DONDE
MUEREN
LOS GLOBOS
establecidas por las leyes, la reproducción total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la
reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos. No
obstante, está permitida la reproducción parcial de esta obra con fines promocionales, publicitarios, inspiracionales
o para reseñas del contenido de la misma en cualquier medio escrito o digital, con la única obligación de citar al
Este libro ha sido publicado de forma autónoma por el titular del copyright, sin el apoyo de una editorial. Por este
motivo, es posible que el contenido contenga algunos errores ortográficos y/o erratas.
Los globos perdidos
Vamos a contar verdades. Vamos a fingir que el mundo se ha
detenido y nadie nos está viendo, que durante un rato podemos
contarnos nuestros secretos más íntimos. Vamos a hablar sin
mordazas, a mirar sin lentes y a sentir sin reparos. Por un momento,
vamos a imaginar que contar la verdad no es un tabú y nadie se
sorprenderá de nada de lo que podamos decir. Vamos a jugar a este
juego, tú y yo solos, a ver qué pasa.
Porque últimamente tengo la sensación de que está de moda ir por
la vida disfrazado, escondiendo los miedos y mostrando la cara
idónea en cada momento, sin importar si es auténtica. Se llevan la
mentira y la ficción. Se lleva no ser uno mismo, sino ser uno más del
rebaño que no se salga de la norma, ni se imponga a las leyes
sociales establecidas sin darnos cuenta. Vivimos bajo la norma del
postureo, de las fachadas imposibles y la sed de comments y likes.
Corazones y pulgares por doquier. Vivimos por y para la galería, esa
que nos dice que la felicidad está en la cantidad y no en la calidad.
Nos alejamos cada vez más de todo lo que nos hace humanos.
Los que aún tenemos sentimientos somos los raros. No encajamos
porque somos personas anticuadas, simples y estúpidas que se dejan
llevar por el corazón y no por el éxito social. Los que mostramos
nuestras debilidades somos ahora ciudadanos de segunda, o eso
parece, porque lo lógico en esta nueva sociedad es tirar siempre
hacia delante, vivir como si no hubiera mañana, desechar todo
aquello que no sea efímero y buscar en nuestro entorno placeres
pasajeros que nos llenen el timeline y nos vacíen el cerebro. Y por
supuesto que he formado y formo parte de esa nueva moda social
absurda y simplista, de ahí que haya decidido comenzar este juego.
Por una vez, voy a ser distinto al resto. Tan sólo por un tiempo, voy a
hablar de todo lo que nunca he hablado. Voy a hablar de cosas que,
aparentemente, no le interesan a nadie. Voy a ser, tanto en sentido
figurado como literal, un libro abierto. A ver qué pasa.
Y es que ya me he cansado de sentarme a esperar, de mirar desde
este lado cómo es el mundo y aceptarlo sin más. Llevo tiempo
pensando que ahora es el momento de escribir algo por y para mí, y
hacerlo público para dejar de ser una oveja más del rebaño y, para
variar, mostrar lo que soy como persona individual. Llevaba bastante
tiempo bloqueado con otras historias y creo que era porque
necesitaba escribir esta. Necesitaba hablar de algo que fuese real, no
tener que inventar personajes y situaciones, mirar hacia atrás y
recuperar historias reales gracias o por culpa de las cuales soy quién
soy, cómo soy y estoy donde estoy.
Algunos habrán dejado de leer ya. Se habrán dado cuenta de que
esto no va a ser una novela como otra cualquiera, que no voy a
contar una historia ficticia, sino la mía. O al menos parte de ella.
Pero quizás tú sigues leyendo y he conseguido captar tu atención.
Quizás a ti sí te interese lo que voy a contar en las siguientes páginas
porque, como yo, prefieres conocer la vida de las personas desde
dentro en vez del exterior que todos compartimos a diario en
internet. Quizás tú seas de esos pocos que aún creen en las relaciones
humanas, en compartir vivencias y sentimientos, en conectar más
allá de lo físico. Quizás tú sí me hayas invitado a sentarme en tu sofá
y estés preparando café para tener una pequeña conversación juntos.
Quizás tú sí quieras conocerme. Después de leer esto, sabrás más
cosas de mí que mi propia familia.
Sé que no soy famoso como para publicar una biografía. Y
tampoco tengo una vida apasionante que pueda llenar un libro de
aventuras y desventuras que atrapen al lector como si fuera una
novela de fantasía. Aunque reconozco que más de un pasaje de mi
adolescencia bien podría servir como guía para una serie de Netflix.
Sólo tengo mi verdad y la repentina necesidad de plasmarla para que
quede constancia de que siento y existo. Quizás este proyecto me
sirva como puente entre una etapa de mi vida que quiero dejar atrás y
otra nueva. Considero que no es necesario ser un personaje de
renombre para poder contar anécdotas de tu vida. De hecho, nunca
me ha interesado la vida de los famosos por el mero hecho de serlo.
Creo que lo que hace llamativas a las personas son otras cosas que
van más allá de la fama o el morbo sensacionalista. Prefiero mil
veces ver a desconocidos en televisión o YouTube contando
anécdotas que un reality de la celebrity de turno. Es mucho más
honesta la vida de un personaje aleatorio plasmada en un reportaje
acerca de personas que se han ido a vivir fuera de su país, que un
sinfín de escenas guionizadas y estudiadas al detalle sobre la vida y
obra de, yo que sé, Ozzy Osbourne o Kim Kardashian.
Ahora es cuando te estarás preguntando si el contenido de este
pequeño libro está basado en mi propia vida o sólo soy un personaje
de ficción que finge ser real, pero ya dije que íbamos a contar
verdades, ¿no? A diferencia del resto de mis escritos, lo único
ficticio que hay en este trabajo es la fotografía de la portada. No sé si
es valiente, temerario, inconsciente o qué, pero si estás leyendo esto
ya es tarde para echarme atrás.
No te preocupes. No tengo el ego tan grande ni el armario tan
lleno de cadáveres como para entretenerte durante meses. Si te
quedas conmigo, te prometo que terminaremos antes de que te des
cuenta. Eso sí, por el camino probablemente leas cosas que no
esperabas, otras que quizás te parezcan absurdas y otras que, a lo
mejor, te hagan sentir incómodo. Pero nunca me han gustado las
medias tintas. Siempre me han educado bajo la premisa de que los
trapos sucios se lavan en casa y que uno no debe airear sus
intimidades, pero ese estilo de vida lo único que ha conseguido es
llenarme el pecho de miedo e inseguridades. Creo que cada uno
decide cómo y cuán privada su vida debe ser. Tal vez escribir esto
también es una forma de rebelarme contra algunas de las estupideces
que me han inculcado y que no valdrán un pimiento cuando esté
muerto y enterrado... o incinerado, aún no lo he decidido. Aún así,
considero necesario dejar claro que, indistintamente del resultado
final de esta aventura, mi intención con estas página no va más allá
de mostrar una bagaje emocional cuyo peso llevo soportando durante
mucho tiempo. Y ya no tengo edad para ir por ahí con tanta carga
sobre los hombros.
Bueno, dejemos las justificaciones innecesarias y volvamos a lo
que importa: las verdades. ¿Sabes qué? Soy especialista en dejar
pasar las oportunidades que la vida me ofrece. Una tras otra, sin
cesar, han ido desfilando ante mí esperando ser elegidas y yo,
ignorante y cobarde, las he ido desechando como si sobraran.
Dicen que el tren sólo pasa una vez, pero es mentira. Hay muchos
trenes y, si no coges este, podrás coger el siguiente. De hecho, dos
trenes distintos pueden llevarte al mismo destino. Perder uno, a veces
sólo significa que llegarás un poco más tarde. En cambio, mi vida se
ha llenado de globos perdidos. Como cuando eras pequeño y te
compraban un globo de helio con la forma de tu personaje animado
favorito. Seguro que alguna vez soltaste la cuerda a la que estaba
atado y, cuando reaccionaste, ya se había escapado y ascendía sin
parar hacia lo más alto, entre edificios y por encima de las copas de
los árboles. Lo habías perdido para siempre. Pues yo he hecho lo
mismo con las oportunidades. He dejado escapar momentos que sé
que nunca volverán, que aunque quisiera no podrían repetirse jamás.
Y claro, eso significa que a día de hoy tengo un arsenal de globos
perdidos en la memoria. Una cantidad enorme de oportunidades que
me recuerdan constantemente todas y cada una de las personas en las
que me podría haber convertido si hubiera tomado alguno de esos
caminos. Cada globo perdido representa una vida que pude tener y
dejé que se esfumara entre mis dedos. A veces por inconsciencia,
otras por temerario y otras, simplemente, por cobarde.
También he decidido escoger muchas otras oportunidades y
aprovecharlas, pero yo soy de los que se arrepienten más de las cosas
que no han hecho que de aquellas que sí hicieron. Por lo tanto, de
nada me sirve estar donde estoy y conseguir lo que he conseguido, si
soy un testarudo obsesionado con todos esos maravillosos globos
que perdí y que nunca voy a recuperar. En vez de pensar en todo lo
que soy, no dejo de culparme por todo lo que no soy. Y lo peor es
que darme cuenta de ello no me sirve para cambiar. Tiendo a analizar
cada aspecto de mi vida y a darle mil vueltas a las cosas, lo que
provoca que esté constantemente siendo plenamente consciente de
todos y cada uno de los errores que voy cometiendo. Y, a posteriori,
me lamento por esas pequeñas cosas que no he conseguido y que, al
acumularse, se convierten en amargas frustraciones.
Por ejemplo, cada vez que veo una serie o película norteamericana
y veo la clase de colegios que tienen, pienso en cómo me gustaría
haber vivido algo así. No sólo el hecho de volver a esa época, sino de
vivirla allí, en los Estados Unidos, de esa forma tan peculiar. Formar
parte del equipo de fútbol, o ser del grupo de los nerds, estar rodeado
de animadoras o ser la mascota del equipo. Pero, sobre todo, ir al
baile de graduación. Sentir esos nervios al buscar pareja para asistir
al mismo, o incluso la decepción de ir solo. Me daría igual pasar por
eso con tal de estar viviendo esa experiencia. Y lo dramáticos que
son para elegir Universidad y preguntarse con quién compartirán
habitación en la facultad. O mejor, querer formar parte de una
hermandad e ir a fiestas locas donde jugar al beer-pong y liarme con
alguien en el piso de arriba. El verdadero sueño americano es vivir
todo eso.
Otro globo que dejé escapar es el de ser deportista. Me gustaría
haber sido surfero o futbolista, sobre todo lo primero, pero
evidentemente ya no estoy a tiempo. Como decía Shakira en una
canción, “no entiendo de fútbol”, y mi equilibrio de unos años para
acá es tan malo que no creo que pudiera aguantar más de tres
segundos encima de una tabla de surf. Tampoco tengo el cuerpo y la
edad para empezar ahora con ninguna de esas dos cosas. Y, aunque
sé que estoy equivocado, también me da por pensar que pasados los
30 años no es buen momento para decidir ser deportista después de
media vida de sedentarismo. Pero no puedo evitar imaginarme una
hipotética vida en la que hubiera elegido practicar el surf, viviendo
siempre cerca de la playa y sintiendo pasión por las olas. Me pone de
mal humor saber que solo tengo una vida y no puedo volver atrás
para tomar otras decisiones que me ayuden a tener esas vivencias que
añoro.
También he soñado con ser cantante. A veces, los globos perdidos
no los he dejado escapar, sino son simplemente situaciones que
nunca se van a dar aunque quisiera. ¿Quién no ha cantado en la
ducha? Yo lo hago. Cierro los ojos y me imagino que estoy en un
escenario rodeado de público y que tengo que controlar los nervios
para darlo todo en mi actuación. Otras veces incluso me sitúo en un
reality musical tipo X Factor, sabiendo que me estoy jugando la
crítica de un jurado y los votos por teléfono de mis imaginarios fans.
Y no es que cante precisamente bien, pero cuando estoy solo no hay
nadie que me diga lo contrario.
Otro de mis globos perdidos es el de crecer en un residencial
norteamericano –parece que tengo obsesión por los Estados Unidos,
pero juro que no–, en una casa de madera con un porche enorme y un
columpio hecho con cuerdas y un neumático en el árbol de la
entrada. Tener mi propia habitación en el piso de arriba, con un
telescopio junto a la ventana y un desván lleno de trastos inútiles.
Salir a jugar en el césped de la entrada y conocer a todos y cada uno
de los vecinos de la calle. Hacer barbacoas en el jardín trasero.
Moverme en bicicleta y recibir el periódico todas las mañanas en la
puerta. Que el chico que me gusta escale la pared y entre a
escondidas por mi ventana en mitad de la noche... Por más que
quiera, es algo que nunca podrá ocurrir porque, para conseguirlo,
tendría que volver a nacer.
O, por supuesto, haber estudiando más y mejor. Me gusta mi
trabajo, de hecho me apasiona, pero no quita para que desee tener le
posibilidad imposible de tener otras vidas paralelas en las que
dedicarme a otros oficios, crecer en otros lugares el mundo o
relacionarme con personas completamente distintas a las actuales;
incluso tener una familia diferente. También me gustaría estudiar
otra carrera, y técnicamente eso a día de hoy aún es posible, pero no
tengo la predisposición suficiente porque mi vida actual ya es
demasiado compleja y no me permite darme determinados lujos.
Muchas veces mi frustración está provocada por mi falta de
motivación y mi completa inutilidad a la hora de empujarme a
realizar proyectos diferentes a los habituales.
A veces también me gustaría poder elegir mi sexualidad. Dejar de
sentir lo que siento y optar por el camino fácil, que sería ser
heterosexual. Si existiera una pastilla para dejar de ser gay, creo que
me la tomaría. Y no es porque me avergüence de lo que soy o porque
haya tenido problemas por serlo –soy de los que han tenido suerte y
nunca han tenido ninguna mala experiencia respecto a ese tema–,
sino porque creo firmemente que mi vida sería mucho más fácil así,
en lo que a la búsqueda del amor se refiere. El amor... Sólo en esa
palabra se acumulan muchos de mis globos perdidos. Aunque,
conociendo mi suerte, si se cumpliera el deseo, probablemente
empezaría a atraer chicos como si no hubiera mañana y en cambio
las chicas no me harían ni caso. Que es, básicamente, la historia de
mi vida pero al revés.
Por el camino he dejado muchos otros globos, tanto reales como
hipotéticos, que se han ido acumulando haciendo que cada vez me
cueste más aceptar el presente que me toca vivir. Y, si me paro a
pensar, siguen surgiendo más y más oportunidades perdidas o que
nunca tuvieron tan siquiera la capacidad de ocurrir, porque la vida
que me ha tocado tener, y en parte he provocado yo, es esta y no hay
más posibilidades. Al final no hay un botón de reset para volver a
empezar en otro lugar y en otro tiempo.
Ojalá fuera tan fácil como terminar la partida o dejarse matar,
insertar una nueva moneda y volver a empezar haciéndolo todo de
otra forma. En cambio, en la vida no hay insert coin, pero sí hay
game over. Y, a pesar de ello, tengo claro que quiero seguir jugando.
Divagando
Solía pensar que la muerte es lo peor que podría ocurrirme.
Tiempo después descubrí que hay cosas peores que morirse, como
por ejemplo que se muera un ser querido y no puedas aceptarlo o tan
siquiera comprenderlo.
Solía pensar que el amor es lo mejor que podría ocurrirme.
Tiempo después comprobé que estaba en lo cierto, pero también
que podía ser tan cruel como la muerte y tan despiadado como la
peor de las torturas.
Al final, entendí que la muerte sólo da miedo cuando hay amor de
por medio y el verdadero dolor del amor sólo surge cuando la muerte
juega sus cartas.
Algunos dirán que no he vivido mucho y otros que lo he vivido
todo, depende de en qué lado de la vida se sitúe cada uno. Pero cada
persona es única en su interior y no se pueden juzgar las experiencias
de nadie fuera de su propio contexto personal. Gracias a mi constante
personalidad contradictoria, hay días en los que pienso que la vida no
tiene nada más que aportarme y hay otros en los que me hundo
porque me queda tanto por hacer que no me daría tiempo ni viviendo
varias veces.
Como una melodía mecida imaginariamente en mi cabeza, frágil y
tierna, inesperada y repetitiva, tan dulce como insoportable y tan
inestable que ahora está y de pronto desaparece. Así ha sido mi vida
desde que empecé a dejar de ser un niño para convertirme en el
hombre que intento ser ahora. Inquieta, perturbadora, ansiosa y
caprichosa. Una vida incoherente, llena de altibajos, indecisiones y
cambios constantes; como le ocurre a casi todo el mundo, supongo.
Quizás una buena vida, según con cuál la compares. Nuevamente,
influye el contexto.
Dicen que a cada uno le duele lo suyo y a mí lo mío me ha dolido
hasta ese punto en el que el dolor se vuelve parte del día a día y,
aparentemente, deja de hacer daño, aunque sigue ahí. También he
sido feliz, no voy a ser hipócrita, pero por algún motivo siempre me
he empeñado en recordar lo malo y dejar lo bueno en el pasado.
Siempre he sido de esos que ven el vaso medio vacío, de los que se
preparan para lo peor, de los que prefieren pensar mal y acertar a ser
positivos y llevarse el chasco.
Es posible que mi problema haya sido que siempre he idealizado la
vida, al igual que he idealizado el amor. Porque la vida es amor y sin
amor no hay vida, sea de la clase que sea. Y es que uno no empieza a
vivir en serio hasta que se da cuenta de que el mundo no es un lugar
que se deba idealizar, que los sueños se construyen cuando es de día
y que el amor no llega de la noche a la mañana tan sólo con desearlo.
Ser feliz es un trabajo a tiempo completo que requiere esfuerzo,
dedicación, paciencia y compromiso con uno mismo. Uno no puede
pretender ser feliz todo el tiempo, pero sí intentar serlo con
frecuencia. Y últimamente reconozco que dicha frecuencia es más
bien escasa.
Porque el amor no es ser felices para siempre en un viaje que
nunca deja de ascender, sino vivir momentos intensos que inunden la
caja de los recuerdos positivos; esos que yo me he acostumbrado a
guardar en un cajón que sólo abro cuando realmente lo necesito.
Capturar esos detalles que ayuden a borrar los días difíciles y sentir,
tanto en el corazón como en la cabeza, que estoy en un lugar seguro,
aunque llueva de vez en cuando. Y si la felicidad y el amor se
acaban, no hay que lamentarse y dar por hecho que el vivir ya no
tiene sentido, porque siempre habrá una nueva oportunidad para
volverlos a sentir. Quizás en otro lugar y tal vez con otras personas,
pero volverán. Porque el amor, como la vida, es imprevisible e
indiscreto, te sobresalta cuando menos lo esperas y revuelve tus
entrañas para hacerte sentir que estás vivo y que con eso es suficiente
para que ocurra todo lo demás.
No hablo del amor de pareja en exclusiva, sino del amor en
general por cualquier cosa que nos descoloque los sentidos. Una
persona, un trabajo, un deporte, un lugar, un cielo... Cosas que yo,
por lo general, he descubierto a cuentagotas, pero de las que nunca
he llegado a disfrutar plenamente. Nunca he tenido un amor tan
trascendental que me retuviera metido en la cama cuando se
terminara, ni me apasiona el lugar donde vivo, ni tengo una conexión
tan grande con alguien que no entienda la vida sin esa persona. Y,
por supuesto, para mí la adrenalina es uno de los peores sentimientos
del mundo. No entiendo esa gente que es adicto a ella.
Por fin ha empezado a llover mientras escribo estas líneas. Con lo
que me gusta. Ojalá pudiera conformarme con eso y ver el amor ahí,
en esas gotas que caen y limpian todo a su paso. Pero yo siempre
espero más de las cosas. Necesito ir más allá aunque la mayoría de
las veces no hay más.
Sinceramente, creo que nunca he conocido el amor verdadero,
pese a que lo busque en todas partes y crea firmemente que me lo
merezco. Es posible que algún día llegue.
Toco madera, aunque nunca he sido especialmente supersticioso.
Tampoco religioso. A pesar de ello, me he encontrado muchas veces
preocupado por si mis acciones o pensamientos podrían tener
consecuencias poco agradables en el más allá. Me he sentido pecador
pese a ser un invento de la religión. Y me he sentido castigado por
fuerzas que trascienden lo terrenal, aunque realmente tengo claro que
nadie controla nuestra existencia. Toda la vida he recibido tanta
educación en ese ámbito que he acabado siendo un cúmulo de
contradicciones constantes que se debate entre seguir sus instintos o
las voces del pasado que me inculcaron unas creencias en las que no
creo, valga la redundancia.
Mi abuela siempre decía que es más práctico ser creyente que no
serlo y así me lo hacía saber cuando me cuidaba durante los meses de
vacaciones. Siempre andaba con algún rosario en la mano,
intentando convencerme de que lo llevara conmigo. También
hablaba de santos, vírgenes y demás personajes bíblicos cuyo sólo
nombramiento ya me hacía sentir incómodo. Creo que en el fondo
siempre opuse resistencia a toda esa vorágine ética y religiosa,
incluso antes de tener la suficiente información como para
convencerme de que nada de aquello era real. Lo siento si ofendo a
alguien. Y, a pesar de ello, ha quedado en mí esa lucha interna entre
mis propias creencias y las de los que me rodeaban cuando crecía.
Realmente no sé cómo tuvo ese poder sobre mí, ya que nuestra
relación nunca fue tan vital y estrecha como otras que he conocido.
Yo no veía en mi abuela ningún tipo de referente, ni alguien de quién
aprender. La respetaba con toda la educación que mi corta edad me
permitía, la escuchaba, obedecía sus órdenes… Pero nunca llegamos
a tener una conexión especial. No recuerdo haberle dado ningún
abrazo porque realmente lo necesitara, ni pedirle consejos útiles, de
esos que dicen que sólo las abuelas saben dar. Yo nunca tuve una de
esas inolvidables abuelas que te marcan la personalidad. A mí otra
abuela nunca la llegué a conocer.
Nunca le hablé de mi vida personal. Probablemente, para ella yo
era casi un desconocido y no fue hasta el día de su entierro cuando
descubrí, entre inesperados llantos que me comprimían el pecho, lo
que realmente sentía; que en verdad sí la necesitaba en mi vida,
simplemente porque no haber dependiendo de ella en veinte años no
significaba que no pudiera hacerlo después. Nada está escrito y a lo
mejor, con el tiempo, nuestra relación hubiera mejorado. Claro que
me di cuenta cuando ya era tarde.
Y creo que lo mismo ha ocurrido de forma continuada en todos los
aspectos de mi vida, sin llegar a extremos mortales. Nunca he
apreciado de verdad las cosas que tengo y a las personas que me
rodean hasta que han desaparecido. Desconozco si ha sido por
inconsciencia o a consecuencia de la mala suerte, pero así ha
funcionado mi vida desde hace algunos años y, honestamente, no veo
el final del túnel. No sé si ha sido la buena o la mala suerte, pero, de
cualquier modo, una de ellas –o ambas– ha conducido mi trayecto
por el sendero que llega hasta este instante en el que me encuentro
ahora. Y no puedo decir que realmente sea la persona que quiero ser,
ni tampoco la que mi entorno espera que sea.
Soy una persona que vive en una contradicción continua. Me
considero muy inconformista, porque nunca estoy contento con nada,
me aburro de las cosas rápido, exijo demasiado y busco siempre
mejorar todo aquello que tengo entre manos; pero al mismo tiempo
vivo conformándome con todo aquello que me da miedo o pereza
cambiar. Me gusta la coherencia y la busco siempre en mi trabajo y
en mis relaciones personales, pero luego yo soy el claro ejemplo de
persona incoherente que no sigue sus propios consejos. Odio el
postureo y la gente que aparenta lo que no es, por eso trato de ser
auténtico y diferenciarme del resto; pero una y otra vez caigo en la
costumbre de fingir cosas que no soy o de intentar dar una imagen
diferente de la que realmente estoy viviendo. Me gusta la honestidad
y presumo de ser una persona transparente que siempre va de cara,
pero en verdad me cuesta bastante decir según qué cosas negativas o
rechazar a alguien. Y, quizás lo más importante, quiero creer que me
da igual lo que la gente opine de mí, pero aquí estoy contando mi
vida esperando recibir un feedback y nervioso por la posible mala
reacción que puedan causar estas páginas. Todo lo que soy es todo en
lo que puedo errar.
Si miro hacia atrás, una parte de mí quisiera cambiar cientos de
cosas. Algunas que dije, otras que no dije, las cosas que hice y, sobre
todo, las que no hice. Luego está la otra parte que considera que, de
cambiar algo, mi vida actual sería muy distinta y, tal vez, peor. Por lo
que esa contradicción que me caracteriza se obsesiona una y otra vez
con querer cambiar el pasado y, al mismo tiempo, no querer tocar el
presente, por si a caso. Como si quisiera desdoblarme en dos, o más,
y vivir varias vidas paralelas al mismo tiempo, abarcando todo
aquello que no he sido pero manteniendo todo lo que soy.
Suena un poco narcisista, pero me gusta mi forma de ser, mi
personalidad, mi mentalidad y mis principios morales –que son
pocos–. Lo que no me gusta es, irónicamente, que esta forma de
pensar me trae más problemas que alegrías y provoca que me
distancie del mundo que me rodea porque nunca nadie es suficiente,
nada es suficiente, nunca. Ya dije que soy inconformista.
Algunos me tachan de superficial, pero creo que mis exigencias
van más allá. Tan lejos que ni yo mismo sé exactamente lo que
quiero y espero. Y no sólo en otras personas, sino en experiencias en
general, en el trabajo, en mis relaciones, en mis sentimientos, etc. No
me permito el más mínimo fallo y, cuando los tengo, porque es
evidente que los tengo, no sé gestionarlos de una forma correcta. No
sé canalizar mis imperfecciones y aceptarlas, por lo que tampoco se
hacer lo propio con las de todo aquello que me rodea. Y en el fondo,
no muy profundo, sé que no tengo maldad alguna, pero esta forma de
ser muchas veces hace que parezca lo contrario. Siempre he sido el
antipático, el borde, el renegado, el aislado, el que se cierra en sí
mismo, el que no cuenta nada de lo que le preocupa... Siempre con la
fachada de acero que impida que me hagan daño o hacérmelo yo
mismo. Siempre evitando todo lo que suponga un riesgo
injustificado.
Inocencia
Inocencia jugaba entre algodones e ignorancia.
Aquella vez tenía siete, como días tiene la semana.
Cuando el hambre enfurecía sus tripas y adormecía sus sentidos, el
eco del estruendo avivó su curiosidad.
Corrió a satisfacerla a través del sendero de hormigón.
El estruendo habitual. Ese que por costumbre se había vuelto
débil. Ese que de tanto mostrarse se había vuelto corriente. Tan
corriente que no imaginó lo que iba a acontecer.
El estruendo cambió su forma, cambió su cara. Se volvió inestable
y caprichoso. Entró en cólera y nubló su juicio.
Furia e Imprudencia, sangre de su sangre, se batían en duelo.
El estruendo retumbaba el aire y avivaba el enfrentamiento.
Imprudencia atacaba sin descanso. Desconocía que Furia no había
mostrado aún su peor rostro. Juntas bailaban bajo el sonido de los
acordes del diablo.
A través de la tormenta de soldados sonoros que atacaban sin
piedad, Furia se enfiló hacia el afilado demonio cotidiano y lo hizo
suyo, aún sabiendo el poder que poseía.
Imprudencia se tornó en Miedo.
Furia y Miedo luchaban desnudos en un combate que acercaba el
infierno. El final parecía acercarse.
Inocencia, asustada, contemplaba el vaivén de tiempos que
jugaban al borde del abismo, a punto de ser destruidos. Furia contra
Miedo, sangre contra sangre, en una misión inconsciente de arrebatar
el tiempo que le había sido entregado.