre en contacto con las mutaciones de su tiempo
y existencia, no comparece como un molde joven y luminoso
que espera lealtades inquebrantables. El valor es, antes que otra
cosa, experiencia, o llega a ser tal producto de una experiencia
intersubjetiva vivida interpersonalmente.
No se llega al valor más que contaminado y manchado por la
crecida afectiva catalizadora de procesos de identificación so-
cial. La reflexión en torno a la creatividad social explica que la
acción es posible porque en el actor cabe la posibilidad de co-
menzar e inaugurar sentido y propuestas que introducen nuevos
dibujos de la sociedad. En sintonía con la aportación de Hannah
Arendt, Joas incide en una creatividad social desde la experien-
cia expansiva y dilatadora de la imaginación social como facul-
tad humana que aglutina afectos e ilusiones de nuevos proyec-
tos sociales. En Arendt, como en Joas, aunque desde apoyos teó-
ricos bien distintos, el comenzar característico del actor humano
comporta la capacidad de trascender el estado de cosas o la defi-
nición social de la realidad: en el caso de Arendt, desde el debate
político donde se concentra el poder asambleario de la sociedad,
y en el de Joas, desde unas experiencias creativas derivadas de
las ritualizaciones religiosas de la sociedad, siempre necesita-
das, posteriormente, del refrendo deliberativo de la comunidad.
En este sentido, así define Joas los valores: «En primer lugar y
por su propia naturaleza, los valores son algo reflexivo; es decir,
representan criterios cargados de una connotación afectiva para
la evaluación de las preferencias contenidas en nuestros deseos.
Y, en segundo lugar, los valores, si bien no son algo predetermina-
do por la naturaleza, tampoco son el resultado de la elección, sino
que —dicho en términos más bien anticuados— se derivan de
una conmoción afectiva, de un sentimiento de vinculación hacia
algo que es independiente de nosotros y que determina nuestra
orientación. Al decidir entre valores en competencia, reflexiona-
mos en los diversos sentimientos de obligación y de atracción que
experimentamos en la situación específica de que se trate».17
Por lo visto en esta definición, los valores acojen experiencia
y justificación, adhesión afectiva y consenso universal. Incluyen
implicación vivida y explicación convivida de cara a la remode-
lación consensuada e integradora de las instituciones. En ellos

17. H. Joas, Creatividad, acción y valores, op. cit., p. 55.

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se libra el proceso de encaje nunca definitivo entre los diseños
sociales y las demandas de los actores sociales por sentirse parte
y gestores de ellos. Si bien derivan de la experiencia concreta,
son susceptibles de generalización. Y lo son porque, de algún
modo, contemplan posibilidades de cambiar el curso de las co-
sas pero habiéndose escrutado cooperativa y coordinadamente
el grado de sensatez y homologación universal. Los valores sur-
gen, y lo hacen, desde las instancias prerreflexivas de la convi-
vencia y a partir de un desafío social que requiere la activación
de las potencialidades creativas y la convalidación del conjunto
social. No nacen desde la fuente moral del deber, ni del imperio
de la necesidad lógica. El actor tiene margen de maniobra, inter-
viene en el mundo desde la noción de lo bueno, pero no sólo
desde éste. Más aún se encuentra abocado a apalabrar y filtrar
argumentativamente la carga afectiva desde la que procede su
experiencia axiológica. Lo bueno convive con la validez, la expe-
riencia con el argumento abierto al otro.
Por ello, hablar del valor supone hacer manifiesta la contra-
dicción irresoluble que late en toda existencia humana ya que «en
la situación de acción no hay primacía ni de lo bueno ni de lo
justo. No existe aquí ninguna relación de superioridad ni de sub-
ordinación, sino de complementariedad. En la situación de ac-
ción, las orientaciones irreductibles hacia lo bueno implícitas en
nuestras inclinaciones tienden a la instancia de prueba de lo jus-
to. Lo único que podemos lograr siempre en estas situaciones es
un equilibrio reflexivo entre nuestras orientaciones. Por supuesto,
el grado en el que sometamos a prueba a éstas puede variar. En la
perspectiva de lo justo hay, por lo tanto, un potencial permanente
y siempre activo de transformación de lo bueno que pretende ha-
bilitar a éste para la aprobación del examen de universalidad. Pero
de la universalidad de lo justo no se sigue ni que en las situaciones
de acción tengamos que dar naturalmente prioridad a lo justo
frente a otras consideraciones, ni que no deberíamos hacerlo».18
A pesar de las posturas predominantemente esencialistas en
el tratamiento del tema, los valores entrañan la presencia de la
contingencia: podrían no haber existido, haberlo hecho de otra
forma o, sin más, llegar a desaparecer. Ello obedece al proceso
de su nacimiento al tiempo histórico definido por el componen-

18. Ibíd., pp. 61-62.

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te errático de toda invención humana. No se trata ni de algo
preexistente, ni de algo meramente producido por un vitalismo
irreflexivo, ni tampoco derivación de una razón práctica que
obliga al cumplimiento de la norma. Los valores entendidos des-
de su surgimiento histórico se experimentan como procesos que
se abren paso madurando y generando adhesiones que incluyen
planes y proyectos renovadores del mundo. Al decir de Joas, «los
valores no surgen siempre de forma eruptiva, ni se experimen-
tan y divulgan a través de un agente visionario carismático. An-
tes bien, pueden adquirir sentido en el marco de un difícil equi-
librio entre experiencia, articulación y caudal semántico cultu-
ral. Pero sin experiencia de autoformación y autotrascendencia
son imposibles; las cristalizadas formas rituales de revitaliza-
ción periódica del valor representan el intento de posibilitar o, al
menos, señalar tales experiencias».19
La reflexión de Hans Joas sobre los valores incorpora el ele-
mento central de la experiencia. Éste se reafirma en cada uno de
los episodios efectivos y afectivos de adhesión individual y co-
lectiva. Vive y pervive a causa de esos movimientos intangibles
de dilatación con los que los actores se identifican con las pro-
puestas normativas de la sociedad al tiempo que las renuevan.
Rigen no por la autoridad etérea e impersonal de un dios, un
texto revelado o una tradición, sino por la implicación de los
afectos de los actores con una determinada pauta de valor. Sin
ese componente pasional el estuche de las instituciones se vacía
de contenido. Deja de representar a los actores. El sentir del cuer-
po y el con-sentir de las justificaciones intervienen directa e ini-
cialmente en lo referente a un cambio de rumbo en el tejido
axiológico de la sociedad.
Joas se refiere a estas experiencias mudas pero aglutinado-
ras de la sociedad en términos de autotrascendencia y autofor-
mación. En ellas, como ya se ha dicho, quiebra el predominio
cognitivo de la conciencia cartesiana dialogando consigo misma
dentro de una cápsula desconectada de las tramas del mundo
histórico. Los valores se sienten y se expresan desde las vibracio-
nes afectivas de los cuerpos que trasladan a los actores hacia
imágenes benefactoras e integradoras del mundo. En la vincula-
ción de los cuerpos con esas propuestas de valor las expresiones

19. H. Joas, op. cit., 1997, p. 257.

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de autotrascendencia y autoformación remiten, sólo en primera
instancia, al sentido no a la verdad, remiten al amor no al deber.
Son autotrascendentes porque sin ese primer movimiento afec-
tivo la acción no se dilata ni se despliega en el mundo, porque
sin él no se inaugura el valor y el sí-mismo con él y a través de él.
Son autoformativas porque no derivan de elementos externos a
la realidad humana, sino que obedecen al acto de estirarse de los
actores hacia símbolos e ideales en los que se re-conocen y reco-
nocen una propuesta normativa integradora. Son autoformativas
porque son impensables sin el autotrascenderse de los propios
actores en el proceso de constitución de la identidad individual y
colectiva. Se trata de experiencias que ofrecen «oportunidades
para un entendimiento que no conduce a la pulcra intelectuali-
zación, sino que conserva la fuerza vinculante de las tradiciones
de sentido pero la expone a la iniciativa de renovación de lo pro-
pio a través del movimiento con los otros».20
Esas experiencias, siendo siempre distintas, y singulares en
su efecto de novedad, convocan a todos los actos y los actores de
ayer, hoy y mañana ante el destino ineludible del vivir y con-vivir:
generar sentido donde y cuando éste se resquebraja. Con inde-
pendencia del contenido político, cultural, religioso, etc., de cada
acción, ésta siempre es contemporánea de un episodio inaugura-
dor y de trastornos que alteran la rigidez de las instituciones. En
ellos se experimenta el horizonte abierto que reclama atrevimien-
to en la edificación del valor y el vértigo de sentir en lo más pro-
fundo de la vida social una elasticidad y versatilidad que anuncia
un futuro con posibilidades desconocidas.
La autoformación y la autotrascendencia constituyen proce-
sos potenciales cuya fuerza dinamizadora se encuentra en las
reuniones rituales refundadoras de las instituciones. Joas recuer-
da en este apartado las aportaciones del Emile Durkheim de Las
formas elementales de la vida religiosa, en concreto, los aspectos
centrales de su sociología de la religión en los que abordaba la
dimensión refundadora del rito para la sociedad. Con indepen-
dencia de la naturaleza sagrada o laica de las veneraciones ri-
tuales, lo religioso ocupa la primera línea de la atención socioló-
gica ya que su fuerza aglutinante renueva el lazo vinculante que

20. H. Joas, «Introducción», en H. Joas (ed.), Was sind religiöse Überzeugun-


gen?, Wallstein Verlag, Göttingen, 2003, p. 11.

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suelda a los actores con la significación social dando lugar la
imagen de un todo cohesionado. Como explica Durkheim, el
carácter extraordinario de ese tiempo de celebración, la inte-
rrupción de los ritmos cotidianos de la convivencia, la apertura
de los cuerpos al contacto con fuerzas extraordinarias, la inges-
tión de sustancias distorsionadoras de la percepción ordinaria,
las indumentarias tan cargadas de evocaciones y significados,
todo ello hace que las condiciones mentales de los asistentes a
los ritos se alteren y se abran las puertas a las facultades afecti-
vas que liberan los apetitos de adhesión e identificación colectiva.
Los actores se sienten invadidos por poderes anónimos e
impersonales que conmueven y estremecen. Fuerzas extrañas
descargan en ellos corrientes de atracción que alteran la percep-
ción hasta aproximar el misterio secreto del mundo. Sus cuer-
pos escapan a los límites físicos y mentales y se funden con el
todo y con todos. La descarga afectiva, ya sin tutela racional,
promueve el autoextravío. Su visión contempla la majestuosi-
dad de las relaciones secretas que unen los fragmentos del uni-
verso. La experiencia rota de las cosas recupera la unidad origi-
naria. El yo se siente integrado en un todo mayor, en el conjunto
social y en el universo. De algún modo, recobra la continuidad
con el resto del hecho natural que pierde al nacer. Se trata de un
segundo nacimiento tras el que el yo y el nosotros celebran su
destino compartido.
Ya se veneren símbolos sagrados o laicos, la religión hace
acto de presencia en calidad de ese primer paso de la experiencia
del valor gestionada por el amor, en concreto, no por el amor
caro al credo cristiano, sino en el sentido de que «nos sentimos
tan ligados a nuestros valores y convicciones, como nos senti-
mos vinculados en nuestra vida a personas concretas».21 A pesar
de los énfasis secularizadores que han primado en el debate so-
ciológico, las prácticas religiosas no se han retirado del pálpito
semántico de las sociedades contemporáneas. Con el cuestiona-
miento de la tesis de la secularización predominante en la teoría
de la modernización, autores como José Casanova, Jürgen Ha-
bermas, Hélene Hervieu-Leger y otros, inciden en el resurgir de
la vitalidad religiosa en lugares tan poco dudosos de diferencia-
ción funcional, desarrollo tecnológico y debate académico como

21. Ibíd., p. 10.

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Estados Unidos, pero además resaltan la ineludibilidad del sen-
tir y con-sentir afectivo de las ritualizaciones catalizadoras de
las experiencias de identificación. Sin asociarla con credos y
culturas concretas, la religión retorna despertando en los acto-
res ese potencial vinculativo con referentes morales y simbóli-
cos catalizadores de compromisos personales y colectivos.

3. Valores y justificaciones

El pensamiento moderno ha impulsado reflexiones en torno


a los valores pero en los casos más celebrados, a juicio de Joas,
la meditación acerca del surgimiento no ha ido de la mano con
la validez.
Un lugar destacado en esta esfera lo ocupa Nietzsche. En su
intento de explicar la vigencia de la moral cristiana como fuente
de valor para la historia de Occidente, su postura incide en la
idea del resentimiento. Los más débiles y necesitados de la moral
del rebaño han aupado sus debilidades a la categoría de canon
moral universal. Este proceso se explica por un ejercicio de com-
pensación en el que el dominio y el vigor de los fuertes se debili-
ta a favor de modelos morales que fomentan actitudes pasivas y
gregarias a partir de imágenes como la caridad, la entrega, la
piedad. Esto supone la merma de la cultura occidental porque la
iniciativa de los actores mejor dotados y más vigorosos se frena.
A los ojos de Nietzsche esto supone la quiebra creativa de Occi-
dente. Sin embargo, esta explicación sitúa el valor fuera de la
esfera de la justificación ya que «concibe los valores característi-
cos no como expresión del intento de autojustificación, sino como
autoexpresión previa al surgimiento de la necesidad de justifica-
ción».22 Nietzsche atiende al surgimiento del valor sin reparar en
su validez. Éste es el fondo de la respuesta de Max Weber a la
tesis de Nietzsche ya que el primero contribuye al debate inci-
diendo en que toda moral, también la cristiana, constituye un
ejemplo de justificación del bien. En concreto, defiende que en
las religiones universales no sólo se trata de la necesidad de al-
canzar el bien, también de explicar su merecimiento, de justifi-
car su disfrute, de hacerse acreedor a tal premio. En este senti-

22. H. Joas, Die Entstehung der Werte, op. cit., p. 49.

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do, tras toda propuesta de valor late una teodicea del bien23 que
contribuye al bienestar humano y moral haciendo soportable,
por la vía de la explicación teológica y simbólica, los desgarros
de la experiencia.
En el caso de George Simmel, de igual modo, su reflexión se
interesa más «por la génesis que por la validez y nunca ha pues-
to atención en la sistematización de los valores».24 La base de la
explicación de los valores la constituye su noción de la trascen-
dencia de la vida. En ella la actividad humana y las formas socia-
les se encuentran escindidas. Su teoría manifiesta un dualismo
en el que la experiencia creadora se desentiende del alcance de
sus propuestas morales. Simmel incide en un yo que se desplie-
ga en el seno de una escisión con el mundo, lo que hace de los
desdoblamientos su experiencia reiterada en la búsqueda de for-
mas estables que nunca consigue definitivamente. De igual modo,
el destino del yo es habitar el mundo en ausencia de reposo y
reconciliación por lo cual «el yo es el que se supera y lo supera-
do».25 En esta experiencia el yo pretende reconciliarse con un
mundo significativo y manejable pero, por su imposibilidad, hace
permanente el ejercicio expansivo que, en tanto tal, celebra más
la actividad que la justificación. No hay descanso ni reposo por-
que las formas alcanzadas nunca ofrecen una plenitud tal como
para salvar la escisión del yo con el universo. Éste ha cobrado tal
complejidad que dificulta el autorreconocimiento del yo en el
mundo. Su impulso, por tanto, es más el de buscar cauces de
expresión que el de reparar en su validez. Su sino es el de tras-
cender y dibujar formas en las que el universo signifique pero
sin atender a los efectos que ese acto puede provocar en las tra-
mas normativas de la convivencia social.
En ambos casos se olvida uno de los elementos centrales del
valor: la relación autorreferencial del actor con su experiencia va-
lorativa desatada por las corrientes afectivas prerracionales. De
uno u otro modo, en esta experiencia se pone en juego la liber-
tad del actor en validar y convalidar su entorno. La categoría
normativa que sobresale en este enfoque es el la de la autodeter-
minación,26 la capacidad individual y colectiva para intervenir

23. Ibíd.
24. Ibíd., p. 113
25. Ibíd., p. 121.
26. H. Joas, Die Kreativität des Handelns, op. cit., p. 347.

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en el contexto social cuyas estructuras no pueden quedar en
manos de lógicas de la historia, del progreso, de la diferencia-
ción funcional sin lesionar la libertad de los actores. La creativi-
dad del valor apunta a una teoría de la democracia donde se diri-
me la pregunta acerca de cómo diseñar «un orden social que
nosotros debamos y queramos generar en nuestro provecho»27
sin con ello recaer en la versión romántica del mundo, que in-
tentaba acabar con las rigideces funcionales de la modernidad
acentuando los poderes plenipotenciarios de la subjetividad in-
dividual, ni en una mera estetización de la vida desprovista de
compromiso moral, como propusieron Michel Foucault, Jean
François Lyotard o Richard Rorty.

4. Formación y contexto de los valores

Esta reflexión en torno a los valores tiene lugar en el seno de


un modelo de sociedad muy concreto. No en cualquier tiempo y
en cualquier esquema de convivencia habría sido posible una
meditación en la que la idea de valor es expresada en plural,
producto de la contingencia y destinada a convivir con el resto
del mundo. Nadie niega que a lo largo y ancho del planeta exis-
ten situaciones de conflicto de naturaleza cultural, política, étni-
ca, religiosa, etc., que desmienten, a primera vista, el alcance
fáctico de esta propuesta. Sin embargo, es precisamente sobre
ellos y por ellos por lo que la teoría social y, en general, las cien-
cias sociales han de ofrecer sus mejores esfuerzos orientados a
la canalización política de tales desencuentros. En muchos de
éstos, las posiciones en litigio se excluyen al endurecer y esen-
cializar sus propuestas derivadas, por lo mismo, de lo sagrado.
La meditación sobre los valores muestra, entre otras cosas, que
esas posiciones constituyen selecciones de un conjunto vario y
diversificado de tradiciones y narrativas heredadas que han ad-
quirido forma homogénea a partir de experiencias sociales de-
votas y ritualizadas por determinados grupos sociales. Los valo-
res aglutinan las emociones de un conjunto de individuos que
creen participar de un destino compartido. La propia experien-
cia creativa de fondo muestra la dimensión accidental de la que
es oriunda el valor y el tejido de las instituciones.

27. Ibíd., p. 378.

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Esta sociedad de principios de siglo, por un lado, tan sensi-
ble al dolor y al sufrimiento social provocado por el desdén mos-
trado por diferentes credos religiosos o proyectos políticos sus-
tentados sobre una autoridad doctrinal incuestionable y, por otra
parte, atenta a las nuevas formas de las creencias religiosas y
laicas en un decorado condescendiente con la pluralidad, abre
nuevas vías a la teorización social para replantearse viejas no-
ciones que, por los cambios advertidos recientemente, han per-
dido la vigencia de antaño. Por ejemplo, la tesis de la seculariza-
ción no puede mantenerse intacta sin hacer frente al resurgir de
la vitalidad religiosa de los últimos años y el protagonismo de
ciertos movimientos religiosos en el espacio público y en la acti-
vación de procesos políticos transformadores de la vida social.28
De algún modo, como afirma Robert Bellah,29 el caudal espiri-
tual de las religiones del Eje Axial30 sigue vivo en los estratos
profundos de la sociedad contemporánea abriendo horizontes a
formas inéditas y renovadas de la experiencia religiosa y secular.
Así las cosas, el hilo intangible y trascendente de la experiencia
religiosa pervive sin, con ello, entrar en contradicción con expre-
siones seculares de nuestra actual forma de vivir.
Sin entrar en el núcleo del problema, hoy, tras la disolución
del mito liberador de la ciencia, la quiebra de Occidente como
gestor del devenir del planeta, la irrupción de otras sensibilida-
des culturales y religiosas al primer plano de la política interna-
cional, la incorporación de la experiencia religiosa como foco de
conflictos sociales de alcance global, la ciencia social ha de asu-
mir el reto de replantearse su vieja categorización y actualizarla
a la luz de los nuevas expresiones religiosas donde se funden la
privatización de la fe, la iniciativa individual en la búsqueda es-
piritual, lo inmanente como horizonte de experimentación ri-

28. J. Casanova, Public religions in the modern world, The University of


Chicago Press, Chicago, 1994.
29. R. Bellah, «What is about the Axial Age?», en Archives Europeennes de
Sociologie, vol. 46, n.º 1, 2005, pp. 69-89.
30. Con esta expresión Karl Jaspers remite al giro radical de la historia de
la cultura humana en el que, en torno al siglo V a.C., el hombre empieza a
tomar conciencia de su autonomía frente al hecho natural y la propia divini-
dad. En él tendría cabida la aparición del antiguo Israel, la China imperial y
las culturas indoeuropeas de cuyo influjo nacieron el cristianismo originario,
el Irán zoroastriano, la civilización budista e hindú y la Grecia olímpica.

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tual, una mayor atención a los cuidados del alma, etc. En este
sentido, la sociedad postsecular, auspiciada, entre otros, por Jür-
gen Habermas, el propio Hans Joas, José Casanova, en menor
medida, Ulrich Beck, pueden dar cuenta de las profundas muta-
ciones que se abren paso en la sociedad contemporánea. En la
base de este planteamiento se encuentra el supuesto de que «la
religión se gestiona de mejor manera en el dominio de lo público
para, así, canalizar los conflictos emocionales y las disposicio-
nes irracionales, logrando con ello la inclusión de lo religioso en
lo político».31
Jürgen Habermas incide con esta expresión en la urgente ne-
cesidad de pensar la convivencia por parte de la pluralidad social
sin exclusiones y al amparo de un proceso de aprendizaje obliga-
do para todos aquellos grupos, credos y actores que quieran con-
validar su espacio en el seno de la misma. Ese aprendizaje consti-
tuye la puerta de entrada garante de una inclusión que requiera el
esfuerzo de atender y entender el tejido motivacional de los acto-
res fieles o laicos para, así, distanciarse reflexivamente de los va-
lores propios y someterles a la autocrítica correspondiente. En
palabras de Habermas, «esta presuposición cognitiva indica que
la ética democrática de la ciudadanía, en la interpretación que yo
he propuesto, sólo se les puede exigir razonablemente a todos los
ciudadanos por igual cuando los ciudadanos religiosos y los secu-
lares recorran procesos de aprendizaje complementarios».32
Sin embargo, los valores, fruto de las experiencias afectivas
latentes, no pueden convalidarse ni convivir desde la mera lógi-
ca del argumento racional y el mero consenso abstracto haber-
masiano. Tienden a generalizarse a partir del reencuentro de las
experiencias valorativas en una cobertura normativa más am-
plia pero que acoja y reconozca una parte sustancial de sus imá-
genes del mundo. Los valores tienden a la generalización de los
valores consistente, según su promotor Talcott Parsons, en el
hecho de que las diferentes tradiciones de valor engendran un
entendimiento más general, más abstracto pero sin desvincular-
las de sus compromisos afectivos. La generalización de los valo-
res, pues, tiene lugar por el simple hecho de que los ideales en

31. J. Casanova, «Die religiöse Lage in Europe», en H. Joas y K. Wiegandt


(eds.), Säkularisierung und die Weltreligionen, Fischer, Frankfurt, 2007, p. 344.
32. J. Habermas, Entre naturalismo y religión, Paidós, Barcelona, 2006, p. 148.

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cuestión tienen que convivir, pero esa convivencia no está gober-
nada por la hegemonía de la verdad abstracta, más bien por la
reinterpretación de las tradiciones y posos simbólicos a la luz de
las otras posiciones de valor. De algún modo, los valores se ven
abocados a reactualizar sus contenidos narrativos para buscar
el entendimiento a partir de una pauta común y compartida más
general. Joas concibe el encuentro de diferentes posturas simbó-
licas a partir de una «dinámica modificación y estimulación
mutuas orientadas a la renovación de la tradición propia».33
En este sentido, cabe hablar de un diálogo interreligioso en
esta sociedad postsecular pero también del diálogo entre lo reli-
gioso y lo secular. Estos dos términos no tienen por qué excluir-
se o ser pensados desde el antagonismo. Sus visiones de fondo
pueden dar pie a una forma de valor más incluyente que reco-
nozca las experiencias simbólicas en litigio. Sobre este particu-
lar, el autor alemán recuerda los procesos producidos en Polo-
nia poscomunista en los que los marxistas antiestalinistas y los
católicos «personalistas» progresistas aprendieron gradualmen-
te a redefinir sus autoimágenes y las imágenes del otro y comen-
zaron a definir los derechos humanos como el denominador
común de sus sistemas de valor tan diferentes entre sí. Asimis-
mo, en la Declaración de los Derechos Humanos en 1948 se cons-
tató que muchos de los intervinientes pusieron a dialogar sus
pautas normativas, coincidentes en el rechazo del nazismo y el
fascismo, y formularon una declaración no sustentada en una
justificación racional sino como parte de una articulación com-
partida por todos los valores que participaron en ese proceso.34
La reflexión en torno a las sociedades postseculares genera
las condiciones para habitar hermenéuticamente la compleji-
dad de nuestro modelo de convivencia abriendo la puerta a un
mejor conocimiento de la pluralidad circundante. Su potencial
explicativo no pretende sólo recrearse en esa versión museística
de la diversidad, antes bien, ofrece claves para pensar qué pode-
mos hacer con ella entre todos, qué podemos hacer entre todos a
favor de la convivencia integradora. Cabe la incomunicación, la
tensión, la guerra, también la mirada atenta a los otros. Y, con
ello, la duda y la sospecha de que nuestros valores no clausuran

33. H. Joas, «Value generalization...», loc. cit., p. 94.


34. Ibíd., p. 97.

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la manera de ser y estar en el mundo. Como afirma Joas, son tan
deudores de la experiencia de la contingencia como los demás.

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II
LOS VALORES CRUCIALES
DE LA MODERNIDAD Y SU REVISIÓN
EN EL HORIZONTE POSTSECULAR

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OLEADAS DE SECULARIZACIÓN*

Hans Joas
Universidad de Chicago

Cuando el rey de Francia Luis XV cayó gravemente enfermo


en el año 1744, hizo votos comprometiéndose, si sanaba, a edifi-
car una nueva iglesia en París dedicada a Sainte-Geneviève. Se
recuperó, pero la situación financiera del Estado francés y las
dificultades técnicas con que se topó para recaudar fondos para
el templo retrasaron tanto su construcción, que ni estaba termi-
nado cuando el rey murió en 1774, ni se había consagrado toda-
vía cuando la Revolución irrumpió en 1789. Así, la Asamblea
Nacional revolucionaria lo tuvo fácil para decidir que el edificio,
que había sido planeado como una iglesia neoclásica, se desti-
nara a honrar a los grandes hombres de la patria y que se le
conociese con otro nombre: pasaría a llamarse Panteón. Una
vez despojado de toda ornamentación religiosa se trasladaron
allí, entre otros, los restos de Mirabeau, de Voltaire y de Rous-
seau. Pero bajo Napoleón, acabada ya la revolución, se cambió
de nuevo el nombre al edificio —se volvió al de Sainte-Gene-
viève—, se borró la inscripción dispuesta en los días de la revolu-
ción y se le coronó con una cruz de madera; aunque la reapertu-
ra del templo volvería a llevar otra vez más tiempo del que duró
el propio régimen napoleónico. Y ocho años después de su re-
apertura en 1822, la revolución de 1830 revirtió la situación, aun-
que tampoco sería la última vez que sucediera, porque Napo-
león III lo transformó de nuevo en 1851-1852, reponiendo la cruz

* Traducción de Guillermo Sánchez Martínez. El texto corresponde a una


versión revisada de la conferencia impartida en la Universidad Pública de
Navarra en octubre de 2010, que era a su vez una revisión de la ofrecida en
Götheborg el mes de julio anterior.

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de madera, que ya sólo volvería a ser talada por los de la Com-
mune en 1871. Sofocada la revuelta, la cruz regresó en 1873; esta
vez era de piedra. Y, finalmente, en 1885, tras la muerte de Víctor
Hugo, el espectacular edificio recuperó su función como Pan-
teón de los grandes hombres, en esta ocasión sin que la cruz
fuese desahuciada.
Owen Chadwick, el historiador británico de quien he toma-
do este relato, lo resume en los siguientes términos: el edificio
«llegó a convertirse en el signo de la revolución descristianiza-
dora, de las virtudes nacionales frente a las viejas virtudes, de La
France frente a Sainte-Geneviève; y puesto que se había transfor-
mado en un símbolo, iba y venía en función del punto de vista
partidario, de sagrado a secular, de secular a sagrado, hasta que,
como la mayor parte de la Europa occidental, acabó seculariza-
do sin serlo del todo. Se mantuvo la no tan vieja cruz de piedra
como recordatorio y bendición: el pasado de Europa interpelando
todavía al presente, protegiendo paradójicamente a los hombres
que, habiendo sido declarados en su momento los más viles ene-
migos de la cruz, ahora se honraba como luchadores por la li-
bertad y la verdad necesarias para el espíritu humano».1
De esta breve historia de un edificio que seguramente ha
contemplado todo visitante de París, se podrían concluir dos
enseñanzas muy diferentes. Un relato posible sería el de que,
con pensadores como Voltaire, en el siglo XVIII comenzó un
movimiento de secularización que va siendo tan poderoso con el
paso del tiempo que su triunfo histórico se hace más o menos
inevitable a pesar de los reveses y de la resistencia de las fuerzas
reaccionarias. El otro relato sería el de que la secularización en
Europa nunca ha sido un proceso lineal, continuo, unitario, sino
más bien una historia altamente conflictiva, heterogénea y con-
tingente. En este texto defenderé esta segunda interpretación
frente a la primera, y el camino que seguiré para hacerlo será el
de intentar incorporar la dimensión temporal de la seculariza-
ción con mayor seriedad que la que ha venido siendo usual en
gran parte de la literatura sobre teoría de la secularización. Mi
tesis principal es que la secularización, allí donde ha tenido lu-
gar, se ha producido en oleadas, y que nos aproximaremos más a

1. Owen Chadwick, The Secularization of the European Mind in the 19th


Century, Cambridge, 1975, p. 159 n.

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comprender sus causas si profundizamos en esos flujos y reflu-
jos de secularización y de revitalización religiosa.
En los últimos años, muchos colegas de la sociología de la
religión, entre los que me incluyo,2 han intentado demostrar de
diferentes maneras que la tesis convencional de la seculariza-
ción, según la cual los procesos de modernización la provoca-
ban de un modo más o menos automático, es insostenible. No
repetiré aquí los argumentos. Me limitaré a señalar que soy ple-
namente consciente tanto de la ambigüedad de los términos
«modernización»/«secularización», como de las complejidades
del debate. Pero, aunque es evidente que lejos de ser un observa-
dor imparcial estoy profundamente implicado en esta contro-
versia, me parece de justicia señalar que en los últimos diez o
veinte años se ha dado un cambio de hegemonía en el debate. Si
en la época de la fundamentación de la mayoría de las discipli-
nas científico-sociales a finales del siglo XIX, la tesis convencio-
nal de la secularización era evidentemente la más sostenida, hasta
el punto de que parecía superfluo tener que justificarla con ri-
gor, y si su hegemonía llegó a estar aún más afianzada en las
décadas siguientes a 1945, a día de hoy sólo queda un reducido
número de científicos sociales (Ronald Inglehart; Pipa Norris;
Steven Bruce; Detlef Pollack) que la defienden, basándose tanto
en las viejas evidencias como en otras nuevas. La mayoría de los
científicos busca tanto modelos alternativos que expliquen el
cambio religioso, como vocabularios alternativos para describir
la situación religiosa en el mundo contemporáneo.
Un punto crucial de esta búsqueda es para mí que la desapari-
ción de la tesis convencional de la secularización no implica que
debamos cerrar los ojos al fenómeno de la secularización. Estoy
radicalmente en contra de cualquier ampliación de la definición
de religión que excluya conceptualmente la secularización (Tho-
mas Luckmann). Cualquiera que sea nuestra definición concreta
de secularización, y al margen de que midamos y evaluemos el
declive de las creencias, de las prácticas religiosas o del número de
fieles, no hay ninguna duda de que una buena parte de las socie-
dades europeas y (muy pocas) no europeas se han convertido en

2. Véase, por ejemplo, Hans Joas, Society, State and Religion, en Hans Joas
y Klaus Wiegandt (eds.), Secularization and the World Religions, Liverpool,
2009, pp. 1-22.

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profundamente seculares. Como tampoco la hay, ciertamente, de
que no todas las sociedades secularizadas se asemejan, ya que
—como podría decirse parafraseando el célebre inicio de la nove-
la de Tolstoi, Anna Karerina— cada una lo ha hecho a su manera.
Mientras que conceptos como el de religión vicaria, que ha cobra-
do relevancia por los escritos de Grace Davie,3 se presentan como
muy plausibles cuando se aplican a sociedades escandinavas don-
de, con frecuencia, la religión «la va conformando una minoría
activa en nombre de un colectivo más amplio que (al menos im-
plícitamente) no sólo entiende, sino que aprueba lo que hace esa
minoría»,4 esos conceptos no funcionan en cambio en la situa-
ción de las sociedades excomunistas, como la de Alemania del
Este, donde la secularización forzada por un régimen comunista
fue particularmente completa. Estaríamos desvirtuando los he-
chos si presumiéramos que una mayoría atea se siente represen-
tada en algún sentido por las diferentes minorías religiosas. La
superación de tesis de esta índole sobre la secularización podría
ser una premisa para un entendimiento apropiado de la diversi-
dad de los procesos de secularización.
Porque la secularización sólo puede explicarse si dejamos
de mirarla como un proceso cognitivo o como el resultado de un
proceso de crecimiento económico. En su lugar, tenemos que
fijar nuestra atención sobre los equilibrios institucionales entre
Estado, economía y comunidades religiosas. La dimensión cru-
cial es la actitud de las Iglesias y otras comunidades y organiza-
ciones religiosas hacia lo que se denominó la cuestión nacional,
hacia la cuestión social, la democracia, los derechos individua-
les o hacia el pluralismo religioso —o al menos eso es lo que me
gustaría argüir en el terreno metodológico. Los efectos de todos
los procesos económicos y de los desarrollos científicos y cultu-
rales están mediatizados por las tensiones en esos ámbitos, y su
fuerza secularizadora o desecularizadora deriva de ahí.
El pionero en los trabajos de este tipo es, sin duda, el soció-
logo británico David Martin, que en la década de 1970 engarzó

3. Grace Davie, Religion in Modern Europe: A Memory Mutates, Oxford, 2000.


4. Anders Bäckström y Grace Davie, A Preliminary Conclusion: Gathering
the Threads and Moving on, en Anders Bäckström y Grace Davie (eds.), Welfare
and Religion in 21st Century Europe, Farnham, 2010, vol. 1, pp. 183-197, y la
cita en p. 191.

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un vasto conjunto de estudios históricos para proponer una ti-
pología de las constelaciones religioso-políticas que se acerca
bastante a ser un análisis histórico atento a la secularización en
su diversidad. Desafortunadamente, o él o su editor eligieron
para el libro un título que sólo puede ser calificado de engañoso.
Kevin Christiano ha llegado a decir que «es una de las obras más
gloriosamente mal tituladas en nuestra disciplina».5 Porque el
libro no es desde luego Una teoría general de la secularización,6 ya
que de una «teoría general» uno espera formulaciones claras y
distintas de las variables causales y de sus efectos. La «teoría» de
Martin, en cambio, es un intento de encontrar reglas generales a
partir del estudio y comparación de la riqueza de una serie de
casos históricos. De este modo, se podría decir que se trata de
una aproximación weberiana, y considerar a Max Weber como
el verdadero pionero —si no fuera por el hecho de que Max We-
ber se permitió hacer formulaciones sobre evoluciones históri-
cas de la religión a largo plazo («desencantamiento», «racionali-
zación»), que no sólo no eran el resultado real de su metodolo-
gía, sino que se debían más bien a su actitud personal hacia el
cristianismo protestante.7 Formulaciones que, desafortunada-
mente, han resultado tener más influencia en el público en gene-
ral que los propios análisis empíricos.
Permítanme añadir una breve mención a la aproximación
más ambiciosa en nuestros días, A Secular Age de Charles Taylor.
Es una obra maestra de historia intelectual, pero se orienta de-
masiado a la detección de los requisitos culturales y filosóficos
de la emergencia de lo que Taylor acertadamente denomina «la
opción secular». Sucede que, bajo mi punto de vista, en este terre-
no hay dos cuestiones explicativas diferentes que es necesario
contestar: por una parte tenemos que explicar cómo la opción
secular se hizo accesible, y Taylor ha contribuido notablemente

5. Kevin J. Christiano, Clio Goes to Church: Revisiting and Revitalizing His-


torical Thinking in the Sociology of Religion, en Sociology of Religion, 69 (2008)
1: 20. [N. del T.]
6. David Martin, A General Theory of Secularization, Oxford, 1978.
7. Anthony J. Carroll, Protestant Modernity. Weber, Secularization and Pro-
testantism, Scranton [Penn.], 2007; véanse también mi recensión en Journal
of Religion, 90 (2010), pp. 445-447 y Hans Joas, «The Axial Age Debate as
Religious Discourse», en Robert Bellah y Hans Joas (eds.), The Axial Age and
Its Consequences (en prensa).

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a responderlo; pero, por otra, también tenemos que explicar por
qué esta opción, una vez accesible, resultó tan atractiva para
unos y tan repulsiva para otros. En otras palabras, por qué esta
opción fue acogida en grados tan diferentes por los diferentes
ambientes nacionales y regionales, estratos sociales, géneros y
generaciones. Me parece que Taylor elude tanto esta segunda
cuestión, como otras de carácter explicativo en el sentido cientí-
fico social, sacándose de la manga algunos conceptos, como el
efecto Nova para explicar la multiplicación de las opciones reli-
giosas y seculares —como si las opciones pudiesen multiplicar-
se por sí mismas. Del mismo tipo es la objeción que puede po-
nerse a su análisis cuando atribuye una direccionalidad al im-
pulso reformista del cristianismo medieval, al apelar a un vector
de largo alcance en la cristiandad latina, sin ofrecer, sin embar-
go, ninguna explicación sobre semejante vector.8
La secularización, como decía antes, se produce en oleadas.
Me atrevería a afirmar que en la historia europea de la seculari-
zación —que en gran medida es una historia de europeos— pue-
den identificarse tres de esas oleadas. Dos de ellas, la primera y
la tercera, transcurrieron durante unos pocos años. La primera
se dio en Francia, aunque no sólo allí, en las fechas posteriores a
1791, extendiéndose hasta 1803; la tercera tuvo lugar en el siglo
XX en Europa occidental entre 1969 y 1973. Ambas oleadas son
un fenómeno europeo transnacional. La segunda oleada, en cam-
bio, transcurre en un intervalo mayor y no es un fenómeno trans-
nacional en sí, sino que es más bien una pauta resultante de los
procesos de industrialización y urbanización del siglo XIX. Acon-
tece en diferentes momentos en diferentes regiones y socieda-
des. En estos apuntes voy a limitarme a esas tres oleadas, dejan-
do de lado por el momento la historia de la secularización forza-
da por el comunismo, primero en la Unión Soviética y luego en
los países comunistas de Europa y de fuera de ella. El punto
álgido de esa secularización en la Europa del Este tuvo lugar en
los cincuenta. Tanto el modo en que tuvo lugar, como su prolon-
gación hasta que, tras el colapso del comunismo, tomó cuerpo

8. Charles Taylor, A Secular Age, Cambridge [Mass.], 2007; Hans Joas, «Die
säkulare Option. Ihr Aufstieg und ihre Folgen», en Deutsche Zeitschrift für
Philosophie, 57 (2009), pp. 293-300. Para el «vector», véase p. 786, n. 92 del
texto de Taylor; y para el efecto Nova, las pp. 299 y ss.

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una revitalización de la religión, están profundamente influen-
ciados por la constelación político-religiosa que precedió al co-
munismo. Incluso estos casos avalarían en ese sentido la aproxi-
mación que vengo proponiendo.
La apelación a tres oleadas tiene que especificarse, por su-
puesto. Hablar de tres oleadas de secularización puede resultar
engañoso porque el carácter preciso del cambio religioso puede
ser tan diferente en cada una de esas tres fases que difícilmente
puede ser apropiado el mismo nombre para las tres. Más aún,
no deberíamos olvidar que a las olas de secularización suelen
seguirles contra-movimientos masivos, revitalizaciones de la fe,
modernizaciones de doctrinas y de estructuras organizativas re-
ligiosas, e incluso en ocasiones regresos al tradicionalismo, que
dificultan la percepción de su carácter innovador.
Respecto a la primera oleada, es preciso que nos liberemos
del mito de una revolución francesa antirreligiosa. Hoy en día,
la literatura científica acepta incontrovertidamente que en la fase
temprana de la revolución francesa «ninguna reunión podía te-
ner lugar sin invocar al cielo, que a cualquier éxito debía seguir-
le un Te deum, y que cualquier emblema que se adoptase tenía
que ser bendecido».9 Aunque se hubiesen roto los lazos que hubo
entre «el trono y el altar», se establecieron otros nuevos entre el
altar y la revolución. Parece que la asistencia a los servicios reli-
giosos se incrementó durante los primeros años de la revolu-
ción. «El Festival de la Federación conmemorando el aniversa-
rio de la toma de la Bastilla se desarrollaba engalanado de cere-
monial religioso. Las festividades de la tradición católica y las
procesiones se siguieron celebrando con profusión al menos hasta
el verano de 1793, tanto en París como en las provincias. Más
aún, los esfuerzos que antes de esa fecha hicieron algunos radi-
cales para impedir las procesiones en París recibieron la rotun-
da oposición de la propia población».10

9. Marcel Reinhard, Paris pendant la Révolution, París, 1966, vol. 1, p. 196


(tomado de Hugh McLeod, Religion and the People of Western Europe 1789-
1989, Oxford, 1997, p. 1).
10. Timothy Tackett, «The French Revolution and religion to 1794», en
Stewart J. Brown y Timothy Tackett (eds.), Enlightenment, Reawakening and
Revolution 1660-1815, Cambridge, 2006 (The Cambridge History of Christiani-
ty, vol. VII), pp. 536-555; para la cita, p. 550.

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No intento aquí negar que la revolución francesa fuera «el
primer asalto contra el cristianismo en Europa apadrinado por
instancias estatales desde los días del bajo Imperio romano».
Intento señalar que lo que resultó crucial en la escalada del pro-
ceso revolucionario en dirección anticristiana fueron la econo-
mía y la política, y no el rol religioso de la Iglesia. Los primeros
pasos se orientaron hacia la «supresión total tanto de los diez-
mos como de los derechos señoriales controlados por la Igle-
sia», medidas ambas muy populares, y a ellas siguieron el inten-
to de nacionalizar la Iglesia para asegurar que el clero se mantu-
viera leal al Estado, la consiguiente segmentación entre la que
quedó como clerecía leal y la llamada refractaria, una hostilidad
cada vez mayor y a menudo mortal en tiempos de guerra (de
1792 en adelante) hacia esos refractarios, y un «ambiente casi
milenarista» en el que «determinadas posiciones antirreligiosas
y ateístas, que habían sido defendidas por un sector marginal de
los filósofos del dieciocho y por una reducida minoría de intelec-
tuales parisinos al principio de la revolución, adquirieron du-
rante un tiempo un seguimiento sustancialmente mayor».11 Una
de las trágicas consecuencias de esta escalada en espiral fue la
condena papal de la revolución y de sus principios, derechos
humanos incluidos, como sacrílegos, heréticos y cismáticos.
Alexis de Tocqueville, en su libro de 1856 sobre el antiguo régi-
men, tenía ya cosas inteligentes que decir que podrían haber
evitado el mito de la revolución antirreligiosa desde bien tem-
prano, pero no encajaban en la constelación político-religiosa
de la Francia de finales del XIX. Mi posición al respecto es, desde
luego, que esta escalada y esta polarización fueron altamente
contingentes. Lo que no quita para que sigan marcando la histo-
ria de Francia y la de algunos países que, por sus profundas afi-
nidades culturales y religiosas con Francia, se vieron arrastra-
dos a esta misma polarización —como España, Portugal y cier-
tas partes de Italia— con efectos que, por ejemplo en España,
pueden verse claramente incluso en nuestros días.
Del estudio de la historia de Prusia en el siglo XIX podemos
aprender que allí lo crucial no fue ningún tipo de debate sobre
elementos esenciales del catolicismo, sino la estrecha alianza
del poder político con un monopolio religioso. Si echamos un

11. Ibíd., p. 552.

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vistazo a la fallida revolución prusiana de 1848, podemos ver
que se da una historia de desacuerdo y alienación de los revo-
lucionarios liberales y demócratas con respecto a la Iglesia pro-
testante estatal, donde el administrador territorial era al mismo
tiempo obispo máximo12 —historia que se asemeja mucho al
decurso de los intelectuales franceses antes de la revolución.
En 1848, sin embargo, la urbanización y la industrialización
aceleradas desempeñaron ya un rol más importante, aunque de
nuevo no en el sentido de causa simple de secularización, sino
como un desafío; un desafío para las Iglesias provocado por desa-
rrollos sociales que eran nuevos, inesperados, a veces irrecono-
cibles, y ciertamente incontrolados. En sus magistrales estudios
sobre el estamento religioso en Berlín, Londres y Nueva York en
concreto, y sobre el papel de la religión en la historia de la indus-
trialización europea y norteamericana en general,13 Hugh
McLeod ha demostrado que este cambio tuvo en su nivel más
fundamental carácter logístico: cuando la gente se trasladó a las
ciudades que estaban en pleno crecimiento no podía llevar sus
templos consigo, y tomó su tiempo que las Iglesias se percataran
de cuán importante es la infraestructura para la vida religiosa.
En Berlín no se erigió ningún nuevo templo protestante entre las
últimas décadas del siglo XVIII y 1835 —pese al considerable au-
mento de población. La transformación completa de las estruc-
turas de la desigualdad social mostró, de modos nuevos y dife-
rentes, el carácter clasista que hasta entonces había tenido la
vida religiosa: los habitantes más pobres de las zonas urbanas
no se atrevían a ir a la iglesia porque no podían permitirse el lujo
de cumplir con los códigos de la vestimenta urbana burguesa.
La afinidad de los pastores protestantes con el creciente nacio-
nalismo de las fechas posteriores a la fundación del nuevo Reich
de 1871, así como su apoyo al colonialismo y al imperialismo
alemán, sumados a la hostilidad hacia el movimiento democrá-

12. El obispo máximo, supreme bishop en el original, es la cabeza de la


asamblea de obispos elegida por ellos y entre ellos para dirigirla en las religio-
nes protestantes. En la Iglesia católica española equivale mucho más al carác-
ter de presidente de la Conferencia episcopal, que al rango de cardenal prima-
do. [N. del T.]
13. Hugh McLeod, Piety and Poverty. Working-Class Religion in Berlin, Lon-
don and New York 1870-1914, Nueva York, Londres, 1996; Hugh McLeod,
Secularization in Western Europe, 1848-1914, Nueva York, 2000.

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tico sindical y social, espantaron de la Iglesia protestante a una
buena parte de la clase trabajadora masculina. Muchos de ellos
devinieron ardorosos creyentes en una utopía política secular
(«el socialismo») y en el progreso científico y tecnológico. Curio-
samente, las mujeres proletarias se mantuvieron apegadas a las
tradiciones religiosas, previniendo con frecuencia a maridos,
amantes o hijos para que no se sumaran a los esporádicos movi-
mientos de masas abandonando la feligresía, lo que podría lle-
var a minusvalorar la secularización que se dio a finales del XIX
en ciudades como Berlín.
Estos pequeños detalles, extraídos de Prusia, no bastan em-
pero para ofrecernos una imagen adecuada de la segunda olea-
da. Su intención era sólo la de mostrar cómo cambiaron las con-
diciones para la religión, que los diferentes ámbitos de tensión
(las cuestiones nacional, social o democrática, la dimensión de
género o las actitudes hacia la política o hacia otras religiones)
tienen que abordarse en conjunto, que es necesario mostrar cómo
interactuaron y mostrar cómo toda esa constelación tenía sus
raíces en las repercusiones de la primera oleada. Una recons-
trucción completa de este proceso de secularización real vol-
vería a demostrar la contingencia de la secularización. Otras va-
riantes, como el tremendo éxito de la Iglesia católica al mante-
ner la lealtad de la clase trabajadora, por ejemplo en el distrito
del Rhur y en la cuenca del Rhin, no pueden contemplarse como
excepciones a la regla de la secularización, sino como un triunfo
de la adaptación institucional a situaciones cambiantes. La deli-
mitación temporal varía mucho de un caso a otro, pero se pue-
den identificar patrones de desafío y respuesta en todos ellos.
La tercera oleada, a finales de los sesenta y principios de los
setenta del siglo XX, es de nuevo una oleada transnacional euro-
pea y es incluso más que un fenómeno puramente europeo. Los
movimientos estudiantiles de la época y otras transformaciones
políticas y culturales de ese período relacionadas con ellos, tu-
vieron con frecuencia orígenes cristianos en sus inicios. El líder
carismático del movimiento en la Alemania occidental, Rudi
Dutschke, por ejemplo, venía de una Alemania del Este en la que
el protestantismo tenía profundas raíces. De hecho, las asocia-
ciones protestantes de estudiantes fueron cruciales en la infraes-
tructura organizativa de los primeros movimientos estudianti-
les de Alemania. Y, de nuevo, pese a su carácter transnacional,

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las condiciones nacionales de este cambio varían considerable-
mente. En todo caso, lo que es común a la mayoría de los movi-
mientos europeos del momento, es que tuvieron enormes efec-
tos secularizadores. Provocaron lo que llamaría una «normali-
zación» de la secularización en todos los niveles sociales mucho
mayor que el de las oleadas precedentes. ¿Por qué? Porque si
bien es cierto que todas las dimensiones relevantes en el análisis
de las oleadas previas se mantienen como oportunas también
para responder sociológicamente a esta pregunta, en esta olea-
da aparece un aspecto adicional. Todo depende de si observa-
mos estos movimientos como parte de una «historia de restas»
—por emplear la terminología de Charles Taylor—, es decir, como
movimientos que intentan romper, destruir o desembarazarse
de viejas restricciones, o si en cambio los vemos como guiados
por nuevos valores, nuevos ideales y nuevas sacralizaciones.
Cuando surgieron estos movimientos en los sesenta, sociólogos
como Talcott Parsons y su discípulo, el joven Robert Bellah, los
consideraron como precursores de un nuevo tipo de religión,
incluso de una nueva religión; como avalistas de una «revolu-
ción expresiva» en y no contra la religión. Su orientación hacia
valores de autorrealización expresiva —un valor que había emer-
gido ya en el siglo XVIII y que ahora llega a ser un fenómeno de
masas— conectó con una nueva y antipuritana sacralización del
cuerpo, del erotismo y de la experiencia sexual como una forma
intensa de experiencia religiosa. Lo que en sí mismo suponía
otro mayúsculo desafío a las tradiciones religiosas, porque po-
día articularse de formas muy diferentes: religiosas, arreligio-
sas, antirreligiosas... El tipo de articulación que se eligiera iba a
depender de cómo reaccionara cada confesión a este nuevo desa-
fío. En cuanto a las modalidades de reacción religiosa, se dio un
interés novedoso por la recepción de tradiciones religiosas asiá-
ticas, a menudo acentuando lo erótico («el Tantra») o, en pala-
bras de Timothy Leary, como un regreso a un «antiguo y plácido
paganismo rudimentario» tras veinte siglos de imperio de «un
poder monolítico judeo-cristiano que había impuesto sobre la
sociedad occidental una represión culpable, sombría, inhibido-
ra, pecaminosa y de renuncia a la vida».14 Las comunidades reli-

14. Citado en Hugh McLeod, The Religious Crisis of the 1960s, Oxford, 2007,
p. 131. [El original es Timothy Leary, Your Brain is God, Ronin Publishing,
2001, p. 102. N. del T.]

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giosas tuvieron que reaccionar ante estos desafíos eligiendo en-
tre tener que readaptarse ahora a unos «valores expresivistas», o
reafirmarse en un autoentendimiento pre- o anti-expresivista.
Este aspecto es el que proporciona su intensidad específica, por
ejemplo, a los debates sobre la homosexualidad, en los que para
las confesiones cristianas acertar a reaccionar adecuadamente
se convirtió en una cuestión vital.
Sociológicamente, una manera potencialmente fructífera de
analizar la contingencia de los efectos de la secularización de
1968 es comparar Europa y Estados Unidos. Actualmente hay
dos interpretaciones muy diferentes compitiendo entre sí en este
punto. De un lado, desde el punto de vista del análisis de lo reli-
gioso, la de observar los movimientos americanos de los sesenta
como muy semejantes a los movimientos europeos. Las innega-
bles diferencias se darían, no tanto entre los movimientos, cuan-
to en su estatus, hegemónico o no, en sus respectivas culturas
nacionales. Así, la reacción extremadamente negativa de los
medios religiosos conservadores ante las transformaciones cul-
turales de los sesenta se ven como un factor decisivo en la expli-
cación de por qué no se ha secularizado mucho más Estados
Unidos en la segunda mitad del siglo XX. Y por el otro lado, está
la interpretación de considerar que los propios movimientos son
profundamente diferentes: mucho más politizados en Europa,
enarbolando la herencia del laicismo liberal y socialista, y mu-
cho más religiosamente innovadores y sensualistas en el lado
americano.15 Yo me siento más inclinado hacia esta segunda in-
terpretación, pero realmente no he llegado todavía al punto de
poder ofrecer una buena justificación. En general, podemos de-
cir que las consecuencias de la tercera oleada persisten con mu-
cha fuerza entre nosotros y que la revitalización actual del inte-
rés público por la religión en muchos países occidentales podría
ser el primer indicador de un fuerte reflujo de esta tercera oleada.
Permítanme ir acabando. El punto de partida de este texto era
la constatación de la creciente desafección con respecto a la idea
de que la modernización conduce de un modo más o menos auto-

15. Hugh McLeod, en su libro sobre los sesenta y en su producción en


general, tiende a minimizar las diferencias entre Europa y Estados Unidos. Se
trata de uno de los escasos aspectos en los que estoy en desacuerdo con él.
Creo que su visión de Europa está un poco sesgada por su especial atención a
Inglaterra y que eso le lleva a subestimar las divergencias europeo-americanas.

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mático a la secularización. La situación generada hace necesario
encontrar una explicación alternativa para la secularización. La
explicación alternativa sólo es posible si consideramos seriamen-
te las tres diferentes oleadas, con sus diferentes causas e interco-
nexiones. Hacerlo supone someter nuestro entendimiento de la
modernización a una revisión que no es precisamente de peque-
ño calado. No estoy arguyendo sólo a favor de una comprensión
de la modernidad y de la modernización que no utilice la predic-
ción del declive religioso e incluso la desaparición de la religión
como arma en las luchas ideológicas.16 Para mí el hecho de que la
secularización no pueda ser considerada como un mero subpro-
ceso del proceso de modernización provoca la necesidad de po-
ner en duda en su conjunto la idea de un proceso maestro deno-
minado modernización, que va acompañado de otros subproce-
sos como la democratización o la pacificación.17 Sostengo, en
cambio, que no existe tal proceso unitario de modernización que
lleve incrustados los otros subprocesos. Que más bien debería-
mos asumir que procesos como la secularización, la democratiza-
ción o la pacificación son relativamente independientes los unos
de los otros, lo que no implica en absoluto que tengamos que pen-
sar que no puedan estar causalmente relacionados. Por eso tene-
mos que examinar atentamente hasta qué punto están relaciona-
dos, cuáles son sus respectivas estructuras temporales, en qué
ámbitos entran en tensión y el problema mismo de integración
entre ellos. En este sentido, un estudio de las oleadas de seculari-
zación, sobre el que les he ofrecido un pequeño vistazo, sólo val-
dría como modelo para estudios similares sobre oleadas de de-
mocratización o de pacificación si somos capaces de desprender-
nos de la noción fetichista de «modernidad».18

16. Uno de los aspectos más relevantes de la revaluación de la Ilustración


que Reinhart Kosselleck hace en su obra Critique and Crisis (Cambridge [Mass.],
1988, versión castellana Crítica y crisis, Trotta, 2007), es el de ver el uso de las
predicciones como arma de las luchas ideológicas. Pero no está inmunizado
contra el peligro de utilizar la secularización como una tendencia general
indudable de la historia. Al respecto, mi artículo «Die Kontingenz der Säkula-
risierung. Überlegungen zum Problem der Säkularisierung im Werk Reinhart
Kosellecks», en Hans Joas y Peter Vogt, Begriffene Geschichte. Beiträge zum
Werk Reinhart Kosellecks, Frankfurt, 2011.
17. Sobre la «pacificación» y sus condiciones, véase Hans Joas y Wolfgang
Knöbl, Kriegsverdrängung, Frankfurt, 2008 (traducción inglesa en Princeton
University Press, exp. 2012).
18. Bernard Yack, The Fetishism of Modernities, Notre Dame [Ind.], 1997.

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Bibliografía

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TAYLOR, Charles, A Secular Age, Cambridge [Mass.], 2007.
YACK, Bernard, The Fetishism of Modernities, Notre Dame [Ind.], 1997.

200

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NOTA DE LOS EDITORES

Las páginas donde principalmente ha expuesto Hans Joas


su acercamiento a los problemas del cambio social se localizan
en sus dos obras teóricas fundamentales, donde hace notar que
el progresismo de la teoría hegemónica de la modernización evi-
dencia una ineptitud crónica para comprender y explicar los
cambios sociales en su contingencia. Dichas obras son Die Krea-
tivität des Handelns (Frankfurt, Suhrkamp, 1992) y Die Entste-
hung der Werte (Frankfurt, Suhrkamp, 1997). Esas cuestiones se
explicitan con pleno rigor sistemático en sus lecciones de socio-
logía escritas junto a su discípulo Wolfgang Knöbl: Social Theory,
Twenty Introductory Lectures, Cambridge, University Press, 2009
(Hans Joas y Wolfgang Knöbl, Sozialtheorie. Zwanzig einführen-
de Vorlesungen, Frankfurt, Suhrkamp, 2004). Está prevista la in-
mediata traducción de este libro en Akal. Su enfoque de la teoría
del cambio social lo aplica al estudio de los arcanos de la violen-
cia y de las experiencias de guerra en Guerra y modernidad: estu-
dios sobre la historia de la violencia en el siglo XX (Barcelona,
Paidós, 2005) [Kriege und Werte: Studien zur Gewaltgeschichte des
20 Jahrhunderts, Weilerswist, Velbrüch Wissenschaft, 2000]. Al-
gunos aspectos de esa perspectiva pueden estudiarse también
en castellano en Creatividad, acción y valores: hacia una teoría
sociológica de la contingencia (México, Universidad Autónoma
Metropolitana, 2002) que incluye: «La modernidad de la guerra:
la teoría de la modernización y el problema de la violencia», pp.
67-87; y en El pragmatismo y la teoría de la sociedad (Madrid,
Centro de Investigaciones Sociológicas, 1998) [Pragmatismus und
Gesellschaftstheorie, Frankfurt, Suhrkamp, 1992]. Puede consul-
tarse también «Moralidad en una época de contingencia», en J.
Monreal, C. Díaz y J. García Escudero (eds.), Viejas sociedades,
nueva sociología (Madrid, Centro de Investigaciones Sociológi-
cas, 2003, pp. 153-166).
Selección de la bibliografía de Hans Joas, relevante para esta
conferencia, por ser con la que ha ido cimentando la metodolo-
gía y las hipótesis empleadas:

(1992) La creatividad de la acción (traducción castellana de próxima


aparición en Centro de Investigaciones Sociológicas).
Ed. orig.: Die Kreativität des Handels, Suhrkamp, 1992.

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Trad. al inglés: The Creativity of Action (traducción de Jeremy Gaines y
Paul Keast), Cambridge, Polity Press, 1996.
Trad. al francés: La creativité de l’agir (prólogo de Alain Touraine; tra-
ducción de Pierre Rusch), Ed. du CERF, 1999.
(1994) «La modernidad de la guerra. La teoría de la modernización y el
problema de la violencia» (traducción de Celso Sánchez Capde-
quí). En Inguruak - Revista Vasca de Sociología y Ciencia Política
(2000) 28: 109-123; republicado en Creatividad, acción y valores.
Hacia una teoría sociológica de la contingencia, Universidad Autó-
noma Metropolitana (México), 2002, pp. 67-87, y en Josetxo Be-
riain (ed.), Modernidad y violencia colectiva, CIS/Academia, Madrid,
2004 (pp. 49-62). También en Guerra y modernidad. Estudios sobre
la historia de la violencia en el siglo XX, Paidós, Barcelona, 2005
[2000] (pp. 65-82) (traducción de Bernardo Moreno).
Ed. orig.: «Der Traum von der gewaltfreien Moderne», en Sinn und
Form 46 (1994) 2: 309-318.
(1997) La génesis de los valores (no existe todavía una traducción ni al
castellano ni al francés).
Ed. orig.: Die Entstehung der Werte, Suhrkamp, 1997.
Trad. al inglés: The Genesis of Values (traducción de Gregory Moore),
Univ. of Chicago Press, 2000.
(2000) Guerra y modernidad. Estudios sobre la historia de la violencia en
el siglo XX (traducción de Bernardo Moreno), Paidós, 2005.
Ed. orig.: Kriege und Werte: Studien zur Gewaltgeschichte des 20 Jahr-
hunderts, Velbrüch, 2000.
Trad. al inglés: War and modernity (traducción de Rodney Livingstone),
Polity Press and Blackwell, 2003.
(2001) «La emergencia de lo nuevo. La teoría de Mead y su potencial
contemporáneo» (traducción de Edda Webels), recogido en Creativi-
dad, acción y valores. Hacia una teoría sociológica de la contingencia,
Universidad Autónoma Metropolitana (México), 2002, pp. 107-133.

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MODERNIDADES LATINOAMERICANAS

Eliana Alemán Salcedo


Universidad Pública de Navarra

La presente propuesta parte de la idea planteada por Eisens-


tadt1 y Beriain2 acerca de la modernidad como un tipo de civili-
zación y sobre la existencia de «modernidades múltiples». Des-
de esta perspectiva se pretende explorar si los patrones cultura-
les e institucionales que se desarrollaron en Latinoamérica son
una forma de respuesta a los desafíos y posibilidades que ofrece
la civilización de la modernidad. Planteamientos como los de
Jorge Larraín sobre los «determinantes culturales» de los pro-
yectos de autonomía y control en América Latina ayudan a es-
clarecer las particularidades de la modernidad en esta región en
contraste, por ejemplo, con la modernidad eurocéntrica.
No obstante, a pesar del pasado común compartido entre los
países latinoamericanos (hago alusión aquí al que se configuró
a partir de 1492 con la conquista y colonización por parte del
Imperio español y que unificó a esta región imponiendo un mis-
mo sistema de administración y dominación colonial, el caste-
llano como idioma y la religión católica),3 sus procesos de mo-
dernización han ido por diferentes cauces y arrojado diversos
resultados, configurándose de este modo diferentes patrones de

1. S.N. Eisenstadt, «La dimensión civilizadora de la modernidad. La mo-


dernidad como una forma concreta de civilización», en J. Beriain y M. Agui-
luz (eds.), Las contradicciones culturales de la modernidad, Barcelona, Anthro-
pos, 2007, pp. 260-286.
2. J. Beriain, Modernidades en disputa, Barcelona, Anthropos, 2005.
3. Evidentemente excluyo aquí a los países colonizados por Portugal o por
Francia, aunque esta exclusión no es del todo apropiada puesto que la expre-
sión «Latinoamérica» precisamente recoge a todos los países de la región que
tienen en común lenguas romances.

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modernidad en cada uno de ellos. De ahí que las «modernidades
latinoamericanas» deban aludir más bien a los diferentes patro-
nes de modernidad desarrollados en cada uno de los países lati-
noamericanos, lo que a su vez cuestiona la unidad civilizacional
de América Latina.4
En esta línea, quizás resulte más apropiado tomar como re-
ferencia el planteamiento de Hans Joas sobre la modernización
como master progress según el cual procesos como la seculariza-
ción, la democratización o la pacificación son relativamente in-
dependientes unos de otros aunque relacionados en diversos gra-
dos (debiendo así atender a sus respectivas estructuras tempo-
rales, los campos de tensión y el problema de integración entre
ellos),5 para a partir de allí mostrar cómo se han dado estos pro-
cesos en cada país latinoamericano dando origen así a distintos
tipos de modernidades. Para ello, como sugiere el profesor José
Casanova, es necesario realizar estudios comparativos de proce-
sos concretos entre países latinoamericanos, lo cual desafortu-
nadamente excede las posibilidades de este artículo, de modo
que aquí me limitaré a indicar algunas «ideas fuerza» sobre las
modernidades en Latinoamérica, sin que ello implique la afir-
mación de una unidad civilizacional latinoamericana.
Una vez hecha esta salvedad, tomaré como punto de partida
las características propias del programa cultural y político de la
modernidad, sus antinomias y contradicciones, las que hacen
posible que «la civilización moderna» se desarrolle en muchas
civilizaciones en sus propios términos. Según Eisenstadt6 esas
contradicciones están relacionadas con: la emergencia de diver-
sas visiones sobre cómo debe ser construido un orden social,
ontológico y político que ya no se da por hecho; la conciencia de
la existencia de esa pluralidad de visiones; y las tensiones que se
generan entre quienes legitiman tal pluralidad y quienes apues-

4. Agradezco esta reflexión al profesor José Casanova con quien tuve la


oportunidad de intercambiar impresiones acerca del tema durante el semina-
rio del grupo de investigación del Proyecto «The Sacred, the Secular and the
Postsecular in the Culture and Civilizations» (financiado por el Ministerio de
Educación y Ciencia de España) celebrado en Pamplona los días 14-15 de
octubre de 2010.
5. Tomado del documento de Hans Joas, Waves of Secularization, Gothen-
burg, julio de 2010.
6. Eisenstadt, op. cit.

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tan por ideologías totalizadoras. Estas tensiones y contradiccio-
nes también producirán transformaciones en el proceso político
moderno, que van desde la creciente politización de las exigen-
cias de los distintos sectores de la sociedad y los conflictos entre
ellos, hasta la constante lucha por la definición de lo político y la
reestructuración permanente de las relaciones entre centro y
periferia. Al respecto, uno de los rasgos de la modernidad seña-
lados por este autor es que a la formación de centros de poder e
instituciones, se oponían movimientos sociales y de protesta, los
cuales se apropiaban del proyecto moderno en sus propios tér-
minos, convirtiéndose en un componente habitual del proceso
político. De ahí que no sólo las élites sean las portadoras del
proyecto moderno, sino que también otros grupos participen en
la definición del mismo.
Respecto a este último aspecto, cabe indicar que en América
Latina también se han dado situaciones similares en el sentido
de que la apropiación del proyecto moderno no ha estado exenta
de tensiones entre los centros de formación de poder y otros
grupos; esto se puede apreciar en los procesos de surgimiento de
los Estados en Latinoamérica.7 Para el caso que me ocupa en
este artículo recurriré a los debates latinoamericanos sobre la
modernidad puesto que a través de ellos se puede apreciar el
contraste entre la forma en que las élites en diferentes momen-
tos han asumido el proyecto de modernidad y cómo lo han he-
cho otros grupos, especialmente los intelectuales y los científi-
cos sociales. Y aunque no sean coetáneos los discursos sobre la
modernidad de las élites y los intelectuales que se refieren a ellos,
sí desvela la angustia por encontrar las causas por las cuales el
proyecto latinoamericano moderno es de una manera y no de
otra, lo que su vez está relacionado con la pregunta por la iden-
tidad y la posibilidad de «ser modernos». Quizás entonces una

7. A modo de ejemplo, en Colombia entre 1810 y 1902 estas tensiones se


«resolvieron» de forma violenta. En este período se produjeron ocho guerras
civiles a causas de diferencias políticas (organización del Estado), ideológico-
religiosas (relación con la Iglesia católica) o por injusticias sociales. Además
hubo innumerables revueltas en el interior de las regiones. Para un análisis
comparativo sobre el surgimiento de diferentes Estados latinoamericanos,
particularmente de Uruguay, Argentina y Colombia (y, en menor medida, Ve-
nezuela y Paraguay) véase: Fernando López-Alves, State formation and demo-
cracy in America Latina 1810-1900, EE.UU., Duke University Press, 2000.

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de las características de las modernidades latinoamericanas du-
rante gran parte del siglo XX haya sido la autorreflexión perma-
nente sobre la relación entre identidad y modernidad. Estos de-
bates no son sólo teóricos sino que han mediado también los
programas políticos y culturales de movimientos sociales y polí-
ticos en momentos determinados, ya sea reclamando ser «real-
mente» modernos o reivindicando la propia identidad y los mo-
delos «propios», entendidos en oposición a lo extranjero (europeo
o norteamericano).
No obstante, estos debates cambian como también lo hace el
contexto. Desde la década de los ochenta, debido en parte a la
importancia concedida a la globalización, los estudios culturales
latinoamericanos sobre la modernidad se hacen a partir de otros
parámetros. Se reivindican las particularidades propias de la mo-
dernidad latinoamericana, ya no en oposición a lo europeo, sino
reconociendo su hibridación8 o sus propios patrones configura-
dos por ciertos «determinantes culturales».9 Más aún, como afir-
man Hermann Herlinghaus y Mabel Moraña, «la discusión en
torno a la modernidad en América Latina ofrece hoy un cuadro
singularmente heterogéneo»10 donde se presta más atención a las
«experiencias de discontinuidad histórica, la falta de unidad cul-
tural, las lagunas éticas de la política»11 pero a partir de unos re-
cursos y estrategias propios, que les lleva a formular la idea de
una modernidad periférica de rasgos diferenciales que revela múlti-
ples descentramientos de los «discursos modelo».12
En este orden de ideas, mi propósito en este trabajo es mos-
trar algunos rasgos de las modernidades latinoamericanas a partir

8. N. García Canclini, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la


modernidad, México, Grijalbo, 1990.
9. J. Larraín, ¿América Latina moderna? Globalización e identidad, Santia-
go de Chile, LOM, 2005.
10. H. Herlinghaus y M. Moraña (eds.), Fronteras de la modernidad en Amé-
rica Latina (Tercera Conferencia Internacional de Estudios Culturales Lati-
noamericanos, Pittsburgh, marzo de 2002) IILI, Serie Tres Ríos, 2003, p. 11.
11. Ibíd., pp. 13-14.
12. En esta línea se ubican los estudios culturales y de humanidades que
metafóricamente se sitúan en las fronteras y márgenes y que reivindican (como
efectivamente hacen) descentrar los discursos dominantes, afirmando la «des-
colonización del saber», esto es, su «soberanía epistemológica». Para una pre-
sentación extensa de esta perspectiva y su aplicación en casos concretos, véa-
se el libro: Hermann Herlinghaus y Mabel Moraña, op. cit.

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de la reflexión que se hace desde la región puesto que, al enfati-
zar lo que nos diferencia de Europa o lo que tenemos de propio,
se pueden apreciar algunas «ideas fuerza» de las modernidades
latinoamericanas. En esa dirección comenzaré por citar aque-
llas posturas que pretenden caracterizar la modernidad latinoa-
mericana a partir de los parámetros de la modernidad europea y
los que prefieren hablar de «historia mundial». Posteriormente
me referiré a los procesos de construcción de identidad en Amé-
rica Latina y su relación ambivalente con el proyecto de moder-
nidad concebido como algo ajeno, pero que también suponía ser
a la vez lo mismo y lo diferente. En este punto señalaré breve-
mente cómo aparece el elemento religioso católico como central
para la identidad. Finalmente, haré referencia a dos autores ya
mencionados, Néstor García Canclini y Jorge Larraín, quienes
caracterizan la modernidad latinoamericana a partir de sus pro-
pias particularidades. El primero, desde la idea de la «hibrida-
ción cultural» y la coexistencia de temporalidades y el segundo,
a partir de la trayectoria de la modernidad en la región. Queda
pendiente la tarea de recoger otras perspectivas latinoamerica-
nas que indagan desde la frontera y los márgenes sobre las for-
mas particulares de modernidad en los países latinoamericanos.

1. La referencia a la modernidad europea

1.1. Latinoamérica como «lo Otro» de Europa: lo no-moderno

Resulta inviable hacer una descripción de la modernidad lati-


noamericana sin hacer referencia al debate sobre lo que los mis-
mos latinoamericanos entienden como tal y el lugar que le dan a
Europa en la definición de Modernidad. Esto no es casual si se
tiene en cuenta que autores como Jorge Larrain, afirman que:

El tema de la modernidad en América Latina está lleno de para-


dojas históricas. Latinoamérica fue «descubierta» y colonizada
al principio de la modernidad europea y se convirtió así en el
«otro» de la identidad de la Europa moderna. Pero Latinoaméri-
ca fue deliberadamente guardada aparte de los principales pro-
cesos de modernidad por el poder colonial [...] Por lo tanto, po-
dría ser dicho que América Latina nació en tiempos modernos
sin que se le permitiera llegar a ser moderna; cuando podría lle-

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gar a ser moderna, se convirtió tan solamente en el reino del
discurso programático; y cuando comenzó a ser moderna en la
práctica, después de las dudas, se planteó si esto conspiró contra
su identidad.13

Como se observa, ser moderno, participar del proyecto mo-


derno, era posible porque precisamente en el momento en que
éste emergía, Europa llega a Latinoamérica para «descubrirla»,
conquistarla y colonizarla, de modo que todo lo que implicaba
el proyecto moderno podría haberse realizado en ese proceso de
conquista y colonización. No obstante, como señala este autor,
Latinoamérica se convirtió en el «otro» de la identidad europea
moderna. Siendo así, Latinoamérica podría definirse por lo que
no era: lo no-moderno.
Los procesos de independencia marcarían un punto de in-
flexión puesto que representaban la posibilidad de «llegar a ser
modernos» (de construir una identidad moderna), de realizar
ese proyecto que Europa les había negado. Paradójicamente
«emanciparse» de Europa —o más bien, de España— significa-
ba en la práctica tener la posibilidad de imitar y apropiarse de la
modernidad europea negada. Sin embargo, esta pretensión no
necesariamente constituye una paradoja porque hay quienes
consideran que la España conquistadora no era portadora de
modernidad. Al respecto resulta ilustrativa la idea plasmada por
Octavio Paz en Los hijos del limo:14

Nuestra Revolución de Independencia fue la revolución que no


tuvieron los españoles —la revolución que intentaron realizar va-
rias veces en el siglo XIX y que fracasó una y otra vez. La nuestra
fue un movimiento inspirado en los dos grandes arquetipos políti-
cos de la modernidad: la Revolución francesa y la Revolución de
Estados Unidos. Incluso puede decirse que en esa época hubo tres
grandes revoluciones con ideologías análogas: la de los franceses,
la de los norteamericanos y la de los hispanoamericanos...15

13. J. Larraín, Identity and Modernity in Latin America, EE.UU., Blackwell


Publishers, 2000, p. 4. Traducción propia.
14. Citado en L.C. Dávila, Formación y bases de la modernidad en Hispano-
américa, Caracas, Universidad de los Andes, 2002, p. XIII.
15. Ibíd., p. 122.

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La cita de Paz muestra lo que —según él—, pueden ser algu-
nos de los elementos definitorios del proyecto moderno, siendo
la idea de la «revolución» (la ruptura con el pasado) un aspecto
central. Si tenemos en cuenta que en España no prosperó ningu-
na revolución al estilo de Francia o Estados Unidos, parece fácil
deducir que España no era portadora de la modernidad. En cam-
bio, el sólo hecho de que las élites criollas latinoamericanas en
sus proclamas y declaraciones durante los procesos de indepen-
dencia apelasen constantemente a la «revolución», nos revela la
intención de abrazar ese proyecto.
Sin embargo, también se puede discutir si el propio proceso
expansivo de conquista y colonización española, más que la nega-
ción del proyecto moderno europeo, era parte de su realización.
La cuestión de fondo entonces seguiría siendo qué entendemos
por modernidad y el lugar de Latinoamérica en ese proceso.

1.2. Modernidad eurocéntrica «versus» modernidad


como Historia mundial

Autores latinoamericanos como Enrique Dussel cuestionan


la «opinión hegemónica en cuanto a la interpretación de la Eu-
ropa Moderna (a la “modernidad”)»16 y proponen discutir en tor-
no a dos conceptos de modernidad. El primer concepto sería
según Dussel el «eurocéntrico, provincial, regional» desde el cual
la modernidad sería definida como «emancipación, una “salida”
de la inmadurez por un esfuerzo de la razón como proceso críti-
co, que abre a la humanidad a un nuevo desarrollo del ser hu-
mano. Este proceso se cumpliría en Europa, esencialmente en el
siglo XVIII».17 Según Dussel se trata de una visión «eurocéntrica»
porque «indica como punto de partida de la “modernidad” fenó-
menos intra-europeos, y el desarrollo posterior no necesita más
que Europa para explicar el proceso [...]».18

16. Enrique Dussel, «Europa, Modernidad y Eurocentrismo», en Lander


(comp.), La colonialidad del saber, Buenos Aires, CLACSO (original publicado
en 2000), 2005 (pp. 41-53), p. 45.
17. Ibíd.
18. Ibíd., p. 46. Los fenómenos intra-europeos que cita Dussel se ubica-
rían en «una secuencia espacio-temporal: casi siempre se acepta también el
Renacimiento italiano, la Reforma y la Ilustración alemana y la Revolución

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En contra, Dussel propone una segunda visión de la «moder-
nidad». La que tendría «un sentido mundial, y consistiría en de-
finir como determinación fundamental del mundo moderno el
hecho de ser (sus Estados, ejércitos, economía, filosofía, etc.)
“centro” de la Historia mundial. Es decir, nunca hubo empírica-
mente Historia Mundial hasta 1492 (como fecha de iniciación
del despliegue del “Sistema-mundo”)».19 Desde esta segunda vi-
sión, según Dussel, España sería la primera nación «moderna»20
que abre la primera etapa «moderna», la del mercantilismo
mundial. La determinación fundamental de la modernidad se-
ría entonces la «centralidad» de la Europa latina en la Historia
mundial.21 De acuerdo con Dussel:

Las demás determinaciones se van dando en torno a ella (la sub-


jetividad constituyente, la propiedad privada, la libertad de con-
trato, etc.). El siglo XVII (p. ej. Descartes, etc.) son ya el fruto de
un siglo y medio de «Modernidad»: son efecto y no punto de
partida [...]. La segunda etapa de la «Modernidad», la de la revo-
lución industrial del siglo XVIII y de la Ilustración, profundizan y
amplían el horizonte ya comenzado a finales del siglo XV.22

Tomando la segunda visión de la modernidad propuesta por


Dussel, la cuestión no era que España (o Portugal) no fuesen
portadoras de la modernidad, sino que más bien habría que pre-
guntarse cómo operó desde el siglo XVI la racionalidad moderna
en la América descubierta y colonizada. En ese sentido, Dussel
se refiere al despliegue de posibilidades que se abrieron a la
modernidad de Europa a partir de su centralidad en la Historia
Mundial y su constitución de todas las otras culturas como su
«periferia». En otras palabras, habría que indagar sobre lo que
significó en la práctica para «los otros» (en este caso, los habi-

francesa. En un diálogo con Ricoeur, éste nos proponía además el Parla-


mento inglés. Es decir: Italia (s. XV), Alemania (ss. XVI-XVIII), Francia (s.
XVIII), Inglaterra (s. XVII)» (ibíd.).
19. Ibíd.
20. «Con un Estado que unifica la península, con la Inquisición que crea
de arriba-abajo el consenso nacional, con un poder militar nacional al con-
quistar Granada, con la edición de la Gramática castellana de Nebrija en 1492,
con la Iglesia dominada por el Estado gracias al cardenal Cisneros, etc.» (ibíd.).
21. Ibíd.
22. Ibíd., pp. 46-47.

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tantes de Latinoamérica) el que la cultura europea pretendiese
identificarse con la «universalidad-mundialidad».23
Teniendo en cuenta lo anterior, si las colonias latinoameri-
canas aparecían como «lo otro» de la modernidad —su alteri-
dad—, los procesos de independencia y la construcción de los
Estados naciones latinoamericanos no podían constituir sino
procesos ambiguos a partir de los cuales se quería abrazar aque-
llo que les había sido negado. Siendo así, la cuestión era mucho
más compleja que si los próceres criollos desaprovecharon o no
la independencia para «realizar» el proyecto moderno.

1.3. Ambigüedad y formación de la «doble conciencia»

Quizás por la complejidad que suponía asumir la moderni-


dad desde la periferia europea, las referencias a la modernidad
en América Latina no están exentas de paradojas. Continuando
con la cita de Jorge Larraín antes expuesta, se puede apreciar
que tales paradojas también están presentes en el proceso de
independencia, punto de inflexión a partir del cual muchos es-
peraban que, por fin, se «entrara en» la modernidad, como si
fuese sólo una cuestión de elección. Veamos:

Con el proceso de independencia de España, entusiastamente


América Latina abrazó las ideas de la Ilustración, pero más en su
forma, más en su horizonte cultural y discursivo, que en sus prác-
ticas institucionales, políticas y económicas, donde por un largo
período de tiempo y exceptuando algunas estructuras fueron guar-
dadas las tradicionales.24

23. Ibíd., p. 48. Aníbal Quijano señala la importancia de la constitución de


América y la del capitalismo colonial/moderno y eurocentrado en un nuevo
patrón de poder mundial. Según este autor ese patrón de poder se materiali-
zó, entre otras cosas, en su poder de clasificación social de la población mun-
dial sobre la idea de raza. La «colonialidad del poder» a la que él se refiere
indaga precisamente en cómo la idea de raza otorgó legitimidad a las relacio-
nes de dominación impuestas por la conquista. A. Quijano (2005, 2.ª reimp.),
«Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina», en Lander (ed.),
La colonialidad del saber, op. cit., (pp. 201-246): 201, 203.
24. Larraín, op. cit., p. 4. Traducción propia.

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Evidentemente, afirmaciones como ésta muestran que hay
quienes esperaban que con los movimientos independentistas
primero, y con los gobiernos republicanos después, se abraza-
ran las ideas de la modernidad (en concreto, de la «segunda»
modernidad). La no «realización» de este proyecto generó en no
pocos literatos, científicos sociales y políticos, lo que Luis Ricar-
do Dávila denomina «angustia existencial»: la angustia de no ser
«del todo» modernos.25
Ante tal angustia aparecen todo tipo de explicaciones que
intentan dar cuenta de por qué no fue posible una «genuina»
realización de la modernidad eurocéntrica en América Latina.
Éstas van desde las que ponen el énfasis en las meras intencio-
nes estratégicas de las élites criollas de realizar el proyecto mo-
derno, hasta las que atribuyen la persistencia de «lo tradicional»
(englobando en éste término aspectos tan disímiles como la he-
rencia española, las culturas indígenas o afrodescendiente) como
gran obstáculo para la modernidad Latinoamericana.
No obstante, también podríamos preguntarnos si acaso era
posible «ser del todo modernos» desde la perspectiva de quienes
entienden la modernidad como un concepto exclusivamente
occidental-europeo.26 Más aún si tenemos en cuenta que la colo-
nialidad del poder ejercida por Europa era parte constitutiva de
la modernidad que pretendía «imitar».27 Quizás resulte aquí útil
la idea de «doble conciencia» propuesta por Du Bois en The Souls
of Black Folk:

A principios del siglo XX, el sociólogo e intelectual negro W.E.B.


Du Bois introdujo el concepto de «doble conciencia» que captu-
ra el dilema de subjetividades formadas en la diferencia colonial,
experiencias de quien vivió y vive la modernidad desde la colo-
nialidad. Extraña sensación en esta América, dice Du Bois (1904),
para quien no tiene una verdadera autoconciencia sino que esa

25. L.C. Dávila, Formación y bases..., op. cit.


26. Cabe retomar la cita de Octavio Paz (en Los hijos del limo, 1974) que
hace Luis Ricardo Dávila sobre el significado de la modernidad: «es un con-
cepto exclusivamente occidental y que no aparece en ninguna otra civiliza-
ción» (Formación y bases..., op. cit., p. XIII).
27. W. Mignolo, «La colonialidad a lo largo y a lo ancho: el hemisferio
occidental en el horizonte colonial de la modernidad», en Lander (ed.), La
colonialidad del saber, op. cit., pp. 55-85.

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conciencia tiene que formarse y definirse con relación al «otro
mundo». Esto es, la conciencia vivida desde la diferencia colo-
nial es doble porque es subalterna.28

Mignolo explora la idea de la «doble conciencia», contrastan-


do la experiencia de la formación de la conciencia criolla negra
(especialmente haitiana) con la conciencia criolla blanca (sajona
o ibérica) y, a partir de ahí, observa cómo se conjuga el deseo
ambivalente de estos últimos respecto a dejar de ser parte de Eu-
ropa a la vez que abrazaban la «europeidad». Según este autor, la
idea de «hemisferio occidental» y la construcción del imaginario
de «nuestra América» serán claves en la forma en que los criollos
blancos se perciben a sí mismos, su lugar de pertenencia e identi-
dad e incluso en el propio hecho de no reconocer su «doble con-
ciencia» como tal (o al menos en los términos descritos por Du
Bois), puesto que en la conceptualización del hemisferio occiden-
tal integraron a América en Occidente. Esto es fundamental si se
entiende que mientras para los criollos negros la «doble concien-
cia» se define en términos raciales, para los criollos blancos se
define más bien en términos geopolíticos y con relación a Europa.
Veamos lo que indica Mignolo al respecto:

La idea de «hemisferio occidental» (que sólo aparece menciona-


da como tal en la cartografía a partir de finales del siglo XVIII),
establece ya una posición ambigua. América es la diferencia, pero
al mismo tiempo es la mismidad. Es otro hemisferio, pero es
occidental. Es distinto de Europa (que por cierto no es el Orien-
te), pero está ligado a ella. Es distinto, sin embargo, a África y
Asia, continentes y culturas que no forman parte de la definición
de hemisferio occidental.29

Si bien la idea de «hemisferio occidental» —según Migno-


lo— no fue entendida por todos de la misma manera,30 parece

28. Ibíd., pp. 63-64.


29. Ibíd., p. 65.
30. «Mientras Bolívar hablaba del “hemisferio de Colón”, Jefferson habla-
ba del hemisferio que “América tiene para sí misma”. Eran, en realidad, dos
Américas en las que pensaban Jefferson y Bolívar. Y lo eran también geográfi-
camente. La América ibérica se extendía hasta lo que es hoy California y Co-
lorado, mientras que la América sajona no iba más allá, hacia el oeste, que
Pensilvania, Washington y Atlanta. [...] Donde ambos se encontraban era en

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claro que el surgimiento de la conciencia criolla blanca (anglo e
hispana) está ligada a la idea del «hemisferio occidental», hecho
que no fue así para la conciencia criolla negra. Así, mientras
para la conciencia criolla blanca la referencia era a la «civiliza-
ción occidental» heredada de los colonizadores y emigrados, para
la conciencia criolla negra su referencia era la esclavitud. En
este sentido Mignolo afirma que la conciencia criolla blanca en
su relación con Europa se formó como conciencia geo-política
mientras que «como conciencia racial, se forjó internamente en
la diferencia con la población afro-americana y amerindia. La
diferencia colonial se transformó y se reprodujo en el período
nacional y es esta transformación la que recibió el nombre de
“colonialismo interno”».31 La doble conciencia de la conciencia
criolla blanca se manifestaba así con relación a Europa (en tér-
minos geo-políticos), puesto que a la vez que se querían separar
de Europa, se sentían en el fondo «europeos en las márgenes»,
mientras que esa doble conciencia no se manifestaba con el com-
ponente amerindio o afro-americano, dado que ser criollo, ame-
rindio o afro-americano no era un problema a resolver.32 De he-
cho, para la construcción de los Estados-nación, lo que prevale-
ció en las élites criollas fue la idea de la «homogeneidad» en
detrimento de la celebración de la heterogeneidad o del mestizaje.
Así, los procesos de independencia y la emergencia de nue-
vos Estados-nación trajo consigo un «colonialismo interno», que
no sólo reforzó la situación de «subalternidad» de «otros» gru-
pos, sino que también introdujo en la práctica la tensión entre la
persistencia de las instituciones coloniales, los procesos de cons-
trucción de la identidad colectiva y la apropiación del propio
proyecto moderno.

la manera en que se referían a las respectivas metrópolis, España e Inglaterra.


Al referirse a la conquista, Bolívar subrayaba las “barbaridades de los españo-
les” como barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas,
porque parecen superiores a la perversidad humana (1815: 17). Jefferson se
refería a los ingleses como exterminadores de los americanos nativos [...] A
pesar de que las referencias eran cruzadas, había esto en común entre Jeffer-
son y Bolívar: la idea del hemisferio occidental está ligada al surgimiento de la
conciencia criolla, anglo e hispana» (Mignolo, loc. cit., pp. 66, 68).
31. Ibíd., p. 68.
32. Ibíd., p. 70.

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2. Identidad y modernidad en Latinoamérica

Eisenstadt señala que el programa cultural de la moderni-


dad supone un modo muy particular de definición de los límites
colectivos y de las identidades colectivas en el que la auto-per-
cepción de la sociedad como «moderna» (esto es, abanderada de
cierto programa cultural y político) es un componente funda-
mental de la construcción de nuevas identidades colectivas.33 En
cierto modo esta situación también se presentó con algunas par-
ticularidades en Latinoamérica a propósito de los procesos de
independencia de comienzos del siglo XIX. Al respecto, M.ª Tere-
sa Uribe hace notar que gracias a las guerras de independencia
fue posible la irrupción de las figuras de la modernidad (la Na-
ción, la República, el Ciudadano) en sociedades tradicionales o
de antiguo régimen como las de América hispánica, puesto que
aquéllas fueron las que posibilitaron la constitución de Estados
propios y distintos, de Repúblicas regidas por leyes abstractas y
generales y de una Nación formada por individuos libres e igua-
les destinados a la acción pública.34 El lenguaje político de la
modernidad sirvió así a los deseos de las élites criollas de «ima-
ginar la nación», de crear Estados a los que les correspondieran
unas identidades nacionales coincidentes con las nuevas fronte-
ras político-territoriales. Según Uribe, el lenguaje político que
guió esa gran tarea fue el del republicanismo, no sólo por los
ecos que venían de la otra orilla del Atlántico, sino porque eso
eximía a los intelectuales granadinos (algo extensible a otros de
la región) de ocuparse de los problemas que suponían las identi-
dades pre-existentes, más aún en los contextos de multicultura-
lidad y multietnicidad de las nuevas entidades políticas. Así, el
discurso de la ciudadanía otorgaba cierta legitimidad pero no
resolvía la cuestión de la identidad de los sujetos de derechos,
frente a lo cual, según Uribe, algunos intelectuales y militares
buscaron alternativas con la intención de llenar ese vacío narra-
tivo frente a las identidades pre-existentes.

33. Eisenstadt, op. cit., p. 265-266.


34. Cf. M.ª Teresa Uribe, «Las palabras de la guerra: el mapa retórico de la
construcción nacional, Colombia, siglo XIX», Araucaria, Revista Iberoame-
ricana de Filosofía, Política y Humanidades, año 5, n.º 9, 2003: http://
institucional.us.es/araucaria/nro9/monogr9_3.htm (citado el 18/05/2010).

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En esta misma dirección apunta Luis Ricardo Dávila cuando
muestra los vínculos entre la construcción de una «identidad co-
lectiva americana» con el «lenguaje típico de la modernidad ame-
ricana independentista» y su reclamo emancipador. En las pro-
clamas y declaraciones de los criollos independentistas era fre-
cuente la apelación a la revolución, a la independencia (de España)
y a la libertad. A partir de estos discursos se construía una con-
ciencia de destino común de los americanos entre pardos, negros
y mestizos a los que les igualaba en su condición de «ciudada-
nos». No obstante, de acuerdo con este autor, detrás de esta retó-
rica lo que se advierte es la intención estratégica de motivar la
participación de todos los habitantes del territorio en las futuras
contiendas armadas, porque en la práctica se mantuvo un siste-
ma colonial basado en la discriminación.35
Siendo así, cabe preguntarse por la paradoja que suponía la
pretensión de construir identidades colectivas dentro del pro-
grama cultural moderno, a la vez que se mantenían las institu-
ciones coloniales. Como indiqué más arriba, para algunos esta
paradoja era resultado de que la apropiación del proyecto mo-
derno fue más retórico que real. Incluso hay quienes interpretan
que la persistencia de lo «tradicional» (vinculado a la idea de
«identidad») fue lo que impidió la realización del proyecto mo-
derno. Por supuesto, una afirmación como ésta resulta proble-
mática porque lo «tradicional» en el contexto latinoamericano
alude a diversas herencias: indígena, afro e ibérico-católica. A
pesar de esta heterogeneidad, parece claro que lo «tradicional»
es lo no-europeo y, por tanto, supondría lo opuesto a la moderni-
dad, en la medida en que ésta es percibida como un fenómeno
eminentemente europeo. Por otra parte, ante el desencanto de
los procesos «modernizadores» hay quienes reivindican el papel
de «lo tradicional» y lo oponen como una alternativa legítima a
la modernidad. En este sentido Jorge Larraín indica que la mo-
dernidad ha sido percibida como algo ajeno a América Latina y
de ahí que haya quienes creen que aquélla sólo podía existir en
conflicto con la verdadera identidad latinoamericana; siendo así,
para resolver este conflicto sería necesario decantarse por la una
o por la otra. Según el autor: «desde principios del siglo XIX la
modernidad se ha presentado en América Latina como una op-

35. Dávila, op. cit., pp. 37-38.

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ción alternativa a la identidad tanto por aquellos que sospechan
de la modernidad ilustrada como por aquellos que la quieren a
toda costa».36 Frente a esta supuesta polaridad entre identidad y
modernidad en Latinoamérica, Larraín afirma que los procesos
de construcción de la identidad y de modernización están estre-
chamente vinculados; de hecho, de acuerdo con este autor, en
Latinoamérica se ha ido construyendo la identidad cultural a la
vez que se modernizaba.37
Para demostrar la relación entre identidad y modernidad en
Latinoamérica y cómo fue construida la primera, Larraín explo-
ra la producción cultural durante lo que llama cuatro momen-
tos o períodos de crisis donde la cuestión de la identidad adqui-
rió mayor importancia (emergieron con mayor fuerza las teo-
rías sobre la identidad en Latinoamérica), los cuales estarían
—según él— relacionados con sendas etapas del proceso de mo-
dernización en América Latina caracterizados también por ser
períodos de crisis o estancamiento. Cabe señalar, al igual que el
autor, que aunque se hable de «identidad latinoamericana», en
la medida en que se pueden apreciar unos rasgos comunes, no
se puede pasar por alto la enorme heterogeneidad cultural lati-
noamericana que distingue unas naciones de otras y el interior
de ellas mismas.
En algunos textos Larraín se refiere a cuatro fases del proce-
so de modernización en América Latina38 y, en otros, a seis39 para
incluir la época colonial y enfatizar el período neoliberal y poder
referir los cuatro momentos críticos para la identidad Latinoa-
mericana. En este sentido apunta a: 1) de 1492 a 1810: el Estado
colonial en el cual la modernidad fue mantenida afuera y en el
que los indígenas y españoles elevarían la primera pregunta acer-
ca de la identidad; 2) siglo XIX: «oligárquica» o restringida en el
que las preguntas sobre la identidad emergieron con las crisis de
independencia y la construcción de Estados nacionales; 3) pri-
mera mitad del siglo XX: de alguna manera refleja la primera

36. J. Larraín, «Modernidad e Identidad en América Latina», Revista Uni-


versum, año 12, 1997: http://universum.utalca.cl/contenido/index-97/
larrain.html#dato (citado el 19/03/2010).
37. J. Larraín, Identity and Modernity in Latin America, EE.UU., Blackwell
Publishers, 2000, p. 7.
38. Larraín, «Modernidad e identidad...», loc. cit.
39. Larraín, Identity..., 2000, op. cit.

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crisis de la modernidad europea, sólo que en América Latina
con consecuencias específicas; el período entre 1914 y 1930 fue
una etapa de cambios políticos y económicos importantes acom-
pañados de nuevas formas de conciencia social (movilización
de clases medias y trabajadoras) y de búsqueda identitaria; 4) de
1950 a 1970 o de posguerra: consolidación de democracias de
participación más amplia, así como los procesos de moderniza-
ción de la base socioeconómica; 5) de 1970 a 1990: dictaduras,
crecimiento económico negativo e incremento de la deuda ex-
terna; se produce una crisis de identidad bastante profunda con
dudas de si el camino de la modernidad había sido errado. En
este contexto en los ochenta surgen: «neo-indigenismos, con-
cepciones religiosas de la identidad latinoamericana e incluso
formas de posmodernismo, todos los cuales son profundamente
críticos de la modernidad». A pesar de ello, Larraín observa que
se impone la idea de seguir avanzando por la senda de la moder-
nidad, ahora influida con el sesgo del neoliberalismo;40 6) de 1990
en adelante: modernización neoliberal y expansión económica.
Como se observa, las preguntas sobre la identidad latinoa-
mericana surgidas en los diferentes períodos de crisis del proce-
so de modernización socioeconómica interrogan sobre las posi-
bilidades de éxito o viabilidad en América Latina de un proyec-
to, el moderno, que es percibido como «ajeno». En otras palabras,
las preguntas sobre la identidad representan el cuestionamiento
a un modelo de desarrollo importado (de Estados Unidos y de
Europa) al cual se debería oponer uno propio, pensado desde lo
que «son» los latinoamericanos.
Por supuesto, cabe señalar que no hay una concepción única
acerca de la identidad latinoamericana, de modo que no todos las
visiones que oponen identidad y modernidad cuestionan esta últi-
ma en el mismo sentido. Por ejemplo, nada tiene que ver una idea
de la identidad que reivindica lo indígena y propone un «proyecto
político que cuestiona profundamente la visión homogeneizadora
del Estado-nación y con ello, la tradición política occidental en
América Latina»41 con las versiones religiosas de la identidad que

40. Larraín, «Modernidad e identidad...», loc. cit.


41. M. Bruckmann, «Civilización y modernidad: el movimiento indígena
en América Latina», Extrait du Mémoire des luttes (24 de agosto de 2009):
http://www.medelu.org (citado el 08/07/2010), p. 4.

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reivindican un cierta «modernidad barroca» definitoria de la iden-
tidad latinoamericana. Respecto a este último enfoque, dado el con-
texto para el que escribo este trabajo, resulta pertinente anotar que
algunos de los cuestionamientos que se hacen sobre la modernidad
en América Latina están relacionados con la religión como deter-
minante cultural en la región, lo que explicaría el porqué del «fraca-
so» del proyecto moderno y de su propuesta secularizante. Larraín
también analiza este aspecto a propósito del planteamiento de Pe-
dro Morandé sobre una identidad latinoamericana con un sustrato
católico o al menos religioso, la cual se constituiría entre los siglos
XVI y XVII y que se opone a la racionalidad de la «modernidad ilus-
trada» o «segunda modernidad».42 Al respecto, Peter Berger en El
pluralismo y la dialéctica de la incertidumbre43 recuerda que «se ha
exagerado mucho el grado de secularización —en particular en lo
que se refiere a la declinación de la religión— en el mundo moder-
no. El mundo es hoy, en su mayor parte, tan religioso como lo fue
siempre, y en ciertos lugares incluso más»44 y admite que incluso se
puede hablar del resurgimiento de la religión en sociedades con-
temporáneas; pero también recuerda Larraín que, al menos en el
mundo occidental, el cristianismo no ha vuelto a tener el lugar de
privilegio que tuvo en el mundo pre-moderno debiendo compartir
su autoridad con otras corrientes de opinión, algo que también se
puede afirmar para el caso latinoamericano.45 En este sentido, se-
gún Larraín debe entenderse que la secularización no ha implicado
en América Latina el fin de la religión o del sentimiento religioso,
sino más bien la pérdida de la centralidad de cierta visión religio-
sa del mundo y la llegada del pluralismo. Además, como categoría
cultural de definición de identidades personales, la religión ha per-
dido el lugar preeminente que tenía, pero subsiste como un ele-
mento cultural, al lado de otros, que puede determinar identidades
religiosas particulares.46
Por último, como ya se indicó antes, identidad (en América
Latina) y modernidad no son dos fenómenos de raíces contra-

42. J. Larraín, «Identidad latinoamericana: crítica del discurso esencialista


católico», en A Contracorriente, vol. 4, n.º 3, 2007, pp. 1-28.
43. Citado por Larraín, en ibíd., pp. 23-24.
44. Ibíd., p. 20.
45. Ibíd., p. 24.
46. Ibíd., p. 25.

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puestas, sino que están interconectados. De acuerdo con Larraín,
lo que habría que examinar más bien es la trayectoria de la mo-
dernidad en América Latina, en qué difiere o converge con otras
trayectorias, cómo responde de forma concreta «a los desafíos
planteados por la búsqueda de la autonomía y el control racio-
nal».47 De este modo reconoce que si bien la modernidad en
América Latina ha seguido una trayectoria diferente a la euro-
pea, tiene puntos convergentes puesto que no puede pensarse en
una multiplicidad de modernidades contradictorias entre sí,48
como sería el caso de Morandé, quien a la modernidad ilustrada
opone una «modernidad barroca», que según Larraín es clara-
mente pre-moderna. Al respecto, este autor recuerda que por el
hecho de que varios fenómenos se den contemporáneamente no
necesariamente se le debe calificar de la misma manera, pueden
coexistir distintas temporalidades, aspecto que como se verá a
continuación también trata Néstor García Canclini.

3. Características de la modernidad latinoamericana

Como he venido exponiendo, la caracterización de la mo-


dernidad latinoamericana pasa por un posicionamiento respec-
to a lo que debe entenderse por modernidad. La definición de
«cuán» modernos somos en América Latina pasa por polarida-
des como tradicional/moderno y también atraso/modernización
socioeconómica. Incluso hay quienes pretenden establecer una
relación causa-efecto entre el atraso socioeconómico y la «im-
plantación» del programa cultural moderno. No obstante, estas
tensiones también pueden ser vistas como contradicciones pro-
pias del programa cultural y político moderno en un contexto
específico como el latinoamericano. Además, estas contradic-
ciones se presentan de distintas maneras en diferentes momen-
tos históricos y con las particularidades de cada país. En este
apartado abordaré dos perspectivas que van en esta línea.

47. Citado en P. Aranguiz, «Jorge Larraín, ¿América Latina moderna? Glo-


balización e identidad», en Historia (Santiago), vol. 40, n.º 1, 2007 [online],
pp. 204-214, http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0717-
71942007000100016&lng=es&nrm=iso (citado el 08/07/2010).
48. Ibíd.

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3.1. Coexistencia de temporalidades: lo tradicional, lo moderno
y lo posmoderno según Néstor García Canclini

Una forma de conceptualizar las tensiones y contradicciones


de la modernidad en América Latina es la de Néstor García Cancli-
ni con su propuesta sobre la «hibridez cultural». García Canclini
empieza por preguntarse «¿qué significa ser modernos?» a lo que él
mismo responde: «Es posible condensar las interpretaciones ac-
tuales diciendo que constituyen la modernidad cuatro movimien-
tos básicos: un proyecto emancipador, un proyecto expansivo, un
proyecto renovador y un proyecto democratizador».49 García Can-
clini define cada uno de estos movimientos de la siguiente manera:

Por proyecto emancipador entendemos la secularización de los


campos culturales, la producción autoexpresiva y autorregulada
de las prácticas simbólicas, su desenvolvimiento en mercados
autónomos. Forman parte de este movimiento emancipador la
racionalización de la vida social y el individualismo creciente,
sobre todo en las grandes ciudades.
Denominamos proyecto expansivo a la tendencia de la moder-
nidad que busca extender el conocimiento y la posesión de la natu-
raleza, la producción, la circulación y el consumo de los bienes [...].
El proyecto renovador abarca dos aspectos, con frecuencia
complementarios: por una parte, la persecución de un mejora-
miento e innovación incesantes propios de una relación con la
naturaleza y la sociedad liberada de toda prescripción sagrada
sobre cómo debe ser el mundo; por la otra, la necesidad de refor-
mular una y otra vez los signos de distinción que el consumo
masificado desgasta.
Llamamos proyecto democratizador al movimiento de la
modernidad que confía en la educación, la difusión del arte y
los saberes especializados, para lograr una evolución racional
y moral.50

Tomando uno a uno estos movimientos básicos, García Can-


clini constata que cada uno de ellos se ha dado a su manera en
América Latina y reflexiona sobre cómo se ha producido la hi-
bridación cultural. Aunque en su análisis toma con cierta flexi-
bilidad la distinción entre modernidad, modernización socioeco-

49. N. García Canclini, Culturas híbridas..., op. cit., p. 31.


50. Ibíd., pp. 31-32.

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nómica y modernismos,51 enfatiza que el modernismo no es tan-
to la expresión de la modernización socioeconómica como «el
modo en que las élites se hacen cargo de la intersección de diferen-
tes temporalidades históricas y tratan de elaborar con ellas un pro-
yecto global».52 Es por ello que sus preguntas sobre las contradic-
ciones las remite al cruce de temporalidades y el sentido en que
estas contradicciones «entorpecieron» en América Latina los
cuatro movimientos de la modernidad antes descritos. Desde esta
perspectiva, este autor concibe la modernidad latinoamericana
«más que como una fuerza ajena y dominante, que operaría por
sustitución de lo tradicional y lo propio, como los intentos de
renovación con que diversos sectores se hacen cargo de la hete-
rogeneidad multitemporal de cada nación».53
Esta multitemporalidad se podría explicar, en parte, por la
forma en que las élites, desde la independencia los países lati-
noamericanos, intentaron realizar el proyecto moderno a la vez
que preservaban y «justificaban» sus privilegios, lo cual supuso
un desajuste entre modernismo y modernización. Al respecto,
García Canclini señala que, si bien en Latinoamérica se han dado
«olas de modernización»,54 estos movimientos no lograron reali-
zar las operaciones de la modernidad europea. Así encontramos
que la expansión moderna estuvo limitada por las divisiones en
las que se asienta la hegemonía oligárquica, afectando con ello
al propio desarrollo orgánico del Estado. De acuerdo con este
autor, en América Latina se produjo entonces una «moderniza-

51. «Adoptamos con cierta flexibilidad la distinción hecha por varios auto-
res, desde Jürgen Habermas hasta Marshall Berman, entre la modernidad como
etapa histórica, la modernización como proceso socioeconómico que trata de ir
construyendo la modernidad, y los modernismos, o sea, los proyectos culturales
que renuevan las prácticas simbólicas con un sentido experimental o crítico»
(García Canclini, Culturas híbridas..., op. cit.: 19, nota a pie de página n.º 3).
52. Ibíd., p. 71.
53. Ibíd., p. 15.
54. En cierta forma García Canclini hace una periodización del proceso de
modernización en América Latina similar a la de Larraín. Según García Can-
clini: «A finales del XIX y principios del XX, impulsadas por la oligarquía
progresista, la alfabetización y los intelectuales europeizados; entre los años
veinte y treinta de este siglo por la expansión del capitalismo, el ascenso de-
mocratizador de sectores medios y liberales, el aporte de migrantes y la difu-
sión masiva de la escuela, la prensa y la radio; desde los cuarenta, por la
industrialización, el crecimiento urbano, el mayor acceso a la educación me-
dio y superior, las nuevas industrias culturales» (ibíd., p. 65).

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ción con expansión restringida del mercado, democratización
para minorías, renovación de las ideas pero con baja eficacia en
los procesos sociales».55
Así, en la medida en que en la historia de la modernización
latinoamericana no se dio una sustitución de lo tradicional y lo
antiguo, según García Canclini, «los países latinoamericanos son
actualmente resultado de la sedimentación, yuxtaposición y entre-
cruzamiento de tradiciones indígenas (sobre todo en las áreas
mesoamericana y andina), del hispanismo colonial católico y de
las acciones políticas, educativas y comunicacionales modernas».56
Esto ha sido así a pesar de que las divisiones impuestas por las
élites intentaron recluir y separar la cultura popular de las élites
cultas. Según García Canclini lo que se produjo fueron «formacio-
nes híbridas para todos los estratos sociales».57 De acuerdo con
este autor, la hibridación también se observa en los impulsos secu-
larizadores y renovadores, puesto que ciertas élites todavía conser-
varían su arraigo en las tradiciones hispánico-católicas y en las
zonas agrarias también se preservan tradiciones indígenas.
Desde su perspectiva pluralista, en la que entran en combi-
nación lo tradicional, lo moderno y lo posmoderno (entendido
como problematización y no como etapa), García Canclini con-
cluye que la cuestión en América Latina no reside «en que no
nos hayamos modernizado, sino en la manera contradictoria y
desigual en que esos componentes se han venido articulando».58
Estas contradicciones y desigualdades se aprecian en el desplie-
gue de los momentos definitorios de la modernidad, lo que ex-
presa García Canclini en los siguientes términos:

Ha habido emancipación en la medida en que nuestras socieda-


des alcanzaron una secularización de los campos culturales,
menos extendida e integrada que en las metrópolis. [...] Hubo
una liberalización temprana de las estructuras políticas, desde el
siglo XIX, y una racionalización de la vida social, aunque coexis-
tiendo hasta hoy con comportamientos y creencias tradiciona-
les, no modernos.
La renovación se comprueba en el crecimiento acelerado de
la educación media y superior, en la experimentación artística y

55. Ibíd., p. 67.


56. Ibíd., p. 71.
57. Ibíd.
58. Ibíd., p. 330.

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artesanal, en el dinamismo con que los campos culturales se adap-
tan a las innovaciones tecnológicas y sociales. También en este
punto se advierte una distribución desigual de los beneficios, una
apropiación asincrónica de las novedades en la producción y en
el consumo por parte de diversos países, regiones, clases y etnias.
La democratización se ha logrado con sobresaltos, con dema-
siadas interrupciones y con un sentido distinto del imaginado
por el liberalismo clásico. Se produjo en parte, como esa tenden-
cia previó, por la expansión educativa, la difusión del arte y la
ciencia, la participación de los partidos políticos y sindicatos.
Pero la democratización de la cultura cotidiana y de la cultura
política ocurrida en la segunda mitad del siglo XX fue propiciada,
sobre todo, por los medios electrónicos de comunicación y por
organizaciones no tradicionales —juveniles, urbanas, ecológicas,
feministas— que intervienen en las contradicciones generadas
por la modernización, donde los antiguos actores son menos efi-
caces o carecen de credibilidad.59

Finalmente, para García Canclini las contradicciones entre


modernismo y tradicción nos hablan más bien de un tránsito
inacabado que nunca clausura la incertidumbre de lo que signi-
fica ser modernos, y la radicalización del proyecto moderno im-
plicaría renovar y reforzar la incertidumbre para crear nuevas
posibilidades.60

3.2. Modernidad en América Latina: determinantes culturales


de los proyectos de autonomía y control según Larraín

Como indiqué antes, según Larraín, la modernidad en Amé-


rica Latina ha tenido su propia trayectoria. Para conocer cómo
ha sido esta trayectoria y en qué converge o no con la norteame-
ricana y la europea, este autor analiza cómo la libertad y la auto-
nomía, por una parte, y la racionalidad y la capacidad de con-
trol, por otra —en tanto principios y significados que caracteri-
zan la modernidad—, se dan en América Latina. Desde una
concepción interpretativa de la modernidad (siguiendo a Peter
Wagner), Larraín se aparta de quienes derivan esas significacio-
nes de una estructura institucional determinada (como es el caso

59. Ibíd.
60. Ibíd., p. 333.

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de las teorías de la modernización) y conciben la modernidad
como un proceso unilineal y establecido con objetivos claros que
todos deben seguir y más bien plantea que: «Toda moderniza-
ción es un campo interpretativo y, en esa misma medida, un cam-
po que lucha por institucionalizar las significaciones imagina-
rias de la modernidad en algún sentido determinado».61 Siendo
así, para este autor, las significaciones imaginarias de la moder-
nidad se concretarán en determinado sentido según las opcio-
nes y posibilidades que encuentren. Para Larraín, las tendencias
culturales centrales de un país o región tendrán un impacto de-
terminante en la forma en que se resuelven en la práctica las
respuestas institucionales a esas significaciones. Por tanto, para
estudiar la modernidad latinoamericana es necesario «estudiar
los parámetros culturales que contribuyeron a precisar las con-
creciones institucionales de las tres problemáticas a que se refie-
re Wagner (política, epistémica y económica)»,62 surgiendo de
ahí, precisamente, las diferencias con las trayectorias de la mo-
dernidad en Europa y en Estados Unidos, aunque en las tres
regiones busquen dar respuestas a las mismas dimensiones (au-
tonomía y control) de la modernidad.63
En este orden de ideas, al referirse a la modernidad en Améri-
ca Latina, Larraín analiza esos «determinantes culturales», conci-
biéndolos como cambiantes y advirtiendo que no se debe caer en
esencialismos al ocuparse de la cultura o la identidad. De acuerdo
con su análisis, si bien los principales procesos modernizadores
comenzaron con el logro de la independencia, éstos fueron condi-
cionados en parte por los rasgos culturales formados en tres siglos
de colonia. Estos rasgos culturales, que Claudio Véliz ha expresa-
do como ausencias, Larraín los expresa de la siguiente manera:

61. J. Larraín, ¿América Latina moderna?..., op. cit., p. 26.


62. Ibíd., p. 33.
63. Citando a Peter Wagner en Modernity, Capistalism and Critique (2001:
7) y a la teoría interpretativa, Larraín (ibíd., p. 21) se refiere a las tres proble-
máticas de la vida social que los seres humanos conceptualizan y que son
alteradas una vez que la modernidad aparece. «Entre ellas estarían la búsque-
da de un conocimiento cierto y verdadero (problemática epistémica), la cons-
trucción de un orden político bueno y viable (problemática política) y la for-
ma en que organiza la satisfacción de las necesidades (problemática económi-
ca). La problemática epistémica y la política están muy relacionadas y suponen
la autonomía, es decir la capacidad de los seres humanos para darse sus pro-
pias leyes. Sin ese supuesto, estas preguntas no surgirían [...]».

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Si esto se pone en términos positivos, en términos de lo que real-
mente existió en el lugar de estas ausencias, se podría decir que,
en primer lugar, hubo centralismo político no desafiado por po-
deres locales; en segundo lugar, un monopolio religioso católico
no amenazado por denominaciones protestantes ni por movi-
mientos religiosos populares; en tercer lugar, una orientación
económica exportadora de materias primas al comienzo y, pos-
teriormente, una limitada industrialización promovida y contro-
lada por el Estado, que no creó ni una burguesía ni un proletaria-
do industrial fuertes e independientes; y, por último, un poder
político autoritario que dejó paso a una democracia creada for-
malmente desde arriba, sin base de sustentación burguesa o po-
pular y, por lo tanto, marcadamente no participativa.64

Según Larraín, estos elementos influyen en una marcada tra-


dición cultural centralista en América Latina, así como en la pre-
eminencia de rasgos autoritarios. Este centralismo sería dife-
rente del producido en Europa (Estados-nación modernos y sus
instituciones democráticas), puesto que el centralismo latino-
americano no sería producto ni de la industrialización ni de una
tradición política revolucionaria, sino que ya estaba consolida-
do antes de la independencia y la industrialización, que de acuer-
do con este autor se sustentaba en una burocracia legalista y
autoritaria impuesta por los reyes españoles y que incluía pode-
res religiosos muy amplios en diferentes esferas de la vida social.
Son estos rasgos (centralismo, autoritarismo y fuerte arraigo de
la de la religión católica) los que según Larraín condicionan el
proyecto de autonomía en América Latina.65
Este proceso no estuvo exento de ambigüedades que se pue-
den apreciar en las repuestas que se dieron, por ejemplo, a la
problemática epistémica. De acuerdo con Larraín, por un lado,
se estableció la libertad religiosa, educacional y de prensa en
diferentes países de la región, a la vez que la educación era res-
tringida y se mantenía el control de la Iglesia sobre la misma. La
prensa también sufriría las consecuencias de la inestabilidad
política, haciéndose muy militante, partisana y planfetaria, sien-
do reprimida por los gobiernos de turno. En cuanto a la proble-
mática política, si bien, según este autor, obtuvo respuestas más

64. Ibíd., p. 34.


65. Ibíd., pp. 34-38.

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vigorosas e institucionalizadas, éstas también fueron ambiguas.
Además de ser una copia de modelos europeos o norteamerica-
nos (adoptando mayoritariamente modelos republicanos), mu-
chas de las constituciones y leyes en las que se plasmaron no
tuvieron éxito o fueron efímeras. Asimismo, Larraín sostiene que
incluso varios de los héroes de la independencia expresaron sus
dudas sobre las ventajas de la democracia para América Lati-
na, dudas que relacionaban con el carácter de los americanos.
En cuanto a la participación popular que lograron articular fue
muy reducida, dadas las limitaciones que se establecieron para
ejercer el derecho al voto (minoría masculina, alfabeta y con
altos ingresos, excluyendo de este modo entre el 90 y el 95 % de
la población) y ser elegidos.66
De acuerdo con Larraín, el proyecto de autonomía contó con
una relativa debilidad desde sus orígenes, entre otras cosas, por
sustentarse en una base social restringida, apoyada más bien
por una alianza entre jefes militares que lucharon por la inde-
pendencia (los cuales se convirtieron en terratenientes) y la inte-
lectualidad liberal del pensamiento europeizado. De ahí que La-
rraín se refiera a una «modernidad oligárquica durante el siglo
XIX».67 No obstante, según este autor, las respuestas a la proble-
mática epistémica fueron más sólidas durante la segunda mitad
del siglo XIX con el triunfo de las ideas liberales. Esto trajo con-
sigo avances en lograr independizar a los ciudadanos de la tute-
la religiosa en diferentes materias, surgiendo un poderoso anti-
clericalismo que no necesariamente era antirreligioso.68 Todo esto
llevaría a la consolidación de la «autonomía epistemológica», en
la que destacarían las luchas de los intelectuales del siglo XIX
por la «emancipación mental». Sin embargo, recuerda Larraín
que los postulados de algunos intelectuales (seguidores de Sar-
miento) que basados en la oposición «civilización o barbarie»
«rechazaban la tradición hispánica y proponían poner en prácti-
ca soluciones norteamericanas o europeas (especialmente la in-
migración blanca y la educación) para compensar la inherente
inferioridad racial de los componentes étnicos latinoamerica-
nos»,69 evidencian una contradicción, no sólo porque copiaban

66. Ibíd., pp. 39-41.


67. Ibíd., p. 41.
68. Ibíd., pp. 41-42.
69. Ibíd., p. 43.

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el racismo, sino porque buscaban «emancipar a las mentes de la
cultura tradicional hispánica pero para abrazar la cultura fran-
cesa o norteamericana», lo que implicaba en la práctica sustituir
un legado extranjero por otro.70
Continuando con el planteamiento de Larraín, vemos que la
búsqueda del proyecto de autonomía conllevó que durante la
primera mitad del siglo XX, con el fin de los gobiernos oligárqui-
cos, se fortaleciera el papel central del Estado en dos aspectos de
la modernidad: primero, con la ampliación de la autonomía po-
lítica y con el comienzo de la participación de nuevos sectores
hasta ahora excluidos (clases medias y trabajadoras); segundo,
con el inicio alrededor de la década de los treinta de la industria-
lización sustitutiva de importaciones (ISI) que hace avanzar el
proyecto de control.71 Pero este proceso también tuvo sus con-
tradicciones. Los avances legales que pretendieron instaurar un
modelo de bienestar —guardando las distancias— parecido al
europeo, así como la ampliación de la democracia provinieron
de regímenes autoritarios. Aunque según este autor, el proyecto
de autonomía latinoamericano en algunos aspectos era más si-
milar al europeo que al norteamericano, sobre todo por el senti-
do colectivo del proyecto de autonomía, difiere de aquél por su
excesivo centralismo y por el hecho de que la burguesía latinoa-
mericana nace pegada a la acción estatal. Como consecuencia
de ello, se observan regímenes presidencialistas (generando con-
flictos entre el poder ejecutivo y legislativo) y clases empresaria-
les que participan muy activamente en política para lograr condi-
ciones favorables, lo que según Larraín tiene también efectos
desestabilizadores e incrementa las posibilidades de corrupción.72
Un tercer aspecto está relacionado con la forma como experi-
mentan la mayoría de sujetos el carácter inseguro e impredeci-
ble de sus derechos, señalado por Laurence Whitehead en Una
nota sobre la ciudadanía en América Latina.73 Esta inseguridad

70. Ibíd.
71. Ibíd., p. 43-44.
72. Ibíd., p. 45-46.
73. Citado en ibíd. Para ilustrar este hecho, Larraín menciona que Guiller-
mo O’Donell en On the State, Democratization and Some Conceptual Problems
(ibíd., p. 46) ha acuñado la frase «una democracia de ciudadanía de baja in-
tensidad», que ocurre cuando el Estado es incapaz de asegurar el imperio de
la legalidad, no tanto en área de los derechos políticos, como en el área de los

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contrasta con el excesivo legalismo latinoamericano y la poca
efectividad en la aplicación de la norma: «se acata la Ley, pero
no se cumple». Al respecto, Larraín hace notar que esto no afec-
ta a la legitimidad de la ley, porque se mantiene la apariencia de
obediencia, lo que resultaría clave porque de ese modo no se
violaría un principio tan importante en América Latina como el
de autoridad.74 En resumen, la enorme importancia del Estado y
el hecho de que la política alcance también al arte, la cultura y la
educación habrían propiciado en América Latina una sociedad
civil «débil, insuficientemente desarrollada y muy dependiente
de los dictados políticos estatales».75
En la etapa surgida con posterioridad a la modernización
centralizada y protegida que finaliza alrededor de los años se-
tenta, Larraín también observa tendencias presentes ya en el si-
glo XIX como el renovado liberalismo de la economía coexistien-
do con el autoritarismo político.76 Es una época marcada por las
dictaduras, la enorme deuda externa y de crecimiento negativo,
donde se observa con claridad la precariedad de las institucio-
nes políticas modernas. Según el autor, las tendencias señaladas
tendrán tres efectos sobre los procesos modernizadores:

Primero, la reafirmación de la tendencia centralista autoritaria


en conflicto con el Estado de derecho. Segundo, el comienzo de
un cambio desde el modelo europeo de autonomía colectivo al
modelo norteamericano de autonomía individual [...]. Tercero,
la despolitización de la sociedad que en un comienzo es forzada,
pero que, posteriormente, ya retornada la democracia, se trans-
forma en una desconfianza general en los políticos, partidos, ideo-
logías y elecciones.77

La trayectoria de la modernidad analizada por Larraín le


permite trazar unos rasgos característicos de la modernidad
latinoamericana y que según él marcan diferencias con la mo-

derechos civiles: «campesinos, pobladores, indios, mujeres et al., están a me-


nudo imposibilitados de obtener un tratamiento justo de parte de los tribuna-
les de justicia, u obtener de agencias estatales servicios a los que tienen dere-
cho, o ser protegidos contra la violencia policial..., etc.» (ibíd., p. 16).
74. Ibíd., pp. 46-47.
75. Ibíd. pp. 47-48.
76. Ibíd., p. 48.
77. Ibíd.

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dernidad europea. Los rasgos mencionados por Larraín78
serían:

— Clientelismo y personalismo político y cultural: la incorpo-


ración de miembros al Estado o a otras instancias (universida-
des, medios de comunicación, etc.) se sigue haciendo a través de
redes clientelares, de amigos o partidarios.
— Tradicionalismo ideológico: los grupos dirigentes aceptan
y promueven cambios en la esfera económica, mas no los nece-
sarios para la transformación de otras esferas, como la familia.
— Autoritarismo: es una tendencia que persiste en los modos
de actuar en la acción política y otras esferas (organizaciones
públicas y privadas, vida familiar...). Según Larraín su origen
está relacionado con «los tres siglos de vida colonial en que se
constituyó un fuerte polo cultural indo-ibérico que acentuaba el
monopolio religioso y el autoritarismo político».
— Racismo encubierto: según Larraín está relacionada con
la valorización excesiva de la «blancura» y la visión negativa de
indios y negros.
— Falta de autonomía y desarrollo de la sociedad civil: Larraín
describe la sociedad civil latinoamericana como débil, insufi-
cientemente desarrollada y muy dependiente de los dictados del
Estado y la política.
— Marginalidad y economía informal.
— Fragilidad de la institucionalización política.

Rasgos recientes:

— Despolitización de la sociedad.
— Revalorización de la democracia política y de los derechos
humanos: por parte de los sectores intelectuales y de las mayo-
rías populares de América Latina.

La caracterización efectuada por Larraín, más que a cues-


tionar la existencia de la modernidad en América Latina, le lleva
a concluir que ni es igual a la modernidad europea ni tampoco
es inauténtica.79 Así, aquellos elementos que aparecen como «ex-

78. Larraín, «Modernidad e Identidad...», loc. cit.


79. Ibíd.

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teriores» a la modernidad y que Larraín incluye dentro de la
trayectoria latinoamericana para caracterizarla, más bien nos
hablan de lo que Carlos Gadea80 denomina la particular dinámi-
ca socio-cultural desarrollada en América Latina y la forma en
que la lógica institucional incorporó a la dinámica de la moder-
nidad «todas las figuras definidas como “exteriores” a ella, como
podría ser lo indígena, lo negro, el caciquismo, el clientelismo, el
“compadrazgo”, figuras supuestamente “pre-modernas”».81

4. Conclusiones

Según lo expuesto, Latinoamérica no está exenta de las pa-


radojas y contradicciones que supone «ser modernos»,82 más aún
si se consideran aquellas posiciones que sólo concebían como
«genuina» la modernidad europea pero pretendían ser como ella.
La América Latina que fue resguardada del proyecto moderno
por la Europa colonizadora convirtiéndola en «lo otro», «lo no
moderno» (Larraín), que para las élites criollas blancas era lo
diferente geopolíticamente y lo mismo que Europa —Occiden-
te— (Mignolo) y pareció encontrar la oportunidad para «ser mo-
derna» a partir de los procesos de independencia del siglo XIX,
pero que sólo lo hizo de forma retórica y no en la práctica, nos
muestra que una de las particularidades de las modernidades
latinoamericanas es su constante referencia a Europa y su am-
bivalente relación con ella.
Ese deseo de seguir el patrón de modernidad europeo oca-
sionó que no pocos experimentaran una «angustia existencial»
por no ser del todo modernos (Dávila). A este hecho hay quienes
le atribuyen el que a pesar de las revoluciones independentistas
se hubiesen mantenido sistemas de dominación y discrimina-
ción colonial, produciéndose una suerte de colonialismo inter-
no. Pero hay otros que recuerdan que la raza fue una categoría

80. C. Gadea, «La dinámica de la Modernidad en América Latina: sociabi-


lidades e institucionalización», en Revista Austral de Ciencias Sociales, 13, 2007,
pp. 55-67.
81. Ibíd., p. 63.
82. Parafraseo aquí a Marshall Berman: «Ser modernos es vivir una vida
de paradojas y contradicciones» (M. Berman, Todo lo sólido se desvanece en el
aire. La experiencia de la modernidad, México, Siglo XXI, 1998, p. XII).

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mental de la modernidad, convirtiéndose en un modo de la legi-
timación de la relaciones de dominación colonial (Quijano) que
se siguió utilizando por parte de las nuevas élites criollas de los
países latinoamericanos para mantener sus privilegios. Si a esta
perspectiva se le añade la que considera que España fue la pri-
mera nación moderna, posibilitando que el «mundo moderno»
se constituyera como centro de una Historia Mundial (Dussel),
no resultaría nada fácil atribuir ciertas particularidades de las
modernidades latinoamericanas a la herencia hispánica como si
no tuviera nada que ver con el «proyecto europeo de moderni-
dad». Como tampoco se trata de distinguir entre «primera» y
«segunda» modernidad. La cuestión seguiría siendo la misma:
¿por qué se desarrollaron en Latinoamérica ciertos patrones? Y
más aún: ¿por qué no en todos los países latinoamericanos se
desarrollaron del mismo modo los mismos patrones? Lo que
nos remite nuevamente a los procesos de democratización, pa-
cificación o secularización del master progress de Joas.
Teniendo en cuenta lo anterior, es comprensible que Larraín
discuta la supuesta contraposición entre identidad y moderni-
dad en Latinoamérica, entre otras razones porque las «identida-
des latinoamericanas» aluden a muchas cuestiones y no se pue-
de reducir a «lo propio» en oposición a lo «ajeno» (lo moderno
europeo o norteamericano). De ahí que este autor afirme que
identidad y modernidad se han ido construyendo simultánea-
mente en América Latina y más bien se ocupe de la trayectoria
que ha seguido la modernidad en la región para poder caracteri-
zarla. Considero que los rasgos que Larraín señala informan de
las particularidades de las modernidades latinoamericanas, pero
dado que la mayoría de ellos (excepto los que considera recien-
tes) son negativos, quedaría por explorar otro tipo de rasgos.
Otras particularidades de las modernidades latinoamericanas
son las expuestas por García Canclini con su propuesta de «hibri-
dación cultural», a partir de la cual señala las sedimentaciones,
yuxtaposiciones e incluso mezclas de elementos tradicionales,
modernos y posmodernos que encontramos en Latinoamérica.
No se trata tanto de distinguir un elemento de otro, puesto que la
propia mezcla cambia su naturaleza, sino de superar la dicotomía
entre lo propio y lo ajeno y más bien comprender la coexistencia
de la heterogeneidad temporal.
Como indiqué al principio, faltaría incluir aquellos enfoques
latinoamericanos de los estudios culturales y de humanidades

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que reivindican una soberanía epistemológica y que están infor-
mando sobre discontinuidades históricas y falsas unidades cul-
turales, entre otros aspectos. Esas perspectivas, del mismo modo
que las expuestas en este trabajo nos ayudarían a comprender
mejor cómo se ha ido materializando la modernidad en América
Latina, entendiendo, en la línea de Castoriadis, que la moderni-
dad implica unas significaciones imaginarias, un modo de inter-
pretación del mundo y que, por tanto, en su concreción lo que
podemos apreciar es una lucha por imponer un determinado
modo de interpretación de este proyecto.

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233

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Pamplona los días 14-15 de octubre de 2010. La versión revisada está
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MITO, CIENCIA Y SOCIEDAD. EL RELATO MÍTICO
Y LA RAZÓN CIENTÍFICA COMO FORMAS
DE CONOCIMIENTO

Jósean Larrión Cartujo


Universidad Pública de Navarra

Introducción

Sigue siendo muy común en nuestros días pensar que la false-


dad del relato mítico puede y debe corregirse a través de la verdad
de la razón científica contemporánea. El mito, se entiende, con-
tendría un saber inferior, intuitivo y precientífico, pues supondría
un recurso cognitivo primitivo basado en la ilusión, el miedo y la
superstición. La ciencia, por el contrario, se sustentaría en argu-
mentos racionales y evidencias empíricas, por ende sería muy
superior en sus diagnósticos y prácticas a esas otras formas arcai-
cas de cognición e intervención. El mito nos provee de relatos de
valor ficticio e incierto, se entenderá, mientras que la ciencia nos
proporciona una versión muy veraz y muy poco contingente de la
realidad del universo. El progreso humano, resultado en gran
medida de una gradual corrección y acumulación en los conoci-
mientos, nos conduciría así de las sociedades tradicionales a las
sociedades modernas avanzadas. La humanidad estaría, en defi-
nitiva, poco menos que condenada a caminar hacia un deseable
estadio futuro de perfección secular, científica y posmitológica.
La magia, el mito y la religión, se aseverará, son sólidos sistemas
de métodos, creencias y mentalidades activados desde la antigüe-
dad para entender y controlar la realidad natural y social que, sin
embargo, serán gradualmente superados y abandonados gracias
al progreso de la ciencia, la difusión de la educación y el desarro-
llo de las más prósperas civilizaciones.1

1. James George Frazer, La rama dorada. Magia y religión, Madrid, FCE,


1981; Lucien Lévy-Bruhl, El alma primitiva, Barcelona, Península, 1927.

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Este trabajo, no obstante, frente a ese supuesto analítico tan
generalizado, investiga las más íntimas relaciones existentes entre
el relato mítico y la razón científica. El relato mítico y la razón
científica son examinados como dos genéricos y poderosos pro-
gramas sociales de interpretación, conocimiento y adaptación a
entornos complejos. Se exploran, en suma, las más relevantes
afinidades, semejanzas y convergencias entre sendos dispositi-
vos humanos orientados tanto a describir y conocer como a ges-
tionar y reconducir la siempre vigente complejidad de los múlti-
ples escenarios naturales y sociales. Quedan planteados así al-
gunos problemas quizá desde muy atrás tanteados pero aún hoy
de indudable vigencia y centralidad. ¿Es el mito, en realidad, tan
falso, vacío e irracional? ¿Es la ciencia moderna, inversamente,
tan ajena, distante y superior al relato mítico y trascendente? ¿Cuál
es esa diferencia al parecer sustantiva e insalvable entre el relato
mítico y la razón científica? ¿La supuesta irracionalidad de los mi-
tos, asimismo, está condenada a ser progresivamente corregida
y reemplazada por la aparente racionalidad de las actuales con-
cepciones científicas? ¿Cabe siquiera pensar, por ejemplo, en la
mera posibilidad de una sociedad absolutamente irreligiosa,
desacralizada y desmitificada? ¿Acaso hoy en día las narracio-
nes míticas y religiosas más convencionales han mutado y se
están trasformado en un nuevo, poderoso y ambivalente culto
moderno al progreso científico y a los avances tecnológicos?
Se trata, en síntesis, de evidenciar tanto la razón velada que
contiene el relato mítico como el mito ancestral del que también
se nutre la razón científica. El debate a abordar quizá sea clási-
co, así que tal vez por ello mismo sea también innegablemente
ultramoderno. Inicialmente, se muestra el dualismo extremo que
enfrenta a lo sagrado con lo profano, el potencial de conocimiento
del relato mítico y la gran opacidad cognitiva de los mitos y los
sistemas de creencias. Se reflexiona después sobre los límites
cognitivos y normativos de la ciencia, las amenazas sociales y
medioambientales que genera la moderna tecnociencia, la dia-
léctica de la razón ilustrada, los mitos del objetivismo y la repre-
sentación y el problema central de la ciencia como enclave míti-
co e ideológico. A continuación, siguiendo con esta crítica a la
concepción histórica manifiestamente lineal, evolutiva y progre-
siva que domina en el orden social secular, se investigan las cau-
sas y los efectos del posible retorno de lo sagrado, la actual reac-

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tivación de lo religioso y lo trascendente, los pilares discursivos
de la así llamada sociedad postsecular y el debate en torno a la
desprivatización de la religión y el advenimiento del Estado post-
secular. Tras observar la razón que también se hospeda en el
relato mítico y trascendente, según he adelantado, pasaremos a
documentar el mito en el que igualmente se asienta la razón
científica moderna para, por último, procurar entender mejor
las formas en cierto sentido plurales, híbridas y entrelazadas de
conocimiento que inevitablemente están llamadas a convivir en
el horizonte de las sociedades postseculares.

La razón del relato mítico

La experiencia de la realidad no siempre es continua, unifor-


me y homogénea sino que en ocasiones presenta importantes
roturas, quiebras y escisiones. Sabemos, por ejemplo, que el ser
humano habría aceptado usualmente el dualismo extremo que
enfrenta a lo sagrado con lo profano. Lo sagrado, según esta
distinción sin duda fundamental, sería numinoso, misterioso y,
en principio, inasible por entero para la razón humana. Es un
ámbito que genera sentimientos enfrentados y ambivalentes, pues
los dioses serían capaces de propiciar vida y muerte, creación y
destrucción. Su poder absoluto nos causaría atracción y adora-
ción, pero también terror y estremecimiento.2 Lo sagrado, que
es objeto de culto, respeto y veneración, sería lo real en absoluto
y por excelencia. Lo profano, en claro contraste, sería lo que está
al otro lado, fuera del templo y de espaldas a lo sagrado. La rea-
lidad profana sería tangible, histórica e inmanente, es decir, or-
dinaria, caótica, relativa y carente justamente de pleno sentido y
auténtica significación colectiva.3
Lo religioso, sin duda, ha sido el sistema social que con ma-
yor empuje y solvencia ha gestionado el ámbito de lo sagrado y
lo trascendente.4 En su extensión cognitiva y discursiva, en todo
caso, sabemos que las cosmovisiones religiosas adoptan con

2. Rudolf Otto, Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Ma-


drid, Alianza, 2001.
3. Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, Barcelona, Labor, 1983.
4. Émile Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid,
Akal, 1992.

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mucha frecuencia la forma del relato mítico. La narración míti-
ca se manifiesta más allá de lo religioso, pero es aquí a todas
luces central e indispensable. A modo de ilustración piénsese
por ejemplo en el mito sobre la creación del hombre y el univer-
so relatado en el libro del Génesis. La verdad más profunda de la
religión adopta así una estructura misteriosa y enigmática sólo
solventemente expresable a través de símbolos, relatos metafó-
ricos e historias mitológicas. Es evidente, como señalamos, que
existen mitos específicamente sacros y religiosos, como también
los hay de corte más cultural, político o económico, pero quizá
debamos reparar ahora en que tal vez todo mito es ya de por sí
en cierto modo sacro, religioso y trascendente.
El mito, sin embargo, quizá en contra de lo que inicialmente
pudiera parecer, no debería entenderse como una inocente fá-
bula, ficción o invención. Éste no sería un mero hecho cultural
infantil, salvaje, patológico y, por ende, plenamente subsanable
y reconducible. El mito es una historia que relata cómo el mun-
do y el hombre han sido creados y han comenzado a existir. Sus
contenidos responden a las preguntas sobre el origen, el destino
y el sentido del acontecer. Éste narra acontecimientos prodigio-
sos, sucedidos en el tiempo fabuloso de los orígenes y protagoni-
zados por seres extraordinarios y sobrenaturales. Aludiría a una
narración situada fuera del acaecer ordinario y del tiempo histó-
rico que en principio distingue nítidamente entre el pasado, el
presente y el futuro. Sería, en definitiva, algo mucho más com-
plejo y sustantivo que un simple cuento falso e ilusorio propio
de las sociedades arcaicas y tradicionales.5

Opacidad y transparencia

El mito ofrece modelos de conducta, contiene un alto poten-


cial de saber, confiere valor y sentido a la existencia y otorga un
capital respaldo narrativo y simbólico a las creencias y los acon-
tecimientos. A través de él el misterio se nos torna más amable,
inteligible y transparente. El mito sería una ficción colectiva te-
nida por verdadera y, justamente, cargada de gran fuerza, signi-
ficado y potencialidad. Se entiende, en último término, que el

5. Claude Lévi-Strauss, Antropología estructural, Barcelona, Paidós, 1987.

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mito quizá sea un ingrediente cultural imprescindible y constan-
temente reconfigurado. Qué complejo se nos torna, por con-
siguiente, sólo pensar en la mera posibilidad de una sociedad
absolutamente irreligiosa, desacralizada y desmitificada.6 Las per-
sonas de todas las sociedades, por supuesto que de las tradicio-
nales pero también de las modernas, necesitan disponer de al-
gún tipo de respaldo narrativo y simbólico en torno a cuestiones
medulares como de qué pasado proceden, qué sentido tiene su
presente y hacia qué futuro se encaminan. Los mitos, por tanto,
no se hallarían hoy en progresiva decadencia, ni siquiera en es-
tas sociedades modernas en apariencia tan seculares y desacra-
lizadas, pues éstos sobrevivirían también actualmente más o
menos ocultos y silenciados detrás de muchas utopías, ideolo-
gías y aspiraciones contemporáneas.7
Justo en relación con esta constante antropológica entiendo
que debería situarse la verdad más honda, íntima y en gran medi-
da velada del mito, lo sagrado y lo trascendente.8 Aunque si una
propiedad clave debiera destacarse de los mitos, ésta se referiría
muy en especial a su gran opacidad cognitiva. El mito, por su
naturaleza, es irreflexivo, inconsciente e incontrolable. Éste, man-
tendré, se crea y recrea pero, sobre todo, se sufre y padece. Es
cardinal en éstos, pues, no su edificación estratégica sino su muy
escasa transparencia individual y colectiva. Las ideas, que son
conscientes, se ha precisado con indudable discernimiento, se tie-
nen, se producen y son debatibles, mientras que en las creencias,
que son más hondas e inconscientes, se está, se vive y se dormita.
El sistema de creencias tenido por auténtico constituye la base de
nuestra vida personal e intelectual, es decir, el vasto y firme terre-
no sobre el que ésta surge, acontece y se desenvuelve.9
Los hombres no piensan en los mitos, se sostendrá, sino que
son los mitos quienes se piensan a sí mismos en y entre los hom-
bres.10 Los mitos, en efecto, están tan insertos en el carácter hu-
mano que se sitúan sin duda alguna más allá de toda conciencia

6. Émile Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid,


Akal, 1992.
7. Mircea Eliade, Mito y realidad, Barcelona, Labor, 1991.
8. Kurt Hübner, La verdad del mito, Madrid, Siglo XXI, 1996.
9. José Ortega y Gasset, Ideas y creencias, Madrid, Espasa-Calpe, 1968.
10. Claude Lévi-Strauss, Antropología estructural, Barcelona, Paidós, 1987;
y El pensamiento salvaje, México, FCE, 1992.

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crítica, racional y deconstructiva.11 Es muy razonable conside-
rar que toda sociedad necesita para constituirse de una ficción
colectiva que le aporte sentido, cohesión y auto reconocimiento.
Esa ficción colectiva será efectiva en la medida en que enmasca-
re su carácter ficticio, ilusorio y construido. Aquí residiría, se-
gún argumentaré, su más alto y noble valor, pero también su
más nociva y terrible amenaza. La eficacia de los mitos y los
sistemas de creencias será proporcional en sentido inverso a la
descodificación de los mecanismos soterrados que los hacen
posibles y que hacen de lo que es local, contingente y circunstan-
cial algo necesario, universal e incuestionable.12

Límites cognitivos e insuficiencias normativas

El proyecto secular de crítica y desmitificación habría con-


sistido, asimismo y en coherencia, en procurar separar por com-
pleto al logos del mito y a la razón moderna del saber trascen-
dente. Sobre este tipo de concepciones lineales y progresivas se
habrían erigido los aún muy vigentes mitos de la evolución, el
progreso, el desarrollo y la modernidad. La fe en el progreso
traduciría esta esperanza casi inmortal en que un futuro mejor
parece aguardar siempre al conjunto de la humanidad. En últi-
mo término la razón científica se habría convertido en el motor
cognitivo fundamental del aparentemente progresivo e impara-
ble proceso de secularización, modernización y desacralización.13
Claro que la necesaria matización de esta visión tan mítica,
reduccionista y autosatisfecha acerca de nuestro sino contem-
poráneo habría supuesto asimismo la mordaz denuncia de nues-
tra fe en el progreso científico y en los adelantos tecnológicos.14
La ciencia, tras un sinfín de dulces promesas seguidas en ocasio-
nes de amargas decepciones, finalmente se habría visto forzada

11. G. Bateson y M.C. Bateson, El temor de los ángeles. Epistemología de lo


sagrado, Barcelona, Gedisa, 1989, p. 181.
12. Emmánuel Lizcano, Metáforas que nos piensan. Sobre ciencia, demo-
cracia y otras poderosas ficciones, Madrid, Ediciones Bajo Cero, Traficantes de
Sueños, 2006.
13. John Bury, La idea de progreso, Madrid, Alianza, 1971; Robert Nisbet,
Historia de la idea de progreso, Barcelona, Gedisa, 1998.
14. John Gray, Contra el progreso y otras ilusiones, Barcelona, Paidós, 2006.

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a reconocer que nunca podrá sobrepasar ciertos límites del co-
nocimiento. Ésta, obviamente, nunca habría podido someter
cognitiva y plenamente a la naturaleza, el riesgo y la adversidad
en sus múltiples expresiones. Existirían varias cuestiones esen-
ciales sobre las cuales la razón científica nunca podrá obtener
un sólido e invariable conocimiento. Tales serían los límites cog-
nitivos infranqueables relacionados por ejemplo con la muerte,
la conciencia, el origen de la vida, el sentido de la existencia o la
posible (in)finitud del tiempo y el espacio.15
Además, si bien el progreso científico habría propiciado en
gran medida el progreso tecnológico, la exclusiva razón instru-
mental se habría demostrado claramente insuficiente a la hora
de procurar forjar códigos de conducta inequívocos para afron-
tar con garantías los principales retos éticos y normativos. Es
decir, que incluso los avances más notorios y espectaculares de
la ciencia y la técnica modernas no habrían conducido por nece-
sidad a un igualmente evidente progreso moral de las socieda-
des contemporáneas. La razón moderna de las sociedades in-
dustriales avanzadas, sea bajo el yugo fascista, comunista o
capitalista, traiciona así sus más nobles potencialidades eman-
cipadoras y se transforma en sierva acrítica e indolente de las
estructuras sociales estabilizadas y estabilizadoras.16 La exclusi-
va racionalidad instrumental, más allá de sus complicidades con
las formas sociales opresoras, habría sido además manifiesta-
mente incapaz de solventar muchos de los más importantes desa-
fíos éticos actuales relacionados por ejemplo con la bioética, el
cambio climático, la energía nuclear o la ingeniería genética.17
Incluso quienes más apasionadamente habrían defendido las
bondades de la ciencia moderna y de su poderoso método de
indagación habrían asumido sin muchos reparos que ésta nun-
ca será capaz de esclarecer solventemente cómo empezó todo,
para qué estamos aquí, qué debemos hacer a cada momento o
cuál es el objetivo último de la existencia.18

15. J. Habermas y J. Ratzinger, Dialéctica de la secularización. Sobre la ra-


zón y la religión, Madrid, Encuentro, 2006.
16. Herbert Marcuse, El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología
de la sociedad industrial avanzada, Barcelona, Ariel, 1994; Max Horkheimer,
Crítica de la razón instrumental, Buenos Aires, Sur, 1973.
17. Alain Touraine, Crítica de la modernidad, Madrid, Temas de Hoy, 1993;
Gianni Vattimo, Creer que se cree, Buenos Aires, Paidós, 1996.
18. Karl R. Popper, La lógica de la investigación científica, Madrid, Tecnos, 1962.

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La ciencia no nos hace mejores pero sí nos hace mucho más
poderosos.19 El actual progreso científico y tecnológico nos puede
parecer en ocasiones ciertamente real, sólido e irrefutable. Ahora
bien, mucho más cuestionable es defender que este tipo de avan-
ces pudieran conducirnos a una mejora sustantiva de la propia
condición humana. En ética y en política, evidentemente, los avan-
ces son siempre mucho más frágiles, reversibles, discutibles y di-
fíciles de ser contrastados, acumulados y trasmitidos a un núme-
ro indefinido de futuras generaciones. Quizá por este hecho no
siempre advertido nos cueste tanto esfuerzo asumir que la huma-
nidad puede tornarse más salvaje, pobre e irracional incluso al
mismo tiempo que se producen, propagan y estabilizan muchos
de estos avances científicos y adelantos tecnológicos.20

El mito de la razón científica

El así entendido desarrollo científico y tecnológico, no obs-


tante, además de forjar la promesa de lo mejor, también nos ha-
bría traído la amenaza de lo peor. Los muy variados productos
tecnocientíficos podrían encarnar perfectamente tanto el discur-
so mítico de la salvación como el discurso mítico del Apocalip-
sis.21 Claro ejemplo de esta inevitable doble vertiente y de sus hon-
das repercusiones sería el conocido accidente en la central nu-
clear de Chernóbil.22 La ciencia, según puede constatarse, seguiría
sin someter por completo a los eventos sociales y medioambien-
tales cargados de riesgo, ambivalencia e incertidumbre.23 Más aún,
se torna ya irrefutable que en ocasiones ésta podría descarrilar,
ser destructiva, presentar patologías y convertirse en una muy se-
ria amenaza incluso para la pura supervivencia humana. El caso

19. Bruno Latour, «Dadme un laboratorio y moveré el mundo», en Juan


Manuel Iranzo Amatriaín et al. (eds.), Sociología de la ciencia y la tecnología,
Madrid, CSIC, 1995, pp. 237-258.
20. John Gray, Contra el progreso y otras ilusiones, Barcelona, Paidós, 2006.
21. Jeffrey C. Alexander, «Ciencia social y salvación. Sociedad del riesgo
como discurso mítico», en Jeffrey C. Alexander, Sociología cultural, Barcelo-
na, Anthropos, 2000, pp. 1-29.
22. Ulrich Beck, La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad, Bar-
celona, Paidós, 1998.
23. Zygmunt Bauman, Modernidad y ambivalencia, Barcelona, Anthropos, 2005.

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extremo más referenciado, trágico ejemplo de una razón científi-
ca sin conciencia ni escrúpulos, es la creación y el lanzamiento de
las dos bombas atómicas estadounidenses sobre las ciudades ja-
ponesas de Hiroshima y Nagasaki.24 Ese miedo innegable ante los
accidentes nucleares y la utilización de las armas atómicas, como
muy bien se ha argumentado, supondría la más viva expresión de
las amenazas, las inseguridades y los desvelos humanos en un
mundo globalmente atemorizado.25
Al mismo tiempo, la ciencia actual sería tanto una feliz ben-
dición como una cruel y fatal maldición. La ciencia, según con-
cluirán algunos analistas sociales, necesitaría, para no enfermar
y descarrilar, una clara conciencia ética universal que la limite,
tutele y organice. Estos muy graves riesgos, amenazas y contra-
riedades le habrían acaecido a la ciencia moderna, y al hombre
que la acoge, elogia y glorifica, justamente, por haber pretendi-
do emanciparse por completo de los principios éticos, religiosos
y trascendentes. Una cultura moderna netamente materialista,
positivista e instrumental supondría, desde este enclave argu-
mentativo, la derrota de la razón misma, esto es, la renuncia de
la razón a sus potencialidades más humanas, nobles y elevadas.26
La razón ilustrada, inicialmente, habría arremetido con de-
cidido entusiasmo contra el mito, la creencia y el sentido tras-
cendente. Los nuevos tiempos abrazan así a los nuevos valores
ligados a la verdad, la libertad individual y la justicia social. La
Ilustración, pues, supondría la negación de los ídolos del pue-
blo, el abandono de los saberes enraizados en la costumbre pero
no demostrables y el advenimiento de una justicia propiciada
por la revelación de la verdad de los hechos realmente aconteci-
dos. El hombre moderno e ilustrado se atreve a pensar por sí
mismo y a guiar su propio entendimiento, se emancipa de la
tutela de la religión y el orden social establecido y supera la mi-

24. Paul Strathern, Oppenheimer y la bomba atómica, Madrid, Siglo XXI,


1999; Diana Preston, Antes de Hiroshima. De Marie Curie a la bomba atómica,
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noría de edad a la que hasta entonces estaba aferrado por pere-
za, cobardía y acatamiento.27
La modernidad, por tanto, se entenderá como un proceso
histórico de progresiva e irreversible racionalización, formaliza-
ción y desencantamiento.28 El programa ilustrado, se sostendrá,
habría perseguido desde sus comienzos liberar a los hombres
del miedo y el falso saber de los mitos para constituirlos en los
gloriosos señores de la naturaleza. La ciencia moderna, sin em-
bargo, ya no aspira sólo a conocer por conocer, por así decir,
sino que persigue sobre todo explotar y dominar a una naturale-
za gradualmente expuesta y desmitificada.29 La razón, empero,
como tristemente habría mostrado la historia moderna y con-
temporánea, en ocasiones se habría excedido y descarrilado,
sublimado y endiosado, traicionado en definitiva sus propios
ideales y potencialidades. Ésta, sin límites ni ataduras, invasiva
y dominante, habría terminado, en múltiples ocasiones, por co-
sificar y destruir a los propios hombres. En el nombre y con la
estrecha complicidad de la razón moderna occidental también
se habrían cometido un sinfín de abusos, barbaries y atropellos.
La fría lógica de la eficacia, la exclusiva racionalidad instrumen-
tal y la progresiva burocratización de las organizaciones, por
ejemplo, no sólo no habrían evitado sino que incluso habrían
contribuido a acrecentar aún más la atroz experiencia de la bar-
barie en la Alemania de Adolf Hitler.30 La razón ilustrada puede
conducir a la emancipación de la humanidad, pero si olvida su
potencial represivo también puede llevar a quienes la acogen y
la glorifican a su fatal condena y autodestrucción. Hacer patente
esta ambigüedad estructural es hacer patente esta condición dia-
léctica a través de la cual los ideales ilustrados pueden tanto
realizarse como traicionarse. La dialéctica de la Ilustración, pre-
cisamente, expresaría esta circular y perenne paradoja. El mito
contiene logos y razón y es también Ilustración. A su vez, la Ilus-
tración nunca está del todo libre de caer en un mito igualmente
ciego, dogmático, perverso y destructivo.31

27. Immanuel Kant, ¿Qué es la Ilustración?, Madrid, Alianza, 2004.


28. Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona,
Península, 1997.
29. Max Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, Buenos Aires, Sur, 1973.
30. Zygmunt Bauman, Modernidad y Holocausto, Toledo, Sequitur, 1998.
31. M. Horkheimer y Th.W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmen-
tos filosóficos, Madrid, Trotta, 1997.

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Se ha creído ingenuamente que la ciencia es un gran espejo
que refleja, duplica y proyecta fielmente los hechos naturales.
Es decir, que ésta es la perfecta adecuación, representación y
correspondencia entre el intelecto humano y la realidad de una
naturaleza ajena y distanciada.32 Las verdades humanas, sin
embargo, quizá muy a nuestro pesar, serían en el fondo relacio-
nes sociales y lingüísticas que un colectivo determinado consi-
dera firmes, canónicas y vinculantes. Éstas serían ficciones que
se ignora que son ficciones, metáforas que, debido a su uso rei-
terado y compartido, se olvidada que son metáforas y se asumen
como las cosas en sí y los hechos en cuanto tales.33 El mito del
objetivismo, en este sentido, asume que puede accederse a unas
verdades absolutas e independientes y mantiene que los mitos,
las creencias y las metáforas no deben tomarse en serio pues
estos recursos no serían objetivamente reales, válidos y positi-
vos.34 La ideología de la representación, justamente, muestra
objetos construidos como si fueran objetos revelados y descu-
biertos, produce un autoengaño individual y colectivo sobre la
génesis social de toda expresión cognitiva y busca convencernos
de que la representación respectiva no es una representación
más entre otras posibles sino la única y fiel correspondencia con
la auténtica verdad de las cosas y los objetos.35
La ciencia, por tanto, también podría entenderse como un
importante enclave mítico e ideológico en la medida en que se
erige en el discurso último y verdadero por encima del resto de
los saberes, las creencias y los conocimientos.36 El relato cientí-
fico, se denunciará, podría ser ideológico en virtud precisamen-
te de este potencial acrítico, conservador y enmascarador. Los
científicos, así concebidos, constituirían hoy un novedoso linaje

32. Michel Foucault, Las palabras y las cosas, Barcelona, Planeta Agostini, 1968;
Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid, Cátedra, 1989.
33. Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Ma-
drid, Tecnos, 1990.
34. G. Lakoff y M. Johnson, Metáforas de la vida cotidiana, Madrid, Cáte-
dra, 1998.
35. Steve Woolgar, Ciencia. Abriendo la caja negra, Barcelona, Anthropos, 1991.
36. Jean-Marc Lévi Leblond, La ideología de/en la física contemporánea,
Barcelona, Anagrama, 1975; Brian Easlea, La liberación social y los objetivos
de la ciencia. Un ensayo sobre objetividad y compromiso en las ciencias sociales
y naturales, Madrid, Siglo XXI, 1981; Jürgen Habermas, Ciencia y técnica como
«ideología», Madrid, Tecnos, 1999.

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de sacerdocio formado por hombres blancos, occidentales y de
clase media-alta al servicio de los dogmas de una Iglesia de la
ciencia opresora, totalitaria y despiadada.37 A modo de dramáti-
ca realidad histórica, piénsese por ejemplo en el caso de la de-
fensa obstinada, sobre todo a cargo de la teoría de la evolución,
de la supuesta superioridad evolutiva, tanto física como intelec-
tual, del hombre blanco europeo sobre las poblaciones de origen
no caucásico desde antaño colonizadas.38 Claro que el problema
principal no residiría tanto en la ciencia efectiva y en cuanto tal
como en su más ciega idealización y mitificación. El poderoso
discurso científico, tras su tupido manto de aparente neutrali-
dad, objetividad y racionalidad, podría ser considerado, desde
esa perspectiva, como una de las aportaciones más tiránicas e
intransigentes del imaginario occidental moderno al panorama
mundial de los integrismos. La enorme eficacia mítica e ideoló-
gica del poderoso relato científico, recordemos, radicaría en su
gran capacidad para enmascarar su fondo narrativo y discursi-
vo, persuadirnos de que no estamos siendo persuadidos y hacer
pasar lo que en él es particular, relativo y construido por univer-
sal, necesario y preexistente.39

El conocimiento en las sociedades postseculares

Hemos mantenido, en síntesis, que el mito podría no ser total-


mente falso, vacío e irracional y que, en sentido inverso, la ciencia
moderna podría no ser plenamente ajena, distante y superior al
relato mítico y trascendente. El así llamado orden social post-
secular, siguiendo con esta crítica al paradigma académico evolu-
tivo y progresivo, supondría precisamente una quiebra muy signi-
ficativa dentro de este orden social secular occidental. Se trataría
de un nuevo orden que, según han subrayado algunos analistas
sociales, explicita el posible retorno de lo sagrado, lo mítico y lo

37. Michel Maffesoli, La violencia totalitaria. Ensayo de una antropología


política, Barcelona, Herder, 1982.
38. Juanma Sánchez Arteaga, La razón salvaje. La lógica del dominio: tec-
nociencia, racismo y racionalidad, Madrid, Lengua de Trapo, 2007.
39. Emmánuel Lizcano, Metáforas que nos piensan. Sobre ciencia, demo-
cracia y otras poderosas ficciones, Madrid, Ediciones Bajo Cero, Traficantes de
Sueños, 2006.

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trascendente. La secularización, en tanto que puro proceso histó-
rico, no habría implicado una disolución progresiva de lo sagrado
sino una nueva pluralidad en sus formas, mudas y metamorfosis.
Aunque no existiría un retorno en sentido estricto de lo sagrado,
puesto que lo sagrado nunca habría estado del todo ausente, anu-
lado y desterrado. Este fenómeno, más concretamente, se debería
a la explicitación de un claro sentimiento mítico y trascendente
subyacente y reprimido durante la propia modernidad y el citado
proceso de secularización. La vigente reactivación de lo sagrado,
lo mítico y lo religioso, justamente, podría entenderse como una
reacción no deliberada ante la imposibilidad formal de hallar res-
puestas racionales firmes y satisfactorias ante esas preguntas últi-
mas de corte más existencial y trascendente.40 El inconsciente
colectivo, frente a las inercias sociales y seculares actuales que
remiten con gran asiduidad a la fragmentación cognitiva, la in-
consistencia normativa y la pura funcionalidad instrumental, cier-
tamente, siempre se habría mostrado muy reacio a renunciar por
completo a este tipo de narraciones míticas, cerradas y totaliza-
doras.41 Estaríamos presenciando, se afirmará, el regreso del mito
y de su verdad más misteriosa y alternativa frente al excluyente y
autosatisfecho fanatismo cientificista, un regreso que seguramente
debiera llevar al analista social actual a estar mucho más atento a
la propia modernidad en sus múltiples derivas, carencias y con-
tradicciones.42 Los antiguos y uniformes dioses de origen trascen-
dente y judeocristiano, no obstante, serían ahora sustituidos por
otros nuevos y múltiples, aunque esta vez encarnados en rostros y
formas socioculturales mucho más abiertos, mundanos, inma-
nentes y descentrados, tales como el progreso, la modernidad, el
mercado, la democracia, la ciudadanía o los nacionalismos.43

40. Daniel Bell, «The Return of the Sacred? The Argument on the Future of
Religion», en British Journal of Sociology, vol. 28, n.° 4, 1977, pp. 419-449.
41. Leszek Kolakowski, La presencia del mito, Madrid, Cátedra, 1999; José
M. Mardones, El retorno del mito. La racionalidad mito-simbólica, Madrid,
Síntesis, 2000.
42. Juan M.ª Sánchez-Prieto, «El regreso del mito», en I. Olábarri y F.J.
Caspistegui (eds.), La «nueva» historia cultural: la influencia del postestructu-
ralismo y el auge de la interdisciplinariedad, Madrid, Editorial Complutense,
1996, pp. 246-262.
43. Josetxo Beriain, La lucha de los dioses en la modernidad. Del monoteís-
mo religioso al politeísmo cultural, Barcelona, Anthropos, 2000.

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El actual despertar religioso, según se ha manifestado, se
habría producido justamente tras el notable cuestionamiento de
las grandes ideologías fascista, comunista y capitalista. La reli-
gión, entonces, no habría quedado eclipsada totalmente por la
modernidad avanzada y secularizada. Ésta, en sus múltiples ex-
presiones, no se habría revelado como un fenómeno transitorio
y perecedero, es decir, como un componente humano efímero,
pasajero y accidental. Lo religioso, en cambio, sería un elemen-
to irreductible y permanente, esto es, una constante antropoló-
gica persistente e imprescindible, en definitiva, un componente
intrínseco, estructural y constitutivo de la condición humana.
La libertad moderna, quizá sin pretenderlo, habría hecho
que el hombre se quedase en gran medida desnudo y en soledad
ante el gran enigma de su propia existencia. Ahora bien, el ser
humano, por ejemplo tras la muerte de un ser querido, casi siem-
pre se sentiría empujado a demandar un sentido, una metafísi-
ca, una espiritualidad, es decir, una trascendencia de su propio
ser físico y biológico. Sería éste el ámbito indisoluble de la fe, de
la religión y de la constante demanda de una significación tras-
cendente. El relato mítico y religioso, por ende, se indicará, sería
la sutura simbólica de la herida real sufrida, esto es, la costura
metafórica ante la indestructible alteridad y el hondo desgarro
existencial perpetuamente padecido.44 La cuestión clave, como
bien se ha argumentado, no residiría tanto en cada una de las
formas específicas que adoptan las creencias sino más bien en la
inagotable potencialidad creadora e instituyente del propio he-
cho religioso.45 El orden secular y moderno, en todo caso, no
habría conducido por necesidad al total desvanecimiento y la
progresiva marginación y privatización de lo religioso. Si aten-
demos a muchos de los datos empíricos hoy disponibles segura-
mente deba constatarse que la excepción geográfica ante la re-
gla de este resurgir religioso sería el continente europeo y que la
anomalía sociológica sería asimismo la élite cultural y universi-
taria occidental. La hasta ahora aparentemente muy bien asen-
tada y respaldada teoría social de la secularización quizá debie-

44. Andrés Ortiz-Osés, Las claves simbólicas de nuestra cultura, Barcelona,


Anthropos, 1993.
45. Celso Sánchez Capdequí, «Las formas de la religión en la sociedad
moderna», en Papers. Revista de Sociologia, n.º 54, 1998, pp. 169-185.

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ra revisarse en profundidad si quiere entenderse, por ejemplo, la
vigente y significativa centralidad de la religión en sociedades
tan modernas y avanzadas como la de Estados Unidos.46
La mencionada sociedad postsecular, sin embargo, no se re-
feriría a una sociedad que ha dejado de ser secular sino a una
sociedad secular nueva, diferente y reformulada. Más que ser
una realidad histórica concluida, de hecho, se trataría en todo
caso de un proyecto y de un horizonte colectivo. La sociedad
postsecular sería una sociedad donde se reactiva y reconfigura
lo religioso, esto es, una sociedad que reconoce el carácter irre-
ductible e imperecedero de las múltiples expresiones religiosas.
Ésta asume el renacimiento de la metafísica, el reencantamien-
to de la existencia, la presencia mudable e indefinida de lo reli-
gioso y el abrazo a las mentalidades tanto mundanas como tras-
cendentes. La moderna secularización, entonces, no habría im-
plicado necesariamente el declive progresivo de las creencias
religiosas y trascendentes sino una nueva situación en la que
emerge un gran pluralismo cultural, religioso y espiritual con el
que el individuo y los grupos procuran dar sentido a sus vidas,
trayectorias, aspiraciones e incertidumbres.47 Las antiguas con-
cepciones académicas hasta hoy en día dominantes, quizá en
exceso rígidas, lineales, abstractas y esencialistas, en este senti-
do, tal vez deban abandonarse, o cuando menos reconsiderarse,
en favor de estas otras renovadas concepciones mucho más aten-
tas a los contingentes contextos espaciales y temporales.48 A lo
que aludiría dicho paradigma postsecular, pues, no sería a un
nuevo y último estadio evolutivo en la historia de la humanidad
sino, precisamente, a una realidad social que en ningún caso se
quiere dejar atrapar con facilidad por ese tipo de modelos gené-
ricos basados en estadios evolutivos y predeterminados. La rea-
lidad de fondo del orden postsecular, en suma, traería consigo
una severa crítica al enfoque finalista, evolutivo, progresivo y
teleológico que domina en el orden social secular y un sólido

46. José Casanova, Religiones públicas en el mundo moderno, Madrid, Pro-


moción Popular Cristiana, 2000.
47. Talal Asad, The Formations of the Secular: Christianity, Islam, Modernity,
Stanford, California, Stanford University Press, 2003; Charles Taylor, A Secular
Age, Cambridge y Londres, Harvard University Press, 2007.
48. Hans Joas, Creatividad, acción y valores. Hacia una teoría sociológica de
la contingencia, México, Miguel Ángel Porrúa, 2002.

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reconocimiento de la irreductible persistencia y la amplia hete-
rogeneidad de las creencias y las prácticas religiosas en el mun-
do social contemporáneo.49
El Estado secular, entonces, interpelado en cierto modo por
este tipo de nuevos interrogantes, podría estar dejando espacio a
la emergencia del Estado postsecular. Éste perseguiría abrazar y
defender la igual dignidad de sus miembros creyentes y no cre-
yentes. El Estado postsecular, por tanto, asumiría la relevancia
vital de la religión y no buscaría una conversión secular del con-
junto de la ciudadanía. Así entendido, se afirmará, éste no re-
chaza frontalmente la posible dimensión pública de las religio-
nes, se abre igualmente al potencial de saber de sus tradiciones y
reconoce los potenciales recursos morales que proceden de es-
tas comunidades. La religión, se subrayará, busca desprivatizar-
se, anhela tornarse mucho más visible socialmente y persigue
desmentir de raíz esa imagen algo lánguida y en cierto modo
tergiversada que la quiere presentar en público como una sim-
ple cuestión intimista, personal y circunstancial. El renovado
discurso religioso, así concebido, podría ser además una cardi-
nal fuente de sabiduría moral y solidaridad ciudadana frente a
la seguramente abusiva mercantilización del mundo de la vida y
de las relaciones sociales. Su persistencia, ciertamente, cuestio-
naría la autonomía plena concedida al subsistema político con-
vencional, pues se intuye que el discurso religioso podría tener
un razonable reconocimiento público también incluso en una
sociedad moderna, ilustrada y posmetafísica.50 El vigente proce-
so de desecularización y postsecularización, por consiguiente,
supondría tanto la repolitización de las esferas privadas morales
y religiosas como la renormativización de las esferas públicas
políticas y socioeconómicas. Esta dinámica podría implicar, en
última instancia, como se ha expresado, el posible retorno de la
religión de la esfera privada e individual a la esfera pública y
colectiva.51 Es indiscutible, a mi entender, el gran potencial de
unión y vínculo del relato mítico, religioso y trascendente, por

49. J. Beriain e I. Sánchez de la Yncera (eds.), Sagrado/profano. Nuevos


desafíos al proyecto de la modernidad, Madrid, CIS, 2010.
50. Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Madrid, Tau-
rus, 1993.
51. José Casanova, Religiones públicas en el mundo moderno, Madrid, Pro-
moción Popular Cristiana, 2000.

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supuesto, pero no olvidemos que sigue siendo motivo de viva y
apasionada discusión en qué medida la religión en sus muy plu-
rales formas y manifestaciones puede dialogar y convivir en ple-
na armonía con varios de los preceptos esenciales de la ciencia
moderna y de los sistemas políticos democráticos.52

Afinidades, semejanzas y convergencias

Tras haber aportado ciertas evidencias que apuntan sin duda


hacia este mutuo e intrincado entrelazamiento cognitivo y nor-
mativo, quizá debamos procurar sintetizar en lo que sigue las
principales afinidades, semejanzas y convergencias entre el re-
lato mítico y trascendente y la razón científica contemporánea.
La ciencia moderna, según hemos subrayado, también se erige
en última instancia sobre la fe, el mito, el dogma y la metafísica.
A la postre, por así decir, incluso en la ciencia más fría y descar-
nada también habría que creer, soñar y confiar. La ciencia, para
su propia génesis, desarrollo y expansión, demanda sin reservas
que la sociedad crea en ella, es decir, que la sociedad no se cues-
tione en exceso el propio mito que la constituye. Ésta, cierta-
mente, siempre necesitaría una creencia, una esperanza y una
convicción honda e irrenunciable que, por ende, le otorgue un
sentido, una dirección, una justificación y, en suma, un derecho
a existir.53 Se trata de una nueva creencia, empero, desprovista
en principio de misterio, angustia y trascendencia. La actual fe
en la ciencia y el progreso, en efecto, estaría compitiendo hoy en
día casi en pie de igualdad con la fe en las religiones teístas con-
vencionales y en las religiones políticas militantes del fascismo,
el comunismo o el mercado libre y global. El mito cristiano de
la salvación tras el fin de la historia, por consiguiente, no ha-
bría desaparecido con la llegada del pensamiento laico, secu-
lar y moderno sino que, tomando a la ciencia como vehículo
cardinal para la reactualización de los mitos clásicos, habría
seguido alentando las esperanzas milenaristas de muchos de

52. J. Habermas y J. Ratzinger, Dialéctica de la secularización. Sobre la ra-


zón y la religión, Madrid, Encuentro, 2006.
53. Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Madrid, Alianza, 1997,
pp. 190-193.

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los movimientos conservadores, socialistas y neoliberales con-
temporáneos.54
La razón científica, pues, no sería esencialmente superior ni
estaría absolutamente deshermanada de las demás formas hu-
manas de cognición, ordenación y manipulación.55 La medicina
mágica, por ejemplo, busca ahuyentar del enfermo a los demo-
nios y los malos espíritus, mientras que la medicina científica
persigue exterminar en el cuerpo a los virus y los gérmenes pató-
genos.56 Casi todos los individuos, en sendas circunstancias, pro-
curan justamente entender, por así decir, por qué han de ser ellos
y no otros quienes en un momento dado sufran, sientan dolor y
se pongan enfermos. El mito, se advertirá, precede a la ciencia,
le informa y le acompaña en el infinito camino de conocimiento,
haciendo posible en muchos casos incluso que gracias a él la
propia ciencia prospere y se engrandezca.57 Las nuevas tecnolo-
gías de la información y de la comunicación, cuya realidad nos
parece indudablemente sólida, estable y determinada, también
pueden analizarse muy solventemente en tanto que creencias,
esperanzas y significaciones imaginarias colectivas.58 La presen-
cia en la ciencia de los intereses y de los juicios de valor sería
imprescindible para seleccionar los temas dignos de estudio,
decidir los métodos que van a utilizarse y disponer puntos de
vista para establecer qué es lo más relevante y significativo.59 El
intento de explicitar la existencia de unos principios universales
de comparación entre las diversas propuestas cognitivas, ade-
más, por ejemplo para concluir que la ciencia occidental es in-
trínsecamente superior a otras formas de análisis e indagación,
supondría en todo caso un claro acto interesado y valorativo so-

54. John Gray, Contra el progreso y otras ilusiones, Barcelona, Paidós, 2006,
pp. 75-81.
55. Bronislav Malinowski, Magia, ciencia y religión, Barcelona, Planeta de
Agostini, 1985; Claude Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, México, FCE, 1992.
56. Edward Evans-Pritchard, Brujería, magia y oráculos entre los azande,
Barcelona, Anagrama, 1976.
57. Michel Serres, La traduction (Hèrmes III), París, Minuit, 1974.
58. Daniel H. Cabrera, Lo tecnológico y lo imaginario. Las nuevas tecnolo-
gías como creencias y esperanzas colectivas, Buenos Aires, Biblos, 2006.
59. Max Weber, Sobre la teoría de las ciencias sociales, Barcelona, Penínsu-
la, 1971; Max Weber, El político y el científico, Madrid, Alianza, 1979; Jürgen
Habermas, Ciencia y técnica como «ideología», Madrid, Tecnos, 1999.

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bre el que muy difícilmente pueden aportarse argumentos ra-
cionales ni empíricamente demostrables.60
La ciencia moderna, entonces, quizá cumpla entre nosotros
una función no idéntica pero sí en cierto modo análoga a la de la
magia, el mito y la religión en las sociedades más cerradas y tradi-
cionales. La meta es en gran medida equivalente, consiste en in-
tentar acallar los miedos, mitigar las angustias y domesticar las
incertidumbres. Se busca siempre narrar, nombrar y describir para,
en último término, explicar, controlar y dominar a esa realidad
que en modo alguno se deja apresar, domar y someter plenamen-
te. Gracias al conocimiento, en sus plurales manifestaciones, eri-
gimos y damos por válida esa fértil ficción que nos empuja a creer
que es amable lo indiferente, ordenado lo incoherente y sumiso lo
ingobernable. A través de estos recursos, en efecto, el ser humano
se coloca a sí mismo en condiciones de sintetizar, juzgar y articu-
lar su propia experiencia. La religión presupone en la vida un sen-
tido último y trascendente, mientras que la ciencia da por sentado
la existencia en el universo de un orden, una armonía, una estruc-
tura y unas leyes formales fundamentales. El mito, la religión, el
arte y la ciencia serían actividades humanas y culturales que, por
encima de la pura inmediatez del dato evidente y el objeto obser-
vable, producen poderosas formas simbólicas y esquemas autó-
nomos de significación.61 Más allá de las posibles fricciones y de-
semejanzas, por ejemplo, tanto el pensamiento religioso tradicio-
nal africano como el pensamiento científico occidental producen
modelos teóricos y principios generales, combinando observacio-
nes, analogías y abstracciones, para así reorientar el sentido co-
mún y el saber de la vida cotidiana, producir orden, unidad y re-
gularidad donde se advierte desorden, diversidad y anomalías y
hacer más accesibles al entendimiento las realidades veladas, in-
quietantes y subyacentes.62
Cabría hablar, de hecho, incluso de un puro instinto huma-
no de clasificación, codificación y simbolización. Ese fin quizá

60. P. Feyerabend y A. Naess, El mito de la ciencia y su papel en la sociedad.


¿Por qué no ciencia también para anarquistas?, Valencia, Cuadernos Teorema,
Universidad de Valencia, 1979.
61. Ernst Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas, México, FCE, 1979.
62. Robin Horton, «El pensamiento tradicional africano y la ciencia occi-
dental», en M. Gluckman, M. Douglas y R. Horton, Ciencia y brujería, Barcelo-
na, Anagrama, 1988, pp. 73-117, en especial, pp. 75-87.

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común a toda forma de conocimiento consistiría en amansar el
persistente vértigo existencial y en hacer de este mundo un lugar
más digerible, ordenado e inteligible. El lenguaje mítico y el len-
guaje científico, además, como bien cabe imaginar, tendrían sus
oportunos rituales, ficciones, códigos morales, protocolos de
buenas prácticas y, por supuesto, sus equivalentes obispos, sacer-
dotes, pueblo llano creyente y grupos de herejes más o menos
fornidos y combativos.63 Ambos dispositivos de conocimiento,
bajo sus rostros más o menos sagrados y profanos, serían las
narraciones humanas que activarían las distintas sociedades para
adaptarse cognitivamente a entornos hostiles, confusos y cam-
biantes procesando información y reduciendo complejidad so-
cial y natural.64 El mito y el logos, la religión y la ciencia, en
suma, serían dispositivos de ordenación, investigación y domi-
nación de la realidad cuya estricta demarcación sería, en rigor,
inevitablemente convencional, contingente y socialmente cons-
tituida.65 En clara crítica del juicio severo y tal vez precipitado
que opone sin matices fe y razón, mito y logos, religión y ciencia,
parece razonable entender que quizá toda cultura, la cultura
moderna y occidental inclusive, requeriría de un sólido horizon-
te narrativo y simbólico que dé cuenta del origen del universo, la
esencia de las cosas y el significado de la existencia.66

El mito, la ciencia y el conocimiento

Es indudable que todas las sociedades heredan, emplean, pro-


ducen y transmiten conocimientos. Aceptemos, en todo caso, no
una razón humana última, infalible e incontestable sino maneras
múltiples y legítimas en su pluralidad a la hora de activar la men-

63. P. Feyerabend y A. Naess, El mito de la ciencia y su papel en la sociedad.


¿Por qué no ciencia también para anarquistas?, Valencia, Cuadernos Teorema,
Universidad de Valencia, 1979.
64. Niklas Luhmann, Confianza, Barcelona, Anthropos, Universidad Ibe-
roamericana, 2005.
65. Juan M. Iranzo Amatriaín, «La demarcación social entre ciencia y reli-
gión a examen desde la sociología del conocimiento científico», en Política y
Sociedad, n.º 22, 1996, pp. 17-32.
66. Hans-Georg Gadamer, Mito y razón, Barcelona, Paidós, 1997; Clifford
Geertz, Interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa, 2001; Jean-François
Lyotard, La condición posmoderna, Madrid, Cátedra, 2000.

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te, adaptarse cognitivamente a entornos complejos y procesar la
información que nos suministran nuestra razón limitada y nues-
tros falibles sentidos.67 El relato mítico, la creencia religiosa, la
contemplación metafísica y la racionalidad científica, en este sen-
tido, quizá deban concebirse no como estadios graduales, transi-
torios y progresivos sino como dispositivos cognitivos en gran
medida autónomos, irreductibles y estructurales.68 Estaríamos,
en todo caso, en presencia de esferas plurales de conocimiento
entre las que, qué duda cabe, siempre pueden entablarse relacio-
nes de tenso conflicto,69 de feliz armonía70 o de fría indiferencia.71
Las lógicas cognitivas y normativas aquí implicadas son en
cierto modo análogas y comparables, pero es claro también que
éstas no son del todo idénticas ni equiparables. En un caso, los
mediadores son los chamanes, los sacerdotes y las altas jerar-
quías eclesiásticas. Su saber ético y prescriptivo es revelado y se
autoproclama verdadero, perfecto e irreversible, pero su validez
no puede ser racional y empíricamente demostrada. A quien dis-
cute y no se atiene a los rectos preceptos, precisamente por asen-
tarse éstos en saberes y principios sagrados, se le acusa de incu-
rrir en pecado, herejía y profanación. El acceso al mundo divino
y trascendente se produce, pues, gracias en especial a la media-
ción de grupos religiosos acreditados para propiciar una inter-
pretación infalible de la voluntad suprema y las sagradas escri-
turas. En el otro caso, los mediadores son los científicos, sus
argumentos y sus métodos de investigación. Su saber descripti-
vo y explicativo quiere ser abierto, discutible y demostrable, pero
por ello mismo no puede ofrecer verdades absolutas sino enun-
ciados parciales, imperfectos y siempre revocables.72 La moder-
nidad, pues, implica la institucionalización de la duda, de una
duda que a partir de entonces será metódica, sistémica y disci-

67. Henri Atlan, Con razón y sin ella. Intercrítica de la ciencia y el mito,
Barcelona, Tusquets, 1991.
68. Max Scheler, Sociología del saber, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1973.
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72. Miguel Beltrán Villalva, Perspectivas sociales y conocimiento, Barcelo-
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plinada. Se consolida socialmente así ese potencial reflexivo,
creativo y transgresor que, para bien y para mal, por supuesto,
socava las tradiciones y cuestiona todo lo acríticamente dado
por supuesto y predeterminado.73 El contacto con el mundo
material e inmanente sólo se produce, entonces, gracias en par-
ticular a la mediación de colectivos expertos acreditados para
hacer un uso solvente de la razón crítica y de los instrumentos
de experimentación. Ambos dispositivos de conocimiento sur-
gen, prosperan, perduran y se aferran al corazón mismo de las
instituciones sociales contemporáneas gracias muy en particu-
lar a la labor primordial de sus respectivos profesionales de la
acción de mediación, traducción y representación.74
Es esencial para nuestra discusión, en definitiva, reconocer
que es en la miseria de la ciencia donde se halla la razón más
honda, íntima y valiosa del relato mítico y trascendente.75 Ahora
bien, cabe subrayar inversamente que es en la miseria del mito
donde reside la razón más ensalzable de la ciencia contemporá-
nea. El relato mítico, como hemos indicado, se ve hoy en día
también profundamente legitimado en virtud de la manifiesta
imposibilidad de la ciencia moderna para generar un sentido
último, un hondo aliento existencial y unos inequívocos patro-
nes normativos. Sin embargo, la razón científica se sabe igual-
mente justificada e interpelada en la medida en que el mito se
ubica más allá de toda conciencia crítica, reflexiva, liberadora y
descosificadora. Si el mito se abandona a su suerte y no es críti-
camente revisado y actualizado, ese sentido profundo que algu-
na vez pudo anidar en él corre el grave riesgo de convertirse en
un contrasentido obsoleto, desalmado y sin esperanza. Si la cien-
cia procede de espaldas a un legítimo horizonte social normati-
vo, a su vez, ésta corre también el muy grave riesgo de enfermar,
pervertirse y autodestruirse.

73. Anthony Giddens, Consecuencias de la modernidad, Madrid, Alianza,


1997; Emilio Lamo de Espinosa, Sociedades de cultura, sociedades de ciencia.
Ensayos sobre la condición moderna, Oviedo, Nobel, 1996.
74. Bruno Latour, «Dadme un laboratorio y moveré el mundo», loc. cit.;
Michel Callon, «Algunos elementos para una sociología de la traducción. La
domesticación de las vieiras y los pescadores de la bahía de Saint Brieuc», en
Juan M. Iranzo Amatriaín et al. (eds.), Sociología de la ciencia y la tecnología,
Madrid, CSIC, 1995, pp. 259-282.
75. Xavier Rubert de Ventós, «Miseria de la razón, razón del mito», en El
País, 1 de diciembre de 1997.

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El mito, pienso, puede ser fatal en tanto que relato cerrado,
destino necesario y sombra de la libertad, si bien la ciencia pue-
de ser también fatal en tanto que saber precario, dominio prácti-
co insuficiente e inercia instrumental a veces anómica y alienan-
te. Se perciben, en todo caso, algunas nítidas diferencias, pues
bien sabemos que el mito es más irreflexivo, inconsciente e in-
controlable y que la ciencia es más prudente, escéptica y admi-
nistrable. Es por ello, como bien se ha sabido subrayar, que las
sociedades tradicionales son más cerradas, opacas e inflexibles
y que las sociedades modernas son más abiertas, tolerantes y
críticas con los principios dogmáticamente establecidos.76 Am-
bas concepciones, según hemos querido constatar, ni nos libran
por entero de la adversidad, por supuesto, ni están libres en ab-
soluto de fundar nocivas perversiones. Si las patologías de la fe
son dañinas, ciertamente, no menos peligrosas son las patolo-
gías de la razón. Que no se pretenda habilitar en sociedad ningu-
na forma sagrada o profana de pureza, perfección o infalibili-
dad. Los referentes simbólicos de esta naturaleza son sin duda
muy útiles a las instituciones, precisamente para aupar su géne-
sis, asentar su desarrollo y regodearse en su autosatisfacción.
Aunque en ambos dominios, según hemos constatado, pocos
motivos sólidos existirían para justificar esta creencia infunda-
da en torno a la supuesta inmunidad del saber a su fatal degra-
dación y descarrilamiento. El relato mítico y la razón científica,
parece de recibo concluir, ponen en circulación dos lenguajes
sociales muy diferentes pero, al mismo tiempo, muy semejan-
tes. Es erróneo ignorar estas hondas tensiones, pero también es
desacertado no saber advertir esa doliente armonía de fondo que
late en estas mismas contrariedades. Sendos programas de co-
nocimiento, en sus plurales formas sagradas y profanas, son en
ciertos aspectos muy distantes, por supuesto, pero en otros inne-
gablemente afines y convergentes.

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LOS FANTASMAS DE LA SECULARIDAD.
RAZÓN Y FE EN UN MUNDO REENCANTADO

Marta Rodríguez Fouz


Universidad Pública de Navarra

La imaginación moderna soñó con una humanidad que se


liberaba definitivamente de los principios impuestos sobre el úni-
co e insuficiente criterio de la tradición, afirmando, contra ésta, la
racionalidad como fundamento orientador de las acciones. Esa
aspiración marcó el signo de una relación problemática con los
dogmas y con el reconocimiento de la autoridad religiosa en un
orden político y social que aspiraba a incorporar los logros de la
razón científica al ethos de una humanidad emancipada. El pro-
greso científico y tecnológico marcaba el horizonte hacia el que
dirigir la mirada a la hora de definir los destinos de la humanidad.
La emancipación, por vía de la racionalidad llevada a su máxima
expresión, dibujaba un futuro prometedor que parecía empezar a
tocarse con la yema de los dedos y que, además del dominio cre-
ciente sobre la naturaleza, parecía poder propiciar el dominio so-
bre el orden social, haciéndolo más justo. Así, el presente se pro-
yectaba como crítica contra el orden tradicional y contra el dog-
matismo convirtiendo la libertad y la autonomía en decisivas para
una articulación mejor de la vida en común.
En ese ideal, cuya fuente primera suele localizarse en el pen-
samiento kantiano, se asienta el proceso de secularización, que
instituye como ideal la plena separación entre los asuntos ecle-
siásticos y los asuntos públicos. Dicho proceso se materializaría
en dos cambios fundamentales: el primero, la pérdida de poder
de la Iglesia en las instituciones civiles; el segundo, la disolución
creciente de las explicaciones mágicas y sagradas ligadas a la
cosmovisión religiosa. Max Weber identificó gráficamente ese
curso de la modernidad como un «desencantamiento del mun-
do» que parecía consolidarse como rasgo característico de la

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cultura occidental.1 Así las cosas, modernidad y secularización
parecían ir de la mano. Implicando esa secularización transfor-
maciones en el ámbito público y en el privado.
Cuando hoy en día se analiza el mundo actual tratando de
localizar los signos de una secularización efectiva es fácil topar-
se con evidencias que probarían su fracaso, tanto cuando se tra-
ta del cumplimiento del sueño de una diferenciación estricta entre
la esfera pública y la religión, como cuando se incide en la diso-
lución de los universos simbólicos asentados sobre la fe. Ahí se
sitúa, precisamente, el posible valor descriptivo del término «post-
secularidad», pues permite ceñir una descripción de las realida-
des convivenciales actuales que incorpora el significado de aque-
llo que ha quedado atrás pero que no se olvida. Y no sólo no se
olvida, sino que, además, presta la clave interpretativa para ex-
plorar la actualidad, convirtiendo el tiempo presente, en cierta
medida, en un momento para calibrar el alcance real de las aspi-
raciones modernas. En particular, por lo que afecta al tema que
nos ocupa, de su proyecto de secularización y de esa «desmagifi-
cación» del mundo procurada por la racionalidad científica.2
En este trabajo me propongo atender al discurso que sella la
modernidad localizando tendencias y dinámicas opuestas a los
valores que aquélla impulsó como dignos de ser perseguidos. En
particular me interesa detenerme en la reflexión sobre cómo el
fracaso de la razón científica para fundamentar un comportamiento
moral se esgrime como explicación de la revitalización religiosa.
Los fuertes vínculos que se establecen entre la religión, como ele-
mento de trascendencia que rebasaría los límites de la realidad
material, y el comportamiento moral marcan la crítica a una racio-
nalidad que habría sido incapaz de fundar una ética sustitutiva de
las normas dictadas por los dioses. Se trataría, así, de explorar el
significado y las implicaciones de esa identificación entre verdad
religiosa y rectitud moral, identificación que acaba cayendo como
una losa sobre las pretensiones modernas de una humanidad libe-
rada de los mandatos divinos y dueña de su propio destino.
Para ello, ahondaré en el propósito de un «desencantamien-
to» progresivo del mundo incidiendo en la crítica que desestima
la posibilidad de ese movimiento y en las consecuencias para

1. Max Weber, El político y el científico, Alianza, Madrid, 1997, p. 200.


2. Ibíd.

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una humanidad que habría claudicado al verse obligada a reco-
nocer los límites de su razón. Desde la perspectiva crítica con las
ambiciones modernas, se constataría que los dioses habrían re-
sucitado recordando al hombre su condición mortal y la indi-
gencia de los sentidos inmanentes. Incluso podría decirse que
nunca habrían muerto y que simplemente aguardaban el bata-
cazo de la soberbia humana para regresar con renovadas ame-
nazas y promesas, muy en especial la de una justicia redentora.
No en vano, uno de los principales argumentos para la crítica a
los límites de la racionalidad moderna se deriva, como veremos,
de observar la barbarie que su mismo despliegue fue capaz de
propiciar rompiendo en mil pedazos el sueño de un orden más
justo y liberador, con lo que la imaginación de una instancia
superior que restituya la posibilidad de la justicia aparece como
tabla de salvación para recuperar el valor de una conducta guia-
da por preceptos morales.
Ante ese panorama que encuentra innumerables injusticias
ligadas al propio desarrollo de la racionalidad instrumental, la
emancipación soñada por la modernidad, en lo que atañe a las
ataduras religiosas y a la incuestionabilidad de la fe, pero también
a la reclusión de la religión en la esfera privada, aparecería a los
ojos del mundo presente como un espectro fantasmal que susurra
a quienes quieran oírlo los anhelos de una frustración. Serían fan-
tasmas de la secularidad que comparecerían como visiones qui-
méricas fruto de la imaginación y como imágenes que reprodu-
cen cosas pasadas y lejanas que pueden turbar el ánimo sin alcan-
zar a materializarse.3 La aspiración a ordenar el mundo según los
designios de la razón y a deshacerse de toda clase de imposición
que se derivara de tradiciones incuestionadas se habría converti-
do en un cadáver que no obstante se resiste a recibir su sepultura
definitiva.4 Como ocurre en los relatos de fantasmas, el aliento de
esos muertos continúa vagando por la tierra buscando a quienes
les atiendan y estén dispuestos a llevar a cabo aquello que no pu-

3. Aquí sintetizo las acepciones que el diccionario de la Real Academia de


la Lengua Española recoge para el término «fantasma».
4. José Casanova define esa aspiración como secularismo, al que identifica
como ideología en su sentido más perverso. Puede verse «Lo secular, las secu-
larizaciones y los secularismos», en este mismo volumen. De esa identifica-
ción me ocuparé con mayor detalle en el último apartado.

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dieron cumplir en vida. Mientras ese anhelo no se cumpla, no
habrá descanso para esas almas en pena.
Con esas premisas, el texto se organiza siguiendo tres blo-
ques que se corresponden con tres grandes ámbitos que permi-
ten dirigir la mirada hacia ese mundo reencantado, designado
así para subrayar la pérdida de correlación empírica de la tesis
del desencantamiento, algo que, como es sabido, el propio We-
ber había anticipado bajo la forma de nuevos encantamientos
propiciados por los procesos de racionalización. Así, en primer
lugar me ocuparé del concepto de «progreso», señalando cómo
caracteriza el sentido del curso de la historia de la primera mo-
dernidad y cómo la irrupción de la barbarie en el mismo seno
del mundo «civilizado» provocó la necesidad de un revisión crí-
tica de la confianza en las virtudes de la racionalidad científica y
técnica. En segundo lugar atenderé al concepto de «verdad» y a
las repercusiones del mantenimiento de la creencia en «verda-
des trascendentes» para la articulación de la vida pública en Es-
tados autodefinidos como laicos. Ahí la separación entre los po-
deres públicos y la Iglesia como institución muestra sus mayo-
res dificultades prácticas, en especial cuando se trata de dirimir
cuestiones sociales polémicas cuya significación varía enorme-
mente en función de la creencia o no en determinados dogmas
de fe. Por último, en el tercer apartado, dedicaré la atención al
concepto de «moral», subrayando las posibles consecuencias de
la estrecha vinculación tradicional que se tiende a establecer entre
imperativos morales y religión.
En cualquier caso, los tres ámbitos se exploran siguiendo un
hilo conductor que enlaza con la reflexión sobre las llamadas
«guerras culturales» (culture war) y que trata de situar su recien-
te irrupción en el escenario de una globalización que tiene que
enfrentarse a dilemas morales suscitados por cosmovisiones dis-
tintas que ya no pueden ignorarse mutuamente. Se trata, en suma,
de constatar qué dificultades se localizan para la resolución de
esas guerras culturales, tanto cuando el enfrentamiento se deri-
va de un escenario multicultural como cuando se expresa en el
interior de un mismo ámbito cultural recorrido por concepcio-
nes acerca de lo «bueno», lo «justo», lo «correcto» absolutamen-
te irreconciliables. La idea de un universalismo moral asentado
en el reconocimiento del pluralismo de valores encuentra en el
terreno empírico sus mayores desafíos, en especial cuando cues-

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tiones como la homosexualidad, el aborto, la educación sexual,
la eutanasia... aparecen significativamente cargadas de interpre-
taciones opuestas donde el acuerdo unánime a la hora de esta-
blecer alguna regulación específica es imposible.
Con ese asunto explícito como telón de fondo se tratará de
recorrer esos tres grandes ámbitos conceptuales (progreso, ver-
dad, moral) en su relación con la búsqueda de una seculariza-
ción efectiva propugnada por la modernidad. El fracaso de esa
secularización podría explorarse desde la hipótesis, obviamente
discutible, de que con la pérdida de esa emancipación de los
poderes públicos (esto es, de aquellos que condicionan y definen
normativamente la articulación de la vida en común) respecto
de la religión como institución y como doctrina, las oportunida-
des para un entendimiento que impida la emergencia de nuevas
guerras culturales se desvanecen. Aunque también hay que de-
cir que el propio sueño de un entendimiento inter- e intracultu-
ral pleno y pacificador, expresado como respeto al universalis-
mo moral, resulta poco realista. Su ingenuidad se asienta sobre
una interpretación sesgada y parcial de la condición humana
muy similar a la que daba alas a la pretensión moderna de una
racionalidad definitivamente liberadora.

I. El progreso como piedra de toque de los anhelos modernos

Es ya un lugar común considerar que uno de los errores de


interpretación acerca de la realidad cometidos por la primera
modernidad fue su confianza en el progreso. Entender que la
historia podía narrarse como liberación progresiva de los yugos
materiales y espirituales invitaba a mirar hacia atrás desde la
perspectiva de una altura de los tiempos que convertía en atávi-
cas aquellas formas de vida que ignoraban los avances de la ra-
cionalidad.5 La razón se convertía en determinante para diluci-
dar la barbarie o el desarrollo de una cultura, instituyéndose así
una mirada sesgada que prometía un futuro brillante para la
humanidad que se atreviera a pensar dejando atrás su «culpable

5. Cf. Hans Joas, «La modernidad de la guerra. La teoría de la moderniza-


ción y el problema de la violencia», en Josetxo Beriain (ed.), Modernidad y
violencia colectiva, CIS/Academia, Madrid, 2004 (pp. 49-62), passim.

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minoría de edad».6 Los monstruos que campaban a sus anchas
cuando la razón dormía y que habían asustado al hombre desde
tiempos inmemoriales se disipaban al despertar.7 El asombroso
avance tecnológico y científico guiado por las luces de la inteli-
gencia mostraba el camino a seguir e incitaba a imaginar el pro-
greso como clave del curso de la historia. La visión dialéctica
incluso incorporaba en positivo aquello que aparecía como mi-
seria, dolor y violencia.8 El progreso dotaba de sentido al curso
de los acontecimientos y permitía anticipar la dirección idónea
del esfuerzo humano. Así, la ciencia, como estandarte del pro-
greso, alcanzaba un estatuto privilegiado que se derivaba de su
visible eficacia convirtiéndose en un modelo para la acción.
El vuelco de esa confianza no tardó en llegar con los episo-
dios de la Primera Guerra Mundial y del Holocausto como refe-
rentes cruciales que inician la sospecha hacia los vínculos entre
modernidad y barbarie.9 No sólo la razón no había liberado a la

6. Puede verse el clásico trabajo de Immanuel Kant sobre el significado de


la Ilustración, donde explicita la idea de esa culpable minoría de edad vincu-
lándola al descubrimiento de la posibilidad de una madurez que se acoja cons-
cientemente al desafiante y sugestivo lema «sapere aude!». Véase Immanuel
Kant, «¿Qué es la Ilustración?», en Filosofía de la historia, Fondo de Cultura
Económica, Madrid, 1992 (pp. 25-38) [1784].
7. Recuérdese el famoso grabado de Goya «El sueño de la razón produce
monstruos».
8. Suele considerarse a Hegel como el representante filosófico más genui-
no de la aplicación de la dialéctica al análisis de los procesos históricos; un
análisis que reconoce el Estado como la síntesis de ese proceso dialéctico y
que, por tanto, justifica a posteriori los momentos violentos y dolorosos pre-
vios a su irrupción objetiva. Marx reescribiría el significado de esa dialéctica
transformándola en un materialismo dialéctico que, frente a la suposición de
que los procesos históricos conducen a la objetivación de la Idea, manejaba la
suposición de que dichos procesos estaban condicionados por la realidad
material que marcaría la irrupción de una etapa de igualdad y justicia social
que conllevaría la desaparición del Estado y que legitimaba los pasos previos
de un revolución violenta y de la consabida dictadura del proletariado. Ambos
modelos de análisis comparten, pese a sus notables diferencias, la sugestión
por un movimiento de progreso que conduce dialécticamente a una supera-
ción del pasado y que sitúa determinado presente como culminación históri-
ca de un destino objetivo.
9. La visión de la Primera Guerra Mundial como un episodio dramático
que pone a prueba los valores asociados a la conciencia moderna la planteé
con mayor detalle en Marta Rodríguez Fouz, «Héroes y villanos. La derrota de
la conciencia moderna en la experiencia de entreguerras», en Josetxo Beriain

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humanidad, sino que había contribuido decisivamente a la efi-
cacia en el asesinato de millones de seres humanos. Ahí la razón
instrumental mostró sus déficits prestando poderosos argumen-
tos a quienes reclaman la necesidad de embridar la razón con el
pulso firme de los valores morales, asentados sobre verdades
trascendentes cuyo aliento sería ajeno a los fundamentos de la
racionalidad.
El episodio del Holocausto aparece como un referente inex-
cusable en la imagen actual acerca de la racionalidad moderna y,
en rigor, impide cualquier alusión acrítica a sus beneficios, impo-
niendo, de hecho, la necesidad de incorporar al relato de la mo-
dernidad triunfante la versión sobre los riesgos propiciados por
una racionalidad incapaz de calibrar moralmente el sentido y al-
cance de sus acciones. También el desarrollo de las armas atómi-
cas y el uso de las mismas en Hiroshima y Nagasaki se conjugan
como elementos indiscernibles de la barbarie moderna, auspicia-
da por el progreso de un conocimiento científico que gusta de
autodefinirse como moralmente neutro.10 A esas referencias inex-
tricablemente unidas a la racionalidad instrumental del Occiden-
te moderno, se les une el temor actual a la impotencia de la cien-
cia para hacer frente a los desastres ecológicos que el desarrollo

(ed.), Modernidad y violencia colectiva, op. cit., pp. 251-279. Sobre los vínculos
entre modernidad y barbarie el libro de Zygmunt Bauman, Modernidad y Ho-
locausto, se ha convertido en una referencia obligada que, además, gracias a
su eco en la sociología actual aparece como un lugar común en la última
década (véase Zygmunt Bauman, Modernidad y Holocausto, Sequitur, Madrid,
1997 [1989]). No obstante, es necesario precisar que no es ni mucho menos el
primer autor que subraya los estrechos vínculos entre el proyecto moderno y
una ceguera moral que habría propiciado la materialización de uno de los
múltiples cursos posibles abiertos por la racionalidad instrumental. Sobre la
relación entre modernidad y violencia pueden verse los trabajos recopilados
en Josetxo Beriain (ed.), Modernidad y violencia colectiva, op. cit.
10. Con todo, hay que recordar que la incorporación del episodio de Hi-
roshima y Nagasaki al relato de la barbarie moderna no fue tan directo ni
rápido como pudiera imaginarse pues, no en vano, durante décadas fue legi-
timado por sus autores como una acción bélica necesaria. Sobre ese ejerci-
cio de legitimación he reflexionado en Marta Rodríguez Fouz, «El miedo
nuclear. Amenazas y desvelos en un mundo globalmente atemorizado», en
Josetxo Beriain e Ignacio Sánchez de la Yncera (eds.), Sagrado y profano.
Nuevos desafíos al proyecto de la modernidad, CIS/Academia, Madrid, 2010
(pp. 271-294).

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tecnológico estaría provocando.11 El accidente de Chernóbil, el
agujero en la capa de ozono, las teorías sobre el calentamiento
global como efecto de los gases invernadero producidos por el
hombre... forman parte de un paisaje familiar que cuestiona siste-
mática y empíricamente la idea de progreso que alentó aquella
primera modernidad seducida por el espejismo del creciente do-
minio sobre la naturaleza. Así, frente a la confianza moderna en el
poder de la razón, encontramos el argumento del carácter desal-
mado de la orientación instrumental de la racionalidad, que pre-
cisa, por tanto, de la vocación moral de los sujetos para no gene-
rar barbarie. Pero encontramos, también, el desafío de una natu-
raleza que habría venido a mostrar la necesidad de sujetarse a sus
propias reglas. Aquí me voy a centrar en el primero de los desa-
fíos, es decir, en la solicitud de un aliento moral que marque los
pasos de la racionalidad, aunque, obviamente, ambos están co-
nectados. De hecho, la responsabilidad que se le solicita a la cien-
cia y al desarrollo tecnológico desde la anticipación de su impo-
tencia se asienta en una orientación moral específica que consi-
dera valioso el cuidado del planeta para las generaciones que lo
habitarán en el futuro más o menos inmediato.12
Es evidente que esas quiebras históricas afectan decisiva-
mente a la idea de progreso vinculada a los efectos de la raciona-
lidad. Deja de poder acudirse a un relato que identifica el curso
de la historia de la modernidad como progreso, tanto en su sen-
tido científico-técnico (pues se topa con los límites de la raciona-
lidad científica y con la incertidumbre de los efectos no intencio-
nales y de la virtual emergencia de nuevos e impredecibles ries-
gos) como en un sentido moral. La idea de progreso se carga de
un contenido ideológico difícil de eliminar. Con todo, más allá
de esa constatación que enlaza antes con nuestra percepción

11. Puede verse Zygmunt Bauman, Miedo líquido. La sociedad contemporánea


y sus temores, Paidós, Barcelona, 2007 [2006]. De los riesgos asociados al impre-
sionante desarrollo de la ciencia en el campo de la energía nuclear me ocupé con
mayor atención en Marta Rodríguez Fouz, «El miedo nuclear», loc. cit.
12. Sobre el principio de responsabilidad ligado a esa idea de la naturaleza
como legado, puede verse Hans Jonas, El principio de responsabilidad, Herder,
Barcelona, 1995. Sobre la conciencia acerca de las incertidumbres asociadas
a nuestras acciones e inacciones, puede verse Niklas Luhmann, Observacio-
nes de la modernidad. Racionalidad y contingencia en la sociedad moderna,
Paidós, Barcelona, 1997 [1992], pp. 121-138.

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acerca de los olvidos e ingenuidades de una versión lineal del
progreso que con el propio proceso reflexivo de la modernidad,13
puede ser interesante apuntar cómo se reescribe la confianza en
el poder liberador de la razón desde el centro mismo de quienes
enarbolaron con mayor conciencia la bandera de la moderni-
dad. Sólo subrayando esa confianza puede comprenderse la bru-
tal conmoción cognitiva que les supuso la experiencia del holo-
causto. Y cómo dicha conmoción terminó suscitando la pregun-
ta por la posibilidad real de la justicia. Las reflexiones desde la
vida dañada,14 la búsqueda de un sentido incondicionado,15 las
indagaciones sobre el miedo a la libertad,16 o la descripción del
progreso como un viento huracanado que amontona ruinas a su
paso,17 expresan un pesimismo antropológico que se deriva del
contexto vital de unos sujetos comprometidos con los valores de
la autonomía moderna. Ser testigos del fracaso de la racionali-
dad dinamita su optimismo, pero, con todo, no evita que conti-
núen apostando por su potencial emancipador.
La pregunta por la posibilidad de hacer justicia a todas las
víctimas de la historia, en particular, a los millones de seres hu-
manos exterminados durante el Tercer Reich, se convierte en
una obsesión para la teoría crítica que, por ejemplo, en Horkhei-
mer, acaba expresándose como anhelo de lo «totalmente otro», y
en Benjamin, como un mesianismo histórico que abre la puerta
a la imperiosidad de una justicia anamnética.18 En esa revisión
del progresivo potencial emancipador del saber auspiciado por
la Ilustración puede localizarse cierta claudicación que apunta
hacia los límites de la racionalidad moderna a la hora de gene-
rar sentido. No olvidemos que la teoría crítica incide con espe-

13. Sobre el concepto de modernidad, puede verse Albrecht Wellmer (1996),


Finales de partida: la modernidad irreconciliable, Frónesis Cátedra, Universi-
dad de Valencia, Valencia, 1996 [1993]; Peter Wagner, Sociología de la moder-
nidad, Herder, Barcelona, 1997 [1994].
14. Theodor W. Adorno, Minima Moralia, Taurus, Madrid, 1997 (1.ª ed.
1987) [1951].
15. Max Horkheimer, Anhelo de justicia. Teoría crítica y religión, Trotta, Ma-
drid, 2000.
16. Erich Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Barcelona, 1990 [1942].
17. Walter Benjamin, Discursos interrumpidos, I, Taurus, Madrid, 1990.
18. Puede verse el exhaustivo análisis sobre las «tesis de filosofía de la histo-
ria» de Benjamin en Manuel Reyes Mate, Medianoche en la historia, Trotta,
Madrid, 2006.

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cial empeño en la cosificación de las almas propiciada por el
industrialismo19 y que, como veremos en el último apartado, la
racionalidad es desestimada como referente para establecer un
código normativo que domestique la tentación del mal. A partir
de ahí, la advertencia acerca de los vínculos entre modernidad y
barbarie se convierte en un argumento básico para que penetre
la convicción de que el comportamiento orientado por valores
sólo puede asentarse sobre el reconocimiento de verdades tras-
cendentes. Aunque no fuera ésa, obviamente, la dirección que
marcaba la teoría crítica.
El señalamiento de los excesos de la modernidad que se ex-
presa en la constatación de la incapacidad de la racionalidad
científica para conducir a un comportamiento moral y para dis-
tinguir, por lo tanto, entre el bien y el mal, aporta razones de
peso para quienes reclaman la necesidad de una fundamenta-
ción trascendente de los valores morales. Desde esa perspectiva
se entiende que la razón humana no puede bastarse por sí sola
para guiar rectamente a la humanidad hacia el respeto de unos
valores considerados universales (aquellos que arrasaron y des-
oyeron el Holocausto y las bombas de Hiroshima y Nagasaki).
La frustración del sentido del progreso constatado por esos y
otros episodios dramáticos del siglo XX, habría conducido a una
revitalización del sentido último comprometido con la existen-
cia de un universo metafísico y trascendente que permita alguna
forma de justicia redentora. No en vano, la existencia misma de
la culpa enlaza tradicionalmente con la necesidad de un castigo
y la apelación a la virtud tiende a incentivarse con la promesa de
una recompensa.20 Ambos elementos, principalmente el prime-
ro, constituyen los ejes centrales de la justificación de la coer-
ción normativa, pero más allá de la función cohesiva que pudie-
ra desempeñar esa coerción, la mirada interpeladora hacia las
víctimas de la historia muestra los límites de la justicia que pu-
diera llegar a materializarse. No sólo desde la imposibilidad de
resarcirles por el daño provocado, sino también desde la mani-
fiesta incapacidad humana para evitar nuevos desastres. A par-

19. Cf. Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración,


Trotta, Madrid, 1994 [1947], p. 81.
20. Piénsese, por ejemplo, en el infierno de los católicos, en la salvación
eterna de las almas, en el relato bíblico del Juicio Final...

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tir de ahí, la remisión a un horizonte de trascendencia donde las
acciones humanas sean oportunamente juzgadas aparece como
un oportuno rescate del valor normativo de los preceptos reli-
giosos. No en vano, por regla general, la impunidad ante un de-
lito tiende a percibirse socialmente como una forma de injusti-
cia. De un modo u otro, toda religión explicita un modelo de
vida «buena» que tiene su recompensa. Y, a la inversa, un modo
de vida «mala» o pecaminosa que tiene su castigo. Ese modelo
está asociado a una determinada concepción acerca de los valo-
res que merecen ser seguidos y defendidos, de ahí que espontá-
neamente tienda a identificarse el nihilismo, el descreimiento, el
ateísmo o el materialismo, como vías de fuga para la pérdida de
los valores.21 Y que se acepte, además, que habría sido la ausen-
cia de referentes metafísicos la que explicaría la barbarie moder-
na y los desatinos de una racionalidad autorreferencial y ciega a
los designios del espíritu.22
El cuestionamiento del proyecto de modernidad como ga-
rantía de progreso interfiere en la valoración de sus postulados
primordiales, y muy en particular, en aquel que apunta hacia las
virtudes de la racionalidad humana para definir los horizontes
de la acción intersubjetiva. Los episodios dramáticos que jalo-
nan el siglo XX testimonian contra la confianza en el poder libe-
rador de la razón y, por alcance, acaban argumentando a favor
de una revisión de los supuestos contenidos en el programa
moderno. Muy en particular, de aquellos que apuntan hacia la
devaluación de la orientación emotiva y simbólica de las accio-
nes. De ahí que la ruptura de la confianza en el progreso guiado

21. Sobre esto me ocuparé más detenidamente en el tercer apartado.


22. Hay una imagen cinematográfica que no me resisto a traer aquí, pues
permite sintetizar magníficamente la sospecha sobre la vinculación entre los
mandatos divinos y la posibilidad del bien en la tierra. En La loca historia del
mundo, Mel Brooks presenta a Moisés recibiendo de Dios las tablas de la ley
para que las dé a conocer a los hombres. Cuando Moisés se dispone a hacerlo
comienza anunciando «Aquí tenéis estos quince...», momento en el que se le
cae, haciéndose trizas, una de las tablas. Moisés reacciona corrigiendo su dis-
curso: «Aquí tenéis estos diez mandamientos...». El hueco dejado por esa tor-
peza, los cinco mandamientos que nunca serán comunicados a los hombres,
contendría las claves para un orden social ajustado a los designios divinos.
Nuestra «chapuza» habría comenzado antes incluso de empezar a desobe-
decer a Dios... Puede verse la secuencia en versión original en: http://
www.bibliasfera.net/?p=263.

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por las luces de la razón acabe prestando argumentos a quienes
consideran que la única fuente promisoria de la capacidad para
discernir entre el bien y el mal se encuentra en la existencia de
un sentido de la trascendencia que incorpora la posibilidad de
una justicia ultraterrenal, restituyendo, en cierta medida, el va-
lor de la teodicea frente a la filosofía de la historia inscrita en la
versión ingenua de la evolución como progreso. La racionalidad
científica habría mostrado sus cegueras morales, deshaciendo,
con ello, el virtual entramado que la convertía en decisiva para
garantizar el progreso material y cultural de la humanidad.23
En cualquier caso, más allá de las revisiones del valor de la
racionalidad humana a las que fuerza la sangrienta y accidentada
historia reciente, hay una vertiente de esa lectura del progreso his-
tórico que también puede tener interés a la hora de profundizar en
el sentido de considerar los tiempos actuales en términos de
postsecularidad. Me refiero a las implicaciones que se derivan de
la secuencia que sitúa el proceso de secularización en un momen-
to anterior ya superado. Se constata el incumplimiento de las am-
biciones modernas, su mirada sesgada y particularista incapaz de
advertir que la secularización habría sido la excepción en un mun-
do caracterizado por cosmovisiones que no discuten el carácter
sagrado de determinadas verdades. La regla sería la presencia
masiva de tradiciones religiosas que no son ni habrían sido cues-
tionadas por la racionalidad europea. Sin embargo, el pensamien-
to que recoge esa evidencia, cuando la expresa como postseculari-
dad, lo hace sobre la inevitabilidad del conocimiento de la frustra-
ción de ese proceso. El judaísmo, el cristianismo, el catolicismo, el
protestantismo... habrían andado el camino del cuestionamiento
de su contenido de verdad y, así, cuando comparecen en la vida
pública reclamando protagonismo lo hacen necesariamente des-
de la conciencia de remar contra una corriente que ha tratado de
desembarcarles. Por eso el diagnóstico de la postsecularidad está
obligado a dirigir la mirada hacia esos fantasmas que continúan
defendiendo las virtudes de un desencantamiento efectivo del

23. Tolstoi va mucho más allá, restando a la ciencia todo sentido al considerar
que no permite dar respuesta a los interrogantes esenciales de la vida humana,
esto es, a aquellos que enlazan con la búsqueda de orientaciones para la acción.
«La ciencia carece de sentido puesto que no tiene respuesta para las únicas cues-
tiones que nos importan, las de qué debemos hacer y cómo debemos vivir» (cita-
do por Max Weber en El político y el científico, op. cit., p. 207).

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mundo. Unas virtudes que enlazan con el cuestionamiento de que
la autoridad moral deba asentarse sobre relatos míticos y verdades
reveladas. Ese proceso de reafirmación de la religión frente a los
embates del «secularismo» se percibe como un reto para recupe-
rar el terreno perdido y, en particular, en el caso específico de la
Iglesia católica, viene expresándose como llamada a la «reevange-
lización» de la vida social.24
Es decir, el fracaso moderno en la interpretación de la racio-
nalidad como factor decisivo para garantizar un progreso que
permitiera un orden más justo acaba repercutiendo sobre el valor
de su proyecto de secularización, abriendo de par en par la puerta
a las corrientes de pensamiento que reclaman el protagonismo
público de las grandes tradiciones religiosas para orientar moral-
mente las acciones. Ese reclamo muestra sus efectos más polémi-
cos cuando se trata de dirimir decisiones que afectan al conjunto
de la sociedad y donde la controversia, cognitiva y valorativa, impi-
de un acuerdo aceptable por todas las partes afectadas. La ley del
aborto, la regulación sobre la muerte asistida, el matrimonio ho-
mosexual... aparecen como paradigmas de debates públicos cuya
resolución no puede conducirse según las reglas de una discusión
racional. Desde el punto de vista de las creencias sobre la familia
tradicional, sobre el valor sagrado de toda vida, incluida la del
feto, sobre el suicido y la muerte asistida... el argumento de la
mayoría democrática (y la legitimidad legislativa que pueda deri-
varse de esa mayoría) carece de valor.25 Con todo, en principio, el
resultado de esa reedición de la solicitud de protagonismo públi-
co para la conciencia religiosa no tendría por qué apuntar hacia
un enfrentamiento entre creyentes y no creyentes, sino a la acep-
tación de las mutuas interdependencias en el proceso de forma-
ción de una conciencia pública. Como señala Habermas:

Con el término «postsecular» no sólo quiere indicarse la acepta-


ción pública hacia las comunidades religiosas por su contribución

24. Puede verse el mensaje del papa Benedicto XVI en sus recientes visitas
pastorales a España e Inglaterra.
25. Puede señalarse cómo, no por casualidad, Joseph Ratzinger advierte
que «las mayorías también pueden ser ciegas e injustas» (Joseph Ratzinger,
«Lo que cohesiona al mundo. Los fundamentos morales y prepolíticos del
Estado liberal», en Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger, Entre razón y reli-
gión. Dialéctica de la secularización, Fondo de Cultura Económica, México,
2008 (pp. 35-54), p. 39).

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funcional en lo que se refiere a la reproducción de motivos y
actitudes deseados. Más bien resulta que en la conciencia públi-
ca de una sociedad postsecular se refleja una comprensión nor-
mativa que tiene consecuencias para el trato político entre ciu-
dadanos no creyentes con ciudadanos creyentes. En la sociedad
postsecular se impone la evidencia de que la «modernización de
la conciencia pública» abarca de forma desfasada tanto mentali-
dades religiosas como mundanas y las cambia reflexivamente. Si
ambas posturas, la religiosa y la laica, conciben la secularización
de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario,
pueden entonces tomarse en serio mutuamente sus aportaciones
en temas públicos controvertidos también desde un punto de vis-
ta cognitivo [Habermas, 2008: 29].

En el último apartado veremos qué implicaciones tiene esa


identificación de la sociedad postsecular como un escenario don-
de habrán de incorporarse las mentalidades religiosas como pie-
zas imprescindibles en la explicitación y resolución de los con-
flictos normativos. El freno a los excesos de un laicismo que se
habría interpretado, en mi opinión injustamente, como anticle-
ricalismo coincide con un fortalecimiento de la presencia públi-
ca de debates cuyo contenido remite expresamente a conviccio-
nes inamovibles. Así, la idea de un aprendizaje mutuo o de un
diálogo respetuoso que cierre controversias aparece como una
apuesta que no alcanza a calibrar adecuadamente la fortaleza
de nuestros nudos de convicción, máxime cuando están vincula-
dos a valores, algo que ocurre inevitablemente siempre.26
Tras este primer apartado, pasaré ahora a ocuparme especí-
ficamente del concepto de verdad, partiendo, por un lado, de la
revisión del mismo que propicia la racionalidad moderna en el
campo de las ciencias y, por otro, de la significación que posee

26. La cuestión de la naturaleza de los valores, de su centralidad en la orien-


tación de la conducta y en las transformaciones sociales, así como en especial la
necesidad de esclarecer a fondo la cuestión del origen de las referencias a los
valores y de las vinculaciones con ellos, se muestran como un conjunto de desa-
fíos teóricos pendientes en el proceso de maduración de la teoría social. Segura-
mente nadie lo ha planteado antes y desde luego de una manera tan clara y
contundente como Hans Joas. Véase Hans Joas, Creatividad, acción y valores.
Hacia una teoría sociológica de la contingencia, México, Universidad Autónoma
Metropolitana Unidad Iztapalapa / Grupo Editorial Miguel Ángel Iturri, 2002.
Su obra fundamental al respecto es Die Entstehung der Werte, Frankfurt, Suhr-
kamp, 1997 [The Genesis of Values, Ed. Polity Press, 2000].

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para el contenido doctrinal de las religiones. La revisión de dos
concepciones singulares y en cierta medida opuestas sobre la
verdad permite acercarse transversalmente a la propuesta de una
racionalidad que solicita la suspensión de la referencia a las ver-
dades últimas y absolutas como clave para el entendimiento ante
los conflictos normativos. Los límites de esa racionalidad, inspi-
rada en el proyecto moderno y en su propósito secularizador,
permiten ahondar en las dificultades de resolución de las llama-
das «guerras culturales», unas dificultades que enlazan con la
resistencia de nuestras convicciones más profundas, a las que
tendemos a identificar tercamente como verdad.

II. La verdad y la conciencia moral sobre el bien y el mal

En la lectura de la historia en clave de progreso la ciencia


aparece como el paradigma de una acumulación de conocimien-
to que permite un avance sostenido que garantizaría el desarrollo
de la civilización.27 En ese camino, que puede contarse inicial-
mente como el paso de la magia a la ciencia28 y que acaba instau-
rando la sustitución «revolucionaria» de los paradigmas como
modelo del avance del conocimiento científico,29 la relación de la
ciencia con la verdad se habría transformado hasta dar lugar a

27. Ya hemos advertido cómo ese supuesto de una acumulación progresiva


ha sido corregido por la propia constatación de los efectos negativos de la pre-
sión tecnológica sobre el medio ambiente o de los riesgos unidos a determina-
dos avances en el campo de las ciencias. No obstante, el mundo occidental
parece compartir una característica visión optimista sobre los efectos del avan-
ce en el conocimiento científico. De hecho, la insistencia por parte de grupos
críticos con el sistema actual en la posibilidad más o menos inmediata de la
llegada a un punto de no retorno no consigue penetrar en la conciencia ecológi-
ca de un mundo que parece esperar que la ciencia permita perpetuar nuestra
voracidad energética y frenar las consecuencias de nuestra presión sobre el
conjunto del planeta. Esa singular confianza puede escribirse como la conver-
sión a una nueva forma de fe, donde Dios sería sustituido por la ciencia, y se
impondría la creencia en que «la razón científica proveerá». Sobre esa cuestión
he reflexionado particularmente en el trabajo «Ruinas del futuro. La imagina-
ción del desastre en las “profecías” de un Apocalipsis mundano», presentado en
los VII Encuentros de Teoría Sociológica celebrados en Sevilla.
28. Cf. Adorno y Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración, op. cit., pp. 65-66.
29.Véase Thomas S. Khun (1975), La estructura de las revoluciones científi-
cas, Fondo de Cultura Económica, México, 1975 [1962].

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una concepción de la misma extraordinariamente dúctil. La acep-
tación del carácter falsable de toda «verdad científica» aúpa el
proceso del conocimiento como único baluarte del acierto de las
conjeturas de la comunidad de expertos.30 Es más, sólo la posibi-
lidad de ser rebatidas prestaría a las «pretensiones de verdad» el
estatuto de científicas. Sin esa apertura programática a la varia-
ción eventual de sus postulados en función de los avances en el
conocimiento, la ciencia aparecería como un ejercicio de fe.31
En ese proceso de transformación del concepto de verdad es
interesante observar cómo acaba siendo afectada la religión en la
medida en que su misma esencia es la creencia en que existe una
verdad trascendente, en el sentido de que «está más allá de los
límites del conocimiento posible».32 Las verdades de la fe, de he-
cho, no pueden ser cuestionadas sin incurrir en pecado o herejía.
Creer es abrazar una fe y, por eso, las crisis de fe sólo pueden ser
resueltas o desde el descreimiento definitivo o desde la acepta-
ción de la inefabilidad de los designios divinos, cuya expresión
más radical, y también inusual, la encontramos en Kierkegaard.33

30. Véase Theodor W. Adorno, Karl Popper et al., La disputa del positivismo
en la sociología alemana, Barcelona, Grijalbo, 1973 [1969].
31. Fe en un sentido obviamente distinto al señalado al apuntar la ingenui-
dad de la confianza en un progreso sostenido garantizado por el conocimien-
to científico.
32. Según la segunda acepción del Diccionario de la Real Academia de la
Lengua Española.
33. Sobre la vivencia de inefabilidad de la fe, del «salto mortal» que supone
la asunción de su contenido de verdad, es extraordinariamente valioso el tra-
bajo de Søren Kierkegaard, Temor y Temblor. En él profundiza en la angustia
del creyente ante mandatos divinos que ponen a prueba la fortaleza de la fe,
en particular, ante el que se ilustra con el relato bíblico del sacrificio de Isaac,
primogénito de Abraham, exigido por Dios a éste (Søren Kierkegaard, Temor y
temblor, Tecnos, Madrid, 1995 [1843]). Con todo, hay que advertir que Kierke-
gaard aparece como una personalidad singular en el reclamo de esa vivencia
angustiada de la fe y que, de hecho, se muestra combativo con una cristian-
dad que, bajo su punto de vista, edulcoraba el significado de la fe, devaluándo-
la. Del pensamiento de Kierkegaard me ocupé con mayor detalle en Marta
Rodríguez Fouz, «La historia intempestiva. El asalto íntimo a la conciencia
religiosa en Søren Kierkegaard», en Pasiones discursivas. Desafíos de la re-
flexión sociológica, Universidad Pública de Navarra, Pamplona, 2004 (pp. 55-
85). Puede apuntarse aquí, que el mundo musulmán utiliza ese episodio bíbli-
co como motivo para la celebración de la «Fiesta del cordero», en la que sacri-
fican un cordero recordando la decisión final de Yahvé de sustituir por éste a
Isaac en el sacrificio. En esa celebración no parece haber la menor reflexión

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La relación de la religión con el conocimiento tendría un
rasgo de problematicidad que, por ejemplo, en el caso del cato-
licismo, asoma ya en las primeras páginas de su libro sagrado.
El relato de la expulsión del paraíso en el Antiguo Testamento
se afirma como castigo divino contra los hombres por desobe-
decer la orden de no comer del árbol de la ciencia del bien y del
mal.34 El pago para disfrutar del paraíso es la ignorancia. La
aspiración al saber y al conocimiento se define así desde la des-
obediencia a un mandato divino y como ejercicio de soberbia
que condena a las criaturas de Dios.35 Sólo Dios sería omnis-
ciente, y la ambición de Adán y Eva por conocer el bien y el
mal, por alcanzar la sabiduría, es castigada con una expulsión
que persigue evitar que coman también del árbol de la vida,
pues eso les haría inmortales y les convertiría, por tanto, en
dioses.36 Sólo la verdad revelada, es decir, aquello que Dios ha-
bría querido dar a conocer a los hombres, estaría libre del ries-
go del pecado, proveyendo además de una prueba esencial para
la condena inmisericorde hacia quienes se niegan a escucharla
o la cuestionan. Es decir, desde esa tradición cultural y religio-
sa, profundamente arraigada en nuestra sociedad, la verdad
revelada aparece como fuente de sentido, permitiendo, por un

sobre el significado estricto de la prueba de fe que, desde un punto de vista no


religioso, escandaliza en la medida en que tener fe implicaría estar dispuesto
a sacrificar a tu propio hijo si Dios te lo pide... No en vano, toda tradición
religiosa teísta incorpora esa necesidad de estar dispuesto a dar la espalda a lo
mundano (incluidos los vínculos afectivos más fuertes) para entregarse a Dios.
34. Puede recordarse aquí que la tradición cultural de Occidente también
recoge otros relatos que identifican el afán de conocimiento del hombre como
causa de su perdición. Fausto sería el representante por excelencia de la pér-
dida del alma por el puro ansia de saber. (Puede verse la recreación literaria de
la leyenda de Fausto en Johann Wolfgang Goethe, Fausto, Altaya, Barcelona,
1994, y en Thomas Mann, Doktor Faustus, Edhasa, Madrid, 1991.) Otros ico-
nos literarios como el Frankenstein de Mary Shelley o el Dr. Jekyll y Mr. Hyde
de Robert Louis Stevenson permiten ilustrar las sospechas hacia una ciencia
lanzada sin límites hacia sus propias conquistas autónomas. Las consecuen-
cias no queridas de esos experimentos científicos enlazan, en el terreno de la
ficción, con las imágenes cinematográficas que pueblan la imaginación mo-
derna de temores hacia las derivas de una tecnología hiperdesarrollada (2001,
Blade runer, El planeta de los simios, Terminator, Moon...).
35. Génesis, 2, 17 y Génesis, 3.
36. Génesis, 3, 22-24.

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lado, participar de la comunidad de creyentes y, por otro, iden-
tificar a los impíos que la desoyen.37
A partir de esas premisas acerca de la relación entre creencia
y conocimiento y entre fe y verdad, es inevitable pensar en el desa-
fío que supone para cualquier cosmovisión religiosa, y muy en
particular para la católica, el cuestionamiento sistemático de toda
verdad auspiciado por la ciencia ilustrada. Baste recordar los pro-
cesos inquisitoriales contra Giordano Bruno o Galileo Galilei como
hitos más conocidos de la relación problemática con una ciencia
y una filosofía que empezaban a cuestionar ciertos dogmas de fe.
La Inquisición católica, que en el pasado siglo se transformó en la
Congregación para la Doctrina de la Fe, trataba de defender la
integridad de la fe, conjurándose contra los autores y las obras
que pusieran en cuestión sus dogmas. En ese recorrido, pese a las
reacciones que atestiguan la problemática relación entre ciencia
y religión, la fe consiguió mantenerse al margen propiciando una
diferenciación que marcaría rumbos independientes para las co-
sas de la naturaleza y las del espíritu. La verdad de la fe formaría
parte de lo otro absoluto y, por tanto, no podría ser interpelada
por los mecanismos mundanos de la ciencia.38

37. Los efectos del establecimiento de esas fronteras entre creyentes e im-
píos, asentadas en la aceptación o no de la verdad de la fe, parecen menos
relevantes en el espacio de la globalización, donde el conocimiento de la exis-
tencia de otras muchas cosmovisiones culturales y religiosas abriría la puerta
a nuevos contextos de interculturalidad. Sin embargo, no puede olvidarse que
en ese mismo contexto de globalización habrían emergido nuevas formas de
integrismo religioso violentamente orientadas a perseguir y eliminar a los
herejes. Lo que, a su vez, habría generado respuestas igualmente intransigen-
tes hacia, por ejemplo, el islamismo, que pasa a ser sospechoso de conniven-
cia con el integrismo. Puede verse el debate entre Oriana Fallaci, defensora de
una posición beligerante con las tradiciones orientales, que identifica con el
integrismo, y Tiziano Terzani, quien, frente a la «rabia» de Fallaci, plantea las
virtudes de un entendimiento mutuo entre diferentes tradiciones culturales
intrínsecamente valiosas (véase Oriana Fallaci [2001], La rabia y el orgullo, La
esfera de los libros, Madrid, 2002; y Tiziano Terzani [2002], Cartas contra la
guerra, RBA, Barcelona, 2002).
38. Valga como ilustración de esas barreras explícitas, el apunte que reco-
ge Stephen Hawking en uno de sus trabajos de divulgación más conocidos:
Historia del tiempo. Ahí recuerda cómo en 1981 fue invitado a una conferencia
sobre cosmología organizada por los jesuitas en el Vaticano y cómo en la
audiencia posterior con el papa, a la que fueron invitados, éste les «dijo que
estaba muy bien estudiar la evolución del universo después del big bang, pero

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En resumidas cuentas, el saber profano no podría asaltar los
templos de la fe sagrada. En la medida en que cada una tiene su
propio ámbito de intervención, no tendría sentido que la ciencia
discutiese las verdades de la fe, como la fe tampoco podría pres-
tar claves interpretativas a la ciencia, aunque aspire a mantener-
se como trasfondo «iluminador» de los caminos de la razón, al
menos para los fieles que persiguen un mejor conocimiento del
mundo sin renunciar a su credo.39 No en vano, las religiones
monoteístas aparecen históricamente como impulsoras del sa-
ber científico sin que ello suponga contradicción alguna con los
presupuestos de su fe.
Es evidente que la religión no abandona totalmente la preten-
sión de intervenir en el ámbito científico, especialmente en aquel
que implica decisiones éticas. A fin de cuentas, la ciencia es una
actividad humana que, por lo tanto, está orientada por valores.40
La religión no renuncia a participar en la dirección de la mirada
científica aunque haya terminado asumiendo la imposibilidad de
competir con el conocimiento específico e inmanente que procu-
ra dicha mirada. Así, los debates en torno a la investigación con
células madre o la clonación aparecen en la actualidad como pa-
radigmas de la pretensión religiosa de definir qué puede y qué no
puede hacerse en atención a determinado concepto sobre el signi-
ficado de la vida.41 Esos debates, que participan de las temáticas
que James Davison Hunter sitúa en el escenario de las «guerras

que no debería[n] indagar en el big bang mismo, porque se trataba del mo-
mento de creación y por lo tanto de la obra de Dios» (Stephen Hawking, His-
toria del tiempo, Alianza, Madrid, 1990 [1988], p. 159).
39. Puede traerse aquí la reflexión de Max Weber acerca del sentido de la
divinidad presente en el nacimiento de las «ciencias exactas de la naturaleza» y
que se expresaba, por ejemplo, en la idea de que el trabajo científico era un
camino hacia Dios. Para ilustrar esa vinculación, Weber recuerda la significativa
frase de Swammerdam: «aquí, en la anatomía de un piojo, les traigo la prueba de
la Providencia divina» (Max Weber, El político y el científico, op. cit., p. 205).
40. Comparto esa idea weberiana de que toda acción humana está orienta-
da por valores que, además, abren la puerta a la posibilidad de seguir tanto a
dioses como a demonios (Max Weber, ibíd.).
41. Ratzinger habla significativamente de esas investigaciones como con-
versiones del hombre en producto (Ratzinger, «Lo que cohesiona al mundo»,
loc. cit., p. 43). Puede recordarse, en esa misma línea, el recorte presupuesta-
rio por parte de la administración estadounidense gobernada por George W.
Bush, para la investigación con células madre apelando a su inmoralidad,
pues supone la «destrucción de embriones humanos».

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culturales»,42 permiten identificar las profundas interconexiones
entre ciencia y religión características del mundo actual que, en
buena medida, ponen en cuestión la tesis de una diferenciación
estricta entre esferas que habría tenido lugar durante el desplie-
gue de la complejidad moderna.43 La imagen de una ciencia desa-
rrollándose autónomamente sin interferencias se revela como ideo-
logía,44 pero no sólo en el sentido de una identificación de las co-
nexiones entre capital y ciencia, también al advertir que los
intereses de la investigación científica están dirigidos por la orien-
tación hacia unos valores determinados. Y es ahí donde la reli-
gión comparece tratando de intervenir en la dirección de la cien-
cia. No en vano, se trata de decisiones éticas, donde la religión se
siente legítimamente interpelada.
En cualquier caso, al menos en lo que corresponde a las reli-
giones monoteístas occidentales, sí podría decirse que la fe ha-
bría sufrido cierto proceso de secularización que concluye con
la remisión de su relato a un mundo simbólico que sigue pres-
tando sentido a los creyentes pero que ya no pretende, como
hacía antaño, explicar la realidad natural. La fe que asoma tras
ese proceso es, por lo demás, una fe fortalecida, pues se afirma
conscientemente sobre la voluntad de creer pese a los indicios
que desmienten la verdad literal del relato bíblico. El lenguaje
religioso pasa a ser un lenguaje de parábolas y guiños metafóri-
cos que no debe entenderse literalmente y que anuncia como
clave fundamental de la fe la asunción del misterio.45 El origen

42. James Davison Hunter, «The Culture War and the Sacred/Secular Divi-
de: The Problem of Pluralism and Weak Hegemony», en Social Research, vol.
76, n.º 4, 2009 (pp. 1.307-1.322).
43. Véase Niklas Luhmann, Sistemas sociales. Lineamientos para una teo-
ría general, Anthropos, Barcelona, 1998 [1984].
44. Véase Jürgen Habermas, Ciencia y técnica como «ideología», Tecnos,
Madrid, 1984 [1968].
45. Con todo, no faltan hoy ejemplos que ponen de manifiesto la actualidad
de formas ultraortodoxas de interpretación literal de los textos sagrados que
conducen a un fundamentalismo religioso que combate fieramente toda relati-
vización de su verdad. Esa lectura literal es especialmente provechosa, por ejem-
plo, en Israel para legitimar su política de colonización de la tierra sagrada, que
se apoya en las escrituras como un contrato legal de propiedad que debe ser
respetado. Sobre la reproducción de esas cosmovisiones en los procesos de so-
cialización en Israel y en Palestina puede verse el documental Promises. En un
tono desenfadado pero muy crítico con el integrismo iraní, puede verse Persépo-
lis, donde aparecen retratadas las dificultades para convivir en un Estado que
pasa de ser laico a estar dirigido por un gobierno integrista.

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de la vida y su significado continuarían remitiendo a una reali-
dad trascendente que los avances de la ciencia no podrían reba-
tir. Así, incluso la física más avanzada que explora los orígenes
del universo, encuentra entre sus científicos más eminentes re-
presentantes de la confianza en la existencia de un más allá que
trata de compatibilizarse con los relatos de la ciencia, aunque,
obviamente, ese posicionamiento no sea compartido por toda la
comunidad científica.46
En ese camino que, por supuesto, no todas las religiones ni
todos los creyentes habrían recorrido, nos encontramos con que
aquel proceso de desencantamiento del mundo iniciado con la
modernidad da un giro inesperado alumbrando una fe que se
inmuniza ante las preguntas incómodas de la razón científica y
que, además, reclama para sí la autoridad suprema en las cues-
tiones espirituales, desdeñadas por la ciencia. En el entroniza-
miento de la razón se localizan, como ya hemos visto en el apar-
tado anterior, peligros que la religión trata de conjurar anun-
ciándose como portadora de los fundamentos morales que deben
regir la conducta de los seres humanos e, incluso, regular la con-
vivencia entre ellos. Sólo la religión parece aportar el suficiente
grado de universalismo para fundar un comportamiento moral
que dictamina la diferencia entre el bien y el mal y que promete,

46. Puede recordarse la reciente polémica suscitada por Stephen Haw-


king, y realzada por los medios de comunicación, al proclamar en la presenta-
ción de su último trabajo que las teorías de la física más avanzada sobre el
origen del Universo son incompatibles con la existencia de un dios creador.
Hawking corrige así su apreciación anterior acerca de la compatibilidad entre
las leyes de la física y la existencia de una mente creadora. Ante esas declara-
ciones revertidas de la autoridad de la racionalidad científica, surgieron nu-
merosas voces desde el propio campo de la ciencia insistiendo en la incapaci-
dad de ésta para establecer conclusiones sobre los fundamentos de la religión,
en particular, sobre la existencia de Dios. Lo interesante, en cualquier caso,
son los términos de una polémica que desde el ámbito de los científicos cre-
yentes se expresa como la exigencia de la aceptación de los límites del conoci-
miento científico para abordar los asuntos de fe, y desde el ámbito de los ateos
aparece como la constatación de la naturaleza ficticia de los relatos religiosos.
En el campo de la biología, Richard Dawkins aparece como el representante
más combativo de una ciencia que habría probado la inexistencia de Dios, lo
que, igualmente, también despierta encendidas polémicas que insisten en el
mismo argumento: el de la incapacidad de la inteligencia humana para reba-
tir «verdades trascendentes».

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además, formas de justicia redentoras.47 De ahí que la revitaliza-
ción de la influencia religiosa en el mundo actual aparezca como
alivio ante una secularización cuyo balance habría sido inusita-
damente trágico.48 La necesidad de apelar a un sentido incondi-
cionado para fundamentar el comportamiento moral acaba ex-
presándose como necesidad de que exista una verdad trascen-
dente (un dios) que los hombres no cuestionen.
Frente a la lectura que descarta el potencial liberador de una
razón autónoma e inmanente y que, por lo tanto, reclama la nece-
sidad de un referente metafísico para la orientación moral de las
acciones humanas, Habermas propone ampliar el impulso de la
modernidad inconclusa situando en su horizonte de expectativas
la racionalidad comunicativa como un modelo de racionalidad
que permitiría superar sus carencias. En ese rescate del impulso
liberador de la racionalidad moderna, Habermas no sólo no reco-
ge la necesidad de referentes metafísicos sino que, al contrario,
declara su fórmula abiertamente postmetafísica. Es ahí donde
podría situarse el debate en torno a la viabilidad de un mundo
secularizado que extendiese el imperativo de cuestionar sistemá-
ticamente los dogmas y es ahí también donde esa ambición se
topa con las barreras más infranqueables, aquellas que tienen que
ver con el fondo de convicciones que remiten a una concepción
sobre los valores incrustada en la misma médula de nuestra con-
ciencia como seres cuyas acciones tienen consecuencias.
El modelo de la racionalidad comunicativa entronca con la
sustitución del concepto de verdad operada por la ciencia mo-
derna. Así, trata de trasladar las virtudes de la suspensión de las
convicciones al ámbito de la convivencia. Muy en particular de

47. Cf. Ratzinger, «Lo que cohesiona al mundo», loc. cit., pp. 36-37. Sobre
los peligros de la razón, sobre su «hybris», y la justificación de un regreso al
contenido de verdad moral de las grandes tradiciones religiosas, puede verse
ibíd. pp. 52-53.
48. Cabe notar que, como veremos en el próximo apartado, ese balance es
particularmente sesgado cuando decide sentenciar el proyecto moderno por
su caída en la barbarie, a la vez que obvia que el camino al que pretende
regresar también tiene las cunetas repletas de cadáveres. A fin de cuentas,
como prueba la historia, la creencia incuestionada en principios morales rec-
tores de la acción y dictados por los dioses tampoco ha sido jamás garantía de
un humanidad más justa. Otra cuestión es que esa creencia remita, como
suele ser el caso, a formas de justicia ultraterrenales que restituyen en la otra
vida el valor práctico de distinguir entre el bien y el mal.

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la convivencia en democracia. Obviamente las deliberaciones
públicas sobre los problemas que afectan a la ciudadanía son de
una naturaleza diferente a las que caracterizan las discusiones
científicas, sin embargo, desde el punto de vista de la ética dialó-
gica el modelo de apertura a la búsqueda del mejor argumento
podría orientar ambas actividades. Ahí es donde se localiza la
oportunidad de esta reflexión sobre la verdad y sus diferentes
derivas en la ciencia y en la religión. Advertir las dificultades de
una traslación de esa suspensión sistemática de las convicciones
científicas a las convicciones religiosas (y también culturales)
nos permite constatar los diferentes rumbos de una realidad con-
vivencial que ni renuncia a las ganancias de la racionalidad ni a
los vínculos emotivos e irracionales con que sustanciamos en
gran medida el deber ser de nuestro mundo.
Antes de entrar a valorar las consecuencias de la vinculación
entre verdades trascendentes y compromiso con principios mo-
rales, en particular en cuanto a la irresolubilidad de los conflic-
tos culturales suscitados por el pluralismo de valores caracterís-
tico del mundo postsecular, me detendré en esa sustitución del
concepto de verdad por el concepto de pretensión de validez que
propone Habermas. La atención a esa propuesta resulta perti-
nente aquí porque abarca también el ámbito de lo normativo,
donde las certezas y las verdades morales parecen reclamar una
posición de privilegio. El ejercicio teórico consiste en sustituir,
como habría ocurrido en la ciencia, la referencia última a la ver-
dad por la referencia a la pretensión de validez que, en el mundo
social, se expresaría como rectitud. Una rectitud que ha de me-
dirse continuamente con la adecuación a las normas, que a su
vez, han de lidiar con la prueba de fuego de la racionalidad co-
municativa, al menos si aspiran a esa pretensión de validez. Des-
aparecerían así los fundamentos últimos y la necesidad de una
verdad trascendente como fuente de sentido para las normas,
pues éstas se revisten necesariamente del carácter transitorio
que les presta el estar siempre dispuestas a variar en función de
la mejor argumentación planteada en el diálogo intersubjetivo.49

49. Esa defensa del valor incondicional del diálogo aparece a ojos de sus
críticos como una prueba de la incoherencia del modelo, pues la conversión
de ese diálogo en el fundamento de la normatividad no sería susceptible de ser
discutida. Sobre esa inconsistencia lógica es interesante el planteamiento de

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Con todo, es evidente que ese diálogo orientado a la búsqueda
del mejor argumento sin que medie ningún tipo de coacciones
aparece más como un modelo regulativo ideal que como una
posibilidad práctica para organizar la vida en común. Ahí topa
Habermas, y su modelo de la racionalidad comunicativa, con
los límites de una naturaleza humana que no es sólo racional.
Inevitablemente ese ser humano que participa en la organiza-
ción de la convivencia y en las discusiones acerca de las normas
está cargado de prejuicios y certezas irracionales que no se pue-
den eliminar y que comparecen en la esfera pública retando al
modelo de la acción comunicativa. Es evidente que la solicitud
de un cuestionamiento permanente de las pretensiones de vali-
dez, en este caso, de las de carácter normativo, resulta excesiva
para un mundo postsecular que habría abonado el terreno para
un florecimiento perpetuo del respeto a las creencias y verdades
inscritas en cada cultura particular, y, por alcance, al derecho a
no cuestionar radicalmente su contenido de «verdad».
Así, la apuesta de Habermas por el consenso alcanzado me-
diante discusiones libres de dominio (es decir, donde el argu-
mento que acabe imponiéndose sea el más racional) apunta a
una ética discursiva que acaba viéndose forzada a incorporar la
religión y las creencias religiosas como argumentos que forman
parte de ese mundo de la vida donde tienen lugar las discusiones
normativas.50 En otras palabras, el modelo ideal tiene que clau-
dicar ante la evidencia de que los sujetos que participan en las
discusiones normativas están profundamente condicionados por
sus convicciones morales, muchas de ellas asentadas en tradi-
ciones religiosas cuyo valor difícilmente puede ponerse en en-
tredicho sin minar la propia posibilidad de establecimiento de
un diálogo.

Karl Otto Apel apoyando el valor de una ética dialógica que cuestione siste-
máticamente los sucesivos contenidos de verdad asociados a las convicciones
que afectan a la convivencia (cf. Karl Otto Apel, «El a priori de la comunidad
de comunicación y los fundamentos de la ética. El problema de una funda-
mentación racional de la ética en la era de la ciencia», en La transformación de
la filosofía II, Taurus, Madrid, 1985 (pp. 341-413) [1973]).
50. Véase Jürgen Habermas, «¿Fundamentos prepolíticos del Estado de-
mocrático de derecho?», en Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger, Entre razón
y religión. Dialéctica de la secularización, Fondo de Cultura Económica, Méxi-
co, 2008 (pp. 9-33).

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Una vez planteadas las claves de la revisión del concepto de
verdad propiciada por la modernidad y atendida la teoría social
que mayor peso presta a la incorporación de las pretensiones de
validez como claves para el ordenamiento normativo, me ocu-
paré de la vinculación que se establece entre la moral y las nor-
mas. La pérdida de peso de la racionalidad moderna como fun-
damento para un comportamiento moral habría restituido la
fortaleza de las diversas religiones para orientar las acciones
humanas con un criterio inequívoco de qué es correcto, qué jus-
to y qué inmoral. En el siguiente apartado apuntaré las conse-
cuencias de ese fortalecimiento de la religión, en especial como
reto para la resolución «pacífica» de las guerras culturales.

III. La moral como fundamento de las normas

En este último apartado recogeré la respuesta contra el pro-


yecto de secularización que se apoya, principalmente, en dos
acusaciones. La primera, aquella que considera que dicho pro-
yecto sería en realidad una ideología particularista pese a sus
ínfulas de un universalismo que prometía liberar al conjunto de
la humanidad de las ataduras de las tradiciones incuestionadas
y dogmáticas. La segunda, aquella que apunta a su materializa-
ción histórica como barbarie. En ambos frentes, el veredicto re-
coge además el vacío moral que quedaría tras el triunfo de una
racionalidad como la anunciada con el derrocamiento de los dio-
ses y con la solicitud de una pérdida de poder público por parte
de las instituciones eclesiásticas. El orden restituido tras el pro-
ceso contra la secularización vendría a confirmar la necesidad
de un fundamento moral que reconozca la naturaleza sagrada
de determinadas normas. Y es ahí donde se apoya la crítica con-
tra el proyecto moderno de secularización. Una crítica que, jun-
to a la constatación de la presencia masiva y universal de refe-
rentes religiosos, manifiesta la exigencia de una relevancia pú-
blica de los valores vinculados a esas creencias.
El apunte sobre el componente ideológico del proyecto secu-
larizador se expresa como crítica contra el propósito de apartar
la religión de los procesos de discusión pública, que partiría,
ideológicamente, de una definición de religión que la considera
un riesgo para el diálogo democrático. Así, la apuesta a favor de

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la secularización como proyecto histórico, que apunta en aque-
lla dirección, habría acabado, según apunta Casanova, transfor-
mándose en secularismo. Un secularismo combativo con la reli-
gión y que postularía la reclusión de las creencias y dogmas de fe
en la esfera íntima, pretendiendo privarle de su eventual dere-
cho a aportar argumentos religiosos para las discusiones nor-
mativas. En la medida en que se entiende que los procesos de
discusión pública conducentes a establecer normas han de estar
sujetos por las reglas de una argumentación racional, el apoyo
en creencias religiosas aparece como sospechoso. No en vano, la
propia naturaleza de sus postulados, impediría su revisión. El
señalamiento de esa resistencia al cambio también está implíci-
to en la crítica que señala la condición ideológica del secularis-
mo. El propósito de imponer un modelo de discusión democrá-
tica como único fundamento legitimador de las normas se con-
vierte a su vez en sospechoso, pues tampoco parece dispuesto a
reconocer los límites de su postura ni su particularismo. Asoma
ahí la propensión humana a convertir las ambiciones particula-
res de un colectivo en principios regulativos de la convivencia
conjunta. Algo que, en efecto, puede caracterizar el proyecto de
secularización pero que también identificaría a los proyectos
opuestos. Desde esa perspectiva, para definir el combate que
supuestamente se estaría dando entre secularismo y religión,51
sería más apropiado y pertinente hablar también de «religiosis-
mo» en lugar de religión. Al menos por lo que concierne al recla-
mo de una idéntica atención a las posturas religiosas y a las lai-
cas en el ámbito público.
Junto a ese desigual trato dispensado a las tesis de la secula-
ridad frente a las tesis de la religiosidad aparece otro elemento
de análisis que converge igualmente en la pertinencia de utilizar
un mismo rasero a la hora de medir las virtudes y las inconve-
niencias de uno y otro enfoque. Si el juicio que se emite contra el
proyecto secularizador se vincula al recuerdo de las expresiones
históricas que lo han acompañado en determinados momentos,
entonces, ninguna definición sobre qué es lo debido puede salir
bien parada. Apuntar las derivas de una modernidad que abra-

51. Ésa es la tesis reiterada por el papa Benedicto XVI, en particular para
referirse a la sociedad española, pero también para explicar la «desorienta-
ción» y la pérdida de valores del mundo actual.

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zaba ese proyecto de secularización hacia expresiones salvajes y
bárbaras propiciadas por la racionalidad instrumental como ar-
gumento decisivo contra el sueño de una autonomía rectora de
la moralidad humana, reclamando un sustrato moral incondi-
cional (definido por la leyes divinas), supone no tomar en cuen-
ta otras cegueras asociadas a la firmeza de las convicciones reli-
giosas, esto es, asociadas a la defensa de la incondicionalidad de
las normas dictadas por los dioses. Se entiende, frente a esa po-
tencial toma de conciencia del contenido «inmoral» de la propia
historia, que la pérdida de referentes religiosos equivale a una
desorientación que impide un comportamiento auténticamente
regido por valores.
En este sentido, es muy significativo que el intento de Nietz-
sche de derribar la religión a martillazos y de afirmar una transva-
loración de todos los valores se haya identificado como nihilismo.
Una vez derrocados los dioses, sólo quedaría la nada y la moral se
convertiría en un ejercicio caprichoso e individual que no puede
aportar sentido, pues parte de y va hacia el vacío.52 Esa lectura
condena el arrojo nietzscheano y desliza tramposamente sus in-
fluencias hasta el nazismo haciendo equivaler la sentencia «Dios
ha muerto» a un «todo vale» que habría conducido al Holocaus-
to.53 Ahí encuentra, desde luego, sus mayores argumentos la críti-
ca a la secularización. Habría sido un proceso desalmado. Y, así,
sólo cabe recibir con los brazos abiertos el propósito de recuperar
para la religión su tradicional peso público. Quizá ya no por la vía
de las instituciones eclesiásticas sino atendiendo a las creencias de
los seres humanos que forman el tejido social. Parece que si no

52. La reflexión existencial sobre ese «vacío» provocado por la inmorali-


dad, puede verse, por ejemplo, en el texto clásico de Fiodor Dostoievski, Cri-
men y castigo, Alianza, Madrid, 1985 [1866]. No es casual que haya quien para
referir el nihilismo de los terroristas de Al Qaeda recurra a la imagen de Dos-
toievski, invitando a reflexionar sobre la pérdida de límites asociada a una
mirada ajena a la contención moral de nuestras normas convivenciales (An-
dré Glucksmann, Dostoievski en Manhattan, Taurus, Madrid, 2002 [2002]).
Puede verse también el texto de Ödön von Horváth, Juventud sin Dios (Aus-
tral, Madrid, 2000 [1937]) donde la ausencia de Dios se expresa como pérdida
de la capacidad por parte de los alumnos de un profesor de advertir la miseria
moral de las hazañas bélicas que les entusiasman.
53. Véase Leszek Kolakowski, Si Dios no existe..., Tecnos, Madrid, 1995 (1.ª
ed. 1985) [1982]. En cualquier caso, la modernidad habría prestado los instru-
mentos, no la cobertura moral o la motivación ideológica para esa barbarie.

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hubiera una autoridad moral incuestionable, asentada sobre ver-
dades incondicionales, no cabría una orientación ética de las ac-
ciones; en otras palabras, que no cabría pensar en que el horizonte
de nuestras acciones sea una construcción humana, capaz de afir-
mar determinadas «verdades» sin convertirlas en absolutas. Ésa
es la lectura que se deriva del diagnóstico crítico contra la seculari-
zación y que prescribe la atención a las tradiciones religiosas, a sus
fundamentos morales, como única salida a un laicismo que sería,
en esencia, ideológico y no universal. Y en consecuencia, causa
directa de la barbarie moderna.
En el regreso a la religión como semillero del compromiso
moral se tiende, como ya he apuntado, a ignorar la historia de
las religiones, que están jalonadas por incontables episodios de
barbarie. Si el proyecto moderno se desestima porque su des-
pliegue condujo a la barbarie, obviamente, habría que hacer lo
mismo con la religión. Interpretar las tradiciones religiosas ses-
gadamente, advirtiendo sólo su anhelo de justicia y su capaci-
dad para generar compromisos morales, resulta poco aceptable
cuando en esa misma interpretación se cuela la crítica a la secu-
larización señalando fracasos que comparte con la historia del
mundo pre-secular. A fin de cuentas, la secularización también
está alentada por el sueño de una humanidad más justa y libre.
El problema a la hora de establecer el valor de esa revitalización
religiosa que se identifica como rasgo predominante de un mun-
do postsecular no sería, por lo tanto, un problema de explicita-
ción de los errores cometidos, sino la conclusión de aceptar o no
que el compromiso moral necesita fundamentarse en verdades
incondicionales y si, en tal caso, esas verdades remiten necesa-
riamente a la existencia inequívoca de un más allá.
Desde un punto de vista que advierte que también las con-
vicciones religiosas habrían conducido a prácticas bárbaras, re-
sulta sorprendente que la tesis de la postsecularidad manifieste
cierta satisfacción a la hora de diagnosticar el fin del proyecto de
secularización y de afirmar el peso de las creencias religiosas en
la definición del mundo actual.54 El sesgo se deriva de ver sólo la

54. Tal como señalan oportunamente Josetxo Beriain e Ignacio Sánchez de la


Yncera, en «Tiempos de postsecularidad: desafíos de pluralismo para la teoría», en
este mismo volumen: «El “despertar de lo religioso” ha sido bienvenido por mu-
chos como un medio de suministrar aquello que ven como una dimensión moral
perdida en la política secular y en las preocupaciones sociales y ambientales».

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dimensión positiva de las creencias, no su núcleo más duro. Pa-
rece no quererse ver la oportunidad perdida. A fin de cuentas, la
modernidad también soñó con que la violencia desaparecería de
la faz de la tierra, y con que las guerras pronto pasarían a ser un
recuerdo lejano de sociedades primitivas y premodernas. Su error
en esa premonición suele señalarse como rastro de una ingenui-
dad inscrita en la idea de un progreso que tenía que apuntar
también hacia la paz perpetua. Sin embargo, ese señalamiento
de la ingenuidad moderna confiando en el establecimiento de
una civilización sin violencia, viene acompañado, por lo gene-
ral, del lamento por no haberlo logrado. Algo que no ocurre con
la ambición secularizadora de la modernidad. El incumplimien-
to de esa ambición parece aplaudirse y esgrimirse como una
victoria necesaria y que, además, habría venido a salvar al hom-
bre de la miseria moral provocada por la caída de los dioses.
Obviamente, la ausencia de un lamento similar al que se expresa
a la hora de dictaminar la continuación de la violencia en el
mundo es absolutamente lógica, pues desde la convicción reli-
giosa que constata el fracaso del proceso de desencantamiento
no cabe imaginar que se lamente que la religión siga impregnan-
do las interpretaciones sobre el sentido y la justificación de los
principios morales. Un creyente no puede lamentar la perma-
nencia de sus referentes religiosos. Y si empieza a lamentarlo es
un signo inequívoco de que su fe comienza a flaquear.
El fracaso de la secularización a la hora de extender el cues-
tionamiento de la verdad al ámbito religioso, esto es, de relativi-
zar el significado de la sacralidad y de los dogmas, aparece como
constatación de la fuerza de la religiosidad para dar sentido a la
vida humana. Esa inclinación del espíritu aparecería como una
constante antropológica que la racionalidad moderna no ha-
bría conseguido eliminar. La humanidad compartiría masiva-
mente esa búsqueda de lo trascendente que se vincula con la
prescripción de determinados preceptos morales. Y en la medi-
da en que, por ejemplo, dichos preceptos resulten incompati-
bles con las leyes aprobadas en un Estado democrático, el con-
flicto será inevitable y, por supuesto, irresoluble. Ahí es donde
se explicitan con mayor crudeza las consecuencias de una secu-
larización truncada, aunque lo sea en el espacio limitado de
Occidente. Y ahí es donde se apoya con paso firme la respuesta
religiosa contra el laicismo.

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Desde el punto de vista de las posibilidades materiales de un
entendimiento entre sujetos dispuestos a poner en suspenso sus
convicciones religiosas, el fracaso de la secularización vendría a
ampliar las dificultades para que tome cuerpo un universalismo
moral asentado sobre el pluralismo de valores. Las llamadas
guerras culturales (culture war) son una muestra de esa imposibi-
lidad de un acuerdo universal sobre los dilemas morales que se
asientan en convicciones de fe. No cabe exigir al creyente que
renuncie a sus dogmas de fe para llegar a un acuerdo que satis-
faga a todos los implicados. Cuestiones polémicas como el abor-
to, la eutanasia, el suicidio, la homosexualidad, el uso de anti-
conceptivos... no pueden ser resueltas sin perdedores, o sin la
sensación por parte de quienes no logran imponer su criterio de
que hay una profunda injusticia en la resolución tomada. En la
discusión pública sobre esas cuestiones específicas los argumen-
tos no religiosos no pueden penetrar en el dogma de fe que defi-
ne estrictamente cuál ha de ser la posición del creyente.55 No hay
posibilidad de cambio sin caer en el pecado o la herejía.
Cuando, en atención a las reglas de la deliberación pública,
se reclama al sujeto no creyente que esté dispuesto a discutir e
incluso cambiar los postulados y principios de aquellas decisio-
nes que afectan al conjunto de la ciudadanía se le está pidiendo
algo que el creyente no podría poner en práctica hasta sus últi-
mas consecuencias. Así, las polémicas a lo hora de legislar sobre
el aborto, sobre la eutanasia, sobre el matrimonio homosexual...
encuentran un núcleo de resistencia que se apoya en dogmas de
fe acerca de la definición de la vida humana (y de a quién perte-
nece), o acerca de la moralidad de determinadas inclinaciones
sexuales. En el debate público surgirán necesariamente puntos
de vista inconciliables que no pueden suscitar consenso y que
remiten a planos de argumentación distintos. Por supuesto, esa

55. Obviamente, habría que distinguir entre la doctrina oficial de la Iglesia y


las prácticas cotidianas de los miembros de la comunidad religiosa. Determina-
dos preceptos esgrimidos por la Iglesia católica, en particular los referidos a la
vinculación entre sexualidad y reproducción, no son estrictamente seguidos
por los creyentes. Con todo, cabe notar que en las reacciones contra los mensa-
jes de la Iglesia católica, por ejemplo, sobre el uso del preservativo para impedir
la propagación del sida, se presupone su poder de influencia en las prácticas
sexuales de los creyentes, pues de lo contrario, no se considerarían esas declara-
ciones como una irresponsabilidad que puede afectar a la salud pública.

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imposibilidad de establecer un consenso forma parte de la mis-
ma dinámica de las discusiones públicas, pues también las con-
vicciones políticas tienden a formar un núcleo dogmático poco
susceptible de corregirse atendiendo a la razonabilidad de los
argumentos del adversario. El problema, con todo, no está en
esa diversidad de opiniones que dificulta la aceptación unánime
de las normas que van articulándose en los procesos de delibera-
ción pública, sino en la reclamación de una posición privilegia-
da por parte de instituciones religiosas que gozaron en el pasado
de un notable poder político. La atención mediática a mensajes
religiosos cuyo propósito es la intervención política supone un
desafío real al carácter laico del Estado, que, por lo demás, tiene
que contar con que los ciudadanos que forman la sociedad civil
compatibilizan cotidianamente su condición de ciudadanos con
la de miembros más o menos activos de comunidades de cre-
yentes que no tienen por qué estar dispuestas a recluir en el
ámbito privado las exigencias éticas de su religión particular.
Así, la defensa, por ejemplo, de la familia tradicional aparecerá
en la esfera pública como expresión de una concepción que cali-
fica como inmorales formas alternativas de familia (como pu-
diera ser la constituida sobre el matrimonio homosexual). La
defensa y práctica del aborto será considerada como «asesina-
to». Al igual que la defensa del derecho a una muerte digna asis-
tida médicamente.
En esas tesituras que se producen en la discusión normati-
va, Habermas opta por solicitar a los creyentes que para partici-
par en dicha discusión traduzcan su lenguaje religioso a un len-
guaje laico.56 Pero en realidad el combate de las ideas en ese
escenario siempre será desigual. Y tendría algo de retórica hipó-
crita, pues parece que se trataría de esconder la verdadera natu-
raleza de los posicionamientos. A la inversa, también podría pre-
guntarse sobre por qué exigir a los creyentes esa traducción que
no se solicita habitualmente a los no creyentes sobre sus convic-
ciones políticas, que, por lo demás, también pueden acabar ad-
quiriendo la forma de dogmas.57

56. Jürgen Habermas, «¿Fundamentos prepolíticos del Estado democráti-


co de derecho?», loc. cit., p. 33.
57. Curiosamente, como he apuntado más arriba, cuando ocurre esa dog-
matización de posturas políticas se desliza una acusación contra ellas como
ideológicas, lo que, en cambio, no ocurriría cuando el núcleo dogmático es

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En cualquier caso, lo que no debe obviarse es que los sujetos
que participan en los debates públicos y en las decisiones que
atañen a la colectividad, en particular en el establecimiento de
normas con implicaciones morales y éticas, tienen sus propias
creencias que suelen compartir con los otros miembros de la
comunidad y que, de hecho, pueden y suelen ser mayoritarias.
No hay que olvidar el peso sustantivo de la socialización dentro
de una cultura a la hora de reproducir la misma. Máxime en
aquello que atañe a la educación religiosa y aunque siempre
quepa y se manifieste el potencial de cambio inscrito en la crea-
tividad de la acción.58 La modernidad que alentó el proceso de
secularización ignoró esa condición imaginando un mundo re-
gido por sujetos racionales orientados hacia la perfectibilidad
de la especie en su relación con el mundo y con los otros sujetos.
Y ahí empezó a perder pie, equivocándose en el diagnóstico so-
bre la perfectibilidad humana y proyectando un futuro que no
contaba con la resistencia de unos hombres que quieren y nece-
sitan creer. El modelo del progreso científico (también puesto
finalmente en entredicho por las consecuencias negativas del
desarrollo tecnológico) no podía extrapolarse al progreso moral,
pues en ese salto se obviaba la dimensión emotiva e irracional
de la condición humana. Es la evidencia de que la modernidad
no habría conducido a dicho progreso la que asesta el mayor
golpe a su optimismo. No sólo habría verdades trascendentes
que la razón no puede poner en entredicho sino que, además,
serían esas verdades las únicas capaces de dar fundamento a los
principios morales que posibilitan y dirigen la convivencia.

originario y definitorio (la fe). Es decir, se exige respeto a la fe al tiempo que se


denigran posturas políticas por su caída en la ideología.
58. Cabe advertir que la aconfesionalidad real y no sólo nominal, por ejem-
plo, del Estado español, queda puesta en entredicho por el diferente trato
dispensado a la Iglesia católica y a otras Iglesias. La existencia, en particular,
de una red educativa concertada evidencia una penetración muy profunda de
los valores religiosos (católicos y cristianos, básicamente) en la educación que,
por lo demás, parece ajustarse al perfil religioso mayoritario de la sociedad
española. La retirada por parte del anterior gobierno español de un proyecto
de ley sobre la libertad religiosa se ha explicado atendiendo a la falta de con-
senso, lo que puede verse también como efecto de una mayoría social refleja-
da en los partidos políticos con representación en el Parlamento que no ven
«urgente» legislar para reconocer los mismos derechos a todas las confesio-
nes religiones y separar más estrictamente lo civil y lo religioso.

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El fantasma de la secularidad que trata de disipar los dog-
mas de fe y la creencia en la existencia de verdades absolutas a
duras penas alcanza la capa más superficial de las diversas co-
munidades de creyentes, convencidos de que sólo desde la fe
cabe distinguir entre el bien y el mal. Tras el fracaso de la secula-
rización, las religiones habrían mantenido, cada una en su espa-
cio de influencia, el monopolio de la fundamentación de los prin-
cipios morales. Y los intentos de un humanismo laico y ateo de
asentar firmemente valores incuestionados habrían venido to-
pando con la dificultad de no poder apelar de forma coherente a
una verdad que justificara su posicionamiento a favor o en con-
tra de determinados valores.59 Ese humanismo estará siempre
en posición de desventaja, pues carece de la solidez que presta la
convicción de que existen verdades absolutas a las que remitir
para calibrar el sentido de las acciones morales. Y, además, tam-
poco podrá librarse de la tentación de utilizar medios inmorales
para la consecución de fines morales considerados valiosos para
la humanidad. En el fondo, la regulación normativa de la convi-
vencia que aspira a promocionar la justicia aquí en la tierra no
está libre de chocar una y mil veces con la misma piedra, la que
simboliza nuestra propensión a imponer convicciones morales
como expresiones de lo que es debido y a sustanciar con ello
razones para la batalla.

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III
RELEVANCIAS Y DISCUSIONES:
LOS RESORTES DEL DOMINIO PÚBLICO

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LA LUCHA DEMOCRÁTICA POR EL PODER:
LA CAMPAÑA PRESIDENCIAL DE 2008
EN ESTADOS UNIDOS*

Jeffrey C. Alexander
Universidad de Yale

Entender la lucha democrática por el poder requiere una


comprensión previa de la democracia en términos sociológi-
cos. Pero en lugar de aceptar las interpretaciones sociológicas
dominantes en las ciencias sociales es preciso adentrarse en el
mundo de la esfera civil, que hasta ahora se había mantenido
como una caja negra tanto para los enfoques teóricos normati-
vos como para los empíricos.1

La esfera civil como escenario de las luchas por el poder

La esfera civil constituye el «espacio para la democracia», y la


democracia depende de la autonomía relativa de la esfera civil. Ni
ésta es un mero escenario legal conformado por quienes están
sujetos al Estado ni las asociaciones privadas no gubernamenta-

* Traducido y revisado por José M.ª Pérez-Agote con la colaboración de


Celso Sánchez Capdequí y Guillermo Sánchez Martínez. Publicado original-
mente como «The Democratic Struggle for Power: The 2008 Presidential Cam-
paign in the USA», en Journal of Power (desde 2011 Journal of Political Power),
2 (2009) 1, pp. 65-88. Fue reproducido en Culture e communicazione. Newslet-
ter PIC-AIS, (2009) 3, pp. 29-49. El estudio en extenso de este asunto puede
encontrarse en el libro publicado posteriormente The perfomance of Politics.
Obama’s victory and the Democratic Struggle for Power, Oxford University Press,
2010. [N. de los T.]
1. Para un estudio más detallado de la «esfera civil», véase J.C. Alexander,
The civil sphere, Oxford University Press, 2006. En «Power, politics, and the
civil sphere» (en K.T. Leicht y J.C. Jenkins (eds.), Handbook of politics, Sprin-
ger, 2009), utilizo esta perspectiva para el estudio de asuntos actuales de so-
ciología política y de las recientes teorías del poder.

301

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les —o los grupos de voluntarios en el sentido americano o capita-
lista del término— son su elemento fundamental. La esfera civil
hay que concebirla, en primera instancia, como una estructura
del sentir.2 Se define como una experiencia de solidaridad, un sen-
timiento de identidad —o al menos de empatía— compartido por
cada habitante de un territorio delimitado jurídicamente. Si la
solidaridad se caracteriza por ser democrática y civil en lugar de
primordial o autoritaria se debe, por una parte, a su amplitud, y,
por otra, a su autonomía respecto del resto de las esferas. La soli-
daridad civil es como una gran carpa que se expande en todas las
direcciones. Universal antes que particular, no es una comunidad
nacional (volksgemeinschaft), sino algo mucho más amplio y abs-
tracto, una comunidad social que trasciende los lazos de religión,
clase, etnia, raza, región, género, e, incluso, sexualidad, y que se
abraza como un ideal de la humanidad en cuanto tal. Se trata de
una solidaridad que, paradójicamente, descansa sobre la autono-
mía de sus miembros en tanto exige que cada uno de ellos reco-
nozca la individualidad de los demás.
Lo que hace de la solidaridad civil algo más poderoso que un
mero ideal utópico es su independencia original respecto de otras
esferas. Aunque dependa de la escuela, la familia, la religión, la
economía o el Estado, no es como ellas. Se trata de un ámbito
independiente que se concibe como mucho más amplio y volunta-
rio que cualquiera de ellas. Ni está reglado por creencias dogmáti-
cas prescriptivas, ni está dirigido por poderes y jerarquías. Su po-
der emerge de su base, de individuos a los que se atribuye raciona-
lidad, autocontrol, apertura, altruismo, generosidad, honestidad,
independencia y una capacidad crítica exenta de agresividad. En
la opinión pública está profundamente arraigada la creencia, que
circula como el viento por la esfera civil, en que las democracias
están pobladas por personas que responden a esa idealización. Tales

2. «Structure of feeling» en el original. Se trata de un concepto acuñado


por Raymond Williams mediado el siglo pasado y al que dio forma definitiva
en Marxismo y literatura, libro publicado en 1977. Con él se refiere a significa-
dos y valores sentidos y vividos activamente, a elementos especialmente afec-
tivos de la conciencia y de las relaciones que estructuran la experiencia en un
momento y un lugar social dados. Por coherencia con la afinidad de Alexan-
der con los fundadores de los estudios culturales y con la recepción hispana
de la obra (Península, 1988) conservamos la formulación utilizada en dicha
traducción. [Nota de los T.]

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creencias componen un «discurso de la libertad» que constituye la
cara positiva del discurso de la sociedad civil, de ese lenguaje polí-
tico binario supraindividual y dado por supuesto al que debe refe-
rirse toda acción social en las sociedades civiles.
Pero este discurso tiene otra cara mucho más negativa, un
«discurso de la represión» que define las cualidades antidemo-
cráticas que impiden la inclusión de determinadas personas en
la esfera civil, o al menos que lo sean de forma completa. Si una
persona es percibida como descontrolada o impulsiva, depen-
diente o servil, deshonesta o recelosa, inclinada a la conspira-
ción antes que a la transparencia, o egoísta más que generosa,
no sería merecedora de la pertenencia civil. Más aún, se consi-
dera que las sociedades civiles deben defenderse contra ese tipo
de personas. En ocasiones este discurso describe peligros reales,
pero es más frecuente que no lo sean. Este discurso binario, pro-
yectivo antes que descriptivo y más realizativo que constatati-
vo,3 ha servido históricamente para justificar la marginación de
todo tipo de grupos diferentes, declarando sucias o contamina-
das a personas perfectamente decentes, justificando la represión,
incluso en ocasiones el asesinato, en su esfuerzo por mantener
la pureza de las versiones más restrictivas o particularistas de
las comunidades.
Con todo, la esfera civil es mucho más que un discurso bina-
rio. Se asienta, además, sobre una malla de poderosas institu-
ciones. Las pertenecientes al ámbito de la comunicación difun-
den opiniones y valoraciones en forma de reportajes, tanto rea-
les como ficticios, o de sondeos de opinión pública. Hay otras
que poseen mayor capacidad reguladora y, aunque hablan des-
de las aspiraciones de la esfera civil, también se ocupan de ha-
cerlas cumplir, para lo cual pueden recurrir en última instancia
a la coerción. La ley democrática es crucial en este sentido. Tam-
bién lo es el sistema electoral, que, formado por los partidos po-
líticos, las luchas electorales, el derecho al voto y las propias
elecciones, es un conjunto de procesos simbólicos e institucio-
nales que selecciona los representantes de la esfera civil que ocu-
parán los puestos más poderosos del Estado.

3. John L. Austin, How to do things with words, Harvard University Press,


1957 (traducción castellana, Cómo hacer cosas con palabras: palabras y accio-
nes, Ediciones Paidós, 1991, última reimpresión, 2009).

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Esta lucha electoral por controlar el poder del Estado es el
tema que se va a tratar en estas páginas.

La política como acción realizativa4

¿Qué sucede cuando un político que lucha por el poder se


dirige a la multitud, atiende a los entrevistadores, debate con sus
adversarios o hace comentarios en la televisión? Que el político
enuncia enfáticamente que el mundo es de una determinada
manera y explica en términos inequívocos qué está haciendo su
adversario. Austin llama constatativos a estos enunciados que
pretenden ser descripciones que denotan algo perteneciente al
mundo real. A estos enunciados constatativos se contraponen
los realizativos. Éstos, más que referirse a la existencia de algún
hecho o cualidad como si realmente existiera, traen a la existen-
cia una situación por el mero hecho de hablar de ella. Evocando
su más famosa frase, en la medida en que los políticos actúan
así, están «haciendo cosas con palabras». Cuando los políticos
que están luchando por el poder hacen declaraciones grandilo-
cuentes sobre el estado del mundo o se refieren a sus contrin-
cantes en ellas, les gustaría hacernos creer que sus palabras son
constatativas. Sin embargo, casi siempre son realizativas. En
lugar de describir el mundo pretenden crearlo en la imaginación
de sus oyentes. Quieren convencernos de que así son las cosas.
Si sus actuaciones tienen éxito, seremos persuadidos. Que lo
consigan dependerá, nos dice Austin, de que esas actuaciones
políticas sean «afortunadas», de que se estructuren evocadora-
mente en relación con nuestras preocupaciones, de que produz-
can imágenes mentales que nos lleven a identificarnos con ellas
y a compartir su visión del mundo. Las actuaciones afortunadas
crean una fusión entre el hablante y la audiencia. Si se produce
la fusión consideramos que las actuaciones son verosímiles.
Como parecen reales pensamos que lo que dicen los políticos es
cierto y que el personaje que representan es auténtico.

4. Se ha optado por traducir performative como realizativa porque entende-


mos que utilizar performativa es sólo una herencia deudora de las traduccio-
nes argentinas de los años setenta y ochenta, que no se conserva en su ámbito,
el de la lingüística, donde se usa realizativo y, en cambio, sí se mantiene en los
terrenos de la sociología y la psicología. [N. de los E.]

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Para conseguir el poder realizativo, los políticos nos presen-
tan sus actuaciones desde escenarios muy elaborados: banderas
evocadoras, columnas y edificios destrozados por la guerra como
telón de fondo; frente a ellos tribunas y estadios rebosantes de
gente animando; y, además, caravanas de automóviles por calles
que sus avanzadillas han llenado de seguidores atentos e incon-
dicionales. Pero, a pesar de la magnitud del esfuerzo, las actua-
ciones políticas afrontan un problema de mayor envergadura:5
grandes segmentos de sus audiencias están distanciadas y se sien-
ten desconectadas. Las sociedades modernas se encuentran frag-
mentadas, segmentadas y diferenciadas. Grandes franjas de la
audiencia de los actores políticos no sienten ningún afecto espe-
cial hacia quienes luchan por el poder. Muchos de quienes escu-
chan sus palabras y contemplan sus imágenes no tienen ningu-
na razón particular para creer en lo que oyen y ven, y mucho
menos para atribuir un ascendiente moral o emocional a esas
escenificaciones. El objetivo de la actuación acertada es la fu-
sión, pero en las sociedades modernas las audiencias se encuen-
tran crecientemente desligadas de los poderes existentes.6
La lucha democrática por el poder supone refundir la au-
diencia con el orador, interconectar a los miembros de la socie-
dad civil mediante una actuación acertada. Quienes ambicio-

5. J.C. Alexander: «Cultural pragmatics: social performance between ritual


and strategy», en J.C. Alexander, B. Giesen y J. Mast (eds.), Social performan-
ce: symbolic action, cultural pragmatics, and ritual, Cambridge University Press,
2006, pp. 29-90.
6. M. Haugaard también ha relacionado las representaciones realizativas
con el poder: «La coacción estructural funciona en el nivel de la disonancia
intencional. Cuando un actor pretende reproducir estructuras o significados
pero otros actores consideran que el significado buscado es desafortunado, se
da un fallo en la reproducción estructural. Si hay otros que estén dispuestos a
conceder el mismo significado a una orden que el perseguido por el orador,
entonces... la orden se reproduce. Si, por contra, el acto de ordenar se encuen-
tra con una respuesta desafortunada, no se considera una orden... Salvo que
se utilice la coerción directa, la actitud del actor B siempre determina el éxito
de un ejercicio de poder. La persona que ejerce el poder está siempre poten-
cialmente abierta a reacciones desafortunadas que representan los límites
estructurales de su poder. Por otro lado, al actuar adecuadamente o al generar
confianza, es posible redefinir una posición y, con ello, crear nuevos recursos
de poder» (M. Haugaard The constitution of power: a theoretical analysis of
power, knowledge and structure, Manchester University Press, 1998, pp. 167-
168, en cursiva en el original).

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nan el poder tienen que ser elegidos, pero no reunirán los votos
necesarios si no consiguen que sus actuaciones fructifiquen, al
menos en parte. Ésta es la razón por la que los políticos y sus
asesores tienen que pensar conjuntamente, formar grupos de
discusión y realizar encuestas, así como librar batallas interpre-
tativas con los periodistas y los partidarios del otro bando todos
los días. Tienen que hacer llegar sus mensajes ideológicos a au-
diencias de las que no saben nada.
Y para complicarlo todavía más, entre los políticos y sus au-
diencias se interpone toda una instancia profesional e institu-
cional. Los periodistas y los medios de comunicación interpre-
tan esas actuaciones políticas antes incluso de que lleguen a las
audiencias de votantes más favorablemente predispuestas. Los
noticiarios presentan las actuaciones políticas a estas audien-
cias denotativamente, como hechos; y, sin embargo, se trata de
una traslación connotativa: son interpretaciones. ¡Y todavía peor!
Los periodistas no sólo filtran las actuaciones políticas, sino que
además informan a las audiencias de cómo ellas mismas reac-
cionan ante esas interpretaciones.

Sociología cultural del poder político

Ahora debería aclararse por qué hay que repensar la lucha


por el poder político en términos más centrados en el significa-
do. En la sociología política, independientemente del Estado,
clase, género, raza, civilización o religión de que se hable, nor-
malmente se concibe el poder como el control de los instru-
mentos de dominación, como maximización de recursos, como
un intercambio asimétrico, como una lucha contingente por
ventajas estratégicas o como mecanismo de reproducción de la
élite dominante. Las fuentes de estos enfoques instrumentales
del poder son las teorías formuladas desde la tradición marxis-
ta y la weberiana, tanto las de Gramsci y Althusser consideran-
do que los partidos son «sedes del poder» y que la legitimidad
legal-racional es meramente un marco democrático para la lu-
cha de intereses, como las teorías económicas de la elección
racional. Este reduccionismo de la sociología política resuena
en el modo servil, característico de los «programas débiles» de

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la sociología de la cultura,7 de tratar el significado como apén-
dice del poder, una subordinación formulada de maneras lige-
ramente diferentes por la Escuela de Birmingham de Stuart Hall,
los estudios foucaultianos sobre la gubernamentalidad, los es-
tudios neoinstitucionalistas del isomorfismo y por los prime-
ros trabajos americanos sobre «política simbólica» de figuras
como Murray Edelman.
Ni la sociología política ni los programas culturales débiles
han sido capaces de conceptualizar procesos empíricos clave que
son imprescindibles para entender el poder en sociedades for-
malmente democráticas. Dentro de la esfera civil, la lucha por el
poder se desarrolla como una contienda por la persuasión, como
escenificaciones que se despliegan ante una audiencia idealiza-
da de ciudadanos racionales, responsables y supuestamente so-
lidarios. Conseguir el poder depende del resultado de las luchas
por la dominación simbólica de la esfera civil. Se trata de una
victoria cultural que determina el control del Estado y, poten-
cialmente, de todas las esferas no civiles, como la economía, la
religión, el vínculo étnico y la familia.
Para entender y explicar las comunicaciones simbólicas que
estructuran la sociedad civil se necesita una teoría fuerte de la
producción del significado. Se requiere una sociología cultural,
no una sociología de la cultura; un enfoque fuerte, y no débil, del
significado social. Aunque pueda parecerlo, no es paradójico que
para entender el poder necesitemos proporcionar cierta autono-
mía a la cultura. La codificación y la narración permiten canali-
zar las intenciones políticas en la esfera civil, allanar el camino a
las relaciones políticas y elaborar un marco para los cambios
institucionales relevantes en la sociedad y en el Estado. Luchar
por el poder administrativo en una sociedad democrática es lu-
char por una posición respecto al discurso binario de la socie-
dad civil. El objetivo de quienes luchan por el poder político es
ser identificados —junto con los «temas» de su campaña y su
ideología en general— con el polo sagrado de este discurso bina-
rio, y producir relatos convincentes donde sus adversarios apa-
rezcan como la personificación del mal incívico. Quienes luchan

7. J.C. Alexander y P. Smith, «The strong program in cultural sociology:


elements of a structural hermeneutics», en J.C. Alexander (ed.), The meanings
of social life: a cultural sociology, Oxford University Press, 2003, pp. 11-26.

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por el poder intentan que estas construcciones culturales se ex-
pandan más allá de los grupos organizados e ideológicos afines,
convirtiéndolas en objetos icónicos capaces de suscitar una iden-
tificación emotiva a lo largo y a lo ancho de la sociedad.

Creando y esculpiendo la imagen

Representaciones colectivas y ritual

Para luchar por el poder en una sociedad democrática, uno


mismo tiene que convertirse en una representación colectiva.8
Tiene que convertirse en un símbolo de la esfera civil, pero tam-
bién de alguna de aquellas otras esferas extraciviles que generan
valores no democráticos y a menudo primordiales que también
deben ser representados por las esferas civiles realmente exis-
tentes. Llegar a ser una representación simbólica en la lucha por
el poder no sólo exige alcanzar este estado entre los seguidores
cercanos y el grupo político, sino proyectar esa estatura simbóli-
ca por la esfera civil y también más allá, en un ámbito más ex-
tenso. Las luchas por el poder proyectan modas y significados
sobre audiencias de ciudadanos dispuestas en capas concéntri-
cas y fragmentadas en todos los sentidos demográficos conoci-
dos. Ganar el poder depende de crear escenificaciones que rom-
pan satisfactoriamente algunas de estas grandes líneas divisorias.
¿Qué es un político? Ante todo, una representación colecti-
va, alguien capaz de cargarse de energía a través de procesos de
comunicación simbólica hasta convertirse en el portador de una
intensa energía social. Un antiguo compañero de los primeros
días de Barack Obama en Chicago, al ser entrevistado por el
New York Times, recordaba al joven organizador comunitario
como alguien que desplegaba una notable «capacidad moviliza-
dora para conectar con la gente de aquellos barrios».9 La vida
política es un proceso de comunicación simbólica y de interac-

8. E. Durkheim, The elementary forms of religious life, Free Press, 1951 [1911].
Hay traducción castellana en las editoriales Akal (trad. Ramón Ramos) y Alian-
za Editorial (trad. Santiago González Noriega).
9. S. Kovaleski, «Obama’s organizing years, guiding others and finding
himself», The New York Times, 7 de julio de 2008, p. A1.

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ción de conductas con idas y venidas y donde la energía fluye
entre textos públicos simbólicos y personas reales de carne y
hueso. Esto explicaría por qué, incluso en esta época virtual, los
políticos necesitan mezclarse con los votantes reales y ser vistos
haciéndolo, por qué estrechan tantas manos reales y por qué,
además de comunicarse digitalmente, lo hacen roncos y sudoro-
sos en vibrantes y tumultuosos mítines.
Los candidatos experimentan y canalizan la energía del con-
tacto humano. Estas interacciones rituales están mediadas tex-
tualmente y se televisan y desplazan como imágenes simbólicas.
Los sonidos y las imágenes de las audiencias silbando y aplau-
diendo, y los de los radiantes candidatos, jaleados por puños
enarbolados y recibiendo palmadas en las espaldas, reflejan el
retorno de esta energía al candidato y su ascenso, vía institucio-
nes comunicativas, a toda la esfera civil. Esta circulación de ener-
gía no puede fabricarse en un estudio. Aunque sea técnicamente
posible producir e incluso crear escenificaciones políticas por
medios digitales, en una sociedad civil se consideraría inmoral
utilizar así la tecnología. Aparte de que no se desencadenarían
los procesos recursivos para la representación simbólica esen-
ciales en la sociología política de la democracia.
Los mítines políticos pueden llegar a ser puras, y pasadas de
moda, escenificaciones fusionadoras: auténticos rituales donde se
tocan las manos de los líderes carismáticos y la tremenda eferves-
cencia de las multitudes confluye en un solo símbolo, la represen-
tación política colectiva. El ritual de las campañas presidenciales
comienza con pequeños grupos que se reúnen en salas de estar de
Iowa y New Hampshire, se abre a mayores escenarios después de
las victorias y derrotas de las primarias y culmina en esas escenas
de histeria de masas cuidadosamente coreografiadas que, imbui-
das de gravitas ritualizada, caracterizan las convenciones de los
partidos. En el proceso de contacto personalizado que define el
terreno de juego de las campañas políticas, los equipos de avanza-
da son fundamentales. Su función es diseñar escenificaciones que
faciliten la fusión. Los productores de imagen de las campañas
diseñan los sitios web, escriben blogs, envían a los periodistas
mensajes propagandísticos que ocupan todos los noticiarios de la
jornada, así como millones de correos electrónicos diarios a se-
guidores y contribuyentes, y se reúnen con periodistas y trafican-
tes de influencias en público y en privado. Su función es propagar

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esta experiencia ritual por los medios de comunicación para que
alcance a mayores audiencias de votantes.
Cuando retransmitía la intervención de Hillary Clinton el 7
de junio de 2008 en el histórico National Building Museum de
Washington, el periodista de la CNN Wolf Blitzer señalaba: «es-
tamos escuchando cómo la gente se emociona»; interpretaba así
para su público que el inmenso espacio interior del centro de
convenciones, con sus abovedados arcos modernistas, era el más
«espectacular e imponente», y el «más apropiado», para el triste
y dulce desenlace de una campaña tan intensa y controvertida.
Blitzer también describió cómo la senadora Clinton se dirigía a
sus enfervorizados seguidores desde una tribuna elevada que se
alzaba por encima de sus cabezas. Tal como señalaba uno de los
colegas de Blitzer, era como si estuviera en una inmensa iglesia
ofreciendo un sermón a su devota feligresía. «Hillary» —su nom-
bre era aclamado— dio las gracias a su equipo y a los colabora-
dores voluntarios, los sacerdotes y los legos de su religión políti-
ca. Contemplamos la génesis del mito y de los héroes y mártires
caídos en la lucha por el poder civil. Al día siguiente, el New York
Times describió el evento como un «dramático —a veces teatre-
ro— final de candidatura que consiguió paralizar el país», obser-
vando cómo «muchos de sus seguidores la miraban, algunos llo-
rando, convertidos en testigos que engrandecían el relato del úl-
timo revés de la historia de los Clinton».10
La quintaesencia de la naturaleza ritual de las escenifica-
ciones políticas de fusión, del modo entrecortado en que los
periodistas, profundamente afectados, rompen la barrera en-
tre el actor y su audiencia, y de la inmensa energía colectiva y
el enorme poder simbólico que se movilizan, se expresó, avan-
zado el verano, en el Mile High Stadium de Denver, Colorado,
cuando Barack Obama aceptó formalmente la nominación de-
mócrata para la presidencia. Lo que sigue son notas tomadas
durante la cobertura televisiva de la MSNCB en la tarde y no-
che de aquel día, 28 de agosto de 2008. Podrían titularse «Cons-
truyendo la fusión». Comencemos por el preámbulo donde se
mezclan religión y espectáculo:

10. A. Nagourney y M. Lebiovich, «Clinton ends campaign with clear call


to elect Obama», The New York Times, 8 de junio de 2008, p. A1.

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Esperando el gran momento, el reverendo Al Sharpton valora su
significado potencial —y simultáneamente intenta asegurarse su
éxito realizativo— rememorando el discurso «Tengo un sueño»
que Martin Luther King pronunció un gran día del que justo hoy
se cumplen 45 años. Presentándolo como una premonición so-
brenatural de la candidatura de Obama, Sharpton recuerda cómo
King proclamó su fe en que «algún día la gente no será juzgada
por el color de su piel, sino por los rasgos de su carácter». Sharp-
ton le dice al periodista de la MSNBC David Gregory que la victo-
ria de Obama en las primarias es la prueba fehaciente de que la
profecía de King es ya realidad. Entrevistan al congresista John
Lewis. El antiguo líder de los derechos civiles estuvo allí aquel
día para escuchar el discurso de King. Lewis proclama que «es-
tamos dedicando esta tarde al reverendo King y a su discurso».
Sigue un sugerente y atractivo vídeo sobre King y su heroico y
trágico anhelo. Se nos recuerda su faz icónica y cómo creía en la
gloria de Dios y de la esfera civil americana. Bernice King, hija
de la recientemente fallecida Coretta Scott King, da su bendi-
ción. Keith Olbermann, el co-presentador de la MSNBC, comen-
ta el vídeo sobre la discriminación racial que está siendo proyec-
tado en el Elston Howard, el gran estadio de los Yankees. Chris
Matthews, el otro co-presentador, destaca la importancia históri-
ca de lo que vendrá a continuación, declarando que Estados Uni-
dos será el primer país del hemisferio occidental en nominar a
una persona de origen africano para la presidencia. Olbermann
equipara esa nominación a otros acontecimientos históricos dra-
máticos y absolutamente inesperados como la caída del muro de
Berlín o el fin del apartheid. Los dos presentadores intercambian
impresiones sobre su significado histórico. Matthews habla de
éste como un momento increíblemente democrático. La esencia
de la democracia es que todo es posible. La lucha por el poder es
contingente; nadie sabe qué puede resultar. «Las elecciones lo
dirán», añade. Pero «si te quedas en casa sentado en el sofá» y no
participas, serás «un idiota en el sentido griego de la palabra»,
alguien desconectado de la política. Olbermann describe la no-
minación de Obama como una demostración irrefutable de que
los «cambios concretos» son posibles, algo «real para mucha,
mucha gente». Para David Gregory, «representa el futuro, no el
pasado», es «el cambio, ésa es la clave».
La corresponsal de la NBC Andrea Mitchell interrumpe mo-
mentáneamente este proceso expansivo revelando que está con-
vencida de poseer las claves de lo que va a pasar esta noche. La
clave es que «la organización» intenta que los asistentes se ins-
criban al entrar para mantener la tensión de la campaña. Éste es

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un «esfuerzo de reclutamiento masivo». Se consigue un ticket
gratuito si aceptas trabajar como voluntario durante seis horas.
Sin duda se trata de una revelación interesante en el sentido pe-
riodístico profesional. Consigue desplazar el acontecimiento des-
de la retórica y las ensoñaciones a la planificación y a lo sustan-
tivo. Insinúa que hay motivos espurios en lugar de idealismo,
intercambio antes que altruismo. Pero ese análisis de Mitchell,
aunque sea una verdad material, está simbólicamente fuera de
lugar. Se lo dice un incrédulo Matthews: «Andrea, lo que dices es
terriblemente maquiavélico».
A continuación aparece la coral negra Will.i.am & John Le-
gend cantando Yes we can. Los comentaristas, y puede que mu-
chos espectadores, comienzan a pensar que la cadena de actos es
demasiado «negra», que se centra demasiado en una subcultura
minoritaria y hasta cierto punto todavía estigmatizada. ¿Qué pasa
con el atractivo de Obama para los blancos? Olbermann canaliza
sibilinamente esta ansiedad realizativa al comentar que «uno de
los retos de esta tarde» es «conseguir entretener a toda esta mul-
titud durante dos horas» antes de que lleguen los oradores prin-
cipales. Y entonces sucede algo sorprendente. Esta escenifica-
ción anticipatoria se sale de la dialéctica negros contra blancos y,
ajena al mundo del espectáculo, se eleva desde el pasado y los
homenajes hacia el futuro y la celebración. Joe Scarborough, un
influyente comentarista conservador de la MSNBC, interviene
diciendo que no puede imaginarse «ningún acontecimiento que
pueda asemejarse a éste. Sólo puedo decirles que se cuece un
home run. Tras este discurso ninguno de nosotros se preguntará
qué significa el “cambio”».
Al ser preguntado por Matthews sobre los mordaces comenta-
rios de John McCain respecto a los estadios y a las celebridades,
Scarborough recuerda a sus televidentes, repitiendo un dato que
ya había publicado ese mismo día el Times, cómo JFK utilizó el
coliseo de Los Ángeles para su discurso de aceptación de la nomi-
nación en 1960. «Necesito volver a decírselo», insiste Scarborough.
«Éste es el acontecimiento más extraordinario que haya presen-
ciado jamás. Estén atentos a Colorado para poder seguir la senda
de Obama». Este comentarista ultraconservador se ha transfor-
mado, al menos temporalmente: ha sido abducido, se ha fusiona-
do con la teatralidad y el significado del acontecimiento de hoy.
Sus insistencias muestran el poder realizativo de la ocasión, su
capacidad catártica incluso después de los vaivenes narrativos de
los días previos a la convención.
La retransmisión se desplaza a una entrevista del joven re-
portero de la MSNBC Luke Russert con John Legend, el cantan-

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te rapero que escribió y compuso el Yes we can. Cuando le pide
su opinión sobre los ataques de McCain y otros a Obama, Legend
contesta a los conservadores elocuente y enérgicamentemente:
«No tengáis celos porque no hayáis podido emocionarnos». Rus-
sert califica la canción como un éxito mediático, con 15 millones
de descargas sólo en You Tube. Parafraseando una de las res-
puestas de Legend, Russert sugiere que lo que quería decir el
cantante era que «Los hijos del baby boom piensan que ver a una
mujer o a un negro en el poder es una gran cosa. Para nosotros
no, porque hemos crecido con ello».
Las noticias regresan al escenario donde Sheryl Crow está
rocanroleando. Después de emitir ese instante de cultura popu-
lar, vuelven a centrar la atención sobre Olbermann, que está en-
trevistando al alcalde de Chicago, Richard Daley. «Qué regreso al
pasado», dice Olbermann recordando la convención de 1968 que,
presidida por el padre de Daley, estuvo marcada por la cultura
juvenil y la protesta política. La cámara mientras tanto está mos-
trando en media pantalla a Sheryl Crow con unos vaqueros blan-
cos ceñidos y un sombrero tejano cantando totalmente entrega-
da. Daley responde explicando que Michele Obama va a conec-
tar como lo hacía Hillary. Insiste en que «lo importante es la
economía» y compara a Obama con Franklin Delano Roosevelt.
Matthews pregunta: «¿Cómo hizo para conseguir que salieran
dos senadores negros por Illiniois?». Daley responde: «Somos
una sociedad abierta».
Ahora actúa Stevie Wonder, cantando sobre la unidad «del
pueblo unido de Estados Unidos». Grita «ahora todos conmigo:
Barack Obama, yes we can, yes we can», y la multitud se le une
entusiasta. Gran ovación. «Te queremos, Stevie». Y Stevie replica
«I gotta do this, I gotta do this, I gotta do this one: “Signed, Sealed,
and Delivered”. I’m yours».11 Aquí, en el núcleo de la cultura con-
temporánea popular, los afroamericanos ya están plenamente in-
corporados y mandan. Stevie Wonder ha sido barackobamizado.
La cámara se desplaza de nuevo a la cabina de la MNSBC, donde
Rachel Maddow, XXX O’Connell y Eugene XXX —dos mujeres
blancas y un periodista afroamericano del Washington Post— co-
rean y bailan el Signed, Sealed, and Delivered. A continuación mues-
tra un plano aéreo de las gradas donde se mezclan blancos y ne-
gros puestos en pie balanceándose con torpeza al son de esa mis-

11. Signed, Sealed, and Delivered es el título del primer disco en solitario, en
1970, de Stevie Wonder, y de su tema principal, que fue empleado en los actos
de la campaña de Obama como anuncio de su llegada a la tribuna. «Tengo que
hacerlo, tengo que hacerlo... firmado, sellado y entregado. Soy tuyo». [N. de los T.]

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ma música. Hay fusión, pero no es completa. El comentarista ul-
traconservador de la MNSBC Pat Buchanan viste un atuendo a lo
Darth Vader rematado con unas gafas de sol deportivas. Parece
desconcertado entre progresistas. Sarcásticamente musita: «Que
Dios bendiga a nuestro país, a Estados Unidos de América». Olber-
mann le pregunta: «¿No le apetece unirse al cuerpo de baile de la
MSNBC?». Mientras que Buchanan lo rechaza, Olbermann co-
menta que de todos modos contribuye a la escena con esa aparien-
cia al estilo de los Blues Brothers.

Orientando este ritual en plena gestación hacia la lucha por


el poder, en la siguiente escena la atención pasa a centrarse so-
bre Al Gore, el primer y desafortunado candidato demócrata en
ser derrotado tras el mandato de Clinton.

Gore es ahora el verde, el técnico, el ganador del Premio de la


Academia. La democracia nos da la oportunidad de cambiar, pro-
clama. Estas elecciones son importantes, como lo fueron las de
2000. No podemos permitirnos otra derrota. En estas elecciones
nos jugamos mucho. Durante su intervención, como durante la
de otros en la convención, la cámara va y viene de la cara del
orador a las de la audiencia, para ver si conectan o pasan, si res-
ponden o no. Cuando Gore habla, vemos que la audiencia ríe,
bromea y grita. No podemos continuar, ruge, «indiferentes a los
hechos», subordinando el interés general al beneficio de unos
pocos. El calentamiento global es una «emergencia planetaria»,
un apocalipsis del mañana. McCain se ha dejado intimidar por
su partido para no apoyar las medidas correctoras. Ataca los «in-
tereses especiales que mantienen controlado» al Partido Repu-
blicano de los pies a la cabeza. También podemos restaurar la
esfera civil con solidaridad y racionalidad. «Tenéis que entender
que esta elección establece un cambio radical respecto a la polí-
tica partidista y al enfrentamiento». Trazando un paralelismo
directo entre Lincoln y Obama, Gore afirma que la crisis actual
es tan grave como la guerra civil [americana]. Obama representa
«lo mejor de América». «Restaurará el e pluribus unum»,12 «y
nos permitirá a los americanos hablar con autoridad moral con
las demás naciones».

12. «E pluribus unum» («de muchos, uno») es el lema que adornaba el


escudo de Estados Unidos hasta que en 1956 fue sustituido por el de «En Dios
confiamos». Apelaba al poder de la unión en un único país conseguido por el
acuerdo de muchas partes. [N. de los T.]

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Los comentaristas evalúan ahora los fragmentos que ya co-
nocen del discurso que va a dar Obama. Olbermann, fijándose
en su seguridad y en los conatos de agresividad que trasluce su
tono, dice que es el «momento para un macho alfa», y recuerda
que Bill Clinton proclamó en su discurso de aceptación de 1992 que
«si Bush no quiere hacer uso de los poderes que otorga la presi-
dencia, lo haré yo». Matthews sigue contribuyendo al momento.
«Esto no es un asunto lindo y personal, sino algo serio y poten-
te». El discurso dice «aquí está mi orden de batalla, esto es lo que
pongo sobre la mesa». «Al dar la hora en punto Barack Obama
pronunciará un discurso que será dramático e irresistible en to-
dos los aspectos». Olbermann advierte, «con leer lo que pone no
basta para decir que gustará. Hay que pensar estilísticamente y
en cómo lo presentará». Buchanan admite que «es posible que
sea el momento más decisivo de todas las elecciones, es un dis-
curso crucial». Le concede mucho crédito subrayando su gravi-
tas. Rachel Maddow: «Honestamente, creo que Pat anda en lo
cierto sobre el desafío dramático de este discurso. Es LARGO.
¿Qué hará para manejarlo?». Buchanan replica: «Está escrito para
ser escuchado, no para ser visto», no es Al Gore. «Podría ser el
discurso de un filósofo», añade ella.
La cámara recorre las gradas que, desde la caída del sol y con
el estadio lleno a rebosar, parecen un festival o un partido de
futbol. Ondean 75.000 banderines con las barras y estrellas, las
abuelas con los nietos, jóvenes rubísimas americanísimas y pijos
con chaquetas de la Ivy League, hombres, mujeres y familias com-
pletas de todos los colores, que llevan pancartas como «Los lati-
nos con Barack». El senador por Illinois Durbin sube los escalo-
nes que conducen a la tribuna para hacer la introducción oficial.
Hay un «clamor reclamando más autenticidad», una necesidad
«de renovar la fe del pueblo americano en un líder», porque los
«americanos queremos creer». Durbin lo dice: «he estado cerca
de Obama durante muchos años. Ahora son miles los america-
nos que se sienten cerca de este hombre». Confirmando la fu-
sión, anuncian el éxito realizativo de la intervención del candida-
to. Obama tiene «criterio» y es «juicioso», y con él «el futuro de
nuestra nación estará en manos de los americanos perseveran-
tes, de los que quieren creer que los mejores días de Estados
Unidos están por llegar. Esta noche, cuando las luces del estadio
se apaguen, ¡asistiremos al amanecer de un nuevo día!». Si acep-
tamos su «mensaje... recuperaremos la grandeza de América»,
«podremos pasar página y recibir a una nueva generación. Sí, los
americanos pueden hacerlo. Yes, we can». Barack Obama y Joe
Biden «van a llevarnos a un lugar mejor y les vamos a acompa-

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ñar en cada paso del camino». Es un discurso religioso, trascen-
dente, que trata sobre el tránsito de un pasado diabólico y de un
presente mundano a un espacio sagrado del futuro, donde los
sueños se harán realidad llevados de la mano por líderes protec-
tores y proféticos.

Ahora que ya ha sido convenientemente introducido, que ya


se han alabado el poder y el significado de su inminente inter-
vención y que ha sido ensalzado en términos redentores, es cuan-
do el nominado aparece en persona. Barack Obama asciende
con determinación hasta el estrado.

Mientras Obama desgrana su discurso, la cámara se desplaza


mostrando que blancos, negros, mayores y jóvenes cabecean asin-
tiendo afirmativamente a sus palabras. Obama se enfrenta direc-
tamente a las recientes y fulminantes críticas esgrimidas por sus
oponentes. «Ignoro qué tipo de vida piensa McCain que llevan
las celebridades, pero ésta es la mía». Haciendo muchas propues-
tas de mejoras ciudadanas, Obama se mueve constantemente
desde lo práctico y terrenal hasta las promesas sagradas de la
esfera civil: «eso es lo que significa América, la promesa de caer-
nos y levantarnos juntos, de que yo soy el guardián de mi herma-
no, el guardián de mi hermana».
Los comentarios que siguen a sus palabras están plagados de
elogios. Mitchell compara sus palabras con las del presidente
protagonista de las producciones de Aaron Sorkin The American
President y West Wing.13 El discurso se mueve entre la realidad y
la ficción, mezclando prosa y poesía. «Al infierno con mis críti-
cas», dice Matthews, «creo que habla sobre nosotros y que por
eso le seguimos atentos. Nuestra fuerza no está en nuestro dine-
ro ni en nuestro ejército, está en la promesa americana». «Les
diré cómo lo hizo», dice Matthews. Obama preguntó: «¿Cree que
mi educación fue la de una celebridad?, ¿Cómo se atreve a decir
que estas elecciones son un test de patriotismo?». Y Obama dijo:
«¡Basta!». No sólo estaba inspirado, sino que facilitó todos los
detalles que se pedían —29 compromisos de políticas concretas,
señalando al menos 19 agujeros en la campaña de McCain. Colo-
có cuatro directos a George Bush y otros cuatro al Partido Repu-
blicano en general. No dejó de contestar a ningún ataque. Se
calzó los guantes de una manera extraordinaria.

13. En España, la película se proyectó con el título El presidente y Miss


Wade; la serie se emite con el de El ala oeste de la Casa Blanca. [N. de los T.]

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Los propios comentaristas son quienes replican a los críticos
de Obama en su lugar. Su poder hermenéutico está contribuyendo
al éxito realizativo de Obama. Obermann pregunta: ¿en qué pues-
to del ranking de las actuaciones políticas de nuestra historia re-
ciente le situaríais? Brian Williams responde haciendo referencia
de nuevo a la narrativa presidencial de Aaron Sorkin. Tod, analista
político de la MSNBC, dice: «Estoy sorprendido por la falta de
atención a la responsabilidad política». Obama «está apelando a
Missourra [sic], no a Missouri.14 Dice que está listo para combatir.
Y todavía falta la parte dura del discurso». McCain «no va a saber
cómo reaccionar ante este discurso, seguro, no sé si el Partido
Republicano va a ser capaz de hacer algo para superar esta exhibi-
ción». Tom Brokaw: «Barack se sentía autorizado a devolver los
golpes. Había algo personal, revanchista, que yo no llevaría más
allá... Este hombre está un escalón por encima de lo que sea que
pienses de él o de su política». «Después de tres días de mishigas,15
es posible considerar esto como una narrativa, una narrativa de
cuatro días», señala William. Matthews se vuelve hacia su colega
Michele Bernard, normalmente tranquila y decididamente mode-
rada. La periodista afroamericana dice que en cuanto acabe el
discurso irá a encerrarse a solas en algún cuarto trasero «para
poder llorar a gusto». Matthews pregunta «si la nominación de
Obama es una “llamada del corazón”. ¿Hemos ido más allá de la
nación étnica? Hay una marea de caras negras, blancas, orienta-
les. ¿Ha pasado la era de la política étnica?». Sucedió en Iowa por
vez primera el día que dio la victoria a Obama. Bernard responde
que «el de Iowa es el día más grande de la historia de nuestra
nación», añadiendo a continuación que «América nunca volverá a
ser la misma». Mitchell subraya cómo «cuando ataca a McCain, la
gente pega un bote y empieza a aullar». Asegura que «nunca he
sido testigo de nada semejante. Una puesta en escena sensacional.
No se me ocurre cómo podrían haberlo hecho mejor».
Estas observaciones se repitieron en la cobertura que ofreció
el New York Times al día siguiente.16 Según los medios de comu-
nicación, el ritual local generó en el estadio una fusión que se
reprodujo por todas partes registrándose la mayor audiencia en
la historia de las retransmisiones televisivas de actos multitudi-

14. Missourra: modo vulgar en que los sureños pronuncian Missouri. [N.
de los T.]
15. Mishigas: término que significa locura o sinsentido en yiddish. [N. de
los T.]
16. B. Stelter y J. Rutenberg, «Obama’s speech is a TV hit, with reviewers
and commentators alike», The New York Times, 29 de agosto de 2008, p. A14.

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narios, superando en un tercio la de la noche de la apertura de
los juegos olímpicos en Pekín. Este dato sugiere que los susurros,
las emociones y las reacciones de los comentaristas televisivos
durante la actuación de la noche anterior, debieron parecer ade-
cuadas a mucha gente.

Convirtiéndose en héroe: la narrativa mítica

En un profundo análisis de las cualidades políticas de Oba-


ma, el periodista del Times Michael Powell explicaba su capaci-
dad realizativa en términos de identificación, una cualidad ne-
cesaria para una escenificación afortunada: Obama «tiene el don
de conseguir que la gente se identifique con él». Powell describe
empíricamente cómo lo lleva a cabo. Obama consigue esa iden-
tificación psicológica gracias a las cualidades textuales de su
narrativa. Es una «figura política proteica, que inspira devoción
en sus seguidores que le ven como un líder transformador». Es
como si la cualidad Barack-el-político-inmaculado explicara su
ascensión. Powell está utilizando términos que evocan la apari-
ción de un profeta bíblico. Obama, escribe, «ha tardado sólo once
años en recorrer el camino que lleva desde su elección como
senador de Illinois hasta la presumible primera nominación de
un negro que mantiene hechizadas a miles de personas».17
¿Por qué se necesita una narrativa profética? La lucha por
un gran poder político siempre se narra en términos de crisis y
salvación. Después de todo, un personaje puede convertirse en
héroe sólo si supera grandes obstáculos y triunfa frente a los
más desmesurados desafíos. Si hacemos caso a los aspirantes a
presidente, los americanos se enfrentan a un momento único en
su historia. Hay una crisis con carácter de acontecimiento histó-
rico universal que amenaza con hacer descarrilar nacional e in-
ternacionalmente la historia mítica de Estados Unidos, y los pe-
ligros y oportunidades en ciernes no tienen precedentes. Nos
amenaza un colapso nacional. Los héroes sólo pueden surgir de
«la crisis de nuestro tiempo».18 Una derrota electoral significaría

17. M. Powell, «Barack Obama: calm in the swirl of history», The New York
Times, 4 de junio de 2008, p. A1.
18. J.C. Alexander, «Modern, ante, post, and neo: how intellectuals explain
“Our Time”», en J.C. Alexander, The meanings of social life: a cultural sociology,
Oxford University Press, 2003, pp. 193-228.

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el apocalipsis. No sólo está en juego la supervivencia, también lo
están la trascendencia y la refundación.
Como Obama dice en su discurso de aceptación tras las pri-
marias el 4 de junio de 2008: «éste es nuestro tiempo, es nuestro
momento». Trazando una marcada y sugestiva línea roja para
separar el oscuro pasado de un futuro brillante y esplendoroso,
se presenta a sí mismo como la fuerza que se interpone entre la
luz y la oscuridad. Es la fuerza que purificará el proyecto ameri-
cano y lo conducirá del pasado al futuro, al brillante amanecer
de un nuevo día. Sirviéndose de la misma estructura cultural,
John Kennedy hizo también una memorable promesa de trans-
formación simbólica. «Está amaneciendo un nuevo día», decla-
ró en su discurso inaugural de 1960; «la antorcha ha pasado a
una nueva generación». Pero volviendo a Obama, pocos días
después de su discurso del 4 de junio, aplicó este argumento
redentor a la situación económica.19 A continuación se exponen
unas notas sobre aquel acontecimiento tan divulgado:

«Mr. Obama ha vuelto a decir que una presidencia de McCain


sería una continuación de la del presidente Bush». Obama inser-
ta a su oponente en una secuencia narrativa de pasado, presente
y futuro. Para estar en el presente, la posición desde la que pue-
des pasar al futuro, un actor político necesita separarse del pasa-
do. Obama insiste en que McCain sólo está nominalmente en el
presente: que a lo que está realmente enganchado es al pasado.
«Ya estuvimos allí». Obama previene contra una presidencia re-
publicana, y «no vamos a regresar al pasado». Un redactor del
Times: «Obama planteó la elección entre él y McCain en el terre-
no en el que quiere que se desarrolle su campaña, básicamente
como una elección decisiva entre el pasado y el futuro». Obama:
«Ésta es la decisión que encaramos ahora... elegir entre más de
lo mismo... o el cambio... No es una cuestión de izquierdas y
derechas... Es el momento de intentar algo nuevo». McCain cree
que ya estamos en el futuro: «Dice que hemos hecho grandes
progresos económicos los ocho años pasados».
En el plano económico, Obama ordena «los hechos» econó-
micos según las diferencias binarias antes y ahora, pasado y fu-
turo. Se muestra así el papel de las divisiones históricas binarias.
Los héroes se construyen situando al actor político en un tiempo

19. J.M. Broder, «Obama, adopting economic theme, criticizes McCain»,


The New York Times, 10 de junio de 2008.

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histórico universal. No se trata meramente de decir que alguien
es un héroe, lo que raramente sucede. Es algo sencillo y básica-
mente relacionado con la narración del TIEMPO, se trata de cons-
tituir una temporalidad fundamental y significativa, impregnada
de la mayor trascendencia y significación posibles. Esta narrati-
va temporal radicalmente discontinua se intensifica introduciendo
códigos que contaminan al adversario de falta de civismo. El tiem-
po deviene vital y la narrativa redentora posible, hasta el punto
de que el otro candidato se convierte en alguien tan pavorosa-
mente peligroso que elegirlo nos abocaría a una situación apoca-
líptica. Si se elige al otro candidato, se detendrá el progreso de la
nación y no seremos capaces de alcanzar el futuro. En la reelec-
ción de 1996, Bill Clinton prometió construir un puente al siglo
XXI, algo que Bob Dole no podría hacer.

Para convertirse en héroe hay que generar la sensación de que


existe una gran y urgente necesidad, de que el momento es preca-
rio y viene cargado de terribles presagios. Son tiempos difíciles
para América, el sueño está hecho jirones. La nación se ha caído
del pedestal. Hemos sido profanados y contaminados por la se-
gunda presidencia de Bush. Tenemos que purificarnos y necesita-
mos un nuevo héroe para conseguirlo. Postulándose para el pues-
to de héroe nacional, Obama se presenta a sí mismo como al-
guien que ha superado tremendas adversidades en el camino.
Nacido en un grupo racial profundamente contaminado, se inspi-
ró en un anterior héroe profeta afroamericano cuyo discurso so-
bre el sueño de la justicia estaba profundamente grabado en la
conciencia colectiva de la sociedad civil americana. Después de
que el 4 de junio Obama se asegurase la nominación, los afroame-
ricanos hicieron circular por las instituciones comunicativas de la
sociedad civil americana jubilosas proclamaciones de la inminente
salvación. Su victoria presagiaba el final del odio racial y la reali-
zación de la verdadera solidaridad prometida por la sociedad civil
americana. En África, los parientes keniatas de Obama y sus pai-
sanos describieron su ascenso como una demostración de reden-
ción que abría la puerta a la solidaridad global.
Cuando Obama habló tras recibir informalmente la nomi-
nación, convirtió el presente en el pivote retórico entre un pasa-
do de esclavismo y un futuro redentor. «Durante generaciones
podremos mirar al pasado y decir a nuestros hijos que éste fue el
tiempo en que comenzamos a dar protección a los enfermos y

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buenos trabajos a los parados, el tiempo en el que el nivel del
mar dejó de subir y el planeta comenzó a sanar».20 Un columnis-
ta de opinión percibía ecos de los evangelios y del Génesis recor-
dando su discurso en la Wesleyan University la semana anterior,
en el que había declarado abiertamente que «nuestra salvación
individual depende de la salvación colectiva». Al día siguiente, el
Times publicó una fotografía de gran tamaño en la que la figura
de Obama recordaba la de Jesús ofreciendo la salvación. Desta-
caba sobre una multitud de la que emergían cientos de manos
que intentaban alcanzarle. Se ha convertido en un cáliz caris-
mático, portador de la sagrada promesa de la reparación civil.
Convertirse en héroe es entrar en el mito. Es dejar de ser un
(o una) simple mortal y desarrollar un segundo cuerpo inmate-
rial en el sentido de Kantorowicz,21 una envoltura icónica que
provoca en la audiencia una abrumadora sensación de conexión
con el ámbito trascendental de la vida política idealista de la
nación que le subyace. Obama ha comenzado a desarrollar este
segundo cuerpo. Ya no es sólo un ser humano —un tipo flaco
con grandes orejas, un escritor, un hombre corriente—, también
es un héroe. Y, como héroe, un icono cuyo cuerpo simbólico no
morirá. Se le recordará con independencia de lo que suceda al
hombre. La mayoría de las figuras políticas no alcanzan a tener
esta segunda piel. Pueden ser respetadas y queridas, posterga-
das incluso, pero su segundo cuerpo, ese cuerpo público y míti-
co, es débil y enclenque, de modo que no serán recordados como
mitos, sino como políticos. Eclipsados y humillados por sus ad-
versarios, son «heridos» en batallas políticas que revelan su na-
turaleza mortal. Jimmy Carter fue herido en la recta final de las
primarias por Ted Kennedy, cuyo arrollador y jactancioso dis-
curso en la convención demócrata ahondó aún más en la herida.
Carter flaqueó en la campaña de las elecciones generales, con-
templando indefenso cómo el otrora mundano Ronald Reagan
desarrollaba un segundo cuerpo sacralizado y mítico. Entre Bill

20. Citado en W. Kristol, «A campaign we can believe in?», The New York
Times, sección A, página de opinión editorial.
21. E.H. Kantorowicz, The King’s two bodies: a study of medieval political
theology, Princeton University Press, 1957 (existe traducción al castellano, ago-
tada: Los dos cuerpos del rey: un estudio de teología política medieval, Alianza
Editorial, 1985).

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Clinton y George H.W. Bush sucedió lo contrario. Décadas an-
tes, durante el debate presidencial decisivo, la sombra de la bar-
ba vespertina de Nixon, que el maquillaje no conseguía disimu-
lar, lo oscureció y contaminó de tal forma que permitió a John
Kennedy brillar como un joven dios resplandeciente.

Como los acontecimientos relacionados con las primarias están


llegando a su fin —acaban el martes—, el Times acude a una narra-
ción de rutina. Harwood escribe que «se ha desarrollado siguien-
do un guión tan presumible que los expertos podrían recitarlo hasta
dormidos». Es la historia de dos «primeros» que estuvieron cerca
de romper el partido: la primera mujer y el primer negro.
Pero, por «monótono y familiar que nos resulte este relato»
no debería ocultarnos «lo que hace singular esta nominación».
Al explicar esta singularidad, la narrativa de las primarias se con-
densa de forma que puede situarse en un plano histórico univer-
sal y, por lo tanto, mítico. De hecho, la campaña de las primarias
ha sido sin duda tan «excepcional en la historia de la política
presidencial americana» que «no hay nada que se le acerque ni
remotamente». Lo que ha alcanzado un nivel trascendental es el
grado de participación democrática. Harwood explica que histó-
ricamente las primarias comenzaron por los esfuerzos de los re-
formadores en la era progresista para «dar más voz a los votantes
que a los jefes de los partidos». Pero esta reforma realmente no
tuvo grandes consecuencias hasta ahora. Sólo ahora se ha cum-
plido la promesa democrática de la propuesta de las primarias.
Finalmente los votantes han triunfado (libertad) sobre los jefes
(represión). El proceso de primarias «ha batido récords... a una
escala extraordinaria... y su resultado es lo más sorprendente...
desafía las leyes de la gravedad política... Notable».
Las primarias han desafiado las leyes naturales del mundo
además de cuestionar la corrupción natural de las leyes sociales
de la sociedad. Los medios de comunicación tejen así este relato
mítico sobre Barack y Hillary, cuyos seguidores, unidos, han he-
cho real la democracia por primera vez.22

Agencia cultural y guión

Desde la perspectiva de la audiencia, el héroe político no se


hace a sí mismo. Como su estatura heroica es natural, esenciali-

22. J. Harwood, «The caucus-democratic primary fight is like no other,


ever», The New York Times, 2 de junio de 2008, sección A.

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zada, no puede ser narrada ni codificada. Para la audiencia ciu-
dadana, la cuestión es averiguar quién es y quién ha sido en rea-
lidad el candidato al poder. Desde la perspectiva del político que
lucha por al poder, sin embargo, llegar a ser una representación
colectiva es un proyecto, una acción que requiere una extraordi-
naria capacidad de agencia. El candidato se convierte en perso-
naje de su propio guión, escribiendo el relato de su trayectoria
vital. Esta autoconstrucción debe ser sensible a una contingen-
cia interminable, aun si se esfuerza en mantener codificado todo
el abanico de temas narrativos.
Obama entró en campaña con un guión que, inusualmente,
ya era público: el libro autobiográfico Dreams of my father. A
partir de entonces él y los periodistas que le siguen han adapta-
do cada contingencia política a esos cauces narrativos ya exis-
tentes, contrastando el significado de los nuevos acontecimien-
tos con las representaciones ya establecidas.
El trabajo comunitario de Obama fue parte esencial de su
autocreación. Comenzó esta fase temprana de su Bildung dos
años después de graduarse en Columbia y la cerró tres más tar-
de, mientras hacía la carrera en la Facultad de Leyes de Har-
vard. En la recepción de despedida de Obama del proyecto de
Altgeld Gardens en el sur de Chicago, dijo a los escasos sesenta
asistentes que algún día volvería a Chicago «para emprender una
carrera en la vida pública».23 El relato es una reconstrucción ba-
sada en las entrevistas a los presentes realizadas por The New
York Times como parte de su proyecto de crear un marco narra-
tivo de los misteriosos primeros pasos de Barack-el-inmacula-
do. Pero quien primero dio cuenta de ellos fue el propio Obama
en su autobiografía Dreams of my father. Su etapa de organiza-
dor no fue importante por los éxitos logrados. «Hicimos muy
pocos progresos»,24 recuerda Obama. Su importancia radica en
que forma parte de un telos, pues no obedece a una razón prác-
tica ni a una cultura basada en la relación medios-fines. Esos
años representan una etapa de la historia de Obama, un paso en
su desarrollo moral, en su Bildung. Tal como el periodista del
Times quiere hacer notar, esta relativamente breve dedicación al

23. S. Kovaleski, «Obama’s organizing years, guiding others and finding


himself», The New York Times, 7 de julio de 2008, p. A1.
24. Ibíd.

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trabajo comunitario en Chicago ocupa nada menos que un ter-
cio de las 442 páginas concebidas como la narrativa de sí mis-
mo. Una campaña política se erige sobre guiones formales e in-
formales preexistentes. Su objetivo es materializar estas repre-
sentaciones establecidas en un tiempo y un espacio políticos,
crear un poder icónico que condense recuerdos, sueños e inter-
pretaciones, tanto en la imagen superficial como en el significa-
do profundo de un héroe poderoso.

La imagen como objeto y estrategia

Los colaboradores y los periodistas dan la máxima importan-


cia a la imagen de un candidato y se refieren a ella como si fuera
algo objetivo en lugar de subjetivo. Ciertamente, se trata de un
hecho social en sentido durkheimiano, una representación cons-
tituida colectivamente, cuyos contornos, una vez establecidos, son
independientes de cualquier individuo cualquiera que sea su po-
der. A causa de esta paradójica, aunque sólo en apariencia, com-
binación de objetividad masiva y subjetividad insistente —de de-
terminismo social y de agencia individual— el «control de la ima-
gen» se convierte en una preocupación constante en todas las
campañas políticas. Acertar con la imagen es recordar una repre-
sentación colectiva que trasciende al candidato como individuo.
Supone descubrir su segundo cuerpo, el inmortal, aquel que pue-
de hacer de un político corriente y mortal un auténtico rey. Y esa
imagen debe conservarse pura e inmaculada. Hay que elaborarla
y contextualizarla. Por eso las campañas establecen un área de
protección alrededor del candidato, un aura sagrada que no pue-
de profanarse. Luchan y pelean para mantenerla intacta y evitar
cualquier tipo de contacto contaminante.
En junio, politico.com desveló que personal de su campaña
había desalojado del escenario dispuesto para una sesión de fo-
tos de Obama a dos mujeres musulmanas que llevaban la cabe-
za cubierta.25 Haciendo frente a la exposición pública de lo que
parecía un fraude y podría ser intolerancia, se pidieron discul-
pas, aunque defendiendo el derecho de los participantes en la

25. J. Rutenberg y J. Zeleny: «Obama’s campaign tightens control of image


and access», The New York Times, 19 de junio de 2008, p. A1.

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campaña a mantenerse «atentos» y «vigilantes». Se dijo que el
control era necesario para defenderse de «la información erró-
nea que circulaba por Internet» identificando al senador como
creyente musulmán. Esta estrategia, que es buena para mante-
ner una imagen pura a salvo de toda contaminación, es inade-
cuada cuando los esfuerzos para proteger lo sagrado contami-
nan al candidato al favorecer su construcción en términos anti-
democráticos. Para neutralizar estos errores, los equipos políticos
abren un espacio entre el candidato y la campaña. El equipo de
Obama reconoció su error exonerando al candidato y asumién-
dolo como propio, añadiendo que no reflejaba la orientación de
la campaña. El periodista del Times explicó que el incidente
«apuntaba a los escollos que debe sortear la campaña a medida
que se acercan las elecciones generales, intentando controlar la
imagen de Obama con una gestión minuciosa de sus aparicio-
nes públicas». Con independencia de este desliz, el control debe
mantenerse. El equipo de Obama, reconoce, sí, que ha perdido
esa batalla, pero reafirma que no cesará la guerra contra la «des-
información». Uno de los responsables añade: «vamos a presen-
tar una batalla muy agresiva a través de una serie de medios de
comunicación».
La aparente decisión de Obama de permitir que sus hijas
fueran entrevistadas en televisión revela una dinámica similar.
Por un lado, las entrevistas son efectivas, proyectan el espacio
sagrado e inocente del círculo familiar sobre una imagen pú-
blica a veces vacilante del propio candidato. Sin embargo la
reacción genera una nueva amenaza de contaminación. ¿Por
qué forzó Obama la entrada de su familia en la esfera civil?
¿Por qué puso en peligro a sus pequeñas hijas? Obama culpa a
su equipo, incluso tras reconocer que se trató de una decisión
personal. Utilizó un ambiguo y mayestático «hemos». Incluso
habiendo asisitido a este resbalón, los periodistas dieron cuen-
ta de su admiración y de la de otros por cómo la campaña de
Obama había conseguido mantener, de hecho, tan continuo
control sobre la imagen del candidato.
Otro caso ilustrativo se produce cuando el equipo de Obama
recibe a los periodistas y fotógrafos que van a reunirse con el
nuevo equipo nacional de seguridad de la campaña, compuesto
fundamentalmente por oficiales retirados del ejército. Se revela
que el equipo había impedido la presencia de cámaras, aunque

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no la de los periodistas, en una gran reunión de líderes civiles
negros en la que había participado Obama unos días antes. Tam-
bién habían rehusado recientemente facilitar los nombres de las
personalidades religiosas afroamericanas con las que Obama se
había reunido en privado durante su visita a Chicago. Los es-
fuerzos por controlar la imagen se aceptan sin problemas e in-
cluso provocan admiración. Para responder al envite de las ás-
peras puestas en cuestión del temperamento y el patriotismo de
Michele Obama, la campaña orquestó una serie de «amigables»
apariciones televisivas y un «reportaje halagador en las páginas
del Us Weekly». Se informó de que esos esfuerzos habían «mere-
cido elogios de profesionales de la política de ambos partidos».
La campaña de Obama ha exhibido un «alto nivel de disciplina».
Ha igualado «la puesta en escena que en tiempos fue practicada
con tanto éxito por las campañas de Bush para envidia... de los
demócratas».26

La política como guerra simbólica

Las luchas por la presidencia no son triviales. Hay demasiado


poder en juego. Las luchas por el poder civil para controlar el
Estado son tan agresivas y crueles como permite el marco legal y
cultural. Tanto los organizadores como los observadores de las
campañas políticas las comparan con la guerra. Se planean y re-
memoran en términos de batallas ganadas y perdidas. «Ahora que
la temporada de primarias ha terminado, anuncia el senador Schu-
mer, se escuchará una sola voz» en representación de los demó-
cratas: por fin el partido puede comenzar a «marcar distancias
con el señor McCain». El Times comenta que «con todo el aparato
demócrata a su disposición por vez primera, el senador Barack
Obama inició el lunes una gira de dos semanas por el campo de
batalla electoral, atacando al senador John McCain».27
Por estas razones, «partidismo» es la palabra más cargada y
ambigua de la política democrática. La solidaridad es el sine qua
non de la esfera civil, pero la primera se ve amenazada por el

26. Ibíd.
27. J.M. Broder, «Obama, adopting economic theme, criticizes McCain»,
The New YorkTimes, 10 de junio de 2008.

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agonismo de la lucha por el poder político que requiere repre-
sentar la segunda. En nombre de una amplia solidaridad civil
inclusiva y pacífica se desencadena un conflicto intenso y a me-
nudo francamente hostil. Sin embargo, el patrocinio y el impul-
so de estos enfrentamientos periódicos políticamente agónicos
permiten a la esfera civil adaptarse a situaciones complejas y
sutilmente fragmentadas reconciliando los intereses sociales e
ideológicos opuestos sin eliminarlos. Cuando terminan estas fie-
ras batallas, el vencedor se erige en el representante de la esfera
civil en el Estado.
Esta paradoja no es sólo conceptual, sino que se vive como
profundamente peligrosa. Las batallas electorales desafían el
sentimiento de solidaridad y la identificación mutua de los que
depende la sociedad civil. Sin embargo, si ser elegido significa
convencer a los votantes de que tu candidato representa los va-
lores de la esfera civil, entonces la regla no escrita de las campa-
ñas políticas significativas debe ser lanzar ataques partidistas al
otro candidato, señalándolo como menos cívico, incluso como
incívico. Como el New York Times recuerda a sus lectores, «pue-
de que la actual beligerancia entre los partidos no se diferencie
de la que impulsaba a los aliados de Quincy Adams a difundir
panfletos incendiarios... unos doscientos años antes. Funciona».28
No obstante, la línea invisible que separa un conflicto «normal y
saludable» entre partidos de uno patológicamente incívico entre
facciones está sometida a una constante vigilancia. Recurrir a
«trucos sucios» como la financiación «bajo cuerda» o «entre
bambalinas» de operaciones de fontanería o de anuncios difa-
mantes, es traspasar esa línea. Las continuas exigencias para
que se mantengan el decoro y el civismo se incumplen con fre-
cuencia. En el sistema político americano estas cuestiones cris-
talizaron en el Watergate, el legendario acontecimiento que per-
manece grabado en la memoria colectiva de la esfera civil. Perdu-
ra en el recuerdo que el partidismo puede convertirse en
beligerancia incívica y que esto ha sucedido incluso en las mejo-
res democracias. Como observa el Times, los candidatos pueden
hacer bellas promesas «sólo para comportarse de otra manera al
entrar en batalla». A pesar de sus promesas, Obama y McCain

28. J. Rutenberg, «Friendly campaigning, only not so much», The New York
Times, 12 de julio de 2008, sección A.

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están enzarzados en una incesante lucha cuya retórica puede
ser tan áspera y engañosa como la de cualquiera de las campa-
ñas anteriores. Entre bastidores hay frenéticos gabinetes de cam-
paña que cada día envían docenas de mensajes por correo elec-
trónico a los periodistas atacando al contrario. Obama tranqui-
liza a sus seguidores en un mitin: «Si ellos entran en combate
con cuchillos, nosotros lo haremos con pistolas». Una alusión a
Los intocables que demuestra cómo el conflicto entre partidos
desafía la plasticidad del discurso de la sociedad civil.
El agonismo se exacerba porque el discurso de la socie-
dad civil es binario. Si el significado es la diferencia, la legiti-
midad política es incluso más que eso. La victoria es de aquel
que, logrando mostrarse cívicamente puro, consigue hacer
pasar a sus contrincantes por incívicos e impuros. Tal es el
irónico corazón de la democracia política.

Crear la diferencia

La construcción cultural de los votantes

El electorado, como tal, no es un elemento físicamente acti-


vo en esta lucha por el poder dirigida por equipos de campaña
fuertemente organizados, influida por asociaciones más o me-
nos civiles y alimentada por enormes cantidades de dinero. Pero
aunque los votantes no sean una realidad co-presencial, son ima-
ginativamente centrales. En la medida en que los votantes son
codificados, narrados y proyectados retóricamente, constituyen
las audiencias centrales de las campañas políticas. Se les consi-
dera racionales, independientes y capaces de tomar decisiones
inmensamente sabias. Son lo más sagrado de lo sagrado. De
acuerdo con el mito democrático, tan ilustrados ciudadanos, sim-
plemente, no pueden equivocarse. En una campaña electoral
cualquiera los votantes pueden ser construidos como enfada-
dos, deprimidos, satisfechos con el statu quo, o ansiosos sobre el
futuro. Pero sus pasiones son tomadas como expresiones de su
autonomía ilustrada, de su sentido del interés público, sólido
como una roca, sobre el que se apoya la democracia americana.
Por supuesto que, en ocasiones, los votantes apoyan a demago-
gos y mentirosos, pero se acepta universalmente que no lo ha-

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cen porque ellos mismos sean débiles o deshonestos, sino porque
han sido engañados consciente e irresponsablemente, por «el
otro lado», como era de esperar. Al recibir información falsa e
inadecuada, los votantes habrían sido incapaces de actuar se-
gún sus mejores instintos y sus intereses racionales.
Quienes luchan por el poder en la esfera civil siempre deben
mostrar un estudiado respeto por los votantes. Un candidato
nunca debe ser sorprendido insultándolos o menospreciándo-
los. Lo primero es ser elitista; lo segundo, populista. Tanto el
elitismo como el populismo descalifican al candidato para re-
presentar a la esfera civil. Los votantes tienen la última palabra
en la lucha por el poder político. La jornada electoral esconde
un «proceso mágico» que transforma los votos secretos indivi-
duales de los ciudadanos interesados en la voluntad general pro-
clamada públicamente. La fuerza benéfica de la solidaridad ci-
vil resurge calmando las pasiones e intereses de esta lucha parti-
dista potencialmente segregadora.29
Los perdedores de la batalla por el voto son construidos a
posteriori como merecedores de su destino. Su carácter, su cam-
paña y sus ideas fueron rechazados por el «John Q» público.30 El
respeto y la gloria que merecieron en los días preelectorales ya
no tienen importancia; ahora están contaminados porque han
caído del lado malo de la divisoria entre lo cívico y lo incívico.
Recuérdense las críticas formuladas por el gobernador Bill Ri-
chardson a la campaña de Clinton. El que una vez fuera su fer-
viente seguidor opina ahora que «les perjudicó dar la impresión
de que la presidencia era suya por derecho, por lo que sus parti-
darios les abandonaron uno tras otro». Dado que Hillary Clinton
ha sido rechazada por los votantes se debe considerar que ha
sido excluida de la esfera civil o, al menos, relegada a una posi-
ción periférica. Richardson sugiere que los Clinton no fueron
democráticos, sino arrogantes, y que exigían sumisión a sus par-
tidarios en lugar de dotarles de autonomía. Se situaron por enci-
ma de sus electores dando por supuesto su voto hasta que fue
demasiado tarde. Y al finalizar la campaña de primarias, cuan-

29. Esta perspectiva está siendo desarrollada por Inge Schmidt en su tesis
doctoral.
30. En la cultura norteamericana, «John Q» es el ciudadano anónimo. [N.
de los T.]

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do una Hillary marcada por su arrogancia decidió cortejar afa-
nosamente a los demócratas, fue acusada de populismo, de pre-
sentarse como una falsa «heroína de la clase obrera» en lugar de
desenmascarar los estereotipos de la clase trabajadora. También
se le acusó de ser excesivamente dependiente de su marido y de
subordinarse a su mezquindad, su temperamento y a sus insi-
diosos insultos presumiblemente racistas.

La construcción cultural de los candidatos

Para llegar a ser un héroe de la sociedad civil, el protagonista


debe ser emplazado en el centro del mito de la América demo-
crática. Los protagonistas de las historias políticas dependen del
discurso binario de la sociedad civil. Hillary viene a simbolizar
la igualdad y la movilidad, una heroína de la clase obrera, una
«Rosie la Remachadora»31 y una supermujer rompiendo el te-
cho de cristal. Barack se erige en el gran emancipador. Tranquilo
y sensato, es el Abraham Lincoln negro, que traerá una solidari-
dad más profunda y expansiva. McCain es el prisionero de gue-
rra herido que rompe las cadenas de la esclavitud exigiendo a
gritos la lucha contra la corrupción y la recuperación de un modo
de vida altruista. Es un disidente que se resiste a las presiones
sociales y a las tentaciones materiales para hacer lo que conside-
ra moralmente correcto.
Un desafío narrativo de primer orden surge cuando Obama
anuncia su intención de eliminar la financiación pública de las
campañas políticas en un titánico y terriblemente efectivo es-
fuerzo para controlar la influencia financiera sobre la lucha por
el poder civil, lo que supondría la mayor reforma civil desde el
Watergate. Como Obama siempre había apoyado públicamente
este sistema de financiación, a cuya existencia había contribui-
do McCain personalmente, tuvo que reconocer que su elimina-
ción «podría mancharlo».32 Obama había avanzado sus dudas

31. Icono de ficción de la cultura estadounidense que representa la aporta-


ción de las mujeres al funcionamiento del país durante la Segunda Guerra
Mundial en trabajos que hasta entonces habían estado reservados a los hom-
bres. [N. de los T.]
32. M. Luo y J. Zeleny, «Obama, in Shift, Says He’ll Reject Public Finan-
cing», The New York Times, 20 de junio de 2008, sección A.

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respecto a la financiación pública desde que su capacidad para
recaudar fondos online se hizo evidente, pero había prometido
mantenerlo. Así que su honestidad y su ética, cualidades primor-
diales para los demócratas, se veían aparentemente amenaza-
das. La renuncia a la financiación pública parece amenazar el
control democrático de la lucha por el poder: «probablemente
transformará el paisaje de las campañas presidenciales inyec-
tando cientos de millones» de origen privado en lo que debería
ser un proceso civil.
Obama comienza a defender su decisión inmediatamente
sosteniendo contra-intuitivamente que así se acerca más al dis-
curso de la sociedad civil. ¡Ha renunciado a cumplir su promesa
para defender mejor a la sociedad civil de las manipulaciones
secretas y las agresiones agónicas! También mantiene que la cap-
tación de fondos online es la más cívica de todas las formas de
financiación conocidas y mucho más justa que aquellas otras
contra las que la financiación pública fue erigida. Lo que de he-
cho sostiene Obama es que necesita maximizar las donaciones
privadas para poder defenderse eficazmente de las tácticas incí-
vicas de los republicanos. Sus adversarios políticos son «maes-
tros en este tipo de juegos y gastarán millones en calumniarle»
(el Comité Nacional Republicano ya había recaudado 50 millones
de dólares frente a los 10 millones de los demócratas). McCain
acusa a Obama de mentiroso y chaquetero: se contradice total-
mente a sí mismo, traicionando su compromiso con el pueblo
americano. Obama insiste de nuevo en que la captación de fon-
dos online representa «un nuevo tipo de política». Al New York
Times le preocupa que el giro de Obama hacia la financiación
privada intensifique la agonía que caracteriza la lucha por el
poder, aumentando peligrosamente la posibilidad de que el en-
frentamiento entre partidos se convierta en un antagonismo in-
cívico. Ahora Obama será capaz de situar los anuncios fuera de
«la campaña en los estados tradicionalmente decisivos». Un es-
tratega republicano, observando que Obama había comprado
anuncios en Georgia, señala: «Creo que el último individuo que
compró Georgia fue el general Sherman», concluyendo que «se
trata de una estrategia electoral muy agresiva». Sherman fue un
tipo realmente desagradable, un guerrero que incendió Georgia
al final de la guerra (in)civil. The New York Times también alerta
de otra posible complicación incívica: renunciar al dinero públi-

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co forzará a Obama a dedicar más tiempo a la búsqueda de fon-
dos privados y menos a «conseguir electores».
El agonismo de la lucha partidista se suaviza con los esfuer-
zos por conectarla con el lado democrático del discurso civil.
Cada partido define el antagonismo del otro como un ejemplo
de falta de civismo, al tiempo que describe su respuesta agresiva
como legítima defensa. McCain afirma que Obama es «el tipo de
político que piensa más en su progreso personal que en el de los
asuntos comunes», un político a la antigua usanza sin estilo pro-
pio.33 En un reportaje titulado «Obama espera mientras perfec-
ciona cuidadosamente su partidismo», Richard Powell documen-
ta el progresivo partidismo de Obama, contradictorio con sus
anteriores reclamaciones de unidad.34 Aunque su información
no da crédito a la campaña diseñada para propagar esta nueva
actitud, su intención no es partidista. Quiere mostrar la «dife-
rencia» real, es decir, que se trata de un reflejo de la realidad de
John McCain, no de una nueva y más agresiva estrategia.
El concepto de diferencia es una obviedad semiótica, pero
también es una de las principales estrategias políticas. Como las
campañas emplean discursos binarios, se intenta simplificar el
significado de cada asunto que surja alineándolo semióticamente
en uno de los lados de la gran divisoria. Cada cosa debe mostrar-
se limpia o sucia, y, a ser posible, lo recién purificado y contami-
nado debe ser integrado en el arco narrativo de la transforma-
ción histórica. Este tiovivo no se detiene hasta el 4 de noviem-
bre, cuando la votación produce una catarsis purificadora, una
expulsión de los sentimientos negativos y una transformación
de lo individual en la voluntad colectiva.
Hasta ese día la política consiste en crear la diferencia, no en
superarla. La principal estrategia para preservar la pureza de tu
imagen como candidato consiste en contaminar la del otro. Si
hemos de ser codificados como limpios y democráticos, hay que
ensuciar al otro con los estigmas considerados más antidemo-
cráticos. Si nosotros somos los héroes del relato, el otro tiene
que ser el villano.
Una vez asegurada su nominación, Obama anunció nota-
bles cambios de política. Desechó la financiación pública y aceptó

33. J. Rutenberg, «Friendly campaigning...», loc. cit.


34. M. Powell, «Obama, Awaiting a New Title, Carefully Hones His Parti-
san Image», New York Times, 3 de junio de 2008, p. A18.

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públicamente la decisión del Tribunal Supremo que respaldaba
el derecho constitucional de cada ciudadano a portar armas.
Michael Powell comenta en el Times la actuación de Obama se-
ñalando que «ha realizado múltiples piruetas políticas en la últi-
mas semanas, aterrizando cada vez más cerca del centro».35 Esto
cuestiona el carácter del personaje que estaba representando
Obama, suscitando la duda de si los cambios deben codificarse
como una modulación razonable o como un cambio de chaque-
ta manipulador. Michael Powell describe a Obama como «el más
observador de los políticos», destacando que a lo largo de su
carrera ha exhibido «una inclinación por las virtudes de la ambi-
güedad política». Señala que Obama, «se ha pronunciado de for-
ma calculada» sobre diversos temas en las últimas semanas.
Caracteriza su reciente respuesta al Tribunal Supremo como
«délfica», dándole un toque democrático clásicamente griego,
pero sugiriendo también que nunca se puede probar si las justi-
ficaciones de Obama son correctas o incorrectas. Si en América
una acción es considerada pragmática, conserva su virtud. Powell
cita al historiador Robert Dallek. Como todo candidato presi-
dencial quiere «ser considerado pragmático», sus cambios no
significan «que sea totalmente insincero». Dallek recuerda que
incluso el venerado Franklin Delano Roosevelt «dio algún pati-
nazo en las elecciones de 1932» y que «Herbert Moore le tachó
por ello de “camaleón a cuadros”».
Obama subraya cuidadosamente las cualidades civiles de sus
motivos y acciones.36 Explica así, por ejemplo, que la decisión
del Tribunal Supremo «recalca que si actuamos responsablemen-
te» podemos proteger al mismo tiempo los derechos individua-
les y a «la comunidad». Todavía podemos legislar contra «el co-
mercio de armas sin escrúpulos» y mantener «fuera de las calles
las pistolas ilegales». Sus ayudantes se apresuran a preparar un
contexto atenuante que desvela implícitamente una verdad sim-
bólica más amplia al contrastarlo con la realidad. Los «“cam-
bios de chaqueta” son importantes», afirman, sólo «si refuerzan
el relato de los atributos negativos de un candidato». La codifi-

35. M. Powell, «For Obama, a pragmatist’s shift toward the center», The
New York Times, 27 de junio de 2008.
36. J. Harwood, «Flip flops are looking like a hot summer trend», The New
York Times, 23 de junio de 2008, sección A.

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cación de la contingencia política se deja abierta y puede desli-
zarse fácilmente hacia el lado antidemocrático.
«Agentes de ambos partidos» concuerdan en que «el aparen-
te error del candidato John Kerry sobre la guerra de Iraq perju-
dicó su campaña en 2004». Miembros del equipo de McCain afir-
man que Obama «no es un agente del cambio, sino un típico
político»; se trata, en palabras del New York Times, del caso más
reciente de «estereotipo del político con dos caras». Sin embar-
go, pese a los evidentes cambios de postura de los candidatos,
por el momento los votantes de ambos partidos les conceden
una elevada valoración «por su honestidad y su sencillez».
Poco después, Obama sugiere que «afinará» su política res-
pecto a Iraq tras reunirse con la cúpula militar al final del verano.
Una explicación es que el plan ha empezado a funcionar. En «Oba-
ma atiza el debate inicial con sus comentarios» (4 de julio), el New
York Times observa simple y cuidadosamente que «la violencia
disminuye».37 Obama mantiene que, en esencia, su política sobre
Iraq no ha cambiado. Insiste en que si Iraq fuera a ser realmente
una sociedad democrática —el propósito que el presidente Bush
perseguía con la invasión— entonces no sólo debería cesar la vio-
lencia, sino que también debería producirse una «reconciliación»
política. El fracaso en alcanzar este logro de la sociedad civil jus-
tifica la retirada inmediata a ojos de Obama. Aunque la violencia
ha cedido, Iraq todavía no es una sociedad democrática. La retira-
da también permitiría al gobierno americano una redistribución
del gasto militar para hacer mejor las cosas en casa. Obama insis-

37. M. Powell y J. Zeleny, «Obama fuels pullout debate with remarks», The
New York Times, 4 de julio de 2008.

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te en que él siempre ha dicho que el ritmo de la retirada será
responsabilidad de los jefes militares. Reafirma su intención de
«consultar» con los comandantes, pero también su rechazo a sub-
ordinarse a ellos. Se trata de actuar racionalmente y valorar toda
la información disponible. En su primer día en el puesto asignará
a la Junta de Jefes una nueva misión, la de acabar la guerra «res-
ponsable, deliberada y decisivamente». En otras palabras, el final
de la guerra puede ser y será civil.
En los primeros compases de la campaña post-primarias,
Obama tuvo que afrontar el peligro hermenéutico de haber cam-
biado de chaqueta. Durante ese mismo período McCain se en-
frentó al peligro de no ser capaz de generar ningún tipo de dife-
rencias. Hasta finales de julio su campaña no había sido capaz
de aprovechar el lado negativo. Si no puedes crear la diferencia
no puedes generar significado, y sin significado la batalla por el
poder está perdida. En las noticias se afirma que Obama va ga-
nando porque McCain ha fracasado en este punto. Se dan razo-
nes explicando por qué McCain ha tropezado con estas dificul-
tades: que Obama ha estado poco tiempo en el poder; que ellos
tienen que ser cautelosos al formular acusaciones porque «los
conservadores se han pasado y han sido criticados por sus co-
mentarios con tintes racistas»; o que es difícil contaminar «al
candidato de un movimiento».38 Finalmente McCain ha prome-
tido ser cívico, lo que inhibe su capacidad para desarrollar una
campaña abiertamente negativa. De hecho, en esta etapa la pren-
sa comenta que McCain intenta ser «respetuoso» y que se ha
visto obligado a distanciarse de los anuncios más descontrola-
dos que se habían creado y financiado en su nombre. El crédito
que estos relatos proporcionan a Obama le protege de su propia
contaminación. «Se ha mostrado más hábil y rápido al contra-
golpe» que Kerry y Gore. No se ha dejado «intimidar» hasta el
punto de pedir disculpas.
A mediados de julio, McCain supera estas dificultades. Aban-
donando sus escrúpulos empieza a explotar las diferencias bina-
rias vengativamente. El punto de partida fue la campaña de pu-
blicidad e Internet «Obama es la mayor celebridad del mundo»,
lanzada a la desesperada por los republicanos justo cuando la

38. P. Healy, «Target: Barack Obama. Strategy: what day is it?», The New
York Times, 4 de julio de 2008.

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gira europea de Obama alcanzaba su cénit en Berlín. Allí, frente
al Arco de la Victoria, a unos pasos de un icono de la democracia
como la puerta de Brandemburgo, fue aclamado por una multi-
tud de 200.000 personas que le adoraba totalmente fusionada.
La herida realizativa infligida a la imagen de Obama fue consi-
derable y provocó una caída en picado de su posición en los
sondeos, de la que no se recobró totalmente hasta mediados de
septiembre. La celebridad se convirtió en el hombre misterioso
que había surgido de la nada y que no decía la verdad: confrater-
nizaba con terroristas, no era un auténtico americano, era anti-
americano. Cuando Obama reaccionó diciendo que no respon-
dería a la «campaña negativa» de los republicanos con la suya
propia preservaba su imagen de héroe y, como tal, defendía el
sagrado reducto de la pureza cívica, pero no pudo recuperar el
terreno perdido.
Aunque McCain había sido un héroe una vez, lo había sido
en la esfera militar, no en la civil, y parecía cosa de un tiempo y
un lugar muy lejanos. La irrupción de Sarah Palin pareció co-
rregir este desequilibrio durante un tiempo. Su imagen icónica
de mujer de la frontera cazadora de alces emergió de las mis-
mísimas tierras vírgenes, del alma primigenia del viejo y salva-
je Oeste. McCain había apelado antes a «Joe el fontanero», pero
fue Palin quien se emparejó con esta figura popular en un tiem-
po mítico. No obstante, apenas unas semanas después de su
aparición, la heroína Palin fue arrollada por las diferencias bi-
narias, vapuleada por los principales medios de comunicación
como corrupta, arrogante, mentirosa, irracional y tonta. La cri-
sis financiera de mediados de septiembre no fue determinante,
pero sirvió de marco para distribuir las últimas diferencias bi-
narias. La respuesta de McCain a la crisis pareció obedecer a
motivos cínicos y estratégicos; fue tildado de impulsivo, gran-
dilocuente, confuso e irracional. En este contexto en el que su
antagonista aparecía retratado de forma tan negativa, Obama
emergió como un defensor de la democracia, un héroe que,
una vez más, parecía encarnar el discurso civil sin esfuerzo.
Fue representado como tranquilo y seguro de sí mismo, como
inteligente y lúcido. De modo que, instalado en pleno corazón
de la esfera civil, este improbable y antaño marginal candidato
ganó las elecciones por una abrumadora mayoría, recibiendo
el poder para gobernar el Estado.

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Algunas rutas no exploradas

En el análisis aquí presentado me he centrado en los proce-


sos simbólicos de la esfera civil. Sin embargo los sistemas socia-
les abarcan un ámbito mucho mayor. La esfera civil está rodea-
da o limitada por una serie de esferas no civiles como la econo-
mía, la seguridad nacional, la religión, la familia, el género y la
sexualidad, y por otras muchas comunidades primordiales, como
la etnicidad y la raza. Estas esferas no civiles son vigorosos mun-
dos sociales de sentido, instituciones que históricamente han in-
terferido, interpretado y restringido las promesas del orden civil
de manera fatídica y, a veces, profundamente injusta. Cada lu-
cha por el poder dentro de la esfera civil se enfrenta al problema
de gestionar los límites, poniendo de relieve la vital distinción
entre lo civil y lo público. Tanto la teoría normativa clásica como
la moderna destacan el papel de la deliberación como rasgo in-
equívocamente democrático de la vida pública. Por el contrario,
a mi modo de ver, los elementos no democráticos e incívicos
impregnan también la esfera pública. Si la pertenencia a la esfe-
ra civil sostiene la democracia y refuerza la ciudadanía, las esferas
públicas son meros espacios realizativos, escenarios teatrales
donde las exigencias cívicas pueden ser tanto desarrolladas como
revocadas y las antidemocráticas legitimadas, escenarios donde
los límites de la esfera civil se interconectan de forma peligrosa y
amenazadora. En mi próximo libro sobre la pragmática cultural
de la campaña presidencial de 2008 trataré los potenciales peli-
gros que acechan en estas cuestiones fronterizas que emergen
en términos de religión, género, raza, familia, nación, región y
clase. En él demostraré cómo intervienen en la esfera pública
estas consideraciones que, de alguna manera, pueden llegar a
incidir en la campaña civil.39
El otro aspecto relevante que abordaré en el libro que am-
plía este estudio es lo que llamo «la nueva reflexividad» de las
luchas democráticas por el poder. La vieja reflexividad se refiere
a la auto-conciencia que, al menos durante dos siglos, ha dado
una dimensión estructural a las luchas por el poder en las socie-
dades democráticas. Siempre ha existido cierto grado de diferen-
ciación entre las instituciones internas de la esfera civil —entre

39. Véase la nota a pie de página introductoria. [N. de los T.]

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las instituciones comunicativas y las reguladoras— e, incluso,
dentro de las propias instituciones comunicativas y reguladoras.
Este nivel de diferenciación interna y externa garantiza que, desde
el origen de las esferas civiles modernas y democráticas, haya
existido un alto grado de autorreflexividad y de conflicto institu-
cional y de valores. Por ejemplo, los medios velan por sus pro-
pios intereses frente a los de la ley, frente a las campañas de los
ambiciosos y astutos candidatos y frente a los partidos políticos.
Los candidatos y sus partidos, por el contrario, siempre se mues-
tran cautelosos y, con frecuencia, antagónicos frente a los me-
dios de comunicación.
Por ejemplo, The New York Times observa que «los estrategas
de Obama [...] han dejado claro que tienen que controlar su ima-
gen y protegerla de cualquier ataque».40 Esto irrita y preocupa a
los medios porque son conscientes de que ambos partidos y sus
candidatos les engañan sistemáticamente. Ante semejante pre-
varicación sienten la necesidad de denunciarlo y producir «la
verdad» tal como la ven desde su código deontológico. De otro
modo, desde su punto de vista, la gente estaría siendo manipula-
da y el proceso se volvería antidemocrático. Por un lado los pe-
riodistas insisten en resaltar que Obama «ha mostrado su deseo
de ser inusualmente transparente y abierto», de comportarse cí-
vicamente con los medios en lugar de controlarlos y manipular-
los. Al mismo tiempo The New York Times dice que Obama está,
sin embargo, «fuertemente distanciado de los medios de comu-
nicación, que demandan un mayor acceso al candidato y a su
equipo». Pero nada de esto es nuevo. Los medios siempre han
sido reflexivos respecto a sus relaciones con el poder político.
Al hablar de la «nueva» reflexividad quiero referirme a una
autoconciencia creciente, no de la diferenciación institucional, sino
de la naturaleza culturalmente construida de la lucha por el poder
político mismo. La reflexividad más antigua y típica concierne a
las bases «naturales» de los intereses y del conflicto entre institu-
ciones cuya «realidad» se daba por supuesta. En las sociedades
democráticas, por ejemplo, ha existido un conflicto permanente
entre «libertad de prensa» y «juicio justo». Esto ha producido
ámbitos de discusión reflexiva sobre los papeles respectivos de la

40. J. Rutenberg y J. Zeleny, «Obama Campaign Keeps Close Watch on his


Image», The New York Times, 19 de junio de 2008, p. A1.

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ley y de los medios y sobre cómo establecer sus límites recíprocos.
No obstante, en los reportajes periodísticos sobre esos conflictos,
ambos lados son naturalizados, tratados como entidades esencia-
lizadas con intereses reales, en lugar de ser deconstruidos. En la
actualidad todo es distinto, porque en los sofisticados medios im-
presos, audiovisuales y digitales se comenta la necesidad de ejer-
cer el control de la imagen y de generar nuevas narrativas. Las
noticias y los sucesos ya no son presentadas como si ocurriesen
naturalmente. Los medios cubren la propaganda de los hechos
mucho más que los hechos en sí, aunque cuidan mucho de no
deconstruirse a ellos mismos en el proceso: ni admiten que hacen
propaganda de las noticias ni que las narran. Su arraigada éti-
ca profesional no les permite hacerlo.
Mientras que al menos durante dos siglos tanto las naciones
democráticas como las no democráticas han sustentado esferas
públicas cuya estructuración dependía de los medios de comuni-
cación de masas, sólo en las sociedades posmodernas ha cobrado
una importancia central la autoconciencia de la producción me-
diática de la imagen política. La política siempre ha sido simbóli-
ca y cultural, pero sólo en sociedades posmodernas se ha recon-
ceptualizado la acción política pública como «puesta en escena»
política. Aquellos que luchan por el poder en sociedades demo-
cráticas siempre se han esforzado por proyectar en la escena pú-
blica una imagen simbólica de sí mismos muy poderosa contro-
lando su interpretación. El periodismo político de hoy en día, sin
embargo, se ha ido centrando cada vez más en evaluar este esfuer-
zo realizativo. A este periodismo le preocupan los entresijos de
esta escenificación política tanto como los sucesos políticos, la
puesta en escena del discurso político tanto como el discurso po-
lítico en sí. Intelectuales y sociólogos críticos suelen despreciar
como manipulador y propagandístico este énfasis sobre la políti-
ca simbólica como una forma de escapar de la realidad hacia lo
ficticio, la simulación y el espectáculo. Aquellos que están en la
práctica de la política hablan sencillamente de hacer pública in-
formación veraz sobre el mensaje o el candidato. El periodista
político nos dice cómo se cocina esto por dentro.
¿Por qué esta nueva reflexividad? No es porque la política
ahora se haya vuelto engañosa y obsesionada con la propaganda
cuando antes se guiaba por la sinceridad y le importaba la ver-
dad. Tampoco se debe a la emergencia de un «nuevo periodis-

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mo» tras el Watergate o el auge del reaganismo. Éstas pudieron
ser causas eficaces, pero nunca fundamentales. La política siem-
pre ha sido realizativa, pero los elementos de esta realización
son cada vez más y más difusos: hay nuevos roles, nuevas espe-
cialidades remuneradas y una nueva autoconciencia sobre estas
contribuciones, de las que se es plenamente consciente. Por ejem-
plo, cuanto más nos retrotraemos en la política de masas demo-
crática, menos probable es encontrar escritores de discursos. Aun-
que la escritura de discursos se fue haciendo más habitual, no se
llegó a especializar como profesión; incluso cuando se institu-
cionalizó su rol, no se llegó a mostrar en la escena pública. Sólo
a partir de los últimos treinta años «el escritor de discursos» se
ha convertido en una figura común y de presencia familiar en la
política democrática, una figura que se sale de su rol para refor-
zar la credibilidad del candidato.41 Los periodistas raramente
dejan de preguntarse si las palabras que salen de la boca del
candidato son realmente suyas, y los escritores de discursos de
éxito raramente dejan de escribir libros más adelante, alardean-
do de su propio poder, incluso a expensas del que ostenta el pro-
pio candidato. Esta descomposición hace que sea mucho más
difícil la fusión, la apariencia de naturalidad. Lo que los medios
cubren es tanto el esfuerzo por lograr la fusión, como el conflic-
to de los propios candidatos. Sin embargo, aun hay posibilidad
de autenticidad. En política, como en el teatro, también cabe
«suspender voluntariamente la incredulidad».42
El mismo movimiento desde la no existencia a la existencia
informal y de ésta a la existencia velada y a la existencia final-
mente reflejada públicamente, se aplica también a otros aspec-
tos de la lucha por el poder. Antes no había secretarios de pren-
sa; hoy hay muchos para cada presidencia y cada campaña. Antes
los discursos se daban sin ejércitos de propagandistas abordan-
do a los periodistas para intervenir en la interpretación; hoy, la
propaganda y la discusión sobre la propaganda se han converti-

41. E.T. Lim, The anti-intellectual presidency: the decline of presidential rhe-
toric from George Washington to George W. Bush, Oxford University Press, 2008,
pp. 78-86.
42. «Willing suspension of disbelief», en el original. Se trata de la colabora-
ción que el lector o el espectador aporta, en cualquier género literario y espe-
cialmente en el teatro, aceptando un imposible porque garantiza el sentido
del resto del texto pudiendo así disfrutar de él. [N. de los T.]

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do en un arte susceptible de ser discutido en público. Antes, los
discursos en campaña se llevaban a cabo sin más aviso previo
que un anuncio la víspera; hoy existe la profesión de esos «hom-
bres de avanzada» que llegan al lugar días antes y cuyo trabajo
es crear público. Antes eran básicamente los amigos quienes
aconsejaban al poderoso; hoy se contrata a equipos profesiona-
les de estrategas veteranos, los cuales a su vez organizan a otros
equipos especializados, tales como los encuestadores, publicis-
tas, compradores de medios y grupos de relaciones públicas, por
no mencionar a maquilladores, expertos en luminotecnia y mo-
distas. Las dimensiones mediáticas de la puesta en escena tam-
bién se han desactivado; el bloguero emerge como un nuevo rol
social que ejecuta las funciones informativas e interpretativas
del periodista de una manera no profesional. El bloguero no sólo
es un nuevo tipo de recolector de sucesos, sino una nueva clase
de intérprete que habla abierta e ideológicamente, así como de
forma personal, incluso cuando supuestamente lo hace en nom-
bre de la gente.
Tal descomposición realizativa hace que los aspirantes al po-
der tengan mucho más difícil conseguir que su imagen parezca
real y natural, y los periodistas se han interesado en explicar por
qué. Con la nueva reflexividad los medios han llegado a ser muy
explícitos sobre los elementos de la puesta en escena política. En
todas partes se habla de narrativas, escenificación y propagan-
da, de escenarios y espacios, de la variabilidad de los guiones
escritos, de la mise-en-scene, y del carácter contingente de la re-
cepción por la audiencia.

Conclusión

En contra de lo que sostienen la teoría de la democracia y la


teoría sociológica, la situación de hecho de estas cuestiones es
relativamente insignificante en la lucha por el poder. Estas cues-
tiones son lo presente, lo visible en la lucha por el poder, pero lo
que realmente importa es lo ausente. Los observadores académi-
cos de las campañas —así como los politólogos y los sociólogos
que estudian el poder— tienden a omitir lo invisible, el discurso y
el lenguaje simbólico no verbal que constituyen los referentes rea-
les de las luchas de poder en las sociedades formalmente demo-

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cráticas. Los periodistas, los blogueros y los mismos votantes pien-
san que las campañas giran en torno a las personalidades, a las
cuestiones citadas y a las ideologías, en torno al liberalismo o al
conservadurismo, a la postura pro o antiabortista, a la interven-
ción militar, las políticas inclusivas, la vigilancia callejera, el ma-
trimonio gay, la inmigración, el libre comercio, los sindicatos o el
salario mínimo. En otras palabras, creen que las campañas tratan
de las cosas reales que existen en el mundo real, ya se trate de
valores o intereses, ya de personas de carne y hueso.
Mi argumento es que todos éstos son significados. Son asun-
tos concretos y posiciones ideológicas que pueden ser construi-
das tanto positiva como negativamente. Las carreras por el po-
der no se deciden por las cosas «reales», sino por unir lo real y lo
«urgente» en lo que realmente produce sentido, la trastienda de
los significantes. Las tensiones entre los códigos democráticos
y los antidemocráticos, entre las narrativas míticas pasadas y
futuras, constituyen los referentes de hecho en las campañas
políticas; son la quintaesencia de la lucha por el poder. Todo se
desarrolla como si las palabras y las imágenes importaran. Y sí
importan. La diferencia prevalece.
Con todo, el discurso de la sociedad civil no está determina-
do aunque sea un referente fundamental y necesario. La agencia
es un elemento más. Tanto actores políticos como campañas
necesitan luchar por el poder, están abocados a crear performan-
ces, representaciones, y su éxito es contingente. Depende de la
destreza y de la suerte, de poner en funcionamiento un escena-
rio efectivo, de la interpretación de los medios, de que las au-
diencias estén preparadas para modificar las condiciones socia-
les de manera más o menos acertada.
Tener el control del Estado en sociedades democráticas sig-
nifica convertirse en representante electo de la esfera civil. Los
teóricos normativos de la democracia han entendido que la elec-
ción es fundamentalmente deliberativa. Los científicos sociales
han entendido esta elección como un reflejo de condiciones so-
ciales y económicas. En este ensayo propongo una vía alternati-
va: convertirse en representante de la esfera civil no es tanto un
asunto de deliberación racional como de representación simbó-
lica. Los políticos han de convertirse en representaciones colec-
tivas, imágenes táctiles y plásticas que inspiren devoción, esti-
mulen la comunicación e impulsen la interacción. No se trata de

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una cuestión relativa al ritual, aunque las experiencias de fusión
intensamente conmovedoras sean muy buscadas. Se trata de
controlar la imagen, de conseguir ser un héroe, de trabajar las
diferencias binarias mientras se vigilan los límites. Lo puro y lo
impuro son el objetivo, pero el partidismo debe ser evitado por
todos los medios. La política es representación, pero la imagen
política no puede ser vista como construida. La nueva reflexivi-
dad de los medios es un peligro constante que amenaza con des-
truir la autenticidad. La artificialidad puede ser una atribución,
pero tiene el poder de matar.

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LIM, E.T., The anti-intellectual presidency: the decline of presidential rhe-
toric from George Washington to George W. Bush, Oxford University
Press, Nueva York, 2008.

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LA INCLUSIÓN DEL OTRO EN FRANCIA
Y ALEMANIA: EL DEBATE
SOBRE EL VELO ISLÁMICO

Carmen Innerarity
Universidad Pública de Navarra

La presencia estable de inmigración no occidental ha hecho


que el acomodo del pluralismo cultural y religioso se haya con-
vertido en una prioridad en Europa. Es cierto que podemos cons-
tatar tendencias comunes en la manera en que los diferentes
países gestionan esa diversidad cultural, como consecuencia de
un contexto político e ideológico común, marcado, por una par-
te, por la difusión del discurso de los derechos humanos desde
los años de la postguerra y, al mismo tiempo, por una conciencia
de la crisis del multiculturalismo que va cobrando cada vez más
fuerza a partir de los años noventa. Pero a la vez, existen impor-
tantes diferencias entre unos países y otros, que vienen marca-
das por los distintos «estilos nacionales» a la hora de gestionar
la diferencia cultural procedente de la inmigración. Esas dife-
rentes «filosofías de la integración»1 dependen, en gran medida,
de las historias nacionales, de la manera en que cada país en-
tiende la naturaleza del vínculo que mantiene unida a la comu-
nidad y, como consecuencia, cuál es la manera más adecuada
para integrar en ella a los inmigrantes.
El objetivo de estas páginas es analizar de una manera com-
parada la respuesta que han dado, respectivamente, Francia y Ale-
mania a la diversidad cultural generada por la inmigración en un
aspecto concreto: la gestión de los símbolos religiosos y, más es-
pecíficamente, del velo islámico. Además de ser los países euro-
peos en los que el debate público sobre este tema ha tenido mayor
fuerza, es interesante la comparación entre esos dos países por-
que encarnan, respectivamente, los dos tipos ideales de nación y,

1. A. Favell (2001): Philosophies of integration, Nueva York, Palgrave.

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por tanto, de integración: el modelo cívico y el modelo étnico, el
modelo individual-universalista y el modelo comunitario. De ahí
se derivan, como veremos, importantes diferencias en la manera
en que cada país ha respondido a la «cuestión del velo».
En Francia el debate tiene su origen en 1989, cuando unas
alumnas del colegio de Creil, ciudad situada al norte de París, se
niegan a acudir a clase con la cabeza descubierta. A partir de en-
tonces surgen vivos debates en la sociedad francesa sobre el signi-
ficado de la laicidad en la escuela, que van a cristalizar en el Infor-
me de la Comisión Stasi del año 2003 y la Ley n.° 2004-228 del 15 de
marzo de 2004, que regula, en aplicación del principio de laicidad,
«la tenencia de símbolos o ropa que manifiesten una pertenencia
religiosa en los colegios, escuelas y liceos públicos». La ley estipu-
la que «está prohibido en las escuelas primarias y secundarias
portar vestimenta o artículos que exhiban de manera ostensible
(ostensiblement) la filiación religiosa de los estudiantes».
En Alemania la controversia surge en 1998 a raíz del caso de
Fereshta Ludin, maestra de origen afgano, que había obtenido
la nacionalidad alemana en 1995, a la que las autoridades del
estado de Baden-Württemberg le negaron el acceso a la función
pública, tras haber superado las pruebas correspondientes, puesto
que consideraron que al pretender dar clase con la cabeza cu-
bierta atentaba contra la neutralidad religiosa que un país no
confesional como Alemania exige a los maestros. Después de
recurrir a varias instancias judiciales, en septiembre de 2003 el
Tribunal Constitucional determina que no se puede establecer
una prohibición general del velo y que es preciso asumir el he-
cho del pluralismo religioso y desarrollar una actitud de toleran-
cia que permita la integración. Al mismo tiempo, deja en manos
de los parlamentos de cada uno de los Länder la legislación so-
bre el grado de apertura de las escuelas a la religión y a la confe-
sión religiosa de los profesores.2 La respuesta de los parlamen-
tos regionales no ha sido homogénea, ya que unos lo prohíben y
otros lo permiten, y —al igual que en Francia— tampoco ha que-
dado zanjado el debate social y político.
De acuerdo con el concepto que se ha ido imponiendo en los
últimos años en el panorama político y académico europeo, la
integración es «un proceso dinámico y bidireccional de acomo-

2. BVG, 2 BvR 1436/02, 2003.

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dación mutua de inmigrantes y residentes».3 Afecta tanto al in-
migrante como a la sociedad receptora, en la medida en que
ambos deben acomodarse a la nueva realidad creada por la in-
migración y, concretamente, para el tema que se va a tratar aquí,
al aumento de la diversidad cultural generada por ella. En este
sentido, la integración debe entenderse como un diálogo entre
dos identidades que no constituyen entidades estáticas y cosifi-
cadas, sino realidades dinámicas, sometidas a un continuo pro-
ceso de cambio como consecuencia de la apertura y el contacto
mutuos.4 Por eso, como veremos, la gestión de la diversidad cul-
tural remite necesariamente a la identidad nacional. La forma
en que cada país gestiona la diferencia cultural depende de su
manera específica de entender la identidad nacional y, en senti-
do inverso, la problemática de la inmigración ha tenido una gran
importancia en ambos países en la cuestión más general sobre
la unidad de la nación y los valores y tradiciones que la mantie-
nen unida. Podemos afirmar, en este sentido, que el debate pú-
blico sobre la manera más adecuada de gestionar la diversidad
cultural está actuando como un «catalizador de la identidad na-
cional».5 Y aquí radica el interés último de este análisis, en el
hecho de que ese ponernos frente al «otro» está llevando a los
países europeos —y, concretamente, a los dos estudiados aquí—
a una reflexión sobre la identidad nacional, sobre el núcleo de
valores compartidos que nos permita definir los límites de la
diversidad y la tolerancia compatible con la integración y la co-

3. Com 2005, 5. El mismo concepto de integración como un proceso bidi-


reccional se desprende de otros documentos internacionales recientes sobre
este tema, como el Manual sobre la integración para responsables de la formu-
lación de políticas y profesionales, elaborado por la Dirección General de Justi-
cia, Libertad y Seguridad de la Comisión Europea (Com 2004), o el White
Paper on Intercultural Dialogue. Living Together as Equals in Dignity, del Con-
sejo de Europa (CoE 2008).
4. A. Favell, op. cit.; A. Melucci (2001): Vivencia y convivencia, teoría social
para una era de la información, Madrid, Trotta; R. Kastoryano (2002): Negotia-
ting identities, Nueva Jersey, Princeton University Press; U. Birsl y C. Solé (2004):
Migración e interculturalidad en Gran Bretaña, España y Alemania, Barcelona,
Anthropos; R. Zapata (2004): Inmigración, innovación política y cultura de
acomodación en España, Barcelona, CIDOB.
5. B. Theriault y F. Peter (2005): «Introduction: Islam and the dynamics of
European national identities», Journal of Contemporary European Studies, 13,
3, pp. 261-266.

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hesión social en las democracias liberales. Muestra, así, de algu-
na manera, los efectos de la diversidad cultural sobre los refe-
rentes normativos que articulan la cohesión nacional.
Haré, en primer lugar, una breve presentación de los rasgos
que caracterizan ese contexto político e ideológico que da lugar
a tendencias comunes en la respuesta a la diversidad, para pasar
después a explicar cuáles son las principales diferencias entre
los dos países en la manera de gestionar la multiculturalidad
generada por la inmigración, sirviéndome para ello del análisis
de los principales documentos de carácter político o legal sobre
el tema del velo islámico.

1. Un contexto común: auge y crisis del multiculturalismo

El contexto político e ideológico en el que se desarrollan los


debates sobre la gestión de los símbolos religiosos está marcado
por la conciencia de crisis del multiculturalismo, que ha ido co-
brando fuerza en las sociedades occidentales a partir de los años
noventa, y cierto «retorno del asimilacionismo»6 tras el giro dife-
rencialista del último tercio del siglo XX. Aunque ni Alemania ni
Francia han manifestado nunca un compromiso expreso con la
política multicultural, sin embargo, sí que se ha producido en
ambos países un acomodo de hecho de las demandas de las mi-
norías musulmanas a partir de la idea de neutralidad del Estado
y la garantía de los derechos individuales.
Varias son las razones que explican ese cuestionamiento del
multiculturalismo. En primer lugar, la constatación del fracaso
de las políticas multiculturales para promover la igualdad y la
integración social y su contribución a la «guetización», la crea-
ción de sociedades paralelas,7 en las que la inserción comunita-
ria, el desempleo, las altas tasas de fracaso escolar generan un
foco potencial de violencia. Una segunda causa sería el discurso
del miedo, la inseguridad asociada a la inmigración —especial-

6. R. Brubaker (2001): «The return of assimilation? Changing perspectives


on immigration and its sequels in France, Germany, and the United States»,
Ethnic and Racial Studies, 24, 4, pp. 531-548.
7. S. Luft (2006): Abschied von Multikulti. Wege aus der Integrationskrise,
Munich, Resch.

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mente la de origen musulmán— difundido, sobre todo, desde
los atentados terroristas de septiembre de 2001.8 Finalmente,
como consecuencia del enfrentamiento a la alteridad que supo-
ne la presencia de extranjeros, se observa también en esta época
una reflexión creciente sobre la identidad nacional, una preocu-
pación por su posible desdibujamiento (Überfremdung), como
consecuencia del pluralismo cultural y, más concretamente, de
la dificultad de los inmigrantes musulmanes para integrarse en
la cultura occidental, que favorecería una vuelta a la asimilación
(Brubaker 2001).9
Como ejemplos de esa preocupación por la identidad nacio-
nal cabe citar la campaña desarrollada por el ministro del Inte-
rior del gobierno laborista británico David Blunkett en 2002 para
favorecer la integración de las comunidades extranjeras a las
que se pide que acepten las «normas de comportamiento britá-
nicas», como base de una «integración con diversidad» (Blunkett
2002), así como el debate sobre la identidad francesa, promovi-
do recientemente por el Ministerio de Inmigración e Identidad
Nacional, o la controversia surgida en Alemania durante la dé-
cada de los noventa sobre la Leitkultur (Tibi 1998), la «cultura de

8. B. Parekh (2006): «Europe, liberalism and the “muslim question”», en T.


Modood, A. Triandafyllidou y R. Zapata-Barrero, Multiculturalism, muslims
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9. Sobre las dudas que suscita la eficacia del multiculturalismo como mo-
delo de integración véase C. Joppke (2004): «The Retreat of Multiculturalism
in the Liberal State: Theory and Policy», British Journal of Sociology, 55, 2, pp.
237-257; R.D. Putnam (2007): «E pluribus unum. Diversity and community in
the twenty-first century», Scandinavian Political Studies, 30, 2, pp. 137-174;
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phobia», Culture and Religion, 5, 1, pp. 107-119; S. Luft (2006): loc. cit.; C.
Innerarity (2008): «Comunidades de violencia. Origen y significado de la vio-
lencia urbana en los barrios inmigrantes en las ciudades europeas», Anthro-
pos, 222, pp. 169-189.

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referencia» para todos aquellos que residen en suelo alemán.10
Con matices diferentes en cada uno de los países, esa cultura de
referencia es concebida como un conjunto de valores comparti-
dos, cuyo núcleo lo constituyen los derechos humanos y que es-
taría en la base de la articulación del pluralismo cultural, en la
medida en que haría posible un compromiso con la diversidad
cultural pero limitado por los derechos humanos. Este compro-
miso permitiría, a su vez, evitar las críticas al multiculturalismo
que apelan al relativismo que pudiera derivarse del reconoci-
miento de los derechos culturales.11
Aunque no es el objeto de estas páginas realizar una valora-
ción del alcance de la crisis del multiculturalismo, para un diag-
nóstico general del contexto en el que nos encontramos es útil la
distinción que realiza Turner12 entre la dimensión social del
multiculturalismo (la descripción del hecho de la diversidad cul-
tural), la dimensión moral (como referente ético-normativo) y la
dimensión política (su aplicación en políticas públicas). Negar
la primera dimensión exigiría cerrar los ojos a la realidad mar-
cada por una creciente presencia de inmigración de proceden-
cia no occidental. Por otra parte, independientemente de las va-
loraciones que se puedan hacer sobre la eficacia del modelo
multicultural, sí que permanece el referente ético normativo (la
diversidad cultural como un valor, la igualdad de las culturas y
los derechos culturales), a partir del cual es necesario reorientar
las políticas públicas, con el fin de evitar los fracasos anteriores
en la búsqueda de la integración. La continuidad de los princi-
pios normativos del multiculturalismo va unida a una profunda
preocupación por la integración cívica, la integración en torno a

10. En el momento de escribir estas páginas está teniendo lugar en Alema-


nia la controversia sobre la identidad nacional y la posibilidad de integrar el
islam, desencadenada por las declaraciones al respecto realizadas por Thilo
Sarrazin, miembro de la Junta Directiva del Deutsche Bundesbank, y la afir-
mación de Angela Merkel el 16 de octubre de 2010 en el Congreso de las Ju-
ventudes del partido: «los esfuerzos por construir una sociedad multicultural
han fracasado» (FAZ 17.10.2010).
11. B. Tibi (1998): Europa ohne Identität? Die Krise der multikulturellen
Gesellschaft, Munich, Bertelsmann; B. Tibi (2010): «Die Ideologie des Mul-
tikulturalismus, nicht die Idee der kulturellen Vielfalt ist in der Sackgasse», en
Multikulturalismus: Vision oder Illusion?, Heinrich Böll Stiftung, http://
www.migration-boell.de/web/integration/47_772.asp
12. B.S. Turner (2006), loc. cit.

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valores democráticos compartidos. Esta conclusión se despren-
de, por ejemplo, del análisis de las directrices europeas sobre la
integración de los inmigrantes13 o sobre la educación de ciuda-
danos para la convivencia con la diversidad.14
Al margen del alcance de la crisis, sí que es cierto que el
cuestionamiento de la viabilidad y la eficacia de las políticas
multiculturales ha traído como consecuencia una tendencia a
que el argumento de la neutralidad estatal y de la privatización
de la religión haya ido cobrando más fuerza como la respuesta
política más adecuada al hecho de la diversidad cultural, al mul-
ticulturalismo empírico, que ha hecho que la cuestión del velo
está siendo especialmente debatida. Así, la referencia a la neu-
tralidad en términos de laicidad es una referencia tanto en el
Informe de la Comisión Stasi del año 2003, como en todos los
documentos oficiales y debates previos.15 Aunque —como vere-
mos— con interpretaciones y aplicaciones prácticas diferentes,
la neutralidad estatal también ha jugado un papel fundamental
en los recientes fallos sobre el velo de los diferentes tribunales
alemanes y en las leyes sobre los símbolos religiosos, aunque,
paradójicamente, tanto en las que los permiten como en las que
los prohíben.16 El argumento en ambos países ha sido que preci-
samente porque las sociedades se han vuelto más plurales, re-

13. C. Innerarity (2010): «Las políticas de acomodación de la multicultura-


lidad en Navarra», en L. Sarries y E. Casares (2010) (eds.): Sociología y socie-
dad en Navarra. Una visión de cambio, Pamplona, Sahats, pp. 249-270.
14. C. Innerarity y B. Acha (2010): «Los discursos sobre ciudadanía e inmi-
gración en Europa: universalismo, extremismo y educación», Política y Socie-
dad, 47, pp. 63-84.
15. C. Innerarity (2005): «La polémica sobre los símbolos religiosos en Fran-
cia. La laicidad republicana como principio de integración», Revista Española
de Investigaciones Sociológicas, 111, pp. 139-161.
16. Así, por ejemplo, si el fallo del Tribunal Constitucional sobre el «caso
Ludin», en el año 2003 señala que la neutralidad significa una «disposición
abierta a proteger en la misma medida la libertad de todas las confesiones
religiosas» (BVerfG, 2 BvR 1436/02, 2003, 43) y por ello, no hay una base para
una prohibición general del velo, el Tribunal Administrativo Federal entiende
la neutralidad en un sentido diferente cuando en el año 2004 señala que la
persona que por motivos religiosos no está dispuesta a quitarse el velo duran-
te las clases «carece de la disposición de respetar el imperativo de la neutrali-
dad al que el Estado debe atenerse ante los estudiantes y sus padres en cues-
tiones de fe y religión. Por ello, no es adecuada para impartir clases en la
escuela pública» (BVerwG 2 C 35.03) (traducción propia).

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sulta aún más imperiosa la exigencia de neutralidad del Estado
en temas culturales. La tendencia al endurecimiento en el tiem-
po de las políticas en relación con el islam y la reafirmación de la
neutralidad se pueden constatar, por ejemplo, si se compara la
postura de las primeras declaraciones oficiales de principios de
los años noventa sobre los símbolos religiosos en las escuelas
francesas,17 contrarias a una prohibición general, con la reciente
ley sobre la laicidad del año 2004, que prohíbe cualquier símbo-
lo religioso ostensible.18
En definitiva, ambos países, Francia y Alemania, se enfren-
tan a un mismo reto, que consiste en gestionar las cuestiones
identitarias y culturales, tanto de los inmigrantes como de la
propia nación y lo hacen en un contexto político e ideológico
marcado por el auge del asimilacionismo. Es un contexto que,
en principio, no parece muy favorable a la manifestación de la
diversidad cultural. El grado de apertura con que cada país la
gestione va a depender, en gran medida, de su cultura política y
su manera de entender la cohesión social y la integración y del
espacio y el papel que, en consecuencia, cabe otorgar a la religión.

2. Las diferencias: el particularismo nacional en la gestión


de los símbolos religiosos

A pesar de las tendencias comunes que acabo de señalar,


existe un particularismo nacional que marca importantes dife-
rencias entre los dos países en la manera de enfrentarse a estas
demandas, y que voy a exponer a continuación.

2.1. Las diferentes narrativas nacionales

Una primera diferencia se deriva del hecho de que cada uno


de los países tiene un concepto distinto de nación y, por lo tanto,
de pertenencia a la comunidad política. Las tradiciones nacio-
nales, el «pegamento» que mantiene unida a una sociedad

17. Dictamen del Consejo de Estado del 27 de noviembre de 1989, Circular


Jospin del 12 de diciembre de 1989, Circular Bayrou del 20 de septiembre de 1994.
18. Ley n.° 2004-228 del 15 de marzo de 2004.

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particular por encima de sus diferencias, constituyen distintas
vías para reconciliar el pluralismo cultural con la pertenencia
política. De ahí que den lugar a modelos diferentes de integra-
ción en todos sus niveles y, concretamente, en la respuesta a las
demandas culturales: individual-universalista, en el caso de Fran-
cia, y, por lo tanto, contrario a cualquier tipo de diferenciación
identitaria, al tiempo que abierto a la admisión en la comunidad
política; comunitaria-particularista, en el caso de Alemania, más
abierto, en principio, a la diferencia cultural, pero manteniendo,
al mismo tiempo, una políticas cerradas de acceso a la comuni-
dad política.
A partir de la idea de la nación como «comunidad de ciuda-
danos»,19 en Francia la integración es un proceso individual-uni-
versalista de transformación de los inmigrantes en ciudadanos
de la República. Es el concepto que se desprende de documen-
tos de referencia sobre este tema, como el informe de la Com-
mission de la Nationalité, creada en 1987 no sólo para estudiar la
reforma del código de nacionalidad, sino también con el fin de
llevar a cabo una reflexión global sobre la integración social y la
unidad nacional en Francia, en un momento en el que la cues-
tión de la nacionalidad y la integración de los inmigrantes se ha
convertido en un asunto controvertido, entre otras razones, como
consecuencia del discurso de la extrema derecha. El informe de
la comisión lleva, gráficamente, el título de Être français
aujourd’hui et demain.20 En él se recogen una serie de afirmacio-
nes sobre la naturaleza de Francia y sobre las bases de la política
de integración como dos cuestiones interdependientes, de ma-
nera que es preciso reconceptualizar la naturaleza de la comuni-
dad francesa con el fin de abordar la problemática del acceso de
nuevos aspirantes. Éste es el objetivo con el que en 1990 nacerá
el Haut Conseil à l’Integration, que va a sentar las bases de la
integración republicana a través del acceso a la universalidad de
los derechos y deberes del ciudadano. Ya en su primer informe
señala que «el modelo francés de integración es universalista en
cuanto que se basa en la no diferenciación entre hombres y

19. D. Schnapper (2001): La comunidad de los ciudadanos: acerca de la idea


moderna de nación, Madrid, Alianza.
20. M. Long y O. Fouquet (1988): Être français aujourd’hui et demain. Rap-
port de la Commission de la nationalité, París, La Documentation Française.

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mujeres. Cada persona es considerada en sí misma, indepen-
dientemente de la comunidad a la que pertenezca. La integra-
ción supone que el extranjero se une a la comunidad nacional en
igualdad de derechos y deberes. El extranjero conserva sus ras-
gos particulares, pero ninguno de ellos interfiere en el cumpli-
miento de sus obligaciones. La República no reconoce otros de-
rechos que los del individuo libre, desligado de sus lazos comu-
nitarios».21 La nación que surge de la Revolución Francesa es
vista como una nación universal formada por ciudadanos libres
e iguales, individuos que comparten los mismos derechos y
deberes, que trasciende las pertenencias particulares. La perte-
nencia es, por tanto, fruto de una adhesión voluntaria, no una
cuestión étnica. Por eso, la integración es, en Francia, un asunto
esencialmente político, consecuencia de la adhesión al pacto re-
publicano a través de la ciudadanía individual, de acuerdo con
una concepción universalista del ciudadano, nacida de los valo-
res de la Revolución. Tal como reza el artículo primero de la
Constitución de 1958, «Francia es una República indivisible, lai-
ca, democrática y social que garantiza la igualdad ante la ley de
todos los ciudadanos sin distinción de origen, raza o religión y
que respeta todas las creencias».
Ciudadanía, laicidad e igualdad constituyen los tres pilares
de la integración republicana, que van a dejar poco espacio para
la manifestación de la diversidad cultural. El espacio público es
un espacio de igualdad, mientras que la diferencia queda relega-
da al ámbito privado. En consecuencia, el Estado no reconoce a
las comunidades —ni, por supuesto, derechos culturales—, pues-
to que su institucionalización supondría una amenaza a la uni-
dad de la nación, concebida de modo universal-individualista.
Por eso, la integración política es sinónimo de integración cultu-
ral, incluso de asimilación por medio de las instituciones nacio-
nales (fundamentalmente el ejército y la escuela). De este modo
universalista de entender la integración nacional se deriva como
una consecuencia lógica el rechazo de los símbolos identitarios
en el espacio público, concretamente, en la escuela, institución
en la que se forja el ciudadano.

21. Haut Conseil à l’Intégration (1995): Liens culturels et intégration:


rapport au Premier minister, París, La Documentation Française (Collec-
tion des rapports official) (HCI 1995).

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En Alemania, en cambio, a partir de una idea étnica de na-
ción como comunidad de descendencia que comparte una mis-
ma tradición cultural, la integración de los inmigrantes significa
tomar parte en las instituciones de la sociedad de acogida, pero
no implica asimilación cultural —que tiene claras resonancias
negativas— ni naturalización —ser alemán se transmite por la
sangre. La integración consiste únicamente en asumir los dere-
chos y deberes de un ciudadano alemán pero sin serlo.
Por eso, frente al universalismo francés, la política de Ale-
mania con los inmigrantes ha tenido siempre un carácter dife-
rencialista, como se deduce, por ejemplo, del hecho de que la
instrucción en el idioma y la cultura del país de origen haya esta-
do bastante extendida. Además, mientras que Francia rechaza
las comunidades por considerarlas contrarias a su idea indivi-
dual-universalista de integración, Alemania las promueve, en la
medida en que contribuyen a la integración social. De hecho, la
provisión de servicios sociales ha sido encomendada a organiza-
ciones ligadas a la Iglesia católica, la evangélica, el Partido So-
cial Demócrata o a asociaciones dependientes del gobierno de
Turquía, como DITIB (Türkisch-Islamische Union der Anstalt für
Religion), en función del origen de los inmigrantes, lo cual con-
tribuye, a su vez, a intensificar su diferencia. Además, esa mis-
ma lógica diferencialista va a conducir a la lucha por la igualdad
de derechos y por el reconocimiento de las diferencias naciona-
les, lingüísticas y religiosas.
Muestra de ese diferencialismo es también la política de ciu-
dadanía, bastante cerrada hasta las reformas introducidas a par-
tir de 1990, pero que no ha impedido, sin embargo, que los inmi-
grantes gocen prácticamente de los mismos derechos que la po-
blación autóctona —exceptuando los derechos políticos—
manteniendo, al mismo tiempo, su alteridad. Es, así, una «sepa-
ración institucionalizada»,22 que queda expresada gráficamente
en el término ausländische Mitbürger («compatriotas extranje-
ros»), expresión recurrente en el debate público sobre la Auslän-
derpolitik. Parece enunciar la inclusión diferenciada, es decir, el
disfrute de derechos sin ciudadanía o la adquisición, incluso, de
la ciudadanía, pero no la pertenencia al etnos.
Por eso, mientras que en Francia la diferencia es definida en
un sentido cultural y religioso, en cambio, en Alemania, se en-

22. R. Brubaker (2001), loc. cit.

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tiende no sólo en términos culturales sino también estructura-
les,23 en la medida en que unas políticas de ciudadanía cerradas
suponen un obstáculo para que los inmigrantes lleguen a for-
mar parte de la comunidad política. De hecho, lo que los turcos
—grupo mayoritario entre los inmigrantes— piden es el derecho
a la presencia permanente y el reconocimiento como minoría
(por las protecciones que ello implica) y no el derecho a la dife-
rencia, ya que ambas partes perciben la diferencia como algo
permanente. Por eso, incluso desde la relativa apertura de las
políticas de ciudadanía en los años noventa, ésta es un medio
para garantizar la residencia y los derechos políticos asociados a
ella, pero no implica una integración cultural y por eso, no ha
habido una preocupación excesiva por las costumbres religiosas
de los inmigrantes, mientras no perturben el orden público.
Esta idea se desprende, por ejemplo, del lema de los cursos
de integración en los que es necesario participar desde el año
2005 para obtener el permiso de residencia: Deutsch lernen -
Deutschland kennenlernen, «Aprender alemán, conocer Alema-
nia», pero no Deutsch bekommen, «Llegar a ser alemán». La per-
tenencia plena queda reservada a los alemanes «de sangre», porta-
dores de unas tradiciones culturales determinadas, de las que
los extranjeros quedan fuera. No tendría, por tanto, ningún sen-
tido la pretensión de desarrollar políticas asimilacionistas.
Esta diferencia en la manera de entender la integración es
uno de los factores que explicarían el hecho de que Alemania
haya tenido una actitud más abierta que Francia con la diferen-
cia cultural y, concretamente, en la cuestión del velo islámico.
Sin embargo, una de las dificultades que ha podido encontrar el
acomodo «activo» de la diversidad cultural en Alemania se deri-
va del hecho de que hasta los años noventa no se ve a sí misma
como un país de inmigración y, por lo tanto, tampoco ha habido
una preocupación por las costumbres de los «extranjeros», los
Gastarbeiter, que están aquí de paso y en algún momento se irán.
Es más, la reproducción de su identidad cultural es vista como
algo que contribuye a reforzar los lazos con su país de origen y,
por lo tanto, a mantener la idea de retorno. Esta toma de con-
ciencia tardía se explica, entre otras razones, porque se define a
sí misma como una nación incompleta, destinada a ser la patria

23. R. Kastoryano (2002), op. cit.

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de todos los alemanes, según el mandato recogido en el preám-
bulo de la Constitución de 1949, que llama a todo el pueblo ale-
mán a lograr la unidad y la libertad.24 La misma idea se mani-
fiesta, por ejemplo, en la concesión automática de la ciudadanía
a las personas de origen alemán que la perdieron a consecuen-
cia de la Segunda Guerra Mundial y a sus descendientes (Spätaus-
siedler), tal como queda recogido en el art. 116 de la Constitu-
ción.25 Abrir la comunidad nacional a los extranjeros podría su-
poner el riesgo de una redefinición de la identidad nacional que
diluyera la responsabilidad de la República Federal respecto a la
población dispersa en la Europa del Este.
Mientras Alemania no se ve a sí misma como un país de
inmigración los inmigrantes son excluidos de la ciudadanía, son
considerados como extranjeros, con costumbres extrañas, que
residen en el territorio alemán. Esa «alteridad» no se presenta
como problemática hasta que no aparece en forma de profesora
de una escuela pública. Por eso, desde este punto de vista pode-
mos afirmar que, en el fondo, el conflicto sobre el velo no es
tanto sobre una vestimenta religiosa y la neutralidad del Estado,
sino sobre los principios y valores para reorganizar la conviven-

24. «El pueblo alemán en su conjunto queda comprometido a completar


la unidad y la libertad de Alemania mediante libre autodeterminación» (Cons-
titución del 23 de mayo de 1949, Preámbulo). Este párrafo será sustituido
tras la unificación de Alemania por: «Los alemanes, en los Länder de Baden-
Württemberg, Baja Sajonia, Baviera, Berlín, Brandeburgo, Bremen, Ham-
burgo, Hesse, Mecklemburgo-Pomerania Occidental, Renania del Norte-
Westfalia, Renania-Palatinado, Sajonia, Sajonia-Anhalt, Sarre, Schleswig-
Holstein y Turingia, han consumado, en libre autodeterminación, la unidad
y la libertad de Alemania» (Constitución del 23 de mayo de 1949, Preámbu-
lo, enmendada por la ley de 26 de noviembre de 2001).
25. «1. A los efectos de la presente Ley Fundamental y salvo disposición
legal en contrario, es alemán quien posea la nacionalidad alemana o haya
sido acogido en el territorio del Reich tal como existía al 31 de diciembre de
1937, en calidad de refugiado o de expulsado perteneciente al pueblo alemán
o de cónyuge o descendiente de aquél.
»2. Las personas que poseían nacionalidad alemana y que fueron privadas
de ella entre el 30 de enero de 1933 y el 8 de mayo de 1945 por razones políti-
cas, raciales o religiosas, al igual que sus descendientes, recobrarán la nacio-
nalidad alemana si así lo solicitaran. Se considerará que no han perdido su
nacionalidad si estas personas hubieran fijado su domicilio en Alemania con
posterioridad al 8 de mayo de 1945 y no hubiesen expresado voluntad en con-
trario» (Constitución del 23 de mayo de 1949, art. 116).

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cia a partir de la toma de conciencia de esa nueva realidad de
Alemania como sociedad de inmigración.
Éste sería, entonces, un primer factor que explica por qué
Francia ha terminado por prohibir los símbolos religiosos os-
tensibles en el espacio público, mientras que Alemania no ha
establecido una prohibición general. Una idea de integración
universalista, en el primer caso, una integración diferenciada uni-
da a la toma de conciencia tardía como país de inmigración, en
el segundo.

2.2. La neutralidad estatal y el lugar de la religión en la sociedad

Esas tradiciones nacionales diferentes se manifiestan tam-


bién en la forma en que cada uno de esos países entiende la
neutralidad del Estado y el papel de la religión en la sociedad.
Existe también aquí un particularismo nacional, estrechamente
relacionado con el modo de entender la integración, que va a ser
el segundo factor que explique las diferencias entre ambos paí-
ses en el tratamiento de los símbolos religiosos.
Francia institucionaliza la neutralidad estatal de un modo
específico por medio de la laicidad republicana, que establece
una estricta separación entre Estado y religión, tal como queda
fijada en la Ley de 1905,26 que obliga al Estado a mantenerse al
margen de las cuestiones religiosas. Lo que hace esta ley es ex-
cluir a las religiones del espacio público en vistas a la universali-
dad en la que todos los ciudadanos puedan reconocerse. Esta
manera de entender la laicidad quedará recogida en las Consti-
tuciones de 1946 y 1958.27 Ambos textos, en los que se registran

26. La ley afirma en su art. 1.º que «la República asegura la libertad de con-
ciencia. Garantiza el libre ejercicio del culto, con las únicas restricciones que se
establecen a continuación en interés del orden público». Y en el art. 2.º señala
que «la República no reconoce, no paga salarios ni subvenciona ningún culto».
27. El preámbulo de la Constitución de 1946 proclama que «todo ser hu-
mano, sin distinción de raza, de religión ni de creencias, posee derechos ina-
lienables y sagrados». Declara «particularmente necesarios en nuestra época»
cierto número de principios políticos y sociales, entre los que se incluye que
«nadie puede ser perjudicado en su trabajo o en su empleo a causa de sus
orígenes, de sus opiniones o de sus creencias». Considera «un deber del Esta-
do» organizar una «enseñanza pública gratuita y laica en todos los niveles». Y
se refiere, por último, a los «principios fundamentales reconocidos por las

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los valores sobre los que se asienta el vínculo social en Francia,
la definen como una «república laica», es decir, la laicidad cons-
tituye una forma de organización de la sociedad, que no se redu-
ce al ámbito escolar, aunque éste sea un campo esencial de apli-
cación por su protagonismo en la formación de ciudadanos. No
se limita a separar Iglesia y Estado sino que establece un proyec-
to de organización social en torno a los derechos del ciudadano
del cual queda excluida la religión, un proyecto basado en la
emancipación del individuo respecto de los lazos comunitarios
particulares basados en una identidad cultural-religiosa compar-
tida y protegidos por la Iglesia para integrarse en la comunidad
política unida por lazos sociales universales basados en la ciuda-
danía y protegidos por el Estado.28
Más recientemente, el Informe de la Comisión Stasi señala
que la laicidad «descansa sobre tres valores indisociables: la li-
bertad de conciencia, la igualdad de derechos en cuanto a las
opciones espirituales y religiosas, la neutralidad del poder políti-
co».29 El sentido de la laicidad es «asegurar la igualdad de opor-
tunidades en todo el territorio, el reconocimiento de las diversas
historias que componen la comunidad nacional y el respeto a las
diversas identidades».30 No se trata sólo de una delimitación de
fronteras, entre el Estado y los cultos, entre la política y la esfera
espiritual o religiosa, sino que «el Estado promueve la consoli-
dación de valores comunes que fundan los lazos sociales en nues-
tro país... Es un elemento del pacto republicano»,31 «forma parte
de nuestra historia colectiva».32 Por eso, el conflicto del velo es,

leyes de la República». El art. 2 de la Constitución actual, promulgada el 4 de


octubre de 1958, declara que «Francia es una República indivisible, laica, de-
mocrática y social. Garantiza la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos
sin distinción de origen, raza o religión. Respeta todas las creencias».
28. T. Modood y R. Kastoryano (2006): «Secularism and Muslims in Euro-
pe», en T. Modood, A. Triandafyllidou y R. Zapata-Barrero (eds.): Multicultu-
ralism, Muslims and Citizenship. A European Approach, Londres, Routledge,
pp. 162-178, p. 166. Las Iglesias existen como entes de derecho privado, no
puede haber un régimen de derecho público para ninguna forma de actividad
religiosa. Ello implica dos consecuencias principales: la supresión del «servi-
cio público» que se demandaba a las Iglesias y la desaparición de cualquier
carácter religioso en los servicios públicos estatales.
29. Comisión Stasi 2003, Introducción.
30. Ibíd., 1.2.
31. Ibíd., 1.2.2.
32. Ibíd., 1.1.

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en el fondo, un conflicto entre dos identidades: la identidad
musulmana y la identidad nacional francesa, uno de cuyos ras-
gos esenciales es la laicidad; laicidad republicana que ha adqui-
rido un valor cuasi-sagrado, que ha adoptado la forma de una
religión secular, al tiempo que rechaza la presencia pública de
las religiones tradicionales.33 La laicidad es, así, la traducción
francesa del universalismo del pacto republicano y, por lo tanto,
el principal elemento de cohesión social en la República de Fran-
cia.34 No es un rechazo de la religión, sino una manera de conce-
bir el espacio público universal, en el que no se haga visible la
diferencia, con el fin de asegurar la cohesión social. La cuestión
crucial aquí es la visibilidad pública de la diferencia y de los
grupos identitarios, que entraría en contradicción con el modelo
francés de integración social basado en la relación individual
entre el individuo y el Estado y con la idea de la «república única
e indivisible» que es Francia.
Junto a este sentido republicano, la laicidad tiene también
un sentido liberal, en la medida en que, además de un proyecto
de construir el orden social en torno a ese espacio público uni-
versal en vistas a la igualdad y la cohesión, implica también la
protección de la libertad religiosa de los individuos, tanto en su
sentido positivo (libertad para expresar las propias creencias re-
ligiosas y derecho a no ser discriminado por ellas) como negati-
vo (libertad para no profesar ningún tipo de religión y derecho a

33. C. Innerarity (2007): «El islam y la República: un conflicto entre dos


identidades», Papers, 84, pp. 139-147.
34. En esta línea se expresaba el presidente de la República, Jaques Chirac,
en el discurso de presentación del Informe de la Comisión Stasi el 17 de di-
ciembre de 2003, apelando a la movilización en defensa de los valores republi-
canos: «La laicidad forma parte de nuestras tradiciones. Es un elemento cen-
tral de la identidad republicana. No se trata hoy en día de refundirla o de
modificar sus fronteras sino de darle vida manteniéndonos fieles a los equili-
brios que hemos sabido inventar y a los valores republicanos. Todos los niños
de Francia, independientemente de su historia, origen o credo, son las hijas y
los hijos de la República. Y todos deben ser reconocidos como tal tanto en el
derecho como, sobre todo, en los hechos. Velando por el respeto de esta exi-
gencia, redefiniendo nuestra política de integración y aplicando nuestra capa-
cidad para dar vida a la igualdad de oportunidades, devolveremos toda su
vitalidad a nuestra cohesión nacional. Es la neutralidad del espacio público la
que permite a diferentes religiones coexistir en armonía».

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estar protegido respecto a presiones proselitistas).35 El debate
sobre la gestión de los símbolos religiosos en Francia ha oscila-
do entre una y otra manera de entender la laicidad —liberal y
republicana. En este sentido, es interesante destacar aquí que,
mientras que las primeras respuestas36 permitían el uso del velo
a partir de una concepción liberal de la neutralidad estatal al
servicio de la protección de los derechos individuales —concre-
tamente, la libertad de expresión y manifestación de las creen-
cias religiosas—37 y sólo prohibían aquellos que, por tener un
carácter «ostentatorio» («signes religieux ostentatoires») pudie-
ran atentar contra el derecho a no estar sometido a ningún tipo
de presión proselitista —protección de la libertad negativa—, en
la ley de 2004 se impone una interpretación de la laicidad en su
sentido más claramente republicano, como afirmación de la
unidad frente a la diversidad de una sociedad de inmigración,
aun a costa de la protección de los derechos individuales, funda-
mentalmente, la libertad de expresión. La ley considera que la
tolerancia respecto a los símbolos religiosos no es tanto una cues-
tión de libertades individuales sino de orden público y cohesión
social. Así, la interpretación que finalmente se ha impuesto en la
ley de 2004 es una neutralidad que persigue una meta colectiva,
la integración en la «República indivisible, laica, democrática y
social»38 que es Francia. Y es que la laicidad es el «núcleo del
pacto republicano», es lo que «permite a los ciudadanos identifi-
carse con la república, con el fin de poder vivir juntos».39 Por
eso, si el dictamen del Consejo de Estado de 1989 recomendaba,
únicamente, la prohibición de los signos «ostentatorios» (osten-
tatoires), es decir, aquellos que tuvieran un carácter provocador

35. D. McGoldrick (2010): Human rights and religion: The islamic headscarf
in Europe, Oxford, Hart, p. 38.
36. Dictamen del Consejo de Estado del 27 de noviembre de 1989, Circular
Jospin del 12 de diciembre de 1989, Circular Bayrou del 20 de septiembre de 1994.
37. De acuerdo con estos primeros documentos, el principio de la laicidad en
la enseñanza pública «prohíbe toda discriminación en el acceso a la enseñanza
que estuviera motivada por las convicciones o creencias religiosas de los alum-
nos; que la libertad así reconocida de los alumnos comporta su derecho a expre-
sar y manifestar libremente sus creencias religiosas en el interior de los estableci-
mientos escolares, en el respeto del pluralismo y de la libertad de los demás»
(Dictamen del Consejo de Estado del 27 de noviembre de 1989).
38. Constitución 1958, art. 1.
39. Comisión Stasi 2003, 1.2.2.

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o proselitista, la Ley de marzo de 2004 rebaja el umbral de la
prohibición, inclinándose más del lado de la laicidad republica-
na: ahora se prohíben los signos «ostensibles» (ostensibles), aque-
llos que permiten identificar a la persona por sus creencias reli-
giosas y, por lo tanto, visibilizan la diferencia, y no sólo los que
pudieran ejercer algún tipo de proselitismo.
Si en Francia la referencia colectiva fundamental en el deba-
te sobre los símbolos islámicos es la laicidad, traducción propia
de la neutralidad, y el debate ha enfrentado a dos posibles mane-
ras de interpretarla, liberal y republicana, dos han sido los argu-
mentos principales en Alemania: por un lado, la neutralidad re-
cogida en la constitución40 y, por otro, las raíces cristianas de la
sociedad alemana y la consiguiente orientación cristiana del sis-
tema educativo.41 Cómo compaginar estas dos referencias es
quizá el punto más controvertido de todo este debate y la tarea
aún pendiente en Alemania, cuestión que ha llevado, de hecho,
como veremos, a que no haya homogeneidad en la legislación
finalmente promulgada por cada uno de los Länder.
El núcleo de la cuestión en Alemania lo constituye si el he-
cho de que una profesora lleve velo atenta contra la neutralidad
del Estado y, por lo tanto, podría ver limitada su libertad para
expresar sus preferencias políticas o religiosas. Existe gran dis-
paridad de opiniones al respecto, que ha dado lugar a una hete-
rogeneidad en la respuesta legal y política. Así, el Tribunal Admi-
nistrativo de Baden-Württemberg había prohibido a Fereshta
Ludin el acceso a la función pública por considerarlo incompa-
tible con el precepto de la neutralidad y porque la libertad reli-

40. «Nadie podrá ser perjudicado ni favorecido a causa de su sexo, su as-


cendencia, su raza, su idioma, su patria y su origen, sus creencias y sus con-
cepciones religiosas o políticas» (art. 3.3). En lo relativo a la religión y las
sociedades religiosas continúan vigentes las disposiciones de la Constitución
de Weimar, de 1919, que establecía la no confesionalidad del Estado, así como
el carácter de derecho público de las sociedades religiosas y, por tanto, su
facultad para percibir impuestos.
41. Así queda recogido en las constituciones de algunos de los Länder: «La
juventud será educada en el temor de Dios, en el espíritu cristiano de amor al
prójimo, de fraternidad con todos los seres humanos y de amor a la libertad,
en el amor al pueblo y a la patria, en la responsabilidad moral y política»
(Constitución del estado de Baden-Würtemberg, art. 12); «(en las escuelas
públicas) los estudiantes serán educados conforme a los principios de la reli-
gión cristiana» (Constitución del estado de Baviera, art. 135).

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giosa (positiva) de la profesora está limitada por la libertad (ne-
gativa) de los alumnos y de los padres ya que el uso del velo
islámico podía influir en la orientación religiosa de los estudian-
tes.42 En cambio, el fallo del Tribunal Constitucional Federal so-
bre el caso, del año 2003, reconoce que se han violado los dere-
chos fundamentales de la profesora y señala que la neutralidad
no se puede entender como una separación estricta entre Iglesia
y Estado, sino como una «disposición abierta a proteger en la
misma medida la libertad de todas las confesiones religiosas... a
garantizar el espacio para la confesión activa de las conviccio-
nes religiosas».43 El Estado no puede identificarse ni favorecer a
ninguna orientación política o ideológica concreta, ya que ello
atentaría contra la libertad religiosa. Pero también señala el Tri-
bunal que —a diferencia de un crucifijo colgado en la pared—
las manifestaciones religiosas de un funcionario no tienen por
qué ser atribuidas al Estado y, por lo tanto, no hay una base legal
para establecer una prohibición con carácter general.44

42. VG Stuttgart, 15 K 532/99; VGH Baden-Württemberg, 4 S 1439/00. An-


nette Schavan, ministra de Educación del estado de Baden-Württemberg, había
argumentado, además, que «el velo no es sólo un símbolo religioso, sino tam-
bién un signo de separación cultural», que «muchas mujeres son obligadas a
llevarlo» y que es «percibido como símbolo de exclusión de la mujer de la vida
civil y cultural» por lo que «una profesora que lleve velo sería un ejemplo fatal
para las alumnas» (A. Schavan (1998): «Lehrer müssen Vorbilder sein», Die
Zeit, 16 de julio: http://www.zeit.de/1998/30/199830.element_.xml).
43. BVG 2003, 43.
44. Además, el Tribunal Constitucional considera que el velo puede tener
distintos significados y que, considerado objetivamente, no es sólo un símbo-
lo religioso. Añade también que no existe evidencia empírica acerca de la
manera en que podría influir en la conciencia de los estudiantes y, en todo
caso, esa posible influencia no la ejercería por sí mismo sino en combinación
con el comportamiento global de la profesora y eso es lo que habrá que juzgar
si atenta o no contra la neutralidad estatal. En cambio, en el año 1995 el
Tribunal Constitucional alemán había declarado inconstitucional la normati-
va vigente en el estado de Baviera que exigía que hubiera crucifijos en las
clases de las escuelas públicas, porque podría violar la libertad negativa de los
estudiantes o su libertad para adoptar o no una creencia religiosa (BVG 1087/
91). En ese caso sí se considera que el crucifijo colgado en la pared es una
expresión del Estado, cosa que no ocurre con el velo islámico de una profeso-
ra. Además, el crucifijo sí que tiene un significado objetivo religioso. Tras la
decisión del Tribunal Constitucional, el gobierno de Baviera cambió la legisla-
ción educativa, de forma que «a consecuencia del arraigo de los valores de la
tradición cristiano-occidental» se mantienen los crucifijos si los estudiantes

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Podemos observar aquí cómo cada uno de los países tiene su
propia manera de entender la neutralidad. Mientras que en Fran-
cia implica la exclusión de la religión del espacio público, en
Alemania, en cambio, ha adoptado la forma de una «neutralidad
abierta», que significa que el Estado debe proporcionar un reco-
nocimiento público equitativo a las diferentes confesiones reli-
giosas.45 Por lo tanto, la neutralidad alemana sería, en principio,
más hospitalaria que la laicidad francesa en la acomodación del
islam. Es decir, el secularismo alemán no es la laicidad francesa:
ambos mantienen la separación entre Iglesia y Estado,46 pero
difieren en la manera de entender la esfera pública y el lugar que
la religión ocupa en la sociedad. En Francia, la laicidad excluye
a la religión y, en este caso, sus símbolos, de la vida pública,
mientras que en Alemania la neutralidad del Estado implica la
apertura del espacio público a las religiones y a sus símbolos en
igualdad de condiciones y, por lo tanto, es entendida como no
discriminación de las personas por motivos religiosos y, por su-
puesto, como libertad de conciencia y de confesión religiosa.47
Ciertamente, la Ilustración es un movimiento de seculariza-
ción en el sentido de separación de la Iglesia y los poderes políti-
cos, pero la religión —y, concretamente, la religión cristiana—
forma parte de la cultura nacional alemana. Es esta otra caracte-
rística de la cultura política alemana que explica las diferencias

no plantean ninguna objeción, pero, en caso de conflicto, la autoridad escolar


buscará un acuerdo y, si no es posible, deberá encontrar una solución respe-
tuosa con los derechos de la minoría y «que trate de forma equitativa a todas
las opciones ideológicas y religiosas» (BayEUG art. 7 abs. 3).
45. «La obligación de la neutralidad impuesta al Estado por la constitu-
ción no implica un distanciamiento, un rechazo en el sentido de la no identi-
ficación con ninguna religión o cosmovisión, sino que es una neutralidad res-
petuosa, atenta, que obliga al Estado a garantizar un espacio de acción a cada
confesión religiosa o cosmovisión, tanto individual como colectivamente» (BVG
2003, 10).
46. «La República Federal de Alemania se basa en la separación Iglesia-
Estado» (Constitución alemana 1949, art. 104) y en la libertad religiosa y de
conciencia (art. 4).
47. Así se recoge en diversos artículos de la Constitución de 1949: «La
libertad de creencia y de conciencia y la libertad de confesión religiosa e ideo-
lógica son inviolables» (art. 4.1); «Se garantizará el libre ejercicio del culto»
(art. 4.1); «Nadie podrá ser perjudicado ni favorecido a causa de su sexo, su
ascendencia, su raza, su idioma, su patria y su origen, sus creencias y sus
concepciones religiosas o políticas» (art. 3.3).

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entre ambos países en la gestión de los símbolos religiosos. A dife-
rencia de Francia, aquí la neutralidad del espacio público se une
también a la idea de Alemania como una sociedad de base cristia-
na. Si en Francia la secularización se interpreta como una ruptu-
ra con el pasado cristiano, o, más bien, con el lugar que la religión
cristiana institucionalizada había ocupado en el espacio público,
en Alemania implica una continuidad con la tradición cristiana o,
mejor, un producto secularizado de la evolución de una determi-
nada tradición religiosa y no una revolución como en Francia.48
Por ello mismo, la religión juega un papel importante en la cohe-
sión social, en la definición de las solidaridades y, por eso, Alema-
nia, además de garantizar a las Iglesias el estatuto de corporacio-
nes de derecho público, les reconoce —como he señalado— una
función social, especialmente, en el ámbito de la salud, la educa-
ción y también en la integración social. Muestra de ello es la cola-
boración mutua entre el Estado y las confesiones religiosas para
la enseñanza de la religión en las escuelas públicas.49 Precisamen-
te por esta apertura a la religión, la neutralidad abierta significa
que el Estado no se identifica con ninguna de ellas, sino que todas
ellas deben ser tratadas de manera imparcial. Es, por tanto, una
interpretación liberal de la neutralidad, al servicio de las liberta-
des individuales y no tanto de un proyecto colectivo, como la laici-
dad republicana francesa.50 Es decir, a diferencia de la laicidad
francesa, Alemania ha entendido siempre la neutralidad de una
manera abierta a las religiones. Esto no ha planteado ningún pro-
blema mientras el 90 % de la sociedad alemana ha pertenecido a
comunidades cristianas. Pero el aumento considerable y la mayor
visibilidad del pluralismo religioso es lo que plantea ahora mismo

48. H. Bielefeldt (2003): Muslime im säkularen Rechtsstaat. Integrationschan-


cen durch Religionsfreiheit, Bielefeld, Transcript, p. 48; C. Joppke (2007): «State
neutrality and Islamic headscarf laws in France and Germany», Theory and
Society, 36, pp. 313-342, p. 327.
49. N. Tietze (2000): «La croix, le foulard et l’identité allemande», Critique
Internationale, 7, 4, pp. 80-100; R. Kastoryano (2002), op. cit.
50. La laicidad liberal descansa en la distinción entre proveedores de servi-
cios públicos (quienes están sometidos al precepto de la neutralidad) y usua-
rios (cuya libertad individual debe proteger la neutralidad). Sólo a los prime-
ros afectaría, en todo caso, la prohibición. Por eso, a diferencia de Francia,
donde la prohibición se refiere a los estudiantes de las escuelas públicas, en
Alemania la cuestión afecta sólo a los maestros y, hasta ahora, nunca se ha
cuestionado el derecho de los estudiantes.

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la dificultad para armonizar los dos argumentos del debate: la
neutralidad abierta y las raíces cristianas de Alemania. La neutra-
lidad abierta impide la actuación unilateral contra una determi-
nada religión —justificada por la base cristiana de la cohesión
social— por lo que la prohibición del velo no deja de resultar pro-
blemática. Y es que el modelo alemán de cohesión social, «aun-
que no es hostil respecto a la religión, considera la diversidad reli-
giosa como algo no bienvenido y perturbador, algo que debe ocul-
tarse, si no asimilarse a la tradición nacional mayoritaria».51 Por
eso, manteniendo ese mismo concepto de neutralidad, la cues-
tión de fondo que surge ahora mismo —sobre todo desde la toma
de conciencia de que los inmigrantes se van a quedar— es cómo
garantizar al islam, la tercera religión en Alemania, los mismos
derechos que a católicos y protestantes, especialmente en el ám-
bito de la educación.52
Está en juego, por tanto, la manera de compaginar distintos
derechos —libertad religiosa positiva y negativa, igualdad en el
acceso a la función pública— con la separación de religión y
Estado y varias son las interpretaciones posibles sobre la mane-
ra de organizarlos y sobre la forma más adecuada de materiali-
zar la neutralidad del Estado con el fin de protegerlos.53 Por un
lado, la libertad religiosa supone una protección —en este caso,
de las convicciones religiosas— frente al Estado. Pero, por otra
parte, los profesores son funcionarios públicos y una expresión
manifiesta de sus convicciones religiosas podría, en cierta medi-
da, atentar contra la neutralidad del Estado. Además, la libertad

51. D. Augenstein (2009): «Religious pluralism versus social cohesion? Nor-


mative faultlines of human rights jurisprudence in Europe», University of Edin-
burgh, School of Law, Working Paper series 2009/23. Disponible en: http://
www.uaces.org/pdf/papers/1001/augenstein.pdf, p. 8.
52. Éste es también uno de los puntos de discordia en el debate sobre la
identidad y la inmigración originado por Theo Sarrazin: hasta qué punto el
islam forma parte de Alemania, como afirmó el presidente de la República,
Christian Wulff, en la conmemoración del vigésimo aniversario de la reunifi-
cación de Alemania. A lo que rápidamente el ministro del Interior Thomas de
Maizière responde que el islam no puede estar al mismo nivel que las religio-
nes judeocristianas. La discusión sobre este tema continúa aún abierta y no
parece que se vaya a zanjar de forma inmediata.
53. Sobre la vinculación de este tema con la protección de los derechos
humanos, véase el informe realizado por Human Rights Watch en el año 2009
(HRW 2009).

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religiosa en sentido positivo —libertad para profesar una confe-
sión religiosa— choca con la libertad religiosa negativa de los
alumnos —libertad para no profesar ni recibir influencia de nin-
guna. Por ello, quizá cabría limitar de alguna forma la libertad
religiosa de las profesoras, pero no está claro dónde hay que
trazar esos límites. Además, el deber del Estado de proteger la
libertad religiosa de los estudiantes, podría justificar la prohibi-
ción del velo, pero, por otra parte, el Estado debe promover la
cultura y la tradición religiosa mayoritaria en la sociedad alema-
na en vistas a la cohesión social, lo cual legitima algún tipo de
excepción con los símbolos cristianos. Esta pluralidad de aspec-
tos en cuestión explican que, así como en Francia, por supuesto,
tras unos años de incertidumbres y profundos debates, se ha
zanjado el asunto mediante una ley general, en Alemania, en
cambio, no hay acuerdo sobre cuál es la solución correcta, sino
que las diferentes interpretaciones posibles de los valores y prin-
cipios que están en juego han hecho que el tema se convierta en
una «cuestión política».54 La decisión no ha quedado en manos
de los altos tribunales, sino de los parlamentos de cada uno de
los Länder, puesto que son quienes tienen competencia legislati-
va en lo que se refiere al sistema educativo y que pueden llegar y,
hasta ahora han llegado, de hecho, a reglamentaciones distin-
tas, ya que deben tomar en consideración el grado de arraigo de
las tradiciones religiosas de la población y procurar, al mismo
tiempo, un tratamiento igual a todas ellas.55 A raíz de la senten-
cia del Tribunal Constitucional del año 2003, ocho Länder (Ba-
den-Wurttemberg, Baja Sajonia, Baviera, Berlín, Brandenbur-
go, Bremen, Hesse y Sarre) han dictado leyes que prohíben el
uso de símbolos religiosos por parte de los profesores. Cinco de
ellos (Baden-Wurttemberg, Baviera, Hesse, Sarre y Renania del
Norte-Westfalia) contemplan cláusulas especiales en relación con
los símbolos cristianos. En los estados que prohíben los símbolos
musulmanes, pero no los judíos ni los cristianos, la argumenta-
ción ha sido que estos últimos forman parte de la identidad del

54. H.M. Heinig (2005): «Religionsfreihiet oder Neutralitätsgebot? Das


Kopftuch in der rechtsstaatlichen und juristischen Debatte», Bundeszentrale
für politische Bildung. Disponible en: http://www.bpb.de/themen/
CFVD96,0,0,Religionsfreiheit_oder_Neutralit%E4tsgebot.html
55. BVerfG 2003, 66.

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Land. En Berlín y Hesse la prohibición es más amplia y se ex-
tiende a los funcionarios en las escuelas, la policía y la justicia,
ya que considera que atentan contra la neutralidad del Estado.
Renania del Norte-Westfalia prohíbe de forma preventiva el velo
en las profesoras, pero plantea la posibilidad de excepciones una
vez estudiado cada caso.56 El resto de los Länder no han elabora-
do una normativa nueva al respecto.57

3. Conclusión

Una primera conclusión que cabe extraer de este debate es


que constituye un síntoma de la toma de conciencia de que el
extranjero se ha convertido en parte integrante de nuestra socie-
dad. La aparición de una mujer con la cabeza cubierta en el
espacio público tiene un importante valor simbólico, sobre todo,
en el caso de Alemania. Una profesora, ciudadana alemana, que
afirma su lealtad a la constitución, pone en cuestión las bases de
la pertenencia desde el momento en que expresa su diferencia
pero está hablando desde dentro de la sociedad alemana. Pero,
al mismo tiempo, al hacerlo sin renunciar a su compromiso con
la comunidad musulmana, contradice la imagen dominante de
los musulmanes como «los otros», poniendo de manifiesto, así,
la pluralidad de formas de pertenencia. Lo que buscan esas mu-
jeres con velo es que se les reconozca su derecho a la diferencia
y, al mismo tiempo, a la pertenencia plena, a la integración en
todos los ámbitos del espacio público sin renunciar a su identi-
dad cultural sustentada en prácticas religiosas. En este sentido,
el discurso dominante sobre el velo, a la vez que supone la bús-
queda de consenso sobre los espacios y los límites de la expre-
sión del pluralismo identitario, puede verse también como un

56. En este sentido, no hay grandes discordancias entre los partidos políti-
cos mayoritarios (SPD, CDU, Los Verdes); sólo los liberales del FPD están en
contra de la prohibición. N. Tietze (2000), loc. cit., p. 87.
57. Cabe destacar que cinco de los estados que no han prohibido el uso del
velo formaban parte de la República Democrática Alemana (Mecklenburgo,
Brandemburgo, Sajonia, Sajonia-Anhalt y Turingia). Estos estados, por lo ge-
neral, tratan de evitar el tema de las relaciones Iglesia-Estado a causa de la
historia de adoctrinamiento anticristiano y antirreligioso y de ataques a la
libertad religiosa durante la época comunista.

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síntoma de la profunda incertidumbre frente al aumento del plu-
ralismo cultural y religioso en Europa. Ésta es la cuestión de
fondo que se plantea aquí, más allá de la mera celebración o no
de la diversidad de manifestaciones culturales que quizá podría
desprenderse de una visión superficial del debate de los últimos
años en torno al multiculturalismo.
Por otra parte, es interesante constatar en este análisis cómo
la neutralidad del Estado, que es la principal herramienta con-
ceptual e institucional para gestionar esa diversidad, es suscep-
tible de una pluralidad de interpretaciones. La neutralidad pue-
de entenderse, en el sentido en el que lo hace Francia, como un
instrumento para la creación de una identidad colectiva y, en-
tonces, tiene como efecto la exclusión de las minorías y, en este
caso, de sus símbolos religiosos. Ésta es la idea de neutralidad
criticada por autores como Young58 o Kymlicka,59 por conside-
rarla como un medio de dominación de la mayoría al servicio de
su reproducción cultural. Pero el propio universalismo inheren-
te al principio de neutralidad puede ser utilizado como argu-
mento en la protección de las minorías, si se entiende a la mane-
ra alemana, como igualdad de condiciones para desarrollar el
modo de vida que cada uno considere más adecuado. El hecho
de estar abierta a diferentes interpretaciones posibles explica por
qué la neutralidad —como hemos visto— es un argumento utili-
zado tanto por los partidarios de la prohibición de los símbolos
religiosos como por sus detractores. Si en Francia antes de la ley
de 2004 la tolerancia del velo era la norma a partir de una laici-
dad liberal, centrada en los derechos individuales, tras el Infor-
me de la Comisión Stasi y la ley sobre símbolos religiosos se
impone una laicidad republicana, que ha llevado a que la prohi-
bición sea la norma, en vistas a la cohesión y la unidad nacional.
Entendida como un instrumento al servicio de la unidad colecti-
va y la integración, la neutralidad tiene, entonces, un carácter
excluyente. Si se entiende, en cambio en un sentido liberal, como
un medio para la protección de los derechos individuales, tiene,
por el contrario, un carácter incluyente. Por eso, la laicidad libe-
ral en Alemania, debería llevar, como una consecuencia lógica, a

58. I.M. Young (1990): Justice and the politics of difference, Princeton, Uni-
versity Press.
59. W. Kymlicka (1995): Multicultural Citizenship, Oxford, Calendon Press.

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una protección de la libertad individual de los miembros de to-
das las confesiones religiosas para la expresión de sus símbolos
peculiares. Sin embargo, la idea de Alemania como sociedad de
base cristiana implica una limitación en ese trato equitativo que
ella misma se propone dar a todas las religiones.
Independientemente de una valoración más profunda sobre
la legitimidad de la respuesta política a esta demanda, ambos
países incurren en cierta contradicción con su propia cultura
política. El republicanismo francés exigiría el reconocimiento
de la diferencia cultural y su admisión en el espacio público como
un medio para lograr la igualdad que constituye su objetivo prin-
cipal. Igualdad, en este caso, en cuanto al ejercicio de la libertad
religiosa, que sólo puede limitarse para proteger un derecho aje-
no, cosa que no ocurre aquí. En Alemania la neutralidad y la
igualdad recogidas en la constitución y que sirven como referen-
cia fundamental en este debate, tendrían que llevar —como he-
mos visto— a buscar un estatus de igualdad para todas las con-
fesiones religiosas, que evitara la exclusión de la tercera religión
del país. Quizá en ambos casos subyace una idea de neutrali-
dad del Estado —con las especificidades en cada uno de los paí-
ses que ya he comentado— adecuada al contexto social de la
primera mitad del siglo XX, pero no a la diversidad cultural y
religiosa de comienzos del XXI. Esa circunstancia exigiría en
ambos países un esfuerzo para adaptar ese principio al nuevo
contexto generado por el hecho de la multiculturalidad.
En definitiva, en relación con la cuestión última que se plantea
aquí —la gestión de la diferencia cultural— ambos países han opta-
do de forma general por la exclusión, aunque con diferentes argu-
mentaciones. En el caso de Francia, el objetivo es salvaguardar la
cohesión social y la unidad de la República y, por ello, la laicidad
republicana se impone sobre la laicidad liberal. En Alemania, en
cambio, se trata, por un lado, de armonizar diferentes derechos que
entran en conflicto (el derecho a la libertad de expresión de la pro-
fesora, el derecho de los estudiantes a la libertad religiosa negativa,
el derecho de los padres a educar a sus hijos y la neutralidad del
Estado y la educación pública). Si en algunos casos se establece la
prohibición, es porque se opta por priorizar los derechos de los más
vulnerables —los estudiantes— en detrimento de los derechos de
los profesores. Por otra parte, a diferencia de Francia, la neutrali-
dad en Alemania no es una fuente de identidad nacional, cosa que

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sí es la tradición cristiana. En Francia eran dos interpretaciones
posibles de la neutralidad (liberal frente a republicana) las que esta-
ban en juego, hasta que finalmente el triunfo de la concepción re-
publicana, ha llevado a la exclusión de los símbolos religiosos. En el
caso de Alemania la cuestión gira en torno a la neutralidad abierta,
por un lado, que habría llevado a aceptar de forma general la pre-
sencia de símbolos religiosos en el espacio público, y el nacionalis-
mo, en el sentido de la autocomprensión de sí misma como socie-
dad basada en tradiciones y valores cristianos. Es el triunfo de esta
idea lo que ha llevado a la exclusión de los símbolos religiosos de
tradiciones no occidentales. Por eso, la prohibición selectiva de sím-
bolos religiosos manifiesta que el particularismo nacional ha ter-
minado por situarse por encima de la neutralidad y que al privile-
giar una confesión religiosa, el Estado subordina su vocación de ser
«la patria de todos los ciudadanos» a ser «la patria de los alema-
nes».60 Ambos países confirman, así, la existencia de un particula-
rismo nacional, que adopta, en un caso, la forma de republicanis-
mo y, en el otro, la de sociedad de base cristiana. Todo parece apun-
tar a que la preocupación de fondo en ambos países alude a la
pregunta que planteaba el presidente de la República Christian Wulff
con motivo de la conmemoración del vigésimo aniversario de la
reunificación de Alemania: «Was meint einig Vaterland? Was hält
uns zusammen?» («Qué significa la unidad de la patria? ¿Qué es lo
que nos mantiene unidos?»).61

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bwverf.htm#Erziehung
Verwaltungsgericht Stuttgart, 15 K 532/99. Disponible en: http://vgstuttgart.
de/servlet/PB/menu/1198972/index.html?ROOT=1192939
Verwaltungsgericht of Baden-Württemberg, 4 S 1439/00 (26.06.2001). Dis-
ponible en: http://www.landesrecht-bw.de/jportal/portal/t/d1c/page/
bsbawueprod.psml;jsessionid=60AC74B4A76A7DBC5605D87553E38EF6.
jpa4?pid=Dokumentanzeige&showdoccase=1&js_peid=Trefferliste&
documentnumber=1&numberofresults=1&fromdoctodoc=yes&doc.id=
MWRE108220100&doc.part=K&doc.price=0.0#focuspoint

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LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE HORST:
MODERNIZACIÓN, GERMANIDAD Y NOMBRES
DE PILA EN LA ALEMANIA NAZI*

Jesús Casquete
UPV/EHU

Opinión pública y totalitarismo: problemas de acceso

Lo cuenta Victor Klemperer en sus diarios: «Uno hace el re-


cuento de la gente que dice en las tiendas y en los restaurantes
“Heil Hitler” y de la que dice “buenos días”. El “buenos días”
parece que va ganando terreno. En la panadería de Zscheischler
han dicho cinco mujeres “buenos días”, dos, “Heil Hitler”. En
alza. En la tienda de Ölsner dijeron todos “Heil Hitler”. En baja».1
Se trata de la entrada correspondiente al 2 de septiembre de 1941
de su monumental testimonio, en el que da cumplida cuenta de
la ignominia nazi y de la progresiva abdicación moral en el país
de los pensadores y poetas durante el Tercer Reich. Según cons-
tata nuestro autor, en la antesala de la derrota nazi, en Munich,
la ciudad que vio nacer y crecer el movimiento, la situación ha-
bía cambiado sustancialmente y ya nadie saludaba de ese modo.2
Referencias de este tenor salpican su legado escrito, que abarca
el período comprendido entre 1933 y 1945. Así, en enero de 1942
Klemperer deja constancia una vez más de su inquietud por in-

* Este artículo forma parte de un proyecto de investigación subvencionado


por la Secretaría de Estado e Investigación, Desarrollo e Innovación (HAR2011-
24387), en el marco de un Grupo de Investigación de la Universidad del País
Vasco (GIU 11/21). Desearía expresar mi gratitud a Martín Alonso, Josetxo
Beriain, José Casanova, Hans Joas, Santiago de Pablo, Celso Sánchez Capde-
quí y Juan Carlos Velasco por los valiosos comentarios que contribuyeron a
mejorar el contenido y redacción de este trabajo.
1. Victor Klemperer, Quiero dar testimonio hasta el final. Diarios 1933-1945
(2 vols.), Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003, vol. I, p. 695.
2. Ibíd., vol. II: 744.

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dagar en el clima de opinión popular respecto al régimen, esto
es, por pulsar la vox populi, y anota: «Le están dando un bombo
enorme al éxito de la colecta de pieles. A los judíos les han quita-
do las prendas de piel y de lana, los arios han tenido que darlas
“voluntariamente” y han entregado unos 50 millones de piezas.
Eso, en la versión oficial, equivale a un “referéndum” y es prue-
ba de la íntima y firme unión entre el pueblo y el ejército, entre el
pueblo y el Führer, etc.».3
Tras estas apreciaciones del romanista alemán de origen judío
subyace una preocupación, por momentos podríamos decir que
obsesión, de explicarse lo inexplicable, por calibrar el grado de
apoyo popular a un régimen dictatorial en el que —ni siquiera se
hace preciso consignarlo— no había ningún tipo de consulta a la
ciudadanía digna de tal nombre. El argumentario para proceder
con este espíritu silenciador es inmanente a la lógica totalitaria: los
detentadores del poder, con su líder carismático, mesiánico y ple-
nipotenciario a la cabeza, estaban convencidos de conocer y repre-
sentar con precisión el sentir de la ciudadanía sin necesidad de
requerir su opinión ni mucho menos de activar los mecanismos
institucionales necesarios para traducir de forma legítima la opi-
nión pública a voluntad política. Ellos en exclusiva, puenteando al
conjunto de la ciudadanía y soslayando de esta guisa el proceso
democrático, eran sus exégetas cualificados y, por añadidura, ex-
clusivos.4 Momento histórico éste del Tercer Reich, por completar
el cuadro, en el que la persecución sistemática de la disidencia
ideológica (andersdenkenden, en particular de comunistas y social-
demócratas) y de todos aquellos ciudadanos expulsados del ámbi-
to de obligación moral de la «comunidad nacional» (Volksgemein-
schaft), bien por su filiación étnica u orientación sexual (judíos,

3. Ibíd., p. 8.
4. Klemperer da cuenta de esta impostura totalitaria con precisión cuando
escribe en 1938: «La política se ha convertido, más que nunca, en el juego
secreto de poca gente que decide el destino de millones de personas afirman-
do que ellos encarnan al pueblo» (ibíd., vol. I: 448). La pretensión de represen-
tar a un pueblo, al todo, que no ha delegado sine die su poder originario en
grupo político o persona alguna es una constante (atemporal, por tanto) de
todos los discursos ultranacionalistas. La política viciada por la sinécdoque
sería, pues, un rasgo compartido por todos los proyectos totalitarios (Jesús
Casquete, «La religión de la patria», Claves de Razón Práctica, 207 [noviembre
de 2010], pp. 40-46).

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gitanos, homosexuales...) o porque no habían resultado agracia-
dos en la lotería natural (expulsión total o parcial del «cuerpo na-
cional» de disminuidos psíquicos, físicos o «asociales» —alcohóli-
cos, prostitutas, criminales— mediante programas de eutanasia y
de esterilización forzosa), convertía en una empresa extremada-
mente arriesgada la exteriorización de cualquier crítica al régimen,
por liviana y velada que fuera.5
Para complicar todavía más el acceso al conocimiento del
sentir popular con respecto al régimen totalitario, añadamos que
los estudios demoscópicos se encontraban todavía en una fase
embrionaria de su desarrollo, por lo que tampoco nos pueden
servir de guía cuando lo que nos importa es acceder al sentir de
los alemanes respecto al régimen que les gobernó y acabó con-
duciendo a la guerra y a un desastre que, todavía hoy, varias
generaciones después, sigue condicionando su presente y futuro.6
No cabe duda de que las citas de Klemperer consignadas, y
otras muchas que salpican su testimonio, adquieren un alto va-
lor en tanto que radiografía aleatoria y circunscrita a un lugar y
momento determinados, Dresde y su área metropolitana entre
1933 y 1945 (en los meses finales de la guerra, también de los
pueblos y ciudades bávaras por donde discurrió su periplo de
huida y, a la postre, salvación final), valor que sólo con preven-
ción puede ser generalizado más allá de esas coordenadas espacio-
temporales. En la medida en que no descansa en la fiabilidad, la
validación y la representatividad (requisitos de toda investiga-
ción social de calidad), su testimonio carece de alcance científi-
co. Las afirmaciones de nuestro autor hay que ubicarlas, pues,
en el conjunto de sus diarios iniciados en 1933 y en su esfuerzo
por identificar una tendencia en el apoyo popular (o desapego,
no digamos ya rechazo, sentimientos ambos donde buscaba des-
esperadamente el consuelo necesario para sobrellevar su desti-

5. Por espigar un ejemplo entre muchos: el clérigo protestante Paul Schnei-


der falleció en 1939 a consecuencia de las palizas, tortura y ulterior envenena-
miento sufridos después de haberse negado a saludar brazo en alto a la esvásti-
ca con ocasión del cumpleaños de Hitler el 20 de abril. Véase: Tilman Allert, The
Hitler Salute. On the Meaning of a Gesture, Picador, Nueva York, 2009, p. 61.
Rehusó, pues, efectuar el saludo obligatorio al símbolo sagrado en una fecha
también sagrada. Los desafíos simbólicos de este tenor acostumbran a ser ele-
vados por los totalitarismos a la categoría de crímenes de lesa patria.
6. Norbert Frei, 1945 und Wir, dtv, Munich, 1945.

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no) hacia el régimen de terror hitleriano al vaivén de los aconte-
cimientos y hasta su derrota final en la Segunda Guerra Mun-
dial. Sin embargo, él mismo era consciente del limitado alcance
de sus apreciaciones, como prueba la siguiente reflexión: «ya no
creo en esas voces populi —se sinceraba en la entrada del 8 de
julio de 1943—. Con ellas se pueden encontrar pruebas para to-
dos los estados de la opinión pública. Sólo después se sabe cuál
fue la voz predominante».7 Hay que tomar asimismo en conside-
ración el limitado acceso del que disfrutaba a una información
filtrada por la censura y la represión, como todo ciudadano ale-
mán, agravado en su caso por las dificultades que las leyes racia-
les iban imponiendo de forma progresiva a su cotidianidad en
tanto que ciudadano de origen judío. Una información, por lo
demás, que se encontraba sometida a un riguroso marcaje cen-
sor por parte del Ministerio de Propaganda comandado por
Goebbels desde 1933. En estas circunstancias, no sorprenderá
que la opinión publicada tampoco nos sirva como puerta de ac-
ceso al clima de opinión pública de esos años.
El dilema epistemológico ante el que nos sitúa Klemperer es
de profundo calado. Lo podríamos formular en los siguientes
términos: en una esfera pública vaciada a través de medios coer-
citivos de prerrequisitos liberales tales como la libre discusión y
asociación, en la práctica sin parlamento (y, en todo caso, sin
parlamento libre), sin posibilidad alguna de expresarse median-
te el voto (las últimas elecciones generales con concurrencia plu-
ral, las del 5 de marzo de 1933, se celebraron bajo el terror nazi),
sin estudios de opinión por rudimentarios que fueran, ¿cómo
medir retrospectivamente en circunstancias tan adversas el apo-
yo ciudadano al régimen dictatorial nazi?; ¿de qué indicadores
disponemos para sondear —una vez descartado el conocer— la
opinión de los ciudadanos sobre los gobernantes y su proyecto
etnocida y liberticida? Evidentemente, en un marco totalitario
nos estamos refiriendo a la conformidad interiorizada, esto es, a
la que no es consecuencia directa ni de la represión ni tampoco
de la amenaza de represión por parte del régimen.
Las estimaciones de conformidad voluntaria con el régimen
ofrecidas a posteriori no rebasan el carácter de especulativas.
Poco nos interesan, en este extremo, las razones de la aquiescen-

7. Klemperer, op. cit., vol. II, p. 405.

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cia, si se debió a la convicción ideológica, a un oportunismo calcu-
lado o a una mezcla de ambas motivaciones. Lo cierto es que
exagera, sin duda, Hans-Ulrich Wehler, cuando sostiene que, de
haberse celebrado unas elecciones libres en 1938, el 99 % de los
votos habrían acabado en el cómputo del régimen nazi.8 Más
comedido, sin embargo, aunque en esta misma línea, se mues-
tra Götz Aly al conceder que «los éxitos en política interior y
exterior de los primeros seis años atribuyeron a Hitler un alto
grado de apoyo popular. Dicho apoyo trascendía la clientela elec-
toral habitual del NSDAP y privó a la oposición interior alemana
de todo fundamento» para, acto seguido, referirse a una «dicta-
dura de consenso, una dictadura democrática alemana».9 Por
último, en su exhaustivo repaso a la política antisemita del Ter-
cer Reich, Saul Friedländer coincide con los autores preceden-
tes al aseverar que, aunque desaprobaba mayoritariamente los
actos de violencia, la población alemana no puso objeción a la
política antisemita nazi entre el acceso nazi al poder en 1933 y el
inicio de la Segunda Guerra Mundial.10 Ningún autor serio pone,
pues, en duda la satisfacción que gran parte del pueblo alemán
sentía con su régimen entrada la guerra, pero afirmaciones como
las consignadas carecen de pruebas incontestables.
El desafío analítico estriba, por tanto, en aguzar el ingenio
investigador y emprender la búsqueda de indicadores que nos
permitan acceder al conocimiento de la opinión pública bajo
circunstancias tan adversas. Se trataría de hallar «indicadores
demoscópicos en una era predemoscópica o no demoscópica en
absoluto, así como una pista sobre la mentalidad y el cambio de
mentalidad [de los alemanes], sobre ideologías y cambio de ideo-
logías».11 Bien que imperfectos y alejados de la información más
o menos completa que ponen a nuestra disposición los resulta-
dos electorales, los estudios de opinión y los análisis de la opi-

8. Hans-Ulrich Wehler, Deutsche Gesellschaftsgeschichte. Vol. IV, Beck, Munich,


2003, p. 622; Marcus Urban, Die Konsensfabrik. Funktion und Wahrnehmung der
NS-Reichsparteitage, 1933-1941, V & R Unipress, Göttingen, 2007, p. 11.
9. Götz Aly, Klasse und Rasse, Fischer, Frankfurt, 2003, pp. 72-73, 76.
10. Saul Friedländer, El Tercer Reich y los judíos. Los años de persecución
(1933-1939), Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2009, pp. 230-231, 441.
11. Michael Wolffsohn y Thomas Brechenmacher, Die Deutschen und ihre
Vornamen. 200 Jahre Politik und öffentliche Meinung, Diana, Munich-Zurich,
1999, p. 211.

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nión pública a partir de los medios de comunicación en esferas
públicas libres, este género de indicadores presentan potencial-
mente un mayor grado de refinamiento que las impresiones cir-
cunstanciales y sesgadas, como las recogidas en los diarios del
filólogo judeo-alemán y de tantos otros testimonios de la época,
incluida la correspondencia entre ciudadanos y, una vez inicia-
da la guerra, entre soldados y sus familiares y amigos.
Uno de esos indicadores lo encontramos en las notas necro-
lógicas publicadas en la prensa periódica una vez iniciada la
conflagración bélica. Había familiares de soldados fallecidos que
insertaban esquelas en los periódicos según la fórmula: «...caído
por el Führer, el Volk y la patria»; otros optaban por una redac-
ción alternativa: «...caído por el Volk y la patria», prescindiendo
del máximo líder del movimiento y, con él, del régimen, incluso
en algunos casos también de cualquier apelación patriótica. Se
trata de un indicador del nivel de apoyo al régimen (o leído en
reverso, de desafección) ya sugerido por Klemperer en sus dia-
rios, sin duda el inspirador en la utilización de esta imaginativa
y sugerente puerta al clima de opinión de la época: «Un consue-
lo general judío son las Esquelas de defunción con la cruz gama-
da. Todos cuentan cuántas son. Todos cuentan cuántos siguen
cayendo “por el Führer”».12 A lo que añade, una vez superada la
guerra, la siguiente consideración en su obra LTI. La lengua del
Tercer Reich: «cuando alguien no estaba de acuerdo con el nacio-
nalsocialismo, cuando alguien deseaba dar rienda suelta a su
rechazo o incluso a su odio, pero sin que pudieran acusarlo de
ejercer la oposición, pues el coraje no daba para tanto, se escri-
bía lo siguiente: “Por la patria cayó nuestro único hijo”, y se de-
jaba a un lado al Führer».13 Atender a la evolución diacrónica de
esta «tristeza teñida de orgullo de las necrológicas»14 a partir de la
única fuente disponible, el análisis de prensa, constituye una
radiografía, bien que imperfecta, de la opinión que el régimen
iba mereciendo a los alemanes en cada momento.

12. Klemperer, op. cit., vol. II, p. 46. Entrada correspondiente al 16 de mar-
zo de 1942.
13. Victor Klemperer, LTI. La lengua del Tercer Reich, Minúscula, Barcelo-
na, 2001, p. 182.
14. La expresiva frase es obra de Goebbels. Véase Klemperer, op. cit., vol.
II, p. 313.

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El historiador británico y magnífico biógrafo de Hitler Ian
Kershaw es uno de los autores que ha abundado en esta línea de
investigación inscrita en el empeño por identificar y luego aplicar
a la investigación empírica indicadores culturales, sobre todo a
través de los medios de comunicación de masas en su calidad de
mediadores, estabilizadores y transformadores de ideas y valores
en las sociedades modernas.15 Dentro de ciertos márgenes expli-
cables por la amenaza de censura, los familiares estaban autori-
zados a redactar las notas necrológicas de sus familiares muertos,
aunque en la práctica éstas se reducían a las dos rúbricas ya ade-
lantadas por Klemperer: caídos «por el Volk y la patria»16 y la re-
cogida en la trinidad de «por el Führer, el Volk y la patria». Ker-
shaw extrae muestras de tres de los principales diarios bávaros, y
hace notar el severo retroceso que sufre entre 1940 y finales de
1942 la mención al máximo dirigente en las necrológicas. Por re-
mitirnos a una de sus fuentes, en mayo y junio de 1940 el Führer
aparecía mencionado en un 44 % de las esquelas del Münchener
Neuesten Nachrichten (diario de Munich y su entorno, antecesor
del Süddeutsche Zeitung, hoy entre los principales diarios alema-
nes); en junio y julio de 1941, coincidiendo con el ataque a la Unión

15. Al respecto de las esquelas como indicadores culturales, véase asimis-


mo: Karl-Wilhelm Grümer y Robert Helmrich, «Die Todesanzeige. Viel gele-
sen, jedoch wenig bekannt. Deskription eines wenig erschlossenen Forschungs-
materials», Historial Social Research 19 (1), 1994, pp. 60-108; Jürgen Gerhards
y Astrid Melzer, «Die Veränderung der Semantik von Todesanzeigen als In-
dikator für Säkularisierungsprozesse?», Zeitschrift für Soziologie 25 (4), 1996,
pp. 304-314; Oliver Schmitt y Sandra Westenberger, «Der feine Unterschied
im Heldentod», en Götz Aly (ed.), Volkes Stimme. Skepsis und Führervertrauen
im Nationalsozialismus, Fischer, Frankfurt, 2006; Christian A. Braun, «Der
normierte Tod. Die sprachliche Gleichschaltung von Todesanzeigen im Drit-
ten Reich. Dargestellt am Beispiel des Gauorgan “Der Führer”», en Christian
A. Braun, Michael Mayer y Sebastian Weitkamp (eds.), Deformation der Gesell-
schaft? Neue Forschungen zum Nationalsozialismus, WVB, Berlín, 2008.
16. Hasta 1933 los soldados pronunciaban su juramento según la siguiente
fórmula: «Juro por Dios este voto sagrado y que serviré leal y fielmente a mi
pueblo [Volk] y país en toda circunstancia, y que estaré preparado como un
bravo y obediente soldado a sacrificar mi vida para mantener este juramento».
Un año después, en 1934 el objeto de la lealtad había variado: «Juro por Dios
este voto sagrado y ofreceré mi obediencia desinteresada al Führer del Imperio
alemán y del pueblo alemán, y que estaré preparado como un bravo y obediente
soldado a sacrificar mi vida para mantener este juramento». Allert, op. cit., p.
81; Ludolf Herbst, Hitlers Charisma, Fischer, Frankfurt, 2010, p. 278.

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Soviética, las referencias directas habían descendido a un 29 %;
entre octubre y diciembre de 1941, alcanzaban un 15 %; en octu-
bre y noviembre de 1942, tan sólo figuraba en un 7 % de las esque-
las. Los datos sugieren, pues, que la entrega y disposición marti-
rial por el máximo dirigente del régimen, su nivel de aceptación
en definitiva, se hundió progresiva e inexorablemente al mismo
paso que el curso de la guerra se torcía para Alemania. Con el fin
de atajar esta muestra de desafección, en septiembre de 1944 (cuan-
do la mención expresa al Führer había descendido a un 4 %) el
régimen puso fin a la libre elección de textos necrológicos y dictó
en su lugar el encabezamiento homogeneizado que decía: «Por el
Führer, el Volk y el Reich dieron su vida...». Kershaw data en 1942
el punto de inflexión de la confianza en Hitler, cuando se hizo
manifiesta su incapacidad de poner fin a la guerra, ya fuese me-
diante la «victoria final» (Endsieg) o mediante un compromiso de
paz.17 A este estado de ánimo contribuyó sin duda el hecho de
que, a la altura de marzo de ese año de 1942, un millón de solda-
dos alemanes hubiesen resultado heridos, desaparecidos o muer-
tos en el frente ruso. Coincide con la época en la que se popularizó
un chiste entre los alemanes críticos con el régimen que inquiría
acerca de la diferencia entre el sol y el Führer. Respuesta: el sol
sale (aufgeht) por el este, mientras que es allí donde Hitler encuen-
tra su ruina (untergeht).
Las esquelas mortuorias no son el único ejemplo que la in-
vestigación inspirada por los indicadores culturales ha dado al
estudio del apoyo popular al totalitarismo nacionalsocialista.
Disponemos de otro sensor de esta naturaleza: los nombres de
pila asignados a los recién nacidos. En lo que resta de trabajo
nos ocuparemos de ellos. No obstante, conviene ir advirtiendo
de que no hay que magnificar su valor, como tampoco conviene
hacerlo con las esquelas. Se trata de eso, de meros indicadores,
imprecisos a la par que ilustrativos, intuitivos y sugerentes, del
grado de apoyo popular al nacionalsocialismo. Expresado en
otros términos: se trata de termómetros que incorporan la varia-
ble diacrónica en el estudio de la legitimidad del régimen a ojos
de sus ciudadanos. Este tipo de fuentes no alcanzan el nivel de
precisión en el conocimiento de la opinión pública de que hacen
gala las encuestas científicas modernas o las consultas electora-

17. Ian Kershaw, El mito de Hitler, Paidós, Barcelona, 2003, pp. 246-248.

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les en regímenes democráticos, pero mejoran la panoplia de tes-
timonios más o menos contingentes de contemporáneos al esti-
lo de Klemperer, siempre lastrados por la inmediatez, la subjeti-
vidad y la falta de acceso a fuentes fiables de información a par-
tir de la que emitir juicios fundados.

Los marcos sociales del gusto: el caso de los nombres de pila

Cuando se trata de poner nombre a los niños, se cumple una


pauta común a otros fenómenos que tienen que ver con las mo-
das, a saber: el abanico potencial de nombres experimenta cons-
tantemente nuevas incorporaciones, en tanto que otros apelati-
vos, por contra, son definitivamente relegados al baúl de los re-
cuerdos. Sin embargo, en lo fundamental el repertorio permanece
estable. Lo que está sometido a vaivenes cíclicos es más bien su
atractivo social. Por decirlo de otro modo: hay una serie de cir-
cunstancias sociales que explican los cambios en la valoración
estética de un determinado nombre. O, en términos más afina-
dos sociológicamente: el gusto por los nombres es un fenómeno
construido socialmente y reflejo de procesos de cambio cultural
a lo largo del tiempo. Sin embargo, y a diferencia de otras expre-
siones que tienen que ver con el gusto y la moda en las socieda-
des modernas, como la alimentación, el vestido, el peinado, la
música, el ocio, la arquitectura o la literatura, la elección de los
nombres de pila de los vástagos por parte de sus progenitores se
muestra relativamente refractaria a la influencia que las organi-
zaciones formales (diseñadores, productores, vendedores, artis-
tas, etc.) puedan ejercer sobre los individuos.18
El sociólogo que inauguró el estudio de los condicionantes
sociales del recuerdo, el francés Maurice Halbwachs (víctima él
mismo del nacionalsocialismo, a cuyo (des)cuidado falleció en
1945 en el campo de concentración de Buchenwald), sentó todo
un programa de investigación cuando afirmó que «es en la socie-
dad donde los individuos adquieren habitualmente sus recuerdos.
Es asimismo en la sociedad donde evocan, reconocen y ubican

18. Stanley Lieberson y Eleanor O. Bell, «Children’s First Names: An Empi-


rical Study of Social Taste», American Journal of Sociology 98 (3), 1992, pp.
511-554.

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sus recuerdos». A lo que añadió: «Podemos entender cada recuer-
do tal como se manifiesta en el pensamiento individual sólo si lo
ubicamos en el marco del pensamiento del grupo correspondien-
te».19 Si reemplazamos el término «recuerdo» por «gusto», pero
permanecemos fieles a la vocación por trazar la raíz social de un
comportamiento individual en su manifestación última, más visi-
ble, sostendremos que cada tiempo y lugar presenta unos marcos
sociales del gusto. En el caso del nombre de los niños nos encon-
tramos con que, sin imposición de ningún género ni tampoco cam-
paña publicitaria alguna orientada a influir en los padres, dichos
marcos explican la mayor frecuencia de unos nombres sobre otros
en un momento dado, así como su evolución a lo largo del tiem-
po. Según han explicado convincentemente los sociólogos cultu-
rales, estamos ante una instancia que pone de manifiesto los con-
dicionantes sociales de las modas;20 que los nombres de las nue-
vas generaciones responden, en definitiva, a procesos sociales que
influyen en los gustos de una población determinada en un mo-
mento concreto de su devenir.
Las prácticas del nombrar, entonces, varían al compás de las
modas y los gustos de una sociedad. Los países occidentales han
experimentado una evolución similar a este respecto: en todos
ellos, los nombres más populares sufren modificaciones lentas
hasta finales del siglo XIX, pero a partir de ahí la velocidad de
reemplazo de los líderes de la lista se acelera. No será ocioso
observar que dicho momento histórico coincide cronológicamen-
te con el proceso de modernización, el mismo que acompaña la
conquista de terreno a la tradición por parte de los individuos en
aquellas decisiones que afectan a sus vidas. En lo que aquí nos
interesa, esta tendencia se traduce en que los nombres que reci-
ben los niños al nacer ya no son tanto fruto de un bagaje hereda-
do cuanto expresión del libre albedrío. Eso sí, de un libre albe-
drío socialmente guiado.

19. Maurice Halbwachs, On Collective Memory, The University of Chicago


Press, Chicago, 1992, pp. 38, 53.
20. Stanley Lieberson, A Matter of Taste. How Names, Fashions, and Cultu-
re Change, Yale University Press, New Haven, 2000; Stanley Lieberson y Freda
B. Lynn, «Popularity as a taste: an application to the naming process», Onoma
38, 2003, pp. 235-276; Jürgen Gerhards, Die Moderne und Ihre Vornamen. Eine
Einladung in die Kultursoziologie, Westdeutscher Verlag, Wiesbaden, 2003.

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El proceso de modernización, entonces, y la consiguiente ex-
pansión del campo de elección individual en detrimento de la tra-
dición en tanto que uno de sus rasgos distintivos, ofrecen el mar-
co explicativo de fondo de los cambios de nombres. Siguiendo en
este extremo a Stanley Lieberson,21 es posible distinguir tres tipos
de factores que dan cuenta de las transformaciones sociales en los
gustos por los nombres: 1) acontecimientos de relevancia social,
política, cultural y/o económica; 2) mecanismos internos del gus-
to que originan cambios aun cuando el contexto externo perma-
nezca constante; y 3) las circunstancias históricas singulares que
catapultan la popularidad de un determinado nombre. Lieberson
menciona las pautas de imitación que exhiben los estratos infe-
riores respecto de las clases altas como ejemplo de mecanismo
interno del gusto. Por otro lado, los vaivenes que sufrió el nombre
de «Jacqueline» en la sociedad estadounidense a partir del asesi-
nato de John Fitzgerald Kennedy en 1963 y las posteriores vicisi-
tudes en la vida de una persona altamente expuesta a la opinión
pública como fue su esposa (la muerte de su cuñado Robert F.
Kennedy o su segundo matrimonio con Aristóteles Onassis, am-
bos acontecimientos acaecidos en 1968, serían momentos claves
de su vida), serviría como ejemplo de un desarrollo histórico sin-
gular que daría cuenta de la frecuencia del nombre de «Jacqueli-
ne» en EE.UU. y en otros países occidentales.
En el marco de este trabajo nos interesa la pertinencia de las
variables explicativas de naturaleza externa que sugiere (pero no
desarrolla) Lieberson, esto es, aquellas que ponen en primer pla-
no acontecimientos de singular impacto en el devenir político y
cultural de un país. En particular, nos ocupará el ejercicio de in-
fluencia más o menos difusa que determinados regímenes políti-
cos ejercen sobre los padres en el momento de elegir un nombre
con que designar a sus vástagos. El caso alemán se presta como
ningún otro al estudio de este indicador cultural. Hay investiga-
ciones que demuestran que existe una correlación entre la fre-
cuencia de un tipo determinado de nombres en aquel país y la
naturaleza del régimen (imperial, republicano, dictatorial o de-
mocrático), y que entre ambas media el grado de legitimidad y de
aceptación de dicho régimen por parte de la población.22 Nuestro

21. Stanley Lieberson, A Matter of Taste, op. cit.


22. Michael Wolffsohn y Thomas Brechenmacher, Die Deutschen und ihre
Vornamen, op. cit.

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propósito en el presente trabajo será más modesto que el de estos
dos autores y se limitará a ilustrar el cambio en el nomenclátor de
los niños nacidos durante el Tercer Reich. En este sentido, tal como
constataremos a continuación, la conquista nazi del poder marca
un punto de inflexión en lo que a la popularidad de ciertos nom-
bres se refiere. Coincidiendo con el acceso y consolidación nazi
en el poder, se aprecia una alteración en las pautas que guían la
elección de nombres de los recién nacidos: más y más niños son
portadores de nombres de origen germánico, en detrimento de
los nombres de origen cristiano, que disminuyen. Dicha transfe-
rencia ha permitido a los sociólogos preocupados por comprobar
(y, en su caso, datar) el despliegue del proceso de modernización
cultural a un nivel más concreto de análisis el testar así sus tesis
acerca de la secularización, entendida como el proceso de dife-
renciación funcional y emancipación de las esferas seculares (Es-
tado, economía y ciencia) de la esfera religiosa, de manera que los
individuos descansan cada vez menos en la creencia en una reali-
dad trascendente a la hora de entender y explicarse sus experien-
cias cotidianas. El menor porcentaje de nombres de raigambre
religiosa en la Alemania nazi, como es el caso, servirá para con-
trastar durante un plazo temporal limitado si es cierto que la mo-
dernización vino acompañada de un repliegue de la religión de la
vida pública, una de las dimensiones de la secularización junto
con el declinar de la creencia y práctica religiosa y la proliferación
de nuevas opciones religiosas, espirituales y antirreligiosas que
algunos especialistas han puesto en primer plano de la discusión.23
Para abordar el análisis de la popularidad de los nombres de
pila con que eran registrados los recién nacidos en Alemania
disponemos de estudios de la mano de sociólogos, demógrafos e
historiadores culturales, limitados en general al ámbito local (par-
ciales por lo tanto). Sin embargo, constituyen muestras repre-
sentativas que cumplen con los criterios exigibles de rigor cientí-
fico como para ser generalizadas al resto del país, si no en las
cifras puntuales, porque el arraigo nazi variaba en función de
variables como la religión (más en zonas protestantes) o el gra-

23. José Casanova, Public Religions in the Modern World, The University of
Chicago Press, Chicago, 1994; Charles Taylor, A Secular Age, Harvard Univer-
sity Press, Cambridge, Mass., 2007.

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do de implantación del movimiento obrero, sí al menos en la
tendencia.24
Así, en una serie de trabajos Gerhards y sus colaboradores25
siguen atentamente el despliegue del proceso de modernización
a través del prisma de uno de sus procesos acompañantes, la
secularización, en concreto de la secularización cultural, enten-
dida como «el proceso de disolución de los sistemas de creen-
cias religiosas, en concreto cristianas, en tanto que modelos cul-
turales de carácter vinculante».26 En lo que a nosotros aquí con-
cierne, lo interesante estriba en constatar que, durante el Tercer
Reich, el cristianismo cedió progresivamente su lugar de privile-
gio a la hora de aportar nombres a los recién nacidos en benefi-
cio de los nombres germánicos. Se podría sostener que, cuando
hablamos del nomenclátor, se produce una transferencia de la
influencia del cristianismo a favor de la religión política nazi. Es
así que nombres bíblicos y de mártires que impregnan el no-
menclátor cristiano (Johann, Mathias, Peter, Joseph o Nicolaus)
van cediendo progresivamente protagonismo a nombres deriva-
dos de la tradición de aquel país, tales como Kurt, Sigfried, Ber-
thold, Hermann, Dietrich, Erwin, Ulrich, Winfried o Waldemar,
cuando eran niños varones. O Edeltraud, Uta, Ulrike, Ingeborg,
Sieglinde, Astrid y Almut, si se trataba de féminas, en perjuicio
de los derivados del cristianismo, tales como Anna, Maria, Mag-
dalena o Elisabeth. Nombres germánicos, en todo caso, de los
que serían merecedores los miembros de la comunidad nacio-

24. Werner Mahlburg, «Die Vornamegebung im Nationalsozialismus», Das


Standesamt. Zeitschrift für Standesamtswesen, Familienrecht, Staatsangehörig-
keitsrecht, Personenstandsrecht, internationales Privatrecht des In- und Auslands,
38 (9), 1985, pp. 241-247; Michael Wolffsohn y Thomas Brechenmacher, Die
Deutschen und ihre Vornamen, op. cit.; Jürgen Gerhards y Rolf Hackenbroch,
«Trends and Causes of Cultural Modernization», International Sociology 15
(3), 2000, pp. 501-531; Jürgen Gerhards, Die Moderne und Ihre Vornamen, op.
cit.; Oliver Lorenz, «Die Adolf-Kurve 1932-1945», en Götz Aly (ed.), Volkes
Stimme. Skepsis und Führervertrauen im Nationalsozialismus, Fischer,
Frankfurt, 2006.
25. Jürgen Gerhards y Astrid Melzer, «Die Veränderung der...?», loc. cit.;
Jürgen Gerhards y Rolf Hackenbroch, «Kulturelle Modernisierung und die
Entwicklung der Semantik von Vornamen», Kölner Zeitschrift für Soziologie
und Sozialpsychologie 49 (3), 1997, pp. 410-439; Jürgen Gerhards y Rolf Hac-
kenbroch, «Trends and Causes of Cultural Modernization...», loc. cit.; Jürgen
Gerhards, Die Moderne und Ihre Vornamen, op. cit.
26. Jürgen Gerhards y Astrid Melzer, «Die Veränderung der...?», loc. cit., p. 305.

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nal (Volksgenossen) por su supuesta asociación con virtudes como
las que recoge Walther Darré, a la sazón ministro nazi de Agri-
cultura, en el prólogo titulado «Nuestro patrimonio onomástico
alemán» que redactó para un libro publicado en 1934 con el títu-
lo de Los nombres alemanes. Escribe Darré: «Los nombres ger-
mánicos que nos han sido legados reflejan con una claridad
maravillosa la concepción vital nórdica, su visión del mundo
(Weltanschauung) y conciencia de linaje campesino. Los nom-
bres nórdicos de varón hablan de lucha, victoria, honor y glo-
ria».27 El objetivo de tal política designativa lo resumía del si-
guiente modo Fahrenkrog, un autor nazi que publicó un libro
sobre la materia con el elocuente título de Nombres alemanes
para los niños alemanes: «Nuestros hijos, que han nacido alema-
nes y que serán educados como verdaderos alemanes de la co-
munidad del pueblo del gran imperio alemán, deben llevar tam-
bién un auténtico nombre alemán que haga honor a la dignidad
de su sangre alemana».28 El hecho de que los padres renuncia-
sen progresivamente a designar a sus retoños con nombres cris-
tianos ha de ser interpretado como un síntoma de seculariza-
ción cultural, como un indicador de la pérdida de espacio de lo
religioso a la hora de guiar la vida de los individuos.
En cualquier caso, diversos especialistas que han tratado la
materia con rigor29 coinciden en que los nombres masculinos
sirven como un indicador más fiable del apoyo o escepticismo
hacia el régimen que los femeninos. No es difícil encontrar una
explicación a este hecho, que por lo demás no es privativo del
caso alemán: históricamente, las figuras de referencia pública
de carácter político han sido de ese género, como el caso de los
nombres de emperadores germánicos (Friedrich, Ludwig, Otto,
Wilhelm...), en tanto que las mujeres se han visto privadas de esa

27. Walther Darré, «Unser deutsches Namensgut», en Erwin Metzner, Die


Deutschen Vornamen, Berlín, Blut und Boden, 1934, p. 3.
28. Rolf Ludwig Fahrenkrog, Deutschen Kindern - deutsche Namen, Theo-
dor Fritsch, Berlín, 1942, p. 35. La repetición en cinco ocasiones del gentilicio
«alemán» en la frase es una traducción fiel del original, reflejo inconfundible
en todo caso de por dónde fluían las obsesiones del autor y, por extensión, de
la mentalidad nazi.
29. Jürgen Gerhards y Rolf Hackenbroch, «Trends and Causes of Cultural
Modernization...», loc. cit.; Jürgen Gerhards, Die Moderne und Ihre Vornamen,
op. cit.; Oliver Lorenz, «Die Adolf-Kurve 1932-1945», loc. cit.

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dimensión y han permanecido relegadas al ámbito doméstico.
Es la misma lógica que explica la ausencia de mujeres en pues-
tos de responsabilidad política o en el particular martirologio
nazi, entre otros muchos enclaves en los que la mujer resulta
prácticamente invisible.
A la par que acudieron cada vez más a nombres germánicos
para bautizar a sus hijos, los padres alemanes recurrieron cada
vez menos a los de origen cristiano, sobre todo en las zonas pro-
testantes del país, reflejo del anticlericalismo nazi y de que la
religión política por ellos instaurada extendió su manto de in-
fluencia hasta el nomenclátor. Comoquiera que sea, la prolifera-
ción de nombres arraigados en la tradición germánica no fue
una innovación de los nazis, sino que se trata de un proceso
cuyas raíces se remontan al siglo XIX y que tiene que ver con el
despliegue de la modernización. La huida de nombres de origen
religioso está ligada al proceso de modernización y no es un pro-
ceso privativo de Alemania; no obstante, abrazar nombres de la
tradición germánica es un desarrollo específico que tiene que
ver con su cultura política. Pese a que no se trata de un proceso
inaugurado por los nazis, en el haber totalitario sí que se cuenta
la aceleración de una moda entre 1934 y 1942, esto es, desde el
acceso nazi al poder hasta la pérdida de popularidad del régi-
men a ojos de sus ciudadanos tras los reveses sufridos en la gue-
rra.30 Con ellos en el poder la estructura de oportunidad política
del gusto sufre una modificación sustancial. El régimen auspició
informal, pero también formalmente, el recurso al repositorio
de nombres arraigados en la tradición germánica, principalmente
masculinos, tal como hemos apuntado. Así, una circular del Mi-
nisterio del Interior fechada el 18 de agosto de 1938 sobre «Cri-
terios sobre la aplicación de nombres de pila» no puede ser más
explícita al respecto: «Los niños de nacionalidad alemana deben
recibir por principio sólo nombres alemanes. Contribuye a pro-
mover la mentalidad del linaje cuando la elección de un nombre
de pila se remonta a nombres de pila anteriormente utilizados».
Los nombres de origen «no alemán» (se refiere a nombres de
origen cristiano), pero arraigados en el país desde hace siglos
(como Hans, Joachim, Peter, Julius, Maria, Sofie...) estaban per-

30. Jürgen Gerhards, Die Moderne und Ihre Vornamen, op. cit., pp. 57, 73.

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mitidos, puesto que ya no eran percibidos como «extranjeros».31
Los nombres de origen foráneo no bíblico, por otra parte, no
resultaban aceptables a ojos del nazismo. La revista Standesamt,
dedicada a temas relacionados con el registro civil, se hacía eco
en 1934 de la siguiente reflexión: «Constituye una falta de gusto
y muestra de limitado sentimiento nacional el que padres ale-
manes pongan a sus vástagos nombres extranjeros, sin que me-
die razón digna de consideración. La Oficina del Registro Civil
tiene en su mano, mediante la instrucción, informar sobre el
cuidado de los hermosos nombres alemanes».32
A continuación centraremos la atención en un nombre de
varón, Horst, que gozó —como tendremos ocasión de consta-
tar— de una súbita popularidad durante una buena parte del
dominio nacionalsocialista. A través del análisis de la prolifera-
ción y posterior declive de la frecuencia de este nombre aborda-
remos el modo en que un régimen político totalitario (una es-
tructura de oportunidad política peculiar que coarta sustancial-
mente el campo de elección individual) extiende su influencia
hasta recovecos aparentemente tan inhóspitos como el nomen-
clátor. Se trata de un indicador cultural que nos permite, asimis-
mo, indagar en la legitimidad del régimen nazi entre sus ciuda-
danos al compás de los acontecimientos políticos y bélicos.

La impronta de un mártir del movimiento en el nomenclátor

Como es siempre el caso desde que son objeto cada vez más
de elección y menos de tradición, en definitiva, desde el desplie-
gue y ulterior consolidación del proceso de modernización, los

31. Esta misma circular, en concreto su § 5, es la que recoge la obligación


de los judíos varones de completar su nombre con el de Israel, o con el de Sara
si eran mujeres, cuando sus nombres de pila originales no fuesen lo suficien-
temente expresivos de su origen étnico. Dichos nombres obligatoriamente iban
de figurar al final del nombre, como en Victor-Israel (que pasó a ser el nombre
completo de Klemperer) o Helga-Sara. La circular incluye un anexo con nom-
bres judíos, es decir, únicamente asignables a los judíos recién nacidos. Un
historiador ilustre, Peter Gay, escapó de Berlín a tiempo con su familia bajo el
nombre de Peter Joachim Israel Fröhling (Peter Gay, My German Question,
Yale UP, New Haven y Londres, 1998, p. 4).
32. Citado en Nikolas Becker, «Hans und Grete, Momo und Azalee. Na-
menwahl als Zeitgeschichte», Kursbuch 72, 1983, pp. 154-165, p. 157.

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nombres permanecen, no así su atractivo social. Uno de los nom-
bres de varón que experimentaron una gran popularidad relati-
va bajo el dominio nacionalsocialista fue el de Horst. ¿Cuáles
son las razones de la súbita popularidad de este nombre? Si-
guiendo el hilo argumental y objeto principal de preocupación
en este trabajo, constataremos que la profusión en la Alemania
nazi de este nombre germánico está directamente ligada a razo-
nes de índole política, en concreto con una estructura de oportu-
nidad favorable que le da impulso y cobertura; que la suerte del
nombre es paralela a la popularidad del régimen, de manera que
alteraciones en su frecuencia pueden ser potencialmente leídas
como muestras de adhesión o desafección popular hacia el na-
cionalsocialismo; que, en definitiva, el estudio de su evolución
nos coloca ante un precioso indicador cultural y nos abre una
puerta de acceso al clima de opinión en una época en que la
ciudadanía carecía de los cauces adecuados para organizarse y
expresarse libremente. Fue el régimen el que, mediante sus prác-
ticas glorificadoras del mártir por excelencia del movimiento,
Horst Wessel (porque a él hay que remitir la profusión del nom-
bre, como constataremos a continuación), estimuló solapada-
mente una moda que habría de condicionar el nomenclátor
masculino, no ya sólo durante el dominio nazi, sino mucho más
allá de ese período de la historia de Alemania mediante una par-
ticular damnatio memoriae que implica la «castración» de tal
nombre y de otros como el de Adolf.
Horst Wessel fue una joven promesa nazi en el complicado
panorama berlinés de los «años de lucha», que es como los nazis
se referían a los años finales de la República de Weimar (espe-
cialmente a partir de 1929), en los que se desencadenó una gue-
rra civil larvada entre nazis y comunistas mediante sus respecti-
vas organizaciones paramilitares, las SA y el Frente Rojo.33 En

33. La bibliografía relevante sobre Horst Wessel incluye los siguientes títu-
los: Thomas Oertel, Horst Wessel. Untersuchung einer Legende, Böhlau, Colo-
nia, 1988; Jay W. Baird, To Die for Germany. Heroes in the Nazi Pantheon,
Indiana University Press, Bloomington e Indianápolis, 1990; Sabine Beh-
renbeck, Der Kult um die toten Helden. Nationalsozialistische Mythen, Riten
und Symbole, SH, Vierow bei Greifswald, 1996; Heiko Luckey, Personifizierte
Ideologie, V & R Unipress, Göttingen, 2008; Maica Vierkant, Märtyrer und
Mythen. Horst Wessel und Rudolf Hess, Tectum, Marburgo, 2008; Jesús Cas-
quete, «“Sobre tumbas, pero avanzamos”: Horst Wessel y el troquel martirial

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jado en una rica constelación de lugares de la memoria promo-
vidos por el régimen. Así, hasta el comienzo de la guerra Goebbels
acude puntualmente al cementerio año tras año a presentar sus
respetos al mártir del movimiento coincidiendo con el aniversa-
rio de su muerte o de su nacimiento, a menudo de ambos. Los
actos de recuerdo se centran principalmente en Berlín, donde
Wessel había crecido políticamente y donde fue asesinado, pero
también en otros lugares del país. La prensa del movimiento se
hace eco puntual de dichas ocasiones publicando artículos que,
sistemáticamente, hiperbolizan su figura y exhortan a la imita-
tio heroica de quien sacrificó su vida por la causa. Asimismo,
cada año entre 1933 y 1941 se transmitió un discurso radiofóni-
co en su recuerdo a cargo del líder de las SA de turno, Ernst
Röhm o, tras su depuración en la «Noche de los cuchillos lar-
gos» el 1 de julio de 1934, Viktor Lutze. Además del calendario
como detonante de la memoria, durante el mandato nazi se im-
primieron no menos de treinta biografías y otras publicaciones
hagiográficas sobre Wessel, algunas dirigidas a un público in-
fantil;34 se rodó además una película directamente supervisada
por Goebbels bajo el título de Hans Westmar-Einer von vielen, un
trasunto de su vida en formato ya no textual, sino audiovisual.
En otro plano, junto a la incontable cantidad de bustos, esta-
tuas, cuadros y monumentos distribuidos a lo largo y ancho del
país, merece la pena destacar otros lugares de la memoria no
materiales que proliferaron por doquier, como poemas y cancio-
nes en su honor. La institucionalización del régimen vino acom-
pañada además de una revisión de la denominación de numero-
sos lugares públicos. Calles, plazas y edificios públicos (escue-
las, entre otros) contribuyeron de inmediato a grabar en la
memoria colectiva el nombre de Horst Wessel. De no menor al-

34. A uno de tales libros se refiere sin duda Klemperer en el siguiente pasa-
je: «Contó [un conocido suyo] que su hijo estaba en primero de bachillerato,
en el Kreuzgymnasium, y que allí tenían un libro de lecturas, en la asignatura
de historia, que iba de la actualidad hacia atrás y que descomponía la historia
en relatos independientes. Títulos de las distintas lecturas por este orden («¡Se
le revuelve a uno el estómago!»): Hitler, Göring, Horst Wessel, Herbert Nor-
kus, Bismarck, Federico el Grande» (Kemplerer, op. cit., vol. II, p. 319). Her-
bert Norkus fue un miembro de las Juventudes Hitlerianas de 16 años falleci-
do en un enfrentamiento con los comunistas en Berlín que fue, al igual que
Wessel, elevado a la categoría de mártir del movimiento por el nazismo. Nor-
kus era a las JH lo que Wessel a las SA.

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cance es el hecho de que una canción compuesta por Wessel en
1929, Die Fahne hoch, se transformase tras su muerte en can-
ción e himno del NSDAP y pasase a ser conocida como Horst-
Wessel-Lied. Bajo el dominio hitleriano se institucionalizó la cos-
tumbre de interpretarla, brazo derecho en alto, inmediatamente
después del himno nacional, el Deutschlandlied. En el terreno
paramilitar y militar también se hicieron notar los esfuerzos por
dejar un recuerdo indeleble en la memoria colectiva: la unidad
de las SA que lideraba Wessel en Berlín pasó a denominarse tras
su muerte Tropa de asalto Horst Wessel y, ya durante la guerra, se
bautizaron en su memoria divisiones de combate de las SS, así
como escuadrillas de aviones y de barcos.
A partir del fallecimiento de Wessel en 1930, y sobre todo a
partir de la conquista nazi del poder en 1933, el nombre de Horst
servirá como termómetro del grado de popularidad del nazis-
mo, de modo que los vaivenes en su frecuencia pueden ser leídos
como un indicador de la legitimidad del régimen. A continua-
ción, aportamos retazos de dichos movimientos pendulares a
partir de la limitada información de que disponemos al respec-
to, casi siempre de ámbito local, aunque extrapolable en sus lí-
neas maestras al resto del país.
En modo alguno extemporáneo ya desde principios de siglo XX,
aunque poco frecuente, el nombre de Horst alcanzó en 1924 por vez
primera el umbral del 1 % de los niños varones en el conjunto del
país. Sin embargo, hasta 1932 no figuró entre los 20 nombres más
populares entre los niños varones. Su eclosión arranca en 1933, co-
incidiendo con la toma nazi del poder, cuando alcanza alrededor del
2,3 % de los nombres; en 1940, el año del paseo triunfal de las tropas
alemanas en Dinamarca, Noruega, Bélgica, Holanda y Francia, ya
fueron un 2,7 % los niños registrados con ese nombre.35 Entre 1933 y
1945 siempre estuvo entre los diez primeros en el conjunto del país,36
muy por delante de otros nombres germánicos ideológicamente con-
notados e identificados con el régimen, como los de Adolf o Her-
mann (por Göring, segundo jerarca en el escalafón nazi). Una inves-
tigación a partir de los nombres de 43.000 habitantes varones inscri-
tos en el padrón municipal de la ciudad de Frankfurt en el año 2005

35. Michael Wolffsohn y Thomas Brechenmacher, Die Deutschen und ihre


Vornamen, op. cit., p. 231.
36. Oliver Lorenz, «Die Adolf-Kurve 1932-1945», loc. cit., p. 30.

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que habían nacido en el período entre 1932 y 1945 corrobora la po-
pularidad del nombre de Horst. En 1933 un 5,05 % (uno de cada
veinte) de los neonatos llevaban este nombre; un 4,18 % en 1934, y;
un 4,47 % al año siguiente. Su estrella fue la misma que la del régi-
men a ojos de los alemanes, a medida que el hastío por la situación
bélica fue embargando a la población. En 1941 todavía alcanzaba
un 2,8 % de los niños registrados; un 2,07 % al año siguiente; un
1,98 % en 1943; y un 1,2 % en 1944.37 A modo también de apoyatura
empírica, disponemos de un estudio efectuado sobre los nombres
con los que eran registrados los niños y niñas de la ciudad portuaria
de Kiel durante el Tercer Reich, una ciudad donde el NSDAP gozó de
un apoyo por encima de la media del país. Con una base empírica de
58.264 nacidos, este estudio muestra que en 1928 la frecuencia del
nombre de Horst era del 2,19 % (puesto 11 entre los más populares
en dicha ciudad); en 1935 ya era el más popular, con un 5,34 %,
puesto que mantendría al año siguiente; en 1937 y 1938 ocupó el
segundo puesto, con un 5,20 y un 4,35 %, respectivamente. El inicio
de la guerra en 1939 lo arranca en el quinto puesto, con el 4,43 %;
tercero en 1940 (4,47 %) y cuarto en 1941 (4,60 %). A partir de ahí
pierde relevancia por momentos: octavo (compartido con Gerd) en
1942 (2,76 %); décimo en 1943 (2,53 %); octavo (al alimón con Gerd,
Holger y Jürgen) al año siguiente (2,14 %) y noveno el año del final
de la guerra (2,13 %). Un año después, en 1946, era definitivamente
un nombre en declive: puesto catorce (con Helmut), y un 1,80 % de
los nombres de varones.38 En Munich, en el sur católico, la máxima
cota la alcanzó en 1940, y ni siquiera entonces llegó al 3 % de los
recién nacidos.39 En este mismo sentido, un exhaustivo estudio pu-
blicado por la Oficina de Estadística de Berlín arroja unos resultados
coincidentes en la tendencia con lo que hemos venido observando
para otras ciudades del país, a saber: hasta el año 1918 el nombre de
Horst no figura entre los 20 más populares; en la cohorte compren-
dida entre 1919 y 1932, sin embargo, Horst ya figura en tercera posi-
ción con un 7,32 %; entre 1933 y 1945 figuraba en quinta posición,
con un 4,35 %. A partir de ahí y hasta la fecha que abarca el estudio,
Horst no figurará entre los 20 nombres más populares entre los ber-

37. Datos reelaborados a partir de Lorenz, loc. cit., pp. 29-30 y 200-201.
38. Stephan Mattlinger, Namengebung und Ideologie im Dritten Reich am
Beispiel der Stadt Kiel, Neumünster, Wachholz, 1996, pp. 55 y ss.
39. Michael Wolffsohn y Thomas Brechenmacher, Die Deutschen und ihre
Vornamen, loc. cit., 1999, pp. 208, 232.

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lineses, la ciudad donde desarrolló sus actividades el joven Horst
Wessel y donde a la postre discurrieron los hechos que apuntalaron
la difusión del nombre durante el nacionalsocialismo.40 Por último,
un estudio efectuado en las pequeñas ciudades renanas de Bad Hon-
nef y Wermelskirchen a partir de los nombres de los escolares arroja
unos resultados que, a estas alturas, no nos sorprenderán: entre 1900
y 1932 no figura entre los nombres más populares en ninguna de las
localidades (de hecho, en Bad Honnef un solo niño aparece en todo
el período con ese nombre, mientras que en Wermelskirchen apare-
cen cinco en total: 2 en 1928, 1 en 1929 y 2 en 1932), pero para el
período entre 1933 y 1944 ya es el nombre más frecuente entre los
niños de Bad Honnef y el segundo en Wermelskirchen.41
Con el nacionalsocialismo en el poder el nombre de Horst
constituyó todo un programa político, un indicador solapado de
adhesión al programa totalitario nazi. Tras el fin de la Segunda
Guerra Mundial su estrella declinó, hasta prácticamente desapa-
recer del nomenclátor a mediados de la década de 1960.42 Nues-

40. Heinz Ahlbrecht, Andreas Letzner, «Die Vornamen der Berliner heute
und im historischen Vergleich», Berliner Statistik. Monatsschrift 42 (9), 1988,
pp. 174-212, pp. 182-183.
41. Bernhard Link, Die Rufnamengebung in Honnef und Wermelskirchen
von 1900 bis 1956, Universidad de Colonia (tesis doctoral), 1966, pp. 29 y 50.
Los resultados electorales obtenidos por el NSDAP en las elecciones del 6 de
noviembre de 1932 ayudan a comprender un poco mejor la popularidad del
nombre de Horst. A escala nacional, el partido nazi se hizo entonces con el
33,1 % de los votos. En las circunscripciones electorales de las ciudades men-
cionadas (dejando a un lado las dos localidades renanas, por sus dimensiones
y porque los datos no proceden del censo, sino de un estudio en dos colegios,
uno en cada pueblo), los resultados fueron como sigue: en Hessen, cuya capi-
tal es Frankfurt, el 41,2 %; en Schleswig-Holstein, capital Kiel, el 45,7 %; en
Alta Baviera, con Munich como principal ciudad, el 24,6 % y, por último, el
22,5 % en Berlín. Se aprecia, pues, una correlación entre el voto nazi y la
mayor o menor frecuencia del nombre de Horst. La excepción la proporciona
Berlín, uno de los enclaves con menor voto nazi pero donde el nombre de
Horst alcanzó una frecuencia alta. La explicación la encontramos en la espe-
cificidad de la capital alemana, lugar donde discurrieron los hechos que des-
embocaron en el asesinato de Horst Wessel y donde éste creció, se educó y
asistió a sus actividades políticas. Los resultados electorales en: Jürgen Falter,
Thomas Lindenberger y Siegfried Schumann, Wahlen und Abstimmungen in
der Weimarer Republik, Beck, Munich, 1986, p. 74.
42. Consultar a este respecto: http://lexikon.beliebte-vornamen.de/horst.htm,
acceso 26 de octubre de 2010. Conviene hacer constar que a mediados de la
década de 1960 la mayoría de los varones que todavía albergaban convicciones

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tro propósito en el presente trabajo ha radicado en profundizar
en las razones que convirtieron ese nombre en popular. En una
medida imposible de ponderar, no parece arriesgado aventurar
que muchos de quienes así se llamaban (y llaman) acabarán con-
virtiéndose en portadores involuntarios e inocentes de una polí-
tica de la memoria nazi, aunque no es menos cierto que hoy en
día el paso de los años ha difuminado considerablemente la aso-
ciación entre el nombre de Horst y el nacionalsocialismo.
El auge y declive del nombre de Horst aparece, por lo tanto,
indisociablemente ligado a la suerte del régimen. No es el único
nombre que nos aporta información a este respecto. Una prueba
más inequívoca todavía de adhesión al programa nacionalsocia-
lista lo constituye el nombre de Adolf. Los datos disponibles apun-
tan a que su frecuencia fue en todo caso considerablemente me-
nor que la de Horst. En el estudio efectuado en Frankfurt por
Lorenz al que ya hemos aludido, se recoge que durante el período
comprendido entre 1932 y 1945 sólo excepcionalmente, en con-
creto en varios trimestres entre 1932 y 1934, estuvo por encima
del 0,8 % de los casos, muy por debajo del de Horst, en todo caso.
En contraste, al final del período dictatorial, en 1944, su frecuen-
cia en esa misma ciudad fue de un 0,13 %.43 En este mismo senti-
do, otra investigación llevada a cabo por Horst Naumman en los
registros de varios pueblos de la antigua República Democrática
Alemana arroja los siguientes resultados: en 1924 hay 7 niños re-
gistrados con el nombre de Adolf; inmediatamente después de la
conquista del poder, en 1934, se eleva a 37, muy por debajo de
Gunther (145 ocurrencias), Manfred (128) o Wolfgang (124). Diez
años después, en 1944, ni un solo niño es bautizado con el nom-
bre del dictador.44 En la ciudad de Kiel durante el Tercer Reich,
por su parte, el nombre de Adolf no figura ni un solo año entre los
20 nombres más populares.45 Un decreto de 3 de julio de 1933

nazis sobrepasaban los 40 años de edad, momento en el que las tasas de pater-
nidad empiezan a declinar sustancialmente. Se puede especular con la idea de
que muchos de quienes hasta entonces bautizaban a sus hijos con ese nombre
lo hacían como muestra de adhesión al ideario nazi y a su política de la muerte.
43. Lorenz, loc. cit., pp. 27-28 y 200-201.
44. En Michael Wolffsohn y Thomas Brechenmacher, «Vornamen als De-
moskopischer Indikator? München 1785-1876», Zeitschrift für bayerische Lan-
desgeschichte 55, 1992, pp. 543-573.
45. Stephan Mattlinger, Namengebung und Ideologie..., op. cit.

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aporta una explicación al respecto de esta frecuencia relativamente
baja durante los años iniciales del régimen, porque con el curso
de los años y del desarrollo adverso de la guerra la suerte del nom-
bre Adolf sigue la de Horst y se convierte en un indicador de la
desafección popular con respecto al régimen. Se dice en el decre-
to mencionado: «En caso de presentarse ante el Registro Civil una
solicitud con el nombre del Canciller del Reich... el funcionario ha
de recomendar al solicitante que elija otro nombre, puesto que la
aceptación del nombre señalado no es del agrado del Canciller del
Reich. Si la sugerencia no satisface al solicitante, me ha de ser
comunicado».46 En suma, pues, se trataba de disuadir la elección
del nombre de Adolf entre los recién nacidos.
Después del colapso nazi el nombre de Adolf (igual que el de
Horst) fue víctima de un proceso de «contaminación simbóli-
ca».47 En primer lugar en Alemania. En el estudio citado por
Wolffsohn y Brechenbecher se constata la práctica desaparición
del nomenclátor del nombre de pila del dictador.48 Allende sus
fronteras también. Así, Lieberson muestra que la desaparición
en 1932 del nombre de Adolf del listado de 200 nombres más
populares entre niños blancos en Illinois está ligada al acceso de
Hitler al poder.49 Correlativamente, por seguir abundando en
instancias de este tipo de contaminación onomástica, podemos
traer a colación un caso que llamó la atención de Klemperer y
que sugiere el carácter cuasi sagrado que los nombres germáni-
cos adquirían para los fervientes creyentes del dogma nacional-
socialista. En la entrada correspondiente al 4 de marzo de 1944,
el filólogo judeo-alemán menciona la placa de una vivienda leí-
da en una calle de Dresde, y que rezaba: «Baruch Strelzyn - Horst-
Israel Strelzyn» (2003, II: 501). La mera asociación de un nom-

46. «Wahl von Vornamen», en Zeitschrift für Standesbeamtwesen, Perso-


nenrecht, Eherecht und Familiengeschichte, 13, 1933, vol. 19, p. 314. Citado en:
Lorenz, loc. cit., 2006: 27.
47. Stanley Lieberson, A Matter of Taste. How Names, Fashions, and Cultu-
re Change, Yale University Press, New Haven, 2000, pp. 131-133.
48. Michael Wolffsohn y Thomas Brechenmacher, «Vornamen als Demos-
kopischer...?», loc. cit., p. 547.
49. Lieberson sugiere que el proceso de contaminación simbólica del nom-
bre de Adolf pudiera no ser tal, y que tuviera en su lugar que ver con el descen-
so de inmigración durante esos años procedente de Alemania y de Europa
Central. Sin embargo, el autor se muestra persuadido de que la contamina-
ción simbólica del nombre es la razón principal de su baja frecuencia.

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bre de inequívoca raigambre germánica, como es Horst, con el
complemento obligatorio para judíos de «Israel» cuando el nom-
bre de pila no aportase la información pertinente al origen étni-
co, como era el caso, equivalía a una profanación intolerable
que había de ser reparada de algún modo. Luego supimos que la
forma más inocua posible de reparación consistió en la elimina-
ción de esa y otras placas.

Conclusión

Cuando se trata de adentrarse en el clima de opinión popu-


lar con respecto a regímenes totalitarios, las barreras de natura-
leza epistemológica son considerables. Sabido es que dichos re-
gímenes, sus élites dirigentes en concreto, se arrogan la repre-
sentación de todo el pueblo, excusándose mediante esta política
de la sinécdoque de establecer cualquier tipo de consulta que
siquiera remotamente se asemeje a un procedimiento democrá-
tico. La fotografía del sentir popular que proporcionan las elec-
ciones no es un recurso a mano en estos casos. Los diarios y
testimonios de ciudadanos y viajeros que sufrieron en una u otra
medida el dominio totalitario, por su parte, resultan una vía de
acceso de valor incuestionable para acceder al mundo vivencial
de una parte de la población, generalmente de aquélla disidente.
Sin embargo, se presentan como altamente condicionadas por
las circunstancias biográficas y existenciales de cada testigo, por lo
que resulta problemático proyectarlas al resto de la población.
En el caso alemán, sin ir más lejos, no es obviamente lo mismo
la experiencia del nacionalsocialismo de un judío subyugado a
las leyes raciales que la sufrida por un alemán no significado
políticamente y sin «manchas» de sangre. Por expresarlo en otros
términos: las reflexiones contenidas en la literatura testimonial
resultan altamente valiosas, pero adolecen de una falla exigible
a todo trabajo científico: su representatividad.
El acceso al conocimiento de la opinión pública en regímenes
totalitarios ha de buscarse, entonces, en otras avenidas que las
consultas democráticas o los testimonios de época más o me-
nos contingentes. En el presente trabajo hemos abogado por la
identificación de indicadores culturales como ruta intermedia para
aproximarnos a la ponderación de la popularidad de un régimen

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totalitario entre su ciudadanía. A partir del caso de la Alemania
bajo el dominio nacionalsocialista, hemos esbozado uno de tales
indicadores, las esquelas funerarias, y abundado con algo más de
detalle en otro, los nombres que reciben los recién nacidos según
figuran en el registro civil. El primero de ellos goza de un valor
restringido a los años bélicos; el segundo, por su parte, da pie al
establecimiento de series temporales más amplias y así a estable-
cer tendencias en la popularidad de ciertos nombres.
El estudio de un nombre en concreto, Horst, que gozó de un
marcado atractivo durante el Tercer Reich, nos ha permitido se-
ñalar a la modernización y su proceso acompañante de la secu-
larización como los responsables de fondo de su popularidad.
En efecto, en lo que al nomenclátor se refiere, dichos procesos
consolidan durante el dominio nazi algo que Alemania ya venía
experimentando desde el siglo XIX: un reemplazo de la queren-
cia por nombres de raigambre cristiana por otros de origen ger-
mánico. De todo el repertorio de nombres posibles a la hora de
denominar a sus retoños, Horst se reveló desde comienzos de la
década de 1930 como uno de los favoritos, por momentos y lu-
gares el favorito, de los padres alemanes. En ello tuvo que ver de
forma decisiva una variable contextual de naturaleza política: el
acceso de Hitler al poder en 1933. A partir de entonces se confor-
ma una estructura de oportunidad política radicalmente distin-
ta. Dicha estructura tiene su traducción en un marco social del
gusto que invita a los alemanes afectos al régimen, bien que de
forma informal, a escoger para sus hijos varones un nombre tan
ideológicamente cargado en esa época (así como después) como
es el del mártir por excelencia del nacionalsocialismo. Hemos
sostenido que una forma de mostrar lealtad y aquiescencia con
el régimen durante esos años consistió en bautizar a los niños
con nombres políticamente connotados. El estudio de la evolu-
ción de la «curva de Horst» a lo largo del dominio nazi, con
incursiones puntuales en las décadas precedentes y posteriores,
nos permite entonces gozar de un instrumento de medición de
la popularidad del régimen durante su dominio. Con algunas
cautelas que no conviene obviar (por ejemplo, la existencia de
portadores del nombre de Horst por tradición familiar, autóno-
mo por lo tanto de cualquier intento de aprobación del régimen),
dicha curva aporta pistas, que no certezas, sobre la opinión que
el régimen merecía a sus súbditos. Y la curva apunta a una in-

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cuestionable popularidad del nombre hasta 1941-1942, para de-
clinar bruscamente a partir de esos años al compás del hastío
con la guerra o, mejor, con las derrotas en la guerra.
No todos los regímenes totalitarios coetáneos al nacionalso-
cialismo (en particular el fascismo y el estalinismo) permiten
adentrarse en la opinión pública por las mismas avenidas que en
Alemania. Indicadores aquí analizados, como las esquelas y los
nombres de pila, no siempre «viajan» bien en el espacio cultural
y político de la época o en el tiempo. La identificación de este
tipo de indicadores culturales que permitan especular sobre el
grado de apoyo popular a los regímenes totalitarios de la Euro-
pa de entreguerras es una tarea que corresponde a los historia-
dores y sociólogos culturales especializados en los diferentes
países. Se trata de un esfuerzo creativo que, sin duda, nos permi-
tiría un mejor conocimiento de la opinión pública de la época y,
con ella, del fenómeno totalitario moderno.

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406

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MINORÍAS EMERGENTES: PLURALISMO
RELIGIOSO EN NAVARRA

Rubén Lasheras Ruiz


Universidad Pública de Navarra

El siguiente documento avanza, por un lado, parte de los re-


sultados de la investigación publicada bajo el título «Umbrales:
minorías religiosas en Navarra».1 Esta prospección se ha venido
realizando en los últimos años con el objeto de fotografiar la rea-
lidad plurirreligiosa existente en el territorio navarro. Por otro lado,
el texto pretende una reflexión que, rescatando las particularida-
des del escenario descubierto,2 atienda a dos de las características
principales del fenómeno objeto de estudio: su carácter minorita-
rio y su condición emergente.
La referencia a la condición minoritaria del fenómeno apunta,
a su vez, en dos direcciones. En primer lugar, un carácter numé-
ricamente limitado en cuanto a la composición de miembros,
especialmente en relación con el catolicismo. En segundo térmi-
no, la acepción emergente es utilizada en los términos comunes
de «brotar» o «salir a la superficie», como un fenómeno que

1. La mencionada investigación, financiada por la entidad del sector público


estatal Fundación Pluralismo y Convivencia (http://www.pluralismoyconvivencia.es)
se inicia en el marco del Grupo de Investigación ALTER del Departamento de
Trabajo Social y concluye en el espacio de la Cátedra UNESCO de Ciudadanía,
Convivencia y Pluralismo - Hiritartasunari, Bizikidetzari eta Aniztasunari buruzko
UNESCO Katedra, ambas entidades pertenecientes a la Universidad Pública de
Navarra - Nafarroako Unibertsitate Publikoa.
2. Como apuntara Paul Watzlawick, este ejercicio de atención contextual
deviene metodológicamente necesario para alumbrar el espacio social de ambas
realidades: «Un fenómeno permanece inexplicable en tanto el margen de ob-
servación no es suficientemente amplio como para incluir el contexto en el
que dicho fenómeno tiene lugar». Paul Watzlawick, Janet Beavin y Don Jack-
son, Teoría de la comunicación humana: interacciones, patologías y paradojas,
Herder, Barcelona, 1981, p. 22.

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irrumpe, y que por su enfrentamiento con la realidad donde sur-
ge, es capaz de destacar (ser visible) sobre el continuo social
existente. Por tanto, no hablamos de un nacimiento (que habría
que situarlo varias décadas antes) sino un fenómeno que cobra
especial significación por su aparente enfrentamiento con diná-
micas sociales que nos remiten al predominio de procesos secu-
larizadores. Pese al viaje de lo religioso hacia el mundo privado,
sus manifestaciones públicas evidencian su continuada relevancia
en la construcción y reconstrucción de las identidades moder-
nas. Este hecho supone, además, un reto metodológico experi-
mentado en el transcurso de la investigación. Una de las caracte-
rísticas ligada a esta realidad es la necesidad de una reactualiza-
ción permanente. Numerosas dificultades de identificación
sobrevienen por la articulación de un espacio efervescente, di-
námico y, en ocasiones, efímero.
En resumen, el propósito fundamental es trasladar, aproxi-
mar y destacar la emergencia de un escenario religioso plural
que, en esta propia aceptación de su condición emergente, no
podría ser otra cosa que minoritario. Y, fundamentalmente, aten-
der las posibles repercusiones que este fenómeno tiene en los
escenarios presentes.3

3. Desde una perspectiva histórica, la pluralidad religiosa y sus efectos


sociales han sido objeto de estudio en numerosas ocasiones entre las que des-
tacan especialmente los trabajos de Max Weber: «Cuando se pasa revista a las
estadísticas profesionales de aquellos países en los que existen diversas confe-
siones religiosas, suele ponerse de relieve con notable frecuencia un fenóme-
no que ha sido vivamente discutido en la prensa y la literatura católicas y en
los congresos de los católicos alemanes: es el carácter eminentemente pro-
testante tanto de la propiedad y empresas capitalistas, como de las esferas
superiores de las clases trabajadoras, especialmente del alto personal de las
modernas empresas, de superior preparación técnica o comercial [...] ¿Cuál
es la causa de esta participación relativamente mayor, de este porcentaje más
elevado por relación a la población total con el que los protestantes participan
en la posesión del capital y en la dirección y en los más altos puestos de traba-
jo en las grandes empresas industriales y comerciales? El hecho obedece en
parte a motivos históricos, que tienen sus raíces en el lejano pasado, y en los
que la adscripción a una determinada confesión religiosa no aparece como
causa de fenómenos económicos, sino más bien como consecuencia de los
mismos». Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Fondo
de Cultura Económica, México, 2003, pp. 25-28.

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1. El escenario religioso navarro: características generales

Una de las dificultades iniciales de la investigación nacía de


la necesaria conceptualización del espacio religioso. La primera
aproximación al campo de análisis mostraba la convivencia de
grupos diversos que, si bien en todos los casos no aceptaban el
apelativo «religioso», no renunciaban expresamente al campo
semántico de lo espiritual o trascendente.4 Como resultado, el
presente campo de estudio era definido a partir de estos apelati-
vos en su dimensión más amplia con el objeto de hacer conver-
ger el máximo de estas expresividades.
En su dimensión religiosa, y tomando como referente la va-
riable temporal, el territorio navarro se ha caracterizado en los
últimos siglos por su mantenida impronta católica. La asunción
de esta realidad histórica constituye un punto de partida inicial
del análisis. La histórica preeminencia del componente católico
ha dibujado un escenario distinguido por un universo de signifi-
cación colectivo fuertemente impregnado por esta confesión. El
resultado de esta presencia mayoritaria ha sido el establecimiento
de un monopolio en el espacio de lo religioso que, a su vez, gene-
raba desconfianza o recelo hacia otras expresiones. Sin embar-
go, en la actualidad, los diferentes análisis muestran cierto des-
encanto con algunas instituciones religiosas tradicionales.
La verificación de ambas realidades exige la atención a dos
realidades tradicionalmente presentes en los estudios sobre el
objeto que nos ocupa: la identificación religiosa y la práctica
cotidiana.

4. Por ejemplo, en el caso de la comunidad budista esta matización es


manifiesta en los testimonios recogidos: «Como entidad religiosa no le damos
relevancia porque, si bien la espiritualidad es religiosa, como religión encon-
tramos una estructura ya encajonada y ahí te desmarcas. De todos modos,
entendiendo que el trabajo es puramente espiritual, podríamos encajar ahí.
No obstante, hay quien se define como corriente filosófica. Además, al men-
cionar el término Iglesia, tratamos de escaparnos de estructuras que te lleven
a una formación encorsetada». En términos similares se pronuncia una de las
personas responsables de la Iglesia Evangélica de Filadelfia: «Nos llamamos
entidad religiosa pero no somos nada religiosos. No tenemos liturgias estable-
cidas, somos más parecidos a la Iglesia primitiva de la Biblia». Ambas matiza-
ciones inciden en las dificultades para un acuerdo generalizado en lo concer-
niente al concepto central pero, al mismo tiempo, una coincidencia en la di-
mensión amplia del propio espacio de lo religioso.

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1.1. Identificación religiosa

Los datos proporcionados por el Centro de Investigaciones


Sociológicas (CIS) en el barómetro con carácter autonómico rea-
lizado del 23 de enero al 2 de marzo de 2010, arrojan los siguien-
tes resultados para Navarra en la respuesta a la pregunta «¿Cómo
se define Ud. en materia religiosa: católico/a, creyente de otra reli-
gión, no creyente o ateo/a?»:

FUENTE: Barómetro autonómico (CIS).

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Estos datos corroboran tres realidades apuntadas con ante-
rioridad. Por un lado, la población navarra, en continuación con
el escenario histórico descrito, se define mayoritariamente cató-
lica (69,3 %). Por otro, la suma de las definiciones «no creyente»
(20,5 %) y «ateo/a» (8,8 %) representan un porcentaje cercano al
30 % que dirige la atención hacia otro de los fenómenos señala-
dos: la incidencia de procesos secularizadores, con las obvias
reservas, a través de las opciones «no creyente» y «ateo/a». La
última de las realidades, la emergencia de expresividades reli-
giosas diversas, es representada por un 1,7 %, es decir, un por-
centaje significativamente inferior al resto.5
La aplicación de una dimensión temporal a estos resulta-
dos corrobora algunas de las tendencias apuntadas. En este
sentido, aunque la definición católica representa la posición
mayoritaria, la trayectoria entre los dos hitos cronológicos di-
buja una línea descendente. En lo concerniente a la afección
de procesos secularizadores, ejemplificados previamente y con
las mencionadas reservas a través de las opciones «no creyen-
te» y «ateo/a», el sumatorio de ambas también dibuja valores
incrementados entre las dos fechas (23,6 % en 2005 frente a
27,3 % en 2010).
En último lugar, aunque las cifras relativas a las personas
«creyentes de otra religión» muestran valores ligeramente in-
feriores, su interpretación debe realizarse también con las
precisiones apuntadas con anterioridad respecto al universo
de la encuesta. Es decir, la no estimación de la incidencia que
el colectivo inmigrante tiene en el desarrollo de las confesio-
nes minoritarias.

5. Aplicando los citados porcentajes a la población residente en Navarra


a 1 de enero de 2010 (para una población total de 636.038 personas), los
resultados son los siguientes: «católicos/as»: 440.774, «creyente de otra reli-
gión»: 10.813, «no creyente»: 130.388, «ateo/a»: 43.251, «no contesta»: 10.813.
La cifra de personas creyentes de otra religión (10.813), como podrá com-
probarse posteriormente, no se corresponde con las estimaciones obtenidas
en la investigación. El motivo fundamental, y conviene subrayar este aspec-
to, deriva del propio universo del barómetro del CIS: «Población española de
ambos sexos de 18 años y más». Es decir, no recoge completamente la reali-
dad social derivada de los procesos migratorios siendo éste un fenómeno
social que tiene una implicación notable en el desarrollo de las expresivida-
des religiosas minoritarias en Navarra y que resulta especialmente impor-
tante en los últimos años.

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GRÁFICO 2. Definición en materia religiosa
(Navarra: 2005-2010)

FUENTE: Barómetro autonómico (CIS).

Con el objeto de contrastar los datos desplegados y confir-


mar las tendencias señaladas, la observación de los resultados
correspondientes a la juventud navarra (con las especificidades
propias de este grupo social) son coincidentes con los procesos
anteriormente descritos para el conjunto de la sociedad (véase
página siguiente).
Estas cifras, además de avalar las tendencias, incorporan la
necesidad de establecer distinciones entre la identificación y la
práctica religiosa.

1.2. Práctica cotidiana

La práctica cotidiana puede entenderse como el modo de


medir la consistencia de la anteriormente acometida identifica-
ción religiosa. En esta dirección, el barómetro pregunta entre
quienes señalan la opción «católicos/as» o «creyentes de otra
religión» la siguiente cuestión: «¿Con qué frecuencia asiste Ud. a
misa u otros oficios religiosos, sin contar las ocasiones relaciona-
das con ceremonias de tipo social, por ejemplo, bodas, comunio-
nes o funerales?».

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FUENTE: Informe Juventud en Navarra 2008.

Un examen de los resultados demuestra que la identificación


religiosa no es necesariamente concordante con la práctica. En
este sentido, se verifican dos fenómenos de relevancia en los ex-
tremos de la práctica. En primer lugar, un porcentaje mayoritario
de personas que podrían ser caracterizadas por la no asistencia
(«casi nunca»: 41,9 %) o en ocasiones puntuales («varias veces al
año»: 14,0 %). En el otro extremo, y concordante con los requeri-

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mientos de la práctica, se hallarían «casi todos los domingos y
festivos» (30,6 %) y «varias veces a la semana» (4,3 %).
La inclusión de la dimensión temporal suministra una foto-
grafía del proceso hacia posiciones de menor práctica. Esta ten-
dencia se muestra especialmente en el incremento de las res-
puestas «casi nunca» (34,8 % en 2005 y 41,9 % en 2010) y en los
subsiguientes descensos en las respuestas «varias veces al año»
(20,3 % en 2005 y 14,0 % en 2010) y «alguna vez al mes» (11,6 %
en 2005 y 8,3 % en 2010). Debe, sin embargo, destacarse el man-
tenimiento (e incluso leve incremento) de las opciones de res-
puesta «casi todos los domingos o festivos» y «varias veces a la
semana». Este fenómeno explicaría la demarcación clara de un
núcleo significativo de personas para quienes la definición en
materia religiosa y la práctica se hacen concordantes (véanse
gráficos en página siguiente).
La interpretación de los resultados expuestos se realiza sobre
varias premisas. En primer término, la definición religiosa es em-
parentada con el componente socio-cultural. Es decir, en el seno de
un espacio mayoritariamente católico se produce una corriente de
adscripción religiosa coherente con el escenario y sus prácticas so-
ciales cotidianas (festividades, celebraciones, etc.) que no implica
necesariamente el desarrollo de la práctica en aspectos como la
asistencia a misa u otros oficios religiosos. Este hecho acentúa ade-
más las diferencias existentes entre la identidad personal y social.6

6. La distinción entre identidad personal y social puede abordarse desde


tres puntos de vista generales que reflejan, a su vez, tres procesos o realidades:
«Asimilación, en la medida en que una persona desarrolla una tendencia de
progresivo acercamiento a algo —objeto, individuo o grupo— con el fin de
equipararse con él o emularle. En este sentido, nos identificamos con un gru-
po social cuando se convierte en un referente de conducta e ideas y tratamos
de compartirlas en la medida de nuestras posibilidades. [...] Sentimiento. En
lugar de términos conductuales, nos encontramos aquí con un estado emoti-
vo por el que nos reconocemos como iguales tanto con nosotros mismos en el
pasado o en el futuro, como con otras personas o grupos con los que nos
identificamos [...] Definición, cuando de lo que se trata es de atribuirnos —o
que nos atribuyan— una serie de rasgos estables que nos permitan reducir la
incertidumbre que nos afecta a nosotros mismos o la que atañe a otras perso-
nas y a grupos (a los que pertenecemos o no)» (M. Escobar, «La autoidenti-
dad. Problemas metodológicos del Twenty Statements Test», Revista Española
de Investigaciones Sociológicas (23), 1983, pp. 31-51). Sobre esto se ha vuelto a
escribir en Modesto Escobar y Helena Román, «La presentación del self en el
ciberespacio. Un análisis de las autodefiniciones personales en blogs y redes
sociales», X Congreso de Sociología, Pamplona, 2010.

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GRÁFICO 4. Frecuencia de asistencia (Navarra: 2010)

FUENTE: Barómetro autonómico (CIS).

GRÁFICO 5. Frecuencia de asistencia (Navarra: 2005-2010)

FUENTE: Barómetro autonómico (CIS).

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1.3. Uniones matrimoniales

Como práctica social simbólica y de carácter administrati-


vo, los matrimonios son un termómetro de relevancia para el
análisis de la impregnación religiosa. Este análisis se realiza aten-
diendo a una triple tipología: matrimonios según la religión ca-
tólica, matrimonios según otra religión y matrimonios exclusi-
vamente civiles.7
Los últimos datos completos disponibles para Navarra, los
correspondientes al año 2009, muestran que los matrimonios
según la religión católica fueron 1.369 (54,39 %), los matrimo-
nios según otra religión fueron 3 (0,12 %), y por último, los ma-
trimonios exclusivamente civiles, 1.145 (45,49 %).
Analizando la línea temporal entre los años 1996 y 2009, es
patente el descenso en los últimos años del número de matrimo-
nios llevados a cabo según la tradición católica y, por correspon-
dencia, un incremento de aquéllos realizados de forma exclusi-
vamente civil. La opción «según otra religión» encarna porcen-
tajes históricos que no superan el 0,35 % y valores concretos entre
1 y 9 matrimonios anuales. Entre los hitos destacados de este
espacio temporal es destacable el año 2008 cuando el número de
matrimonios exclusivamente civiles supera al conjunto de ma-
trimonios de carácter religioso tanto «católicos» como «según
otra religión».
El avance de resultados que el Instituto Nacional de Estadís-
tica (INE) realiza para el primer semestre del año 2010 confirma
esta última tendencia señalada. De este modo, para un total de
1.119 uniones realizadas en Navarra en los primeros seis meses,
el número de matrimonios «según la tradición católica» es de
397 frente a 700 en la fórmula «exclusivamente civil» y 4 «según
otra religión».

7. Los resultados de la investigación hacen necesario precisar que un nú-


mero importante de ceremonias correspondientes al matrimonio no católico
no disponen de validez administrativa. Este hecho obliga a una duplicidad
procedimental, es decir, muchas de las ceremonias efectuadas por las confe-
siones minoritarias exigen un posterior matrimonio civil. Este proceder tiene
como resultado una infraestimación de los matrimonios «según otra religión»
que englobarían el espacio de aquéllos «exclusivamente civiles».

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GRAFÍCOS 6 y 7. Matrimonios (Navarra: 1996-2009)

FUENTE: Instituto Nacional de Estadística (INE).

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2. Rasgos de las minorías religiosas en Navarra

Entre los variados elementos que atiende la exploración rea-


lizada, en este apartado se suministran algunas pinceladas de
los orígenes, composición numérica y demográfica, organiza-
ción, financiación, lugares de culto, actividades, relaciones con
el entorno y percepción exterior del conjunto de entidades reli-
giosas minoritarias identificadas en el territorio navarro.

2.1. Orígenes y procesos constituyentes

La causa principal para el nacimiento de las confesiones re-


ligiosas minoritarias presentes en Navarra es la satisfacción de
las necesidades espirituales de pequeños grupos de personas
practicantes. Es decir, la vía natural de encuentro colectivo (co-
nocimiento mutuo, fórmula «boca a oído», etc.) es la que define
el surgimiento de la mayoría de las entidades consultadas.
Sin embargo, los motivos denominados estratégicos también
tienen un notable peso en la creación de los grupos religiosos
minoritarios. Este tipo de proceder responde a ejercicios delibe-
rados de expansión que forman parte de las dinámicas proseli-
tistas desarrolladas por algunas confesiones. Entre estos proce-
sos se encuentra el establecimiento de los denominados «puntos
de emisión». Estos lugares, seleccionados por sus característi-
cas especiales (ausencia de estructuras estables, número de
miembros potenciales, etc.) se convierten en los espacios desde
donde se inicia la expansión de una determinada confesión.
Existe una importante variedad de fórmulas organizativas
que responden a estas estrategias. Por ejemplo, en el espectro
evangélico, destaca la conformación de las denominadas igle-
sias hijas. Su fundación se produce bajo el amparo de una iglesia
madre (generalmente la más cercana territorialmente) que ya
dispone de una organización estable y recursos suficientes para
emprender una nueva constitución formal.8

8. El siguiente testimonio expresa perfectamente este proceder organizati-


vo: «Desde la iglesia madre, cuando creció se empezó a buscar lugares y pun-
tos donde no había testimonio cristiano evangélico. En aquellos años, aquí no
lo había, en los años noventa. Entonces, por iniciativa de la iglesia madre
empezamos a venir un grupo de líderes todos los sábados a repartir folletos, a

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Este último fenómeno descrito evidencia tanto la importan-
cia de la predicación en el seno de estas agrupaciones como su
capacidad para disolver límites administrativos entre territorios
cercanos (Comunidad Autónoma Vasca, Aragón, La Rioja, etc.).
En esta dirección, la distribución existente en el territorio navarro
evidencia una fuerte concentración de estas expresiones religio-
sas en los núcleos urbanos de Pamplona y Tudela (incluyendo sus
áreas de influencia). Este hecho responde, entre otras razones, a
que ambos espacios representan más de la mitad de la población
navarra y suponen un evidente polo de atracción en espacios so-
ciales como el laboral, relacional, etc. Esta presencia conlleva que
se produzca también una mayor concentración de estas comuni-
dades religiosas en las áreas centro y sur del territorio.

2.2. Los números de las minorías religiosas

El volumen numérico de personas que representa a estas con-


fesiones minoritarias, y según las estimaciones realizadas a partir
de los datos proporcionados por las propias entidades, se cifraría
en un colectivo cercano a las 30.000 personas. Esta cifra debe
tomarse como una aproximación numérica a la realidad plurirre-
ligiosa ya que existen evidentes dificultades de cuantificación.
Estas dificultades derivan, en primer lugar, de la lógica inexis-
tencia de un censo nominal9 y, en segundo lugar, de algunos proble-
mas de identificación presentes incluso en las propias entidades
religiosas. En relación con estos últimos, por un lado, algunas co-
munidades manifiestan expresamente su renuncia a la cuantifica-
ción. Por otro, entre las que efectúan algún tipo de cuantificación,

contactar con la gente, a tener con ellos, compartir el mensaje. Cuando ya


hubo un grupo importante compramos este local que era una escombrera
literal e hicimos este edificio que es propiedad nuestra [...] La iglesia de Tudela
es un punto de emisión de Zaragoza. La iglesia madre o la iglesia principal
está en Zaragoza. Es la iglesia Pablo Neruda de Zaragoza. De ahí surgieron
diferentes iglesias hijas entre ellas la de Pamplona, Tudela y Huesca». Entre-
vista con persona responsable de la Iglesia Evangélica Bautista de Tudela.
9. Lo más cercano a un censo de estas características son los datos obteni-
dos del Registro de Entidades Religiosas del Ministerio de Justicia. A fecha de
enero de 2011, el número de entidades inscritas son 26. Esta cifra dista del
volumen de grupos que actualmente operan en Navarra y que en la actualidad
podría aproximarse al centenar.

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existen criterios diversos respecto a la pertenencia y, en consecuen-
cia, respecto al volumen de personas que forman parte de cada
confesión. Por ejemplo, en algunas comunidades religiosas la asis-
tencia a los cultos es un indicador de pertenencia mientras que, en
otros casos, la efectuación de ritos simbólicos de incorporación (veá-
se el caso de los bautismos) es el elemento distintivo para la consi-
deración efectiva como miembro de la comunidad. A estas realida-
des descritas habría que añadir la apuntada composición multina-
cional de las comunidades religiosas minoritarias asentadas en
Navarra. Los ejercicios de cuantificación, según las propias entida-
des, resultan especialmente complejos ante las oscilaciones de un
importante grupo de personas que no han realizado un asentamiento
definitivo en el territorio y en sus respectivas localidades.
En este esfuerzo de cuantificación y atendiendo a la diversi-
dad de credos, destaca el número de personas que practican la
religión islámica. Este grupo, según las distintas estimaciones rea-
lizadas, estaría conformado por un número aproximado de 15.000
personas.10 Estas cifras sitúan a la comunidad musulmana como
mayoritaria entre las confesiones minoritarias presentes en Nava-
rra. En cuanto a la composición actual de este colectivo, las na-
cionalidades marroquí y la argelina son las mayoritarias aunque
es especialmente significativa la presencia de otras nacionalida-
des: española, búlgara, senegalesa, malí, pakistaní, etc.
Las siguientes posiciones en términos numéricos están ocu-
padas por las comunidades evangélicas y ortodoxas. Con res-
pecto a esta última, las cifras proporcionadas apuntan a un nú-
mero aproximado de 4.000 personas cuyos orígenes son princi-
palmente Rumanía, Moldavia, Rusia, Ucrania, Bulgaria y Serbia.
Este grupo ha experimentado un fuerte crecimiento en los últi-
mos años debido principalmente a los flujos migratorios proce-
dentes de la Europa del Este. La pluralidad nacional presente en
este colectivo es posible gracias a una relación jurídica entre
varias Iglesias ortodoxas que se encuentran reconocidas en el
Estado español: la ortodoxa ucraniana, ortodoxa rusa, ortodoxa
búlgara, griega y rumana.

10. Según las cifras suministradas por la Unión de Comunidades Islámicas de


España (UCIDE) en un informe reciente, el total de personas musulmanas se
estimaría en 15.777 (14.655 extranjeras y 922 españolas). Estudio demográfico de
la población musulmana. Explotación estadística del censo de ciudadanos musul-
manes en España referido a fecha 31/12/2009, Observatorio Andalusí, UCIDE, 2010.

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La comunidad evangélica también presenta unas cifras si-
milares a las anteriores. Según el Consejo Evangélico de Nava-
rra (CENA), se cifra en 4.000 el número aproximado de personas
congregantes en Navarra. Un número que representa el amplio
espectro de agrupaciones que caracterizan a esta confesión: pen-
tecostales, carismáticos, independientes, etc. En este colectivo
destaca que más de la mitad de estas personas (aproximada-
mente 2.100 repartidas en varias iglesias a lo largo del territorio)
pertenecen a la Iglesia Evangélica de Filadelfia (grupo caracteri-
zado por su casi exclusiva composición de personas de etnia gi-
tana). Otros colectivos étnicos con significatividad en este espacio
evangélico son las entidades que agrupan a personas originarias
de Rumanía y África con sendas comunidades conformadas por
aproximadamente un centenar de miembros.
Entre el resto de confesiones cuantitativamente significativas
estarían representadas, por un lado, Testigos Cristianos de Jehová.
Este grupo presenta un número aproximado de mil fieles tanto en
la capital navarra (lugar donde se reúnen cuatro de sus congrega-
ciones: Pamplona Este, Pamplona Oeste, Pamplona Sur y Bara-
ñain), como en otras cinco congregaciones existentes en las locali-
dades de Burlada, Estella, Tafalla, Alsasua, Tudela y Castejón.
La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días
afirma la presencia de 400 personas registradas en Navarra. Su
referente principal es el local ubicado en el barrio pamplonés de
Ermitagaña.
Por último, se produce la presencia de otras expresividades
religiosas diversas como el budismo (en sus distintas tradicio-
nes), la Iglesia Cristiana Adventista del Séptimo Día, la Fe Bahá’í
o la Iglesia Scientology.

2.3. Composición demográfica

Otro de los objetos de análisis del estudio era atender al per-


fil de estas personas en sus diversas variables (género, edad, pro-
cedencia, etc.).

2.3.1. Sexo

Los datos (frecuentemente, estimaciones) suministrados por


las entidades consultadas muestran porcentajes parejos entre

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hombres y mujeres con una ligera tendencia a mayor presencia
de estas últimas. En aquellas comunidades donde se produce
esta realidad, la explicación apunta al generalizado vínculo de éstas
con el tejido asociativo. Al igual que ocurre en la participación
en otro tipo de organizaciones de carácter no religioso.
La propia distribución demográfica del territorio navarro,
tomando como referente los datos del avance del padrón del Ins-
tituto Nacional de Estadística (INE) a 1 de enero de 2010, descu-
bren que del conjunto de la población navarra, 636.038 habitan-
tes, 317.982 son varones y 318.056 mujeres. Es decir, la presencia
semejante de ambos sexos responde a esta realidad demográfica
general. Del mismo modo, otra contribución a esta semejanza
de cifras se explicaría por una de las realidades detectadas: la
mayoritaria presencia de matrimonios conformados por perso-
nas de diferente sexo.
Los escenarios en la composición por sexos pueden variar
por la incidencia de fenómenos como el tránsito migratorio. Así,
en la comunidad musulmana es indicada una menor presencia
de mujeres debido a que, en muchos casos, la llegada correspon-
de fundamentalmente a hombres que realizan el tránsito en so-
litario y posteriormente, en el caso de que dispongan de pareja,
realizan los trámites de reagrupación familiar.

2.3.2. Edad media

El componente migratorio vuelve a tener una incidencia no-


table en la edad media de estas comunidades que se representa
por la horquilla de 35-40 años. Este hecho conlleva el frecuente
recurso a una denominación de «comunidad joven» que es expli-
cada principalmente por dos de las características que definen al
colectivo migrante: una mayor natalidad y la menor presencia de
personas de edad avanzada. Este calificativo, que acentúa la ju-
ventud y proyección futura de las comunidades religiosas minori-
tarias, es expuesto frecuentemente como un elemento diferencia-
dor de la realidad presente en el seno de la confesión católica.

2.3.3. Procedencia

Como ha podido comprobarse, la incidencia de los tránsitos


migratorios recientes en el crecimiento de las comunidades reli-

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giosas es una evidencia que provoca la composición plurinacional
de este escenario. Por ello, el abanico de países de origen es extre-
madamente amplio: España, Marruecos, Argelia, Pakistán, Siria,
Túnez, Egipto, Bulgaria, Serbia, Colombia, Bolivia, Ucrania, Ru-
manía, Portugal, Senegal, Congo, Venezuela, Ecuador, etc. Esta
realidad plurinacional confiere un nuevo grado de heterogeneidad
que dibuja, al mismo tiempo, un escenario de convivencia no pro-
blemática. Como podrá describirse en detalle, esta ausencia de
conflictividad se debe en gran parte a los esfuerzos de adaptación
que algunas comunidades realizan a través de la atención a la di-
versidad existente (cultos bilingües, búsqueda de la denominada
esencia religiosa, etc.). Sin embargo, es constatada la conforma-
ción de grupos étnicos que resultan de procesos de segregación.

2.4. Organización, personas responsables y vínculo


con otras entidades

La estructuración de las entidades religiosas minoritarias


despliega una serie de fórmulas de organización muy diversas.
En algunos casos, además de los desarrollos particulares de
cada comunidad, se percibe claramente la influencia que pro-
cesos como la inscripción en el Registro de entidades religio-
sas del Ministerio de Justicia suponen a la hora de definir las
estructuras de organización interna.
En lo concerniente a la plasmación de la organización, la
nomenclatura es diversa: pastores, diáconos, estacas, distritos,
salones, misiones, imames, presidentes, ancianos, etc. Dadas las
dificultades económicas de muchas de las entidades, y por tan-
to, los problemas para la remuneración de figuras con dedica-
ción plena (por ejemplo, pastores o imames),11 la fórmula del
reparto del trabajo en el grupo es prioritaria por encima de es-
tructuras fuertemente jerarquizadas. Este hecho impulsa la con-
formación de estructuras colectivas como consejos o asambleas
a modo de órganos decisorios no nominales. En ocasiones, en

11. Tanto los pastores, en el caso de la comunidad evangélica, como los


imames en la comunidad musulmana, erigen como entidades distintivas a
aquellas agrupaciones que poseen estas figuras. En los dos casos son la máxi-
ma autoridad de la comunidad (con fuerte legitimación colectiva) y su tarea
es especialmente significativa en el desarrollo de las actividades cotidianas.

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estas instituciones trata de darse respuesta al señalado compo-
nente plurinacional mediante la representación proporcional de
los diversos orígenes.
Por último, además de las citadas fórmulas de organización
interna a nivel local, es frecuente (y de nuevo debido a las exi-
gencias del registro) la articulación de estructuras de organiza-
ción superiores con entidades de la misma confesión en forma
principalmente de federaciones regionales (por ejemplo, Conse-
jo Evangélico Navarro, Unión de Comunidades Islámicas de
Navarra, etc.) o estatales (UCIDE, FEERI, FEREDE, UEBE, etc.).

2.5. Fuentes de financiación

En lo concerniente a la gestión de las entidades consultadas,


la fórmula mayoritaria es la denominada autofinanciación. Por
ella se entiende la obtención de recursos económicos teniendo
como fuente principal las aportaciones de sus miembros. Estas
contribuciones, de naturaleza diferenciada según su modalidad
(ofrendas, diezmos, limosnas, etc.), se caracterizan por su ca-
rácter voluntario y, generalmente, directo.
La adopción de esta naturaleza organizativa en el plano eco-
nómico descansa fundamentalmente en una coyuntura de difi-
cultades: escasos recursos, ayudas limitadas,12 etc. Sin embargo,
varias de las personas consultadas propugnan que la autofinan-
ciación representa también una apuesta decidida a favor de la
independencia financiera respecto del Estado.
Por último, entre otras fuentes de financiación menos ha-
bituales se encuentran, por ejemplo, la venta de productos con
contenido religioso (libros, música, etc.), donaciones efectua-
das por personas externas a la comunidad o subvenciones pú-
blicas para actividades no religiosas (infraestructura, educa-
ción, biblioteca, etc.).

12. Las ayudas recibidas son principalmente asociadas a los momentos


iniciales (momento de la constitución) o necesidades puntuales ante pagos
elevados como, por ejemplo, el acceso a un lugar de culto. Estas ayudas proce-
den principalmente de otras comunidades/federaciones de la misma confesión.

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2.6. Lugares de culto

Los lugares de culto son espacios centrales en las dinámicas


de las distintas confesiones. Al subrayar esta centralidad quiere
destacarse que se trata de algo más que espacios físicos. Son
varias las razones para esta posición relevante. La constitución y
apertura de estos lugares representa el tránsito de la dimensión
particular a la dimensión colectiva. Es decir, la ubicación física
en estos emplazamientos permite la proyección exterior a la co-
munidad. Directamente imbricada con este ejercicio, la organi-
zación colectiva en torno a estos lugares concede visibilidad y,
como resultado, reconocimiento social. Por último, el estableci-
miento físico permite una mayor organización en relación con
las estructuras de funcionamiento internas.
El emplazamiento de los lugares de culto está mayoritaria-
mente definido por dificultades de acceso de diversa índole: ubi-
cación, precios elevados, dimensiones no adecuadas, exigencias
legales, necesidad de adaptación y reformas, etc. Como resulta-
do, la fórmula mayoritaria de acceso, principalmente en los ini-
cios, es a través del alquiler. Un análisis espacial de la disposi-
ción de la mayoría de los emplazamientos demuestra que su
ubicación dista de acercarse a escenarios integradores (polígo-
nos industriales, espacios limítrofes de las localidades, etc.). Esta
realidad no es resultado exclusivo de las señaladas dificultades
de acceso sino que también se origina por una tendencia al ale-
jamiento tratando de evitar problemáticas con el entorno de in-
serción (carencias en la insonorización, conflictos derivados de
la concentración excesiva de personas, etc.).
Aquellas comunidades con una trayectoria más dilatada en
el territorio disponen de locales en propiedad y ésta es la fórmu-
la que representa el objetivo futuro de la mayoría de las entida-
des, especialmente debido al notable incremento del número de
miembros que impulsa la demanda de espacios más amplios.
En ocasiones muy concretas, algunas comunidades disfrutan de
cesiones realizadas, por ejemplo, por entidades públicas muni-
cipales o instituciones eclesiásticas católicas.

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2.7. Actividades

Una de las manifestaciones más evidentes de la emergencia


de las minorías religiosas en Navarra es su creciente visibiliza-
ción social a través de las actividades desarrolladas. En este cam-
po son dos las dimensiones principales: las prácticas religiosas y
las prácticas no religiosas. Las primeras comprenden todas aque-
llas prácticas con un vínculo directo con la dimensión espiritual
como oraciones, cultos, etc. Las prácticas no religiosas agrupa-
rían el resto de actividades (agrupaciones musicales, encuentros
culturales, etc.). La frontera entre ambas dimensiones es gene-
ralmente difusa ya que el contenido último de la práctica totali-
dad de las actividades guarda algún vínculo con la religión.
Las prácticas religiosas, como elemento cardinal de las acti-
vidades cotidianas, disponen un doble destino. Por un lado, el
conjunto de miembros de la comunidad, por otro, la sociedad en
su conjunto. Con respecto al primer grupo, la finalidad de las
prácticas es principalmente la reproducción y mantenimiento
de los contenidos religiosos mediante liturgias, ritos, etc. Estas
prácticas son desarrolladas principalmente en los lugares de culto
pero abarcan otros espacios como centros educativos, hospita-
les, centros penitenciarios o la vía pública. Las diferencias que
se establecen entre las confesiones minoritarias no sólo atien-
den a los contenidos y celebraciones sino también a las frecuen-
cias (desde diaria a semanal), formato (individual o colectivo),
etc. En el segundo caso, la proyección hacia un público exterior
(donde se incluye la participación de personas «no creyentes»)
tiene, entre uno de sus objetivos principales, el proselitismo.
Las prácticas no religiosas, con un importante peso en la
difusión de las comunidades y en la búsqueda del reconocimien-
to social, incluyen diversas actividades como círculos de estu-
dio, agrupaciones musicales, grupos de teatro, campamentos,
etc. También cabría incluir en este abanico actividades como la
mediación y defensa de derechos (especialmente significada en
los casos de trabajo con personas que han efectuado el tránsito
migratorio). Uno de los efectos de estas actividades es el impul-
so en la creación de espacios comunitarios para la convivencia.
Como ha sido apuntado, la frontera que separa el carácter
religioso y no religioso es difusa y especialmente al abordar una
de las actividades con mayor proyección: la denominada «ayuda/

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acción social». Esta serie de actividades, con un originario mar-
cado componente religioso y presentes en la práctica totalidad
de las entidades consultadas, comprende actuaciones como re-
parto de alimentos, entrega de ropa, atención a personas con
problemas de drogodependencias, etc. Su desarrollo se realiza
de forma particular (con los recursos disponibles en cada comu-
nidad local) u organizada en red a través de instituciones que
logran autonomía frente a las entidades religiosas originarias
(Remar, ADRA, BETESDA FADE, etc.). La labor efectuada es
una evidente contribución a facilitar el acercamiento no proble-
mático al entorno.

2.8. Relaciones con el entorno y percepciones del exterior

Como se ha comprobado, las relaciones con el entorno se ca-


racterizan por un elevado grado de apertura hacia el ámbito rela-
cional más cercano, principalmente identificado con el vecindario
y el espacio social que convive con los diferentes lugares de culto.
Esta apertura propicia, a nivel local, el desarrollo de ciertas fór-
mulas de colaboración con entidades sociales del entramado aso-
ciativo de los espacios donde estas comunidades se establecen. Sin
embargo, es manifiesta la carencia de contactos institucionales es-
tables ya que generalmente éstos se remiten a consultas e iniciati-
vas de carácter puntual en el marco de un diálogo «no formal».13
En resumen, se produce una diferencia entre el complejo contexto
general (concerniente a la dimensión institucional) y el ámbito par-
ticular normalizado (relativo a la convivencia cotidiana).
Pero, a este espacio de lo cotidiano, aunque no adquiere la
calificación expresa de «hostil», se le atribuyen ciertas dificulta-
des en el ejercicio de la práctica, especialmente entre algunas
confesiones como, por ejemplo, el caso de la comunidad musul-
mana («Es difícil ser musulmán en un ámbito que no lo es. Hace-

13. Del mismo modo, el diálogo interreligioso es, sobre todo, un objetivo
deseable frente a una realidad tangible. Esto es debido a que, salvo cauces
informales a nivel local y altamente personificados, no existen instituciones
permanentes que concentren esta actividad. En este ámbito, y aunque no agru-
pa a la totalidad de las confesiones, la iniciativa de referencia en Navarra es el
«Foro Espiritual de Estella» organizado por la Fundación «Alalba» (Fe, Diálo-
go y Encuentro).

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mos mucho esfuerzo para practicar»).14 Es este colectivo el que,
en ocasiones, a través de la ausencia de contactos, presenta una
problematicidad disimulada o evitamiento del conflicto especial-
mente mediado por la influencia de las percepciones exteriores
(«Normalmente tenemos que estar pendientes de la imagen que
damos al pueblo»). En este caso se incide en la necesidad de afron-
tar posicionamientos negativos derivados de la actuación de los
medios de comunicación o personas de origen musulmán no
practicantes.15 El resultado es generalmente un manifiesto y ele-
vado ejercicio de autorresponsabilización y una cuidada aten-
ción al proceder cotidiano.

3. Religiosidad y escenario social

Tras la breve fotografía realizada de algunas característi-


cas de composición, organización y dinamización de las con-
fesiones minoritarias existentes en Navarra, los resultados ob-
tenidos en la investigación impulsaban la reflexión en dos
direcciones prioritarias que atienden a sendas realidades con-
textuales. En primer lugar, la que se ha denominado mercan-
tilización de lo espiritual, como ejercicio de reflexión acerca
de los vínculos entre los procesos de construcción identitaria
y los escenarios plurirreligiosos. En segundo término, y aten-
diendo a las peculiaridades de la emergencia en el contexto
navarro, la consideración de la dimensión religiosa en los pro-
cesos de integración social.

14. En este caso, las dificultades nacen de la comparación con el lugar de


procedencia en sus diversos ámbitos: laboral, relacional, etc.
15. Una de las consideraciones principales mencionadas por la comuni-
dad musulmana para la extensión de una percepción negativa del colectivo
se centra en el obrar de un grupo de personas denominadas generalmente
como musulmanes no practicantes. Este concepto, con límites difusos y de
difícil manejo, nace de una concepción que contempla la existencia de per-
sonas integradas en la comunidad musulmana que no practican la religión
en todos sus aspectos pero que, por su origen nacional (adscrito a países
mayoritariamente musulmanes), comparten una dimensión cultural de la
tradición islámica.

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3.1. La dimensión religiosa en los procesos de construcción
identitaria: la mercantilización espiritual

Una de las realidades destacadas durante la investigación es


la consideración del escenario religioso en términos similares a
los del mercado. La pluralidad religiosa no es sólo una demos-
tración de la diversidad de confesiones sino que estructura pe-
culiares procesos de adscripción a éstas. En este sentido, los cam-
bios parecen evidentes y atienden principalmente a una trans-
formación en el modo de aproximación a estas confesiones. Parte
de la terminología que ha venido siendo utilizada (monopolio,
oferta, etc.) recoge indirectamente este vínculo.
La ligazón con los procesos de construcción identitaria obli-
ga a una aproximación previa al concepto identidad. Tradicio-
nalmente este elemento central de la investigación social, como
señala Wagner, ha sido abordado desde dos posturas. Por un
lado, el «yo» como unidad mantenida a lo largo del tiempo
acentuando la transitoriedad. Por otro, desde el vínculo entre
identidad y mismidad subrayando el carácter permanente. Del
mismo modo, son tres las perspectivas de abordaje en los con-
textos presentes: la singularidad personal, la permanencia tem-
poral y el vínculo social. Con relación a la primera, apunta a la
existencia de una persona única y distinta a las demás. Es de-
cir, una presencia individual que difiere de la colectividad. En
segundo lugar, la permanencia temporal añade que esta perso-
na es la misma en el transcurso de su trayectoria vital, es decir,
ayer, hoy y mañana. Por último, el vínculo social certifica la
existencia de otro grupo de personas con las que se comparten
una serie de variables incidentes en los procesos de construc-
ción de identidades como, por ejemplo, edad, nacionalidad,
religión, etc.16
En resumen, encontramos una concepción de la identidad
con múltiples dimensiones, enfrentada también a múltiples po-
sibilidades de desarrollo, abierta a modificaciones pero que, del
mismo modo, no renuncia a una continuidad y coherencia inter-
na en forma de historia biográfica.

16. Peter Wagner, Theorizing modernity, Sage, Londres, 2001.

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3.1.1. Los procesos de construcción de identidades

La reflexión concreta sobre una de estas variables incidentes


en los procesos de construcción identitarias, en este caso el com-
ponente religioso, debe ubicarse, en primer lugar, en un escena-
rio actual de contrastado debilitamiento de las tradicionales fuen-
tes de identidad colectiva que edificaban un «todo» estable y
entre las que se encontraban, además de la religión, la nación,
clase social, la familia o la empresa. Puesto que la identidad es
un fenómeno que surge de la dialéctica entre el individuo y la
sociedad,17 procesos como la globalización, la secularización, la
individualización o la desideologización han supuesto una nota-
ble influencia provocando que algunos de los citados referentes
de estabilidad tradicionales como el estamento (adscrito y here-
dado) o la clase social (formada y negociable, conseguida y man-
tenida por méritos) se encuentren actualmente lejos de otorgar
seguridad a las definiciones identitarias. Por tanto, la aparente
pérdida del peso específico que la condición religiosa tiene en la
conformación identitaria individual y colectiva es un proceso
parejo al vivido por otros componentes. Es decir, responde a un
cambio estructural.
Este cambio en el espacio identitario ha cobrado una gran sig-
nificatividad también en su proceso constitutivo. Frente a un «yo»
tradicional en su disposición dada y estática que respondía a una
realidad objetiva y preconfigurada, las identidades afrontan proce-
sos de construcción ante múltiples oportunidades de definición.
La diversidad de opciones proporciona, por un lado, infinitas posi-
bilidades de elección a cada persona18 pero, al mismo tiempo, con-
forma escenarios sociales inestables y cargados de riesgos.19 La
necesidad de elección, decisión y configuración se impone en per-
sonas que aspiran a ser autoras de sus vidas, creadoras de su iden-
tidad. Este proceder requiere adaptar biografías y cuestiona el pa-
pel de las instituciones como únicas guías para la configuración
las mismas.20 En su dimensión social se produce también una exi-

17. Peter L. Berger y Thomas Luckmann, La construcción social de la reali-


dad, Amorrortu, Buenos Aires, 1993.
18. Wagner, op. cit.
19. Anthony Giddens, Modernity and Self-Identity: Self and Society in the
Late Modern Age, Stanford University Press, 1991.
20. Peter L. Berger y Thomas Luckmann, La construcción social de la reali-
dad, op. cit.

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gencia de reconocimiento colectivo de la diferencia (autenticidad)
de grupos negados u oprimidos entre los que aquéllos definidos
por su religión cobran un especial protagonismo. Esta serie de pro-
cesos identitarios descritos ha sido catalogada como una de las
características centrales de nuestra era.21
En resumen, y como se adelantara inicialmente, nos encon-
tramos ante la definición de una identidad abierta, individuada,
reflexiva y diferenciada.22 Una identidad que, desde su dialéctica
con el entorno social, se define siempre «hasta nuevo aviso» ya
que las personas deben estar preparadas para remodelarla o in-
cluso desmantelarla, para adaptarla a las nuevas circunstancias.23
En palabras de Z. Bauman: «la identidad se nos revela sólo como
algo que hay que inventar en lugar de descubrir; como el blanco
de un esfuerzo, un “objetivo”, como algo que hay que construir
desde cero o elegir de ofertas alternativas y proteger después
con una lucha aún más encarnizada».24 Esta obligada autoin-
vención no escapa al espacio de lo religioso.

3.1.2. Identidades y religiosidad

La convergencia de las realidades identitarias descritas con


el espacio religioso se produce en varios planos. Estos niveles de
afección interconectados se retroalimentan mutuamente y con-
tribuyen a la generación de nuevos escenarios.
En primer lugar, el componente religioso, en términos gene-
rales, y en particular la definición católica, muestra una tenden-
cia a un menor protagonismo en la construcción de las identida-
des individuales. En segundo lugar, se constata que el escenario
religioso actual reproduce la multiplicidad de opciones ligadas
al componente espiritual. Frente a la tradicional estabilidad que
suministraba una pertenencia religiosa, en gran parte heredada,
la diversificación y materialización social de confesiones múlti-
ples dispone nuevas opciones frente al anterior monopolio. Este

21. Ulrich Beck, La sociedad del riesgo, Paidós Surcos, Barcelona, 2009.
22. Irene Martínez Sahuquillo, «La identidad como problema social y so-
ciológico», ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura (722), 2006, pp. 811-824.
23. Modesto Escobar y Helena Román, «La presentación del self en el ciber-
espacio. Un análisis de las autodefiniciones personales en blogs y redes socia-
les», X Congreso de Sociología, Pamplona, 2010.
24. Zygmunt Bauman, Identidad, Ed. Losada, Buenos Aires, 2005, p. 40.

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hecho proporciona cierto escenario de competencia (y necesi-
dad de reconocimiento simbólico) en los términos semánticos
de mercado que iniciaban la presente reflexión. Al igual que ocu-
rriera en los procesos de construcción de identidades que toman
otras variables como objeto, la pluralidad de confesiones mate-
rializa en un plano individual la necesidad de elección y decisión
que se enmarcaban en la anteriormente indicada conformación de
las trayectorias vitales que aspiran a ser protagonizadas por cada
una de las personas que la desarrollan. Es precisamente este
hecho el que se identifica con lo que en otras aproximaciones al
campo de lo religioso ha sido identificado como «mercado reli-
gioso» o «mercado de bienes de salvación». Ante cada individuo
se presenta un espectro de ofertas religiosas que, si bien no to-
das son igualmente accesibles en términos históricos, simbóli-
cos o culturales, sitúan la dimensión religiosa, al igual que otras
variables, en la esfera de lo potencialmente elegible. Esta cir-
cunstancia es, según los testimonios recogidos, uno de los facto-
res que contribuyen al crecimiento de expresividades religiosas
no continuadoras con la tradición católica. Y, al mismo tiempo,
constituye uno de los elementos distintivos en los que se funda-
menta la adscripción a las diferentes ofertas religiosas. En el
caso de Testigos Cristianos de Jehová esta circunstancia es níti-
damente reflejada por parte de uno de sus responsables en Na-
varra: «ser testigo es un elección y una cuestión, no sólo de creen-
cia, sino también de práctica».
Este contexto no debe ser interpretado exclusivamente como un
incremento de las posibilidades de elección sino también como una
realidad que, en ocasiones, contribuye a relativizar el conjunto del
componente religioso. Esta relativización es, sin embargo, y valga la
redundancia, relativa. La inicial aproximación al contexto navarro
demuestra que la menor identificación con las confesiones religio-
sas y, por consiguiente, el incremento de definición «no creyente» o
«ateo/a», no puede ser interpretada como una ruptura unidireccio-
nal con la dimensión religiosa. En este juego de construcción identi-
taria, la renuncia a la identificación con alguna de las opciones con-
fesionales puede ser también descifrada como un necesario posicio-
namiento ante esta definición. Es decir, rechazar la existencia de
una divinidad es un ejercicio de autodefinición y construcción iden-
titaria completo que reconoce, en cierto grado, el protagonismo de
la dimensión religiosa, aunque sea para despojarse de ella.

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3.2. El factor religioso en los procesos de integración social

La apuntada incidencia del fenómeno migratorio en la emer-


gencia de las minorías religiosas incorpora a este heterogéneo
escenario una variable de análisis significativa como es el tránsi-
to. Esta condición ligada al viaje, traslación o desplazamiento,
acentúa el carácter móvil de las sociedades modernas (mutabili-
dad identitaria- identidades nómadas) que incluso coadyuva a la
construcción de una comunidad global. Sin embargo, el interés
recala en aquellas ocasiones donde sociedades destinatarias de
los nuevos flujos migratorios globales ubican a las personas que
efectúan el tránsito en el espacio de la alteridad, entendiéndose
este espacio en términos similares a los que señalara George
Simmel al hablar de la figura del extranjero como máxima re-
presentación de la diferencia que navega en un campo semánti-
co de dicotomías múltiples: origen/destino, extranjera/inmigrante,
autóctona/alóctona, salida/llegada, etc.
Estas personas, principalmente desplazadas bajo el impulso
de encontrar un mejor escenario de desarrollo vital (atendiendo
a factores económicos, políticos, relacionales, etc.), ocupan ha-
bitualmente en sus destinos posiciones de vulnerabilidad inser-
tas en el espacio de la exclusión social. La atención expresa so-
bre la dimensión religiosa como factor incidente en los procesos
de integración nace de esa doble condición de inserción en el
señalado espacio de la alteridad. Por un lado, la condición mi-
grante; por otro, la práctica de una religión minoritaria.
Tradicionalmente han sido cuatro las dimensiones conside-
radas para abordar los citados procesos de integración: estruc-
tural (situación legal, empleo, vivienda, salud y educación); so-
cial/relacional (relaciones y participación); cognitivo/cultural
(idioma, valores culturales, valores políticos, creencias religio-
sas y estilos de vida) e identitario/simbólico (percepción subjeti-
va de pertenencia e identificación con el marco social de inser-
ción). El reconocimiento del componente religioso como factor
de integración social defiende como elemento de referencia el
modo en que la identidad (realidad transversal al conjunto de
dimensiones) se entrelaza con las demás estructurando un «todo»
coherente. En definitiva, y rescatando las aproximaciones pre-
vias, el modo en que acomoda una reflexión en torno al proceso
de construcción dinámico de una identidad colectiva desde la

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perspectiva de su encaje en un entorno donde ambos compo-
nentes (religioso y migratorio) no forman parte del universo cons-
tituyente de la mayoría social.
El análisis realizado a esta doble condición y su influencia
en los procesos de integración social dibuja una realidad de in-
fluencia ambivalente fuertemente condicionada por los contex-
tos concretos. En consecuencia, los resultados despliegan dos
perspectivas de análisis: dimensión facilitadora y obstaculizado-
ra de la religión en los procesos de integración social. En ambos
apartados los factores expuestos son numéricamente equivalen-
tes con el objeto de enfatizar expositivamente la ambivalencia
resultante.

3.2.1. Dimensión facilitadora

Entre los factores identificados que posibilitan el desarrollo


de los procesos de integración social se encuentran los siguientes:

— Aproximación a las entidades religiosas como incorpora-


ción a espacios sociales activos donde existe un entramado de
relaciones sociales previo. Este acercamiento permite el acceso
a una red relacional con todos los beneficios derivados (posible
ayuda económica, apoyo emocional, etc.).
— La constitución de entidades religiosas también adquiere
esta posición facilitadora derivada principalmente de su contri-
bución a la formación en aspectos administrativos y legales pro-
pios del territorio de acogida que son generalmente desconoci-
dos entre las personas recién llegadas.
— En el desarrollo de las dinámicas cotidianas de estas co-
munidades, la argüida realidad plurinacional exige, en ocasio-
nes, una intervención ante las diferencias culturales. Este obrar
constituye un ensayo social de negociación y reconocimiento
mutuo de las diferencias con indudable aplicabilidad en otros
escenarios no exclusivamente religiosos.
— La incorporación a comunidades religiosas donde la ma-
yoría de sus integrantes responden al perfil autóctono produce
un proceso de integración «en estado puro». Estas realidades son
asociadas generalmente a los primeros años de llegada donde el
elevado grado de apertura de las comunidades históricas, suma-
do a su homogeneidad constitutiva, facilitaba enormemente la

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incorporación de las personas recién llegadas. Éstas contaban
con grandes posibilidades de satisfacer sus necesidades básicas
debido a la disponibilidad de recursos económicos y humanos.
— La articulación de iniciativas de diálogo religioso, aunque
escasas en el territorio, es el resultado de una priorización del
componente religioso frente a otras variables lo que supone una
nítida eliminación de obstáculos.
— El desarrollo de las actividades que se producen en el en-
torno de las entidades religiosas, y especialmente aquéllas ubi-
cadas más allá del espacio religioso, posibilitan el contacto con
otras esferas relacionales.
— Por último, la propia pertenencia a una comunidad reli-
giosa, es señalada como especialmente beneficiosa no sólo des-
de la dimensión estrictamente religiosa o relacional sino tam-
bién en relación con los retos y futuros posibles. Es decir, el esta-
blecimiento de compromisos con estas instituciones supone un
impulso notable a la cohesión interna de las mismas.

3.2.2. Dimensión obstaculizadora

— Uno de los principales obstáculos deriva de la inadecua-


ción contextual de la práctica religiosa en contextos notablemente
influenciados por procesos secularizadores. En el caso que nos
ocupa, este muro crece al profesar una confesión que tampoco
es definida como mayoritaria.
— Derivado de esta inadecuación, las prácticas religiosas
correspondientes a algunas confesiones minoritarias son califi-
cadas como desacertadas y discordantes con las tradicionales fór-
mulas religiosas (en este caso católicas).
— En el marco social de inserción de las confesiones anali-
zadas es notoria la influencia de posicionamientos estigmatiza-
dores respecto a algunas comunidades minoritarias. En este sen-
tido, la pertenencia a grupos que provocan rechazo social erige
una nueva dificultad para la integración.
— Rescatando la dimensión identitaria, la presencia cada vez
mayor de miembros de estas comunidades con orígenes naciona-
les diferentes ha generado ocasionales reacciones de cierre social
ante la definición de identidades religiosas amenazadas. Es decir, el
propio mantenimiento del endogrupo en términos de comunidad
cohesionada puede llegar a vetar el acceso a otras personas.

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— Como era adelantado, la priorización del componente ét-
nico puede llevar a que aquellas personas que forman parte de
comunidades plurinacionales inicien procesos de segregación y
constituyan grupos religiosos endogámicos. Esta realidad pro-
voca un evidente refuerzo de la cohesión interna pero amenaza
con dificultar los contactos con el exterior.
— Uno de los mayores impedimentos para establecer con-
tactos con el entorno es fruto de la no concurrencia en lugares
susceptibles de ellos. En ocasiones, especialmente en el caso de
la comunidad musulmana, la práctica religiosa en un espacio no
concordante provoca que ésta se encuentre confinada fundamen-
talmente a los lugares de culto y otros contextos sociales de pre-
sencia mayoritaria (por ejemplo, aquéllos relacionados con el
ocio: áreas festivas, establecimientos hosteleros, etc.) se convier-
tan en espacios sin compartir.
— Por último, ha sido constatada la importancia que se su-
ministra a la transmisión y el mantenimiento del componente re-
ligioso entre la descendencia. Con ello, el conjunto de factores
citados recaen sobre las nuevas generaciones que, en los casos
de nacimientos en el propio territorio navarro, partirían de una
hipotética realidad integrada en lo relativo a la variable tránsito.

4. Conclusiones

Desde un punto de vista general, una de las evidencias desta-


cadas tras el análisis del escenario religioso navarro es la presen-
cia de un panorama más complejo de lo esperado. Esta realidad
es, además, ampliamente desconocida incluso en el seno de las
distintas confesiones minoritarias. Sin embargo, este fenómeno
claramente en auge fundamentalmente por el constatado incre-
mento de entidades presentes en el territorio navarro, carece de
reciprocidad en cuanto a su visibilidad y su capacidad de altera-
ción del imaginario social. Por el contrario, son notables las re-
acciones que el desarrollo cotidiano de estas expresividades des-
pierta ante una «identidad religiosa autóctona» tradicionalmen-
te ligada al mundo católico. Un desafío similar al que representa
la indiferencia o desatención de la dimensión trascendente en
las representaciones del mundo.
En lo relativo al plano individual, la adscripción o el manteni-
miento de las expresividades religiosas minoritarias puede ser expli-

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cada, no sólo desde su importancia para los desarrollos biográficos
coherentes, sino desde la capacidad de éstas para, como apuntaran
Peter Berger y Thomas Luckman, saltar a nuevas esferas de signifi-
cado.25 De este modo, los espacios religiosos constituyen atractivos
escenarios para el estudio de los procesos de construcción identita-
ria. En general, los diferentes procesos de aproximación responden
a la necesidad de afrontar viejas preguntas en nuevos escenarios. El
propio análisis de la incidencia de la variable religiosa en los proce-
sos de integración social manifiesta, a pesar de la señalada disposi-
ción ambivalente, que la representación del contenido religioso, en
su dimensión trascendente, confiere una seguridad vital fundamen-
tal en un escenario caracterizado por la disolución de referentes
identitarios tradicionales (familia, empresa, etc.). En definitiva, es
manifiesta la necesidad de considerar las agrupaciones religiosas
como grupos de socialización con palmaria repercusión en los con-
textos sociales cotidianos.
Es precisamente más allá de las implicaciones que la práctica
religiosa tiene en la dimensión personal donde nace una evidente

25. «Comparadas con la realidad de la vida cotidiana, otras realidades apare-


cen como zonas limitadas de significado, enclavadas dentro de la suprema reali-
dad caracterizada por significados y modos de experiencia circunscritos. Podría
decirse que la suprema realidad las envuelve por todos lados, y la conciencia
regresa a ella siempre como si volviera de un paseo. Esto es evidente en los
ejemplos ya citados, el de la realidad de los sueños o el del pensamiento teórico.
“Conmutaciones” similares se producen entre el mundo de la vida cotidiana y el
mundo de los juegos, tanto de los niños como —aún más señaladamente— de
los adultos. El teatro proporciona una excelente ejemplificación de este juego de
parte de los adultos. La transición entre las realidades se señala con la subida y
bajada del telón. Cuando se levanta el telón, el espectador se ve “transportado a
otro mundo”, que tiene significados propios, y a un orden que tendrá o no mu-
cho que ver con el orden de la vida cotidiana. Cuando cae el telón, el espectador
“vuelve a la realidad”, es decir, a la suprema realidad de la vida cotidiana en
comparación con la cual la realidad presentada sobre el escenario parece ahora
tenue y efímera, por vívida que haya sido la presentación de momentos antes.
Las experiencias estética y religiosa abundan en transiciones de esta especie,
puesto que el arte y la religión son productores endémicos de zonas limitadas de
significado. Todas las zonas limitadas de significado se caracterizan por desviar
la atención de la realidad de la vida cotidiana. Si bien existen, claro está, despla-
zamientos de la atención dentro de la vida cotidiana, el desplazamiento hacia
una zona limitada de significado es de índole mucho más extrema. Se produce
un cambio radical en la tensión de la conciencia. En el contexto de la experiencia
religiosa esto se ha denominado, con justeza, “salto”» (Peter L. Berger y Thomas
Luckmann, La construcción social de la realidad, op. cit., pp. 43-44).

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necesidad práctica de atender su proyección social. La presencia
de un escenario plural no sólo perfila un nuevo abanico de posibi-
lidades desplegadas ante el proceso de construcción individual
cotidiano sino que además ingresa en estas realidades la necesi-
dad de gestionar esta diversidad. Un claro ejemplo de ello son las
continuas demandas concernientes a las dificultades que implica
la práctica no sólo en los citados procesos de acceso a los lugares
de culto sino también en aspectos como enterramientos, ense-
ñanza religiosa, asistencia sanitaria, utilización de los espacios
públicos, etc. Un conjunto de demandas que, tal vez debido a su
carácter minoritario y emergente, no están siendo afrontadas por
las distintas administraciones, especialmente en el ámbito local
como lugar principal de surgimiento.

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AUTORES

ELIANA ALEMÁN SALCEDO es abogada por la Universidad Libre de Co-


lombia (1996), máster en Relaciones Internacionales por la Pontificia
Universidad Javeriana (2000) y doctora en Sociología por la Universi-
dad Pública de Navarra (2012). Ha sido profesora en diferentes posgra-
dos de la Universidad Antonio Nariño de Colombia y profesora del área
de relaciones internacionales de la Fundación Universitaria San Mar-
tín (Barranquilla, Colombia). En esta última universidad impartió cla-
ses de historia de las relaciones internacionales de Colombia, política
exterior colombiana y latinoamericana. Es miembro del grupo de in-
vestigación Cambios Sociales del departamento de Sociología de la Uni-
versidad Pública de Navarra. Combina su tarea investigadora con su
actividad profesional en el área jurídico-social.
JEFFREY C. ALEXANDER es catedrático de Sociología Lillian Chavenson
Saden en la Yale University. Junto con Ron Eyerman, es codirector del
Center for Cultural Sociology (CCS). Trabaja en las áreas de la teoría, la
cultura y la política. Como exponente del «programa fuerte» en socio-
logía cultural, ha investigado los códigos culturales y las narrativas que
informan diversas áreas de la vida social. Su trabajo más reciente en
este área es «Cultural Pragmatics: Social Performance between Ritual
and Strategy», Sociological Theory, 22. Es el autor de The Meanings of
Social Life: A Cultural Sociology (Oxford, 2003), Cultural Trauma and
Collective Identity (con Eyerman, Giesen, Smelser y Sztompka, Univer-
sity of California Press, 2004), The Cambridge Companion to Durkheim
(2005), la cual ha editado con Philip Smith. Es editor, junto con Bernhard
Giesen y Jason Mast, de Social Performance: Symbolic Action, Cultural
Pragmatics, and Ritual (Cambridge, 2006). En el campo de la política,
Alexander ha escrito The Civil Sphere (Oxford, 2006), el cual incluye
discusiones acerca del género, la raza, y la religión, así como nuevas
teorizaciones acerca de movimientos sociales e inclusión social. Y ha
publicado también: The Politics of Performance. The 2008 Presidential
Campaign in the USA, Oxford University Press, 2010.

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JOSETXO BERIAIN (Idiazábal, 1959) es catedrático de Sociología de la
Universidad Pública de Navarra, doctor en Sociología por la Universidad
de Deusto y máster en Sociología por la New School for Social Research
de Nueva York. Ha sido Research Assistant en la New School for Social
Research de Nueva York, y Visiting Scholar en la Universidad de Bielefeld
(Alemania), en la Freie Universität Berlin, en el Center for European Stu-
dies de la Universidad de Harvard, en El Colegio de México y en el Berkley
Center de la Georgetown University. Es autor de 10 monografías entre las
que destacan: Aceleración y tiranía del presente: las metamorfosis en
las estructuras temporales de la modernidad (2008), Modernidades en
disputa (2005) y La lucha de los dioses en la modernidad (2000).
JOSÉ V. CASANOVA, catedrático de Sociología del Departamento de So-
ciología y Antropología de la Georgetown University, encabeza en di-
cha universidad el eminente programa sobre Globalización, Religión y
Secularidad del Berkley Center. Su trabajo más célebre, Public Religions
in the Modern World (University of Chicago Press, 1994), se ha conver-
tido en un clásico moderno de la sociología de la religión y ha sido
traducido a cinco idiomas, incluyendo el árabe y el indonesio. Actual-
mente prepara la edición de estos y otros trabajos, cuya versión espa-
ñola Genealogías de la secularización publicará próximamente la edito-
rial Anthropos de Barcelona. E-mail: jvc@georgetown.edu.
JESÚS CASQUETE es profesor titular en la Universidad del País Vasco /
Euskal Herriko Unibertsitatea. Ha cursado estudios de Ciencia Política
en la New School for Social Research y en la Universidad de Columbia,
ambas en Nueva York. Ha sido investigador invitado en el Wissenschafts-
zentrum Berlin für Sozialforschung, en la Universidad Humboldt de
Berlín y en la Universidad Ludwig-Maximilian de Munich (en todos los
casos como becario de la Fundación Alexander von Humboldt) y en el
Instituto de Filosofía del CSIC. Sus obras más recientes son: El poder de
la calle. Ensayos sobre acción colectiva y movimientos sociales (Madrid,
CEPC, 2006), Berlin 1. Mai. Un ritual político en el nuevo milenio (Leioa,
UPV/EHU, 2009) y En el nombre de Euskal Herria (Madrid, Tecnos,
2009); editor de Comunidades de muerte (Barcelona, Anthropos, 2009),
y coeditor de Políticas de la muerte (Madrid, La Catarata, 2009).
CARMEN INNERARITY es profesora titular en la Universidad Pública de
Navarra, donde ha desarrollado su actividad docente e investigadora
desde 1995. Como becaria del Deutscher Akademischer Austauschdients,
amplió sus estudios en la Ludwig Maximilian Universität (Münster),
donde también ha impartido docencia como profesora invitada. Es
autora de diversos trabajos sobre teoría y cultura política, políticas de
inmigración, ciudadanía y multiculturalismo.
HANS JOAS (Munich, 1948) es catedrático de Sociología en la Universi-
dad de Erfurt, donde dirige el Centro Max Weber de Estudios Avanzados,

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y en la Universidad de Chicago. Anteriormente lo fue en la Universidad
Libre de Berlín, donde dirigió el Instituto John F. Kennedy. Es autor de
una amplia y relevante variedad de libros entre los que destacan: Die
Kreativität des Handelns (1992); Die Entstehung der Werte (1997). Sus
libros más recientes, a punto de salir, son Universal Human Rights. A
New Genealogy (en alemán Die Sakralität der Person). Hay un último
libro en alemán sobre la supresión de la guerra (Kriegsverdrängung)
aceptado además por Princeton University Press para la traducción
inglesa que se titulará: War in Social Thought. A History.
JÓSEAN LARRIÓN CARTUJO (Pamplona, 1976). Licenciado en Sociología por
la Universidad Pública de Navarra y doctor en Sociología por la Universi-
dad Complutense de Madrid con Premio Extraordinario. Es actualmente
profesor de sociología en la Universidad Pública de Navarra. Ha investiga-
do, en especial, las relaciones existentes entre la ciencia, la tecnología y la
sociedad y, más genéricamente, las dinámicas sociales de producción y
distribución del conocimiento. También ha estudiado otros ámbitos socia-
les relacionados con el relato mítico, las creencias religiosas, la memoria y
el olvido, la dimensión social de la discapacidad y la tensión cognitiva y
normativa entre tradición, modernidad y posmodernidad.
RUBÉN LASHERAS RUIZ es gestor de la Cátedra UNESCO de Ciudadanía,
Convivencia y Pluralismo de la Universidad Pública de Navarra y pro-
fesor asociado doctor e investigador en ALTER, Grupo de Investiga-
ción en el Departamento de Trabajo Social de esta misma universidad.
Licenciado y doctor en Sociología por la Universidad Pública de Nava-
rra, imparte docencia en la Diplomatura de Trabajo Social, en el máster
universitario en Dinámicas de Cambio en las Sociedades Modernas
Avanzadas, en la Universidad Pública de Navarra. Sus líneas de investi-
gación actuales se enmarcan en el espacio de la diversidad religiosa,
identidades, migraciones, procesos de cambio y exclusión social.
JOSÉ M.ª PÉREZ-AGOTE AGUIRRE se licenció en Ciencias Políticas y So-
ciología por la Universidad de Deusto y se doctoró en la misma materia
por la Universidad del País Vasco. Actualmente es profesor de sociolo-
gía en el departamento de Sociología de la Universidad Pública de Na-
varra. Sus intereses de investigación se concentran en la crisis de la
modernidad, tanto desde su impacto en la educación, en los valores y
en los procesos de socialización de la juventud, como desde los desafíos
que presenta a la teoría sociológica. En esta línea, ha trabajado en te-
mas como el problema micro-macro, los procesos de diferenciación y
desdiferenciación y la memoria colectiva, prestando especial atención
a la sociología francesa posdurkheimiana.
MARTA RODRÍGUEZ FOUZ es profesora contratada doctora en el Departa-
mento de Sociología de la Universidad Pública de Navarra. Ha sido

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becaria del Gobierno Vasco en sus programas pre- y posdoctoral. Tiene
diversas publicaciones en revistas de ámbito nacional e internacional
sobre autores como Habermas, Mannheim, Kierkegaard u Ortega y so-
bre la reflexión acerca de la memoria histórica y la violencia. Algunos
de esos artículos forman parte de su libro Pasiones discursivas (Univer-
sidad Pública de Navarra, 2003). Ha publicado, asimismo, los libros
Los retos de la identidad. Jürgen Habermas y la memoria del Guernica
(CIS / Siglo XXI, 2004) y Homo loquax. Las sociedades humanas y su
activación comunicativa (Universidad Pública de Navarra, 2011). Sus
investigaciones se centran en los problemas de legitimación de la vio-
lencia colectiva y en su presencia histórica y social, tema sobre el que
ha publicado ya numerosos trabajos en revistas y en libros colectivos.
CELSO SÁNCHEZ CAPDEQUÍ es profesor titular del Departamento de So-
ciología de la Universidad Pública de Navarra. Ha publicado libros como
Imaginación y sociedad: una hermenéutica creativa de la cultura (Tecnos,
1999), Las máscaras del dinero (Anthropos, 2004) y En los límites de la
con-fusión (La Catarata, 2010), además de un buen número de artículos
en revistas nacionales e internacionales. En la actualidad investiga sobre
las zonas fronterizas entre religión y cultura, en concreto sobre la emer-
gencia de los valores y las pautas de acción en los contextos sociales
contemporáneos definidos por la contingencia y la provisionalidad.
IGNACIO SÁNCHEZ DE LA YNCERA es profesor titular de Sociología en la
Universidad Pública de Navarra. En Alemania investigó en Münster,
con Georg Meggle, y en Berlín, invitado por Hans Joas. Explora los
desafíos de comunicación y de disposición que lo nuevo plantea al irrum-
pir en la convivencia. Con esa orientación, atiende especialmente a las
actividades que configuran, negocian y corrigen los cuadros de organi-
zación de la actividad colectiva en los diversos ámbitos. La institucio-
nalización y la optimización de las organizaciones de las distintas esfe-
ras convivenciales se aborda, así, en estricta correspondencia con los
procesos de desarrollo y maduración de quienes participan en ellas.
Esos extremos los ha abordado en diversos ensayos. Ha escrito y edita-
do diversas monografías y traducciones sobre tópicos nucleares de la
tradición sociológica como la obra de Mead: La mirada reflexiva de G.H.
Mead. Sobre la socialidad y la comunicación, CIS / Siglo XXI, 1994; el
problema generacional (La sociología ante el problema generacional,
1993); «Crisis y orientación», sobre la sociología de Karl Mannheim; o
la renovación de la teoría de la acción colectiva en Hans Joas (de quien
tradujo del alemán El pragmatismo y la teoría de la sociedad, 1998). Con
A. Pérez-Agote editó Complejidad y teoría social (CIS/Academia, 1996);
con Vidal Díaz de Rada, Barómetro Audiovisual de Navarra 2008; y con
Josetxo Beriain, Sagrado/profano. Nuevos desafíos al proyecto de la mo-
dernidad (CIS/Academia, 2010).

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ÍNDICE

PRÓLOGO. Las exigencias del pluralismo. La comunicación


de un mundo postsecular, por Ignacio Sánchez de la Yncera
y Marta Rodríguez Fouz ......................................................... 5

I
LA PRESENCIA DE LA RELIGIÓN Y SUS DESAFÍOS
PARA LA CONCIENCIA PÚBLICA

Tiempos de «postsecularidad»: desafíos de pluralismo


para la teoría, por Josetxo Beriain e Ignacio Sánchez
de la Yncera ........................................................................... 31
Lo secular, las secularizaciones y los secularismos,
por José V. Casanova .............................................................. 93
Las creencias religiosas en la era postsecular: una prospección
empírica, por José María Pérez-Agote ..................................... 125
La experiencia de los valores y el hecho religioso. Elementos
de la teoría del surgimiento de los valores de Hans Joas,
por Celso Sánchez Capdequí ................................................... 159

II
LOS VALORES CRUCIALES DE LA MODERNIDAD
Y SU REVISIÓN EN EL HORIZONTE POSTSECULAR

Oleadas de secularización, por Hans Joas ................................... 187


Modernidades latinoamericanas, por Eliana Alemán Salcedo .... 203
Mito, ciencia y sociedad. El relato mítico y la razón científica
como formas de conocimiento, por Jósean Larrión Cartujo ... 235
Los fantasmas de la secularidad. Razón y fe en un mundo
reencantado, por Marta Rodríguez Fouz ................................ 263

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III
RELEVANCIAS Y DISCUSIONES: LOS RESORTES
DEL DOMINIO PÚBLICO

La lucha democrática por el poder: la campaña presidencial


de 2008 en Estados Unidos, por Jeffrey C. Alexander ............. 301
La inclusión del otro en Francia y Alemania: el debate
sobre el velo islámico, por Carmen Innerarity ....................... 345
La importancia de llamarse Horst: modernización, germanidad
y nombres de pila en la Alemania nazi, por Jesús Casquete .... 377
Minorías emergentes: pluralismo religioso en Navarra,
por Rubén Lasheras Ruiz ....................................................... 407

Autores ......................................................................................... 441

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