Rae Maval
Ja…
Capítulo dos
Tras dar un par de vueltas alrededor de
la nueva sala, me sorprendí de ver unas
enormes cajas con la mayoría de
papeleo que Alek solía conservar en
archivadores. Me pregunté cuándo
exactamente tuvo tiempo de coger toda
la información e incluso se me pasó por
la cabeza que ya supiese que la policía
iba a pasar por la fábrica e iba a armar
todo ese jaleo. Si era así, algo estaba
tramando.
Saqué los diferentes clasificadores y vi,
bajo estos, un montón de dossiers de
color gris apilados. Los fui sacando uno
a uno, contemplando los nombres en
cada uno de ellos.
Johanna B. Oliphant
Brantley J. Pace
Brantley era un nombre demasiado
bonito para un tío como Pace. De hecho,
todo él era demasiado atractivo para ser
tan sumamente inhumano.
Acababa de cumplir treintaidós años, se
había dedicado toda la vida a
permanecer al lado de Alek y su único
trabajo, legal y remunerado, había sido
en el servicio de recepción de un hotel.
Y de eso ya hacía diez años.
Tenía un hermano mayor, que
permanecía en prisión por tráfico de
drogas y una media hermana, residiendo
en Nueva Jersey. Sus padres se habían
divorciado cuando él tan solo tenía doce
años y no pude evitar preguntarme si
aquello le había marcado lo suficiente
como para convertirle en un monstruo
sin sentimientos. Sin embargo, sus
padres no tenían la culpa de que a él le
faltase algún tornillo.
Sus miedos no constaban en el dossier
por lo que o no tenía o Alek se había
concienciado de no dejarlos expuestos a
la vista de cualquiera. Eso sólo hacía
que mi curiosidad creciese por
momentos.
Siempre había sido un alumno ejemplar
en el colegio, pese a los altercados de
peleas que constaban en su historial
educativo.
Los siguientes folios contaban con todas
las cosas que Pace había hecho por
Alek, incluyendo las personas de las que
se había deshecho de un modo u otro,
por lo que decidí no seguir leyendo.
Esos datos sólo aumentarían mi miedo
hacia él.
¿Qué?
Mi rostro se giró de golpe hacia Pace
que, evidentemente, se mantenía en su
seria postura.
—¿¡Hablas en serio!?
—Todo sea por hacerte feliz, princesa
—susurró, rozando su nariz con la mía
—. Te quiero.
—Vístete.
—¿Qué, por qué?
—Que te vistas, Johanna —espetó,
cerrando la puerta de golpe.
—Nos vamos.
—¿Adónde? —Le pregunté, viéndome
arrastrada por él—. Pace, me haces
daño.
—Oh, perdona, princesa… ¿Prefieres
que te lleve a caballito?
—Eres un imbécil —espeté, antes de
que me empujase hacia la puerta del
ascensor.
—Será mejor que no me incites
demasiado, no sé si podré aguantar a
contárselo todo a Alek.
—¿Qué todo, eh? ¿Que ha venido un
inspector a mi casa? ¿Y eso qué coño
demuestra?
—¿Crees que necesitamos mucho más?
—Inquirió, poniendo cierta mueca de
repugnancia.
—No —dije.
—¿No? —Enarcó su ceja, mirándome
con superioridad.
—No pienso subirme en la moto, no en
tu estado, no…
—O te subes a la moto, o no te daré
oportunidad de intentar explicarte ante
Alek —pronunció, pegando su frente a
la mía y haciendo presión contra mi
cabeza—. Sube.
—Por favor, Pace…
—Gracias —musitó.
—No me las des —respondió Pace,
agachado hacia la ventanilla.
—Esta noche tengo reunión con los de
Grant.
—Entiendo.
—Recibiremos el primer camión en la
nueva fábrica también, ¿podrás
ocuparte?
—Cuenta conmigo —dijo, serio.
—Siempre lo hago.
—Sí…
—Ten cuidado con la moto. Me han
dicho que ibas conduciendo un poco a lo
loco hoy.
—Hay cosas que nunca cambian —
comentó, sin darle importancia.
—Tú ten cuidado, no queremos ni
siquiera una multa por exceso de
velocidad.
—Entendido.
Al despertarme, por la
luz que se colaba por las sucias ventanas
de la fábrica, comprobé que había
amanecido y que, por el brillo que sí
lograba colarse, debía hacer un
espléndido día.
Tuve suerte de despertarme y que el
dolor de cabeza hubiese por fin
desaparecido.
Me costó incorporarme de la cama. El
dolor de mis costillas era insoportable y
se hacía cada vez más profundo a la que
intentaba moverme. No obstante, debía
hacerlo. Debía moverme. No podía
quedarme todo el día en la cama.
Al incorporarme, sentí cómo mis
costillas me aprisionaban y dejé escapar
un estruendoso gruñido por mi boca, con
los dientes apretados. Volví a dejarme
caer, sumida en el dolor que se expandía
y me atrapaba parte del torso. Por ello,
me entraron unas tremendas ganas de
llorar. Era el dolor más insufrible que
había vivido…
—Está bien.
—No pretendía ser bor…
—He dicho que está bien —volví a
decir, sin querer discutir. Recibí el
envoltorio que cubría la ensalada sobre
mis manos y escuché cómo mis tripas
rugías—. Gracias.
—El café para después, ¿vale?
—Vale.
Veamos…
Podía tener cierto carácter y, sin duda,
quería enfrentarme a él. Pero tampoco
era una inconsciente suicida.
No era capaz…
No era capaz de rebajarme a su altura,
ni siquiera era capaz de provocar una
presión contra su cuello.
Su mano derecha tomó mi barbilla,
obligándome a mirarle, cuando mi mano
abandonó la zona de su cuello.
—Johanna —susurró.
—Sólo, por una vez en tu vida, intenta
confiar en mí. Deshazte de esa maldita
sed de sangre que tienes conmigo,
porque no te he hecho absolutamente
nada —seguí pidiéndole, rezando para
que mi voz no se quebrase antes de
tiempo.
—Johanna…
—Ni he vendido a Alek, ni te he
vendido a ti, ni tengo intención de…
—Johanna —volvió a susurrar.
—¿¡Qué!?
—Buena chica.
Algo completamente
helado presionaba la parte superior de
mi ceja izquierda y, al tiempo que abría
mis ojos, sentí cómo un punzante dolor
se extendía desde mis sienes hasta
acaparar todo mi cráneo. Volví a cerrar
los ojos, habiendo sido incapaz de
observar nada de mi alrededor,
apretando mis párpados con fuerza.
Entreabrí los labios para dejar escapar
un pequeño quejido, moviendo mi
cabeza para apartarme de aquél frío
contacto sobre mi frente. No obstante, no
conseguí deshacerme de la fricción. Era
como si aquello yaciese completamente
pegado a mi cabeza y mis brazos
pesaban demasiado como para poder
llevar mis manos hasta mi rostro.
—Ponte de rodillas.
—No —gimoteé, rememorando en mi
cabeza los últimos intensos años de mi
vida. Los cuales, en ese momento, me
parecían haber pasado como una efímera
estrella fugaz.
—Brant…
—Calla —espetó, seco.
Apoyé mis manos sobre sus
desarrollados hombros, tensando los
dedos sobre la camisa que continuaba
contra su piel. Fui deslizándome, guiada
por su mano, bajando mis propias
palmas por su pecho hasta lograr
deshacerme de los últimos botones que
habían quedado intactos minutos antes.
Cuando parte de su miembro me hubo
penetrado, pasó su mano derecha por mi
muslo hasta llegar a la otra nalga. Me
empujó suavemente hacia él mientras
dejaba las rodillas caer a ambos lados
por la propia posición. Su torso quedó
descubierto y mis ojos, ahora sí,
perdieron toda visión de los suyos.
Pasé la yema de mis dedos por su
esternón, acariciando el fino vello y
descubriendo una prolongada cicatriz
sobre su esternón que, a simple vista, no
podía apreciarse. Al tacto, por otra
parte, era más que notable. Sus manos
apretaron contra la piel de mis nalgas,
haciéndome descender bruscamente
sobre él y obligándome a perder la poca
concentración que le había dedicado a
su cicatriz.
—¡¡Johanna!! —Vociferó.
—Lo siento, Pace.
Tras
recoger el destrozo del salón y la
entrada del apartamento, cerciorándome
de que ningún cristal permaneciese en el
suelo y el líquido hubiese sido
absorbido por el mocho, me dejé caer en
el sofá en silencio. Cerré los ojos y me
pregunté qué es lo que me había llevado
a entregarme, de ese modo tan
descarado, a una persona que no tomaría
en consideración ninguna de mis
palabras. Me cuestioné,
desgraciadamente para mí, por qué le
había declarado mis sentimientos de
forma tan abierta. Porque no se trataba
de decirle que no vendería a Alek para
no venderle a él, no. Se trataba de que
acabara de decirle cuánto me había
enamorado, aun queriendo matarme, aun
intentando hacerlo, de la peor parte de
él. ¡Asegurándole enamorarme también
de su otra cara!
Escuché el sonido de alguien golpeando
a la puerta con prisa y decidí ignorarlo.
No era mi casa, por lo que no me
correspondía a mí abrir. Y, sin embargo,
dada la insistencia, terminé por hacerlo.
No.
Esa niña era digna hija de su padre.
—¿Mentiste?
—Alek —susurró, dando un nuevo paso
hacia atrás.
—¿¡Me dejaste darle una paliza por
una mentira!? —Vociferé, sin darme
cuenta.
—Dime.
—Sé que la pregunta va a parecerte
extraña pero, ¿estás con Johanna? —
Le escuché hablar, al otro lado del
teléfono.
Al menos él no me mentía…
—¿Cómo dices?
—Cuando Darren me contrató, dijo que
era parte de tu negocio —murmuró, sin
entender la expresión sombría en mi
cara—. No somos muchas chicas, pero
imagino que eso irá cambiando poco a
poco.
—Vístete, por favor.
—¿He dicho algo malo? —Preguntó,
con un temor crispar su mirada.
—No, tranquila. Tú no has dicho ni
hecho nada malo…
—Papá…
—Dime, cariño.
—¿Ya no quieres a mamá? —
Preguntó, con los ojos cerrados.
—¿Qué ocurre?
—Sé que trabajas de noche y que
debes estar ensimismado en cubrir
cualquier noticia de las tuyas, pero
necesito que le eches un ojo a Olivia
—le pedí, todavía cargando a la
pequeña que ya empezaba a murmurar
quejas sobre mi cuerpo—. Me han
llamado del hospital y…
—Eh —me cortó, alzando las manos
hacia Olivia—, no tienes que darme
ninguna explicación. Sé que no
acudirías a mí de no ser una
emergencia.
—En cuanto vuelva…
—Tomate el tiempo que necesites,
mañana tengo libre —me aseguró,
cogiendo a la pequeña en sus brazos y
dedicándome una fugaz sonrisa—.
Espero que no sea nada.
—Si no lo es, acabará siéndolo —
susurré, acariciando el pelo de Olivia
—. Te debo una, Anderson.
—Me conformo con que no vuelvas a
montar jaleo si los Phoenix Suns
ganan a los Lakers —comentó, jocoso.
—Oh —mencioné, a punto de irme—,
otra cosa…
—Dime.
—¿Podrías dejarme tu moto?
—¿Qué?
—Lo sé, sé que es abusar pero… —No
sabía cómo explicárselo—. Tuve
problemas con las ruedas y todavía no
lo he solucionado.
—Joder, tío…
—Lo sé, lo sé. Te juro que si ganan los
Lakers te dejaré raparme la cabeza.
—Ni que tuvieses el suficientemente
pelo como para que eso te importase
—masculló, sacándose las llaves del
bolsillo trasero del pantalón—.
Cuidado, Brantley. Y hablo en serio…
Ni un rasguño a mi Harley.
—¡Prometido!
Vamos, no me jodas…
¿Allanamiento de morada?
Eso no tenía ningún sentido, ¿quién
querría nada de un apartamento como
el de Johanna o de ella misma?
Si se trataba de algún problema con el
negocio de Alek, él debía saberlo. Por
lo que, visto desde mi punto de vista,
no debería tardar en llegar.
—¿Pace?
—Eh —saludé.
—He creído oírte reír…
—Venga ya —me burlé, pasando mi
pulgar sobre el dorso de su mano.
—Habrán sido imaginaciones mías.
—Sí… —Tomé aire profundamente,
mordiéndome la carne interna de mi
labio inferior—. Johanna, ¿qué ha
pasado?
—Tengo sueño.
—Pace.
—¿Qué…?
—Me has preguntado si estaba
dispuesto a ir a prisión —continuó
susurrando, mirándome con
preocupación—. Y yo te he dado mi
respuesta.
—Mi pregunta ha sido mucho más
relevante y trascendental, Colt.
—¿Qué le pedirías a Dios? —Formuló
de nuevo.
El lado izquierdo de mi cabeza cayó
contra el cristal de la ventanilla y mis
ojos se elevaron un poco para
contemplar el cielo. Seguía
perturbado por unas evidentes nubes
oscuras, grisáceas, que amenazaban
con descargar su ira sobre la ciudad
en forma de gruesas gotas de lluvia.
—Mañana.
¿¡Mañana!?
—Alanna —murmuré, con una mueca
contrariada—. Mi estado físico no…
—El abogado os acompañará.
—Las cosas no se hacen así —le
advertí, en un susurro.
—Bruce y yo queremos irnos a Noruega,
con Olivia.
—¿Cómo?
—Alejarnos de aquí —siguió, con
seriedad—. Todo lo que te he dicho,
todo lo que te he admitido… Es
totalmente cierto. Cuando dije que Bruce
se haría cargo de…
—No puedes hacer eso —le corté,
frunciendo el entrecejo.
—Bruce tiene familia en Noruega.
Estaremos una temporada para ver cómo
nos va y…
—No puedes —repetí, tajante.
—Tú no quieres salvarte, pero yo sí
quiero salvar a mi familia, Johanna.
Al contemplarme en aquella
momentánea, me sentí extraña. No
recordaba la última vez que me había
echado a reír de ese modo, ni el último
momento en el que hubiese pensado que,
la verdad, estaba siendo totalmente feliz.
Seguramente porque no lo había sido en
los últimos días, ni había notado un
ápice de felicidad momentánea ante
ningún suceso. Mi relación con Alek
había decaído, mi relación con Brantley
empeoraba por momentos y la fábrica
había dejado de ser un lugar al que
llamar hogar.
Había habido una fractura entre todos y
no podía evitar preguntarme si, en parte,
no era yo la culpable de ello.
A la semana
siguiente, entré por la puerta del hospital
para mi cita de las once de la mañana.
Un médico, mucho más joven que el que
había cosido mi herida, se dedicó a
deshacer los puntos provocándome un
molesto cosquilleo al retirar el hilo
negro con cuidado. Limpió la herida
mientras me escuchaba bufar, tumbada
sobre la camilla y permaneció en
silencio durante unos minutos.
Al salir de la pequeña sala, me
encaminé hacia la pequeña recepción
desértica. Miré a ambos lados del
pasillo y me incliné sobre los papeles,
intentando poder averiguar en qué
habitación se encontraba Alek.
Seguramente sería la única con
vigilancia policial, pero no iba a
ponerme a buscar por todo el Hospital a
dos agentes frente a una puerta de
habitación. Viendo que desde ahí no
podía acceder a nada, decidí adentrarme
por detrás del mostrador y teclear el
nombre y apellido del que había sido mi
pareja durante seis largos años.
Habitación doscientos tres.
—¿Sí?
—Alanna, soy Brantley —repuse, al
escuchar su voz—. Sólo tengo diez
minutos, así que, por favor, intenta no
colgarme o ponerte como una
energúmena sin permitirme hablar
contigo —anuncié, con prisa.
—Brantley…
—Es de los pocos números a los que
tengo permitido llamar —musité,
echándole una rápida mirada al
agente. Puse los ojos en blanco, no me
daban intimidad ni para una mísera
llamada telefónica—. Estuvo mal que
le pidieses a Johanna de venir con la
niña, ¿en qué estabas pensando?
—Ahora mismo no puedo hablar,
Brantley. Estoy en una comida fam…
—Me importa una mierda —espeté,
cortándola—. ¿En qué estabas
pensando cuando tomaste la decisión
de querer llevártela a Noruega?
—¿Quieres que te conteste de verdad a
esa pregunta?
—Me gustaría, sí.
—En nosotras —respondió, tajante—.
Estaba pensando en nosotras,
Brantley. En nuestra hija y en mí, algo
que tú no has hecho nunca —
pronunció, airada—. ¿De verdad soy
tan mala madre por querer darle a mi
hija algo mejor que tú?
—Mira, que hay tíos mejores que yo
no te lo voy a discutir, pero estamos
hablando de nuestra hija —le recordé,
dolido—. Nuestra —repetí, con
énfasis—. También forma parte de mi
vida, como comprenderás.
—Quien ha fallado en su labor de
padre eres tú, Brantley.
—Oh, vamos, Alanna. No quiero que
me des ningún premio al mejor padre,
no lo espero y sé que no lo merezco,
pero el título no me lo puedes quitar
sin más.
—Ella sabe que eres su padre, con eso
deberías tener suficiente.
—¿Te estás escuchando? —articulé
—. ¿Y si fuese al revés? ¿Y si la
situación fuese al contrario, eh?
—No lo es.
—¡Un hipotético caso! —Vociferé,
notando los ojos del agente sobre mi
nuca—. ¿Serías capaz de no inmutarte
al yo querer apartar a nuestra hija de
ti?
—Por suerte para mí, soy la madre y
siempre voy a tener más poder que tú.
Me quedé observando
el imponente edificio del departamento
de policía de la ciudad, con el cigarrillo
entre mis dedos y un vaso de café en mi
otra mano.
Había tomado una decisión y existía el
riesgo de que fuese errónea. Sin
embargo, para mí, se trataba de mi
opinión. Y, ante eso, no creía que
hubiese error o equivocación posible.
Una opinión no era errónea, jamás.
Podías estar o no estar en lo cierto,
podías haber fundado esa opinión en una
gran mentira o una gran verdad, pero
exponer tu opinión no era nunca un
error.
Mas estaba totalmente decidida a
enmendar el error que otros habían
cometido y que, desgraciadamente, me
afectaba a mí. No iba a sufrir las
circunstancias de algo que no había
cometido yo misma, que no había
buscado y no había escogido. Porque
enamorarme de Brantley no había sido
un error, porque pretender evitarle la
prisión podía ser inmoral por mi parte
conociendo los motivos por los cuales
entraba en ella pero no era un error.
Para mí, en ese momento, el único error
era quedarme de brazos cruzados.
—Perdóname —susurró.