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Tomado de : Certeau, M.: La escritura de la historia.

Universidad Iberoamericana,
México, 1993. pp. 15-29

El encuentro histórico toma figura de mito en la alegoría dibujada por Jan Van der
Straet para la Americae decima pars, de Jean Théodore de Bry, Oppenheim, 1619 (Cf.
J.Amsler, La Rennaissance,Paris 1955, p. 89, 2º tomo de L.H. Parias, Histoire Univer-
selle des explorations).

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Escrituras e historias

Estudioso y benévolo, tierno como soy con todos los muertos, sigo mi camino, de
edad en edad, siempre joven, nunca cansado, durante miles de años.... El camino —
"mi camino"— me recuerda esta expresión de caminante: "Caminaba, erraba... corría
por mi camino... caminaba como un viajero atrevido".
Caminar y/o escribir, tal es el trabajo sin tregua "impuesto por la fuerza del deseo,
por el aguijón de una curiosidad ardiente a la que nada puede detener".
Michelet, con "indulgencia" y "temor filial" multiplica las visitas a los muertos, bene-
ficiarios de un "diálogo extraño", con la seguridad de que "no se puede reavivar lo
abandonado por la vida". En el sepulcro en que habita el historiador sólo se encuentra
"el vacío".1 Así pues, esta "intimidad con el otro mundo" no representa ningún peligro.2
"Esta seguridad me vuelve más benévolo con los que no me pueden perjudicar". El
trato con el mundo muerto, definitivamente distinto del nuestro, se convierte cada día
en algo más "joven" y atractivo.
Después de haber atravesado una por una la Historia de Francia, las sombras "re-
gresaron menos tristes a sus tumbas",3 allá las lleva el discurso, las sepulta y las se-
para, las honra con los ritos fúnebres que faltaban. Las "llora", cumpliendo con un de-
ber de piedad filial, tal como pedía un sueño freudiano, escrito en la pared de una es-
tación: "Se suplica cerrar los ojos".4 La ternura de Michelet va de un lado para otro
introduciendo las sombras en el tiempo, "el todopoderoso hermoseador de las ruinas:
O Time beautifying of things!".5 Nuestros queridos muertos entran en el texto porque
no pueden ni dañamos ni hablamos. Los fantasmas se meten en la escritura, sólo
cuando callan para siempre.
Otro duelo, más grave, se añade al primero: También el pueblo es el separado.
"Nací pueblo, tenía al pueblo en el corazón, pero su lengua..., su lengua me fue siem-
pre inaccesible, nunca pude hacerlo hablar".6 El pueblo también es silencioso, como
para ser el objeto de un poema que habla de este silencio. Es cierto que sólo el pueblo
"autoriza" la manera de escribir del historiador, pero por esta misma razón se halla
ausente. Es una voz que no habla, in-fans, sólo existe fuera de ella misma, en el dis-
curso de Michelet, pero le permite ser un escritor "popular” a rechazar el orgullo; y al
volverlo "grosero y bárbaro" le hace perder todo lo que le quedaba de sutileza litera-
ria.7
"El otro" es el fantasma de la historiografía, el objeto que busca, honra y entierra.
Un trabajo de separación se efectúa en esta proximidad inquietante y fascinadora. Mi-
chelet se coloca en la frontera, donde desde Virgilio hasta Dante se han construido
todas las ficciones que todavía no eran historia. Este lugar señala una cuestión orde-
1
Jules Michelet. "El heroísmo del Espíritu" (1869, proyecto inédito de Prefacio a la Histoire de France), en
L 'Arc , núm. 52,1973, pp. 7,5 y 8.
2
J. Michelet, Proface à l’Histoire de France, ed. Morazé, A. Colín. 1962, p. 175.
3
J. Michelet, "El Heroísmo del Espíritu", op. cit
4
Cf p. 8. Cfr.pp. 306-307.
5
Michelet, "El Heroísmo del Espíritu", op. cit., p. 8.
6
Citado por Roland Barthes, "Michelet hoy", en L 'Arc, op. cit., p. 26.
7
J. Michelet, "El Heroísmo del Espíritu", op. cit., pp. 12-13.

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nada desde entonces por prácticas científicas, y de la que se encarga ahora toda una
disciplina. "La búsqueda histórica del 'sentido', no es sino la búsqueda del Otro",8 pero
esta acción contradictoria trata de envolver y ocultar en el "sentido" la alteridad de este
extraño, o, lo que es lo mismo, trata de calmar a los muertos que todavía se aparecen
y ofrecerles tumbas escriturísticas.

El discurso de la separación: la escritura


La historia moderna occidental comienza efectivamente con la diferencia entre pre-
sente y el pasado. Por esta diferencia se distingue también de la tradición (religiosa),
de la cual nunca llega a separarse completamente, y conserva con esta arqueología
una relación de deuda y de rechazo.
Finalmente, hay un tercer corte que organiza el contenido en lo que va del trabajo a
la naturaleza y que supone una separación entre el discurso y el cuerpo (social).-La
historia hace hablar al cuerpo que calla. Supone un desfasamiento entre la opacidad
silenciosa de la "realidad" que desea expresar y el lugar donde produce su discurso,
protegida por la distancia que la separa de su objeto (Gegen-stand), La violencia del
cuerpo llega hasta la página escrita por medio de la ausencia, por medio de los docu-
mentos que el historiador pudo ver en una playa donde ya no está la presencia que los
dejó allí, y a través de un murmullo que nos permite oír, como venido de muy lejos, el
sonido de la inmensidad desconocida que seduce y amenaza al saber.
Una estructura propia de la cultura occidental moderna se indica sin duda en este
tipo de historiografía: La inteligibilidad se establece en relación al "otro", se desplaza (o
"progresa") al modificar lo que constituye su "otro"—el salvaje, el pasado, el pueblo, el
loco, el niño, el tercer mundo. A través de variantes, heterónomas entre ellas —etno-
logía, historia, psiquiatría, pedagogía, etcétera—, se desarrolla una problemática que
elabora un "saber decir" todo lo que el otro calla, y que garantiza el trabajo interpreta-
tivo de una ciencia ("humana") al establecer una frontera que la separa de la región
donde la espera para darse a conocer. La medicina moderna nos presenta un modelo
de todo esto, a partir del momento en que el cuerpo se convierte en un cuadro legible,
y por tanto traducible en algo que puede escribirse en un espacio de lenguaje. Gracias
al despliegue del cuerpo ante la mirada, lo que se ve y lo que se sabe pueden super-
ponerse o cambiarse (traducirse). El cuerpo es una clave que espera ser descifrada.
Lo que en los siglos XVII y XVIII hace posible la convertibilidad del cuerpo visto en
cuerpo sabido, o de la organización espacial del cuerpo en organización semántica de
un vocabulario —o lo contrario—, es la transformación del cuerpo en extensión, en
interioridad abierta como un libro, en un cadáver mudo que se ofrece a las miradas.9
Se produce una mutación análoga cuando la tradición, cuerpo vivido, se despliega
ante la curiosidad erudita en un grupo de textos. Una medicina y una historiografía
modernas nacen casi simultáneamente de la separación entre un sujeto que se su-
pone sabe leer y un objeto que se supone escrito en una lengua que no se conoce,
pero que debe ser descifrada. Estas dos "heterologías" (discursos sobre el "otro") se
construyen en función de una separación entre el saber que provoca el discurso y el
cuerpo mudo que lo supone.
La historiografía separa en primer lugar su propio presente de un pasado, pero re-
pite siempre el gesto de dividir. La cronología se compone de "períodos" (por ejemplo:
edad media, historia moderna, historia contemporánea), entre los cuales se traza cada
vez la decisión de ser otro o de no ser más lo que se ha sido hasta entonces (Renaci-
miento, Revolución). Por turno, cada tiempo "nuevo" ha dado lugar a un discurso que
trata como "muerto" a todo lo que le precedía, pero que recibía un "pasado" ya mar-
cado por rupturas anteriores.

8
J. Michelet, "El Heroísmo del Espíritu", op. cit., pp. 12-13.
9
Cfr. en particular Michel Foucault, Naissance de la clinique PUF, 1963, pp. V-XV.

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El corte es pues el postulado de la interpretación (que se construye a partir de un
presente) y su objeto (las divisiones organizan las representaciones que deben ser re-
interpretadas). El trabajo determinado por este corte es voluntarista. Opera en el pa-
sado, del cual se distingue, una selección entre lo que puede ser "comprendido" y lo
que debe ser olvidado para obtener la representación de una inteligibilidad presente.
Pero todo 'lo que esta nueva comprensión del pasado tiene por inadecuado —desper-
dicio abandonado al seleccionar el material, resto olvidado en una explicación—
vuelve, a pesar de todo, a insinuarse en las orillas y en las fallas del discurso. "Resis-
tencias", "supervivencias" o retardos perturban discretamente la hermosa ordenación
de un "progreso" o de un sistema de interpretación. Son lapsus en la sintaxis cons-
truida por la ley de un lugar; prefiguran el regreso de lo rechazado, de todo aquello que
en un momento dado se ha convertido en impensable para que una nueva identidad
pueda ser pensable.
Muy lejos de ser algo evidente, esta construcción es una singularidad occidental. En
la India, por ejemplo, "las formas nuevas no expulsan a las antiguas", más bien se da
un "amontonamiento estratificado". La marcha del tiempo no tiene necesidad de afir-
marse distanciándose de "pasados", como tampoco un lugar no tiene por que definirse
distinguiéndose de "herejías". Un proceso de coexistencia y de reabsorción, es, por el
contrario, el "hecho cardinal de la historia india.10 De la misma manera entre los merina
de Madagascar, los tetiarana (antiguas listas genealógicas) y los tantara (historia del
pasado) constituyen una "herencia del Qdon (lovantsofina) o una "memoria de la boca"
(tadidivavd); lejos de ser un objeto lanzado hacia atrás para que un presente autóno-
mo llegue a ser posible, es un tesoro que se coloca en medio de la sociedad para que
le sirva de memorial, un alimento para ser rumiado y memorizado. La historia es el
"privilegio" (tantara) que es preciso recordar para no olvidarse uno de sí mismo. Sitúa
en medio de él mismo al pueblo que se extiende de un pasado a un porvenir.11
Entre los fo de Dahomey, la historia es remuho, "la palabra de los tiempos pasados"
—palabra (ho), es decir presencia que viene de arriba y lleva hacia abajo.
No tiene nada en común con la concepción (aparentemente cercana, pero de origen
etnográfico y museográfico) que al separar la actualidad de la tradición, al imponer,
pues, la ruptura entre un presente y un pasado, y al conservar la relación occidental
cuyos términos invierte, define la identidad como el regreso a una "negrura" pasada o
marginada.12
Es inútil multiplicar ejemplos que dan testimonio, fuera de nuestra historiografía, de
una relación distinta con el tiempo, o lo que es lo mismo, de una relación distinta con la
muerte. En Occidente, el grupo (o el individuo) se da autoridad con lo que excluye (en
esto consiste la creación de un lugar propio) y encuentra su seguridad en las confesio-
nes que obtiene de los dominados (constituyendo así el saber de otro o sobre otro, o
sea la ciencia humana). Sabe que toda victoria sobre la muerte es efímera; fatalmente,
la segadora vuelve y corta. La muerte obsesiona a Occidente. Desde este punto de
vista el discurso de las ciencias humanas es patológico: discurso del pathos –calami-
dad y acción apasionada– en una confrontación con esa muerte a la que nuestra so-
ciedad ya no considera como un modo de participación en la vida. Por su cuenta la
historiografía supone que es imposible creer en este tipo de presencia de los muertos
que ha organizado (u organiza) la experiencia de civilizaciones enteras, y por lo tanto
ya es imposible "tenerlos en cuenta", debemos, pues, aceptar la pérdida de una solida-
ridad viva con los desaparecidos, trazar un límite irreductible. Lo perecedero es su

10
Louis Dumont, "El problema de la historia" en La Civilisation indienne et nous. A. Colin, Cahiers des
Annales, 1964. pp. 31-54.
11
Cfr. Alain Delivré, Interprétation d’une tradition orale. Histoire des rols d'Imerina, París, tesis de la Sor-
bona, mimeografiada, 1967, sobre todo la 2a. parte, pp. 143-227: "Estructura del pensamiento antiguo y
sentido de la historia".
12
Sobre este último punto, cfr. Stanislas Adotevi, Négritude et négrologues, colección 10/18,1972,
Pp.148-153

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base; el progreso, su afirmación. En uno está la experiencia que compensa y combate
el otro.
La historiografía trata de probar que el lugar donde se produce es capaz de com-
prender el pasado, por medio de un extraño procedimiento que impone la muerte y
que se repite muchas veces en el discurso, procedimiento que niega la pérdida, con-
cediendo al presente el privilegio de recapitular el pasado en un saber. Trabajo de la
muerte y trabajo contra la muerte.
Este procedimiento paradójico se simboliza y se efectúa con un gesto que tiene va-
lor de mito y de rito a la vez: la escritura. En efecto, la escritura sustituye a las re-
presentaciones tradicionales que autorizaban al presente con un trabajo representativo
que articula en un mismo espacio la ausencia y la producción. En su forma más ele-
mental, escribir es construir una frase recorriendo un lugar que se supone en blanco:
la página. Pero la actividad que re-comienza, a partir de un tiempo nuevo separado de
los antiguos y que se encarga de construir una razón en el presente, ¿no es acaso la
historiografía?
Me parece que en Occidente, desde hace cuatro siglos, "hacer historia" nos lleva
siempre a la escritura. Poco a poco todos los mitos de antaño han sido reemplazados
por una práctica significativa. En cuanto práctica (y no como discurso, que es su re-
sultado), es el símbolo de una sociedad capaz de controlar el espacio que ella misma
se ha dado, de sustituir la oscuridad del cuerpo vivido con el enunciado de un "querer
saber" o de un "querer dominar" al cuerpo, de transformar la tradición recibida en un
texto producido; en resumen, de convertirse en página en blanco, que ella misma pue-
da llenar. Practica ambiciosa, activa, incluso utópica, ligada al establecimiento conti-
nuo de campos "propios", donde se inscribe una voluntad en términos de razón. Esta
práctica tiene el valor de un modelo científico, no le interesa una "verdad" oculta que
sea preciso encontrar, se constituye en un símbolo por la relación que existe entre un
nuevo espacio entresacado del tiempo y un modus operandi que fabrica "guiones"
capaces de organizar prácticamente un discurso que sea hoy comprensible –a todo
esto se le llama propiamente "hacer historia". Hasta ahora inseparable del destino de
la escritura en el Occidente moderno y contemporáneo, la historiografía conserva, sin
embargo, la particularidad de captar la creación escriturística en su relación con los
elementos que recibe, de operar en el sitio donde lo dado debe ser transformado en
construido; de construir representaciones con material del pasado, de situarse final-
mente en la frontera del presente donde es necesario convertir simultáneamente la
tradición en un pasado (excluirla), y no perder nada de ella (explotarla con métodos
nuevos).

Historia y política: un lugar


Supuesto su distanciamiento de la tradición y del cuerpo social, la historiografía se
apoya como último recurso en un poder que se distingue efectivamente del pasado y
de la totalidad de la sociedad. El "hacer historia" se apoya en un poder político que
crea un lugar propio (ciudad, nación, etcétera) donde un querer puede y debe escribir
(construir) un sistema (una razón que organiza prácticas). Al constituirse espacial-
mente y al distinguirse con el título de un querer autónomo, el poder político da lugar
también a exigencias del pensamiento en los siglos XVI y XVII. Dos tareas se impo-
nen, particularmente importantes desde el punto de vista de la historiografía, a la cual
van a transformar por medio de juristas y "politólogos". Por una parte, el poder debe
legitimarse, otorgar a la fuerza que lo vuelve efectivo una autoridad que lo haga creí-
ble. Por otra parte, la relación entre un "querer hacer historia" (sujeto de una operación
política) y el "medio ambiente" en el que se divide el poder de decisión y de acción,
exige un análisis de todas las variables que actúan por las intervenciones que modifi-
can esta relación de fuerzas; exige también un arte de manipular la complejidad en
función de objetivos, y por consiguiente, un "cálculo" de las relaciones posibles entre

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un querer (el del príncipe) y un cuadro (los datos de una situación).
Es posible reconocer en todo esto dos rasgos de la "ciencia" que construyen los
"historiógrafos" del siglo XVI al XVII. Son éstos, por lo general, magistrados y juristas
al servicio del príncipe, que ocupan cargos privilegiados en la corte y que deben poner
de acuerdo para "utilidad" del Estado y del "bien público", la verdad de la letra y la efi-
cacia del poder –"la primera dignidad de la literatura" y la capacidad del "hombre de
gobierno".13 Por una parte este tipo de discurso "autoriza" a la fuerza que ejerce el
poder; la provee de una genealogía familiar, política o moral; acredita la "utilidad" pre-
sente del príncipe transformándola en "valores" que organizan la representación del
pasado. Por otra parte, el cuadro constituido por ese tipo de pasado, y que es el equi-
valente de los "argumentos" actuales de la futurología, formula modelos praxeológicos,
y crea, a través de una serie de situaciones, una tipología de las relaciones posibles
entre un querer concreto y las variantes coyunturales. Al analizar los fracasos y los
éxitos esboza una ciencia de las prácticas del poder. No se contenta con justificar
históricamente al príncipe ofreciéndole un blasón genealógico. Se trata más bien de un
técnico de la administración política que nos da una "lección".
Desde el siglo XVI –o, para tomar puntos de referencia más exactos, desde Ma-
quiavelo y Guicciardin–,14 la historiografía deja de ser la representación de un tiempo
providencial, es decir, de una historia decidida por un sujeto inaccesible al cual sólo
podemos descifrar a través de los signos de su voluntad. Esta nueva historiografía
toma la posición del sujeto de la acción –la posición del príncipe, y desde allí trata de
"hacer historia". Otorga a la inteligencia la función de encontrar las modalidades posi-
bles de distinción entre un querer y otras realidades. Una razón de estado le está dan-
do su propia definición: la construcción de un discurso coherente que enuncie con de-
talle las "acciones" que un poder es capaz de realizar en función de datos concretos,
gracias a un arte de tratar los elementos que le impone un "ambiente". Esta ciencia es
estratégica por su objeto: la historia política. Lo es también, en otro terreno, por su
metodología en el manejo de datos, archivos o documentos.
Sin embargo, por una especie de ficción el historiador se ha colocado en este lugar.
De hecho no es el sujeto de la operación de la que es el técnico. No hace la historia, lo
único que puede hacer es una historia. El indefinido indica la parte que toma en una
posición que no es la suya y sin la cual un nuevo tipo de análisis historiográfico no le
sería posible. Él únicamente está "al lado" del poder, del cual recibe, bajo formas más
o menos explícitas, las directivas que en todos los países modernos influyen en la his-
toria –desde las tesis hasta los manuales– y constituyen la tarea de educar y movilizar.
Su discurso será magisterial sin ser el del maestro, también dará lecciones de gobier-
no sin conocer las responsabilidades ni los riesgos. Piensa en un poder que no tiene.
Su análisis se desarrolla, pues, "al lado" del presente, con una escenificación del pa-
sado, parecida a la que, desfasada en lo que se refiere al presente, produce el fu-
turólogo en términos de futuro.
Por encontrarse cercano a los problemas políticos, pero no en el lugar donde se
ejerce el poder político, el historiógrafo se halla en una condición ambivalente que se
manifiesta, más visible, en su arqueología moderna. Esta extraña situación, crítica y
ficticia a la vez, se indica con una nitidez particular en los Discorsi y en las Istorie Flo-
rentino de Maquiavelo. Cuando el historiador trata de establecer, desde el sitio donde
se ejerce el poder, las reglas de la conducta política y de las mejores instituciones polí-

13
Cfr., para no citar sino este caso, Dieter Gemhicki, Jacob-Nicolas Moreau y su Mémoire sur les fonc-
tions d'un historiographe de France" (1778-1779), en Dix-huitième siècle. núm. 4, 1972, pp. 191-215. La
re!ación entre una literatura y un "servicio del Estado” seguirá siendo un punto central en la historiografía
del siglo XIX y de la primera mitad del XX.
14
De hecho, es preciso remontamos más arriba, hasta Commynes (1447-1511), hasta los cronistas
tlorentinos, y finalmente hasta la transformación lenta de la historia que produjeron, hacia el fin de la Edad
Media, la emancipación de las ciudades, sujetos de poder, y la autonomía de los juristas, tecnlcos, pen-
sadores y servidores de dicho poder.

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ticas, está jugando al príncipe que no es; analiza lo que debería hacer el príncipe. Esta
es ficción, que proporciona un espacio donde se escribe el discurso. ¡Curiosa ficción,
que es a la vez el discurso del amo y del servidor! Permitida por el poder y separada
de él, crea una posición donde el técnico puede, constituyéndose en amo del pensa-
miento, representar todos los problemas del príncipe.15 Depende del "príncipe de
hecho" y produce al "príncipe posible".16 Debe actuar como si el poder efectivo fuera
dócil a sus lecciones, siendo así que, contra toda verosimilitud, las lecciones esperan
que el príncipe las introduzca en una organización democrática. Así pues, esta ficción
pone en tela de juicio –y vuelve quimérica–, a la idea de que el análisis político puede
encontrar su prolongación en práctica efectiva del poder. El "príncipe posible", cons-
truido por el discurso, nunca será el "príncipe de hecho". Nunca será llenado el espa-
cio que separa al discurso de la realidad, y que condena al discurso, en la misma me-
dida en que es más riguroso, a la futilidad.17
Frustración de origen que volverá fascinante para el historiador la efectividad de la
vida política. Por el contrario, el hombre político se verá tentado de tomar la posición
del historiador y a contemplar lo que ha hecho para acreditarlo al "pensarlo". Esta "fic-
ción" se expresa también en el análisis que hace el historiador de situaciones que eran
sólo objetivos por alcanzar para los poderes del pasado. El historiador recibe como
hecho por otro, lo que el político debe hacer. El pasado es aquí la consecuencia de
una falta de articulación sobre el hecho de "hacer la historia". Lo irreal se insinúa en
esta ciencia de la acción juntamente con la ficción que consiste en proceder como si
uno mismo fuera el sujeto de la operación. También se insinúa con la actividad que
rehace la política en un laboratorio y sustituye el sujeto de una operación historiográ-
fica por el sujeto de una acción histórica. Los archivos forman el "mundo" de este jue-
go técnico, un mundo donde se encuentra la complejidad, pero clasificada y minia-
turizada, y por lo tanto, capaz de ser formalizada. Espacio precioso, en todos los sen-
tidos del término; yo vería en él, el equivalente profesionalizado y escriturístico de lo
que representan los juegos en la experiencia común de todos los pueblos; es decir,
prácticas por medio de las cuales cada sociedad explícita, miniaturiza, formaliza sus
estrategias más fundamentales, y se juega ella misma sin los riesgos ni las responsa-
bilidades que trae consigo la composición de una historia.
En el caso de la historiografía, la ficción se encuentra al final en el producto de la
manipulación y del análisis.
La narración se presenta como una dramatización del pasado, y no como el campo
restringido donde se efectúan operaciones desfasadas, relacionadas con el poder. Tal
es el caso de los Discorsi: Maquiavelo los presenta como un comentario de Tito Livio.
De hecho, esto es sólo una "apariencia". El autor sabe que los principios en cuyo
nombre presenta las instituciones romanas como modelo, "hacen pedazos" a la tradi-
ción y que su empresa "no tiene precedentes".18
La historia romana, referencia común y materia agradable en las discusiones flo-
rentinas, le proporciona un terreno público donde puede tratar de política en lugar del
príncipe. El pasado es el lugar de interés y de placer que coloca, fuera de los proble-
mas actuales del príncipe, y del lado de la "opinión" y la "curiosidad" públicas, la es-
cena donde el historiador representa su papel de técnico-sustituto del príncipe. La dis-
tancia que lo separa del presente marca el lugar donde se produce la historiografía: al
lado del príncipe y cerca del público, representando lo que hace uno y lo que agrada al
otro, pero sin identificarse ni con uno ni con otro. Así el pasado nos resulta ficción del

15
. Cfr. Claude Lefort, Le Travail de l’oeuvre Machiavel, Gallimard, 1972, pp. 447-449.
16
Cfr. p.456.
17
Esta futilidad toma sentido, en último lugar, de la relación del historiador-filósofo con la Fortuna: el
número infinito de relaciones y de interdependencias impide al hombre la hipótesis de controlar o aun de
influenciar los acontecimientos. Cfr. Félix Gilbert, "Entre la Historia y la Política" en Machiavelli and Guic-
ciardini, Princeton, Princeton University Press. 1973. pp. 236-270.
18
Cfr. Claude Lefort, op. cit., pp. 453-466.

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presente; lo mismo pasa en todo trabajo historiográfico verdadero. La explicación del
pasado nunca deja de marcar la distinción entre el aparato explicativo, que es pre-
sente, y el material explicado: los documentos que se refieren a curiosidades de los
muertos.
Una racionalización de las prácticas, el gusto de contar leyendas de antaño ("el en-
canto de la historia", diría Marbeau),19 las técnicas que permiten manipular la compleji-
dad del presente, y la curiosidad tierna que rodea a los muertos de la familia, se com-
binan en el mismo texto para realizar simultáneamente la "reducción" científica y la
metaforización narrativa de las estrategias de poder características de una actualidad.
Lo real que se inscribe en el discurso historiográfico, proviene de determinaciones
de un lugar. Las relaciones efectivas que parecen caracterizar a este lugar de escritura
son las siguientes: dependencia de un poder establecido por otros, dominio de las
técnicas que se refieren a las estrategias sociales, juego con los símbolos y las refe-
rencias que tienen autoridad ante el público. La historiografía moderna francesa, colo-
cada del lado del poder y apoyada en él, pero a una distancia crítica, tiene en la mano,
copiados por la misma escritura, los instrumentos racionales de operaciones que mo-
difican equilibrios de fuerzas en el nombre de una voluntad conquistadora. Esta histo-
riografía se une a las masas de lejos (detrás de la separación política y social que las
"distingue"), al reinterpretar las referencias tradicionales que las vivifican, y es casi
totalmente burguesa y –¿cómo no admirarnos?– racionalista.20
Esta situación de hecho, se escribe en el texto. La dedicación, más o menos dis-
creta (hay que mantener la ficción del pasado para que "se realice" el juego erudito de
la historia), confiere al discurso una condición de deuda con respecto al poder, que
ayer era el del príncipe, y hoy, por delegación, el de una institución científica del Es-
tado, o de su epónimo: el patrón. Esta "referencia a otra cosa" nos indica el lugar que
autoriza, el detector de una fuerza organizada, en cuyo interior y en función de la cual
se realiza el análisis. Pero el mismo relato, cuerpo de la ficción, marca también, por los
métodos empleados y por el contenido tratado, por una parte una distancia que lo se-
para de la deuda, y por otra parte los dos puntos de apoyo que permiten esta separa-
ción: un trabajo técnico y un interés público. El historiador recibe de la misma actuali-
dad los medios para realizar su trabajo y los elementos de determinación de su in-
terés.
Partiendo de esta estructuración triangular, la historiografía no puede pensarse en
los términos de una oposición o de una adecuación entre un sujeto y un objeto; eso
sólo sería el juego de la ficción que ha construido. Tampoco se podría suponer, como
la historiografía a veces trata de hacérnoslo creer, que un "comienzo" más antiguo en
el tiempo explicaría el presente. Por lo demás, cada historiador coloca su fecha inau-
gural en el lugar donde detiene su investigación, es decir, en las fronteras que le fija la
especialidad a la que pertenece. De hecho, su punto de partida lo constituyen determi-
naciones presentes. La actualidad es su verdadero comienzo.
Ya nos lo decía Lucien Febvre en su estilo tan característico: "El pasado —es-
cribía— es una reconstrucción de las sociedades y de los seres humanos de antaño,
hecha por hombres y para hombres comprometidos en la complicada red de las reali-
dades humanas de hoy en día".21 Que esta posición niegue al historiador la pretensión
de hablar en nombre de la humanidad, Febvre no lo habría admitido porque creía que
la obra histórica estaba exenta de la ley que la somete a la lógica de un lugar de pro-
ducción, y no solamente a la "mentalidad" de una época en un "progreso" del tiempo.22

19
Eugène Marbeau, Le Charme de l'histoire, Picard, 1902.
20
Cfr. p. ej.: observaciones de Jean-Yves Guiomar, L'idéologie nationale, Champ libre, 1974, pp. 17 y 45-
65.
21
Lucien Febvre, "Prólogo" a Charles Morazé, Trois essais sur Historie et culture, A. Colin, Cahiers des
Annales, 1948, p. VIII
22
Cfr. infra, pp. 78-79.

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Febvre sabía, como todo historiador, que escribir es salir al encuentro de la muerte
que habita un lugar determinado, manifestaría por medio de una representación de las
relaciones del presente con su "otro", y combatiría con un trabajo que consiste en do-
minar intelectualmente la articulación de un querer particular con las fuerzas presen-
tes. Por todos estos aspectos, la historiografía echa a andar las condiciones de posibi-
lidad de una producción, y es al mismo tiempo el sujeto de su propio discurso.

La producción y/o la arqueología


La producción es, efectivamente, su principio de explicación cuasi universal, puesto
que la investigación histórica toma todo documento como síntoma de lo que la ha pro-
ducido. A decir verdad, no es tan fácil "aprender del mismo producto que tenemos que
descifrar y leer, el encadenamiento de los actos productores".23 En un primer nivel de
análisis, podemos decir que la producción da nombre a una cuestión aparecida en
Occidente con la práctica mítica de la escritura. Hasta entonces, la historia se desarro-
llaba introduciendo en todas partes una separación entre la materia (los hechos, la
simplex historia) y el ornamentum (la presentación, la escenografía, el comentario).24
Trata de encontrar una verdad de los hechos bajo la proliferación de las "leyendas",
instaurando así un discurso conforme al "orden natural" de las cosas, en el mismo sitio
donde proliferaban las mezclas de ilusión y de verdad.25 El problema ya no se pre-
senta de la misma manera a partir del momento en que el "hecho" deja de funcionar
como "signow de una verdad; en el momento en que la "verdad" cambia de condición,
deja poco a poco de ser lo que se manifiesta para convertirse en lo que se produce y
adquiere, por lo tanto, una forma "escriturística". La idea de "producción" trasciende la
concepción antigua de una "causalidad" y distingue dos tipos de problemas: por una
parte la remisión del "hecho" a lo que lo ha hecho posible; por otra, una coherencia o
un "encadenamiento" entre los fenómenos comprobados. La primera cuestión se tra-
duce en términos de génesis y otorga grandes privilegios a lo que está "antes"; la se-
gunda se expresa en forma de series, cuya formación exige al historiador el cuidado
cuasi obsesivo de llenar las lagunas, y hace las veces, más o menos metafóricamente,
de una estructura. Los dos elementos, reducidos a menudo a una filiación y a un or-
den, se conjugan en el "cuasi concepto" de temporalidad. Desde este punto de vista es
verdad que "sólo en el momento en que se dispusiera de un concepto específico y
plenamente elaborado de la temporalidad se podría abordar el problema de la Histo-
ria".26 Mientras llega ese momento, la temporalidad sirve para designar la conjugación
necesaria de los dos problemas y para exponer o representar en un mismo texto los
modos con los que el historiador satisface a la doble demanda de decir lo que está
antes y de colocar los hechos en las lagunas. La temporalidad proporciona el cuadro
vacío de una sucesión linear que responde formalmente a la pregunta sobre el co-
mienzo y a la exigencia de un orden. No es tanto el resultado de la investigación, sino
más bien su condición; es la trama que trazan apriori los dos hilos sobre los que avan-
za el tejido histórico por el solo hecho de tapar los agujeros. Al no poder convertir en
objeto de su estudio a lo que es su postulado, el historiador "sustituye el conocimiento
del tiempo por el conocimiento de lo que está en el tiempo".27

23
Sean T. Desanti, F. Les idéalités mathématiques, Seuil, 1968, p. 8
24
Cfr. p. ej., Félix Thürlemann. Der historische Diskurs bei Gregor von Tours. Topoi und
Wiricilckeit, Frankfurt/M. Peter Lang, 1974, pp. 36-72.
25
En et siglo XV, Rod. Agrícola escribe: "Historiae, cujus prima laus est ventas, naturalis tantum ordo
convenio ne si figmentis istis aurium graliam captit, fider perdat" (De inventione dialéctica libritres cum
scholiis loannis Malthaei Phrisseni Phrisemli, Parisiis, apud Simonem Colinaeum. 1529, in, VII, p. 387). El
subrayado es mío. Debemos notar también el fundamento de ese sistema historiográfico: el texto supone
que la verdad es creíble y que, por consiguiente, presentar lo verdadero es hacer creer, producir una fides
en el lector.
26
Jean Desanti, Les idéalités mathémaliques, op. cit., p. 29.
27
Gérard Malret, Le Discours et l'historique. Essai sur la représentation historienne du temps, Mame,
1974, p. 168.

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Desde este punto de vista, la historiografía sería solamente un discurso filosófico
que se ignora a sí mismo; ocultaría las terribles interrogantes que lleva consigo al re-
emplazarlas por el trabajo indefinido de hacer "como si" respondiera. De hecho, estos
rechazados reaparecen continuamente en el trabajo del historiador, y él los reconoce,
entre otras señales, por la referencia a una "producción" y/o al cuestionamiento que se
pone bajo el signo de una "arqueología".
A fin de evitar que en producción nos contentemos con señalar una relación nece-
saria aunque desconocida, entre términos conocidos, es decir, indicar lo que forma la
base del discurso histórico pero que no constituye el objeto del análisis, es preciso
reconsiderar lo que Marx indicaba en sus Tesis sobre Feuerbach, a saber: "el objeto,
la realidad, el mundo sensible", deben ser captados "como actividad humana concre-
tan, "como práctica".28 Un regreso a lo fundamental: "Para vivir, es necesario ante todo
beber, comer, tener un alojamiento, vestirse y algunas cosas más. El primer hecho
histórico (die erste geschichtiiche Tai) es pues la producción (die Erzeugung) de me-
dios que permitan satisfacer esas necesidades, la producción (die Produktion) de la
misma vida material, y allí nos encontramos con un hecho histórico (geschichtiiche
Tai), una condición fundamental (Grundbedingung) de toda la historia, que debemos
cumplir día tras día hoy como hace miles de años".29 Partiendo de esta base, la pro-
ducción se diversifica según que estas necesidades sean o no satisfechas fácilmente y
según las condiciones en que sean satisfechas. Hay producción por todos lados, pero
"la producción en general es una abstracción". "Así pues, cuando hablamos de pro-
ducción, se trata siempre de la producción en un estadio determinado de la evolución
social —de la producción de individuos que viven en sociedad... Por ejemplo, ninguna
producción es posible sin un instrumento de producción..., ninguna, sin trabajo pasado,
acumulado... La producción es siempre una rama particular de la producción". Final-
mente "el que ejerce su actividad en un conjunto más o menos grande, más o menos
rico de esferas de la producción, es siempre un cuerpo social determinado, un sujeto
social".30 Así, el análisis vuelve a necesidades, a organizaciones técnicas, a lugares y
a instituciones sociales donde, como dice Marx a propósito del fabricante de pianos
"sólo es productivo el trabajo que produce capital.”31
Me he detenido en estos textos clásicos y los he repetido, porque dan más preci-
sión al interrogante que me he encontrado al hablar de la historia llamada de las "ide-
as" o de las "mentalidades": la relación que puede establecerse entre lugares de-
terminados y los discursos que allí mismo se producen. Me ha parecido que era posi-
ble transportar acá lo que Marx llama "el trabajo productivo en el sentido económico
del término": "el trabajo sólo es productivo si produce su contrario", es decir, el capi-
tal.32 Sin duda, el discurso es una forma de "capital", invertido en símbolos, transmisi-
ble, susceptible de ser desplazado, acrecentado o perdido. Es claro que esta perspec-
tiva vale también para el "trabajo" del historiador que la utiliza como instrumento, y que
la historiografía, desde este punto de vista, depende todavía de lo que debe tratar: la
relación entre un lugar, un trabajo y este "aumento de capital", que puede ser el dis-
curso.

28
Karl Marx, Théses sur Feuerbach, Tesis l; cfr. también, a este respecto, las glosas marginales al Pro-
grama del Partido obrero alemán (§ 1), en K. Marx y F. Engels. Critique des programmes de Gotha et
d'Erfurl, ed. Sociales. 1972, pp. 22 ss
29
K. Marx y F. Engels.L 'Idéologie altemande, Ed. Sociales, 1968, p. 57, y K. Marx, Die Frühschriften, Ed.
Landshut, Stuttgart, A. Króner, 1853, p. 354.
30
K. Marx, "Introducción general a la crítica de la economía política" (1857), en Oeuvres, Economie, Ga-
llimard, Pléiade, 1965, p. 237. Se encuentra allí (pp. 237-254) la exposición más desarrollada de Marx
acerca de la producción junto con las que le dedica en Le Capital, l, 3a. sección (ibid., 1.1, pp. 730-732) y
en los Matériaux pour l'Economie (ibid t. II. p. 399-401).
31
K. Marx, "Principios de una crítica de la Economía Política", en Oeuvres Pléiade. op. cit., 1.11, p. 242.
32
ibid.

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Que el discurso entra más bien, según Marx, en la categoría de lo que genera el
"trabajo improductivo", no nos impide considerar la posibilidad de tratar en estos térmi-
nos las cuestiones presentadas a la historiografía y la que ella misma nos presenta.
Tal vez, todo esto sea dar ya un contenido particular a esta "arqueología" a la que
Michel Foucault ha rodeado de nuevos prestigios. Por una parte, habiendo yo mismo
comenzado mi carrera de historiador en la historia religiosa y estando determinado por
el dialecto de esa especialidad, me pregunto sobre el papel que han podido desempe-
ñar en la organización de la sociedad "escriturística" moderna las producciones e ins-
tituciones religiosas cuyo lugar ha tomado la arqueología al transformarlas. La ar-
queología me parecía ser el modo con que buscaba dar precisión al regreso de un
"rechazado", un sistema de Escrituras cuya modernidad ha construido a un ausente,
pero sin poder eliminarlo. Este "análisis" permitía al mismo tiempo reconocer en el tra-
bajo presente un "trabajo pasado acumulado" y todavía determinante. Usando este
modo, que hacía aparecer, en el sistema de prácticas, continuidades y distorsiones,
hacía yo mismo mi propio análisis. Este análisis no tiene interés autobiográfico, pero al
restaurar en otra forma la relación de producción que un lugar mantiene con un pro-
ducto, me llevó a un examen de la historiografía en sí misma. Entrada del sujeto en el
texto: no con la maravillosa libertad que permite a Martín Duberman convertirse, du-
rante su discurso, en el interlocutor de sus personajes ausentes y de explicarse a sí
mismo al contar sus historias,33 sino más bien a la manera de una infranqueable la-
guna, que en el texto muestra siempre una carencia y obliga sin cesar a caminar, a
escribir todavía más.
Esta laguna, marca del lugar en el texto y cuestionamiento del lugar por el texto,
nos lleva finalmente a lo que la arqueología designa sin poder decirlo: la relación entre
el logos y una arché, "principio" o "comienzo" que constituye su otro. La historiografía
se apoya en este "otro" que la vuelve posible y puede colocarlo siempre "antes", re-
montarlo siempre más atrás, o bien designarlo como lo que autoriza la representación
de "lo real" sin serle jamás idéntico. La arché no es nada que se pueda decir, sólo se
insinúa en el texto por el trabajo de división o con la evocación de la muerte.
Así el historiador sólo puede escribir uniendo en la práctica al "otro", que lo impulsa
a andar, con lo "real", al que sólo representa en ficciones. Es, pues, historiógrafo. En-
deudado con la experiencia que he adquirido, yo quisiera rendir homenaje a la escri-
tura de la historia.

33
Cfr. Martín Duberman, Black Mountain, An exploration in community, New York: Dutton, 1973

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