Anda di halaman 1dari 912

La cruz de la moneda

Rae Maval

Copyright © 2014 – Rae Maval. Obra


registrada.
Safe Creative: 1409202021599
Los personajes y acontecimientos de
este libro son ficticios y cualquier
parecido con personajes reales, vivos o
fallecidos, es pura coincidencia. Este
libro no podrá ser reproducido, ni total
ni parcialmente, sin el previo permiso
del autor.
Todos los derechos reservados.
Ante todo, agradecer a mis padres el
haberme enseñado todos los valores
con los que me han educado y los
cuales han hecho que sea quien soy hoy
en día.
Ellos son la luz que ilumina mi vida,
incluso cuando la oscura negatividad
se apodera de mí.
A mis hermanos, por ser los mejores
hermanos y mentores.
A mi pareja, quien siempre me sostiene
para que no decaiga.
Os quiero de aquí al inescrutable
universo.

A mi mejor amiga, mi particular mitad.


Por todas esas sesiones de Skype desde
tiempos inmemorables.
La que tomó todos mis defectos y los
convirtió en virtudes.
Sabes que el horizonte es inalcanzable
y que te quiero hasta mucho más allá.
A mi íbiri, por su apoyo incondicional y
fanatismo hacia todo lo que he llegado
a escribir en los últimos y largos
meses.
De no ser por tus análisis, sabes que no
hubiese seguido en muchas ocasiones.
MM.

Sin vosotras, esto no llegaría a ser


posible.
Gracias por insistir, por quererme, por
hacer esto posible.
Por vuestro apoyo.
Sois únicas y os quiero.
Ah y… “Alhambra”.
Quien ha perdido la esperanza ha
perdido también el miedo: tal significa
la palabra “desesperado”
—Arthur Schopenhauer.
ÍNDICE
Capítulo uno
Capítulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Capítulo seis
Capítulo siete
Capítulo ocho
Capítulo nueve
Capítulo diez
Capítulo once
Capítulo doce
Capítulo trece
Capítulo catorce
Capítulo quince
Capítulo dieciséis
Capítulo diecisiete
Capítulo dieciocho
Capítulo diecinueve
Capítulo uno
—¡Corre! —La voz de Alek inundó toda
la fábrica abandonada en la que
llevábamos meses sin tener ni un solo
problema—. ¡Johanna! —Al pronunciar
mi nombre, me asomé a una de las
alargadas ventanas de la sala de
descanso que le pertenecía—. ¡Corre,
sal por atrás! —Bramó alarmado, desde
abajo, haciendo agresivos movimientos
con los brazos—. ¡Venga, joder, mueve
tu puto culo y sal corriendo!

A buenas horas me decidí a permanecer


con Alek en esa húmeda, lúgubre y
asquerosa fábrica en la que llevaba a
cabo sus negocios. ¡Con lo bonito que
era mi apartamento! ¡Con lo tranquila
que estaba yo allí…! Pues no.
Ahora me veía corriendo escaleras
abajo intentando localizar la puerta
trasera que él había mencionado,
desapareciendo tiempo después.
Escuché las sirenas de los coches de
policía resonar por todo mi alrededor y
me puse todavía más nerviosa,
intentando no tropezar por los
desastrosos escalones de hierro de la
escalera de caracol por la que bajaba.
Todavía tenía los cascos sobre mis
orejas y continuaba escuchando la
canción Chicken Fried de la mano de
Zac Brown Band, aunque con la única
diferencia de que ahora también
conseguía escuchar los latidos de mi
corazón.
Crucé los diferentes pasillos hasta
conseguir llegar a la parte trasera de la
fábrica. Empujé con fuerza la puerta de
salida de incendios, encontrándome de
cara con uno de los agentes de policía,
apuntándome con un arma.
Mis pies frenaron en seco y, de forma
automática, me quité los cascos y alcé
las manos en señal de rendición.

—Quédese quieta, señorita —


pronunció, sin dejar de apuntarme. Con
su otra mano rodeó un pequeño
transmisor-receptor portátil que yacía
colocado sobre una de las correas de su
chaleco antibalas—. Mujer, joven,
morena, ojos azules, caucásica —
enunció, pegándome un repaso facial.

Llévatela a comisaría, se escuchó al


otro lado de aquél aparato.

—Señorita, acompáñeme —dijo,


bajando el arma y guardándola sobre un
lateral de su cinturón.

Al verle bajar la pistola, decidí


armarme de valor y correr como Alek
me había ordenado. Así que mis pies
obedecieron pese a los nervios y
echaron a correr sin descanso,
intentando evitar ser vista por los otros
agentes que empezaban a invadir el
lugar, rodeando la fábrica.
Corriendo por el estrecho camino entre
el río y el campo de hierba alta, vi cómo
una mano salía de entre las largas raíces
y tomaba mi brazo tirándome hacia él.
No estaba dispuesta a gritar porque no
quería llamar la atención de ningún
agente de policía.
Alek me miraba con sus ojos miel,
tapando con una mano mi boca y la
nariz.

—Soy yo, princesa —susurró.

Con la respiración agitada, intentó


calmarme a base de susurros. Viéndome
más relajada, aunque no podía estarlo
del todo en aquella situación, destapó mi
boca y acarició mi mejilla con cariño.

—¿Qué es lo que ha pasado? —


Pregunté, casi en un gruñido.
—Creo que llevan tiempo
observándonos y…
—¿Quién anda ahí? —Oímos la voz de
un agente, aproximándose y ambos nos
miramos a los ojos.

Sin embargo, aunque no me creyese


ninguna heroína, no podía permitir que
cazaran a Alek de ese modo. Yo no
contaba con un historial como el suyo y
si lo apresaban… ¿Qué era lo que a mí
me deparaba?
Le robé un patoso beso y me separé de
él para alzarme de entre las altas hierbas
que me rodeaban, las cuales me tapaban
hasta poco más de los labios. Tuve que
alzar también las manos, para que no me
dispararan.
No había nada que temiese más que un
disparo, la verdad.

—Señorita, salga despacio y mantenga


las manos en alto —pronunció un agente
diferente, mientras otro se aproximaba
unos centímetros para tenderme su mano.
Se la cogí, escuchando cómo Alek
gateaba entre la hierba en silencio,
intentando alejarse unos pocos metros
—. Dese la vuelta —añadió, teniéndome
frente a él.
Sentí cómo inmovilizaba mis manos
contra la parte baja de mi espalda con la
ayuda de unas metálicas esposas de lo
más incómodas. Aquella desagradable
sensación incrementó cuando logré
sentarme en la parte trasera de aquél
coche patrulla.
No importaba cómo me pusiese, de qué
modo me sentase, mis hombros
empezaban a resentirse por la posición
en la que mis muñecas se mantenían
sobre la parte baja de mi espalda. Era
tal la molestia que ni siquiera estaba
prestando atención a la conversación
que los dos agentes, en la parte
delantera del interior del coche,
mantenían entre ellos. Pese al fracaso de
su operación, la cual era evidente pues
Alek había desaparecido ante sus
narices, ellos parecían relajados,
charlando de cosas triviales y banales.
Al menos podía quedarme tranquila,
Alek no había sido cogido por la policía
ni por los agentes especiales que se
habían ocupado de la situación. Y, sin el
pez gordo de todo el negocio, poco
podían hacer.
De hecho, de mí no iban a sonsacar
absolutamente nada.

—Señorita Oliphant —el agente


permanecía frente a mí, sentado en una
silla que tenía pinta de ser bastantemente
más cómoda que la mía. En esta ocasión,
mis manos quedaron expuestas sobre la
superficie de la mesa y la corta cadena
de las esposas yacía sujeta a una manilla
—. Son sólo por precaución —me
recordó, echándole un rápido vistazo a
las esposas—. Si no tiene nada que
decir respecto a Alek, me temo…
—No tiene nada contra mí, inspector —
murmuré, confiada—. Así que puede
hacer todas las preguntas que desee, no
obtendrá ninguna respuesta que pueda
ayudarle en la investigación contra Alek.
—Se le puede relacionar con todos los
delitos de Alek, señorita.
—¿Por qué? No he cometido ninguno.
—¿Ni siquiera el de omisión? —
Inquirió, enarcando una ceja que
denotaba ironía.
—No sé a qué se dedica Alek,
inspector. Si él ha cometido alguna
infracción, no es conmigo con quien
debería hablar.
—¿Quiere hacerme creer que siendo
usted su pareja desde…? —Calló unos
segundos, leyendo unos documentos que
había sacado del interior de un dossier
de color crema—. Cinco años —
pronunció, alzando sus ojos oscuros
hacia mí—. ¿Quiere hacerme creer que
siendo usted su pareja desde hace cinco
años, no sabe absolutamente nada de a
lo que se dedica su novio?
—Seis —le corregí.
—Peor me lo pone. ¿Es usted ciega,
señorita Oliphant?
—No, señor. Aunque en ocasiones me
hubiese gustado serlo —respondí con
desdén.

Qué hombre más desagradable…

—Entonces, ¿debo entender que


simplemente es estúpida? —Espetó, con
menosprecio.
—No lo sé, ¿hay alguna prueba
psicológica que pueda demostrarlo? Y,
lo más importante, ¿me serviría en un
juicio?
—Deje de hacerse la graciosa, señorita
Oliphant. No creo que se encuentre en
una posición muy favorable.
—Inspector, no tiene nada contra mí.
¿Acaso no puedo alegar estar en el sitio
incorrecto en el momento incorrecto? —
Tiré un poco de las esposas, queriendo
librarme de ellas. El inspector con cara
de bobo las había apretado demasiado
—. Es más, no voy a seguir hablando. Si
quiere hablar conmigo, llame a mi
abogado y que venga —alcé la mirada
hasta el reloj de pared cuadrado—.
Creo que va siendo hora de que me deje
marchar.
—No entiende en qué situación se
encuentra, señorita Oliphant.
—Lo único que entiendo es que usted
me ha detenido, en contra de mi
voluntad, por estar en el sitio menos
oportuno a la hora menos oportuna,
Inspector. Quien parece no entender ese
pequeño dato, es usted.

El capitán del departamento de policía


abrió la puerta de la sala de
interrogatorios y, tras dedicarme una
mirada, dirigió sus ojos azules hasta el
inspector.

—Inspector Holden, haga el favor de


soltar a la señorita Oliphant —masculló,
dirigiendo nuevamente su mirada hacia
mí.
—Eso, Inspector Holden… Suelte a la
señorita Oliphant —dije, con cierto
recochineo por mi parte. De algo me
había servido estar al tanto de algunas
cuestiones legales—. Si no le importa,
claro.
El capitán se marchó, dejando la puerta
abierta y el inspector me miró con
desprecio. Acto seguido se levantó de la
silla y liberó mis manos de aquellas
molestas esposas.

—Me temo que nos volveremos a ver,


señorita Oliphant.
—Si es así, espero que sea en otra
situación —le respondí, acariciando mis
muñecas—. No lo sé, quién sabe, ¿igual
en una cafetería?

Cuando me incorporé, noté sus dedos


apretar mi muñeca, impidiéndome seguir
el curso del movimiento que mi cuerpo
estaba llevando a cabo.

—A Alek no le importas una mierda —


espetó, olvidándose de los formalismos
que le llevaban definiendo desde el
extraño interrogatorio—. Es valiente por
tu parte venderte por él, pero
definitivamente él no haría lo mismo por
ti. Llevas aquí el tiempo suficiente para
que desconfíe de ti y de tu lealtad hacia
él.
—Él confía en mí —le respondí, tajante.
—Esperemos que tengas razón. Sería
una pena que una cara tan bonita como la
tuya sufriese algún tipo de altercado por
su malhumor.
—Él jamás me pondría la mano encima.
—No puedes fiarte de un tío como él —
añadió, soltando mi muñeca
bruscamente.
—Tampoco me fiaría de un inspector
corrupto que, si no consigue las cosas
por las buenas lo intentará por las
malas. Su coacción no servirá conmigo,
inspector.
—Nos volveremos a ver.
—Espero que la próxima vez sea con
unas esposas con plumas rosas —sonreí,
de forma ladeada, caminando para salir
de aquella pequeña sala.

Descubrí el impactante sol iluminar mi


cara nada más salir por la puerta del
departamento de policía e intenté, con
mis ojos entrecerrados por la
iluminación, observar a mi alrededor.
Tenía qué descubrir cómo volver a mi
apartamento, a la espera de recibir
noticias de Alek. Sin embargo, descubrí
a Pace, uno de los socios de Alek,
subido a una cómoda Kawasaki Vulcan
2000 de color burdeos. Hubiese
preferido quedarme en aquella sala de
interrogatorios con el desagradable
inspector y sus estúpidos intentos de
sonsacarme algún tipo de información
sobre Alek.

—Johanna —pronunció, con una amplia


e hipócrita sonrisa.
—Vaya, Pace. ¿Has venido hasta aquí en
moto y no se ha estropeado tu horroroso
cabello engominado?
Me crucé de brazos tras dar los tres
pasos que nos separaban. Mis ojos
impactaron con los suyos de tonalidad
gris y se desviaron, a los segundos,
hacia la moto.

—Me cuido bastante el cabello —


respondió a su turno, con el casco bajo
uno de sus brazos.

Su rostro era ancho y denotaba una clara


insolencia. Toda su expresión facial era
una desfachatez.
Vestido con un traje a medida de color
gris y una corbata del mismo tono que su
propia moto, permanecía siempre con su
cabello rubio peinado hacia atrás con la
ayuda de un gel fijador que, por cierto,
dejaba escapar un aroma nada agradable
para mí. Los laterales de su cabeza
parecían estar rapados, pero lo cierto es
que sencillamente el cabello era más
corto por esa zona.
Movió el tronco superior de su cuerpo,
inclinándose hacia mí y posando sus
labios contra mi mejilla. Tras el beso,
dirigió éstos hacia mi oreja, raspando
mi suave piel con su barba de pocos
días.

—Es un placer volver a verte —susurró,


sin apartar la piel de su mejilla de la
mía—. Espero que para la próxima vez
no te pillen —añadió, exhalando aire
contra mi oreja.
—Me voy a casa. ¿Dónde está Alek? —
Pregunté, girando el rostro para
separarme del suyo.
—No es un lugar en el que debamos
tratar el paradero de Alek.

Pace era el mayor socio de Alek y,


quizá, por el tiempo que llevaban juntos,
su único mejor amigo. No había nadie en
quien Alek confiase más que en Pace. Se
podría decir que llevaban toda una vida
codo con codo y que Pace era capaz de
todo por él.
Nunca me había gustado su modo de
hablarme, su modo de mirarme ni su
modo de tratarme como la única persona
capaz de vender a Alek.

—Sube —espetó, pasándome el casco


de la moto.
—No pienso subirme.
—Ah, es verdad… Tu miedo a las
motos. Por un accidente cuando tenías
dieciséis años, ¿verdad? —Inquirió,
ladeando un poco su rostro sin dejar de
contemplarme—. Sube.
—No pienso subirme a tu moto, Pace.
—No te estoy dando opciones, Jo’ —
respondió, enarcando una de sus cejas.
—Quiero ver a Alek —gruñí.

Alek era mi única salvación a casi todo


en el mundo. Si a Alek le decía que uno
de sus socios me parecía un cretino,
tomaba medidas. Sin embargo, todo lo
referente a Pace entraba por uno de sus
oídos y salía por otro…

—Tú sabes, Johanna, que todo lo que


Alek decida pasa por mis manos,
¿verdad?
—¿Qué se supone que quiere decir eso?
—Que si le has vendido en todo este
tiempo que has estado en el
departamento, él no se impondrá a que
me ocupe de ti personalmente —replicó,
con seriedad.
—Jamás le vendería.
—Eso no son más que palabras.
—¿Estás desconfiando de mí?
—Desconfío de ti desde el día en que te
conocí —farfulló, con una orgullosa
sonrisa. Tendió el casco hacia mí—.
Póntelo y sube.
—Prefiero ir en bus.

Me di la vuelta pero su mano tomó mi


codo, parándome al instante. Tiró de mi
cuerpo hasta él, permitiendo de ese
modo que mi trasero entrara en contacto
con su muslo y, en aquella postura,
rodeó mi cintura con el brazo con el cual
sostenía el casco.

—Tengo que pasar por mi apartamento,


por la farmacia, por…
—Al lugar al que vamos, tienes todo
cuanto necesitas —anunció, en un
susurro.
—Aunque no lo creas, hay cosas que no
puedes conseguir por mí, Pace.
—Te sorprendería la de cosas que
puedo proporcionarte, Jo’ —saludó a un
agente de policía que nos observaba y
gruñó, por lo bajo—. Saluda.

Alcé mi mano con suavidad y saludé,


esbozando una forzada sonrisa.

—Ahora ponte el maldito casco y súbete


de una vez. Alek nos espera.

Deshice la coleta de mi cabello,


rodeando mi muñeca derecha con la
goma y me coloqué el casco con
nerviosismo. Alcé el rostro para que
Pace pudiese encargarse de la correa,
ajustándola contra la parte baja de mi
mandíbula. Me dio la mano para
ayudarme a sostenerme en una de mis
piernas, mientras la izquierda
sobrevolaba la moto para pasarla por
encima.
No mentiré si digo que había imaginado
cómo mi pie le daba en toda la cara…
Apoyé mis pies en los pequeños estribos
a ambos lados de la motocicleta y me
moví un poco para colocar mi trasero
correctamente sobre el asiento de cuero.
Intenté permanecer a una considerable
distancia de la amplia espalda de Pace,
pero descubrí que no había manillas a
las cuales sujetarme en la parte de atrás
del asiento.
El miedo que le tenía a las motos se
debía a lo insegura que solía sentirme
sobre una de ellas, habiendo tenido un
accidente a los dieciséis años con quien
hubiese sido mi mejor amigo. Si a eso le
añadíamos que conducía un hombre que,
desde que le conocía, me había hecho la
vida imposible… Sí, probablemente no
le iba a importar acabar con mi vida de
esa manera.
El motor rugió de manera considerable
y, ante el sonido, mis manos se posaron
a ambos lados de la cintura de Pace,
aferrándose a la chaqueta del traje con
una fuerza de mil demonios. Iba a estar
todo el trayecto rezando…
Pace frenó en un semáforo rojo y mi
pecho impactó de pleno con su espalda,
haciendo que la parte delantera de mi
casco chocará con la parte trasera del de
él. Apoyó su mano derecha sobre mi
muslo, el cual apretaba la zona exterior
de los de él. Denoté un ápice de cariño
en su gesto, apretando suavemente la
piel por encima de mi rodilla. Pero
debían sólo ser imaginaciones mías…
Giró el rostro hacia atrás y, con la
visera alzada, intentó mirarme.

—Relájate o acabarás provocándonos


un accidente —masculló, escondiendo
su sonrisa.
—Quiero bajarme.
—No seas estúpida. Llevo años
conduciendo motocicletas.
—Quiero bajarme —repetí, moviendo
mis piernas con la intención de obedecer
a mis deseos. Su mano, en cambio,
estaba lista para impedírmelo—. Por
favor —pedí.
—Estate quieta de una vez. Si te pasa
algo, Alek me matará.
—Mira, nuestros problemas se
solucionarán…
—Qué graciosa —resopló, poniendo los
ojos en blanco.

Con un movimiento de muñeca hizo rugir


el motor de la motocicleta y mis manos,
ipso facto, volvieron a aferrarse a su
cuerpo. Seguía sin sentirme segura.
Su mano izquierda agarró mis manos,
haciéndome rodearle la cintura y, por
ende, mi pecho quedó pegado a su
espalda.

—Agárrate —pronunció, bajo todo el


sonido de la ciudad.
—Vas a matarme.
—No te diré que no tengo ganas de
hacerlo, pero necesito una razón de peso
para ello.
—¿Ahora eres legal? —Resoplé,
poniendo los ojos en blanco y optando
por cerrarlos.
—Lo soy. Si no lo fuese, Alek no
confiaría en mí.
—Eres su sicario.
—Soy el que pone orden —me corrigió,
acelerando de repente.

Cuando el motor de la motocicleta de


Pace dejó de rugir, terminando por
pararse por completo, sentí que mis
pulmones recibían, por primera vez en
todo el día, una cierta cantidad
importante de oxígeno. Empujó con sus
pies haciendo marcha atrás para aparcar
la motocicleta y abrí los ojos para
descubrir otra fábrica más pequeña, a
las afueras de la ciudad. No había
absolutamente nada alrededor. Al menos
nada que no fuese hierbas, matorrales,
un antiguo desguace abandonado y poco
más.
Alek esperaba frente a la puerta de
hierro corrediza, vestido con unos
tejanos y una camiseta de color blanco.
Logré bajar con un temblor más que
notable sobre mis rodillas y me
encaminé, sin quitarme el casco hacia él,
corriendo para intentar que nadie fuese
testigo de cómo todo mi cuerpo estaba
todavía entregado al miedo. No
entendía, siquiera, cómo Alek había
permitido que Pace viniese a por mí
sabiendo el temor que le tenía a las
motos.

—Eh, princesa —murmuró,


deshaciéndose él mismo del casco que
todavía cubría mi cabeza. Lo mantuvo en
una mano mientras me rodeaba con sus
brazos, estrechándome contra él—. Ya
está, preciosa, ya vuelves a estar en mis
brazos.
—Como vuelvas a mandarme a ese
energúmeno a buscarme, te juro que…

Alek me deleitó con su suave carcajada,


estrechándome con más fuerza. Besó mi
cabeza con cariño y frotó mi espalda
con su mano libre.

—Yo no podía aparecer por ahí,


princesa —explicó, mirándome con sus
intensos ojos color café.
—Podrías haber mandado a Colt.
—Está ocupado intentando ponerse en
contacto con los del condado de
Roosevelt.
—¿Qué ha pasado? —Le pregunté,
viendo cómo Pace nos echaba una
mirada antes de adentrarse en la fábrica
—. Le odio, me da un asco…
—Creo que ambos compartís el
sentimiento —replicó, rodeando mi
cintura con un brazo y encaminándose
hacia el interior de la fábrica,
llevándome con él—. Bueno, con la
visita inesperada de la policía hemos
tenido que retrasar las reuniones. Por
suerte, hemos tenido tiempo para avisar
a los de la entrega de esta tarde. Hemos
tenido suerte dentro de lo que cabe…
No me hubiese gustado ver cómo
descubren tres camiones llenos de armas
—se quedó quieto, tras dejar el casco
sobre una pequeña mesa de plástico
blanca—. ¿Cómo ha ido en el
departamento de policía?
—No tenían nada contra mí, así que me
han soltado.
—Pero has estado mucho tiempo…
—El inspector ha querido marear un
poco la perdiz —le respondí.

Se paró ante mí, con sus manos


apoyadas a ambos lados de mi cintura.
Le pude ver intentando leer en el interior
de mis ojos y me pregunté si es que
sufría algún trastorno mental. ¿De
verdad se creía poder leer mi mente?

—¿Desconfías de mí? —Le pregunté,


con un tono más que evidente de ofensa.
—No, princesa, pero…
—Pace ya te ha estado comiendo la
cabeza. Tú sabes lo poco que me
soporta y…
—Escucha, Johanna —dijo,
interrumpiéndome—. No se trata de que
desconfíe de ti, se trata de que debemos
tener cuidado con todo.
—He dejado de lado mi vida por ti, ¿y
me estás soltando esto?
—Si Pace averigua que me has sido
desleal…
—¿Qué? —Inquirí, antes de que
terminara su frase.
—Yo no podré hacer nada. Correrá todo
de su cuenta.
—Sí, créeme que lo sé. Está como un
niño ansioso por ir a Disneyland.
—No le hagas caso —murmuró,
acariciando mi mejilla con su pulgar.
—¿Te he dado motivos para que
desconfíes de mí?
—No, princesa, pero…
—Él es más capaz de serte desleal que
yo —espeté, totalmente ofendida—. ¿No
crees que un día todo pueda volverse en
tu contra y por su culpa?
—Pace y yo llevamos años juntos.
—Llevo contigo seis años, Alek —le
recordé.
—No me hagas escoger.
—No, está claro que si hago eso le
escogerás a él.

Me adentré en el interior de la fábrica,


malhumorada y de pronto, ante su
estupefacta mirada, me quedé quieta. No
sabía ni a dónde demonios dirigirme…
No era la fábrica de siempre.

—¿Por dónde? —Inquirí, en un gruñido.

Él sólo se echó a reír y atrapó mi cuerpo


con sus brazos, depositando un sonoro
beso en un lateral de mi cuello.

—Me encanta cuando te enfadas…


—A mí no —repliqué.
—Ven… Vuelvo a tener una maravillosa
sala que podrás decorar a tu gusto.

La única cosa que me interesaba


decorar, en ese preciso instante, era el
rostro de Pace. Podía verlo subido a una
de las tarimas de acero, observando que
todo empezase a coger forma en el
nuevo lugar en el que tocaba asentar el
negocio.
Sus ojos grises cruzaron los míos y me
dedicó una provocativa y ladeada
sonrisa.
Le sostuve la mirada, sintiéndome
segura entre los brazos de Alek y caminé
hasta la pequeña sala que, esta vez, no
se encontraba en el piso superior de la
fábrica. Las ventanas no estaban
siquiera tintadas y eso significaba no
tener ni un poco de privacidad. Cuando
entré, perdí el contacto con los ojos de
Pace y sentí que mi cuerpo se relajaba
por un momento.

—Tendrás que ir a Ikea con Colt para


ver qué muebles quieres tener.
—Ikea —suspiré, profundamente—.
Nunca me decido y lo sabes.
—Sé que podrás con ello. Colt te
ayudará.
—¿Tienes di…? —Vaya pregunta más
estúpida. ¿De verdad iba a preguntarle
si tenía dinero suficiente para que fuese
a redecorar nuestra particular sala
habitable? —. Intentaré escoger algo
semejante a lo anterior.
—Lo que tú quieras —besó mis labios
fugazmente—. He de reunirme con los
del condado Roosevelt. ¿Estarás bien?
—¿Dejas a alguien conmigo?
— Colt se quedará por aquí y muchos
otros también.
—¿Gray también? —Pregunté.
—Te sientes segura con él, ¿verdad?
—Por suerte no todos tus socios y
cómplices son como Pace.
—Gray también se queda —me aseguró,
con una tierna sonrisa—. No tienes nada
de lo que preocuparte.

Ja…
Capítulo dos
Tras dar un par de vueltas alrededor de
la nueva sala, me sorprendí de ver unas
enormes cajas con la mayoría de
papeleo que Alek solía conservar en
archivadores. Me pregunté cuándo
exactamente tuvo tiempo de coger toda
la información e incluso se me pasó por
la cabeza que ya supiese que la policía
iba a pasar por la fábrica e iba a armar
todo ese jaleo. Si era así, algo estaba
tramando.
Saqué los diferentes clasificadores y vi,
bajo estos, un montón de dossiers de
color gris apilados. Los fui sacando uno
a uno, contemplando los nombres en
cada uno de ellos.

Johanna B. Oliphant

¿Tenía un dossier sobre mí?


Eso no podía ser.

Cuando lo abrí en mis manos, un montón


de folios cayeron al suelo por el ligero
temblor de mis extremidades.
Desparramados por el sucio parqué, me
agaché para ir recuperándolos uno a
uno.
Había información que pocas personas
podían saber. Sobre todo porque
algunos informes eran de mis
hospitalizaciones durante la infancia y
adolescencia. No me sorprendió ver los
datos básicos como mi nombre, mi
segundo nombre, mi apellido, mi
escolarización, mis entradas y salidas
del hospital, mis… ¿Mis miedos? ¿Mis
hobbies? ¿Mis películas preferidas?
Pero, ¿esto qué narices es?

—No te alteres —escuché detrás de mí


—. Alek tiene un dossier de todos
nosotros.

Me giré bruscamente, contemplando a


Pace apoyado en el marco de la puerta
ya cambiado. Ahora llevaba una sencilla
camiseta blanca y unos cómodos
pantalones de chándal azul oscuro.
Respecto a sus pies… Bueno…
No sabía cómo podía ir descalzo por un
lugar tan destrozado como ese.

—Debí imaginarlo —respondí,


volviendo a apilar los folios en el
interior del dossier.

Pronto sentí su presencia tras mi


espalda, mirando por encima de mi
hombro izquierdo.

—El club de ajedrez, eh —pronunció,


con sorna.
—Algunos hemos ido al instituto, sí —
repliqué, con una sarcástica sonrisa.
—Y mira a lo que te ha llevado.

Él tenía ese don de devolvérmela


doblada, como aquél que dice…

—No hace falta que lo escondas —dijo,


al verme cerrar el dossier—. Lo
conozco de memoria.
—Veo que tienes mucho tiempo libre.
—Lo que más me ha gustado ha sido lo
de tu apendicitis. ¿Puedo ver la cicatriz?
—Esto, déjame pensar… No.
—Venga —me animó, sentándose en la
butaca de Alek junto a lo que sería el
nuevo escritorio—. Tengo curiosidad
por saber cómo es… Dime, ¿es de las
antiguas que parecen haber sido hechas
por un carnicero en su primer día de
trabajo o es de esas tan pequeñas que
casi ni se aprecian? —Inquirió, con una
ladeada sonrisa.
—Estás realmente enfermo, Pace.
—No te diré que no tengo cierto fetiche
con las cicatrices, aunque me gustan más
las que llevan mi nombre o, lo que viene
a ser lo mismo, mi firma.

Disfrutaba metiéndome miedo en el


cuerpo pero, definitivamente, yo iba a
disfrutar más no permitiéndoselo.

—¿A qué viene tu fobia a las agujas? —


Preguntó, tras el silencio—. La de las
motos me intuyo que es por el accidente.
—A ti te lo voy a decir…
—Tranquila, no soy de los que inyectan
nada para hacerlo todo más fácil.
—Vaya, ni siquiera en eso tienes un
ápice de humanidad —espeté,
recopilando todos los dossiers y
echándoles un vistazo a todos—. ¿Y el
tuyo?
—Escondido, imagino.
—Tú puedes ver el mío, ¿por qué yo no
puedo ver el tuyo?
—Mi trabajo es vigilar a todos en los
que Alek confía —me aseguró, con
seriedad.
—Soy su novia, así que podrías dejarme
ver tu dossier. A fin de cuentas, podrías
ser tú el que le venda.
—Alek y yo nos conocemos desde que
éramos críos, Johanna. Sabe que daría
mi vida por él.
—Puede que los rumores sean ciertos…
Puede que tu relación con Alek no sólo
sea de fiel y leal amigo.
—¿Dudas de mi heterosexualidad? —
Masculló, levantando su comisura
izquierda y dedicándome una de esas
asquerosas y pícaras sonrisas suyas—.
Porque eso tiene fácil solución, Johanna.
—Pensé que pretendías matarme en el
momento que tuvieses oportunidad.
—Ese suele ser el plan —respondió,
subiendo los pies al escritorio—. Sólo
me falta reunir suficientes pruebas para
poder llevarlo a cabo.
—Te mueres de ganas, ¿verdad?
—No tienes ni idea.

Se llevó las manos a la nuca,


acomodándose sobre la butaca y
continuó con su mirada fija en mí.
Pretendía buscar cualquier indicio que
me hiciese sentir incómoda, porque eso
era lo que quería. Verme incómoda,
pues eso le daría una pista de que quizá,
sólo quizá, escondía algo. Y si no lo
hacía, ¿qué más daba?
Pace desconfiaba de mí desde siempre.

Me concentré en seguir colocando los


clasificadores sobre el escritorio,
dispuesta a dejarlo todo más o menos
organizado para la llegada de Alek.
A mis espaldas escuché cómo la butaca
crujía suavemente y, al darme la vuelta,
me encontré de cara con el firme pecho
de Pace, de pie frente a mí. Apoyé mis
manos contra su pectoral, intentando
salvaguardar una considerable distancia
entre nuestros cuerpos.

—Ten por seguro que encontraré el


modo de que Alek desconfíe de ti —
aseguró.
—Eres asqueroso.
—Lo tomaré como un cumplido.
—Si tantas ganas tienes, ¿por qué no lo
haces de una maldita vez?
—Porque, como te he dicho, necesito
una razón de peso. Al fin y al cabo, he
de ser justo en la medida de lo posible
—susurró.
—Le diré a Alek que me has amenazado.
—¿Sí? —Inquirió, enarcando una ceja,
casi divertido—. ¿Se lo dirás?
—Ten por seguro que sí.

Agarró mi bíceps fortuitamente,


sorprendiéndome por la velocidad de
sus movimientos. Estrechó con tanta
fuerza que llegué a creer que impediría
el propio flujo sanguíneo de mi brazo y
que, por lo menos, rompería alguno de
los capilares bajo mi piel.
Ambos escuchamos una mano golpear la
puerta abierta, suavemente.

—¿Interrumpo algo? —Pronunció Alek,


con un sombrero negro sobre la cabeza.
—No —respondió Pace, soltándome
con asco—. Sólo estábamos hablando.
—Discutiendo, por lo que veo —replicó
Alek, aproximándose con las manos en
el interior de los bolsillos—. ¿Queréis
decirme qué es lo que pasa?
—Lo que ocurre es que Pace, tu fiel y
leal cordero, acaba de amenazarme —
dije, dando un paso hacia atrás hasta
lograr posicionarme cerca de Alek—.
Porque es lo único que sabe hacer.

Pace me observó con desprecio, como si


intentase clavarme tropecientos alfileres
por todo el cuerpo, mientras Alek se
posicionaba entre nosotros. Mis ojos
perdieron de vista a Pace y se centraron
en observar la delgada pero fibrosa
espalda de Alek.

—Vuelve a tocarla, Pace y te aseguro


que será lo último que hagas en tu vida
—advirtió Alek, encontrándose de cara
con su amigo—. No me hagas repetírtelo
otra vez… Como no te mantengas
alejado de ella, pienso perseguirte hasta
acabar con esa cara de perturbado que
tienes —le señaló con un dedo, tras
pronunciar aquello—. ¿Lo has
entendido?
—Sí.
—Puedes irte.
—Gracias —murmuró, marchándose de
la sala sin ni siquiera mirarme.

Bien, eso había estado bien.


Johanna 1 — Pace 0.
Tras darme una ducha, decidí vestirme
con una de las camisetas de Alek para
dormir. Él ya se había acomodado en el
colchón hinchable que permanecía sobre
el suelo, cayendo dormido al cabo de
los pocos minutos. Lo cierto es que solía
estar cansado casi todas las noches,
teniendo que lidiar con un montón de
cosas durante el día.
Siendo incapaz de aguantar mis ganas de
descubrir alguna cosa que todavía
desconociese, me aproximé a los
archivadores que yacían junto a su
escritorio y busqué entre los dossier
hasta encontrar el de Pace. No parecía
estar demasiado escondido…

Brantley J. Pace
Brantley era un nombre demasiado
bonito para un tío como Pace. De hecho,
todo él era demasiado atractivo para ser
tan sumamente inhumano.
Acababa de cumplir treintaidós años, se
había dedicado toda la vida a
permanecer al lado de Alek y su único
trabajo, legal y remunerado, había sido
en el servicio de recepción de un hotel.
Y de eso ya hacía diez años.
Tenía un hermano mayor, que
permanecía en prisión por tráfico de
drogas y una media hermana, residiendo
en Nueva Jersey. Sus padres se habían
divorciado cuando él tan solo tenía doce
años y no pude evitar preguntarme si
aquello le había marcado lo suficiente
como para convertirle en un monstruo
sin sentimientos. Sin embargo, sus
padres no tenían la culpa de que a él le
faltase algún tornillo.
Sus miedos no constaban en el dossier
por lo que o no tenía o Alek se había
concienciado de no dejarlos expuestos a
la vista de cualquiera. Eso sólo hacía
que mi curiosidad creciese por
momentos.
Siempre había sido un alumno ejemplar
en el colegio, pese a los altercados de
peleas que constaban en su historial
educativo.
Los siguientes folios contaban con todas
las cosas que Pace había hecho por
Alek, incluyendo las personas de las que
se había deshecho de un modo u otro,
por lo que decidí no seguir leyendo.
Esos datos sólo aumentarían mi miedo
hacia él.

—Princesa —Alek murmuró sobre el


colchón, incorporándose—. ¿Qué
haces…?
—Estaba… Yo… —Callé y cogí aire
profundamente—. No pretendía leer tus
dossiers pero…
—No te escondo nada, princesa. Puedes
mirar cuánto quieras —respondió, sin
darle importancia al asunto—. Dime,
¿cuál estás mirando?
—El de Pace.
—Lo suponía.
—No me parece justo que él conozca
mis miedos y yo no conozca los suyos
—espeté, casi a la defensiva—. Es
totalmente injusto.
—Ni siquiera yo conozco sus miedos,
Jo’. Creo que, sencillamente, no tiene.
—¿Cómo no va a tener miedos? Todos
tenemos miedos.
—¿Cuál es el mío?
—El agua —respondí, hábil—. De
pequeño estuviste a punto de morir
ahogado en el mar y desde entonces…
—En todo el tiempo que conozco a Pace
nunca me ha mencionado ningún miedo.
—Es imposible que no lo sepas…
—¿A quién le importa a qué tema Pace?
—Farfulló, acomodándose de nuevo
contra el colchón—. Anda, ven, ven a la
cama…
—Iré a fumar un cigarrillo y me
acostaré.

Él aceptó con un suave resoplido


mientras yo ya desaparecía de la sala.
Encontré la puerta de salida, por
casualidad, y me llevé un cigarrillo a los
labios. Lo encendí, agradeciendo la
frescura que solía desprender la noche
incluso en los meses calurosos.
El teléfono móvil, en el bolsillo trasero
de mi cómodo y desgastado tejano,
empezó a vibrar. Lo retiré con suavidad
y descubrí en la pantalla un número que
no había visto nunca y que,
evidentemente, no tenía registrado.
—¿Sí?
—Soy el inspector Holden —escuché, al
otro lado.

Me atraganté con el humo del tabaco y


empecé a toser descontroladamente,
mirando a mi alrededor para asegurarme
que no había nadie cerca.

—¿Qué narices hace llamándome por


teléfono? —Espeté, queriendo alzar la
voz.
—Tenemos que hablar.
—No, no tenemos nada de lo que hablar.
No vuelva a llamarme.
—Escucha, Johanna —murmuró,
hablando en susurros—, es importante
que comprendas que, tarde o temprano,
tu vida correrá peligro si te mantienes
junto a Alek.
—No sabes de lo que estás hablando.
¿Cómo has conseguido mi número de
teléfono?
—¿Lo preguntas en serio? —Inquirió,
casi sorprendido—. Soy policía.
—¿Y eso te da derecho a marcarlo y
llamarme? Vas a conseguir que…
—¿Que qué? —Dijo, sin permitirme
terminar—. Incluso tú estás asustada.
—No vuelvas a llamarme.
—¡Espera! —Bramó, rápido—. Si lo
que te preocupa es la poca protección
que puedas tener al vender a Alek, no
debería ser así. Puedo proporcionarte
más de la que crees. He estado mirando
el historial de Alek y, joder, ¿de veras?
¿Todavía sigues con él?
—¿Esto es siquiera legal? —Espeté a
mi turno, incrédula.
—Te estoy dando una oportunidad para
que salgas del bucle en el que te has
metido.
—Si vuelves a llamarme, hablaré
personalmente con tu capitán —finalicé,
colgando.

Fumé lo que quedaba de cigarrillo con


nerviosismo, deshaciéndome de la
colilla casi al instante y volví a
adentrarme en la fábrica.
Todo estaba en silencio, lo suficiente
como para causarme una desagradable
sensación por todo el cuerpo,
aumentando el nerviosismo que ya sufría
por la llamada telefónica. Sin embargo,
no había nadie a los alrededores. Nadie
excepto Colt, que se paseaba vigilando
mientras otros dormían. Nadie excepto
Pace, observándome desde una de las
esquinas, sentado sobre una mesa de
madera y sosteniendo un libro entre sus
manos.
Al cruzar su mirada conmigo, la sostuvo
unos segundos para después volver a
concentrarse en lo que leía.
Cuando entré en la habitación,
sorprendida por percibir por el rabillo
del ojo cómo Pace se levantaba y
caminaba lentamente hacia mi dirección,
me encontré con Alek sentado en su
butaca, con las rodillas separadas y las
manos entrelazadas a la altura de su
estómago. Al frenar tras cruzar el
umbral de la puerta, mi espalda chocó
contra el torso de Pace.

—¿Qué pasa? —Pregunté, disimulando


la voz de alarma que amenazaba con
brotar de mi garganta.
—Me gustaría hablar contigo —
respondió Alek, con seriedad.

Alcé un poco la cabeza hacia atrás,


observando a Pace igual de serio.
Me habían pillado hablando con el
inspector por teléfono y no tenía modo
de demostrarles mi inocencia, muy a
pesar de no haber largado nada en
absoluto…

—Cuando os he encontrado, hace unas


horas, que discutíais… —comentó,
incorporándose y abandonando la butaca
en la que estaba sentado—, ¿qué había
ocurrido?
—Que me había amenazado —respondí,
sincera, optando por dar dos pasos hacia
Alek, quien me producía más seguridad
que Pace—. Ya te lo dije.
—¿Sí? —Inquirió, con cierta
desconfianza—. ¿Pace no te estaba
reprendiendo por besarle?

¿Qué?
Mi rostro se giró de golpe hacia Pace
que, evidentemente, se mantenía en su
seria postura.

—¿Cómo? —Balbuceé—. Estás de


broma, ¿verdad?
—¿Tengo pinta de estar bromeando?
—Es un embustero… ¡Es un maldito
embustero!
—Johanna, cíñete a darme una
explicación —suspiró Alek, pasándose
la mano por el rostro—. Te dije que no
podría hacer nada en el caso de que
empezase a descon…
—¡Confías en alguien que intentó abusar
de mí cuando estuvimos en Escocia! —
Bramé, antes de que la sala se
convirtiese en un tanatorio.
Escuché cómo Pace se atragantaba
detrás de mí, sorprendido por la
magnitud de mi acusación. Pero es que
yo también sabía jugar a la mentira y
también podía adoptar un papel de
embustera…

—Él sólo piensa en buscar una excusa


para que tú le permitas acabar conmigo
—pronuncié, frunciendo mi entrecejo—.
Y ni siquiera te das cuenta de que lo
único que quiere es…
—Princesa —susurró, impidiéndome
seguir—, ¿qué has dicho?
—Lo que has oído —repliqué—.
Cuando estuvimos en Escocia, pasaste
dos noches fuera del hotel porque te
pasabas las horas con tus socios de allí.
La segunda noche…
—¡Venga ya! —Espetó Pace, por detrás,
con ferocidad—. ¡Encima te la vas a
creer!
—Cállate, Brantley —masculló Alek, en
silencio.

Fue la primera vez que escuché a Alek


dirigirse a él por su nombre y no su
apellido.

—Este es el problema de dejar que un


coño entre en tu mundo, tío —resopló
Pace, cruzándose de brazos y
apoyándose contra una de las paredes,
expectativo.
—Cállate —le respondió Alek,
señalándole con un dedo.
—Y este es el problema de que un tío
lleve tanta gomina en el pelo, que
traspasa el cuero cabelludo y le licua el
cerebro —espeté a mi turno,
aferrándome a mi camiseta como si
fuese mi chaleco salvavidas en pleno
naufragio.
—No te diré donde acabaré esparciendo
mi gomina —replicó, dirigiéndose a mí.
—Brantley, fuera —espetó Alek, con el
cuello completamente tenso.
—Oh vamos, ¡Alek! ¡Que te está
tomando el pelo!
—He dicho que fuera.
La canción 99
problems, de Jay Z pero versionada por
Hugo, se hizo presente en la sala de
descanso de Alek. Quise que el volumen
me impidiese escuchar los posibles
lamentos que podrían llegar a surgir
desde el exterior por lo que, en modo
repetitivo, dejé que esa canción, la
preferida de Alek, sonase hasta que
hiciese falta.
Cambié mi postura cuatro veces en el
último minuto.
De la cama, pasé al escritorio y, de éste,
hasta las ventanas que daban vista a la
fábrica. Y, en ese mismo lugar, cambié
el peso de mi cuerpo. Pasando de
apoyarlo en mi pierna izquierda a mi
pierna derecha. Contemplé la escena con
un nudo en el estómago pero una malicia
traspasando mis venas.
Pace se mantenía de rodillas en el suelo
mientras dos compañeros le sujetaban
por los brazos. Alek, frente a él,
caminaba de un lado a otro haciendo
caso omiso a lo que Pace bramaba y
vociferaba.
Quizá Alek desconociese el miedo de
Pace pero, yo misma, a juzgar por la
escena, podría considerar que esa
situación era temida por él. Que Alek
desconfiase de él y que llegase a un
extremo impensable.
Como la canción seguía sonando a un
volumen totalmente inoportuno a esas
horas de la madrugada, no lograba
escuchar qué era lo que Pace exclamaba
con desesperación, sin perder su
perturbada expresión facial. Ni siquiera
lograba escuchar cómo Alek le
reprendía, tensando su cuerpo frente a
él, que seguía de rodillas.

Vi cómo la primera patada de Alek


golpeaba el abdomen de Pace,
obligándolo a inclinarse por unos
segundos hasta volver a incorporar su
torso por los compañeros que seguían
sujetándolo.
Su perturbada expresión se convirtió en
un rostro encogido por unos momentos,
mientras el dolor se extendía por toda la
zona recién golpeada.
Observé cómo intentaba recuperar la
respiración antes de que Alek, decidido,
volviese a golpear, con su empeine, el
vientre de Pace.

¿Cuánto dolor era capaz de soportar


Pace?

El puño de Alek chocó contra el tabique


nasal de Pace, quien pareció perder el
equilibrio por unos segundos. Los
compañeros tensaron los brazos de él,
volviendo a colocarlo. Un rastro de
sangre empezó a descender, como era de
esperar, de su nariz.
Empecé a sentir que la malicia se
encontraba de pleno con la culpabilidad,
en aquél flujo por mis venas.
Pace era inocente de lo que le había
acusado, pese a ser un ser despiadado y
despreciable. Pero, ¿qué era lo que me
diferenciaba de él en ese momento?
Sus ojos grises viajaron hasta los míos,
mezcla de azul y verde, ignorando por
un momento la presencia de Alek. Fue
tal la intensidad de su mirada, que sentí
cómo unas invisibles manos apretaban
mi cuello con fuerza asfixiándome.
Si Pace sobrevivía, no descansaría hasta
vengarse. Por suerte, confiaba en que
Alek lo desterraría o algo semejante.

Y antes de que pudiese seguir


intimidándome con su mirada, Alek le
arreó una firme y seca patada en la
entrepierna. Pace cayó de lado,
habiendo sido soltado por los
compañeros, encogiéndose y haciéndose
un ovillo contra el suelo.
Había visto suficiente.
Dejé que la música siguiese sonando y
me metí en la cama, arropándome hasta
el cuello, a la espera de que Alek
volviese a la sala. Sin embargo, me
dormí antes de que eso ocurriese.

Me desperté un par de horas después y,


descubriendo el cuerpo desnudo de Alek
bajo la sábana, respiré un poco más
tranquila.
Rodeé su cuerpo con un brazo y me
aferré a su espalda, respirando el aroma
a hierbabuena que solía desprender por
su pasión por aquellos chicles. Apreté
mis pechos contra su espalda y lo
continué abrazando durante unos largos
minutos.
Su mano acarició la mía que quedaba
sobre su vientre, con cariño.

—No dejaré que vuelva a acercarse a ti


—susurró—. Lo lamento tanto…
—No es culpa tuya…
—No, sí lo es…
—Alek, tú no eres responsable de los
errores que comete Pace —murmuré,
contra la piel de su nuca.
—Si lo hubiese sabido antes… Debería
haberle matado.
—Eres mejor persona de lo que jamás
será él.
—¿Lo crees de verdad? —Inquirió, en
un suspiro—. A fin de cuentas, hace lo
que tiene que hacer por mí.
—Sé que le quieres.
—Por eso me duele más —dejó escapar
una incrédula carcajada—. Debería
haberle matado —repitió—. Entiendes
que no pueda deshacerme de él,
¿verdad? Dime que lo entiendes, por
favor…
—Lo entiendo.
—¿De verdad?
—No —respondí, sincera y escuché
cómo dejaba escapar una suave
carcajada.
—Eso no me ayuda.
—Respeto tu decisión, aunque no la
comparta.
—Es mi mejor amigo —murmuró—. Un
imbécil, un perturbado, un insensible,
pero…
—No te justifiques —le interrumpí.
—Creo que lo mejor sería que volvieses
a tu apartamento hasta que las cosas se
normalicen.
—Entonces, ¿no nos veremos?
—No puedo ir para allá —respondió,
dándose la vuelta y rodeándome con su
brazo izquierdo—. Pero tú siempre
puedes venir aquí.
—Ya veo…
—Mandaré a Colt a buscarte, por eso no
te preocupes.
—Vale —me limité a decir.
—Entiende que es lo mejor que
podemos hacer.
—Haré lo que tú digas.

Movió sus labios hasta mi frente y


depositó un cálido beso sobre ésta.

—Siento haber estado a punto de


desconfiar de ti —susurró,
estrechándome contra su delgado
cuerpo.
—No importa.
—Sí, sí importa… Pace se toma muy en
serio su trabajo.
—¿Cuál de todos? ¿El de sicario o el de
tocarme las narices?
—Los dos, imagino —respondió, con
una sonrisa sobre sus labios—. ¿Por qué
os lleváis tan mal, eh?
—Pregúntale a él, me odia desde que me
conoce.
—Dice que no le das buena espina.
—Manda cojones —bufé—. Ni que él le
diese a alguien buena espina.
—Es bueno en lo que hace, princesa.
—¿Y qué es lo que hace, eh?
—El trabajo sucio —admitió, sin querer
entrar en detalles.

Me acomodé en su pecho, sintiendo el


sopor envolviéndome ipso facto. La
conversación no se alargó y caí rendida
entre sus brazos.
Los nervios, la tensión, el miedo, el
peligro que Pace significaba para mí…
Todo estaba pasándome factura a nivel
físico y psíquico.

Por suerte, conseguí dormir unas ocho


horas del tirón que me dejaron mucho
más relajada. Conseguí, incluso,
despertarme con una sonrisa gracias a
los besos que Alek había ido dejando
por todo mi cuello. Cuando su boca
entró en contacto con la mía, me lancé a
sus brazos con el más profundo de los
deseos.
Me encantaba que me despertase con
besos, mostrándome todo lo que seguía
sintiendo por mí después de seis años
juntos. Seis años siendo su pareja,
compañera, amiga y, aunque odiase
admitirlo, secuaz.
—Tengo que ir a entrenar —murmuró,
entre besos.
—No… —Me quejé, atrapándolo con
mis piernas e impidiéndole salir de la
cama.
—Te compensaré esta noche —susurró,
pegando su frente a la mía—. Palabra de
boy scout.
—Tú nunca fuiste boy scout.
—Entonces palabra de mafioso, ¿te
parece? —Pronunció, tirando de mi
labio inferior con sus dientes.
—Creo que prefiero lo de boy scout.

Se echó a reír por lo bajo, deleitándome


con otro de sus húmedos y profundos
besos y embriagándome de su aroma y
esencia a hierbabuena. No sabía cómo
lo hacía, pero siempre, siempre olía de
ese modo. Y, por supuesto, eso me
encantaba.

—¿Cuándo irás a tu apartamento? —Me


preguntó, mientras se vestía.
—Imagino que no tardaré. Me daré un
baño, me relajaré…
—Es una buena idea. Aquí sólo puedo
darme una ducha…
—Siempre puedes venir conmigo y…
—Nada me gustaría más —admitió, con
un suspiro—. Pero sabes que no puedo
dejarme ver, princesa.
—¿Hasta cuándo va a durar? —Le
pregunté, dejándome caer sobre el
colchón menos hinchado.
—Hasta que podamos irnos a vivir a
Islandia como tú querías.
—Estás de broma…
—No soy un tipo muy bromista —me
aseguró, tras colocarse los últimos
botones de la camisa—. ¿No querías ir a
vivir a Islandia…?

Salté del colchón, lanzándome sobre él


con toda la fuerza que tenía. Por suerte,
me cogió en peso, aun golpeando su
espalda contra una de las paredes,
riéndose a carcajadas.

—¿¡Hablas en serio!?
—Todo sea por hacerte feliz, princesa
—susurró, rozando su nariz con la mía
—. Te quiero.

Rodeé su cuello con mis brazos,


estrechándolo con fuerzas mientras mi
ilusionada mirada se perdía sobre la
superficie de una pared desgastada,
agrietada y con evidentes problemas de
humedad.
Capítulo tres
Dejé que el incienso
del cuarto de baño ejerciera su labor de
perfumar toda la estancia con aquel
maravilloso aroma a lavanda, al tiempo
que mi cuerpo se sumergía bajo la
consistente espuma blanca creada en
capa sobre el agua de la bañera. Apoyé
la cabeza contra uno de los extremos,
apoyando los pies contra el otro.
Me había costado acostumbrarme a las
ruidosas duchas de la fábrica, las cuales
no desprendían demasiado agua y, si lo
hacían, solía estar helada. Y por mucho
que me repitiese a mí misma que, en
algún momento, lograría
acostumbrarme…
No.

No sé por cuánto tiempo estuve metida


en el agua de mi extrañada bañera pero,
al salir, sentí que mi cuerpo se había
destemplado.
Rodeé todo mi cuerpo con una enorme
toalla de un tono albaricoque,
mirándome al espejo dispuesta a
echarme unas cuantas cremas
hidratantes. Con la humedad, mi piel
tendía a resecarse y, por ende,
estropearse.
No era una gran amante de las cremas,
pero me había concienciado, desde los
diecinueve, que mantener una piel era
más que evitar comer de forma grasienta
entre otras cosas. Incluso sin necesitar, a
mis veinticuatro años, cuidarme en
exceso. Lo mejor, en todo caso, era
empezar y prevenir. Total, decían que
para presumir había que sufrir.

—¿Vas a tardar mucho?

La puerta del cuarto de baño se abrió de


golpe, haciéndome dar tantos pasos
hacia atrás como para darme un buen
castañazo al caer en el interior de la
bañera todavía por medio vaciar. El
grito que salió por mi boca resonó por
el interior de las cuatro paredes,
acogido, después, por el quejido de
dolor al sentir cómo mis vertebras
crujían por el impacto.
Me podía haber desnucado…

La cara de Pace continuó asomada,


aunque creí ver su intento de impedir
que me tropezase hasta caer en el hueco
de la bañera.
Un morado resurgía por su comisura
izquierda, una pequeña fisura se
descubría sobre su tabique nasal y, si así
había quedado su cara, no quería saber
cómo debía encontrarse su abdomen.

—¿Qu-Qué…? ¿Qué haces aquí…? —


Logré pronunciar, con una voz cargada
de temor. Todavía no podía deshacerme
del susto.
—¿Tú qué cojones crees que hago aquí?
—Deberías irte…
—Levántate —espetó, adentrándose en
el cuarto de baño. Se aproximó y tendió
su mano hacia mí—. Venga, Johanna, no
tengo todo el puto día.
—No me mates…
—Levanta de una vez —repitió, con la
mano todavía tendida hacia mí.

Era capaz de romper mi cuerpo con un


solo tirón, así que me negué a posar mi
mano sobre la suya. Con cuidado,
sintiendo un increíble dolor crecer a la
altura de mis costillas, apoyé mis manos
contra el hierro colado del fondo de la
bañera intentando incorporarme. Sus
manos, más fugaces que las mías, se
colocaron bajo mis axilas y me alzaron
sin ningún problema.
Oh… No.
La toalla empezó a descender por mi
cuerpo y la sujeté, con mucha más
firmeza, contra mi piel.

—¿Qué te pareció la escena de ayer? —


Preguntó, inclinando su cara hacia la
mía—. Debió gustarte, ¿no? Vi cómo
disfrutabas. De hecho, juraría que hasta
te vi sonreír a la que me dio el segundo
golpe —masculló, casi en un gruñido.

Rodeó mi bíceps con su mano izquierda


y me condujo hasta la pequeña sala de
estar, la cual consistía en un sofá de dos
plazas y una butaca más oscura a un
extremo. Mi tibia chocó contra la
redondeada mesa de café antes de que
me dejase caer sobre el sofá. Él, por
otra parte, se mantuvo serio, caminando
de un lado a otro de la sala.
Llevaba un oscuro traje gris con una
camisa blanca.
Desabrochó el botón de la chaqueta de
su traje y tomó asiento sobre la mesita
de café, frente a mí.

—Lo de anoche fue muy hábil por tu


parte —comentó, ante mi silencio—. No
pensé que fueses capaz de tal
desfachatez, pero puede que haya
subestimado tu osadía. Debes haberme
considerado un gran rival si has tenido
que recurrir a tal mentira para hacerte
con la confianza de Alek… —Chasqueó
sus dedos frente a mi rostro,
obligándome a mirarle—. Estoy aquí,
preciosa. Mírame a mí.
—Será mejor que te vayas de mi
apartamento, Brantley.
—Un nombre bonito, ¿verdad? —
Sonrió, ignorando mi consejo. Tiró de
una de sus mangas para, después,
empezar a quitarse la chaqueta del traje.
Su camisa blanca permanecía
desabrochada por la parte de arriba,
dejando entrever su vello más oscuro—.
Me lo pusieron en honor a mi bisabuelo,
que fue todo un héroe americano.
—No me hagas daño.
—¿Daño? —Inquirió, haciéndose el
sorprendido—. Oh, no, pequeña. Sólo
unas pocas caricias, nada más —arqueó
sus cejas, poniendo cara de
circunstancia—. ¿De verdad te creías
que, tras lo de anoche, te irías de
rositas? —Su mano, por encima de mi
rodilla izquierda, empezó a infringir
cierta presión. Sus dedos se clavaban
contra la carne que la toalla no lograba
cubrir—. Puede que yo haya
subestimado tu osadía, pero tú has
subestimado mi labor. Y, créeme, soy
bueno en lo que hago. No dejo rastro, ni
tampoco pruebas de nada —su mano
tomó mi mandíbula inferior, de forma
repentina, haciéndome ahogar un
quejido. Mis pulmones dejaron de
funcionar por unos segundos—. Eres
una…

Alguien picó a la puerta con los nudillos


y los dos nos miramos fijamente a los
ojos. Permanecimos en silencio,
esperando que fuese un vecino. No
obstante, los nudillos volvieron a
golpear la puerta de mi apartamento, la
cual daba directamente con la sala de
estar en la que nos encontrábamos.

—Señorita Oliphant —se escuchó, al


otro lado—. Soy el inspector Holden.
Por favor, ábrame la puerta.

Los dedos de Pace soltaron mi rostro al


instante, al tiempo que sus ojos se abrían
un poco más, observándome con cierta
incomprensión.

—¿Quién? —Me preguntó, en un


susurro.
—No es nadie…
—¿No? —Inquirió, apretando su ancha
mandíbula—. ¿De verdad?
—Señorita Oliphant —se volvió a
escuchar—. Tenemos que hablar de
Alek, por favor.
—Eres una…

Mi mano vagó hasta la boca de Pace,


acallándolo de pronto. Presioné con
fuerza, aun sintiendo cómo sus dedos
rodeaban mi muñeca y apretaban con
todavía más brío. Si conseguía hacerme
daño con sus dedos, no quería saber qué
podía hacerme con todo un brazo…
Apartó mi mano de un manotazo por su
parte, levantándose con rapidez de la
mesita de café y dirigiéndose hasta la
puerta principal. Acercó su rostro por la
mirilla, cerciorándose de que el
inspector se hubiese ido por dónde
había venido.
Ese maldito inspector… Iba a acabar
conmigo… ¡Iba a meterme en un maldito
aprieto!

—¡Le has vendido! —Bramó, girándose


hacia donde me encontraba.
—¡No lo he hecho! ¡No le he vendido!
¡Lo único que pasa es que ese maldito
inspector…!

Agarró mi brazo nuevamente,


haciéndome casi sobrevolar el sofá. Si
ese tío no era un bruto, no sabía lo que
era.
Me llevó hasta el dormitorio,
soltándome como si el contacto con mi
piel le quemara.

—Vístete.
—¿Qué, por qué?
—Que te vistas, Johanna —espetó,
cerrando la puerta de golpe.

Mis manos escogían la ropa con cierto


temblor y ni siquiera me creía capaz de
vestirme en aquél momento. Tardé más
de lo apropiado pensando, mientras me
vestía, cómo podía salir de mi
apartamento y llegar a Alek antes de que
Pace le contase algo que no era cierto.
Necesitaba decirle a Alek que aquél
inspector no hacía más que perseguirme
para obtener, de mí, una información que
yo no contaba compartir con nadie.
Jamás vendería a Alek. Jamás.

—Nos vamos.
—¿Adónde? —Le pregunté, viéndome
arrastrada por él—. Pace, me haces
daño.
—Oh, perdona, princesa… ¿Prefieres
que te lleve a caballito?
—Eres un imbécil —espeté, antes de
que me empujase hacia la puerta del
ascensor.
—Será mejor que no me incites
demasiado, no sé si podré aguantar a
contárselo todo a Alek.
—¿Qué todo, eh? ¿Que ha venido un
inspector a mi casa? ¿Y eso qué coño
demuestra?
—¿Crees que necesitamos mucho más?
—Inquirió, poniendo cierta mueca de
repugnancia.

Él sí que me producía repugnancia…

Me empujó contra el interior del


ascensor, tras abrir la puerta con
rapidez. El corazón me bombeaba con
tanta fuerza que el latido resonaba por
todo mi cuerpo, implantándose en la
zona interna de mis oídos. Durante el
corto trayecto, le vi apoyarse contra la
pared del interior del ascensor
respirando con profundidad, cerrando
los ojos y observé cómo su garganta,
notablemente, se movía al tragar.
Frente al edificio, se encaminó hacia su
aparcada moto y se subió, tendiéndome
uno de los cascos que habían estado,
hacía escasos segundos, atados con una
cadena.

—No —dije.
—¿No? —Enarcó su ceja, mirándome
con superioridad.
—No pienso subirme en la moto, no en
tu estado, no…
—O te subes a la moto, o no te daré
oportunidad de intentar explicarte ante
Alek —pronunció, pegando su frente a
la mía y haciendo presión contra mi
cabeza—. Sube.
—Por favor, Pace…

Agarró mi antebrazo con fuerza, tirando


de mi cuerpo hacia él. Su entrecejo
permanecía fruncido y sus ojos, de un
tono gris plomo, atravesaban los míos
con la mayor de las fierezas. Si las
miradas matasen… ¡Venga! La suya lo
hacía.
Tenía que hacerlo, tenía que poder.
¿Qué no iba a poder ese bárbaro con
cara de perturbado…? Sí.
Podía sentirlo. Podía sentir cómo si los
pulmones estuviesen contrayéndose con
tanta fuerza que, al intentar respirar,
sólo saliesen pequeñas exhalaciones por
mi boca. Estaba consiguiendo, como
poco, asfixiarme.

—Prométeme que tendrás cuidado —


pronuncié, sintiéndome la persona más
estúpida del mundo. ¿Por qué motivo
llegaría a creer que, en algo, me haría
caso?

Le escuché bufar con exasperación,


mientras colocaba la correa de mi casco
con cierta agresividad.
Entendía por qué Pace hacía el trabajo
sucio de Alek… No parecía ser muy
paciente, ni dubitativo.

Apreté mis brazos alrededor de su


cintura a cada curva que tomaba, con el
temblor implantado en todas mis
extremidades. Estaba conduciendo a una
velocidad próxima al límite permitido,
provocándome unas desagradables
náuseas a causa del miedo. Por mucho
que apretase su cuerpo, intentando
mantenerme segura por unos minutos,
sentía cómo mi cuerpo se inclinaba con
demasía hacia los lados a cada curva.
Mis ojos permanecían fuertemente
cerrados y mi mente, con seguridad, no
hacía más que rezar en silencio. No
importaba quién escuchase, no
importaba qué Dios y de qué religión,
mis lamentos iban dirigidos a todos y
cada uno de ellos. Era tal mi pánico que,
incluso, deseé sufrir algo interior para
acabar con aquella horrorosa
experiencia que no hacía más que
despertar mis horribles recuerdos del
accidente de tráfico que había sufrido
con dieciséis años. Era tal el pavor que
sentía mi cuerpo que deseaba, en algún
momento, soltarme y dejarme caer.
No sabía qué era peor… Si Pace
encargándose de mí o si morir en la
carretera por culpa de su más que
considerable perturbación.
Brantley estaba enfermo. Y, si había
tenido alguna duda, ahora lo sabía con
claridad.

Cuando el motor de la moto dejó de


rugir, calmándose por completo y
quedándose en silencio, abrí los ojos
para contemplar el lugar en el que
estábamos. No se trataba de la fábrica,
ni siquiera de la antigua en la que
habíamos estado durante tantísimo
tiempo. Había notado cómo
descendíamos por una imponente cuesta
pero jamás hubiese imaginado que me
traería bajo un puente.
¿No merecía un lugar mejor en el que
perecer?
Si debía extinguirme, no quería hacerlo
bajo un puente decorado por grafitis.
Bajó de la moto y, sin quitarse el casco,
tomó la parte del cuello de mi camiseta
y tiró de ella para sacarme de encima,
haciéndome casi tropezar con mis
propios pies. Me empujó hacia una de
las mugrientas paredes de la parte
inferior del puente y sus dedos se
dedicaron a casi arrancar la correa del
casco para quitármelo.
Mi cabello cayó a los lados, de forma
desordenada y despeinada y ni siquiera
sabía a qué aferrarme. Tenía ganas de
desmayarme, desplomarme contra el
suelo y cerrar los ojos deseando haber
estado sufriendo una pesadilla. Quizá si
me pellizcaba…
Tiró el casco al suelo y le dio una
brusca patada, haciéndolo rodar hasta
casi caer al interior del verdoso río que
atravesaba gran parte de la ciudad.
Su pecho bajaba y subía con la misma
velocidad con la que había estado
conduciendo hacía escasos minutos, y
todavía permanecía con el casco puesto
sobre la cabeza. Caminó alrededor de su
estacionada moto, respirando con tanta
fuerza que casi podía escuchar cómo lo
hacía.
Me aventuré a dar unos pasos hacia él,
pero se giró bruscamente señalándome
con un dedo.

—Vuelve a pegar tu espalda a esa pared


—ordenó, con una alterada voz.
—Pace…
—¡He dicho que vuelvas a pegar tu
espalda a la pared!

Los pasos que di hacia atrás no fueron


siquiera conscientes. Si Pace me
producía pavor, Pace enfadado me
producía ferviente pánico.
Dejé que la pared cubriese toda mi
espalda y esperé, con la respiración
entrecortada, a que dijese algo. Porque
lo que más deseaba es que dijese algo,
en vez de hacer cualquier otra cosa.
La única carretera que pasaba cerca era
la misma que se encontraba por encima
del puente. Lo demás, eran simples
caminos de tierra y hierba.
—Brantley —pronuncié, en un susurro.
—Cállate.

Si me hubiese querido matar, por seguro


lo hubiese hecho. Pero no había sido el
caso…
Ahí me encontraba, enterita pese a haber
pasado por el peor de los momentos
posibles.
Así que, totalmente envalentonada por el
mismo nerviosismo, di unos pocos pasos
hacia él.

—Aléjate, Johanna —gruñó, con las


manos contra la correa de su propio
casco. Cuando se lo quito, me descubrió
a escasos centímetros de él—. ¡He dicho
que te alejes!
—Brantley, por favor, escúchame —
susurré, con las manos levemente
alzadas como si estuviese apuntándome
con un arma—. Cálmate, por favor…
—Como des un paso más, Johanna, no
esperaré ni a la reacción de Alek.
—Si quisieses hacerme daño, ya lo
hubieses hecho…

El dorso de su mano chocó


repentinamente contra mi mandíbula,
dejándome totalmente desconcertada por
unos largos y prolongados segundos. El
dolor se extendió desde la parte inferior
de mi mandíbula hasta el pómulo de mi
misma mejilla, obligándome a posar mi
mano sobre la zona golpeada por él.

—¿Decías? —Inquirió, mirándome con


la ancha mandíbula apretada. Su rostro
era grande. Todo él lo era.

Mi labio inferior tembló suavemente y


quise detenerlo con mis dientes. Lo
mordí con fuerza, dando un paso hacia
atrás, alejándome de él. Si las lágrimas
acababan por brotar de mis ojos, no iba
a ser por dolor sino por tensión. Porque
la idea de que estuviese tan enfurecido y
ni siquiera se dignase a decirme nada
para tranquilizarme, aunque fuese
mentira, estaba acabando conmigo y
todas mis terminaciones nerviosas.
—No he vendido a Alek —susurré, casi
para mí misma.
—Cuando venga, se lo explicas.
—¿Va a venir?
—Sí —respondió, tajante.
—¿Le has avisado de lo que ocurre?
—Sí.
—Pero si ni siquiera tú sabes lo que
ocurre…
—Lo que ocurre es que tienes relación
con un inspector de policía cuyo
objetivo es terminar con Alek y nuestros
negocios.
—Eres un necio —mascullé, con desdén
—. Si fueses sensato querrías escuchar
mi versión, pero estás tan obcecado con
la idea de acabar conmigo que no te
importa…
—Es probable. Ya me has dado lo que
necesitaba.
—Nunca has necesitado nada —gruñí,
sintiendo cómo el nerviosismo de mi
cuerpo se transformaba en una
descontrolada ira—. Nunca has
necesitado una maldita excusa, ¿para
qué, para que Alek no te matase a ti?
Sabes que nunca lo haría. ¡Por favor!
Incluso habiéndote acusado de abusar de
mí ha permitido que permanezcas a su
lado.
—¿Estás admitiendo tener la partida
perdida?
—Estoy diciendo que eres un mísero
cobarde, que necesita buscar una
estúpida excusa para acabar conmigo.
—Cariño —dijo, con fingida lástima—,
la excusa no es para mí. Lo haría de
buen grado sin necesidad de
justificarme, pero la justificación no es
para mí si no para él.
—Siempre serás su maldito
subordinado.
—No paga mal —añadió, encogiéndose
de hombros—. Dime, ¿por qué le has
vendido? ¿Qué te han prometido a
cambio? —Las aletas de su nariz se iban
agrandando y empequeñeciendo a
medida que seguía respirando con cierta
alteración—. Aunque pensándolo bien,
¿qué importa? No va a ser algo que
puedas disfrutar siempre y cuando el
maldito de Alek me haga caso por una
vez por todas y me permita deshacerme
de ti.
—¿Por qué no me preguntas mejor por
qué NO le he vendido?

Ignoró mi respuesta, echándole un


vistazo al reloj que decoraba su muñeca
izquierda.

—Eres un cobarde —musité.

Dejó su casco sobre el asiento de cuero


de la moto, caminando hacia el río para
recoger el otro al que le había dado una
patada minutos antes. Lo dejó también
sobre el alargado asiento, volviendo a
mirar su reloj.
—Un cobarde, inepto, necio y rastrero
—seguí musitando, sin parar de mirarle.

Cruzó sus manos sobre su pelvis,


adoptando una relajada postura, con las
piernas ligeramente separadas.
Quizá me equivocaba y era más paciente
de lo que creía.

—Estás sometido a Alek y parece que


no te importe ser mil veces inferior.
—¿Estás intentando provocarme? —
Preguntó, arqueando una de sus cejas.
—¿Por qué, vas a volver a golpearme?
—¿Te recuerdo quién te enseñó a
defenderte, Johanna?
—No es necesario —murmuré,
frunciendo el entrecejo a mi turno.
—Porque sé todo lo que te he enseñado
y puedo adelantarme a tus pasos,
preciosa.
—¿Y eso qué diablos quiere decir?
—Que cuando tú vas, yo ya he vuelto —
respondió, echando un vistazo a su
alrededor.
—No eres tan bueno como crees.
—No, soy aún mejor —replicó, con una
fingida sonrisa.
—Tengo serias dudas al respecto —
pronuncié, cruzándome de brazos—.
Fíjate, los rumores decían que eras una
persona despiadada, que no ofrecía
segundas oportunidades y que, por
supuesto, no se rendía ante súplicas.
Inflexible, impasible, duro como la
roca… ¿Qué dirían de ti al saber que,
sencillamente, teniendo todos los ases
bajo la manga, no te deshiciste de la
que, supuestamente, vendió a Alek?
—Deja de hablar, Johanna. Guarda tu
saliva para algo más importante.
—Claro que tienes que hacer el trabajo
sucio, tu inteligencia no te permite hacer
nada de otra categoría que no sea usar
ese cuerpo bruto y…

A grandes zancadas apareció ante mi


cuerpo, provocando que me encontrase
entre la espalda y su impactante pecho.
Colocó sus manos sobre mis hombros y
yo, deseosa de querer deshacerme de él,
golpeé el interior de sus codos para
impedir el contacto de sus palmas sobre
mis clavículas.

—No me toques —le advertí.


—Será mejor que te calles.
—¿Por qué? Si lo único que sabes hacer
es darme una bofetada con el dorso de tu
ma…

Su gruesa mano atrapó mi garganta con


fuerza, presionando con la yema de sus
dedos alrededor de la fina piel de mi
cuello. Un quejido brotó de entre mis
labios, al llevarme la sorpresa de su
movimiento.

—Deja de provocarme, Johanna —me


advirtió, a su turno.
—Suéltame.

Mi subconsciente rezaba para que Alek


llegase en cualquier momento e
impidiese aquella cercanía entre
nosotros. Sabía que hasta que no
escuchara mi versión, Alek no decidiría
nada respecto a mi futuro. Sin embargo,
tenía la ligera sensación de que fuese el
que fuese el veredicto, las cosas iban a
cambiar de un modo u otro.
El pulgar de Pace se encontraba sobre la
piel de mi cuello que protegía mi
amígdala derecha y la presión que
estaba ejerciendo me provocaba un
cierto malestar. Un malestar que iba
extendiéndose por todos los nervios del
interior de mi garganta.

—Me estoy mareando —farfullé con


dificultad.
—Aprende a mantener la boca cerrada
—comentó, disminuyendo la presión
hasta soltarme.
—Es porque no te gusta lo que digo.
—Me importa una mierda lo que digas,
Johanna.
—Tienes una forma un tanto extraña de
demostrarlo.

Su amplia mano cubrió mi boca con


fuerza, presionando tanto que incluso el
interior de mis labios podía notar el
esmalte de mis dientes. Aferré mis
dedos alrededor de su muñeca derecha,
desnuda de cualquier cosa. Intenté hacer
la misma fuerza hacia él, deseando
apartar su mano de mis labios. Pero todo
intento fue en vano… Definitivamente
me ganaba en lo que fuerza se refería.
Mi otra mano, desesperada por aquél
contacto, golpeó su pecho con el puño
cerrado. Ni siquiera se inmutó… Dejó
un breve quejido resonar por el interior
de su garganta, tomando esa mano que
acababa de golpearle con la suya libre.
Decidida a hacer algo, descubrí mis
dientes de entre mis labios y mordí la
palma de su mano con toda la fuerza que
mi mandíbula me permitió.

—¡Me cago en…! —Bramó, sacudiendo


la mano. En pocos segundos, su codo
golpeó la parte derecha de mi mandíbula
inferior, haciéndome ladear el rostro por
el impacto—. ¡Estate quieta, joder!

Sí… Ese era un buen consejo. Si seguía


intentando provocarle, saldría peor
parada que todo lo que mi cuerpo podría
llegar a soportar. Sin embargo, cuando
la desesperación te envuelve…

—Alek no te creerá —conseguí decir,


con la respiración agitada—. Tu fama te
precede.
—Qué ganas tengo de partirte la boca,
Johanna.
—No puedes hacerlo. Tienes que
esperar el veredicto de Alek.
—Créeme que, esta vez, el veredicto
será a mi favor.
—Yo no estaría tan segura —susurré.
—Es raro porque yo sí lo estoy —
sentenció, tajante.
—Tú lo único que estás es enfermo,
Pace.

Exasperado, resopló con la misma


energía que un volcán. La frustración le
corroía las venas y eso era todo un
espectáculo para mí. Podía ver cómo
luchaba contra sí mismo para no vencer
a sus extraños deseos de acabar
conmigo, cómo intentaba aguantar hasta
que Alek le pidiese hacerlo.
No me estaba divirtiendo, seguía
teniendo un insoportable miedo a acabar
en sus manos. No obstante, el miedo
sólo provoca dos reacciones: o te
paraliza, o te despierta.

—Mira, te voy a decir qué es lo que


tengo pensado hacer contigo cuando
Alek me dé luz verde —masculló,
aproximándose nuevamente a mí. Apoyó
su ancha mano contra la pared, tensando
el brazo junto al lado izquierdo de mi
cara—. Tengo pensado recurrir a tu
fobia a las agujas, de algún modo u otro.
Así podré divertirme antes de ocuparme
del trabajo sucio que será deshacerme
de tu cuerpo, del modo en que más me
apetezca. Y, ¿recuerdas mi amenaza de
la gomina? —Alzó sus cejas suavemente
—. Deduzco que eres suficientemente
inteligente cómo para imaginarte qué es
lo que puedo llegar a hacer con ella.
Una lástima que no te guste su esencia, a
mí me parece cautiva…

Escupí contra su cara, agachándome


ipso facto y golpeando su vientre con el
codo, como tantas veces me había
enseñado. Me dirigí hasta la moto y,
antes de llegar, sentí cómo mi camiseta
cedía bajo su mano. Tiró de la tela hasta
empujarme, de nuevo, contra la pared.
El choque de mi espalda resonó por toda
mi cabeza, provocándome un
generalizado malestar a la altura de la
columna vertebral. ¡Oh, joder, iba a
romperme la columna!
Apoyó todo su antebrazo contra mi
pecho, impidiéndome despegar la
espalda de la pared. A su vez, su mano
izquierda limpió su rostro de los restos
de mi saliva.

—Dijiste que me guardase mi saliva


para algo más importante —tartamudeé,
deseando que mi voz sonase firme.

Se dibujó una sonrisa maliciosa sobre


sus alargados y levemente carnosos
labios. Su antebrazo siguió ejerciendo
presión por encima de mis pechos y su
mano izquierda, tras limpiársela sobre
el pantalón del traje, se cerró en un puño
para golpear mis costillas.

—¡Ah! —Jadeé, ante el punzante dolor


que se extendía por mi costado.
—Te advierto, Johanna, como no dejes
de provocarme…
—Pregúntame por qué no he vendido a
Alek.
—¡Le has vendido! —Bramó, con toda
la alteración recorriéndole el cuerpo.
Podía incluso notarlo en la presión que
ejercía contra el mío.
—¡No lo he hecho, es lo que tú hubieses
querido que hiciese! ¡Pero no lo he
hecho!
—A mí no vas a tomarme el pelo,
Johanna…
—¡No le he vendido! ¡Pregúntame por
qué!
—¿¡Por qué!? —Terminó cuestionando,
mientras sus agresivos ojos grises
chocaban con los míos sin ni siquiera
pestañear por un momento.
—Porque eso significaría venderte a ti.

Su entrecejo se frunció al instante,


pestañeando suavemente mientras sus
pupilas se movían de un lado a otro,
todavía con la mirada fija en la mía. Mis
manos vagaron hasta su pecho,
intentando apartarlo sin apenas ejercer
presión.
Me agaché para coger aire
profundamente, sintiendo que me faltaba
y que, de verdad, iba a desmayarme en
cualquier momento. Si no empezaba a
respirar, me desplomaría contra el
suelo.

—Pero, ¿qué cojones estás diciendo? —


Espetó, a pocos centímetros de mí.

Me incorporé, con los labios


entreabiertos y tomando una serie de
ligeras bocanadas de aire. Lo hice
durante los segundos suficientes como
para tener que tragar saliva, sintiendo mi
garganta totalmente reseca.
Alargué mi mano para tomar la parte
abierta de su camisa y tiré, esperando
que me pusiese las cosas más fáciles,
para aproximarlo. De puntillas, dejé que
mis labios aprisionaran los suyos con
cierta intensidad.

—Vender a Alek equivaldría a venderte


a ti —repetí, moviendo mi mandíbula
inferior al notar que empezaba a
molestarme el impacto que había
recibido por parte de su codo.
Capítulo cuatro

Corrió un poco de aire por debajo del


puente y sentí cómo la suave brisa
acariciaba mi mejilla, permitiéndome
cerrar los ojos por un momento y
disfrutar del contacto. Me dolía el
pecho, mi espalda estaba más que
entumecida y mis costillas… Oh,
Dios…
No me apetecía explicarme, ni
justificarme ante Pace. Sin embargo,
debía admitir, aunque fuese a mí misma,
que siempre había estado enamorada del
inhumano Brantley.
Revelándome lo peor de él,
reservándose lo mejor y, aun así,
haciendo que me enamorase de él en
silencio, maldito sinvergüenza…
¿Por qué hacía falta descubrirlo tan
pronto?

El sonido de un coche sonó


relativamente cerca, por lo que me
mantuve en silencio y totalmente quieta.
Después de lo ocurrido, no iba a fingir
ni iba a mostrarme indispuesta a aceptar
lo que fuese que pudiese pasar. No
importaba cuál fuese el veredicto de
Alek, Pace conocía el único secreto que
no podía constar en ningún dossier.
Podía haber sido un secreto a voces de
no ser porque el odio que le tenía era
totalmente real. Le odiaba del mismo
modo que me gustaba y con la misma
intensidad que denotaba cuando le
insultaba, lo provocaba o soportaba sus
amenazas. Podía haber sido un secreto y,
con ello, podría haberme ido a vivir a
Islandia con Alek… Podría haber
esperado a que se pasara pero empezaba
a tener mis dudas.
Aunque no lo hubiese admitido jamás,
del modo en que acababa de hacerlo, el
sentimiento por Pace había nacido hacía
tres años. Sentimiento que, aunque me
esforzaba en desalentar, había ido
creciendo junto al odio que le
profesaba. Porque, que tuviese
sentimientos por él, extraños sí pero
sentimientos al fin y al cabo, no
significaba que no le tuviese pavor, que
no sintiese cierta repugnancia hacia su
poca humanidad y que no le odiase.
Dios sabía cuánto le quería y odiaba al
mismo tiempo, y a partes iguales.

—Ya estoy aquí —pronunció Alek,


sorprendiéndose al verme—. ¿Qué hace
ella aquí?
—Es una larga historia —resopló Pace,
llevándose la mano a la nuca.
—¡Princesa! —Se aproximó tan rápido
a mí que casi me asusté de su cercanía.
Tomó mi barbilla con sus dedos,
contemplando mi abatido rostro y
descubriendo unos vidriosos ojos que no
podría esconder por mucho más tiempo
—. Hijo de… —Gruñó, girándose hacia
Pace.
Entendí que Pace no le había explicado
lo que ocurría, entendí que su plan había
consistido en que lo supiese nada más
llegar.

—No —farfullé, atrapando su brazo.


—¿Qué le has hecho? —Exigió saber,
todavía dirigiéndose a Pace.
—No ha sido él —me obligué a decir,
sintiendo un nudo extenderse por toda mi
tráquea—. Él sólo me ha alejado de la
ciudad.

Alek se giró hacia mí y me rodeó con


sus brazos, estrechándome con fuerza.
Por encima de su hombro contemplé
cómo Pace se llevaba una mano al
rostro, apretándose el ojo derecho con
el pulgar y el ojo izquierdo con el dedo
corazón. Arrastró los dedos hasta
apretar suavemente su tabique nasal,
apretando con fuerza su mandíbula.
Repetía el proceso un par de veces,
caminando junto a su motocicleta.

—¿Qué ha ocurrido, princesa? —


Preguntó, casi en un susurro.
—Un altercado, me he llevado un golpe
por estar en el lugar equivocado en el
momento equivocado.
—¿Un golpe? —Alzó mi barbilla hacia
él—. Tienes toda la zona mandibular
enrojecida.
—Estoy bien.
—¿Estás segura?
—Sí —respondí.

Con su mano rodeándome la cintura,


caminé despacio hacia el camino de
tierra donde Colt había aparcado el
coche de color negro. Pace se quedó a
mis espaldas y, aunque me moría de
ganas por mirarle, me obligué a cerrar
los ojos y dejar que Alek me guiase en
nuestros pasos.
Cuando mi espalda tomó contacto con el
respaldo de los asientos traseros, dejé
escapar un pequeño jadeo. Si no me
había fracturado algo, al menos debía
tener contusiones por todas partes. Dejé
que mi cabeza cayese hacia atrás, con
los ojos cerrados y escuché cómo Alek
bajaba la ventanilla del coche y hablaba.

—Gracias —musitó.
—No me las des —respondió Pace,
agachado hacia la ventanilla.
—Esta noche tengo reunión con los de
Grant.
—Entiendo.
—Recibiremos el primer camión en la
nueva fábrica también, ¿podrás
ocuparte?
—Cuenta conmigo —dijo, serio.
—Siempre lo hago.
—Sí…
—Ten cuidado con la moto. Me han
dicho que ibas conduciendo un poco a lo
loco hoy.
—Hay cosas que nunca cambian —
comentó, sin darle importancia.
—Tú ten cuidado, no queremos ni
siquiera una multa por exceso de
velocidad.
—Entendido.

Colt puso en marcha el motor del coche


y sentí cómo este se movía, meciéndome
con su suave traqueteo hasta llevarme a
un profundo e incómodo sueño.

Cuando volví a abrir los ojos, era de


noche y no conseguía escuchar ni un solo
ruido alrededor de la fábrica. El dolor
de cabeza parecía ir en aumento así
como parecía ser la causa de que me
hubiese despertado. Me incorporé con
cuidado sobre aquél colchón que,
notablemente, Alek debía haber vuelto a
hinchar. Mi movimiento debió
despertarle, pues se giró asustado hacia
mí.

—¿Pasa algo, estás bien?


—Sí, tranquilo —me limité a responder
—. Me duele la cabeza.
—Puedo traerte una pastilla, si quieres.
—Prefiero ir yo.
—No deberías moverte demasiado —
aconsejó, en un suave tono.
—Alek, es un golpe en la cara. Nadie
me ha dado una paliza.
—Es una suerte que Pace rondase por
ahí, la verdad…
—Sí, sí que lo es.
—Al final va a ser que no es tan mal
tipo, ¿no?
—No nos pasemos —respondí,
frunciendo el entrecejo al encoger mi
rostro por la molestia que se extendía
desde una de mis sienes a la otra—.
Maldita sea, qué jaqueca.
—En dos horas tengo que irme.
—¿Ya es tan tarde?
—Has dormido mucho —susurró.
—Ahora vuelvo.

Arrastré mis pies por la estancia de la


fábrica, donde los coches seguían
aparcados en fila. Caminé hasta la
entrada y abrí el botiquín que había
colgado en la pared, sacando la caja de
aspirinas y llevándola conmigo de nuevo
hacia la sala.
Eché un rápido vistazo a mi alrededor y
vi cómo Pace ojeaba unos papeles
apoyado contra un coche que Colt
intentaba arreglar. Un coche que ya
estaba en la fábrica cuando ellos se
apropiaron de ella. Se acariciaba la
barbilla con su dedo índice, inmerso en
la lectura de aquellos folios que sostenía
con su mano izquierda. Dejó de hacerlo
para llevar su mano hasta su abdomen,
presionando una zona en concreto con
suavidad. Pude ver cómo su rostro se
encogía un poco y, en ese preciso
momento, podía entender su
entumecimiento. Podía sentirlo en carne
viva, aunque mis molestias no hubiesen
sido creadas con la misma brutalidad
que la que había utilizado Alek contra
él.
Debió notar que lo observaba, pues
levantó la mirada para descubrirme
infraganti haciéndolo. Su cabeza se alzó
unos milímetros, para mirarme durante
un escaso segundo y después desviar la
mirada hasta la sala.
Volví a arrastrar mis pies hasta la sala,
cerrando la puerta tras mi cuerpo. Me
llevé la pastilla a la boca y cogí la
botella de agua que permanecía en el
suelo, junto al colchón. De un trago,
sentí cómo la pastilla cruzaba por
garganta y descendía.
—Voy a ducharme y prepararlo todo con
Gray —me informó Alek, al tiempo que
volvía a meterme en la cama—.
Cualquier cosa, dile a Colt que me llame
inmediatamente y vendré.
—Estaré bien.
—Es una mala racha, pero pasará.
—Lo sé.
—Te lo prometo —murmuró, acercando
sus labios a los míos.
—Me duele la mandíbula —expliqué,
ladeando un poco el rostro para no tener
ese contacto que me pedía.
—Tienes razón, perdóname.
—Lo lamento —me disculpé yo, a mi
turno.
—Te quiero, princesa.
Escuché el agua caer de aquella ducha
que, por el sonido, debía ser incluso
peor que la de la antigua fábrica. El
sueño fue venciéndome, poco a poco,
impidiéndome siquiera poder
contemplar a Alek antes de que se fuese.

Al despertarme, por la
luz que se colaba por las sucias ventanas
de la fábrica, comprobé que había
amanecido y que, por el brillo que sí
lograba colarse, debía hacer un
espléndido día.
Tuve suerte de despertarme y que el
dolor de cabeza hubiese por fin
desaparecido.
Me costó incorporarme de la cama. El
dolor de mis costillas era insoportable y
se hacía cada vez más profundo a la que
intentaba moverme. No obstante, debía
hacerlo. Debía moverme. No podía
quedarme todo el día en la cama.
Al incorporarme, sentí cómo mis
costillas me aprisionaban y dejé escapar
un estruendoso gruñido por mi boca, con
los dientes apretados. Volví a dejarme
caer, sumida en el dolor que se expandía
y me atrapaba parte del torso. Por ello,
me entraron unas tremendas ganas de
llorar. Era el dolor más insufrible que
había vivido…

—Johanna, ¿estás bien? — Colt, tras


picar a la puerta, asomó la cabeza—.
¿Puedo entrar?
—Sí.

Colt era menor que Pace y Alek. Se


aproximaba más a mi edad, con sus
veintiséis años, que a la edad de la
mayoría de los que trabajaban con Alek.
Tenía un lacio cabello oscuro a juego
con el color de sus redondeados ojos.
Un aro decoraba la parte intermedia de
su labio inferior y, visualmente, un
tatuaje se extendía por la parte de atrás
de su oreja.

—¿Necesitas algo? —Preguntó,


amablemente.
—¿Dónde está Alek?
—Todavía no ha vuelto de la reunión.
—Pero si es de día…
—A veces estas cosas se alargan, ya
sabes —comentó, tranquilo.
—¿Y Pace? —Inquirí.
—Se marchó hace unas horas.
—¿Adónde?
—No lo sé, Johanna —respondió,
mirándome sin entender—. ¿Va todo
bien, quieres que llame a Alek?
—Necesito ir al cuarto de baño.
—Entiendo.
—¿Crees que podrías ayudarme a salir
de la cama? —Le pregunté, en un
carraspeo.
—Por supuesto.

El bueno de Colt, siempre dispuesto a


ayudar a la pobre chica del jefe…
Rodeó la parte baja de mi espalda con
un brazo y el otro pasó por debajo de
mis rodillas. El movimiento, aunque
lento, hizo que todo mi cuerpo se
tensase. Sentí cómo, de nuevo, todo él se
resintiese.

—¡Ah! —Me quejé.


—Perdón, perdón…
—No, tranquilo…
—¿Y dices que sólo te dieron en la
cara?
—Bueno, digamos que tuve una pared
muy dura a mis espaldas.
—Joder —pronunció, caminando con
lentitud hacia el cuchitril al que Alek se
atrevía a llamar baño—. Voy a soltarte,
¿sí?
—Sí.

Mis pies tocaron el suelo y conseguí, a


duras penas, dirigirme hasta el váter
para hacer pipí. Estuve un buen rato
sentada, incluso tras haber terminado de
mear, pues no me sentía con ganas de
volver a mover ningún músculo de mi
cuerpo. Tras limpiarme, me incorporé y,
al subir mi ropa interior junto a los
cómodos pantalones de deporte que
Alek me había dejado, ahogué un intenso
gemido.
Empezaba a ser insoportable… Estaba
siéndolo.
—Johanna, debería llamar a Alek —
murmuró Colt, cuando abrí la puerta.
—No, no le molestes. Está ocupado —le
dije, apoyando mi mano contra las
resentidas costillas.
—Deberías ir al médico.
—Esa es una buena idea…
—Iré preparando el coche —avisó,
saliendo a toda prisa de la sala de
descanso que Alek y yo compartíamos.

Colt debía estar acostumbrado a ser


observado de aquél modo, como si se
tratase de un rebelde y deshecho de la
sociedad. En su caso, el dicho de las
apariencias engañan era totalmente
cierto. Vestía siempre de colores
oscuros e incluso tenía las manos
completamente tatuadas, lo cual parecía
seguir sorprendido a la sociedad pese al
paso del tiempo y la evolución del ser
humano. Sin embargo, Colt era de las
mejores personas que conocía y había
sido, desde que mi relación con Alek
empezó, uno de mis mejores consejeros.
Puede que su trabajo con Alek no fuese
más que ser un cómplice cualquiera,
manejando el coche hacia dónde su jefe
mandase. Pero eso tenía una explicación
y es que Colt era el mejor conductor de
todos. Se había dedicado, desde su
juventud y minoría de edad, a participar
en carreras ilegales.
Imagino que ni aun por esas, pese a su
bondad y humanidad, dos
particularidades de las que Pace
carecía, su historial iba a estar limpio.

—Señorita Oliphant —la doctora,


impecable en el interior de aquella bata
blanca, me observaba sosteniendo una
libreta de diagnóstico en sus manos—,
¿qué es lo que le ha ocurrido?
—Es un poco largo de explicar —bufé,
tumbada sobre la cómoda cama de
aquella pequeña habitación.
—Si lo requiere, puedo pedir un poco
de intimidad —musitó, echándole una
rápida mirada a Colt, quien no se
separaba de mí.
—Oh, no, él no me ha hecho nada, por el
amor de Dios.
—Tiene una lesión costal —explicó, sin
darle más vueltas a la presencia de Colt
en la habitación—. Lo que viene a ser,
exactamente, una contusión costal. Es
normal que sienta el dolor expandirse
por toda la zona. Se trata de una lesión
que, definitivamente, duele más que una
fisura propia en las costillas. Al darse el
caso de que su músculo intercostal se ha
visto bruscamente golpeado, existe la
posibilidad de que haya sufrido un
desgarro.
—No quiero que me pinche.
—No va a ser necesario —replicó, tras
escribir sobre el folio de su libreta—.
Lo único que voy a pedirle es que se
tome las cosas con calma, haga todo el
reposo necesario para que, poco a poco,
el dolor vaya disminuyendo. Lo que
quizá necesite sea un vendaje adhesivo
sobre la zona, para facilitar la mejoría.
—Pero no me va a pinchar, ¿verdad?
—No, señorita Oliphant —sonrió,
apoyando su mano sobre mi antebrazo
—. Siga con las aspirinas y haga un
reposo completo. No se mueva, no se
fuerce e intente respirar con normalidad,
en la medida de lo posible —pronunció,
guardándose el bolígrafo en el interior
del bolsillo de la bata—. Ahora
mandaré a una enfermera para que le
coloque el vendaje adhesivo.
—Gracias, doctora.
—Mejórese.
La enfermera retiró mi camiseta con
suavidad y tentó de desabrocharme el
sujetador, con lentitud. Colt al observar
mi desnudez, decidió darme la espalda,
permitiéndome cierta intimidad. Era tal
el dolor de mi torso que lo que menos
me importaba es que fuese testigo de mi
desnudez, a decir verdad.
El vendaje neuromuscular, si es que así
se llamaba, consistía en diferentes tiras
de un color llamativo. En mi caso, se
trataban de tiras negras y rojas de lo más
bonitas. Las fue colocando sobre la zona
entumecida, haciendo que aquellas tiras
se adhiriesen a mi piel, ejerciendo una
leve presión que, por momentos, creí
que me aliviaba.
Me recordó la toma de la aspirina plus,
perfecta para el dolor y perfecta como
efecto analgésico. Debía tomar un
comprimido cada cuatro o seis horas,
dependiendo del grado de dolor y debía,
por supuesto, suspender el tratamiento al
sentir mejoría completa.
En el estado en el que me encontraba,
dudaba mucho de que esa mejoría
llegase en algún momento.

—Estas tiras reducen la inflamación,


mejoran la circulación sanguínea,
tienden a eliminar el dolor muscular,
mejora la contracción muscular y mejora
el rango de amplitud articular —explicó,
ayudándome a colocarme el sujetador y
la camiseta ancha—. En unos cinco días
podrás retirar las tiras y no te preocupes
por el agua, pueden ser mojadas así que
no necesitaras taparlas o retirarlas para
las duchas. Son permeables.
—Entendido.
—¿Quieres que llame a la doctora para
que mire tu…? —Señaló mi mandíbula y
me lleve la mano a la zona, negando con
la cabeza—. ¿Estás segura?
—El hielo hará su trabajo, no te
preocupes.
—Está bien, como desees —nos
observó a Colt y a mí y forzó una
sonrisa—. Tened un buen día.
—Gracias —respondimos los dos a la
vez.

Colt se cercioró de que estuviese


completamente cómoda antes de
arrancar el coche. Había incluso
insistido en que inclinase el asiento,
para poder estar levemente tumbada y,
así, no soportar toda la presión sobre
mis costillas. Condujo con prudencia y
concentración, dándole al botón de mi
ventanilla para que ésta bajase y
consiguiese refrescarme con el aire que
se colaba por ésta. Lo agradecí con un
pequeño murmuro.
Estaban siendo unos días tremendamente
calurosos y prefería el aire natural que
el aire acondicionado.
Cuando aparcó en el interior de la
fábrica, tras avisar a Gray de que
llegaríamos en breve y que debía abrir
la puerta grande, me ayudó a bajar con
cuidado. Escuché cómo unos pasos
resonaban por todo el suelo y, después
de echar un vistazo por toda la estancia,
descubrí a Alek encaminándose hacia
mí.

—¿Qué ha dicho el médico? —Preguntó,


quedándose ante mí.
—Que tengo una… —Callé, mirando a
Colt —. ¿Qué es lo que ha dicho
exactamente?
—Contusión costal con el músculo
desgarrado —respondió Colt,
acariciando mi espalda y dirigiéndose,
junto a Gray, a otra de las zonas de la
fábrica.
—Eso —susurré.
—¿Cómo te encuentras?
—Hecha polvo, si te soy sincera.
—Dijiste que no te habían dado una
paliza —espetó, con seriedad.
—Me golpeé con la pared.
—Una contusión costal con desgarre
muscular no se produce por un choque
contra una pared, Johanna.
—Muchos jugadores de baloncesto lo
sufren con tan sólo chocar con otro.
—La marca que tienes sobre las
costillas no es…
—¿Has mirado mi torso? —Inquirí,
enarcando una ceja.
—Mientras dormías no hacías más que
apretar la zona con tu mano,
revolviéndote y…
—Me golpeé contra una pared —volví a
decir, tajante.
—Sólo me preocupo por ti, sabes que
puedo enviar a Pace a que se ocupe de
quien sea que te haya he…

Contuve mis ganas de echarme a reír.


Hubiese sido divertido ver cómo Pace
se ejercía daño a sí mismo, pues no
había otro culpable. Él había sido el
artista que había conseguido, con un
puñetazo que en su momento no parecía
haberme dolido tanto, que mi musculo
intercostal o costal, lo que fuese, se
desgarrase.

—No será necesario —le interrumpí,


depositando un casto beso sobre sus
labios.
—Como veas oportuno.

Me rodeó con sus delgados pero


fibrosos brazos, apoyando su barbilla
sobre uno de mis hombros. Me meció
con ternura y cuidado, como si estuviese
abrazando a una muñeca de porcelana a
la cual no tenía intención de romper.

—¿Cómo ha ido con los de Grant? —


Pregunté, separándome suavemente.
—Ha sido una noche larga y de que
poco no pierdo a dos de los míos.
—¿Por qué?
—Porque Ewan tiene la lengua muy
suelta —respondió, con cansancio—. Le
he dicho mil veces que se olvide de su
enemistad con uno de los socios de
Miles, pero no sabe controlarse. No
tiene ningún control y, a veces, creo que
ni yo tengo control sobre él. Empiezo a
pensar que no me tiene ningún respeto y
que, dicho de otro modo, no tiene ningún
respeto por sus compañeros. Al final
acabará llevándonos a una enemistad
que, por seguro, no me interesa tener con
los del condado de Grant.
—No te lleves a Edwan a tus reuniones
con los de Grant y fin del problema.
—No somos tantos como antes,
princesa. Si no me llevo a Edwan, ¿a
quién me llevo?
—¿A Colt? Ha demostrado ser más que
un simple chófer.
—A Colt lo necesito aquí, contigo, por
si tiene que llevarte a cualquier lugar
seguro.
—Es de los mejores conductores, pero
no el único.
—Pace domina la moto, no el coche —
replicó, seco.
—No me refería a Pace —mentí,
pasando mi pulgar por su barbilla—.
Gray conduce bien, no sería la primera
vez que nos saca de un lío en caso de
necesitarlo.
—Gray es mejor en los cuerpo a cuerpo,
princesa.
—Entonces me temo que tienes razón y
no sois tantos ya.
—Tendré que intentar reunirme con
otros condados, quizá puedan ayudarnos
—musitó, pensativo, hablando para sí
mismo. Dejó escapar un profundo
suspiro y se encogió de hombros—. Voy
a mandar a Colt a por unos cafés.
¿Quieres uno?
—Sí.
—Ahora mismo iré a la sala. Tú procura
tumbarte y relajarte.
—Gran idea.

Quedarme tumbada sobre el colchón era


lo más aburrido que podía sucederme a
excepción de que, desde hacía dos años,
ni siquiera trabajaba. Me pasaba todos
los días en la fábrica, disfrutando de la
compañía de Alek cuando éste me
deleitaba con su presencia. Si no, veía
películas, escuchaba música y me
hinchaba a comer palomitas de
mantequilla.
No necesitaba trabajar pero lo cierto es
que empezaba a echarlo de menos. No
era cuestión de ser una mantenida,
aunque la sensación no llegaba a
desagradarme del todo. No era mentira
que no me faltase de nada arropada por
Alek, pero prefería también las noches
de los sábados en los que él se tomaba
horas libres y nos reuníamos todos con
las familias de algunos de sus socios.

— Colt ha traído tu ensalada preferida,


del lugar ese vegetariano del centro —
masculló Alek, adentrándose en la sala
—. Ha pensado que estarías hambrienta.
— Colt es un encanto.
—Le he pedido que vaya a por una cama
decente. No puedes seguir durmiendo en
ese colchón hinchable.
—Dijimos que iría a Ikea y…
—En tu estado no vas a moverte de la
fábrica —dijo, cortándome bruscamente.

Fue la primera vez que le escuché


dirigirse a mí con tal autoridad.

—Está bien.
—No pretendía ser bor…
—He dicho que está bien —volví a
decir, sin querer discutir. Recibí el
envoltorio que cubría la ensalada sobre
mis manos y escuché cómo mis tripas
rugías—. Gracias.
—El café para después, ¿vale?
—Vale.

Mis papilas gustativas se deleitaron con


el intenso sabor de la lechuga con
diferentes hortalizas y queso cortado en
pequeñas y finas tiras. Me recreaba a la
hora de masticar, dejando que mi cabeza
se posara contra la pared tras mi cuerpo.
Las tiras podían no ser milagrosas pero,
por descontado, estaban logrando que la
tensión de la zona disminuyese
considerablemente.
El café reactivó toda mi energía,
evitando que la plena digestión me
produjese un insoportable sopor. No
importaba cuánto hubiese dormido, si mi
cuerpo me lo pedía, aunque fuese por un
corto periodo de tiempo, podía echarme
a dormir de nuevo.

—Alek —siseé, viéndole concentrado


sobre su escritorio—, ¿dónde está Pace?
—Asuntos propios —respondió, sin
alzar la vista de los papeles que
estudiaba.
—¿A qué te refieres?
—Se ha pedido unos días libres —
explicó, retirándose las gafas que
utilizaba para vista cansada, girando su
rostro hacia mí—. Lo hace cada dos
meses.

Asentí con la cabeza, al tiempo que un


jaleo se expandía por la fábrica. Colt
había vuelto de Ikea y llevaba el coche a
rebosar de cajas. Se había ocupado de
comprar una cómoda cama, junto a un
cómodo colchón y unos amplios
almohadones.
Los dos me obligaron, verbalmente, a
tumbarme en el asiento del copiloto del
coche, mientras ellos se ocupaban de
montarlo todo. No podían pedir el
servicio que ofrecía la propia cadena,
porque debían desconocer cualquier
paradero que Alek utilizase.
Estar quieta era lo más aburrido que
había en el mundo, y eso que el tiempo
que empleaba en la fábrica no solía ser
invertido en ningún tipo de actividad
movida, divertida o festiva.
Alargue la mano hacia las llaves del
coche, poniéndolo en marcha para poder
pulsar los botones del reproductor de
música. En el interior de la fábrica, la
señal de radio no parecía funcionar del
todo. Por suerte para mí, Colt contaba
con un pequeño cableado que podía
conectar el teléfono móvil al aparato
reproductor.
Deslizando mi dedo pulgar por la
pantalla, seleccioné una de las listas de
reproducción que más escuchaba. Opté
por la canción No hurry del grupo Zac
Brown Band, siendo una canción que me
profería una cierta tranquilidad. La
melodía era igual de maravillosa que el
olor natural de la tierra mojada.
Algunas personas tenían cierta atracción
por la esencia que desprendía la
gasolina, otros preferían aspirar el
esmalte de uñas, algunos concebían el
olor del incienso de vainilla como el
mejor aroma habido y por haber. En mi
caso, disfrutaba del olor que desprendía
la tierra y la vegetación tras una
tormentosa noche de lluvia.

Existían otros aromas que me agradaban,


como era el caso de la hierbabuena que
distinguía a Alek de los demás. Podía
ser que me hubiese acostumbrado a ello
y podría ser, también, que me costase
imaginar percibir otra esencia que no
fuese la suya noche tras noche. Y sin
embargo existía otra fragancia que me
cautivaba desde hacía tres años.
Un perfume que, desde hacía un par de
horas, no se adentraba en mis fosas
nasales pero que, por otra parte, me
había intoxicado en nuestro último
encuentro.
Me arrepentía de haber confesado mis
sentimientos a Pace, si es que él los
había recibido tal y como los había
expuesto. Y no podía evitar preguntarme
si su decisión de tomarse unos días
como asuntos propios venía a su
incomodidad respecto a ellos. Las cosas
habían, evidentemente, cambiado.
Por desgracia, debía ser paciente y
esperar a alguno de sus movimientos. Lo
conocía lo suficiente para saber que no
trataría de marear la perdiz, que iría
directo al grano y que, si continuaba con
sus deseos de hacerme picadillo, se
encargaría de mí sin problemas. No
confiaba en que al exponerle mis
verdaderos sentimientos su opinión
hacia mí cambiase. De hecho, en la línea
de su perturbación, era capaz de creer
que todo era una táctica para ganarme su
confianza.

Al escuchar la letra que se dispersaba


por el interior del coche, toda mi piel se
puso de gallina. Sentí que, a cada
palabra que se expresaba en la canción
Colder Weather del mismo grupo que
señalaba la lista de reproducción, mi
cuerpo reaccionaba inexplicablemente.
Siempre había tenido una ligera
sensibilidad por la música, por las
profundas letras que te invaden y te
acompañan a vivir una misteriosa
aventura e historia de tres minutos. Era
como ser protagonista de una breve
película, con su principio y su final
abierto o cerrado, dependiendo de la
trama.
Era la primera vez en mucho tiempo que
me sentía tan sensible, tan débil ante
todo.
La primera vez que me preguntaba qué
había hecho para adentrarme en ese
bucle sin salida que, como había dicho
el inspector, yo misma había escogido.
Con los ojos cerrados, deseé aspirar la
fragancia Ultraviolet que Pace
desprendía.
Capítulo cinco
Habían pasado cuatro
días y sólo ahora empezaba a notar una
clara mejoría. Las aspirinas cada seis
horas habían hecho su labor y, por
supuesto, las tiras adhesivas contra mi
piel parecían haber ayudado de una
forma u otra a la favorable evolución
del dolor.
Todavía había movimientos que
resentían mi musculo intercostal pero,
por cómo lo veía y sentía, al menos
podía ir al cuarto de baño sin que Alek
o Colt me llevasen en brazos. Así como
también podía incorporarme, aunque
fuese con cuidado, para salir y fumarme
un cigarrillo.
Alek me había traído unos deliciosos
bollos rellenos de crema, junto a un
largo café con un sobre de azúcar. Por
lo que había conseguido desayunar,
rodeada de una sala que, gracias a Colt,
empezaba a coger forma.
¿Por cuánto tiempo? No tenía ni idea.
Era lo que me molestaba del negocio de
Alek.
Nunca sabía cuándo iba a tener que salir
corriendo, una vez más, hasta dar con
otra fábrica en la cual asentarnos. Si por
mí fuese, hubiese puesto en venta mi
apartamento. Sin embargo, no corría de
mi cuenta su conservación.

Vestida con unos largos pantalones, en


los cuales cabían dos como yo, y una
camiseta de tirantes ancha y blanca, salí
de la sala para dar una vuelta por la
fábrica. Al haber notado la clara
mejoría, mi intención era ejercitar mi
cuerpo tras haber estado demasiado
tiempo tumbada sin apenas moverme.
Colt se estaba encargando, junto a Gray,
de ojear el motor del coche que había
permanecido en aquella fábrica desde
antes de nuestra llegada. Los dos
estaban con cómodas ropas, totalmente
llenos de grasa y aceite por los brazos,
empapados casi en sudor por el calor
que hacía en el interior de la fábrica. Ni
siquiera sabía si es que corría algún tipo
de ventilación por el lugar.
—¿Dónde está Alek? —Les pregunté,
con la caja de cigarrillos y el mechero
entre mis manos.
—Está con Pace, ocupándose de Ewan
—respondió Gray, limpiándose la mano
con un trapo de tono verdoso.

En esa escueta respuesta recibí dos tipos


de información.
Uno, Pace había vuelto a la fábrica
después de cuatro días sin dar siquiera
señales de vida. Dos, si Ewan estaba
sólo con Alek y Pace… Si los tres
estaban reunidos era porque las cosas no
pintaban bien para él. Incluso Gray
había pronunciado el verbo
“ocuparse”…
Salí por la parte trasera de la fábrica,
encontrándome con un montón de hierba
que necesitaba, con urgencia, ser
cortada y erradicada. Las plantas eran
largamente más altas que yo y eso sólo
incitaba la existencia y convivencia de
bichos de toda clase.
El cigarrillo se colocó entre mis labios
y a la primera calada, mis costillas
cedieron un poco. Imaginé que no iba a
ser fácil volver a recuperar mi soltura
respecto a la respiración, pero mi
paciencia tenía un límite. Un límite que,
por cierto, ya había superado con
creces.
Escuché un fuerte sonido a uno de mis
lados, descubriendo a Pace con el torso
desnudo cerrando la persiana de una
pequeña furgoneta con fuerza. Su mano
derecha golpeó ésta, provocando otro
estruendoso sonido.
Los músculos de su espalda se contraían
al tiempo que respiraba acelerado.

La furgoneta se puso en marcha y él se


concentró en observar cómo desaparecía
por la zona industrial que nos rodeaba.
Se dio la vuelta, con un cigarrillo liado
sobre los labios y elevó las manos hasta
éste para volver a encenderlo con su
mechero de color rojo. Tomó una
profunda calada y, sin soltarlo de entre
sus dedos, índice y corazón, pasó el
dorso de su mano por su frente,
acalorado.
Tenía unos trabajados y anchos brazos,
pues podían apreciarse unas leves
marcas alrededor de sus músculos.
Como también podía apreciarse la
musculatura de su trapecio, por encima
de sus hombros.
Su vello, de tonalidad más oscura que su
rubio oscuro, se extendía desde casi la
zona en la que sus clavículas se
juntaban. Se expandía sobre sus
pectorales, marcados pero no con
exceso, hasta su vientre el cual no
parecía mostrar ningún tipo de excesivo
ejercicio físico. No se apreciaba
tampoco una falta de ello.
Mis ojos siguieron observando el
recorrido de su vello, que terminaba
juntándose con el que se ocultaba bajo
la goma de su ropa interior de color
negra. Podía ver las dos líneas que se
marcaban hacia su pelvis y…
Me ha visto.

Desvié la mirada, sintiendo cómo la


ceniza caía sobre uno de mis nudillos
con alguna partícula todavía lo
suficientemente caliente como para
quemarme por un segundo. Me quejé,
gruñendo por lo bajo y soplé sobre la
zona, llevándome el cigarrillo de nuevo
a la boca.
Me obligué a mantener los ojos puestos
sobre las altas hierbas a pocos metros
de mí. No obstante, tenía curiosidad por
saber si estaba acercándose, si se había
ido o se había mantenido ahí, fumando
en silencio.
Miré por el rabillo del ojo hasta
dejarme vencer por la curiosidad,
descubriendo que él ya no estaba allí.
Respiré más tranquila.

—¿Cómo te encuentras? —Su voz me


sorprendió, apareciendo por el lado
contrario.
—Joder —mascullé, recogiendo el
cigarrillo que había caído al suelo. Lo
soplé y volví a sostenerlo entre mis
dedos—. A excepción de que casi me
rompes la caja torácica y que casi me
matas del susto ahora mismo, me
encuentro bien.
—No seas exagerada, Alek me ha dicho
que ha sido una contusión costal.
—Con desgarre de músculo —le
recordé.
—Podría haber sido mucho peor.
—Eso no me deja mucho más tranquila,
¿sabes?
—A mí tampoco. No me gusta de lo que
soy capaz.

Tomó el cigarrillo entre su dedo pulgar


y su dedo índice, dándole una profunda
calada antes de dejarlo caer al suelo y
darle un suave pisotón para apagarlo.

—Deberíamos tener la fiesta en paz —le


dije, manteniendo mi cara hacia el
campo que seguía ante mis ojos—.
Siempre podría decir que fuiste tú
quien…
—No me amenaces, Johanna. No soy yo
el que tiene sentimientos por ti.
—¿Crees que Alek te creerá?
—Me ha dicho que has estado
preguntando por mí —replicó,
encogiéndose levemente de hombros. Se
pasó la mano derecha por el pecho,
acariciándose—. No me sorprendería
que empezase a creer que sientes algo
por mí.
—No te permitiré usar eso en mi contra.
—Deberíamos tener la fiesta en paz —
me parafraseó, apoyando su mano sobre
mi hombro derecho y apretando con la
yema de sus dedos suavemente—.
Aunque sea por el momento, el tiempo
que te recuperes del todo.
—¿Dónde has estado?

Cerré los ojos y aspiré profundamente,


aunque intentando disimular, el aroma
que desprendía. Era cierto que con el
sudor la fragancia se veía un poco
reducida, pero no me importaba. Me
encantaba esa dichosa fragancia que
sólo el hombre más inhumano de mi
alrededor podía llevar.

—¿A ti qué te importa? —Espetó,


soltando mi hombro.
—Has estado cuatro días fuera y…
—No veo qué relevancia tiene para ti.
—¿Qué ha ocurrido con Ewan? —
Pregunté, en un susurro, dirigiendo mis
ojos hasta él.

Vi cómo su entrecejo se relajaba y cómo


su comisura derecha se elevaba
lentamente, esbozando una maliciosa
mueca cuya sonrisa orgullosa era total e
impasible.
Sentí ganas de golpearle la cara con mis
rodillas e incluso imaginé cómo lo
inclinaba hacia ellas, alzando mi rodilla
hasta su rostro sin descanso. ¿Cómo
podía siquiera disfrutar haciendo eso?
Su fisonomía facial ya había estado
cubierta por marcas creadas por Alek.
Sin embargo, el hematoma que había
surgido de su comisura ya había
desaparecido y el corte sobre su tabique
nasal estaba en proceso de hacerlo
también.

—Eres vomitivo —pronuncié, al tiempo


que mis puños cerrados golpeaban su
pecho con la suficiente fuerza como para
que diese un paso hacia atrás antes de
sostener mis muñecas con sus manos—.
No me toques —le gruñí, apartando mis
manos con aversión.

Levantó sus manos, asintiendo


suavemente con la cabeza y dando un
paso hacia atrás.

—No vuelvas a preguntar por lo que no


deseas saber —masculló.
—Es increíble que ni siquiera te pese la
conciencia…
—No hago lo que hago por voluntad
propia.
—¡Venga ya! —En mi rostro se esbozó
una irónica carcajada, perpleja por lo
que acababa de escuchar—. ¿Tienes la
poca decencia de decir que no lo haces
por voluntad propia, de verdad? Resulta
muy triste que intentes engañarte de ese
modo, Brantley.
—Deberías dejar de hablar creyendo
saber todo, Johanna.
—Y tú deberías dejar de usar gomina,
Pace. De verdad te digo que te está
licuando el…
La distancia que había entre nuestros
cuerpos se quebró cuando él dio un
largo paso hacia mí, permitiéndome
estar a la altura de su esternón. Tuve que
levantar el rostro hacia él, con plena
intención de demostrarle que no iba a
provocarme el suficiente pavor como
para huir. Que lo hacía, sí… Pero no
había necesidad de ser tan evidente.
Apretó su frente contra la mía, como si
estuviese encarándome y frunció los
labios, al tiempo que su mandíbula se
tensaba. El maxilar superior presionaba
contra el inferior y viceversa, mientras
clavaba sus intensos ojos color plomo
en los míos.

—Sabes que el gel fijador tiene


particularidad lubrificante, ¿verdad? —
Susurró, con cierta lentitud,
pronunciando conscientemente palabra
por palabra.

Mis labios se despegaron, aturdida, ante


el susurro que acababa de profesarme.
Sin embargo, él se echó a reír
apartándose y encaminándose para
rodear la fábrica y entrar por la puerta
principal.
Tiré al cigarrillo al suelo, sintiendo que
un instinto asesino empezaba a nacer en
mí.
Me adentré en la fábrica, empezando a
buscarle con la mirada.
Podía haberme pillado por él hacía tres
años sin conseguir eliminar ese
sentimiento todavía, podía haber sido lo
suficientemente provocadora para que
me las devolviese verbalmente hablado
y, sí, quizá hasta había buscado discutir
con él sólo para tener su maldito
perfume perforándome las fosas nasales.
Pero una cosa estaba clara…
Él no iba a quedar por encima de mí a
base de amenazas, advertencias o
coacciones.
Los tipos como Pace no debían creer
que tenían ni una sola partida ganada.

—Eh, ¿dónde ha ido Pace? —Le


pregunté a Colt.
—Pues creo que se está duchando en la
planta de abajo —respondió,
sorprendido por mi pregunta.
—¿Tenemos planta inferior?
—Sí.
—No lo sabía —mascullé, para mí
misma—. ¿Y Alek?
—Se ha ido con Gray a la ciudad.
Dijeron que no tardarían.
—Te pediré un favor, Colt —dije, sin
conseguir dejar de fruncir el entrecejo
—. Voy a ir a encararme a Pace, en el
caso de que me escuches gritar, te
agradecería que vinieses en mi
búsqueda —le comuniqué.

Veamos…
Podía tener cierto carácter y, sin duda,
quería enfrentarme a él. Pero tampoco
era una inconsciente suicida.

—¿Qué? —Inquirió, sin entenderme.


—Que si me oyes gritar, vengas a por mí
al piso de abajo.
—Está bien.
—Sin decir nada a nadie —le recordé.
—Está bien —volvió a pronunciar,
todavía con una mueca que denotaba
desconcierto.

Caminé hasta encontrar las escaleras de


caracol que llevaban a la planta inferior.
Deseaba, a medida que mis pies
avanzaban con la velocidad de la que
era capaz, que nadie estuviese allí
excepto Pace. De ser así, no tendría la
valentía de enfrentarme aunque quizá un
poco más de seguridad…
Escuché el agua correr a un extremo,
encontrándome en una sala repleta de
cajas y viejo inmobiliario que, por culpa
de las humedades, estaba totalmente
destruido. Me encaminé hacia la puerta
corredora y tiré de ella con la suficiente
fuerza como para provocar un
escandaloso sonido.
Pace, de pie sobre el viejo plato de
ducha, giró su rostro hacia atrás
sorprendido por mi ruidosa intrusión.
Frunció el entrecejo, sin darse la vuelta,
permitiéndome ser testigo de sus fuertes
glúteos y parte trasera de sus muslos. Su
espalda ya la había visto con
anterioridad…

—¿Qué cojones haces? —Preguntó,


pasándose las manos por el cabello bajo
el poco chorro de agua que caía. No
parecía importarle que viese su
desnudez.
—Quiero dejarte un par de cosas claras,
Brantley.
—¿No tienes otro momento?
—No —respondí, tajante.
—Si es otro de tus ataques en los que
buscas provocarme, te diré que…
—Cierra la boca —le corté, cogiendo
una pequeña tabla de madera que había
en el suelo y decidiendo tirárselo.

La tabla chocó contra su hombro


izquierdo con una velocidad y fuerza
suficiente como para provocarle una
cisura enrojecida bajo el omoplato. Su
bramido resonó contra las desgastadas
paredes de la ducha y, sin ni siquiera
apagar el grifo del agua, tomó una toalla
para rodear su cintura y apresurarse a
llegar hasta mí. No obstante, el suelo de
aquella pequeña sala, separada de la
parte de abajo por una simple puerta
corredera en forma de acordeón, estaba
cubierto de resbaladizas baldosas.
Su talón se deslizó en exceso,
haciéndole perder el equilibrio hacia
atrás y caer de espaldas, con el cuello
tenso para no golpearse la cabeza contra
el suelo.
¡Ésta era la mía!

Me agaché junto a él y cubrí su ancho


cuello con una de mis delgadas y
cuidadas manos. Ejercí una suave
presión, intentando no dejarme llevar
por el instinto que había hecho pequeño
acto de presencia en el interior de mi
cuerpo. No conseguía adivinar si
pretendía asustarle, aun a sabiendas de
que no lo lograría, o intentaba dejarle
claro que no iba a pasar por encima de
mí a base de frases destructivas como él
mismo.
Era cierto que estaba abusando de la
situación, sabiendo perfectamente que el
golpe que acababa de dar su espalda
contra el suelo era suficiente para que se
quedase debilitado por unos momentos,
pero no podía evitarlo.

—Tendrías que agradecerme no haberle


dicho a Alek que se te había ido la mano
conmigo —murmuré, viendo cómo
intentaba incorporarse del suelo. Mi
mano presionó contra la nuez de su
cuello, haciéndole retroceder—.
Deberías darme las gracias por no
haberle dicho que todo el dolor que he
estado sufriendo estos días era por tu
culpa, por tu brutalidad y tus malditas y
sucias ganas de acabar conmigo —sus
dedos rodearon mi muñeca, apretándola
con la suficiente fuerza como para
contemplar, yo misma, la posibilidad de
dejar de agarrar su cuello. Sin embargo,
no me empequeñecí—. ¡Podrías tener en
consideración que no le dije
absolutamente nada y que ese es el
verdadero motivo por el cual no ha
acabado contigo! —Abrió los ojos,
clavando su mirada en la mía al
escucharme alzar la voz. Su pecho subía
y bajaba con rapidez. Noté cómo su
garganta se movía bajo la palma de mi
mano al tragar saliva—. Podrías, al
menos, por un maldito momento de tu
asquerosa existencia en este mundo,
tener en consideración que podría
haberte destrozado la vida y no lo hice.
Y por ello, al menos por ese puto
momento en el que no le dije que me
habías golpeado, podrías dejar de
perseguirme con tus repugnantes frases
que tienen como objetivo acabar
conmigo y reducirme a nada…

No era capaz…
No era capaz de rebajarme a su altura,
ni siquiera era capaz de provocar una
presión contra su cuello.
Su mano derecha tomó mi barbilla,
obligándome a mirarle, cuando mi mano
abandonó la zona de su cuello.

—Johanna —susurró.
—Sólo, por una vez en tu vida, intenta
confiar en mí. Deshazte de esa maldita
sed de sangre que tienes conmigo,
porque no te he hecho absolutamente
nada —seguí pidiéndole, rezando para
que mi voz no se quebrase antes de
tiempo.
—Johanna…
—Ni he vendido a Alek, ni te he
vendido a ti, ni tengo intención de…
—Johanna —volvió a susurrar.
—¿¡Qué!?

Se incorporó sobre el suelo de baldosas,


recolocándose la toalla correctamente y
volvió a tomar mi barbilla para
obligarme a mirarle a los ojos. Su
cabello seguía húmedo, dejando caer
algunas gotas por los lados de su rostro,
mientras el agua seguía sonando de
fondo.
—¿Qué? —Volví a inquirir, viéndole
mirarme con esos impasibles ojos color
plomo.
—Duerme con un ojo abierto… Porque
te juro que cuando te pille
desprevenida… —Dejó escapar entre
sus finos pero carnosos labios—. Pienso
ocuparme personalmente de que desees
no haber existido ni durante el más feliz
de tus recuerdos —su mano se desvió
hasta mi costado, todavía con las tiras
adhesivas contra la piel y, rodeando mi
caja torácica con su amplia mano,
presionó con los dedos fuertemente.
Contuve el gemido de histeria en el
interior de mi garganta, provocándome
dolor por el mismo hecho de aguantarlo
—. Ahora lárgate.

Si pudiese… Si mi cuerpo obedeciese a


mis impulsos nerviosos para levantarme
de la maldita posición en la que me
había colocado… Si mis costillas me lo
permitiesen en ese momento…

Contemplé cómo su cuerpo se levantaba


por completo, intentando caminar con
lentitud sobre el húmedo suelo que, por
culpa de múltiples factores, estaba
totalmente resbaladizo. Caminó con
dificultad, llevándose una mano a la
parte baja de la espalda y, alzando mis
ojos hasta él, pude ver cómo quedaba
una franja roja con una leve apertura por
la cual brotaba un poco de sangre bajo
su omoplato. La tabla de madera le
había dejado marcado.

—No lo has dicho en serio —musité,


apoyando mis manos contra la pared
para poder levantarme por fin.
—¿Quieres ver cuánto en serio hablo?
—bufó, cogiendo la manguera de agua
que conectaba la extraña y vieja
alcachofa hasta el propio grifo. Detuvo
la corriente de agua con su mano libre,
rodeando la manguera con su otra mano.
—N…
—Que juegues con ventaja, Johanna, no
implica que no tenga ninguna
posibilidad de ganar —dijo, antes de
que pudiese replicarle—. Es más,
¿sabes qué? Estoy cansado de los
jueguecitos contigo. Si quieres ser
inconsciente, adelante —me animó a
acercarme a él con su mano libre—. Ven
y pruébame de verdad.
—¿Y qué le dirías a Alek, eh?
—Me desharía de tu cuerpo antes de que
pudiese preguntar.
—Está a punto de volver a la fábrica.
—Puedo ser rápido —me aseguró,
aunque poniendo una mueca pensativa.
—Dejemos de discutir, sólo quería que
entendieses que no es mi intención
ven…
—Me has buscado, me has provocado y,
qué coño, me has tocado los huevos —
espetó, enfurecido y dolorido al mismo
tiempo—. No sé siquiera si mi poca
paciencia me permitirá divertirme
contigo antes de contemplar cómo coges
tu última bocanada de oxígeno entre mis
manos.

¿Por cuánto tiempo estuvimos


mirándonos con tal frialdad y
desconocimiento?
No supe por cuánto tiempo estuvo
mirándome a los ojos, provocándome
una nauseabunda sensación por todo el
cuerpo. Frialdad, descontento, ira, rabia
y toda una serie de sentimientos
encontrados que no hacían más que
confundirse a sí mismos.
Me provocaba inseguridad, me
provocaba temor y aun así, una parte de
mí se activaba del modo más entrañable
posible.
Cuando volví a ser consciente de mis
movimientos, la ira ya me había
corrompido y me encontraba sobre el
plato de la ducha intentando forcejear
con él para rodear su garganta con la
misma manguera que él había sostenido
amenazante. Volvió a abrir el grifo del
agua, empapándome por completo con
agua helada mientras mis zapatillas
resbalaban contra el suelo de la ducha.
Su brazo izquierdo yacía contra mi
garganta y tuve que sostener su
antebrazo para no perder el equilibrio
por el forcejeo y el suelo resbaladizo.
Mi codo intentó golpear, en varias
ocasiones, su abdomen, hacia atrás. Pero
por la fuerza que ejercía bajo mi
mandíbula, podía notar cómo mis pies
empezaban a perder el contacto con el
suelo. Mi espalda estaba totalmente
apoyada contra su pecho y la asfixia
estaba dominándome.

—¡Pace! —La voz de Colt heló mi


cuerpo con más brío que el agua que
seguía cayendo contra mi cuerpo
estrepitosamente—. ¡Suéltala!

Escuché el gutural gruñido provenir de


lo más profundo de su pecho,
soltándome de forma brusca y casi al
instante. Se inclinó para cerrar el grifo
del agua y yo, todavía con el temblor de
no haber recibido todo el aire que
necesitaba, me llevé la mano izquierda
alrededor de la garganta y llevé mi codo
hasta la boca de su estómago, golpeando
con toda la fuerza de la que era capaz.

—¡Johanna! —Colt pronunció mi


nombre, como si estuviese
reprendiéndome. Noté cómo sus manos
me rodeaban ambos bíceps y tiraban de
mí para arrastrarme. Estaba ejerciendo
fuerza pues mi cuerpo estaba tan tenso
que pretendía seguir ahí hasta descubrir
si Pace era realmente capaz de cumplir
alguna de sus amenazas.
—Suéltame…
—Vámonos.
No había tenido tiempo para cambiarme
de ropa, quedándome todavía con las
ropas pegadas a mi cuerpo y escuchando
el inconfundible sonido que provocaba
el exceso de agua en mis deportivas.
Me quedé sentada en la butaca, como
Alek me había exigido, a la espera de
que volviese a la sala en la que
solíamos descansar.
Era imposible poner en palabras cuánto
resentimiento sufría mi cuerpo,
deseando destrozar todo el mobiliario
que me rodeaba y deseando, incluso,
echar fuego a toda la fábrica con la
suerte de, a poder ser, pillar a Pace por
el camino. Porque si en algún momento
había sentido la necesidad de
protegerle, definitivamente eso había
desaparecido cuando intentaba
asfixiarme con su escultural brazo
izquierdo.
Llevé mis manos al rostro, ocultándome
e intentando profundizar mis
respiraciones.

—Date una ducha —escuché a Alek y le


contemplé asomando la cabeza por la
puerta—. Dúchate, cámbiate de ropa y
hablaremos.

Nada más encontrarme desnuda en


aquella pequeña ducha, que sólo estaba
separada por una opaca cortina de ducha
blanca, dejé que mis rodillas cediesen
hasta que tocaron el suelo,
encogiéndome. El agua caía de forma
abrupta sobre mi espalda mientras me
encogía, todavía más, para echarme a
llorar en silencio y con la respiración
entrecortándose. La tarea de intentar
respirar se volvía más dificultosa por
momentos ya que mis gimoteos eran casi
incontrolables.
Las costillas dolían como si estuviesen
perforándome los pulmones, mi cuerpo
temblaba por una tensión que no había
sido capaz de erradicar pues, a decir
verdad, yo misma la había provocado.
El cabello me caía a ambos lados de la
cabeza, por encima de mis clavículas al
tiempo que observaba cómo mis manos
oscilaban por el miedo que se había
implantado en mi cuerpo y no parecía
querer marcharse.

En aquella misma posición, llevé mi


mano a las tiras adhesivas para acariciar
la zona durante unos breves segundos.
Cerré los ojos y empecé a tirar de ellas,
deshaciéndome del contacto que
ejercían sobre mi, ahora húmeda, piel.
Las dejé caer sobre el suelo de la ducha,
acariciando la zona con extrema
delicadeza al tiempo que intentaba
calmar el tormentoso llanto que, incluso
por su intensidad, causaba un agudo
dolor en mi garganta. Estaba
reprimiéndome, pese a dejar escapar
todas las lágrimas que mis ojos me
permitían. Estaba reprimiendo los
quejidos, los aullidos de rabia que se
amontonaban en mi cuerpo y deseaban,
arañándolo todo a su paso, brotar con
desmesura.
No era capaz de pensar con claridad y
lo único en lo que mi atormentada mente
pensaba, en ese preciso instante, era en
el claro mensaje de la canción Wake me
up de Avicii: así que despiértame
cuando todo haya terminado, cuando
sea sabio y mayor, todo este tiempo
estaba encontrándome a mí mismo y no
sabía que estaba perdido.
En mi cabeza sonaba como una melodía
lenta, toda llena de intensidad y
sufrimiento. Las mismas características
en las que me encontraba en ese
momento.

Salí del baño con una toalla rodeando


mi cuerpo y, visualizándome en un
pequeño espejo roto por las esquinas,
divisé unas inapreciables marcas
alrededor de mis brazos. Tenía la piel
blanca y sensible al contacto, así como a
los bruscos cambios de temperatura. Y,
de tantas veces que me habían sujetado
por los bíceps, unas violáceas marcas la
decoraban.

—Mi trabajo ya es suficientemente


jodido para tener que encontrarme, al
llegar a la maldita fábrica, que mi mejor
amigo y mi novia no hacen más que
intentar matarse mutuamente —
pronunció Alek, sin darme la
oportunidad siquiera de vestirme. Se
encontraba apoyado contra su nuevo y
oscuro escritorio de Ikea, con los brazos
cruzados bajo su pecho y desviando sus
ojos de tonalidad miel hacia mí y hacia
Pace, que se encontraba con el hombro
derecho apoyado contra la pared. La
misma pared que respaldaba la nueva
cama—. ¿Se puede saber qué es lo que
pasa por vuestra cabeza en estos
instantes? O, mejor dicho, ¿podéis
decirme qué es lo que pretendéis
intentando acabar con la existencia del
otro? —Nos señaló a los dos con uno de
sus dedos, rompiendo el cruce que sus
brazos habían formado minutos antes—.
Esto no es una maldita competición. Así
que si no empezáis a respetaros, aunque
sea un mínimo, voy a verme en la
obligación de ocuparme de que zanjéis
con vuestros asuntos pendientes. Y
creedme, no es lo que más me apetece
en este momento —resopló
profundamente, negando con la cabeza.
Sin embargo, su dedo índice seguía
señalándome con advertencia—. Deja
de buscar bronca, porque parece que
con tu simple presencia no hagas más
que andar metiéndote en jaleos. Con
todo lo que tengo encima, Johanna, no
puedo ocuparme de intentar arreglar
todo lo que jodes —gruñó, girándose
hacia Pace—. ¿Y a ti qué mosca te ha
picado, me lo quieres decir? ¿Se puede
saber qué es lo que intentas? He
soportado que desconfiases de ella
desde un principio y he respetado tu
punto de vista, pero te digo, desde ahora
mismo, que como no empieces a
mantenerte un poco al margen, las cosas
van a ponerse feas para ti, Brantley.
—¿Puedo hablar? —Inquirió, molesto
por el sermón.
—No —respondió Alek, con las venas
surgiendo de la tensión de su cuello—.
Las cosas no están yendo bien en el
negocio y todavía tenemos temas que
resolver con los de Roosevelt. Así que
si tu intención es seguir a mi lado, tío, te
recomiendo que te limites a hacer tu
maldito trabajo. Y tú, mejor que nadie,
sabe cuál es tu trabajo.
—Claro que lo sé —replicó Pace,
aguantando sus ganas de estallar.
—Pues sigue esa línea.
—¿Qué crees que estoy haciendo, eh?
—No me repliques, Brantley.
—Alek —prosiguió Pace, moviéndose
hacia su mejor amigo y jefe—, siempre
he cumplido con tus órdenes. Nunca,
jamás, incluso cuando no he estado de
acuerdo con tus decisiones, te he
cuestionado. Porque te respeto, porque
eres mi jefe pero, ante todo, eres
también mi mejor amigo. Tengo la
obligación de decirte que…
—No quiero que me digas nada —le
interrumpió Alek, alzando la mano para
mandarle callar—. Esto, lo que sea que
ha ocurrido entre vosotros, ha de
terminarse. Porque no voy a estar
pendiente de quién le clava el puñal a
quién —masculló—. ¿He sido
suficientemente claro y conciso al
respecto?
—Sí —susurré.
—Sí —respondió Brantley, a la vez.
—Bien.

El silencio me envolvió en la sala,


encontrándome de nuevo sola y
aferrándome a la toalla como si fuese el
único objeto capaz de mantenerme viva
en ese instante.
Me dejé caer sobre la cama, con los
pies en el suelo pero todo el tronco
superior tumbado sobre el colchón y me
quedé quieta observando el deterioro
del techo.

Puede que el inspector Holden no


estuviese tan equivocado y yo me
encontrase asustada por la situación en
la que me había visto metida en los
últimos meses en los que, por
descontado, habían ocurrido más cosas
que en todos los años que llevaba junto
a Alek.
Puede que tuviese razón cuando dijo que
no entendía en qué situación me
encontraba, en qué bucle me había
metido por voluntad propia.
Era insensata y sólo ahora era capaz de
verlo. Y sólo por ese motivo, veía
lógico escoger la opción de salvarme a
mí y sólo a mí. Sólo por ese motivo y el
peligro que no hacía más que rodearme,
era lógico vender a Alek y, con él, a
Pace.
Capítulo seis
Conseguí que Alek se
relajase, aunque fuese por unos
prolongados minutos antes de caer
totalmente agotado sobre mi cuerpo. Si
había una cosa de la que era capaz era
de entretenerle, obligándole a
desatender cualquier cuestión laboral, si
es que podía decirse así, que estuviese
concomiéndole en aquél momento.
Estaba molesto conmigo pues, por lo
que Colt le había contado, me había
comportado como una imprudente al
encarar a Pace en la ducha. Sin
embargo, no había nada que unas
caricias en la zona oportuna, unos besos
por los oblicuos de su abdomen, no
solucionasen.
Alek era rápido y directo en ese
aspecto.
No se preocupaba en cerciorarse de que
todo fuese bien, ni siquiera se
cuestionaba por qué me apetecía o por
qué buscaba, en ese momento, tener
relaciones sexuales con él.
Siempre estaba abierto a la posibilidad
de disfrutar y relajarse, pues el trabajo
que ejercía ocupándose de todos los
tráficos que llevaba a cabo era, en
ocasiones, una enorme carga que parecía
pesarle con demasía.

Me incorporé sobre la cama con


excesivo cuidado, sabiendo que Alek
solía estar atento a cualquier ruido por
menor que fuese. Recogí las pocas
pertenencias que había llegado a dejar
en aquella sala y observé el reloj de
mesita que marcaba las tres y media de
la mañana. No sabía cómo iba a llegar a
mi apartamento pero tuve la idea de
coger unos pocos billetes de la cartera
de Alek, con la intención de caminar
hasta un lugar menos abandonado y
pedir un taxi hasta el departamento de
policía.
De todos modos, ir a mi apartamento no
era una idea muy inteligente.

Salí de la sala con cuidado, tras haberle


echado un último vistazo a Alek.
Dormía boca arriba, con uno de sus
brazos por encima de su cabeza. Se le
veía descansado, diferente a cuando
había tenido aquella charla conmigo y
Pace, relajado, durmiendo
profundamente y, seguramente, soñando
con alguna cosa que le mantuviese
alejado de su duro papel de jefe
supremo.
Mis pies se movían con sigilo al tiempo
que mis manos se ocupaban de hacer una
alta coleta sobre mi cabeza. Escuché
unos pasos no muy lejos de mí y opté
por esconderme tras una enorme
estantería de hierro que albergaba unas
enormes cajas con diferentes objetos de
mecánica.
Esperé, escuchando cómo los pasos iban
alejándose y me mantuve con el costado
derecho apoyado contra la estructura de
metal. Tenía que ser prudente, respirar
profundamente para que ningún sonido
fuese causado por mí. Y en una de esas
profundas respiraciones, percibí la
fragancia de Pace.

Me giré con lentitud hacia atrás,


contemplándole con su manaza derecha
apoyada contra la misma estructura.
Apretaba con sus dedos una de las
estanterías de hierro, con el entrecejo
levemente fruncido mirándome con
desconcierto.

—¿No podemos dormir, señorita


Oliphant? —Inquirió, con sorna.
—Sólo estaba dando un paseo por la
fábrica.
—Claro…

Sujetó el asa de la pequeña mochila que


colgaba de mis hombros, tirando de ésta
para arrebatármela. La dejó caer al
suelo, a pocos metros de nosotros.

—¿Pensabas ir a alguna parte?


—A mi apartamento —susurré, como
confesión.
—¿Por algún motivo?
—Alek y yo consideramos que era más
oportuno que pasase los días en mi
apartamento, hasta que las cosas se
normalizasen.
—Cierto, algo me comentó —replicó,
poniendo unos leves morros al pensar en
ello.
—¿Se te han pasado las ganas de
asesinarme?

Descendió sus ojos hasta los míos, tras


haber estado mirando por encima de mi
cabeza durante unos pocos segundos,
mirándome en silencio. Sujetó mi
barbilla con su dedo pulgar y su dedo
índice, y mantuvo la presión por un
corto periodo de tiempo. Soltó mi rostro
y se agachó para recoger el asa de la
mochila, tendiéndomela.
Iba a ser la última vez que, por seguro,
le vería.
Lo empujé contra la pared que yacía en
paralelo a la estantería y, con mis manos
totalmente apoyadas sobre su pecho, me
coloqué de puntillas para pegar mis
labios a los suyos.

Escuché cómo la mochila volvía a caer


sobre el suelo. Un gesto que,
seguramente, había ocurrido por la
sorpresa que debía haberse llevado al
tenerme empujándole contra una pared
al tiempo que mis labios buscaban, con
descaro, unirse a los suyos.
Presioné mi boca contra la suya,
intentando entreabrir sus impasibles
labios. Mis dedos apretaban la fina tela
de su camiseta, atrapándola en el
interior de mis palmas.
Pronto noté cómo su mano cubría mi
garganta, ejerciendo una leve presión
contra la delicada zona para separarme
de su cara.
Creí que pronunciaría alguna de sus
horribles amenazas, que intentaría
provocarme un intenso pavor con
cualquier frase de las suyas e incluso
llegué a creer que, por cualquier motivo,
sus instintos asesinos seguían
floreciendo en él. No obstante, nada más
lejos de la realidad.

Mi espalda tomó contacto con la


estantería de hierro, la cual vibró al
recibir el golpe por parte de mi cuerpo e
inclinó su cabeza hacia la mía para, con
los labios entreabiertos, besarme con
ferocidad. Ni siquiera besando podía
dejar de lado su característica crueldad.
Su lengua se enfrentó a la mía con
procacidad, permitiéndome notar la
presión que sus gruesos labios ejercían
contra los míos propios. Su mano
derecha seguía bloqueando mi cuello,
impidiéndome despegar la cabeza de las
estanterías de hierro ni siquiera para
presionar contra él. Definitivamente, él
debía llevar el control. Sin duda, sufría
una deformación profesional que parecía
instalarse en todos los aspectos de su
vida.
Alargué mi mano para buscar, a tientas,
la suya izquierda, la cual no tenía ningún
propósito en aquél momento. La tomé,
con firmeza, guiándola hasta mi muslo
derecho. Él acarició la cara externa de
éste, con atrevimiento, pasando sus
dedos hasta la parte interior de mi
rodilla. En un solo movimiento,
consiguió alzar mi pierna doblada,
separándola de mi cuerpo y colocándola
contra su propia cintura.
Sentía el pulso de mi corazón golpear
con insistente fuerza contra su propia
mano que, sobre mi cuello, no parecía
querer darme ni un solo respiro.

Pegó su frente a la mía, con la


respiración jadeante y, al separarse de
mi boca, me bloqueó para que mis
labios no pudiesen ir en busca de los
suyos.

—Este ha sido el único momento en el


que hemos tenido la fiesta en paz —
manifestó, poniéndole énfasis a cada
palabra—. Espero que lo hayas
disfrutado.
—¿Vas a seguir pretendiendo que no
sientes absolutamente nada, más allá de
tus ganas de acabar con mi vida? —
Jadeé, aproximando mi pelvis a la suya
pues todavía seguíamos manteniendo la
misma postura.
—Johanna —intentó evitar reír pero,
soltando mi pierna con desprecio, dejó
escapar una profunda pero de bajo tono
carcajada—, créeme que no estoy falto
de cariño. Tengo cuánto quiero, durante
el tiempo que quiera y, lo mejor de todo,
con quien quiera —añadió, dándome
suavemente en la mejilla y esbozando
una prepotente sonrisa.

La distancia entre nuestros cuerpos


acrecentó al tiempo que mis ojos le
perdían de vista por la oscuridad de la
fábrica.
Me incliné para coger la mochila,
llevándola sobre mi espalda y me
encaminé para salir de la fábrica y
caminar unos largos metros hasta
conseguir divisar, tras un montón de
zonas repletas de terreno terroso, una
carretera de doble sentido.
Mis pies frenaron sobre el camino de
tierra, quedándome unos escasos metros
para llegar a la carretera.
¿Era eso lo que quería? ¿De verdad
quería vender a Alek, a Pace y, con
ellos, a todos los demás?
Conocía a Colt desde hacía tiempo y
pese a no tener una gran confianza con
Gray… también le conocía a él. Conocía
sus particularidades, sus labores de cara
a Alek y el negocio, conocía sus facetas
más ocultas y sus carcajadas a altas
horas de la madrugada. Había estado
rodeada de personas a quienes el pulso
no les fallaba, a quienes no les faltaba
sangre fría y a quienes les rodeaba una
humanidad más real de lo que podía
parecer. A excepción de Pace, Gray
tenía miedos y no los escondía. Le
aterraba la oscuridad y no le pesaba
admitirlo. Para él, tener un cuerpo
totalmente trabajado y un físico que, a
vista de cualquiera, podía ser
considerado indestructible no
conllevaba la carencia de miedos.

Tenía que volver…

Hice una serie de respiraciones al


tiempo que mi mano tiraba de la puerta
para volver a entrar en la silenciosa
fábrica. Dejé caer la mochila a un lado y
apoyé mi espalda, una vez conseguí
adentrarme en su interior, contra la
misma puerta. Si abandonaba a Alek, no
me quedaría nada. Si abandonaba a
Alek, de nuevo, ¿qué era lo que me
deparaba el futuro? No había modo,
aunque quisiese, de recuperar todo lo
que había perdido por el camino o todo
lo que, yo misma, había decidido
abandonar por él.
Era un poco tarde para volver a todo lo
que había arrancado de mi anterior
estilo de vida. Y ni siquiera el
departamento de policía, con todas sus
incontables facultades, podía
devolverme ni la mitad. Era tarde para
cuestionarme qué era lo que iba a
ocurrir conmigo si me quedaba junto a
ellos. Así como no era inteligente
cuestionarme qué iba a ocurrirme si
decidía venderles. Pues la respuesta era
clara… No me quedaría absolutamente
nada.

—Johanna —escuché la voz de Alek


desde la penumbra.

Caminó lentamente hacia mí,


descubriéndose bajo uno de los
redondos focos que colgaban del
inmenso techo de la fábrica. Con las
manos alzadas, se dirigía hacia mí con
una preocupante lentitud.
Fui a dar un paso hacia él, pero algo tiró
de mi coleta para impedírmelo.

—No te muevas —una desconocida voz


gruñó tras mi cuerpo.
—Princesa, todo irá bien —volvió a
hablar Alek, llamando mi atención.

Nada iba a ir bien, no por el modo en


que me miraba.
Alek seguía con los brazos alzados,
siendo apuntado en la cabeza con un
alargado cañón de pistola. No estaba
muy puesta en el tema, pero era lo único
que podía contemplar.
El hombre que apuntaba con aquella
arma la cabeza de Alek era, como poco,
un enorme armario de Ikea y su rostro no
me parecía siquiera familiar. Sin
embargo, que no lo hubiese cubierto me
daba todavía peor espina.

—Camina —la voz volvió a gruñir tras


mi cuerpo, empujándome de pronto.

Mis temblorosos pies obedecieron hasta


llegar al centro del piso inferior de la
fábrica.
¿Dónde estaban todos los demás? ¿Gray,
Colt, Pace? ¿Dennis, Darren, Marcus?
Desconocía los nombres y apellidos los
demás pero… ¿Dónde estaban cuando
Alek estaba en peligro?

—Querida —volvió a dirigirse a mí,


con una extremada ronca voz—, tenemos
cuestiones que tratar con tu príncipe, así
que vamos a necesitar que cooperes con
nosotros. Asiente con la cabeza si estás
por la labor —pronunció.
Asentí con la cabeza.

—Buena chica.

Continué caminando bajo sus órdenes,


descubriendo cómo Pace salía
disparado de entre la oscuridad hasta
llegar al hombre que apuntaba a Alek
con el arma. Rodeó la garganta del tío
con uno de sus brazos, tirando hacia
atrás y permitiendo que Alek le
arrebatase el arma en un rápido
movimiento por su parte.
Colocó el cañón del arma contra la
frente del que había estado apuntándole
y se giró hacia mí.
—Suéltala —le ordenó, a quien fuese
que tenía tras mi tembloroso cuerpo.
—Me temo que las cosas no funcionan
así —pronunció el desconocido,
rodeando mi cintura con uno de sus
brazos y colocando el cañón, más
pequeño que el que sujetaba Alek en sus
manos, contra una de mis amígdalas—.
Tú decides, Melnik.

El apellido de Alek permaneció en mi


cabeza durante unos segundos, mientras
el miedo, en esta ocasión, me paralizaba
por completo. Mis manos se habían
aferrado al brazo que rodeaba mi cintura
y lo sujetaban con precisión, temiendo
perder el contacto con su cuerpo. Si
aquello ocurría, si el perder el contacto
sucedía, significaría que…

—Por favor —pidió Alek, sin dejar de


apuntar al armario que intentaba zafarse
del cuerpo de Pace—, ella no tiene nada
que ver. Suéltala.
—Podrías haberme puesto las cosas más
fáciles.
—Suéltala.
—Suelta a mi chico —ordenó la ronca
voz.
—Primero suéltala.
—No funciono así, Melnik.
—Si no la sueltas, mi socio le partirá el
cuello a tu chico y yo te meteré una bala
entre ceja y ceja —aseguró Alek, sin
intención de decrecer su autoridad.
Colt, Gray y Marcus aparecieron,
también escoltados por otros hombres
del mismo tamaño que el desconocido
que se encontraba bajo los brazos de
Pace, con las manos alzadas y unas
serias expresiones asomadas sobre sus
rostros.

—¿Seguro que quieres que la cosa


termine así? —Inquirió la ronca voz.

Alek desvió su mirada hacia sus socios


y, tras unos minutos en los cuales pude
ver cómo la duda le amenazaba, deslizó
el cañón del arma hacia abajo.
—Pace, suéltale.
—¿¡Qué!? —Brantley masculló,
sorprendido.
—Que le sueltes.

Antes de que su orden fuese ejecutada


por Pace, éste recibió un fuerte codazo
en la boca haciéndole perder el
equilibrio hacia atrás. El cuerpo de
Alek, ante mis ojos, se vio rodeado por
las manos del desconocido que había
estado apuntándole minutos antes.

—Hans, coge el grandullón —dijo la


ronca voz, todavía apuntando mi cuello
con su arma—. Mételo en el maletero.

Me empujó hasta llegar al coche que


solía conducir Colt, bajo los incesantes
murmullos de los socios de Alek. Abrió
el maletero de aquél Skoda Octavia 1.6
TDI de color negro y me ordenó
meterme en su interior.

—Tranquilo Melnik —gruñó la voz,


mientras yo me colocaba en el interior
del maletero sin rechistar aunque con un
evidente temblor en el cuerpo—, es sólo
por precaución así que vuelve a echar
ese paso hacia atrás —dijo.

Contemplé sus intensos ojos verdes


cuando giró su rostro hacia mí y, con un
movimiento de cabeza, me indicó
echarme a un lado.
—A.J., llama a los que están fuera y
encárgate de que los socios de Alek
reciban una buena y cordial atención en
el piso de abajo —añadió, con una
irónica sonrisa sobre su rostro—. Eh,
Pace, cuánto tiempo —murmuró,
apoyando la mano sobre el hombro de
Brantley—. Venga, ya sabes qué hacer.
—Eres hombre muerto, Trevor —gruñó
Pace, sin quitarle la mirada de encima.
—Echaba de menos tus divinas
amenazas —apoyó su mano izquierda
contra la columna vertebral de Pace,
empujándole hacia el maletero abierto
en el que me encontraba—. Métete de
una vez.
—Ni muerto.
Brantley tenía instintos suicidas y no era
un simple teoría.

—Pace —cuchicheé, pese a que


estuviese ignorándome para seguir
intentando incomodar al que respondía
al nombre de Trevor con la mirada—,
déjate de tonterías y métete…
—Hazle caso a la chica —musitó
Trevor, dedicándome una mirada
orgullosa—. No querrás que las cosas
salgan peor de lo que tenemos previsto,
¿verdad?
—Saldré de ese maletero y te romperé
el cuello.
—En el caso de que salgas, claro —
contestó Trevor, burlón.
—Ten por seguro que acabaré saliendo
y que serás mi próximo objetivo.
—Adoro tus amenazas.
—Es un aviso. Un aviso de algo que
ocurrirá, tarde o temprano —masculló
Pace.
—Pace, obedece —escuché la voz de
Alek, cada vez más lejos.

Brantley desvió la mirada de los ojos de


Trevor para echarle un rápido vistazo a
la amplitud del maletero y, después, giró
su cuerpo hacia Alek. Sintió el cañón
del arma colocarse contra su cuello y
ahogué el sonido de mi temor. Cerró los
ojos, apoyando los dedos alrededor del
arma y alzando su pierna izquierda para
introducirse, lentamente, en el interior
del maletero.
Noté que mi espada tomaba contacto con
el límite de la parte más interna del
maletero, mientras Pace cogía posición
a mi lado sin romper el contacto de su
mirada con la de Trevor quien,
sonriendo, apoyó la mano sobre la
puerta del maletero y empujó hacia
abajo para cerrarlo con un estridente
sonido que se camufló con la negativa
que Pace dejó brotar de su boca.
El cuerpo de Brantley se movió,
golpeando la puerta del maletero con sus
fuertes brazos, respirando agitadamente
e intentando abrirla de todos los modos
posibles.
—Relájate —le dije, mientras mi mano
tentaba llegar hasta él—.
Permaneceremos aquí hasta que
terminen con lo que sea que…
—¡No tienes ni puta idea de nada! —
Bramó, interrumpiéndome, mientras
seguía golpeando con sus puños hacia la
puerta cerrada del maletero.
—Relájate, Pace, o harás que nos maten.
—Ya estamos muertos.
—Estamos encerrados en un maletero
que, por cierto, es mucho más espacioso
de lo que creía —pronuncié, pese a
notar sus pies junto a los míos—.
Relájate, por favor. Alek nos sacará de
ésta.
Su respiración era el único sonido que
podía escuchar, pese al intenso bombeo
que mi corazón ejercía bajo mi pecho.
Estaba igual de nerviosa que él pero no
iba a servir de nada hacerse el héroe en
aquella situación. Si Alek había
considerado la posibilidad de obedecer,
es porque es lo que debía hacerse. Él,
mejor que nadie, sabía cómo enfrentarse
a una situación semejante o al menos es
lo que yo quería creer…
El remordimiento abandonó mi cuerpo
para dar paso al arrepentimiento.
Debería haber cogido aquella carretera
de doble sentido y haberme dirigido al
departamento de policía, siguiendo mis
instintos de supervivencia.
Pace continuaba golpeando el interior
del maletero con fuerza, probando
diferentes zonas con sus manos, puños y
codos. Su respiración estaba
entrecortándose por culpa de la
velocidad de sus movimientos.
Dejó caer su espalda contra el suelo del
maletero, golpeando cada vez con menos
fuerza.

—¡Ayúdame, joder! —Vociferó,


buscando mi mano y golpeando mi
muslo sin querer—. ¿Por qué diablos te
quedas quieta?
—Porque es lo mejor que podemos
hacer —respondí, manteniendo la calma
—. ¿Qué es lo que te pasa, acaso
quieres que nos maten? ¿Tan poco te
importa tu vida o la de los demás?
—Necesito salir de aquí…
—Pace, saldremos de aquí. Alek, o
quien sea, nos sacará.
—Necesito salir de aquí ya, me estoy
quedando sin oxígeno —masculló,
dándome la sensación de que hablaba
con la mandíbula apretada.
—No te estás quedando sin oxígeno,
Brantley.
—No soporto los espacios reducidos —
confesó, tras golpear la puerta del
maletero con su puño—. No soporto los
espacios reducidos, no puedo resp…
—¿Le tienes miedo a los espacios
reducidos? —Pregunté, en un susurro.
—No puedo respirar.
—Aguanta la respiración —murmuré,
girándome hacia él y manteniéndome
sobre mi hombro derecho—. Eh, hazme
caso. Estás sufriendo un ataque de
ansiedad —le susurré, agarrando su
barbilla con mi mano izquierda—.
Respira profundamente y aguanta la
respiración unos segundos.
—Me asfixio…
—No, no te estás asfixiando. Es una
sensación.
—No me llega el oxígeno a los
pulmones —pronunció, con dificultad.
—Hazme caso y respira profundamente
por la nariz.
—¿Te crees de verdad que puedo evitar
esta horrorosa situación, Johanna?
—Tienes que dejar de pensar en tu
miedo a los espacios reducidos.
—¡No puedo moverme, no puedo ver
nada, no puedo respirar! ¿Cómo cojones
quieres que te lo diga?
—Tómatelo con calma, Pace, respira
profundamente…
—¡No puedo, joder! ¡No puedo respirar!
—Volvió a bramar, golpeando con el
pie uno de los laterales del maletero.

Mi cuerpo se impulsó hacia él al tiempo


que mi mano izquierda, la cual seguía
sujetando su mandíbula, giraba su rostro
hacia mí. Coloqué mis labios sobre su
boca, irrumpiendo en ella con
brusquedad con la intención de que su
hiperventilación cesase de una vez.
Cuando mi lengua entró en contacto con
la suya, su pecho dejó de subir y bajar
con celeridad. Mi mano dejó de rodear
su mandíbula para deslizarse hasta su
cuello y acariciárselo con cariño, sin
dejar de indagar en el interior de su
boca. Tras unos segundos, se deslizó
sobre su pecho y vientre hasta, de alguna
manera, llegar hasta su temblorosa
mano. Noté el temblor de ésta, de todos
los golpes que le había propinado a la
puerta del maletero y la guie hasta mi
propio vientre.

—Sigue mi respiración —le indiqué,


entre el leve movimiento de sus labios.
Las yemas de sus dedos ejercieron una
leve presión contra la tela de mi
camiseta, resoplando profundamente por
la nariz, y se concentró en mantenerlas
pegadas al movimiento que producía mi
vientre al respirar pausada y
tranquilamente. El hecho de que
correspondiese a mi beso avivó todo mi
cuerpo y tuve que concentrarme en no
excederme, no alterarme, para que mi
respiración continuase siendo calmada.
Estaba costándome horrores…
No podía relajarme de ningún modo
sintiendo cómo sus labios buscaban no
perder el contacto de mi boca,
animándose a examinar el interior de
ésta con su ávida y suave lengua.
—¿Por qué no tienes miedo? —
Preguntó, tomando una ladeada posición
hacia mí. Por cómo lo sentía, ambos
estábamos tumbados de lado, cara a
cara, con las piernas flexionadas entre
las del otro, en aquél espacio reducido.
—Sí que lo tengo.
—Le tienes miedo a las agujas, a las
motos, ¿y no lo tienes a los espacios
reducidos? ¿A morir encerrada en un
sucio maletero?
—También te tengo miedo a ti.

Sus labios chocaron contra los míos en


un desesperado movimiento, sintiéndose
de nuevo absorto en la idea de que su
respiración se volvía limitada mientras
el tiempo pasaba y nosotros seguíamos
encerrados en aquél maletero. Su mano
pasó de presionar suavemente mi vientre
a deslizarse hasta el hueso de mi cadera,
descendiendo con lentitud hacia mis
nalgas. En un breve apretón consiguió
aproximarme más a él si cabía, notando
cómo su flexionada pierna derecha
quedaba entre las mías.
La mano bajó hasta el muslo y,
introduciendo sus dedos por debajo de
mi rodilla, logró colocarme un poco más
encima de él.
De ese modo su agobio aumentaría…

—Pace —una voz ajena a las nuestras se


escuchó próxima al maletero—. Pace,
soy Darren. ¿Estáis bien?

¡Darren! ¿De dónde había salido?


Sólo había visualizado a Colt, Marcus y
Gray en el momento del encuentro con
aquellos hombres que habían asaltado la
fábrica.

Pace se separó de mi cuerpo con


rapidez, golpeando suavemente contra la
puerta del maletero.

—Sácanos de aquí, Darren.


—Enseguida, colega —respondió, al
otro lado.

Se escuchó el sonido de desbloqueo del


coche y la puerta del maletero se abrió,
permitiendo que la intensa luz de la
fábrica me cegase por unos segundos.
Pace fue el primero en salir, intentando
coger una gran bocanada de aire y
disimulando el calvario que había
pasado durante los momentos en los que
habíamos estados encerrados en el
maletero.

—¿Dónde están los demás? —Preguntó,


viendo a Darren junto a Dennis.
—No tenemos ni idea. Habíamos salido
a correr cuando todo ha ocurrido —
explicó, empapado en sudor—. Hemos
escuchado sonidos en el maletero y creí
haber oído tu voz. ¿Cómo habéis
acabado ahí? —Preguntó, mirándome
desconcertado.
—Trevor nos ha metido.
—¿A los dos?
—A los dos —respondí, consiguiendo
salir del maletero—. ¿Dónde está Alek?
—No lo sabemos —me respondió
Dennis.
—Hemos de encontrarle —volví a
hablar, en un carraspeo.
—Primero hemos de ir a por Colt, Gray
y Marcus —expresó Pace, volviendo a
su inflexible postura de hombre sin
debilidad.
—No —le dije, señalándole con un
dedo—. Alek, Alek es el importante.
—¿Sí? ¿Y cuál es tu plan, preciosa?
¿Ponerte a berrear hasta que te escuchen
y te lo traigan sano y salvo? —Replicó,
volviéndose hacia mí para dedicarme su
mirada llena de menosprecio.

Maldito hijo de… ¿De verdad iba a


mirarme así después de todo?

—Nunca cambiarás —murmuré, dando


un paso hacia él—. Espero que en algún
momento alguna persona rece por ti,
Pace. Aunque seas un maldito caso
perdido, ojalá alguien rece por ti al
menos una vez en la vida. Porque vas a
necesitar fuerzas mayores para
sobrevivir en este mundo con lo
desgraciado que eres.

Me cogió en peso de forma repentina y


me dejó caer en el interior del maletero,
empujándome en el interior para poder
cerrar la puerta.

—¡Pace! —Vociferé, intentando


impedírselo.
—Lo lamento, Johanna.
—¡Ni se te ocurra!
—Alek me mataría si permitiese que te
ocurriese algo.
—No vas a encerrarme en el maletero,
Brantley —repliqué, en una tono de
lamento.
—Sí, sí voy a encerrarte en el maletero.

Me incorporé para apoyar mis manos


contra la puerta, intentando que no
cerrase.
—Por favor —le pedí, en un susurro.
—Estate quieta, Johanna.
—¡Brantley!
—¡Basta! —Bramó, agarrando el cuello
de mi camiseta de tirantes. La arrugó
entre sus dedos y volvió a empujarme en
el interior.
—¡No lo hagas! —Grité, tirando de su
camiseta negra.
—Suéltame, Johanna y cuidado con la
cabeza.
—¡Brantley!
—¡Oh, vamos, para ya!

Estaba notando la tensión de su cuerpo


dominar la tensión del mío. A él no le
gustaba la idea porque odiaba haber
tenido que estar ahí encerrado, pero a mí
me aterrorizaba que fuese a meterme
para no dejarme salir nunca más.
Lo último que vi fue su imagen
desaparecer de mi campo visual al caer
inconsciente tras un inesperado golpe
contra mi cabeza.
Capítulo siete

Algo completamente
helado presionaba la parte superior de
mi ceja izquierda y, al tiempo que abría
mis ojos, sentí cómo un punzante dolor
se extendía desde mis sienes hasta
acaparar todo mi cráneo. Volví a cerrar
los ojos, habiendo sido incapaz de
observar nada de mi alrededor,
apretando mis párpados con fuerza.
Entreabrí los labios para dejar escapar
un pequeño quejido, moviendo mi
cabeza para apartarme de aquél frío
contacto sobre mi frente. No obstante, no
conseguí deshacerme de la fricción. Era
como si aquello yaciese completamente
pegado a mi cabeza y mis brazos
pesaban demasiado como para poder
llevar mis manos hasta mi rostro.

—Lo sé, cariño. Para mí también es


difícil, pero no puedo irme ahora —mis
párpados se mantenían apretados y los
quejidos flotaban por la parte interior de
mi pecho. Escuchaba la voz de Pace
resonar por mi alrededor como si
estuviésemos encerrados en una enorme
habitación sin mobiliario—. Cariño, yo
también te echo de menos. Espero
poder escaquearme una de estas
noches. —No susurraba lo suficiente
como para impedirme entender lo que
decía—. Sí, sé que las palabras sólo
son palabras… Ojalá pudiese ir, pero
estoy muy ocupado. —Sí, claro que
estaba ocupado. Dejando inconsciente a
las personas que le rodeaban, por
ejemplo—. Te quiero.

Conseguí abrir mis ojos, pese a no


sentirme con fuerzas para levantar los
brazos que seguían, sobre el colchón, a
ambos lados de mi cuerpo. Tras unos
segundos con la vista borrosa, logré
divisar mi alrededor. Me encontraba,
por lo poco que veía, en la sala de
descanso de Alek. Por lo que, sin saber
cómo había salido del maletero ni
cuando, me encontraba todavía en la
fábrica.
—Has despertado —pronunció,
dirigiéndose a mí mientras guardaba su
teléfono móvil en uno de sus bolsillos
—. ¿Cómo te encuentras?
—¿A excepción de que me has golpeado
con la fuerza suficiente como para casi
hacerme entrar en un profundo coma?
—Te encuentras bien —admitió, tras mi
respuesta.
—¿Dónde está Alek?
—Después de lo sucedido con Trevor,
ha ido a reunirse con los de Roosevelt.
—¿Quién diablos era ese tío? —Le
pregunté, con la garganta seca.
—Un viejo conocido. No le des más
vueltas, Johanna. Ha sido por
territorialidad.
—Prefiero creer que estábamos en una
situación de vida o muerte y que es por
ello que me has dejado inconsciente.
—Sólo pretendían arreglar cuentas con
Alek —comentó, cruzándose de brazos.
Cuando lo hacía, parecía incluso más
grande—. Ahora que has despertado, le
llamaré.
—¿Cuánto llevas con tu pareja? —No
pude contener mi lengua.
—Ocho años —respondió, con una
relajada sonrisa.

Me incorporé suavemente con la espalda


sobre los almohadones y, por fin, logré
llevar mis manos hasta lo que parecía
ser una bolsa de guisantes congelados
atado a mi cabeza con la ayuda de una
cinta de pelo utilizada para el deporte.
Alejé la bolsa de congelados de mi
frente, dejándola caer a un lado de la
cama. Tenía un desagradable sabor
amargo en la boca que incrementaba mis
ganas de vomitar por las náuseas que el
mismo dolor de cabeza me provocaba.

—Es la primera vez que te oigo hablar


como un verdadero ser humano —le
dije.
—Ella saca lo mejor de mí —admitió,
encogiéndose de hombros—. Es todo lo
que necesito. Créeme, sería mucho peor
de no ser por ella.
—¿Dónde os conocisteis?
—¿Tienes tanta curiosidad? —Inquirió,
ladeando su rostro y mirándome con
cierta lástima—. ¿No va a pesarte saber
cosas de ella?
—Igual me ayuda a no querer matarte.
—Nos conocimos en el hospital.
—¿En el hospital? —Enarqué una ceja
y, tal como lo hice, me arrepentí. Dolía.
—Sí, había recibido un disparo en el
gemelo.
—Vaya…
—Ella también estaba ingresada —se
limitó a decir, sin darle más
importancia.
—¿Qué es lo que te enamoró de ella?
—El modo en que me miraba.
—Espero que tú no le correspondieses
con esa repugnante mirada tuya de
desprecio.
—No, tranquila —respondió, echándose
a reír—. Fui muy cortés, muy educado y
muy cariñoso.
—¿Por qué me cuesta creerlo?
—Porque no sabes nada de mí —
finalizó, dándole un suave apretón al
empeine de mi pie derecho—. Descansa,
Johanna. Lo necesitas.
—Pace —pronuncié, antes de que
pasase por el umbral de la puerta y
desapareciese.

Él se giró hacia mí, expectante.

—Si la quieres de verdad, siento


haberte besado en más de una...
—No tienes por qué disculparte —
contestó, chasqueando la lengua—. Ella
sabe que estas cosas pueden pasar.
—¿Lo hablas con ella?
—No, pero no es tonta.

Dormí unas pocas horas y, al despertar,


me incorporé sobre la cama para dar un
paso más hacia lo que me deparaba.
Las cosas se habían puesto feas esa
noche y, por territorialidad u otros
asuntos, podía ir a peor. No era un lugar
para mí, no estaba segura junto a Alek y
mucho menos junto a Pace. Sin embargo,
salir de algo como eso no era tan
sencillo. No se trataba de irme a casa,
negarles la palabra y cerrarles la puerta
en la cara. Se trataba de cortar de raíz
con todo lo que me unía a ellos.
Si me marchaba, por las buenas, podían
impedírmelo por desconfianza. Y ese
era uno de los motivos por los cuales
continuaba con Alek. Le quería, sí…
Pero no estaba dispuesta a morir por él,
ni a enfrentarme a una descontrolada
vida que, por lo visto, no iba a llevarme
a ninguna parte más que a una
repugnante tumba. Claro que podía
prometerme una vida en Islandia, él
tenía tal poder. Tenía todo para hacer
mis sueños realidad, proporcionarme
una nueva vida y… Sí, él podía llevar
un control que otras personas, por
seguro, no podían. El plan era llamativo,
sí… No fallaba salvo por el hecho de
que, aunque lo hiciese, ni yo sentía lo
mismo ni él podría proporcionarme, con
todo lo que había hecho a lo largo de los
años, una verdadera seguridad.
Era incapaz de protegerme de su mejor
amigo, al cual conocía y veía siempre.
¿Cómo iba a ser capaz de protegerme de
situaciones que se escapaban de su
propio conocimiento y control?

Terminé de masticar aquél bollo relleno


de crema, obligándome a tragarlo con
velocidad con la ayuda del café que Colt
había dejado sobre el escritorio de
Alek. Recogiendo la mochila que había
tomado por la noche, la dejé caer sobre
mi espalda y me encaminé para salir de
la fábrica con naturalidad.
—¿Adónde vas? —Colt asomó la
cabeza por detrás de una de las
estanterías.
—He de ir a la farmacia.
—Puedo ir por ti, si quieres.
—Prefiero ir yo —le aseguré, sin saber
cómo expresarme con el cuerpo.
—Has recibido un fuerte golpe en la
cabeza y me preocupa que no estés del
todo bien.
—Estoy bien, de verdad.
—Es difícil llegar hasta la ciudad desde
aquí, Johanna. Déjame que te lleve en
coche.
—Prefiero caminar —susurré, apoyando
la mano contra la puerta.
—Como quieras —respondió, dándose
por vencido.
Colt no iba a ser la persona que me
impidiese salir de la fábrica y, a juzgar
por las marcas que permanecían sobre
su cara, tampoco iba a estar dispuesto a
discutir conmigo. Todos debían estar
totalmente agotados por lo sucedido
durante la madrugada.
Aunque la mejor idea hubiese sido
tomar un taxi, me concentré en llegar
hasta la carretera de doble sentido y
seguirla, colocada a un extremo para no
dificultar la poca circulación, hasta
llegar a la ciudad.
Era un camino largo, mi cuerpo estaba
totalmente paliado y el imponente sol
junto a su calor no hacía más que
dificultar mis pasos. Por suerte, el café
me había activado lo suficiente como
para poder seguir tirando de mí.

Cuando llegué al departamento de


policía, sintiéndome próxima al
desvanecimiento, me dejé caer en una de
las sillas de plástico gris que yacían en
la entrada. Me concentré en toser un
poco, intentando deshacerme de la
sensación de asfixia que me producía la
humedad de la ciudad y el insistente
calor de la media mañana.
Un agente de policía se agachó frente a
mí, preocupado por mi estado y me
acompañó hasta el pequeño despacho
del capitán del departamento.
La butaca era, notablemente, mucho más
cómoda.

—Señorita Oliphant —dijo, tras


tenderme un vaso de agua fría—, ¿se
encuentra usted bien?
—No.
—¿Quiere que llame a alguien de
enfermería?
—No —volví a decir, antes de darle un
pequeño sorbo al vaso de agua—.
¿Dónde está el inspector Holden?
—Ha habido un altercado en la avenida
Bullock —respondió, apoyándose contra
su barnizado y oscuro escritorio—.
¿Qué es lo que necesita?
—He decidido acceder a contarles todo
lo que sé respecto a Alek y sus
negocios.
—Vaya.
—Sí —suspiré, poniendo una sarcástica
mueca y bebiendo un poco más—. Va a
mantenerme a salvo, ¿verdad?
—Es nuestra obligación y nuestra
responsabilidad que así sea.
—No quiero caer en las manos de
ninguno.
—Sé que está asustada, señorita
Oliphant, pero no está cometiendo
ningún error accediendo a ayudarnos
con la investigación.
—Temo por mi vida —repliqué,
riéndome por lo surrealista que me
parecía todo—, llevo desde que se
acercaron a la antigua fábrica temiendo
por mi vida, capitán. Temo estando con
ellos y temo estando alejada de ellos.
—¿Sabe alguien que está aquí?
—No, señor.
—Poner una patrulla frente a su
vivienda levantaría demasiadas
sospechas y podría ponerle en peligro
—comentó, dando la vuelta por su
escritorio hasta sentarse en su amplia
butaca de piel marrón—. Sin embargo,
puedo enviar a algunos agentes para que
paseen por la zona cada dos horas.
—Alek sabe que mi intención era volver
al apartamento. Los dos hablamos de esa
opción dada mi mala relación con
algunos de sus socios —era incapaz de
pronunciar el nombre de Pace de cara a
la policía. El hacerlo lo convertiría en
real y seguía esperando que no lo fuese
—. No creo que tenga ningún problema
estando en mi apartamento.
—Le daré el número de mi teléfono
personal, por si ocurriera algo.
—Está bien —suspiré, terminando con
el vaso de agua—. Ponga al corriente al
inspector, capitán. Mañana me pasaré
por aquí.
—Sí, señorita Oliphant.

A la salida del departamento de policía,


me llevé un cigarrillo a los labios y lo
encendí con el mechero que encontré
vagando en el interior del bolsillo
trasero de mi pantalón. Alcé la cabeza
por un momento, sintiendo el calor
golpear contra ella.
Una mano se posó contra la parte baja
de mi espalda y descubrí al capitán
colocado a mi lado, con una seria
mueca.

—Dije que le daría mi número de


teléfono personal —pronunció,
tendiéndome un papel doblado con su
otra mano—. En cualquier momento, no
dude en marcarlo.
—Gracias.

Su mano ascendió por mi espalda hasta


depositarse sobre uno de mis hombros,
estrechándolo con sutileza.
Guardé el número en el interior de uno
de los bolsillos, aproximándome hasta
la carretera para levantar la mano y
parar un taxi. Tiré el cigarrillo al suelo
y me dejé caer en el interior del
automóvil, nombrando una calle que no
era la mía.
Una calle que no había pisado en años.

Sólo un vistazo, sólo un vistazo… No


pasa nada. Ha pasado mucho tiempo
y…
Sólo será un vistazo.

Lewis empujaba las ruedas de su silla


por el camino de piedra que le llevaba
hasta una corta rampa colocada a pocos
metros de la puerta del lugar al que
seguía llamando hogar. Su cabello
seguía igual de rebelde, ondulado y
oscuro. Sus manos seguían marcadas por
manchas blancas que, ocho años antes,
habían sido profundas quemaduras. Su
perfil seguía siendo el mismo de
siempre, con una recta nariz y unos
carnosos labios recubiertos por una
espesa perilla oscura. Su pómulo
izquierdo seguía teniendo como
decoración una llamativa cicatriz que,
sin importar el tamaño, no conseguía
estropear su precioso rostro.

—¿Es aquí, señorita?


—Deme un segundo —le indiqué al
taxista.

Se reía, con un aparato de manos libres


colocado sobre una de sus orejas. Por lo
que podía ver, lo que podía contemplar
desde la ventanilla del taxi, estaba feliz
y en paz. Y mis oscuros recuerdos me
hacían preguntarme por qué. ¿Por qué,
habiendo sido el que peor parado había
salido de aquél accidente, él conseguía
encontrar paz y yo no hacía más que
recordar el día en que todo llegó a
quebrarse cual vaso de vidrio
destrozándose?
Ladeó su rostro hacia el taxi, sin dejar
de hablar con el manos libres y yo, en un
acto reflejo, recosté mi cuerpo contra el
asiento trasero del automóvil.
Ni siquiera después de ochos años era
capaz de enfrentarme a la cruel realidad.
Por más que desease volver atrás, ni la
ciencia ni la propia humanidad iban a
permitírmelo. Por más que me aferrase
al deseo de creer que, tras vender a
Alek y los demás, todo volvería a ser
como antes, sabía con certeza que
aquello no iba a ocurrir. Nunca, bajo
ningún concepto, las cosas volverían a
ser como antes. Sencillamente porque no
quedaba nada de ese antes.

Me dejé caer sobre el sofá de mi


humilde apartamento cuando la noche
cayó sobre la ciudad en un desesperante
abrir y cerrar de ojos. Tomé una gran
bocanada de aire y me concentré en
pensar que el día de mañana me
depararía algo totalmente distinto. Era
pronto para saber si iba a tratarse de un
destino positivo o, de lo contrario, de un
destino negativo. Sin embargo, era claro
que fuese lo que fuese, ocurriese lo que
ocurriese, iba a ser diferente.
Tras dos horas durmiendo, que parecían
haber sido veinte tristes minutos, me
levanté para vaciar mi quejosa vejiga.
Debido al cansancio me dormía incluso
sentada sobre el váter, con el trozo de
papel higiénico doblado en el interior de
mi mano. Aproveché un breve estado de
lucidez para limpiarme y dirigir mis
pies hasta la habitación que había
añorado y que había, a su vez, tan poco
usado.
Me dejé caer sobre la cama, boca abajo,
sintiendo cómo el impasible dolor de
cabeza volvía a arremeter contra mí.
Levantarse para tomar una aspirina no
era tan mala idea, ahora que parecía
volver a ser dueña de mi conciencia. Sin
embargo, nada más apoyar las manos
sobre el colchón para incorporarme, una
mano presionó contra mi columna
vertebral hacia abajo. Mi rostro entró en
contacto con la almohada por unos
segundos hasta que la mano subió hasta
mi cabeza, recogiendo varios mechones
en el interior de la palma y tirando de mí
para incorporar mi devastado cuerpo.

Mis manos vagaron hasta por detrás de


mi cabeza, intentando, entre profundos
bramidos, deshacerme del brutal
contacto. Pude reconocer la fragancia de
Pace al sentir cómo su pecho chocaba
contra mi hombro izquierdo. En unos
segundos, que pasaron mucho más
rápido de lo que me hubiese gustado, me
encontré en el cuarto de baño con él
impidiéndome la salida.

—¡¿Qué es lo que pasa contigo?! —


Vociferé, con el rostro repleto de unas
lágrimas que no recordaba haber
permitido salir.
—Desnúdate, Johanna.
—Estás enfermo. ¡Sal de mi puta casa o
llamaré a la policía!

Por primera vez desde hacía demasiado


tiempo, Pace no me dedicó una mirada
llena de odio y disconformidad. En
cambio, la sensación que me provocaba
el modo en que me miraba ahora era mil
veces peor.

—Desnúdate —volvió a decir—. No lo


hagas más difícil.
—¿De qué va todo esto, tienes brotes
bipolares? ¿Una enfermedad incurable
de pasar de un extremo a otro? ¡Muy
bien de la cabeza no puedes estar!
—¡Que te desnudes! —Voceó,
bruscamente.

Di un paso hacia atrás, descubriendo


que la bañera, tras mi espalda, estaba
repleta de agua y el tapón colocado en el
fondo de ésta.

—Dime de qué va esto.


—Son órdenes —musitó, tras tomar una
profunda bocanada de aire.
—¿De quién?
—¿De quién crees que cumplo órdenes,
Johanna? —Inquirió, enarcando, de
forma cansada, una de sus cejas—. Por
favor, desnúdate.

Intenté rodear su cuerpo para abrir la


puerta del cuarto de baño, pero sus
brazos me lo impidieron abruptamente.
Me empujó hasta darme la vuelta y tomó
la parte inferior de mi camiseta,
alzándola hacia arriba por mucho que
mis brazos se mantuviesen rígidos hacia
abajo. Al ver que aquello no iba a
funcionar, tomó el cuello de mi camiseta
y tiró hacia dos extremos diferentes,
arrancándola tras unos segundos
esforzándose en ello.
Mis manos empezaron a golpearle al
ritmo que mi miedo crecía, aumentando
desde la boca de mi estómago y
extendiéndose por la tráquea.

—¡No! ¡¡Para!! —Mis pies intentaban


golpear cualquier punto clave de sus
piernas que pudiese infringirle algún
tipo de insoportable dolor aunque fuese
por unos cortos segundos—. ¡¡Pace!! —
Continué bramando, con sus manos
desabrochando el botón de mis
pantalones. Mis fuerzas empezaban a
debilitarse notablemente,
demostrándome que en esa ocasión el
miedo iba a conseguir paralizarme—.
Por favor…
—Deberías haberlo pensado antes de
informar al capitán de policía.
—¡No, no! ¡No he dicho nada! ¡No les
he dicho nada!

Tiró de la tela del pantalón hacia él,


agresivo.

—Alek te ha visto —murmuró, con una


ronca voz.
—¡He ido pero no he dicho nada, te lo
juro! ¡Lo juro!
—Cumplo órdenes, Johanna.
—Y disfrutas haciéndolo…

Desvió la mirada por un momento,


volviendo a darme la vuelta para tirar
de la tela de mi pantalón. Mi cuerpo,
aunque abrumado por todo lo que
ocurría, yacía tan tenso que ya de por sí
dificultaba las cosas.
Caí al suelo, boca abajo, temblando al
sentir cómo la tela se deslizaba por mis
piernas. Dejándolas, en cuestión de
minutos, totalmente desnudas y
expuestas.

Los pulmones me ardían del mismo


modo en que lo harían de estar
respirando oxígeno intoxicado por un
imbatible incendio, bloqueándose a cada
intensa bocanada que intentaba tomar
con mi boca, viéndome privada de la
parte superior de mi ropa interior.
Colocó sus manos por debajo de mis
axilas, posicionándome de pie todavía
dándole la espalda y caminó,
llevándome con él, hasta la bañera.

—Ponte de rodillas.
—No —gimoteé, rememorando en mi
cabeza los últimos intensos años de mi
vida. Los cuales, en ese momento, me
parecían haber pasado como una efímera
estrella fugaz.

Sentí un golpe en la parte trasera de una


de mis rodillas, haciéndome dejar
escapar un quejido de dolor y un mayor
llanto. Perdí el equilibrio hacia delante
y mis rodillas tocaron la suave textura
de la alfombrilla de baño de color
crema.
Mis manos se apoyaron contra el
extremo de la bañera, infringiendo
fuerza para no verme inclinada sobre el
agua que se mantenía tranquila en su
interior.

—Lo siento, Johanna.


—Tú no tienes sentimientos —gruñí,
tirando mi cuerpo hacia atrás con todo el
peso de este, evitando a toda costa el
contacto de mi rostro con el agua.
—La lealtad es un sentimiento.
—¡La lealtad es bonita en la teoría pero
suele fracasar en la práctica!
—No conmigo —me aseguró, haciendo
presión contra mi cabeza.
—¡No!

Eché mi codo izquierdo hacia atrás con


toda la fuerza que mi pequeño cuerpo
me permitía, acertando de pleno con su
entrepierna y escuchando cómo su ronco
quejido se hacía con toda la estancia.
Aproveché que su mano había soltado
mi cabeza, para lanzarme sobre hasta el
punto de sentarme a horcajadas sobre
sus muslos y rodeé su cuello con mis
manos, ejerciendo fuerza suficiente
como para escucharle respirar con
dificultad. Su mueca seguía expresando
el incontrolable dolor que se extendía
desde su zona pélvica hasta sus propias
entrañas, rodeando mis muñecas con sus
amplias y fuertes manos.
El reproductor de música que
permanecía sobre un estante cayó de
pronto sobre el suelo, no muy lejos de la
cabeza de Pace. Se puso en marcha,
dejando paso a una cadena de radio
musical con la canción Dream On de
Aerosmith.
La canción preferida de Lewis.

—¡No! —Repetí, en un estridente y


desesperado bramido. Flexioné los
brazos durante el proceso que se llevaba
a cabo en el interior de mi delicado
cuerpo, viéndome ceder a la debilidad
que me inundaba. Apoyé mis codos
contra su pecho, inclinando la frente
contra sus labios, los cuales seguían
luchando por tomar aire para los
pulmones.

Era débil, no tenía ni la mitad de su


fuerza, ni un cuarto de su maldad. Si él
podía acabar con mi vida por simples
órdenes y yo no podía siquiera
infringirle ni una parte del dolor que
deseaba provocarle, la partida estaba
perdida para mí.
Su mano izquierda continuó sobre mis
muñecas, abarcando a ambas, mientras
su mano derecha ascendía desde el
hueso de mi cadera hasta mis costillas
todavía resentidas del golpe que no
olvidaba que me había propinado. Sentí
cómo su pulgar seguía el camino de una
de ellas sobre mi piel, acariciándola con
lentitud.
Mis vidriosos ojos intentaron adivinar
cuáles serían sus próximas intenciones
y, sin embargo, el movimiento de su
torso incorporándose me pilló
desprevenida.

—¿Vas a matarme? —Dijo, con una leve


afonía, retándome.
—Si no lo hago, tú me matarás a mí.
—No lo dudes —susurró, mirándome
fijamente a los ojos, sin pestañear, con
los labios levemente entreabiertos—. Te
estoy dando ventaja, aprovéchala.
—No quiero convertirme en ti…
—Sólo hay un modo de terminar esto,
Johanna.
—No.
—No tienes opción —gruñó,
encarándome en un movimiento.
—Siempre hay opción alternativa —
susurré, clavando las uñas contra la piel
de su cuello.

Su comisura derecha empezó a alzarse


suavemente hasta conseguir plasmar una
autosuficiente sonrisa sobre su
impasible y malicioso rostro.

—No voy a suplicarte por mi vida —me


aseguró—. Voy a contar hasta tres…
—Pace, no lo hagas.
—Si a la de tres no has hecho ni el
esfuerzo de asfixiarme con esas patosas
manos tuyas, te meteré en esa bañera y te
ahogaré en ella.
—Pace —repetí, quejosa.
—Uno.
—No lo hagas.
—Dos —enunció, con la mandíbula
apretada y el entrecejo levemente
fruncido.
—¡Para!
—Tr…

La palma de mi mano chocó directa con


la nuez de su cuello, asfixiándole por
unos segundos. Me levanté de sobre sus
piernas, aprovechando que había
acabado tumbado, tomando una posición
fetal para intentar recuperar el aire
perdido. Al segundo paso que di para
salir del cuarto de baño, con la intención
de huir de mi apartamento incluso
encontrándome en bragas, su amplia
mano rodeó mi tobillo haciéndome caer
de bruces al suelo.
Mis pechos impactaron contra el suelo
brutalmente, provocándome un intenso
dolor pectoral. Tosiendo, conseguí
colocarme boca arriba sobre el suelo,
bajo el umbral de la puerta del cuarto de
baño. Apoyé mis manos contra el marco
de la puerta cuando sentí que intentaba
arrastrarme por el suelo hasta meterme
en el interior del cuarto de baño
nuevamente. El pie libre se alzó para
golpear uno de sus hombros, aunque mi
intención fuese golpear su cara.
Sus manos se colocaron sobre mis
rodillas y coló los dedos bajo éstas,
sujetando con firmeza y tirando de mí
para aproximarme. Sentí cómo mis
dedos se resbalaban contra la superficie
del marco de la puertas y mis brazos
temblaban por el esfuerzo que le
proferían a la acción de mantenerme
alejada de él.

—He podido con tíos como Trevor,


¿qué te hace pensar que no podré
contigo? —Masculló, en un sonido que
denotaba fuerza por su parte. Su cuerpo
estaba recurriendo a toda la energía
posible para controlar la situación.

Mi espalda se vio irritada al deslizarse


contra el suelo de baldosas del cuarto de
baño, encontrándome boca arriba con
las piernas flexionadas y a ambos lados
de su cuerpo. Su mano derecha sujetó mi
mandíbula, obligándome a mirarle a la
cara.

—¿Qué te hace pensar que no podré


contigo? —Volvió a formular.

Con la mano izquierda rodeé su muñeca,


aferrándome a ella con fuerza. Notaba la
parte trasera de mis muslos sobre la
parte delantera de los suyos, estando él
sentado sobre sus propios gemelos en el
suelo. Alcé la mano derecha para buscar
el contacto de su pecho cubierto por la
camisa azul oscuro que llevaba,
deslizando la yema de mis dedos sobre
su pectoral. Era la única parte de mi
mano que lograba tocarle.
Descendieron por sus costillas, por su
vientre, hasta encontrar el límite de su
cinturón. Giré mi mano para levantar la
camisa con lentitud, observando toda
reacción proveniente de él. Mis dedos
consiguieron tocar su cálida piel,
ascendiendo por debajo de la tela y
encaminándose hacia su costado
izquierdo.
—Que soy mujer —susurré.

Se relamió los labios, extremadamente


serio, entrecerrando los ojos al mirarme
e intuir mis intenciones. Movió su mano
izquierda, la cual había quedado libre
de toda responsabilidad, hasta conseguir
detener el movimiento de la mía.
Era mucho más que un sentimiento.
Era mucho más que un oculto deseo.
Era mucho más que un profundo odio.

Mi antebrazo golpeó con fuerza el


interior de su codo, haciéndole apartar
la mano de mi mandíbula inferior. Me
incorporé y, tal como lo hice, agarré
ambos lados de su camisa para tirar de
él hacia mí. Su frente golpeó la mía, al
estar desprevenido, mientras tiraba de la
tela de la camisa haciendo que los
botones inferiores saltaran.
Sus labios dejaron brotar una
espontánea carcajada que no perduró en
sonido. Sin embargo, me permitieron
descubrir que, más allá de la severidad
que podía mostrar a cada oportunidad,
tenía una preciosa sonrisa.

—Date por vencida, Johanna —


pronunció, sin perder la natural sonrisa.
—No voy a suplicar por mi vida.
—Y veo que tampoco por tu dignidad —
replicó, desviando su mirada hasta mi
torso desnudo—. ¿Estás dispuesta a
rebajarte de este modo para
simplemente alargar tus días en este
mundo?
—Tú lo has dicho, Brantley.
—¿Qué he dicho?
—Has podido con tíos como Trevor —
musité, frunciendo levemente el
entrecejo—. Y podrías conmigo en un
simple pestañeo. Y, sin embargo, ¿por
qué sigo viva?

Tragó saliva notablemente y, de forma


repentina, rodeó mi garganta con su
mano. Ejerció tal presión que creí,
realmente, que acabaría conmigo en un
abrir y cerrar de ojos. Sólo me quedaba
coger una gran bocanada de aire,
intentar aguantar el oxígeno el mayor
tiempo posible y rezar por que San
Pedro me permitiese entrar por las
puertas del cielo si es que éste existía y
tenía un lugar para mí.
Iba a morir con la melodía Open Arms
del grupo Journey sonando en el interior
de mi pequeño cuarto de baño, el cual
iba a convertirse en el último lugar que
mis ojos verían en este mundo. Aunque
prefería llevarme, como última visión,
el precioso rostro del monstruo que iba
a acabar con mi vida, como tanto había
deseado.
Capítulo ocho

Mi visión me proporcionaba una imagen


borrosa y apenas podía apreciar las
facciones del rostro de Brantley, aun
sabiendo que seguía frente a mí,
deleitándose la vista con la acción que
estaba llevando a cabo contra mi
integridad física. Sabía que estaba
conmigo, porque notaba la asfixia
aplacarme y porque conseguía notar su
fragancia embaucarme.
No debía quedarme mucho tiempo y el
dolor estaba intensificándose por
segundos; el cosquilleo a la altura de mi
rostro lo hacía inminente.
Dejé que mis párpados cayeran por su
propio peso, experimentando cómo la
tensión abandonaba mi cuerpo del
mismo modo que mi alma, si la tenía, lo
haría. Brotando de mi piel como si de un
extraño halo se tratara.

—Oh, joder, perdóname.

Entreabrí los ojos, queriendo


contemplar si por fin había llegado a lo
que todo el mundo solía denominar
como el paraíso. Mi cuerpo estaba
totalmente inmóvil, como si sólo
permaneciese en mí la divina
consciencia y no fuese, por otra parte,
dueña de mis huesos, músculos o
extremidades.
Algo me elevó del suelo y no estaba
segura de lo que era. Sólo noté cómo la
parte superior de mi cuerpo se
incorporaba, provocándome la
sensación de estar flotando pues ninguna
parte de mi cuerpo respondía a los
estímulos.
Logré abrir los ojos encontrándome con
el contrariado rostro de Pace.

—¿Qué has hecho? —Formulé,


entrecerrando los ojos sutilmente.

Su pulgar entreabrió mis labios en un


breve y efímero contacto, en una suave y
maravillosa caricia. Mis terminaciones
nerviosas empezaron a reaccionar a todo
impulso, todo latido y todo flujo
sanguíneo.
Mi mano se cerró en un puño dejándose
llevar por la brutal sensación de un
tsunami surgiendo de mis entrañas y fue
a parar contra sus alargados y finos
labios. Me percaté de cómo giraba el
rostro a un lado por el golpe recibido y
experimenté el dolor de permanecer
viva extenderse por todos mis nudillos.
Uno nunca se acostumbraba a propinar
un puñetazo.
Su reacción fue cubrir con su dolorida
boca la mía propia. Ejerció una sutil
presión, apretando sus dedos contra los
lados de mi cadera y tirando de mi
cuerpo hacia el de él.

En un simple suspiro, su lengua se


adentró en mi boca con la única
intención de encontrar la mía y rodearla
una y otra vez. Sus labios se movían con
pericia y saboreé el sabor a hierro
propagándose por toda mi cavidad y
adentrándose en mis propias papilas
gustativas.
Si esto era un mecanismo de mi mente
para hacer que abandonar este mundo
fuese más sencillo, el cuerpo humano
era sumamente cruel.

Apoyé mis manos contra sus hombros,


ejerciendo presión para poder
separarme de su rostro y su implacable
boca.
—Eres cruel —susurré, en un gimoteo.
—Soy la persona más cruel y desleal
del mundo —respondió, apoyando sus
manos contra mi espalda para volver a
aproximarme a él—. Sobre todo
desleal…

Deslizó sus manos por mi costado hasta


colocarlas sobre mis muslos y
desempeñó un suave apretón con sus
dedos sobre mi desnuda piel. Alcé un
poco mi cadera para volver a dejarme
caer con suavidad sobre él, escuchando
cómo dejaba escapar un breve y
profundo suspiro. Sus dedos se tensaron
contra mis muslos, firmemente.
Hundió su rostro contra un lateral de mi
cuello y besó la unión de piel entre mi
garganta y hueso de la clavícula. Al
contacto, dejé caer la cabeza hacia un
lado concediéndole más espacio para
dedicarse a esa zona con destreza.
Ni siquiera me había consentido un
respiro para caer en la cuenta de que
seguía viva y que el oxígeno volvía a
brotar por mis pulmones, danzando en su
interior. No me había permitido siquiera
volver a la realidad que una de sus
manos se introdujo entre nuestros
cuerpos para posarse contra la fina tela
de mi ropa interior. Tanteó, moviendo
suavemente sus dedos por encima,
descubriendo sus dientes de entre sus
labios e hincándolos sobre la desnuda
piel de mi hombro.
Mis uñas se clavaron sobre sus bíceps
mientras de mi boca escapaba un
pequeño jadeo.

De la caída, el reproductor de música y


radio empezó a fallar.
Tampoco lograba estar pendiente de la
melodía que perdía fuerza por segundos,
pero podía escuchar de forma
intermitente la canción Pour Some
Sugar On Me de la mano de Def
Leppard.

Agarró mi mandíbula con su mano, como


si fuese consciente de mi
desconcentración. Dirigió mi rostro
hacia el de él, aguantándome la mirada e
intenté hacer lectura de cómo sus ojos se
contoneaban en los míos. Sus manos se
colaron bajo mi cuerpo y escuché el
conocido sonido de cómo la tela de su
pantalón tejano se desabrochaba,
seguido del deslizamiento de la
cremallera, la cual parecía bajar a una
palpable lentitud.
Sin pestañear, como si estuviese
retándome o desafiándome, se mantuvo
serio en su proceso de observación. No
sabía si estaba intentando averiguar
hasta dónde sería capaz de ir tras haber
intentado asesinarme o si su única
pretensión era deshacerse de aquella
horrorosa tensión entre nosotros. No se
trataba de una tirantez meramente sexual,
porque parecíamos tener claro que de
nosotros dependía la supervivencia del
otro.

Pareció colar su mano por el interior de


su ropa interior y estuve tentada a
desviar mis ojos hacia abajo para poder
cerciorarme de que no eran
imaginaciones mías. No obstante,
aquella intensa mirada que me dedicaba
me recordaba al juego en el que si
desviabas los ojos perdías.
Con Pace nunca se sabía.

Tragué saliva con dificultad al notar


cómo su mano izquierda se colocaba
sobre una de mis nalgas, empujándome
hacia su considerable erección.
Sintiéndola sobre la tela de mi ropa
interior, las ganas de perder, por un
momento, el contacto con sus grisáceos
ojos, que en ocasiones parecían más
azules, y contemplar qué era lo que
tramaba entre nuestros cuerpos,
aumentaban.
Mis rodillas se apoyaron contra el
suelo, a ambos lados de sus muslos,
ejerciendo el apoyo necesario para que
mi cuerpo se elevase. Noté su aliento
contra mi pecho y, aun así, su mirada
seguía intentando adentrarse en la mía.
Con tal intensidad sólo era capaz de
pensar que iba a tener la habilidad de
poder escuchar todos y cada uno de mis
pensamientos.
Tiré de la tela a un lado, sin necesidad
de quitarla y descendí a tientas sobre él.
Por unos momentos, vi una fugaz duda
cruzar su amplio rostro. Sin embargo,
con su mano izquierda todavía apoyada
sobre mi nalga derecha, me guió hasta su
erección. Pude notar el primer contacto,
el primer roce entre la punta de su
miembro y la humedad de mi
entrepierna, con la tentación de cerrar
los ojos y obligarme a sencillamente
dejarme llevar. Lo único que me
impedía poder hacerlo era el modo en
que seguía mirándome, con el rostro
alzado hacia mí.

—Brant…
—Calla —espetó, seco.
Apoyé mis manos sobre sus
desarrollados hombros, tensando los
dedos sobre la camisa que continuaba
contra su piel. Fui deslizándome, guiada
por su mano, bajando mis propias
palmas por su pecho hasta lograr
deshacerme de los últimos botones que
habían quedado intactos minutos antes.
Cuando parte de su miembro me hubo
penetrado, pasó su mano derecha por mi
muslo hasta llegar a la otra nalga. Me
empujó suavemente hacia él mientras
dejaba las rodillas caer a ambos lados
por la propia posición. Su torso quedó
descubierto y mis ojos, ahora sí,
perdieron toda visión de los suyos.
Pasé la yema de mis dedos por su
esternón, acariciando el fino vello y
descubriendo una prolongada cicatriz
sobre su esternón que, a simple vista, no
podía apreciarse. Al tacto, por otra
parte, era más que notable. Sus manos
apretaron contra la piel de mis nalgas,
haciéndome descender bruscamente
sobre él y obligándome a perder la poca
concentración que le había dedicado a
su cicatriz.

—¡¡Hmmpf!! —Apreté mis dientes,


sintiendo cómo mis mandíbulas crujían
del esfuerzo que había hecho para no
dejar escapar un estridente quejido de
dolor.

Al respirar con dificultad, golpeé su


pectoral con el lateral de mi mano
derecha. Sin embargo, no le importó.
Esbozó una amplia y fugaz sonrisa,
atrapando mi cadera con sus manos y
empezando a guiarme con maestría, así
como con una prerrogativa manía de
dominar y controlar por encima de mí.
Tampoco debió importarle el ligero
temblor que se había establecido en mi
cuerpo tras el primer y brusco contacto
entre nuestros cuerpos, pues prosiguió
mandando y exigiendo. Mis manos se
deslizaron hasta el extremo de la bañera
en el cuál él se mantenía apoyado,
aferrándose al fuerte material. Aproximé
mis labios a su boca pero me negó la
cercanía, ladeando su rostro y
contemplándome con supremacía.
Sus manos me elevaban y me bajaban a
su antojo, marcando el ritmo de nuestros
cuerpos y produciéndome una intensa
molestia por la intensidad de los
movimientos. A cada seca embestida, mi
pecho se encogía y se tensaba,
convirtiendo el placer en incomodidad a
partes iguales. Y, sin embargo, despegó
la espalda de la bañera pegando su
pecho contra mi torso y aproximando sus
labios a la parte oculta de mi mandíbula
inferior. Hincó los dientes, dejando
escapar un profundo resoplido al tiempo
que su pelvis empezaba a buscar poder
moverse bajo las exigencias que sus
manos causaban sobre mis propias
caderas.
Ahora sí…

Rodeé su nuca con mis brazos,


dejándome guiar y, al mismo tiempo,
dedicándome a montar sobre él sin
perderme ningún roce, ningún
movimiento circular y ningún ritmo
constante e incesante.
Sus jadeos se perdían contra la sudada
piel de mi cuello, haciendo que el calor
que se había amontonado en mi zona
pélvica se expandiese por todo mi
cuerpo. Si sólo pudiese saber cuánto
estaba excitándome al jadear contra mi
garganta, hundiendo todo su rostro
contra la piel de mi cuello y aferrando
mi cuerpo con sus firmes y exigentes
dedos...
Había visto la sorpresa de su rostro al
notar mi estrechez, sin saber el tipo de
placer que podía encontrar al
penetrarme, una y otra vez, como lo
estaba haciendo.

—Oh, joder, perdóname —volvió a


pronunciar, en un ahogado jadeo contra
mi hombro.

Separé mi torso de su cuerpo,


impidiéndole ocultarse bajo ninguna
parte de mi cuerpo. Clavé mis ojos en
él, intentando averiguar por qué pedía
que le perdonara. Su espalda volvió a
encontrarse con la bañera, dejando caer
la cabeza contra el borde y apretó contra
mi piel con sus manos, en una profunda
penetración que me dejó sin oxígeno.
Siguió ejerciendo fuerza hacia él mismo,
quedándose totalmente quieto mientras
su rostro se contraía, cerrando los ojos y
tensando el cuello, entreabriendo
suavemente los labios para dejar exhalar
una profunda bocanada de aire. No logró
siquiera ser un gemido.

La camisa se mantenía abierta,


permitiéndome la visión de su torso
desnudo, con leves rastros de sudor y su
pecho subiendo y bajando con cierta
dificultad. Se obligaba a sí mismo
respirar por la nariz, con la mandíbula
fuertemente apretada y con sus dedos
disminuyendo la presión contra mi piel.
En cambio, mi respiración estaba
totalmente perdida en la agitación
incluso sin haber llegado al éxtasis que
imaginaba poder recibir junto a él.
Había sido, de lejos, el polvo más
extraño de mi vida.

—Levanta —musitó, sin despegar su


cabeza del borde de la bañera.

Me quedé quieta totalmente


desconcertada, con las manos apoyadas
sobre mis muslos y con su duro miembro
todavía latiendo anclado en mis carnes
internas. Respiraba profundamente por
la boca, mirándole como si estuviese
contemplando la metamorfosis de un
capullo convirtiéndose en mariposa. Y,
sin embargo, seguía siendo el mayor
capullo del mundo.

—Venga, Johanna, levanta —dijo,


abriendo los ojos e incorporando su
cabeza.
—¿Qué es lo que pasa contigo? —Logré
pronunciar, con la respiración todavía
turbada.
—¿Quieres levantarte de una puta vez?

Al hacerlo, tan rápido, sentí la


necesidad de dejar escapar un quejido
por mi boca. Aunque notaba molestias,
no iba a darle el gusto de ser consciente
de ello. Me sujeté al lavabo para poder
mantenerme de pie, apoyándome sobre
éste y mirándome al espejo por un
momento.
Era tal mi humillación que deseaba caer
inconsciente en ese mismo momento
para que abandonase mi apartamento sin
tener que pasar por la incómoda
sensación de mirarle ni una sola vez más
a la cara.

A través del cristal del espejo visualicé


cómo se levantaba y bajaba su rostro
para concentrarse en la labor que
ejercían sus manos, volviendo a cubrir
su entrepierna con la tela de la ropa
interior y la de los tejanos. Subió la
cremallera fugazmente y se encaminó
hasta la sala de estar cuya esencia era de
salón-comedor.
Toqué su bíceps y me alcé sobre los
dedos de mis pies para rozar sus labios.
No obstante, volvió a desestimar mi
intención.

—¿Qué haces? —Pronunció, frunciendo


el entrecejo.
—Besarte, ¿qué coño te pasa?
—Eres la novia de Alek.
—Hostia, sí —teatralicé, poniendo una
mueca de fingida sorpresa—. A la que,
por cierto, acabas de follarte.
—Porque es lo que querías.
—¿Lo que quería? —Inquirí, sin
entender.
—Es lo que has querido desde que me
admitiste no haberle vendido por no
querer venderme a mí, ¿no?
—¿Te caíste de la cama al nacer o qué
cojones pasa contigo? —Espeté,
sintiendo cómo la humillación se
tornaba en una más que evidente
desdicha—. Eres la persona más
insensible de este planeta, ¿cómo puedes
pensar que todo se reduce a querer tener
sexo contigo? ¿¡Crees de verdad que el
motivo por el cual no te he vendido es
un puto polvo con el cual ni siquiera he
disfrutado!? Porque permíteme decirte
que ni siquiera he llegado a correrme.
—Vale —respondió, mirando por toda
la cocina—. Bien, dime, ¿cómo quieres
correrte?
—¿¡Estás de coña!?
—No, venga, dime cómo quieres
correrte —contestó, con total
naturalidad.
—Empiezo a pensar que la gomina, de
verdad, ha destrozado las pocas
neuronas que tenías.
—¿Quieres dejar de atacarme y decirme
cómo diablos quieres correrte? —
Inquirió, con cierta exasperación—. Es
sencillo. Hago que te corras y tenemos
la fiesta en paz. Dejas de buscarme, de
provocarme, de besarme a la mínima
que tienes oportunidad y vuelves a ser la
dichosa novia, pronto muerta, de mi
mejor amigo y jefe.
—No tienes sentimientos —susurré, con
una voz que denotaba sorpresa.
—No, me rijo más por valores.
—No todo se reduce a querer tener un
contacto físico contigo…
—¿Entonces?

Me sostuvo la mirada intentando, con


todas sus fuerzas, entenderme.

—Oh —musitó, de forma repentina—.


Oh… —Se echó a reír, a carcajadas,
frente a mí—. ¿En serio? —Su vientre
se contrajo, todavía riéndose cómo si le
acabase de explicar la mayor ocurrencia
jamás contada—. ¡No me lo puedo
creer! —Apoyó sus manos a ambos
lados de su cadera, sin dejar de reír
sonoramente—. ¡Y luego el perturbado
soy yo! —Negó con la cabeza,
intentando calmar sus carcajadas.
Respiró profundamente, tensando su
labio para deshacerse de la natural
sonrisa. Caminó los pocos pasos que le
separaban de mí y se inclinó, rozando su
mejilla contra la mía, para hablar contra
mi oreja—. Me parece extremadamente
adorable que sientas sentimientos por mí
y por eso, sólo por eso, voy a darte
ventaja. Te doy la oportunidad de coger
tus cosas y dejar el estado —rozó la tela
de mi ropa interior con el pulgar, tirando
un poco de ella para desviar la vista
hasta la zona—. Es una bonita cicatriz
de apendicitis.
—Intuyo que la que tienes tú en el
esternón es porque te quitaron el puto
corazón.

Se separó de mi rostro, frunciendo los


labios para disimular la sonrisa que
amenazaba, a toda costa, brotar de su
boca. Deslizó la yema de su pulgar por
la cicatriz mucho antes de que pudiese
apartar su mano de un golpe.

—Puede que nunca lo haya tenido —


comentó, encogiéndose de hombros.

Tomé una llave con mi mano y, tras


colocarme unos cómodos pantalones de
chándal negros y una sudadera blanca, le
acompañé hasta el ascensor. Me miró
con desconfianza, como si creyese que
pensaba tenderle una trampa.
Podía ser inhumano pero, por
descontado, no era estúpido. O al menos
eso pensaba…

Cuando cerré la puerta del ascensor,


permitiéndole irse, me mantuve quieta
viendo cómo las puertas mecánicas se
unían para el movimiento inminente
hacia abajo. Corrí escaleras abajo,
como si mi supervivencia dependiese de
ello y me dirigí hasta la planta baja para
abrir, con un incesante temblor, las
puertas de madera que escondían la
electricidad central del edificio.
Busqué, en menos de unas milésimas de
segundos, la pequeña palanca del
ascensor y apreté contra ella para que
éste quedase totalmente inutilizable al
bloquearse un poco antes de llegar a la
planta baja.
Me di un rápido respiro, recuperando el
aliento que había perdido al intentar ir
lo más rápido posible. Caminé
lentamente hacia la puerta del ascensor
que se encontraba en la planta baja,
escuchando cómo las paredes
retumbaban por los golpes que sus
manos les propinaban.

—¡¡Johanna!! —Vociferó.
—Lo siento, Pace.

No tenía mucho tiempo para llegar a la


fábrica. Encerrar a Pace en el ascensor
me permitía una ventaja de, como
mucho, veinte minutos hasta que algún
vecino se percatase del no
funcionamiento del aparato.
Intuía que había venido en su moto, por
lo que me aseguré de pinchar una de sus
ruedas con la única llave que llevaba
encima para, así, ganar unos minutos
más.

El taxi paró en la carretera de doble


sentido que permanecía alejada de la
zona industrial. Miró a su alrededor y
después giró su rostro hacia mí.

—Señorita, ¿está segura que es aquí? —


Preguntó, con cierta desconfianza—. Si
no tiene dinero para más, no se
preocupe. Pero no creo que dejarla aquí
sea muy seguro.
—Créame, es aquí —le respondí,
dándole un par de billetes—. Muchas
gracias.

Con el tiempo que llevaba fumando no


sabía cómo mi cuerpo, todavía, no había
desistido en el deporte que estaba
ejerciendo en lo que llevaba de noche.
Hacía tiempo que no me fumaba un
cigarrillo y, sin duda, ganas no me
faltaban.
Corrí hasta la fábrica, tropezándome por
el camino y provocándome rasguños por
todas partes sin ser capaz siquiera de
sentir dolor por la velocidad de mis
movimientos. Mi vida había pasado de
ser basada en la comodidad de no hacer
nada, a no parar de correr por mantener
mi aliento.

Me encontré de frente con Colt quien,


nada más ver cómo había entrado en el
interior de la fábrica corriendo, casi
desesperada, tuvo el reflejo de sacar el
arma que mantenía en la parte baja de su
espalda y sujeta por la cinturilla de su
pantalón. Insistió en que le explicase
qué era lo que estaba sucediendo y, sin
embargo, preferí tenerle alejado de
cualquier asunto que no tuviese nada que
ver con sus negocios y seguridad.
Alek había abandonado la fábrica hacía
unos cuarenta minutos aproximados,
teniendo que reunirse en un diferente
condado para un intercambio. Junto a él,
Gray, Marcus y Darren.
La única opción que me quedaba era
mantenerme en la sala de descanso de
Alek, rezando para que llegase a la
fábrica antes que Brantley.

—Si alguien te pregunta, no me has visto


—le espeté a Colt, quien todavía no
había logrado calmar su frustración de
no saber qué estaba ocurriendo—. A
menos que sea Alek, tú no me has visto
—musité.
—Sí.
—¿Sí?
—Sí, Johanna. Lo he entendido —
replicó, molesto.
Empecé a abrir todos los cajones del
archivador que yacía en la sala,
intentando buscar, con desesperación,
cualquier documento sobre Pace que me
permitiese ganar más peso en el
hipotético caso de que Alek tuviese que
volver a entrometerse en nuestros
asuntos. De algún modo, si no les
vendía, tenía que conseguir tener más
peso que Pace. Pero, ¿cómo demonios
iba a hacer eso?

—Son mejores amigos de toda la vida


—pronuncié, al tiempo que pasaba las
hojas sin descanso sobre el escritorio—.
Se han confiado la vida mutuamente en
numerosas ocasiones y se han
demostrado la lealtad que se tienen —
seguí hablando, casi en susurros,
poniéndome nerviosa por la poca
información que recibía al leer,
rápidamente, los documentos—. Cortas
condenas… ¿Por qué cojones son tan
cortas? —Seguí observando aquél
documento que parecía, a mis ojos de
extraña en aquél mundo, el historial
criminal de Brantley—. ¿Cómo alguien
que se encarga físicamente de las
personas no ha permanecido más de seis
meses en prisión?

—Oh, porque este alguien tiene muy


buenos contactos con altos cargos —
escuché, desde la otra punta de la sala.
Pace estaba empapado en sudor, con la
camisa azul oscuro desabrochada por
completo y unas marcadas venas
recorriendo su cuello enrojecido por la
carrera que debía haberse metido hasta
llegar a la fábrica. ¿Cómo no había
echado ya los pulmones por la boca?
¿Cómo diablos había llegado tan
rápido?
Se quedó quieto, con los brazos
cruzados, apoyado contra el marco de la
puerta mientras parecía recuperar la
respiración en silencio.

—Has sido muy hábil —pronunció,


dando el primer paso para adentrarse en
la sala—, aunque no te creía capaz de
ser tan desgraciada como para atreverte
a encerrarme en el ascensor, teniendo en
cuenta que eres la única que conoce mi
aversión por los lugares cerrados —
siguió, caminando lentamente hacia mí,
dejando caer los brazos a ambos lados
de su cuerpo—. Utilizar el miedo de una
persona sólo te convierte en una zorra
despreciable, Johanna —observó cómo
intentaba responderle y alzó la mano
para impedirme interrumpir su discurso
—. Pinchar las ruedas de mi moto ha
sido una muy, muy mala idea. En
cambio, lo de encerrarme en el ascensor
ha sido la gota que ha colmado el vaso.
Has firmado tu simple sentencia de
muerte al hacerlo —gruñó, todavía con
el pecho subiendo y bajando
notablemente—. ¿Y sabes lo mejor de
todo? Que ni siquiera sufriré condena
por lo tuyo. No sólo por mis contactos,
pero porque nadie te echará de menos en
este mundo —apoyó su mano sobre una
de la esquina del escritorio,
contemplando cómo, con cada palabra
que me dedicaba, mis pasos se
agrandaban intentando mantener la
distancia entre nuestros cuerpos—. Ni
siquiera Alek. ¿Y sabes por qué,
Johanna? —Se relamió lentamente el
labio inferior, cómo si se concentrarse
en lamer su interna herida—. Porque
encontrará a cualquier otra guarra que
pueda complacerle del mismo modo en
que tú lo has estado haciendo en estos
años. Aunque, la verdad, espero que la
próxima no me dé tantos problemas
como tú y que le sea, no sólo leal pero,
fiel —de un manotazo, hizo caer todos
los clasificadores que había dejado yo
misma sobre el escritorio—. También sé
que no te echará de menos porque,
cuando se entere de lo poco que le has
querido y lo mucho que le has mentido,
será natural en él —empezó a aplaudir
suavemente, mirándome encontrarme
con una pared—. Enhorabuena, Johanna.
Lo has conseguido tú solita. Y, cabe
decir que, te agradezco que me hayas
puesto las cosas tan fáciles —gruñó, con
total seriedad—. No sabes cuánto voy a
disfrutarlo.
—Has de esperar a Al…
—No —sentenció, seco. Sacó una
navaja del bolsillo trasero de su
pantalón y con un simple movimiento de
mano, la desenfundó—. No he de
esperar absolutamente nada. Tú lo
dijiste en su momento, porque yo te lo
recordé. Necesito una justificación de
cara a Alek, pero no para mí mismo —
apuntó con aquél filo hacia mí,
encaminándose con la mayor cara de
psicópata posible—. No será agradable,
lo sabes ¿no?

¿Cuántas veces me había enfrentado a


Pace de ese modo? ¿Dos, tres? ¿Quizá
más? Entonces, ¿por qué ahora las cosas
eran diferentes? ¿Por qué ahora sí le
veía capaz de acabar con mi vida en un
abrir y cerrar de ojos? ¿Por qué ahora sí
le notaba totalmente decidido a ejercer
su trabajo, sin ninguna pretensión más
allá de deshacerse de mí?
El calor estaba sofocándome por culpa
de la sudadera que se mantenía sobre mi
torso. Podía sentir cómo las gotas de
sudor resbalaban por encima de mi
columna vertebral, la cual me aseguraba
convertirse en cristal y descomponerse
como un juego de fichas de dominó
cayendo.
Ese era el modo en que pensaba acabar
conmigo. Sin esperanza, sin amor y sin
gloria.
—Lo que todavía no sé es si quiero
ofrecerte algo lento o algo rápido —
musitó, dubitativo, aproximando el filo
de la navaja contra mi barbilla. Mi
cabeza de pegó contra la pared,
intentando alejarme de la proximidad—.
Con el cabreo que llevo, no puedo evitar
querer hacerlo rápido —asintió,
deslizando la navaja por mi cuello.
—Aléjate de ella.

Pace se giró hacia atrás, aunque su


cuerpo seguía bloqueándome contra la
pared. Entrecerré los ojos por un
momento, sintiéndome débil y
experimentando un brutal mareo por
todo el cuerpo.
—Alek —murmuró Brantley—. Antes
de que me hagas separarme de ella,
tendríamos que discutir algunas cosas.
—Pace, he dicho que te alejes de ella.
—Deja de estar tan cegado —masculló,
con un tono de enfado—. ¡Va a venderte,
ha estado en el puto departamento de
policía y no haces más que impedirme
hacer mi maldito trabajo! ¿¡Acaso te
digo cuándo deberías reunirte con Arles
u otros!? ¿¡Te digo cómo hacerlo!? ¡No!
—Vociferó—. ¡Nunca me meto en tu
puto cargo y tu maldito trabajo! ¿¡Por
qué lo haces tú!? ¿¡Por qué demonios no
me dejas hacer mi trabajo que es
protegerte y mantenerte a flote!?
—Pace, estás sacando las cosas de
quicio.
—Si entramos en prisión, ¿crees que
podré salvar tu culo?
—Aléjate de ella.
—Es ella o yo, Alek —murmuró
Brantley, con la navaja todavía en mano.

Alek se aproximó a grandes zancadas,


tomó el brazo de Pace y lo retorció con
fuerza hacia atrás. El pecho de Brantley
golpeó el mío por el impulso de Alek,
en un repentino y efímero choque. Unos
sencillos segundos en los que vi el odio
tomar forma humana y poseer el
precioso y monstruoso rostro de Pace.

—Ella no nos ha vendido —gruñó Alek,


golpeando el trapecio de Pace con el
codo y consiguiendo que éste se
arrodillase en el suelo frente a mi
tembloroso cuerpo—. ¡Tantos putos
contactos que tienes para nada! ¿Te
costaba mucho llamar a Edmund para
preguntarle? ¿¡Te costaba cerciorarte de
las cosas antes de precipitarte como
siempre haces!? —Vociferó, con
autoridad.

Lo sabía… Lo había sabido siempre…


Alek no me había visto entrar en el
departamento de policía. Él nunca iba a
la ciudad y mucho menos se acercaba al
centro. Siempre decía, y me recordaba,
lo peligroso que podía ser para él.
Brantley no cumplía ninguna orden que
no fuese una suya propia.

—¿¡Ella o tú!? ¿¡De verdad!? —


Prosiguió, sin ánimo de achantarse
frente a lo que él consideraba, pese a ser
su mejor amigo, un subordinado—. Ella.
Ahora mismo, Brantley, ella. Tú te vas a
coger unos días libres… ¿Me escuchas?
—Inquirió, retorciéndole todavía más el
brazo hasta escuchar el quejido de Pace
instalarse en la sala—. ¿¡Me escuchas!?
—¡Sí!
—Te quiero lejos de aquí durante una
semana y, entonces, hablamos.
—Suéltame —jadeó Pace, con una
brutal paciencia.
—Admiro que seas tan leal y me
enorgullece que estés a mi lado, que lo
hayas estado siempre y que, mírate,
pudiendo partirme la cara sin
problemas, decidas no hacerlo. Siento
orgullo cuando te miro, Brantley. Pero
ahora mismo no estoy mirando al mismo
tío de siempre —murmuró Alek,
soltando el brazo de Pace de inmediato
—. Sólo estoy viendo a un hombre que
no cree en “acción – reacción”, lo que
puede complicarnos las cosas. Vuelve
en ti, disfruta de esos siete días para ti
solo y vuelve a mí.

Pace se levantó con lentitud del suelo,


moviendo el brazo con dificultad.
Contempló a Alek durante unos
segundos y desvió su mirada hacia mí.
Sin embargo, para entonces, yo sólo
volvía a tener ojos para Alek. Porque
quizá tenía sentimientos por Pace y no
podía evitar tenerlos, pero Alek podría
haber evitado seguir sintiendo cosas por
mí y tampoco lo hizo.
Me escogió.
Capítulo nueve
La taza de café
humeaba entre mis manos, el silencio de
mi apartamento era cada vez más
imperturbable, mis manos habían dejado
de temblar y mi cuerpo, tras unas
reparadoras horas de suelo, parecía
volver a funcionar con normalidad.
Dejé que el cigarrillo se consumiera en
el interior del cenicero tras haberle
dado una última calada,
extorsionándome mentalmente por haber
dejado que todo llegase al punto en el
que estábamos. Por haber permitido que
mis insensatos e irracionales
sentimientos hacia Pace me condujesen
por el camino de la amargura y de la
misma perdición. ¿Cómo no era,
todavía, consciente de lo nociva que era
mi situación?
Hiciese lo que hiciese, trazase el plan
que trazase, todos los caminos me
llevaban al mismo barranco, al mismo
precipicio.
Alek no había querido saber nada de mi
versión, ni siquiera me había permitido
exponer mis sensaciones al respecto de
aquél encontronazo en su sala de
descanso particular. Había dejado que
me quedase totalmente paralizada, pese
a haberme escogido por encima de
Brantley. Había consentido que mi
humillación perdurase, que mi miedo
continuase aflorando y que mi derecho
de expresión quedase totalmente
anulado.

Podía intuir que sufría y podía imaginar


cuán doloroso debía ser deshacerse de
Brantley por unos días. Sabía que la
decisión no había sido fácil y que
posicionarme a mí antes que a su mejor
amigo era algo que iba a pesarle por
mucho tiempo.
Aquella era la diferencia principal de
Alek y Pace; ambos se regían por
valores pero, por lo visto, no eran
necesariamente los mismos.

—Necesito hablarlo —le dije, por


teléfono, apagando el cigarrillo contra el
cenicero.
—No hay necesidad de tratar lo que ha
ocurrido.
—Habla por ti, Alek. En tres días, he
podido visualizar mi maldita esquela
cambiar de fecha por simples horas de
diferencia.
—¿Qué es lo que necesitas hablar?
—Quiero saber qué es lo que piensas tú.
—¿Al respecto de qué? —Inquirió, con
un tono cansado.
—Al respecto de lo que ha ocurrido con
Pace.
—No sé qué has hecho para cabrearle
tanto, pero sé que él no se comporta así
por nada.
—¿Insinúas que le he provocado?
—Digo que Pace no tiene esta conducta
por amor a su trabajo conmigo —
respondió.
—Me has elegido a mí, ¿por qué tengo
la sensación de que no es así?
—Dímelo tú, Johanna.
—No sé a lo qué te refieres.
—Déjalo, princesa —suspiró,
cambiando su tono por completo—.
Ahora mismo estoy irascible, todo
parece descontrolarse y no sé por dónde
tirar. Nada de esto tiene que ver contigo.
Te he escogido porque considero que,
por cómo están las cosas, Pace se ha
pasado de la raya —murmuró, con un
ápice de ternura en su voz—. No tengas
en cuenta mi comportamiento.
—Alek, yo te quiero pe…
—Tengo cosas de las que ocuparme —
me interrumpió, súbitamente—. Como te
prometí, todo irá bien, princesa. Podré
protegerte y, mientras pueda, lo haré.
—Alek, tengo algo que dec…
—Te quiero —finalizó, colgando a toda
prisa.

Era una locura pensar en que había


estado enamorada de Alek durante dos
mil ciento noventa días y que, en uno de
esos, había descubierto tener también
sentimientos por la persona más
inhumana que había conocido. Era una
locura desarrollar una indescriptible
sensación hacia una persona que, pese a
los primeros años, había estado día tras
día haciéndome imposible la existencia.
Era una verdadera locura tener la
intención de ir tras la persona que, en
más de una ocasión, había atentado
contra mi vida con toda la pretensión de
acabar con ésta. Y la locura, en todo su
apogeo, era aplacadora. Era tan
perturbadora, tan realista y tan exigente
que, sin permitirme ser consciente de
ello, me estaba llevando hasta él.
El destino, si es que existía, estaba
enfrentándome a mis peores miedos.

Observé la puerta que yacía frente a mí,


similar a alguna de una habitación de
hotel. Totalmente blanca, reluciente e
impecable. Tenía ganas de acariciarla
con la yema de mis dedos, de sentir el
tacto del material contra mi fina piel.
Golpeé la puerta con los nudillos y
esperé.
Esperé y no escuché ningún sonido tras
la puerta, así que volví a golpearla con
más brío.

Se abrió ante mí, habiendo escuchado


una llave al otro lado y tuve que
empujarla con la mano para poder
contemplar la estancia.
El cuerpo de Brantley se tambaleaba de
un lado a otro de la sala que aparecía
ante mis ojos. Un enorme salón que
contenía dos alargados sofás de piel
negros, una rectangular mesita de cristal
y un enorme mueble en el que yacía un
gran televisor de plasma. A mi derecha,
una espaciosa y alargada cocina abierta.
Y, por otro lado, a mi izquierda, un
prolongado pasillo con dos puertas a
cada lado.
Se dejó caer sobre el sofá, sentado y
tendió su mano hacia la mesita de café
para coger una botella de whisky a
medio por beber. Le dio un largo trago,
pasándose el dorso de la mano por los
labios segundos después.

—No es lo que cr… —Calló al ver mi


cuerpo cruzar el umbral de la puerta—.
¿Tú qué coño haces aquí? —Espetó,
poniendo una mueca para evitar soltar el
eructo que surgía por su garganta—.
¡Lárgate de mi casa!
Cerré la puerta tras mi cuerpo,
quedándome a pocos metros de él.

—¡No, no, y no! ¡Lárgate de mi casa! —


Hizo ademán de levantarse pero, por su
propio peso, volvió a caer sobre el sofá.
Resopló con exasperación, cogiendo un
cojín con su mano e intentando lanzarlo
hacia mí—. ¡Largo!
—Has bebido…
—¡Hostia! ¡Tienes poderes mentales! —
Teatralizó, tirando la botella hacia mí.
Tuve que agacharme porque la botella
iba directa hacia mi cabeza y, al
incorporarme, escuché cómo crujía
contra la puerta y se rompía en mil
pedazos—. Puta mierda de puntería…
—Brantley…
—¿¡Qué!?
—Lo siento —murmuré, sintiendo un
gran peso oprimir mi pecho—. No tienes
ni idea de cuánto lo siento. Nunca fue mi
intención tener sentimientos por ti, nunca
pretendí enfrentaros a ti y a Alek. Al
menos no hasta que tú empezaste a
ponerme en un aprieto, coaccionándome,
metiéndome miedo en el cuerpo y…
—¿Te verdad tienes miedo de mí? ¿Te
asusto, Johanna? —Me interrumpió, con
el rostro ladeado hacia mí y una
malvada sonrisa sobre los labios.
—Sí.
—¿¡Entonces por qué cojones sigues
viniendo detrás mío!? —Volvió a
cambiar su expresión facial,
bruscamente. Era como hablar con las
dos máscaras de teatro, sólo que
cambiando la triste por la enfadada,
manteniendo parte de la felicidad de la
otra.
—La respuesta es la misma a la pregunta
por qué todavía no me has matado.
—Dios mío, estás enferma…
—¡Admítelo por una maldita vez! —
Bramé a mi turno, no dispuesta a
permitir que no admitiese tener
sentimientos, aunque fuesen leves, por
mí—. ¡Admite que sientes algo, aunque
no sepas lo que es!
—Admito sentir algo, sí, espera… —
Murmuró, a su turno, apoyando su mano
sobre su esternón. Desvió la mirada por
todo el salón—. Ah, no, mierda, si no
tengo corazón…
—Brantley…
—Toda mi vida, Johanna, ¡toda mi puta
vida!, he estado bajo las órdenes de
Alek. A los quince años le decía qué
hierba fumar y qué mierda rechazar. A
los diecisiete, le escuchaba con sus
pajas mentales sobre el amor que sentía
por una tía que, como tú, no le era ni un
poco fiel —masculló, con desdén, sin
mirarme. Sus ojos se mantenían fijos en
lo que sus manos hacían, dándole
vueltas a un mando a distancia—. A los
dieciocho, conseguía cerveza para
echarnos unas risas mientras jugábamos
a videojuegos. A los veintidós, nos
metimos en el mundo que tú conoces y
me preguntaba por mi opinión a todas
horas. ¡Joder, confiaba en mí! ¡Me hacía
partícipe de todo! —Vociferó, de forma
repentina—. Estuve con él en todas las
desgracias, salvándole el culo y
recibiendo palizas que llevaban su
maldito nombre. ¡Me he encargado de
todos los que le han puesto en una mala
posición! ¡Me he ocupado
personalmente de todas las personas que
él consideraba que debían pasar por mis
manos! —Tiró el mando a distancia
contra el suelo, haciendo que las pilas
saliesen de su lugar y rodasen por el
suelo de parqué—. ¿Quieres escuchar la
historia más jodida jamás contada?
¡Aquí tienes la mía! Lamento que te
parezca un insensible pero, ¿qué esperas
de alguien que no tiene absolutamente
nada? —Chasqueó la lengua—. No
estoy fingiendo, pequeña Johanna. He
querido matarte desde la primera vez
que Alek me dijo que le parecías un
riesgo para nuestra relación. ¡Para
nuestra relación! ¿Sabes lo que eso
significa? ¡Significa toda mi puta vida!
—Se levantó, tambaleándose, para
encararse a mí—. ¡Alek es toda mi puta
vida, porque lo único que he hecho, en
estos treintaidós años que tengo, es estar
a su lado! A su lado, Johanna, a su lado
de verdad… Sin pensar, ni una sola vez,
en venderle. Si él cae, caigo con él. Y si
tengo que morir por él…
—No tienes que morir por él —le
interrumpí, con los ojos vidriosos—. No
tienes que morir por nadie, Pace… Este
sentimiento de lealtad está acabando
contigo, con toda tu humanidad. Tu vida
debería ser mucho más que…
—¿Tú vas a darme lecciones de vida a
mí, en mi propia casa? —Me cortó, con
su frente pegada a la mía y moviéndose
de un lado a otro.
—He dejado toda mi vida por Alek, ¿o
no lo recuerdas?
—Oh, es verdad —me dio con el dedo
índice en la nariz y se apartó—. La
chica con estudios que quería dedicarse
a enseñar a niños pequeños. ¡Cómo he
podido olvidarlo! —Se dio un golpe en
la frente, dramatizando—. Mal,
Brantley… ¡Mal! No deberías olvidar
que la novia de tu mejor amigo soñaba
con tener una carrera con la que poder
hacer sentir orgullosos a sus padres.
—Lo único que intento decir es que no
eres el único que ha perdido parte de su
vida, entregándosela a otra persona
que…
—¿Que qué?
—Que no lo merece.
—Alek lo merece —sentenció, con
cierta agresividad.
—¿Por qué me odias?

La pregunta le tomó por sorpresa,


mirándome con decepción. Chasqueó la
lengua y empezó a negar con la cabeza,
al tiempo que cerraba sus ojos por no
poder mantenerlos abiertos.

—Es fácil, Pace —murmuré—. ¿Por


qué?
—He tenido que escuchar, no sé cuántas
veces, lo muy enamorado que está de ti.
Lo valiente que eres, lo bonita que eres,
¡lo buena que eres en la cama!, el
potencial que tienes en todo, lo dedicada
que estás a él… ¿En serio? ¿Tú eres
todo eso y yo sólo soy su maldito
sicario? —Inquirió, molesto.
—¿Estás enamorado de Alek?
—¿Tú qué mierdas fumas?
—Lo que sientes por él es devoción,
Pace…
—Fue el único que se mantuvo a mi lado
cuando mis padres se divorciaron —
confesó, en un susurro, encogiéndose de
hombros—. Cuando creí que la
separación de mis padres estaba
ocurriendo por mi culpa, él vino para
recordarme que yo no tenía nada que
ver. Me dio un hombro en el cual
apoyarme, me ayudó a olvidarme de la
situación por la que pasaba en casa y
consiguió que no me odiase a mí mismo
—murmuró—. Entonces, tras eso, me
esforcé en dedicarme plenamente a él.
¿Sabes cuántas veces he estado con una
mujer en la cama y la he dejado tirada
cuando él me ha llamado, aunque fuese
para preguntarme dónde coño estaba? —
Se echó a reír—. Qué imbécil soy…
—No le debes nada, Brantley.
—Puede ser.
—No le debes nada —repetí.
—Tú no sabes nada, Johanna.

Me dio la espalda para dirigirse hasta


un mueble de la cocina, sacando otra
botella de whisky todavía sin abrir. La
desenroscó, observando de reojo cómo
me aproximaba hasta él. Tosió un poco,
tras el alargado trago y dejó la botella
sobre la encimera.

—¿Por qué no vas a descansar un poco?


—No estoy cansado —masculló,
cerrando un ojo con fuerza para intentar
mantener el otro abierto—. Pero tú
podrías tumbarte en mi cama, si quieres
—apoyó su mano sobre uno de los lados
de mi cadera—. Podrías ir a mi
habitación, quitarte la ropa y esperarme
—inclinó su rostro hacia mi cuello pero
me separé—. Aunque, eh, te aviso para
que luego no me lo eches en cara…
¡Hip! —Sacudió la cabeza, tosiendo un
poco después—. Quizá, ya sabes…
Puede que no se me levante y, entonces,
sea igual de desastroso que la vez en tu
cuarto de baño. ¡Bueno! ¡Desastroso
para ti! Porque para mí estuvo bien.

Alcé mi mano derecha y acaricié su


mejilla izquierda con suavidad, mientras
mi mano izquierda rodeaba la botella y
la deslizaba por la encimera con la
intención de separarla de él.

—Eres la persona más desagradable que


he llegado a conocer —murmuré, ante
sus imperturbables ojos grises—, pero
no concibo una vida sin ti. Ya sea en
éste, vuestro horroroso y tenso mundo, o
en otro… Eres la única persona que me
ha llevado a enfrentarme a mis miedos,
provocando que, de algún modo, algo
imparable nazca en mí —mi pulgar
acarició su comisura izquierda—. Te he
tenido tanto miedo, Brantley. Te sigo
teniendo tanto miedo…
—Jo’…
—Pero me he enamorado de ese miedo
—mascullé, cortándole—. Me he
enamorado de la tensión, de buscarte
aunque sea para descubrirte a punto de
matarme, a punto de arrancarme el
último aliento —acerqué mis labios a
los suyos, rozándolos con extrema
suavidad—. He muerto más de una vez
por ti, porque he ido muriendo a cada
encuentro con tu lado más inhumano y
me he enamorado de ese sentimiento. Y
si me he enamorado de la cruz de esta
moneda que eres, dudo que no pueda
enamorarme de la cara de ella. Siempre
te has reservado lo bueno para ti, no lo
hagas más —le pedí—. Compártelo
conmigo ahora que sabes que he
aceptado, he deseado y he caído rendida
ante la peor versión de ti mismo.
—No me encuentro bien —musitó contra
mis labios, separándose de mi rostro—.
Voy a ir a mi… Me voy a echar un rato
—anunció, rozando la punta de su nariz
con la mía al separarse.

Tras
recoger el destrozo del salón y la
entrada del apartamento, cerciorándome
de que ningún cristal permaneciese en el
suelo y el líquido hubiese sido
absorbido por el mocho, me dejé caer en
el sofá en silencio. Cerré los ojos y me
pregunté qué es lo que me había llevado
a entregarme, de ese modo tan
descarado, a una persona que no tomaría
en consideración ninguna de mis
palabras. Me cuestioné,
desgraciadamente para mí, por qué le
había declarado mis sentimientos de
forma tan abierta. Porque no se trataba
de decirle que no vendería a Alek para
no venderle a él, no. Se trataba de que
acabara de decirle cuánto me había
enamorado, aun queriendo matarme, aun
intentando hacerlo, de la peor parte de
él. ¡Asegurándole enamorarme también
de su otra cara!
Escuché el sonido de alguien golpeando
a la puerta con prisa y decidí ignorarlo.
No era mi casa, por lo que no me
correspondía a mí abrir. Y, sin embargo,
dada la insistencia, terminé por hacerlo.

Una mujer de pelo castaño, recogido en


un decente moño, apareció ante mí
poniendo exactamente la misma cara que
debía estar poniendo yo misma. Frente a
ella, una pequeña niña con un largo
cabello rizado rubio y unos alargados
ojos de un apagado azul, vestida en un
divertido mono floral verde.

—Vaya, ¿una nueva cuidadora? —


Pronunció, mirándome de arriba abajo
—. Un poco joven… —Siseó, alargando
el cuello para mirar por detrás de mí—.
¿Está ocupado?
—Pue…
—No importa —dijo, interrumpiéndome
—. Dile que no podré recoger a la niña
hasta mañana por la mañana, por lo que
intente aplazar sus negocios para
entonces —se agachó para besar la
cabeza de la niña, que me miraba
fijamente a los ojos—. Pórtate bien,
cielo. Mamá te quiere —y tal cual
demostró sus sentimientos a la niña,
caminó de prisa hasta el ascensor.

La niña pasó por al lado de mi cuerpo,


dejando caer, sobre la alfombra que
permanecía bajo la mesita de café, su
pequeña mochila azul. Miró a su
alrededor, mientras yo me ocupaba de
cerrar la puerta y no ponerme a gritar de
forma histérica por descubrir que Pace
era… No, no podía ser. ¡Sería su
sobrina!

—¿Dónde está mi padre? —Preguntó,


cruzándose de brazos y mirándome con
seriedad.

No.
Esa niña era digna hija de su padre.

—Hola —murmuré, sin saber muy bien


que decir—. ¡Hola!
—Hola.
—Soy Johanna —me presenté,
tendiéndole la mano—. ¿Y tú eres…?
—Soy Olivia. ¿Dónde está mi papá? —
Volvió a preguntar.
—Verás, preciosa, tu padre no se
encontraba demasiado bien así que se ha
echado a dormir un poquito. Pero, si
quieres, puedo ir a despe…
—¿No eres cuidadora?
—No, cielo —le respondí, sincera—.
Soy una amiga de tu papá.
—¡Oh!

Su rostro pareció iluminarse ipso facto.


Debía estar contenta de no acabar en
manos de cualquier cuidadora…

—¿Te gustan las muñecas? —Preguntó,


abriendo la mochila y sacando de ella un
peluche de un caballo blanco—. Porque,
en mi habitación, tengo muchas.
Podríamos hacer un salón de belleza y
peinarlas a todas —sugirió, acariciando
el peluche—. La que más me gusta es
una que tiene el pelo como yo. Papá dice
que tengo un pelo muy bonito.
—Lo tienes.
—¿No entiendes mucho mi idioma? —
Preguntó, ladeando un poco el rostro.

Si es que se movían del mismo modo…


¿¡Por qué acababa de enterarme de que
Brantley Pace, el hombre más… del
mundo, tenía una hija!?

—Sí, cielo, lo entiendo —respondí, con


una sonrisa, restándole importancia a mi
estupefacción por el descubrimiento de
la existencia de esa niña.
—¡Genial! ¿Jugamos?

Olivia me presentó a sus tres muñecas


preferidas. Ella misma había creado la
historia de que esas tres muñecas,
respondiendo a nombres de princesas
tales como Elsa, Esmeralda y Rapunzel,
habían dado la vuelta al mundo en el
interior de una enorme barca rodeadas
de luciérnagas. Habían nadado con
delfines, se habían enfrentado a grandes
y difíciles oleajes y habían vivido un
sinfín de aventuras.
Cuando le pregunté si no tenían ningún
apuesto príncipe, su respuesta se
resumió a “papá no deja que las
princesas tengan cualquier sapo de
pareja”, por lo que me eché a reír a
carcajadas.
No estaba tan equivocada cuando me
afirmaba capaz de enamorarme de su
mejor versión de él. O, quizá no mejor
pero, sencillamente, su otra versión.

—Entonces ahora tienen que prepararse


para ir a la boda de otra muñeca, que
antes era amiga de ellas pero se
convirtió en mala —me explicó,
tendiéndome a una de las muñecas para
que la sujetase—. Ellas son buenas, no
traman nada malo, sólo van a ir a la
boda para demostrar que no hay que
enfadarse durante mucho tiempo. Mamá
dice que si te enfadas mucho tiempo te
salen arrugas —comentó, sin tener en
cuenta mi reacción al respecto—. Tú no
te enfadas mucho, ¿no? Porque no tienes
arrugas.

No tardó mucho en cansarse, como era


propio en una niña de su edad, del
mismo juego. Se dirigió a su habitación
y me trajo dos grandes cuentos. Se
acomodó a mi lado, en el sofá y apoyó
su cabeza contra mi vientre, lista para
escuchar cómo le leía aquél cuento.
Sonreí al ver el nombre. Johanna en el
tren, era un cuento de creación artística
sobre un personaje, una cerdita llamada
Johanna, que avivaba la imaginación de
los niños al usar los viajes en tren, el
descubrimiento de otros lugares y otras
personas, en busca de la propia
identidad del peculiar personaje.
Estuvo un buen rato dedicándose a
señalarme dibujos del libro, riéndose
con toda la naturalidad del mundo aun
sin saber con quién trataba y
desconociendo lo horrorosa que había
llegado a ser con su padre. Sin embargo,
ahí estaba…
Rodeándome el bajo vientre con uno de
sus brazos, con la cabeza apoyada sobre
mi abdomen, divirtiéndose y
divirtiéndome a mí. Con total
naturalidad, como si ya existiese un
vínculo previo y con seguridad. Se
sentía segura a mi lado y, curiosamente,
a mí me pasaba lo mismo con ella.

Se quedó dormida sobre mí y fui incapaz


de levantarme pese a necesitar ir al
baño. Seguí acariciando su largo cabello
rizado, escuchando cómo su respiración
se tornaba profunda y, en ocasiones,
dejaba escapar algún pequeño bufido.
Escuché una de las puertas del pasillo
cerrarse y levanté el rostro para poder
intentar explicarme antes de que Pace
volviese a ser el oscuro ente con la
fijación de acabar con mi vida. ¡Y ahora
con motivos!
Y yo aquí con su hija…

—Joha… —Se mantuvo callado,


llegando al salón—. Oh, mierda…
Había olvidado que me tocaba…
—Tranquilo —hablé bajito—. Tu mujer
se ha creído que era una cuidadora.
—¿Sí? —Caminó despacio hasta el sofá
en el que nos encontrábamos y se quedó
de cuclillas frente al rostro durmiente de
ella. Lo acarició con el pulgar y se
inclinó para depositar un cálido beso
sobre su cabeza—. Mi ex mujer es una
arpía —suspiró—. Ni siquiera es mi ex
mujer.
—¿No se lleva bien con tu pareja?

Pace esbozó una natural sonrisa,


llevándose una mano a la frente y
presionando con fuerza contra sus
propias sienes. Tomó asiento sobre el
reposabrazos del sofá, acariciando la
piel desnuda de una de las piernas de su
hija, mientras su otro brazo descansaba
por encima del respaldo del sofá.

—¿Mi pareja? —Inquirió, con la misma


sonrisa.
—La chica que conociste en el hospital.
—La chica que conocí en el hospital es
la chica que está durmiendo sobre ti.

Mis ojos se desviaron hacia Olivia e


intenté disimular la estúpida sonrisa de
mi cara.
Olivia era el amor de su vida.

—La conocí en el hospital el cinco de


septiembre de hace ocho años —
murmuró, sin poderle quitar los ojos de
encima—. Iba en silla de ruedas por
culpa del disparo y la enfermera la puso
en mis brazos. Sé que los bebés no ven
una mierda al nacer pero ella me miraba
fijamente a los ojos —explicó,
deslizando sus dedos con mucha
suavidad por encima de la pierna de ella
—. Y te juro que sé que me veía.
—¿Por qué no me dijiste que tenías una
niña?
—¿Qué relevancia tiene, qué hubiese
cambiado?
—Puede que no hubiese pensado que
eras tan insensible —comenté,
encogiéndome de hombros.
—Ser insensible es algo que se escoge.
Es como algo que puedes activar y
desactivar. Y ocurre lo mismo con mi
trabajo —respondió, en un susurro—.
Cuando llego a casa, no soy el Pace que
conoces. Soy el… papá.
—El papá…
—Un papá, sí —volvió a decir, con una
silenciosa risa.
—Un papá resultón.
—¿Sí? —Alzó su mirada hacia mí, sin
perder aquella silenciosa sonrisa que no
hacía más que invitarme a suplicarle por
mi existencia y para que el tiempo se
detuviese—. Gracias —susurró—.
Aunque, ya ves… Sólo soy bueno en mi
trabajo. Ni siquiera me he acordado
que…
—Estás mal, Brantley. No estás pasando
por un buen momento.
—¿Sabes por qué sólo temo a los
espacios reducidos? —Pronunció, sin
querer indagar en lo que acababa de
decirle. Negué con la cabeza ante su
intensa mirada—. Porque no quiero
inculcar a mi hija ninguna clase de
temor. Es cierto que le tengo pánico a
los sitios cerrados pero… Verás, eso es
algo que sólo tú sabes —siseó—. Ante
todo el resto de personas, no le tengo
miedo a nada.
—Sí, es lo que parece.
—Porque es lo que quiero que parezca.
No quiero que Olivia le tema a nada e
intento que sea así, pese a sus jóvenes
temores de monstruos debajo de la
cama, monstruos en el armario,
monstruos en la bañera… —Enumeró,
poniendo los ojos en blanco—. Mi
trabajo me hace insensible porque
necesito serlo, necesito no sentir.
—Pero, ¿y fuera de tu trabajo?
—Siento cosas por mi hija —contestó,
serio.
—Se parece a ti.
—Y espero que siga siendo así.

Se levantó para ir a la cocina y me


quedé mirando a la pequeña que seguía
totalmente dormida sobre mí.
Acariciaba su suave cabello sin cese,
sin cansarme del sedoso tacto.
Pace se acuclilló ante nosotras,
llevándose una pastilla a la boca y
bebiendo un trago de agua de un vaso
que, tras hacerlo, depositó sobre la
mesita de café.

—Voy a llevarla a su cama.


—No me molesta —dije, queriendo
permanecer así.
—Tienes que irte de mi casa, Johanna.
No puedes estar aquí.
—Todavía tenemos cosas de las que
hablar. Seguramente no recuerdes mucho
de…
—Lo recuerdo todo —me interrumpió,
tajante—. Por eso tienes que irte de
casa.

Pasó los brazos con cuidado por el


cuerpo de Olivia, tirando de ella con
suavidad y, ante los pequeños quejidos
de ella, se la llevó a los brazos. La
cogió en peso, incorporándose con
cuidado y depositando un tierno beso
sobre el hombro de la pequeña, cuyas
piernas caían a ambos lados del cuerpo
de él.

—Venga, levanta —murmuró.


—Pero, ¿hablaremos en algún momento?
—Sí.

Me levanté y me acompañó, con la niña


en brazos, hasta la puerta de casa.
No quería irme de ahí, no quería irme y
perder la visión de un Brantley
totalmente diferente.
Sabía que todo el mundo tenía
sentimientos, incluso alguien como él
debía tenerlos. Pero nunca hubiese
imaginado que, y menos en su caso,
fuesen a ser sentimientos tan naturales,
racionales e indestructibles como eran
los sentimientos creados por el vínculo
de un padre y un hijo.

Miré hacia el pasillo del piso y cuando


me giré hacia el apartamento que estaba
abandonando, recibí el contacto de sus
cálidos labios contra mi propia boca.
Presionó contra mis labios durante unos
segundos, sujetando con una mano la
cabeza de Olivia y con su otro brazo
aguantando el peso del trasero de ella.
Los movió con mucha lentitud, haciendo
ademán de intensificarlo pero dejándolo
en un cálido, conmovedor e
impresionante beso.

—Gracias —susurró, contra mis


entreabiertos labios.
Cerró la puerta con suavidad frente a mi
alucinada expresión y me dejó con el
aleteo de cientos colibrís sobrevolando
el interior de mi estómago.
Capítulo diez

Dejé caer el teléfono móvil contra el


escritorio de mi mesa, escuchando el
murmullo de los chicos ajenos a lo que
ocurría en mi sala particular. Le di
vueltas al teléfono con la mano,
mientras me llevaba el cigarrillo a los
labios y, tras una profunda calada, lo
aplastaba contra la misma superficie
del escritorio.
Desvié mi mirada hacia el informe que
Curtis me había traído pero no
encontraba las ganas suficientes de
abrirlo y descubrir su interior. Por una
parte quería creer que la suerte, por
una vez en todos estos meses, iba a
estar de mi lado. Sin embargo, algo me
aseguraba estar equivocado.
La intuición no era lo mío y nunca lo
había sido. Era por ese motivo por el
que contaba con tantas personas a mi
alrededor. Unidos por una misma
causa, unidos ante el odio que le
teníamos a una sociedad que, mucho
antes de nuestras hazañas, se había
convertido en corrupta. Sin duda, era
una corrupción que también nos
beneficiaba.

Recordaba haber sido un crío con un


montón de ilusiones, deseos de
convertirme en un hombre de provecho
como mi padre o en una imagen
popular y apoyada por la gran
mayoría. No habían pasado tantos años
desde la acumulación de esos sueños,
aunque hoy en día fuesen unos meros
recuerdos perdiendo calidad y sonido.
La corrupción me irritaba pero más lo
hacía la hipocresía.
Había logrado vivir mano en mano con
la deshonestidad y el envilecimiento,
pero seguía sin ser capaz de armarme
de valor y enfrentarme a la hipocresía.

—Alek —Colt apareció por la puerta,


tras haber golpeado tres veces como
bien sabía tenía que hacer. Alcé mi
cara para mirarle, expectativo a saber
cuál era el motivo por el que me
interrumpía—. Marcus ha conseguido
ponerse en contacto con Trevor. Dice
que está de acuerdo para una reunión
de última hora y que si lo que le
propones es cierto, estará encantado
de trabajar contigo.
—Eso es una buena noticia.
—¿Necesitas algo más?
—¿Sabes algo de Johanna? —Le
pregunté, intentando no parecer
preocupado.
—Dennis la ha estado siguiendo —
respondió, con seriedad—. Salió de su
apartamento por la mañana y debe
haber vuelto hace unos minutos.
—¿Adónde ha ido?
—La vio salir del bloque de Pace.
—Entendido —musité.
—Estaré con Gray echando unos
dardos. ¿Quieres unirte?
—En vez de poneros a jugar, ¿por qué
no vais al estrecho y os cercioráis de la
cantidad reunida en estos últimos días?
—Hecho, jefe —asintió, despidiéndose
con un breve movimiento de mano.

Escuché la puerta cerrarse con sumo


cuidado y acaricié el informe con mi
mano izquierda. Me armé de valor,
cogiendo una gran bocanada de aire y
tiré de la primera página para
observar las imágenes en un ampliado
tamaño. En blanco y negro, me
concentré a mirar en el encuentro bajo
el puente llevado a cabo por Brantley y
Johanna.
Todo apuntaba a una confrontación
física entre ellos y mi colega, al que le
había confiado hasta mi vida, se
mostraba mucho más que cabreado.
Recordaba su escueta llamada
pidiéndome encontrarme con él, en
aquél lugar, sin saber siquiera que
Johanna nos acompañaría.
Él permanecía con el casco sobre la
cabeza y, en otras imágenes, parecía
habérselo quitado tiempo después.
Pasé la siguiente imagen, viendo cómo
Pace la inmovilizaba contra la
mugrienta pared decorada por
llamativos colores y dibujos. Su frente
pegada a la de ella, como siempre
cuando se encaraba y se enfrentaba a
las personas. Le había visto en más de
una ocasión de ese modo, era algo que
simplemente nacía de labor, de sus
instintos más profesionales.
Ahogué un pequeño gruñido
descubriendo la siguiente fotografía,
observando a la persona a la que había
intentado, no sólo proteger pero,
querer por encima de todo. La persona
a la que había escogido cuando
Brantley me pidió hacerlo. Me exigió
escoger y escogí a la persona que, en
esa imagen, estaba besando a mi
compañero de vida.

Cerré la mano en un puño y golpeé la


superficie de mi escritorio, haciéndolo
vibrar bajo mi agresividad repentina.
Me llevé el pulgar a los labios y lo
mordisqueé intentando pensar con
claridad por unos momentos. Tenía que
pensar con claridad si no quería
convertirme en la persona que había
estado evitando que me corrompiese.
Porque el exceso de poder era un peso
que costaba llevar sobre los hombros.
Pero, sin duda, era peor el peso que
ahora cargaba sobre mí. El peso de
haber sido un ciego que no había
querido ver o contemplar la
posibilidad de que aquella
confrontación, entre ambos, iba mucho
más allá del odio que aseguraban
profesarse.

—Prepárame el coche —le dije a Colt,


colocando la chaqueta de mi traje
sobre mis hombros—. Vamos a la
ciudad.
—¿Qué? —Colt miró el automóvil y
después me miró a mí—. Estábamos a
punto de ir al estrecho, como me has…
—Cambio de planes.
—Alek, ir a la ciudad…
—¿Vas a seguir poniéndome pegas a
todo lo que te diga? —Inquirí,
sintiendo la molestia que se expandía
sobre mi frente al tener el entrecejo
fruncido hasta el punto de ser incapaz
de pensar con claridad—. He dicho que
prepares el coche.
—Estará en dos minutos.
—Esperaré fuera, fumando —le
informé.

La pregunta de cómo había llegado a


la situación en la que me encontraba
en ese momento era la más básica.
Prefería, a decir verdad, preguntarme
si se trataba de algún tipo de prueba
divina que Dios había preparado para
mí. Y, si era así, pensaba alzar mi dedo
corazón al cielo y gritarle un par de
cosas en todos los idiomas que se me
ocurriesen.
El tema de las armas se complicaba al
paso de los días, teniendo a los de
Roosevelt tras nosotros con
impaciencia, requiriendo lo que habían
pagado por adelantado y nosotros no
hacíamos más que esperar su encargo,
proveniente del este del país.

Subí la ventanilla del coche tras tirar


la colilla del cigarrillo por ahí.

—¿Adónde vamos, Alek? —Preguntó


Colt, desde el asiento del conductor.
—Llévame al apartamento de Johanna.
—Bien.

Fijé mi mirada a través de la


ventanilla, observando lo mucho que la
ciudad me parecía haber cambiado
desde la última vez que me moví hasta
ella. La mayoría de veces que la
contemplaba solía ser para alejarme,
lo más posible. Y sin embargo, tras el
informe de Curtis, estaba
adentrándome en ella para llegar al
apartamento de la mujer a la que le
había entregado mi corazón sin ningún
tipo de recelo. Una mujer a la que,
irónicamente, había salvado de las
manos de mi incompasible mejor
amigo.
Yo debía haber estado ciego pero ella
debía haber pensado que, más que eso,
además debía ser imbécil. Con lo real
que es el dicho de que al final todo se
sabe…
Acababa de descubrir que Johanna era
una suicida, una persona que tomaba
asiento en primera fila para observar
la degeneración de su propia persona.
Que disfrutaba observando su propia
decadencia, que ansiaba ver con sus
propios ojos el declive por el que se
decantaba.

—¿Alek? —Se sorprendió al verme


frente a su puerta y yo contemplé cómo
tragaba lo que fuese había estado
masticando. No se esforzó demasiado
en dibujar una ilusionada sonrisa en su
preciosa cara. Era preciosa y, desde
siempre, demostraba haber sido
inteligente. Al menos hasta ese
momento en el que Curtis tomó las
fotografías—. ¿Qué haces aquí,
cariño? —Me preguntó, invitándome a
entrar en su apartamento.
Hacía tanto tiempo que no pisaba su
apartamento. Había pasado tanto
tiempo desde que estuve en uno por
última vez.
Mi vida se había basado, durante los
últimos años, en siniestros y tétricos
interiores de fábricas abandonadas. Y
ni siquiera Ikea conseguía que pudiese
ver esos lugares como mi hogar.
Aunque no tuviese ningún otro lado en
el que caer muerto.

—Princesa —murmuré, cuando cerró


la puerta tras mi cuerpo—, ¿cómo
están tus costillas?
—¿Mis costillas? —Rodeó mi cuello
con sus brazos, mirándome sin
entender.
—Sí, ya sé que han pasado días pero,
dime, ¿cómo están?
—Ya no tengo molestias, si es a eso a
lo que te refieres. Logré recuperarme.
—Sí —murmuré, con las manos a
ambos lados de mi cuerpo—. Debió ser
una dura pared, ¿verdad?
—Lo era.
—Porque desechamos la idea de que te
lo hubiese hecho alguien, ¿verdad?
—¿Por qué estamos hablando de esto?
—Preguntó, con desconfianza y, aun
así, sin dejar de rodear mi cuello—.
Estoy preocupada por tu aparición por
aquí. Siempre has dicho que…
—Pace fue el que provocó el desgarre
de tu músculo, ¿verdad?
—Pace ha hecho cosas horrorosas a lo
largo de su vida pe…
—Johanna —mascullé, frunciendo el
entrecejo y entrecerrando mis ojos—.
Deja de tomarme por gilipollas.

Deshizo el contacto de sus manos sobre


mi cuello y mis hombros, dando un
paso hacia atrás con más desconfianza.
Sin embargo, su respuesta brotó por la
mera expresión de su rostro. Una
expresión a la que estaba
acostumbrado, aunque no fuese en ella.
Una expresión de culpabilidad.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?


—Porque es tu mejor amigo —
respondió, con sequedad.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Acabo de responderte, Alek.
—No, acabas de darme la respuesta
que crees que quiero recibir. Ahora,
dime la verdad, ¿por qué no me lo
dijiste antes? —Repetí, conteniéndome
para no golpear su cara con mis
propios nudillos.
—Porque se lo debía.
—¿Se lo…? ¿Qué mierdas significa
eso? —Ante mí, el mayor desconcierto
de la historia.
—Las cosas con Pace no han sido
fáciles en los últimos días, ni siquiera
en los últimos meses lo eran. Siempre
hemos estado discutiendo,
encarándonos mutuam…
—¿Por qué se lo debías? —Pregunté,
sin ningún interés en que me definiese
qué clase de relación estaba teniendo
con mi mejor amigo.
—Brantley te mintió y no me quedó
otra que mentir a mi turno. Él quería
que desconfiaras de mí, quería que le
ordenases y le dieses luz verde pa…
—O dejas de irte por las ramas, o las
cosas se pondrán feas —le advertí.
—Nunca abusó de mí.

La persona que tenía ante mis ojos no


sólo parecía disfrutar de su propio
declive, sino que había buscado que
aquello ocurriese.
Me llevé una mano a la frente,
sintiendo cómo mi respiración
empezaba a acelerarse al sentir unas
inmensas ganas de ponerme a gritar y,
así, conseguir que toda mi frustración
y cabreo se evaporase por completo.
No, no iba a conseguirlo.

—¿Mentiste?
—Alek —susurró, dando un nuevo paso
hacia atrás.
—¿¡Me dejaste darle una paliza por
una mentira!? —Vociferé, sin darme
cuenta.

Vi cómo su cuerpo se sorprendía por la


magnitud de mi voz, mirándome cómo
si estuviese ante una gran pantalla y
estuviese siendo testigo de cómo una
película de miedo llegaba al gran
desenlace final. Y no era precisamente
un buen final.

—¿Sabes cuánto mie…?


—Ni se te ocurra hablar —anuncié,
con los ojos cerrados.
—¡Tienes que escucharme!
—¿¡Cómo que “tengo”!? —Los volví a
abrir para contemplarla, asustada ante
mí—. ¿¡Qué gilipollez es esa de
decirme lo que tengo o no tengo que
hacer!? ¡Que haya sido justo contigo
no me convierte en tu estúpido
monigote al que puedes ordenar
absolutamente nada, Johanna! ¡Te has
aprovechado de la situación, te has
escondido bajo tu puto argumento del
miedo para…! —Mordí mi labio
inferior con rabia, si no empezaba a
calmarme las cosas iban a ponerse
demasiado feas.
—No he usado el argumento del mied…
—¡Que besaste a Brantley! —Espeté,
desesperado—. Así que, o eres
masoquista, o simplemente eres
gilipollas si crees que voy a seguir
creyéndome la mierda esa de que le
tienes miedo —empecé a caminar por
la sala de estar, observando el
mobiliario aunque no le estuviese
prestando ninguna significativa
atención—. Tanto miedo no debes
tenerle si le besaste bajo ese puente,
incluso cuando te golpeó y se enfrentó
a ti. ¡Qué coño! ¡Tanto miedo no debes
tenerle si has ido a su apartamento hoy
mismo!
—¿Me has…?
—¡Por tu seguridad! —Volví a sentir
que mi voz aumentaba de tono—.
¡Claro que te he puesto seguimiento!
¿Por quién coño me tomas? ¡Con todas
las miradas que tenemos encima…!
¿Pensabas que dejaría que
abandonases la fábrica sin ninguna
seguridad por mi parte? —Resoplé
profundamente, iba a darme algo—.
Aunque imagino que te debes sentir
más segura con Brantley, ¿no? Él es
capaz de matar a alguien sin ningún
tipo de escrúpulos y sin ningún peso en
la consciencia por ello. ¿Eso es lo que
te gusta de él? —Le pregunté, sin
necesidad de obtener ninguna
respuesta—. Dime, ¿es eso lo que te da
morbo?
—No tienes ni idea de nada, Alek —
espetó, dirigiéndose hasta la cocina.

Sólo tenía una clara idea en la cabeza


y a ella no le iba a gustar, así como a
mí mismo tampoco me agradaba.
Seguí sus pasos sintiendo que no debía
permitirle a nadie darme la espalda de
ese modo. En lo más profundo de mí
sabía que no podía tratar a Johanna
como los demás, porque ella no
formaba parte de ese mundo. Al menos
no de esa forma.
No obstante, no podía perder el
sentimiento que corroía mi cuerpo
desde que había visto nacer mi
negocio. Desde que lo había visto
desarrollarse y crecer, convirtiéndose
en lo único que me quedaba. En lo
único que me importaba.
Porque, desgraciadamente, ella ya no
parecía importarme del mismo modo.
¿Para qué?

—No me des la espalda —gruñí,


intentando tomar su brazo.
—No me toques, ¿eh? No así —
respondió, girándose bruscamente
hacia mí.
—No soy yo el que te ha puesto la
mano encima de forma indecente —le
recordé, intentando no mostrar lo
alucinado que estaba por su trato—. Ni
soy yo quien te ha golpeado.
—Pero intentas darme órdenes, en vez
de intentar enten…
—¿Entender? —Enarqué una de mis
cejas—. ¿Entender? —Volví a formular
—. ¿¡Qué coño es lo que tengo que
entender!?
—¡Intenté decírtelo!
—¿¡El qué!?
—¡Que sentía cosas por él! —Largó,
con un agudo sonido al terminar su
frase.

Aquella confesión quedó suspendida a


nuestro alrededor y mi cabeza, aunque
estuviese dentro de sus cabales, intentó
concentrarse en la posibilidad de que
no fuese real. Que esa confesión no
estaba cargada de realismo y se
trataba, con suerte, de un sencillo
sentimiento momentáneo.
Había recibido puñetazos, algún que
otro corte mal parado y, aun así, lo
más doloroso había sido escucharla
admitir tener sentimientos por
Brantley.

—No sé cuándo empezaron, no sé por


qué motivo y ya sé que es totalmente
surrealista después de todo lo que he
vivido con él, pero… —Se calló, al ver
que ni siquiera estaba reaccionando a
su explicación—. Alek, no es algo que
he escogido porque de haber podido no
lo hubiese hecho. De haber sido algo
premeditado, no hubiese sucedido. Ni
siquiera yo misma logro entender por
qué diablos tengo estos sentimientos
por él, por su desalmado y despiadado
ser.

Le di la espalda por un momento para


cerrar los ojos y respirar
profundamente. No había nada que
fuese a calmarme en ese momento, ni
siquiera la idea de poder mandar a
cualquiera que no fuera Brantley para
acabar con ella me tranquilizaba. Mi
mano izquierda, con la que más
habilidad tenía desde crío, tomó uno de
los cuchillos de la cocina y apretó el
mango con fuerza.
No… No tenía valor suficiente como
para infringirle ningún tipo de dolor
aunque la decepción me llevase a ello.
Era incapaz de imaginar a Johanna
sufrir por mi culpa, sobre todo en un
ámbito físico. Sin embargo, ser incapaz
me convertía en una persona débil. De
órdenes débiles, de un mandato que
podía fracturarse por mi poca
capacidad para tomar el mando de
cuestiones como ésa. Si continuaba
siendo tan débil, tan incapaz, mi
negocio se derrumbaría sobre mí. Mas,
por lo visto, no podía seguir contando
con Brantley del mismo modo.
Moviendo la mano con una
abrumadora rapidez, el filo del
cuchillo entró en contacto con el bajo
vientre de ella. Seguía llevando esos
anchos pantalones de chándal negros,
con la cinturilla totalmente dada de sí,
los cuales no protegían parte de esa
piel. Ahogó un gemido, llevándose las
dos manos a la zona y yo dejé caer el
cuchillo al suelo. El pulso de mi cuerpo
se había acelerado notablemente y
pude incluso percibir un ligero temblor
usufructuar mi mano izquierda.
Sólo por unos segundos contemplé su
azulada y oscura mirada perderse en la
mía. Con sus labios abiertos y el
inferior temblando, sus rodillas
tocaron el suelo al tiempo que
empezaba a gimotear en silencio,
suficientemente bajo como para que ni
siquiera yo fuese demasiado testigo de
ello.

—Cuando te clavan un cuchillo por la


espalda sólo existen dos opciones —
murmuré, sin pensarlo apenas—.
Arrancártelo y empezar a preguntarte
por qué ha ocurrido, o arrancártelo y
usarlo.

Cerré la puerta del coche y dejé caer la


cabeza hacia atrás, acomodado en los
asientos traseros del automóvil. Colt
bajó el volumen de la música,
levantando la mirada hacia el
retrovisor.
—¿Todo bien, jefe? —Preguntó.
—Sí.

Puso el coche en marcha y empezó a


conducir en silencio. No obstante,
había algo que no me estaba gustando
del trayecto. La canción Goodbye my
lover de James Blunt estaba siendo
retransmitida por la radio y me parecía
de lo más absurdo posible.

—Apaga la radio, Colt.


—Me encanta esta canción —replicó,
quejoso.
—No quiero música.
—Está bien, jefe —finalizó, a
regañadientes, poniendo final a
aquella manipuladora melodía que,
definitivamente, ya había tomado lugar
en mi cabeza.

Cuando llegué a la fábrica, me fui


directo hasta la sala para prepararme.
Yo ya había comido antes de que Curtis
trajera el informe y tenía el estómago
demasiado revuelto como para
sentarme con mis chicos y disfrutar de
una cerveza.
No podía creerme que hubiese
infringido un corte en el cuerpo de
Johanna. No podía creerme haber sido
capaz de llegar a tal extremo con la
única intención de hacerme valer por
mí mismo. ¿A quién quería demostrarle
que no necesitaba a Brantley para
ocuparse de las personas? Bastaba con
demostrármelo a mí mismo y, pese a
ello, no me había gustado traspasar
aquél límite que me diferenciaba de él.
Aquella fina línea que separaba sus
formas de las mías.
No… En un trabajo como el mío, es lo
que debía hacerse. Es como debía
hacerse. Si seguía dubitativo ante todo,
dependiendo del físico de mi mejor
colega, mi gloria no llegaría. Y, en el
caso contrario, de llegar, se esfumaría
como el humo del cigarrillo.

—Edmund —pronuncié, dejando el


teléfono sobre la mesa, ante el manos-
libres.
—Eh, Alek. ¿Qué pasa?
—Un problema de última hora. Dime,
¿cómo puedo hacer para encerrar a
alguien sin que me relacionen con él o
sus delitos?

Edmund se quedó callado e imaginé


que no podía hablar de ello en el lugar
en el que se encontraba al llamarle.
Esperé paciente a que respondiera.

—¿A qué te refieres? —Preguntó, en un


susurro.
—Quiero que uno de los míos cumpla
condena, sin que tenga relación con
mis negocios.
—Sabes que eso es muy complicado,
¿no?
—Te estoy preguntando por algún
motivo, Ed —suspiré.
—Depende, tendría que mirar su
historial —respondió, a su turno—.
¿De quién se trata?
—De Brantley Jesse Pace —pronuncié.
—¿Quieres encerrar a Pace en
prisión? —Preguntó, atragantándose.
Estuvo unos segundos apartado del
aparato telefónico—. ¿Qué mosca te ha
picado? —Inquirió.
—¿En serio vas a preguntarme por qué
hago lo que hago?
—Creí que erais mejores amigos.
—Lo éramos —le aseguré.
—Alek, encerrar a Pace por sus delitos
es demasiado arriesgado. Más de la
mitad de sus acciones te relacionan
con él. No, tío, es demasiado
arriesgado, te lo repito.
—No me importa cuán arriesgado sea,
¿hay alguna posibilidad?
—La hay pero…
—Quiero que la estudies —mascullé,
jugando con un bolígrafo entre mis
dedos.
—¿Estás seguro? —Formuló, en un
susurro.
—Sí. Estudia las posibilidades y
llámame en cuanto sepas algo.
—Como quieras, Alek.
—Gracias —finalicé, pulsando la
pantalla con el pulgar.
Mis manos cubrieron mi rostro y dejé
escapar un intenso gruñido que
permaneció ahogado por la presión de
mis palmas. Me levanté de la butaca,
me di una rápida ducha y empecé a
vestirme con el traje negro que
combinaría con una camisa roja y una
corbata también oscura.
Peiné mi cabello hacia atrás,
dejándolo secar al aire. Coloqué mi
teléfono en el bolsillo de la chaqueta y
alargué la mano para tomar mi
sombrero negro. Lo posicioné sobre mi
cabeza, cerrando los ojos por un
momento. Llevé un cigarrillo a mis
labios y lo encendí, saliendo de la sala
y reuniéndome con mis chicos.
—¿Qué es lo que vamos a hacer con
Trevor? —Preguntó Darren,
dubitativo.
—Vamos a proponerle un trato —le
respondí, atando los botones de las
mangas de mi chaqueta, mientras el
cigarrillo permanecía entre mis dientes
—. La tensión con los del condado de
Roosevelt es cada vez más fuerte y
necesitamos tenerlos de nuestro lado.
—Trevor quiere hacerse con tu negocio
—resopló Gray, con los brazos
cruzados—. Él no quiere ningún trato y
lo sabes, lo que quiere es acabar
contigo y hacerse con todo lo que has
conseguido.
—Para eso os tengo a vosotros, ¿no?
—Le miré, dedicándome a mi otra
manga.
—Sí, pero ¿cómo puedes creer que va a
acceder? —Preguntó Gray.
—Le daré algo que no podrá rechazar
—respondí, encogiéndome de hombros
y tomando el cigarrillo con mis dedos
—. ¿Estáis todos listos?
—Necesitaríamos a Pace con nosotros
—susurró Colt.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? —Alzó su rostro
hacia mí—. Sabes que es el único que…
—Eso ha terminado —le interrumpí—.
Ahora me ocuparé personalmente de
todo eso.
Todos se miraron durante unos
segundos y volvieron a mirarme. Les
miré a todos y cada uno de ellos,
esperando que alguno replicase y, en
cambio, no lo hicieron. Gray asintió
con la cabeza lentamente y subió en el
asiento del copiloto, mientras Colt
abría la puerta de los asientos traseros
para permitirme entrar.

—Si tienes algo que decir, será mejor


que lo digas ahora —murmuré, al
acercarme.
—Creo que las cosas pueden ponerse
feas, Alek. Realmente feas.
—Ya hemos llegado a ese punto.
—Entonces, como he dicho,
necesitamos a Pace —susurró.
—¿Qué es lo que te preocupa? —Le
pregunté, apoyando mi mano sobre la
puerta.
—Él es el más capacitado para
defend…
—¿Tú no me defenderías? —Inquirí.
—Claro que lo haría.
—Entonces, ¿en qué te diferencias de
él?
—No tengo su fuerza, Alek. Ni su poca
medida…
—Eres más que capaz, Colt —le
aseguré, guiñándole el ojo—. No
tengas miedo.
—Es preocupación, no miedo.
—Olvídate de la preocupación.
—Alek, ¿qué ha pasado con Pace? —
Preguntó, tras dudar unos segundos.
—Algunas personas terminan
escogiendo tomar un camino diferente
en algún momento de sus vidas. En el
caso de Pace, ha sido conducido por
otra persona y es más difícil volver a
encaminarse.
—¿En otras palabras? —Inquirió.
—Por ahora, no es uno de los nuestros
—finalicé, subiéndome a la parte
trasera del coche y cerrando la puerta
antes de que él pudiese hacerlo.

Supe que su duda persistiría y que no


dejaría de preguntarse por qué yo
mismo, después de tantos años, no
consideraba a Pace como uno de los
nuestros. Podía incluso escucharle
preguntarse por qué motivo.
Me relajé en el interior del coche
porque el camino iba a tomar unos
cuarenta minutos, aproximadamente.
No pude evitar preguntarme si Johanna
habría estado pensando en mí en sus
últimos suspiros y, al imaginarlo, mi
cuerpo se tensó.
Por supuesto que no…
En sus últimos suspiros habría estado
pensando en Pace.

Lo había intentado todo, había hecho


todo lo que estaba en mi mano para
hacer que su vida valiese un poco más
la pena. Le había entregado todo lo
que tenía, emocionalmente hablando, y
había permitido que dependiese de mí y
del dinero que entraba y salía de la
fábrica y mis negocios. Había dejado
que todo corriese de mi cuenta, en lo
sentimental y en lo material. Y, pese a
todo, era evidente que no me
arrepentía. Pero tampoco me
arrepentía del modo en que me había
comportado con ella en su apartamento
hacía unas horas.
Respecto a Brantley, me costaba creer
su deslealtad hacia mí. No era algo que
fuese propio de él y ni siquiera me
parecía ser algo que hubiese pasado
fugazmente por su cabeza.

Conocía a Brantley desde que era un


crío. De hecho, a los ocho años ya
contaba con él en mi vida aunque no
fuese del mismo modo en que conté con
él entrada la adolescencia.
Habíamos estado hombro contra
hombro, codo con codo, en todos los
altibajos que la vida había preparado
para nuestros caminos. Cuando decidí
separarme de la figura paternal, a la
que tantas veces había querido
parecerme, él me recordó que no debía
hacerlo. Él, que vivía de pleno la
separación de sus padres, me recordó
que no debía renunciar de la imagen de
mi padre. Y quizá, al hacerle caso, mi
relación con él se había convertido
más tormentosa de lo que el destino le
deparaba ser.
Habíamos permanecido juntos en todas
las duras etapas por las que una
persona se desarrolla y, pese a los
sentimientos de Johanna, tenía la
certeza de que por su mente no había
pasado la idea de traicionarme.
¿Cómo iba a hacerlo? No tenía a nadie
más que a mí. A mí y a esa mujer con la
que solía salir de vez en cuando y por
la que se tomaba los días de descanso.
Pero no había relación con sus padres,
no había relación entre hermanos, por
lo que sencillamente yo lo era todo
para él. Y lo había demostrado en más
de una ocasión.

Fue por ello que, aunque pensase en la


idea de encerrarlo en prisión por sus
delitos, sin que esto me salpicara de
forma inminente, no quise tomar
medidas contra él.
Confiaba en que tendría una
explicación, confiaba en que existía un
motivo por el cuál no me había
explicado nada de lo que estaba
ocurriendo entre él y mi… Y Johanna.
Quería entregarle el beneficio de la
duda, quería permitirle el derecho a
exponerme su vivencia al respecto,
porque es lo que merecía tras haber
dedicado toda su vida a ocuparse de la
parte sucia de mi trabajo. Y lo había
hecho sin esperar mérito, sin esperar
alabanzas y sin esperar nada a cambio.
Lo había hecho porque me era leal,
porque me quería y porque estaba
conmigo en esto.
Se lo debía, se lo debía del mismo
modo en que Johanna le debía su
silencio ante el fortuito contacto físico
entre ellos.
Se lo debía por arremeter contra él del
modo en que lo hice por una mentira.

—Estamos a punto de llegar —me


informó Gray, tras mirar por el
retrovisor del lateral—. Darren,
Marcus y Dennis nos siguen en el
coche de atrás —añadió—. ¿Falta
alguien?
—No estaremos solos, los de Grant
tienen que venir.
—¿Vendrán? —Inquirió Colt, inseguro.
—Me dieron su palabra.
—Espero que lo hagan —suspiró Gray.

Colt aparcó el automóvil y esperó en el


interior, dando la señal de que
habíamos llegado al encender y apagar
las luces del coche tres veces.
Nos mantuvimos, de todos modos, en el
interior a la espera. Pero la
impaciencia estaba pudiendo conmigo
y no soportaba estar sentado durante
tanto tiempo.
Salí del coche y Gray, fiel, decidió
seguirme por si ocurría algo.

Me llevé un cigarrillo a los labios y le


di una profunda calada, ofreciéndole
un cigarro a Gray, quien negó con la
cabeza. Me encogí de hombros y
guardé la cajetilla, arrastrando los
pies por aquél terreno seco lleno de
tierra.

—Alek Melnik —escuché.

Me giré, descubriendo a Trevor que


todavía parecía estar recuperándose de
la paliza que Brantley consiguió darle
tras el altercado en la fábrica de hacía
unos días. Sus labios seguían contando
con una llamativa cicatriz que los
cruzaba sin compasión. La ceja todavía
tenía las tiras blancas apretadas a la
piel.
Sabía que quería a Brantley y que sólo
me ayudaría si se lo entregaba. No
podía entregarle todavía, tenía que
escuchar su versión. Pero quizá, pese a
lo que me dijese, decidiría
entregárselo. Nadie debía tomarme por
débil, nadie debía verme como tal.
Era el dueño de mi negocio y llevaba,
debía llevar, el mando.
Capítulo once

Alargó su mano y estrechó la mía con


fuerza, invitándome a pasear junto a él
mientras sus hombres y los míos se
mantenían junto a los coches,
mirándose con un continuado reto en el
ambiente.

—Melnik —murmuró, apoyando su


mano contra mi nuca—. Tú sabes que
las cosas podrían haber acabado de
otro modo.
—Sí.
—Podríamos haber tratado las cosas
entre tú y yo, de jefe a jefe —añadió.
—Es lo que estamos haciendo ahora —
le recordé, parándome al ver que ya
había una cierta distancia entre
nosotros y nuestros hombres—. No
quiero que ellos sepan de qué se trata
todo esto, lo único que saben es que
pretendemos hacer negocios.
—Igual que los míos, pero todavía no
me has dicho qué es lo que pretendes
exactamente.
—A primera hora del día lo que tenía
en mente era que hiciésemos negocios
juntos —le confesé, con las manos en el
interior de los bolsillos de mi pantalón
—, dividirnos la tarea de esta zona y,
evidentemente, dividir las ganancias.
—No suena demasiado bien.
—No tengo tantos hombres como antes.
—Ese no es mi problema, Melnik —me
recordó, con seriedad.
—Todavía tengo que reunirme con él
pero, ¿me ofrecerías tu ayuda si te
entrego a Pace?

Sus ojos se abrieron casi al instante.


Les echó una mirada a nuestros
hombres y volvió a mirarme a mí.

—¿De qué estás hablando, Alek? —


Preguntó, en un susurro.
—Estamos evolucionando, ¿sabes?
Bueno, yo lo estoy haciendo. Tengo que
ir más allá y tengo que deshacerme de
las cosas que me retrasan en éste mi
camino. Quiero darle a Brantley la
oportunidad de explicarme algunas
cosas, porque es su derecho y mi
obligación permitírselo. Sin embargo
—me apresuré a añadir—, una vez
haya escuchado lo que sea que tiene
que decirme, te lo entregaré a cambio
de poder contar contigo y tus hombres
entre los míos.
—¿Estás hablando de fusionarnos?
—Bueno, considero que entregarte a mi
mejor amigo es una buena muestra de
necesidad. Necesito expandirme, no he
nacido para ocuparme de simples
condados.
—Melnik, yo no voy a estar bajo tus
órdenes —susurró, con una divertida
sonrisa.
—No tienes por qué estarlo. Podemos
estar juntos en esto, sólo tenemos que
construir nuestra confianza y podremos
llevar nuestro negocio —le respondí—.
Piénsalo por un momento, Trevor. Te
vengas de lo que hizo Brantley contigo,
de las pérdidas que hubo en tu equipo y
te lanzas de cabeza a un camino que
nos beneficiará a los dos.
—¿Pretendes tomar esa decisión sin
consultarla con los tuyos?
—Saben que mi intención es tener una
negociación digna contigo y conseguir
que os unáis a nosotros, en vez de
seguir disputando entre todos por el
territorio. Lo único que desconocen es
que te estoy regalando, a cierta escala,
a Brantley.
—¿Qué es lo que ha hecho ese tipo
para que, de buenas a primeras, me lo
regales de ese modo, sabiendo que,
además, lo único que deseo es
devolvérsela y matarlo? —Inquirió,
mirándome con sospecha.
—Es de las personas más fieles que he
conocido. Fiel a la causa, fiel a mí, fiel
a sus principios… No obstante, creo
que existe cierta deslealtad en él.
—No me suena como algo típico en
Pace —murmuró.
—¿Estás intentando que te explique el
motivo? —Me eché a reír por lo bajo.
—No estaría mal. ¿No era que
teníamos que construir nuestra
confianza? —Sonrió.
—Creo que tiene algo con mi… —
Resoplé suavemente—. Con Johanna.
—¿La chica con la que estás?
—Estaba —le corregí—. De ella ya me
he ocupado.

Vi cómo sus ojos verdes me analizaban


con sorpresa, intentando imaginarme
siendo capaz de algo así. Podía haber
sido mi enemigo durante largos meses,
pero me conocía del mismo modo en
que mis hombres lo hacían. Y él, como
casi todos, tenía la certeza de que era
imposible que ejerciese un trabajo
como ese. Como deshacerme de otra
persona.

—Has cambiado —siseó.


—Te he dicho que es hora de
evolucionar.

Estuvo en silencio unos prolongados


segundos, llevándose un palillo a los
dientes y mordisqueándolo con control.
Pasándolo de un lado al otro de su
boca, echó una rápida mirada a sus
hombres y suspiró profundamente.

—Tengo que consultarlo con ellos,


Melnik. No tengo secretos con mis
chicos.
—Haz lo que debas —murmuré, a mi
turno—. Yo no puedo decirles a los
míos que te entregaré a Brantley.
—Lo entiendo.
—Así que, por lo que a mí respecta, que
quede entre vosotros.
—Sí, cuenta con ello —musitó,
tendiendo su mano hacia mí—. Me
alegra de que estés evolucionando y
que hayas venido hasta aquí para
negociar.
—Espero poder contar contigo —dije,
estrechando su mano.
—Yo también espero poder formar
equipo.

Trevor se encaminó hacia los chicos,


que empezaron pronto a movilizarse
para subir a los automóviles
aparcados. Intenté desconcentrarme
por un momento pues seguro debía
tener una cara digna de un culpable.
Cogí aire profundamente y me dirigí
hasta los chicos, sin pronunciar ni una
sola palabra.

El teléfono móvil sonó en mis manos,


mientras Colt seguía conduciendo en
silencio para volver a la fábrica.
Contemplé el nombre de Pace resaltar
en la pantalla, la cual se iluminaba a
cada tono. Acepté.

—Dime.
—Sé que la pregunta va a parecerte
extraña pero, ¿estás con Johanna? —
Le escuché hablar, al otro lado del
teléfono.

Definitivamente, dijese lo que dijese, se


explicase del modo en que se explicase
y tuvieses motivos o no, pensaba
entregarle a Trevor. Y si éste, por
algún motivo que desconociese, le
permitía la vida… Me aseguraría de
que acabase encerrado en prisión.

—No —le respondí, intentando no


sonar extraño—. ¿Por qué, ha pasado
algo?
—No, intento localizarla pero no
responde a su teléfono móvil.
—¿Necesitas que le diga algo de tu
parte?
—¿Entonces sí estás con ella? —
Inquirió, sin entender.
—No, no lo estoy. Estoy ocupándome
de la mierda de siempre —le dije.
—Colega, si me necesitas dímelo.
Sabes que me he pasado de la raya
pero…
—No es necesario, Brantley —le
interrumpí.
—Sé que estás enfadado por cómo me
he comportado, por haberte hecho
elegir y por haber presionado al
máximo el tema con Johanna, pero, eh,
tío, sigo aquí. Sigo contigo y lo sabes
—expresó, con suavidad—. Puedo estar
en la fábrica en…
—No te necesito, Pace —espeté, en un
gruñido. Respiré profundamente ante
su silencio y suspiré—. No es
necesario, ¿vale? Te dije de tomarte
unos días y quiero que lo cumplas.
—Está bien.
—¿Ya has solucionado las cosas con
Johanna? —Pregunté, apretando los
dientes.
—¿Te refieres a si seguimos
odiándonos? Sí.
—Qué lástima.
—Habla por ti —bufó, al otro lado del
teléfono.
—Entonces, dime, ¿por qué intentabas
ponerte en contacto con ella?
—Estuvo en mi casa esta mañana —
respondió, con sinceridad.

Al menos él no me mentía…

—Las cosas se torcieron un poco y…


—Brantley, olvídate de elle ¿vale? —
Volví a interrumpirle—. Relájate estos
días y volvemos a hablar cuando te
reúnas de nuevo con nosotros.
—Vale, tío.
—Hasta pronto.
—Hasta pronto —dijo a su turno, antes
de colgar.

Entré en la fábrica y dejé mi chaqueta


sobre una de las mesas que ya había
allí cuando la ocupamos. Empecé a
remangar mi camisa roja, sintiendo las
gotas de sudor descender por detrás de
mis orejas. El sombrero, que no me
había quitado en toda la noche, cayó
sobre una de las estanterías de la zona.
—Gray —hablé, teniendo su atención
inmediata—, ¿echamos unos puños?
—Claro.

Ante mí, se quitó la camiseta negra de


manga corta y dejó a relucir su pecho
repleto de tatuajes de tinta negra.
Tomó con sus manos las guanteletas
negras que utilizaría para recibir mis
puños metidos en unos guantes rojos,
desgastados por el paso del tiempo y el
evidente uso que les habíamos llegado
a dar.
Metí las manos en el interior de éstos,
viendo cómo Gray se posicionaba ante
mí y alzaba, por encima de su pecho,
las guanteletas negras que me tocaba
golpear para desfogarme. Colt se
encargó de ir en busca de la cena
mientras Darren, con un cigarrillo en
la boca, nos observaba apoyado contra
uno de los coches que permanecían en
el interior de la fábrica.

Mi puño derecho golpeó con fuerza la


guanteleta izquierda de Gray. No hizo
ningún comentario al respecto y
observó el modo en que mi cuerpo
empezaba a despertar, golpeando sin
descanso las manos que él intentaba
sostener en alto sin queja.
En mi mente sólo se reproducían
imágenes como las de Johanna de
puntillas besando a Brantley,
imaginando que por seguro habrían
llegado a otro punto después de su
encontronazo bajo el puente.
Mis pies se movían de un lado a otro y
no pude controlar la velocidad con la
que mi cuerpo intentaba desahogarse.
La necesidad que tenía por dejar a
relucir el enfado que corría por mis
venas era mayor a todo lo demás.
Los imaginaba a ambos y lo que me
provocaban era la misma fuerza con la
que arremetía contra las guanteletas
de Gray.

—Creo que vas a necesitar más que


unos golpes esta noche —Darren habló
desde la misma postura en la que le
había visto por última vez—. ¿Quieres
que marque un par de números, jefe?
—Sonrió.

Agité mis manos a ambos lados de mi


cuerpo, sintiendo mi rostro empapado
en sudor y resoplando profundamente
dada la agitación de mi respiración.
Tragué saliva, jadeando con suavidad
por el esfuerzo y giré mi rostro hacia
él.

—Que no sea morena ni tenga los ojos


azules —le pedí.
—¿Qué tal una rubia de ojos
marrones? —Inquirió, con el móvil en
la mano.
—Me parece bien.
—Gray, ¿tú…?
—Estoy casado —le replicó él, en un
gruñido—. ¿Por quién me tomas?
—Bueno, te puedes dar un descanso en
tu matrimonio también, ¿eh? —Darren
se echó a reír, todavía concentrado en
su teléfono móvil—. Rubia y ojos
marrones, bien.

Cuando salí de la ducha con una toalla


rodeando mi cintura, tomé el cigarrillo
que había estado consumiéndose sobre
el cenicero de cristal. Lo llevé hasta
mis labios y volví a encenderlo,
disfrutando de las gotas que caían de
mi oscuro pelo hasta mi espalda,
deslizándose hasta mi cintura. Eché el
humo a un lado y contemplé cómo la
rubia de ojos marrones, que Darren
había llamado para mí, se mantenía
sentada a los pies de la cama.
Llevó sus manos hasta sus tobillos y de
un breve movimiento se deshizo de sus
altos tacones plateados. Acarició sus
tobillos, ascendiendo por sus gemelos
mientras me miraba, con una tranquila
expresión.

—¿Qué edad tienes? —Le pregunté,


apagando el cigarrillo contra el
cenicero.
—Veintinueve —respondió,
recogiéndose el cabello.
—No, déjatelo suelo.

Asintió, dejando caer sus manos a


ambos lados de su cuerpo sentado
sobre mi cama. Apreté mi mandíbula al
tiempo que tragaba saliva. No había
tenido nada con ninguna mujer que no
fuese Johanna. Al menos no desde
hacía seis años.
Tenía que ser capaz.

Me aproximé, inclinándome hacia ella


y sujeté su nuca para mantenerla al
tiempo que mis labios se pegaban
completamente sobre los suyos
definidos. Correspondió al movimiento
de mi boca, apoyando sus manos en mi
cintura y tirando de mí mientras ella se
dejaba caer hacia atrás sobre el
colchón. Me separé para dejarla ir
ascendiendo hasta llegar a las
almohadas, quedándose tumbada y
tirando de mi toalla para aproximarme.
Ésta se abrió y ella se ocupó de
apartarla por completo.
Pasó sus manos por mi pecho,
suavemente, hasta llegar a mi cintura.
Mis dos manos se colocaban a ambos
lados de su cabeza, intentando
aguantar mi peso y sentí cómo una de
las suyas se posaba de pleno sobre mi
polla.
La rodeó con sus dedos y presionó
contra la piel, suavemente, dejando
exhalar un fingido jadeo contra mi
boca, intentando calentarme. Sus
dientes rodearon mi labio inferior y
mordió, tirando sutilmente después.
Empezó a desnudarse, habiendo
soltado mi miembro, bajo mi cuerpo sin
apartar sus ojos de los míos. Los
cuales, por momento, descendían por
su pecho para observar sus
movimientos y su labor de quitarse la
ropa para mí.
Me sentí como un imbécil al empezar a
hacer comparaciones entre su cuerpo y
el de Johanna, sobre todo porque
aunque intentaba engañarme a mí
mismo diciendo que el de Jo’ era mil
veces más excitante… Algo entre mis
piernas me delataba descaradamente.

—¿Cómo te gusta? —Me preguntó,


emitiendo pequeños sonidos al alzar su
pelvis contra la mía. Entrecerré los
ojos por un momento, sintiendo que
debía haberlos puesto en blanco por un
momento dada la sensación que me
recorría la entrepierna.
—Con tus piernas por encima de los
hombros.

Esbozó una seductora sonrisa sobre


sus labios con tonalidad rosada y
empezó a quitarle el envoltorio al
preservativo. Me lo pasó con cuidado,
flexionando las piernas a ambos lados
de mi cuerpo y me lo coloqué, apoyado
sobre mis propias rodillas,
concentrado en el movimiento de mis
manos. Deslicé el plástico alrededor de
mi sensible pene, estando más que listo
aunque mi mente no hiciese más que
atormentar con imágenes de Johanna
en el suelo de su cocina, empapada en
sangre.
No podía pensar en eso, no podía dejar
que esas imágenes bajasen mi
excitación.

—Vas a tener que calentarme —le


avisé—. Tengo la mente muy
dispersada…

Ella se incorporó sobre la cama y


apoyó sus dos manos sobre mis
hombros, ejerciendo presión para que
terminase inclinado sobre ella. Sacó la
punta de su lengua entre sus labios y
relamió los míos antes de adentrarse
en mi boca con una fuerza
sobrecogedora. Abría la boca con tanta
naturalidad que mi mente paró de
pensar por un momento, centrándose
en la cantidad de emociones que me
producía que estuviese besándome de
ese modo. Como si me deseara…
Eso era diferente a Johanna.
En nuestros últimos acercamientos
sexuales no sentía que me deseara, que
deseara sentirme o deseara llegar a la
cumbre de la excitación conmigo. Ya…
Imagino que todo empieza a tener
explicación. Imagino que prefería
llegar a dicha cumbre con Brantley y
que, en pocas palabras más, le desease
a él.

Las piernas de la chica se colocaron


sobre mis hombros y yo moví la pelvis
hacia ella, sintiendo cómo mi polla se
hundía en ella.
Nunca me habían gustado las mujeres
que exageraban en la cama o las
mujeres que gimiesen con tal
descontrol, y quizá se debía a que
nunca me encontraba solo en la
fábrica. Sin embargo, en ese momento,
me importó bien poco que gimiese
como si su vida dependiese de la
sonoridad de sus gemidos. Los cuales,
según mi opinión, eran, la gran
mayoría, fingidos. Las cosas claras;
tampoco tenía ninguna polla
descomunal.
Agradecí, no obstante eso, que alzase
la voz y fuese ahogándola contra mi
mejilla. Los sonidos que emitía estaban
excitándome lo suficiente como para
ganarle territorio a los recuerdos de
Johanna que me invadían.
Me deslizaba con tal facilidad que
tenía que sujetarme a las fundas de la
almohada para no perder el equilibrio
y quedarme fuera de su vagina.
Temiendo que llegara a pasar, me
concentré en aumentar el ritmo de los
movimientos de mi pelvis sin necesidad
de retirar mi miembro en exceso.
Estuve penetrándola profundamente,
resoplando porque nunca había sido
capaz de gemir, hasta que arranqué en
ella un intenso gemido. Sentí cómo su
vagina se contraía alrededor de mi
dura erección y fue la clave para poder
intentar lograr llegar al placer que
deseaba. Golpeaba sus nalgas con mi
pelvis y sentía cómo sus rodillas
botaban contra el hueso de mi
mandíbula inferior, entraba y salía con
facilidad y no pude controlar la
electricidad que empezó a
embriagarme, estallando desde mi
propia zona pélvica.

—Oh, joder —la escuché decir,


clavando sus uñas contra la piel de mis
costados.
Cerré los ojos con fuerza y dejé caer la
cabeza contra su frente, tensando la
musculatura de todo mi cuerpo al
llegar al orgasmo. Paré por completo,
disfrutando de la sensación que me
recorría en ese momento y todavía
respirando con dificultad al notar
cómo sus carnes seguían apretando
contra mi erección.
Me retiré con suavidad, dedicándole un
suave movimiento y me dejé caer al
otro lado de la cama, boca arriba.
Estaba cansado… Joder si lo estaba.

Abrí los ojos para contemplar cómo se


deshacía del preservativo, haciéndole
un nudo y dejándolo caer al suelo.
Masajeó mi miembro, todavía duro,
con una de sus manos. Lo hacía
suavemente, entregándole leves
caricias. Dejé brotar un exhalo de aire
por mi boca cuando sus labios entraron
en contacto con la punta, haciéndome
sentir un increíble cosquilleo por todo
el cuerpo.
Mi mano izquierda se posó sobre su
cabeza y acarició su lacio cabello
rubio, devolviéndole la afectuosa
cercanía y el cariñoso gesto.

—¿De qué conoces a Darren? —Le


pregunté, en un susurro.

Ella se colocó a mi lado, quedándose


sentada para mirar cómo mi pecho
subía y bajaba intentando normalizar
la respiración.

—Trabajo para él —respondió, con


una sonrisa—. Para todos vosotros,
¿no?

Fruncí el entrecejo por un momento y


me apoyé sobre mis codos.

—¿Cómo dices?
—Cuando Darren me contrató, dijo que
era parte de tu negocio —murmuró, sin
entender la expresión sombría en mi
cara—. No somos muchas chicas, pero
imagino que eso irá cambiando poco a
poco.
—Vístete, por favor.
—¿He dicho algo malo? —Preguntó,
con un temor crispar su mirada.
—No, tranquila. Tú no has dicho ni
hecho nada malo…

Me levanté de la cama y rodeé mi


cintura con la toalla que había
quedado a un lado. Pasé mis manos por
mi cuello, sintiendo el principio de lo
que sería una tensión muscular
acumulada en la zona cervical.
Dejé que la rubia se vistiera en
silencio en el interior de la sala,
mientras mis pies se dirigían fuera.

Darren terminaba de cenar junto a


Dennis, los dos sentados sobre una de
las mesas de madera, observando cómo
Gray y Colt jugaban a las cartas
apostando dinero. Me aproximé en
silencio y apoyé mi mano sobre el
hombro de Darren, inclinándome para
pedirle que abandonase la fábrica
conmigo.
Sólo Dennis me observó con
intranquilidad.

—¿Qué ocurre, jefe? —Preguntó,


cerrando la puerta tras él—. ¿No ha
sido suficientemente buena? —
Inquirió, divertido.
—¿Prostitución? —Le pregunté a mi
turno, mirándole con incredulidad—.
¿Pensabas decírmelo en algún
momento?
—Es un negocio que está empezando
nada más a nacer, tío.
—No me llames “tío”.
—¿Qué pasa, jefe? —Me miró con
desaprobación, sin entender qué era lo
que me molestaba tanto—. Es una
manera de expandirnos, ¿no? Cuantos
más negocios tengamos, mejor.
—Nunca hablamos de prostitución.
—Es posible pero…
—¡Nunca! —Le recordé, en un
bramido.
—No es para tanto, jefe, lo tengo todo
bajo control…
—¿Bajo control? Nunca nos hemos
dedicado a la prostitución, ¿qué te hizo
pensar que nos pondríamos a ello siete
años después?
—Es algo pequeño, sólo nuestros más
allegados lo saben.
—Quiero que acabes con eso
inmediatamente.
—¿Por qué? —Inquirió, frunciendo el
entrecejo—. ¿De dónde crees que
vienen tantos ingresos, tío? ¿De la
hierba que cultivan tus colegas en
Noruega? ¡Venga hombre!

Mi puño sobrevoló su cara, golpeando


de pleno contra su nariz, sin poder
evitarlo. Darren se inclinó hacia un
lado al recibir el puñetazo, quejándose
con soltura.
—He dicho que acabes con eso —le
repetí—. No nos hemos dedicado a la
prostitución y no lo haremos nunca.
¿Sabes cuántas mujeres entran en ese
mundo porque no les queda
absolutamente nada? O, no, mejor,
¿sabes cuántas tienen que hacerlo
obligadas por personas como tú? —Le
señalé con un dedo—. O pones fin al
negocio que tú solo te has montado, o
te juro que pondré al tanto a todos los
que yo conozco que sí se dedican a eso
desde hace años. Créeme, no les hará
mucha gracia que alguien como tú
quiera robarles clientes.
—Está bien, Alek. Acabaré con ello.
—Eso espero.
Tenía que respirar porque, de no
hacerlo, acabaría con todos los que me
rodeaban. Iba a volverme loco no, lo
siguiente…
Darren no había, nunca antes,
desobedecido a ninguna de mis
órdenes. Ni siquiera había cuestionado
mi trabajo que, al fin al cabo, era el
suyo también. Y sin embargo, empezaba
a recordarme a Ewan.

No me gustaba abusar de mi autoridad,


ni quería ser más que ellos. Si me
comprometía tanto con mi puesto en el
negocio era porque, a su vez, también
sería el peor parado en el caso de que
todo se fuese al traste.
Si Gray, Colt, Marcus y otros podían
con ello, ¿por qué siempre resurgía un
Ewan o un Darren?

La chica rubia se cruzó con Darren en


la misma puerta de salida. Al estar yo
presente, fuera de la fábrica, Darren
no se atrevió a formular ni una sola
palabra fuera de tono hacia ella.
Siguió caminando para encontrarse de
nuevo con Dennis y, con suerte,
terminar su cena.

—Soy Tricia —se presentó,


tendiéndome la mano.
—Alek —respondí, al estrechársela—.
Lo de Darren tiene que terminar,
nosotros no tratamos temas de
prostitución. Lo lamento, pero se ha
terminado.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué se ha terminado? —
Preguntó.
—Como he dicho, nosotros no nos
dedicamos a la prostitución.
—¿Acaso es algo malo, lo ves como un
trabajo indigno? —Se cruzó de brazos,
tomando mis palabras como un ataque
ofensivo hacia ella.
—No voy a entrar en eso.
—¿No es un trabajo igual de digno que
el tuyo?
—Vale, sí voy a entrar en eso —espeté,
señalándole con un dedo—. Mi trabajo
es de todo menos digno. Me gano la
vida con todos los sucios negocios que
tengo pero eso no lo hace digno. Y, sin
duda, que me guste tampoco lo
convierte en un labor digno. Además,
¿intentas hacerme creer que se la
chupas a desconocidos y extraños por
gusto? —Enarqué mi ceja, sin quitarle
los ojos de encima—. Sea como sea, te
guste hacerlo o no, no será bajo
nuestro negocio que lo hagas, Tricia.
Nosotros no nos dedicamos a eso —
volví a decir.
—Así que, el tema es… —Pronunció,
acercándose a mí con determinación—.
Me he acostado contigo y tú, no podía
ser otro, no, tú, vas y me dejas sin
trabajo.
—Lo lamento.
—¿Qué se supone que voy a hacer
ahora?
—Eres una chica guapa —murmuré,
encogiéndome de hombros—. ¿Ser
modelo, quizá?
—Me gustaba ser prostituta, por si no
te has dado cuenta.

Volví a encogerme de hombros, poco


podía hacer al respecto. No era una
cuestión mía, ni iba a serlo por mucho
que la chica se enfadase conmigo.
No podía permitir que Darren, u otro
de mi grupo, emprendiese un negocio
de prostitución bajo nuestro sello.
Mucho menos, además, sin
consultármelo.

—Al menos prométeme una cosa —


murmuró, a su turno, tendiéndome una
pequeña tarjeta blanca con su nombre
y teléfono—; prométeme que tú sí
recurrirás a mí si te aburres o lo
necesitas.
—¿He de prometerlo?
—Sí —respondió.
—Lo prometo.

Apoyó su mano sobre mi hombro y


depositó un suave beso contra la
comisura de mis labios. Los moví
suavemente hacia su boca y le devolví
el beso.
Me dedicó una sensual sonrisa y
empezó a caminar hacia el descampado
que rodeaba nuestra fábrica,
adentrándose sin ningún prejuicio en
la zona industrial abandonada.

Los chicos parecían haberse


tranquilizado y Darren evitaba
mirarme a los ojos. Quizá había sido
demasiado duro durante todo el día,
porque podía ser testigo de cómo ellos,
a los que estaba cada día más
acostumbrado de ver junto a mí, se
mostraban cada vez un poco más
distanciados.
Los reuní en la sala principal antes de
irme a descansar. Mi mente necesitaba
dormir y con suerte soñar, y con más
suerte todavía… no recordar.

—Sé que puede que estéis sorprendidos


por cómo empiezo a tomarme las cosas
—les dije, fumando con paciencia y
tranquilidad—. Puede que no haya sido
el mejor líder estos últimos meses y
puede que se deba a que las cosas no
han ido como en un momento planeé —
tenía que buscar una razón que ellos
considerasen como con suficientemente
peso como para justificar la brutalidad
de mi día y la severidad con la que me
mostraba ante ellos—. Johanna y yo
hemos dado por finalizada nuestra
relación —pronuncié.
Sus reacciones fueron similares a las
que conseguí imaginar. Algunos
parecían mostrarse compasivos,
entendiendo por qué mi humor había
decaído tanto durante el día. Colt, por
ejemplo, habiendo sido el que me había
llevado hasta el apartamento de
Johanna, fue el que más comprensión
pareció sentir. Otros, sin querer darle
demasiada importancia, asintieron
lentamente con la cabeza.

—Las cosas han de empezar a cambiar


—aseguré, finalizando el cigarrillo—.
Podéis iros y abandonar todo lo que
hemos formado, o podéis manteneros a
mi lado durante esta evolución en la
que, os prometo, llegaremos lejos. El
único límite que tenemos es el cielo, así
que en tierra no tenemos ni uno solo —
siseé—. Seguiremos con las drogas,
seguiremos con las armas y, con suerte,
nos fusionaremos con los de Trevor —
anuncié, pero no obtuve ninguna
reacción negativa por parte de ellos—.
¿Alguien tiene algo que decir al
respecto?
—Sí —Darren habló, dando un paso
hacia adelante—.
—Di.
—¿Y si nos tomamos la noche sólo para
nosotros, olvidándonos de toda la
mierda que nos ha salpicado estos días,
para emborracharnos como nunca? —
Propuso, siendo aplaudido por Dennis
y Marcus.

Me eché a reír y asentí con la cabeza.


Sólo una cerveza antes de dormir…
Sólo una.
Capítulo doce

—Papá, no puedo dormir —aparté los


ojos del libro que sostenía con mi
mano izquierda, tumbado en la cama,
al escuchar a Olivia quejarse desde la
puerta de mi habitación. Sonreí y
negué con la cabeza suavemente. Dejé
el libro sobre la mesita de noche y me
quedé boca arriba—. ¿De qué te ríes?
—Preguntó, en un susurro,
caminando hasta mi cama y subiendo
a ella para colocarse a mi lado, sin
olvidarse de dar cobijo a Flash, su
querido caballo.
—Porque es normal que no puedas
dormir. Te has echado una siesta de
las grandes.

Golpeó mi pecho con su pequeña


mano y empezó a apretar contra mi
pectoral izquierdo como si tuviese la
intención de colocarlo correctamente.
Apoyó su cabeza y dejó escapar un
suspiro de esos quejosos que tanto la
caracterizaban.
Intentó colocarse de diferentes
formas, pero ninguna parecía
agradarle.

—Jo, papi, eres muy duro —se quejó,


decidiendo dejar caer su cabeza contra
la alargada almohada.
Contuve mi carcajada y me giré hacia
ella, colocando mi mano por encima
de su pequeña cadera. Ella apoyó su
mano izquierda sobre la mía,
acariciándola con sus dedos. Como
siempre, paseaba sus dedos por las
gruesas venas que solían surgir en el
dorso de mis manos.

—¿Sabes que a Johanna también le


gusta mi pelo? —Largó, mirándome
con sus bonitos ojos llenos de un
particular brillo de cansancio.
—¿Ah, sí?
—Sí. Le dije que a ti te gustaba y que
decías que te parecía bonito y dijo que
lo era.
—Y lo es.
—Mamá se queja mucho al
peinármelo —admitió, frunciendo el
entrecejo.

Pasé el pulgar por esas diminutas


arrugas que no terminaban de surgir,
dedicándole una amplia sonrisa.

—Tu madre no tiene paciencia con


nada —le respondí, en un susurro.

Se concentró en cerrar los ojos y


disfrutar del tacto que sus dedos
recibían al seguir acariciando el bulto
que formaban mis venas sobre el
dorso de mis manos.
Me quedé admirándola durante unos
minutos, contemplando lo mejor que,
por seguro, había hecho en mi vida.
Era la más bonita de las creaciones, a
excepción de haber sido una sorpresa
tanto para mí como para Alanna.

—Papá…
—Dime, cariño.
—¿Ya no quieres a mamá? —
Preguntó, con los ojos cerrados.

Pasé la lengua por las muelas de mi


mandíbula superior y tragué saliva
antes de responder a su pregunta.

—No es que ya no la quiera, cariño, es


que ahora es diferente.
—¿Por qué? —Inquirió.
—Porque mamá y papá tienen
diferencias irreconciliables.
—¿Eso qué significa?
—Que no pueden quererse del mismo
modo —intenté explicarle.

También podía intentar explicarle a


una niña de ocho años que su madre
era una gran zorra y que me había
exasperado desde el minuto uno de
nuestra relación. Sin embargo,
bastante hacía Alanna permitiéndome
tener a la niña unos días cada mes.
Conocía, por otros, a lo que me
dedicaba y, aun así, siempre lo había
llevado en secreto.

—¿Y no quieres a nadie como a


mamá? —Siguió preguntando.
—No, pequeña.
—¿Nadie ocupa tu corazón? —Abrió
los ojos, dibujando una pícara sonrisa
sobre sus labios.
—Será posible… —Entrecerré los
ojos mirándola, fingiendo una cara de
mala leche.
—Mamá ahora quiere a Bruce.
—Sí, mamá suele querer a los
hombres como Bruce —puse los ojos
en blanco, dejándome caer boca
arriba sobre la cama.
Eran las tres de la mañana y mi hija
seguía despierta, con un montón de
dudas existenciales respecto a mi
relación con su madre, ¡iba apañado!
Tenía cosas de mí pero, eso sí, el sacar
temas peliagudos no era mío…
Vamos, que era de su santa madre.
Intenté cerrar los ojos para que
tomase ejemplo y me imitase, quizá de
ese modo conseguiría dormir. Porque
si no se dormía pronto, el día de
mañana iba a ser un problema que
terminaría en confrontación entre
Alanna y yo.
Noté cómo se subía sobre mi vientre,
quedándose sentada a horcajadas
sobre mi abdomen. Rodeó a Flash con
sus brazos y ladeó el rostro para
mirarme. Al menos así fue cómo la
descubrí cuando abrí los ojos.

—Johanna es guapa —sonrió.

Mis cejas se elevaron, incrédulas por


lo que mis oídos estaban escuchando.

—Tiene unos bonitos morros —


comentó, tocándose los suyos con sus
dedos—. Me gusta que tenga el pelo
tan oscuro. ¡Es diferente a ti y a mí!
—Me ha quedado claro que lo has
pasado bien con Johanna, cariño.
—Creo que a Flash también le ha
caído bien.
—¿Sí? No escucho a Flash decirme lo
bonita que es…
—Papá…
—¿Sí? —Pregunté, acariciando sus
piernas.
—Mamá y tú no podéis darme una
hermana, ¿no? —Siguió, volviéndome
loco del mismo modo en que solía
hacer su madre.
—No.
—Pero Bruce y mamá sí pueden,
¿verdad?
—Verdad —asentí, agarrándola por
ambos lados de su cuerpo y
tumbándola a mi lado—. Las
próximas preguntas, pequeña, para
mañana por la mañana. Ahora toca
dormir —le señalé.
—No tengo sueño.
—Olivia, a dormir.
—Pero… —Volvió a quejarse.
—O te duermes de una vez, o Flash
acaba en la lavadora.

Frunció el entrecejo fuertemente,


mirándome como si pensase meterme
a mí en la lavadora. Y no… La idea no
me emocionaba en absoluto.
Optó por mantenerse callada ante mi
amenaza y cerró los ojos, todavía con
el entrecejo fruncido.

Estuve concentrado en no quedarme


dormido mientras leía el último
capítulo del libro, a la espera de que
Olivia se quedase frita.
Fue una victoria conseguirlo sin tener
que prepararle ninguna infusión o un
buen chute de whisky, que es lo que yo
necesitaba con desesperación.
Me levanté de la cama con sigilo y
dejé el libro sobre la mesita de noche.
Cerré la puerta de mi habitación,
dándole un último vistazo a la única
persona que ocupaba mi corazón.
Dormida, tranquila, abrazada a su
querido Flash…

Era joven y sin miedos, con ninguna


expectativa de cara a la vida y sin
necesidad de buscarle ninguna
respuesta a sus evidentes golpes bajos.
La única responsabilidad que
recordaba tener, desde hacía varios
años, era la de ejercer mi trabajo
correctamente. De ocuparme de todo
aquello que Alek consideraba que yo
era válido, útil y necesario. Al
aferrarme a esa idea, a ese requisito
que él buscaba en mí, logré
convertirme en la máquina que
utilizaba la fuerza física para
mantener limpio un nombre que ni
siquiera era el mío. No obstante, como
le había dicho a Johanna, y como
defendía desde siempre, valía la pena.
Alek lo merecía.
Sin ningún miedo, a excepción de mis
ataques de ansiedad en los espacios
reducidos, me entregué a la causa de
Alek. Una causa que, haciendo
balanza, me beneficiaba. Me
proporcionaba un estilo de vida
desagradable, sí… Pero también
proporcionaba una adrenalina
inexistente en otro tipo de situaciones.
Se trataba de un estilo de vida, no sólo
de un simple trabajo, que me otorgaba
unas fuertes emociones. Me
procuraba una familia, más allá de
Alanna y me aportaba una seguridad
económica más que evidente.
Uno se acostumbra al dinero fácil, al
camino sencillo y no concibe el riesgo
que supone. Deshabituarse a ello es
un paso que mis pies no estaban
tentados a cometer.

Había sido joven, y seguía siéndolo,


sin miedos. Porque mi vida no era lo
suficientemente valiosa para mí y no
lo había sido nunca. Al menos no
hasta la llegada de Olivia.
Recordaba perfectamente el modo en
que Alanna me había dado la noticia
de su embarazo. Y, sí, por descontado
recordaba el modo en el que había
reaccionado al inminente
acontecimiento que cambiaba mi vida
por completo. Como un toro
enfurecido, fuera de sí. Como un
animal rabioso dispuesto a todo para
evitar tal cambio que, meses más
tarde, sin saberlo concebiría como
maravilloso con el paso del tiempo.
Recibí el suceso como el hombre que
era, que había sido desde adolescente.
Recibí la primicia como el monstruo
en el que la vida me había convertido
aun sin saberlo.

Mi vida se había basado, antes de la


llegada de Olivia, en todos los excesos
posibles. La disputa descontrolada de
mi persona, abusando de sustancias y
emociones. Y aun me parecía
increíble seguir vivo, aun me parecía
sorprendente no haber caído.
Notaba cómo cada vez, como la misma
Torre de Pisa, me inclinaba más y
más. Expectativo ante una caída que,
tarde o temprano, sucedería. Porque,
tras todo lo que había llegado a hacer
en mi vida, era lo que debía ocurrir.
Porque no es ningún mito, las
personas como yo deben caer en algún
momento y no salir impune.
Si no caen, el equilibrio del cosmos
deja de existir y se convierte en un
simple ideal creado por el ser
humano. El equilibrio no era el ojo
por ojo y diente por diente. El
equilibrio, tal y como lo veía tras dejar
de lado mi juventud y mis no miedos,
era algo que ocurría de modo natural.
Algo que sucedía porque debía
suceder, porque estaba destinado a ser
así.
No obstante, existen puertas que
cruzas una vez y por las cuales no
puedes volver a salir. Y,
desgraciadamente, aquello era algo
que supe nada más entrar en el mundo
que ahora me rodeaba. Conocía bien
mi situación, sabía perfectamente que
sólo podía salir del bucle en el que me
había metido de una forma. Para mí
desgracia, esa salida era a tres metros
bajo tierra.

Recordaba haber sido reacio a la


mentira durante muchos años, porque
consideraba que ir de frente y tomar la
sinceridad como armadura iba a ser lo
más inteligente en mi trabajo. Si me
mantenía honesto y leal ante Alek, la
vida no me daría la espalda en el
momento que desease abandonar la
labor que había estado llevando a
cabo.
Sí, era un iluso. Al menos una parte
de mí lo era por creer que eso sería
suficiente para abandonar tal causa.
Al principio de todo, la causa estaba
bajo mis manos y las de todos los que
trabajamos para y con Alek. El
tiempo, inequívoco, logró dejarme
claro que las tornas habían cambiado.
Habíamos pasado de controlar la
causa para permitir que ella nos
controlase a nosotros. Y, con ello, todo
lo que habíamos amado.
Al punto en el que me encontraba, no
era la consciencia lo que me pesaba.
Algo que me convertía todavía más en
inhumano… ¿Cómo no podía pesarme
el haber acabado con la vida de
personas que eran hermanos, hijos,
padres, sobrinos, primos…?
Simplemente no lo hacía, porque la
devoción me cegaba lo suficiente para
no sentir ni una pizca de moralidad o
remordimiento al respecto.
Sin embargo, lo que sí me perturbaba,
era los años que no tardarían en
sacudir la vida de mi hija. Una
pequeña maravilla que me miraba con
sus preciosos ojos y se enorgullecía de
mí, sin ni siquiera saber que era la
última persona por la cual debía
sentir orgullo. El milagro que, en sus
más oscuros miedos, corría para
rodearme con sus brazos en busca de
poder respirar y sentirse segura entre
los míos.

¿Qué por qué no abandoné antes?


Porque no tenía sueños, ni esperanzas,
ni ilusiones. Porque ni siquiera llegó a
importarme la idea de que mi hija
creciese sin padre. Y por egoísta que
sonase por mi parte, tenía todos los
motivos del mundo para pensar de ese
modo.
¿Acaso no iba a ser peor que tuviese
un padre como el que le había tocado?

Alanna fue de las pocas personas que


intentó reconstruirme o
reencaminarme por un camino que
ella consideraba mejor que el que yo
mismo había tomado. Creyó,
firmemente, que su amor por mí haría
que cualquier cosa pudiese suceder.
Ilusa ella también, creyó que
manteniéndose firme a mi lado yo
abandonaría a Alek. Intentó, desde el
principio, ser mi lugar de consuelo, mi
roca y mi techo bajo la tormenta.
Estuve enamorado de ella el suficiente
tiempo como para saber que intentaba
salvarme sin yo necesitarlo y ella
estuvo enamorada de mí el suficiente
tiempo como para desesperarse y
sufrir depresión tras depresión.
Imagino que si todavía nos
respetábamos, aunque no fuese con
palabras precisamente, era por Olivia.
Su nacimiento había moderado
nuestros agresivos encuentros y
discusiones.

Johanna me recordaba a Alanna.


Siempre desafiándome, creyendo tener
el poder divino para convertir a las
personas en lo que se obsesionaba con
ver. Creyendo tener la capacidad para
hacer nacer en los demás el
sentimiento que ella deseaba.
Me recordaba a ella desde el
principio, desde el día en que Alek la
presentó como su pareja de forma
oficial e hicimos una pequeña reunión
en la fábrica rodeados de nuestros
más allegados.
Tenían el mismo comportamiento que
me sacaba de las casillas con la única
excepción de que, Johanna, al
contrario que Alanna, me temía y, aun
así, se encaraba a mí. Y aunque eso
tuviese explicación más tarde, a mí me
fascinaba su coraje. Me fascinaba el
modo en que, incluso en las peores
situaciones, no tuviese miedo a
rendirse o a enfrentarse a lo que debía
ocurrir.

Me recordaba tanto a ella que era


inevitable casi sentir el mismo odio.
Cada vez que Johanna se apresuraba a
encararse a mí, intentando por todos
los medios discutir o intentar usar su
pequeña fuerza contra mi cuerpo,
recordaba el modo en que Alanna
había intentado cambiarme. Y la
situación me superaba, era algo que
me abordaba y no podía controlar. Ni
siquiera quería controlarlo.
Puede que el hecho de que ambas
fuesen similares tuviese peso en mi
incapacidad para acabar con su vida
en todas las oportunidades que había
tenido. Era como si no pudiese matar
a Alanna por ser la madre de Olivia, la
única que trajo al mundo algo que
verdaderamente sí podía cambiarme.
Sin embargo, Johanna no había
tenido nada que ver y, en su caso, lo
achacaba a no poder desobedecer las
órdenes de Alek.

Se había ocupado de Olivia en mi


arrebato, mientras dormía
plácidamente intentando que el
alcohol se esfumase de mi cuerpo.
Había sido cariñosa con ella, sin tener
por qué hacerlo y no había juzgado mi
papel de padre por no recordar que
Alanna la dejaría a mi cargo por un
día. Algo que solía ser bastante
casual.
Y aun con su apreciable temor hacia
mí, había tenido el valor de
confesarme sus más profundos
sentimientos hacia mí.
Maldita psicópata, masoquista y
perturbada…

Alargué la mano sobre la mesita de


café y observé la pantalla de mi
teléfono móvil. Eran las cuatro de la
mañana y todavía no había respondido
a ninguna de mis llamadas. No sé si
era algo propio de ella pero tampoco
podía tener demasiadas expectativas.
No obstante, tras haberle besado… No
sé, podría haber llamado ¿no?
Quizá un mensaje. Sí… Un mensaje
hubiese estado bien.

La pantalla se iluminó con un número


que desconocía y fruncí el entrecejo.
Si Alanna me llamaba otra vez desde
algún aeropuerto para decirme que,
en un arrebato de pasión ella y Bruce,
se marchaba a algún país europeo,
pensaba presentarla ante un juzgado
pese a saber que tenía yo mismo el as
de perder.

—¿Sí? —Respondí, serio.


—¿Brantley Pace?
—El mismo. ¿Quién es?
—Le llamo desde el Artesia General
Hospital —respondió una voz
femenina, al otro lado del teléfono—.
Tenemos a una paciente que ha
pedido, expresamente, que le
llamásemos en caso de emergencia.
—¿Cómo?
—Johanna Brooke Oliphant.
—¿Qué? —Volví a espetar, sintiendo
necesidad de ponerme de pie y
levantar mi culo de mi cómodo sofá.
—Un vecino la ha traído hace hora y
media con una incisión en la parte
baja del vientre —explicó, con
tranquilidad—. Nos pidió, en su
extraviada consciencia, que nos
pusiésemos en contacto con usted,
puesto que se ha negado a contactar a
ninguno de sus familiares.
—Ahora mismo voy para allá —
señalé, finalizando la llamada y
haciendo mis deseos realidad al
levantarme del sofá.

Tomé a Olivia con mis brazos,


sabiendo que no podía llamar a
Alanna para que me ayudase. Según
ella, mi cupo de “emergencias” lo
había cubierto en los primeros años de
la pequeña. Sin preocuparme siquiera
por cómo iba vestido, manteniendo
mis cómodos pantalones cortos de
deporte, tomé una camiseta verde
desgastada y me encaminé hacia la
puerta de al lado.
Si una persona podía ayudarme en
una situación así, era Anderson.

Abrió la puerta y expresó su


preocupación, con una mueca, al
verme totalmente serio frente a él. Era
el único de mis vecinos en el que
confiaba, aun a sabiendas de que
habíamos tenido nuestros más y
nuestros menos al principio de mi
convivencia en ese bloque.

—¿Qué ocurre?
—Sé que trabajas de noche y que
debes estar ensimismado en cubrir
cualquier noticia de las tuyas, pero
necesito que le eches un ojo a Olivia
—le pedí, todavía cargando a la
pequeña que ya empezaba a murmurar
quejas sobre mi cuerpo—. Me han
llamado del hospital y…
—Eh —me cortó, alzando las manos
hacia Olivia—, no tienes que darme
ninguna explicación. Sé que no
acudirías a mí de no ser una
emergencia.
—En cuanto vuelva…
—Tomate el tiempo que necesites,
mañana tengo libre —me aseguró,
cogiendo a la pequeña en sus brazos y
dedicándome una fugaz sonrisa—.
Espero que no sea nada.
—Si no lo es, acabará siéndolo —
susurré, acariciando el pelo de Olivia
—. Te debo una, Anderson.
—Me conformo con que no vuelvas a
montar jaleo si los Phoenix Suns
ganan a los Lakers —comentó, jocoso.
—Oh —mencioné, a punto de irme—,
otra cosa…
—Dime.
—¿Podrías dejarme tu moto?
—¿Qué?
—Lo sé, sé que es abusar pero… —No
sabía cómo explicárselo—. Tuve
problemas con las ruedas y todavía no
lo he solucionado.
—Joder, tío…
—Lo sé, lo sé. Te juro que si ganan los
Lakers te dejaré raparme la cabeza.
—Ni que tuvieses el suficientemente
pelo como para que eso te importase
—masculló, sacándose las llaves del
bolsillo trasero del pantalón—.
Cuidado, Brantley. Y hablo en serio…
Ni un rasguño a mi Harley.
—¡Prometido!

Conducir una Harley de esa categoría


era algo diferente, aunque no me
sentía en ánimos para poder disfrutar
la experiencia. Conduje ensimismado
en la carretera, preocupado por el
estado de Johanna. Y cuando frené en
un semáforo, me pregunté qué era lo
que tanto me preocupaba cuando yo
mismo había sido capaz de hacerle
cosas peores.
Pasé la mano derecha hacia atrás,
acariciando parte del asiento de cuero
que no ocupaba. Esbocé una patética
sonrisa sobre mi rostro, recordando el
modo en que le había hecho pasar el
peor de sus momentos sobre mi propia
moto. En ese momento sí que
consideré la idea de que ella tuviese
más motivos para matarme que yo
para matarla a ella.

Aparqué la Harley de Anderson y me


encaminé hacia la puerta principal del
hospital, quitándome el casco a la que
me aproximaba a la recepción. Me
rodeaban un montón de personas y era
algo a lo que no conseguía
acostumbrarme. A esas horas de la
noche, lo normal es que no hubiese
casi nadie en un hospital.
Vaya pensamiento más absurdo,
Brantley… ¿A cuántos tipos has
mandado al hospital a las mismas
horas de la madrugada, eh?

—Hola —dije, con la respiración un


poco entrecortada—. Me han llamado.
—Su nombre, por favor.
—Brantley Pace —respondí.
—Sí —murmuró la joven, tras echarle
un vistazo al ordenador—. Sin
embargo, todavía no podemos dejarle
visitar a la señorita Oliphant.
—¿Por qué no?
—El capitán del departamento de
policía está con ella en estos
momentos.
—Oh —musité.

Vamos, no me jodas…

—El vecino llamó a la policía porque


pensó que se trataba de un
allanamiento de morada —me
explicó, al ver mi cara—. Así que dos
investigadores vinieron e intentaron
hablar con la paciente.
—Ya veo.
—Puede esperar por aquí y le avisaré
cuando se permitan las visitas.
—No, ¿sabe qué…? —Giré mi rostro
hacia la puerta por la que había
entrado—. Saldré a fumarme un
cigarrillo, tomarme un café y volveré
un poquito más tarde.
—Como desee, señor Pace.

Si la policía estaba ahí, no podía


significar nada bueno. Al igual que
tampoco me transmitía mucha
seguridad que Johanna informase al
hospital para que se pusiese en
contacto conmigo y no con Alek. Al fin
y al cabo, él era quien debía estar con
ella en ese momento y no yo.
Fumé el cigarrillo junto a la Harley,
aparcada a unos metros del hospital.
Me quedé sentado, con la mirada
perdida en el edificio y a la espera de
que el tiempo pasase.

¿Allanamiento de morada?
Eso no tenía ningún sentido, ¿quién
querría nada de un apartamento como
el de Johanna o de ella misma?
Si se trataba de algún problema con el
negocio de Alek, él debía saberlo. Por
lo que, visto desde mi punto de vista,
no debería tardar en llegar.

Reconocí al capitán de policía hablar


con sus investigadores a la salida del
hospital, dispersándose al cabo de
unos cortos minutos.
Esperé a que desaparecieran de los
alrededores del hospital para tirar el
cigarrillo al suelo y dirigirme hacia la
puerta principal, otra vez.

—Señor Pace —la mujer de la


recepción se levantó, nada más verme
entrar—. Los inspectores de policía
preguntaban por usted.
—¿Cómo dice?
—Me han preguntado si la señorita
Oliphant iba a tener visita y…
—Mierda —espeté, interrumpiéndola
sin que eso fuese mi intención.
—Le estoy informando, señor Pace.
Pero no se preocupe, les dije que hoy
no había ningún indicio de que nadie
fuese a venir a visitarla.

Enarqué mi ceja al observar a aquella


muchacha.

—¿Por qué les dijo eso? —Pregunté.


—Porque la señorita Oliphant me
recomendó hacerlo al saber que la
policía vendría a visitarla.
—Chica precavida —bufé, intentando
no sentirme orgulloso de ella—.
¿Habitación?
—Ciento cinco.
—Gracias.

La habitación ciento cinco estaba


frente a mis narices y aun así tenía la
sensación de querer salir corriendo.
Antes de abrir la puerta, una serie de
preguntas recorrieron mi mente. ¿Por
qué Johanna había pedido,
expresamente, que el hospital se
pusiese en contacto conmigo? ¿Por
qué me daba la responsabilidad que,
en realidad, Alek merecía tener? Y,
ante todo, ¿por qué había sido tan
precavida de cara a la misma policía a
la que tenía intención de vendernos?
Era irónico creer que el perturbado
era yo y que, como ella había dicho en
un momento dado, pareciese sufrir
cambios bruscos de opinión. Bien, ella
había utilizado realmente el término
bipolar… Aunque no parecía saber
exactamente qué era dicha
enfermedad.

Estaba tumbada sobre la cama de la


habitación, con el cabello suelto y un
conducto de suero que partía de una
bolsa anclada en un poste metálico y
el dorso de su mano izquierda. Con los
ojos cerrados, mantenía su cabeza
ladeada hacia el lado derecho y con
una cansada expresión sobre su joven
rostro.
Sus gruesos labios habían perdido el
color rosado que solía tener de modo
natural. Ahora se veían pálidos, como
si la sangre no hubiese fluido
suficientemente por ellos. Era
inevitable contemplar sus evidentes
ojeras formar una leve bolsa bajo sus
ojos. Los cuales, incluso ante mi
intrusión en la habitación,
permanecían cerrados.

Permanecí quieto en la entrada de la


habitación, preguntándome por qué
era incapaz de dar un paso más o por
qué cojones no había dado dos hacia
atrás. Seguía teniendo la sensación de
que no era yo quien debía estar ahí,
que no era una responsabilidad mía y
que, por descontado, no se trataba de
mi labor.
Movió su rostro para dejarlo boca
arriba, moviendo su mano izquierda
cómo si la aguja que atravesaba su
vena le molestase.
No pude evitar preguntarme si había
montado algún escándalo al ver la
aguja o si, de despertar, lo haría al
saber que tenía una colocada
profundamente en el interior de la piel
del dorso de su mano. Ladeé mi
sonrisa por un momento y, al segundo,
tuve ganas de darme una bofetada.
Serás imbécil…

—¿Pace?

Mi sonrisa desapareció al escuchar su


susurro. Me acerqué y coloqué mi
mano sobre la suya derecha,
estrechándola con suavidad.

—Eh —saludé.
—He creído oírte reír…
—Venga ya —me burlé, pasando mi
pulgar sobre el dorso de su mano.
—Habrán sido imaginaciones mías.
—Sí… —Tomé aire profundamente,
mordiéndome la carne interna de mi
labio inferior—. Johanna, ¿qué ha
pasado?
—Tengo sueño.

Asentí con la cabeza lentamente,


viendo cómo todavía no pretendía
abrir sus ojos. Ni siquiera me dediqué
a caer en la cuenta de que seguía
acariciando su mano, pretendiendo,
por un momento, que olvidase su
temor hacia mí.
Lo debía haber perdido, ¿no? De no
ser así…, no hubiese pedido que me
llamasen.

—Tengo que saber qué ha ocurrido,


Johanna.
—Alek —musitó, relamiéndose los
labios—. Tengo sed…

Miré a mi alrededor, descubriendo un


vaso de plástico blanco con agua en su
interior. Le di un sorbo para estar
seguro de que se trataba de agua,
después de haber olisqueado el
interior del vaso.
Lo aproximé con cuidado hasta su
boca y mi mano izquierda se posó bajo
su nuca para ayudarla para la misma
acción. Dejó caer su mano contra mi
mano izquierda y deposité, de nuevo,
el vaso sobre la alta mesa de madera
con cajones.

—Tengo que saber qué ha ocurrido,


nena —repetí.
—¿Acabas de llamarme “nena”…?
—No —respondí, intentando
disimular la sonrisa para que no
denotase nada en mi voz—.
Imaginaciones tuyas de nuevo,
Johanna —susurré.
Capítulo trece

Una sonrisa se dibujó sobre sus labios


y escuché cómo su respiración brotaba
sonoramente desde el interior de su
boca, como si se tratase de una
relajada exhalación propia de una
sencilla carcajada.
En ese momento hubiese pagado por
escuchar el básico sonido de ésta.

—Dime qué es lo que ha pasado —


murmuré, casi en un suspiro.
—Alek vino a casa —pronunció, con
dificultad, sin dejar de relamerse los
labios—. Tengo la boca demasiado
seca para hablar…
Tomé su barbilla con la única mano
que no estaba tocándola en ese
momento y aproximé mi rostro sobre
el suyo. Todavía mantenía los ojos
cerrados pero la sonrisa, de la que
había sido afortunado de ver hacía
unos momentos, había desaparecido.
Pegué mi boca a sus labios
entreabiertos, presionando con
debilidad pero permitiendo a mi
lengua que se adentrase. Rodeé su
lengua con la mía y no sentí repulsión
al hacerlo, ni siquiera aunque el
amargo sabor de su boca me
perturbara las papilas gustativas. Dejé
que mi saliva se camuflase en el
interior de su cavidad y sentí su
respiración contra mi rostro. A
continuación, me aparté con mucha
suavidad.

—Vaya —farfulló, tragando saliva—,


pensé en un poco más de agua pero, sí,
creo que eso no ha estado mal…

Su comentario me arrancó una


sonrisa y volví a tener ganas de
abofetearme. Sin embargo, mi mano
que sujetaba su barbilla se movió
hasta su mejilla con la intención de
acariciarla sutilmente. Y, al hacerlo,
abrió los ojos para mirarme.

—¿Si sigo manteniéndome así de


débil seguirás besándome? —
Preguntó, en un susurro,
entrecerrando sus ojos al mirarme—.
Veo que hay otra alternativa para
tener contacto físico, eh…
—Ninguna de las dos situaciones es
buena para ti —me reí.
—Tienes razón, siempre se basa en mí
estando casi moribunda.
—No vas a morirte —le aseguré.
—Alek vino a casa, Pace —volvió a
decir, erradicando la ilusión que
había visto iluminar su rostro hacía
un par de segundos—. Estaba
enfadado, estaba… Era diferente —
masculló, con dificultad—. Nunca le
había visto así, nunca había creído
que fuese capaz de…
—¿Él te ha hecho esto? —Le
pregunté, frunciendo el entrecejo.
—Increíble, ¿verdad?

Llevé mis labios a su frente y deposité


un cálido beso, mientras intentaba
disimular la tensión que estaba
corrompiendo todo mi cuerpo sin mi
permiso. Intenté desconcentrarla para
que no fuese testigo de cómo estaba
afectándome la idea de que Alek
hubiese sido capaz de herirla de ese
modo, siendo algo propio de mí y no
de él.

—Creo que tenía información sobre


nuestro encuentro bajo el puente —
comentó, mientras mis labios seguían
sobre la piel de su frente—. Alguien
me siguió y sabía que había estado en
tu casa —añadió.
—Eso sí es propio de él.
—Le admití que nunca abusaste de mí
—confesó, en un gimoteo—. Se puso
como loco…
—No debiste hacer eso, eso tenía que
quedar entre nosotros.
—Sabía que tú me provocaste el
desgarro muscular, me preguntó que
por qué nunca se lo dije y… —Calló
repentinamente para echarse a llorar
en silencio. Me apartó con sus manos
para que no limpiase ni una de sus
lágrimas—. Le dije que te lo debía
porque te había acusado de semejante
barbaridad y…
—Repito que no debiste hacer eso —
yo en mis trece, punto.
—Le admití tener sentimientos por ti
y…
—Oh, joder, Johanna —le interrumpí,
en una queja que pretendía ser solo
para mí.
—¿¡Qué querías que hiciese!? —
Vociferó de pronto, arrepintiéndose al
instante y llevándose la mano a la
parte baja de su vientre—. Ah…
—Relájate.
—Dijo que sólo había dos modos de
actuar —enunció, con un rostro
encogido por la molestia— cuando te
clavan un puñal por la espalda… —
Bufó y cogió aire repentinamente,
intentando incorporarse sobre la cama
—. Arrancárselo y preguntarse por
qué ha ocurrido lo que ha ocurrido
o… —Volvió a tragar saliva
notablemente—. O arrancárselo y
usarlo.

Le pedí, en un siseo, que se


mantuviese en silencio. Quizá había
oído suficiente y me sentía incapaz de
seguir escuchando nada que plasmase,
en mi cabeza, la imagen de Alek
enfureciéndose ante ella y con un tan
violento desenlace.
Me hervía la sangre y podía notar el
calor que desprendía mi piel. Estaba
tan concentrado en que no notase mi
cabreo que ni me di cuenta que su
mano se había colocado sobre mi
esternón, por encima de la camiseta.
Los latidos de mi corazón me
delatarían. Darían los indicios claves
para que supiese cuánto estaba
sintiendo, dejando de ser aquél
insensible que ella veía en mí.
La gran ironía era que todo lo que
estaba sintiendo me estaba
convirtiendo en ese insensible
nuevamente, pues no dudaría en
arrancarle la lengua a Alek. ¿Qué
gilipollez era esa de un puñal en la
espalda y usarlo? ¿Cómo se había
atrevido a herirla de ese modo? Oh,
joder, ¿y cómo podía ser yo tan
hipócrita?

Alek sólo había dado un paso más a lo


que yo había estado haciendo durante
todo este tiempo en el que me veía
enfrentado a Johanna con cualquier
cosa.

—¿En qué estás pensando? —Me


preguntó, en un atormentado susurro.
—En que yo hubiese hecho lo mismo
—le respondí, con sinceridad—.
Hubiese sido capaz de esto —suspiré,
desviando mi mirada hasta la parte
baja de su vientre que permanecía
oculta bajo la sábana de la cama—, y
de mucho más.
—Nadie duda de que hayas tenido
capacidad y oportunidad. Sin
embargo…
—No lo he hecho yo —finalicé su
frase, encogiéndome de hombros—.
¿Y qué? Eso no cambia absolutamente
nada. ¿Cómo voy a siquiera ir a por él
si yo he sido…?
—No vayas por él —me interrumpió,
tajante.
—¿Esperas que le deje vivo después de
esto?
—Le has cogido cierto gusto a esto de
deshacerte de cualquier persona que
no sea de tu agrado, ¿eh? —Replicó,
con una débil sonrisa—. Escucha,
Pace, las cosas no…
—No me digas cómo tienen que ser
las cosas —le corté, en un gruñido—.
No me vengas con el cuento de la
venganza y de cómo las cosas se
vuelven en tu contra cuando buscas
tenerla.
—¿Desde cuándo te importa?
—¿El qué? —Le pregunté, sin
entender.
—Mi mísera vida —suspiró.
—Desde que me tomé muy en serio ser
el único que te la hiciese imposible.

Su mano, que permanecía contra mi


esternón sobre la camiseta, se cerró en
un puño y me dedicó uno de sus
típicos y sencillos golpes. Contemplé
cómo una natural sonrisa emergía
entre sus carnosos labios y no pude
evitar preguntarme cuándo había
cambiado tanto respecto a ella,
todavía notando cómo las yemas de
mis dedos habían quedado marcadas
por la esencia de su cuello.

—No vayas —suplicó.


—He de hacerlo.
—No, no has de —replicó, aferrando
sus dedos contra la tela de mi
camiseta.
—Johanna, como te dije en su
momento, esto sólo puede acabar de
un modo.
—Y como yo te respondí, siempre hay
una alternativa.
—A veces no la hay —susurré,
negando suavemente con la cabeza—.
En mi caso, nena, las alternativas no
distan mucho de…
—Ahora no han sido imaginaciones
mías —farfulló, cortándome.
—¿Eh?
—Me has llamado “nena”.
—¿Te importaría centrarte un
poquito? —Mascullé, golpeando su
frente con la mía en un breve contacto
físico entre nuestras cabezas.
Llevaba un buen rato inclinado sobre
ella pero, por alguna extraña razón,
no me pesaba.

—Las alternativas no distan mucho de


la cruel realidad. En mi caso, a estas
alturas, las cosas terminarán siendo
como deben ser. Tendré que pagar,
tarde o temprano, por mis crímenes.
En algún momento, mañana o dentro
de unas semanas, tendré que
comparecer ante el mundo por haber
hecho todo lo que he llegado a hacer
siendo el secuaz, cómplice, o como
quieras llamarlo, de Alek —le
expliqué, intentando escoger mis
palabras sabiamente—. Y no sólo
eso… Soy coautor. Incluso tú,
Johanna, sintiendo todo lo que
admites sentir por mí, sabes todo lo
que he hecho. Aunque no lo hayas
presenciado con tus ojos, sabes que ha
ocurrido. ¿Crees que eso simplemente
puede pasarse por alto? ¿Confías en
que desaparecerá? —Pregunté,
sabiendo que no era necesaria
ninguna respuesta—. Uno debe ser
responsable de lo que hace, porque
evitar el camino que hemos escogido
no nos limpia las manos de todo lo
que hemos recorrido.
—Estás diciéndome que, ocurra lo que
ocurra, te perderé.
—Pues, ¿no era evidente? —Me reí,
con suavidad—. ¿De qué te
sorprendes? Esto iba a ocurrirte,
aunque no hubieses sentido nada por
mí, permaneciendo junto a Alek.
—¿A cuántas personas has matado?

Su pregunta no me sorprendió ni,


mucho menos, me ofendió. Sin
embargo, no pude evitar sentir un
ápice de decepción al tener que
responder a una cuestión que no
quería compartir con ella. A poder ser,
era algo que prefería no compartir
con nadie.

—¿Qué importancia tiene? —


Repliqué—. Un cadáver más, un
cadáver menos, no me hará menos
responsable ni me hará ser menos
asesino.
—¿A cuántas?
—A más de las que me gustaría —
musité.
—Eso no es una respuesta numérica.
—No pienso darte una respuesta
numérica, pero puedo decirte que, tras
hoy, la cifra aumentará de uno —
murmuré, con un nudo en la
garganta.

Se quedó en silencio unos segundos,


volviendo a cerrar los ojos. Presencié
cómo una lágrima recorría su mejilla
izquierda y el modo en que dejaba caer
la cabeza sobre la almohada, dejando
su rostro ladeado. Agradecí que, por
otra parte, su mano se mantuviese
sobre mi camiseta. Era algo que hacía
que su repudio, a la hora de distanciar
su rostro del mío, no fuese tan
desagradable.

—Eh —susurré, apoyando mis dedos


alrededor de su alargado rostro. Lo
guie hacia mí y apoyé mi frente contra
su cabeza—. Abre los ojos, Johanna
—ante su negación, dejé escapar un
profundo suspiro. No sentía que mis
pulmones consiguieran llenarse por
completo al respirar y me veía capaz
de empezar a desesperarme—.
Johanna…
—Tiene que haber una alternat…
—No la hay —dije, deteniendo la idea
a la que seguía aferrándose—. Voy a
ocuparme y, después, se acabaron tus
preocupaciones.
—Pace.
—¿Has leído Los Miserables?

Abrió los ojos ante mí, enarcando una


de sus cejas a medida que yo iba
separándome de su contacto físico. El
único que perduraba, en los últimos
minutos que pensaba pasar junto a
ella, era el de mis dedos índice,
corazón y anular rodeados por su
mano derecha.
—¿Qué? —Musitó.
—Existe una frase que me recuerda a
menudo a mis propias experiencias.
En otras palabras, me recuerda a ti.
¿Lo has leído?
—No.
—“Es una extraña pretensión del
hombre querer que el amor conduzca
a alguna parte” —cité, apretando mi
pulgar contra el dorso de su mano—.
Y, aun así, Johanna, “en vano
tallamos lo mejor posible ese tronco
misterioso que es nuestra vida; la veta
negra del destino aparecerá siempre”.

Dejó de rodear mis dedos, empujando


mi mano a un lado y, con un rostro
encogido de dolor, se colocó de lado
sobre la cama. Observé su espalda
darme la cara y suspiré
profundamente.
Había estado leyendo Los Miserables
desde hacía unas semanas y, por
extraño que sonase al tratarse de una
novela de estilo romántico, me había
fascinado el modo en que se razonaba
las dos caras de una evidente moneda;
el bien y el mal. Que existiese defensa
para todo oprimido, como concluía en
cierto modo la novela, era un alivio
para mí. Un alivio momentáneo, pues
se trataba de un mero escrito sobre
papel.
No iba a juzgar su reacción, ni me
veía capaz de insistir que intentase
focalizar las cosas desde mi punto de
vista. Viéndola como estaba, no iba a
pedirle que se colocase mis zapatos y
observara el largo recorrido que había
caminado hasta el presente. No sólo
porque no me pareciese justo sino
porque no quería que supiese todo lo
que había llegado a hacer en mis
últimos años de vida.
Cuando sinceró sus sentimientos
hacia mí todo fue totalmente
surrealista. Lo fue hasta el punto de
hacerme llegar a creer que sí había un
tal Cupido, lo suficientemente
enfermo y depravado cómo para
enviarle una flecha con mi nombre.
Pues que se hubiese enamorado de mí
no sólo era depravado e inconsciente
por su parte, pero es que, al fin y al
cabo, denigrante para ella. Ya lo era
para mí…

Conduje largos kilómetros hasta


llegar a la fábrica, pensando el modo
en el que podía abarcar la cuestión de
Johanna con Alek. Ahora sabía que él
conocía los sentimientos de Johanna
por mí, mas ella me había informado
de que él era consciente de nuestro
encontronazo bajo el puente. Por
ahora, era lo que yo sabía que él sabía.
Aunque no podía evitar que me
surgiera una duda…
¿Conocía también, por algún motivo,
que me había acostado con ella?
Dejé el casco sobre el asiento de la
moto y, a mis espaldas, el sol
empezaba a surgir. Se apreciaba cómo
el cielo pasaba de un intenso oscuro a
un entristecido amanecer. El cielo se
presentaba tan gris como mis propias
emociones.
Me tomé el lujo de fumarme un
cigarrillo junto a la moto,
observándola y preguntándome si
algún día conseguiría tener una igual.
No es que la mía no me gustase, pero
una Harley era una Harley.
La fábrica estaba silenciosa, oscura y,
de no ser porque había estado en ella,
habría jurado que continuaba
abandonada. Los coches seguían en su
sitio, algunas cadenas seguían
cayendo del techo y, sin duda, las
estanterías con aparatos mecánicos no
habían sido ni retiradas ni movidas de
su sitio.
A medida que mis pasos avanzaban
por la estancia, encontraba algunas
latas de cerveza desparramadas por el
suelo junto a un montón de colillas y
ceniza. De hecho, mis pies ya no se
arrastraban con la misma facilidad.
El estado del suelo era repugnante.
Debían haberse pegado una buena
cogorza.
Sí, seguro que Alek había celebrado su
poderío al ser capaz de encargarse de
Johanna del modo en que lo había
hecho. Sin un ápice de empatía.
Oh, ¡qué hipócrita, Pace! ¿De verdad
vas a encargarte de Alek por haber
hecho lo que tú has estado soñando
con hacer desde hace, qué, meses?

No podía deshacerme de mi mejor


amigo de ese modo y mucho menos
por una mujer. No compartía mucha
de sus opiniones ni decisiones, pero
siempre las había respetado.

Me di la vuelta y empecé a caminar


hacia la salida, nuevamente.

¿Cómo iba a encararme a él, con qué


pretensión? ¿Con qué maldita
finalidad iba a rajarle el cuello?
¿Bajo qué argumento?
Ninguno era suficientemente válido,
pues yo mismo había sido capaz de
cosas peores. ¡Yo mismo había hecho
de la vida de Johanna un infierno! Yo
mismo había…

—Pace.

Me di la vuelta para observar cómo


Alek, con una camisa roja totalmente
abierta, me recibía en el centro de la
estancia. Llevaba unos desgastados
tejanos claros y su cabello, más corto
que el mío, perfectamente peinado.
Esbozó una amplia sonrisa,
quedándose de pie, con las manos
metidas en los bolsillos traseros de su
pantalón.

—¿Ya has vuelto en ti? —Preguntó,


con sorna.
—Oh, sí —respondí, quedándome
quieto en mi posición—. Totalmente,
además.
—Es una buena noticia.
—Lo es.

Le echó un vistazo a su alrededor,


como si estuviese contemplando el
lugar que nos rodeaba en ese
momento. Empezó a caminar hacia
mí, sin dejar que nuestros ojos se
encontrasen ni por un segundo. Siguió
desviando su mirada por toda la
alcoba.

—Dime, ¿qué te trae por aquí? —


Preguntó, quedándose a mi lado. Se
quedó quieto, sin retirar las manos de
sus bolsillos traseros y manteniendo el
rostro hacia la puerta de la fábrica.

Ladeé el rostro para mirarle.

—¿Por qué crees que estoy aquí? —


Repliqué, mirando su perfil.
—Nunca has sido demasiado
inteligente —chasqueó sus dedos y
descubrí cómo Gray, Marcus y Darren
salían de entre la oscuridad—. Jamás
admitiré que no eras bueno en lo tuyo,
la verdad… Pero tú no puedes admitir
ser muy inteligente si has considerado
oportuno dejarte caer por aquí.
—Vaya, no sabía que le tenías tan
poca estima a mi inteligencia, Alek.
—¿Quieres que tratemos temas de
estima, Brantley? —Inquirió, con una
hipócrita carcajada por su parte—. Si
es lo que quieres, podemos empezar
por ahí. Solo que después, si no te
importa, hablaremos de temas como la
traición.
—Yo no te he traicionado —le señalé,
sin temor alguno.
—¿A qué le llamas tú enamorar a mi
chica?
—Joder, ¿y el no inteligente soy yo?
—Espeté, riéndome por lo bajo—. ¿En
serio, Alek? ¿Ahora tenemos doce
años? —Me giré hacia él y observé
cómo Gray se llevaba la mano a la
espalda—. Tranquilo, mono de feria,
que no pienso hacer nada —mascullé,
levantando las manos para que se
quedase, si es que eso podía ser, más
tranquilo—. Alek, escúchame.
—En eso estoy —respondió, serio.
—¿Crees que he enamorado a tu
chica? —Apreté mis labios por lo
patético que sonaba—. Que tu chica
esté como una cabra y se haya… —Me
vi interrumpido por un brusco
puñetazo que chocó contra mi ceja
derecha.

Cerré el ojo con fuerza maldiciendo


por lo bajo, odiando la zurda de Alek.
Apoyé mis manos sobre mis rodillas,
apretando con más fuerza los ojos e
intentando concentrarme en otra cosa
que no fuese el dolor que se extendía
por todo mi cerebelo.

—Ya veo lo mucho que “estás”


escuchándome —siseé.
—Si no hubieses estado obcecado con
la idea de que iba a vendernos, no
hubieses estado tan pendiente de ella.
Nos hubiésemos librado de vuestros
múltiples encuentros —prosiguió,
girándose hacia mí con el rostro
impasible.

Johanna tenía razón, Alek estaba


diferente. Ni siquiera parecía ser él
mismo.

—Encuentros como el de bajo el


puente —comentó, con una divertida
mueca sobre su alargado y puntiagudo
rostro—. Un encuentro que todos
conocemos pero, claro, a saber cómo
terminaban los otros que
desconocíamos. Si Colt no hubiese
aparecido en la ducha del piso de
abajo, ¿qué hubiese ocurrido, eh? —
Inquirió.
—¿Puedo decir la verdad sin que
vuelvas a golpearme?
—Prueba —respondió, encogiéndose
de hombros con desdén.
—La hubiese matado —respondí, con
total sinceridad.
—Eres un hipócrita.
—Soy muchas cosas, Alek —le
aseguré, notando el líquido caliente
caer por el lado derecho de mi cara—.
Tú me conoces bien. Soy eso y mucho
más. Pero, ahora que mencionas lo de
la hipocresía, quizá tú quieras hablar
más que yo —murmuré,
relamiéndome el labio inferior—. Tú
sabes más de eso que yo.
—Corta el rollo.
—¿Por qué no les explicas a todos
dónde han acabado algunos de
nuestros compañeros?
—Brantley, no es momento para irte
por las ramas —me advirtió.
—Diles dónde han acabado y bajo qué
orden —proseguí, recibiendo el
siguiente puñetazo contra mi
esternón.

Mi cuerpo se inclinó hacia adelante y


reprimí un brutal gruñido. Dejé de
respirar por unos segundos pues sabía
que no iba a lograr captar oxígeno si
lo intentaba tras aquél puñetazo. Y no
me quería ver en la situación de
boquear como un pez frente a todos.
Cuando el dolor disminuyó, por otra
parte, pues desaparecer no iba a
hacerlo, me incorporé con la
respiración agitada y sintiendo cómo
las aletas de mi nariz se ensanchaban
a cada una de ellas.

—¿No les has dicho cuántas


decisiones has tomado sin consultarlo
con ellos? —Pronuncié, sintiéndome
muy débil en ese instante—.
¿Tampoco les has comentado que no
has necesitado una razón de…? —
Agarré el puño izquierdo que
amenazaba, en cuestión de milésimas
de segundos, con volver a darme en la
cara—. Es de mala educación
interrumpir, Alek —carraspeé, por el
esfuerzo.
—Has intentado matar a mi chica
incontables veces —replicó, en
tensión.
—Es verdad, pero no soy yo quien la
ha enviado al hospital.

Pude ver, por el rabillo del ojo, cómo


Gray, Marcus y Darren se miraban
ipso facto. Pude incluso escuchar sus
murmullos.
—¿De qué estás hablando? —Colt
apareció por detrás de mí, frunciendo
el entrecejo.
—Vaya, Alek, ¿tampoco les has
contado que “tu chica” está en el
hospital porque fuiste a por ella? —
Qué bien sentaba eso, por Dios.
—Cállate —me espetó, apartando el
puño del interior de mi mano. Se
abalanzó sobre mi cuerpo e intentó,
por todos los medios, hacerme caer al
suelo.

Puede que nunca hubiese negado una


paliza por su parte si él consideraba
que era mi merecido, pero él nunca
había podido conmigo de no ser
porque yo me había dejado. Y,
evidentemente, por desgracia para él,
eso no iba a volver a ocurrir.
Dejé que se cayera, solo, al suelo y
empecé a dar vueltas a su alrededor.
Colt me miraba expectante y, pese a lo
que había dicho en voz alta ante todos,
Gray continuaba con la mano tras su
espalda, dispuesto a todo.

—Pace —alcé la mirada hacia Colt,


quien había pronunciado mi nombre
—. ¿No nos has vendido a la policía?
—Preguntó, en un susurro.
—¿Qué cojones dices tú ahora? —
Fruncí el entrecejo y mi mirada se
desvió a Alek, quien se levantaba del
suelo entre bufidos—. ¿Eso es lo que
les has dicho? —Una sonrisa
incrédula se dibujó en mi cara antes
de poder darme cuenta de que estaba
echándome a reír de forma estúpida
—. ¿Le has dicho que os he vendido?
—Me había entrado la risa floja y, la
verdad, desde fuera podía parecer que
era un auténtico psicópata enfrascado
en los efectos de algún psicotrópico—.
Sí, ¡claro, Colt! ¡Yo mismo os he
vendido! Porque, como verás, siendo
el que se ha encargado de todos, ¿qué
más me da? ¡Por supuesto, cómo no!
¡Tengo mil ganas de estar encerrado
con vosotros, disfrutar de unos meses
en la ciudad de vacaciones para
presidiarios y ver cómo os largáis
mientras mi condena se alarga hasta
el final de mi etapa adulta! —Dejé de
reír al instante—. ¿Te enjuagas la
boca con cocaína o qué cojones te
pasa?

Colt desvió lentamente su mirada


hacia Alek y pude ver cómo su rostro,
su joven rostro, se encogía en una
sombría decepción.
Conocía esa sensación… Conocía la
sensación de haber sido capaz de
venderle mi alma al mismo demonio
por alguien que creía merecerlo.

—Sólo hice lo que creí oportuno


respecto a Johanna —explicó Alek,
sin apartar sus ojos miel de los míos
—. Tú habrías hecho lo mismo, ¡tú
ibas a hacer lo mismo!
—¡Pero no lo hice!
—¿Y eso te hace ser mejor persona
que yo? —Inquirió, con el entrecejo
fruncido—. ¿Ahora eres mejor que
yo? ¿Te has convertido en santo por
perdonarle la vida solo a una de tus
víctimas? —Sonrió de forma ladeada y
negó suavemente con la cabeza—.
¿Crees de verdad que nos van a juzgar
del mismo modo, capullo? ¿Tienes
alguna certeza de…? —Golpeé su
boca con mi codo derecho y proseguí
dando círculos a su alrededor,
escuchando cómo maldecía y se
quejaba por el golpe. Escupí contra el
suelo, sintiendo un exceso de saliva en
el interior de mi boca, y decidí
deshacerme de la camiseta verde que
todavía llevaba puesta. Si Gray no me
había disparado ya, no lo haría—.
Eres un…
—Levántate, Alek.

Se levantó, pasándose el dorso de la


mano por la boca. Imitándome, se
deshizo de su camisa roja y la tiró
contra el suelo.
No había comparación posible entre
nuestros cuerpos. Éramos el sol y la
luna.
—Yo no la metí en este mundo, Alek
—le recordé, gesticulando con mis
manos—. No fui yo quien se enamoró
de ella, haciéndole partícipe de todas
nuestras mierdas. Te lo dije en su
momento, te lo he dicho siempre.
Nuestra vida privada debe mantenerse
privada, a toda costa y de todo lo que
hacemos. Sin embargo, a ti te importó
una mierda —espeté—. ¡La hiciste
partícipe de absolutamente todo!
¡Todos nuestros tratos, nuestros
negocios y nuestros pasados! Venga
—me animé, mirando a todos los
demás—. ¿Cuántos de vosotros
conocéis mi vida privada? —Les
pregunté.
Ninguno respondió.

—Exacto —señalé—. Completo


silencio.
—¿Desde cuándo te preocupas tanto?
—Preguntó, moviéndose de un lado a
otro para desconcentrarme—. ¿Ahora
te has enamorado tú de ella?
—No me toques las pelotas, Alek.
—¿Qué te cuesta responder?
—No me he enamorado de ella —
contesté, serio—. Pero me encantaría
decirte que sí aunque fuese para ver
cómo te corroe la idea —mi rostro se
iluminó—. ¡No, espera! Quizá te
corroa más que te diga que me la follé
—gesticulé todavía más, ante la
ahogada sorpresa de Colt.

Por Dios, qué chico más ingenuo…

—Si eso quieres verlo como traición,


te lo acepto —proseguí, encogiéndome
de hombros, viendo cómo él paraba
quieto de pronto—. Pero nunca me
acusarás de traicionarte porque ella
sea lo suficientemente estúpida como
para haberse enamorado de mí.
—Yo ya no soy el mismo, Pace —me
advirtió, dando un paso hacia mí.
—Por suerte para mí, yo nunca dejé
de ser quien soy.
—¿Y quién eres, aparte de un maldito
mandado? —Me provocó, con una
bromista mueca.
—¿Ahora mismo, dices? ¿Aparte de
un maldito mandado que se tiró a tu
chica? —Repliqué a mi turno, con
insolencia—. La cara y la cruz de una
moneda —le respondí, escuchando mi
hombro crujir al hacer un breve
movimiento—. Tú conoces mi cruz, no
conoces mi cara y como no te
considero digno de conocerla, haré
una fusión sólo para ti —mascullé,
con desprecio—. Ahora mismo soy el
insensible que siente, el inconsciente
que piensa y el capullo sin inteligencia
que va a partirte la boca.
Cuando di un paso hacia adelante,
Colt me bloqueó el paso con su
delgado cuerpo.
Era tal mi enfurecimiento que
pensaba en arrancarle todos los
tatuajes que permanecían sobre sus
manos, con piel incluida.

—Apártate —pronuncié, ronco.


—Pace…
—¡He dicho que te apartes!
—Deja que nos ocupemos nosotros —
pidió, en un susurro, intentando sonar
tranquilizador—. Deja que seamos
nosotros los que nos encarguemos.
—Esto no forma parte de ninguna
negociación de grupo, Colt.
—Pace, tío, esto nos afecta igual que a
ti.
—Lo dudo —repliqué, sin apartar los
ojos de Alek, quien incrédulo
escuchaba cómo uno de sus
subordinados intentaba tomar partida
de su desenlace.
—No eres el único que ha actuado por
el beneficio de otro —expresó Marcus.
—¡He dicho que esto es cosa mía! —
Bramé, para que todos escucharan.

Colt apoyó su mano sobre mi hombro


y fue tal rápido el contacto que mi
mano agarró su muñeca con la fuerza
de un cañón.
—No lleves tú solo esa carga —
musitó.
Capítulo catorce
El humo brotaba
de entre mis labios mientras intentaba
mantenerme quieto apoyado contra el
coche, observando cómo cada uno
arremetía contra Alek y él hacía el
esfuerzo de defenderse. Escuchaba los
quejidos de esfuerzo que todos
dejaban escapar por sus aceleradas
voces así como el sonido de Alek
debilitándose cada vez más.
Mis ojos ni siquiera pestañeaban ante
tal imagen, dejando que la ceniza
cayese sobre el suelo. Ninguno de ellos
iba a ser capaz de dar por finalizada
aquella ronda física, pues ninguno
había tenido, nunca, la habilidad de
ocuparse del modo en que yo solía
hacerlo.

Colt, quien había sido el primero en


empezar, caminó hasta mí y se colocó
a mi lado. Agarró mi cigarrillo y le dio
una profunda calada, cansado y
totalmente empapado en sudor. No
dijo absolutamente nada,
acompañándome ante la visión de la
caída de Alek. Una caída que jamás
hubiese imaginado contemplar, ni
visualizar. Ni siquiera había estado
soñando con que aquello ocurriese,
porque en otra circunstancia…
En otra circunstancia me hubiese
interpuesto, hubiese tenido un cuerpo
a cuerpo con todos ellos y no me
hubiese importado caer por Alek.

Mi teléfono móvil vibró y lo sujeté con


mis manos para descubrir un mensaje
de Johanna en él.

“Vete de la fábrica, Pace.


La policía está de camino”.

Apreté el teléfono entre mis manos y


dejé escapar una pequeña carcajada.
Colt me miró sin entender y volví a
arrebatarle el cigarrillo sin darle
importancia. Tomé una gran calada y
ladeé el rostro hacia él.
—¿Estás dispuesto a ir a prisión por
todos nuestros delitos? —Le pregunté.
—Nunca me lo he preguntado.
—Pregúntatelo y dame una respuesta.

Frunció su entrecejo y supe que exigía


saber.

—No tenemos otra opción, ¿no? —Se


resignó a responder.
—Alguna te diría que existe una
alternativa pero no, no creo que haya
otra opción.
—Entonces sí, claro. Es el destino que
he escogido —suspiró.
—La policía está de camino.
Vi el terror asomar en su rostro y
reprimí una espontánea carcajada.

—No desesperes, Colt —susurré—.


No te caerán tantos como crees.
—Pero, ¿y tú?
—Es el destino que he escogido —le
respondí, encogiéndome de hombros.

Tecleé en la pantalla de mi teléfono,


escuchando cómo Darren seguía
bramando junto a los demás y Alek
caía, definitivamente, sin fuerzas para
más.

“La utopía de hoy es carne y hueso


mañana.”.
Antes de que pudiese guardar mi
teléfono móvil, escuchando en la
lejanía unas intensas sirenas que
avanzaban mi desenlace en libertad y
me descubría el porvenir en un
cautiverio, éste volvió a vibrar.

“Por favor, déjate de citas literarias y


sal de ahí.
Redímete a ti mismo”.

Empecé a teclear una respuesta y


resoplé al escuchar el sonido de un
montón de hombres adentrándose en
la fábrica, exigiéndonos alzar las
manos y colocarnos de rodillas sobre
el suelo.
Mi teléfono móvil cayó frente a mí y
un amable agente de policía, amable
porque si pensaba en insultarle por
seguro mi boca lo plasmaría a los
cuatro vientos, clavó el talón sobre
éste. Dejándolo hecho pedazos ante mi
cara, se colocó tras mi cuerpo y colocó
una de las manillas de la esposas en
mi muñeca izquierda, tirando de mi
brazo para colocarme la mano sobre
la parte baja de la espalda. Le facilité
el gesto intentado mantener el
equilibrio.
Arrastré los pies hasta la salida,
observando cómo Alek quedaba tirado
sobre el suelo. No fui capaz siquiera
de visualizar si su pecho seguía
moviéndose de la forma básica en la
que solía hacerlo al respirar. El
agente continuó sujetando mis manos,
las cuales quedaban bloqueadas
contra la parte baja de mi espalda, y
con su otra mano sujetando mi nuca
mientras me acompañaba hasta uno
de los coches con las luces
encendidas.

—Pace —susurró Colt, a mi lado, en


el interior de aquél coche de policía.
—Dime.
—¿Qué le pedirías a Dios?

Mi rostro se giró hacia él, con


extrema lentitud, preguntándome si
había escuchado correctamente su
preocupación. Fruncí el entrecejo y
ladeé un poco el rostro. ¿De verdad
estaba preguntándome semejante
gilipollez?

—¿Qué…?
—Me has preguntado si estaba
dispuesto a ir a prisión —continuó
susurrando, mirándome con
preocupación—. Y yo te he dado mi
respuesta.
—Mi pregunta ha sido mucho más
relevante y trascendental, Colt.
—¿Qué le pedirías a Dios? —Formuló
de nuevo.
El lado izquierdo de mi cabeza cayó
contra el cristal de la ventanilla y mis
ojos se elevaron un poco para
contemplar el cielo. Seguía
perturbado por unas evidentes nubes
oscuras, grisáceas, que amenazaban
con descargar su ira sobre la ciudad
en forma de gruesas gotas de lluvia.

—No soy creyente —le confesé.


—¿Qué le pedirías?
—¡Silencio allá atrás! —Bramó uno
de los policías.

Puse los ojos en blanco y me mordí el


labio inferior. Acerqué mi rostro al de
Colt, para hablar en un bajo tono y
que sólo él me escuchase.

—Le pediría exterminar, del mundo


que se supone ha creado, a todas las
personas como yo —respondí, en un
sencillo susurro—. ¿He resuelto tu
duda, pequeño?
—Yo le pediría una segunda
oportunidad —bufó, con pesar.
—Venga ya, Colt. Hemos tenido mil
oportunidades para abandonar todo
esto y…
—Sí —me interrumpió—, ya sé que
hemos de abrazarnos a nuestro
destino.
—No te digo que tengas que
abrazarlo, pero sí conformarte con él.
No es algo que estuviese escrito para
nosotros, es algo que escogimos.
—¡Silencio! —Volvió a vociferar el
policía.
—Cómeme la polla —espeté, en un
gruñido, dirigiéndome al mismo
policía.

Éste giró su rostro hacia mí,


clavándome la más feroz de las
miradas. O al menos es lo que él debía
pensar, porque en mí no creaba
ningún efecto.
Le sostuve la mirada durante unos
largos segundos. Tras eso, fue él quien
optó por apartarla. En cambio yo, volví
a girar mi rostro hacia Colt.
—No tengas miedo, tío. Nunca nadie
ha llegado a ninguna parte
acompañado por el miedo —me limité
a asegurarle—. No dejes que te
domine.
—Es fácil para ti, tú no le tienes
miedo a nada.

Noté cómo mis hombros se movían al


reírme, decidiendo darle un brusco
toque con el bíceps, observando cómo
el coche seguía moviéndose y una leve
lluvia empezaba a golpear las
ventanillas.

—Si yo no tengo miedo, tú no tienes


por qué tenerlo —finalicé, sintiendo
que aquella frase era propia para mi
pequeña Olivia.

En mí no surgía la duda de qué


ocurriría con mi pequeña al entrar en
prisión. Sabía que, tarde o temprano,
Alanna conocería mi situación y
recordaría que Anderson era la
persona en la que más confiaba en el
bloque. Me preguntaba por cuánto
tiempo no la vería y si me perdería la
magia de verla crecer, pasando por
todos las evidentes etapas que eso
conlleva.
Era muy sencillo querer creer no
temer absolutamente nada. La idea
era fascinante, llamativa y, qué
cojones, me encantaba que todo el
mundo creyese así de mí. Por falso
que fuese, era un alivio que sólo una
persona conociese mi verdadero
temor. Al menos el temor irracional,
pues estaba más que claro que perder
a Olivia era lo que más me
aterrorizaba. No sólo perderla en el
sentido de estar encerrado en prisión y
no poder siquiera verla, sino en
perderla de una forma física. Ocho
años atrás no me hubiese importado lo
más mínimo, pero en el presente era
diferente. En el presente, cualquier
cosa que pudiese herir a mi
pequeña…
Si ni siquiera soportaba cuando su
profesora de ballet le reñía por alguna
tontería.

Cuando el policía me sacó del coche,


tirándome del brazo izquierdo, recibí
un rápido golpe en la entrepierna y, en
todo el sufrimiento que eso
conllevaba, me eché a reír. No tenía
mis expectativas de que fuese capaz de
devolvérmela en un contacto físico. Y,
joder, era jodidamente doloroso. Podía
notar cómo la irradiación llegaba
hasta mi estómago y me producía unas
fuertes náuseas.
Mi cuerpo se inclinó hacia delante y
escuché sus quejas, todavía optando
por seguir tirando de mi brazo sin
darme siquiera un simple respiro. O
nunca le habían dado en las pelotas, o
el hijo de puta sabía exactamente la
incapacidad que nos recorría cuando
ocurría.

Apoyó su mano contra mi hombro y


me obligó a sentarme sobre una silla,
en una pequeña sala, mientras mis
muñecas terminaban esposadas sobre
la superficie de la mesa. Le eché una
rápida mirada pero me encogí,
viéndole totalmente capaz de volver a
golpearme. Y, por ese día, ya había
tenido suficiente.

—Brantley Pace —escuché,


decidiendo mantener mi vista fija en
aquél rectángulo que me devolvía mi
propia imagen—, soy el inspector
Holden —dijo, colocándose frente a
mí y dejando caer un grueso dossier
gris frente a mis manos—. Eso eres
tú.
—¿Disculpe? —Pronuncié, enarcando
una ceja.
—Todo eso —contestó, señalando el
dossier con una mano—, eres tú.
—¿Soy un cúmulo de hojas de papel?
—Inquirí, burlón.
—Eres un gran criminal —replicó,
sentándose frente a mí.

No, inspector, la palabra correcta es


capullo, entre otras muchas cosas.

En una mueca inexpresiva por mi


parte, o al menos intuía que así era mi
cara, le observé con el rostro ladeado
mientras acomodaba mi culo sobre la
incómoda silla. Cerré y abrí las manos
en un par de ocasiones, sintiendo unas
leves molestias.

—¿Crees que es necesario que


pasemos por todo esto? —Me
preguntó, con las manos entrelazadas
sobre la mesa.
—No sé a lo que se refiere.
—A que te interrogue y esas cosas.
Creo que los dos somos muy
conscientes de que este encuentro es
innecesario.
—Vaya, inspector. ¿Por qué no me ha
dejado, entonces, disfrutar de la fiesta
con mis colegas en la fábrica? —Mi
comisura derecha se elevó un poco,
con mi propia insolencia.
—Uno de los tuyos no parecía estar
disfrutando demasiado.
—Oh, entre usted y yo, inspector, Alek
es un poco débil para este mundo…
—Señor Pace, ¿sabe de qué se le
acusa?
—Joder, de una gran lista —bufé,
poniendo los ojos en blanco—. ¿Por
qué no me mete en prisión y acabamos
con toda esta tontería?
—Como sabrás, vuestro caso no es un
simple caso de bandas callejeras —
comentó, apoyando la espalda contra
el respaldo de la silla—. En este caso
están metidos los inspectores de
investigaciones sobre la
administración de drogas y los
investigadores penales del tráfico de
armas de fuego —se acomodó, con
tranquilidad—. Como bien sabes, se
os detiene porque un jurado de
acusación os ha imputado
formalmente un delito. En otras
palabras, el juez ha dictado orden de
arresto tras una denuncia con
exposición de pruebas suficientes para
establecer una causa probable —se
miró las uñas por un momento y clavó
sus ojos en mí—. Hasta el juicio,
sabes que existe la posibilidad de una
libertad condicional o bajo fianza pero
que, en tu caso, Pace, con tu
historial… —Asintió lentamente con
la cabeza—. Permanecerás encerrado
hasta que se dé el juicio. A menos que,
evidentemente, convenzas al juez para
que te permita la libertad provisional
hasta el juicio.
—Así que voy a comparecer ante un
juez, ¿no?
—En unos minutos —respondió,
tajante—. ¿No sabes cómo funciona
esto? Con tu carrera delictiva, pensé
que lo sabrías.
—Si mi carrera delictiva es tan larga,
inspector, es porque no deben haber
hecho su trabajo tan bien como
creían, habiéndome dado la
oportunidad de no ser cazado en
ningún momento —le guiñé un ojo.

El golpe que dio contra la mesa me


sobresaltó, aunque no hizo que mi
sonrisa desapareciese.

—El juez te informará de los cargos


por los cuales se te acusa —espetó,
más enfadado que un gorila al que le
han robado su ración de plátanos—.
Tú mismo te declararás inocente o
culpable, según lo que creas
conveniente.
—Me declararé culpable.
—Imaginé que no eras estúpido.
—¿Podría ir a fumar un cigarrillo? —
Le pedí.
—Retiro lo dicho.

El inspector de policía salió de la sala,


dando un fuerte portazo y me dejó ahí.
Menudo sinvergüenza… Ni siquiera
había tenido en consideración mi
deseo.
Continué observando mi reflejo contra
el cristal y empecé a simular una
melodía al silbar, aburrido por la
espera. No llegaba siquiera a
preguntarme qué estarían haciendo
Colt, Gray o los demás. Aquél era un
momento básico en el que te dabas
cuenta de que, sin importar cuántos
compartiesen tu camino, estabas
completamente solo.

—Why should we worry, no one will


care, girl —empecé a canturrear, por
lo bajo, mientras la melodía sonaba en
mi cabeza--. We’ve got tonight, who
needs tomorrow —continué,
sorprendiéndome por seguir
recordando la canción de Kenny
Rogers que siempre me había gustado.
We’ve got tonight, a dúo con Sheena
Easton.
Seguí canturreando la canción,
dejando caer mi cabeza hacia atrás y
cerrando los ojos. El dolor de la ceja
había disminuido por culpa del
entumecimiento de la zona, que debía
estar visiblemente inflamada. Movía
los dedos de mi mano simulando la
melodía de piano, mientras
canturreaba para mí mismo con la
intención de que el tiempo pasase más
deprisa.
Cuanto antes, mejor.

La puerta de la sala de abrió,


dejándome a medias con una de las
frases de la canción. Al girar el rostro,
recibí un fuerte choque contra le
mejilla izquierda. Fue tal la sorpresa
que mi cabeza se inclinó hacia abajo,
intentando evitar recibir cualquier
otro golpe posible.

—¡Joder! ¿Es que nadie va a dejar de


darme hoy o qué? Empiezo a estar
hasta los cojones de la brutalidad
poli… —Giré el rostro hacia la
persona que había irrumpido en la
sala, descubriendo a Johanna con el
mismo camisón del hospital y el dorso
de la mano sangrando—. ¡Joh…!
—¡Imbécil! ¡Lo que eres es un
imbécil! —Espetó, antes de que
pudiese pronunciar su nombre
completo—. ¿¡Cómo demonios se te
ocurre quedarte ahí pasmado, eh!?
—¿Qué haces tú aquí? —Mis ojos se
abrieron al ver que intentaba volver a
golpearme—. ¡Eh, eh! ¡Basta! Baja la
mano, chiflada… ¿Quieres dejar de
pegarme? ¿Acaso no ves que ya estoy
bastante jodido?

El inspector, junto a dos hombres


más, no tardó en reunirse con
nosotros. Uno de los policías, vestido
con un uniforme diferente al del
inspector, sujetó a Johanna de los
hombros, intentando sacarla de allí.

—¡No la toques! —Vociferé,


levantándome de la silla aun teniendo
las manos completamente sumisas a
las anillas sujetas a la superficie de la
mesa—. No le pongas las manos
encima porque te juro que…
—Cálmate —me indicó el inspector,
señalándome con un dedo—.
Johanna, ¿cómo diablos has salido del
hospital?
—Tenía que ver a este capullo antes
de que le encierren de por vida. ¡De
por vida! —Repitió ella, mirándome
con menosprecio—. ¿Lo has oído?
¡De por vida! —Vi cómo se giraba, a
duras penas, hacia el inspector—.
Cuando hablé con el capitán y con los
de la investigación… Pedí inmunidad
para él —gruñó, sin apartar sus ojos
del inspector y señalándome con una
mano—. ¿¡Acaso no le avisaron!?
—¿Que hiciste qué…? —Mi voz
quedó suspendida, pues nadie estaba
haciéndome ni puto caso.
—Él ha decidido comparecer ante el
juez y declararse culpable —le
respondió el inspector, con un rostro
desencajado—. Por favor, Johanna,
déjanos llevarte al hospital. No
deberías estar aquí en tu estado, los
puntos de sutura podrían saltar y…
—Sí, buena suerte intentando hacerle
entrar en razón, inspector —resoplé,
poniendo los ojos en blanco.

Johanna se giró hacia mí


bruscamente y me señaló con el dedo
índice, completamente fuera de sí.
Definitivamente, estaba
completamente loca. Me miró del
mismo modo en que lo habría hecho
yo de ser ella, siendo ella yo en mi
situación. Como si estuviese
reprendiéndome, como si fuese mi
madre a la salida del colegio para
exigirme que cerrara la boca y dejase
hablar a los mayores.

—Como ha dicho el inspector, yo he


decidido comparecer ante el juez,
Johanna —espeté, sin achantarme
ante su enfurecida mirada—. Así que
poco puedes hacer ya. Además, eres
una insensata. ¿Me explicas cómo has
llegado aquí? O mejor aún, ¿cómo
diablos se te ha ocurrido la idea de
aparecer por aquí en tu estado? —
Inquirí, todavía de pie e intentando
deshacerme de las esposas—. Maldita
niña idiota y… —Al recibir su puño
cerrado contra el hombro me quejé,
aunque no me doliese. Apenas tenía
fuerzas y había venido hasta el
departamento para enfrentarse a mí,
otra vez—. Déjenos solos un momento,
por favor.
—Nos la llevamos al hospital —
replicó el inspector, inflexible.
—Déjeme hablar con ella un
momento, joder.
Ella se tambaleó suavemente hacia
atrás, encontrándose con la pared y
pude observar, por el rabillo del ojo,
cómo, a través del pequeño cristal de
la puerta, un policía se mantenía
firme ante ésta. Me quedé mirando
mis esposas alucinado… ¿De verdad
no podían desatarme ni por unos
minutos?

—Eres una inconsciente, una


imprudente, una necia, una…
—¿Estás intentando provocarme? —
Carraspeó, pronunciando lo mismo
que yo le había respondido en su
similar ataque bajo el puente.
Me mordí la lengua y dejé que mi culo
cayese sobre la silla, dejando escapar
un profundo suspiro de exasperación.
En pequeños momentos como ése sí
que me llegaba a preguntar cómo era
que mi paciencia se había agrandado y
no había terminado zarandeándola
por todas partes.

—Pretendías venderlos a todos


pidiendo inmunidad para mí —siseé,
alucinado con su trama.
—¿Qué es lo que esperabas? —
Replicó, cansada, con la mano sobre
su bajo vientre.
—Mírate… Serás idiota…
—Deja de insultarme.
—Si pudiese, iba a hacer más que
insultarte —le aseguré, señalando mis
manos con un breve movimiento de
cabeza—. Por suerte para ti, estoy
atado.
—Y por suerte para ti, yo estoy débil
—respondió, tajante.

Nos quedamos en silencio,


contemplándonos a los dos y
respirando casi con dificultad. Las
cosas habían ido más allá de lo que
pretendíamos y, por lo visto, ninguno
de los dos se había puesto de acuerdo
con el otro.
Mientras yo me concienciaba a recibir
mi merecido, lo que debía obtener por
todo el camino que había recorrido en
los últimos años, ella seguía
convencida en que tenía que evitarme
el único destino al que me llevaba el
propio estilo de vida que había
elegido.
¿De verdad se atrevían a tratarme a mí
de perturbado?

—¿Dónde está Alek? —Preguntó, con


un hilo de voz.
—La última vez que le vi, tirado en el
suelo sin apenas poder respirar.
—Te dije de no…
—Puso a todos en mi contra —le
interrumpí, desviando la mirada hasta
mis manos—. Les hizo creer que les
había vendido y, guapa, de no haberme
encarado a él, me hubiesen matado —
le aseguré—. Te debes creer que soy
un especie de Terminator, pero entre
Gray y Marcus pueden conmigo sin
problema, ¿eh? —Suspiré, cerrando
las manos en puños—. Además, ¿te
has mirado al espejo, te has atrevido a
mirar cómo ha quedado eso que ha
dejado en tu piel? ¿Te das cuenta de
que te ha marcado para toda la puta
vida? —Espeté, con una agresividad
que no deseaba.
—Le hubiese preferido pudriéndose
en prisión.
—¿Tal y como yo lo haré? —Inquirí,
ladeando el rostro hacia ella y
dibujando una petulante sonrisa. Era
un maldito deslenguado.

Ella clavó sus ojos azules en los míos,


frunciendo el entrecejo con más
fuerza y, en cuestión de segundos, dejó
escapar un profundo suspiro,
devastada. Dio un paso hacia mí y yo
me puse de pie, sin saber exactamente
qué esperar de ella.
Coló su cabeza por debajo de mi brazo
izquierdo hasta conseguir tener su
rostro frente a mi esternón y rodeó mi
cintura con sus brazos. Estrechó con
fuerza, apoyando su frente contra mi
pecho y dejando escapar un débil
quejido. Cualquier movimiento estaba
infringiéndole un dolor innecesario.

—¿Por qué tus planes nunca me


incluyen? —Jadeó, como si le faltara
el aire.
—Porque te excluyo de ellos, ¿no es
evidente?
—Sí, por eso te estoy preguntando por
qué.
—Johanna, no sé qué película te has
montado en la cabeza pero… —Negué
suavemente con la cabeza,
aprovechando que había alzado el
rostro para mirarme—. Tú y yo no
estamos juntos, ni vamos a estarlo —
susurré, inclinando un poco mi cabeza
hacia ella—. Es algo que ni quiero ni,
aunque quisiese, funcionaría.
—Creí que…
—Creíste mal —le interrumpí,
apoyando mi frente contra la suya—.
Siempre llegará un momento en el que
nos enfrentaremos y, conociéndonos,
las cosas terminarían de un solo
modo.
—El tuyo.
—Exacto. A mi modo.

Se deshizo del contacto de mi rostro


para volver a pegar su frente contra
mi esternón. Noté cómo sus dedos
acariciaban la parte baja de mi
espalda, con suavidad. Pasaban desde
la columna hacia los laterales, por
encima de los riñones.

—Es como tiene que ser, nena —


susurré.
—No me llames de ese modo —
gimoteó, aguantándose.

Asentí con la cabeza lentamente,


pesándome más el hecho de que me lo
prohibiese que el hecho de que saliese
de forma tan natural de mi boca a la
que me dirigía a ella. Últimamente era
como me salía llamarla, como me
salía dirigirme a ella.

—Venga —dije, moviéndome un poco


—, vuelve al hospital.
—¿Así, sin más?
—¿De verdad sigues esperando que
me declare a ti? —Le respondí, con
una mueca procaz—. No seas tan
ingenua, Johanna… No será un tipo
como yo el que te declare amor eterno.
—Pero, ¿así te vas a despedir de mí?
—No quiero verte.
—Esa no es la respuesta a mi pre…
—Quiero que te vayas —siseé,
intentando evitar su contacto físico—.
Por favor.
—Quizá llegues a arrepentirte de no
haberme besado una última vez.
—De lo que seguro me arrepentiré es
de haberte dejado con la capacidad
suficiente como para seguir
contestándome cosas de ese estilo —
espeté, con seriedad.

Menudo gilipollas eres, Brantley.


Afloja un poco, que a la tía le molas…

—Ya te asegurarás de que me


arrepienta de haberte conocido —
replicó, separándose de mi pecho.
Notaba la parte baja de su espalda,
desnuda por la apertura de la bata del
hospital, contra mis manos en tensión
por las esposas.
—¿No lo he conseguido ya?
—No, porque no me gusta permitirte
tus estúpidos caprichos.
Asentí con la cabeza, desviando la
cara para que no percibiese mi
natural sonrisa. Me resultaba
fascinante que fuese tan
sencillamente valiente en ese aspecto.
Porque, al fin y al cabo, ante mis ojos
y mi experiencia, valiente no era el
que no temía. Si no el que, como ella,
admitía temer y, aun así, ahí de pie se
quedaba.

—¿Y si mi estúpido capricho fuese un


beso? —Inquirí, en un susurro,
moviendo el pulgar contra la parte
baja de su espalda. Su piel estaba
helada y me perturbó por unos
segundos.
—Estás demasiado mimado —siseó, a
su turno.
—Si fuese un beso, ¿me lo darías?
—No —respondió, con el entrecejo
fruncido.
—¿Por…?

Su mano se posó contra mi nuca,


ejerciendo presión para que me
inclinase más sobre ella, mientras su
boca cubría la mía de forma agresiva.
Apretó contra mi rostro, de forma
temblorosa y me besó con
profundidad, dedicándome ese beso
que ambos contemplábamos como el
último. Mi lengua apenas rozó la suya
que noté cómo sus labios se
despegaban de los míos fugazmente y
me dejaba con la boca ligeramente
entreabierta.

—Me lo he cobrado por todas esas


veces en las que has sido un completo
gilipollas. Porque tú puedes no querer
una despedida, pero yo sí la quiero —
anunció, con severidad—. Me importa
un comino lo que tú quieras o dejes de
querer. Has escogido ingresar en
prisión, declararte culpable de los
cargos que se te acusan y yo, en plenos
derechos propios, he escogido
cobrarme mi beso de despedida. No
como estúpido capricho, pero como
final feliz —indicó, agachándose para
salir de entre mis brazos—. Porque
me lo merezco y porque tú no me vas a
prohibir tenerlo. No quieres estar
conmigo, bien… Lo respeto. Pero no
respetaré que me ordenes
absolutamente nada y me impidas
sentir lo que siento —señaló,
aproximándose a la puerta—. Disfruta
de tu…
—Johanna —pronuncié, con la boca
seca, cortándole el final del discurso.
—¿Qué?
—No te quiero.

Sus ojos pestañearon de forma


seguida, intentando lidiar con la
humedad que mi corta y tajante frase
había provocado en ellos. Desvió la
mirada hacia el pomo de la puerta,
girándolo con dificultad y contemplé
cómo, apoyando su mano izquierda
contra el mismo lado de su bajo
vientre, perdía fuerza en los brazos del
policía.
La sujetó con fuerza y empezó a pedir
a los auxiliares de enfermería, que se
encontraban ya en el departamento,
una especie de socorro.

La puerta volvió a cerrarse y yo volví a


dejarme caer sobre la silla con el
pulso a mil por hora. Verla casi
desplomarse sobre un agente de
policía y no tener la capacidad de
poder asegurarme que mejoraría no
era algo agradable que sentir.
Para mí aquella había sido la mejor
despedida posible, consciente por mi
parte e inconsciente por la suya.
Porque yo sí estaba perturbado. Lo
suficiente como para tener en
consideración que la frase “no te
quiero” contaba con el mismo “te
quiero” implícito en ella.
Capítulo quince
Cuando abrí la
puerta de mi apartamento, una
inquietante sensación retumbó por todo
mi cuerpo. Sentía una extraña
intranquilidad al cruzar el umbral de la
puerta, como si aquellas cuatro paredes
no estuviesen acogiéndome del mismo
modo. La sensación, básicamente, se
basaba en la contrariedad.
Había sido mi hogar desde mi
independencia como ser individual, pese
a haber pasado mucho más tiempo entre
fábrica y fábrica junto a Alek,
convirtiéndose en el cobijo al que
esperaba poder apoyarme en caso de
necesitarlo. Y, sin embargo, a la hora de
la verdad, en ese instante, sentía que era
un lugar del cual huir.

Me desnudé, en el cuarto de baño, frente


al espejo que se mantenía sobre el
lavabo. Necesitaba, con urgencia,
arrancarme de la piel aquél
desagradable olor a hospital. Seis días,
rodeada de agujas, pastillas y personas
vestidas de blanco u otros colores
tranquilizadores, eran demasiados.
Contemplé mi reflejo sobre el cristal y
acaricié, con extremo cuidado, el hilo
negro que unía parte de los dos extremos
de mi piel que habían sido separados
ante el ataque de Alek. Al no haberse
tratado de una incisión demasiado
profunda, dejándolo en una herida
aparatosa pero superficial al fin y al
cabo, los puntos de sutura fueron la
opción más adecuada en comparación a
las grapas. Sobre mi derecha, una
pequeña cicatriz de apendicitis a penas
notable por su casi insignificante tamaño
y, en cambio, sobre el lado izquierdo…
siete puntos. Un hilo negro que, marcado
siete veces, los médicos retirarían, si la
cicatrización seguía su buen curso, en
cuatro días.

Al hundirme en el interior de la bañera,


sintiendo tiranteces a la altura de la
cicatriz, dejé escapar un profundo
suspiro. Era como si volviese a respirar,
por primera vez, tras mucho tiempo. Era
esa parte de la historia en la cual, en una
película de acción, no se tenía en
consideración el desgaste físico que se
sufría. Además, tampoco había ningún
Tom Cruise que pudiese salvarme y
guiarme en La Guerra de los mundos, ni
un Bruce Willis que pudiese llevar mi
cuerpo sobre su espalda y, aun así,
seguir disparando pese a estar casi
desangrándose. La cruda realidad era
que el dolor físico se equilibraba con el
mental y te desgastaban.
En mi caso, si a eso le añadíamos que
había perdido a los dos hombres por los
cuales mi mundo solía girar en torno a,
estaba completamente hecha una
magnífica mierda. Había llegado a creer
que estaba en la cumbre de mis
problemas y no era así. Los verdaderos
problemas empezaban ahora. Problemas
emocionales, problemas económicos,
problemas sociales… Porque, claro,
¿ahora con quién iba a mantener
relación?
No me veía muy en la tesitura de hacer
lazos amistosos con la policía tras no
mantener mi única petición tras darles la
dirección de la fábrica en la visita que
me hicieron en el hospital.

En el paso de esos seis días internada en


el hospital, sumida a un efecto similar al
de la morfina, recibí informaciones
sobre Brantley.
Como era de esperar, se le acusó de un
montón de cargos y, evidentemente, se le
declaró culpable de todos ellos. El
inspector me anunció que había habido
una reducción de condena por no sé qué
cosa jurídica pero, aun así, Pace iba a
pasar una larga temporada en prisión de
todos modos. Eran cargos de homicidio
por una parte y cargos de asesinato, por
otra, al ejecutar alevosía y
ensañamiento, y en el caso de que se
sumaran ambos delitos la pena podía
llegar a los treinta años de prisión
mínimo. Por suerte para Pace, Nuevo
México había sido uno de los tardíos
estados del país en abolir la pena de
muerte, reemplazándola con una
sentencia de cadena perpetua sin opción
a libertad condicional. De no haber sido
abolida hacía escasos cinco años, su
destino hubiese sido comparecer no sólo
ante un tribunal, sino ante una inyección
letal. Sin embargo, la sentencia de
cadena perpetua era mucho más que
evidente. A excepción del castigo más
severo conocido como la pena de
muerte, era la peor sentencia. Pues se
trataba de un castigo indefinido, capaz
de convertirse en la privación de su
libertad de por vida. Básicamente, se
trataba de una alternativa a la pena
capital todavía regulada en muchos de
los demás estados del país.
Respecto a Alek, el inspector Holden
me confesó que seguía en el hospital
ingresado. Eran varios los agentes de
policía que permanecían cerca de su
habitación, a la espera que se despertase
del efecto de la morfina que sí usaron
con él. No obstante, no lo había hecho
todavía. Los médicos tuvieron que
sedarle por completo, habiendo
ingresado en el hospital en estado grave
por hemorragias internas. Su estado
seguía siendo grave.
Desconocía el estado o las condenas de
los demás.

Peiné mi cabello suavemente, sin apartar


los ojos de mi demacrado rostro
reflejado en el espejo del cuarto de
baño. Me coloqué unos pantalones
cortos de algodón y una amplia camiseta
sin mangas negra, tumbándome sobre el
sofá con extremo cuidado. Cuando
conseguí acomodarme, golpearon
suavemente la puerta de mi apartamento.
El joder que mi boca bramó fue
totalmente consciente. Lo único que me
apetecía en ese momento era dormir
profundamente y no despertarme en
meses. El tiempo suficiente como para
haber olvidado todo lo ocurrido y haber
sanado completamente. Al fin y al cabo,
cuando eso ocurriese, querría
reconstruir lo poco que me quedaba de
la vida que había echado a perder a mi
corta edad.
Abrí la puerta de mi apartamento,
sintiendo que mi cuerpo se apoyaba más
en la pierna derecha que en la izquierda.
A la velocidad de un rayo, sentí un
intenso dolor extenderse por la herida al
recibir, de golpe, la mejilla de una
pequeña personita que me rodeaba la
cintura con sus brazos.

—¡Johanna! —Era la alegre voz de


Olivia.

Intenté no esbozar la mueca similar a


una bruja descompuesta al ver sus
planes fallados, pues acababa de
acordarme del padre de Olivia y no por
una buena causa. ¡Qué dolor!
Sin embargo, aspiraba una cierta
felicidad en el ambiente al recibirla con
tanto cariño hacia mí.
Apoyé mi mano sobre su cabeza,
acariciando aquél precioso cabello
rubio con definidos tirabuzones. Y,
cuando alcé el rostro, me encontré con
el contrariado gesto de la madre de ella,
mirándome fijamente.

—Nunca nos presentaron formalmente


—musitó, tendiendo su mano hacia mí
—. Mi nombre es Alanna y soy la madre
de Olivia —se presentó, aunque yo ya
sabía quién era pese a desconocer su
nombre.
—Johanna —dije, haciéndome a un lado
para permitirle la entrada.

Olivia estaba alterada a mi alrededor,


intentando hablarme de un montón de
cosas que, unidas en una misma
conversación, no tenían ningún sentido.
Alanna se mostró autoritaria, pidiéndole
dejar de ser tan impertinente. La niña
era de todo menos impertinente…
Solucioné el asunto dejando a la
pequeña sobre el sofá, junto al televisor
y poniéndole un canal de dibujos que,
sin querer admitirlo al oral, a mí me
encantaba. Ella se quedó ensimismada
con el televisor, sin soltar su peluche de
caballo blanco.
Con dificultad conseguí preparar dos
tazas de café, cayendo en la cuenta de
que eran las dos y media de la tarde y
todavía no había comido nada. Lo único
que mi cuerpo parecía ingerir era agua,
saliva y, como mucho, alguna rebanada
de pan tostado. Todo lo demás, prefería
evitarlo.

—Imagino que no debes estar pasando


por un buen momento y lo último que
quiero es ser una molestia —murmuró
Alanna, sentada sobre el bajo taburete
de la cocina mientras yo me quedaba
apoyada contra la encimera—. ¿No
deberías sentarte? —Preguntó,
mirándome con preocupación.
—No, tranquila.

Asintió con la cabeza en un breve


movimiento, dándole un pequeño sorbo
al café.
—¿Cómo has…?
—Sí, debería haber empezado por ahí
—suspiró, con una natural sonrisa,
interrumpiendo mi pregunta—. Olivia ha
hablado mucho de ti, así que me puse en
contacto con el abogado de Brantley y
éste, por contacto a la policía, me indicó
dónde vivías —explicó, de forma breve
—. Gracias por hacerte cargo de mi hija
cuando Brantley dormía —puso los ojos
en blanco—. O lo que fuese que
estuviese haciendo —negué con la
cabeza ante su agradecimiento, con
cansancio—. Le advertí… No sé cuántas
veces le he advertido de que tarde o
temprano las cosas saldrían a la luz —
negó ella misma con la cabeza,
llevándose una mano a la frente y
cerrando los ojos—. Siempre ha sido un
egoísta, incapaz de pensar en las
consecuencias que sus acciones le
traerían a él o a su propia familia. Por
suerte —añadió, con una decepcionada
sonrisa—, Olivia crecerá con Bruce,
quien lleva muy bien el papel de padre.
—Pero no lo es.
—¿Cómo? —Alzó su rostro hacia mí,
sin entender.
—Bruce no es el padre de Olivia —
repetí—. Brantley lo es.
—Ser padre no es eyacular en el interior
de una mujer y permitir que se lleve a
cabo todo el desarrollo de un embarazo
—replicó, con seriedad—. Ser padre es
un título que conlleva una serie de
responsabilidades más allá de meter la
polla en un agujero.

Sus argumentos no eran incorrectos y me


hubiesen parecido ser válidos de no ser
por la estima que sentía por Brantley.

—Pace no ha hecho las cosas


correctamente pero…
—¿Vas a justificarle? —Inquirió, con
cierta sorpresa en su tono.
—Mi intención no es justificarle ni
exculparle de lo que ha hecho a lo largo
de todos estos años, pero le he visto con
Olivia. Puede que sea un asesino, un
tipo corrupto que decidió tomar el
camino de la vida fácil, lo cual es una
ironía porque ese mundo es de todo
menos fácil y… —Estaba yéndome por
las ramas—. Le he visto con Olivia —
repetí—. Se desvive por ella y es su
razón de vivir. Ella es el único motivo
por el que él ha empezado a
concienciarse del estilo de vida que
llevaba. Es el amor de su vida.
—Debería haberlo pensado antes, ¿no
crees?

Alanna terminó su taza de café


fugazmente, pasándose las manos por
encima de los ceñidos tejanos blancos
que llevaba.

—Se metió en esto mucho antes de ser


padre. Quizá quien debería haberlo
pensado antes eres tú —espeté, como si
fuese una gallina defendiendo a su
polluelo—. Sabiendo todo lo que era,
sabiendo a todo lo que se dedicaba,
pudiste haber evitado tener algo con él.
Y no me malinterpretes, me alegro de
que no lo hicieses porque Olivia es una
niña maravi…
—¿Qué sabrás tú de mi vida con
Brantley? —Me cortó, totalmente
ofendida.
—Sé que no decidimos de quién nos
enamoramos, así como sé que no
podemos juzgar a los demás por lo que
han hecho en su pasado.
—Y seguido haciendo en su presente —
me recordó, alzando una de sus cejas.
—Dime, Alanna, ¿a qué se debe tu
visita? —Pregunté, decidiendo cambiar
de tema. Si seguía por esa línea, iba a
hacerle una demostración de todo lo que
Pace había llegado a enseñarme.
—Eres una cría, Johanna… No sé por
qué motivo tú te has visto implicada en
asuntos como éstos y, la verdad, yo fui
como tú. Cuando conocí a Brantley, hace
más de diez años, me sentía atraída por
su fuerte personalidad. Era duro, era
justamente la barca que me sostenía
sobre un difícil oleaje —anunció, algo
nostálgica—. Sólo tenía veintidós y
creía haber encontrado al hombre de mi
vida. Bueno —dijo, con una triste
sonrisa—, entiéndeme… Él tenía mi
edad y parecía invencible. Le acepté tal
y como era, le quise incluso sabiendo el
peligro que suponía entregarme a él en
cuerpo y alma. Fue el mayor error de mi
vida —aseguró, de forma repentina—.
Que, sí, si haces balanza… Voy a
quererle toda lo que me queda de vida
por Olivia, porque él es parte de ella.
Además —suspiró, echando un vistazo
hacia atrás—, es innegable que son
padre e hija.

Pausó su discurso para levantarse,


mirándome dubitativa. Dio un paso
hacia mí y me rodeó con sus brazos,
estrechándome con suavidad al saber
que mi cuerpo era lo más débil del
planeta en ese instante.
—Sólo tienes veinticuatro años —
susurró, sin soltarme—. Tienes mucho
por delante, muchas cosas que hacer y
experimentar. Cosas que, por ejemplo,
yo no pude porque a tu edad me quedé
embarazada de Olivia —comentó,
separándose un poco para mirarme a los
ojos—. Tardé en querer salir de la vida
de una persona como Brantley, no
cometas el mismo error.
—Si no nos equivocásemos en esta vida,
¿cuál sería el sentido de ésta?

Pestañeó débilmente, esbozando una


natural sonrisa. Asintió con la cabeza
lentamente, estrechando con cuidado mis
cansados y devastados hombros.

—Olivia quiere ver a su padre.


—¿No sabe que está…? —Dejé la
pregunta suspendida en el aire,
totalmente inacabada. Quizá todavía me
costaba hacerme a la idea de que
Brantley estuviese entre rejas.
—Sabe que su padre está en un lugar,
intentando reparar los errores que ha
cometido. Ella no entiende muy bien qué
es ese lugar llamado prisión y mucho
menos entendería lo que es la privación
de libertad. He intentado explicarle que
es como cuando la castigo en su
habitación, pero no lo entendería —
suspiró, con una enternecida sonrisa—.
Porque no es lo mismo.
—No, está claro que no es lo mismo.
—Brantley y yo tenemos una relación
difícil. Nos une Olivia, nos unen los
recuerdos de un pasado que, a día de
hoy, es insalvable… —Frunció un poco
su nariz, mordiéndose el labio inferior
—. No sé si ves por dónde intento ir.
—La verdad es que no.
—Él no estaría contento de verme. De
hecho, seguro que montaría una escena
por llevar a Olivia al centro
penitenciario para que le viese.
—No es un lugar para una niña de su
edad —siseé.
—No puedo privarla de ver a su padre,
por mucho que ese sea mi deseo.
—¿Qué es lo que quieres que haga,
Alanna?
—Me gustaría que fueses tú quien fuese
con ella —confesó, firme.

Por un momento creí que Alanna se


había vuelto completamente loca. ¿De
verdad creía que era conveniente que
yo, tras lo vivido con Pace y nuestra
última conversación, llevase a Olivia a
verle en prisión?
Entendía que ella desconociese mis
sentimientos por él, o al menos esperaba
que fuese así, pero aquello era una mala
idea.

—No creo que…


—Imaginé que te negarías —admitió,
cortándome al ver mi frustración—.
Existen muchos modos de ver a Brantley
—comentó, caminando hacia atrás y
echándole un rápido vistazo a la
pequeña, quien seguía ensimismada con
el televisor—. El abogado de Brantley
podría ponerte al día de todas las
opciones. Si estás preocupada por tu
integridad física al llevar a Olivia,
siempre puede ser comunicación oral a
través de un cristal —me informó, con la
intención de insistir en el tema—.
¿Sabes los locutorios esos? —Asentí
con la cabeza—. Pues eso.
—No creo que sea una buena idea —
conseguí formular—. Alanna, Brantley y
yo… Él no querría verme.
—¿Y tú le crees?
Cogió su taza y la dejó sobre la
encimera, por detrás de mi espalda. Se
llevó las manos al cabello lacio castaño
y lo reunió entre éstas para dejarlo caer
por encima de uno de sus hombros.

—También existen los vis-a-vis. Se


trata de unas comunicaciones especiales
—siguió hablando, atenta a todos mis
movimientos y reacciones—. Como un
cara a cara —explicó, rascándose la
barbilla.
—¡Johanna! —Olivia entró corriendo en
la cocina, quedándose frente a mí con
una amplia sonrisa—. ¿Vas a venir a ver
a papá conmigo? —Se aferró al peluche
con fuerza.
Acaricié el cabello de Olivia, sintiendo
cómo esta vez procuraba no demostrar
su fuerza al abrazarme por la cintura.
Los ojos de Alanna se mantenían en
confrontación con los míos, con una
silenciosa súplica a la que, tarde o
temprano, acabaría cediendo. No por
Alanna, no por volver a ver a
Brantley… Por Olivia.
Sólo de pensar en lo horrible que debía
ser estar en su situación, con unos
padres que no podían soportarse y que
parecían intentar mantener todo tipo de
distancias…

—Sí, cariño —susurré, sin dejar de


acariciar su sedoso cabello—. Iremos a
ver a tu padre.

Alanna esbozó una sonrisa y visualicé


cómo sus hombros se relajaban al
respirar.

—¿Cuándo? —Preguntó, clavando su


barbilla por debajo de mi ombligo, sin
soltarme.

Mis ojos se desviaron hacia abajo y,


antes de que pudiese contestar, Alanna
respondió:

—Mañana.

¿¡Mañana!?
—Alanna —murmuré, con una mueca
contrariada—. Mi estado físico no…
—El abogado os acompañará.
—Las cosas no se hacen así —le
advertí, en un susurro.
—Bruce y yo queremos irnos a Noruega,
con Olivia.
—¿Cómo?
—Alejarnos de aquí —siguió, con
seriedad—. Todo lo que te he dicho,
todo lo que te he admitido… Es
totalmente cierto. Cuando dije que Bruce
se haría cargo de…
—No puedes hacer eso —le corté,
frunciendo el entrecejo.
—Bruce tiene familia en Noruega.
Estaremos una temporada para ver cómo
nos va y…
—No puedes —repetí, tajante.
—Tú no quieres salvarte, pero yo sí
quiero salvar a mi familia, Johanna.

Mis labios se despegaron e intentaron


permitir que mi débil voz volviese a
quejarse. Sólo noté cómo brotaba un
poco de aliento y los relamí, negando
suavemente con la cabeza.

—Eso no tiene nada que ver con


salvarse, Alanna —logré pronunciar—.
No puedes hacerle esto a Brantley, es…
Ha sido el amor de tu vida —espeté,
casi sorprendida porque todavía tuviese
que rebatirle los motivos por los cuales
no podía ni debía alejar a Olivia de su
padre—. Si no fuese por él… ¡Tú lo has
dicho! Si no fuese por él, no tendrías a
Olivia —musité, intentando que la
pequeña no escuchase ni la mitad de lo
que pensaba decirle a su madre.
—Y le estoy eternamente agradecida.
¿Qué se supone que debo hacer?
¿Desvivirme por él, darle más
oportunidades de lo que la vida está
dispuesta a regalarle? Johanna, no he
sido muy inteligente en los años que
estuve con él pero no soy estúpida, ni
ninguna necia.
—Si tú no le das oportunidades, ¿quién
se las va a dar?
Me miró con molestia, señalando a su
hija con un rápido movimiento de
cabeza.

—Es su hija —repetí, con el cuello


tenso.
—Doy fe de ello.
—No te atrevas a hacerle eso a alguien
como él…
—¿A alguien como él? —Inquirió,
frunciendo el entrecejo—. No le tengo
miedo a Brantley, Johanna.
—Por eso mismo. Tú has sido testigo de
la mejor parte de él mucho antes que yo
misma —proseguí, no dispuesta a bajar
del burro—. Sabes que tiene
sentimientos, que no es un insensible
como parece ser y…
Es un jodido insensible, lo siento. Ese
argumento no es siquiera válido para mí.

—Lo que intento decir —proseguí, tras


el corte en el que me reprendía a mí
misma mentalmente— es que no puedes
separarle de ella.
—Él es quien se ha separado.
—No estoy del todo de acuerdo con…
—Johanna, la cadena perpetua es lo
justo en su caso —espetó, dirigiéndose a
mí del modo en que lo haría hacia una
niña pequeña—. Agradezco que estés
preocupada por Olivia y la relación con
su padre pero…, si tanto aprecias a mi
pequeña, sabrás que hago lo correcto.
—Los términos “justo” y “correcto”
pueden interpretarse de muchos modos.
—Me recuerdas a mí —susurró, de
forma abrupta.

Su mano se elevó hacia mi rostro y


acarició mi mejilla con cariño. En su
mirada, más oscura que la de Pace o la
de Olivia, pude apreciar cómo sentía
lástima por mí.
Tenía deseos de golpearle la cara con
una cuchara de madera. Usada.

—¿Qué es lo que te enamoró de él? —


Me preguntó.
—No estoy enamo…
—Es la sonrisa, ¿verdad? —Siguió, sin
permitirme hablar—. La sonrisa, esa que
le brota del modo más difícil y natural
posible. Cuando eleva su comisura
derecha e intenta disimular sus ganas de
reír —formuló, con los ojos
entrecerrados y una enternecida sonrisa
hacia mí.
—Y la ausencia de sonido cuando se
ríe… —Aquello salió totalmente solo
de mi boca. Me sorprendí hasta a mí
misma.
—Eso es algo superficial, Johanna.
Cuando se refiere a su carác…
—También me enamoró verle con
Olivia —admití, notando cómo la niña
alzaba sus ojos a mí y sonreía. Acaricié
su cabeza, devolviéndole la sonrisa.
—A papá le gusta Johanna —dijo,
interrumpiendo nuestra conversación
con una sonora carcajada.
—Ay, cielo —replicó Alanna, negando
suavemente con la cabeza—. A papá
sólo le gustan los problemas, las
discusiones y el quedar por encima de
todos y todo —suspiró, profundamente
—. Johanna, tendrás noticias de nosotras
—susurró, guiñándome el ojo.

Tomó la mano de Olivia, separándola de


mí y despidiéndose con unas escuetas
palabras. Me quedé totalmente
paralizada, como si unos clavos
atravesaran mis empeines y me
impidieran dar un solo paso.
Cogí la taza de café que Alanna había
dejado tras mi cuerpo y lo tiré con rabia
al suelo, viendo cómo los trozos se
esparcían por toda la estancia. Hice lo
mismo con un par de platos que había
fregado hacia un montón de días,
intentando desfogarme de algún modo.
Descontrolada, me dirigí hasta la sala de
estar y empecé a hacer lo mismo con la
mesa de café, tirándola a un lado y, sin
ser consciente, me encaminé hacia las
estanterías para tirar todos los libros al
suelo.
En el cuarto de baño, empecé tirar todas
las toallas al suelo, perdiendo la
capacidad de control que podía haber
tenido en cualquier momento. Le di una
fuerte patada al reproductor de música,
el cual chocó contra la bañera y se puso
en marcha del modo en que sólo
funcionaba. Se oía fatal pero lograba
reconocer la canción Creep de
Radiohead en pleno estribillo. Aquello
me enfureció todavía más y terminé por
destrozar el aparato con dos simples
pisotones.
Sólo fueron necesarios dos pisotones
para dejar de escuchar la maldita
melodía que, sin embargo, ahora tenía en
la cabeza.

Paré de inmediato al sentir el tirón de mi


piel recordarme que no estaba en plenas
facultades para enfurecerme de ese
modo. Tuve que inclinarme para intentar
recuperar aliento e intentar infringir
presión sobre la zona, queriendo
unificar todo el dolor que mi mismo
cuerpo sentía. Prefería sentir un dolor
generalizado que empezar a sentir
puñaladas en distintos lugares.
Me dejé caer sobre el sofá, con
nerviosismo y unas gotas de sudor
deslizándose por mi nuca, observando
cómo mis pies se movían con
intranquilidad. Era idiota… Acababa de
destrozar mi apartamento sabiendo que
no tenía ánimo ni cuerpo para volver a
recolocarlo todo.

—Te lo juro, te juro que si mi vida deja


de ser un calvario, dejo de fumar —
pronuncié, con la mirada clavada contra
la pintura blanca del techo—. ¿Cuándo
vas a dejar de ponerme las cosas tan
difíciles? ¿No he pasado ya por
bastante? —Espeté, llevándome la mano
sobre la frente y dejando escapar un
gruñido—. Es suficiente, ya es
suficiente… Ya lo he perdido todo.
¡Todo! ¿Qué más quieres que pierda? —
Inquirí, incorporándome de pronto y
gesticulando excesivamente—. Sí, ya
veo… La cordura —bufé, mirando a mi
alrededor—. ¡Enhorabuena! ¡También la
he perdido! ¿Algo más? ¿¡Algo más!?

Me quedé sentada sobre el sofá,


contemplando el desastre que me
rodeaba. Irónico como la vida misma,
ese desastre era un símil del que existía
en el interior de mi cabeza. La cual, por
lo visto, había estado amueblada para
ser desamueblada, en un arrebato propio
de una psicopatía latente en mí, al
parecer…
Me agaché sobre el suelo para empezar
a recoger los libros que había tirado de
la estantería, tomándolos uno a uno.
Eran muy diversos y, para ser sincera,
no había ni leído la mitad de ellos.
Tomé la obra Macbeth en mis manos, de
William Shakespeare, descubriendo que
algo sobresalía de entre sus hojas.
Tomé la fotografía con mi temblorosa
mano y miré hacia el techo con antipatía.

—¿Por qué no haces que bajo la ventana


toque un grupo de orquesta clásica, eh?
—Gruñí, sin sentirme siquiera estúpida
por estar hablando sola—. Quizá
prefieras unos mariachis, pero me
cabrearías demasiado —bufé, desviando
la mirada hasta la imagen.

Brantley y yo no siempre nos habíamos


llevado mal. Aunque los buenos
recuerdos fuesen escasos, había habido
más de uno. Esa foto podía demostrarlo.
Nos encontrábamos los dos, junto a Alek
y Colt, en plena pelea de patatas fritas
voladoras. Con sus respectivas salsas,
además… Sí… Fue toda una faena
quitarse la mostaza del pelo o los restos
de kétchup desperdigados por nuestras
orejas.
Si mal no recordaba, Ewan había
tomado la foto.

Recordándole sentí una pequeña


punzada de dolor.

Al contemplarme en aquella
momentánea, me sentí extraña. No
recordaba la última vez que me había
echado a reír de ese modo, ni el último
momento en el que hubiese pensado que,
la verdad, estaba siendo totalmente feliz.
Seguramente porque no lo había sido en
los últimos días, ni había notado un
ápice de felicidad momentánea ante
ningún suceso. Mi relación con Alek
había decaído, mi relación con Brantley
empeoraba por momentos y la fábrica
había dejado de ser un lugar al que
llamar hogar.
Había habido una fractura entre todos y
no podía evitar preguntarme si, en parte,
no era yo la culpable de ello.

Estaba completamente perdida…

El abogado de Brantley, un tal Lance


Holmes, se puso en contacto conmigo.
Su pretensión, como era de esperar, fue
seguir intentando hacerme a la idea de lo
que sucedería por la mañana. Un
encuentro, que personalmente no quería
que tuviese lugar, entre Brantley y yo,
con la pequeña de por medio.
No me importaba que me hubiese
recalcado que llevaba tiempo tratando
con la familia Pace, trabajando para y
con ellos desde hacía años, ni me
aliviaba saber que seguía trabajando en
las circunstancias de Brantley para
intentar reducir su condena, aunque éste
ya hubiese ingresado en el centro
penitenciario.
Dejó claro que no debía ponerme en
postura subjetiva, culpándome a mí
misma de dicho ingreso. Sabiendo que
se trataba de un duro momento para mí,
sin tener ni idea de lo mucho que estaba
afectándome aquel drástico cambio en
mi vida, intentó convencerme de que el
mejor modo de hacer las cosas era ese.
Que lo mejor que podía ocurrir era
encontrarme con Brantley, acompañar a
Olivia en dicho encuentro y asegurarle
de que las cosas, tarde o temprano,
mejorarían. Pero, ¿cómo diablos iban a
mejorar?
El hombre, nacido en Nueva York y
criado al sur de Londres, había recibido,
seguramente, la mejor educación
posible. Atendiendo a maravillosas
escuelas que le habrían formado como
abogado capaz de tratar todo tipo de
temas jurídicos y penales, no dudaba de
su capacidad para encargarse del caso
de Brantley. Incluso aunque en el juicio
el veredicto fuese el esperado y nadie se
hubiese sentido sorprendido por ello.
Lance Holmes se había mostrado sereno
y bastante positivo respecto al estado de
Pace.
Intentó captar mi atención en lo que los
vis-a-vis respectaba, algo que Alanna
también me había mencionado en su
corta e intensa visita a mi apartamento.
Probó convencerme de que Brantley
necesitaría encontrarse con alguien, una
o dos veces al mes, en ese terreno para
sobrevivir en el interior de aquél centro
penitenciario. Él lo denominó “terreno
íntimo” y la idea me desagradó todavía
más.

De forma inminente, sabía que en unas


horas me encontraría de nuevo con la
persona por la cual, pese a sus
reiterados intentos de asesinarme, había
acumulado toda una serie de
sentimientos. Intentaba imaginar,
tumbada sobre mi cama y acariciando mi
bajo vientre con extremo cuidado, cómo
iba a ser su reacción.
Recreaba la imagen en mi cabeza,
centrándome en su expresión facial al
contemplarnos al otro lado del cristal.
Sabía con certeza que se sentaría en
aquella silla, tomaría el teléfono a su
izquierda y me dedicaría la más severa
de las miradas. La cual, seguramente, al
visualizar a la pequeña rubia que
ocupaba su corazón por completo, se
suavizaría. Brantley no iba a ser capaz
de mostrarse severo si Olivia yacía
sobre mí frente a él.
La idea de encontrarme con él me
aterraba, pese a saber que no me
ocurriría nada físico. Eso no era
importante… Lo emocional sí sucedería.
Capítulo dieciséis
Llovió toda la noche y aquello permitió
que el ambiente estuviese más fresco de
lo habitual. La ciudad se había vestido
de gris, especialmente para ese día y
agradecí haber tomado, como
vestimenta, un fino jersey blanco de
mangas largas. No estaba tan
agradecida, por otra parte, con la
elección de pantalones.
La cinturilla del tejano estaba rozando la
cicatriz a cada breve movimiento.

A las diez de la mañana, apoyada contra


el automóvil del señor Holmes, fumé un
cigarrillo contemplando la imponente
presencia del centro penitenciario. El
Roswell Correctional Center era una de
los varios centros establecidos por el
estado de Nuevo México y, por suerte
para nosotros, sólo se encontraba a unos
veintiséis minutos en coche de la ciudad
en la que residíamos.

—Señorita Oliphant —el señor Holmes,


sin soltar la mano de Olivia, se acercó a
mí.
—Johanna, fumar es malo —espetó
Olivia, antes de que el abogado pudiese
seguir dirigiéndose a mí.

Contemplé el cigarrillo, tras la última


calada que había provocado irritación
por toda mi garganta y lo tiré al suelo,
dándole un suave pisotón. Le guiñé un
ojo a Olivia, quien me respondió con
una orgullosa sonrisa y desvié mi
mirada hasta Lance.

—Todo está preparado —musitó.


—Todo menos yo.
—Señorita Oliphant…
—¡Vamos a ver a papá! —Olivia tomó
mi mano, impidiéndome plantearme la
opción de salir corriendo por todo el
desierto que nos rodeaba. Tiró de mí
hasta las puertas, por las cuales crucé
aguantando la respiración.

Bajo la protección de Lance Holmes,


deposité todas mis pertenencias y pasé
por un detector de metales. Jugué con la
manga de mi jersey, esperando a que
Olivia hiciese lo mismo sin soltar su
peluche, el cual seguía aferrado contra
ella con fuerza. Los agentes del centro,
pese a la seriedad con la que debían
mostrarse, fueron todo un encanto con la
pequeña. Eso ayudó a que la niña, con el
paso de los minutos, no se sintiese tan
abrumada por lo que le rodeaba.
Uno de ellos, un hombre alto de ojos
negros, nos acompañó hasta nuestro
pequeño locutorio. Me senté sobre la
silla acomodando, a los pocos segundos,
a la pequeña Olivia sobre mis muslos.
La vi mirar a su alrededor con
desconfianza, rodeando el peluche con
sus dos brazos.
—¿Por qué hay una mujer llorando? —
Me preguntó, mientras me dedicaba a
acariciar su cabello, intentando
tranquilizarla a ella y, a poder ser,
tranquilizarme a mí misma.

Desvié mi atención hacia el locutorio


que había captado la suya.

—Bueno, cielo, quizá esté llorando de


felicidad. Puede que haya pasado mucho
tiempo desde su últim…

Por el rabillo del ojo vi un cuerpo


sentarse frente al cristal y tuve que
contener mis ganas de echarme a llorar.
Olivia se apresuró a dibujar una sonrisa
sobre sus labios, apartando uno de sus
brazos de su peluche y apoyando la
mano sobre el cristal.
Brantley esbozó una amplia sonrisa de
felicidad e intentó aguantar su emoción
ante ella. Percibí el modo en que su
cuello mandíbula se tensaba, mirándola
con conmoción. Movió su mano derecha
hacia el cristal y contemplé la diferencia
de tamaño entre las manos de padre e
hija.
Centró su mirada en mí y me hizo una
seña con la cabeza para que tomase el
teléfono a mi derecha.
Lo hice.

—Si salgo de aquí, te mataré por


haberla traído a verme —pronunció,
manteniendo su emocionada expresión
para que Olivia no pudiese ser testigo
de su severidad—. Te lo juro, Johanna.
Esto no pienso perdonártelo —siguió,
con una gran sonrisa, haciéndole muecas
a su pequeña.
—¿Qué dice, qué dice? —Habló ella,
animada.

Tendí el teléfono hacia ella, dejando


caer mi espalda hacia el respaldo de la
silla. Si esa era la primera frase que
recibía por su parte, tras una semana,
estaba apañada. Y aunque había sido
cómico el modo en que me había
amenazado, sin perder la jovial sonrisa
en su rostro, sus palabras calaron bien
hondo en mí.

—Hola cariño —susurré, deseando


oír su voz.
—¡Papá! —Bramó ella, haciéndome
reír y separar el teléfono de mi oreja
—. Hola papi —sonrió, sin apartar la
mano del cristal—. ¿Vas a venir con
nosotras?
—Por ahora tengo que quedarme por
aquí, cariño. Pero pronto me reuniré
contigo.
—Entonces, ¿vendrás a Noruega con
mamá, conmigo y con Bruce? —
Preguntó, más emocionada que hacía
escasos segundos.
—No es un viaje que pueda hacer,
cielo —musité, con pesar.
—Mamá quiere comprarse una casa
cerca de la casa de la familia de Bruce
—anunció, sin conocer el tipo de
información que estaba dándome—.
Tú podrías comprarte otra, ¿no? —
Inquirió, con una exaltada sonrisa—.
Bruce me ha prometido que me llevará
a montar a caballo. ¡Si hay uno
blanco, lo llamaré Flash! Será como
una versión grande de mi Flash —
siguió hablando, con la mirada
perdida a su alrededor—. ¿Por qué vas
de naranja, papá? Tu color preferido
es el rojo… ¿No había trajes rojos? —
Preguntó, con una mueca triste—.
Puedo pedirle a mamá que te compre
uno rojo…
—Cariño, papá tiene que hablar con
Johanna —susurré,
descomponiéndome en lo más
profundo de mí. Quería seguir
escuchando su dulce voz contarme
todo tipo de aventuras, falsas o reales,
pero el tiempo pasaba y cada vez me
faltaba menos para volver a mi celda
—. ¿Por qué no vas con Lance, eh?
Dale saludos de mi parte.
—Los señores de la entrada me dan
un poco de miedo, papi.
—No tienes que tenerles miedo,
cariño. Papá está aquí.
—Pero no puedes protegerme desde
ahí —pronunció, débilmente.
—No será un cristal lo que vaya a
impedirme protegerte, cariño —le
aseguré, intentando sonar firme—.
Nunca dejaré que te ocurra nada.
—¿Y en Noruega? ¿Hay playas? —Me
preguntó, dubitativa—. Yo quiero ir a
la playa… Aquí no hay playa —
resopló profundamente, poniendo
morros—. Te quiero, papi.
—Yo también te quiero, cariño…
—Te he dejado un regalito en la
entrada. El señor me ha dicho que te
lo dará.
—¿Sí?
—¡Así te acordarás de mí! —Dijo,
echándose a reír con malicia.
Noté cómo mis comisuras se alzaban y
asentí con la cabeza.

—Me acuerdo a todas horas de ti —le


confesé, en un susurro.
—Bruce dice que has tenido suerte
porque no deberías estar aquí. Yo le
he dicho que tenía razón, que deberías
estar con nosotros en Noruega.

Mi sonrisa disminuyó pero, aun así,


por ella, intenté mantenerla. Sabía
bien a lo que se refería Bruce y “aquí”
no significaba la prisión,
precisamente.

—Seguro que tienes ganas de decirle


cosas bonitas a Johanna —pronunció,
ante mi silencio, mientras Jo’ le
dedicaba una extrañada mirada—.
Ella también te echa de menos.
Cuando mamá y yo fuimos a su casa,
me puso dibujos animados —largó,
enrollándose de nuevo mientras movía
a Flash sobre la superficie que tenía
frente a ella—. Mamá dice que
Johanna es muy pequeña para ti, pero
a mí me parece muy grande —
murmuró, divertida—. Para ti todos
somos enanitas, porque tú eres una
gran torre.

Las palabras de un niño, que sin


entender cuánto dicen son capaces de
crear cosas maravillosas o, por lo
contrario, provocar grandes batallas.

—Te quiero, papi —volvió a decir.


—Te quiero, cariño —vi cómo le
tendía el teléfono a Johanna, antes de
que pudiese recordarle que debía
portarse bien.

Olivia abandonó mis muslos para salir


corriendo hacia Lance, quien la recibió
con los brazos abiertos y le tendió lo
que parecía ser un cuaderno para pintar,
junto a los rotuladores de colores.
Todavía sin haber vuelto a desviar mi
rostro hacia Brantley, coloqué el
teléfono negro contra mi oreja y mi giré,
lentamente, hacia el cristal que nos
separaba.

—¿Noruega? —Inquirió, frunciendo


deliberadamente el entrecejo—. ¿Me
traes a mi hija para que me informe de
que se va a Noruega con la…?
—Eh —espeté, interrumpiéndole—, no
culpes al mensajero. ¿Crees que quiero
estar aquí? ¿Tú crees que lo que más me
apetece en este momento de mi vida es
venir al maldito centro en el que tú estás
encerrado y ver cómo te desmoronas
porque tu santa expareja pretende
llevarse a tu hija fuera del país? —
Repliqué, casi más molesta que él—.
Para mí no es fácil esto, Brantley. Ni
siquiera ha sido idea mía.
—¿Por qué fue Alanna a tu casa?
—Para pedirme que trajese a Olivia,
para que la vieses antes de…
—No —susurró, dándole un rápido
golpe a la pared lateral que sostenía el
soporte del teléfono—. No le dejes
hacerlo, Johanna. Dile cualquier cosa,
dile que seré mejor persona, mejor
padre, lo que se te ocurra. No le
permitas llevarse a…
—¿Qué poder tengo yo? —Le pregunté,
cortándole—. No tengo ningún poder
sobre tu expareja, ni sobre tu hija. ¿Qué
es lo que pretendes que haga?
—Ser su padre es lo único que sé hacer
bien.
—Alanna no tiene la misma opinión al
respecto.
—Alanna puede pudrirse en el infierno
—gruñó, sin pestañear.

Contemplé su cuerpo a través de aquél


cristal. No había cambiado nada… Lo
único diferente en él, aparte del evidente
cambio de vestuario propio del centro
penitenciario, era que su cabello no
tenía ni rastro de gomina o gel fijador.
Sin embargo, aun así, lo seguía peinando
hacia atrás con sus manos.
La cicatriz de su ceja parecía haber
cicatrizado tan bien que no pude evitar
preguntarme si la mía, en el bajo vientre,
acabaría igual.

—¿Cómo te encuentras? —Le pregunté,


en un suspiro—. ¿Qué sabes de los
demás?
—Colt está interno en el condado de
Cíbola, en la ciudad de Grants —
respondió, tajante—. Puede que su
condena se reduzca a cinco años de
prisión —añadió—. De los demás, no sé
absolutamente nada.
—Tu abogado me ha hablado de los vis-
a-vis.

Su entrecejo pareció relajarse por unos


segundos, contemplándome con la
misma incertidumbre que había
iluminado su rostro cuando Olivia le
había hablado de Noruega. Estuvo en
silencio, sujetando el teléfono contra su
rostro y ladeó el rostro hacia atrás,
donde permanecía un agente de
seguridad ensimismado en mirar hacia el
frente, en silencio. Giró su rostro hacia
la puerta por la que había entrado,
decidiendo mirar a todas partes antes de
volver a clavar su mirada en mí a través
de ese cristal que seguía separándonos.
¿Podría romperse o estaría hecho a
prueba de balas?

—Van a quitarme a mi hija ¿y en lo


único en lo que piensas es en tener un
cara a cara conmigo? —Pronunció, con
desprecio hacia la idea y hacia mí por
mencionarla.
—No tengo ningún poder, como ya te he
dicho, sobre el tema de Noruega…
—No tienes ningún poder sobre nada —
sentenció, tratándome como el detonante
de sus problemas—. A decir verdad, no
tienes absolutamente nada. En cambio
yo, tengo una hija a la que pretenden
arrebatarme. ¿Ves, Johanna? —Siseó,
aproximándose un poco más hacia el
cristal—. Eso es un problema, no el
mierda cacao mental que tienes en la
puta cabeza —rodeó con fuerza el
teléfono, apartándoselo de la oreja para
aproximar mucho sus labios a él—. Así
que, a menos que quieras un cara a cara
para ponerte de rodillas y chupármela,
te recomiendo que lo reconsideres —
espetó, colocando el teléfono sobre su
soporte de malas formas.
Apreté la mandíbula al verle levantarse
bruscamente mientras el agente se
acercaba a él y lo tomaba del bíceps
para acompañarle hasta la puerta que le
llevaría, de nuevo, a lo que ahora sería
su lugar de residencia en los próximos
años.
No sé por cuánto tiempo me quedé ahí
sentada, sujetando el teléfono en mi
mano y perdiendo la noción de todo lo
que me rodeaba. No fue hasta que Olivia
apoyó su mano sobre mi muslo que volví
a tierra.

—¿Qué ha dicho papi? —Preguntó,


sonriente.
—Al parecer está falto de cariño —
musité, para mí misma. Ella me miró
desconcertada, al no entender mi hilo de
voz—. Dice que te echa de menos y que
tiene muchas ganas de poder abrazarte.
—¿Va a venir conmigo a Noruega?
—Verás, Olivia, papá va a tener que
quedarse un tiempo aquí.
—¿Por qué? —Preguntó, sin lograr
entender.
—¿No te ha contado tu mamá?
—Mamá dice que papá está aquí porque
ha querido —respondió, encogiéndose
de hombros—. ¿Por qué ha querido papá
estar aquí? —Inquirió, ladeando su
rostro y mostrándose enfadada.

De tal palo, tal astilla…


—¿Por qué quiere quedarse aquí? —
Pronunció, exigente.
—No es que quiera estar aquí, cielo, es
que…
—Mamá dice que es porque ha querido.
—Tu madre no tiene ni idea —espeté,
con cansancio.

Los ojos de Olivia se abrieron,


sorprendida por mi tono.

—Olivia, tu padre ha hecho cosas malas


y el castigo que recibe, por esas cosas,
es estar aquí encerrado —intenté
explicarle, con seriedad—. En otras
palabras, papá ha sido castigado.
—Pero, ¿quién ha castigado a papá?
—Una persona que se dedica a vigilar
que los adultos no hagan cosas malas.

Ella asintió lentamente con su cabeza,


intentando procesar lo que estaba
explicándole. Entendiéndolo o no, se dio
por enterada.

A la semana
siguiente, entré por la puerta del hospital
para mi cita de las once de la mañana.
Un médico, mucho más joven que el que
había cosido mi herida, se dedicó a
deshacer los puntos provocándome un
molesto cosquilleo al retirar el hilo
negro con cuidado. Limpió la herida
mientras me escuchaba bufar, tumbada
sobre la camilla y permaneció en
silencio durante unos minutos.
Al salir de la pequeña sala, me
encaminé hacia la pequeña recepción
desértica. Miré a ambos lados del
pasillo y me incliné sobre los papeles,
intentando poder averiguar en qué
habitación se encontraba Alek.
Seguramente sería la única con
vigilancia policial, pero no iba a
ponerme a buscar por todo el Hospital a
dos agentes frente a una puerta de
habitación. Viendo que desde ahí no
podía acceder a nada, decidí adentrarme
por detrás del mostrador y teclear el
nombre y apellido del que había sido mi
pareja durante seis largos años.
Habitación doscientos tres.

En el ascensor, pulsé el botón número


dos y esperé con paciencia. Los
elevadores de los hospitales solían ser
tan rápidos que producían ese
característico cosquilleo en el estómago.
Incómodo para algunos, gracioso para
otros.
Caminé por el largo pasillo,
contemplando a algunas personas pasear
por él. Cuando creí ver el número de la
habitación, moví mi mano hasta el pomo.

—Señorita, ¿puedo ayudarla?

Giré mi rostro para contemplar el rostro


de un joven muchacho, con ojos
marrones y una carismática sonrisa
sobre sus delgados labios. Tenía una
preciosa sonrisa siendo un hombre
totalmente corriente. Desvié mi mirada
hacia su bata blanca, intentando pensar
en un buen argumento para mi
intromisión en la habitación de Alek y
observé su pequeña identificación: Dr.
William Morrison.
Él bajó su mirada hasta la identificación
y volvió a mirarme a mí.

—Suena fuerte pero es un nombre


cualquiera —pronunció, ante mi silencio
—. Prefiero que me llamen Billy, de
todos modos —añadió—. ¿Puedo
ayudarte?
—Venía a ver al señor Melnik.
—No puede recibir visitas —comentó,
dándome la noticia, apenado—. En el
caso de que te permitiese entrar,
bueno… Él no sabría que estás ahí.
—Soy su pareja.
—¿Ah, sí? —Se sorprendió,
entrecerrando un poco los ojos—. No
recuerdo haber…
—Billy —habló una mujer, mayor que
él, acercándose—. El pesado de tu
mejor amigo no deja de llamar
amenazando con que piensa presentarse
aquí para patear tu trasero como no le
respondas a las llamadas —dijo,
malhumorada—. ¿De dónde has sacado
a ese tío? ¿No sabe que no puede llamar
a un hospital por cualquier cosa?
—Lauren, créeme que he intentado
explicarle a Max, de mil formas
diferentes, que no puede llamarme al
trabajo —le respondió él, todavía frente
a mí—. Ni siquiera habiéndome ido de
Tennessee, como él, me dejará en paz —
suspiró, profundamente—. Ah, señorita
¿…?
—Oliphant.
—Lo lamento, pero no puede visitar al
señor Melnik —dijo, ahora mirándome a
los ojos—. No se permiten visitas por el
momento.
—Está bien —respondí, suavemente.
—Ahora, si me disculpa, he de
ocuparme de un capullo —bufó,
dedicándome una cordial sonrisa para
encaminarse hacia lo largo del pasillo.

Hice ademán de dirigirme hasta el


ascensor pero, al ver que nadie me
prestaba atención, dejé que mis pies
volviesen hacia la habitación,
adentrándome en ésta de forma rápida.
Apoyé la frente contra la superficie,
respirando un poco agitada. Cerré los
ojos y me di la vuelta para caminar dos
pasos. Sólo dos pasos para descubrirle
tumbado sobre la cama, intubado y
dormido, con un incesante pitido
provenir de una de las máquinas que le
rodeaban.
Estaba irreconocible. Las cicatrices de
su rostro lo habían convertido en un
monstruo.

Acaricié el borde de la cama,


observándole en silencio con el corazón
encogido. Nadie merecía terminar de
ese modo, ni siquiera Brantley, con todo
lo que había hecho, merecía acabar de
esa forma. Alek podía haber sido un
capullo en los últimos días, podía no
haberse comportado bien y sí, estaba
claro que me había herido con mala fe,
pero no le deseaba eso. No le deseaba
ese estado y esa soledad.
Porque compartía su soledad; lo hacía
pues era casi la misma que la mía. Mas,
pensándolo bien, si salía de esa… Si
salía de esa habitación, las cosas serían
mucho peores para él que para mí.
Apoyé una rodilla sobre el colchón para
inclinarme sobre su cuerpo, reposando
mi cabeza contra su vientre y rodeándole
con mis brazos. Cerré los ojos para
desear despertar a unos años pasados.
Los cerré rezando poder volver abrirlos
y descubrirnos a los dos, tumbados
sobre una cómoda cama en la primera de
las fábricas, recreándonos en los sueños
que nos llevaban a aspirar con tiempos
mejores. Unos tiempos que
pretendíamos vivir en Islandia, los dos
solos.

Si no hubiese declarado mis


sentimientos por Brantley, lo hubiese
podido evitar todo. Podría haber
acabado muerta, por supuesto, pero
habría evitado el estado en el que Alek
se encontraba en ese momento.
Él había cuidado de mí, me había dado
un hogar, un lugar en el que perder el
tiempo y convertirlo en recuerdos. Me
había proporcionado amigos, me había
provocado deseo y me había cubierto
con el suyo. Me había querido, me había
protegido y me había antepuesto a todo y
casi todos. Había depositado su
confianza en mí y había esperado lo
mismo de mí. ¿Y qué había hecho yo?
Ah, sí… Me había enamorado del
monstruo de su mejor amigo.
—Max, Max —resopló Billy, entrando
en la habitación y descubriéndome ahí.
Me aferré con más fuerza al cuerpo de
Alek. No iba a permitir que me
separasen de él—. Oh, mierda —bufó,
cerrando la puerta tras él—. Oh, Max,
¿te quieres callar? No estoy hablando
contigo —espetó, volviendo a seguir
con su conversación—. Eres un
subnormal, te dije que lo de irte a
Portland era una mala idea —masculló,
intentando bajar el volumen de su voz—.
A mí no intentes manipularme, eso
guárdatelo para tu prometida —abrí los
ojos para ver cómo se separaba del
teléfono y ponía los ojos en blanco,
optando por cortar la llamada. Guardó
el teléfono móvil en el interior del
bolsillo de su bata blanca y me miró, sin
poder fruncir el entrecejo—. Tienes
suerte de que sepa que ahora va a volver
a llamar a la recepción… Así que haré
como que esto no ha ocurrido y no
llamaré a los de seguridad —tendió su
mano hacia mí—. Venga, vamos.

Quise echar un último vistazo al cuerpo


de Alek, pero la mano de Billy me lo
impidió, tirando de mí hacia el ascensor.
Se mantuvo a mi lado, rígido y molesto
por la constante vibración de su teléfono
móvil en el interior del bolsillo de su
bata.

—¿Un tipo difícil? —Le pregunté en un


susurro, intentando ser amable.
—Un completo capullo —respondió—.
Max Lennox es un completo capullo.
—No será para tanto… Parece un amigo
dependiente.
—¿Max, dependiente? —Se carcajeó,
sin mirarme—. Es el peor amigo del
mundo.
—¿Por qué tenerlo en tu vida, entonces?
—Porque estaba enamorado de su
hermana —explicó, con sinceridad,
escueto—. Por ella haría mucho más que
tenerlo en mi vida —me señaló el
interior del ascensor con una mano,
invitándome a pasar primera.

Pulsó el botón de la planta baja,


metiendo las manos en el interior de los
bolsillos de su pantalón tejano.
—Yo estaba enamorada de Alek —
susurré, a mi turno—. Hasta que me
enamoré de su mejor amigo, un capullo
insensible e inhumano —admití.

Noté cómo se giraba hacia mí y, por


ello, giré mi rostro hacia él. Me
contemplaba con una prematura sonrisa
sobre sus labios, ladeando suavemente
su cabeza.

—Es una historia que me recuerda a


algo —siseó, riéndose consigo mismo
—. Sí, puede que me recuerdes a alguien
que tomó una decisión semejante;
enamorarse de un capullo insensible,
inhumano y, si me permites añadir,
egoísta y manipulador.
—Los que se rigen por ese patrón suelen
ser tentadores —me reí, contagiada por
su sonrisa.
—Sí, los buenos sólo existimos para que
nos quieran un par de días.

Se despidió de mí con un movimiento de


cabeza, dirigiéndose hacia un extremo
de la planta baja para entrar en una
habitación. Debía ser la primera persona
con poder para usar una aguja que me
había caído bien en mucho tiempo.
Salí del hospital, observando cómo la
mañana seguía envolviéndome. Había
habido unos días de lluvia pero, tras una
semana, el sol parecía haberse impuesto
sobre el mal tiempo.
Después de una semana, todavía no
había conseguido acostumbrarme a
que un agente estuviese siguiendo mis
pasos a todas horas. Sin duda había
tenido una gran suerte en compartir
celda con un tío que, por cualquier
paranoia mental, se negaba a hablar
con nadie. Para mí era mucho mejor
de ese modo, no me apetecía tener que
empezar a hacer amigos en un lugar
en el que no me gustaba estar. Ni
aunque fuese el lugar en el que
permanecería durante mucho tiempo.
Mucho tiempo sin… nada.

—Venga, Pace. Recuerda las normas


—espetó, quedándose tras mi cuerpo y
dejándome frente a una cabina
telefónica—. Diez minutos —señaló.

Puse los ojos en blanco y tomé el


teléfono. Marqué el número
conscientemente y esperé. Puede que
tuviese ganas de discutir, intentando
rebatir, por todos los medios, los
motivos por los cuales Olivia no debía
ser apartada de mí. Incluso sabiendo
que era de las mejores opciones, no
era algo que quisiese. ¿Quién
consideraría, pese a ser alguien como
yo, la opción de no volver a ver a su
hija?
Oponiéndome o no al tema de
Noruega, no iba a ver a Olivia de todos
modos.

—¿Sí?
—Alanna, soy Brantley —repuse, al
escuchar su voz—. Sólo tengo diez
minutos, así que, por favor, intenta no
colgarme o ponerte como una
energúmena sin permitirme hablar
contigo —anuncié, con prisa.
—Brantley…
—Es de los pocos números a los que
tengo permitido llamar —musité,
echándole una rápida mirada al
agente. Puse los ojos en blanco, no me
daban intimidad ni para una mísera
llamada telefónica—. Estuvo mal que
le pidieses a Johanna de venir con la
niña, ¿en qué estabas pensando?
—Ahora mismo no puedo hablar,
Brantley. Estoy en una comida fam…
—Me importa una mierda —espeté,
cortándola—. ¿En qué estabas
pensando cuando tomaste la decisión
de querer llevártela a Noruega?
—¿Quieres que te conteste de verdad a
esa pregunta?
—Me gustaría, sí.
—En nosotras —respondió, tajante—.
Estaba pensando en nosotras,
Brantley. En nuestra hija y en mí, algo
que tú no has hecho nunca —
pronunció, airada—. ¿De verdad soy
tan mala madre por querer darle a mi
hija algo mejor que tú?
—Mira, que hay tíos mejores que yo
no te lo voy a discutir, pero estamos
hablando de nuestra hija —le recordé,
dolido—. Nuestra —repetí, con
énfasis—. También forma parte de mi
vida, como comprenderás.
—Quien ha fallado en su labor de
padre eres tú, Brantley.
—Oh, vamos, Alanna. No quiero que
me des ningún premio al mejor padre,
no lo espero y sé que no lo merezco,
pero el título no me lo puedes quitar
sin más.
—Ella sabe que eres su padre, con eso
deberías tener suficiente.
—¿Te estás escuchando? —articulé
—. ¿Y si fuese al revés? ¿Y si la
situación fuese al contrario, eh?
—No lo es.
—¡Un hipotético caso! —Vociferé,
notando los ojos del agente sobre mi
nuca—. ¿Serías capaz de no inmutarte
al yo querer apartar a nuestra hija de
ti?
—Por suerte para mí, soy la madre y
siempre voy a tener más poder que tú.

Dejé escapar un incrédulo suspiro,


negando suavemente con la cabeza.
Maldita pécora insufrible…

—Cinco minutos, Pace —escuché a


mis espaldas.
—Bruce se ocupará bien de ella,
Brantley —murmuró, ante mi silencio
—. Como le dije a Johanna, te querré
siempre porque a ti me une Olivia
pero…
—¿Que te une a mí Olivia? —Inquirí,
contrariado por la incongruencia—.
Tanto no debe unirte si lo que
pretendes es separarme de ella.
—Johanna intentó justific…
—¡Me da igual Johanna! —Bramé,
perdiendo la calma—. ¡Estamos
hablando de nuestra hija! ¡Del hecho
de que no puedes llevártela a donde a
ti te pla…! —Escuché un sonido al
otro lado del teléfono—. ¿Alanna? —
Silencio—. Hija de…
De vuelta a la celda, tras haber
maldecido de todas las formas
posibles a la sinvergüenza de mi
expareja y madre de mi hija, me quedé
apoyado contra una de las paredes con
los brazos cruzados. Tenía que
averiguar un modo de ponerme en
contacto con el exterior, con alguien
que pudiese encargarse de un tema
que estaba acabando conmigo y del
cual yo no podía ocuparme
personalmente.
El agente que me había acompañado,
me tendió un cuaderno de entre las
rejas.
—¿Esto qué es? —Pregunté, viendo
que estaba cubierto por un papel de
regalo rosado.
—Algo que dejó tu hija en la entrada
hace una semana —respondió,
siguiendo su camino por el pasillo de
celdas.

Deshice el papel de regalo mientras


seguía dándole vueltas a cómo podía
encargarme del tema que me
preocupaba y me quitaba el sueño.
Cuando descubrí el regalo que me
había hecho Olivia, lo entendí todo.
Como si de una enorme bombilla se
tratase, logré ver iluminadas todas mis
posibilidades. Al menos la básica, la
principal. La posibilidad que tenía,
bailando ante mis ojos, para impedir
que Alanna se llevase a Olivia a
Noruega. Incluso sabiendo que no
tenía poder suficiente… Lo intentaría.
En mis manos, el cuento de Johanna
en el tren.
Capítulo diecisiete
Acaricié mis muñecas una vez el
guardia tomó la bondadosa decisión
de deshacerme de la esclavitud a la
que me condenaban las esposas,
observando cómo abría la puerta
oscura frente a mí y me permitía la
libertad de caminar sin tenerlo pegado
a mi trasero como una mísera sombra.
Empezaba a creer que apretaban las
esposas a conciencia, intentando que
la maldita circulación de la sangre no
fuese la debida y ya podía contemplar
las marcas que habían dejado sobre la
fina piel del interior de mis muñecas.
Lo peor de eso es que no podía
rebotarme contra él…
Por poder podía, pero debía admitir
que el guardia me imponía cierto
respeto en comparación con otros. No
quería jugármela.

La sala era amplia; aunque cualquier


habitación lo hubiese sido en
comparación con la celda que
compartía con el colega mudo ese…
Cuatro paredes que albergaban mucho
más espacio que mi cuarto de baño,
con una cama de matrimonio contra
una de éstas y un amplio sofá
alargado de color gris. En una
rectangular mesa de hierro yacían
unas toallas perfectamente colocadas.
Me apetecía seguir analizando la
zona, queriendo disfrutar de un
espacio que, si todo iba bien, me
permitiría, durante una o dos horas,
olvidarme del encierro. Sin embargo,
contemplaba el cuerpo de Johanna de
pie, frente a mí, con la única distancia
que provocaba la mesa al encontrarse
entre nosotros. Con los brazos
cruzados y una inexpresiva mueca, me
observaba atentamente.

—He accedido al vis a vis —


pronuncié, con una amplia sonrisa.
Sólo yo sabía que aquél encuentro
tenía un claro trasfondo y una
delicada finalidad—. ¿No estás
contenta?
—Estoy saltando de felicidad —
espetó, con un solemne tono de voz.

Quise rodear la mesa para acercarme


más a ella pero, como respuesta, ella
se movió hacia el lado contrario.

—¿Vamos a jugar al gato y al ratón?


—Le pregunté, divertido.
—¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué
me has hecho venir cuando no hace
más de cuatro días me dijiste que me
olvidase de esta opción?
—Venga, Johanna, sólo tenemos una
hora y poco. ¿Por qué no nos ponemos
cómodos y charlamos?
—No puedo perder el tiempo contigo,
Brantley. Estoy intentando reconstruir
mi vida.

Me reí por lo bajo, intentando volver a


acercarme a ella. Fue en vano, pues
volvió a dar la vuelta alrededor de la
mesa impidiéndome la proximidad
que buscaba.

—El tema de Noruega está acabando


conmigo —le confesé, apoyando las
manos sobre la fría superficie de la
mesa—. Si no me ayudas tú, no…
—¿Sabes cómo podríamos haber
evitado el tema de Noruega? —Me
cortó, severa—. Quizá aceptando la
inmunidad que pedí para ti al vender a
todos los demás —me recordó, arisca
—. Si hubieses dejado que las cosas
fuesen como yo determinaba, en vez de
seguir con tu estúpido empeño de
hacer las cosas a tu manera, quizá
tendrías el mínimo poder para hacer
cambiar de opinión a tu expareja —
bufó—. Es más, Brantley, si hubieses
aceptado la maldita inmunidad, tu
expareja no hubiese decidido irse a
Noruega —añadió, totalmente fuera
de sí. El modo en que me hablaba,
dedicándome todo el desprecio y la
severidad del mundo, como si
estuviese tratando con un imbécil,
estaba sorprendiéndome—. Pero no —
dijo, de forma brusca, exagerando el
tono—. Brantley Pace tiene que hacer
las cosas como a él le da la santa gana
—se mantuvo tras el otro extremo de
la mesa rectangular, forzando aquella
distancia que nos separaba—. Estás
aquí porque así lo has querido, porque
sí que te di una alternativa. ¿O no lo
hice, Pace? —Golpeó la mesa con la
palma de su mano, llamándome la
atención al haber desviado la mirada
por la sala—. ¿Dirás que no te di
alternativa, que no había otra opción?

Temí que el guardia pudiese escuchar


nuestra conversación por lo que me
giré en busca de cualquier cosa que
sirviese para mantener todo lo que
diríamos en esas cuatro paredes. Vi
que su cuerpo reaccionaba al ver
cómo me movía y me molestó que
siguiese intentando conservar aquella
distancia, habiendo sido siempre ella
la que buscase un encontronazo
conmigo.
No encontré nada que pudiese hacer
que lo que sonase en el interior de esa
sala se quedase en ella. Estaba todo
pensado para que los guardias
pudiesen estar al tanto de todo lo que
ocurriese. Si había una discusión, una
voz que se elevase por un momento,
ellos lo sabrían. Para eso estaban,
para eso se quedaban junto a la
puerta.
Mi único consuelo era que la música
que se escuchaba al exterior, de
alguna cadena de radio, fuese lo
suficiente para entretener al guardia.
En ese momento sonaba una canción
de los Sex Pistols, o al menos era un
grupo que me recordaba a ellos.

—Escúchame, el único modo de…


—No, Brantley —me interrumpió,
provocándome una tensión que podía
acabar en impulsos destructivos—. Se
terminó. Me pediste reconsiderar la
opción del cara a cara y, ¿sabes qué?
Lo he hecho —contestó, asintiendo
lentamente con la cabeza—. No lo
quiero, no quiero esto. Renuncio a tu
cara a cara —zanjó, sin permitirme la
opción a dialogar siquiera.

Se encaminó hacia la puerta y mi


tensión me llevó a correr tras ella.
Rodeé su cintura con uno de mis
brazos, impidiéndole llegar hasta la
puerta y picar para avisar al guardia.
Sabía que bramaría, por lo que mi
mano derecha voló hasta su rostro y se
mantuvo sobre su boca. Caminé hacia
atrás, sintiendo cómo, con todas sus
fuerzas, intentaba deshacerse de mí.
Golpeó mis piernas con sus talones,
movió sus brazos con la intención de
apartar los míos y su voz se perdió
entre sus labios y la palma de mi
mano derecha. Cuando sentí la pared
contra mi espalda, dejé caer la cabeza
hacia atrás y respiré profundamente.
No podía perder a Johanna y no sólo
porque fuese mi ticket de salida.

—Basta —siseé, intentando que


parase con sus bruscos y violentos
movimientos—. Basta, por favor,
Johanna —le pedí, haciendo más
fuerza contra su cuerpo—. No me
obligues a… Por favor, no lo hagas —
pareció tranquilizarse tras unos
instantes y volví a respirar
profundamente. Acerqué mis labios a
su oreja y aspiré su aroma—. Voy a
destaparte la boca, ¿vale? Por favor,
no hagas nada de lo que podamos
arrepentirnos. Asiente con la cabeza
—susurré.

Lo hizo, aunque fuese a


regañadientes.
Separé mi mano de su boca y, con
lentitud, aparté el brazo que rodeaba
su cintura. Ella dejó escapar un
profundo suspiro y se separó unos
centímetros de mi cuerpo. Noté cómo
su espalda abandonaba el respaldo
que había sido mi pecho.
En un rápido movimiento, echó su
codo hacia atrás golpeando la boca de
mi estómago de forma violenta.
Mi respiración se quebró y tuve que
inclinarme hacia adelante, como un
acto reflejo para proteger la zona e
intentar que el dolor no se expandiese
por todo mi abdomen. Aunque no
existía modo para eso. Contuve el
bramido de dolor y contuve mis ganas
de devolvérsela…

—¿Sabes lo que es, para mí, tener en


cuenta todo lo que tuvimos, aunque
fuese de las peores formas existentes
en el mundo, y saber que nunca
volveremos a tenerlo? —Espetó,
girándose hacia mí enfurecida—. No
tienes ni idea de cómo está siendo esto
para mí porque sólo te centras en
visualizar las cosas desde tu punto de
vista. ¿Por qué no nos intercambiamos
por un día, eh? —Negó bruscamente
con la cabeza, como si se reprendiese
a sí misma—. ¿Qué estoy diciendo…?
Tú ni siquiera tienes sentimientos,
¿qué más va a darte cómo lo esté
viviendo yo? —Siguió negando con la
cabeza con desaprobación, mirándome
intentado recobrar la respiración—.
Después de todas las negativas que me
has dado, ¿de verdad crees que voy a
seguir intentándolo? ¿Crees que voy a
pararme a intentar ser alguien para
ti? —Cerró los ojos, dejando escapar
un bufido para no echarse a llorar. Yo
ya había sido testigo de lo vidriosos
que estaban sus ojos—. Tengo
dignidad, Brantley…
—Si te pierdo a ti, ¿has pensado en
cómo lo viviré yo? —Intenté formular,
con cierta afonía por el golpe.

Escuché las primeras frases de la


canción It will rain de Bruno Mars, al
otro lado de esas cuatro paredes. Era
un sonido débil, casi imperceptible.
Sin embargo, el silencio que se formó
en el interior de la sala, tras mi frase,
me permitió poder escucharla.
Hubiese preferido seguir escuchando
los Sex Pistols, la verdad.

—No, Pace —dijo, intransigente y


limpiándose una de las lágrimas que
había encontrado el modo de salir por
uno de sus ojos—. Por esas no, no te
atrevas. Tú no eres la víctima en esto y
lo sabes.
—Venga ya, Johanna…

Di un paso hacia ella, viendo cómo


retrocedía ante mi acción. Alcé un
poco las manos, decidiendo quedarme
quieto y mantener mi mirada sobre
ella. Noté cómo mi nariz se fruncía
suavemente, intentando buscar las
palabras para pedirle, por primera vez,
que no me abandonase. Que se
envalentonase, una vez más, y se
quedase conmigo.
—No lo hagas —me advirtió,
señalándome con un dedo—. No
tengas la poca decencia de…
—No me dejes tú ahora.
—Eres un…
—No me dejes —repetí, moviendo mi
pie para dar un paso hacia ella.
—No te muevas de ahí.
—Pero no me dejes —volví a decir, en
un susurro.

Me dio la espalda, llevándose una


mano a su rostro. Lo cubrió para
después ascender la palma de su mano
hacia su cabello, recogido con una
cola de caballo. Caminé hacia ella con
lentitud, sigiloso para que no
escuchase mis pasos y apoyé mis
manos a ambos lados de su cadera,
respirando profundamente. Mi
barbilla intentó colocarse sobre uno
de sus hombros pero se deshizo de mi
intento, moviendo su cuerpo a un lado.
Fruncí el entrecejo, apretando mis
manos contra su cadera y
empujándola hacia mí hasta lograr
notar cómo, de nuevo, su espalda se
respaldaba contra mi pecho.

—Estoy perdido —le admití, en un


desesperado suspiro—. Si tú me
abandonas, no quedará nada y volveré
a…
Acallé mi frase al verla girarse
bruscamente hacia mí, alzando la
mano para dedicarme una fuerte
bofetada contra la mejilla izquierda.
Ladeé un poco el rostro por el impacto
y me relamí los labios, apretando la
mandíbula y dejando escapar un
profundo suspiro por la nariz. No
contenta con mi reacción, o quizá
porque necesitaba soltar adrenalina
de algún modo, volvió a propinarme
una bofetada en la misma zona. Cerré
los ojos, moviendo mi comisura para
que la zona no se entumeciese de
golpe e intenté mantenerme tranquilo,
sin dejar de apretar mi mandíbula
inferior hacia la superior. La tercera
iba a dolerme más y, por seguro,
conseguiría cabrearme de verdad.
Alzó la mano e interrumpí la acción
sujetándola por el codo.

—Piénsatelo bien antes de volver a


pegarme, Johanna —siseé—. Dos es
suficiente.
—Debería estar abofeteándote
durante horas.
—Dos es suficiente —repetí,
apretando su piel con mis dedos.

Sin verlo venir, alzó su otra mano y


golpeó mi mejilla contraria. Al ser
diestra, su precisión no fue acertada
pero la fuerza se convirtió en su
aliada.
Agarré sus dos muñecas y las aplasté
contra la pared que quedaba tras su
cuerpo, sabiendo que estaba
ejerciendo más fuerza de lo que debía.
Sin embargo, ahora estaba
jodidamente cabreado.
Sosteniéndonos la mirada, ambos con
los entrecejos fruncidos y las
respiraciones entrecortadas por la
tensión, sentí la punta de su pie contra
mi tobillo. Fue ascendiendo por mi
gemelo, levantando la pierna poco a
poco hasta que la punta de su pie se
colaba por detrás de mi rodilla
intentando subir por la cara trasera de
mi muslo. Podía sentir la caricia
contra el pantalón de algodón naranja
y ejerció fuerza contra mi pierna
derecha para hacerme avanzar hasta
ella. Comprobé su respiración cuando
nuestros vientres entraron en
contacto, incluso con la ropa
marcando distancia entre nuestras
pieles.
Acerqué mis labios para besar la
comisura de sus labios pero ladeó el
rostro impidiéndomelo. Volví a
intentarlo para ser, otra vez,
rechazado.

Solté una de sus muñecas y sujeté su


barbilla para impedirle semejante
repudio. Separé sus labios con el
pulgar, en una breve caricia. Estaba
tan cerca de su boca que podía notar
su oxígeno brotar de ella. La rocé con
la mía, flexionando un poco las
rodillas para colar mis manos por
detrás de sus nalgas y elevarla. Rodeó
mi cintura con sus piernas, cubriendo
mi nuca con sus brazos y dejando
escapar un pequeño quejido de
sorpresa. Cuando mi pelvis entró en
contacto con la suya, no lo soporté
más.
Cubrí sus labios con los míos,
profundizando en su boca. Noté su
saliva camuflarse con la mía y estuve
tentado de morder su lengua, que
intentaba, por todos los medios,
impedirme la constante lucha que
buscaba la mía. Inflexible, acabé
consiguiendo adentrarme en su boca y
la sujeté contra mí para caminar por
la sala. Mi mano izquierda se
cercioró, mientras la derecha seguía
bajo su trasero, de encontrar la
superficie de la mesa. Dejé que su
culo cayese sobre ésta y mis manos
vagaron por encima de sus muslos,
ejerciendo fuerza contra la tela del
tejano.
Cogieron el extremo de su camiseta y
tiraron hacia arriba, arrebatándosela
sin que pudiese imponerse a ello. Mis
labios dibujaron una maliciosa
sonrisa, descubriendo el sujetador
rojo que lucía y cubría sus pechos.

—Si esto no es una señal… —siseé,


haciendo un gesto con la cabeza hacia
la prenda, divertido porque fuese de
mi color preferido.

Ella golpeó mi boca con el dorso de su


mano, resoplando profundamente
como si mi comentario le hubiese
ofendido. Clavé mis ojos en ella y
quise preguntarle si no pensaba dejar
de golpearme, porque empezaba a
cansarme de tener que controlarme.
Tiró de mi camiseta hacia arriba y,
ayudándola, se hizo con la prenda
para dejarla caer a un lado. Se alzó
para llegar hasta mi boca y tiró de mi
labio inferior con sus dientes,
mientras sus dedos se infiltraban por
la gomilla del pantalón de algodón
color naranja. Unos cuantos tiraron
del elástico y otros se introdujeron en
el interior de mis pantalones,
colocándose sobre la tela de la ropa
íntima.
Escuché al guardia canturrear la
canción, que sonaba fuera de aquellas
cuatro paredes, Cherry Pie de
Warrant. Sí… Eso era mucho mejor
que Bruno Mars.

Se aferró a uno de los extremos de la


mesa, echándose hacia atrás para
permitirme, con la ayuda del
movimiento de sus piernas,
arrebatarle el pantalón tejano que
seguía cubriendo sus piernas. Tiré de
los dobladillos y, nada más dejar caer
la prenda contra el suelo, mis manos
ascendieron por la cara externa de sus
muslos hasta la fina tela de su ropa
interior. No supe que era un tanga
hasta que lo tuve en mis manos,
alejado de su cuerpo. Volvió a
incorporarse para volver a tomar el
elástico de mi pantalón y tirar de él,
acercándome más.

—Espero que te esfuerces y apliques


un poco más que la última vez —siseó,
mirándome fijamente a los ojos.

Observé cómo dibujaba una ladeada


sonrisa sobre su rostro y se mordía el
labio inferior unos segundos después.
Apretó sus dedos alrededor de mis
muslos, aproximando su rostro hasta el
mío con una palpable lentitud. Fue
ladeando el rostro, de un lado a otro,
quedándose ensimismado mirando mi
cara. Cuando su frente chocó contra la
mía, muy suavemente, desvió la mirada
hasta mi boca y volvió a ascenderla, al
cabo de los segundos, a mis ojos. Los
entrecerró con mucho cuidado,
provocando un chasquido con su lengua.
—Olvidaba que habías quedado
insatisfecha —murmuró, como respuesta
tardía.

Se separó unos milímetros de mi cara y,


sin dejar de clavar su gris mirada en mis
ojos, se llevó el dedo índice y el dedo
corazón a la boca.
Me había sacado de quicio, así como
sorprendido, que hubiese tenido la poca
decencia de admitir sus sentimientos,
siempre a su manera, hacia mí en un
momento como el que estábamos
viviendo los dos. Tenía ganas de hacerle
vivir el calvario que él había provocado
en mi vida, queriendo darle de beber su
propia medicina y mantenerme
totalmente impasible ante sus intentos de
conmoverme.
Alargué la mano para coger la otra
opuesta de él, haciéndole bajar el dedo
índice y el deño meñique, manteniendo
el dedo corazón y el dedo anular rectos.
Los llevé hasta mi boca, usando mi otra
mano como soporte para no perder el
equilibrio sobre la mesa.
Los rodeé con mis labios y los succione
con una lentitud que pareció agradarle,
quedándose quieto y observando la
acción.

Su mano se coló entre mis muslos yendo


directo hacia mi vagina. Empujó con sus
dedos húmedos la entrada y profundizó
en ella, haciendo presión hacia el
interior. Dejé que mis dientes, alrededor
de sus otros dedos, demostraran la
reacción que había causado en mí con
aquello. Clavé mis dientes suavemente,
llamando totalmente su atención y mi
lengua los relamió, retirándolos del
interior de mi boca.
Retiró los dedos de la profundidad de
mi vagina con mucha lentitud,
observando toda reacción asomando mi
rostro. Estaba contemplándome,
cerciorándose de que no volviese a
repetirse algo como en mi cuarto de
baño.

—¿Vamos por buen camino, nena? —


Preguntó, con una autosuficiente sonrisa.
—No me llames ne… —Ahogué mi voz
al notar cómo sus dedos volvían a entrar
en mí, sin la lentitud con la que los había
sacado. Me estremecí tanto que debí
haber tensado todo mi cuerpo en ese
momento.

Los retiró con sosiego, concentrado en


mantener la calma de sus dedos,
consiguiendo que mis labios dejasen
escapar un pequeño jadeo.

—Te he hecho una pregunta —susurró,


acercando sus dedos a la boca y
escupiendo sobre ellos—. ¿Vamos por
buen camino, nena? —Repitió,
haciéndome perder la visión de su mano
al colarla entre mis muslos, de nuevo.
—Y yo te he dicho que no me llam…

Mi espalda cayó contra la superficie de


la mesa, notando el ímpetu con el que
había vuelto a meter sus dedos, ahora
más resbaladizos, en mi interior. Tuve
que dejar escapar el gemido que
provocaba el bloqueo de mis pulmones,
sintiendo cómo mi cuerpo se tensaba
ante la estricta intrusión y cerré los ojos.
Creí escucharle reír por lo bajo pero, al
abrir los ojos, descubrí que se mantenía
serio, contemplándome, concentrado en
la tarea de empezar a mover sus dedos
en mi interior. Empezó a masturbarme
con suavidad, moviendo su pulgar hasta
mi clítoris y presionándolo con pericia,
acariciándolo en círculos. Su mano
izquierda, por otra parte, seguía aferrada
a mi muslo derecho. Ejerciendo presión
a cada sonido jadeante que escuchaba
por mi parte.

—¿Mejor, nena? —Enfatizó en la


última palabra, dibujando una ladeada
sonrisa al alzar su comisura derecha.
Antes de darme opción a responder, aun
sin saber cuál sería mi contestación,
empujó con sus dedos lo más que pudo
hasta hacerme temblar.

Mi mano derecha se colocó sobre la de


él, notando el rastro de humedad que
había dejado mi saliva sobre dos de sus
dedos. La apreté con fuerza, sintiendo el
involuntario movimiento de mi pelvis
hacia su mano buscando más contacto.
Mi espalda se arqueó, sintiendo que mi
columna vertebral despegaba de la
superficie de la mesa y tuve que ahogar
un gemido. Me daba vergüenza dejarme
llevar de forma tan sonora, sabiendo la
presencia del agente al otro lado de la
puerta por seguridad.
Me encontraba con los pies junto al
abismo, estaba dispuesta a saltar al
vacío y era la sensación que recorría mi
cuerpo lo que me llevaría a tirarme por
el barranco. Estaba llevándome al
orgasmo, concentrado en la fusión de sus
dedos penetrándome y su pulgar
infringiendo círculos sobre mi clítoris.
Cada vez me costaba más coger oxígeno,
sintiendo que al hacerlo era más que
evidente que los sonidos brotarían por
mi boca. Ni siquiera podía
incorporarme para intentar permitir que
él los acallase con sus alargados y finos
labios. Iba a…

—Dios —jadeé, con debilidad, notando


cómo mi cuerpo empezaba a contraerse
de forma seguida, anticipándose a lo que
vendría.

Antes de cerrar los ojos, logré


visualizar cómo me observaba, deseoso.
No me miraba del mismo modo que en
la situación vivida en mi cuarto de baño,
ahora me miraba de verdad. Me
contemplaba con ansia, con devoción y
podía ver cómo su lengua se movía
inquieta por su boca entreabierta.
Iba a dejarme llevar…

—A-Ah… —Gimoteé, con más brío, al


notar cómo sus dedos se empezaban a
mover con más autoridad.

Estaba a punto. En una nueva bocanada


de aire sabía que llegaría al orgasmo…
Retiró los dedos bruscamente y, con una
velocidad aplastante, su mano izquierda
tomó mi cadera, posicionándose ahí,
mientras su mano derecha descubría su
erección entre las telas del pantalón y la
ropa interior. Cuando abrí los ojos,
sintiendo cómo la frustración empezaba
a brotar por mi cuerpo infringiéndome
incluso cierto dolor, lo visualicé con el
rostro inclinado hacia la unión de
nuestros cuerpos. Con un sencillo
movimiento de cadera me penetró
profundamente, logrando arrancarme un
intenso gemido y, con él, el orgasmo que
había estado a punto de perder.
Mi espalda se arqueó bruscamente y
noté la explosión eléctrica abrumar todo
mi cuerpo. El sonido de sorpresa y
placer se estableció por toda la sala,
haciéndome casi perder el conocimiento
por unos segundos.

Se mantuvo quieto, permitiéndome


disfrutar de la sensación del orgasmo,
con su erección profundamente
introducida en mi vagina. Percibí que
dejaba escapar algún quejido a medida
que los músculos de mi interior se
cernían sobre su duro miembro, pero era
algo que no podía siquiera controlar.
Nunca había tenido un orgasmo de esa
categoría, nunca había sentido cómo me
aproximaban a ese precipicio para
después, casi dejándome insatisfecha de
nuevo, penetrarme de ese modo y
permitirme sentirlo a mayor escala.
Oh Dios, no iba a poder recuperarme
después de eso…

Estaba disfrutando tanto de la sensación


que se había apoderado de mi cuerpo
que no fue hasta que movió su pelvis
hacia mí que recobré el sentido. Sus dos
manos se mantenían, ahora, a ambos
lados de mi cadera. Respiraba de forma
entrecortada, con un brillo por su torso
debido al sudor y el calor, mirándome
con paciencia. Apoyé mis codos sobre
la superficie de la mesa con la intención
de incorporarme, movió su pelvis
suavemente para retirar la erección y
volver a introducirla con lentitud. Ni
siquiera pude contener cómo mis ojos se
ponían en blanco muy débilmente por el
placer.

—¿Qué? —Inquirió, en un susurro, con


los labios entreabiertos—. ¿Ya he
saldado la deuda, ya he indemnizado tu
insatisfacción, nena? —Sonrió con
picardía, entrecerrando los ojos.
—¿Ahora soy tu nena? —Pregunté, con
flaqueza.

Se echó a reír suavemente, dejándome


descolocada por el sonido de su risa que
iba disminuyendo al paso de los
segundos. Noté la caricia de sus dedos
por mis muslos y cómo colaba sus dedos
por debajo de las rodillas. Tiró de ellas
un poco, haciendo que la mitad de mis
nalgas sobresalieran por el extremo de
la mesa.
Desvió su mirada hacia nuestras pelvis
y, sin mover el rostro inclinado hacia
esa zona, alzó sus ojos para mirarme con
afición.
—Eso parece —musitó.

Aunque mi espalda quedase arqueada,


me incorporé para llevar mis manos
hasta su nuca. Intenté aproximarme para
besar sus labios, sintiendo cómo su
pelvis empezaba a moverse contra mí,
dificultándome la tarea. Notaba cómo se
hacía presente en mi húmeda vagina,
cómo las paredes interiores de ésta se
cernían y se aferraban contra su dureza,
provocándome un nuevo descontrol
respiratorio.
Se inclinó hacia mí, concediéndome la
oportunidad de besar sus labios con
desconsuelo. Sus entreabiertos labios se
colocaron contra los míos, en una
medida distancia. El movimiento de
nuestros cuerpos hacía que, por narices,
los labios se rozasen. Sin embargo, no
permitió que hubiese beso por mi parte.
Capté su lengua surgiendo de entre sus
labios, percatándome de la suavidad con
la que lamía los míos. Delicadamente,
empezó a lamerlos, mientras su
respiración se agitaba lo suficiente
como para entrever unos roncos jadeos.
Sus manos se movieron desde los
laterales de mi cadera, hasta la parte
trasera de mi espalda. Colocó los dedos
contra los riñones, empujándome más
hacia él a cada movimiento que su
pelvis ejercía contra mí. Su dureza no
me concedía ni unos segundos de
descanso, optando él por arremeter sin
contar con retirarla por completo en
ningún momento.

Escuché cómo sus jadeos, por el


esfuerzo y por el mismo placer, se
hacían cada vez más presentes en
nuestra proximidad. Quise acercar mi
boca para poder cubrir la suya, pero
ladeó el rostro para impedírmelo.

—N-No vas a ca-callarme —expuso, en


un gruñido.

Apoyó su mano derecha contra mi


esternón, haciéndome caer hacia atrás
sobre la mesa. Se inclinó por completo
tras una brusca embestida por su parte,
aproximando sus labios hasta mi pecho.
Descubrió uno de ellos, tirando de la
tela del sujetador hacia abajo,
liberándolo. Sus dientes rodearon mi
pezón y tiró de él con suavidad,
cubriéndolo tiempo después con su
boca. Lo relamió, provocándome una
marea de sensaciones que partían de la
pelvis y del pecho y se unían en un punto
clave de mi vientre.
Sus labios se separaron un poco y le
escuché jadear con dificultad, siendo
ahora su lengua la única involucrada
sobre mi pezón.

—Oh, joder —bufé, totalmente


acalorada.
Eché el cuello hacia atrás y él
aprovechó para llevar su mano izquierda
y rodear mi garganta. Ejerció una leve
presión, casi imperceptible, depositando
un suave beso contra mi esternón. Su
vientre y el mío colisionaban a cada
movimiento por su parte, mientras yo me
aferraba a la mesa para poder mover mi
pelvis contra él.
Sus pies no habían despegado el suelo y,
aun así, lograba estar con el torso sobre
el mío. Aquello me acaloraba todavía
más, impidiendo que ni siquiera el
ambiente se entrometiese entre nuestros
cuerpos. Soltó mi garganta, apoyando
esa mano a un lado de mi cabeza
mientras su codo reposaba contra mi
hombro y bíceps. Mis manos rodearon
su espalda, descendiendo acto seguido
hasta la parte baja de ésta. Clavé mis
uñas sobre la piel, sintiendo cómo la
profundidad de sus movimientos se
intensificaba y mi espalda se arqueaba,
incluso teniendo su vientre contra el
mío.

Escondió su cara entre mi cuello,


aumentando el movimiento de su pelvis.
Ninguna de sus embestidas podía ser
clasificada como patosa. Todas y cada
una de ellas eran medidas, pensadas y,
joder, eran magníficas. Tenía tal control
de su pelvis que, a cada penetración por
su parte, me arrancaba un intenso
gemido. Era igual de impasible follando
que discutiendo, mas no hacía nada por
ser de otro modo. Ni siquiera lo
escondía.
Se incorporó de pronto, volviendo a
sujetar mi cadera con sus manos y echó
la cabeza hacia atrás, permitiéndome ver
la tensión de su garganta al hacerlo.
Apretó con sus dedos, gimoteando,
provocando una colisión entre su pelvis
y la mía. Parte de mis nalgas vibraba al
contacto y me estaba muriendo por
dejarme llevar, otra vez, en esa
increíble sensación a la cual él mismo
me había empujado con sus dotes.
Con la fuerza de sus manos hacía que mi
cuerpo se moviese hacia él, al tiempo
que su pelvis ejercía el movimiento
contrario para encajar a la perfección.
En esas últimas embestidas, el duro
miembro de Brantley salía por completo
para volver a adentrarse con facilidad.
Mis piernas colgaban a ambos lados de
su cuerpo, temblorosas mientras mi
cuerpo era un cúmulo de vívidas
sensaciones. Mi respiración se bloqueó
inconscientemente, sintiendo cómo me
llenaba por completo. La electricidad se
concentraba en el interior de mi vagina y
a cada penetración se agrandaba.

—Oh, ¡joder! —Vociferó, totalmente


ronco y en tensión.

Escuchaba el sonido de sus jadeos, lo


cual me excitaba todavía más, junto al
sonido de nuestros cuerpos chocando.
Se inclinó de nuevo, por un efímero
momento, aproximando sus labios a mi
oreja izquierda.

—Te follaría hasta reventar, Johanna —


siseó, con dificultad—. Hasta a-acabar
contigo.

Volvió a incorporarse y, en una última


embestida que causó una fractura en mi
cúmulo de excitación, dejó escapar un
intenso gruñido vencido por el orgasmo
que nos golpeaba a los dos por igual y al
mismo tiempo, haciéndome gemir como
nunca antes.
Capítulo dieciocho
Estuve tirada sobre la cama unos buenos
minutos, intentando recuperar mi aliento,
con la esperanza de que el colchón
mimase un poco mi dolorida espalda.
Todavía desnuda, con la única prenda
del sujetador sobre mi piel, me
concentré en los bruscos latidos de mi
corazón. Había percibido cómo mi
vientre vibraba por culpa de éstos y me
sentía totalmente pegajosa, como si en
aquella sala hubiese más humedad que
en todo el país.
Me incorporé sobre mis codos para
descubrir cómo Brantley se mantenía
apoyado contra la mesa, con el torso
desnudo. El tener las manos apoyadas
sobre el extremo hacía que sus hombros
estuviesen en tensión y el músculo de su
trapecio sobresaliese. Respirando
tranquilamente, me observaba en
silencio.

—¿Qué haces ahí? —Le pregunté, en un


siseo.
—Mirarte.
—Podrías mirarme desde aquí.
—El agente no tardará en entrar,
Johanna —me recordó, cruzándose de
brazos—. Usa una toalla y vístete —
dijo, cambiando su postura. Se apartó de
la mesa para agacharse y coger su
camiseta de algodón naranja, jugando
con ella entre sus manos—. O… —
Caminó hacia la cama, quedándose a los
pies de ésta y apoyando una rodilla
sobre el colchón—, no la uses, quédate
desnuda y pídeme que me deshaga de él
a mi modo —susurró, inclinándose
sobre mi cuerpo para depositar un
silencioso beso sobre mi muslo
izquierdo.

Cerré los ojos y dejé escapar un


pequeño suspiro. Si todas las cosas con
Pace hubiesen sido así desde un
principio…

—Lo que te faltaba a ti —suspiré,


levantándome de la cama y yendo a por
mi ropa. Utilice la toalla de forma
rápida y me coloqué el tanga en un
rápido movimiento. De espaldas a él,
recuperé mi pantalón tejano y lo dejé
sobre la mesa mientras me colocaba el
sostén correctamente—. Cargarte a un
agente en prisión… —Dejé escapar una
suave risa, negando con la cabeza—.
Deberías intentar reducir tu condena, no
aumentarla —le recordé, en un suspiro.

Me sorprendió sentir sus manos


alrededor de mi cintura, pues no sabía
cuándo se había aproximado con tanto
sigilo. Apoyó su barbilla contra mi
hombro izquierdo, optando por
rodearme con sus brazos en un afectuoso
contacto. El calor que desprendía su
torso era algo que iba a extrañar. Sobre
todo después de un encuentro en el que
no habíamos intentado matarnos. Pegó su
sien derecha contra mi mejilla izquierda,
balanceándome con lentitud. Depositó
un cálido beso y fue descendiendo sus
labios por mi cuello, llevándome a
ladearlo para permitirle tener más
espacio. Los ascendió, cambiando de
ruta, hasta mi oreja y tomó el lóbulo de
ésta con sus dientes. Escuchar su
respiración era algo que también iba a
extrañar…

—Si la aumento, lograré que estés


alejada de alguien como yo —
pronunció, sin dejar de estrecharme
entre sus brazos.
—¿Me has preguntado mi opinión al
respecto?
—No es necesario. Sé que eres una
cabezona y…
—Ya empezamos —bufé, poniendo los
ojos en blanco e intentando deshacerme
de sus brazos.

Le escuché rechistar, quejándose por la


distancia que acababa de interponer.
Continué con mi labor de vestirme. Ante
todo los tejanos…

—No me has dejado terminar —me


indicó, todavía sin camiseta.
—¿Para qué? ¿Para que ahora me
rompas el corazón? —Negué con la
cabeza—. No señor, eso no va a ocurrir.
Vamos, que no te lo voy a permitir.
—¿Te vas a callar?
—No, no me voy a callar —repuse, con
el entrecejo fruncido.

Me besó con fuerza, demostrándome


estar equivocada. Existían
circunstancias en las que, aunque te
negarás al oral, cedías físicamente.
Consiguió callarme por unos segundos y
tomó mi rostro con sus grandes manos.

—Cabezona, deslenguada y valiente —


suspiró, con desaprobación—. Si sólo te
callases, un momento, podrías darte
cuenta que no busco romperte el
corazón, gilipollas.
—Tú eres gilipollas.
—Pero yo lo tengo asumido —
respondió, con jovialidad—. Nena,
respetaré cualquier decisión que tomes
respecto a mí. Sé que aunque te amenace
con matarte, volverás a intentar pasar
una hora como la que hemos tenido —
admitió, con una mueca de lástima—.
Ya le fastidié la vida a una chica de tu
edad, cuando yo tenía la misma. Sólo
quiero que sepas que las cosas conmigo
no son fáciles —su pulgar acarició el
borde de mi mandíbula inferior,
mientras sus ojos iban de un lado a otro
de mi rostro al contemplarme—. Tengo
mal temperamento, tengo una mala
actitud respecto a muchas cosas y…
—Ya conozco tu cruz, Pace —susurré,
intentando no ser demasiado brusca en
la interrupción—. Y te lo dije… Me
enamoré de ella. Puede que sea una
masoquista, puede que sí, que en algún
momento me fastidies la vida y… —Me
encogí suavemente de hombros—. ¿Y
qué si ocurre?
—Alanna tuvo depresión, en dos
ocasiones, por mi culpa —confesó, con
seriedad—. No es algo que te desee a ti.
No porque… —intentó disimular la
sonrisa que brotaba de sus labios de
forma natural—, tú eres capaz de
pegarme una paliza si se te antoja…
—Siempre existe una alternativa.
—Tú eres la mía —susurró, sosteniendo
mi barbilla para hacerme alzar el rostro
hacia el de él—. Tú eres mi alternativa
y me encantaría escogerte siempre, pero
sé que no será así. Sé que, tarde o
temprano, te darás cuenta del error que
cometiste.

Ladeé mi rostro intentando comprender


qué era lo que pretendía decirme,
porque sentía que no estaba entendiendo
la esencia de nuestro encuentro.

—Asumo mis años de prisión. Ahora,


¿asumes tú la espera? —Preguntó,
intentando mantener la cercanía entre
nuestros rostros—. Dime, ¿eres capaz de
venir aquí, cada mes, y conformarte con
esto? —Inquirió, pegando su frente a la
mía—. Nena, yo no lo sería. No sería
capaz ni me conformaría con esto —
comentó, sin darme opción a responder
acto seguido—. Jamás me conformaría
con algo así y tú, si tienes esa dignidad
que antes dijiste tener, tampoco lo harías
—se separó unos centímetros,
inclinando la cabeza para observarme
atentamente—. Con toda la sinceridad
del mundo, no me conformaría con esto
por nadie. Tú tampoco deberías.

Recogió su camiseta y jugó con ella


durante unos segundos antes de
colocársela y peinarse con las manos,
débilmente, hacia atrás. Acto seguido se
agachó sobre el suelo para tomar la mía,
que había terminado bajo la mesa. Se
levantó y la tendió hacia mí, mirándome
con una mueca de circunstancia.
Estaba siendo sincero conmigo y
acababa de admitir que, de ser al revés,
él no aceptaría conformarse con la
situación.

—¿Por qué pediste este vis a vis? —Le


pregunté, tomando la camiseta sin
ponérmela todavía.
—Para verte.
—Pace, no soy idiota.

Él se dedicó a sonreír tiernamente,


esbozando una mueca que intentaba
traslucir que no estaba del todo de
acuerdo con ese dato.
Menudo sinvergüenza estaba hecho.
—No lo estropeemos —dijo.
—A mí también me ha gustado, pero sé
que no pretendías que ocurriese.
—Dejémoslo como está.
—No pienso irme de aquí sin saber por
qué has querido este cara a cara —
musité.
—¿Apostamos a que sí te irás sin
saberlo? —Respondió, provocativo.
Tras sostenerme la mirada unos
segundos, chasqueó la lengua—. No eres
idiota, ¿no? Pues no te comportes como
tal.
—Lo repetiré una vez más, Brantley.
¿Por qué has querido este cara a cara?
—Esperaba que pudieses ayudarme con
lo de Alanna y la niña —respondió,
dándose por vencido. No parecía estar
por la labor de discutir conmigo—.
Pero, ¿qué importa?
—Tiene importancia. A mí sí me
importa.
—Quiero aferrarme a un clavo ardiendo,
Johanna. Es más, es lo que hago —
comentó, echándole una rápida mirada a
la puerta tras escuchar cómo unos
nudillos golpeaban y se escuchaba al
guardia decir que quedaban poco menos
de quince minutos—. Los dos sabemos,
de todos modos, que no podemos hacer
nada al respecto.
—Pudiste hacerlo.
—¿Dejarás de recordármelo? —Bufó,
volviendo al malhumor—. No necesito
que me lo recuerdes a todas horas y, la
verdad, agradecería que dejases de
hacerlo —ante mi silencio por no querer
darle una réplica insolente, muy propia
de él, siguió:—Ahora ponte la camiseta.

Lo hice sin rechistar mientras mi cabeza


empezaba a darle vueltas a diferentes
maneras de poder alargar aquél
encuentro. Ninguna era demasiado
óptima o suficientemente válida para
que ocurriese, por lo que empezaba a
sentir cómo mi cuerpo se rendía ante el
inminente hecho de que, sin poder
evitarlo, me volvería a despedir de
Brantley.
—Podríamos decirle al agente que
sufres disfunción eréctil y que
necesitamos más tiempo —susurré.

Brantley desvió su rostro hacia mí,


enarcando una ceja lentamente. Cuando
relajó su mirada, ladeó su cabeza y negó
suavemente con ésta. Intentó mantener
sus labios en una fina línea recta,
fracasando a los segundos. Se echó a
reír, procurando no mirarme a los ojos.
Su carcajada fue disminuyendo la
intensidad hasta terminar implantándose
en él con una sencilla y natural sonrisa.
Sus hombros habían dejado de moverse
y, aun así, parecía seguir estando
divertido por mi ocurrencia.
—Disfunción eréctil —pronunció,
todavía divertido—. Es lo único que se
te ha ocurrido, ¿no? —Inquirió—.
Disfunción eréctil —suspiró,
profundamente, volviendo a echarse a
reír—. Creo que he dejado claro que no
lo sufro y tú, nena, también lo has
dejado claro. ¿Crees que el agente no te
ha escuchado? —Se echó a reír todavía
más al ver mi cara de horror y
vergüenza al escucharle—. Anda, ven,
dame un abrazo —siseó, en una última
carcajada.

Rodeó mi cuerpo con sus brazos,


cubriéndome por completo. Tuvo que
inclinarse dada nuestra diferencia de
altura. Respiró profundamente y pude
escuchar cómo lo hacía, apretándome
fuertemente contra él, como si esperase
fusionarse conmigo o impedir que me
fuese de ahí.

—Odio que me llames “nena” —


suspiré, aspirando el aroma que
desprendía. Ya no había rastro de la
fragancia que solía usar, pero si cerraba
los ojos lograba recordarla entre sus
brazos.
—¿Qué tiene de malo? —Sin dejar de
rodearme, juntó su frente con la mía.

Noté cómo su mano descendía por mi


espalda hasta una de mis nalgas,
agarrándola con precisión y, casi,
posesión.

—Me suena tan ordinario —respondí,


apoyando una mano sobre su pecho y
acariciándolo—. Demasiado chabacano
incluso para alguien como tú.
—¿Desde cuándo eres tan fina y
delicada al oído? —Sonrió, de forma
provocativa.
—Venga, admite que es ordinario…
—¿Esperas que me dirija a ti con
palabras tales como “cari”, “amor mío”
o “prin…” —se mordió la lengua para
no usar el apelativo con el que Alek se
dirigía a mí.
—Prefiero que me llames Johanna.
—Yo prefiero llamarte nena —sonrió.
—Me dan unas ganas de atizarte con una
escoba, Pace…
—¡Anda ya! —Bufó, separándose para
fingir una cara de horror—. ¡Pero qué
chabacana eres! Darme con una
escoba… —Negó con la cabeza, en
desaprobación, frunciendo levemente su
entrecejo. Contuvo su risa, moviendo
suavemente los hombros al reírse de
forma interna y entrecerró suavemente
los ojos—. ¿Quieres escuchar algo
ordinario y soez por mi parte, nena?
—Tú lo haces a propósito, ¿verdad? —
Puse los ojos en blanco, empujándole
con las dos manos—. Imbécil…
—Cuanto más te moleste, más me
gustará —respondió, atrapándome por la
cintura con sus manos.
Me dio la vuelta, dejándome de
espaldas a él. Inclinó su cabeza por
encima de mi hombro derecho,
dirigiendo sus labios hasta mi oreja y
mordisqueándola con mucha suavidad.
Su mano izquierda se mantuvo a un lado
de mi cadera, impidiéndome distanciar
mi trasero de su pelvis, mientras que su
mano derecha se deslizó hacia mi muslo
derecho, acariciándolo muy lentamente.
No tardó en colocarla entre mis piernas,
apretando contra mi entrepierna cubierta
por la tela del pantalón.
Mi cabeza se echó hacia atrás de forma
inconsciente, acabando por apoyarse
sobre su hombro izquierdo, escuchando
cómo reía suavemente contra mi oreja
derecha.

—No creo que exista nada más soez que


la insinuación que me hiciste con tu
asquerosa y apestosa gomina —siseé,
con los ojos cerrados.
—Se me ocurre un sinfín de groserías,
nena.

Hizo presión con sus dedos contra la


tela, empujando con su pelvis hacia mi
trasero al mismo tiempo y fingiendo un
pequeño gemido desde lo más profundo
de su garganta.
Llevé mi mano derecha hasta su nuca,
acariciándosela suavemente y dejé
escapar una prolongada exhalación por
mis labios.

—Te arrancaré la lengua como sigas


llamándome así, Pace —dije, totalmente
en serio, mientras mi cuerpo cedía a su
voluntario movimiento de caderas.
—Conseguiré que te tiemblen las
piernas, como justo ahora está pasando,
cada vez que te lo llame.
—Mi amenaza es real…

Me movió a su antojo, llevándome a


inclinar mi cuerpo sobre la mesa. Noté
cómo mis pechos se oprimían contra la
superficie, con su mano ejerciendo
fuerza contra mi columna vertebral.
Fingió un movimiento contra mi cuerpo,
haciéndome suspirar con desesperación.

—La mía también —zanjó, dedicándome


unos profundizados roces que me
permitían percibir la nueva erección
brotar por debajo de la fina tela de su
pantalón de algodón.

La puerta se abrió con suavidad,


haciéndome perder la estimulación que
él despertaba en mí y levanté el rostro
de la superficie de la mesa para
contemplar al agente, con un gesto serio,
mantenerse bajo el marco de la puerta.

—Se acabó —masculló, autoritario.

El cuerpo de Brantley se separó con


lentitud, tomándome por la cintura para
ayudarme a recomponer mi cuerpo e
incorporarme pese al ligero temblor que
me turbaba. Pegó su frente contra la
parte trasera de mi cabeza, respirando
con profundo pesar.

—Dame dos minutos, Woodley —pidió,


hablando contra mi cabello—. Por
favor.
—Dos minutos, Pace. Ni uno más —
advirtió el agente, dando un paso hacia
atrás y cerrando la puerta.

Me di la vuelta con suavidad hacia él,


queriendo preguntarle algunas cosas
respecto a su estancia en prisión. Dos
minutos no iban a servir para nada más
que para intentar saber si necesitaba
cualquier cosa: ropa, revistas, libros…
Se pasó el dorso de la mano por los
labios, tras haberse relamido éstos.
Pestañeó con debilidad, compartiendo
unos segundos de silencio conmigo.

—Ten cuidado allí fuera —le dije,


alzando mi mano para posarla contra su
mejilla izquierda. Estaba caliente, era
cálido.
—¿Tú me lo dices a mí?
—A mí no me ocurrirá nada, Brantley.
—A mí tampoco, Joha…, nena —
añadió, con la comisura derecha alzada.
—Te pegaría de no ser porque volverías
a entrar en el trapo y…
—¿Y? —Inquirió, mostrándose tal golfo
era.
—Lo haré en un mes, ¿vale? —Susurré,
rodeándole con los brazos de forma
impulsiva. Sentí sus labios contra mi
cuello y sus brazos rodeando mi cintura.
Me elevó, pues perdí el contacto de mis
pies con el suelo y me estrechó—. Te
prometo volver en un mes.
—No lo hagas, por favor.
—Déjame volver en un mes.
—Nena, esto no es una relación —siseó,
escuchando, como yo, cómo la puerta
volvía a abrirse—. No vamos a negociar
sobre una relación tan…
—¿Tan qué? —Inquirí al verle
separarse de mí.
—Tan poco común.
—Déjame repetir la experiencia un mes
más. Dame un mes más para demostrarte
que sí podemos estar juntos —le pedí,
caminando tras él.

Agarré su brazo y él se deshizo del


contacto con cierta brusquedad, la cual
no esperaba por su parte.

—Aunque quisiéramos estar juntos, ¿no


crees que la distancia que pone esta
institución es más que evidente? —
Replicó, mientras el agente volvía a
ponerle las esposas—. Estaré aquí y tú
estarás allí fuera, nena… No es posible,
son demasiados años viéndonos una vez
al mes. —Negó con la cabeza y me
guiñó un ojo—. Pórtate bien.

Apreté las esposas con mi mano,


sorprendiendo incluso al funcionario
que intentaba hacer su trabajo lo mejor
que podía. Tiré de ellas, viendo cómo
aquello ejercía molestia en él. Tropezó
torpemente al aproximarse a mí.

—Te veo en un mes, Brantley —le


aseguré.
—Lo sé… Pero no será necesario,
cabezona —susurró, inclinándose para
darme un rápido y húmedo beso en los
labios.

Me quedé observando
el imponente edificio del departamento
de policía de la ciudad, con el cigarrillo
entre mis dedos y un vaso de café en mi
otra mano.
Había tomado una decisión y existía el
riesgo de que fuese errónea. Sin
embargo, para mí, se trataba de mi
opinión. Y, ante eso, no creía que
hubiese error o equivocación posible.
Una opinión no era errónea, jamás.
Podías estar o no estar en lo cierto,
podías haber fundado esa opinión en una
gran mentira o una gran verdad, pero
exponer tu opinión no era nunca un
error.
Mas estaba totalmente decidida a
enmendar el error que otros habían
cometido y que, desgraciadamente, me
afectaba a mí. No iba a sufrir las
circunstancias de algo que no había
cometido yo misma, que no había
buscado y no había escogido. Porque
enamorarme de Brantley no había sido
un error, porque pretender evitarle la
prisión podía ser inmoral por mi parte
conociendo los motivos por los cuales
entraba en ella pero no era un error.
Para mí, en ese momento, el único error
era quedarme de brazos cruzados.

—Señorita Oliphant —el capitán de


policía me recibió con una sonrisa,
invitándome a sentarme en una de las
butacas de su despacho—, es un placer
tenerla por aquí —murmuró, pareciendo
estar teniendo un buen día—. ¿En qué
puedo ayudarla?
—¿Qué tal cumpliendo su palabra?
—¿A qué se refiere? —Preguntó, ahora
cambiando la expresión de su rostro.
—Si no sacan a Brantley Pace de
prisión, con la inmunidad que me habían
prometido para él al vender a Alek y los
demás, le juro por Dios y esta gran
nación que me pondré en contacto con
todos los medios de comunicación para
exponer cómo los funcionarios de este
país dicen trabajar y cómo lo hacen de
verdad —espeté, sin darme siquiera
tiempo a pensar en todo lo que decía. Ni
siquiera caí en el tono que utilicé contra
él, manteniéndome cerca de la puerta de
su despacho—. Póngase en contacto con
quien deba hacerlo, pero haga cumplir la
palabra y el cometido al que llegamos
cuando accedí vender a todos a los que,
en su día, llamé familia —añadí,
sintiendo que mi corazón bombeaba a
una velocidad aplastante—. No me
importa cuánto tarde, no me importa lo
que le cueste… En estos seis años con
Alek he aprendido muchas cosas de las
cuales, algunas, no me provocan ningún
orgullo. Sin embargo, la familia que os
vendí me enseñó una serie de valores
por los cuales me gustaría llegar a
regirme —siseé—. La importancia de
una promesa, la dureza de una venganza
y el peligro de una persona enfurecida
—enumeré, mirándole sin pestañear—.
Saque a Brantley Pace de prisión,
capitán —susurré, intentando mantener
la calma—. Porque, mire, puede que
llegados a este punto yo no tenga un lado
como la cruz de una moneda… Pero
estoy más que segura de poder
desarrollarlo en cualquier momento —le
vi apoyarse contra el escritorio,
observándome cómo si estuviese
descubriendo la noticia de un horrible
huracán amenazando la ciudad—.
Porque las personas nacemos con una
sola cara y es la sociedad que se ocupa
de que desarrollemos la otra. ¿Quiere
probarme, capitán? —Inquirí,
empezando a sentir mi voz debilitarse
—. ¿Quiere que lo echemos a suertes?
—Johanna, está bien —musitó, alzando
una mano para mandarme mantener la
calma.
—No, no está bien —sentí mis piernas
flaquear e intenté enderezarme—. Sé
que pedí inmunidad para el más hijo de
puta de todos, sé cuán incongruente
puede ser… —No, estaba perdiendo la
batalla… Estaba viniéndome abajo…
—. ¡Prometieron concedérmelo! —
Bramé, de pronto.
—Tendré que ponerme en contacto
con…
—Hágalo —le interrumpí, recobrando
un poco la vivaz tensión.
—Está bien, Johanna. Así se hará.

Asentí con la cabeza, sin ser capaz de


festejar que hubiese ganado esa batalla
tan fácilmente.

—Pero —siseó, mirándome dubitativo


—, ¿qué ocurrirá si él no la acepta? Te
recuerdo que él tiene derecho a decidir
y…
—¿Derecho a decidir? —Repetí,
frunciendo el entrecejo—. Si Pace se
niega a aceptar la inmunidad, usted
tendrá que encerrarme también —
advertí, teniendo claro que me dedicaría
a dejar que mi agonía se convirtiese en
brutalidad contra Brantley en aquél
hipotético caso.
—Johanna —habló, con autoridad,
incorporándose—, sé que ahora mismo
estás consternada con todo lo que ha
ocurrido y también sé que lo que sientes
por el señor Pace te trastoca hasta tal
punto de venir aquí y amenazar a un
funci…
—Existe una diferencia entre advertir y
amenazar, capitán —le corté.
—En tu caso, Johanna, no deberías
hacer ni una cosa ni la otra —respondió
—. ¿En qué te estás convirtiendo?

Aquella pregunta me desorientó,


haciéndome perder la capacidad de
rápida respuesta.

—¿Quieres parecerte a ellos? —Siguió,


con un tono fraternal—. Son puro
veneno —masculló.
—Ocúpese de lo suyo, capitán.

Cerré la puerta de su despacho dando un


portazo y me quedé unos segundos en
silencio, con el corazón todavía alterado
por la adrenalina de haberme encarado a
él de ese modo. No sabía con exactitud
si lo que había hecho era advertirle o
amenazarle, pero tenía razón en que no
debía hacer ni una cosa ni la otra.
No obstante, era lo que acababa de
hacer.

Cuando la noche cayó en la ciudad, me


alejé de ésta para adentrarme en un local
con música a todo volumen. Me senté
frente a la barra y llamé la atención del
camarero. Un chico que no debía tener
muchos más años que yo. Su cresta,
pelirroja, se mantenía rígida sobre su
cabeza y los laterales de su cabeza
yacían completamente rapados. Con un
aro colgando del cartílago central de sus
fosas nasales, se aproximó para
dedicarme una amplia sonrisa.

—¿Me pones un vodka seco? —Le pedí,


a gritos.

Él asintió con la cabeza, colocando un


vaso frente a mí e inclinando una botella
de vodka sobre éste. Dejó que el líquido
cayese, con una cuidadosa medida y, al
finalizar, señaló con su mano y me guiñó
un ojo. Tras ello, continuó sirviendo
copas a los que me rodeaban.
Le di un rápido al licor que,
súbitamente, empezó a quemar toda mi
garganta.
Cerré los ojos, intentando no expresar
ninguna mueca de desagrado y, sin
poderlo evitar, sacudí la cabeza.
Mientras la canción Poison de Alice
Cooper sonaba a mi alrededor,
obligándome a recordar lo que el
capitán había mencionado sobre las
personas que habían formado parte de
mi familia en los últimos seis años, le
pedí otra ronda al mismo camarero.
Esta vez, el líquido resbaló con más
facilidad que al primer trago.

—¿No es demasiado para ti? —Escuché


que me hablaban, contra la oreja.

Ladeé el rostro para mirar al hombre


que se dirigía a mí con tanta
familiaridad y me costó caer en la
cuenta que se trataba del Dr. Morrison.
Cuando le reconocí, le dediqué una
breve y cordial sonrisa, negando con la
cabeza ante su pregunta.

—Oye —le dije, aproximándome a su


rostro para poder dirigirle la palabra y
que me entendiese. Olía francamente
bien pero no era la esencia de Brantley
—, dijiste que conocías mi situación.

Él se separó de mi rostro para negar con


la cabeza, mostrándose divertido. Se
acercó de nuevo a mi oreja para
responderme.

—Dije que conocía a alguien que, como


tú, tomó la responsabilidad de
enamorarse de un ser monstruoso —
pronunció, con cierta afonía—. Aunque
ese ser monstruoso es alguien a quien
llamo mejor amigo.

Asentí lentamente para mí misma. Quizá


no había consuelo para mí o mi
situación.

—¿Qué es lo que te preocupa? —


Preguntó, con su aliento rozando mi
oreja.
Me reí suavemente.
Lo cierto es que no había nada que me
preocupase realmente.
En ese instante me sentía capaz de
convertirme insensible hacia todo.

—Ella está feliz —comentó contra mi


oreja, apoyando su mano sobre mi
hombro—. No es la mejor decisión que
tomó en su día y sabe que él no es más
que alguien destructivo para sí misma,
pero está feliz —repitió.
—¿Crees que si entro en coma etílico lo
estaré yo? —Le pregunté, con jocosidad.
—Si entras en coma etílico, tienes suerte
de estar en presencia de un médico —se
echó a reír, presionando sus dedos
alrededor de mi hombro—. No hay
ninguna necesidad para que te des a la
bebida. Créeme, si mis amigos han
conseguido sacar adelante esa extraña
relación que tienen, cualquier ser
humano puede hacerlo.
—¿Qué tiene de monstruoso tu mejor
amigo? —Inquirí, curiosa.
—¿Aparte de ser un manipulador y un
egoísta? —Respondió a su turno,
chasqueando con la lengua contra mi
oreja—. Anular a su presa para que ésta
dependa de él.

Eso sonaba mucho peor que Brantley…

—¿Qué tara tiene tu príncipe no azul? —


Preguntó, ahora sintiendo él curiosidad.
—Es un asesino a sueldo —respondí,
sin tapujos—. O lo era… Ahora está en
prisión —añadí, dubitativa. No sabía
cómo definir a Brantley—. De hecho, ha
intentado matarme en algún momento de
nuestra extraña y peculiar relación —
bufé.

Logré ver cómo Billy dejaba de lado la


diversión que nos rodeaba, mirándome
con aquellos ojos oscuros e intentando
divisar algún tipo de humor en mis
palabras.
No lo había. No estaba de cachondeo.

—¿Crees que mi amigo y tu amigo


podrían crear una organización de
psicópatas sin fronteras? —Preguntó,
con total seriedad.

Me eché a reír a carcajadas, escuchando


cómo la canción Poison llegaba a su fin.
Mi risa seguía resonando a nuestro
alrededor y conseguí que esbozase una
divertida sonrisa sobre sus labios. ¡Y
qué sonrisa!

—Creo —intentó decir, entre risas—…


Creo que se lo propondré a Max —
anunció, dándole un trago a su cerveza
—. Quizá podrían formar un grupo de
apoyo. Ya sabes, del estilo “Hola, mi
nombre es Max. Soy un voraz
manipulador y me di cuenta a los siete
años. No sé cómo dejar de hacerle la
vida imposible a mi mejor amigo. Ah,
además de eso, me gusta cortar a las
chicas con las que me acuesto” —
pronunció, con sorna.
—Creo que un grupo de apoyo no
funcionaría…
—No, pero te aseguro que una
organización de psicópatas sí —bufó,
poniendo los ojos en blanco—. Capaces
son de ir de puerta en puerta para captar
más como su especie.

Volví a echarme a reír ante su


comentario, decidiendo pedir otra ronda
de vodka seco.
Capítulo diecinueve
Fumé un cigarrillo con
mi cuerpo rodeado por una toalla de
color gris, asomada a una ventana que
daba a unas pequeñas vistas a la ciudad.
El frío de octubre atormentaba mi
cuidada y fina piel, mientras a mis
espaldas sonaba la canción Love’s A
Loaded Gun de Alice Cooper.
Billy me los recomendó hacía un mes, en
nuestro encuentro en aquél local de las
afueras de la ciudad. Y esa canción no
hacía más que recordarme a Brantley y
el modo en que había desestimado
nuestro vis a vis en ese nuevo mes que
florecía sobre la ciudad. Y seguía sin
tener noticias por parte del
departamento de policía.

Había conseguido un trabajo a tiempo


parcial en el hotel principal de la
ciudad. Estaba disfrutando de mi
pequeño momento personal, fumando
junto a la ventana abierta, a la espera de
que el reloj marcase la hora exacta para
empezar a vestirme y dirigirme al hotel.
Ahí me esperarían unos agradables
compañeros de trabajo, los cuales me
habían recordado la importancia de
hacer vida social.
Ninguno conocía mi pasado, ni mi
experiencia vivida junto a Alek y los
demás. Lo único que sabían era que no
parecía gustarme hablar de mi vida
privada. Desconocían por qué motivo,
pero estaba más que claro que era
porque no la tenía.
Había dejado de tenerla.

—Esta noche soy todo tuyo —Adam


besó mi mejilla, con espontaneidad,
deslizándose por la parte trasera de la
recepción que ocupábamos—. ¿En qué
le puedo ayudar, señor? —Preguntó,
adoptando una posición formal.

Puse los ojos en blanco, intentando no


esbozar la sonrisa que me había
provocado con su divertida aparición y
su sencilla cercanía.
Sabía que tenía una relación con Cassie,
una de las chicas que se ocupaba de la
barra de bebidas del bar, pero aun así
me hacía sentir deseada. Siempre
buscaba tener contacto conmigo y,
casualmente, teníamos los mismos
horarios de trabajo. Eso provocaba que,
en numerosas ocasiones, me
acompañase hasta casa y viésemos, de
camino, el amanecer surgir del cielo.

—Los turistas y sus ansias por ver


alienígenas —resopló, de nuevo junto a
mí—. Si vienen a ver extraterrestres,
¿por qué no se quedan en un hotel de
Roswell? —Preguntó, como si aquello
fuese realmente una cuestión
trascendental.
—Si lo hiciesen…
Adam adoptó su postura formal, al ver
cómo alguien se aproximaba a la
recepción.

—¿En qué puedo ayudarle, señor? —


Preguntó, de forma educada.

Respiré profundamente, algo molesta


por no haber podido responderle. Cerré
los ojos, recordando de pronto la
fragancia de Brantley. Eran muchas las
veces que su aroma se instauraba en mis
narices y me permitía, por unos
segundos, recordar su cercanía.

—Necesito hablar con la joven —


pronunció la ronca voz, dirigiéndose a
Adam.

Alcé mi rostro para contemplar a


Brantley vestido en un traje hecho a
medida. Un traje gris oscuro que hacía
resaltar el gris metal de sus ojos. Bajo
la chaqueta, una camisa blanca y una
delgada corbata negra. Su cabello, un
poco más corto que cuando entró en
prisión, ahora también un poco más
oscuro, seguía peinado hacia atrás. Sin
embargo, por el modo en que lo estaba,
debía haber sido acicalado con un peine.

—¿Es un agente federal? —Me preguntó


Adam, en un susurro, colocándose detrás
de mi cuerpo por si necesitaba
protección.
—Señorita Oliphant —articuló,
clavando sus ojos en los míos sin
pestañear—, ¿podría acompañarme a un
lugar más privado para responder a unas
rápidas preguntas?
—S-Sí —carraspeé.

Agradecía a Dios que Brantley hubiese,


por fin, aceptado la inmunidad que había
pedido para él.
Caminé frente a él, dirigiéndome hasta
la sala en la que se llevaba a cabo todas
las limpiezas. Era como una enorme
lavandería que, a esas horas de la noche,
se mantenía tranquila. No quise prestarle
mucha atención a la música que sonaba
de fondo, Pieces de la mano de RED,
cerciorándome de que no hubiese nadie
por la sala.
Me giré de forma repentina hacia él,
rodeándole la nuca con los brazos y
colocándome de puntillas para besar sus
labios, de la forma más patosa e
impulsiva posible. Estaba totalmente
desesperada por besarle, por llenarle de
besos.

—Pensé que… —Suspiré, contra sus


labios, pegando mi tabique nasal contra
el suyo.
—Deja de pensar, no parece ser lo tuyo.

Introdujo su lengua en mi boca, con sólo


ladear el rostro hacia su izquierda.
Profundizó en mi boca, atrapándome por
completo y obligando a mi adrenalina
brotar por la estremecida piel de gallina
que se había implantado en mi cuerpo.

—Gracias —susurré, con el latido de mi


corazón en los labios. Los tenía
enrojecidos por la presión que había
querido ejercer contra su boca—.
Gracias por dar tu brazo a torcer… —
Me acerqué para volver a besarle, pero
ladeó su rostro para impedírmelo.
—Nena…
—Estoy tan contenta de que estés aquí
—continué, acariciando sus hombros.
Una sonrisa se dibujó en mi rostro,
observándole—. ¿Y este traje? —
Inquirí.
—Quería estar presentable.
—Tu ropa naranja de preso también me
gustaba.
—Sí, creo que estás un poco perturbada
en ese sentido —susurró, gracioso—. Si
es un fetiche tuyo, tranquila… Tendrás
tiempo para seguir disfrutando de ello.
—El traje también está bien —le dije,
negando con la cabeza—. No tienes por
qué comprarte ropa de preso para mí.
—Nena, no he aceptado la inmunidad.
—¿Qué?

Me separé unos centímetros para


contemplarle. Negué con la cabeza,
dándole un suave golpe contra el pecho.
—Venga, no bromees ahora —siseé,
llevando mis dientes a su labio superior
y atrapándolo con éstos. Tiré un poco y
apoyé mi frente contra la de él—. Tengo
muchas ganas de…
—No estoy de broma, Johanna —
masculló, interrumpiéndome.

Noté cómo mi cuerpo empezaba a


flaquear, tomando una considerable
distancia en relación al suyo. Intentó
mantenerse recto, observándome en la
separación que estaba dedicándole
inconscientemente.

—Antes de que hables, permíteme


explicarte por qué —murmuró.
No pronuncié una sola palabra, aunque
tuviese ganas de gritar a pleno pulmón
más de una.

—Me propusieron la inmunidad, una vez


más, como tú les habías pedido —
susurró, acariciando una de las
lavadoras con su mano derecha—, pero
también me propusieron cambiarla por
cualquier otra cosa —puso una mueca
de cruel decepción consigo mismo—. Y
lo hice. Pedí un abono económico para
poder sustentar a mi familia —confesó,
mordiéndose el labio inferior—. De ese
modo, podré ver a Olivia cada tres
meses, porque es a lo que ha accedido
Alanna a cambio del abono económico
—explicó, con una mueca de
culpabilidad—. No espero que lo
entiendas, ¿sabes? Yo…
—Lo entiendo.
—No, no hace falta que me mientas,
nena…
—De verdad, lo entiendo —volví a
decir, manteniéndome firme en mi
postura.

Brantley alzó el rostro en busca del


cableado que permitía que aquella
canción sonase a nuestro alrededor, pero
no pareció lograr encontrarlo. Respiró
profundamente, tendiendo su mano hacia
mí y mirándome con quietud.
No sabía si buscaba consuelo o buscaba
consolarme a mí.

—También me han permitido tener un


encuentro íntimo contigo fuera de
prisión.
—Perdona que no tenga mucho ánimo
para ello —espeté, con cierta ironía.

Contemplé cómo aquella frase calaba en


él y me arrepentí.

—Perdona —susurré—, de verdad que


lo entiendo es sólo que…
—Eh —me cortó, con delicadeza—, no
tienes por qué justificarte.

Dejó caer su brazo a un lado, dejando de


tender su mano hacia mí. Desabrochó un
botón de la chaqueta de su traje e
introdujo sus manos en el interior de los
bolsillos del pantalón. Inclinó su cabeza
para mirar sus zapatos negros, como si
estuviese incómodo bajo mi mirada.

—Estoy orgullosa de ti.

Alcé mi mirada hacia ella, perdiendo


de vista el brillo de mis limpios
zapatos. Fruncí levemente el
entrecejo, casi de modo inconsciente,
clavando mis ojos en los suyos. Los
podía ver tornarse más azules, más
oscuros y más húmedos con el paso de
los segundos, con el paso de esa
horrorosa y lenta canción que parecía
complicar más la escena.

—Estoy orgullosa de que hayas


utilizado el cambio de la inmunidad
para poder tener más encuentros con
tu pequeña —pronunció, apretando
sus labios en una humilde sonrisa—.
No se me había ocurrido, la verdad…
Sin embargo, creo que es lo mejor que
has podido hacer —siseó, con
dificultad—. Era una alternativa que
no había tenido en cuenta —levantó
su dedo índice al ver que entreabría
mis propios labios para decir algo,
interrumpiéndome—. Una alternativa,
al fin y al cabo. Una alternativa a la
propia que yo te proponía —esbozó
una triste sonrisa que rápido se
convirtió en una mueca, contrayendo
su rostro para empezar a llorar en
silencio.

Di un paso hacia ella, pero su cuerpo


respondió dándome la espalda.
Agachó su rostro, cubriéndolo con sus
propias manos, permitiéndome ver
cómo sus hombros se encogían
duramente a medida que escuchaba
cómo gimoteaba contra sus palmas.
Apreté los puños a ambos lados de mi
cuerpo, intentando liberar la tensión
de alguna manera.
Estaba llorando por mi culpa.
Me di la vuelta también, sintiendo que
mis ojos empezaban a nublarse por
unos escasos segundos. Sorbí con
fuerza, tensando mi mandíbula y
tragando saliva a duras penas. Desvié
la mirada hacia todas partes,
observando lo que nos rodeaba,
intentando buscar un modo de acabar
con aquella historia sin salir jodido en
el intento.

—Ahora es cuando pienso en lo


mucho que me gustaría haber acabado
en tus manos —pronunció, con
dificultad, haciéndome volver a
girarme y descubriendo cómo seguía
dándome la espalda.
—No digas eso, Johanna.
—Es la verdad —suspiró.
—Me alegro de no haber cumplido ni
una de mis amenazas contigo.
—No estoy de acuerdo.
—Nada hubiese cambiado todo lo que
hice bajo órdenes de Alek —le
recordé, dando ahora el paso hacia
ella.

Apoyé mis manos sobre sus hombros y


los masajeé con cariño.
No podía creerme lo mucho que
quería a esa estúpida, perturbada,
masoquista niña.
Porque no era más que una niña, por
Dios santo. Era una niña de
veinticuatro años que tenía que vivir el
tormento de estar enamorada de un
tipo como yo. Un tipo que no había
sabido siquiera negarse a la orden de
un capullo al que consideraba amigo.

—Ahora tienes la oportunidad de


volver a empezar —le recordé,
besando su cabeza.
—¿Quién dijo que quisiera hacerlo?
—Venga, Johanna, ¿quieres parar un
segundo?
—Deja de excluirme de tus planes —
musitó, dándose la vuelta bruscamente
hacia mí.
—¿¡Y qué es lo que quieres!? ¿¡Que
te invite a pasar unas vacaciones en
mi celda con vistas al mar y una
botella de Don Perignon!?

Sostuvo mi mirada con mucha más


dureza que yo mismo, centrada en
intentar demostrarme, una vez más,
que no iba a echarse atrás. Que no
perdería la maldita oportunidad de
encararme, exasperarme y, qué
cojones, enamorarme.

—No me importa lo de la botella, ni


las vistas al mar…
—No, sólo te importa que lleve la
vestimenta naranja —bufé, con
sarcasmo.
—Asumo la espera.
—No…
—Asumo la espera —repitió,
apoyando sus manos sobre mi pecho
—. Asumo la espera y la asumiré el
tiempo que sea necesario. Aunque sea
una estúpida, absurda y peculiar
relación con encuentros de una o dos
horas al mes —añadió, deslizando sus
manos por el interior de la chaqueta
de mi traje y colocándolas a ambos
lados de mi torso—. Asumo todo eso,
te asumo a ti, joder.
—No dejaré que me rompas el
corazón a mí, Johanna.
—¿Qué?
—Llegará un momento, en mi larga
condena, en la que dejarás de venir
porque habrás conocido a otro tipo —
le expliqué, intentando no suavizar ni
mi tono ni mis palabras—. Quizá
alguien como el de la recepción, quizá
alguien más parecido a mí, pero a
otro, al fin y al cabo. Lo conocerás y
yo seguiré esperando a que vengas a
verme, habiendo asumido todo lo que
dices querer asumir —negué con la
cabeza, apretando su mandíbula con
mi mano derecha—. Y eso, cariño, no
dejaré que ocurra —le di un agresivo
beso porque el cuerpo me lo pidió,
aunque me dejase un amargo sabor de
boca—. Además, ¿crees que
aguantarás teniendo un sencillo
encuentro casual al mes conmigo?
—Si no dejas de apartarme y
excluirme de tus planes, ten por
seguro que me enamoraré, tarde o
temprano, de otra persona —
murmuró, con frialdad—. Claro que
lo haré, porque es muy fácil
enamorarse de alguien que te dedica
palabras, miradas, horas… —
Susurró.
—Vaya, el chico de la recepción ha
sido rápido entonces…
—¿Es lo único que te importa?

Me separé de ella porque sentí el


impulso de empezar a comportarme
como un animal salvaje que no desea
estar encerrado en una jaula con
barrotes e intenta, por todos los
medios, atacar a cualquiera que
busque encerrarlo.
Es la propia naturaleza, tanto animal
como humana.

—No me importa en absoluto —


respondió, adoptando la postura que
siempre había tenido hacia mí.
Impasible, recto, desafiante.
—Entre todas las cosas que eres, parece
que ahora tendremos que añadir el rasgo
de mentiroso a la lista.
—¿Sabes qué edad tendré cuando salga
de prisión?
—No me…
—Sesenta y dos —pronunció,
interrumpiéndome—. No me creo que
aguantes treinta años con un encuentro
casual al mes —replicó, con una
incongruente sonrisa sobre sus labios—.
Tú podrás llevar dos vidas y estás
deseando que yo me resigne a la única
que tú me ofreces —musitó, severo—.
¿Quieres eso para mí? ¿Quieres que me
ilusione un día de cada mes para que,
después, no vuelvas a aparecer?
—Quizá es lo que te merezcas.

Con la boca entreabierta, sus labios


provocaron una incrédula y ofendida
sonrisa. Frunció la boca al tiempo que
asentía con la cabeza, con una fingida
aprobación a lo que le había contestado.
Percibí que pretendía responderme, de
algún modo, pero que, por alguna
extraña razón, no encontraba las
palabras perfectas para hacerlo.
Su entrecejo se frunció ante la lucha
interna que parecía estar llevando a
cabo, al tiempo que sus ojos empezaban
a desviarse por toda la sala. Su
respiración iba en aumento y su cuerpo
se mostraba mucho más tenso que
minutos antes.

—Me pediste que no te dejara —le


recordé, dando un paso hacia él. Sus
ojos estudiaron mi movimiento y su
rostro se contrajo indicándome, a su
manera, que no diese un paso más. No
obstante, nunca había obedecido a las
advertencias de Pace. Ese día no iba a
ser diferente—. Me lo pediste, tres
veces —farfullé, con lentitud,
encontrándome cara a cara con él. Las
aletas de su nariz se ensanchaban a
medida que respiraba y su mandíbula se
tensaba. Estaba convirtiéndose en el
animal que era, en el monstruo que se
regía por unos valores diferentes a los
míos.

La canción This is war del grupo Thirty


Seconds to Mars empezó a resonar con
debilidad por la sala de lavandería en la
que nos encontrábamos.

—Siempre creerás saber más que los


demás —musitó, cortante—. Sólo tienes
veinticuatro años, Johanna. No tienes
absolutamente ningún conocimiento
sobre la vida, sobre las circunstancias ni
los hechos que empujan a una persona
como yo a regirse por unos patrones
bien incomprensibles a ojos de los
demás —masculló, con decisión—.
Crees que soy un monstruo por no sentir,
un enfermo por haber antepuesto el
honor y la lealtad hacia Alek por encima
de cualquier cosa, pero te confundes. Lo
que cambia a un hombre no es el no
sentir, sino todo lo contrario —siseó,
enfatizando su pronunciación—.
Conociste a monstruo y, ¿sabes lo que
has hecho? Convertirlo en algo mucho
peor —zanjó, dándole una brusca patada
a una de las lavadoras, la cual me
sobresaltó e hizo que mi corazón diese
un repentino vuelco—. He intentado
advertirte de cómo terminarían las cosas
y no has hecho más que inventarte el
estúpido argumento de la alternativa.
¡Adivina qué! ¡No es un argumento
válido! —Empezó a vociferar,
inclinando su rostro hacia mí,
obligándome a sentirme mucho más
pequeña—. Existen cosas
predeterminadas, niña estúpida, ¡cosas
que deben ocurrir!
—Y esto debía ocurrir —espeté,
enfureciéndome por el modo en que
había empezado a hablarme. Agarré las
solapas de la chaqueta de su traje y lo
empujé con fuerza hacia una de las
paredes—. ¡Esto debía ocurrir! ¡Debía
enamorarme de ti!

Dejó escapar un quejido de molestia


ante el choque de su espalda contra la
pared, llevando sus manos hacia mis
muñecas y rodeándolas con firmeza.

—¡Porque esa era la alternativa a que


alguno de los dos acabásemos muertos,
gilipollas!

Mi cuerpo tembló y actuó de modo


inconsciente. Mis manos ascendieron
por sus brazos hasta sus hombros,
optando por descender por sus
costados e implantarse sobre sus
nalgas. Apreté contra ellas y la empujé
hacia mí, notando cómo sus pechos
oprimían el mío y cómo su respiración
se entrecortaba. Sus carnosos labios
dejaron escapar una leve exhalación
que no pasó desapercibida para mí,
provocándome una intensa sensación
de inquietud.

—No me harás cambiar de opinión —


susurré, con dificultad—. Esto no es
lo que quiero para ti. No quiero que
asumas una espera que no te
corresponde, ni que asumas una
responsabilidad que no te conviene.
—No sabes lo que me conviene, Pace.
—Siempre he sabido que mi mundo
no te convenía.
—Tu mundo ha dejado de existir —
cuchicheó, próxima a mis labios, con
sus ojos clavados en los míos—. Tu
mundo se ha venido abajo y no dejo de
invitarte al mío, incluso cuando no
haces más que rechazar mi oferta.
—No quiero enamorarme de ti —le
confesé.
—Ya lo has hecho. Mucho antes de
que te dieses cuenta, ya me querías.

Besó mis labios con debilidad y, pese a


sentir que movía su boca contra la
mía, no me moví ni reaccioné para
corresponder.
Cerré los ojos, percibiendo cómo sus
carnosos labios iban descendiendo por
mi mandíbula con la intención de
llegar al cuello. Con sus manos
destensó el nudo de mi corbata y clavó
sus dientes sobre la piel cercana a mi
nuez.
Aquello tuvo una reacción directa
sobre mi entrepierna.

Experimenté cómo sus manos


descendían sobre mi cuerpo, contra la
tela de la camisa y visualicé, antes de
cerrar los ojos, cómo iba agachándose
frente a mí hasta acabar de rodillas.
Sus manos ahora recorrían mis
muslos, presionándolos con la yema
de sus dedos y noté cómo su frente se
apoyaba contra el delgado cinturón de
cuero negro que mantenía sujeto el
pantalón del traje. Sus labios, que
habían estado dedicándome besos y
mordiscos por la parte superior de mi
cuerpo hacía unos escasos segundos,
ahora se dedicaban a presionar contra
la tela de mi pantalón que cubría mi
entrepierna.
Percibí la sequedad de mi boca,
cayendo en que ésta debía haberse
quedado ligeramente abierta al
inspirar y expirar, intentando tragar
un poco de mi saliva. Mis dos manos
se reunieron sobre su cabeza, casi de
modo inconsciente, encontrándome
con la pared al echar la mía hacia
atrás. El suelo provocó que mis pies
resbalaran un poco, lo suficiente
como para tener levemente las piernas
flexionadas y la columna vertebral
apoyada contra la pared. El único
sonido que llamaba mi percepción
auditiva era el ejercido por las
lavadoras que nos rodeaban. Ni
siquiera la música lograba traspasar
mis oídos, aunque hubiese jurado que
era una canción llamada Teenage
Wildlife (A.J. McLean).

Cuando el roce de sus labios se hizo


más autoritario, habiendo traspasado
la primera capa de tela y teniendo su
boca contra mi ropa interior,
habiéndose deshecho de la cremallera
del pantalón, mi cuerpo volvió a
reaccionar.

—No —musité, intentando separar mi


cuerpo de su cara.

Ella alzó su rostro hacia mí y me


permitió contemplar su contrariada
expresión.

—No es lo que quiero —me limité a


decir, intentando justificar mi
negación.

No pareció tener mi respuesta en


consideración, importándole más bien
poco lo que opinase respecto a eso.
Resopló profundamente, llevando sus
manos al cinturón para deshacerse de
él y, acto seguido, del botón del
pantalón. Tiró de la tela hacia abajo,
suavemente, sin volver a alzar su
rostro a mí.
Llevé mis manos a mi ropa, volviendo
a hacer todo lo que ella había
deshecho.

—Te he dicho que no —mascullé, con


un nerviosismo que nunca había
brotado de mí.

Me encaminé hacia la otra punta de la


sala, mientras mis manos trabajaban
fugazmente en volver a intentar
recolocar, no sólo mi alterada
masculinidad sino, mi ropa. Apoyé
una mano sobre la pared contraria,
inclinando un poco el rostro para
coger una profunda inspiración y
dejar escapar el oxígeno por mis
labios. Ahora ya estaba cabreado…
Ahora, en ese momento, me
encontraba cabreado, mosqueado,
caliente, exasperado, irascible y
cachondo.
Menuda combinación.
Menuda puta combinación.

Me acaricié las manos con inquietud,


incorporándome para despegar mis
temblorosas rodillas del suelo. Me giré
lentamente para ver cómo él me daba la
espalda, intentando recobrar lo que
fuese que pretendía recobrar…

—Este es el momento de la verdad,


Pace —musité, con el calor impregnado
en mi cuerpo—. Es ahora o nunca, es
aquí o en ninguna parte. Es quererme u
odiarme.

Se dio la vuelta hacia mí, colocando de


nuevo la camisa por el interior de su
pantalón. Lo hizo sin interrumpir el
encuentro de nuestras miradas,
ascendiendo sus manos hasta el cuello
de su camisa para volver a colocarse el
nudo de la corbata. Se relamió los
labios en una breve y natural acción,
frunciendo inconscientemente el
entrecejo. Esa clase de fruncimiento que
se lleva a cabo cuando la luz es
demasiado intensa y está desgastando tu
sentido visual.

—Perdóname —susurró.

Se encaminó hacia la puerta de salida, a


grandes zancadas, golpeando mi cuerpo
con uno de los laterales del suyo. Intenté
atrapar su brazo, pero se deshizo de ello
con un rápido y preciso movimiento de
hombro.

—¿Ya está, te vas? —Alcé la voz, ante


la horrorosa y bestial distancia que nos
separaba.

Su mano no llegó a tocar el pomo de la


puerta que se quedó totalmente quieto
frente a ésta. Escuché su débil
respiración y me entraron unas horribles
ganas de echarme a llorar.
No era algo que quería regalarle, no
quería que fuese consciente de mis
lágrimas, aun sabiendo que sería más
que conocedor del daño que estaba
provocándome con su incongruente
inestabilidad. Con su estúpida y absurda
obcecación, cabezonería, tozudez y
orgullo.
Porque Pace era orgulloso, incluso
consigo mismo.
—Nunca fui lo suficientemente valiente
para ti, ¿verdad? —Mascullé con
debilidad, con el hilo de voz intentando
surgir desde mi irritada garganta—.
Quizá esto era algo más entre tus
estúpidos planes… Puede que prefieras
verme así que muerta, lo cual es incluso
peor, ¿sabes? —Antes de que pudiese
añadir alguna frase dolorosa más, no
sólo para él sino para mí también,
caminó hasta mí para tomar mi rostro
entre sus manos y cortarme la
respiración con un profundo beso capaz
de arremeter hasta con el peor de los
huracanes.
Apoyó su frente contra la mía,
respirando con más facilidad que yo.
Noté su tabique nasal contra el mío y
cómo sus pulgares temblaban contra mis
mejillas.

—De lo valiente que eres, Johanna,


pecas de impulsiva —musitó, con
dificultad para deshacerse el contacto de
mis labios. Sólo quería besarle. No
quería hacer otra cosa que no fuera
besarle—. Siempre serás la persona más
valiente, estúpida e inconsciente que
conozco —susurró, impidiéndome
besarle.

Escuché ese gruñido…


Escuché el gruñido tan propio de él, de
su cruz; tan propio de su desesperación
contra sí mismo.
Y fue lo último que escuché antes de
verlo desaparecer.
Continuará.

Anda mungkin juga menyukai