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Secretos peligrosos: Cubierta William P.

McGivern

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Secretos peligrosos: Índice William P. McGivern

SECRETOS
PELIGROSOS
(Very Cold for May, 1950)

William P. McGivern
ÍNDICE
1............................................................................................................................................................3
2..........................................................................................................................................................10
3..........................................................................................................................................................17
4..........................................................................................................................................................23
5..........................................................................................................................................................30
6..........................................................................................................................................................34
7..........................................................................................................................................................38
8..........................................................................................................................................................43
9..........................................................................................................................................................50
10........................................................................................................................................................57
11........................................................................................................................................................62
12........................................................................................................................................................68
13........................................................................................................................................................75
14........................................................................................................................................................82
15........................................................................................................................................................87

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

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JAKE HARRISON cogió el sombrero y el abrigo que le entregaba la encargada del guardarropa y,
cuando cruzaba el vestíbulo del Saxon Club, oyó que voceaban su nombre. Se dio la vuelta y vio a
un botones con uniforme azul que se le acercaba con paso apresurado.
–Una llamada para usted, señor Harrison. Un tal señor Noble.
Jake vaciló y, en esa fracción de segundo, buena parte de su amabilidad desapareció. Finalmente,
dijo:
–Está bien, gracias –y se dirigió hacia la hilera de teléfonos que había al lado del ascensor.
Antes de coger el auricular repasó los acontecimientos del día, tratando de adivinar qué querría
Noble; no se había producido ningún incidente, ni había sido un día menos ajetreado que de
costumbre.
Encogiéndose de hombros, levantó el auricular y comunicó a la telefonista del club que se
encontraba al aparato. Ella le dijo que esperara un momento, y Jake oyó un clic cuando se produjo
la conexión. Luego la voz de Gary Noble resonó en su oído.
–¿Jake? ¿Puedes venir rápidamente a la oficina?
–Oh, diablos –exclamó Jake.
–Jake, no te molestaría si no fuera importante.
–Claro. Oye, tengo una cita con Sheila a las ocho en punto en Dave’s. ¿Qué ocurre?
–Lamento estropearte los planes –dijo Noble, demasiado solícito–. Escucha: Riordan, Dan
Riordan, me ha llamado hace un rato y quiere verme esta noche. Quiere que nos ocupemos de sus
relaciones públicas. Sabes que esto es lo más grande que jamás me ha ocurrido, Jake. Riordan posee
minas, fábricas...
–Sí, lo sé –dijo Jake. El entusiasmo de Noble era contagioso, y Jake empezó a repasar, casi
contra su voluntad, lo que sabía de Dan Riordan.
Contratista durante la guerra. Genio de la producción. Empresa libre, habilidad, dinero. Casado
después de la muerte de su primera esposa, con una chica del mundo del espectáculo. Un hijo en las
Fuerzas Aéreas. Buen historial de guerra.
–¿Qué problema tiene? –preguntó.
–Bueno, no hemos entrado en detalles, pero el Comité Hampstead quiere echar un vistazo a sus
libros. Ya sabes lo que significa.
–Necesitará mucha ayuda.
–Tienes que venir –dijo Noble.
Jake miró hacia la calle y vio luz, la nieve que caía en la Michigan Boulevard, y las brumosas
farolas que otorgaban un agradable sabor Dickensiano a la escena. Jake suspiró.
–Está bien. Puedo estar allí dentro de quince o veinte minutos.
–Otra cosa, Jake. –La voz de Noble sonó cauta y perpleja–. Ha mencionado a May. May Laval.
Ha dicho algo acerca de que quiere hacerle daño. Me ha preguntado si la conocía, y todo eso.
Jake dijo:
–Eso encaja con los rumores, ¿no?
–¿Te refieres al libro que tiene la intención de publicarla revelación escándalo de la buena vida
durante la guerra?
–Parece lógico –dijo Jake–. Vendré lo más deprisa que pueda.
Colgó, y luego marcó otro número. Un momento más tarde una voz suave dijo:
–Dave’s Radio Bar. Dave al habla.
–Dave, soy Jake. Querría que me hicieras un favor. Sheila y yo habíamos quedado en
encontrarnos ahí a las ocho, pero estoy ocupado ahora y...
–¿Quieres que le diga que vendrás pronto?
Jake sonrió.
–Yo no lo habría podido expresar mejor.
–Bueno, se lo diré, pero por este tipo de cosas te dejó. No es de las que admiten órdenes.
–Tienes razón, Dave –dijo Jake–. Pero cuida de ella, ¿quieres?

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Jake colgó el teléfono y se encogió de hombros. Era lo mejor que podía hacer por el momento.
Sheila probablemente lo comprendería.
Esperando junto al bordillo bajo la ligera nieve mientras el portero hacía una señal a un taxi que
circulaba, Jake pensó en la noticia que le acababa de dar Gary Noble, y un leve gesto de desagrado
apareció en su rostro. Era un hombre delgado, de figura airosa, que se acercaba a los cuarenta; su
pelo empezaba a encanecer, y tenía unos rasgos menudos que se libraban de la severidad gracias a
una expresión normal de buen humor.
Pero no parecía particularmente de buen humor cuando subió al taxi y dio instrucciones al
conductor. Estaba pensando en lo que Noble le había dicho acerca de May Laval. Salvo por eso, la
cuenta de Riordan sería una tarea rutinaria.
Pero el elemento May en la ecuación desestabilizaba todo lo demás.
El taxi dio media vuelta en Michigan Boulevard y se dirigió al norte hacia el Edificio Executives.
Jake encendió un cigarrillo y miró por la ventanilla hacia la oscura masa que formaba el lago
Michigan y el tráfico que dibujaba una cadena de luz a lo largo de su orilla.
Hacía unos cuantos años que conocía a May Laval. Diez, por lo menos, pensó. May tenía
aproximadamente su misma edad: treinta y ocho. La vida de May no era demasiado misteriosa.
Había venido de California a Chicago cuando era una joven de diecinueve años, una muchacha muy
hermosa con el pelo rubio y unos grandes ojos candorosos que lo miraban todo en la ciudad con
encantado asombro.
Había participado en algunos espectáculos gracias a su belleza, que era auténtica y fresca, y
después de que terminara el tercero, sorprendió a mucha gente casándose con su protector, un
envasador de carne bastante mayor. El matrimonio no duró mucho, y May salió de él camino de ser
una mujer rica. Demostró entonces que había algo tras sus grandes ojos azules, invirtiendo su dinero
astutamente en inmobiliarias South Side, que doblaron su valor al cabo de pocos años. Jake la
conoció en aquella época, poco después de que su segundo matrimonio con un director de orquesta
se fuera a pique. A él le gustó May, y se hicieron buenos amigos aunque informales.
El talento de May como redactora de noticias siempre había asombrado a Jake, quien en aquel
tiempo escribía artículos para el Express. May tenía inclinación, o más bien pasión, por las
escapadas misteriosas y vertiginosas. Sus travesuras podían ir desde una fiesta con baño nocturno y
desnuda en la Chicago’s Buckingham Fountain, hasta conseguir en una subasta una primera edición
de Poe pretendida por todos los bibliófilos de la ciudad. May tenía personalidad.
En el transcurso de esos años se hizo famosa como persona de carácter. Su confortable casa
victoriana de Astor Street estaba llena de políticos, jueces, jugadores, periodistas y, por cuestión de
variedad, un puñado de delincuentes recogidos personalmente por ella en las líneas del West Side.
May conocía a todo el mundo y todo el mundo conocía a May.
Durante la guerra alcanzó su cenit como personalidad excitante. Era anfitriona no oficial de los
hombres importantes que venían a Chicago a comprar y a vender propiedades de siete cifras, una
fiel sirviente de los hombres que hacían la guerra de las prioridades, las distribuciones, los contratos
y la logística.
Se decía que los jefes de estado aliados podrían haber celebrado reuniones en su salón en más de
una docena de ocasiones diferentes. Se decía que conocía los gustos de las mujeres de todos los
generales del ejército con rango superior al de brigadier. Y se decía que había tenido un éxito
extraordinario en el mercado por los avisos que le daban los contratistas y corredores de bolsa,
quienes ofrecían esta información a cambio de la palabra precisa en el oído adecuado en el
momento oportuno.
El fin de la guerra pareció cerrar la época de la curiosa importancia de May. La prensa estaba
ligeramente cansada de ella, y le hacían la competencia los soldados que regresaban del frente, las
huelgas, el reajuste y otras angustias de la paz. Pasaron los días en que el nombre de May podía
leerse en tres o cuatro columnas de todas las ediciones de todos los periódicos de la ciudad.
Jake se dio cuenta de que apenas había visto a May desde que había terminado la guerra. Ella
había efectuado algunos intentos esporádicos de volver a captar la atención que siempre había
formado parte de su vida, y luego se había ido al Valle del Sol.

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Eso había sido todo, hasta que empezó a difundirse el rumor de su libro. Según los informes
vagos pero ansiosos, ese libro podría acabar con todos los libros que hablaban de la guerra. Iba a ser
una revelación escandalosa, basada en sus diarios, con nombres, fechas y números de teléfono, una
historia de trampas y fornicación a los niveles más altos. Iba a ser Madame Récamier diciéndolo
todo por su nombre.
Jake tiró el cigarrillo por la ventanilla del taxi. No podía evitar que le divirtiera la última idea
loca de May, aun cuando era probable que pusiera en un aprieto a su posible cliente, Dan Riordan.
A Jake le gustaba May Sabía que las historias que se contaban de ella, las buenas y las malas,
eran exageradas.
Aquellos a los que no les gustaba May decían que era una vulgar exhibicionista, una criatura
malcriada y despiadada, que necesitaba ser mimada y ser el centro de atención todos los minutos del
día. Sus amigos, que eran muchos, decían que era una mujer generosa y divertida, dispuesta a
ayudar a cualquiera que estuviera abatido, y peligrosa sólo para las personas pretenciosas, los
matones y las mojigatas.
La verdad se encontraba en algún punto medio, adivinaba Jake. May era una farsa, pero muy
divertida. Su conversación sobre arte y literatura, sus primeras ediciones y sus cuadros firmados,
todo era cultivado con un ojo puesto en su valor publicitario, y su demanda de atención, aunque no
siempre era encantadora, no se podía decir que fuera despiadada.
Por otra parte, tenía un agudo sentido del humor, y su inclinación al sarcasmo solía estar
reservada para la gente que lo merecía.
La verdad era que May había nacido para que se la mirara, se la admirara, se discutiera y
especulara acerca de ella, y si todo esto no se producía al mismo tiempo, May caía en la desdicha.
Jake abandonó sus reflexiones cuando el taxi se detuvo ante el Edificio Executives. No tenía ni
idea que lo que la interferencia de May podría significar para la cuenta de Riordan. Pero era seguro
que a partir de entonces las cosas serían excitantes.

Jake bajó del ascensor en la planta treinta y cuatro y se dirigió con paso rápido hacia las sólidas
puertas de cristal que llevaban la inscripción: Gary Noble y Asociados, Relaciones Públicas.
La recepción estaba a oscuras, pero al llegar al largo pasillo artesonado en el que se encontraban
los departamentos de arte y de moda, Jake pudo ver que se filtraba luz a través de la puerta
entreabierta del despacho de Noble, al final del pasillo. De su interior salían voces y risas y,
también, el aroma del whisky de Noble, whisky escocés de veintiocho años.
Jake cruzó el oscuro pasillo y, después de dar unos golpecitos en la puerta entornada, entró en el
despacho de Noble. Vio allí a dos hombres y a una mujer con un vaso en la mano, y a Gary Noble,
que estaba atareado junto al bar lleno de botellas que normalmente se encontraba escondido tras una
sección corredera de las paredes revestidas de madera de caoba.
–Vaya, ya estás aquí –dijo Noble, cordial. Gary Noble no impresionaba físicamente, pero su
energía y entusiasmo eran arrolladores como la marea. Era de corta estatura, gordo y rayaba los
cincuenta; tenía el cabello blanco siempre despeinado y unos ojos sorprendentemente azules que
contrastaban con su piel morena. Cogió a Jake del brazo y le acercó al centro del despacho.
–Jake –dijo–. Quiero que conozcas a los Riordan.
Jake identificó al hombre alto, de complexión fuerte, que estaba de pie ante el escritorio de
Noble como Dan Riordan, hombre conocido en los círculos sociales y magnate industrial. Ahora
Riordan parecía cansado y ansioso; su espeso cabello negro necesitaba un cepillado, y su rostro
duro y extrañamente pálido estaba surcado de arrugas de preocupación. De pie junto a la ventana se
encontraba una morena de unos treinta y cinco años quizás y un joven de cabello rubio que vestía
smoking. Habían estado examinando juntos el globo terráqueo que, por alguna razón, Noble
consideraba necesario tener en su despacho.
–Nuestro ejecutivo de cuentas senior, Jake Harrison –anunció Noble.
Noble estrechó la mano de Jake con un ademán rápido y fuerte, y sonrió brevemente. Parecía
estar controlando sus nervios, o su paciencia, con dificultad.

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Noble condujo a Jake hasta la pareja de la ventana e hizo las presentaciones mostrando una
amable deferencia hacia la dama, que era Denise, la señora Riordan. El joven era el hijo de Riordan
Brian.
Denise Riordan murmuró algo y sonrió a Jake. Era una mujer de un atractivo suave y refinado,
que se acercaba a los cuarenta, pero cuya piel muy morena y delgada figura la hacían parecer más
joven. Debajo de su vestido de seda, de corte excelente, su cuerpo tenía la flexibilidad relajada de
una bailarina, y sus piernas desnudas estaban bronceadas y bellamente formadas.
Brian Riordan era alto, delgado, y tenía el pelo rubio y los ojos grises claros. Vestía su smoking
con gracia y estaba casi completamente borracho.
Sonrió a Jake con afabilidad.
–Ahora supongo que tendremos que hablar de negocios. Probablemente eso significa que se ha
acabado beber.
–De ninguna manera –dijo Noble, con un grito de alegría estilo Rotary Club–. Déjame llenarte el
vaso otra vez. Hay cosas más importantes que los negocios, maldita sea.
Jake sabía que ni siquiera ver a su madre bajo las ruedas de un camión detendría a Noble cuando
estaba efectuando un negocio lucrativo; pero Noble tenía el don de infundir a sus banalidades una
desesperada convicción que hacía que la gente no fuera consciente de su utilidad.
Dan Riordan se aclaró la garganta y dijo:
–Creo que es mejor que hablemos de negocios, Noble. –Añadió con sequedad–. Detesto
estropear la fiesta, pero tengo prisa.
–Está bien –dijo Noble–. Manos a la obra.
Jake encendió un cigarrillo para disimular su sonrisa.
Denise Riordan se acercó al sofá de cuero marrón arrimado a la pared y se sentó, cruzando las
piernas. Brian tomó asiento en una silla al otro lado de la habitación y bostezó ostensiblemente.
–El aire de la ciudad me da sueño –dijo, sin dirigirse a nadie en particular.
Noble estaba llenando los vasos de nuevo, y Jake dijo:
–¿No vive en la ciudad?
–No. Vivo en Wisconsin, en el pabellón de papá. Vengo a Chicago una vez a la semana o dos
para emborracharme socialmente.
Denise miró a Riordan, que estaba apoyado en el escritorio de Noble con la mirada baja y el ceño
fruncido, sin escuchar la conversación.
–¿Cuándo iré a ver el pabellón? –le preguntó ella, sonriendo–. He visto el patio de Palm Springs
y la cabaña de Everglades, pero no el pabellón.
Riordan la miró, y su rostro se despejó al sonreír.
–No es un lugar muy excitante. Quizás Brian nos lleve algún fin de semana, si tienes curiosidad.
–Encantado –dijo Brian.
Noble repartió los vasos llenos y, luego, apartó la silla de cuero de su escritorio y la acercó a
Riordan; pero Riordan hizo un gesto negativo con la cabeza.
–Hablo mejor si estoy de pie –dijo. Tomó un sorbo de su bebida, y luego miró a Noble, con los
pies separados y los hombros erguidos.
–Veamos –dijo–. La semana pasada me llamó el director de mi oficina de Washington y me dijo
que el Comité Hampstead había encontrado unos tratos comerciales nuestros que querían que les
fueran explicados. Dos días más tarde, enviaron a Chicago un equipo de investigación preliminar
dirigido por un tipo llamado Gregory Prior. Prior se encuentra ahora en la ciudad, y ha sellado mis
libros y está dispuesto a repasarlos con lupa. Cuando haya completado ese extremo de la
investigación, presentará un informe a Washington y, si creen que tienen algo contra mí, me
convocarán a una audiencia ante el comité.
Noble había estado afirmando con la cabeza un gesto de comprensión. Dijo:
–El gobierno tiene la manía de investigar a la gente. Sin embargo, ¿qué puede encontrar Prior
cuando revise sus libros?
–Encontrará trampas –dijo Riordan–, Diablos, los nazis y los japoneses estaban haciendo
trampas, ¿no? –Se dio un golpe en la palma de la mano con el dedo índice gordo y embotado–. La

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situación con la que me enfrentaba era ésta: Yo tenía un contrato para fabricar cañones de escopeta
para el ejército norteamericano, y nuestros muchachos los necesitaban urgentemente. Esto ocurría
en el invierno de 1944, recuerden. Rundsted había formado una cuña entre nuestras tropas en las
Ardenas, y todo el maldito Primer Ejército estaba a punto de quedar destruido. Goebbels anunciaba
que entrarían en Amberes por Navidad, y en París a primeros de año. Las cosas iban mal. Yo no
podía suplicar ni pedir prestado el acero de la calidad que especificaba mi contrato, así que tiré
adelante e hice cañones de escopeta con acero de una calidad inferior. Fabriqué los cañones, Dios
mío, y era mucho mejor eso que nada.
Riordan dejó de hablar, se sacó del bolsillo del chaleco un cigarro envuelto en papel de estaño y
empezó a desenvolverlo con prisa. Sus mejillas estaban sonrojadas y respiraba más fuerte.
Brian Riordan abrió los ojos y sonrió a su padre.
–Éste es un punto interesante –dijo–. Me pregunto si alguno de los soldados a quienes explotó
uno de esos cañones estaría de acuerdo contigo de que era mejor eso que nada.
Riordan se volvió a su hijo con un gesto rápido de hombros, y replicó:
–No hay ninguna prueba de que mis cañones de escopeta explotaran –dijo con voz dura y
precisa.
–Bueno, de alguien serían –dijo Brian, bostezando.
Riordan se sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente con ligeros golpecitos.
–Sí, hubo casos de detonación prematura, y de cañones que estallaron después de mucho uso.
Esto también sucedió en los campos de prueba de la Artillería, bajo condiciones ideales, y con
armas fabricadas según las especificaciones exactas. Pero no se trata de eso. Fabriqué cañones de
escopeta cuando se necesitaban al otro lado del océano, y el único crimen que cometí fue violar el
contenido de un contrato con el gobierno, que, para empezar, era estúpido e irracional.
–Vaya, vaya –murmuró Brian.
Riordan no le hizo caso y siguió hablando.
–Noble, no quiero ser ridiculizado en los periódicos por este maldito comité. El senador
Hampstead es un patán ignorante y suspicaz que odia la idea de que algún hombre en el mundo
tenga un par de zapatos de sobra o veinte centavos en el bolsillo. Es un neurótico agrio que cree ser
Dios Todopoderoso. Quiero que hagan comprender mi historia a la prensa, y que se encarguen de
que me traten bien. ¿Pueden hacerlo?
–Bueno –dijo Noble, efusivo–. No veo ninguna dificultad hasta el momento. Actuó usted de una
manera sensata, y no debería ser demasiado difícil hacer ver este hecho al público. Sin embargo,
creo que deberíamos disponer de algunos datos más.
–Está bien –dijo Riordan–. No se me dan muy bien los detalles, pero les enviaré a mi secretario
ejecutivo, Avery Meed, mañana por la mañana, con toda la documentación de los tratos que
preocupan al gobierno. ¿De acuerdo?
Brian Riordan se puso en pie lánguidamente y se encaminó a la puerta bostezando.
–Me voy –dijo. Abrió la puerta, con una sonrisa en los labios–. Les compadezco, caballeros –
dijo–. Les espera un duro trabajo. Se supone que tienen ustedes que presentar las actividades de mi
padre durante la guerra bajo una luz de color de rosa. Bueno, quizás yo pueda ayudarles. –Hizo una
pausa y miró a su padre–. El viejo, en una palabra, es un mentiroso, un ladrón y un asesino.
–¡Brian! –exclamó Riordan–. No quiero hablar más de eso –dijo, pero bajo la dura superficie de
su voz, Jake percibió una nota de derrota; y tuvo la sensación de que no era la primer vez que
Riordan y su hijo habían hablado de esto.
Brian no pareció perturbarse por la reacción de su padre. Dijo a Noble:
–También es sensible. Tendrán que tratarle con cuidado.
Haciendo un gesto burlón de despedida a su padre, salió de la habitación.
Riordan hundió ambas manos en los bolsillos de la americana y se quedó mirando fijamente la
alfombra con un gesto amargo en el rostro. Denise se acercó rápidamente a él. Dijo con suavidad:
–No te preocupes por él, Danny Boy. Sabes que está trastornado desde la guerra.
–Brian lo pasó muy mal en la guerra –dijo Riordan, con un tono defensivo en la voz–. No... no
hay que reprocharle su actitud. Pasó unos momentos difíciles, y ahora le está costando adaptarse.

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–Eso es infantil –dijo Denise–. Lo pasó mal, pero también lo pasaron mal un millón de jóvenes.
Riordan dijo despacio:
–No me parece justo que le critiquemos por no comportarse como nos gustaría que se
comportara. Ahora, volvamos a lo nuestro.
Se oyó un golpe en la puerta y entró Dean Niccolo, el principal redactor de la agencia. Hizo una
seña con la cabeza a Noble y dijo:
–Lamento llegar tarde, Gary.
–No te preocupes –dijo Noble, a todas luces aliviado por la interrupción. Presentó a Niccolo a
Riordan y a su esposa–. Después de que usted me llamara, señor Riordan, le he pedido a Dean que
viniera. Él trabajará en el texto que redactemos para usted, así que quería que estuviera al corriente
desde el principio.
Dean Niccolo hizo un gesto afirmativo dirigido a los Riordan y sonrió a Jake.
–Qué gracia –dijo, sacando cigarrillos–. Me he tropezado con un joven loco al salir del ascensor.
–Niccolo se rió, sin advertir que Noble le alertaba desesperadamente con los ojos–. Llevaba una
buena tajada. Me ha saludado diciendo: «4-F, supongo», y ha entrado tambaleándose en el ascensor.
Riordan hizo un gesto de impaciencia con la mano.
–Ese joven idiota, señor Niccolo, era mi hijo. No se moleste en decir que lo lamenta. Esta noche
está borracho y actúa como un imbécil. Ahora, ya hemos tenido suficientes interrupciones. Noble,
me gustaría conocer algunos detalles de lo que pueden hacer por mí antes de firmar el contrato.
Niccolo se sentó y guiñó el ojo a Jake, mientras Noble empezaba a hablar. Era un hombre joven,
de anchos hombros y manos fuertes y embotadas. Tenía el pelo negro y espeso, y lo llevaba muy
corto. Sus facciones oscuras denotaban inteligencia, y su sólida mandíbula, fuerte obstinación. Jake
se dio cuenta de que no le afectaba en absoluto lo que la mayoría de la gente consideraría una
situación embarazosa.
Noble estaba diciendo:
–Naturalmente, no podemos darle todavía un programa detallado, pero cuando conozcamos los
hechos, puede usted estar seguro...
–No puedo estar seguro hasta que sepa lo que ustedes van a hacer –dijo Riordan con un toque de
genio–. ¿No pueden darme una idea en pocas palabras? Me gusta que las cosas se digan con
claridad para que pueda examinarlas sin ayuda del diccionario.
Noble lanzó una señal de inquietud a Jake y dijo:
–Jake, quizá tú puedas dar alguna idea al señor Riordan acerca de nuestros planes.
–Está bien –dijo Jake. Había estado estudiando a Riordan y había adivinado que aquel hombre
podría soportar la honestidad–. La verdad, no sé qué demonios podemos hacer por usted, porque no
tengo ningún dato. Cuando hayamos hablado mañana con su hombre, Meed, quizás sepamos lo
suficiente para hacer planes. No hay ningún misterio en las relaciones públicas. Las técnicas del
negocio son fundamentales, pero cada cuenta requiere una aplicación específica de esas técnicas.
Parte de su problema, por supuesto, es el senador Hampstead. Es un hombre despiadado, sin
conciencia, lleno de tristes ideas reformistas, pero el país le respalda, después del trabajo que ha
hecho con los del cinco por ciento, los contratistas tramposos y otras termitas que ganaron dinero
durante la guerra. Su comité tiene categoría y carácter. Y el hecho de que vaya tras usted puede
parecer malo al principio. Por eso le repito que necesitamos conocer todos los hechos antes de que
intentemos elaborar un programa.
Riordan asintió de mala gana y dijo:
–Está bien. Pero quiero un informe mañana por la noche, después de que hayan hablado con
Meed. Y otra cosa. Le he preguntado antes por May Laval, Noble. Está escribiendo un libro, me han
dicho. Es probable que me incluya en él. En estos momentos, con esta maldita investigación
pendiente, puede hacerme mucho daño.
–¿Está seguro de que aparecerá en el libro? –preguntó Jake.
–No, no lo estoy. Eso es lo que espero que ustedes averigüen, para empezar.
Jake asintió y se quedó pensando un momento. Luego dijo:
–Yo la conozco bastante bien, Riordan. Hablaré con ella y me enteraré de lo que piensa hacer.

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–Esta May Laval me intriga –dijo Denise fríamente–. Parece que les tiene a ustedes, los
hombres, inquietos. ¿Qué clase de persona es?
Riordan se pasó la mano por el cabello, y luego meneó la cabeza.
–Demonios, no es tan fácil. Puede ser maravillosa. Y puede ser una zorra. La conocí durante la
guerra. Me ayudó mucho, entreteniendo al alto mando del ejército y la armada, inspectores del
gobierno, etcétera. Ya saben cómo era. La mayoría de hombres que trabajaban entonces para el
gobierno eran un montón de incompetentes que se lo pasaban muy bien lejos de sus esposas.
Querían divertirse, animarse, y ser tratados como gente importante. May era magnífica para eso. Y
era divertido estar con ella, hasta que se cansaba y soltaba a todo el que tuviera a la vista. –Riordan
meneó la cabeza y sonrió levemente. Jake observaba a Denise y vio que apretaba la boca.
–Hay una ocasión que recuerdo en especial –dijo Riordan.
–Puedes guardarlo para tu próxima tertulia –dijo Denise con dulzura.
Riordan la miró, y luego se aclaró la garganta.
–Bueno, de todos modos, no tiene nada que ver con esto. Entonces, ¿la visitará, Jake?
–Claro. Probablemente no hay de qué preocuparse.
Riordan examinó a Jake con aire pensativo. Luego dijo:
–Recuerde esto, Harrison: yo me preocupo por todo. No confío en la suerte el que las cosas
salgan bien. Me aseguro de que lo hagan. ¿Entiende lo que quiero decir?
–Yo me preocupo desde las diez hasta las cinco –dijo Jake con desenvoltura–. Pero entiendo lo
que quiere decir.
–Está bien, entonces no supongamos que May es inofensiva. Si tiene intención de perjudicarme,
me aseguraré de que cambiará de idea.
Riordan se despidió después y Noble les acompañó a él y a Denise hasta el ascensor. Jake se
sirvió una copa y sonrió a Niccolo.
–Has metido bien la pata –dijo.
–¿Cómo diantres iba a saber yo que aquel maldito idiota era el hijo de Riordan? –dijo Niccolo de
buen humor.
Noble volvió y se quedó mirando a Niccolo.
–Podías haberlo estropeado todo –dijo.
–Oh, demonios –dijo Jake.
–Quizás no importe –dijo Noble–. El viejo se lo ha tomado muy bien. Olvidémoslo y vamos a
trabajar. ¿Alguna idea, Jake?
–No tenemos nada en lo que trabajar todavía –dijo Jake–. Empezaré mañana. Ahora voy a
intentar encontrar a Sheila.
–¿Qué piensas de May? –preguntó Noble, cuando Jake iba hacia la puerta.
–Es difícil decirlo –dijo Jake encogiéndose de hombros–, Primero quiero hablar con ella. Sin
embargo, adivino que se colocará en una situación peligrosa si sigue adelante con su libro.
Se despidió de Niccolo y se encaminó a los ascensores.

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DESDE EL EDIFICIO EXECUTIVES, Jake cruzó la avenida hasta el Dave’s Radio Bar. Dentro hacía
mucho calor y había mucho ruido y mucha gente, pero ni rastro de Sheila.
Dave se acercó a él para saludarle, con un gesto de desaprobación en el rostro.
–Se ha ido a casa hace una hora –dijo.
–¿Parecía molesta?
–Oh, no –dijo Dave–. Le gustaba estar aquí sentada sola, acosada por un montón de tipos.
–Está bien, soy un grosero –dijo Jake, y fue hacia la cabina telefónica. Introdujo una moneda,
con intención de llamarla, pero luego cambió de idea y marcó otro número. La voz que respondió
era íntima, con un tono insolente y retador.
–¿May? –dijo Jake–. Soy Jake.
May celebraba una fiesta, como ya había adivinado Jake por los ruidos que se oían de fondo. Ella
insistió en que fuera. Jake prometió estar allí en media hora.
Al salir de Dave’s, Jake cogió un taxi para ir al apartamento de North Side adonde Sheila se
había mudado después de su separación. Llamó al timbre y, cuando sonó el zumbador, subió la
escalera.
Sheila estaba en el rellano. Jake pudo verle las delgadas piernas mientras subía el último tramo;
pero vio que un pie vestido con elegancia daba significativos golpecitos en el suelo.
–No es momento de ser irrazonable y femenina –dijo–. Noble me ha cogido antes de irme del
Club.
–Dices «Noble» como si él y Dios fueran ideas intercambiables –dijo Sheila con aspereza–. Pero
entra.
Jake dejó su sombrero y el abrigo en el respaldo de una silla, y se sentó con ella en el canapé de
enfrente de la chimenea. Sheila había conseguido que aquel lugar reflejara algo de su personalidad.
Había flores frescas en un jarro redondeado de cobre sobre la mesita auxiliar, y los estantes que
flanqueaban la chimenea estaban llenos de libros usados. Varios cuadros modernos de vivos colores
y temas comparativamente no espantosos alegraban las grises paredes.
–¿Quieres beber algo? –preguntó Sheila.
Jake alzó las cejas.
–Tu tono no es cordial. No estás enfadada, supongo.
Sheila sonrió.
–No me siento cordial, pero tampoco estoy enfadada. ¿Whisky con soda te va bien?
–Estupendo.
Sheila preparó dos tragos en la cocina y los llevó a la mesita auxiliar. Había una gracia
inconsciente en sus movimientos que a Jake le gustaba contemplar. Era una mujer delgada, con el
pelo oscuro, que llevaba cortado al estilo paje, y unos ojos grises y candorosos. Sus gestos eran
elegantes y desenvueltos, y sus facciones reflejaban una inteligencia jovial.
Se sentó y recogió sus pies bajo el cuerpo, mientras Jake tomaba un trago y se relajaba.
–¿Qué tenía Noble en mente? –preguntó.
–Una nueva cuenta. Dan Riordan, el magnate, tiene problemas. Has oído hablar de él, supongo.
Bueno, fabricó algunos cañones de escopeta de mala calidad y va a necesitar ayuda en la prensa. El
gobierno está revisando sus contratos.
Sheila encendió un cigarrillo.
–Y tú vas a llevar la cuenta. ¿Eso te hace sentir cómodo por dentro?
–No me hace sentir nada en particular –respondió Jake–, Los abogados defienden a los
criminales, ¿no? Nosotros sólo estamos defendiendo a Riordan de un tratamiento desfavorable en la
prensa.
–La analogía apesta.
–Eso es –Jake sonrió–. Pero hablemos de algo serio. Todavía tenemos una cita, y queda mucho
tiempo. ¿Qué te parece si vamos a Dave’s a beber un poco de whisky sin refinar?
–Está bien. Salgamos antes de que Noble te silbe otra vez.

10
Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Jake se puso el abrigo mientras Sheila iba al dormitorio a retocar su maquillaje; cuando salió,
Jake vio que su humor había cambiado, que su actitud molesta había desaparecido. Adoptando una
pose, dijo:
–¡Divirtámonos como locos!
Jake sonrió pensativo.
–Nunca sabré por qué me dejaste. Siempre nos divertíamos, ¿verdad?
–Sí, pero tú bebías demasiado –dijo Sheila–. Y rompías demasiadas citas, como esta noche.
–Eso es ridículo –dijo Jake irritado.
–En absoluto. –Sheila sonrió–. Yo quería ser tu esposa, pero tú querías una compañera de bebida.
–Santo Dios –dijo Jake–. Sueno a criatura que acaba de ser arrastrada a la civilización desde los
más oscuros suburbios.
–Tampoco me adapté nunca a que trabajaras para un farsante como Gary Noble –dijo Sheila.
–Querida, estás empezando a desvariar. Tú también trabajas para Gary, recuérdalo.
–Yo llevo una cuenta honesta, la única que tiene, diría yo.
Jake meneó la cabeza mientras la seguía escaleras abajo.
–Puede que yo sea insensible, pero, ¿qué demonios tiene de malo Gary? Es un hombre de
relaciones públicas, y es un lerdo, y tiene una actitud adquisitiva hacia el dinero, pero aparte de
esto, no está tan mal.
–Bueno, no vamos a discutir por eso –dijo Sheila–, Me has preguntado por qué quería
divorciarme, y te lo he dicho.
Una vez en la calle, caminaron media manzana hasta Lake Shore Drive para coger un taxi. El
aire era limpio y frío, y del lago venía una brisa penetrante.
Sheila se acercó más a Jake y se cogió de su brazo.
–Me apetece ir a Dave’s –dijo–. Es una noche perfecta para un bar cálido y de ambiente suave.
–Oh, maldita sea –exclamó Jake, y trató de parecer sorprendido–. Acabo de recordarlo. Tenemos
que hacer una parada. ¿Conoces a May Laval?
–La he evitado en varias fiestas. –Se soltó del brazo de Jake–. Acabas de recordarlo, ¿eh?
Jake hizo señas a un taxi.
–Palabra de honor, no tardaré ni un minuto.
Subieron al taxi y Jake dio al conductor la dirección de May. Se volvió a Sheila, pero ésta estaba
contemplando el lago con gran atención.
–Bueno, ¿es una reacción adulta? –preguntó Jake.
–¿Qué hay de maravilloso en las reacciones adultas? Teníamos una cita, ¿lo recuerdas? –Le miró
con frialdad–. Primero me dejas plantada por Gary Noble, y ahora me llevas al burdel de May Laval
como si fuera una pieza de tu equipaje. ¿Qué clase de reacción, adulta o no, esperas que tenga?
–¿Crees que a mí me gusta esto? –preguntó Jake.
–Claro que te gusta. Ésa es una de las razones por las que nuestro matrimonio no se convirtió en
una institución cubierta de rosas. ¿Por qué tienes que ver a May Laval?
–May conoció a Riordan durante la guerra. Ella llevaba un diario en esa época, y ahora intenta
convertirlo en un libro. Riordan tiene miedo de que hable de él, y eso, más una investigación del
senado, es algo demasiado espantoso.
–Esto se está poniendo cada vez más interesante –dijo Sheila.
–No te gusta May, ¿verdad?
–No se trata de eso. No me gusta que me traten como a una intrusa. Y tampoco me gusta May.
–Oh, vamos, deja ya esta historia –dijo Jake–. El único problema de May es que está demasiado
adaptada. Vive exactamente como a todas las arpías castas y convencionales como tú os gustaría
vivir, así que la tratáis como si fuera una leprosa.
–No te excites tanto –dijo Sheila–. ¿No puede desagradarme por razones más interesantes, como
por ejemplo, porque es una zorra hambrienta de hombres, mimada y que viste con demasiada
ostentación?
Jake miró a Sheila y sonrió.
–Caritativa, ¿eh?

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

El taxi se detuvo ante una casa de dos pisos de piedra arenisca color pardo rojizo en la anticuada
pero eminentemente respetable zona de Astor Street. Al bajar, Jake vio que había luces encendidas
tras las cortinas corridas de las amplias ventanas, y oyó una fuerte y excelente música de jazz que
salía del primer piso.
–Sólo una pequeña reunión de amigas para hacer costura –dijo Sheila con sequedad, mientras
subían la escalera.
Abrió la puerta, grande y bruñida, una doncella que vestía un adornado uniforme blanco y negro,
y que les acompañó a través de un oscuro recibidor hasta la entrada arqueada del largo y elegante
salón.
La estancia estaba decorada en un estilo rococó victoriano moderno, con espejos ovales en
marcos de yeso blanco que colgaban en paredes verdes, y lámparas de porcelana blanca con diseños
de gruesas rosas que brillaban pálidamente. Bajo las ventanas, al final de la habitación, había un
gran diván curvado, tapizado en satén a rayas verdes y, enfrente de éste, un jarrón con rosas
reposaba sobre una mesita baja. En toda la habitación había grupos ordenados de pequeños cuadros
al óleo, a una altura ligeramente por debajo de los ojos, y la gran chimenea blanca, bellamente
tallada, estaba flanqueada por unas estanterías con libros que iban desde la alfombra beige del suelo
hasta el alto techo.
Había quizás unas treinta personas en el salón, y su conversación y risas en tono alto se
mezclaban muy bien con la música de jazz que salía del tocadiscos lacado en negro. Las mujeres
presentes eran esbeltas y tenían un aspecto adinerado, y los hombres eran precisamente de la clase
que podía permitírselas.
Jake observó la presencia de un par de jueces municipales, un senador del estado, y una variedad
de jugadores, escritores y mañosos, grupo este último cuyo jefe era el amistoso y afable Mike
Francesca, quien explotaba los manuales y burdeles de la ciudad.
Sheila echó un vistazo a su sencillo vestido negro, y dio un codazo a Jake.
–Eres un bastardo –dijo entre dientes, con una tensa sonrisa.
–Tienes un aspecto magnífico. Incolora y discreta. La gente creerá que eres mi prima de What
Cheer, Iowa.
Jake vio entonces a May, sentada con las piernas cruzadas riéndose con un jockey de rostro duro
y un hombre de cabello gris a quien Jake no conocía.
Estaba sentada en lo que parecía un rincón discreto, pero la manera en que estaban agrupados los
invitados y las líneas de la habitación dirigían inevitablemente la atención hacia ella. May tenía el
talento de lograr que la gente se fijara en ella siempre. Era el centro de atención estuviera donde
estuviera.
Sheila también la vio y murmuró.
–Una chiquilla encantadora y natural, ¿no te parece?
Jake sonrió. May vestía una falda campesina azul con una blusa blanca y zapatillas de ballet, y
llevaba su fabuloso cabello rubio peinado al estilo Alicia en el país de las maravillas.
Llevaba las piernas desnudas, y estaba ligeramente inclinada hacia adelante con los codos sobre
las rodillas, en una postura infantil pero efectiva.
–Lo único que le falta es una pequeña sombrilla –dijo Sheila.
–Oh, vamos. Es una artista en lo suyo. ¿Te das cuenta de que todos los demás parecen ir
demasiado bien vestidos?
–Como la dulce y querida May sabía que sucedería.
May les vio de pie bajo la arcada y les saludó con la mano. Se levantó al instante y se acercó a
ellos sin vacilar.
–Jake –dijo–. Qué maravilloso. –Poniendo una mano en el brazo de Sheila, como si se le hubiera
ocurrido después, dijo–: Y tú también, Sheila. Jake no me ha dicho que te traería.
–No, lo guardaba en secreto –dijo Sheila–. Yo no he entrado en esto hasta que nos hemos metido
en el taxi.
–Pobrecita, que te arrastren así como si fueras la tía. Y tienes un aspecto encantador. Un vestido
realmente sencillo.

12
Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Jake vio la nota de color en las mejillas de Sheila, y supo que la malicia comparativamente
amable de May no caía en saco roto. Sheila iba a decir algo, que casi seguro habría sido efectivo,
pero May se lo impidió riéndose y volviéndose a Jake.
Sheila soltó al aliento despacio, y dijo:
–Disculpad, por favor. Acabo de ver a un viejo amigo.
Cuando estuvo solo con May, Jake dijo:
–Me gustaría hablar contigo un minuto, a solas. ¿De acuerdo?
–Esto parece excitante. ¿Por fin te me vas a declarar?
–No, esto es importante –dijo, y sonrió al ver el gesto de fastidio involuntario que aparecía en su
rostro.
–Está bien –dijo May–. Voy a ver que todo el mundo tenga bebida y me escabulliré a la cámara
de los horrores.
Se fue y Jake se quedó observándola, pensando que, a pesar de todo su buen sentido y humor,
May jamás había sido capaz de asumir que podía haber hombres en el mundo que no la desearan
desesperadamente.
Era una delicia contemplar a May mientras iba de grupo en grupo, acaparando el interés allí
donde estuviera. Lo que llamaba la atención de todo el mundo al conocer por primera vez a May era
la frescura infantil, rosa y blanca, de su piel, y el aire de salud y vitalidad. Sus ojos eran de color
azul pálido, y claros como un espejo; y aunque su cuerpo era esbelto, daba la impresión de blanda
voluptuosidad. May parecía siempre como si acabara de recibir un masaje, de bañarse, de
perfumarse, de alimentarse y descansar, aunque en realidad podía pasar con cuatro horas de sueño
perfectamente mientras vivía a fondo las restantes veinte horas. Tenía una serie indestructible de
glándulas, órganos, ligamentos y tejidos, y todo funcionaba como una hermosa máquina bien
engrasada.
Jake se acercó al buffet a coger una bebida. Saludó con la cabeza a varias personas a las que
conocía, e intentó infructuosamente eludir a un esforzado joven que escribía seriales para la radio.
El joven, que se llamaba Rengale, se mostraba defensivo respecto a su trabajo, pero no reticente.
Jake asentía con aire ausente a sus observaciones, y miraba hacia el diván donde Sheila se
hallaba sentada con un joven ilustrador de revistas. El ilustrador hablaba con animación, y era
evidente que estaba encantado con Sheila.
Jake frunció el ceño y bebió un trago. Su matrimonio con Sheila no había funcionado. Sheila le
había abandonado de un modo amistoso después de dos años que a Jake le habían parecido
excepcionalmente agradables.
Seguían casados, técnicamente. Sheila no había pedido el divorcio todavía. Pero era cuestión de
tiempo. Jake aún no sabía qué era lo que había ido mal. Pero no le parecía que la ruptura hubiera
sido del todo culpa suya.
Rengale, el escritor de radio, interrumpió sus reflexiones nostálgicas dándole unos golpecitos en
el pecho con el índice.
–No hay discusión posible –dijo, haciendo un gesto de desdén con sus gafas con montura de
asta–. Los seriales se han convertido en el chivo expiatorio para los intelectuales del «Club del
Libro del Mes» y otros nuevos ricos culturales, y ahora –Rengale hizo una pausa para tomar aliento
y torció los labios en una sonrisa sardónica–, y ahora, la marca de calidad de la más absoluta
sofisticación es tratar a los escritores de radio con la amable tolerancia que suele reservarse más
para los adultos hidrocéfalos. Porque...
–¿Qué está escribiendo usted ahora? –preguntó Jake, deseando con todas sus fuerzas que
regresara May.
El rostro de Rengale se iluminó.
–Estoy haciendo un programa para Mutual. Judy Trent, Redactora. Trata de una redactora, que se
mete en un lío tras otro.
–Buen tema –dijo Jake con seriedad.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–En realidad, no es un mal programa. El personaje de Judy, tal como lo he concebido, es una
buena mezcla de inseguridad y agresividad compensatoria de generación actual. –Rengale hizo una
pausa y miró pensativamente su pipa–. Por el momento no tiene patrocinador.
Jake vio con alivio que May se le acercaba, pero suspiró cuando Mike Francesca la detuvo.
Mike Francesca era un hombre bajo, de complexión gruesa, con el pelo gris rizado y unos ojos
azul claro muy vivos. Su piel estaba profundamente bronceada y arrugada, y cuando sonreía, su
rostro se convertía en un sorprendente laberinto de arrugas y líneas. Sonreía mucho, y era
indefectiblemente amable a su manera, incluso cuando se veía obligado, por las exigencias de su
profesión, a arrojar al Chicago River a un competidor cubierto de cemento.
–Hace demasiado tiempo que no nos vemos –estaba diciendo Mike.
–Bueno, ¿de quién es la culpa? –dijo May.
Rengale seguía derramando sus problemas, pero Jake podía oír con bastante claridad la
conversación que sostenían May y Mike Francesca.
–Ah, culpa mía –dijo Mike, haciendo un gesto de disculpa con la cabeza–. Ahora llevo una vida
sencilla y tranquila en mi granja. Cultivo hortalizas como hacía mi padre en Sicilia, y me va muy
bien. Cavo la tierra, bebo un poco de vino, y me acuesto temprano. Es muy agradable.
–Dios mío, suena a historia mala del estilo Saroyan –dijo May–. Todo esto de cavar tierra, y
beber el buen vino tinto, y todo tan bonito. De veras, Mike, es horrible.
Mike sonrió sin comprender.
–Me parece que no eres muy amable con este anciano –dijo.
–Soy una zorra, Mike. Pero voy a sincerarme contigo cuando escriba el libro.
Mike siguió sonriendo, pero el cálido buen humor de sus rasgos embotados y oscuros había
desaparecido.
–Ah, he oído hablar de este libro, May. Escribirás algo de mí, ¿eh?
–Mike, tú eres mi protagonista. Todo el mundo se muere de ganas de conocer tu historia secreta.
–Nos lo pasábamos bien en los viejos tiempos, ¿eh, May? Hablábamos mucho, tú y yo, y no
teníamos secretos, ¿verdad que no? Mucho vino, mucho hablar. Quizás un poquito demasiado, creo
yo.
–¿Estás tratando de decirme algo con tu tacto habitual? –preguntó May, riéndose.
–Sólo esto, porque somos amigos. Escribe tu libro, pero no hagas daño a tus antiguos amigos. –
Mike sonrió levemente–. Ahora soy un hombre viejo, May. Quiero vivir en mi granja y disfrutarlo
todo en paz.
–Haces que parezca encantador.
Mike puso una mano ancha y morena sobre el hombro desnudo de May y la sacudió ligeramente.
–No soy de los que van por ahí asustando a la gente. Pero debo pedir por favor que olvides
algunas cosas que hablamos, ¿eh?
–Está bien, olvidaré algunas cosas –sonrió May–. Pero no todo, Mike. Ahora, discúlpame.
Dándose la vuelta rápidamente hizo una seña a Jake.
–Vamos, estoy lista, cariño.
Jake se excusó ante Rengale y se reunió con May. Saludó con un gesto de cabeza a Mike, a quien
conocía desde hacía muchos años, y siguió a May, cruzando el salón y subiendo la escalera hasta el
segundo piso.
Al llegar al rellano Jake miró hacia abajo y vio a Mike Francesca ponerse despacio el abrigo en
el recibidor. El anciano estaba solo y tenía en el rostro una expresión pensativa y angustiada. Jake
pensó mientras seguía a May a su dormitorio que no le gustaría ser la causa de aquella expresión en
el rostro de Mike Francesca.
May se acomodó en un diván tapizado en brocado rosa y cruzó sus esbeltas piernas por los
tobillos.
–¿Un trago? –preguntó, señalando con la cabeza una mesita de botellas que había junto al diván.
Jake se sentó en una exquisita silla de tres patas y preparó dos bebidas. May tomó un sorbo de la
suya con aire satisfecho, y preguntó:
–¿No te gusta la simplicidad estilo Walden que he creado aquí?

14
Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Echando un vistazo a su alrededor, Jake sonrió. El dormitorio de alto techo daba al este, pero
había unas gruesas cortinas rosa cogidas que impedían la vista del parque y el lago. Diseminadas en
el suelo pulido había varias alfombras de pieles blancas, y la inmensa cama con cuatro postes,
cubierta de gruesos almohadones rosa, se erguía imponente en medio de la habitación. La luz era
suave, y había una chimenea y estanterías con libros. El tocador de May era impresionante como un
altar tribal, con sus espejos en tono carne y los tarros de cristal que contenían lociones para las
manos, cremas para la cara, polvos y colonias.
–Necesitas un par de negros con abanicos de pluma de avestruz –dijo Jake–, Aparte de eso, no
falta nada.
–Es acogedor –dijo May sonriendo.
–Es la palabra exacta. –Jake encendió un cigarrillo–. He podido oír la conversación que has
tenido con Francesca. Parecía muy seria. ¿Qué ocurre?
–Oh, nada –dijo May–. Bueno, ¿de qué quieres hablarme?
–Me han dicho que estás escribiendo un libro.
–Ah, la fama –dijo May, y sonrió mirando hacia el techo.
–Mi interés, como de costumbre, es completamente egoísta. Dan Riordan nos ha contratado para
que nos ocupemos de sus relaciones con la prensa. Está preocupado por tu libro.
–No tiene ningún motivo para preocuparse. A menos que su corazón sea puro.
–Entonces supongo que tiene motivos para preocuparse.
–Jake, Riordan es un hijo de puta. Me sorprende que te hayas mezclado con él.
Jake sonrió.
–Esto no es propio de ti. Retrocedamos un poco. ¿Tienes algo referente a Riordan?
–Y si lo tuviera, ¿qué?
–¿Vas a utilizarlo?
–Lo haré si tiene sentido para la historia.
–Entonces, el libro no es ninguna broma. ¿Vas a seguir adelante con él?
–Nada me impedirá escribirlo –dijo May con calma.
Jake meneó la cabeza.
–No lo entiendo, francamente. Vas a hacer un esfuerzo para ponerte en peligro. Yo no me someto
a nadie cuando se trata de una buena diversión, pero irritar a hombres como Mike Francesca y Dan
Riordan es harina de otro costal. ¿Por qué lo haces?
–Por las razones de costumbre –dijo May con frialdad–. Dinero, prestigio, etcétera. Me estás
aburriendo, Jake.
–Está bien. Dime algo del libro.
May sonrió con aire soñador.
–Jake, no será un clásico. Será una autobiografía grandiosa, al estilo francés. –Abrió los ojos con
aire inocente, y añadió–: Por eso no puedo preocuparme demasiado por los sentimientos personales
de las personas implicadas, aunque una de ellas resulte ser cliente tuyo.
Jake le sonrió.
–No me hables de la «gran tradición francesa». Yo te conocí cuando creías que Hemingway
jugaba con los Cubs.
May se echó a reír de buena gana.
–Eres la única persona a quien no puedo impresionar.
–¿De dónde y cómo has conseguido la información sobre gente como Riordan?
May se puso de pie y cogió una caja lacada en negro, de unos treinta centímetros, que había
sobre la mesita baja. La abrió y sacó de ella un grueso libro encuadernado en piel.
–Aquí es donde están enterrados los cuerpos.
–Vaya, vaya. El anticuado diario con todos los datos. No he visto ninguno desde que dejé de
cubrir informaciones de asesinatos. Ahora suena como algo terriblemente antiguo.
–Oh, este sólo abarca los años de la guerra. Me he vuelto moderna desde entonces. De todos
modos, tengo aquí todos los pequeños bocados que necesito.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Bien, buena suerte –dijo Jake con un suspiro. No veía ninguna necesidad de continuar hablando
con ella. Quizás más tarde podría hacerle ver que estaba cometiendo un error, pensó con cinismo,
especialmente en lo que se refería a Riordan.
May guardó el diario y bajó al piso de abajo, donde la reclamó el jockey, quien se la llevó
agresivamente hacia el bar.
Jake se quedó solo fumando un cigarrillo, y poco a poco empezó a percibir una curiosa sensación
en el aire. Vio que la mayoría de los hombres y varias mujeres se habían vuelto al entrar May en la
habitación, y ahora la observaban dirigirse hacia el bar con el jockey.
Formaban un cuadro cómico. El jockey era cinco centímetros más bajo que May, pero su cuerpo
parecía estar hecho de cuero y alambre. El peinado estilo Alicia en el País de las Maravillas que
lucía May y su vestido absurdamente sencillo la hacían parecer la inocente y alegre niña caminando
con el chico más duro del barrio.
Por alguna razón, May no parecía divertir a nadie en aquellos momentos, y en el extraño silencio
que siguió a su entrada, Jake se percató de que había una clara tensión en el ambiente.
Era temor, advirtió con sobresalto. La mayoría de las personas que estaban en la habitación
tenían miedo de algo.
Jake sonrió ante este pensamiento, porque parecía melodramático e improbable; pero luego
advirtió expresiones de preocupación en varios rostros, y el modo especulativo en que muchos de
los hombres miraban a May; y eso, más el extraño silencio y el nervioso moverse por la habitación
de unas cuantas personas le percató de que su primer juicio, instintivo, había estado acertado.
El espectro del miedo flotaba en la habitación, y era miedo de May.
Sheila se le acercó y le preguntó si estaba listo para marcharse. Él dijo que de acuerdo y empezó
a contarle lo que había observado; pero para entonces el ambiente de la sala había cambiado. Jake
se preguntó si su imaginación corría demasiado y decidió mantenerse callado.
Cuando Jake ayudaba a Sheila a ponerse el abrigo en el recibidor, llamaron a la puerta. La
doncella pasó por su lado presurosa y abrió.
Dan Riordan y Gary Noble entraron, y Gary reaccionó con sorpresa al ver a Jake. Pero pareció
complacido, y Jake adivinó que era porque indicaría a Riordan que la agencia no perdía tiempo.
Riordan hizo un ademán con la cabeza señalando a Sheila y Jake efectuó las presentaciones.
Luego preguntó:
–¿Ha hablado con May?
–Sí.
Riordan dijo.
–¿Me ha mencionado?
–Lo he hecho yo –respondió Jake–. Ha insinuado que podría tener algo... –Hizo una pausa,
buscando una palabra discreta; no la encontró y dijo–: Tiene algo de usted, o ella piensa que lo
tiene, pero no hemos entrado en detalles.
Riordan aspiró aire muy lentamente, y luego hizo un saludo con la cabeza a Sheila y se encaminó
decidido al salón.
–Me quedaré con él –dijo Noble–. Me ha llamado cuando ya te habías ido, diciendo que quería
ver a May esta noche. Es un tipo obstinado.
–Nosotros nos íbamos, ¿te acuerdas? –dijo Sheila.
Fuera encontraron un taxi y se dirigieron hacia Dave’s.
–¿A qué viene esa cara? –preguntó Sheila en voz baja mientras Jake buscaba los cigarrillos en el
bolsillo con el ceño fruncido.
–May. Se está metiendo en problemas. Y que me cuelguen si entiendo por qué. No puedo
imaginármelo.
Le contó a Sheila lo que May le había dicho, y aquella noche estuvieron hablando del asunto
hasta que Sheila bostezó ostensiblemente y Jake cambió de tema.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

3
A LA MAÑANA SIGUIENTE, Jake entró en la oficina a las diez. La recepcionista le dijo que Noble
quería verle inmediatamente, así que Jake fue a su despacho. Noble estaba ante el bar y parecía
infeliz. Pero se animó cuando entró Jake.
–¿Te apetece un trago? –preguntó.
Jake declinó la invitación y se sentó al lado del escritorio de Noble.
–¿Qué ocurre?
–Bueno, la sesión de anoche con May sirvió de muy poco. –Noble llevó su vaso hasta el
escritorio y se sentó en su silla giratoria con respaldo de cuero–. Maldita mujer –dijo con voz
apropiada para maldecir el tiempo o cualquier otro fenómeno desagradable pero inevitable–. Parecía
hacer todo lo posible para llevar la contraria a Riordan. Jamás he pretendido entenderla, pero ahora,
por Dios, no creo que nadie pueda hacerlo.
–¿Qué sucedió?
Noble encendió un cigarrillo y se pasó una mano por su cabello blanco y despeinado.
–Los hechos en sí no te darán una idea de cómo fue. –Noble agitó una mano en gesto de
inutilidad–. Era como si ella fuera la única de allí que no temiera a nada.
–Creo que sé lo que quieres decir. Adelante.
–Riordan no estaba de buen humor, eso para empezar. Me recogió en la oficina y no me habló en
todo el camino hasta casa de May. Irrumpió en el salón de May y le dijo que quería hablar con ella.
Noble apagó el cigarrillo, encendió otro y el humo le hizo fruncir el ceño.
–No puedo describirlo muy bien –dijo–, pero la impresión que me dio fue que May intentaba
deliberadamente ser lo más desagradable posible. Él le preguntó por su libro, y ella al instante
expresó su sorpresa ante mi repentino interés por la literatura. Riordan sabía que se estaba burlando.
Pero se mantuvo firme. Dijo que había oído hablar del libro y que esperaba que no utilizara nada de
lo que él le había dicho confidencialmente.
Jake preguntó:
–¿Todos los de la fiesta oyeron esto?
–Es difícil decirlo. Ninguno de los dos levantó la voz, pero supongo que cualquiera que se
hubiera molestado en escuchar lo habría oído. Sea como sea, May siguió pinchando a Riordan, pero
lo hacía de esa manera infantil y alegre que a veces emplea. Le preguntó qué le preocupaba, y por
su actitud se habría podido decir que realmente no lo sabía.
–Bueno, ¿qué le preocupa a Riordan? –preguntó Jake–, Esta vaga alusión a revelaciones
escandalosas y todo eso no es nada convincente. ¿Tiene May algo específico y perjudicial?
–No lo sé. Él actúa como si así fuera. Anoche tuve la impresión de que le gustaría estrangularla,
despacio y con atención.
–¿Cómo acabó su conversación?
–En realidad no terminó, en el sentido de que no se llegó a ninguna conclusión. Riordan le
advirtió que no utilizara nada de él, o cometería un error. May fingió creer que se refería a los
problemas artísticos de selección y todo eso, y le aseguró que sería de lo más cuidadosa al elegir los
incidentes. Le dijo con gran dulzura que una biografía al estilo Sévigné requería una mezcla de
técnicas en su más alto nivel de efectividad, y que cualquier error que cometiera sería sólo porque
aspiraba a demasiado. Entonces se echó a reír y dijo que probablemente él no tenía ni la más remota
idea de lo que ella estaba hablando, y añadió que no era sorprendente, considerando las
predilecciones burguesas de Riordan.
–Encantadora línea de salida –dijo Jake.
Noble se encogió de hombros y bebió un trago.
–Riordan está como loco, Jake. Será difícil tratar con él.
–No nos preocupemos por eso. ¿No tiene que venir esta mañana su hombre a traernos algunos
datos y cifras?
–Lo olvidaba. Riordan ha llamado esta mañana y ha dicho que Avery Meed, su secretario, no
podía venir hoy, pero que estará aquí mañana por la mañana. Eso nos da un día de gracia.
Sonó el teléfono del escritorio. Noble lo cogió, escuchó y luego se lo pasó a Jake.
17
Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Es para ti.


Jake dijo:
–¿Diga?
Hubo una pausa. Luego se oyó:
–Jake, soy May. Tengo una noticia melodramática que parece sacada de una película de clase B.
Alguien ha intentado entrar por la fuerza en mi pequeño refugio esta madrugada. ¿No te parece
interesante?
–No es divertido –dijo Jake.
–Pero apenas si es trágico –dijo May–. Te llamo para ver si podías tomar café conmigo esta
mañana. Tengo ganas de estar contigo. ¿Qué te parece?
–Claro que sí; voy enseguida.
Jake colgó y miró a Noble.
–Alguien ha intentado entrar en casa de May esta noche.
–Maldita idiota –exclamó Noble–. Se meterá en problemas y liará a todo el mundo. ¿Sabes
cuánto le gustaría a la prensa agarrarse a su vinculación con Riordan? Eso sería un golpe terrible
para nuestra campaña.
–Ahora voy a desayunar con ella –dijo Jake–. Quizás esto sea bueno. Tal vez la asuste y le haga
utilizar la cabeza.
El trayecto en taxi hasta casa de May fue agradable. Los colores cambiaban en los árboles y
arbustos del parque, y las aguas grises del lago eran lisas como la pizarra salvo por alguna ocasional
onda con la cresta blanca como el encaje.
May se reunió con él en la puerta y le condujo al estudio, que estaba en el primer piso, de cara al
sol matinal. Era una habitación alegre, decorada con cuero blanco y amueblada con mullidos sofás,
una enorme mesa baja y un escritorio con montones de libros y manuscritos. Sobre la mesita baja
había un servicio de café de plata, y las persianas venecianas blancas estaban echadas para que no
entrara el sol. La habitación estaba sumida en una agradable penumbra.
May llevaba un sencillo vestido gris y zapatos de ante gris, y el cabello, reluciente, recogido en
un moño en lo alto de la cabeza. Tenía los ojos diáfanos, y la piel fresca y lozana. Parecía una
maestra de escuela enormemente saludable y hermosa que se compraba la ropa en París.
May sirvió café, sentada al lado de Jake en el mullido sofá. Un rayo de sol le daba en la cara y
ella hizo con la mano un gesto curioso de defensa. Jake vio entonces que estaba cansada; tenía
pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos y la boca, y la ilusión de su resplandeciente juventud
vaciló por un instante. May se levantó rápidamente y ajustó la persiana. Luego se sentó al lado de
Jake otra vez.
–Odio la luz del sol –dijo, irritada.
–¿Qué pasó anoche? No he venido aquí corriendo para oírte hablar de tus fobias.
May le contó la historia en pocas palabras. Se había ido a la cama a las dos, y la doncella ya se
había marchado. Se quedaba sola por las noches hasta que la mujer de la limpieza, una tal señora
Swenson, venía a las seis de la mañana, explicó May. Después de haberse quedado dormida, la
despertó un ruido en el primer piso. Eran las tres y cuarto. Fue abajo y encendió las luces. No había
nadie en la cama. Pero habían intentado forzar una ventana. Habían roto un cristal. Probablemente
su llegada había hecho huir al intruso.
–Bueno, ¿qué piensas? –preguntó May, sonriendo–. ¿Trata de blancas, quizás?
–¿Se te ha ocurrido que alguien pueda estar preocupado por este libro que estás planeando? –
preguntó Jake con sequedad.
–¡Oh, no seas ridículo!
–Escucha: anoche oí hablar a Mike Francesca, y sé que no está contento. También Dan Riordan
está preocupado por tu libro, y probablemente hay otros. Así que no me digas que soy ridículo.
–¿Cómo sabes lo de Riordan?
–Noble me lo ha contado esta mañana. Deduzco que no estuviste muy amable con nuestro
cliente.
May se echó a reír y luego encendió un cigarrillo.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Eso era lo que esperaba –dijo–. Jake, Riordan es un tipo que me desagrada. Es el perfecto
símbolo de nuestra sociedad actual, la mezcla insana de los contadores Geiger con los anuncios en
dibujos animados. Es una mezcla de hombre y niño, que construye una fábrica de un millón de
dólares pero que destroza todo el mobiliario con un martillo.
–Jamás sospeché tu olfato para los epigramas –dijo Jake–. Pero el hecho de que Riordan se
amolde a nuestra cultura no es razón para crucificarle.
–¿He de tener una razón para todo? –preguntó May bruscamente. Se puso en pie y se acercó a la
ventana, con los hombros rectos y actitud de enojo.
Jake recordó que la noche anterior se había molestado cuando él la presionó respecto a los
motivos que la llevaron a escribir el libro. Encendió un cigarrillo e intentó adivinar qué significaba
aquella reacción. Por fin se le ocurrió una idea que parecía dar la respuesta, pero era tan obvia que
le hizo sospechar.
–Date la vuelta y deja de enfurruñarte –dijo–. Tengo curiosidad por saber por qué escribes este
libro. No necesitas dinero, y no deseas la fama literaria. Así que, ¿qué queda?
May regresó y se sentó a su lado. Cruzó sus hermosas piernas y se recostó cómodamente, al
parecer de mejor humor.
–¿Qué importa por qué escribo el libro?
–Nada, supongo –dijo Jake–. Pero siento curiosidad. Vas a hacer daño a algunas personas, te
crearás enemigos. ¿Por qué tomarte todas esas molestias para hacerte impopular?
–Poner en evidencia una colección de charlatanes y de farsantes no es ninguna molestia –dijo
May, sonriendo.
–En otro tiempo eran amigos tuyos.
–Qué magníficos amigos eran –dijo May. Apagó el cigarrillo y se miró las manos–. No hablemos
más de ellos.
–Está bien –dijo Jake.
Cuando se preparaba para despedirse se abrió la puerta; entró la doncella y dijo:
–Un hombre y una mujer, el señor y la señora Riordan, quieren verla, señorita Laval.
–Vaya, vaya –exclamó Jake.
–Hazles pasar –dijo May, sonriendo a Jake.
La doncella reapareció al cabo de un momento y se hizo a un lado junto a la puerta. Denise
Riordan entró en la habitación, morena y segura de sí misma en un voluptuoso abrigo de visón, pero
el hombre que la acompañaba no era Dan Riordan. Era un delgado y rubio hijo, Brian.
Brian sonrió a Jake y se dirigió hacia él para estrecharle la mano. Jake les presentó a May.
–Estábamos tomando café –dijo May–. ¿Le apetecería algo más fuerte, señora Riordan?
–No, gracias. A veces paso hasta la tarde sin tomar nada –dijo Denise con sequedad.
Brian dijo:
–Yo tomaré un whisky con soda, si no le importa. –Se llevó una mano a la frente con cautela–.
Lo de anoche fue homérico, aunque chapucero.
Denise estaba sentada en una silla frente al sofá, donde unas rayas del claro sol matinal
resaltaban la perfección de las pieles de su abrigo. Llevaba un vestido marrón, y zapatos de tacón
bajo de cocodrilo. Había algo controlado, deliberado, en ella, advirtió Jake, cuando encendió un
cigarrillo. No dejaba de mirar a May, examinándola como si fuera algún fenómeno curioso que le
hubiera sido mostrado por vez primera.
Finalmente, dijo:
–Dan me ha hablado mucho de usted, señorita Laval.
May sonrió amablemente mientras servía café, y Jake pensó que ésta ya había ganado un asalto a
Denise. Su sencillo vestido gris y su actitud tranquilla hacían que la esposa de Riordan, a pesar de
su hermosura refinada, pareciera una reina burlesca.
–Mi querido Danny –dijo May–. Tan impulsivo y... –Hizo una pausa, pensándose la palabra– ...
tan locuaz –concluyó–. ¿Qué le ha contado de mí?
La doncella trajo la bebida de Brian, y éste bebió agradecido.

19
Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Estupendo –dijo–. El viejo me habló de usted también –dijo a May–. Siente un gran respeto por
su inteligencia.
–Creo que «astucia» fue su palabra –corrigió Denise, y soltó el humo del cigarrillo al aire.
–No deben darme demasiado mérito –dijo May con dulzura–. Danny se queda admirado ante
cualquiera que sepa leer sin mover los labios. Pero ahora que me lo recuerda, Danny solía hablarme
de usted, Denise. Usted estaba en el mundo del espectáculo o algo así, creo.
–Era bailarina.
–Sí, lo recuerdo. ¿No tenía siempre miedo a caerse de la rampa? –preguntó May con inocencia.
Brian Riordan se dio una palmada en el muslo y soltó un grito encantado.
–Maravilloso, maravilloso –dijo, mirando a Denise con ojos radiantes.
Denise le miró sin expresión alguna. Apagó el cigarrillo con un gesto violento y se volvió hacia
May.
–No he venido aquí para intercambiar agudezas –dijo.
–Por supuesto que no –dijo May sonriendo–. Pero adelante.
–Dan está preocupado por lo que va usted a escribir de él –dijo Denise, y ahora en sus mejillas
resaltaban unas manchas del color de la ira–. El no me ha hecho venir a verla, si es lo que está
pensando. He venido por iniciativa propia, porque él significa mucho para mí. ¿Puede entenderlo?
–Claro que sí, querida –dijo May.
–Está bien. Quiero que le deje en paz. Hasta ahora las cosas nos han ido bien, y no quiero que
nada las estropee.
May bebió un poco de café en silencio. Finalmente miró a Brian.
–¿Puedo preguntarte por qué has venido?
–En absoluto –respondió Brian. Sonrió–. He venido para repetir los comentarios de mi
madrastra, porque sabía que serían inadecuados. Déjeme expresarlo de esta manera: no me hago
ninguna ilusión respecto a mi padre. Sin embargo, hay dinero suyo suficiente para cuidar muy bien
de todos los de su círculo. Eso me gusta. También a Denise. También a usted le gustaría, supongo.
¿Entiende lo que quiero decir?
–Demasiado bien –dijo May.
–Me gusta que las cosas queden bien claras –dijo Denise en voz baja, y parecía que había
recuperado su porte–. Le pagaremos por destruir todos los datos o la información que tenga
referentes a Dan. Con eso queda sólo una cosa que aclarar: ¿Cuánto?
May se puso en pie y Jake vio que estaba enfadada, hermosa y muy enfadada.
Dijo a Brian:
–Has venido aquí para repetir los comentarios de tu madrastra. Los has hecho mal. Esta criatura
vestida con exceso –dijo, dando de repente media vuelta y señalando a Denise– quien, podría
añadir, hizo chantaje a tu padre para que se casara con ella fingiendo una pudorosa histeria ante la
idea de un embarazo que, después de la boda, resultó ser una falsa alarma, comprende mi trabajo
tanto como un gusano en una bolsa. Le preocupa su tíquet para la comida. Tendría que volver a
trabajar si algo le pasara a Dan Riordan.
May levantó una mano con ademán imperioso cuando Denise se puso de pie, temblando de
cólera.
–No pierda el control de sí misma –dijo fríamente–. Estoy escribiendo un libro que me interesa y
que estará terminado muy pronto. Es una obra de arte que escapa a su comprensión, que se limita a
la comida, el dormir y el sexo, supongo. El hecho de que su esposo sea una pieza integral del
mosaico que estoy construyendo es lamentable. Para usted, quiero decir.
–Un momento –dijo Brian, amable. Dio una palmadita en el hombro a Denise en gesto
tranquilizador antes de volverse a May–. Me encanta toda esta retórica fina –dijo–, pero no creo en
ella. Jamás he oído a un escritor hablar de «una pieza integral de su mosaico». No me tome el pelo,
May.
–¡Oh, Dios mío! –exclamó con falsa desesperación–. Por fin los estudiantes de segundo me han
entendido, Jake.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Yo no soy ningún estudiante de segundo –dijo Brian, sonriendo aún–. He vivido una guerra
mundial, y he visto a chicas sin ropa y me he acostado con más de una. Pero eso no viene al caso.
Pienso que debería dejar de actuar y escuchar mi proposición.
May encendió un cigarrillo con gesto de fastidio, y luego se sentó en el sofá y se dejó caer sobre
los cojines. Con el cigarrillo que le colgaba de los labios, puso los pies sobre la mesita baja y miró a
Denise y a Brian a través del humo que se enroscaba en el aire.
–Por favor, váyanse a casa –dijo–. Digan esa maravillosa palabra «adiós» y lárguense de aquí.
–Vámonos –dijo Brian escueto.
Denise miró a May echando chispas; había puro odio en su rostro.
–Lamentara esto, zorra –dijo.
–Adiós, querida –dijo May, lánguidamente–. Y, a propósito, pregúntele alguna vez a Danny por
aquella chica de Amarillo. Ella también era bailarina. Quizás se conocen.
Denise salió de la habitación, y Brian, tras un divertido saludo a May, la siguió. Jake estuvo
fumando en silencio hasta que oyó que se cerraba la puerta principal. Luego dijo:
–Estabas en buena forma. Todo esto forma parte de tu programa de impopularidad, supongo.
–No sé de qué diablos forma parte –dijo May con voz pensativa. Levantó un pie
aproximadamente treinta centímetros por encima de la mesita y dio la vuelta a su bien calzado pie
describiendo un lento círculo–. Un buen tobillo, me digo yo –dijo.
Jake se puso en pie y consultó su reloj.
–Tengo que irme, May.
May le acompañó a la puerta principal, y la doncella le trajo el sombrero y los guantes. Jake
abrió la puerta y, con la brillante luz del sol, vio que May tenía aspecto cansado y envejecido. Ella
se apartó del sol y se llevó una mano a la cara.
–Pareces cansada –dijo él.
–Tú también pareces un escapado de Dachau –dijo ella con brusquedad.
–Oh, bueno, déjalo. Descansa un poco y estarás bien. Y otra cosa, cuídate, ¿lo harás? ¿Se queda
alguien contigo por la noche?
–No, la doncella se va después de cenar. La señora Swenson llega a las seis o las siete de la
mañana.
–¿Por qué no le pides que se quede a dormir aquí?
–Porque no quiero a nadie en casa cuando trabajo. No me gusta tener gente cerca caminando de
puntillas y escuchando detrás de las puertas. –Le dio un pequeño empujón hacia la puerta–. Vamos.
No te entretengas esperando que se te ocurra una buena frase de despedida.
Jake sonrió y le dio unas palmadas en la espalda. Ella le sonrió a su vez mientras él bajaba la
escalinata, y cuando llegó a la acera, Jake se volvió y ambos se saludaron con la mano.
Aquella tarde Jake intentó hacer algo de trabajo para una cuenta industrial que la agencia había
conseguido recientemente. La empresa, que tenía problemas con el sindicato, quería un folleto para
distribuirlo a sus detallistas que elogiara sus productos y denotara al mismo tiempo que tales logros
sólo podían conseguirse si trabajaban juntos obreros agremiados y no agremiados.
Era muy aburrido, y Jake pronto dejó vagar sus pensamientos hacia May y el problema que
representaba para él, y la gente sobre la que ella pensaba escribir.
Tenía un presentimiento de por qué tenía intención de escribir el libro. Necesitaba llamar la
atención y lo estaba intentando desesperadamente. Por una serie de factores, May había dejado de
ser el punto de mira del público después de la guerra. Sus amigos se habían dispersado, ella estaba
sola. May ya no era la mujer radiante e ineludible de otro tiempo; en la alegre iluminación pastel de
su hogar todavía era adorable, pero la belleza descuidada y peligrosa había desaparecido. Aquella
belleza había sido un imán y gracias a ella la gente le había perdonado muchas cosas.
Su tragedia era que no podía cambiar sus valores, o aceptar el cambio producido en su persona.
Se estaba haciendo vieja y le parecía que la dejaban de lado. Eso, adivinó Jake, explicaba su
susceptibilidad respecto a por qué estaba escribiendo el libro. Le avergonzaba lo que hacía y por
qué lo hacía.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

La mezquindad de la motivación de May no sorprendía a Jake, porque hacía tiempo que había
decidido que muchas de las cosas adorables o feas que hacían los hombres tenían su origen en
causas incongruentemente mezquinas. Los hombres inventaban filosofías elevadas para justificar lo
que niñeras ignorantes les habían contado cuando niños, y se habían escrito grandes libros y obras
de teatro porque los autores no habían participado en equipos de atletismo o tenían acné.
Estas irritantes insignificancias actuaban en el alma humana como un grano de arena en un
molusco bivalvo, y los resultados eran de gran belleza o terror.
Jake pensó en eso aquella tarde y trabajó muy poco. Llamó a Sheila a las seis para pedirle que
cenara con él, pero ya tenía una cita. Cenó solo y volvió a su club hacia las ocho y media, donde
leyó varias revistas de actualidad antes de ducharse e irse a la cama.
Era la una y media.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

4
EL TELÉFONO le despertó a la mañana siguiente. Se lo llevó a la oreja sin levantar la cabeza de la
almohada.
–¿Diga?
–¿Jake? –Era la voz de Gary Noble, extrañamente tensa–, Jake, anoche mataron a May... ¿Me
oyes?
–Oh, Dios mío –exclamó Jake. Sacó los pies de debajo de la ropa de la cama y se sentó,
completamente despierto–. ¿Qué ha ocurrido?
–La han matado... en su casa, a primera hora de esta mañana Jake, ¿qué diablos significará esto
para nosotros?
Jake miró el reloj de su mesilla de noche. Las siete y media. Encendió un cigarrillo. Se daba
cuenta de que no pensaba con lucidez, o más bien, de que no pensaba en absoluto.
–¿Jake?
–Estoy aquí –dijo Jake–. ¿Cómo te has enterado?
–Lo han dicho en las noticias de las siete. Jake, será mejor que vayas allí corriendo y averigües
lo que piensa la policía.
–Está bien –dijo Jake.
–Y, Jake, no menciones nada de Riordan y May a la policía.
–Oh, por el amor de Dios –dijo Jake.
–Sólo te lo quería recordar.
–De acuerdo, te veré en la oficina más tarde.
Desde el club de Jake, que estaba en el Michigan Boulevard, hasta el apartamento de May se
tardaba diez minutos en taxi. Cuando llegó allí vio un pequeño grupo de hombres y mujeres en la
acera, y dos coches de la policía aparcados ante la casa. La multitud susurrante miró a Jake con
curiosidad especulativa cuando subió la escalinata de piedra hasta un policía uniformado que estaba
de guardia junto a la puerta.
–Alto –dijo el agente.
–¿Quién está aquí de homicidios? –preguntó Jake.
–El teniente Martin.
–¿Quiere hacer el favor de decirle que Jake Harrison querría verle? Creo que no habrá ningún
inconveniente.
El policía se encogió de hombros y entró en la casa. Unos segundos más tarde regresó y echó a
Jake una mirada de envidioso respeto.
–Adelante –dijo.
El teniente Martin se encontraba solo en el recibidor. Sonrió a Jake y se estrecharon la mano.
–¿Qué le trae por aquí? –preguntó Martin.
–Nada, pero May era amiga mía. ¿Qué ha sucedido?
El teniente Martin apoyó un codo en la baranda curvada y se frotó la barbilla.
–La han matado esta madrugada, hacia las cuatro, si quiere una conjetura. Es todo lo que
sabemos.
Jake se dio cuenta, mientras escuchaba la voz indiferente de Martin, que subconscientemente no
había creído a Noble; no había creído que May estaba muerta. Ahora sintió la fuerte impresión de
las palabras frías y definitivas de Martin como si recibiera la noticia por primera vez.
Permaneció junto a Martin en la gris luz matinal recordando que había estado en el mismo lugar
con May el día anterior, después que Denise y Brian Riordan se hubieran ido. Cuando se
despidieron estaba alegre.
–Era una buena amiga, ¿eh? –dijo Martin.
–Me gustaba. No la había visto mucho durante los últimos dos años, pero... era una persona
honesta y agradable. –Se detuvo, incapaz de pensar en alguna palabra que no fuera vacía o
insustancial.
–Bueno, es un caso misterioso –dijo Martin.
–¿Qué quiere decir?
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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Suba conmigo. Verá lo que quiero decir.


Jake conocía a Martin desde hacía quince años, de cuando escribía las noticias policiales para el
Herald-Messenger y Martin era un detective que trabajaba para la tercera división en South
Chicago. Sabía que Martin era paciente, cuidadoso y concienzudo, y que sentía pasión por el trabajo
policial metódico. Y, lo más importante, tenía imaginación. No tenía miedo de hacer conjeturas y
fiarse de sus presentimientos.
Martin se detuvo en lo alto de la escalera para dejar pasar a tres fotógrafos, y luego se volvió y
entró en el dormitorio de May.
Jake le siguió despacio.
La figura que estaba en la cama no tenía nada que ver con May, se dijo Jake. May se había ido.
Esta cosa despatarrada con la mirada fija que tenía un cinturón negro clavado profundamente en la
carne de su cuello era otra cosa.
Racionalizar no servía de nada, y Jake notó que empezaba a tener sudor en la cara. Ella llevaba
una bata de casa ancha y negra y chinelas de tacón alto. Una pierna estaba doblada hacia atrás bajo
su cuerpo, y una zapatilla a su lado en el suelo. El cinturón de seda negro en torno a su cuello era
evidentemente el cinturón de la bata.
–¿Ve a lo que me refiero? –preguntó Martin.
Jake vio que no estaba mirando la cama. Miraba más lejos. Siguiendo la dirección de sus ojos vio
que en el espejo rosado del tocador de May habían dibujado dos grandes X con lápiz de labios de
brillante color encarnado. Algunas botellas de colonia y perfume habían sido arrojadas al suelo, y de
los armarios habían sacado ropa que estaba esparcida por el suelo y sobre los muebles. Parecía
como si un loco hubiera asaltado el lugar.
–¿Qué piensa de eso? –dijo Martin.
Jake meneó la cabeza.
–¿Tiene usted alguna idea?
–Sólo conjeturas. Las X podrían significar que el asesino aludía a una traición. –Miró a Jake y
sonrió débilmente–. Demasiado fácil, creo. Alguien podría haber estado buscando algo, por
supuesto, o quizás al asesino le pareciera que con matarla no bastaba. Ya sabe, una forma de
mutilación.
Jake recordó entonces que May guardaba su diario en aquella habitación. Se lo había enseñado la
otra noche, durante la fiesta.
Miró hacia la mesita baja y vio que la caja lacada en la que lo guardaba estaba cerrada. Cruzó la
habitación, abrió la caja y vio, sin gran sorpresa, que estaba vacía.
El registro de los chismes de May en época de guerra y las actividades de unos cuantos hombres
famosos, incluido Dan Riordan, habían desaparecido.
Martin se acercó a él, interesado.
–¿Qué busca?
Jake sabía que al final Martin se enteraría de lo del libro que May tenía intención de escribir, y
de lo de Dan Riordan y otros hombres prominentes a quienes no agradaba la idea.
Así que le contó a Martin todo lo que sabía.
Martin meneó la cabeza lentamente.
–Buscaremos ese diario ahora. Usted trabaja para Riordan. Quizás sepa dónde estaba esta
madrugada hacia las cuatro.
–No tengo ni idea. ¿Está usted seguro de la hora?
–Bastante seguro –dijo Martin, mientras se dirigían hacia la puerta–. El cuerpo ha sido
descubierto por una tal señora Swenson, la mujer de la limpieza, que ha llegado aquí a las seis. Nos
ha dicho que ha salido a echar el correo algo que estaba en el vestíbulo, y cuando ha regresado y ha
subido aquí, ha encontrado muerta a su ama.
–¿Ha cerrado con llave cuando ha salido?
–No, pero no es probable que entrara nadie y la matara mientras ella estaba fuera. El forense ha
situado la hora del fallecimiento definitivamente antes de las cuatro y media y después de las tres.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Abajo, Jake estrechó la mano a Martin y ya se iba cuando vio a dos hombres que subían la
escalinata.
La policía de la entrada les detuvo, y dijo:
–Nadie puede entrar ahora.
El hombre que dirigía dijo:
–Dígale al oficial encargado que me gustaría verle.
Martin se acercó al umbral de la puerta.
–¿Qué puedo hacer por usted?
–¿Es usted quien se encarga de esto?
–Sí. Me llamo Martin, teniente Martin.
El hombre dijo:
–Me llamo Prior, Gregory Prior, jefe del cuerpo legal del Comité Hampstead. Éste es mi
ayudante, Gil Coombs. Tenía una cita con la señorita Laval esta mañana a las diez. El señor
Coombs ha oído por la radio que la han asesinado, por eso hemos venido enseguida.
–Entiendo –dijo Martin afablemente–. ¿Qué clase de asunto tenía usted con ella?
Jake examinó a Prior con interés. Era el agente del gobierno que realizaba la investigación inicial
de los libros y contratos de Riordan. Parecía joven para ese trabajo, unos treinta y cuatro o treinta y
cinco años, y tenía el cabello castaño y un rostro firme e inteligente.
Prior dijo:
–Sólo puedo decirle una cosa: la señorita Laval llamó anoche a mi ayudante, el señor Coombs,
hacia las doce, y le dijo que quería ponerse en contacto conmigo. Yo la llamé más tarde. Dijo que
tenía cierta información que tal vez me interesara, y me citó para esta mañana a las diez.
–La información estaba en su diario, creo –dijo Martin–, ¿Es así?
Prior no pareció sorprenderse al oírlo. Dijo:
–Eso es lo que me dijo por teléfono.
–Al parecer el diario ha desaparecido –dijo Martin–, Como sea, no está en su lugar habitual. Voy
a echar un vistazo para ver si lo encuentro, y si quiere puede acompañarme.
–Gracias –dijo Prior.
Dos policías entraron con una camilla y empezaron a subir la escalera. Martin dijo:
–Estaré con usted enseguida –y subió detrás de ellos.
Prior encendió un cigarrillo y luego miró con curiosidad a Jake. Jake dijo:
–Finalmente nos presentarán, señor Prior, así que, ¿por qué no lo hacemos ahora? Me llamo Jake
Harrison.
–¿Sí? –dijo Prior.
–Llevo las relaciones públicas de Dan Riordan –dijo Jake, y le tendió la mano.
–Oh –exclamó Prior. Él no ofreció su mano para estrechar la de Jake.
Jake metió la mano en el bolsillo del pecho y sacó cigarrillos.
–Me sorprende que May decidiera volcar en usted la información que tenía acerca de Riordan –
dijo–. Decía que iba a utilizarla en un libro.
–Bueno, ella no dijo nada de volcar la información –dijo Coombs. Era un hombre delgado, de
edad madura, con un rostro alerta–. Simplemente me pidió que le dijera a Prior que quería hablar
con él.
–No dijo que la información se refiriera a Riordan –dijo Prior.
Coombs dijo:
–Pero esperábamos que pudiera conducirnos a...
Prior carraspeó.
–No es lugar para eso, Gil.
Coombs enrojeció y asintió.
–Lo lamento –dijo.
–Espero que no pensará que soy el tipo del otro bando –dijo Jake. Encendió el cigarrillo que
tenía en la mano y se preguntó hasta qué punto podría ablandar a Prior. El hombre parecía sincero y
serio, y existía una posibilidad de que pudiera ser razonable.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–En realidad nuestros trabajos son muy similares –prosiguió–. Usted quiere conocer los hechos,
y mi tarea consiste en transmitirlos al público, y vigilar que no se distorsionen. Me complacerá
ayudarle respecto a los antecedentes de Riordan, sus actividades, etcétera. Francamente, quiero su
confianza y cooperación, porque mi tarea no es defender a Riordan, sino impedir que sea difamado
por las implicaciones de esta investigación.
–No nos dedicamos al sensacionalismo, señor Harrison –dijo Prior–. Sólo nos interesan los
hechos en sí.
–Eso me hace sentir mejor –dijo Jake, e hizo todo lo que pudo para parecer ingenuamente
aliviado–. Y, extraoficialmente, creo que encontrarán que Riordan hizo lo que habría hecho
cualquier otro hombre de negocios, y lo que cientos de ellos hicieron, en realidad. Al fin y al cabo,
estábamos en guerra y se presionaba a todo el mundo para que saliera material de las fábricas hacia
el otro lado del océano. Hacer trampas era un pasatiempo nacional.
–Quizás –dijo Prior, evasivo; y pareció meterse dentro de su cáscara, por lo que Jake dejó de
presionar. Dio la mano a ambos hombres y se marchó.
Llegó a la oficina veinte minutos más tarde, hacia las ocho cuarenta y cinco, y fue a ver a Noble.
Le relató brevemente lo que había ocurrido, y añadió que había dicho a Martin que Riordan
probablemente aparecía en el diario de May.
Noble se pasó la mano por el despeinado cabello y miró a Jake con reproche.
–¿Por qué demonios lo has hecho?
–Lo habría descubierto de todos modos.
–Supongo que sí. –Noble se acercó al bar a prepararse un trago.
Jake encendió un cigarrillo.
–¿Gran noche? –preguntó.
Noble afirmó con la cabeza. Regresó a su escritorio y Jake advirtió que no se había afeitado, y el
cuello de su camisa estaba arrugado y sucio.
Jake preguntó:
–¿Cómo sabes que Riordan no ha tenido nada que ver con la muerte de May?
–Espero que sea así. La cuenta no valdría nada si Riordan fuera a la silla eléctrica.
–Es una manera muy objetiva de mirarlo –dijo Jake–. ¿Por casualidad no has sabido nada de él?
–Ni una palabra. He hablado con su esposa, y no sabía dónde estaba.
Jake se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta con Noble pisándole los talones.
–Una cosa, Jake –dijo Noble–. Voy a necesitar tu ayuda. Anoche no fui a casa. Yo... te
agradecería muchísimo si respaldaras mi historia de que pasé la noche contigo.
–Es una magnífica idea –dijo Jake. Vio que Noble estaba temblando de verdad, y que su tez
normalmente bronceada tenía un tono verdoso. ¿Dónde estuviste anoche?
–Le dije a mi esposa que tenía una reunión de trabajo –dijo Noble, bajando la voz–. En realidad,
pasé a ver a una amiga mía en el Regis Hotel. Es una chica magnífica, Jake, una chica magnífica, y
si la conocieras sabrías a lo que me refiero.
–Gracias a Dios que no la conozco. ¿Cómo se llama?
–Bebe Passione. Es un nombre artístico, por supuesto.
–¿De veras? Gary, a veces no te entiendo. Está en marcha una investigación por asesinato y tú,
junto con unas cuantas personas más, puede que tengas que explicar dónde estabas hoy a las cuatro
de la madrugada. ¿Lo entiendes?
–Lo sé, lo sé –dijo Noble apresurado–. Por eso mismo. Si le cuento a la policía que estuve con
Bebe, mi esposa se pondrá frenética y armará un drama. ¿Comprendes?
–Claro que sí, pero me temo que voy a darte un duro golpe –Jake dio unas palmaditas en el
hombro de Gary–, La respuesta, en una palabra, es «no». Me gustaría ayudarte, pero esto no es una
travesura de colegiales, es un asesinato.
–Bueno, está bien –suspiró Noble–. Quizás a la policía no le interesará saber dónde he estado
esta madrugada. Quizás todo se olvidará.
–Es muy probable –dijo Jake.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Jake fue a su despacho y se sentó ante su escritorio; pero después de juguetear ociosamente con
un abrecartas, puso los pies sobre la mesa y trató de pensar.
Desde la posición en que estaba podía ver por la puerta abierta el despacho contiguo, ocupado
por una chica llamada Toni Ryerson, que había acudido a Noble tras acabar un curso nocturno de
relaciones públicas. Jake vio que ella también tenía los pies sobre el escritorio, ofreciéndole una
agradable vista de sus delicados tobillos. Jake se levantó y fue al despacho de Toni. Ésta estaba
estudiando y con la mano libre sostenía un vaso de café. Toni era una chica delgada y apasionada,
que tenía el cabello negro y liso y una expresión concentrada en el rostro.
–Hola, Jake –dijo–. ¿Te has enterado de la noticia?
–Sí.
–¿No es lo peor que has oído jamás? Llevo tres semanas trabajando en la cuenta Grant, y esta
mañana Noble me envía un memorando diciendo que me trasladan al departamento de moda.
–Oh, qué noticia –dijo Jake–. No, no me había enterado. Un memorando, ¿eh? Es bastante rudo.
Habría podido llamarte a su despacho, ofrecerte un último cigarrillo y una excusa cualquiera antes
del coup de grâce. ¿Te ha dicho por qué lo hacía?
–Adivino que tuvo un ataque repentino de locura.
–Bueno, tienes que esperar cosas así. Éste es el fabuloso mundo de los negocios. No sirve de
nada llamar estúpido a Gary. Eso es evidente, porque si tuviera cerebro se iría y montaría su propia
agencia, en lugar de trabajar para nosotros.
Toni sonrió.
–Supongo que todo sucede para bien.
Jake se preguntó sin especial curiosidad qué haría Toni sin su reserva de aforismos protectores.
Era una de esas felices criaturas que protegen su ego con un grueso recubrimiento de frases hechas,
apotegmas, citas y sentencias que sirven de amortiguador entre ellas y la realidad. No había fallo, ni
humillación ni circunstancia que Toni no pudiera revalorar con esperanza a la luz de lo que alguien
había dicho, con más o menos verdad, en el lejano pasado.
Por la otra puerta entró Dean Niccolo, con un traje de tweed y una pipa, y Jake se percató de que
a Toni se le iluminaba la cara al instante.
Niccolo dijo a Jake:
–Qué pena lo que May. Acabo de leer la noticia.
–¿Cuál? –preguntó Toni.
–May Laval, una amiga nuestra; la han matado esta madrugada –respondió Jake.
–Dios santo –exclamó Toni–, ¿Sabéis una cosa? Esta mañana, cuando he visto el día que hacía,
he dicho: «Qué día para un asesinato». ¿No es extraño?
–Realmente no –dijo Jake, y Toni le miró atónito.
Niccolo se sentó en la silla que había al lado del escritorio de Toni y se pasó una mano por el
oscuro y espeso cabello. Tenía una expresión taciturna y se quedó mirando la punta de sus gruesos
zapatos.
–No la conocía muy bien, sólo había tropezado con ella algunas veces en la ciudad. Pero era una
buena persona. ¿La policía no tiene ninguna idea todavía?
Jake dijo que no, y luego se excusó y regresó a su despacho. Por el feliz destello en el rostro de
Toni adivinó que la muchacha agradecería estar unos momentos a solas con Niccolo, así que cerró
la puerta que unía los dos despachos.
Sonó el teléfono de Jake. Al cogerlo se enteró de que el señor Avery Meed, de la oficina del
señor Riordan, le estaba esperando. Jake dijo a la recepcionista que le hiciera pasar. Cuando colgó
el teléfono, vio a Sheila en la puerta. Ella sonrió y se le acercó, poniéndole una mano sobre la
mejilla.
–Me he enterado de lo de May –dijo–. Lo siento, Jake.
Él le dio un apretón en la mano.
–Gracias. Estoy bastante deprimido.
Ella cogió en encendedor de encima del escritorio y acercó la llama al cigarrillo que tenía en los
labios.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–¿Te gustaría salir y emborracharte?


–No, tengo trabajo que hacer. Pero es la mejor oferta que me han hecho en toda la mañana.
–Jake, lamento lo que dije de ella la otra noche.
–Lo sé. Estabas furiosa conmigo, no con ella.
Oyeron una leve tos en la puerta. Jake levantó la vista hacia allí y vio a un hombre bien vestido,
con una cartera bajo el brazo y una mirada educadamente inexpresiva en el rostro.
–Soy Avery Meed –dijo.
–Ah, pase –dijo Jake. Presentó a Avery Meed y a Sheila, quien se excusó y se marchó.
Meed se sentó en el sillón de cuero junto al escritorio de Jake, con los pies juntos y firmes en el
suelo y la cartera sobre el regazo. Tenía más de cincuenta años, calculó Jake, pero su cuerpo
menudo era firme y sus ojos vivaces. Vestía un traje gris de banquero que llevaba el desaliñado sello
de Brooks Brothers, y un cuello muy almidonado con una corbata de punto negra. Tenía una
expresión atenta, como si esperara una orden.
Jake dijo:
–El señor Riordan nos informó que usted podría darnos una idea de lo que vamos a tener que
enfrentarnos en esta investigación. Soy un ignorante en cuanto a cifras, así que no espere mucho de
mí.
Meed sonrió mecánicamente.
–Intentaré aclararle todos los puntos que le parezcan confusos. –Abrió la cremallera de su cartera
y puso ante Jake dos carpetas de papel–. Estas declaraciones engloban las operaciones de la Riordan
Mills y la Riordan Casting Company de 1943 a 1945.
Jake hojeó las dos carpetas y vio que cada una de ellas contenía resúmenes de las diversas
transacciones, pasivos, activos y balances de las dos compañías. La declaración de beneficios netos
en cada caso era impresionante.
–Les fue bien durante la guerra –dijo.
–Sí –dijo Meed.
Jake cerró las carpetas.
–Francamente, esto no sirve de gran ayuda. Riordan nos dijo la otra noche que había pasado por
alto arbitrariamente ciertas especificaciones del gobierno en la fabricación de cañones de escopeta.
¿Eso es todo lo que hizo?
–Básicamente, eso es lo que sucedió.
–En ese caso, es probable que el gobierno le califique de estafador, imagino.
Meed sonrió.
–El gobierno tiene que demostrarlo. Usted sabe lo que ocurrió porque el señor Riordan fue
franco con usted; pero no es necesario que lo seamos tanto con el gobierno.
–¿Y los libros de las compañías? ¿No reflejarán la historia?
Meed sonrió complacido.
–Los libros, señor Harrison, pueden contar muchas historias. Un juego de libros, llevado con
diligencia e imaginación, en ciertos aspectos es como un bosque espeso y sin señalizar: bastante
difícil de atravesar si no se saben buscar las marcas que indican el camino.
–Entiendo. Ahora corríjame si me equivoco. Riordan utilizó deliberadamente una calidad de
acero más barata que la especificada en el contrato, pero los hombres del gobierno no es probable
que lo descubran a través de los registros oficiales que tienen ustedes. ¿Es así?
–Sí.
–Entonces, ¿cómo encontró la pista de Riordan el Comité Hampstead?
Meed se encogió de hombros.
–Hubo varios casos de detonación prematura de los cañones de nuestra empresa. Creo que
murieron algunas personas en al menos dos de los accidentes. Los informes que realizaron los jefes
de la compañía y los inspectores de artillería tardaron mucho tiempo en alcanzar un nivel en que
pudieran ser examinados con alguna eficacia, pero inevitablemente esto sucedió, y se descubrió que
la Riordan Casting Company era la fabricante de los cañones defectuosos. De ahí la investigación.
Jake se recostó en la silla y jugueteó con un lápiz. Luego miró a Meed y preguntó:

28
Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–¿Cuál es su idea personal al respecto? Quiero decir, ¿cree que Riordan tenía alguna justificación
al utilizar acero barato, considerando que como resultado de esta acción morían hombres?
Meed pareció sorprendido.
–Yo no opino sobre el tema –dijo–. Quizás –añadió, sonriendo– soy un hombre sin emociones.
La muerte innecesaria de soldados americanos fue un suceso desgraciado, por supuesto, pero no le
veo gran utilidad a aplicar terminología moral a esta situación. Los hechos existen de manera
diferente para cada uno. Tome a los soldados, por ejemplo, el hecho de su muerte tiene un
significado para sus familias; para mí, significa una complicación en la marcha de un asunto
industrial. Se me tacharía de cruel por esta actitud, pero eso no cambiaría mis sentimientos.
–Entiendo –dijo Jake con sequedad–. Nadie le acusaría de permitir que su corazón guiara su
cabeza. Pero dígame: ¿Conoce a una mujer llamada May Laval?
Meed hizo una pausa. Luego contestó:
–No, nunca tuve ese placer. Entiendo por lo publicado en los periódicos esta mañana que jamás
lo tendré.
–Tal vez sepa usted que tenía un diario que, según se suponía, contenía información sobre
Riordan.
–Sí, lo sabía.
–Bueno, el diario ha desaparecido. Supongamos que apareciera. ¿Qué pasa entonces?
–Entiendo lo que quiere decir. Sí, la información del diario podría proporcionar una clave a este
comité investigador. Es un riesgo que debemos correr, puesto que no podemos hacer nada por ello.
Jake se dio cuenta de que Meed le había proporcionado muy poca información. Pero era
estimulante saber que la verdad de las manipulaciones de Riordan estaba a salvo, oculta en unos
documentos laberínticos. Cuanto más costara encontrar el cuerpo del delito, más tiempo podrían
insistir en que éste no existía.
Mientras Meed volvía a colocar las carpetas en su cartera, Jake dijo:
–Por cierto, ¿sabe dónde estaba Riordan esta mañana... de madrugada, quiero decir? Hacia las
cuatro, digamos.
Meed miró directamente a Jake y sonrió:
–Oh, sí. El señor Noble fue requerido en Gary, Indiana, anoche. Se quedó allí hasta esta mañana,
con su director de planta.
Noble podría tranquilizarse ahora, pensó Jake.
Niccolo entró cuando Meed se estaba preparando para irse. Jake les presentó, y Meed sonrió de
manera impersonal; luego se excusó y se marchó.
–¿Quién era? –preguntó Niccolo.
–Uno de los dientes del engranaje de Riordan –dijo Jake–. Avery Meed. Muy agudo.
–Está bien –dijo Niccolo–, Necesitamos cerebros en nuestro bando. Te veré luego.
Cuando se fue, Jake se acercó a la ventana y contempló el magnífico panorama de la ciudad,
irreal y misterioso en la bruma otoñal.
Desde la altura a que se encontraba su despacho podía ver el limpio Outer Drive y sus seis
carriles de violento tráfico, y el fondo gris negruzco del lago que se fundía en el sombrío horizonte.
Observó el movimiento microscópico de la gente que caminaba presurosa por las aceras,
agrupándose momentáneamente en los semáforos como hormigas ante un inesperado obstáculo, y
esparciéndose luego otra vez cuando cambiaban las luces.
Jake suspiró y regresó a su escritorio. Trabajó durante unas cuantas horas sin conseguir gran
cosa. Se alegró al oír el teléfono. Era Noble.
–Jake, ven a mi despacho enseguida. Maldita sea, el infierno se ha desatado.
En su voz había un tono de crisis.
Jake dijo que iba inmediatamente.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

5
NOBLE estaba paseando arriba y abajo ante su escritorio cuando Jake entró, y la expresión de su
rostro, normalmente radiante, parecía la de un hombre cuyos agentes de bolsa hubieran malvendido
sus acciones el mismo día en que su esposa se había fugado con su mejor amigo. Cuando vio a Jake,
lanzó las manos al aire en gesto de dramática desesperación.
–Ya lo tenemos, Jake –dijo con aspereza–. Mira. –Cogió el periódico que había encima de su
mesa y señaló con dedo tembloroso un artículo que ocupaba casi el sesenta por ciento de la columna
uno de la primera página.
Había una fotografía y un relato del asesinato de May en la misma página, pero Noble se refería
a otra historia, una historia que había sido entregada a la prensa por Gregory Prior.
Jake se sentó en el borde del escritorio de Noble y repasó rápidamente la columna. Prior había
explicado que su trabajo consistía en investigar los contratos en época de guerra de un tal Dan
Riordan, y pasar sus averiguaciones al comité senatorial. Hasta ahí, bien.
Lo malo venía en el último párrafo. En él se mencionaba que Prior había dicho:
«... los poderosos representantes de prensa del señor Riordan ya me han venido a buscar, y han
intentado presentarme a su cliente como un hombre que no actuó peor que muchos otros.
Naturalmente, no pretendo dejarme influir por estos apologistas pagados...»
Había más, pero Jake dejó el periódico y dijo:
–Maldita sea.
–¿De dónde habrá sacado esa historia? –dijo Noble con desesperación.
–De mí –dijo Jake–. He conocido a Prior en casa de May esta mañana, y he intentado llegarle al
corazón. Me parece que estoy perdiendo mis encantos.
–¿Qué demonios vamos a hacer?
–Te lo diré –dijo Jake–. Voy a hacer que ese bastardo se arrepienta de haber venido a Chicago.
Lo primero que haré...
El teléfono de Noble le interrumpió. Noble cogió el auricular y lanzó una mirada a Jake:
–Sí, señor Riordan, lo hemos visto –dijo.
Jake vio la transpiración que perlaba la frente de Noble.
–Esa historia ha sido un error –dijo Noble, haciendo una seña a Jake–. Todo ha sido un error.
Verá...
Jake cogió el teléfono de la mano de Noble.
–Soy Jake Harrison, señor Riordan. El responsable de esa historia soy yo.
La voz de Riordan era áspera.
–Maldita sea, ¿estaba loco o borracho?
–Tranquilícese un poco –dijo Jake–. He conocido a Prior esta mañana en casa de May Laval, y
me he arriesgado a hacer que cooperara mostrándome franco. Le he dicho que hablaba
extraoficialmente, que, como es probable que sepa usted, es un pacto que la gente de este negocio
respeta. Prior no lo hace, eso es evidente.
–Bueno, ¿qué vamos a hacer? Esa historia me hace aparecer como un estafador que ha
contratado a un montón de agentes de prensa locuaces porque tiene miedo de que la verdad salga a
la luz.
–Nos ocuparemos de eso. Esta tarde tendremos una rueda de prensa. ¿Le va bien a las tres?
–Esa hora me va bien, pero, ¿qué diremos?
–Déjemelo a mí. Lo prepararé para las tres en su suite, y estaremos allí hacia las dos para hacer
un ensayo. Se ha enterado de lo de May Laval, supongo.
–Sí, leo los periódicos. Yo... es una vergüenza. Pasé la noche en Gary y me he enterado cuando
he vuelto a la ciudad. ¿Ha visto a Avery Meed?
–Sí, acaba de irse.
–Entiendo. –Riordan parecía aliviado–. Le estoy esperando, pero supongo que estará aquí pronto.
–Supongo que sí –dijo Jake, y dejó el auricular en su sitio.
Noble estaba en el bar preparándose un trago. Lo llevó al escritorio y se sentó, nervioso.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Una rueda de prensa esta tarde es precipitar un poco las cosas –dijo–. Los chicos de la prensa
pueden hacérselo pasar muy mal.
Jake se encogió de hombros.
–No tenemos elección. Cuanto más esperemos después de este chaparrón de Prior, más débiles
serán nuestros argumentos. Será mejor que digas a tu secretaria que llame a los periódicos y a la
radio y les comunique lo de la rueda de prensa. Diré a Niccolo que prepare la declaración de
Riordan.
–Hablemos de eso un minuto –dijo Noble, frotándose la frente con preocupación–, ¿Qué diablos
puede decir Riordan?
–Creo que será mejor que juguemos sobre seguro. Insistiremos en el hecho de que hasta el
momento el gobierno no ha presentado ninguna acusación específica, y que es muy arbitrario
condenar a Riordan en la prensa. Convertiremos a Riordan en la víctima agraviada de la burocracia
fascista. Sé que no es un argumento brillante, pero otras veces ha funcionado. –Jake encendió un
cigarrillo y tiró la cerilla con gesto irritado–. No me siento un genio en estos momentos. Todas mis
ideas giran en torno a colocar a un chiquillo en el regazo de Riordan. Espero también que pueda
demostrar que pasó la noche en Gary. Por lo menos eso le eliminará como candidato a la silla
eléctrica.
–Entiendo lo que quieres decir –dijo Noble, y se quedó mirando su vaso con expresión solemne.
Jake intentó inútilmente encontrar a Niccolo; pero al parecer Dean había salido a tomar un
tentempié de media mañana. Volvió a su despacho, puso una hoja de papel en la máquina de escribir
y redactó el discurso de Riordan en media hora. Tomó un café y un bocadillo en el mismo
escritorio, y reescribió el discurso una vez más, tratando de encontrar un tono que pareciera
improvisado cuando Riordan lo soltara en la prensa.
El teniente Martin le llamó a la una.
–¿Alguna novedad? –preguntó Jake.
–Nada interesante –dijo Martin. Parecía hosco–. Hemos verificado las cosas evidentes. May tenía
dos sirvientas, una doncella y una mujer de la limpieza, pero ninguna de las dos dormía allí. La
mujer de la limpieza llegaba a las seis de la mañana, porque con frecuencia May tenía invitados a
desayunar, hacia las diez o las once.
–Lo llaman desayuno-almuerzo –dijo Jake.
–Sí eso es. Bueno, la doncella se fue a las dos de la madrugada. La fiesta había terminado ya,
pero todavía quedaba un tipo. Un tal Rengale. He hablado con él, y dice que se fue hacia las dos y
cuarto. ¿Le conoce?
–Sí –dijo Jake.
–Maldito idiota –dijo Martin–. No ha parado de hablar de seriales. Dice que son los poemas
musicales del pueblo, sea lo que sea lo que eso signifique. De todos modos, está limpio. Estuvo en
un bar desde las dos y cuarto hasta las seis y media.
–No ha encontrado el diario, supongo.
–No. Pero quiero hablar con su hombre, con Riordan.
–Me temo que servirá de poco. Pasó la noche en Gary.
–¿Sí? ¿Qué hacía en Gary?
–Maldita sea, ¿cómo voy a saberlo? Tiene fábricas de acero en Gary. Quizás fue a mezclar acero,
o lo que se haga con el acero. ¿Cuándo piensa verle?
–He pensado que le gustaría sugerir alguna hora.
–Es muy decente por su parte, amigo. ¿Podría ser hacia las cuatro y media? Tenemos una rueda
de prensa a las tres, y estropearía nuestros argumentos si llegara usted a esa hora para arrestarle.
–No voy a arrestarle. A las cuatro y media me va bien.
–Gracias. Dígame si alguna vez le puedo conseguir un tíquet de parking.
–Me los consigo yo mismo –dijo Martin. Hizo una pausa y luego dijo con voz decidida pero
turbada–: Hay una cosa, Jake. Mi hijo celebra una fiesta de cumpleaños esta tarde, y mi esposa ha
pensado que estaría bien que saliera su foto en el periódico. Con los otros niños, claro –añadió–: Le

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

he prometido que hablaría con alguien. Ya sabe usted cómo son las mujeres, Jake; se vuelven locas
cada vez que a sus hijos les sale un diente o aprenden una palabra nueva.
–Claro, por supuesto –dijo Jake–. Pero los padres son diferentes. No prestan atención a sus hijos,
a no ser que hagan algo impresionante, como arrojar un puñado de puré de espinaca contra la pared.
–Oh, basta. ¿Cree que puede arreglarlo?
–Seguro –dijo Jake–. Y gracias por mantenerse lejos de Riordan.
–De acuerdo –dijo Martin.
Jake llamó al redactor de noticias locales del Tribune. Preguntó a Mike Hanlon, un viejo amigo,
si tenían algún fotógrafo libre para ir a una fiesta de cumpleaños infantil. Mike dijo que por
supuesto, que a todo el mundo le gustaban las fotos de niños. Y de perros, añadió.

Jake se metió en el bolsillo el discurso de Riordan y empezó a buscar a Noble. Se detuvo ante la
puerta abierta de Sheila. Ésta tenía los pies sobre la mesa y estaba examinando una enorme cartulina
apoyada contra la pared. La cartulina estaba llena de recortes de diversos periódicos, y los titulares
indicaban, a todo el que le interesara, que representaban espacio editorial que hablaba del príncipe
de las galletas: Toastes Cracker.
Jake entró y se sentó en el borde del escritorio.
–¿Admirando la pieza cazada? –dijo, dándole unas palmaditas en el delgado tobillo.
Sheila puso los pies en el suelo.
–Perdiste tus derechos territoriales, ¿lo recuerdas?
Jake chasqueó los dedos.
–Siempre lo olvido. ¿No te parece que hay algo no natural en el hecho de que trabajemos con tal
proximidad?
–Yo no me siento no natural –dijo Sheila–. Pero encuentro tus insinuaciones como despistadas,
un poco molestas. ¿Qué piensas de eso? –preguntó, señalando la muestra de Toastes Cracker–.
Tengo recetas de galletas en doscientas columnas de cocina, y por la radio lo han dado unas
quinientas veces en los programas de trucos para el hogar. No está mal, ¿eh?
–No, de hecho está muy bien. ¿Gary lo ha visto?
–Sí, hace unos quince minutos; pero está demasiado inquieto para ocuparse de esto. Le ha
echado un vistazo y ha dicho: «¡Magnífico! ¡Magnífico!» antes de salir corriendo. ¿Qué tiene en
mente?
–La rueda de prensa de Riordan –dijo Jake.
–Supongo que has escrito tú el discurso de Riordan. ¿Has hecho que parezca Nathan Hale?
–Deja de hablar con desdén. En estos momentos no puedo soportar tu desprecio idealista.
¿Quieres venir con nosotros a lo de Riordan?
Sheila consultó su reloj y frunció el ceño.
–A las cuatro tengo que tener en el correo seis notas de prensa. No puedes empezar a odiar las
galletas hasta que no has considerado todas las cosas horribles que puedes hacer con ellas. He
metido galletas en todas partes menos en la boca de los redactores culinarios.
–¿Has intentado dejarlas toda la noche en remojo? Vamos.
–Está bien –dijo Sheila. Sonrió y se puso en pie–. A Gary no le importará, ¿verdad?
–No se dará cuenta. Date prisa.
Jake fue al despacho de Noble sintiéndose mejor. Sería una ventaja llevar a Sheila. Ella sabía
mezclar las bebidas y hablar de la profesión con la prensa.
Cuando Jake llegó a la recepción Niccolo entraba.
–Me han dicho que me querías ver esta mañana. ¿Algo importante?
–Las declaraciones de Riordan para la rueda de prensa –dijo Jake–. Yo mismo las he escrito. Será
mejor que vengas con nosotros. Más adelante querré que hagas algunas notas de prensa, y esta tarde
puedes enterarte de algunos datos.
–De acuerdo.
Jake entró en el despacho de Noble sin llamar a la puerta. Noble se había afeitado y cambiado de
traje, y su espeso cabello blanco había sido despeinado con el cuidado habitual.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Vámonos –dijo Jake.


Encontraron a Niccolo y a Sheila en la recepción, y salieron hacia los ascensores, y, por alguna
razón, nadie estaba muy animado.
–Bueno, ánimo –dijo Noble, sonriendo nerviosamente–. Lo hemos hecho antes y podemos
hacerlo otra vez.
–Camuflaje, señores, vamos a atacar –dijo Niccolo, solemne, e hizo un guiño a Jake.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

6
LLEGARON A LA SUITE de Riordan en el Blackstone Hotel a las dos en punto. Les abrió la puerta
la esposa de Riordan, Denise, con un vaso de whisky en la mano.
–Pasen –dijo–. Danny se está vistiendo, pero no creo que tarde.
Brian Riordan estaba hundido en un mullido sofá junto a la chimenea, con una pierna sobre el
brazo de éste y un vaso en la mano. Llevaba un traje de tweed y unos mechones de su cabello rubio
le caían sobre la frente.
–Aquí llegan los caballeros blancos en socorro del anciano –dijo, sonriendo–. ¿Tienen un aura de
lujo para colocársela en la cabeza, y una orquesta que toque música celestial de fondo?
Denise dijo:
–Oh, cállate ya, Brian.
Noble efectuó las presentaciones. Brian hizo un gesto afirmativo con la cabeza con aire ausente
para saludar a Sheila y dijo a Niccolo:
–¿No nos habíamos visto antes?
Niccolo dijo:
–Sí. Esperabas un ascensor en la oficina la otra noche cuando yo bajé de uno. Te preocupaba
saber si yo había estado o no en el ejército.
–Sí, estaba un poco bebido –dijo Brian–. Pero es una buena pregunta. ¿Estuvo usted en el
ejército?
–Es una pregunta tonta –dijo Denise–. ¿Puedo prepararles algo para beber, señores?
Sheila se sentó en el diván y lanzó a Jake una rápida mirada de diversión.
–Sí, tomaré un whisky con soda, ya que parece que estemos en el club.
–No sea sarcástica. Soy tremendamente desconsiderado, lo sé. Siempre tengo una gran
curiosidad por saber qué hacía la otra gente mientras yo estaba lanzando pequeños mensajes de
ánimo a los alemanes. Algunos de ellos hacían las cosas más divertidas. Mi padre, por ejemplo. Él
ganaba dinero. ¿Y ustedes? ¿Tuvieron una guerra agradable?
–Yo estuve en los paracomandos, si es a eso a lo que se refiere –dijo Sheila–. Pero no tuve una
guerra agradable.
Se abrió la puerta del dormitorio y apareció Dan Riordan, recién afeitado y vestido con un traje
cruzado de franela gris.
Se acercó inquieto a la ventana, descorrió las cortinas, luego las corrió y volvió al centro de la
habitación.
–¿Algún detalle referente al asesinato de May? –preguntó, a nadie en particular.
Se produjo un extraño silencio en la habitación, y Jake tuvo la impresión de que Riordan había
mencionado lo que estaba en la mente de todos.
–Sólo conozco los hechos en sí –dijo Noble.
Jake se acomodó en la silla y miró a su alrededor. Brian Riordan echaba volutas de humo al aire,
y Denise había cruzado las piernas y tamborileaba los dedos sobre el brazo del sillón con aire
distraído. Sheila estaba observando a Riordan, quien miraba a Noble con el ceño fruncido, como si
hubiera dicho algo importante.
Jake se dio cuenta de que casi todos los presentes se sentían aliviados porque May había sido
asesinada. Riordan, con toda seguridad. Y Denise y Brian también, puesto que el hecho aseguraba la
salud y la productividad de su gallina de los huevos de oro. Sheila no tenía motivo alguno, pero a
Noble sin duda le alegraba que hubieran eliminado un obstáculo del camino del cliente.
La pregunta era: ¿alguna de estas personas había matado a May?
Riordan, que tenía el mejor motivo para asesinarla había pasado la noche en Gary, Indiana.
Noble no tenía coartada, aparte de su propia palabra de que había pasado la noche con una tal Bebe
Passione. Jake se preguntaba dónde había estado anoche Denise Riordan, ya que nadie había
mencionado que ella estuviera en Gary con su esposo. Y Brian, ¿dónde había estado?
Riordan se puso un cigarro en la boca y lo encendió con un encendedor de plata que cogió en la
mesita baja.
–¿La policía todavía no posee ninguna pista? –preguntó.
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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Por el momento no –dijo Jake–. La mataron a eso de las cuatro, estrangulada con el cinturón de
su bata. Saben que falta su diario. –Hizo una pausa y miró a Riordan–. Saben que se presume que el
diario contenía alguna información comprometida sobre usted.
–¿Cómo lo saben? –preguntó Riordan con calma.
–Se lo dije yo.
–¿Alguna razón para hacerlo?
–Claro que sí, desde luego. Usted y May discutieron acerca de los planes que ella tenía de
escribir el libro, discusión que fue escuchada por casi todos los asistentes a la fiesta. La policía se
habría enterado de eso, así que se lo conté para hacer ver que no tenemos, o más bien que usted no
tiene, nada que temer.
–No tengo nada que temer –dijo Riordan–. Su suposición de que necesito ser defendido es un
poco extraña, Harrison.
Jake suspiró.
–Es una enfermedad profesional que tengo, cubrir todos los riesgos. Me alegro que no tenga nada
que temer, porque esta tarde a las cuatro y media tiene una cita con el teniente Martin, de la división
de homicidios.
–¿Cómo lo sabe usted?
–Me ha preguntado cuándo podría verle. Le he sugerido que fuera después de la rueda de prensa.
Por razones obvias.
–Entiendo –Riordan frunció el ceño y luego empezó a hacer gestos afirmativos con la cabeza,
con aire pensativo–. Quiere usted decir que Martin está dispuesto a cooperar porque usted le habló
con franqueza de mí. Hizo usted bien. –De repente sonrió–. Lo está haciendo bien, Harrison.
Denise se puso de pie con impaciencia.
–Detesto todo esto –dijo–. May Laval era una flamante zorra, y ni siquiera podía morir sin
organizar una escena. La gente dirá que tú la mataste para hacerte con el diario, Danny.
–La gente no dirá tal cosa –dijo Riordan con gran frialdad. Miró a su esposa con ira controlada
pero inconfundible–. Anoche estuve en Gary, si lo recuerdas.
Brian Riordan aplaudió de pronto.
–Magnate salvado por coartada de último momento –entonó–. La libre empresa gana otra vez.
–Oh, cierra el pico –dijo su padre.
–Ese problema es el problema de todos ustedes, que son tan tremendamente serios –dijo Brian,
poniéndose en pie con aire lánguido–. Vamos, Denise, te acompañaré al ascensor.
Denise besó a Riordan en la mejilla y cogió un bolso de cocodrilo que hacía juego con sus
zapatos, y un abrigo de cebellina que proporcionaba a su aspecto el último toque de exquisito
dispendio.
–Me voy de compras –dijo, y sonrió a todos–. Les veré pronto otra vez, espero.
Jake se preguntó si le habría contado a Riordan su visita a casa de May. La policía se enteraría
tarde o temprano, y también la prensa. Sin embargo, no podían hacer gran cosa, a menos que Denise
o Brian fueran lo bastante necios para revelar su intención de comprar a May o asustarla para que
no escribiera el libro.
Brian saludó con la mano a Niccolo desde la puerta.
–No cojas ninguna trinchera de madera, camarada.
Denise le tiró del brazo.
–No empecemos a discutir ahora.
Se marcharon, cerrando la puerta tras de sí. Jake se puso de pie, se sacó del bolsillo de la
chaqueta el discurso que había escrito y se lo entregó a Riordan.
–Échele un vistazo y lo comentaremos un poco.
Mientras Riordan leía el discurso, los pensamientos de Jake volvieron a May. No podía
quitársela de la cabeza. Había aquel asunto que había tenido con Mike Francesca, el gángster
anciano pero aún poderoso. Jake se preguntó si Martin ya tendría información sobre Francesca.
–No abarca mucho terreno –dijo Riordan, haciendo regresar a Jake al presente.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–No hay mucho terreno que podamos abarcar sin peligro –dijo Jake–. Ese discurso estará muy
bien si usted lo maneja bien. Léalo otra vez, y luego tírelo. No intente memorizarlo; exprese las
ideas con sus propias palabras. Hoy sólo debe destacar un punto: que no se han presentado cargos
formales contra usted, que no sabe nada y que está a la merced del gobierno hasta que llegue el
momento en que dejen de hablar de su caso en los periódicos y le acusen.
–Ahora entiendo su idea –dijo Riordan.
–Estupendo. Cuando empiece a hablar, comience sus observaciones señalando que responderá a
todas las preguntas cuando haya terminado. Puede que algunas sean embarazosas, pero no diga «Sin
comentarios» a nada. Si no quiere responder a una pregunta, diga que no puede hacerlo en estos
momentos, o que no lo sabe. –Consultó su reloj–. Recuerde, estos tipos suelen captar un acto falso a
una milla de distancia, así que relájese y compórtese con naturalidad. Ahora, le sugiero que espere
en el dormitorio hasta que lleguen. ¿Tienes algo que añadir, Gary?
–Una cosa –dijo Noble apresuradamente–. El licor.
Riordan señaló el teléfono.
–El servicio de habitaciones subirá todo lo que necesite –dijo, y se fue.
Niccolo se hundió en el sillón que Brian había dejado vacío.
–¿Habéis visto a un idiota más tonto que el joven Riordan? –dijo.
–Inadaptado, tal vez –dijo Sheila.
–Lo está convirtiendo en un culto –dijo Niccolo con disgusto. Miró su reloj con gesto nervioso–.
¿Qué demonios retiene a la prensa?
–No tienen prisa por que les tiren de las orejas –dijo Jake–. Probablemente están tomando una
cerveza en alguna parte.
Diez minutos después de que los camareros hubieran traído bandejas de vasos de whisky con
soda se oyó un golpe en la puerta; Noble se irguió, esbozó una ancha sonrisa de bienvenida y cruzó
la habitación con el paso elástico de un presidente del Rotary Club en una noche publicitaria.
Quince minutos más tarde la habitación estaba atestada de fotógrafos y periodistas. Jake vio que
el discurso de Riordan estaba siendo distribuido a todo el mundo, y que las bebidas corrían por
doquier. Hacía años que conocía a muchos de los periodistas y no le costaba hablar con ellos; casi
automáticamente les hizo comprender lo que esperaba que transmitieran a sus editores.
Discretamente, habló de que Riordan no sabía nada porque Prior, ese bastardo del gobierno, le
estaba haciendo parecer un criminal antes de que hubiera cargos o evidencia contra él. Jake sólo
quería llegar hasta ahí, ya que sabía que la mayoría de los hombres que cubrían esta información no
les importaba demasiado, y simplemente querían acabar con esto, escribirlo y quitárselo de la
cabeza.
Al propio Jake no le interesaba mucho venderles la historia de una manera o de otra, y esto le
desconcertaba. Normalmente, pensó, podía decirse de él al menos que trabajaba y peleaba por el
cliente. Pero eso no parecía ser así ahora. Decidió que el problema era May. Hasta que supiera lo
que le había sucedido y por qué, no serviría para gran cosa más. El porqué no lo sabía.
Noble reclamó la atención de los presentes y, cuando se hubo acabado el murmullo de las
conversaciones, sonrió agradecido y abrió la puerta del dormitorio.
–Todo está a punto, señor Riordan –dijo.
Riordan salió inmediatamente y estrechó la mano a los presentes, y saludó a varios periodistas
que había conocido durante la guerra. Los fotógrafos querían sacarle fotografías, así que Riordan
posó para ellos y luego indicó a los periodistas que se sentaran e inició su discurso.
Sabía dirigir hombres. Se quedó de pie en el centro de la habitación; algo en su actitud hacía que
éste fuera el lugar natural para él. De vez en cuando se paraba para buscar la palabra adecuada, pero
habló con fuerte énfasis, y pareció como un hombre airado pero controlado, que sólo quería que le
dijeran a qué venía tanto alboroto para poder decir algo en su defensa.
Después, cuando los periodistas se hubieron marchado y Noble había distribuido bebidas
alborozado, Jake se sentó al lado de Sheila. Noble le estaba diciendo a Riordan lo muy bien que lo
había hecho, y Riordan se estaba fumando un cigarro y sonreía animado.
–Bueno, ¿qué tal lo hemos hecho? –preguntó Jake a Sheila.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Oh, bien. Algún día te hablaré de ello.


–Sé lo que estás pensando –dijo Jake. Sentía un inexplicable abatimiento–. ¿Sigue en pie tu
oferta de ayudarme a emborracharme?
–Si quieres.
Riordan estaba casi gozoso, observó Jake. Cuando sonó el teléfono, dijo:
–Apuesto a que es Meed –y cogió el auricular con un gesto rápido y fuerte–. Riordan al habla –
dijo.
Escuchó un momento y luego habló, y su voz era baja y dura:
–Voy enseguida –dijo.
Bajó la mano a su costado, sin soltar el auricular, y se quedó mirando fijamente al frente con una
curiosa expresión de incredulidad en el rostro.
–¿Qué ocurre? –preguntó Noble con ansia.
Riordan se llevó una mano a la frente y meneó la cabeza lentamente.
–Avery Meed ha sido asesinado en la habitación de su hotel esta mañana. Quien ha llamado era
el teniente Martin. Quiere que vaya allí ahora mismo.
Dio un paso al frente y se dio cuenta de que todavía sostenía el teléfono. Lo miró con gesto
ceñudo y lo dejó caer al suelo. Se acercó a la mesita auxiliar y se sirvió un trago.
Sheila se había erguido en su asiento, y Noble respiraba fuerte, evidentemente dividido entre el
deseo de decir algo y la seguridad de que no había nada que decir.
Sólo Niccolo parecía calmado. Recogió el teléfono del suelo y lo colocó en su sitio.
–Será mejor que tome un taxi, si le necesitan deprisa –dijo a Riordan.
–Sí, sí –dijo Riordan, dejando el vaso–. Que me pidan un taxi. Estaré listo en unos minutos.
Entró en el dormitorio y Noble miró a Jake con los hombros alzados en expresivo gesto.
–¿Qué diablos significa esto? –preguntó.
–¿Quién sabe? –dijo Jake–. Alguien ha matado a Meed, supongo. Iré con Riordan y averiguaré lo
que pueda.
–Estupendo –dijo Noble. Pareció quedar aliviado al ver que alguien reaccionaba, lo cual le
evitaba la responsabilidad de hacer algo.
Cuando Riordan salió del dormitorio con abrigo y sombrero, Jake se levantó de un salto y salió
detrás suyo.

37
Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

7
AVERY MEED vivía en un tranquilo hotel residencial del South Side, a unos veinte minutos en
coche del Loop. Riordan explicó a Jake por el camino que Meed había mantenido el apartamento de
Chicago, y que tenía un lugar en Washington que utilizaba cuando el trabajo le llevaba a la capital.
Meed no se había casado, y, por lo que Riordan sabía, no tenía otros intereses.
El vestíbulo del hotel era sencillo, con sombrías alfombras verdes y sillas de respaldo recto
colocadas en formación regular ante las paredes grises.
Un empleado de edad estaba detrás del mostrador de recepción, a su espalda había hileras de
casillas para el correo. La única nota incongruente en la atmósfera de decidido aburrimiento era la
presencia del policía uniformado junto a los ascensores.
Jake le dijo quiénes eran y les dejó pasar. El teniente Martin se reunió con ellos ante la puerta del
apartamento de Meed; Jake observó que tenía aspecto cansado y obstinado, y parecía enfadado.
–Usted es Riordan, supongo –dijo–. Pasen. –A Jake le dijo–: ¿Qué le trae por aquí?
–Estaba en la suite de Riordan cuando ha llamado usted, así que le he acompañado. ¿Estorbo?
–No, quédese. ¿Tiene alguna idea de quién podría haber matado a Meed, Riordan?
Riordan vaciló, como si pensara atentamente en el asunto. Luego meneó la cabeza en gesto
negativo:
–No, no tengo ni idea.
Siguieron a Martin al dormitorio donde dos hombres del laboratorio estaban buscando huellas
dactilares. La única nota discordante en la sencilla y ascética habitación era el cuerpo que yacía en
la cama, mirando fijamente, sin ver, el techo blanco.
Meed había sido estrangulado con una de sus corbatas. Había muerto con dolor y con desorden.
Al cabo de mucho rato, Martin dijo:
–Podemos hablar en el cuarto de estar –y les condujo fuera. Cerró la puerta del dormitorio y
señaló a Riordan con la cabeza–. ¿Puede sugerir algo? –preguntó.
Riordan vaciló, y luego dijo, con voz firme y tranquila.
–Sí.
–Dígalo –dijo Martin.
Riordan se sentó en un mullido sillón que había junto a la ventana, desenvolvió con calma un
cigarro y lo encendió; cuando el cigarro empezó a tirar bien, dijo:
–Esta mañana, siguiendo órdenes mías, Avery Meed ha ido a casa de May Laval a coger el
diario. Esto es nuevo para usted teniente, estoy seguro.
El rostro normalmente agradable de Martin adoptó una expresión dura y poco amistosa.
–Sí, es nuevo –dijo–. Supongamos que sigue usted sorprendiéndome, Riordan.
Riordan no pareció impresionarse por el tono y actitud de Martin.
–Primero, permítame que le dé un poco de información –dijo–. Conocí a May Laval durante la
guerra. La conocía bastante bien. En aquel tiempo, la casa de May era el lugar de reunión para la
gente importante, y yo pasaba buena parte del día allí. May, se ha sabido hace poco, escribió un
diario durante aquellos años, que tenía intención de publicar a modo de libro escándalo.
–En el diario hay información sobre usted que no quedaría bien si se imprimiera, supongo –dijo
Martin.
–Eso es –dijo Riordan con calma–. Y, teniente, recuerde esto: nadie puede ganar el dinero que yo
he ganado sin hacer trampas y sin crearse enemigos. Ahora tengo dificultades con una investigación
del congreso, y este libro de May podría haber sido muy embarazoso. Así que anoche le dije a
Avery Meed que fuera a casa de May y cogiera el diario.
–¿A qué hora fue eso?
–¿Cuándo se lo dije? Hacia las doce y media de la noche le llamé. Le dije que accediera a
cualquier precio que ella quisiera, pero que se asegurara de que conseguía todas las referencias mías
que hubiera en el diario.
–¿Eso fue a las doce y media? –dijo Martin–. ¿Dónde pasó usted la noche, Riordan?
–En Gary. Tenía que resolver unos asuntos con el director de la fábrica de allí, así que fui y pasé
la noche con él.
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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–¿Cómo se llama su director?


–Devlin. Robert Devlin. ¿Quiere verificar con él que no le estoy mintiendo?
–Prosiga su historia –dijo Martin.
–Está bien. Esta mañana a las siete Meed me ha llamado a Gary. Me ha dicho que tenía el diario.
También tenía algo importante que hablar conmigo, pero no me lo quería decir por teléfono. Tenía
una cita con el señor Harrison, aquí presente, a las nueve, así que le he dicho que no la anulara y
que se reuniera conmigo en mi hotel a las once.
–Y no ha comparecido, claro –dijo Martin.
–No.
Martin miró a Jake.
–Entonces, ¿usted ha visto a Meed esta mañana?
–Sí, a las nueve y media. Hemos hablado hasta las diez. Esto es todo lo que puedo decirle.
–¿Se le veía trastornado?
–No era de esa clase de personas.
Martin dijo:
–Riordan, ¿cree usted que Meed mató a May Laval para conseguir el diario?
Riordan dio un golpecito al cigarro para que cayera la ceniza y se encogió de hombros.
–¿Quién sabe? –dijo–. Le dije que consiguiera el diario. Meed era de esas personas que hacen lo
que se les dice. Quizás May no quiso aceptar dinero. La reacción de Meed a ese obstáculo habría
sido interesante. Imagíneselo, el autómata perfecto, avanzando según órdenes dadas desde arriba.
De repente, el camino está bloqueado. –Riordan hizo una pausa y miró a Jake con gesto expresivo–.
Usted conocía a Meed, Harrison. ¿Qué cree que habría hecho?
–Sin comentarios –dijo con sequedad.
–¿Cree que la habría matado para conseguir el diario? –preguntó Martin, despacio.
–Sinceramente, no lo sé –respondió Riordan.
Hubo un silencio en la habitación durante unos segundos, mientras Martin se frotaba la
mandíbula y miraba caviloso por la ventana. Finalmente se encogió de hombros y dijo:
–Esto es lo que sabemos con seguridad. Meed ha venido aquí esta mañana hacia las seis. Más
tarde, hacia las nueve y cuarto, se ha ido, presumiblemente para acudir a la cita que tenía con usted,
Jake. Ha regresado aquí sobre las diez y cuarto. Ha recibido una llamada a las diez treinta y cinco, a
la que ha respondido. Más tarde durante el día ha recibido otras dos llamadas, a las que no ha
respondido. Hacia las dos y media, la mujer de la limpieza ha entrado en su habitación y le ha
encontrado tendido en la cama tal como está ahora. La mujer ha llamado a recepción. Ellos nos han
llamado a nosotros.
–Yo le he telefoneado aquí dos veces esta tarde –dijo Riordan.
–Ya estaba muerto. El forense ha situado la hora de la muerte entre las diez y media y las once y
media. –Martin encendió un cigarrillo y examinó a Riordan–. Y llegamos a la gran cuestión:
¿Dónde está el diario ahora?
–¿No lo han encontrado aquí? –preguntó Riordan con aire pensativo.
–Lo hemos registrado todo bastante a fondo. No hemos encontrado nada que parezca el diario de
May. ¿Tienen alguna idea de dónde podría estar?
–No, yo no –dijo Riordan, con la misma voz pensativa. Aspiró lentamente el humo de su cigarro,
y luego lo apagó en el cenicero con un gesto lento y deliberado. El cigarro se rompió con la presión.
Riordan siguió apretándolo hasta que la última chispa se apagó, la última bocanada de humo
desapareció. Luego dijo, en voz baja.
–Meed tenía el diario. Alguien le mató y cogió el diario. Ésa es la persona a la que quiero
encontrar.
–A nosotros también nos interesa eso –dijo Martin.
Riordan se puso de pie y cogió su sombrero.
–Tal vez le cojan ustedes antes que yo –dijo–. No sé. Pero recuerde esto: yo estaba dispuesto a
pagar cualquier precio por ese diario. No voy a detenerme ahora. Francamente, me importa un bledo

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

que Meed haya sido asesinado. Para mí, era una pieza del engranaje bien engrasada, que funcionaba
bien y nunca me creaba problemas. Ahora ya no me sirve de nada. Pero quiero el diario.
–Claro que lo quiere –dijo Martin, con una sonrisa exenta de humor–. Sus vilezas están ahora en
manos de otra persona, ¿no?
–Ha sido mi primer pensamiento cuando me ha telefoneado usted –dijo Riordan–. Ahora, si no
me necesitan más, me voy.
–Claro –dijo Martin.
Jake se despidió y se marchó con Riordan. Abajo, Riordan le estrechó la mano y luego cogió un
taxi para dirigirse a su hotel. Jake detuvo al siguiente y regresó a su oficina. Tenía en su mente
multitud de pensamientos dispersos, pero no se sentía capaz de ponerlos en orden. Se notaba
cansado sin ningún motivo, y vagamente deprimido.
Sheila estaba concentrada escribiendo a máquina, cuando Jake entró en su despacho. Ella paró y
sacó el papel de la máquina.
–¿Estás preparada para nuestra bacanal?
–Sólo son las cuatro y media, Jake.
–¿Y qué?
–Está bien. Pero, ¿y Meed?
–Te lo contaré después.
Jake la observó pintarse los labios y alisarse el cabello. Sheila se acercó al espejo de la pared y
Jake se percató de la gracia inconsciente que tenían sus movimientos cuando se colocó un pequeño
sombrero verde. Jake suspiró y miró por la ventana.
Había niebla procedente del lago, y las calles quedaban ocultas en capas grises que avanzaban
formando remolinos; las torres del Loop descansaban en esta nube de niebla como los minaretes de
una ciudad fantasmal.
Sheila se le acercó y le puso una mano sobre el brazo.
–Deprimente, ¿verdad? Parece como si un fuerte viento pudiera llevárselo todo.
–Sí, así es –dijo Jake–. Y dentro de cinco segundos es probable que diga algo esotérico y místico.
Así que marchémonos de aquí.
Bebieron cócteles y cenaron en el Palmer House, y finalmente fueron a Dave’s, en el Michigan
Boulevard. Jake encendió un cigarrillo e intentó relajarse. Dave’s iba bien para eso; la decoración
era decididamente anticuada y contribuía al descanso. Había una pequeña barra circular, felizmente
exenta de caprichosos muestrarios de botellas, luces de neón y tazones cromados de palomitas de
maíz; también había unos espaciosos reservados de madera en la parte de atrás, donde la
conversación podía florecer sin la molesta influencia de las tragaperras o la televisión.
Dave’s estaba a tres minutos a pie de las oficinas de Mutual y Columbia, y era el cielo para los
directores de radio y guionistas cansados a quienes les gustaba beber en una atmósfera que no les
recordara la histeria de sus trabajos. Ahora, Jake vio que había dos fieles locutores de la CBS en el
bar, tomándose una copa rápida entre los descansos de la emisora, y dos cansados guionistas
estaban sentados en el extremo opuesto de la barra, discutiendo sin auténtico interés los méritos
relativos de la publicidad y la costura como profesiones.
Sheila bebió un poco de brandy.
–Bueno, vamos a emborracharnos.
–Oh, magnífico –dijo Jake.
Sheila puso los pies sobre el asiento de enfrente y cruzó los tobillos cómodamente.
–¿Qué te pasa? Nada de epigramas, nada de juerga impía. Me entristeces un poco.
Jake tomó un sorbo de su bebida.
–Eso es casi una acusación. ¿Qué sugieres?
–Yo sugeriría que llamaras a Gary Noble ahora mismo y le dijeras que le entregas la máquina de
escribir y la corbata pintada a mano para siempre. Luego, que te busques un trabajo honrado.
Quizás serías un buen agricultor medianero. Pero, naturalmente, no lo harás.
–Naturalmente –dijo Jake–. Pero, ¿por qué piensas que eso me ayudaría?

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Me parece que te estás cansando de ti mismo, Jake. Creo que te está empezando a remorder la
conciencia por lo de Riordan.
–Oh, déjalo ya –dijo Jake irritado–, ¿Por qué me iba a remorder la conciencia por lo de Riordan?
Es sólo un trabajo.
–Supongamos que hay pruebas de que sacó beneficios en la guerra. ¿Cambiaría eso tu manera de
pensar?
–Le sugeriría a Gary que le cobráramos el doble, eso es todo. Sheila, cariño, no soy sincero ni
idealista. Ahora hablemos de algo alegre.
–Está bien. ¿De qué quieres hablar?
–No quiero hablar de May, pero la tengo en mi pensamiento. Esta tarde me he enterado de que
Riordan le envió a su estirado pequeño verdugo, Avery Meed, para que consiguiera el diario. Al
parecer Meed lo consiguió. Pero luego alguien le mató. El diario continúa sin aparecer.
–Cuéntame los detalles.
Jake le contó lo que sabía. Cuando acabó, Sheila dibujó en la mesa un pequeño círculo con el
borde inferior de su vaso. Permaneció en silencio un momento. Luego dijo:
–¿Qué piensa Martin?
–Al parecer no sabe nada. Pero no me gustaría ser el tipo al que persigue.
–Pareces lo bastante preocupado para encajar en ese papel. Jake, quizás sea una idea muy
improbable, pero, ¿Riordan podría haber matado a Meed?
–¿Qué quieres decir?
–Supongamos que Meed asesinó a May y consiguió el diario. Y supongamos que Meed decidió
de repente que podía chantajear suculentamente a Riordan. Es una posibilidad, al menos. Riordan
habría tenido que matarle para conseguir el diario. No tiene coartada para la hora en que mataron a
Meed, no lo olvides.
–Es cierto –dijo Jake. Luego se encogió de hombros–. Pero no puedo permitir que le hagas pagar
los platos rotos a mi cliente. Si Riordan es un asesino, no quiero que se divulgue.
–Naturalmente –dijo Sheila con sequedad. Bebió un trago, y dijo:
–¿Te importa que te haga una pregunta personal, Jake?
–No, claro que no. Adelante.
–Quizás debería conocer la respuesta, después de haber compartido tu cama y tu mesa durante
dos años. Pero, ¿en qué crees?
Jake indicó con un gesto a Dave que les sirviera otra ronda.
–Estaremos aquí mucho rato –dijo–. No sé por qué será, querida, pero esa pregunta siempre
estimula a la gente y la hace locuaz. Le darán vueltas toda la noche hasta que a alguien se le pongan
los ojos vidriosos y se muestre violento porque no puede convencer a todos de que lo único digno
de crédito es el sexo desenfrenado o la dictadura del proletariado.
–Oh, deja de ser tan absolutamente listo –dijo Sheila–. Te he hecho una pregunta seria. ¿Quieres
contestarla o no?
–Está bien, lo intentaré –dijo Jake resignado–. Querida, un hombre puede creer en cualquier cosa
si lo intenta con suficiente ahínco y saca algún provecho. El mundo está lleno de sentencias, lemas,
proverbios religiosos y viejos dichos, que son más o menos ciertos y que pueden ser adaptados a
cualquier temperamento y situación. Hay miles entre los que elegir, y todos son hermosos y
brillantes. ¡La honestidad es la mejor política! ¡Hamilton es un buen reloj! ¡No hay mal que por
bien no venga! Son todos maravillosos, yo creo en todos ellos, aunque últimamente he estado
jugando con la noción herética de que posiblemente haya otros relojes casi tan buenos como
Hamilton.
–Olvidémoslo –dijo Sheila–. Ese aire travieso que finges es un aburrimiento. Pero deduzco que
la inocencia o culpabilidad de Riordan no te importa.
–Bueno, ¿por qué iba a importarme? Yo no soy su confesor.
–¿Cuánto tiempo vas a tomarte el pelo a ti mismo? Al final, Jake, vas a acabar con la actitud de
Noble, de que un dólar es un dólar, y que la decencia es una divertida superstición para campesinos.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Oh, no está tan mal –dijo Jake. Se sentía incómodo. No le gustaba el autoexamen–.
Supongamos que Riordan es culpable. No veo que eso me interese. Como agente de prensa me veo
obligado a hacerle parecer bueno. Demonios, crearemos una demanda muy grande de cañones de
escopeta defectuosos, y Riordan puede acaparar el mercado en la próxima guerra.
Sheila le miró un momento en silencio; luego cogió su bolso y los guantes y salió del reservado.
–Me marcho.
–Oh, no te vayas enfadada –dijo Jake–. Sé que estás disgustada. Yo también lo estoy. Mi madre
debió tener algún susto antes de que yo naciera. No me dejes esta noche, Sheila.
–Lo siento, Jake. No estás muy divertido.
Él la contempló cruzar el bar y salir por la puerta. Suspirando, cogió su vaso...
Dos horas más tarde Dave se le acercó y se sentó en el asiento de enfrente, lleno de comprensión.
–¿Qué ocurre?
Jake se terminó la bebida.
–No estoy divertido, Dave –dijo.
–Ah, ¿quién dice eso?
–Sheila. Me ha dicho con una sencilla frase afirmativa que no estoy divertido.
–Ah, las mujeres –dijo Dave–, No tienen sentido del humor. Se ríen porque ven que los hombres
lo hacen. Pero ten cuidado con la bebida, Jake. No te lo puedes beber todo tú solo.
–No te preocupes. Ya me voy.
Dave le acompañó hasta la puerta y le ayudó a ponerse el abrigo.
–Sheila, tenía razón, por supuesto –dijo Jake.
–Sí, claro.
–Estoy muy poco divertido –dijo Jake, y salió a la calle.

Aquella noche permaneció despierto largo rato. Los efectos del alcohol desaparecieron
lentamente, dejándole cansado y deprimido. ¿Por qué siempre se comportaba como un colegial
idiota con Sheila? ¿Por qué se divertía intentando escandalizarla, como un niño mal que escribe
palabrotas en una pared, convencido de que la encantadora niña del otro lado de la calle las leerá?
Encendiendo otro cigarrillo, intentó pensar en otra cosa. La única alternativa era los asesinatos, de
May y de Avery Meed, y pensar en ellos le condujo a un frustrante callejón sin salida. No había
nada en ninguna de las dos muertes que pudiera ser comprobado o investigado, ni siquiera que se
pudiera especular. Avery Meed había sido asesinado. Y hasta el momento sólo había este hecho.
Pero cuando apagó el cigarrillo unos minutos después, recordó algo. Noble le había dicho que
había pasado la noche con Bebe Passione en el Regis; había pretendido que Jake le encubriera por
su esposa.
Pensando en la historia de Noble, Jake empezó a preguntarse si no era demasiado oportuna y
verosímil. Cualquiera que conociera a Noble la creería enseguida, por supuesto. Noble estaba
destinado a estar liado con una corista la noche de un asesinato para el que necesitaba una coartada.
Pero si Noble mentía, había sido al menos lo suficientemente hábil para colocarse en una situación
ridícula y, por lo tanto, creíble.
Jake sonrió y cogió el teléfono. Pidió al operador del club que le pusiera con el Regis Hotel.
Habló muy brevemente con el director. Y cuando dejó muy despacio el auricular, ya no sonreía.
Bebe Passione se había marchado a Miami hacía quince días.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

8
JAKE fue a trabajar al día siguiente a las diez y media, y encontró a Noble en su despacho,
exultante ante los periódicos de la mañana.
–¿Has visto esto, Jake? –gritó feliz–. Es hermoso, sencillamente hermoso.
Jake no lo había visto. Dio la vuelta al escritorio de Noble y echó una mirada a los artículos, que
habían sido inspirados por la conferencia de prensa efectuada en la suite de Riordan la tarde
anterior.
Desde el punto de vista de la agencia y de Riordan, eran excelentes. El tono dominante era que
Riordan estaba siendo acosado por sabuesos oficiosos del gobierno. Había, además de la noticia en
sí, un artículo sobre las fábricas de Riordan en Chicago en el News, con cifras de producción para
indicar la importancia que tuvo en la guerra. Y en un editorial de primera página titulado HAY QUE
ACABAR CON LA CAZA DE BRUJAS, el Tribune advertía seriamente a sus lectores que la libre empresa
y el sueño americano se veían amenazados por estas investigaciones promiscuas e irresponsables. El
editorial decía que el Comité Hampstead no era una unidad especialmente privilegiada, y no debería
atribuirse los poderes autoritarios de una policía de estado. El Comité, concluía el editorial, bajo la
dirección de un tal Gregory Prior, no había presentado ningún cargo contra Riordan, pero había
perjudicado ya su reputación por insinuación.
–Fíjate en lo que dice de Gregory Prior –dijo Noble, encantado–. Jake, esto está en marcha.
–¿Hemos tenido algo que ver en esto? –preguntó Jake.
–Sí. AP y UP han dado la noticia, y Time ya ha llamado esta mañana y ha pedido información
sobre Riordan. Tengo a Niccolo ocupado redactando una nota.
–Está bien –dijo Jake.
Cogió del escritorio de Noble un ejemplar nuevo del Tribune y se lo llevó al bar, mientras Noble
empezaba a esbozar una idea para una historia acerca de la vida familiar de Riordan, haciendo
hincapié en su sencillez doméstica y el historial de guerra de Brian.
Jake le escuchaba distraído y hojeó el periódico. El asesinato de Avery Meed salía en primera
página; el hecho de que hubiera sido el secretario de Riordan le daba un valor adicional como
noticia. May aparecía en la cuarta página, y ya no se hablaba más de ninguno de los dos casos. La
policía estaba investigando varias posibilidades y esperaba sacar alguna conclusión en veinticuatro
horas. Jake se preguntó por qué siempre decían eso; y se preguntó qué pasaría si en su lugar
anunciaran que habían perdido todo el interés por el caso y ahora se dedicaban a hacer cerámica.
De repente, Noble dio un puñetazo en la mesa, y exclamó:
–¡Venga! ¿Qué opinas de eso?
–Oh, magnífico –dijo Jake–. Haré que alguien se encargue de ello enseguida.
–Jake, actúas como si estuvieras cansado o algo así.
–Anoche me emborraché inesperadamente –dijo Jake, y dio un respingo. Se preguntó si era
probable que se convirtiera en la clase de idiota sin gracia que nunca dudaba en hacer un
comentario disoluto sobre sus resacas.
Mientras preparaba un trago, se vio en el espejo que había detrás del bar. Llevaba un traje gris
oscuro, con una corbata de seda azul pulcramente anudada. Su cabello grisáceo estaba bien peinado,
e iba bien afeitado. Pero su rostro estaba pálido y ojeroso, y tenía los ojos cansados. Parecía un
hombre distinguido que se hubiera entusiasmado demasiado con el producto del cliente.
Noble le observó en el espejo.
–Será mejor que te des un buen baño caliente esta tarde –dijo–. A partir de ahora tenemos que
estar en plena forma.
–Sí, lo sé –dijo Jake. Tomó un trago y tropezó con los ojos de Noble en el espejo–. ¿Dónde
estabas la noche que mataron a May, Gary?
Noble se quedó inmóvil tras su escritorio, mirando fijamente a Jake sin expresión alguna; pero
Jake vio que movía y cerraba la mano con gesto nervioso sobre el mango de un largo abrecartas.
–¿Por qué quieres saberlo? –preguntó por fin.
Jake se dio la vuelta y se encogió de hombros.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Hablemos en serio. Anoche averigüé que Bebe Passione hace quince días que no está en la
ciudad. Está en Miami. Dijiste que estabas con ella anteanoche, cuando mataron a May. Sé
perfectamente bien que no estuviste en Miami, Gary. Así que, ¿dónde estabas?
–Aquella noche fui a ver a May –dijo Noble, y de pronto pareció viejo y asustado. El color
abandonó sus normalmente rubicundas mejillas, y se pasó ambas manos, con gesto nervioso, por el
despeinado cabello. Miró a Jake a los ojos, ansioso–: Yo... pensé que podría arreglar ese asunto del
diario. Jake, necesito la cuenta de Riordan. La de Grant se ha cancelado esta semana, pero no se lo
había dicho a nadie, ni siquiera a ti. Sabes que no puedo hablar de una cuenta perdida. Es como
hablar de la muerte. De todos modos, pensé que si podía arreglar las cosas con May, quedaríamos
en una posición muy sólida ante Riordan.
Jake se sentó con aire cansado en un mullido sillón de cuero y apoyó la cabeza en el respaldo.
–¿Estaba viva? –preguntó.
–Sí, estaba viva –respondió Noble al instante–. Llegué allí hacia las dos y media, creo. Le dije lo
que quería, pero ella no quiso ni oír hablar de ello. No quería dinero.
–¿Qué quería? –preguntó Jake.
Noble se encogió de hombros.
–No sé lo que quería. Pareció alegrarse de verme, y tomamos una o dos copas. Pero no pude
adelantar nada con ella. Estaba de un humor extraño. Dijo que estaba esperando a otra persona a las
tres y me hizo marchar.
–¿Sí? Eso es interesante. ¿A quién esperaba?
–No me lo dijo. –Noble se rascó la cabeza–. Pero fue extraño. Me lo dijo y luego se echó a reír.
Era un chiste que sólo ella conocía, supuse.
–Dices que estaba rara. ¿Qué quieres decir?
–No lo sé exactamente –dijo Noble, frunciendo el ceño–. Pero no parecía estar tomándome en
serio, ni a ella misma. Todo era teatro, parecía que estábamos representando un juego de charadas.
Había un joven de la Universidad de Chicago cuando llegué. Quizás May estaba actuando para él.
Llevaba el pelo corto y unas gafas con montura de asta, y se comportaba como si hubiera estado
sometido durante años a una dieta de Oscar Wilde.
–¿Ocurrió a las dos y media?
–Sí, y May llevaba un pijama de seda rojo y había incienso encendido en la repisa de la
chimenea. –Noble meneó la cabeza–. Fue bastante desagradable.
–Ésa es una buena actitud de la clase media –dijo Jake–. ¿Lo que quieres decir es que fue
desagradable su negativa a dejarse sobornar por ti?
–No me hables así –dijo Noble, malhumorado–. No estoy de humor. Quizás es «pintoresco» lo
que quiero decir. Sea como sea, cazó a este tipo en la Universidad, y hablamos de negocios. Pero no
lo suficiente. Ella sólo se rió de mí, dijo que le emocionaba mi preocupación por Riordan, pero que
no podía permitir eso ante su integridad artística. Pero –y Noble de pronto dio un puñetazo sobre el
escritorio, exasperado– todo el rato se estaba riendo de mí. No pensaba nada de lo que decía, toda
esa mierda de la integridad artística.
–Sé a lo que te refieres –dijo Jake–. ¿Adónde fuiste cuando la dejaste?
Noble se humedeció los labios y se puso de pie.
–Salí y me emborraché –dijo–. Me sentía un miserable, y un trago precedió a otro. Oí la noticia
de lo de May por la radio en el bar Croydon, entonces te llamé y fui a la oficina. Me pareció que
sería peligroso que se supiera que había estado en su casa. Por eso inventé la historia de que había
estado con Bebe, y esperaba que me encubrieras diciendo que habíamos estado juntos toda la noche,
hablando de trabajo.
Jake suspiró.
–No me preocupa mucho, entiéndelo, pero, ¿tienes algún testigo en los bares donde estuviste
bebiendo? ¿Tienes a alguien que pueda confirmar tu historia?
Noble se sirvió una copa, agitó el licor con una mano, mientras con la otra se frotaba la frente.
–Ya sabes cómo son esas cosas, Jake –dijo, frunciendo el ceño con impaciencia–. Tomas unas
cuantas copas y hablas con quien no quieres hablar, y luego te marchas a otro sitio y haces lo

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mismo. Buscas a alguien que quiera escucharte, pero todo el mundo quiere hablar de sí mismo, y
luego buscas una chica, y no hay ninguna, y cada vez estás más borracho y más triste, y cuando
todo ha terminado, no hay nada. –Suspiró abatido–. ¿Quién iba a recordarme? Sólo soy un hombre
gordo que lleva corbatas llamativas y no para de hablar.
–Por el amor de Dios, calla ya –dijo Jake, disgustado y divertido al mismo tiempo–. En lugar de
toda esta palabrería, te sugiero que reconstruyas la ruta que hiciste aquella noche y busques a
alguien que pueda respaldar tu historia. La policía al final llegará a ti, y querrán algo más que una
disertación sobre la amarga ironía del beber solo.
–Lo haré –dijo Noble volviendo a su vigor normal–. Ahora, será mejor que vayas a ver cómo le
va a Niccolo lo del Times.
–Claro. Primero lo primero –dijo Jake con sequedad, y dejó a Noble mirándole perplejo.
Jake fue a su despacho, cuidando de mantener la vista al frente cuando pasó ante la puerta abierta
de Sheila. No tenía ganas de disculparse a esa hora de la mañana. La puerta que conectaba su
despacho con el cubículo de Toni Ryerson estaba abierta, y Jake vio sus pies bien calzados en la
posición de costumbre sobre el escritorio. Entró en el despacho de Toni y la saludó, y ella empezó
inmediatamente a pincharle con preguntas referentes al asesinato de Avery Meed.
–No sé nada –le dijo, encogiéndose de hombros–. Le han estrangulado con una de sus propias
corbatas, y el asesino todavía anda suelto, como les gusta decir a los escritores.
Dean Niccolo entró por la otra puerta del despacho de Toni, con una pipa en la boca y sonriendo
alegremente. Se sentó, estiró sus largas piernas e hizo una seña afirmativa a Jake; y Toni, observó
Jake, se sonrojó y empezó a revolver papeles sobre su mesa con inútil eficiencia.
Jake dijo:
–¿Cómo va la nota sobre Riordan?
–Bastante bien –dijo Niccolo–. La tendré terminada hacia el mediodía.
–Seguro que está bien –dijo Toni.
Jake se preguntó sin gran interés si estaba enamorada de Niccolo. Y cuando le miró, bronceado y
musculoso, con su rostro oscuro reluciente de salud, decidió que sería tonta si no lo estuviera. Había
en Niccolo un poder controlado e indolente que resultaba muy provocativo.
Niccolo sonrió a Toni y dijo:
–Vaya, gracias. Muchas gracias.
Toni se puso radiante y Jake se excusó y volvió a su despacho, cerrando la puerta tras de sí. La
reacción arrebatada de Toni ante Niccolo le resultaba algo difícil de soportar.
Encendió un cigarrillo y se acercó inquieto a la ventana, observando con satisfacción la fría y
triste panorámica de la avenida y el lago.
Durante unos minutos intentó pensar en la cuenta de Riordan, pero sus pensamientos se
apartaron de ella y pasaron a las circunstancias de la muerte de May.
El único «hecho» con el que tenían que trabajar, al parecer, era que Avery Meed había ido a ver a
May a petición de Riordan, y se había marchado con el diario. Por lo menos eso era lo que Meed le
había dicho a Riordan. Meed podía haber mentido a su jefe, aunque no había ninguna razón
aparente para hacerlo, y Riordan podía haber mentido al teniente Martin, pero tampoco en este caso
había razón para ello. Creyendo, pues, la palabra de todos, Meed había ido a casa de May, había
conseguido el diario y se había marchado con él.
Luego, ¿Meed había matado a May?
Había un punto que convertía eso en más que una posibilidad. Meed tenía la intención de
sobornar a May; y si hubiera logrado lo que pretendía, el dinero o el cheque habría estado entre los
efectos de May. No era probable que le hubiera entregado el diario contra la promesa de pago.
Por lo tanto, como la policía no había encontrado nada de eso, Meed tenía que haber cogido el
diario sin pagar; y no era probable que lo hubiera hecho estando May viva. Una posibilidad es que
él hiciera su oferta, fuera rechazada y entonces se viera obligado a matarla para conseguir el diario.
La otra posibilidad es que May hubiera estado muerta cuando Meed llegó. Si eso era cierto, May
había sido asesinada por alguien que no tenía ningún interés por el diario, pues lo había dejado y
Meed lo había encontrado.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Todas estas especulaciones no le llevaron más cerca de las respuestas que buscaba: ¿Quién mató
a May? ¿Quién mató a Meed? ¿Dónde estaba el diario?
Todavía quedaba por explicar Mike Francesca, y Jake lo sabía. Mike, aquel amigable asesino,
habría matado a May con toda la pena de su alma, pero sin vacilar, si hubiera sido necesario para su
paz mental y su seguridad.
Las reflexiones de Jake fueron interrumpidas por el teléfono. La recepcionista le dijo que
Gregory Prior le estaba esperando y deseaba verle inmediatamente.
–Hazle pasar –dijo Jake, y se acomodó en el sillón con una sonrisa.
Prior apareció en la puerta del despacho de Jake un momento después, con una explosión irritada
en el rostro. Llevaba un traje de grueso tweed, una camisa blanca de tela de Oxford y una corbata de
lana verde.
–Vaya, qué agradable –dijo Jake–. Siéntese, por favor.
–Gracias –dijo Prior, y se sentó sin relajar la tensión de su cuerpo–. No le robaré mucho tiempo.
Supongo que ha visto usted los periódicos de esta mañana.
–Sí –dijo Jake–. ¿Por qué?
–Ya sabe a qué me refiero. Por ejemplo, ¿ha visto el editorial del Tribune?
Jake sonrió inocentemente.
–Ahora que lo menciona, lo recuerdo bastante bien. Le menciona a usted por su nombre, creo.
Decía algo de la caza de brujas, ¿no?
–Puede usted bromear –dijo Prior con amargura–. ¿Se da cuenta de que con ese editorial ya ha
convencido a miles de personas de que Riordan está siendo simplemente acosado por un comité
entrometido y burócrata?
–Bueno, eso era lo que esperaba –dijo Jake con voz suave–. Pero, al fin y al cabo, yo no he
escrito ese editorial.
–Prior apretó los labios.
–Sé que usted es responsable de la actual actitud de la prensa ante la investigación de Riordan.
Francamente, no puedo entender a la gente como usted, Harrison. Está usted dispuesto, incluso
parece alegrarse de ello, a defender a un gángster de la guerra como Daniel Riordan. Haría usted
cualquier cosa, supongo, por dinero.
–Es una bonita manera de expresarlo –dijo Jake.
Prior encendió un cigarrillo con un gesto rápido y enojado; luego, después de inhalar
profundamente, miró a Jake a los ojos y dijo:
–¿Alguna vez le cuesta dormir por la noche? ¿Alguna vez se pregunta qué principios rigen su
vida, si es que tiene alguno?
–Oh, por el amor de Dios –dijo Jake–. No seduzco a los niños, no hablo mal de la libre empresa
y duermo de maravilla. ¿Qué tiene eso que ver con el asunto? Vayamos al grano. Le sugerí que
trabajáramos en armonía, pero usted no hizo caso y, a la primera oportunidad, habló con la prensa
de una manera que hace parecer culpable a Riordan. De modo que yo ataco a mi vez. Al parecer
usted quiere saber por qué lo hice; bueno, ahora ya lo sabe.
Prior meneó la cabeza con un gesto de desesperación controlada.
–Habla usted como si esto fuera un combate de boxeo. ¿No entiende que mi trabajo es investigar
a un hombre que engañó y defraudó a este país en tiempos de guerra, lo que costó la vida a soldados
americanos, para engordar sus propias cuentas bancarias? Usted está tergiversando e impidiendo ese
trabajo porque le pagan para ello, y yo digo que es escandaloso.
–Oh, tranquilícese un minuto –dijo Jake–. Está molesto porque le han presentado como símbolo
de la burocracia fascista. Bueno, es un poco gordo, desde luego. Pero aun cuando a mí no me
pagaran para pensar así en estos momentos, tendría igualmente una opinión muy baja de su comité
y en particular de su eminente presidente, el senador Hampstead. Siempre le he considerado un
viejo bastardo, tiránico y remilgado. Pero lo importante ahora es que Riordan no ha sido acusado de
ningún delito, y hasta que lo sea, y hasta que ese cargo se demuestre con el debido proceso legal, mi
trabajo y mi obligación es defenderle de las insinuaciones malintencionadas y las tácticas de
condena por asociación de sus hurones de Washington.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–¿Realmente cree eso? –preguntó Prior.


Jake soltó el aliento lentamente. Por un segundo, deseó poder estar convencido de que estaba
haciendo un trabajo porque estaba bien hacerlo; deseó estar al lado de los ángeles. Pero, por
supuesto, no lo estaba.
–No, no lo creo –dijo, escueto–. Soy agente de prensa. Y las relaciones públicas son un proceso
que coge dinero de un cliente y lo pone en el bolsillo de un agente de prensa. Pero mientras no
tenga nada concreto contra Riordan, mi posición es proporcionalmente más fuerte. Hasta que tenga
usted alguna evidencia, le atacaré cada día en los periódicos.
–Está bien, escuche esto –dijo Prior, apagando el cigarrillo con un gesto curiosamente
deliberado–. Vine a Chicago como representante del senador Hampstead para investigar un contrato
que Riordan hizo con el ejército para producir cañones de escopeta de ciento cincuenta y cinco
milímetros. ¿Sabe cómo llegamos a él? Probablemente no lo sabe, o no le importa. Recibimos
informes del mando en el ETO, informes que les habían llegado a través del mando de la compañía,
el regimiento y la división, referentes a cañones que habían estallado durante el combate. Se tardó
un tiempo en coordinarlos para determinar qué empresa había suministrado cañones defectuosos, y
para tener los informes de artillería relativos a la cantidad del metal recuperado de dichos cañones.
Fue un trabajo largo y laborioso, y cuando estuvo terminado vimos que la empresa de Dan Riordan
había fabricado la mayoría de esos cañones de escopeta.
»Ahora nos estamos acercando a él. Nuestra primera revisión de sus libros ya nos indica que de
un modo arbitrario hizo caso omiso de sus contratos con el ejército. Utilizó acero de calidad
inferior, un acero que se reventaba con el fuego y la presión de los disparos.
Jake jugueteaba con su abrecartas y se encogió levemente de hombros.
–Probablemente usted tiene más información que yo, Prior. Pero el propio Riordan me dijo eso
mismo. Dijo que era cuestión de utilizar un acero más barato o de no fabricar cañones. Él prefirió
utilizar el acero más barato.
–Claro –dijo Prior con aspereza–. Porque cargaba al gobierno el precio del acero de más calidad.
Riordan posee, entre otras cosas, una empresa de fundición y una fábrica de acero. Compraba acero
barato de su fábrica, la Sterling Steel Corporation, y sacaba beneficios con la venta, y luego
empleaba ese acero barato para los cañones que fabricaba la Riordan Casting Company. Cuando
vendía esos cañones (que se suponía estaban hechos con acero de gran calidad) doblaba el
beneficio, primero por la venta realizada por su fábrica a su empresa de acero, y en segundo lugar
entregando ese material inferior a un precio pagado por el mejor acero.
–Han trabajado ustedes muy deprisa –dijo Jake, sin ningún motivo; no se le ocurría más que
decir.
–Todavía estamos trabajando –dijo Prior, malhumorado–. También sabemos que Riordan
sobornó a un inspector de planta del gobierno, un hombre llamado Nickerson, para que diera el
visto bueno a los cañones defectuosos. Cuando atrapemos a ese Nickerson, tendremos una causa de
la que Riordan jamás escapará. Posiblemente ahora pueda usted entender mi irritación. Quizás le he
parecido una persona pretenciosa al venir aquí a quejarme porque usted cumple con su trabajo, pero
nosotros sabemos qué clase de cliente tiene usted, y duele ver que se burlan de ti cuando tienes
razón.
–Claro –dijo Jake, distraído. Estaba pensando en que la agencia tendría que cambiar ahora su
argumento sobre Riordan. Jake no había pensado mucho en la culpabilidad o la inocencia de
Riordan, pero le había parecido que si Riordan fuera culpable, habría ocultado las cosas de manera
que no le pudieran pillar. Era evidente que no sólo era deshonesto, sino además estúpido.
–¿Por qué no se limitan a encerrarle, si tienen pruebas? –preguntó Jake.
–En primer lugar, no es trabajo nuestro. Mi informe va al senador, quien, a pesar de lo que usted
opina, es un hombre capaz y consciente, y él decide si su comité debe investigar el asunto a fondo.
Cuando esa investigación está acabada, interviene el fiscal general para iniciar la querella. Y nuestro
caso en estos momentos no está totalmente terminado. No habremos acabado con sus libros hasta
dentro de varias semanas.
Prior se puso en pie bruscamente y sonrió a Jake.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Probablemente piensa usted que soy una persona muy ingenua de venir aquí y armarle un
alboroto porque me ha mostrado como un tonto en los periódicos. Quizás yo hablé con los
periodistas sin pensar. Tal vez algún día podamos almorzar juntos y hacer las paces.
–Claro que sí –dijo Jake. Se dio cuenta de que más bien admiraba la franqueza de Prior, aunque
normalmente le aterraban las personas honestas, porque eran un elemento excéntrico en el bien
ordenado mundo de los negocios.
Jake y Prior cruzaron el corredor hasta la recepción, y Jake vio que sus pensamientos volvían de
nuevo a May, como parecía sucederle inexorablemente ahora. Dijo:
–Hay algo de lo que me gustaría hablar con usted. May Laval era amiga mía, y hablé con ella la
noche antes de que la mataran. Yo sabía lo del diario que ella había escrito y lo que pensaba hacer
con él, y le pedí que dejara fuera a Riordan. Ella me dijo que iba a seguir adelante con el libro, no
para fastidiar a Riordan, en particular, sino porque era algo que tenía que hacer. ¿Qué le hizo
cambiar de opinión? Ella le llamó a usted más tarde, aquella noche, ¿verdad?
–Bueno, llamó a mi ayudante, Coombs. Hacia la una de la madrugada, creo. Dijo que tenía cierta
información que quizás nos parecería útil. Coombs me lo dijo y yo la llamé y concertamos una cita
para la mañana siguiente. A la mañana siguiente me enteré de que había muerto. Me he enterado por
los periódicos de la muerte de un hombre llamado Avery Meed, y que él tenía el diario.
–Exacto –dijo Jake–. Pero el diario sigue faltando.
–Bueno, quizás aparezca. Me gustaría verlo. Dice usted que conocía a May Laval. ¿Qué clase de
persona era?
Jake se encogió de hombros.
–Es una pregunta difícil de responder –dijo.
Entraron en la recepción y Prior se detuvo cuando tenía la mano en el pomo de la puerta.
–A juzgar por los periódicos, no era más que una prostituta más bien glorificada.
–No es del todo exacto –dijo Jake.
–Bueno, no he querido parecer relamido –dijo Prior deprisa–. Pero la impresión que daba si no la
conocías no es precisamente la de una señorita educada en un convento. Los periódicos lo están
exagerando un poco, claro. –Sonrió a Jake mientras decía esto, pero sus ojos eran fríos–. La prensa
tiene la costumbre de distorsionar las cosas, lo sé –añadió.
–No empecemos otra vez –dijo Jake–. Volviendo a May, era una amiga generosa y sabía ser leal,
afectuosa y divertida. Su vicio era que necesitaba atención, y se esforzaba demasiado por
conseguirla.
–Sí, ayer vi su casa –dijo Prior–. Al parecer lo utilizaba todo, desde su pijama rojo hasta el
mobiliario, con la idea de entrar directamente por la vista. Su libro sin duda habría sido maravilloso
de leer. Pero dígame, los periódicos decían que Meed cogió el diario de su casa. ¿Significa que él la
mató?
–Es una idea –dijo Jake–. Seguro que a la policía también se le ha ocurrido.
–Sí, es una idea obvia –dijo Prior.
Los dos quedaron un momento en silencio, y luego Prior sonrió a Jake y dijo:
–Estamos en el edificio Postal, si quiere algo de mí...
La recepcionista hizo una seña a Jake cuando éste se dirigía a su despacho.
–Tengo una llamada para ti.
–Gracias –dijo Jake.
Para su gran sorpresa, era Denise Riordan. Hablaron un rato de cosas sin importancia, y luego
ella dijo:
–Me gustaría hablar con usted esta tarde. ¿Tiene algún momento libre?
–Sí, por supuesto. ¿Qué le parece a las dos y media, aquí, en mi oficina?
–¿No podríamos tomar algo en alguna parte? Las oficinas son demasiado funcionales para mí.
Jake enarcó una ceja.
–De acuerdo. –Se quedó un momento pensando, y recordó una invitación a un cóctel que había
recibido por la mañana–. ¿Qué le parece el vestíbulo de Palmer House a las dos y media?
–Me parece bien.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Jake colgó y se preguntó para qué demonios querría verle Denise Riordan. No le gustaba la idea
de citarse con las esposas de los clientes. No era político.
Al regresar a su despacho decidió que había llegado la hora de arreglar las cosas con Sheila, así
que se detuvo en su despacho.
–Lamento lo de anoche –dijo–. Me comporté como un estúpido, supongo.
–No seas infantil, Jake. –Sheila levantó la vista y sonrió brevemente–. Yo también estaba
equivocada anoche. No es asunto mío lo que tú pienses y creas.
–Y nunca se encontrarán los dos, ¿eh? –dijo Jake.
–Pienso que ya me has utilizado bastante como sustituto de la conciencia –dijo Sheila, bajando la
vista a su escritorio–. Quizás creías que bastaba que uno de nosotros desaprobara algunas de las
cosas que has hecho con la agencia. Se ha acabado el ser una madre indulgente para ti.
–Hablemos de ello otra vez cuando se me pase esta resaca –dijo Jake, pensativo–. Es como si un
policía te dijera que no le importa lo que hagas.
–Yo no soy ningún policía –dijo Sheila–. Puedes romper todos los cristales del barrio a partir de
ahora, que yo no pondré ninguna objeción.
–¡Caramba! –exclamó Jake con voz indiferente.
Regresó a su despacho sin darse prisa.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

9
ERAN LAS ONCE Y MEDIA. Jake permaneció sentado ante su escritorio, contemplando inmóvil el
reloj forrado de piel, durante varios minutos. Sabía que debería estar trabajando. La agencia
necesitaría algo espectacular para una campaña si Riordan era culpable. Y era bastante evidente que
Prior sabía que Riordan era culpable y tenía la prueba con nombres y fechas para respaldar su
acusación.
Pero no tenía ganas de trabajar. Pensó en May otra vez, y finalmente decidió ir a la granja de
Mike Francesca.

Barrington era un suburbio de Chicago que se había hecho popular entre la gente a quien no iba
ni el ambiente de un club de campo ni vivir en una camioneta. En Barrington había granjas de
veinte o veinticinco acres, normalmente habitadas por granjeros arrendatarios que hacían todo el
trabajo; y hogares confortables que representaban todas las variedades de la importación
arquitectónica, desde las cajitas de Meine hasta las haciendas mexicanas. Pistas de tenis y piscinas
apiñadas en torno a estas casas con el aspecto alegre de haber sido pagadas al contado.
Jake dijo a su taxista que esperara y recorrió el sendero de grava que conducía hasta la casa de
Francesca, un vasto rancho de dimensiones impresionantes.
Un hombre de complexión robusta, con un cortavientos de cuero, salió de una esquina de la casa
y se acercó a Jake para saludarle.
–¿A quién quiere ver, amigo? –preguntó en tono amistoso.
–Quisiera ver a Mike. Soy un amigo, Jake Harrison. –Reconoció al hombre y sonrió–. Usted es
Yeabo Jones, ¿verdad?
–Sí. ¿Cómo lo sabe? –dijo el hombre.
–Cubrí la información de su juicio en el treinta y ocho. Le condenaron a seis años por robo a
mano armada y amenaza y agresión.
–Ah, sí –dijo Yeabo Jones–. Usted era periodista, ¿no?
–Así es.
–Bueno, venga a la casa y veré lo que dice el jefe.
Yeabo abrió la puerta y le dijo:
–Pase.
Mike Francesca estaba sentado en un gran sillón ante una chimenea encendida, vestido con unos
pantalones de franela gris y una camisa deportiva de tejido de gabardina con pespuntes en las
solapas y puños. Se puso de pie cuando entró Jake, y se le acercó para saludarle, con una sonrisa en
los labios que convertía su rostro en una red de arrugas. Había otra persona, una rubia estilo corista,
tumbada ante la chimenea con un Martini en el codo. Se incorporó y miró a Jake solemnemente.
–Jake, viejo amigo –dijo Mike, estrechándole la mano–. Qué agradable que me visite así.
¿Conoce a Cheryl?
–No. Pero es un placer.
–Soy Cheryl Dañe –dijo la chica–. Cree que soy un caballo o algo así, que sólo tiene un nombre.
–Bueno –dijo Mike, sonriéndole–, ¿para qué necesitas dos nombres? Uno es suficiente para todo
el mundo. –Cogió a Jake del codo y le condujo hasta un sillón–. Siéntese y tomemos una copa.
¡Yeabo! –Gritó muy fuerte esta última palabra, y la rubia dio un respingo.
Yeabo trajo vino para Mike y Jake tomó un Martini. Cuando desapareció, Mike se recostó en el
sillón con un suspiro de bienestar.
–Esto está bien, ¿eh? –dijo.
–Muy bien –dijo Jake, y tomó un sorbo.
–¿Quería algo en particular? –preguntó Mike.
–Sí –respondió Jake–. Me pregunto si sabe algo acerca de quién mató a May Laval. Sé que usted
estaba preocupado por el libro, y...
–Y piensa que yo la hice matar, ¿verdad? –dijo Mike–. ¿No es eso?
La rubia rodó sobre su espalda y cruzó sus largas y bien formadas piernas.
–¿Sabes, Mike? –dijo–. Yo...
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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Cierra el pico –dijo él, sin mirarla; y ella se encogió de hombros y se quedó callada.
–Usted piensa que quizás yo hice matar a May, ¿no? –repitió Mike.
–No, no lo pienso –respondió Jake–. Si usted la hubiera matado, tendría el diario.
Mike se dio unos golpecitos significativos en la frente.
–Tiene usted sentido común.
–Supongo que ahora usted está buscando el diario.
–Oh sí, mis muchachos lo están buscando. Creo que lo conseguirán.
–¿Tiene usted alguna idea respecto a quién mató a May?
–Es curioso –dijo Mike, frunciendo el ceño y tocándose el labio inferior con un dedo–. ¿Quién la
mataría? He pensado mucho en eso; de hecho, no he dejado de hacerlo desde que la mataron. Y no
lo sé. Usted sabe que en los viejos tiempos May y yo solíamos jugar al póquer. Yo, May, Ed Hogan,
el concejal, y un barman del antiguo Troy Club. May era una auténtica jugadora. –Mike sacudió la
cabeza–. ¡Madre de Dios, qué partidas! May podía apostar mil dólares y sonreírte, cuando no tenía
nada, ni siquiera un par. Ah, qué días aquellos, ¿eh?
–Sí, sí –dijo la rubia–. Nunca he conocido a ningún tipo como tú, de los días de la prohibición,
que no actuara como un hombre gordo en una reunión estudiantil.
–Es lista de verdad, ¿eh? –dijo Mike.
–Bueno, ¿qué tiene que ver el póquer con la muerte de May? –preguntó Jake.
–Oh, nada –dijo Jake, haciendo un ademán de cansancio con la mano–. Pero a nadie le importaba
perder con May. Oh, era una lástima perder el dinero, pero nadie se enfadaba. A todos les gustaba
May. Y por eso me pregunto quién pudo matarla.
Jake se encogió de hombros.
–¿No la habría matado usted, Mike?
Mike le cogió del brazo y se encaminaron juntos a la puerta.
–Le contaré un secreto –dijo.
–¿Cuál?
–Lo habría hecho, muy rápido –dijo Mike.
–Es lo que pensaba.
–¡Ja! –exclamó Mike, y se dio otro golpecito en la frente–. Tiene usted cabeza, Jake.
–Gracias. Adiós, Mike.
–Adiós.
Jake descendió el sendero, apretándose el abrigo contra el cuerpo para protegerse del frío viento.
El taxista entró en la calzada para coches y Jake subió y encendió un cigarrillo, mientras el
conductor hacía marcha atrás para dar la vuelta.
Estaban a punto de arrancar cuando un grito procedente de la casa hizo detener al conductor.
Jake miró por la ventanilla y vio a Yeabo que corría hacia ellos con una jarra de líquido marrón
pálido en cada mano.
Jake abrió la puerta y preguntó:
–¿Qué diablos es eso? –cuando Yeabo estuvo junto al coche.
–Sidra –dijo Yeabo entre jadeos–. La elaboramos aquí. El jefe quiere que la pruebe.
–Dile que es justo lo que quería –dijo Jake.
Cuando regresaban a la ciudad, el conductor miró hacia atrás por encima del hombro y dijo:
–Es un gesto realmente amistoso. Quiero decir, ya no se estila dar a los invitados algo para poder
llevarse a casa.
–Mi amigo es de la vieja escuela –dijo Jake–. Pero yo no. ¿Le gustaría llevarse la sidra?
El taxista asintió, y Jake dijo que de acuerdo, y le indicó que le llevara a Palmer House.
Se recostó en el asiento preguntándose qué tendría en mente Denise Riordan.

Jake subió la escalinata que conducía al vestíbulo de Palmer House y, tras echar un rápido
vistazo, la vio sentada en un sillón, al lado de una alta palmera, hojeando con indiferencia una
revista de modas. Llevaba un vestido negro de seda con unos grandes pendientes de ámbar y
gargantilla a juego, y sus ojos brillaban contrastando con su piel bronceada.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Hola –dijo, poniéndose en pie–. Es usted puntual.


–Los hombres de mi edad tenemos que cultivar virtudes menores para compensar nuestra falta de
vicios mayores –dijo Jake, y se dio cuenta de que sonaba a travieso.
Sugirió tomar una copa y fueron arriba, a una sala privada en el entresuelo, donde había unos
treinta o cuarenta hombres y mujeres jóvenes bebiendo, invitados por la emisora de radio WXL.
Jake cogió dos copas del bar y condujo a Denise a un sofá de satén verde. Ella se sentó con
mucho cuidado y Jake se dio cuenta de que había estado bebiendo. Sus movimientos eran
demasiado deliberados.
El agente de prensa de la WXL, un hombre joven, enérgico y radiante llamado Miller, se detuvo
al verles, estrechó la mano a Jake y preguntó si todo iba bien. Señaló a Denise con la cabeza y
luego, con una rápida sonrisa y una mirada a sus largas y esbeltas piernas, se excusó y se reunió con
otro grupo.
–¿Es el anfitrión? –preguntó Denise.
–Supongo que le podríamos llamar así. –Acercó una cerilla al cigarrillo de ella y dijo–: Bueno,
¿qué motivo urgente le ha hecho llamarme?
Denise sonrió.
–Pensará usted que soy tonta. Pero me gustó usted. Y mi vida a veces es muy aburrida. Así que
pensé que podría conocerle mejor. Así de sencillo.
–Eso es muy halagador. Pero no puedo creer que su vida sea aburrida.
Denise tomó un sorbo de su copa y dio unas palmadas a Jake en el brazo. El gesto fue
extrañamente íntimo, y Jake tuvo la ridícula sensación de que iba a empezar a apartarse de ella en
cualquier momento.
–Danny está ocupado la mayor parte del tiempo –dijo ella, sonriendo–. Es un esposo anticuado.
Piensa que la mujer forma parte del equipamiento de un hogar bien llevado.
–Permítame que le traiga otra copa –interrumpió Jake, sólo para decir algo no comprometedor, y
la dejó el tiempo suficiente para coger dos nuevas copas.
Ella estaba mirando con interés a los demás asistentes a la fiesta cuando Jake regresó, y al
parecer había olvidado a su esposo y a Jake como temas para entablar conversación.
Dijo:
–¿De dónde han salido todos estos brillantes jóvenes bastardos, y qué hacen aquí?
–Bueno, esto es un cóctel de negocios, y estos jóvenes trabajan para agencias de publicidad. La
emisora espera comprometerles con unos cuantos whiskies, para que cuando sus agencias compren
tiempo ellos recuerden con cariño a la WXL.
–¿Y da resultado?
–A veces, supongo. Pero en general no. –Miró hacia la multitud–. No veo a nadie que pudiera
tomar una decisión más importante que quitar una coma de un texto.
–Parecen muy listos –dijo Denise.
Lo eran de verdad, pensó Jake. El aire estaba impregnado de interioridades de las historias «de
corazón», y los fragmentos de conversación que le llegaban resplandecían de críticas epigramáticas
de todas las formas de arte, de toda diversión, de casi todo. Dos hombres jóvenes, que estaban
directamente enfrente suyo, discutían acaloradamente acerca de un artículo de la Partisan Review,
una obra que, supuso Jake, presentaba la teoría de que todos los hogares florecen con el fin de
gratificar la necesidad del padre y la madre de una relación incestuosa dentro de un marco aprobado
socialmente; detrás de ellos, a un buscador de noticias de Drew Pearson le estaban quitando
importancia por haber contado sólo la mitad de la historia, y la mitad no publicada estaba siendo
relatada con desdén por un hombre que escribía jingles para Curvex Foundation Garments; tres
chicas y dos hombres maduros se reían de lo que uno de ellos estaba contando acerca de los
escritores consagrados; había dicho que Truman Capote era un asqueroso muchachito que
garabateaba palabrotas en la acera, y que la virilidad tímida de Hemingway derivaba de haber sido
expulsado de los Boy Scouts cuando era joven, y que William Saroyan era en realidad Norman
Corwin con una capa de glucosa; y en el rincón, un joven con cabello largo y lacio le decía a una

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

chica embelesada que la guerra había enviado al diablo su integración. «Cristalicé entre el satirismo
y la impotencia», añadió enojado.
–¿Puedo tomar una copa? –preguntó Denise–. Esta gente es terrible. Me siento como una
auténtica burguesa.
–Sólo es palabrería –dijo Jake–. De veras, es un truco.
Le trajo una copa, que ella se terminó rápidamente. Hablaron de cosas sin importancia unos
momentos, y luego ella dijo:
–¿No se aburre conmigo?
–No. En absoluto.
–Habla como un caballero. –Jake vio que estaba bastante tensa. Sus brillantes ojos azules le
miraban intensamente–. Está pensando que sólo soy la esposa de un cliente, que está envejeciendo y
se emborracha, ¿no? Alguien con quien es mejor ser amable.
–No, no estaba pensando nada de eso –dijo Jake.
–Bueno, ¿qué estaba pensando? No en mí, ni por una remota casualidad, ¿verdad?
–Sí, estaba pensando en usted –dijo Jake, y sonrió. Quería llevarla a casa ahora–. Estaba
pensando que un paseo en coche podría ser agradable.
–Dios mío, es un pensamiento calenturiento –rió Denise–. Tiene que controlarse más, señor
Harrison. Frene ese salvaje temperamento latino.
–Por algo me llaman el continente norteamericano –dijo Jake, esperando que el chiste, aunque
viejo y poco notable, pudiera ponerla de mejor humor.
–Oh, ja, ja, ja, –dijo Denise–. Piensa que soy un aburrimiento. Sólo una estúpida criatura que
quiere aprovecharse. Bueno, sé algo que podría sorprenderle. Danny piensa que está haciendo un
mal trabajo para él.
–Bueno, tiene razón –dijo Jake–. Pero es una cuenta difícil.
–También sé algo de su grande y gloriosa May Laval. –Hizo una reverencia con la cabeza con
burlona solemnidad–. Todos tienen que hacer esto cuando mencionan su nombre. Era tan ingeniosa,
lista y maravillosa, y ahora está tan muerta... ¿No es divertido?
–Supongo que tiene un elemento de humor –dijo Jake.
–Oh, no se moleste en hacerme sentir avergonzada. Pierde el tiempo.
–Pero, ¿qué sabe de ella? –preguntó Jake.
–Sé que Danny Boy envió a Avery Meed a su apartamento a conseguir el diario. Bueno, ¿no es
una noticia deliciosa?
Jake se sintió traicionado. Eso ya lo había admitido Riordan. Pero sentía curiosidad por saber
cómo conocía Denise tantas cosas, y tenía la esperanza de conocer más.
–Lo hace muy bien, pero tendrá que hacerlo mejor si quiere sorprenderme.
Denise dijo:
–No sé nada más. –Bebió un sorbo de lo que quedaba en su copa–. Danny Boy trabaja mucho
por teléfono, desde casa, así que yo escucho desde la cama con un supletorio. Es la única manera de
enterarme de algo, y es mejor que escuchar la radio.
–Entiendo. ¿Y oyó a Danny Boy decirle a Meed que fuera al apartamento de May y consiguiera
el diario?
–Eso es. Y de verdad que estaba como loco. Le dijo a Meed que consiguiera el diario y eso...
–¿Y eso qué?
Denise dijo:
–Bueno, no lo sé. Todo el mundo dice tal cosa y tal otra «y eso». Nadie pregunta nunca «y eso
qué». Es una buena pregunta.
–Bueno, siga. ¿Entonces Danny Boy se fue a Gary?
–No, no se fue hasta después de haber hecho la siguiente llamada. ¿Sabe? –prosiguió, hablando
muy despacio ahora, como si estuviera explicando una división larga a un niño de seis años–. Avery
Meed llamó a Danny Boy después, y le informó que tenía el diario. Y dijo que tenía que hablar con
Danny Boy de otro asunto. Yo estaba medio dormida entonces, y no me enteré de gran cosa más.
Pero fue así –concluyó con firmeza.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Jake encendió otro cigarrillo y trató de mantenerse indiferente.


–¿Dónde estuvo Danny Boy entre estas dos llamadas?
–En la sala de estar. Yo estaba en la cama.
–¿No le vio entre esas dos llamadas? Quiero decir, ¿él no vino a su dormitorio?
–Claro, cuando se iba a Gary. –Frunció el ceño–. Pero eso fue después de la segunda llamada.
Me contó que se iba a Gary, y me dijo...
De repente se detuvo y un aire de desaliento le cruzó el rostro. Por un momento miró fijo a Jake,
y luego se rió nerviosamente.
–¿Le dijo que recordara que se había ido a Gary más temprano, mucho más temprano? –dijo Jake
con suavidad.
Denise le miró y luego negó con la cabeza.
–No me había dado cuenta de lo mucho que he bebido. Tengo visiones. ¿Me lleva a casa?
–¿No preferiría hablar, o quizás ir a otro lugar más tranquilo? De repente la encuentro fascinante.
–No, prefiero ir a casa. No está siendo usted muy brillante.
–Es usted quien ha hablado sin control –dijo Jake.
–Tal vez hablé un poco más con Danny –dijo ella.
–Dudo que sirviera de algo. Vámonos.
Bajaron al vestíbulo, donde Denise se convirtió en un paquete muy difícil de llevar debido a su
inestabilidad; y Jake se preguntó si estaba de verdad bebida o sólo lo fingía para evitar hablar con
él.
Si le había contado la verdad, la coartada de Riordan no era buena; estaba en la ciudad a la hora
de la muerte de May. Jake se dio cuenta entonces de que sólo tenían la palabra de Riordan respecto
al papel de Avery Meed en la historia. Riordan podría haber matado a May y luego inventado una
historia que hiciera parecer culpable a Meed. Después podía matar a Meed y la policía tendría su
culpable y estaría satisfecha. Las cosas se calmarían y Riordan estaría libre y amplio.
Era tan posible, que Jake se quedó helado al pensarlo.
Cuando finalmente llegaron a la suite de Riordan en el Blackstone, tenía la misma sensación que
si hubiera participado en una dura carrera campo traviesa. Buscó la llave en el bolso de Denise y
entró con ella. Parecía que no había nadie en casa, lo que Jake agradeció a Dios en silencio.
Denise se desplomó contra él cuando la ayudó a entrar y cerró la puerta. Pero revivió cuando se
dio cuenta de que estaba en casa.
–¿Una copa, Jake? –preguntó, animada.
Soltándose de Jake con una sonrisa conspirativa, se dirigió hacia el mueble bar, inclinándose por
el oporto; pero cambió de opinión e hizo una pirueta con sorprendente gracia para ir al largo sofá
que estaba bajo las ventanas. Se hundió en él arrastrando un pie por el suelo, y dijo con voz
maravillada:
–No hay nada como el hogar, al fin y al cabo –y cerró los ojos.
Jake estaba encendiendo un cigarrillo cuando oyó el ruido de una llave en la puerta. Se encogió
de hombros filosóficamente y se volvió cuando Dan Riordan entraba, con aspecto preocupado.
–Bueno, ¿qué pasa? –dijo–. ¿Qué le ocurre? –preguntó, mirando a Jake.
–Hemos tomado una copa esta tarde, y me parece que Denise ha bebido demasiado. Está bien.
Sólo tiene sueño.
–Entiendo –dijo Riordan.
Se acercó a ella y la sacudió por el hombro. Ella abrió los ojos y dijo con voz quejumbrosa:
–Está bien, Músculos, para ya.
–Será mejor que te vayas a tu habitación –dijo él.
Ella se sentó con gran esfuerzo y aire contrito.
–No seas así, Danny Boy. Sólo... sólo he bebido un poco, eso es todo.
Riordan dijo, en un tono más suave:
–Está bien, pero estarás más cómoda en tu habitación.
Denise se puso en pie y se aferró a él hasta que se acostumbró a la posición perpendicular.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Sólo me estaba divirtiendo un poco, Danny. –Pasándole el brazo por el cuello, le besó en la
boca.
Riordan le puso una mano en la cintura y permanecieron juntos un momento. Cuando él la soltó,
había una sonrisa en su rostro.
–Eres tan bueno conmigo, Danny –dijo ella adormilada–. Vayamos un rato a algún sitio y
estemos juntos. Vayamos otra vez al pabellón y nademos a la luz de la luna, y hagamos el amor ante
el gran fuego. Por favor, Danny.
–Quieres ir otra vez al pabellón, ¿eh?
–Oh, sí, Danny Boy –dijo ella, y apoyó la cabeza en su hombro.
Riordan le pasó un brazo por la cintura y se la llevó de la sala de estar. Regresó al cabo de unos
momentos.
–¿Quiere una copa? –preguntó Jake.
–No, gracias. Pero me gustaría hablar con usted.
–Está bien, adelante –dijo Riordan.
–Acabo de tener una charla con Prior, el investigador del gobierno.
–Ah –dijo Riordan–. Creía que quizás me iba a explicar cómo es que usted y mi esposa han
pasado la tarde juntos, y ella se ha emborrachado.
Jake dijo:
–Hemos pasado la tarde juntos en un cóctel, porque ella me telefoneó y me preguntó si me
gustaría tomar una copa. Se ha emborrachado por el no demasiado difícil medio de llevarse a la
boca una copa unas quince o veinte veces. Sabe usted muy bien, Riordan, que la gente se
emborracha. Volvamos a Prior.
Riordan examinó a Jake un momento.
–Es usted listo. Si me hubiera dado alguna disculpa tímida respecto a esta tarde, le habría echado
de aquí llevándole de la oreja. Pero conozco a Denise, y sé que lo de esta tarde no ha sido culpa de
usted.
–Ya somos dos convencidos de mi pureza –dijo Jake con sequedad–. Ahora volvamos a Prior; al
parecer cree que le tiene a usted cogido.
Riordan se encogió de hombros, impaciente.
–Lo sé. Ha encontrado una mancha de tinta en alguna parte en mis libros y me va a mandar a
prisión. No hay nadie más solícito que un funcionario del gobierno de cuatro mil dólares al año,
cuando cree que puede fastidiar a un hombre con dinero.
–Esto parece ser algo más que una mancha de tinta –dijo Jake–. He aquí la historia de Prior: Su
contrato para los cañones de escopeta de 155 mm especificaba una cierta calidad del acero. Él cree
que usted utilizó el más barato, que compró de su propia fábrica, pero cargó al gobierno el precio
del acero especificado. Asimismo, me dijo que usted sobornó a un inspector de fábrica, llamado
Nickerson, para que diera el visto bueno a los cañones defectuosos.
–¿Cuándo le ha contado eso?
–Hacia las once y media de esta mañana.
Riordan se rió sin humor.
–Están trabajando mucho, ¿no? ¿Están buscando a este tal Nickerson?
–Sí.
–Estupendo –dijo Riordan–. Nickerson murió hace un par de años. Sacarán mucho de él, ¿no le
parece?
–Parece que tienen todo lo que necesitan sin él.
Riordan le miró con expresión malhumorada.
–A ver si nos entendemos, Harrison. Usted está de mi parte porque le pagan. Es posible que yo
sea una persona deshonesta, pero eso no hace que mi dinero sea menos valioso. Pero usted tiene
muchos escrúpulos. ¿Se queda en el equipo o se va?
–Es una pregunta inútil –dijo Jake, cansado–. Soy su asesor de prensa, ¿recuerda? No puedo
hablar con eficacia con los periodistas a menos que me dé usted información. Hasta ahora no lo ha
hecho. Primero envió a Avery Meed a casa de May a conseguir el diario, después de haberme dicho

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

que me dejaría llevar el asunto. Ahora Prior me cuenta una historia de sus operaciones que difiere
de la suya en varios puntos importantes. No puedo hacer nada por usted si no me mantiene al
corriente de lo que está ocurriendo, y me cuenta la historia auténtica de sus tratos con el gobierno.
–Eso es sensato –dijo Riordan–. Quiere saber cuánto de la historia de Prior es verdad, supongo.
En realidad, a usted le da lo mismo una cosa que la otra, ¿verdad? Su lealtad está en venta y yo la
estoy comprando. Lo que pretendo es que trabaje para mí con tanto ahínco si no soy honesto, como
lo haría si lo fuera. ¿Eso le satisface?
–Me satisface bastante –dijo Jake tras una pausa.
–Bien. Me gusta la gente realista, Harrison. El mundo está lleno de tontos que se niegan a
aceptar las simples realidades de la vida. El mundo convierte en héroes a la gente de éxito. Pero no
da el mérito a quien lo merece. La gente de éxito es elogiada por ir a la escuela bajo condiciones
polares, o por dotar de un crucero a una iglesia, o por pronunciar tonterías acerca de sus madres. La
verdad es que deberían ser elogiados por su rapacidad, su dedicación obsesiva a ganar dinero,
porque ésas son las cosas que te permiten ascender en la escala, y siempre lo han sido, en todos los
países, en todas las épocas. –Riordan se puso un cigarrillo en la boca, lo encendió y rió–. No se
moleste en leer la historia. Mire sólo los nombres que en América vea en las bibliotecas, las iglesias
y las avenidas. Y recuerde cómo hicieron su dinero. Debería usted haber pasado más tiempo en
Washington durante la guerra. Dios mío, podría escribir un libro sobre aquello. Si yo lo escribiera,
lo titularía La pocilga. Eso es lo que era. Una gran pocilga donde todo el mundo gruñía y hundía el
hocico en la porquería.
»Pero volviendo a Prior; fanfarronea. No tiene nada contra mí y se está desesperando.
Jake pensó en preguntarle a Riordan sin rodeos qué hizo la noche del asesinato de May. Pero
como había mentido a la policía, existían pocas probabilidades de que cambiara ahora su historia
para Jake. Se dirigió hacia la puerta y Riordan fue con él, y se estrecharon fuertemente la mano.
–No se preocupe, Jake –dijo Riordan–. No me gusta que haya gente preocupada a mi alrededor.
Exudan derrota. Nadie puede hacerme nada, recuérdelo.
–De acuerdo –dijo Jake–. Lo recordaré.
Fue hacia los ascensores pensando en lo que Riordan había dicho, y preguntándose por qué no
había presentado ningún argumento contra el punto de vista de Riordan. En otro tiempo lo habría
hecho. Pero ahora le parecía que no estaba en posición de hacerlo. Riordan era un estafador y un
ladrón; pero él le hacía recados. No se puede imponer un juicio moral sobre alguien cuyo dinero va
a parar a tus bolsillos.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

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SE DETUVO A TOMAR un whisky con soda en el bar Blackstone y se fumó un cigarrillo mientras
lo bebía. No le había gustado la sesión con Riordan. No era agradable que te dijeran a las claras que
tu lealtad estaba en venta. Pero eso es lo que era, así que no servía de nada molestarse. Era tan sólo
el funcionamiento del proceso de la oferta y la demanda.
Cuando salió a la calle para coger un taxi, se le ocurrió otra idea. Podía volver a ganarse la buena
voluntad de Prior diciéndole lo que había sabido de Nickerson, o sea que el hombre había muerto.
Eso ahorraría a Prior el tiempo de realizar una investigación, y sin duda no podía perjudicar a
Riordan.
Mientras esperaba junto al bordillo bajo el día frío y gris, se le ocurrió que no quería
particularmente congraciarse con Prior. Consideraba a Prior un esforzado y estúpido joven. No
obstante, era necesario que intentara la conciliación, porque Riordan podría necesitar incluso la más
diminuta señal de buena voluntad por parte de Prior cuando las cosas se pusieran mal.
Considerándolo todo, era un tipo de trabajo poco notable.
La unidad de Prior estaba instalada en una serie de despachos en la decimoctava planta del
Edificio Postal. Un hombre joven, muy ocupado, que estaba en recepción dijo a Jake que Prior se
hallaba en una conferencia y no se le podía molestar. Jake dijo que esperaría un momento y tomó
asiento.
Había una puerta directamente enfrente suyo que conducía a un despacho privado, y la ventanilla
de encima de la puerta estaba abierta. A través de esta abertura se oyó de repente una aguda voz
irascible.
–Las excusas, caballeros, son la moneda con que los incompetentes esperan comprar el respeto
de los hombres escrupulosos.
El hombre joven del mostrador miró a Jake y luego a la ventanilla abierta antes de volver a su
trabajo con perceptible energía renovada.
La voz continuó, estridente:
–Los periódicos de esta ciudad se han unido para desollar su trabajo, y me niego a creer que esta
unanimidad de opinión sea atribuible a otra cosa más que a algún error egregio en su manera de
actuar.
–El senador Hampstead ha llegado, por lo que oigo –dijo Jake, reconociendo la voz.
–Así es –dijo el hombre joven, y sonrió con educación–. El tiempo se acelera un poco cuando él
está por aquí.
–Puedo imaginarlo.
Jake había visto a Elias Hampstead, senador de un Estado del medio oeste, varias veces en
Washington y Chicago. Le había considerado un charlatán y un pelmazo; pero el senador tenía un
cortejó nacional fiel y celoso.
Entre sus seguidores, el senador Hampstead tenía fama de honestidad desinteresada, rectitud
firme e integridad inmortal; y de ser, por recuento real, al menos un ciento quince por ciento
americano completo.
Había sido elegido en los años veinte en una candidatura de fusión que tenía como plataforma el
restablecimiento de los principios de la piedad y la decencia. Nadie se tomó en serio la campaña
excepto Elias Hampstead, quien en aquel tiempo contaba poco más de cuarenta años, y había
perdido su granja en la depresión que siguió a la primera guerra mundial. Había estado vendiendo
panfletos religiosos para mantener a su esposa e hijo, cuando el movimiento político le captó y le
dio una razón para ocupar un espacio en la tierra.
Fue elegido para el Senado e inmediatamente presentó proyectos de ley que abogaban,
respectivamente, por la abolición de las carreras de caballos, las carreras de perros, el boxeo, el
béisbol profesional y la bebida. Se convirtió en objeto de miles de chistes y bromas. Fue
vilipendiado como la personificación de la gazmoñería, el epítome de la estrechez de mira
provinciana. Pero había algo en su obstinación, su patanería, su negativa a dejar de gritar sus
perogrulladas piadosas que hacía que algunas personas le admiraran; y entre ciertas sectas oscuras
llegó a ser considerado como una especie de Mesías terrenal, casero.
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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Casi al final de la contienda se formó el comité Hampstead para investigar los beneficios
obtenidos durante la guerra, y el aliento del miedo atravesó la espalda de todo aquel a quien dirigía
su atención, porque este comité era tan duro en sus juicios como las leyes del Antiguo Testamento.
El comité asumió las virtudes del senador Hampstead. Era incorruptible. Su pasado estaba
inmaculado. Había vivido durante treinta y cinco años con una mujer gris y retraída, que había
muerto poco después de que su único hijo muriera en la guerra. No tenía cuentas bancarias
inexplicadas. Era el enemigo militante de la lujuria, de la corrupción, de la mala conducta, de todo,
en definitiva, lo que difería de su concepto de la decencia, la modestia y la santidad.
Así era el hombre, pensó Jake con una sonrisa sin humor, que consideraría la evidencia contra
Dan Riordan. Sería difícil imaginar a dos hombres de gustos, convicciones y motivaciones más
opuestos.
La puerta del despacho privado se abrió y salió el senador Hampstead, seguido por Gregory Prior
y Gil Coombs.
El senador era un hombre de aspecto vulgar, pelo lacio y canoso, ojos escrutadores y rasgos
demasiado pequeños y juntos para ser bonitos, pero que no eran ordinarios. Tenía una altura
mediana y su cuerpo era enjuto y bien conservado. Vestía un traje gris y llevaba bastón.
Jake dijo:
–Hola, senador. Nos conocemos. Me llamo Harrison.
–Ah, sí –dijo el senador Hampstead. Su voz normal era aguda, afectada e irritante–. Se ocupa
usted de las relaciones públicas de ese cobarde, Riordan, ¿verdad?
–En efecto –dijo Jake, tranquilo.
–Nos ha puesto difícil el trabajo con sus tácticas. Debería existir una ley que nos permitiera
encerrar a los hombres como usted.
–¿Por qué no presenta una? –preguntó Jake. Se sentía agradablemente furioso–. Apenas se
notaría entre el resto de su extravagante legislación.
–Buenos días –dijo lentamente el senador Hampstead. Y Jake sabía que había hecho daño a aquel
hombre, y que jamás sería perdonado–. Vamos, Prior –dijo el senador.
–Está bien –dijo Prior. Echó una rápida mirada a Jake y se encogió de hombros en gesto de
impotencia mientras salía del despacho detrás del senador.
–Coombs sonrió a Jake.
–El senador está de un humor de perros hoy. Entre, ¿quiere? No hay necesidad de que nos
ladremos uno a otro, ¿no le parece?
Dentro del despacho Jake vio montones de libros de contabilidad sobre dos mesas.
–Los documentos de Riordan –dijo Coombs, pasándose una mano por su cabello ralo–. Un
trabajo enorme repasarlos. Y es mío, todo mío –añadió con una sonrisa.
–¿No tiene ayuda?
–Oh, sí. Yo los miro por simpatía. Tengo a tres contables que me ayudan, y Greg, el señor Prior,
se ocupa de los ángulos legales y dirige el espectáculo principal. ¿Quería usted verle?
–Sí, pero puedo decírselo a usted. Él estaba buscando a un hombre llamado Nickerson, que
trabajó en una planta de Riordan durante la guerra, como inspector del gobierno.
–¿Ah, sí?
–Bueno, Nickerson está muerto. Pensé que les ahorraría tiempo saberlo. Esa información viene
de Riordan, así que es probable que sea exacta.
Coombs sonrió.
–Riordan debe de ser un hombre fascinante. –Miró hacia los libros de encima de las mesas–.
Muy atrevido, muy aventurero, muy diestro. Es la impresión que estoy sacando. Pero será mejor
que tome nota del nombre de ese tipo. ¿Cómo era? –Lo anotó en su bloc de memorandos.
Hablaron de cosas inconexas unos momentos, y Coombs mencionó que se lo estaba pasando bien
en Chicago.
–Es una ciudad sorprendente –dijo–. Me han fascinado por completo algunos sombríos bares del
South Side. La música es jazz auténtico y la gente es fabulosa. También hemos probado los

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

restaurantes de carne del West Side, y algunos de los bistros de West Madison Street, pero sólo por
curiosidad, claro.
–Han visto muchas cosas –dijo Jake.
–Sí, Greg es un buen guía –dijo Coombs sonriendo.
Jake le dio los nombres y las direcciones de unos cuantos lugares poco conocidos que eran sus
favoritos, y Coombs los anotó con un entusiasmo que a Jake le pareció encantador.
–Creo que hemos estado en uno de éstos –dijo Jake–, pero probaremos los otros si tenemos
tiempo. Con el senador Hampstead por aquí será difícil.
–Me lo imagino –dijo Jake.
Hablaron de trivialidades un momento después, y finalmente Jake se despidió de Coombs y salió
a los ascensores. Consultó su reloj y se dio cuenta de que la jornada laboral estaba a punto de
finalizar.
Eran las cinco en punto cuando llegó a la oficina; la recepcionista le dijo que el señor Noble
había pasado el día fuera, y que le habían traído un paquete por la tarde, que el botones había dejado
sobre su mesa.
Jake le dio las gracias y fue a su despacho. Se sentía cansado y deprimido, y se alegró de no
haberse encontrado con Noble. Le pasaba algo, lo sabía.
El paquete estaba sobre su escritorio; era un objeto plano de unos treinta centímetros por doce y
cinco de grueso, envuelto en papel marrón y atado con torpeza, pero firmemente, con cordel fuerte.
Jake se sentó, desató los nudos y rasgó el envoltorio.
El paquete contenía un libro grande encuadernado en piel. Jake lo contempló un momento sin
reconocerlo; y luego se dio cuenta de que lo había visto antes y un escalofrío le recorrió la espalda.
Era el diario de May.
Jake permaneció un momento sentado con el diario en las manos, y el único pensamiento que
acudió a su mente fue que dos personas habían muerto a causa de su contenido.
Desde el despacho contiguo le llegó la voz de Toni Ryerson que tarareaba, y vio que sus
delicados tobillos estaban en la posición de costumbre, sobre el escritorio. Jake dejó el diario y se
dirigió hacia la puerta que comunicaba su despacho con el de Toni.
–¿Te importa si cierro esta puerta? –dijo–. La corriente que hay aquí está alcanzando la categoría
de tifón.
–Trataré de sobrevivir –dijo Toni.
Jake sonrió y cerró la puerta. Volvió a su escritorio, cogió el diario y lo abrió por la página uno,
que estaba fechada el uno de enero de 1943.
Pasando al final del libro vio que acababa el 31 de diciembre de 1948. Era el diario de seis años,
y en cada página había espacio para tres días.
Jake frunció el ceño, intentando adivinar por qué le habían enviado el diario a él, precisamente.
Suponiendo que Avery Meed hubiera matado a May para conseguirlo, quienquiera que se lo hubiera
enviado a él debía de ser el asesino de Meed. Pero, ¿por qué, iba nadie a matar a Meed para coger el
diario, y luego enviarlo a otra persona?
Jake abrió el diario en la última mitad de 1944, que era la época en que Riordan había conocido a
May, e inmediatamente vio que alguien había trabajado con las tijeras. Había unas páginas cortadas
que incluían los meses desde junio hasta diciembre de 1944. Y no tardó mucho en ver que no se
mencionaba para nada a Riordan en el diario de May.
Jake consideró un momento la conclusión obvia: alguien había eliminado del diario toda
referencia a Riordan. Podía haber sido Avery Meed. O lo podía haber hecho la persona que le había
asesinado.
Durante unos minutos le dio vueltas a esta idea, y luego cogió el teléfono y llamó al despacho de
Sheila. Cuando contestó, Jake le preguntó si podía ir un momento a su oficina. Ella vaciló, de un
modo casi imperceptible, antes de decir que sí.
Apareció medio minuto más tarde, con el abrigo puesto y los guantes y el bolso en la mano.
–Iba a marcharme cuando me has llamado –dijo.
Jake cerró la puerta y cogió de su escritorio el diario de May.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Quería que vieras esto.


Sheila miró el libro y luego lo abrió y empezó a leer. Por unos segundos su rostro estuvo
inexpresivo; pero de pronto contuvo el aliento.
–¿De dónde lo has sacado? –preguntó.
–Ha venido por correo.
–¿Quién lo ha enviado?
–No tengo ni idea.
Se sentó con cuidado en la silla de delante del escritorio.
–¿Qué significa esto, Jake?
–No estoy seguro –dijo–. Sin embargo, evidencia cosas interesantes. Riordan, como sabes, envió
a Avery Meed a que consiguiera el diario de May. Luego alguien asesinó a Meed aquella mañana y
se llevó el diario. Quienquiera que me lo haya enviado probablemente es la persona que asesinó a
Meed.
–¿Lo has revisado ya?
–Eso es otra cosa. –Se inclinó sobre el hombro de Sheila y abrió el diario en la última mitad de
1944–. Observarás que alguien colecciona Riordanianas. Ahora no se le menciona en el diario.
Ella dijo:
–Entonces, el que asesinó a Meed probablemente tiene la información de Riordan.
–Es posible.
–¿Qué vas a hacer con él?
Jake sonrió irónicamente.
–¿Qué crees que voy a hacer? –dijo él–. Voy a echar un vistazo a cómo se comportaban nuestros
superiores durante la guerra.
Abrió el diario en la página uno.
El relato de May de sus relaciones durante la guerra con gángsters, industriales, artistas, estrellas
de cine, generales y prostitutas era una crónica fascinante. Jake se dio cuenta de ello después de leer
sólo unas páginas. Relataba conversaciones palabra por palabra, y su memoria para los hombres,
fechas y lugares era sorprendente. Había la saga de un general de tres estrellas cuyo nombre se
había convertido en un símbolo del idealismo y la honestidad inquebrantable durante la guerra, pero
que, según lo que May había escrito de sus comentarios mientras bebía, no era en realidad más que
un recadero para una de las principales industrias del país. Y su relato de la relación entre un
político de talla nacional y un embajador extranjero podía haber sido una nota a pie de página de un
capítulo de Kraft-Ebbing. El diario rebosaba de nombres, grandes y pequeños, con complicadas
transacciones pensadas para llenar los bolsillos de alguien a expensas de otro, y con los detalles de
asignaciones, infidelidades, promiscuidades y acrobacias sexuales de todas las variedades.
Jake sacudió la cabeza.
–No me extraña que Riordan estuviera preocupado.
–Todavía debe de estarlo –dijo Sheila.
Jake la miró pensativo.
–Sí, claro. Las páginas que hablan de él todavía corren por ahí.
–Quizás no –dijo Sheila, pensativa.
–Tienes razón. –Jake encendió un cigarrillo, y el sonido de la cerilla pareció extrañamente fuerte
en el silencioso despacho. Sheila tenía razón. Tal vez Riordan ya no estuviera preocupado, por la
sencilla razón de que podía haber matado a Meed y arrancado del diario la información que le
incriminaba.
–Pero eso no explica por qué me ha enviado el diario –dijo finalmente–. Dejemos de jugar a
detectives y démoslo a Martin.
–Puedes ocuparte tú mismo.
–Me gustaría que dejaras de ser tan impersonal –dijo Jake irritado–. Estoy deprimido y me
gustaría hablar contigo. ¿Por qué no cenas conmigo esta noche?
Sheila dijo que no con la cabeza.
–Lo siento, Jake. Algo te preocupa, pero tendrás que resolverlo tú solo.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–No espero que me cojas en tu regazo y calmes mi llanto –dijo Jake–. Sólo quiero que cenes
conmigo y te rías de mis alegres comentarios acerca del tiempo.
–Esta noche no –dijo Sheila–. Pero gracias.
–Oh, de nada –dijo Jake con aspereza. Abrió la puerta y la observó mientras se alejaba con pasos
rápidos...
Jake cogió un taxi hasta Central Station y encontró a Martin sentado en su despacho cálido y
lleno de humo, con los pies sobre el escritorio, contemplando la nieve que, formando remolinos,
estaba cayendo sobre la ciudad.
Dejó el diario cerca de Martin y encendió un cigarrillo, mientras Martin hacía girar la silla y
abría el libro. Durante unos momentos hojeó el diario sin hacer ningún comentario; luego miró a
Jake, y dijo en voz baja:
–¿De dónde lo ha sacado?
Jake le contó cómo había recibido el diario, y añadió que había notado que habían arrancado
unas cuantas páginas, y que no se mencionaba a Riordan en él.
Martin no respondió de momento. Miró fijamente el libro y pasó unas cuantas páginas al azar,
frunciendo el rostro. Al final dijo:
–Quiero que me haga un favor, Jake. No diga a nadie que me ha traído esto, ¿quiere?
–Usted es el jefe.
–Deseo sorprender a algunas personas –dijo Martin–. No quiero que nadie sepa cómo ha llegado
a mis manos, ¿de acuerdo?
Jake asintió y luego pasó media hora hablando con Martin, principalmente porque no tenía
adonde ir ni nada en particular que hacer. No hablaron de los dos asesinatos que estaban en sus
mentes. Discutieron de política local, de los días en que Jake cubría la información policial y Martin
llevaba uniforme.
Cuando Jake se marchó se sentía vagamente nostálgico, pero sospechaba que era un sentimiento
de pacotilla, falso y vacío. Decidió que podría estar borracho igual que estaba sentimental, así que
le dijo al conductor del taxi que le llevara a un bar.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

11
MAY fue enterrada a la mañana siguiente después de un servicio deslucido y no sectario en una
capilla del North Side.. El féretro cerrado estaba rodeado de magníficas ofrendas florales, cuya
fuerte fragancia se mezclaba de un modo agradable con la música del órgano, lúgubremente
solemne, y la pálida sinceridad del joven que hizo el sermón. Llevaba un traje gris con chaleco
negro y habló de May como si ésta fuera un perro fiel muerto por un cazador descuidado.
Jake salió afuera después del servicio y encendió un cigarrillo. Se encontraba mal por la resaca
de la noche anterior, y la grotesca naturaleza del funeral le hizo sentirse peor. May merecía algo
mejor que aquello, pensó con tristeza.
Alguien le puso una mano sobre el hombro, y cuando se dio la vuelta vio que se trataba de Mike
Francesca, que estaba detrás de él con una sonrisa triste en el rostro.
–Fue una lástima, ¿verdad, Jake? –dijo Mike, sacudiendo la cabeza.
–Sí, fue una lástima –dijo Jake.
Se desplazaron hacia el bordillo para evitar a la multitud que empezaba a salir de la capilla.
–May fue una buena amiga mía durante muchos años –dijo Mike–. Éramos muy íntimos. –
Meneó la cabeza con aire triste–. Qué buenos amigos éramos. La policía no tiene suerte para
encontrar al asesino, ¿eh?
Jake sonrió. Mike tenía a varios capitanes de la policía en su nómina, y si quería saber cómo iba
una investigación policial, no tenía más que coger un teléfono.
–Están temporalmente desconcertados –dijo Jake con sequedad.
–Qué lástima –dijo Mike, con un fuerte suspiro. Miró a Jake con los ojos entornados y sonrió
levemente–. Según tengo entendido, han encontrado el diario. ¿Lo ha examinado, Jake?
–Sí, lo he examinado, Mike –dijo Jake llanamente–. No vi nada acerca de usted que no fuera
halagüeño.
Mike meneó su canosa cabeza en ademán de fastidio.
–Sabía que no lo habría –dijo–. Quiero decir, no estaba seguro, pero lo primero que pensé fue:
«Bueno, May no te perjudicaría, Mike. No seas bobo». Pero no podía estar tranquilo, ¿sabe?, por
eso me preocupaba.
–No creo que tenga que preocuparse más –dijo Jake, pero cuando habló se dio cuenta de que
había estado trabajando suponiendo que el material eliminado del diario se refería a Dan Riordan.
En realidad, podía referirse a cualquiera. Se preguntó si Martin se habría percatado de eso.
Mike le tocó el brazo.
–¿Quiere que le deje en algún sitio, Jake?
Jake dijo que iba al centro de la ciudad, y Mike se acercó al bordillo y miró hacia la calle. No
hizo ningún gesto ni cambió de expresión; simplemente indicó con esta acción que había terminado
de hablar y un Cadillac largo y negro, que estaba a media manzana, se puso en marcha y se detuvo
ante ellos.
–Ah, aquí está –dijo con una sonrisa de sorpresa–. Suba, Jake. ¿Cómo les va con Dan Riordan?
–Bastante bien –dijo Jake.
–¿Sabe, Jake? Algún día tengo que tener una charla con usted sobre relaciones públicas. ¿Podría
hacer que los periódicos dejaran de llamarme rufián?
–¿Por qué diablos le importa lo que le llamen?
–Por mí no me importa, Jake, pero tengo dos nietas en un convento en el oeste, y no creo que sea
agradable para ellas que me llamen rufián. Quizás pueda usted telefonearme esta semana, y
podríamos tener un largo almuerzo y hablar de esto, ¿eh?
El coche se detuvo ante el Edificio Executives cuando Mike acabó de hablar, así que Jake asintió
con la cabeza y dijo:
–Claro que sí.
Mike le puso una tarjeta en la mano.
–Mi número privado –dijo–. Me llamará, ¿eh?
–Desde luego –dijo Jake.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Mike rió entre dientes con buen humor y volvió a subir a su coche. El conductor arrancó y el
Cadillac se saltó con insolencia un semáforo en rojo, y luego giró a la izquierda pasando ante una
señal de prohibido girar a la izquierda y desapareció por la calle lateral. Jake se encogió de hombros
y entró en el Edificio Executives, preguntándose por qué no había tirado la tarjeta de Mike.
La recepcionista le dijo que Noble quería verle. Jake encontró a Gary sentado ante su escritorio,
con una llamativa chaqueta deportiva y fumando con energía un cigarro.
–¿Qué ocurre? –preguntó Jake.
–Riordan me llamó ayer por la tarde. Dijo que acababa de hablar contigo y que le habías dicho
que Prior le estaba pisando los talones. ¿Es cierto?
–Es lo que me dijo Prior –dijo Jake.
–Eso significa que tenemos que detenerle. Tenemos que golpear fuerte y rápido, Jake.
–En eso estoy –dijo Jake.
Noble se puso de pie y miró a Jake preocupado.
–Jake, no me gusta mencionar esto, porque sé que has hecho lo que has podido, pero no estás
rindiendo para Riordan. Hace ya cuatro días que tenemos la cuenta y ni siquiera hemos empezado a
planificar una campaña.
Jake estiró las piernas y apoyó la cabeza en el respaldo de la silla. Dijo:
–Estoy harto de esta cuenta, Gary.
–¿Qué diablos te pasa? –preguntó Noble–. Una cuenta no es algo de lo que uno se harte. Es
trabajo.
–Ésta es bastante indecente. ¿Qué demonios podemos decir de Riordan? No hay defensa posible,
ningún factor atenuante. Es un estafador.
–Eso no nos corresponde a nosotros decirlo, gracias a Dios –dijo Noble–. Jake, lo único que
sucede es que tienes un poco de fiebre primaveral o algo así. Mira, déjame prepararte un trago.
Trajo a Jake un whisky con soda y le dio una palmada en el hombro.
–Esto te animará. Esta mañana estás cansado. Pero tenemos que ver a Riordan en su hotel esta
tarde. Ha llamado y ha concertado esta cita. Así que, Jake, intenta por todos los medios inventarte
algo que le mantenga tranquilo por un tiempo.
Jake tomó un sorbo de su copa y se encogió de hombros.
–Está bien –dijo sin mucho entusiasmo.
Después de almorzar, Jake fue andando hasta el Blackstone porque el día era claro, y el aire que
venía del lago fresco. Llamó y Riordan abrió la puerta, y Jake vio que Noble y Niccolo ya estaban
allí, y que Brian Riordan estaba repantingado en el sofá con un vaso largo en la mano. Sheila
también había llegado y eso le sorprendió. No podía imaginarse qué interés tendría ella por la
cuenta de Riordan. Estaba tomando una copa y hablando con Brian.
Hubo un murmullo general de bienvenida que se apagó cuando Denise Riordan apareció por la
puerta del comedor, vestida con una túnica de satén blanco y zapatos planos también de satén
blanco. Sonrió a Jake y meneó la cabeza con pesar.
–Hola –dijo–. Por poco me lleva a la barra del bar.
Riordan la miró sin inmutarse.
–Vamos a estar ocupados aquí, Denise.
–Está bien, sólo quería algo que me hiciera compañía. –Se sirvió una copa de la bandeja de
botellas que había sobre la mesita auxiliar. Brian Riordan le sonrió y dijo:
–El cuadro de la típica mujer americana. Vestida modestamente con una túnica blanca, los senos
caídos y un trago de whisky en un vaso alto.
–¿No te gusta? –preguntó Denise indiferente.
–Me encanta –respondió Brian.
Riordan la observó cruzar la habitación y perderse de vista; luego se volvió a Noble.
–Le he hecho venir para averiguar cuál es el siguiente paso, así que empecemos a trabajar –dijo.
Noble comenzó la descripción que había preparado para la familia Riordan, pero Riordan le
interrumpió con un ademán irritado.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Está bien, supongo, pero no parece que sea mucho. ¿A quién le importa realmente que haga
barquitos con tapones de corcho para distraerme, y que riegue mi propio césped? Quiero algo
pasmoso, maldita sea, algo que detenga a esos entrometidos federales.
–Bueno, en ese caso –dijo Noble, con tanta confianza como si supiera cómo iba a terminar la
frase–. En ese caso, será mejor que pensemos un poco en voz alta. –Se sacó un cigarro del bolsillo y
desenvolvió el papel de aluminio con el mismo cuidado que un hombre pondría al desactivar una
mina–. Tengo una idea que podría ser factible, pero prefiero escuchar a Jake antes –dijo.
Jake había estado pensando mientras Noble y Riordan hablaban. Se le había ocurrido una idea
que era lo bastante vulgar y desagradable para funcionar.
Riordan le miró.
–Bueno, ¿qué dice?
–Sí, tengo algo –dijo Jake–. En primer lugar, y esto será nuevo para usted, la policía tiene el
diario de May.
–¿Cómo lo sabe? –preguntó Riordan.
–Me he enterado por el teniente Martin. También, y lo que es más importante para nosotros, no
aparece ninguna mención suya en el diario. Quizás la hubo en otro tiempo, pero alguien ha
trabajado con las tijeras y usted queda fuera del reparto estelar.
Por un momento hubo un silencio en la habitación, y luego Riordan dijo, pensativo:
–Eso es muy interesante.
Brian Riordan miró a su padre con una sonrisa.
–Muy interesante. Alguien más tiene ahora tu basura. –Se echó a reír y se hundió cómodamente
en el sofá–. Quizás alguno de los que están aquí pueda ayudarte. ¿Alguno de ustedes tiene por
casualidad la información de las travesuras infantiles que este anciano hizo durante la guerra? Era
listo, ¿saben?, con sus cañones de escopeta que estallaban solos y unos beneficios estratosféricos.
Riordan se volvió a su hijo, y Jake vio que había determinación en el movimiento de sus anchos
hombros.
–Basta ya, Brian –dijo.
–Bueno, no te pongas tembloroso y sensible –dijo Brian.
Riordan le miró con calma un momento, y apareció una curiosa expresión de alivio en su rostro.
Luego cruzó lentamente la habitación y se detuvo ante Brian.
–Podrido impostor –dijo, pronunciando cada sílaba con deleite–. He escuchado tu chantaje moral
por última vez.
Con un repentino gesto cogió las solapas de la chaqueta deportiva de Brian, y luego le hizo poner
de pie con una fuerte sacudida. Brian empezó a respirar más fuerte, pero miraba fijo a los ojos de su
padre con una sonrisa insolente.
–Regresaste a casa hace cuatro años –dijo Riordan con voz salvaje–. Te he proporcionado unos
ingresos que no podrías ganar si fueras cincuenta veces más listo de lo que eres, y vivieras para
serlo mil. Lo has malgastado todo como un estúpido, y me has despreciado por tenerlo y poder
dártelo. Has utilizado todo lo que yo poseía porque creías que lo habías ganado. Bueno, te mostraré
lo que has ganado, y lo que mereces. A partir de ahora puedes unirte a los demás héroes de guerra y
conseguir un trabajo de albañil o camionero.
Riordan hizo girar a su hijo torciéndole el brazo, y le impulsó hacia la puerta con un violento
empujón. Brian se tambaleó hacia atrás y apenas pudo mantener el equilibrio. Pero consiguió
esbozar una sonrisa mientras se alisaba las solapas de la chaqueta.
–Has hecho una estupidez, ¿sabes?
Se dio la vuelta y abrió la puerta, y salió sin mirar atrás.
–Riordan se acercó a la puerta y la cerró de una patada. Regresó al centro de la habitación y dijo
a Jake:
–Está bien, ¿qué había pensado usted?
Jake había observado con interés la escena entre padre e hijo, pues tenía la sensación de que
tenía más importancia que una explosión paternal concluyente. Le parecía que conducía a algo más,
pero no podía situarlo ni evaluarlo como parte de un modelo o diseño. Lo que había visto era una

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

escena inconexa e independiente; pero creía que encajaría en un cuadro más grande si pudiera
adivinar dónde o cómo.
–Está bien –dijo Riordan otra vez–. ¿Tenía algo que decir?
Jake dijo:
–Sí –y volvió a poner sus pensamientos en orden. El choque entre los Riordan había cargado el
ambiente de excitación, y Jake esperó un momento hasta que se alivió la tensión, hasta que tuvo la
atención de todos:
–Es esto –dijo–: La policía tiene el diario de May, y sabemos que en él no hay nada que le
incrimine, Riordan. Pero se ha hablado mucho del diario y de su contenido. Nuestra mejor apuesta
ahora es pedir que se exhiba y se examine.
–No lo entiendo –dijo Riordan.
–No hay ningún misterio, ni siquiera originalidad, en mi sugerencia –dijo Jake–, Necesita una
cortina de humo. Una cortina de humo, si no conoce usted el término en relaciones públicas, es un
artilugio con el que se demuestra que todos los demás también son unos bastardos. Se entrega al
público otro a quien abuchear, y se va rápidamente antes de que empiecen a volar los ladrillos.
Riordan se frotó la mandíbula con aire pensativo.
–Usted ha visto el diario, supongo.
–No. –Jake recordó a tiempo que Martin le había dicho que no lo divulgara.
–Entonces, ¿cómo sabe que no contiene ninguna referencia mía?
–Me lo ha dicho el teniente Martin. Y adivino que el relato de May es fuerte y arrastrará a
docenas de personas importantes. Eso, por supuesto, es lo que queremos.
–¿Y de qué me servirá ensuciar a otra mucha gente? –preguntó Riordan, impaciente.
–Déjeme demostrarle con un ejemplo lo que quiero decir –dijo Jake. Encendió un cigarrillo y
miró a Sheila. Ella le miró a su vez y sonrió.
–Me sorprendes incluso a mí –dijo Sheila–. No lo sabía.
–Estoy lleno de sorpresas –dijo Jake, y se apartó de ella–. Mire hacia atrás, Riordan, y recuerde
cierta investigación que el congreso efectuó el año pasado, en la que se hallaba implicado uno de
nuestros más encantadores industriales. ¿Lo recuerda?
–Sí –dijo Riordan, interesado–. Lo recuerdo.
–Bueno, la cuestión era ésta: el industrial había construido un submarino gigante con dinero del
gobierno. Algunas personas decían que el submarino era casi tan práctico como un invento de Rube
Goldberg. Otros decían que estaba muy bien. El comité quería saber quién tenía razón, así que
hicieron una investigación. Pero ocurrió lo peor. De alguna manera, el guardaespaldas del industrial
intervino, y empezó a hablar de las diversiones que habían tenido lugar a bordo del yate de su jefe.
El resultado fue que una docena de prostitutas de lujo fueron llamadas a testificar, y ofrecieron al
público un festival romano. Hablaron de desayunos con champán y fiestas con baño a medianoche
en las que casi todos los participantes sólo llevaban puesto sonrisas ebrias.
»Esto no tenía mucho que ver con el submarino, por supuesto. Pero, ¿a quién le importaba eso,
cuando podían escuchar a una modelo contar que había sido perseguida dentro de un barco por un
sátiro borracho? La respuesta es: a nadie. El submarino fue olvidado. El público tenía un circo; el
comité, creo, vio recortada su subvención en la siguiente sesión del Congreso.
»¿Entiende lo que quiero decir? Pediremos a gritos el diario y desafiaremos al senador
Hampstead y al joven Prior. Iremos a Washington y arrastraremos con nosotros todos los nombres
que se mencionan en el diario de May.
–Mucha gente saldrá perjudicada –dijo Sheila.
–Eso es lo bueno –dijo Noble, animado–. No puedes decir quién es bueno o malo en un asunto
como éste. Todo el mundo es sospechoso de ser un hijo de perra, y eso extiende la culpabilidad por
todas partes. Riordan, sus cañones de escopeta defectuosos quedarán al margen si compiten con la
fornicación en las clases superiores.
–Está bien –dijo Riordan, con una sonrisa–. Me gusta. Pero, ¿cómo podemos conseguir que se
haga público el diario?

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Nos ocuparemos de eso –dijo Jake, y se volvió a Niccolo–. Dean, empieza enseguida con
artículos para los periódicos en el sentido de que el gobierno va a utilizar el diario de May en su
caso contra Riordan. Y después artículos diciendo que Riordan está pidiendo que se exhiba el diario
para que sus acusadores aparezcan como los bastardos mentirosos que son. Quizás mañana
podamos vender al Trib un editorial sobre ello.
–Lo quieres fuerte, ¿eh? –dijo Dean–. Ciudadano ultrajado lucha contra las fuerzas de la
burocracia, ¿eh?
–Eso es.
Jake se volvió hacia el otro lado y vio que Sheila le estaba mirando fijamente. Sus miradas se
cruzaron sin decir nada, mientras Niccolo se reunía con Noble y Riordan para tomar una copa.
–Bueno –dijo Sheila en voz baja–. Has dado un golpe maestro. Una auténtica joya. Lo enseñarán
a los chicos en las clases de relaciones públicas.
–Ya se ha hecho antes.
–Sí, estoy segura. Ya sabes, por supuesto, que algunas personas inocentes van a recibir una
patada en la boca. Y sabes para quién lo estás haciendo y lo que es.
Por un momento, Jake no contestó. Parecían estar solos en la habitación, en un vacío en el que el
tintineo de los vasos y la conversación no penetraban. De alguna manera parecía estar lejos de ella,
y la distancia se hacía más grande con cada segundo que permanecía en silencio.
Finalmente dijo:
–Sé lo que estoy haciendo, si es eso a lo que te refieres.
–Quería estar segura.
–¿Y ahora estás segura?
–Sí. Adiós, Jake.
La contempló cruzar rápidamente la habitación y salir por la puerta; y supo que era una salida
final.
Niccolo se acercó a él.
–Una cosa, Jake. ¿Cómo quieres que enfoque lo de que te enviaron el diario a ti?
Jake encendió un cigarrillo.
–Me importa un bledo cómo enfoques ese punto, Dean –dijo. Aspiró hondamente su cigarrillo y,
cuando se estaba dando la vuelta, se dio cuenta de la importancia de esta pregunta. Se volvió a Dean
y le preguntó:
–¿Cómo sabías que me lo enviaron, Dean?
–¿Qué quieres decir? –dijo Dean.
–¿Qué palabra no entiendes? –dijo Jake–. Te he preguntado cómo sabías que me habían enviado
el diario a mí. No lo sabía nadie más que el teniente Martin. La única otra persona que sabe quién
recibió el diario es la que me lo envió.
Dean sonrió y dijo:
–Soy un bocazas, Jake, pero no te pongas nervioso. Toni Ryerson me dio esa información.
–¿Cómo demonios se enteró?
–Su despacho está al lado del tuyo, ¿lo recuerdas? Te vio abrir el paquete y supongo que
reconoció el diario por las descripciones que han hecho de él los periódicos. Esta mañana me ha
dicho que le parecía que habías recibido el diario. Cuando te he oído decir que sabías que la policía
lo tenía, he supuesto que Toni había acertado en su suposición.
–Entiendo –dijo Jake–. Por un instante me has asustado. Bueno, ¿qué querías?
–¿Cómo explico el hecho de que la policía tiene el diario de May, y que tú se lo entregaste?
Quiero decir, ¿no es una información secreta?
–Pues no lo menciones –dijo Jake. Se encogió de hombros y miró directamente a Niccolo–. En
realidad, no me importa que lo hagas.
–No te entiendo –dijo Niccolo con una sonrisa perpleja.
–No es importante –dijo Jake. Miró hacia la puerta por donde había salido Sheila y se pasó una
mano por la frente en gesto cansado. Lo que le había dicho a Dean le sorprendía; no lo había hecho
adrede. Sin embargo expresaba perfectamente lo que sentía por Dean, por Riordan y por Noble.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

El disgusto que sentía por sí mismo, que le consumía, no dejaba espacio para ningún interés por
nadie.
Ahora se vio como debía de haber aparecido ante Sheila; y la visión era deprimente. El plan que
había propuesto a Riordan era barato y repugnante; y su ejecución precisaría un hombre de
estómago fuerte y sensibilidades prensiles. El mismo, en definitiva.
Pero no era esto lo que le preocupaba. El negocio requería un poco de pillería, y la mayoría de la
gente lo hacía por obligación, porque su subsistencia dependía de ello. Pero éste no era su caso. Él
había sugerido un plan de acción rápidamente, instintivamente, fácilmente. Había acudido a él de
manera natural.
Noble se le acercó con un vaso en la mano y una sonrisa de alivio en el rostro.
–Ahora estamos en directa, Jake. Esa idea tuya es fantástica. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí.
–Sí, ojalá –dijo Jake.
Noble bajó la voz.
–Riordan está encantado.
–Eso es bueno. –Miró hacia la puerta por donde había salido Sheila, y dijo, casi como si lo
hubiera pensado después:
–He terminado, Gary. Dimito.
–¿Dimites? –dijo Noble–. ¿Qué quieres decir?
–Es una palabra sencilla. Se escribe con «d», como «día».
–Jake, estás hablando como un tonto. No puedes dimitir ahora.
–Lo siento, Gary. No lo estoy haciendo muy bien, supongo. Estoy harto, hasta la coronilla.
Riordan se había acercado a ellos mientras Jake hablaba. Miró a Noble y luego se quitó el
cigarro de la boca.
–¿Qué ocurre? –preguntó–. He oído que Jake decía que dimitía.
–Yo también le he oído –dijo Noble, con un leve tono de pánico en su voz–. Pero no habla en
serio.
Riordan miró a Jake y dijo:
–Bueno, ¿qué dice? ¿Habla en serio?
–Sí, completamente en serio –respondió Jake.
–Piensa que estamos vencidos, ¿eh? ¿Es eso?
–No, no es eso –dijo Jake–. Supongo que debería explicarme sucinta y gráficamente. Pero me
parece una gran molestia.
–Jake, ¿qué te ha entrado? –explotó Noble.
–Tiene escrúpulos de trabajar para un ladrón –dijo Riordan, con una sonrisa dura.
Jake miró a Riordan directamente a los ojos.
–Está usted poniendo palabras en mi boca, pero no son malas. Este trabajo apesta. Así que me
voy. Le deseo muy buena suerte.
Cogió su sombrero y abrigo y fue hacia la puerta.
Riordan dijo:
–Las actitudes morales elevadas son un lujo, ya se dará cuenta. Sólo los muy ricos pueden
permitírselas.
Jake hizo una pausa con la mano en el pomo de la puerta.
–Nunca me he dado cuenta de que usted mostrara alguna.
Riordan se rió afablemente.
–Claro que no. Así es como me hice rico –dijo.
Jake miró a los tres hombres, Niccolo, Noble y Riordan, los tres de pie con un vaso en la mano y
observándole con expresiones diferentes. Y se le ocurrió entonces con repentina claridad que sabía
mucho sobre el asesino de May Laval y Avery Meed.
Sonrió y estuvo a punto de contestar a Riordan, pero decidió que no tenía tiempo. Abriendo la
puerta, se despidió de ellos con un gesto de la mano y se encaminó deprisa a los ascensores.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

12
QUINCE MINUTOS MÁS TARDE, Jake estaba llamando al timbre de Sheila. Ella abrió la puerta y
cuando le vio intentó cerrarla, pero él puso un pie dentro y entró por la fuerza.
–Vete, por favor –dijo Sheila, y él vio que había estado llorando. Se apartó de él y se sentó en el
sofá, ante el fuego–. Lo digo de verdad. Quiero que te marches.
–Tengo que decirte algunas cosas –dijo Jake–. ¿Puedo sentarme?
Ella no respondió, y por la postura de sus hombros él supo que no iba a hacerlo. Se sentó en el
brazo del sofá y se quitó el sombrero.
–Sólo es esto –dijo–. Sé por qué te divorciaste de mí y sé por qué estás harta de mí ahora. He
cambiado desde que nos casamos. Con un poquito de estímulo, podría ser algo espectacular en la
línea de un hijo de perra. Tú lo viste venir y te fuiste antes de que descuartizara niños con ánimo de
pura diversión.
–¿No puedes decirlo sin parecer el animador de un club nocturno? –dijo Sheila, buscando un
cigarrillo.
Jake le acercó el encendedor, pero ella le apartó la mano y utilizó cerillas que cogió de la mesita
de café.
–Lo intentaré –dijo Jake tranquilo–. Cuando te conocía yo no era ninguna ganga, lo admito; pero
tenía ciertos valores y ciertas ideas que respetaba. Aceptaba a la gente tal como era,
independientemente de sus idiosincrasias personales, religiosas o éticas, y yo no quería ver que se
perjudicaba a nadie.
Se puso un cigarrillo en la boca, lo encendió y aspiró profundamente. Por un momento
contempló a Sheila en silencio; luego se encogió de hombros y prosiguió.
–Pero he cambiado. No puedo echar la culpa al negocio de las relaciones públicas, ni a ninguna
otra cosa, supongo. Pero esta tarde se me ha ocurrido de repente que me estaba moviendo en un
trabajo asquerosamente deshonesto, y que no me molestaba de un modo particular. –Meneó la
cabeza y arrojó su cigarrillo a la chimenea–. No lo estoy expresando muy bien. Pero estoy harto. He
terminado. Ya se lo he dicho a Noble.
Observó el rostro sosegado de Sheila y el reflejo del fuego en su pelo. Se sentía cansado y vacío,
pero no era una sensación desagradable.
–Esto es todo lo que quería decirte –dijo.
–¿Qué vas a hacer ahora? –preguntó Sheila.
–Voy a contarle a Martin algunas cosas acerca de un par de asesinatos. Después voy a enviarte
una docena de rosas y me quedaré aliviado.
Sheila levantó la cabeza despacio y vio que Jake estaba llorando sin hacer nada por contener las
lágrimas.
–¿No puedes hacer nada por esta emoción propia de la clase media? –dijo, incómodo.
–Dame un pañuelo.
Él le dio su pañuelo.
–Lo siento –dijo ella. Luego hizo un gesto negativo con la cabeza–. No, no lo siento. Lo he
estado esperando durante dos años, y me importa un bledo que me esté comportando como una
boba.
Jake se sentó junto a ella.
–Entonces, utilizando la frase tradicional, ¿no es demasiado tarde?
Sheila le puso una mano en la mejilla.
–El tiempo es lo de menos. Lo que yo quería era que despertases. Supongo que habría esperado a
que ocurriera eso hasta que hubiera sido una vieja. Tal vez no debería decirlo no es una buena
política. Pero es lo que siento, Jake. Te quiero, lo sabes.
Jake no sentía necesidad de ser impertinente. Simplemente se sentía muy afortunado.
–¿Por qué no me decías lo que querías? –dijo.
–No habría servido de nada. Tenías que verlo por ti mismo y tomar tu propia decisión, de una
manera o de otra. Pensé que si te abandonaba, quizás despertarías. De todos modos, no podía

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

soportar estar cerca de ti y ver cómo te transformabas en una persona a quien no conocía y que no
me gustaba.
Jake le puso las manos sobre los hombros y la atrajo hacia sí, y por un momento no hablaron;
luego Sheila se apartó.
–Eso puede esperar. Lo que quiero ahora es saber a qué te referías cuando has dicho que ibas a
contarle a Martin algunas cosas acerca de un par de asesinatos.
–Me desagradan las mujeres que se distraen fácilmente –dijo Jake, y entonces cambió de humor
y suspiró–. No es momento para bromas. He tropezado con varias cosas estos últimos dos días.
Juntas forman una buena conjetura respecto a quién mató a quién. Pero no puedo hacer encajar a
Niccolo.
–¿Niccolo? –preguntó Sheila.
–No puedes saber nada de eso, supongo. Bueno, se trata de esto: esta tarde, Niccolo me ha
preguntado cómo informaría a la prensa de que me habían enviado a mí el diario de May. Bueno, él
no podía saber que yo había recibido el diario, a menos que él me lo hubiera enviado.
–¿Le has preguntado algo?
–Sí. Y me ha contado una bonita historia. Me ha dicho que Toni Ryerson estaba sentada ante su
escritorio cuando yo desenvolví el diario. Ella lo reconoció por las descripciones de la prensa, y se
lo dijo a Niccolo.
–Bueno, parece bastante lógico.
–No, no lo es –dijo Jake–. La mesa de Toni y la mía no están alineadas, Sheila. Sentada ante su
escritorio, ella no podía ver lo que yo estaba haciendo en el mío.
–¿Estas seguro? –preguntó Sheila.
–Bastante –dijo Jake–. Pero no voy a hacer conjeturas al respecto.
–¿Qué quieres decir?
–Vamos a ir a la oficina y lo comprobaremos. Entiendes lo que significa si Niccolo miente, ¿no?
–Perfectamente –dijo Sheila.
Salió de su dormitorio cinco minutos después recién maquillada y con el pelo recogido bajo un
pequeño sombrero de lana.
–He ido deprisa –dijo.
–No se nota. Estás perfecta.
–Vuelves a parecer normal. Alegre, quiero decir. –Sonrió y le cogió del brazo–. Es un cambio
agradable.
Fuera, la nieve caía y la oscuridad se había aposentado plenamente. Esperaron un taxi junto al
bordillo en Lake Shore Drive mientras en la calzada cuatro carriles de tráfico salían de la ciudad
fluyendo suavemente.
Jake pensó en el comentario de Sheila con una sonrisa levemente cínica. Sí, se había producido
un cambio en él, y se sentía mejor. La depresión que le había aquejado los últimos dos días había
desaparecido, y adivinó que se había producido porque inconscientemente se había dado cuenta de
que su trabajo para Riordan significaba un punto bajo en su carrera con Gary Noble.
Las cosas no sólo eran adversas, sino confusas. Era curioso, pensó, que la rehabilitación moral
fuera acompañada en general por la renuncia al dinero, de una manera o de otra. De hecho, era casi
la única manera de demostrar la pureza de tu deseo de ser un hombre mejor. No obstante, el mundo
respetaba el dinero como a ninguna otra cosa, a pesar de las máximas académicas de que dos podían
vivir con lo mismo que uno, que las mejores cosas de la vida eran gratis, y que los ricos eran en
realidad una colección de neuróticos miserables.
Muy pronto te dabas cuenta de que las mejores cosas de la vida no sólo no eran gratis, sino que
solían ser las más caras; y que los ricos, lejos de ser neuróticos miserables, eran gente agradable y
satisfecha que llevaban una vida encantadora y satisfactoria. Y por eso trabajas para hacer algún
dinero, pero al hacerlo te convertías en un asqueroso tullido moral. Todo era muy confuso.
La cuestión era, decidió Jake, que probablemente él había sido hecho para ser periodista pobre,
en lugar de un filósofo rico. De cualquier modo, pensó, los días que le esperaban no serían
secuencias rosa de una película de serie B.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Pero ahora esto no le preocupaba demasiado.


Le preocupaba el asesinato. Estaba convencido de que podía explicar los asombrosos y violentos
acontecimientos que habían comenzado con el asesinato de May Laval. Sin embargo, estar
convencido no era suficiente. Tenía que poner en orden todas las suposiciones y convertirlas en un
modelo concreto e inexpugnable de evidencia; tenía que convertir su convicción en una ecuación
que resolvería la identidad de un asesino listo. O posiblemente dos.
Eso era suficiente para preocuparse por el momento.
La recepción de la agencia estaba a oscuras, y la gruesa alfombra amortiguaba el ruido de sus
pasos cuando la cruzaron y entraron en el pasillo que conducía al despacho de Jake. Desde donde se
encontraban, vieron un estrecho rayo de luz que salía de la puerta abierta del departamento de arte;
pero no oyeron ningún ruido y aparentemente no había nadie.
–Tengo miedo –dijo Sheila. Su voz era segura, pero Jake notó que le apretaba el brazo con la
mano.
–No te sientas superior por ello –dijo él–. Yo también. Vamos.
Cruzaron el oscuro corredor, manteniéndose juntos y moviéndose inconscientemente en silencio
y con cautela.
Cuando estuvieron en su despacho, Jake encendió las luces del techo, y luego fue al despacho de
Toni e hizo lo mismo.
Se puso detrás de la mesa de Toni y miró por la puerta abierta hacia su propio despacho. Sheila
dijo:
–Puedo ver tu mesa, está bien. Quizás Niccolo no mentía, Jake.
–Algo no encaja –dijo Jake–, Mira, siéntate en la silla de Toni y pon los pies sobre la mesa.
–¿Cuál es tu idea?
–No estoy seguro.
Jake fue a su despacho y se sentó detrás del escritorio. Sheila gritó desde el despacho de Toni:
–Estoy lista.
Jake volvió la cabeza y vio los delgados tobillos de Sheila cruzados sobre la mesa de Toni.
Llevaba zapatos planos de ante negro con unos pequeños lazos en el empeine. También le vio las
rodillas porque tenía la falda subida.
Se puso de pie y regresó al despacho de Toni. Sheila preguntó:
–¿Qué ocurre, Jake?
–Alguien está mintiendo, aunque sólo sea en un detalle técnico –dijo. Encendió un cigarrillo con
un gesto automático–. Hace dos años que utilizo este despacho, y sé lo que veré cuando me doy la
vuelta. Una de las vistas familiares era los tobillos de Toni. Pero eso era lo único que veía. Ahora,
en las mismas circunstancias, obtengo una visión de tus piernas bastante más reveladora.
Sheila se acercó a él.
–¿Qué significa eso?
Jake no le respondió; en lugar de eso, se arrodilló e inspeccionó las patas de la mesa, y encontró
lo que esperaba. Las depresiones formadas en la alfombra por las patas del escritorio eran
claramente visibles y estaban a unos treinta centímetros detrás de la posición que entonces
ocupaban las patas.
–Alguien ha corrido la mesa hacia adelante lo suficiente para que la historia de Niccolo encajara
–dijo.
–¿Quién? –preguntó Sheila.
Jake suspiró e hizo un gesto negativo con la cabeza.
–Es difícil decirlo. Repasemos los hechos. Niccolo me ha hecho esta tarde una afirmación
comprometedora. Me ha dicho que sabía que yo había recibido el diario. Lógicamente, la única
persona que podría saberlo es la que me lo envió, ¿de acuerdo?
–Yo también sabía que habías recibido el diario –dijo Sheila–. No lo olvides, Jake.
–De momento te paso por alto –dijo él–. Volviendo a los hechos, Niccolo tenía una explicación
plausible para su información. Toni le habló de ello, dijo. Sin embargo, dijo que ella me vio
mientras estaba sentada detrás de su escritorio. Eso es imposible. Sin embargo, ahora parece que tal

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

cosa es posible, porque el escritorio de Toni ha sido movido de sitio, y su posición actual hace que
la historia de Niccolo sea de prístina belleza.
–¿Qué vas a hacer?
–Vamos a ir de visita –dijo Jake–. Siempre he querido ver a Toni en su ambiente natural. Esta
parece una buena oportunidad. Vamos.
Toni Ryerson vivía en la cercana North Side, en el bloque número mil quinientos de Clark Street.
El barrio había ido deteriorándose durante décadas, pero el avance había sido detenido, o más bien
redirigido, durante la guerra, por una afluencia de muchachas solas que habían venido a trabajar a
Chicago procedentes de ciudades más pequeñas, y por la colonia de homosexuales, artistas,
escritores y desertores del ejército que habían surgido en la zona al mismo tiempo, al parecer
atraídos por su sabor de decadencia fin de siglo y los alquileres bajos. Ahora el distrito se
vanagloriaba de poseer una infinidad de estudios con ventanas inclinadas orientadas hacia el norte,
y pizzerías y cafés con terraza.
Jake pagó y despidió el taxi, y se dirigió al domicilio de Toni, un edificio de apartamentos de tres
pisos, de piedra arenisca de color marrón.
–¿Por qué vivirá en un sitio como éste? –preguntó Sheila mientras subían hasta la entrada.
–¿Quién sabe? –dijo Jake, encogiéndose de hombros y buscando el nombre de Toni en el
vestíbulo–. Probablemente piensa que es un pedazo de vida vibrante y cruda, y ella quiere vibrar un
poco. En realidad quiere un hogar fuera de la ciudad con incinerador e hipoteca, y un esposo que la
engañe en las convenciones de la Legión Americana.
–Ah, qué amargo –suspiró Sheila–, ¿De verdad crees que puedes imaginarte las motivaciones
humanas con tanta exactitud?
Jake encontró el nombre de Toni hacia la mitad de la placa metálica y apretó el botón
correspondiente. Luego sonrió a Sheila:
–En una palabra, no. No sé lo que quiere Toni, ni nadie más. Sólo estaba haciendo conjeturas, y
dejándome llevar por mis ganas de decir sandeces epigramáticas. –Le dio un fuerte y rápido beso en
la boca–. Pero sé lo que quiero.
Sonó el zumbador, y Jake empujó la puerta y siguió a Sheila por la escalera sin alfombrar. Sobre
ellos se abrió una puerta y la voz de Toni gritó:
–¿Quién es?
Jake dijo:
–Jake y Sheila. ¿Podemos verte un minuto?
–Vaya, claro –dijo Toni en tono alegre.
Les esperaba en el rellano del tercer piso. Intercambiaron saludos y entraron tras Toni en su
pequeño apartamento de una sola habitación, donde se oía a Stravinsky en un tocadiscos y una
brillante bombilla sin pantalla colgaba del techo.
–¿Queréis tomar algo? –preguntó Toni.
Jake dijo:
–No, gracias. Quiero hablar contigo un momento.
–Vaya, claro –volvió a decir Toni. Parecía perpleja–. Sentémonos.
Había varias sillas de madera en la habitación, rodeando una inmensa mesa en la que una
máquina de escribir portátil casi se encontraba perdida en un montón de libros y manuscritos.
Toni apartó una silla de la mesa y se sentó, con las piernas cruzadas.
Jake se sentó en el borde y dijo:
–Éste es el motivo de la visita, Toni –dijo–. Ayer alguien me envió el diario de May Laval.
Niccolo me ha dicho que tú estabas en tu escritorio cuando lo recibí, y que lo reconociste por las
descripciones que habían aparecido en los periódicos. ¿Es cierto?
Toni pareció culpable.
–Sí, lo vi, Jake.
–¿Y se lo dijiste a Niccolo?
–Yo... no sabía que estaba haciendo mal. Sólo soy una bocazas, supongo.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–No hay ninguna razón por la que no debieras decírselo a Dean –dijo Jake–. Es sólo una cosa de
ésas, y tienes perfecto derecho a mencionárselo a quien quieras.
–Me haces sentir un poco mejor –dijo Toni–. Creía que ibas a decirme que soy una mocosa
entrometida.
–Olvida esa idea –dijo Jake–. No voy a reprochártelo. Sin embargo, voy a decirte que eres una
estúpida mentirosilla, Toni.
–¿Qué quieres decir? –gritó.
–¿Cuándo corriste el escritorio? –preguntó Jake directamente.
–Yo no... no sé cuando lo corrí –dijo Toni, retorciéndose las manos.
Jake encendió un cigarrillo y dijo con suavidad:
–Quieres a Dean, supongo.
–Sí.
–Entonces, no te gustaría que sufriera ningún daño, ¿verdad?
Los ojos de Toni se volvieron enormes.
–No –susurró.
–Está bien, relájate un poco y escúchame. No puedes ver mi escritorio desde el tuyo. Al menos,
no podías hasta ayer o hasta hoy. Ahora, alguien lo ha corrido hacia adelante hasta quedar alineado
con el mío. Da la casualidad de que ese cambio corrobora la historia acerca del diario que Niccolo
me ha contando. Es curioso, ¿no?
Toni se humedeció los labios.
–Yo... no sé.
–Dean está metido en problemas. Probablemente serios. No le haces ningún favor callando
ahora. Cuéntanos la historia.
Toni miró a Sheila, y luego otra vez a Jake.
–Dean me llamó ayer por la tarde –dijo en voz baja y vacilante–. Me pidió que te dijera que
había visto que recibías el diario.
–¿A qué hora fue?
–No lo sé. Pero él estaba en el apartamento del señor Riordan.
Jake pensó que Niccolo no había perdido tiempo para corregir su desliz respecto al diario.
–Sigue –dijo Jake.
–Dean parecía preocupado –dijo Toni–. Me dijo que si me preguntabas si había visto que recibías
el diario, que dijera que sí. También que te dijera que yo le había hablado de esto. Luego me
preguntó si podía ver tu escritorio cuando estaba sentada en el mío. Le dije que no. Por unos
segundos él no dijo nada. Luego me pidió que lo corriera para que quedara alineado con el tuyo.
–Y tú lo hiciste, claro.
–Sí.
–¿Alguna otra cosa?
–No. Le pregunté por qué quería que mintiera por él, pero se limitó a decir «¿Por qué no?» y
colgó.
Jake dijo a Toni:
–¿Tienes teléfono?
Cosa sorprendente, sí tenía. Estaba sobre un taburete de piano en el armario del recibidor. Jake
cogió el auricular y dio a la operadora el número de Niccolo. Toni se había echado a llorar.
–Me odiará –dijo.
–No lo creo –dijo Jake.
Descolgaron el teléfono en el otro extremo de la línea. La mano de Jake apretó el auricular.
–¿Sí? –Era la voz de Niccolo, baja y cautelosa.
–Dean, soy Jake.
Hubo un silencio. Luego Niccolo dijo:
–¿Qué quieres?
–Estoy en casa de Toni. No perdamos tiempo. Me ha contado toda la historia.
Dean quedó callado, y Jake preguntó:

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–¿Todavía estás ahí?


–No me he lanzado a la puerta –dijo Niccolo. Su voz era cansada–. ¿Dónde estás ahora?
–En casa de Toni.
–Bueno, hazme un favor. No debí meterla en este lío, pero estaba desesperado. Dile de mi parte
que es una buena chica, y que lo siento. ¿Lo harás?
–Lo haré –dijo Jake–. Ahora vayamos al grano. ¿Cómo sabías que yo había recibido el diario de
May?
–Yo te lo envié –dijo Niccolo–. Lo envolví, escribí tu nombre y lo eché al correo. Así es como
supe que lo tenías tú, Jake.
Jake notó que empezaba a sudar. Preguntó:
–¿De dónde lo sacaste?
–Lo conseguí de Avery Meed, el pequeño criado de Riordan. Yo maté a Meed, Jake. Le maté y
cogí el diario. ¿Te sorprende?
–Estás loco. No hables más. Voy a verte y hablaremos de esto. ¿Me esperarás ahí, Dean?
–Lo siento, Jake. Gracias, pero tengo otros planes. Necesito una delantera de media hora. ¿Qué
te parece media hora, por los viejos tiempos? Tómate una copa y fúmate un par de cigarrillos antes
de llamar a la policía, ¿eh, Jake?
–No te daré ni treinta segundos si no me escuchas. ¿Por qué lo hiciste, Dean?
Niccolo ahogó una risita, y Jake pudo imaginarse el brillo en sus ojos y el cínico buen humor de
su viril y guapo rostro.
–Tengo una sórdida historia en la galería, doctor –dijo Niccolo–, Jake, maté a Meed porque soy
un operador listo.
–Deja de hablar como un neurótico –dijo Jake con brusquedad–. Cuéntame la historia.
Toni se había acercado al teléfono.
–Tiene problemas, ¿verdad? –dijo en un susurro angustiado. Sheila le pasó un brazo por los
hombros y la abrazó.
–Está bien –dijo Niccolo, tranquilo–. Te la contaré, Jake. Pero a cambio de esa media hora.
¿Trato hecho?
–Adelante.
–Ahí va, pues, con mi estilo limpio y reluciente. Necesitaba dinero, Jake. Me gustaban los
caballos pero yo no les gustaba a ellos. Me metí en problemas con algunos personajes a quienes no
les interesaban las excusas ni las buenas intenciones. ¿Recuerdas nuestra primera reunión con
Riordan? Dijo que May Laval tenía alguna información sobre él. Yo estaba desesperado, así que
decidí ver a May. Esperaba convencerla de que se uniera a mí en un trato para obligar a Riordan a
que soltara un poco de dinero. Chantaje es la palabra que se utiliza, creo –Niccolo se rió
secamente–. ¿Todavía te interesa?
–Sí.
–Estupendo. Fui a casa de May la mañana en que fue asesinada. Pero era demasiado tarde. Un
hombrecito, que más tarde supe que era Avery Meed, subía la escalera de su casa. Entró y salió no
más de un minuto después, con un libro bajo el brazo. No lo entendí. De todos modos, perdí el
valor. Fui a casa, pero a la mañana siguiente encontré a Meed en tu despacho. Para entonces yo
sabía que May había sido asesinada, y que faltaba el diario. Así que deduje que Meed había matado
a May y se había llevado el diario. El resto fue bastante sencillo. Le seguí cuando salió de la oficina
(aquella mañana querías verme pero me había ido, ¿lo recuerdas?). Sea como sea, hablé con Meed
en su apartamento. Él tenía una cita con Riordan y no le quedaba mucho tiempo. A mí tampoco,
Jake. Le dije lo que sabía, y le di la oportunidad de unirse a mi pequeño negocio. Pero él se negó.
Más que eso, cogió el teléfono para llamar a la policía. Debía de fanfarronear, pero yo no podía
correr riesgos. Le maté y cogí el diario. Más tarde, aquella misma mañana, corté las páginas que
contenían la información referente a Riordan y te envié el resto del diario.
–¿Todavía tienes la información acerca de Riordan? –preguntó Jake.
–Sí –dijo Niccolo, y se echó a reír–. Es muy fuerte, Jake. Pero no me sirvió de nada. Te envié el
diario porque esperaba que se lo dirías a Riordan. Pensé que tal vez podría presionarle un poco

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

psicológicamente al saber que la información había ido a parar a las manos de alguien más. Pero
soy un mal adivino. Llamé a Riordan la noche siguiente y le hice una proposición. Me dijo que me
fuera al diablo y colgó. Y eso es sólo la mitad. Aquella misma noche llamé a ese tipo, Prior, el
hombre del gobierno. Le ofrecí la información sobre Riordan por un precio, y me dijo también que
me fuera al diablo. Curioso, ¿no?
–Dean, no te servirá de nada escapar ahora. Será mejor que te enfrentes a esto.
–Me has prometido media hora, ¿recuerdas?
–Tendrás tu media hora –dijo Jake.
–Está bien. Veremos lo lejos que puedo llegar. Tengo planes, pero francamente, no espero que
funcionen. Estoy un poco decepcionado de mí mismo, Jake. Tómatelo con calma.
Jake oyó que colgaba el teléfono. Intentó varias veces coger línea de un modo automático; luego
se encogió de hombros y colocó el auricular en su sitio.
–¿Qué hizo? –preguntó Toni.
Jake la miró un momento sin hablar. Luego dijo:
–Mató a Avery Meed.
Toni frunció el ceño como si estas palabras no significaran nada para ella, y luego se sentó en
una silla de respaldo recto y empezó a restregarse la frente.
–Eso no es... Dean no pudo hacer eso –dijo con voz perpleja, razonable, y se echó a llorar. Las
lágrimas le resbalaban por las mejillas, pero ella miraba hacia la pared opuesta, sentada en la silla
con la espalda rígida, y no hizo ningún intento de secárselas.
Sheila se puso al lado de Jake y él le pasó el brazo sobre los hombros.
–Quiere que espere media hora antes de llamar a la policía –dijo.
–Entiendo. ¿Tienes un cigarrillo?
Encendieron un cigarrillo cada uno y Jake consultó su reloj.
–Maldita sea –exclamó.
Pasaron quince minutos. Toni había dejado de llorar. Ahora miraba fijo a Jake en un silencio
suplicante, como si le rogara que le dijera que no ocurría nada.
Pasó la media hora.
Jake cogió el teléfono y llamó a la comisaría de policía. Pidió por la sección de homicidios. El
sargento de guardia pasó la llamada al despacho del teniente Martin.
–¿Sí? –dijo Martin escueto.
–Soy Jake. Tengo noticias para usted.
–Estupendo. ¿De qué se trata?
Jake oyó que Toni volvía a llorar, y soltó el aliento con cansancio.
–Tengo al hombre que mató a Avery Meed. Envuelto en papel de regalo.
–¿A quién tiene? –preguntó Martin, la voz avivada por el interés.
–Dean Niccolo.
Martin permaneció en silencio varios segundos. Luego dijo, con voz pensativa:
–Es curioso, Jake. Dean Niccolo ha sido asesinado en su apartamento hace unos quince minutos.
Estábamos a punto de ir hacia allá.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

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JAKE dejó a Sheila con Toni y cogió un taxi para ir al North Side. Conocía al agente que estaba
apostado en el vestíbulo del edificio donde vivía Niccolo. Le dijo que Martin le estaba esperando
con un detective del distrito.
Se saludaron con un gesto de cabeza y Martin le dejó entrar en el apartamento de Niccolo.
El cuerpo de Niccolo, vestido de tweed, yacía sobre una alfombra verde en el centro de una sala
de estar amplia y de techo alto. Tenía la cara escondida en el hueco del brazo, y, salvo por la sangre
de la mejilla, igual podía haber estado durmiendo. La sangre manaba de una herida en la sien, y
había manchado su espeso cabello negro.
–Le han disparado de cerca –dijo Martin–. Probablemente un 32. Dígame, ¿qué era eso de que
había matado a Meed?
Jake apartó la vista de la figura acurrucada de Dean.
–Ésta era su historia –dijo–. Cometió un desliz hablándome del diario. Dijo algo que indicaba
que sabía que yo lo había recibido. Cuando le hablé de ello, me contó que se había enterado por
Toni Ryerson, cuyo despacho es contiguo al mío.
Martin levantó una mano con ademán irritado.
–Vayamos despacio, Jake. Me parece que se salta información.
–Está bien –dijo Jake. Empezó otra vez y le contó a Martin todos los detalles de su conversación
con Dean Niccolo, y de su entrevista con Toni Ryerson, y el error original de Dean. Cuando
terminó, Martin frunció el ceño y se pasó una mano por su ralo cabello castaño con aire distraído.
–Así que mató a Meed, ¿eh? Eso nos deja a May y a él mismo para que lo averigüemos nosotros,
¿no es cierto?
Sin esperar respuesta, se marchó y se puso a hablar con un detective que estaba buscando huellas
digitales en los brazos de las sillas de arce.
Jake echó un vistazo a la habitación, amueblada con elegancia, observando las cortinas de tela
rústica, los dibujos modernos, el mueble bar y las estanterías llenas de discos. Niccolo había
disfrutado de las cosas buenas de la vida. Algunos cuadros habían sido descolgados de la pared,
observó, y habían sacado los cajones de un pequeño escritorio, cuyo contenido estaba desparramado
por el suelo.
Martin se acercó de nuevo a Jake, frotándose el puente de la nariz con aire pensativo, y Jake dijo:
–¿Sus hombres han registrado esto?
–No. Lo hemos encontrado así. Alguien ha hecho un registro rápido después de matarle, diría yo.
–¿Alguna idea? –preguntó Jake.
–No, no diría tanto –dijo Martin con sequedad. Miró a Jake con una expresión extraña–. ¿Tiene
alguna idea?
–En realidad, sí –contestó–. Supongamos que Avery Meed mató a May para conseguir el diario.
Es lógico, ¿no?
–Razonablemente. Hemos encontrado huellas de Meed en la mesa donde May guardaba el diario.
Él tenía un motivo, tuvo oportunidad, y etcétera. Sí, es lógico.
–¿Qué hay de esas cruces dobles dibujadas con lápiz de labios en el espejo y la ropa de May
desparramada? ¿Cree que Meed lo hizo?
Martin sonrió lentamente y tocó la corbata de Jake con el dedo índice.
–Es una bonita corbata. No me habría imaginado que el verde combinara tan bien con el gris.
Pero para responder a su pregunta: ha dicho usted que Niccolo estaba fuera de casa de May cuando
Meed entró. Bien, según Niccolo, Meed estuvo dentro sólo un minuto. No le habría dado tiempo de
hablar del trato con May, asesinarla, revolver la ropa, dibujar en el espejo con pintalabios, etcétera.
Le habría llevado diez o quince minutos –Martin encendió un cigarrillo con gesto pausado y lanzó
el humo al techo–; ¿quizás Niccolo se equivocó respecto al tiempo?
–Apuesto a que no –dijo Jake–. Niccolo había estado en la radio bastante tiempo antes de venir a
trabajar con nosotros. Podía mirar una página de texto y decir cuánto rato se tardaría en leerlo en las
ondas. Yo diría que sería un buen testigo.
–Está usted diciendo que Meed no mató a May. Que no es posible que lo hiciera.
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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–No, eso lo dice usted –dijo Jake.


Un gesto de disgusto cruzó la cara de Martin y éste dijo, sarcásticamente:
–¿Cuánto tiempo me va a tener en suspenso, Jake? ¿Sabe usted algo que yo pueda utilizar?
–Sinceramente, no lo sé –dijo Jake–. Pero lo intentaré. ¿Sabe que la esposa de Riordan, Denise, y
el joven Brian han estado engañando al viejo con alegre indiferencia, por decirlo así?
–Lo he sabido desde el principio –dijo Martin.
Jake se encogió de hombros.
–Bueno, sabe usted más que yo.
–Sé que Dan Riordan no pasó la noche del asesinato de May con Gary –dijo Martin–, Sé muchas
cosas. Sé que su jefe, Gary Noble, me ha mentido respecto a lo que hizo la noche del crimen. Me
pregunto si alguien dice la verdad.
–¿Y Mike Francesca? –preguntó Jake con una sonrisa.
–Lo sé todo de Mike Francesca –saltó Martin. Tiró el cigarrillo y lo pisó con fuerza; luego miró a
Jake, turbado–. Lo siento –dijo–. No puedo hacer que las cosas encajen en este caso. Me ha puesto
nervioso.
Un agente uniformado que había estado revisando una estantería de libros se acercó a Martin con
un sobre en la mano.
–Acabo de encontrar esto detrás de una hilera de libros, teniente.
Martin cogió el sobre, lo abrió y sacó un fajo de recortes. Los abrió y Jake vio que estaban
escritos con la letra inclinada hacia atrás de May.
–Esto es muy interesante –dijo Martin.
Los recortes eran, evidentemente, los que habían sido sacados del diario de May, y Jake, leyendo
por encima del hombro de Martin, comprendió por qué Riordan estaba preocupado.
Los recortes contenían la historia de sus juegos malabares durante la guerra, no con grandes
detalles, sino con implicaciones, en fragmentos de conversaciones y opiniones francas de May
acerca de las actividades de Riordan. Aparecían hechos, cifras y fechas, formando todo ello un
bonito y claro cuadro de cómo Riordan había engañado al gobierno utilizando acero de baja calidad,
y cómo había sobornado al inspector Nickerson para que diera el visto bueno a los cañones de
escopeta defectuosos.
–Parece que Riordan es un buen hijo de perra –dijo Martin, y miró a Jake con frialdad–. ¿Le
gusta trabajar para él?
–No me gustaba, así que me marché –dijo Jake.
–Bueno –dijo Martin, y se aclaró la garganta con gran ruido–. Al parecer me comporto como un
estúpido cada vez que me aparto de los asesinatos.
–Olvídelo –dijo Jake–. ¿Le da alguna pista esta información?
–Una evidente. ¿Quién querría mantener oculta esta información? Riordan.
–Dígame esto –dijo Jake–. ¿Ha encontrado algún diario adicional de May?
–Ahora se está espabilando usted. Esto fue lo primero que busqué cuando la asesinaron. El diario
que recuperamos iba hasta finales de 1948, es decir, un año más tarde. Las personas no suelen
abandonar el hábito de escribir un diario una vez que han empezado. Cuando lo hacen, seguro que
no van a concluirlo el último día del año. Es psicología, por si se está preguntando cómo lo sé. El
día de Año Nuevo es el momento de comenzar un diario, porque es un día lleno de excitación, es un
nuevo comienzo en la vida. Así que cuando vi que su diario acababa el 31 de diciembre de 1948,
aposté a que encontraríamos algún otro documento de su rutina diaria.
–Bueno, ¿lo encontraron? –preguntó Jake con impaciencia.
–Oh, sí –contestó Martin. Encendió un cigarrillo y dijo con indiferencia–: Sí, lo encontramos.
May había dejado de escribir el diario al finalizar 1948. A partir de entonces se hacía mecanografiar
el material por una empresa llamada Autowrite. En su dormitorio encontramos un montón de
páginas escritas a máquina, escondidas en un pequeño armario detrás de donde guardaba los
zapatos.
–¿Qué quiere decir que se hacía mecanografiar el material? –preguntó Jake–. ¿Utilizaba una
secretaria?

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–No, un dictáfono. Y estaba vacío cuando nosotros llegamos. O bien no había estado trabajando,
o bien se habían llevado el cilindro.
Martin se excusó para hablar con un sargento del distrito, y Jake se acercó a la ventana y
contempló la calle cubierta de nieve. Todo estaba cobrando forma ahora. Permaneció junto a la
ventana quizá tres o cuatro minutos, fumando un cigarrillo, y luego se volvió y regresó con Martin.
–Tengo una idea –dijo–. Présteme uno de sus hombres durante media hora más o menos, y puede
que le dé una sorpresa.
–No me ha preguntado si había algo interesante en el nuevo diario de May –dijo Martin.
–Sé muy bien que no lo había –dijo Jake.
–Voy a arrestar a Riordan –dijo Martin–, ¿Eso le interesa?
–Sí y no. Bueno, ¿qué dice?
Martin hizo una seña con la cabeza a un detective de homicidios, un hombre llamado Murphy.
–Vaya con Jake, Murph. Puede que necesite ayuda. Cuando termine con él, vuelva a la
comisaría.
–Le veré dentro de una hora –dijo Jake.
–Se perderá el espectáculo –dijo Martin.
–Tal vez no –dijo Jake–. Vamos, Murph.
Abajo, Murphy se metió en su coche y preguntó:
–¿Adónde vamos, Jake?
–Primero a unos almacenes, tengo que hacer una llamada.
Dejando a Murphy en el coche, Jake entró en unos almacenes, cálidos y perfumados, y se
encaminó a las cabinas de teléfonos. Cogió el listín de la ciudad y lo hojeó rápidamente hasta llegar
a la S, y luego fue más despacio mientras buscaba el nombre de la asistenta de May, Ada Swenson.
Jake no estaba seguro de que tuviera teléfono. Si no lo tenía, tendría que ir hasta su casa. Pero, para
gran alivio de Jake, su nombre aparecía en el listín.
Entonces, mientras marcaba el número, repasó rápidamente la cadena de razonamientos que le
habían conducido hasta ella. Tal vez se hubiera equivocado en algún punto, pero no podía ver dónde
o cómo.
Primero May utilizaba un dictáfono. No habría habido necesidad de que Martin se lo dijera. Ella
le había dicho que iba a trabajar esa noche en que la había visto por última vez, y que no había
criados en su casa porque no le gustaba que nadie «escuchara detrás de las puertas». Si hubiera
utilizado una máquina de escribir, o pluma o lápiz, no se hubiera tenido que preocupar. Por lo tanto,
dictaba. Eso estaba muy bien. Pero aquella noche ella había tenido intención de trabajar; sin
embargo, la policía no había encontrado ninguna cinta en su dictáfono.
Cabían varias explicaciones, claro, pero la más evidente era la de que había decidido no trabajar.
Sin embargo, si había trabajado, debería haber habido una cinta del dictáfono en su máquina a la
mañana siguiente, a no ser... que el asesino se la hubiera llevado, o que la asistenta, Ada Swenson la
hubiera mandado por correo. La mujer le había dicho a Martin que había ido a Correos a enviar un
paquete antes de descubrir el cuerpo de May.
Todas las esperanzas de Jake estaban puestas en esta última alternativa. Aquel «paquete» tenía
que ser la cinta del dictáfono.
Intentó controlar su excitación mientras esperaba que la mujer respondiera al teléfono. Existía la
posibilidad de que se hubiera marchado de la ciudad. Podía haber sufrido un accidente.
–¿Diga?
Jake reconoció su voz suave y ansiosa.
–Señorita Swenson, soy el teniente Martin –dijo–. ¿Puedo hablar con usted un momento?
–¿Cómo...? Sí.
–Me gustaría que me contara otra vez lo que hizo la mañana en que asesinaron a la señorita
Laval. Todo, por favor.
–Oh, fue terrible –dijo la señorita Swenson, subiendo de tono su voz–. Ella estaba tendida en la
cama, y yo dije «Buenos días» y no me contestó, y es que estaba muerta, y vino la policía y
encontró que la habían estrangulado, y yo...

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Bueno, no se altere, señorita Swenson –dijo Jake–. ¿Qué hizo usted cuando entró en la casa?
Inmediatamente después de abrir la puerta, ¿qué hizo?
–La cerré –respondió la señorita Swenson.
–Sí. ¿Y después?
–¡Ah! –gritó la señorita Swenson–. Lo olvidaba. Olvidaba el correo. Fui a echar el correo y luego
regresé y la encontré a ella.
La mano de Jake se había apretado al auricular.
–¿Qué fue a echar al correo, la señorita Swenson?
–Lo de siempre. Lo primero que quería que hiciera era que echara el pequeño paquete en el
buzón. Ella me lo dejaba preparado por la noche y yo lo echaba al correo. Algunas veces dejaba dos
o tres, pero tenían que salir lo primero de todo, antes de quitar el polvo. Siempre era «Entrega
Especial».
Jake soltó el aliento lentamente.
–Gracias, señorita Swenson, muchísimas gracias –dijo.
–Buenas noches. ¿Sabe si alguien más querrá hablar de esto? Me iré pronto a casa de mi
hermana, pero con usted y el otro tipo que me ha llamado quizás debería cambiar mis planes y no
irme enseguida.
–¿Le ha llamado alguien más para hablar de esto? –preguntó Jake.
–Oh, sí. No hace ni una hora. Quería saber, lo mismo que usted, qué había hecho yo, y lo del
correo. Al otro también casi me olvidaba de decirle lo del correo, estoy tan nerviosa.
–¿Quién ha llamado? –preguntó Jake.
–No lo sé.
–Bueno, no creo que la moleste nadie más esta noche –dijo Jake. Dejó el auricular en su sitio y lo
miró fijamente un momento; alguien más estaba siguiendo el mismo hilo que él, y ese «alguien»
ahora sabía tanto como él.
Hojeó rápidamente otra vez el listín telefónico, encontró la dirección que buscaba y se reunió de
nuevo con Murphy en el coche.
–Vamos al centro –dijo–. El Edificio Science, en las calles Wabash y Lake.
La puerta giratoria del Edificio Science estaba cerrada con llave, pero Murphy golpeó el cristal
hasta que se despertó el portero, un anciano de andar cansado, con el pelo gris y los ojos azules.
Murphy mostró su placa al portero a través del cristal, y les dejó pasar. Jake preguntó en qué piso
estaba la Autowrite Company, y el portero dijo que en el decimotercero.
–Subamos –dijo Jake.
La Autowrite Company ocupaba una suite de tres habitaciones varias puertas más allá de los
ascensores. Murphy dijo al portero que abriera la puerta, y Jake entró en la oficina y encendió las
luces, mientras Murphy le observaba con curiosidad.
Jake fue a los archivadores y repasó el índice para encontrar la ficha de May. Halló una tarjeta
con su nombre, en la que se indicaban las fechas en que se habían recibido las grabaciones y en que
se le había entregado el material, y Jake empezó a sentirse excitado. Por el momento seguía en el
camino correcto.
Quedaba ahora la tarea de encontrar la cinta que contenía la grabación de May referente a lo que
había ocurrido la última noche antes de morir.
En la oficina exterior había tres escritorios, y en cada uno de ellos había una papelera de alambre
llena de cintas de dictáfono.
Jake hizo una seña a Murphy.
–Puede ayudarme. Estoy buscando una grabación que hizo May Laval. –Cogió una cinta de la
mesa y vio que llevaba una etiqueta pegada, y en ella había un nombre impreso–. En la que
buscamos estará su nombre. –Dejó a un lado la primera cinta, y empezó a revisar el montón,
mientras Murphy se aplicaba con un desinterés impresionante al montón del escritorio de en medio.
El portero les observaba con sombría suspicacia.
Murphy halló la grabación.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Jake la cogió con gesto ansioso y la introdujo en el dictáfono que había al lado del escritorio, se
colocó los auriculares en las orejas y apretó el botón que ponía en marcha el aparato...
Estuvo escuchando durante dos minutos, y luego dijo:
–Maldita sea –con voz atónita. Y sin embargo no estaba sorprendido.
–¿Qué ocurre?
Jake se quitó los auriculares y sacó la cinta del dictáfono.
–Ahora no hay tiempo para explicárselo Murphy. Pero esto es lo que quiero que haga. Necesito
esta grabación y un dictáfono portátil en la suite de Riordan, en el Blackstone Hotel, dentro de una
hora aproximadamente. ¿Puede ocuparse de esto?
–Sí, tenemos un par de aparatos portátiles en el cuartel general. Usted quiere uno, ¿y esta cinta
también?
–Sí, y por el amor de Dios, no permita que le ocurra nada a la grabación.
–Me ocuparé de ello –dijo Murphy lacónicamente, y se la metió en el bolsillo exterior del abrigo.
–¡Eh! –exclamó el portero–. No se pueden llevar nada de aquí.
–Le dejaré un recibo –dijo Jake, y se sentó ante una máquina de escribir. Lo redactó y firmó con
el nombre del teniente Martin y una rúbrica.
–Bueno, esto es distinto –dijo el portero.

Murphy condujo a Jake hasta el Blackstone. El tráfico que iba hacia el sur era escaso y llegaron
en poco tiempo. La nieve se había convertido ahora en lluvia, una lluvia fuerte y oblicua que
empañaba el parabrisas y coronaba las farolas de la calle con un halo brumoso. Murphy dejó a Jake
en el hotel y se dirigió hacia la comisaría para coger el dictáfono portátil.
Bajo la marquesina había una multitud esperando taxis, y el portero, cubierto de lluvia, estaba en
la calle, haciendo sonar el silbato con inútil optimismo para detener a los taxis que pasaban.
Jake se abrió paso a codazos a través de la gente y subió corriendo la escalera hasta el vestíbulo.
Se encaminó a los ascensores pero vio a Martin y a Gregory Prior de pie ante el mostrador hablando
con el encargado de recepción. Cambió de rumbo y fue hasta ellos, colocándose detrás y dando un
golpecito a Martin en el hombro.
Martin se volvió, y su expresión era dura.
–Llegamos tarde. Riordan se ha marchado hace una hora. El encargado nos dice que tenía un
pasaje del vuelo de TWA hacia la costa.
–¿Qué vuelo?
–El de las diez treinta y cinco. Podemos cogerle en el aeropuerto.
Prior hizo una seña a Jake.
–Tengo el coche fuera –dijo a Martin. Prior no llevaba sombrero y había gotas de lluvia en su
espeso cabello–. A mí también me interesa Riordan.
–Bueno, vámonos –dijo Martin–. No podemos hacerle nada hasta que lo cojamos.
Se encaminaron a la puerta y Jake tuvo que apretar el paso para seguir las largas y decididas
zancadas de Martin. Cuando cruzaron la puerta giratoria, un taxi se detuvo ante el hotel.
El ocupante tuvo que abrirse paso a la fuerza entre el gentío que intentaba coger el taxi; y Jake
vio que era Sheila.
–Esperaba que estuvieras aquí –dijo ella–. Le he dado a Toni una píldora para dormir y se
encuentra bien. ¿Qué ocurre?
Prior carraspeó.
–Tenemos que darnos prisa.
Jake preguntó a Martin:
–¿Puedo llevarla conmigo?
–Claro que sí –dijo Martin.
El coche de Prior estaba hacia la mitad de la manzana. Cuando subieron estaban empapados; se
colocaron Jake y Sheila en la parte de atrás, y Martin y Prior delante. Prior condujo por Wabash
luego por Roosevelt Boulevard hasta Archer Avenue, la arteria diagonal que conducía al aeropuerto
municipal.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–¿Qué está pasando? –preguntó Sheila.


–Dan Riordan se ha fugado. ¿No ha sido muy estúpido hacer eso, Prior?
–Sabía que le teníamos –dijo Prior, frotando con una mano enguantada el parabrisas e
inclinándose sobre el volante para ver con más claridad. Posiblemente se imaginó que sería mejor
intentar salir del país con el máximo de dinero posible. Podría conseguir estar en libertad mucho
tiempo, digamos que en Sudamérica.
Prior conducía con pericia. Llegaron al aeropuerto a las diez treinta y cuatro.
Martin bajó del coche antes de que Prior lo detuviera del todo.
Había un movimiento inquieto en la gran sala de espera, profusamente iluminada, mientras los
pasajeros salían en tropel por las puertas que conducían a la pista y los mozos arrastraban tras de sí
los equipajes en carritos de cuatro ruedas. La voz monótona y cansada de la locutora anunciando
vuelos y el tiempo que hacía en otras partes del país aportaba cierta excitación a la atmósfera.
Martin fue directo al mostrador de información de TWA.
–El vuelo de las diez treinta y cinco está a punto de despegar, señor –dijo el encargado,
respondiendo a su pregunta–. Me temo que llega tarde.
Martin se sacó la cartera del bolsillo y le mostró su placa.
–Quizás podamos detener ese vuelo –dijo.
–Oh. –El encargado alzó las cejas–. Intentaré ponerme en contacto con el director. ¿Necesitarán
ayuda?
–No lo creo –dijo Martin.
Prior entró, les localizó y se apresuró a acercarse a ellos.
–¿Todo va bien?
Martin afirmó con la cabeza.
–Vamos.
Se encaminó a la pista con Prior y Jake a su lado. Fuera, la noche se había convertido en una
brillante blancura por las hileras de faros que flanqueaban la pista.
De pronto Prior agarró el brazo de Martin.
–Mire.
Todos se detuvieron y contemplaron el reluciente aeroplano de cuatro motores que estaba
cogiendo velocidad por la pista. Se metió en la opaca bruma de la lluvia y finalmente despegó, y
desapareció de un modo casi imperceptible en el horizonte, destellando sus luces intermitentes de
las alas como luciérnagas en la oscuridad.
–Bueno –dijo Jake–. Ha sido una buena salida.
–No llegará lejos –dijo Martin–. Él debería saberlo.
Regresaron al Loop después de que Martin enviara un cable a la policía de Kansas City
pidiéndole que retuvieran a Riordan bajo custodia. Martin dijo que quería que fueran con él al
apartamento de Riordan.
–¿Qué clase de orden tiene para él? –preguntó a Prior un poco después.
–Todavía no tenemos ninguna orden, y no la necesitamos, a menos que se niegue a cooperar. En
primer lugar, tendrá una audiencia ante el comité, el cual tiene autoridad para citar a las personas
que precise o solicitar los informes necesarios.
–¿Está usted muy seguro de su caso?
–Preferiría esperar un poco, pero el senador está ansioso.
Después de eso nadie dijo nada durante un rato, y se dirigieron hacia la ciudad en silencio, sólo
roto por la lluvia que caía y el viento que azotaba el coche.
Finalmente, Prior preguntó:
–¿Por qué quiere volver al apartamento de Riordan?
–Todavía quedan algunos cabos sueltos –dijo Martin. Encendió un cigarrillo y miró por la
ventanilla la monótona lluvia, y nadie dijo nada más.
Cuando llegaron al Blackstone, Martin dijo a Prior:
–Lleve a Sheila al vestíbulo y espérenos, ¿quiere? Quiero hablar un segundo con Jake.
–De acuerdo.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Al fin solos –dijo Jake, mientras Prior y Sheila corrían por la acera y subían la escalera hasta el
vestíbulo–. ¿Qué tiene pensado?
Martin se volvió y descansó el brazo sobre el respaldo del asiento delantero. Dio una chupada a
su cigarrillo y el diminuto resplandor dejó ver la sonrisa que se dibujó en su rostro.
–¿Qué ha encontrado en la Autowrite? –preguntó con suavidad.
Jake iba a coger un cigarrillo, pero su mano se detuvo en el aire.
–Es un hijo de perra –dijo sonriendo–. Me ha utilizado de chico de los recados.
–Sí, eso es. Sabía lo que estaba pensando usted, así que me ahorré el viaje. Sólo podían haberle
sucedido tres cosas a la última grabación de May. Una, que estuviera en su casa. Dos, que el asesino
se la hubiera llevado. Tres, que hubiera sido enviada a la empresa Autowrite para ser
mecanografiada y aún estuviera allí.
–Entonces, ¿llamó usted a la señora Swenson?
–Claro. Sabía que usted también lo haría, y que iría allí y echaría un vistazo. Era una tontería
hacerlo los dos –dijo con sequedad.
–¿Quiere saber lo que había?
–No en particular –dijo Martin, y volvió a sonreír–. Entremos y acabemos con esto, Jake.
–Eh, espere un minuto –dijo Jake–. Tengo una teoría maravillosa.
Martin se echó a reír y salió del coche. Jake también bajó y le cogió el brazo.
–No voy a hacer ninguna acusación equivocada.
–Mírelo de esta manera –dijo Martin–. Yo tampoco tengo ningún argumento. Y no puedo decir
nada hasta que esté completamente seguro de mí mismo. Si se tratara de otra clase de gente... Puede
usted empezar a mover las cosas de una manera no oficial, y cuando comiencen los fuegos
artificiales, yo estaré allí.
–¿Con un par de esposas para mí?
–Tenemos que forzar esto –dijo Martin–. Estoy pidiendo mucho, Jake. Sé que ha estado usted
pensando, y adonde ha ido a parar. Nuestras teorías pueden apoyarse la una a la otra. Si usted
empieza a mover las cosas, podemos acabar con esto esta noche.
–Está bien –dijo Jake–, Haré lo que sea con tal de salir de esta condenada lluvia.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

14
EL POLICÍA que estaba ante la puerta de la suite de Riordan les hizo un gesto de advertencia con
las manos. Jake miró hacia el interior y vio a Denise Riordan sentada en un sillón mullido. Estaba
llorando, y Brian Riordan se encontraba a su lado, dándole palmaditas en el brazo.
–¿Qué es todo esto? –preguntó Martin.
–Acaba de saber que su esposo se ha tomado unos polvos, creo –dijo el agente.
Martin se quitó el sombrero y se alisó el escaso cabello. Prior y Sheila se sentaron sin llamar la
atención en un sofá mientras Jake encendía un cigarrillo y se acercaba a la chimenea, donde ardía
un pequeño fuego. Se volvió de espaldas al calor con alegría.
Martin miró a Denise.
–Tenemos que aclarar unas cuantas cosas, señora Riordan. Intentaré ser lo más breve posible.
Denise siguió llorando y, a pesar de la solemnidad de la escena, a Jake se le ocurrió que la gente
la compadecería durante el juicio de Riordan. Llevaba un vestido negro con lentejuelas y el reflejo
del fuego jugueteaba de un modo interesante sobre sus suaves y bronceadas piernas y sus esbeltos
tobillos. Denise, adivinó Jake, lo haría muy bien.
Brian Riordan dijo a Martin:
–No es momento para interrumpir. ¿No puede esperar hasta mañana?
–No, no puede –dijo Martin.
–Está bien, acabemos pues –dijo Brian fríamente.
Un fuerte golpe sonó en la puerta, y todas las cabezas se giraron con brusquedad. Martin cruzó la
habitación y abrió.
Gary Noble y Toni se encontraban en el corredor.
–Entren –dijo Martin.
Martin cerró la puerta tras ellos, y Noble miró en torno a la habitación con aire inseguro.
–¿Qué demonios está pasando? –preguntó–. Toni me ha llamado y me ha dicho que Niccolo
estaba metido en algún problema. ¿Qué diablos ocurre? ¿Dónde está Riordan?
–Dean Niccolo ha sido asesinado esta tarde –dijo Martin–. Dan Riordan se ha marchado de la
ciudad. ¿Todo esto es nuevo para usted, señor Noble?
–Dios santo –exclamó Noble.
Toni Ryerson se volvió bruscamente a Jake, y cuando él apartó la mirada, ella dio un paso atrás.
–Sabía que estaba metido en problemas, pero ignoraba que estuviera muerto –dijo–. No
importaba que tuviera problemas. Pensé...
Se calló y se sentó con cuidado en una silla.
Noble le dio unas palmadas en el hombro y dijo a Martin:
–Es terrible.
–Sí que lo es –dijo Martin.
Ahora todo el mundo le estaba mirando con expectación. Se quedó de pie en medio de la
habitación, posando sus ojos en todos los presentes uno a uno, y el silencio se convirtió en algo
pesado, palpable.
–Está bien –dijo Brian con furia–, ¿Qué estamos esperando?
Martin le miró con calma y luego fue a sentarse al lado de Prior.
–Jake tiene algo que decirnos –dijo, en tono de conversación–. Me parece que lo encontrarán
interesante.
Brian hizo un gesto de impaciencia con la mano.
–¿Qué diablos tiene que ver él con este asunto?
–Adelante, Jake –dijo Martin.
Jake miró el semicírculo de rostros perplejos con lo que esperaba fuera una expresión confiada, e
intentó eludir la sensación de estar fuera de lugar.
–Voy a hablar de tres asesinatos –dijo–. El núcleo de este asunto es, o era, May Laval, una mujer
alegre y excitante a quien todos conocíamos. May cometió el error de decidir publicar sus
memorias, cuyos detalles eran penosos e incómodos para bastantes personas importantes. No es éste
el momento de examinar los motivos que tenía para hacerlo, porque las razones reales
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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

probablemente nunca se sabrán. De todos modos, empezó su proyecto, e inmediatamente fue


marcada para morir.
Encendió un cigarrillo y deseó no haber terminado la frase de un modo tan insustancial. Se
estaba entusiasmando con el asunto, pero habría preferido escribirlo en lugar de recitarlo como un
ansioso alumno haciendo su discurso de despedida. Este era el problema con los asesinatos, decidió,
saliéndose del tema. Eran tan evidentes y torpes. No podías mostrarte informal con ellos. En cuanto
lo intentabas parecías un insensato. Lo único que podías hacer era tratarlos en serio; y eso te hacía
parecer pomposo y ligeramente ridículo. Suspiró y soltó el humo del cigarrillo.
–Un caballero que no quería que sus actividades durante la guerra aparecieran en las listas de
best-sellers era Dan Riordan. Por eso envió a su empleado, Avery Meed, a engatusar a May para
que no escribiera el libro. La oferta de Riordan consistía en una bonita suma de dinero en efectivo.
Pero, y esto es importante, cuando Meed llegó a casa de May Laval, May ya estaba muerta. Había
sido estrangulada antes de que él llegara.
»Quizás a Meed le sorprendió este hecho, pero había sido entrenado lo bastante bien para seguir
adelante con sus órdenes. Encontró el diario y se lo llevó a su hotel.
»Ahora –prosiguió Jake– llegamos a un acontecimiento poco probable. Me refiero a Dean
Niccolo. Supongo que encajaba con el modelo de conducta de Dean. Y, entre paréntesis, todo el
mundo en este lío se ha comportado con una deplorable falta de originalidad. Todos han seguido
religiosamente su inclinación característica. Si alguno nos hubiera sorprendido buscando la paz del
espíritu, o el conocimiento, o el amor de una mujer pura, habríamos estado perdidos. Pero todo el
mundo se comportó como era previsible, todo el mundo quería algo por nada.
»Así pues, volviendo a Dean Niccolo, había estado jugando. Tenía deudas importantes, y
necesitaba fondos con urgencia. Él sabía que May Laval tenía alguna información sucia sobre
Riordan, de manera que intentó aprovecharse de ello, por supuesto mediante el chantaje. Por lo
tanto, fue a casa de May, y llegó allí en el momento en que Avery Meed entraba. Dean vio entrar a
Meed y salir medio minuto más tarde con un libro bajo el brazo.
»Niccolo perdió el valor. Se fue. Pero aquella misma mañana se encontró con Meed en mi
despacho, y supo que trabajaba para Riordan. Niccolo sabía entonces, por la prensa, que May había
sido asesinada y que su diario había sido robado, así que adivinó que Meed era el autor de ambas
cosas. Siguió a Meed cuando éste salió de nuestra oficina y fue a su apartamento, y le hizo una
proposición. Pero Meed era constitucionalmente incapaz de rebelarse contra las órdenes que había
recibido, y por tanto rechazó la oferta de Niccolo. Por eso murió. Niccolo le mató y se apoderó del
diario.
»Ahora –prosiguió Jake– llegamos al final del acto primero. ¿Me ha seguido todo el mundo hasta
aquí?
–¿Tendremos que escuchar muchas más cosas como éstas? –preguntó Brian a Martin.
–Sólo hasta que haya terminado –le respondió Martin.
–A partir de ahora será más interesante –dijo Jake, echando una mirada a Brian–. Pero no
dejemos a Niccolo tan bruscamente. Una cosa estropeó su plan. Prior ya había descubierto los
fraudes de Riordan durante la guerra, los fraudes que el diario revelaba. Así, Prior impidió que
Niccolo realizara la venta. A Riordan no le interesaba suprimir información por una cifra grande,
cuando esa misma información estaba ya en manos del gobierno. Por eso, cuando Niccolo llamó a
Riordan para efectuar la venta, éste le dijo que se fuera al infierno. Riordan sabía que Prior tenía la
información porque Prior me lo había dicho a mí y yo, a mi vez, se lo había dicho a Riordan.
»Esto es suficiente como base, me parece. Es hora de ser vulgar y empezar a señalar.
Jake apagó el cigarrillo y encendió otro. Echó un vistazo a la habitación y dijo:
–He aquí la manera en que podría haber ocurrido, por supuesto, con nombres y todo.
Se volvió a Brian y Denise.
–¿Cuánto hace que dura su relación?
Denise dijo:
–Buena cosa de decir.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Lo sé –dijo Jake–. Pero es importante para mi teoría. –Miró a Brian–. ¿Tienes algo
melodramático que decir, o preferirías responder a la pregunta?
Brian dijo con frialdad:
–Se está usted metiendo muy a fondo, amigo mío. Continúe.
–Vaya, gracias. Tu padre conocía la aventura que tenías con Denise, por supuesto. Denise, que es
majestuosamente indiscreta cuando está bebida, reveló vuestro secreto a tu padre.
–Eso es mentira –dijo Denise.
Jake sonrió.
–No. ¿Recuerda aquella tarde en que usted y yo tomamos unas copas? Regresamos aquí y unos
minutos más tarde entró Riordan. Usted estaba tumbada en el sofá y, a decir verdad, estaba borracha
perdida. Él le dijo que fuera a su habitación, y entonces empezó usted a suplicarle que la llevara otra
vez al pabellón... un lugar donde nunca había estado con Riordan. Usted misma lo dijo la primera
noche que la conocí, en la oficina de Noble. Riordan supo entonces que usted había estado en el
pabellón, y que conocía muy bien sus cualidades afrodisíacas... o las cualidades afrodisíacas de su
morador habitual. Riordan razonó así: has estado en el pabellón, ergo, ha tenido que ser con Brian.
–No escucharé más –gritó Brian.
–Cuando tu padre se dio cuenta de que le engañabas con su esposa, te echó –dijo Jake con
calma–. Le habías dado un buen golpe, Brian. Él escuchaba tus cínicos discursos moralizantes
acerca de la guerra, y te contemplaba actuar absurdamente como el héroe de guerra amargado e
inadaptado. Por qué lo hacía es algo que tal vez un psiquiatra podría decirnos. Pero no te permitió
que jugaras con Denise.
Brian se encogió de hombros y encendió un cigarrillo.
–Habla usted demasiado. Tuvimos un altercado y él perdió los estribos, eso es todo.
–Hay algo más. ¿Qué hiciste cuando te diste cuenta de que los huevos de oro se habían acabado?
–Ah, ésa es su historia –dijo Brian con una sonrisa.
–Está bien. Cuando fuiste arrojado del confortable nido empezaste a pensar cómo podrías
conseguir algún dinero de él. –Jake se detuvo y se volvió con aire indiferente a Denise–. ¿Recuerda,
Denise, que me dijo que tenía la costumbre de escuchar desde un teléfono supletorio que tiene en su
dormitorio?
Denise miró insegura a Brian, y luego dijo:
–Quizás lo mencioné. No creo que esto sea un crimen.
–Bueno, depende. Dean Niccolo ha hecho una llamada desde aquí esta tarde. Ha llamado a una
chica llamada Toni Ryerson, que ahora está sentada con nosotros. ¿Esa conversación le ha
sorprendido a usted?
–¡No digas nada! –dijo Brian–. No es asunto suyo.
–Sí, será mejor que ahora vaya con extremo cuidado –dijo Jake–. Dean ha llamado a Toni para
pedirle que le ayudara a salir de un apuro. Dean había hablado demasiado conmigo (mencionó que
sabía que yo había recibido el diario de May) y necesitaba una coartada. Él me había enviado el
diario, después de matar a Meed. La policía podía haber utilizado esa información, Denise. ¿Por qué
no ha acudido a ellos?
–No entendía de qué demonios hablaba –dijo Denise, poniéndose de pie y mirándole a la cara
con gran excitación–. Para mí no tenía sentido.
–Cierra la boca –dijo Brian.
–Maldita sea –exclamó Denise, volviéndose a él–. Estoy cansada de que todo el mundo me grite.
No tenía ningún sentido para mí, y tampoco para ti.
Jake dijo:
–Así que le ha hablado a Brian de la llamada, ¿eh? ¿Y Brian ha quedado confuso y perplejo?
–Ella me ha hablado de una conversación que había oído al teléfono entre Niccolo y una chica –
dijo Brian, tenso–. Haga lo que pueda con eso.
–Voy a intentarlo. Sabías por esa conversación que Niccolo me había enviado el diario. Esto
significaba que Niccolo había quitado del diario las páginas que contenían la información relativa a
tu padre, y que todavía estaban en su poder, ya que yo le dije a tu padre, en tu presencia, recuérdalo,

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

que en el diario que yo había recibido no aparecía ninguna referencia suya. Tú sabías que Niccolo
tenía la información sobre tu padre. Y querías encontrar una manera de que tu padre empezara a
poner otra vez esos huevos de oro, ¿verdad? Así que has pensado en el chantaje.
Brian se apartó un mechón de pelo que le caía sobre la frente e intentó sonreír. No lo consiguió.
Dijo:
–Supongamos que dice lo que quiere decir en un lenguaje simple y llano.
–De acuerdo –dijo Jake–, Estoy sugiriendo que podrías haber ido a casa de Niccolo esta noche,
después de saber que él poseía la información sobre tu padre, y que les has volado la tapa de los
sesos cuando no ha accedido a darte los recortes. ¿No es así?
Brian negó con la cabeza.
–No –dijo.
El teniente Martin se levantó despacio y se frotó la nuca con la mano izquierda.
–Esta noche ha salido para ir al apartamento de Niccolo, ¿no? –dijo el teniente Martin.
Brian se volvió a él con expresión sobresaltada.
–No estará tomando en serio esta idea fantástica, ¿verdad?
–Oh, muy en serio –dijo el teniente Martin.
–No puede ser –gritó Brian–, Están intentando acusarme para acorralarme, eso es todo.
Denise le había estado observando con tensión desde que Martin había hablado; y ahora de
repente dio un paso atrás y se llevó una mano a la boca.
–Tú le has matado –susurró–. Idiota. Te dije...
Brian se volvió y le dio una bofetada en la boca con la mano abierta.
–Tú te callas, ¿entendido? –dijo con frialdad.
–Ya está bien de teatro –dijo Martin. Miró a Jake un segundo con aire pensativo, una arruga de
preocupación sobre los ojos; luego se encogió de hombros–. Está bien –dijo a Brian–. Vamos.
Estas palabras parecieron actuar de acicate en Brian. De repente se abalanzó sobre Martin y le
apartó de un golpe, y luego se precipitó hacia la puerta.
Pero no llegó lejos. Prior se levantó de la silla con asombrosa rapidez, le cogió por el hombro y
le hizo girar; y antes de que Brian recuperara el equilibrio, Prior le enderezó con un furioso
derechazo en la mandíbula. Los ojos de Brian se pusieron vidriosos antes de desplomarse; y el
siguiente puñetazo de Prior, un gancho de izquierda lanzado con experiencia profesional, le arrojó
al suelo, inconsciente.
Un policía de uniforme se acercó rápido al cuerpo postrado y cogió a Denise por los brazos
cuando ésta se dirigía hacia la puerta.
–Un trabajo limpio –dijo Martin a Prior. Se alisó el cabello–. Me ha cogido por sorpresa.
–Bueno, usted estaba ocupado hablando, y yo podía observar mejor –dijo Prior–. Lo he visto
venir.
Sheila se acercó a Jake.
–Has estado magnífico –dijo–. ¿Podemos irnos ahora?
–Oh, claro –dijo Jake, y miró a Martin, que se estaba rascando la oreja y fruncía el ceño con
expresión sombría–. Nos iremos enseguida. Pero primero tenemos que arreglar todo.
Hizo una pausa y echó una mirada en torno a la habitación.
–Brian no ha matado a Niccolo. Las dificultades emocionales de la familia Riordan no tenían
nada que ver con ese asesinato... ni con el de May.
»El hecho de que Denise escuchara una conversación al teléfono, que Dan Riordan se haya
fugado, y que Brian y Denise tuvieran una aventura no tiene nada que ver con el asesinato de
Niccolo, ni con el de May. Pero formaban una red tan nítida y lógica, que me ha seducido. La
persona que asesinó a May y a Niccolo ha sido bastante evidente durante algún tiempo. He ideado
un caso contra Brian y Denise sólo para demostrar lo muy engañosos que eran esos
acontecimientos. Y, por supuesto, también tenía que alardear un poco.
–Bueno, adelante –dijo Martin.
–Oh, sí –dijo Jake. Se giró y miró a otra persona que había en la habitación–. ¿Qué hay de Prior?
¿Cuento yo la historia, o lo hará usted?

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Prior se sobresaltó. Miró fijamente a Jake unos segundos y luego se alisó su espeso cabello con
gesto indiferente esbozando una leve sonrisa.
–Bueno, ¿qué demonios quiere decir esto, Jake?
–Quiero decir que usted asesinó a May Laval y a Dean Niccolo –dijo Jake llanamente–. ¿Le
gustaría oír los detalles?
Prior encendió un cigarrillo y sonrió otra vez, y luego dijo:
–Bueno, supongo que será mejor que se explique usted –con voz perpleja pero no preocupada.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

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PRIOR encendió el cigarrillo que tenía en la boca y dejó caer el encendedor en el bolsillo del
chaleco.
–Jake, espero que sepa lo que está haciendo –dijo.
–No se preocupe –dijo Jake–. Sé exactamente lo que estoy haciendo. Asesinó usted a May
porque temía que los detalles de la relación que mantuvo usted con ella hace mucho tiempo
pudieran llegar a conocimiento público.
Sonrió sin ganas mientras el rostro de Prior de repente se llenaba de color.
–Sin pensarlo mucho –dijo Jake–, no se me ocurre ningún hecho más incómodo en la carrera de
un brillante caballero del comité Hampstead.
Prior miró fijamente a Jake sin verle y luego se llevó una mano a la frente y se sentó rígido,
como alguien que acaba de recibir de golpe una noticia asombrosa. Por un instante pareció ajeno a
todos y a todo lo que había en la habitación. Y luego bajó la mano y su rostro era duro, cansado,
escrutador.
Jake miró a Martin, quien hizo una seña afirmativa con decisión.
–Sí –dijo Jake–. Es suficiente, creo.
–Pero prosiga –dijo Martin–. Me gustaría oírlo todo.
–Está bien –dijo Jake, y encendió un cigarrillo. Se sentó en el brazo de un sillón mullido, y cogió
la mano de Sheila antes de mirar de nuevo a Martin.
»Lo importante, por supuesto, era esto: Prior acudió a mí y dijo que tenía evidencia de las
malversaciones de Riordan durante la guerra, evidencia que dijo haber conseguido en los libros y
registros oficiales de la Riordan Company. Prior tenía los detalles, incluido el nombre del hombre
que dio el visto bueno a los cañones de escopeta defectuosos, Nickerson. No estoy seguro de por
qué Prior lo hizo, pero adivino que esperaba convencerme de que era inútil defender a Riordan. En
el primer intercambio, hicimos quedar muy mal a Prior, tan mal, de hecho, que el senador
Hampstead vino y le armó un gran alboroto. Prior quería impedir que eso ocurriera otra vez; y
pensó que podría detenerme si yo sabía que su caso contra Riordan era inquebrantable.
»Pero volviendo al punto principal: la información de Prior me sorprendió. Avery Meed me
había dicho anteriormente que los libros de la Riordan Company los llevaban expertos, para ocultar
lo que estaba pasando. Y sin embargo Prior no había sido engañado. Mi primer pensamiento fue que
Meed había sobrestimado la astucia de sus contables.
»Más tarde, aquel mismo día, le conté a Riordan lo que había sabido por Prior. Riordan, desde
luego, debió de saber al instante que Prior estaba sobre la pista correcta; pero no me lo dijo. Me
contó que Nickerson, el inspector del gobierno, había muerto. Imagino que Riordan decidió
entonces convertir todos los valores que pudiera en dinero efectivo y desaparecer. Acababa de
descubrir que su esposa le era infiel, y mi información le indicó que pronto tendría a Prior encima.
Y por eso estoy seguro de que entonces mismo empezó a planear la huida.
Martin dijo:
–Es una buena conjetura.
–Pero no es importante –dijo Jake–, salvo como interesante detalle marginal de la vida en
América. Lo importante era que decidí pasarle a Prior la noticia de que Nickerson había muerto. No
conseguí hablar con Prior (salía del despacho con Hampstead cuando yo llegué) pero sí lo hice con
su ayudante, Gil Coombs, que es contable y se encarga de escarbar en los libros de Riordan.
»Pero Coombs no sabía nada de la información de Prior. El nombre Nickerson (supuestamente
recogido de los libros de la Riordan Company) no significaba nada para él. Tuvo que anotarlo en un
pedazo de papel para no olvidarlo.
»La importancia de este detalle se me escapó en aquel momento. Pero al final me di cuenta. Prior
no podía haber sacado su información de los libros de la Riordan Company. Si lo hubiera hecho,
Coombs también lo habría sabido.
»Por lo tanto, Prior había mentido. En segundo lugar, empecé a preguntarme de dónde había
sacado su información. Y no fue demasiado difícil de adivinar. El diario de May Laval, por

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

supuesto. Prior también mintió en otra cosa. Dijo que no conocía Chicago, pero según me contó
Coombs, lo conocía lo suficiente para hacer de guía de sus más remotos centros de diversión.
Jake apagó el cigarrillo, miró a Prior y luego otra vez a Martin.
–¿Entiende lo que eso significaba? Prior conocía a May lo bastante bien como para hojear su
diario, o bien lo había visto en algún otro momento, cuando ella no estaba presente. No obstante, él
había dicho que nunca había visto ni oído hablar de May... lo que evidentemente era mentira.
»Ahora quedan dos preguntas por responder: una, cuándo había visto el diario de May; y dos,
dónde lo había visto. Empecé por el dónde. Bueno, sin lugar a dudas, en casa de May. Ahí es donde
se encontraba el diario hasta que Avery Meed se apoderó de él. No era probable que Prior lo hubiera
visto después de que Meed lo cogiera, porque Meed se lo llevó a casa y todavía estaba allí cuando
Niccolo le mató. Niccolo lo tuvo hasta que me lo envió a mí, y las páginas que recortó, que
contenían la información sobre Riordan, estaban en su apartamento; o sea, que no había manera de
que Prior lo hubiera visto después de que Meed lo cogiera. Por lo tanto, vio el diario en el
apartamento de May antes de que Meed llegara.
»Eso me llevó al cuándo. Bueno, había un tal señor X en casa de May aquella madrugada. Gary
Noble llegó allí a las dos y ella le dijo que esperaba una visita a las tres. Pero ese visitante se había
ido cuando llegó Meed... y cuando Meed llegó May estaba muerta.
Martin dijo:
–¿Y usted decidió que Prior era el señor X?
–Era inevitable –dijo Jake–. Era una simple cuestión de aritmética. Prior también había cometido
un peligroso desliz. Hablando conmigo, mencionó el pijama rojo de May, detalle que no habría
podido conocer a menos que hubiera estado en su casa aquella noche, cuando ella lo llevaba puesto.
Recuerdo que llevaba ese pijama porque Noble me lo dijo; pero Prior tenía que saber eso de primera
mano, y de hecho lo sabía. Había estado en su casa; había visto el diario entre las tres y las cuatro,
hora en que llegó Meed y la encontró muerta. Entonces fue cuando vio a May vestida con su pijama
rojo.
–Por eso me pidió prestado a Murphy, ¿eh? –dijo Martin.
–Claro. En el momento en que vi los recortes del diario supe que tenía razón. Allí, escrita por
May, estaba la misma historia que Prior había contado, con el nombre de Nickerson y todo lo
demás.
»Y también supe que Prior había asesinado a Niccolo. Probablemente Prior se dio cuenta de que
había cometido un error contándome lo que había sabido por el diario de May. En cualquier
momento yo podía despertar y preguntarme: «¿Cómo lo ha sabido?». Era imperativo para él coger
los recortes del diario y destruirlos. Pero no sabía dónde estaban. Entonces Niccolo le llamó aquella
noche con la esperanza de venderle la información. Prior le mandó al infierno... y luego salió tan
deprisa como pudo para conseguir los recortes y también quitar de en medio a Niccolo. Disparó a
Niccolo y empezó a buscar los recortes. Y le asustó la idea de que alguien le hallara en el escenario
del crimen.
Jake encendió otro cigarrillo y exhaló una nube de humo gris azulado. El agente había soltado a
Denise y ésta se estaba frotando los brazos y observaba a Jake de cerca. Brian seguía tumbado en el
suelo. Noble parecía querer hablar desesperadamente, pero no se le ocurría nada con qué empezar.
–Pensé entonces –prosiguió Jake– que toda la historia tendría que venir de May. Empecé a
preguntarme si podría existir otro diario, un diario que llegara hasta el último día de su vida. Y claro
que existía. No un diario, sino una cinta grabada.
Miró a Prior y dijo:
–Usted se olvidó de eso, ¿verdad?
Prior abrió las manos y las miró inexpresivo, y luego suspiró y se frotó la frente con las yemas de
los dedos.
–No importa –dijo con voz torpe.
Jake contempló los dibujos inconexos que formaba el humo que salía de su cigarrillo.
–Hoy he oído la historia de May –dijo–. La historia se refería a Prior. Cómo le conoció May en
1944, cuando él era funcionario de la Cámara de Recursos para la Guerra. Recordaba su breve y no

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

demasiado excitante relación, y contaba con bastante humor el hecho de que, incluso entonces, él la
consideraba un riesgo social. No podía ser visto con ella, y no podía presentarla a sus amigos. A
May le divertía hacerle creer que se estaba degradando.
»Luego Prior volvió a ponerse al alcance de May, y ella se divertía doblemente, porque él se
había enterado de que pensaba escribir un libro, y le aterraba la idea de que pudiera incluirle en el
reparto. Prior sabía que la reacción del senador Hampstead sería volcánica si su investigador en jefe
aparecía en un relato de fornicación y trampas legales durante la guerra en un suplemento
dominical. Hampstead colocaría el pie firmemente en el trasero de Prior y le echaría de Washington
de una patada.
»Así que Prior rogó a May que su nombre no saliera a relucir para nada. Y ella accedió. Pero
Prior no quedó satisfecho. Le pidió ver el diario, para asegurarse de que no aparecía en él, y May
asintió. ¿Llamaría May a su ayudante, Coombs, y le citaría para la mañana siguiente? Prior
necesitaba una excusa por conocer a May –sabía que se encontrarían– y si ella daba el primer paso,
eso explicaría el hecho de que la conociera.
»Bueno, Prior vio el diario. Y él no aparecía. Y después se dio cuenta de que no era suficiente. Si
May iba a estar involucrada en la investigación de Riordan (como habría estado) su relación previa
se divulgaría. Los periodistas lo publicarían y los abogados y agentes de prensa de Riordan se
enterarían y lo utilizarían para desacreditar a Prior. Probablemente se vio humillado, desollado y
destrozado por el escándalo.
»Todo esto lo supongo, claro. No sé qué demonios pensaba. Pero el hecho es que le rodeó la
garganta con un cinturón y la estranguló. ¿Quién puede decir por qué lo hizo? Una persona asesina
a otra y después se decide que fue un crimen pasional, o una venganza, o cien cosas más, pero la
razón auténtica existe probablemente por una fracción de segundo mientras se está cometiendo el
asesinato, y después las motivaciones se hacen confusas y pierden su sentido.
Jake sonrió con cansancio.
–Este poco de filosofía se da sin recargo. Volviendo a los hechos, Prior, al examinar el diario de
May, vio la información referente a Riordan y, como es eficiente, tomó nota de ella para utilizarla
en su trabajo. Esto, en el lenguaje clásico, fue su error primero y fatal.
Miró a Martin.
–Ésta es la estructura. Ahora es todo suyo.
Martin carraspeó y se acercó a Prior y le puso una mano sobre el hombro.
–Será mejor que se prepare –dijo–. Voy a llevarle conmigo.
Prior seguía frotándose la frente.
–Está bien –dijo en voz baja.
Se oyó un golpe en la puerta y entró Murphy, con un dictáfono portátil bajo el brazo. Formó un
círculo con el pulgar y el índice y sonrió a Jake.
–A la hora exacta.
–No creo que lo necesitemos –dijo Martin.
Murphy se sacó del bolsillo un objeto que estaba envuelto en un pañuelo y dijo:
–Esto es para usted, teniente. Davis lo ha enviado. Ha dicho que tenía usted razón.
Martin abrió el pañuelo con cuidado y quedó al descubierto un revólver calibre 32 niquelado.
Sonrió a Jake.
–Sabía que Prior y May habían sido amigos íntimos durante más o menos un mes en 1943. Nos
enteramos de la manera como nos enteramos de casi todo en la policía, hurgando y persiguiendo y
haciendo miles de preguntas. Así que cuando Prior mintió diciendo que no la conocía, me interesó y
le hice seguir. Prior ha ido esta noche al apartamento de Niccolo, pero mi hombre le ha perdido. Le
había dicho que fuera también al hotel de Prior, y que echara un vistazo. Esto es lo que ha
encontrado. Probablemente es el arma que ha matado a Niccolo.
Jake cogió a Sheila del brazo y dijo a Martin:
–Ya no me necesita, estoy seguro.
–Sólo una cosa. ¿Y aquellas cruces pintadas con lápiz de labios en el espejo?
Jake dijo:

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

–Lo hizo Prior, diría yo, para intentar disfrazar el motivo del asesinato de May Quiso que
pareciera una matanza de la Mano Negra como la imaginaría un escritor barato. Habría tenido que
servirnos de advertencia enseguida.
–¿Qué quiere decir?
–Bueno, era una cosa cursi, poco imaginativa y rutinaria. Si hubiéramos buscado a alguien así,
habríamos encontrado a Prior.
–¿Sí? –dijo Martin dubitativo, y luego dio una palmada suave a Jake en el hombro–. Gracias,
amigo. Si necesita empleo, venga a verme.
Jake cogió a Sheila y se encaminó a la puerta, pero Brian Riordan, que se había puesto de pie, se
le puso delante.
–Espere un minuto, hombre listo –dijo–. ¿Qué pretendía pasándonos la pelota a mí y a Denise?
Jake le examinó con calma y luego miró a Denise, que se había colocado al lado de Brian.
–Pensé que lo merecíais –dijo con suavidad–. Sois una pareja deliciosa.
Denise se sonrojó, pero Brian forzó una sonrisa burlona.
–¿Qué tiene para sentirse tan superior? –preguntó.
–¿No lo sabías? –sonrió Jake–. Soy una persona noble. Dejé mi empleo porque implicaba
conocer a demasiada gente como tú. Ahora, si me disculpas...
Abrió la puerta y rodeó a Sheila por la cintura mientras se dirigían con paso vivo hacia los
ascensores.
–Querido, has estado soberbio –dijo Sheila–. Estaba tan orgullosa de ti.
–Naturalmente –sonrió Jake.
Un grito que vino de atrás les hizo detenerse; y cuando se giraron vieron a Noble que se
precipitaba hacia ellos por el corredor, con una expresión ansiosa y suplicante en el rostro.
–Jake, viejo amigo –dijo–. No puedes marcharte así. Te necesito.
–Qué lástima –dijo Jake.
Noble parecía a punto de echarse a llorar.
–Jake, sólo has tenido un ataque leve de ética. Pasará en un día o dos. Ven a verme, ¿eh? Habrá
otra cuenta como la de Riordan, no lo olvides.
Jake dio unas palmadas a Noble en la espalda.
–Gracias por recordármelo, Gary. Cuando mi decisión vacile, tendré presente ese pensamiento y
eso me dará fuerzas.
La puerta del ascensor se abrió y Jake entró con Sheila.
–Recuerdos a la multitud –dijo, mientras la puerta se cerraba ante el rostro pasmado de Noble.
Cuando salieron por las puertas giratorias el portero les sonrió con educación, salió a la calle y
empezó a hacer sonar el silbato.
Jake y Sheila permanecieron juntos contemplando la nieve que caía como una cortina de puntos
entre ellos y la fría noche. El único sonido que se oía era el alegre pitido del silbato del portero.
Sheila se volvió de repente y puso las manos sobre los hombros de Jake. Había unos copos de
nieve en su cabello y los ojos le brillaban.
–Vayamos a casa –dijo–, a mi apartamento. Todavía preparo unos desayunos maravillosos. ¿Te
parece bien?
Jake la besó y dijo:
–Es la mejor oferta que me han hecho hoy.
El portero dio las gracias a Jake por el billete que le había puesto en la mano; luego lo miró otra
vez, y dijo:
–Muchísimas gracias, señor –y cerró la puerta del taxi tras ellos con una reverencia.
Se dirigieron hacia Michigan Boulevard, y Sheila se apretó a Jake.
Algo le sucedió entonces a Jake y metió la mano en el bolsillo superior de la americana y extrajo
la tarjeta de Mike Francesca. La miró con una leve sonrisa. Mike quería un hombre de relaciones
públicas, y probablemente sería un jefe liberal.
Miró después a Sheila, y al cabo de un momento suspiró con aire filosófico y arrojó la tarjeta de
Mike por la ventanilla.

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Secretos peligrosos: 15 William P. McGivern

Sheila se revolvió en el asiento y preguntó:


–¿Qué era?
Jake le dio un beso en la parte superior de la cabeza.
–Sólo el pasado –dijo.

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