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I.

-Caperucita roja Adaptación del cuento de Charles Perrault


Érase una vez una preciosa niña que siempre llevaba una capa roja con capucha para
protegerse del frío. Por eso, todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.
Caperucita vivía en una casita cerca del bosque. Un día, la mamá de Caperucita le dijo:
– Hija mía, tu abuelita está enferma. He preparado una cestita con tortas y un tarrito de
miel para que se la lleves ¡Ya verás qué contenta se pone!
– ¡Estupendo, mamá! Yo también tengo muchas ganas de ir a visitarla – dijo Caperucita
saltando de alegría.
Cuando Caperucita se disponía a salir de casa, su mamá, con gesto un poco serio, le hizo
una advertencia:
– Ten mucho cuidado, cariño. No te entretengas con nada y no hables con extraños. Sabes
que en el bosque vive el lobo y es muy peligroso. Si ves que aparece, sigue tu camino sin
detenerte.
– No te preocupes, mamita – dijo la niña- Tendré en cuenta todo lo que me dices.
– Está bien – contestó la mamá, confiada – Dame un besito y no tardes en regresar.
– Así lo haré, mamá – afirmó de nuevo Caperucita diciendo adiós con su manita mientras
se alejaba.
Cuando llegó al bosque, la pequeña comenzó a distraerse contemplando los pajaritos y
recogiendo flores. No se dio cuenta de que alguien la observaba detrás de un viejo y
frondoso árbol. De repente, oyó una voz dulce y zalamera.
– ¿A dónde vas, Caperucita?
La niña, dando un respingo, se giró y vio que quien le hablaba era un enorme lobo.
– Voy a casa de mi abuelita, al otro lado del bosque. Está enferma y le llevo una deliciosa
merienda y unas flores para alegrarle el día.
– ¡Oh, eso es estupendo! – dijo el astuto lobo – Yo también vivo por allí. Te echo una
carrera a ver quién llega antes. Cada uno iremos por un camino diferente ¿te parece bien?
La inocente niña pensó que era una idea divertida y asintió con la cabeza. No sabía que el
lobo había elegido el camino más corto para llegar primero a su destino. Cuando el
animal llegó a casa de la abuela, llamó a la puerta.
– ¿Quién es? – gritó la mujer.
– Soy yo, abuelita, tu querida nieta Caperucita. Ábreme la puerta – dijo el lobo imitando la
voz de la niña.
– Pasa, querida mía. La puerta está abierta – contestó la abuela.
El malvado lobo entró en la casa y sin pensárselo dos veces, saltó sobre la cama y se comió
a la anciana. Después, se puso su camisón y su gorrito de dormir y se metió entre las
sábanas esperando a que llegara la niña. Al rato, se oyeron unos golpes.
– ¿Quién llama? – dijo el lobo forzando la voz como si fuera la abuelita.
– Soy yo, Caperucita. Vengo a hacerte una visita y a traerte unos ricos dulces para
merendar.
– Pasa, querida, estoy deseando abrazarte – dijo el lobo malvado relamiéndose.
La habitación estaba en penumbra. Cuando se acercó a la cama, a Caperucita le pareció
que su abuela estaba muy cambiada. Extrañada, le dijo:
– Abuelita, abuelita ¡qué ojos tan grandes tienes!
– Son para verte mejor, preciosa mía – contestó el lobo, suavizando la voz.
– Abuelita, abuelita ¡qué orejas tan grandes tienes!
– Son para oírte mejor, querida.
– Pero… abuelita, abuelita ¡qué boca tan grande tienes!
– ¡Es para comerte mejor! – gritó el lobo dando un enorme salto y comiéndose a la niña
de un bocado.
Con la barriga llena después de tanta comida, al lobo le entró sueño. Salió de la casa, se
tumbó en el jardín y cayó profundamente dormido. El fuerte sonido de sus ronquidos
llamó la atención de un cazador que pasaba por allí. El hombre se acercó y vio que el
animal tenía la panza muy hinchada, demasiado para ser un lobo. Sospechando que
pasaba algo extraño, cogió un cuchillo y le rajó la tripa ¡Se llevó una gran sorpresa cuando
vio que de ella salieron sanas y salvas la abuela y la niña!
Después de liberarlas, el cazador cosió la barriga del lobo y esperaron un rato a que el
animal se despertara. Cuando por fin abrió los ojos, vio como los tres le rodeaban y
escuchó la profunda y amenazante voz del cazador que le gritaba enfurecido:
– ¡Lárgate, lobo malvado! ¡No te queremos en este bosque! ¡Como vuelva a verte por
aquí, no volverás a contarlo!
El lobo, aterrado, puso pies en polvorosa y salió despavorido.
Caperucita y su abuelita, con lágrimas cayendo sobre sus mejillas, se abrazaron. El susto
había pasado y la niña había aprendido una importante lección: nunca más desobedecería
a su mamá ni se fiaría de extraños
II.- La bobina maravillosa Adaptación del cuento de Eduardo Zamacois
Hubo una vez un rey poderoso y noble que se preocupaba por la prosperidad de su reino y
el bienestar de sus súbditos. Tenía un único hijo heredero que era opuesto a él, pues se
pasaba el día sin hacer nada. El príncipe era un vago redomado y perezoso hasta decir
basta. No le interesaba la política, odiaba estudiar y tampoco se ocupaba de las tareas
que le encomendaban. Pasaba el tiempo holgazaneando y paseando por el jardín, y nunca
encontraba nada interesante que hacer.
A menudo se aburría como una ostra y se quejaba de su situación.
– ¡Qué pesadez esto de ser príncipe! Me encantaría ser mayor para convertirme en rey y
poder hacer lo que me diera la gana.
Así era su vida hasta que un buen día, encontró una bobina de hilo de oro encima de su
cama. La tomó entre sus manos y, para su sorpresa, la bobina le habló.
– Soy una bobina de hilo de oro y has de tratarme con mucho cuidado ¡No soy una bobina
cualquiera! ¿Ves este hilo? Representa tu vida, desde ahora hasta el fin. A medida que va
pasando tu vida, el hilo se va desenrollando.
El principito no salía de su asombro y aunque algo asustado, siguió escuchando con
atención.
– A partir de ahora, podrás desenrollar el hilo a tu antojo. A medida que lo hagas, tu vida
irá pasando más rápido, pero ten en cuenta que no podrás volver a enrollarlo. Con esto
quiero decir que los días que hayas vivido no volverán, jamás podrás regresar atrás en el
tiempo.
El joven estaba confuso e intrigado ¿Sería verdad lo que la bobina le estaba contando?…
Decidió que tenía que comprobarlo y tiró un poco del hilo. En la habitación había un gran
espejo en el que solía mirarse cada día. Se giró hacia él y vio que ya no era un adolescente,
sino que tenía unos cuantos años más.
Emocionado, volvió a tirar del hilo y mirándose de nuevo en el espejo, se vio con treinta y
cinco años. Había ganado unos kilos, una espesa barba le cubría la cara y lucía una corona
de oro sobre la cabeza.
– ¡Es la corona de mi padre! ¡Han pasado los años y ahora soy yo el rey! – gritó con
entusiasmo, abriendo los ojos como platos.
Su nerviosismo fue en aumento. Podía avanzar en el tiempo cada vez que tiraba del hilo y
hacer que la vida pasara mucho más deprisa. Se acercó de nuevo a la bobina y reflexionó
unos instantes.
– Ahora soy un hombre adulto… ¡Y soy el nuevo rey! Me pregunto si dentro de unos años
tendré esposa e hijos, y si es así ¿cómo serán? ¿cuántos hijos tendré? ¡No puedo aguantar
la curiosidad!
Sin pensar las consecuencias, tomó el extremo del hilo de oro y desenrolló un poco más el
ovillo. De repente aparecieron junto a él una preciosa joven con aires de reina y cuatro
chiquillos que comenzaron a corretear por la habitación.
– ¡Increíble! Mi mujer es bellísima y los niños son igualitos a mí. Me preocupa que crezcan
sanos y fuertes… Necesito saber qué será de ellos cuando sean mayores.
Ansioso, sus dedos tiraron del hilo y los años pasaron de golpe. Su mujer tenía el pelo
completamente blanco y sus hijos ya eran unos hombres hechos y derechos.
Fue entonces cuando cayó en la cuenta de su error y se puso a temblar cuando el espejo
le devolvió su reflejo. Ya no era un joven, ni siquiera un hombre de mediana edad. Era un
anciano, con la cara cubierta de arrugas, las manos huesudas y la espalda encorvada. Cada
vez que había tirado del hilo, su vida había dado un salto hacia adelante, tal y como le
había advertido la bobina.
Le invadió una enorme angustia. Con lágrimas en los ojos vio que en ella quedaba muy
poco hilo, pues su vida estaba llegando a su fin. La agarró con desesperación y quiso
enrollar el hilo de nuevo, pero fue en vano. No había ninguna posibilidad de regresar a la
hermosa juventud que había desperdiciado. Completamente abatido, escuchó la suave
voz de la bobina.
– Tú lo has querido. Tenías una vida llena de lujos y oportunidades para aprender. No te
faltaba de nada, pero tú no hacías más que quejarte. Te avisé que si tirabas del hilo para
avanzar en el tiempo no podrías volver atrás, pero la impaciencia y el deseo de vivir sin
hacer nada de provecho se han vuelto contra ti.
El viejo rey se derrumbó. Cabizbajo y arrastrando los pies, salió al jardín para vivir el
escaso tiempo que le quedaba.
III.-Juan sin miedo Adaptación del cuento de los Hermanos Grimm
Érase una vez un hombre que tenía dos hijos totalmente distintos. Pedro, el mayor, era un
chico listo y responsable, pero muy miedoso. En cambio su hermano pequeño, Juan, jamás
tenía miedo a nada, así que en la comarca todos le llamaba Juan sin miedo.
A Juan no le daban miedo las tormentas, ni los ruidos extraños, ni escuchar cuentos de
monstruos en la cama. El miedo no existía para él. A medida que iba creciendo, cada vez
tenía más curiosidad sobre qué era sentir miedo porque él nunca había tenido esa
sensación.
Un día le dijo a su familia que se iba una temporada para ver si conseguía descubrir lo que
era el miedo. Sus padres intentaron impedírselo, pero fue imposible. Juan era muy
cabezota y estaba decidido a lanzarse a la aventura.
Metió algunos alimentos y algo de ropa en una mochila y echó a andar. Durante días
recorrió diferentes lugares, comió lo que pudo y durmió a la intemperie, pero no hubo
nada que le produjera miedo.
Una mañana llegó a la capital del reino y vagó por sus calles hasta llegar a la plaza
principal, donde colgaba un enorme cartel firmado por el rey que decía:
“Se hace saber que al valiente caballero que sea capaz de pasar tres días y tres noches en
el castillo encantado, se le concederá la mano de mi hija, la princesa Esmeralda”
Juan sin miedo pensó que era una oportunidad ideal para él. Sin pensárselo dos veces, se
fue al palacio real y pidió ser recibido por el mismísimo rey en persona. Cuando estuvo
frente a él, le dijo:
– Señor, si a usted le parece bien, yo estoy decidido a pasar tres días en ese castillo. No le
tengo miedo a nada.
– Sin duda eres valiente, jovenzuelo. Pero te advierto que muchos lo han intentado y
hasta ahora, ninguno lo ha conseguido – exclamó el monarca.
– ¡Yo pasaré la prueba! – dijo Juan sin miedo sonriendo.
Juan sin miedo, escoltado por los soldados del rey, se dirigió al tenebroso castillo que
estaba en lo alto de una montaña escarpada. Hacía años que nadie lo habitaba y su
aspecto era realmente lúgubre.
Cuando entró, todo estaba sucio y oscuro. Pasó a una de las habitaciones y con unos
tablones que había por allí, encendió una hoguera para calentarse. Enseguida, se quedó
dormido.
Al cabo de un rato, le despertó el sonido de unas cadenas ¡En el castillo había un
fantasma!
– ¡Buhhhh, Buhhhh! – escuchó Juan sobre su cabeza – ¡Buhhhh!
– ¿Cómo te atreves a despertarme?- gritó Juan enfrentándose a él. Cogió unas tijeras y
comenzó a rasgar la sábana del espectro, que huyó por el interior de la chimenea hasta
desaparecer en la oscuridad de la noche.
Al día siguiente, el rey se pasó por el castillo para comprobar que Juan sin miedo estaba
bien. Para su sorpresa, había superado la primera noche encerrado y estaba decidido a
quedarse y afrontar el segundo día. Tras unas horas recorriendo el castillo, llegó la
oscuridad y por fin, la hora de dormir. Como el día anterior, Juan sin miedo encendió una
hoguera para estar calentito y en unos segundos comenzó a roncar.
De repente, un extraño silbido como de lechuza le despertó. Abrió los ojos y vio una bruja
vieja y fea que daba vueltas y vueltas a toda velocidad subida a una escoba. Lejos de
acobardarse, Juan sin miedo se enfrentó a ella.
– ¿Qué pretendes, bruja? ¿Acaso quieres echarme de aquí? ¡Pues no lo conseguirás! –
bramó. Dio un salto, agarró el palo de la escoba y empezó a sacudirlo con tanta fuerza que
la bruja salió disparada por la ventana.
Cuando amaneció, el rey pasó por allí de nuevo para comprobar que todo estaba en
orden. Se encontró a Juan sin miedo tomado un cuenco de leche y un pedazo de pan duro
relajadamente frente a la ventana.
– Eres un joven valiente y decidido. Hoy será la tercera noche. Ya veremos si eres capaz de
aguantarla.
– Descuide, majestad ¡Ya sabe usted que yo no le temo a nada!
Tras otro día en el castillo bastante aburrido para Juan sin miedo, llegó la noche. Hizo
como de costumbre una hoguera para calentarse y se tumbó a descansar. No había
pasado demasiado tiempo cuando una ráfaga de aire caliente le despertó. Abrió los ojos y
frente a él vio un temible dragón que lanzaba llamaradas por su enorme boca. Juan sin
miedo se levantó y le lanzó una silla a la cabeza. El dragón aulló de forma lastimera y salió
corriendo por donde había venido.
– ¡Qué pesadas estas criaturas de la noche! – pensó Juan sin miedo- No me dejan dormir
en paz, con lo cansado que estoy.
Pasados los tres días con sus tres noches, el rey fue a comprobar que Juan seguía sano y
salvo en el castillo. Cuando le vio tan tranquilo y sin un solo rasguño, le invitó a su palacio
y le presentó a su preciosa hija. Esmeralda, cuando le vio, alabó su valentía y aceptó
casarse con él. Juan se sintió feliz, aunque en el fondo, estaba un poco decepcionado.
– Majestad, le agradezco la oportunidad que me ha dado y sé que seré muy feliz con su
hija, pero no he conseguido sentir ni pizca de miedo.
Una semana después, Juan y Esmeralda se casaron. La princesa sabía que su marido
seguía con el anhelo de llegar a sentir miedo, así que una mañana, mientras dormía,
derramó una jarra de agua helada sobre su cabeza. Juan pegó un alarido y se llevó un
enorme susto.
– ¡Por fin conoces el miedo, querido! – dijo ella riendo a carcajadas.
– Si – dijo todavía temblando el pobre Juan- ¡Me he asustado de verdad! ¡Al fin he sentido
el miedo! ¡Ja ja ja! Pero no digas nada a nadie…. ¡Será nuestro secreto!
La princesa Esmeralda jamás lo contó, así que el valeroso muchacho siguió siendo
conocido en todo el reino como Juan sin miedo
VI: El campesino y el diablo Adaptación del cuento de los Hermanos Grimm
Érase una vez un campesino famoso en el lugar por ser un chico muy listo y ocurrente. Tan
espabilado era que un día consiguió burlar a un diablo ¿Quieres conocer la historia?
Cuentan por ahí que un día, mientras estaba labrando la tierra, el joven campesino se
encontró a un diablillo sentado encima de unas brasas.
– ¿Qué haces ahí? ¿Acaso estás descansando sobre el fuego? – le preguntó con curiosidad.
– No exactamente – respondió el diablo con cierta chulería – En realidad, debajo de esta
fogata he escondido un gran tesoro. Tengo un cofre lleno de joyas y piedras preciosas y no
quiero que nadie las descubra.
– ¿Un tesoro? – El campesino abrió los ojos como platos – Entonces es mío, porque esta
tierra me pertenece y, todo lo que hay aquí, es de mi propiedad.
El pequeño demonio se quedó pasmado ante la soltura que tenía ese jovenzuelo ¡No se
dejaba asustar ni siquiera por un diablo! Como sabía que en el fondo el chico tenía razón,
le propuso un acuerdo.
– Tuyo será el tesoro, pero con la condición de que me des la mitad de tu cosecha durante
dos años. Donde vivo no existen ni las hortalizas ni las verduras y la verdad es que estoy
deseando darme un buen atracón de ellas porque me encantan.
El joven, que a inteligente no le ganaba nadie, aceptó el trato pero puso una condición.
– Me parece bien, pero para que luego no haya peleas, tú te quedarás con lo que crezca
de la tierra hacia arriba y yo con lo que crezca de la tierra hacia abajo.
El diablillo aceptó y firmaron el acuerdo con un apretón de manos. Después, cada uno se
fue a lo suyo. El campesino plantó remolachas, que como todos sabemos, es una raíz, y
cuando llegó el momento de la cosecha, apareció el diablo por allí.
– Vengo a buscar mi parte – le dijo al muchacho, que sudoroso recogía cientos de
remolachas de la tierra.
– ¡Ay, no, no puedo darte nada! Quedamos en que te llevarías lo que creciera de la tierra
hacia arriba y este año sólo he plantado remolachas, que como tú mismo estás viendo,
nacen y crecen hacia abajo, en el interior de la tierra.
El diablo se enfadó y quiso cambiar las condiciones del acuerdo.
– ¡Está bien! – gruñó – La próxima vez será al revés: serás tú quien se quede con lo que
brote sobre la tierra y yo con lo que crezca hacia abajo.
Y dicho esto, se marchó refunfuñando. Pasado un tiempo el campesino volvió a la tarea de
sembrar y esta vez cambió las remolachas por semillas de trigo. Meses después, llegó la
hora de recoger el grano de las doradas espigas. Cuando reapareció el diablo dispuesto a
llevarse lo suyo, vio que el campesino se la había vuelto a dar con queso.
– ¿Dónde está mi parte de la cosecha?
– Esta vez he plantado trigo, así que todo será para mí – dijo el muchacho – Como ves, el
trigo crece sobre la tierra, hacia arriba, así que lárgate porque no pienso darte nada de
nada.
El diablo entró en cólera y pataleó el suelo echando espuma por la boca, pero tuvo que
cumplir su palabra porque un trato es un trato y jamás se puede romper. Se fue de allí
maldiciendo y el campesino listo, muerto de risa, fue a buscar su tesoro.
V.-El lobo y las siete cabritillas Adaptación del cuento de los Hermanos Grimm
Había una vez una cabra que tenía siete cabritillas. Todas ellas eran preciosas, blancas y de
ojos grandes. Se pasaban el día brincando por todas partes y jugando unas con otras en el
prado.
Cierto día de otoño, la mamá cabra le dijo a sus hijitas que tenía que ausentarse un rato
para ir al bosque en busca de comida.
– ¡Chicas, acercaos! Escuchadme bien: voy a por alimentos para la cena. Mientras estoy
fuera no quiero que salgáis de casa ni abráis la puerta a nadie. Ya sabéis que hay un lobo
de voz ronca y patas negras que merodea siempre por aquí ¡Es muy peligroso!
– ¡Tranquila, mamita! – contestó la cabra más chiquitina en nombre de todas –
Tendremos mucho cuidado.
La madre se despidió y al rato, alguien golpeó la puerta.
– ¿Quién es? – dijo una de las pequeñas.
– Abridme la puerta. Soy vuestra querida madre.
– ¡No! – gritó otra – Tú no eres nuestra mamá. Ella tiene la voz suave y dulce y tu voz es
ronca y fea. Eres el lobo… ¡Vete de aquí!
Efectivamente, era el malvado lobo que había aprovechado la ausencia de la mamá para
tratar de engañar a las cabritas y comérselas. Enfadadísimo, se dio media vuelta y decidió
que tenía que hacer algo para que confiaran en él. Se le ocurrió la idea de ir a una granja
cercana y robar una docena de huevos para aclararse la voz. Cuando se los había tragado
todos, comprobó que hablaba de manera mucho más fina, como una auténtica señorita.
Regresó a casa de las cabritas y volvió a llamar.
– ¿Quién llama?- escuchó el lobo al otro lado de la puerta.
– ¡Soy yo, hijas, vuestra madre! Abridme que tengo muchas ganas de abrazaros.
Sí… Esa voz melodiosa podría ser de su mamá, pero la más desconfiada de las hermanas
quiso cerciorarse.
– No estamos seguras de que sea cierto. Mete la patita por la rendija de debajo de la
puerta.
El lobo, que era bastante ingenuo, metió la pata por el hueco entre la puerta y el suelo, y
al momento oyó los gritos entrecortados de las cabritillas.
– ¡Eres el lobo! Nuestra mamá tiene las patitas blancas y la tuya es oscura y mucho más
gorda ¡Mentiroso, vete de aquí!
¡Otra vez le habían pillado! La rabia le enfurecía, pero no estaba dispuesto a fracasar. Se
fue a un molino que había al otro lado del riachuelo y metió las patas en harina hasta que
quedaron totalmente rebozadas y del color de la nieve. Regresó y llamó por tercera vez.
– ¿Quién es?
– Soy mamá. Dejadme pasar, chiquitinas mías – dijo el lobo con voz cantarina, pues aún
conservaba el tono fino gracias al efecto de las yemas de los huevos.
– ¡Enséñanos la patita por debajo de la puerta! – contestaron las asustadas cabritillas.
El lobo, sonriendo maliciosamente, metió la patita por la rendija y…
– ¡Oh, sí! Voz suave y patita blanca como la leche ¡Esta tiene que ser nuestra mamá! – dijo
una cabrita a las demás.
Todas comenzaron a saltar de alegría porque por fin su mamá había regresado. Confiadas,
giraron la llave y el lobo entró dando un fuerte empujón a la puerta. Las pobres cabritas
intentaron esconderse, pero el lobo se las fue comiendo a todas menos a la más joven,
que se camufló en la caja del gran reloj del comedor.
Cuando llegó mamá cabra el lobo ya se había largado. Encontró la puerta abierta y los
muebles de la casa tirados por el suelo ¡El muy perverso se había comido a sus cabritas!
Con el corazón roto comenzó a llorar y de la caja del reloj salió muy asustada la cabrita
pequeña, que corrió a refugiarse en su pecho. Le contó lo que había sucedido y cómo el
malvado lobo las había engañado. Entre lágrimas de amargura, su madre se levantó, cogió
un mazo enorme que guardaba en la cocina, y se dispuso a recuperar a sus hijas.
– ¡Vamos, chiquitina! ¡Esto no se va a quedar así! Salgamos en busca de tus hermanas,
que ese bribón no puede andar muy lejos – exclamó con rotundidad.
Madre e hija salieron a buscar al lobo. Le encontraron profundamente dormido en un
campo de maíz. Su panza parecía un enorme globo a punto de explotar. La madre, con
toda la fuerza que pudo, le dio con el mazo en la cola y el animal pegó un bote tan grande
que empezó a vomitar a las seis cabritas, que por suerte, estaban sanas y salvas. Aullando,
salió despavorido y desapareció en la oscuridad del bosque.
-¡No vuelvas a acercarte a nuestra casa! ¿Me has oído? ¡No vuelvas por aquí! – le gritó la
mamá cabra.
Las cabritas se abrazaron unas a otras con emoción. El lobo jamás volvió a amenazarlas y
ellas comprendieron que siempre tenían que obedecer a su mamá y jamás fiarse de
desconocidos.
VI.- El inspector Cambalache y el robo en el museo
Oyó la conversación y no podía creer lo que pasaba. Tras las cortinas, el inspector
Cambalache permanecía escondido mientras aquellas dos personas tan siniestras
planeaban el robo de los cuadros más valiosos del museo de la ciudad. El pobre inspector
estaba muerto de miedo, y no sabía qué hacer. Así que esperó a que los ladrones se
marcharan para salir de su escondite y avisar a sus compañeros de la comisaría para que
evitaran el robo.
Pensaréis que el inspector Cambalache era un poco cobarde. La verdad es que sí, pero él
se defendía diciendo que era una persona prudente y que pensaba bien las cosas antes de
actuar.
El caso es que el inspector Cambalache sacó su móvil para avisar a la policía y al museo.
Salió muy contento por la puerta, con una sonrisa de oreja a oreja, con el teléfono en la
oreja esperando a que le cogieran la llamada.
Justo cuando cruzaba la puerta para salir a la calle, alguien con una pinta extraña le
preguntó:
-¿Por qué sonríe usted tanto, inspector?
-¡Ja ja ja!- se rió él, muy orgulloso de sí mismo-. Sonrío porque voy a evitar un terrible
robo esta misma mañana-.
-¿Sí? ¿De veras?- siguió preguntando aquel extraño -. ¿Dónde se va a producir el robo?
-Pues en el museo de la ciudad.
No pudo seguir hablando. En ese momento, alguien agarró por detrás al inspector
Cambalache, le quitó el móvil y le tapó los ojos con una venda. Entre dos le sujetaron los
brazos contra su propio cuerpo y lo metieron en una furgoneta que justo acaba de aparcar
enfrente.
El pobre inspector se dio cuenta de su error. ¿Quién le manda a él ir contando sus planes
por ahí, a cualquiera que le preguntase? Su propio orgullo le había traicionado. Pero no
era momento de lamentarse. Tenía que pensar en cómo podía librarse de aquellos
malhechores.
Al cabo de un rato, la furgoneta paró. Aquellos hombres bajaron al inspector Cambalache.
Entraron en algún sitio que parecía abandonado, bajaron unos cuantos pisos en un
ascensor, le quitaron la venda y lo metieron en lo que debía ser un sótano. Allí lo dejaron
encerrado y se fueron.
-No estábamos seguros de que hubieras conseguido seguirnos, Cambalache- empezó a
decir uno de los bandidos -. Cuando acabemos de robar los cuadros vendremos a ajustar
cuentas contigo.
Y se marcharon, dejándolo solo en aquella horrible habitación sin ventanas y con una
lúgubre bombilla que parpadeaba cada poco. Solo una mesa vieja y una silla de hierro
oxidado le hacían compañía.
Se sentó en la silla a pensar en su mala suerte y en su estúpido orgullo cuando, de pronto,
de un agujero de la estancia salió un misterioso gato negro con algunos mechones de
color claro.
La verdad es que el inspector Cambalache no era muy amante de los animales, pero en
aquel momento aquella compañía le resultó un gran alivio.
-¿Qué hace aquí un gato metido? -dijo el inspector, por aquello de entablar conversación
mientras esperaba, aunque bien sabía él que los gatos son poco conversadores.
-Miau -respondió el gato, como era de esperar, con un maullido triste y lastimero.
-Pobrecito -siguió diciendo el inspector -. Seguro que estás muerto de hambre.
-¡Qué hambre ni qué pamplinas!
El inspector Cambalache pegó un salto.
-¡Estoy loco! ¡Estoy loco! -gritó corriendo alrededor de la sala -. ¡No llevo aquí ni cinco
minutos y el encierro ya me ha afectado a la sesera!
El gato empezó a merodear alrededor del inspector Cambalache, mientras el pobre
hombre se afanaba por alejarse todo lo que podía de de aquel gato.
-No estás loco, Cambalache -empezó a decir el gato-. Soy un gato que habla, y ya está. ¿No
conoces a ninguno, o qué?
El inspector Cambalache no salía de su asombro. Pero, como no le quedaba otra que
hablar con aquel gato, le contestó:
-La verdad es que ignoraba que los gatos hablaran. ¿Cómo es posible?
-¡Y qué más da! ¡¿Es que te corre horchata por la venas?! ¡¿Están a punto de robar los
cuadros más valiosos de la ciudad y tú te quedas ahí preguntándome por tonterías?!
-¡Es cierto! ¡Tenemos que hacer algo! Tengo que salir de aquí.
El inspector empezó a dar vueltas a ver qué podía coger para forzar la puerta. El gato, que
no era capaz de comprender a aquel detective tan poco avispado, le dijo con sorna:
-¿No te has preguntado por dónde he entrado yo? Porque no estaba cuando tú entraste,
¿recuerdas?
-Vaya, es cierto. ¿Cómo has entrado? Tal vez pueda yo salir por ahí.
El gato le enseñó el agujero al inspector. Como era demasiado pequeño para él,
Cambalache cogió la mesa y la partió de un golpe contra el suelo. Sacó una de las patas y
la utilizó para hacer palanca y romper la pared. Tal vez no fuera muy listo, pero
Cambalache era increíblemente fuerte.
El inspector y el gato salieron a la calle. No sabía dónde estaba, ni podía avisar a nadie.
-¿Cómo vamos a llegar al museo?- se lamentó.
-Tranquilo, tengo una idea -dijo el gato-. Ven conmigo.
El gato, que conocía muy bien la zona porque llevaba tiempo viviendo por allí, condujo al
inspector Cambalache hasta un garaje en el que había una avioneta.
- Sube -dijo el gato.
-¿Qué? ¿Cómo? ¡Hace años que no piloto! No sé si podré hacerlo...
- Eres policía y no tenemos demasiado tiempo así que tendrás que intentarlo.
El inspector Cambalache pensó que no tenía nada que perder así que se concentró y
consiguió poner la avioneta en marcha. Despegaron y en unos minutos estaban en el
tejado del museo.
Aterrizaron en el tejado del museo. Bajaron de un salto de la avioneta y se metieron en el
museo rompiendo la claraboya de la sala central. Las alarmas saltaron por la rotura de los
cristales justo cuando los ladrones empezaban a meter los lienzos en sus bolsas.
Asustados, los ladrones intentaron huir, pero la policía había llegado ya y los cogieron “in
fraganti”.
El inspector había sufrido un fuerte golpe en la cabeza al caer y estaba inconsciente en el
suelo mientras esto sucedía.
Cuando despertó en el hospital no estaba muy seguro de lo que había pasado. Cuando le
contó a la policía y a los médicos lo que recordaba todo el mundo lo tomó por loco. Pero
cuando él mismo empezó a dudar de su cordura, un gato negro con mechones claros
apareció en la ventana y le guiñó un ojo.
Loco o no, el inspector Cambalache era un héroe y fue premiado con la medalla de honor
de la ciudad por evitar el robo. Eso sí, no volvió a contarle a nadie sus planes, por si acaso.

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