Anda di halaman 1dari 108

LUGAR EL

DONDE
MUEREN
LOS GLOBOS

PERDIDOS JAVIER MARTÍNEZ


©2017 Javier Martínez
javiermartinez.me
facebook.com/javiermartinezbooks
instagram.com/iermartinez
twitter.com/iermartinez

Diseño de cubiertas: Javier Martínez


Fotografía de portada: Pexels.com
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones

establecidas por las leyes, la reproducción total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la
reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos. No

obstante, está permitida la reproducción parcial de esta obra con fines promocionales, publicitarios, inspiracionales

o para reseñas del contenido de la misma en cualquier medio escrito o digital, con la única obligación de citar al

titular del copyright.

Este libro ha sido publicado de forma autónoma por el titular del copyright, sin el apoyo de una editorial. Por este

motivo, es posible que el contenido contenga algunos errores ortográficos y/o erratas.
Los globos perdidos
Vamos a contar verdades. Vamos a fingir que el mundo se ha
detenido y nadie nos está viendo, que durante un rato podemos
contarnos nuestros secretos más íntimos. Vamos a hablar sin
mordazas, a mirar sin lentes y a sentir sin reparos. Por un momento,
vamos a imaginar que contar la verdad no es un tabú y nadie se
sorprenderá de nada de lo que podamos decir. Vamos a jugar a este
juego, tú y yo solos, a ver qué pasa.
Porque últimamente tengo la sensación de que está de moda ir por
la vida disfrazado, escondiendo los miedos y mostrando la cara
idónea en cada momento, sin importar si es auténtica. Se llevan la
mentira y la ficción. Se lleva no ser uno mismo, sino ser uno más del
rebaño que no se salga de la norma, ni se imponga a las leyes
sociales establecidas sin darnos cuenta. Vivimos bajo la norma del
postureo, de las fachadas imposibles y la sed de comments y likes.
Corazones y pulgares por doquier. Vivimos por y para la galería, esa
que nos dice que la felicidad está en la cantidad y no en la calidad.
Nos alejamos cada vez más de todo lo que nos hace humanos.
Los que aún tenemos sentimientos somos los raros. No encajamos
porque somos personas anticuadas, simples y estúpidas que se dejan
llevar por el corazón y no por el éxito social. Los que mostramos
nuestras debilidades somos ahora ciudadanos de segunda, o eso
parece, porque lo lógico en esta nueva sociedad es tirar siempre
hacia delante, vivir como si no hubiera mañana, desechar todo
aquello que no sea efímero y buscar en nuestro entorno placeres
pasajeros que nos llenen el timeline y nos vacíen el cerebro. Y por
supuesto que he formado y formo parte de esa nueva moda social
absurda y simplista, de ahí que haya decidido comenzar este juego.
Por una vez, voy a ser distinto al resto. Tan sólo por un tiempo, voy a
hablar de todo lo que nunca he hablado. Voy a hablar de cosas que,
aparentemente, no le interesan a nadie. Voy a ser, tanto en sentido
figurado como literal, un libro abierto. A ver qué pasa.
Y es que ya me he cansado de sentarme a esperar, de mirar desde
este lado cómo es el mundo y aceptarlo sin más. Llevo tiempo
pensando que ahora es el momento de escribir algo por y para mí, y
hacerlo público para dejar de ser una oveja más del rebaño y, para
variar, mostrar lo que soy como persona individual. Llevaba bastante
tiempo bloqueado con otras historias y creo que era porque
necesitaba escribir esta. Necesitaba hablar de algo que fuese real, no
tener que inventar personajes y situaciones, mirar hacia atrás y
recuperar historias reales gracias o por culpa de las cuales soy quién
soy, cómo soy y estoy donde estoy.
Algunos habrán dejado de leer ya. Se habrán dado cuenta de que
esto no va a ser una novela como otra cualquiera, que no voy a
contar una historia ficticia, sino la mía. O al menos parte de ella.
Pero quizás tú sigues leyendo y he conseguido captar tu atención.
Quizás a ti sí te interese lo que voy a contar en las siguientes páginas
porque, como yo, prefieres conocer la vida de las personas desde
dentro en vez del exterior que todos compartimos a diario en
internet. Quizás tú seas de esos pocos que aún creen en las relaciones
humanas, en compartir vivencias y sentimientos, en conectar más
allá de lo físico. Quizás tú sí me hayas invitado a sentarme en tu sofá
y estés preparando café para tener una pequeña conversación juntos.
Quizás tú sí quieras conocerme. Después de leer esto, sabrás más
cosas de mí que mi propia familia.
Sé que no soy famoso como para publicar una biografía. Y
tampoco tengo una vida apasionante que pueda llenar un libro de
aventuras y desventuras que atrapen al lector como si fuera una
novela de fantasía. Aunque reconozco que más de un pasaje de mi
adolescencia bien podría servir como guía para una serie de Netflix.
Sólo tengo mi verdad y la repentina necesidad de plasmarla para que
quede constancia de que siento y existo. Quizás este proyecto me
sirva como puente entre una etapa de mi vida que quiero dejar atrás y
otra nueva. Considero que no es necesario ser un personaje de
renombre para poder contar anécdotas de tu vida. De hecho, nunca
me ha interesado la vida de los famosos por el mero hecho de serlo.
Creo que lo que hace llamativas a las personas son otras cosas que
van más allá de la fama o el morbo sensacionalista. Prefiero mil
veces ver a desconocidos en televisión o YouTube contando
anécdotas que un reality de la celebrity de turno. Es mucho más
honesta la vida de un personaje aleatorio plasmada en un reportaje
acerca de personas que se han ido a vivir fuera de su país, que un
sinfín de escenas guionizadas y estudiadas al detalle sobre la vida y
obra de, yo que sé, Ozzy Osbourne o Kim Kardashian.
Ahora es cuando te estarás preguntando si el contenido de este
pequeño libro está basado en mi propia vida o sólo soy un personaje
de ficción que finge ser real, pero ya dije que íbamos a contar
verdades, ¿no? A diferencia del resto de mis escritos, lo único
ficticio que hay en este trabajo es la fotografía de la portada. No sé si
es valiente, temerario, inconsciente o qué, pero si estás leyendo esto
ya es tarde para echarme atrás.
No te preocupes. No tengo el ego tan grande ni el armario tan
lleno de cadáveres como para entretenerte durante meses. Si te
quedas conmigo, te prometo que terminaremos antes de que te des
cuenta. Eso sí, por el camino probablemente leas cosas que no
esperabas, otras que quizás te parezcan absurdas y otras que, a lo
mejor, te hagan sentir incómodo. Pero nunca me han gustado las
medias tintas. Siempre me han educado bajo la premisa de que los
trapos sucios se lavan en casa y que uno no debe airear sus
intimidades, pero ese estilo de vida lo único que ha conseguido es
llenarme el pecho de miedo e inseguridades. Creo que cada uno
decide cómo y cuán privada su vida debe ser. Tal vez escribir esto
también es una forma de rebelarme contra algunas de las estupideces
que me han inculcado y que no valdrán un pimiento cuando esté
muerto y enterrado... o incinerado, aún no lo he decidido. Aún así,
considero necesario dejar claro que, indistintamente del resultado
final de esta aventura, mi intención con estas página no va más allá
de mostrar una bagaje emocional cuyo peso llevo soportando durante
mucho tiempo. Y ya no tengo edad para ir por ahí con tanta carga
sobre los hombros.
Bueno, dejemos las justificaciones innecesarias y volvamos a lo
que importa: las verdades. ¿Sabes qué? Soy especialista en dejar
pasar las oportunidades que la vida me ofrece. Una tras otra, sin
cesar, han ido desfilando ante mí esperando ser elegidas y yo,
ignorante y cobarde, las he ido desechando como si sobraran.
Dicen que el tren sólo pasa una vez, pero es mentira. Hay muchos
trenes y, si no coges este, podrás coger el siguiente. De hecho, dos
trenes distintos pueden llevarte al mismo destino. Perder uno, a veces
sólo significa que llegarás un poco más tarde. En cambio, mi vida se
ha llenado de globos perdidos. Como cuando eras pequeño y te
compraban un globo de helio con la forma de tu personaje animado
favorito. Seguro que alguna vez soltaste la cuerda a la que estaba
atado y, cuando reaccionaste, ya se había escapado y ascendía sin
parar hacia lo más alto, entre edificios y por encima de las copas de
los árboles. Lo habías perdido para siempre. Pues yo he hecho lo
mismo con las oportunidades. He dejado escapar momentos que sé
que nunca volverán, que aunque quisiera no podrían repetirse jamás.
Y claro, eso significa que a día de hoy tengo un arsenal de globos
perdidos en la memoria. Una cantidad enorme de oportunidades que
me recuerdan constantemente todas y cada una de las personas en las
que me podría haber convertido si hubiera tomado alguno de esos
caminos. Cada globo perdido representa una vida que pude tener y
dejé que se esfumara entre mis dedos. A veces por inconsciencia,
otras por temerario y otras, simplemente, por cobarde.
También he decidido escoger muchas otras oportunidades y
aprovecharlas, pero yo soy de los que se arrepienten más de las cosas
que no han hecho que de aquellas que sí hicieron. Por lo tanto, de
nada me sirve estar donde estoy y conseguir lo que he conseguido, si
soy un testarudo obsesionado con todos esos maravillosos globos
que perdí y que nunca voy a recuperar. En vez de pensar en todo lo
que soy, no dejo de culparme por todo lo que no soy. Y lo peor es
que darme cuenta de ello no me sirve para cambiar. Tiendo a analizar
cada aspecto de mi vida y a darle mil vueltas a las cosas, lo que
provoca que esté constantemente siendo plenamente consciente de
todos y cada uno de los errores que voy cometiendo. Y, a posteriori,
me lamento por esas pequeñas cosas que no he conseguido y que, al
acumularse, se convierten en amargas frustraciones.
Por ejemplo, cada vez que veo una serie o película norteamericana
y veo la clase de colegios que tienen, pienso en cómo me gustaría
haber vivido algo así. No sólo el hecho de volver a esa época, sino de
vivirla allí, en los Estados Unidos, de esa forma tan peculiar. Formar
parte del equipo de fútbol, o ser del grupo de los nerds, estar rodeado
de animadoras o ser la mascota del equipo. Pero, sobre todo, ir al
baile de graduación. Sentir esos nervios al buscar pareja para asistir
al mismo, o incluso la decepción de ir solo. Me daría igual pasar por
eso con tal de estar viviendo esa experiencia. Y lo dramáticos que
son para elegir Universidad y preguntarse con quién compartirán
habitación en la facultad. O mejor, querer formar parte de una
hermandad e ir a fiestas locas donde jugar al beer-pong y liarme con
alguien en el piso de arriba. El verdadero sueño americano es vivir
todo eso.
Otro globo que dejé escapar es el de ser deportista. Me gustaría
haber sido surfero o futbolista, sobre todo lo primero, pero
evidentemente ya no estoy a tiempo. Como decía Shakira en una
canción, “no entiendo de fútbol”, y mi equilibrio de unos años para
acá es tan malo que no creo que pudiera aguantar más de tres
segundos encima de una tabla de surf. Tampoco tengo el cuerpo y la
edad para empezar ahora con ninguna de esas dos cosas. Y, aunque
sé que estoy equivocado, también me da por pensar que pasados los
30 años no es buen momento para decidir ser deportista después de
media vida de sedentarismo. Pero no puedo evitar imaginarme una
hipotética vida en la que hubiera elegido practicar el surf, viviendo
siempre cerca de la playa y sintiendo pasión por las olas. Me pone de
mal humor saber que solo tengo una vida y no puedo volver atrás
para tomar otras decisiones que me ayuden a tener esas vivencias que
añoro.
También he soñado con ser cantante. A veces, los globos perdidos
no los he dejado escapar, sino son simplemente situaciones que
nunca se van a dar aunque quisiera. ¿Quién no ha cantado en la
ducha? Yo lo hago. Cierro los ojos y me imagino que estoy en un
escenario rodeado de público y que tengo que controlar los nervios
para darlo todo en mi actuación. Otras veces incluso me sitúo en un
reality musical tipo X Factor, sabiendo que me estoy jugando la
crítica de un jurado y los votos por teléfono de mis imaginarios fans.
Y no es que cante precisamente bien, pero cuando estoy solo no hay
nadie que me diga lo contrario.
Otro de mis globos perdidos es el de crecer en un residencial
norteamericano –parece que tengo obsesión por los Estados Unidos,
pero juro que no–, en una casa de madera con un porche enorme y un
columpio hecho con cuerdas y un neumático en el árbol de la
entrada. Tener mi propia habitación en el piso de arriba, con un
telescopio junto a la ventana y un desván lleno de trastos inútiles.
Salir a jugar en el césped de la entrada y conocer a todos y cada uno
de los vecinos de la calle. Hacer barbacoas en el jardín trasero.
Moverme en bicicleta y recibir el periódico todas las mañanas en la
puerta. Que el chico que me gusta escale la pared y entre a
escondidas por mi ventana en mitad de la noche... Por más que
quiera, es algo que nunca podrá ocurrir porque, para conseguirlo,
tendría que volver a nacer.
O, por supuesto, haber estudiando más y mejor. Me gusta mi
trabajo, de hecho me apasiona, pero no quita para que desee tener le
posibilidad imposible de tener otras vidas paralelas en las que
dedicarme a otros oficios, crecer en otros lugares el mundo o
relacionarme con personas completamente distintas a las actuales;
incluso tener una familia diferente. También me gustaría estudiar
otra carrera, y técnicamente eso a día de hoy aún es posible, pero no
tengo la predisposición suficiente porque mi vida actual ya es
demasiado compleja y no me permite darme determinados lujos.
Muchas veces mi frustración está provocada por mi falta de
motivación y mi completa inutilidad a la hora de empujarme a
realizar proyectos diferentes a los habituales.
A veces también me gustaría poder elegir mi sexualidad. Dejar de
sentir lo que siento y optar por el camino fácil, que sería ser
heterosexual. Si existiera una pastilla para dejar de ser gay, creo que
me la tomaría. Y no es porque me avergüence de lo que soy o porque
haya tenido problemas por serlo –soy de los que han tenido suerte y
nunca han tenido ninguna mala experiencia respecto a ese tema–,
sino porque creo firmemente que mi vida sería mucho más fácil así,
en lo que a la búsqueda del amor se refiere. El amor... Sólo en esa
palabra se acumulan muchos de mis globos perdidos. Aunque,
conociendo mi suerte, si se cumpliera el deseo, probablemente
empezaría a atraer chicos como si no hubiera mañana y en cambio
las chicas no me harían ni caso. Que es, básicamente, la historia de
mi vida pero al revés.
Por el camino he dejado muchos otros globos, tanto reales como
hipotéticos, que se han ido acumulando haciendo que cada vez me
cueste más aceptar el presente que me toca vivir. Y, si me paro a
pensar, siguen surgiendo más y más oportunidades perdidas o que
nunca tuvieron tan siquiera la capacidad de ocurrir, porque la vida
que me ha tocado tener, y en parte he provocado yo, es esta y no hay
más posibilidades. Al final no hay un botón de reset para volver a
empezar en otro lugar y en otro tiempo.
Ojalá fuera tan fácil como terminar la partida o dejarse matar,
insertar una nueva moneda y volver a empezar haciéndolo todo de
otra forma. En cambio, en la vida no hay insert coin, pero sí hay
game over. Y, a pesar de ello, tengo claro que quiero seguir jugando.
Divagando
Solía pensar que la muerte es lo peor que podría ocurrirme.
Tiempo después descubrí que hay cosas peores que morirse, como
por ejemplo que se muera un ser querido y no puedas aceptarlo o tan
siquiera comprenderlo.
Solía pensar que el amor es lo mejor que podría ocurrirme.
Tiempo después comprobé que estaba en lo cierto, pero también
que podía ser tan cruel como la muerte y tan despiadado como la
peor de las torturas.
Al final, entendí que la muerte sólo da miedo cuando hay amor de
por medio y el verdadero dolor del amor sólo surge cuando la muerte
juega sus cartas.
Algunos dirán que no he vivido mucho y otros que lo he vivido
todo, depende de en qué lado de la vida se sitúe cada uno. Pero cada
persona es única en su interior y no se pueden juzgar las experiencias
de nadie fuera de su propio contexto personal. Gracias a mi constante
personalidad contradictoria, hay días en los que pienso que la vida no
tiene nada más que aportarme y hay otros en los que me hundo
porque me queda tanto por hacer que no me daría tiempo ni viviendo
varias veces.
Como una melodía mecida imaginariamente en mi cabeza, frágil y
tierna, inesperada y repetitiva, tan dulce como insoportable y tan
inestable que ahora está y de pronto desaparece. Así ha sido mi vida
desde que empecé a dejar de ser un niño para convertirme en el
hombre que intento ser ahora. Inquieta, perturbadora, ansiosa y
caprichosa. Una vida incoherente, llena de altibajos, indecisiones y
cambios constantes; como le ocurre a casi todo el mundo, supongo.
Quizás una buena vida, según con cuál la compares. Nuevamente,
influye el contexto.
Dicen que a cada uno le duele lo suyo y a mí lo mío me ha dolido
hasta ese punto en el que el dolor se vuelve parte del día a día y,
aparentemente, deja de hacer daño, aunque sigue ahí. También he
sido feliz, no voy a ser hipócrita, pero por algún motivo siempre me
he empeñado en recordar lo malo y dejar lo bueno en el pasado.
Siempre he sido de esos que ven el vaso medio vacío, de los que se
preparan para lo peor, de los que prefieren pensar mal y acertar a ser
positivos y llevarse el chasco.
Es posible que mi problema haya sido que siempre he idealizado la
vida, al igual que he idealizado el amor. Porque la vida es amor y sin
amor no hay vida, sea de la clase que sea. Y es que uno no empieza a
vivir en serio hasta que se da cuenta de que el mundo no es un lugar
que se deba idealizar, que los sueños se construyen cuando es de día
y que el amor no llega de la noche a la mañana tan sólo con desearlo.
Ser feliz es un trabajo a tiempo completo que requiere esfuerzo,
dedicación, paciencia y compromiso con uno mismo. Uno no puede
pretender ser feliz todo el tiempo, pero sí intentar serlo con
frecuencia. Y últimamente reconozco que dicha frecuencia es más
bien escasa.
Porque el amor no es ser felices para siempre en un viaje que
nunca deja de ascender, sino vivir momentos intensos que inunden la
caja de los recuerdos positivos; esos que yo me he acostumbrado a
guardar en un cajón que sólo abro cuando realmente lo necesito.
Capturar esos detalles que ayuden a borrar los días difíciles y sentir,
tanto en el corazón como en la cabeza, que estoy en un lugar seguro,
aunque llueva de vez en cuando. Y si la felicidad y el amor se
acaban, no hay que lamentarse y dar por hecho que el vivir ya no
tiene sentido, porque siempre habrá una nueva oportunidad para
volverlos a sentir. Quizás en otro lugar y tal vez con otras personas,
pero volverán. Porque el amor, como la vida, es imprevisible e
indiscreto, te sobresalta cuando menos lo esperas y revuelve tus
entrañas para hacerte sentir que estás vivo y que con eso es suficiente
para que ocurra todo lo demás.
No hablo del amor de pareja en exclusiva, sino del amor en
general por cualquier cosa que nos descoloque los sentidos. Una
persona, un trabajo, un deporte, un lugar, un cielo... Cosas que yo,
por lo general, he descubierto a cuentagotas, pero de las que nunca
he llegado a disfrutar plenamente. Nunca he tenido un amor tan
trascendental que me retuviera metido en la cama cuando se
terminara, ni me apasiona el lugar donde vivo, ni tengo una conexión
tan grande con alguien que no entienda la vida sin esa persona. Y,
por supuesto, para mí la adrenalina es uno de los peores sentimientos
del mundo. No entiendo esa gente que es adicto a ella.
Por fin ha empezado a llover mientras escribo estas líneas. Con lo
que me gusta. Ojalá pudiera conformarme con eso y ver el amor ahí,
en esas gotas que caen y limpian todo a su paso. Pero yo siempre
espero más de las cosas. Necesito ir más allá aunque la mayoría de
las veces no hay más.
Sinceramente, creo que nunca he conocido el amor verdadero,
pese a que lo busque en todas partes y crea firmemente que me lo
merezco. Es posible que algún día llegue.
Toco madera, aunque nunca he sido especialmente supersticioso.
Tampoco religioso. A pesar de ello, me he encontrado muchas veces
preocupado por si mis acciones o pensamientos podrían tener
consecuencias poco agradables en el más allá. Me he sentido pecador
pese a ser un invento de la religión. Y me he sentido castigado por
fuerzas que trascienden lo terrenal, aunque realmente tengo claro que
nadie controla nuestra existencia. Toda la vida he recibido tanta
educación en ese ámbito que he acabado siendo un cúmulo de
contradicciones constantes que se debate entre seguir sus instintos o
las voces del pasado que me inculcaron unas creencias en las que no
creo, valga la redundancia.
Mi abuela siempre decía que es más práctico ser creyente que no
serlo y así me lo hacía saber cuando me cuidaba durante los meses de
vacaciones. Siempre andaba con algún rosario en la mano,
intentando convencerme de que lo llevara conmigo. También
hablaba de santos, vírgenes y demás personajes bíblicos cuyo sólo
nombramiento ya me hacía sentir incómodo. Creo que en el fondo
siempre opuse resistencia a toda esa vorágine ética y religiosa,
incluso antes de tener la suficiente información como para
convencerme de que nada de aquello era real. Lo siento si ofendo a
alguien. Y, a pesar de ello, ha quedado en mí esa lucha interna entre
mis propias creencias y las de los que me rodeaban cuando crecía.
Realmente no sé cómo tuvo ese poder sobre mí, ya que nuestra
relación nunca fue tan vital y estrecha como otras que he conocido.
Yo no veía en mi abuela ningún tipo de referente, ni alguien de quién
aprender. La respetaba con toda la educación que mi corta edad me
permitía, la escuchaba, obedecía sus órdenes… Pero nunca llegamos
a tener una conexión especial. No recuerdo haberle dado ningún
abrazo porque realmente lo necesitara, ni pedirle consejos útiles, de
esos que dicen que sólo las abuelas saben dar. Yo nunca tuve una de
esas inolvidables abuelas que te marcan la personalidad. A mí otra
abuela nunca la llegué a conocer.
Nunca le hablé de mi vida personal. Probablemente, para ella yo
era casi un desconocido y no fue hasta el día de su entierro cuando
descubrí, entre inesperados llantos que me comprimían el pecho, lo
que realmente sentía; que en verdad sí la necesitaba en mi vida,
simplemente porque no haber dependiendo de ella en veinte años no
significaba que no pudiera hacerlo después. Nada está escrito y a lo
mejor, con el tiempo, nuestra relación hubiera mejorado. Claro que
me di cuenta cuando ya era tarde.
Y creo que lo mismo ha ocurrido de forma continuada en todos los
aspectos de mi vida, sin llegar a extremos mortales. Nunca he
apreciado de verdad las cosas que tengo y a las personas que me
rodean hasta que han desaparecido. Desconozco si ha sido por
inconsciencia o a consecuencia de la mala suerte, pero así ha
funcionado mi vida desde hace algunos años y, honestamente, no veo
el final del túnel. No sé si ha sido la buena o la mala suerte, pero, de
cualquier modo, una de ellas –o ambas– ha conducido mi trayecto
por el sendero que llega hasta este instante en el que me encuentro
ahora. Y no puedo decir que realmente sea la persona que quiero ser,
ni tampoco la que mi entorno espera que sea.
Soy una persona que vive en una contradicción continua. Me
considero muy inconformista, porque nunca estoy contento con nada,
me aburro de las cosas rápido, exijo demasiado y busco siempre
mejorar todo aquello que tengo entre manos; pero al mismo tiempo
vivo conformándome con todo aquello que me da miedo o pereza
cambiar. Me gusta la coherencia y la busco siempre en mi trabajo y
en mis relaciones personales, pero luego yo soy el claro ejemplo de
persona incoherente que no sigue sus propios consejos. Odio el
postureo y la gente que aparenta lo que no es, por eso trato de ser
auténtico y diferenciarme del resto; pero una y otra vez caigo en la
costumbre de fingir cosas que no soy o de intentar dar una imagen
diferente de la que realmente estoy viviendo. Me gusta la honestidad
y presumo de ser una persona transparente que siempre va de cara,
pero en verdad me cuesta bastante decir según qué cosas negativas o
rechazar a alguien. Y, quizás lo más importante, quiero creer que me
da igual lo que la gente opine de mí, pero aquí estoy contando mi
vida esperando recibir un feedback y nervioso por la posible mala
reacción que puedan causar estas páginas. Todo lo que soy es todo en
lo que puedo errar.
Si miro hacia atrás, una parte de mí quisiera cambiar cientos de
cosas. Algunas que dije, otras que no dije, las cosas que hice y, sobre
todo, las que no hice. Luego está la otra parte que considera que, de
cambiar algo, mi vida actual sería muy distinta y, tal vez, peor. Por lo
que esa contradicción que me caracteriza se obsesiona una y otra vez
con querer cambiar el pasado y, al mismo tiempo, no querer tocar el
presente, por si a caso. Como si quisiera desdoblarme en dos, o más,
y vivir varias vidas paralelas al mismo tiempo, abarcando todo
aquello que no he sido pero manteniendo todo lo que soy.
Suena un poco narcisista, pero me gusta mi forma de ser, mi
personalidad, mi mentalidad y mis principios morales –que son
pocos–. Lo que no me gusta es, irónicamente, que esta forma de
pensar me trae más problemas que alegrías y provoca que me
distancie del mundo que me rodea porque nunca nadie es suficiente,
nada es suficiente, nunca. Ya dije que soy inconformista.
Algunos me tachan de superficial, pero creo que mis exigencias
van más allá. Tan lejos que ni yo mismo sé exactamente lo que
quiero y espero. Y no sólo en otras personas, sino en experiencias en
general, en el trabajo, en mis relaciones, en mis sentimientos, etc. No
me permito el más mínimo fallo y, cuando los tengo, porque es
evidente que los tengo, no sé gestionarlos de una forma correcta. No
sé canalizar mis imperfecciones y aceptarlas, por lo que tampoco se
hacer lo propio con las de todo aquello que me rodea. Y en el fondo,
no muy profundo, sé que no tengo maldad alguna, pero esta forma de
ser muchas veces hace que parezca lo contrario. Siempre he sido el
antipático, el borde, el renegado, el aislado, el que se cierra en sí
mismo, el que no cuenta nada de lo que le preocupa... Siempre con la
fachada de acero que impida que me hagan daño o hacérmelo yo
mismo. Siempre evitando todo lo que suponga un riesgo
injustificado.
Inocencia
Inocencia jugaba entre algodones e ignorancia.
Aquella vez tenía siete, como días tiene la semana.
Cuando el hambre enfurecía sus tripas y adormecía sus sentidos, el
eco del estruendo avivó su curiosidad.
Corrió a satisfacerla a través del sendero de hormigón.
El estruendo habitual. Ese que por costumbre se había vuelto
débil. Ese que de tanto mostrarse se había vuelto corriente. Tan
corriente que no imaginó lo que iba a acontecer.
El estruendo cambió su forma, cambió su cara. Se volvió inestable
y caprichoso. Entró en cólera y nubló su juicio.
Furia e Imprudencia, sangre de su sangre, se batían en duelo.
El estruendo retumbaba el aire y avivaba el enfrentamiento.
Imprudencia atacaba sin descanso. Desconocía que Furia no había
mostrado aún su peor rostro. Juntas bailaban bajo el sonido de los
acordes del diablo.
A través de la tormenta de soldados sonoros que atacaban sin
piedad, Furia se enfiló hacia el afilado demonio cotidiano y lo hizo
suyo, aún sabiendo el poder que poseía.
Imprudencia se tornó en Miedo.
Furia y Miedo luchaban desnudos en un combate que acercaba el
infierno. El final parecía acercarse.
Inocencia, asustada, contemplaba el vaivén de tiempos que
jugaban al borde del abismo, a punto de ser destruidos. Furia contra
Miedo, sangre contra sangre, en una misión inconsciente de arrebatar
el tiempo que le había sido entregado.

El demonio cotidiano cortaba el aire desesperadamente al ritmo de


la batalla.
Miedo aulló a la luna, clamando una tregua que no llegaba.
Furia balanceaba al demonio y con él hirió a Miedo.
Miedo gritó al cielo y éste contuvo a Furia.
Inocencia, perdida entre los alaridos de la guerra de su propia
sangre, se agazapó y esperó a que sonaran los acordes del fin de la
batalla.
Cuando cesaron el ruido y el polvo, no hubo vencedor ni vencido.
Furia galopó lejos y Miedo quedó lamiendo sus heridas.
Inocencia cerró los ojos, se transformó y se dividió.
Inocencia muerta.
Nacieron Protección, Culpabilidad y Odio.
Y, juntas, forjaron a quien tuvo que lidiar con ángeles y demonios
hasta conseguir aceptar quién era.
Aceptación
Desde que tuve uso de razón, supe lo que era el amor. No
correspondido, pero amor al fin y al cabo. Conocí a mi mejor amiga
cuando tenía 4 años y no recuerdo un sólo momento en el que no
estuviera enamorado de ella. Siempre he creído en el amor a primera
vista. Bueno, creía.
No era la más guapa de la clase, basándonos en la belleza que se
puede tener a esa edad, pero para mí lo era todo. No necesité que
nadie me explicara lo que eran los sentimientos o la atracción porque
yo aprendí lo que era el amor antes de saber leer, sumar o restar.
Los años fueron pasando y varias veces intenté conquistarla.
Nunca hubo suerte. Por aquel entonces yo era un principiante que no
sabía desenvolverse en las relaciones sentimentales. No era feo, pero
desde luego no era el tipo de chico en el que se fijaban las chicas de
mi colegio. No jugaba a fútbol, ni me juntaba con los chicos guays
de clase, ni era alto, ni nada de nada. Mi único encanto eran mis ojos
verdes, que pasaban bastante desapercibidos por culpa de mis orejas
de soplillo.
Una vez, mientras me duchaba en plena adolescencia, tuve una de
esas crisis existenciales que todos hemos tenido bajo el agua. No
entendía por qué lo que yo sentía por ella no era correspondido, si yo
era un buen chico y podía quererla como nadie lo haría jamás.
Siempre he llorado bajo la ducha, para que nadie sepa que lo he
hecho. En aquella ocasión, me juré que iba a conseguir su amor. O
ella o ninguna. Y así fue.
La vida es tan irónica que, al mismo tiempo que yo empecé a
cambiar y dejé de ser un patito feo, también evolucionaron mis
sentimientos y cambió mi sexualidad progresivamente. Dicen que
gay se nace, no se hace. Lo siento, pero no estoy de acuerdo. Creo
que la sexualidad de cada persona es un mundo aparte y no se puede
juzgar a todo el mundo con el mismo criterio. Unos lo saben desde
que empiezan a pensar, otros lo descubren en distintos momentos de
la vida y otros, simplemente, sienten curiosidad y deciden probar con
la mente abierta. El abanico de posibilidades y sexualidades es
demasiado extenso como para resumir su origen en una sola frase
que sólo ofrezca dos opciones.
En mi caso particular, creo que me convencí tanto de que o
conquistaba a mi mejor amiga o renunciaba a cualquier mujer, que al
final tuve que ir a por el género opuesto a ver si tenía más suerte. Y
vaya si la tuve. Aunque ahora llevo unos años de sequía, desde los 16
hasta los 26 años viví una buena racha de ligues, amoríos y
relaciones varias. Curiosamente, cuando le conté a ella mi nuevo
descubrimiento sexo-sentimental, me dijo que era una pena porque
no habría descartado salir conmigo. A buenas horas llegaba el tren.
Por aquel entonces no sólo había dejado de estar enamorado de ella,
sino que mi corazón ya se lo había alquilado a otro.
Tenía 16 años recién cumplidos cuando le conocí y rápidamente
pasó a ser mi primer amor. Uno de verdad. En casi todos los sentidos
posibles en los que se puede ser el primero. Por aquel entonces casi
nadie sabía que yo era gay, ni siquiera en mi entorno más cercano.
Tan sólo mi mejor amiga y el resto de mi grupo de amigos del
colegio. Creo que ni yo mismo lo tenía del todo claro y aún me
catalogaba como bisexual. Quizás aún lo era, no hacía mucho que
había dejado a mi última novia. Aunque reconozco que la atracción
que sentía por las chicas era más sentimental que física. Nunca
llegaron a gustarme de verdad los besos que les di a ellas. Me sentía
extraño y fuera de lugar cada vez que intercambiaba fluidos con
alguna de las tres novias fugaces que tuve.
Él era un antiguo alumno de mi colegio, dos o tres años mayor que
yo. Uno de esos chicos que conoces de vista pero con los que nunca
has intercambiado ni el saludo. Ni tan siquiera me había fijado en él
porque no me llamaba la atención lo más mínimo, hasta que
coincidimos en un chat de internet, de los que se usaban por aquel
entonces. Al principio no recordaba quién era, pese a que él sí supo
enseguida quién era yo, y después no terminé de creerme que podía
ser realmente él.
Quedamos a los pocos días y atrás había quedado aquel chico
huesudo de pelo largo para dejar paso a una cabeza rapada, cuerpo
atlético, facciones marcadas, un brillante en cada oreja y una sonrisa
que enamoraba con sólo intuirla. Su parecido físico con David
Beckham me dejó perplejo. Se había convertido en lo que, para mi
percepción con aquella edad, era un hombre; uno de casi 20 años.
Tuvimos nuestra primera cita una noche de enero y yo caí
enamorado en menos de cuarenta y ocho horas.
El primer día me recogió en su moto y nos sentamos en un banco
de una avenida a hablar, a ponernos al día, a fingir que éramos dos
desconocidos que no tenían ningún vínculo pasado en común. Él
miraba continuamente a su alrededor, por miedo a que alguien nos
viera juntos y sospechara o hiciera preguntas para las que él no tenía
una respuesta heterosexualmente convincente. Yo me sentía como la
protagonista de ‘Tres metros sobre el cielo’, aunque por aquel
entonces ni siquiera existía dicho libro. Joven, frágil y de buen
corazón, conociendo en la oscuridad de la noche al chico malo que
mis padres jamás aprobarían, ya fuese por ser un chico o por ser
conflictivo... O por ambas. Pero lo prohibido atrae como la luz a las
polillas y en aquel momento no me apetecía pensar, ni ser racional,
ni siquiera sabía lo que él podría pensar de mí. Tan sólo me bastaba
aquel instante, aquellas sensaciones nuevas, aquella atracción fatal
que seguramente complicaría mi vida. Con cada palabra que
intercambiábamos, podía sentir el vértigo de la emoción y la
amargura de saber, o creer saber, que yo jamás sería la clase de chico
que a él podría interesarle conocer. Después de todo, yo aún era un
niño y él actuaba como un adulto. Tenía bastante claro que él se
había arrepentido de haberme pedido una cita desde que me subí en
su moto.
Aquella noche no pasó nada. Me fui a casa relativamente pronto y
me convencí de que con aquello bastaba. No hacía falta más. Ya
había tenido suficientes emociones para plasmar en mi diario.
Después de todo, estaba seguro de que aquel momento que vivimos
iba a ser el primero y el último. Pero estaba completamente
equivocado.
Al día siguiente, me envió un mensaje a mi recién estrenado
teléfono móvil. Quién dice estrenado, dice heredado de mi hermano.
Un Nokia de aquellos indestructibles que tan de moda estuvieron a
comienzos de los 2000 y que sobrevivirían a una bomba nuclear. Su
mensaje fue escueto pero directo: «Quiero verte otra vez». Los
nervios recorrieron mi cuerpo y me quedé paralizado, sumergido en
la ilusión de haber sido correspondido. Por fin alguien se sentía
atraído por mí. Después de años de adolescencia siendo el niño soso
que ninguna chica del colegio quería besar, tenía al doble de
Beckham deseando volver a verme. Inyección de autoestima.
Durante nuestra segunda cita compramos comida en el
McDonald’s y fuimos hasta la playa en moto. De camino, nos paró la
policía y nos registró bolsillos y lo que no eran los bolsillos,
buscando algún tipo de droga o sustancia ilegal. Al no encontrar
nada, nos dejaron marchar y no fue hasta llegar a la playa cuando me
dijo que se había metido el porro que llevaba en la boca y se lo había
tragado mientras registraban la moto. Ya dije que era un chico
conflictivo. Claro que, a día de hoy, no me parece para tanto, pero
eran otros tiempos... Y otras edades.
Bajo la luna llena de invierno y con un frío que calaba mis huesos,
nos sentamos en la arena, se quitó la sudadera y me la dio para que
me la pusiera, sin tan siquiera preguntar si la quería o no. Era un
chico malo, pero atento.
–¿Tú saldrías conmigo? –me preguntó mientras intentaba sacar mi
cabeza por el extremo equivocado–. Por ahí no, tontito.
Me ayudó a escurrirme dentro de su ropa y le miré pensando en la
pregunta que acababa de hacerme.
–¿No crees que es complicado? –le pregunté.
–¿A qué te refieres?
–Tenemos estilos de vida diferentes. Vale que mis amigos
tampoco saben nada de mi vida, pero son gente normal.
–¿Y los míos no?
Por lo poco que conocía de su entorno, sus amigos eran como él,
pero cien veces peor. Gente de barrio sin estudios, sin aspiraciones
en la vida, sin amor propio ni dignidad conocida. Maleantes de las
malas costumbres, de las drogas y las juergas nocturnas.
Adolescentes cuyo único interés en la vida era fumar hierba y
meterla en caliente con la primera que se dejara abrir de piernas. En
verdad no eran nada como él, pero eso no lo supe hasta después.
–Sabes a lo que me refiero –le dije para que no se ofendiera.
–Ya, bueno. Pero… No sé. No tienen por qué saberlo.
Permanecí en silencio viendo como la espuma blanca de las olas
corría sobre la oscura arena y un perro corría de un lado a otro. Él
probablemente estaba más pendiente del dueño que del perro; por si
se acercaba y teníamos que salir de allí huyendo para que su
homosexualidad siguiera sin ser cuestionada por desconocidos.
–Podría funcionar. La cuestión es intentarlo –insistió.
Mi silencio continuó. No tenía una respuesta para aquella
proposición. Las dos noches que había pasado junto a él habían sido
geniales, pero no estaba convencido de que tuviéramos ningún tipo
de futuro juntos. Sobre todo porque yo no pretendía seguir ocultando
mi sexualidad por mucho más tiempo, mientras que él tenía pensado
hacer todo lo contrario.
Pertenecer a dos mundos opuestos y que surja el amor es fácil. Lo
complicado es llevar esos sentimientos al plano real y construir algo
estable con ellos. En aquel momento yo quería la clase de estabilidad
que se busca cuando se es adolescente y que el tiempo termina por
demostrarte que no es más que una tontería pasajera, un experimento
de un corazón inexperto que busca un final feliz en una historia que
apenas está comenzando. La mía, no la nuestra. Él, en cambio,
buscaba todo lo que yo buscaba, pero de puertas para dentro. En la
calle no seríamos más que conocidos y poco más.
Cuando terminamos de comer, entre silencios románticos y
conversaciones vacías, volvimos a subirnos en la moto, arrancó y nos
alejamos de la playa a toda velocidad. A través de su piel podía
percibir la amarga decepción que causaron mis palabras. Creo que
incluso vi una lágrima caer por su mejilla, pero no sabía si la había
causado yo o el viento golpeando su rostro. Fuera como fuese, me
estremecí y me di cuenta de que no tenía nada que perder. Apreté
con fuerza mis brazos alrededor de su cintura, pegando mi pecho a su
espalda para sentir su calor y percibir aún más su olor y entonces
salió de mis labios la palabra que él estaba esperando.
–¡Sí! –grité, intentando hacerme oír por encima del ruido del
motor.
Detuvo la moto en el arcén de la carretera y volvió su cara hacia
atrás
–¿En serio?
–Sí, quiero intentarlo.
Su sonrisa eclipsó la luna, volvió a arrancar y me llevó a casa sin
decir una palabra. Cuando nos despedimos, le devolví el casco y me
atreví a darle un tímido y fugaz beso en los labios que él no me
correspondió. De nuevo, miró hacia un lado y otro para comprobar
que nadie había visto nada. Era una muestra de la relación que
íbamos a tener, pero yo no estaba preparado para darme cuenta.
–Qué soso eres –le dije.
Me di la vuelta y subí a casa con esa emoción inocente de estar
viviendo algo mágico por primera vez, con alguien que veía más
como a un príncipe encantador que como a una persona con la que
compartir un futuro.
La tercera noche cambiamos la moto y la playa por su casa y la
Play Station. Cuando entré por primera vez en su habitación y vi las
paredes forradas con posters de David Beckham, comencé a entender
algunas cosas de su apariencia física.
–¿Con tanto póster y tu madre no sabe que eres gay?
–No me gusta él, me gusta como futbolista.
–Claro, claro.
–En serio –se rió–. Me gusta su estilo y claro que es guapo, pero
me gusta como profesional y un estilo a seguir, no como hombre.
–¿Y quién te gusta como hombre?
–Me gustas tú.
Fue la primera vez que alguien me miraba a los ojos y me decía
esas palabras. Más allá de la emoción, la adrenalina de lo prohibido y
la atracción física que sentía, que alguien te diga que le gustas de una
forma tan honesta, sincera y espontánea, es de las mejores cosas que
te pueden pasar en la vida.
Después de jugar a varias partidas de no recuerdo qué juego, nos
tumbamos en su cama y charlamos sobre él, su infancia, la mía, los
vínculos y amigos que teníamos en común, el colegio, los profesores,
sus amigos, los míos... Dejamos de fingir que éramos dos
desconocidos para reconocer que éramos algo más que eso, ya que
teníamos puntos de nuestro pasado muy ligados entre sí. Me confesó
entonces que él nunca había estado con un chico, de ninguna de las
formas, y que no me había devuelto el beso la noche anterior porque
le pillé desprevenido y no supo reaccionar. Yo le confesé que había
tenido alguna experiencia con algún amigo, pero todo muy inocente,
sin besos y que formaba más parte de la investigación y
experimentación adolescente que de sentimientos reales.
–¿Y has estado con chicas?–le pregunté.
–Claro.
–Pero, ¿qué eres?
–No sé. Yo creo que soy gay.
–¿Entonces?
–Nunca me acuesto con ellas.
–¿Y tus amigos no sospechan?
–Yo no le cuento a nadie con quién me acuesto. Ellos creen que lo
hago y con eso me basta. Pero nunca llego a hacerlo, sólo les doy
algunos besos en la discoteca, sin más.
–Y a mí me vas a hacer lo mismo, ¿no?
–Claro que no, tontito –me dijo–. Me gustas, pero me da
vergüenza besarte. Me da miedo sentir lo que creo que voy a sentir.
No es lo mismo creer que te gustan los tíos a saber que te gustan.

–Sí que es raro. Yo aún no lo asimilo. No lo veo como algo malo,


pero cuando lo pienso en frío sí me parece extraño –le reconocí–. Me
imagino con otro chico y no lo entiendo.
–Eso es. Exacto. Por eso me da vergüenza.
–Pero son tonterías. No vas a ser menos hombre por besarme. Es
raro, pero creo que es por la novedad.
Permanecimos en silencio un rato más, tumbados en su cama, con
su cabeza en mi regazo, mirando al techo, hasta que él se incorporó y
rompió el silencio.
–Habrá que intentarlo –me dijo.
Puso medio cuerpo sobre el mío y me miró fijamente dejando
escapar una tímida sonrisa. No puedo hablar por él, pero creo que
estaba aterrado y no sabía si dar el paso o echarse atrás para quedarse
con la duda. Yo no estaba dispuesto a dejar escapar el momento, así
que le sujeté por la nuca y acerqué nuestras caras hasta que se
juntaron nuestros labios.
Allí, rodeado de Beckhams por todos los córners de la habitación,
supe que me había enamorado por primera vez de un chico, que
aquel beso sí merecía ser disfrutado y no lo sentía tan raro como los
anteriores, que aquella humedad ajena no se percibía como asquerosa
sino como algo sentimental y sexual de lo que nunca tienes
suficiente. Dejé de verlo como algo extraño y de etiquetar la
situación en función de nuestros géneros. Con tan sólo un beso,
entendí que el amor no era cuestión de juntar sexos opuestos, sino de
unir a las personas correctas.
Pero, lamentablemente, no basta con eso. Muchas veces las
personas son las adecuadas pero las piezas del puzzle no terminan de
encajar. Tal vez porque sí tienen la forma idónea, pero pertenecen a
dibujos distintos. La magia que sentí aquella noche con él tardó
mucho tiempo en desaparecer, incluso más del que permanecimos
juntos. Después de tres semanas de besos a escondidas, excusas a
raudales, paredes, escondrijos, miradas prohibidas y caricias que
parecían ilegales, decidí que esa no era la forma de amar que yo
estaba buscando. Era amor, pero no en la medida suficiente.
Nuestros mundos paralelos nos mantuvieron separados
constantemente y el corazón adolescente no es tan poderoso para
luchar y aferrarse al amor que siente. Después de haber dicho aquel
«sí» llegó el evidente «no» que en el fondo sabía que existía y que no
quise ver. Porque no basta con amar, también hay que estar dispuesto
a sacrificar una parte del propio ser en favor de la otra persona.
Aún así, nunca me arrepentí de habernos dado aquella
oportunidad, porque el amor también es riesgo y adentrarse en lo
desconocido. El amor no está a la vuelta de la esquina, pero sí un
poco más allá; al cruzar al otro lado que siempre evitamos por
costumbre. A veces acertamos y otras no. Incluso cuando acertamos
y ponemos todo de nuestra parte, una relación es como un globo de
helio sostenido solamente con dos dedos: uno de cada persona. Basta
que uno se separe del otro para que el amor se pierda
irremediablemente. Y no sólo por eso, sino también porque
necesitaba vivir una experiencia de ese tipo para comprender y
aceptar quién era y quién iba a ser el resto de mi vida.
Cuando tu entorno, los amigos que no aceptan lo que eres, tu
familia, tu estilo de vida y, en general, todo lo que da forma a tu día a
día, juega en contra de lo que sientes, tan sólo te quedan dos
opciones: mandarlos a todos a la mierda y ser feliz o echarte atrás y
dejar escapar ese globo hacia lo alto del firmamento, sabiendo que
nunca lo vas a recuperar. Ahora sé que yo nunca dejé de presionar mi
dedo contra el suyo, pero creo que él nunca tuvo la valentía
suficiente para hacer lo mismo.
Aún así, sigo pensando que él es otro de mis globos perdidos,
porque pese a intentarlo, se convirtió en otra oportunidad que dejé
escapar y a la que, de vez en cuando, vuelvo sin querer; pensando
qué habría sido de mi vida si él hubiera tenido el valor de anteponer
sus sentimientos a su reputación. Yo al menos he tenido la valentía
de no dejar que los demás dicten mis relaciones y mi felicidad. En
cambio, él siguió atormentado por su condición muchos años más.
Repitiendo su propia historia una y otra vez con distintas personas y
dejando escapar oportunidades de amar y ser amado. Lo último que
supe de él fue hace unos años, cuando una amiga en común me contó
que todos sus amigos ya sabían que era gay y le seguían tratando
igual, pero él lo seguía negando. Y es que de nada sirve que te
acepten tus amigos y seres queridos si tú eres el primero que no lo
hace. Muchas veces somos nuestro mayor enemigo.
Perfecto
La perfección no existe Es subjetiva, es efímera y es una
imperfección en sí misma. Y aún así cada día intento alcanzarla,
aunque realmente no la quiero. No es que no quiera ser perfecto, es
que no quiero querer serlo. Pero hay un largo trecho entre lo que
queremos y lo que hacemos, entre lo que hacemos y lo que
conseguimos, entre lo que conseguimos y lo que necesitamos. Un
trecho que no vemos, cegados por el impulso de seguir cambiando
para alcanzar un objetivo imposible tan lejano como adictivo. Ser
perfectos no es una necesidad, aunque muchas veces sintamos que es
necesario llegar a serlo.
Muchos se obsesionan con ello, a veces me incluyo. La más
mínima imperfección debe ser erradicada, cambiada, cuestionada,
fulminada. Pequeñas idioteces sin importancia que pueden conseguir
amargarnos la existencia hasta que nos hemos deshecho de ellas.
Pero la búsqueda de la perfección tiene un problema de fábrica: se
retroalimenta. Cuanto más cerca de ella creamos estar, más y más
defectos encontraremos. Es un bucle infinito que no tiene salida, ni
beneficio alguno para la estabilidad mental de cada individuo.
Desearía poder mirarme al espejo y pensar que soy perfecto tal y
como estoy, que no necesito cambiar nada, que mis imperfecciones
me hacen único y un bien preciado, que cada detalle imperfecto de
mi cuerpo y mi personalidad son mi seña de identidad. Quisiera
poder creerme al cien por cien cuando me digo que no necesito un
cuerpo musculado y proporcionado, ni un rostro simétrico sin cierto
desvío en la nariz, ni un pelazo de anuncio, ni una piel en perfectas
condiciones, ni las orejas un poco más pegadas al cráneo. Necesito
poder cerrar los ojos y entender que lo que siento en mi interior no
va ligado a cómo soy en el exterior, sino que es algo que va más allá
de lo material, de lo tangible y visible; es algo que se aprecia incluso
en la oscuridad.
Como se suele decir, el físico atrae pero la personalidad enamora.
Y es que lo que nos atrae de otra persona una vez superamos la
barrera de lo sexual, es su forma de ser. Una pareja que está junta
toda la vida no lo consigue en base a atracción física, puesto que su
exterior está siempre en constante cambio y evolución; nunca será el
mismo. La perfección del cuerpo no aporta nada más allá de un par
de orgasmos esporádicos. Los de verdad los provocan otras cosas
que no se pueden ver con los ojos sino con el resto de los sentidos.
También me gustaría conformarme con el trabajo que tengo, con
los éxitos que he tenido, con lo que he recibido a cambio.
Conformarme con ser bueno a un cierto nivel y no sentir envidia de
aquellos que son mejores y están por encima de mi propio talento.
Conformarme con haber descubierto el éxito en un momento
determinado, haberlo disfrutado y haberlo visto marchar, sin sentir la
necesidad constante de querer repetirlo, de querer más. La eterna
necesidad de repetir o superar lo que ya conozco me consume, me
deja sin energía para valorar lo que realmente importa y se esfuma a
mi alrededor por no haber estado atento.
Desearía ser feliz en este lugar en el que me encuentro ahora, en
esta ciudad. Ser feliz con lo que me rodea, lo que tengo a mano y lo
que veo a través de la ventana. Ser feliz con mi vida actual y no estar
esperando constantemente un cambio que nunca llega. Ser feliz sin
añorar una vida distinta en otro lugar, con otras personas y otras
vivencias. Ser feliz y no hundirme al comparar mi vida con las de
otras personas. Quisiera de verdad poder disfrutar de las vivencias de
amigos y conocidos sin miedo a la frustración personal por no haber
conseguido experiencias similares. Ya que, para mí, la perfección
también incluye tener la vida que yo pensé que tendría llegado a este
punto.
La búsqueda de la perfección sólo me ha traído quebraderos de
cabeza y, aún así, sigo detrás de ella desesperadamente. Y no me
refiero a una perfección física o a ser una persona perfecta, en el
sentido cotidiano de la palabra; sino a la perfección basada en mis
propios ideales y exigencias. La perfección que no debería estar
buscando está basada en cómo yo he establecido que debe ser mi
vida y todo lo que tengo que cambiar para conseguirlo.
Ahora bien, si todo lo expuesto se cumpliera, ¿qué ocurriría? Me
convertiría en alguien conformista, estable, sin sueños ni ambiciones,
sin motivaciones, sin experiencias. Estaría muerto por dentro. Me
acostumbraría a ser lo que soy, ser cómo soy y estar dónde estoy; a
no buscar el enriquecimiento personal; a no evolucionar y desarrollar
todo mi potencial físico, mental, social, sentimental, creativo…
Estaría echando a perder la oportunidad que me fue brindada al haber
nacido en este lado del mundo, el supuestamente fácil.
Probablemente estaría tirando a la basura mi existencia por haber
decidido que poco es suficiente.
La perfección no existe, pero la motivación que nos impulsa a
alcanzarla, aún sabiendo que nunca llegaremos a sentirla, es lo que
nos convierte en seres mejores –con excepciones–. La falsa
necesidad de la perfección en todos los sentidos posibles es lo que
nos provoca el instinto de seguir buscando ahí fuera ese algo que no
encontramos dentro. Lo imposible de la perfección hace posible que
cumplamos sueños, retos y objetivos que de otra forma jamás nos
hubiéramos planteado. Gracias a ella, hacemos posible lo imposible
y nos enriquecemos como seres humanos. Le damos al cerebro
enormes cantidades de esa droga llamada satisfacción.
¿Entonces qué debería hacer? ¿Cómo exprimir mi potencial sin
llegar a obsesionarme con ello? Como casi todo en la vida, cualquier
cosa en exceso termina siendo tóxica, tanto para nosotros como para
nuestro entorno cercano. Y quizás ese sea el secreto: llegar a rozar la
perfección con la yema de los dedos y detenernos justo ahí.
Admirándola desde fuera sin llegar a poseerla, sabiendo que eso es
suficiente y seguir intentando tocarla es una pérdida de tiempo. Tal
vez, el equilibrio en el que siempre he creído también sea la clave
para cruzar metas y conseguir propósitos. Tener la conciencia firme
de lo que quiero conseguir y luchar por ello, pero siempre con la
convicción de que, si no salgo airoso, no pasará nada; porque lo
importante de verdad será lo que haya descubierto y vivido en el
intento.
Pensándolo mejor, no quiero ser perfecto, pero sí quiero querer
serlo.
Amor
Últimamente se lleva eso de ser soltero, de sentirse libre, de no
atarse a nada ni nadie. Se lleva eso de vivir al máximo y sentir lo
mínimo, eso de pensar en uno mismo única y exclusivamente, eso de
experimentar y descubrir el mundo sin cadenas que nos retengan, eso
de dejar a un lado todo lo que nos provoque algún tipo de sensación
contraria a la libertad que produce la soledad. Últimamente se lleva
todo lo que no sea amar.
Porque, en algún momento, a alguien se le ocurrió decir que
compartir tu vida con una persona te hace ser inferior, dependiente y
limitado; que pensar más en la otra persona que en uno mismo es de
inconscientes temerarios; que dejarte llevar y buscar a tu media
naranja es cosa del pasado. En algún momento, a alguien se le
ocurrió que el amor es cosa de tontos. Y como tontos fuimos y le
creímos. Creímos que enamorarse era una pérdida de identidad, un
túnel absurdo que lleva al conformismo, una pérdida de tiempo y de
vida.
Cada vez más, cada vez con más fuerza, vemos cómo a nuestro
alrededor se va forjando esa nueva generación de individuales
orgullosos alérgicos a los sentimientos, que no rozarían el amor ni
con un palo. Vemos seres humanos actuando como máquinas
independientes que piensan que la única forma de disfrutar de la vida
es siendo completamente libres y, por supuesto, disponibles. Seres
que piensan que enamorarse es encarcelarse, cortarse las alas, perder
su identidad. Cada vez más, cada vez con más fuerza, nos volvemos
más y más imbéciles, vaciándonos el corazón y llenándolo de todo
tipo de experiencias que se alejan de lo que realmente importa.
Usemos el manido pero efectivo cliché de esa persona que está en
la cama, moribunda, a pocas horas de dejar atrás su vida. Esa persona
que, en su vieja y oxidada soledad, rememora sus años de juventud y
piensa en todo aquello que quiso hacer o decir y nunca se atrevió.
Esa persona, a la que se le escapa la vida, no se arrepiente de no
haber viajado a Ibiza a ponerse hasta arriba de coca bailando en
cueros en lo alto de una tarima en plena discoteca; no se arrepiente
de no haber gastado sus ahorros en viajar a Nueva York para
comprar en la Quinta Avenida; ni se arrepiente de no haber probado
los suficientes cuerpos desnudos. Esa persona, que se muere sola y
abandonada, se arrepiente de no haber mirado a aquel chico a los
ojos y haberle dicho «te quiero para mí»; se arrepiente de haber
elegido el polvo de una noche con el rubio cachas del bar, en lugar
de la cita en el parque con aquel chico tímido que le dio su número
en la parada del bus; se arrepiente de no haberse enamorado cuando
tuvo la oportunidad. No se arrepiente de no haber vivido, se
arrepiente de no haber amado.
Basta ya de publicitar la independencia sentimental como el estado
natural del ser humano, de vendernos la idea de que no necesitamos
enamorarnos para ser felices, de que somos auto-suficientes como
individuales. Aunque sea verdad que no lo necesitamos para
sobrevivir, basta ya. Somos personas y nuestra naturaleza reside en
relacionarnos, sentirnos y amarnos. Necesitamos el afecto, los
abrazos y los besos para encontrarnos bien. No lo digo yo, lo dice la
ciencia. Basta de crear ese falso mito de la libertad que nos da
alejarnos del amor. Es mentira. El amor no nos esclaviza si sabemos
cómo funciona realmente. El amor nos libera de los problemas, nos
ayuda a superar obstáculos y nos hace mejores por dentro y por
fuera. El amor es lo que marca la diferencia entre vivir y sobrevivir.
Tú, que tanto sigues las modas, que tanto has ignorado lo que
siente tu corazón por miedo a que te vieran como un individuo
vulnerable y dependiente, que tantas oportunidades has dejado
escapar a lo largo de los años. No pierdas más el tiempo, que no te
sobra. Vamos a cambiar el mundo. Y si el amor es cosa de tontos,
seamos tontos juntos; hasta que los demás se den cuenta de que los
idiotas son ellos, por huir de lo único que realmente importa en la
vida.
Llorar
No es fácil conseguir hacerme llorar y no estoy orgulloso de ello.
Iba a decir que hace años que no lo hago, pero lo cierto es que lo
hice hace un par de semanas. Justo después decidí aparcar las ideas
que tenía para otro libro y empezar a escribir este. Necesitaba
desahogarme y plasmar en un sitio todo lo que tengo dentro y sólo
yo conozco. Las lágrimas de aquel día me hicieron tomar la decisión
de dejar de tragarme todo lo que siento y compartirlo con todo aquel
que se haya molestado en descubrir estos relatos.
Realmente no sé por qué lloré, pero sé que lo necesitaba. Y aún así
duró poco, apenas unos minutos.
Hay muchos tipos de lágrimas: de felicidad, por miedo, de
angustia, de dolor... Pero creo que el peor de todos los tipos es el
llanto por frustración; cuando lloras porque no puedes más, aunque
no tengas un motivo aparente. Cuando pasas mucho tiempo siendo
fuerte o creyendo que lo eres, creando un muro a tu alrededor que
sirva de fortaleza, y de pronto, cuando menos lo esperas, te das
cuenta de que no puedes cambiar las cosas. Ese es, sin duda, el más
amargo de los llantos. Porque, a veces, ni siquiera puedes
justificarlo.
Sin contar ese día, no lloraba desde el fallecimiento de mi mejor
amigo hace seis años. Has leído bien. Seis años sin llorar. Lo que no
implica que haya sido tan feliz que nunca haya surgido la ocasión.
De hecho, he querido llorar casi tantas veces como días tiene el
calendario, pero nunca he podido. Suelo bromear diciendo que estoy
seco por dentro, pero en realidad creo que he llegado a creérmelo.
No a nivel fisiológico, obviamente. Pero pienso que a nivel mental
tengo un bloqueo enorme –cuyas causas desconozco– que me
dificultan muchísimo llorar más allá de tres o cuatro lágrimas sueltas
durante alguna emotiva película.
Creo que la culpa la tiene la relación más tóxica que he tenido
jamás. Contradictoriamente, con la persona que más daño me ha
hecho y también a la que más he llegado a querer, en lo que a
relaciones amorosas se refiere. Porque si miro hacia atrás, durante
aquel año que estuvimos juntos derramé tantas lágrimas y aprendí
tanto sobre lo mala que puede ser la gente, que probablemente me
fortalecí, quizás demasiado, y cerré el grifo de las lágrimas hasta que
una inesperada muerte pudo romperlo y el agua volvió a correr. Pero
vamos por partes.
También lo conocí en invierno, como a todos los amores
relevantes que he tenido, y los primeros cuatro meses fueron casi
espectaculares. Yo acababa de cumplir 20 años y, tras dejar una
tormentosa relación de larga duración, sentía que por fin había
encontrado al amor de mi vida. Por primera vez veía mi futuro con
alguien.
Condenado a repetir los mismos errores, me junté con alguien
cuyos amigos no eran del todo deseables. Negativas influencias que
nos trajeron más de un quebradero de cabeza porque mi novio
parecía preferir una noche de fiesta y cocaína a pasarla conmigo
tranquilos en su casa. Era una persona bastante posesiva, aunque
nunca quise darme cuenta. De esa clase de chicos que pretenden que
tú te comportes de forma ejemplar mientras ellos son libres de hacer
y decir lo que les venga en gana. Que tu pareja haga comentarios
cuando un chico guapo pasa cerca es normal, incluso divertido
cuando es compartido, pero cuando dichos comentarios llegan a ser
tales como «me lo follaría entero», dicho delante de tus narices, la
cosa deja de tener tanta gracia. Llámame raro. Aún así, nunca le di
demasiada importancia. Daba por hecho que era un chico alocado y
revoltoso, un perro ladrador pero poco mordedor. ¡Qué coño!
Mordía, y con ganas.
La primera mordida me la dio bastante pronto. Me han dicho
algunos lectores que en mis anteriores libros ocurren cosas muy
forzadas, excesivamente casuales, que no son realistas. Bien, ¿te
acuerdas de mi primer amor? El del parecido con Beckham. Pues
también fue el primer novio de este chico del que ahora te hablo.
Pero la mordida no fue esa, fue que estuvo quedando con él al mismo
tiempo que empezaba a conocerme a mí. Cuando me enteré, me dijo
que no había pasado nada, que sólo eran amigos. Cuando llegues al
final de la historia te lo creerás tanto como yo: nada.
Al quinto mes, sonó su teléfono mientras se duchaba en mi casa.
Nosotros lo compartíamos todo, no nos escondíamos nada –o eso
creía yo– así que lo cogí. Al otro lado de la línea, un amigo que
teníamos en común, me saludaba cariñosamente y me proponía
volver a vernos para repetir lo de la otra noche, que estaba deseando
volver a tenerme entre sus piernas. Imagina mi cara. Ahora imagina
su cara cuando le dije quién era y que mi novio estaba en la ducha.
Colgué el teléfono y fue la primera vez que lloré por su culpa.
Ingenuo y enamorado, no podía creer que hubiera sido capaz de
engañarme; ni siquiera comprendía cómo podía haber ocurrido,
teniendo en cuenta la clase de persona que yo pensaba que estaba a
mi lado. Me recompuse bastante rápido y cuando salió del baño le
conté lo que había pasado. Lo negó todo, entre sonrisas pícaras que
provocaron que me dieran ganas de partirle la cara en aquel instante.
A partir de aquel momento, aprendí que cuando le pillaba en algo
que intentaba ocultar, sonreía nerviosamente de la misma manera.
Fui pragmático y sarcástico, le seguí el juego. Fingí que le creía y
esperé a que se vistiera. Nos disponíamos a irnos y, cuando llegamos
a la puerta, le dejé fuera al mismo tiempo que le decía que no quería
volver a verle. Esa fue la primera vez que rompí la relación. Pero...
¡Ay, el masoquismo!
De nada sirvió que me sintiera utilizado y humillado o cuántas
lágrimas hubiera derramado por su culpa. Era una persona con un
poder de atracción bestial. Además, con 20 años se es inocente y
también muy inconsciente. Yo lo era, mucho. A raudales. Tanto que
volví con él, aún sabiendo que se había acostado con otro y encima
no había tenido la valentía de reconocerlo. Después de un par de
semanas llorando como un gilipollas por alguien que no se lo
merecía, decidí comprar su cara de corderito inocente y retomar la
relación. Pero ya nada era lo mismo. Mi bloqueo emocional había
comenzado sin darme cuenta.
Suena un poco a ciencia ficción, pero mi novio era sonámbulo.
Quizás lo sigue siendo, ni lo sé ni me importa. Aparte de levantarse
en mitad de la noche a hacer osas cotidianas como lavarse los dientes
o limpiar el polvo, hablaba en sueños y respondía de forma
inconsciente cuando le hacía preguntas. Yo aprovechaba esos
esporádicos momentos de honestidad involuntaria para preguntarle
sobre aquello que me quitaba el sueño. Así supe que realmente me
quería y estaba enamorado de mí, aunque rara vez lo demostrara con
hechos. Gracias o por culpa de eso, yo siempre le perdonaba. Porque,
me hiciera lo que me hiciera, sabía que me quería y que poco a poco
iría cambiando su forma de actuar. Preguntando entre sueños, supe
también que había cierta base traumática en sus experiencias
infantiles por culpa de sus padres. Lo que, nuevamente, me llevó a
comprender un poco más su personalidad y a perdonar ciertos
comportamientos. Hasta que llegó el día en el que le pregunté por el
que en aquel entonces era mi mejor amigo y me respondió que sólo
se habían acostado una vez y que no lo iba a volver a hacer porque
no quería hacerme daño. Seguramente tu balanza ahora mismo se
inclina más hacia la idea de que soy un personaje ficticio que finge
ser real. Ya dije que mi vida daba para hacer una serie.
En aquel momento, no le dije nada de mis descubrimientos
nocturnos. Prefería no mostrar mis cartas para poder usarlas cuando
hicieran falta. Pero ese cúmulo de informaciones que yo solo digería
y gestionaba se iba acumulando y provocaba que, cada vez, las
lágrimas salieran con más facilidad y por motivos más absurdos.
El clímax de mi frustración llegó una tarde en la que tuvimos la
discusión más fuerte que he tenido con nadie en la vida. De nuevo
había salido a relucir el tema de sus amigos, la fiesta de la noche
anterior y la cocaína. Previamente, me había ofrecido acercarme a mi
casa para que no tuvieran que venir a buscarme. Pero, tras la
discusión, me dijo que me buscara la vida y que no iba a sacar el
coche. Yo no llevaba dinero encima para regresar a casa. Volvimos a
discutir, se fue enfureciendo descontroladamente y yo, que a
prepotente no me gana nadie, no rebajaba mi nivel de reproches,
provocando que él se encendiera más y más hasta que acabé contra
una puerta, con su mano en mi cuello y la otra cerrando el puño y
cogiendo impulso.
–Eso. Pégame –le dije, mientras me echaba a llorar de la
impotencia.
Se quedó paralizado.
–Venga, hazlo –le animé entre lágrimas–. Pégame y demuéstrame
que no te importo una mierda. Hazlo y dame un motivo para dejarte
de una vez por todas. Rómpeme la boca y así sabré lo mucho que me
quieres en verdad.
Me soltó y se encerró en su habitación. Yo me quedé arrodillado
en el suelo. Fui a la cocina a por un vaso de agua y al rato apareció
él, sonriendo, actuando como si no hubiera pasado nada. Me
preguntó por qué lloraba y me intentó abrazar. Yo me aparté de él
con cierto asco y algo de miedo. Temblando. No entendía qué forma
de actuar casi bipolar era aquella. No supe reconocerlo en ese
momento, pero fuese consciente o no, me estaba maltratando
psicológicamente. Él intentaba acercarse riéndose y diciéndome
cosas bonitas, pero en ningún momento salía la palabra «perdón» de
su boca. No era algo bello. No era un novio enamorado intentado
hacer las paces. Era una persona que no reconocía mostrando un
desequilibrio mental y actuando de forma contraproducente teniendo
en cuenta la situación. Su actitud me estaba provocando mucha
ansiedad y necesitaba salir de allí y llorar todo lo que tenía que llorar
sin que él me viera, pero no cesaba en su intento de que, por arte de
magia, olvidara lo que había pasado y fingiera que no había estado a
punto de estallarme el puño contra la cara.
La última vez que lloré, por él en particular y por amor en general,
fue el último día de la relación. Como toda tormenta, fue precedida
por una calma inusual. Llevábamos algunas semanas muy a gusto,
quizás demasiado. La historia se repitió. Se fue a la ducha y sonó su
móvil. Esa vez sí lo miré a conciencia, esperando encontrar una
nueva prueba de otra infidelidad. Inconscientemente, buscaba otro
motivo para romper la relación, aunque aparentemente estuviéramos
en un buen momento. Lo que encontré excedía cualquier expectativa
que me había hecho. Un mensaje, tan sólo uno, pero con el contenido
suficiente para saber que el vaso no sólo se había rebosado, sino que
se había estallado en mil pedazos contra suelo. En él, mi anterior ex
novio –no “Beckham”, otro intermedio– le decía que tenían que
volver a verse, que tenían que arreglar asuntos pendientes y que lo
había pasado genial la vez anterior.
A día de hoy, desconozco qué pasó entre ellos, pero simplemente
el hecho de que mi novio se hubiera hecho amigo, a mis espaldas, de
mi ex y hubieran quedado para hacer ellos sabrán el qué, era
suficiente para demostrarme que, después de casi un año de relación,
las mentiras iban a continuar y cada vez serían peores.
No esperé a que saliera del baño. Me calcé, rebusqué en sus
cajones buscando algunas camisetas mías que compartíamos, cogí
mis llaves y me fui de su apartamento. Llovía a cántaros y, cuando
llegué a mi coche nuevo –por fin me había sacado el carnet de
conducir–, estaba medio empapado. Me subí y al mismo tiempo que
arranqué el motor, comencé a llorar una vez más. Aceleré calle abajo
y me sumergíbajo la lluvia, tanto la externa como la interna. Apenas
veía por donde iba. No me acordaba ni de activar el limpiaparabrisas
o los intermimentes. Me equivoqué de cruce varias veces y, cuando
estaba oficialmente perdido, sonó mi teléfono móvil. Era él.
Paré el coche en el arcén de la carretera y sostuve el teléfono entre
mis manos. Apenas podía leer bien la pantalla porque las lágrimas
me cegaban y corrían rostro abajo hasta mis pantalones vaqueros. No
descolgué la llamada y a los dos minutos me llegó un mensaje.
«¿Dónde estás?». No respondí, sólo podía llorar y odiarle. La lluvia
golpeaba el techo del coche y bajaba por los cristales. En el exterior
sólo veía luces borrosas que iban y venían en mitad de la noche y se
reflejaban a miles en las gotas que cubrían las ventanillas. Volvió a
llamar. Lo cogí, pero no dije nada.
–¿Dónde estás?–preguntó.
Por el sonido de fondo, supe que él estaba conduciendo.
–Dime dónde estás –insistió.
–No lo sé. Déjame en paz.
–Dime dónde estás, por favor.
–No lo sé. Me he perdido. Estoy en mi coche.
Llámalo casualidad, llámalo destino, llámalo suerte. Miré hacia
delante y un haz de luz que venía de frente me cegó por completo. Se
acercó cada vez más hasta que se detuvo justo delante de mi coche y
entonces se apagó. No sé cómo, pero me había encontrado.
Se bajó del coche y vino a tocar en la ventanilla del mío. Me pidió
que le abriera la puerta pero me negué. Lo dejé fuera mientras la
lluvia mojaba su ropa y él insistía. Cuando desistí y le abrí la puerta,
se sentó a mi lado y pude ver qué, como yo, también estaba llorando.

No me pidió perdón. Supongo que miró su móvil y vio el mensaje,


porque sabía perfectamente por qué me había ido. No me dio
ninguna explicación, tampoco quise saberla. Simplemente se
mantuvo en silencio, a mi lado, mientras yo lloraba esquivando su
mirada y apartando su mano cada vez que trataba de coger la mía.
–Se acabó –le dije finalmente.
–No quiero perderte.
–Ya me has perdido. No aguanto más.
–Lo sé. Pero quiero que sigas en mi vida, aunque sea como amigo.
No pude responderle a eso. Me acordaba constantemente de todas
las veces que me había dicho que me quería y de su pasado
traumático que podía provocar esa clase de comportamientos. Quería
creer que no lo hacía con maldad, sino que no podía evitarlo. Pero,
aún creyendo eso, yo merecía algo mejor. Alguien mejor.
Permanecimos en silencio hasta que poco a poco las lágrimas
fueron desapareciendo, las suyas mucho más rápido que las mías. Me
dio un beso en la mejilla y yo apenas reaccioné. Ya había tenido
suficiente. En algún momento tenía que trazar la línea y decidir
ponerle fin a aquella historia de auto-destrucción sin sentido y una
rutina de mentiras en la que se había convertido nuestra relación.
Necesitaba pasar una semana entera sin llorar por su culpa.
Le dije lo que quería oír, que podíamos ser amigos, pero que me
dejara marchar. Y así fue, al menos al principio.
Los ex no pueden ser amigos sin más. Ahora lo tengo claro.
Nosotros intentamos serlo durante los cinco o seis meses siguientes
pero no funcionó. Nuestra relación de amistad se basó en un tira y
afloja continuo, en intentos por su parte de recuperar lo que un día
tuvimos, en más engaños, en más mentiras y en una obsesión por
controlar mi vid. Sin mencionar los reproches que hacía respecto a
mi vida privada, a pesar de que en esos cinco meses él estuvo
viéndose con otros chicos y yo no. Terminamos, lógicamente, en una
guerra que, además, involucró a nuestros respectivos grupos de
amigos; y no fue hasta un par de años después, cuando los
sentimientos se habían estabilizado, cuando tuvimos una larga
charla, paradójicamente el día de San Valentín, y pudimos empezar
una amistad honesta partiendo de cero. Fue en esa conversación en la
que, por primera vez, me dijo la verdad sobre todas las cosas en las
que me había engañado y me pidió perdón por ello.
A día de hoy, somos amigos. Hablamos con poca frecuencia, pero,
cuando lo hacemos, es sincero. Sabe que le conozco mejor que la
mayoría del resto de personas, que yo ahora sí capto al vuelo sus
mentiras o cuando intenta esconder algo; que puedo leer sus gestos
casi con más claridad que los míos. Vivimos en países distintos, pero
tengo claro que, si no estuviéramos separados, podríamos ser grandes
amigos. Porque, a pesar de todo, con el tiempo descubrí que como
novio era un auténtico desastre, pero como amigo nunca me ha
fallado. Descubrí que es de esas personas que lo dan todo por sus
amigos y sus relaciones sentimentales son sólo un entretenimiento.
No lo comparto, ni mucho menos, pero ahora estoy en el bando de
los amigos, por lo que no tengo nada que reprocharle. Salvo, tal vez,
mi actual incapacidad para llorar cuando lo necesito.
Y es que tengo la sensación de que, durante ese año que pasamos
juntos, gasté todas las lágrimas que pueden gastarse en media vida.
Me construí sin darme cuenta una sequía psicológica, una barrera
que impediría que nadie más me hiciera llorar nunca más. No fui
consciente, pero siento como si en aquel instante en el que todo
terminó, me hubiera jurado que jamás volvería a llorar por nadie. Y
así lo hice.
Morir
A veces siento que soy la única persona del mundo a la que le da
miedo morir.
Supongo que no es cierto, pero miro a mi alrededor y no encuentro
a nadie que entienda mi forma de percibir ese momento. Nadie que,
como yo, se imagine ese instante exacto en el que dejará de existir
para siempre y piense en que el mundo seguirá girando, llegará el
futuro y otros futuros que ni siquiera llega a imaginar, y no estará allí
para verlos. Yo lo pienso y me dan escalofríos, me bloqueo, se me
tensa todo el cuerpo y me siento al borde de una crisis de ansiedad.
Cuando me dejo llevar y mi pensamiento llega tan lejos, necesito
encontrar algo que me distraiga y me obligue a dejar de pensar en
ello. Nunca me he atrevido a seguir pensando, a seguir indagando en
ese tétrico sentimiento, ver cómo reacciona mi cuerpo y comprobar
dónde está el límite de mi miedo.
Pensar en que todo se acabará algún día me aterra, pero
imaginarme viviendo eternamente sin fin me produce un efecto
parecido. Nuevamente, el inconformismo que más me caracteriza,
nunca contento con ninguna opción. Si me dieran a elegir, me
sumergiría en un incómodo debate porque no sabría cuál de ambas
situaciones sería la idónea. Menos mal que no podemos elegir. Aún
así, el saber que no es mía la elección no me produce ningún tipo de
tranquilidad. Y si supiera que voy a morir de viejo, quizás con la
mente lo suficientemente perdida como para no darme cuenta de ello,
no me molestaría tanto. Pero el hecho de ser consciente de que mi
vida puede terminar en cualquier momento me produce ansiedad. Y
contrariamente a lo que suele experimentar todo el mundo, yo no
caigo en el carpe diem, YOLO, y similares. Yo tiemblo, me acobardo
y busco refugio para sentirme a salvo. Huyo precisamente de lo que
más quiero, que es vivir.
Nada te prepara para la muerte. No la tuya, que cuando llega no
tienes la posibilidad de pensar en ella, digerirla y aceptarla; sino la de
los demás. Al menos a mí nadie me preparó para ello. Y no sería por
no haber tenido experiencias cercanas a ella, no la mía, la de otros.
Con apenas 12 años presencié un espantoso accidente justo bajo
mi ventana. Un camión cargado con materiales de construcción
perdió los frenos y arrolló avenida abajo a media docena de coches,
dejándolos hechos un amasijo de hierros. Y en uno de ellos vi a una
mujer atrapada en el interior. Pedía ayuda pero nadie llegaba. La
gente sólo miraba. No puedo decir si estaban paralizados por el
miedo, la ignorancia, la incredulidad o una mezcla de todo. La parte
posterior de su coche estaba totalmente deformada, con un aspecto
similar al de la cola de un escorpión, y envuelta en llamas. Creía que
sus gritos de auxilio no podían ser más estridentes hasta que el fuego
avanzó y empezó a quemar su cuerpo. Jamás he vuelto a escuchar a
nadie gritar de la misma forma. Ni siquiera en televisión.
Yo seguía atónito, de puntillas, mirando desde el otro lado del
cristal, temblando de miedo y con el corazón desbocado, aún
sabiendo que no era yo el que deambulaba en equilibrio sobre la fina
línea que separa la vida de la muerte. Observaba perplejo la escena
sin saber lo que esas imágenes estaban provocando, segundo a
segundo, en mi subconsciente.
De pronto, alguien despertó del shock y corrió hacia el coche con
un extintor. Las llamas desaparecieron y ella seguía con vida pero ya
era demasiado tarde. Murió varios días después según escuché en las
noticias. Y no sólo ella. En otro de los vehículos que también estaba
en llamas, los bomberos encontraron una persona completamente
calcinada. Por suerte, para mí, yo ya me había ido al colegio y no
presencié ese momento. Recuerdo estar sentado en clase totalmente
ido, perdido en el inicio de un trauma mental del que yo mismo tuve
que aprender a salir porque no recibí ayuda de ningún tipo. Ni en el
colegio tras decirle a una profesora que estaba distraído por lo que
acababa de vivir, ni en casa cuando les contamos a mis padres –que
estaban trabajando cuando ocurrió el accidente– lo que habíamos
visto. La peor experiencia de mi vida y no hubo absolutamente nadie
que se preocupara de aquel niño de 12 años que acaba de conocer en
primera persona lo horrible y despiadada que podía ser la muerte.
Unos años después perdí a mis abuelos por parte de madre. Pero
en aquel momento apenas sentí nada. Tal vez porque mi rabia estaba
concentrada en la persona responsable de ello, o quizás porque la
muerte de unos abuelos es algo más natural que sigue el orden
establecido de la vida, pese a que realmente aún no les tocaba
marcharse. También ayudó el hecho de que llevara cuatro años sin
tener relación con ellos. Perder a alguien es un poco más sencillo
cuando te has acostumbrado a que no forme parte de tu vida.
Pero seguía sin estar preparado. Había visto la cara de la muerte
frente a mí en varias ocasiones, pero nunca había tenido que lidiar
con lo que viene después. Con esa búsqueda de un por qué, una
justificación que le dé sentido a una marcha prematura. Y así, sin
ningún tipo de preparación, se fue el que había sido mi mejor amigo
en los años más cruciales de mi vida hasta ese momento.
Nos conocimos cuando teníamos 17 años, en mitad del vértigo que
provocaba asomarse a la mayoría de edad, en el instante de
adolescencia eterna, cuando ser un hombre quedaba aún lejos;
aunque lo cierto es que es probable que él ya lo fuese sin saberlo.
Mi amigo era impulsivo, tan inteligente que resultaba cargante, tan
sociable como el panadero que todo lo sabe y a todos conoce,
bastante egocéntrico y con una de esas personalidades arrolladoras
que o te atrapan o te hacen huir en la dirección opuesta. Narcisismo a
raudales pero nunca con malas intenciones. Si juntas todo eso en una
clase llena de adolescentes, obtienes un rechazo mayoritario,
condicionado por la inconsciencia que provoca esas edades el no
saber cuando tienes frente a ti alguien auténtico. Aunque,
irónicamente, dicho rechazo nunca se produjo por su condición
sexual, ni por su evidente amaneramiento. Su extrovertida forma de
ser se encargó de ello.
Era el pequeño de tres hermanos, pero eso no la impedía llegar a
ser tan femenino como se propusiera o tan masculino como su
enfurecimiento espontáneo le permitía. Delicado y bruto a partes
iguales, tanto por dentro como por fuera. Una florecilla que podía ser
la más gamberra del barrio. Pero, sobre todo, fuerte. Muy fuerte.
Tanto como para aguantar críticas, insultos y desprecios con una
sonrisa en la cara. Porque si algo le sobraba era optimismo. Era de
esa clase de gente que, si se proponía algo, sabía que lo conseguiría.
Y, si no lo conseguía, fingía que jamás le había interesado. Nunca
nadie podía pisarle el ego.
Congeniamos enseguida, aún no entiendo por qué, sinceramente.
Supongo que hay cosas en la vida que no se pueden explicar. Éramos
tan distintos y pertenecíamos a mundos tan opuestos que llegar a ser
grandes amigos con tanta facilidad me resultaba a veces sospechoso.
Tanto que, más de una vez, dudé de sus verdaderas intenciones para
conmigo.
Él era de esas personas que no tenían miedo de decir lo que
piensan, de mirarte a la cara y decirte la verdad. Simple. Pura. Sin
adornos. Tanto para lo bueno como para lo malo. Y así me hizo saber
lo magnífico que yo le parecía, con mi rica e interesante
personalidad, pero que no era más guapo que ese otro amigo que
ligaba mucho más que yo, aunque me jodiera escucharlo. Es curioso
como algo que, en aquel momento, me hizo rabiar, ahora pagaría por
volverlo a oír una vez más. Porque pocas veces uno tiene la
oportunidad de encontrar a alguien tan transparente que no se
esconde en la falsa sinceridad para tratar de hundirte.
También era un saco de secretos a punto de romperse. Cuanto más
lo conocía, más desconocido me resultaba. Tenía tantas vidas como
círculos de amigos y compartía vínculos y afectos con extremos
opuestos de la sociedad. Gente rica, gente pobre, heterosexuales,
homosexuales y travestis varias, malajes de barrio bajo y ejecutivos
de alto standing. Nunca se conformó con pertenecer a un sitio, quería
formar parte de todos, omnipresente y omnipotente. Era como el
presidente de la comunidad que a todos saluda y con todos comulga,
aunque la iglesia la pisaba poco.
Extrovertido, espontáneo, gritón y excesivo. Nunca pasaba
desapercibido ni ignorado. Cuando entraba en algún sitio, todos
sabían que había llegado. Lo mismo cuando se marchaba. Y siempre
llevaba un frasquito de brillo de labios en el bolsillo, aunque nunca
vistiera de forma femenina. «¡Amiga!» decía siempre que saludaba, a
mí y a todos, fueran chicos o chicas, no hacía distinciones para
recurrir a su leit motiv habitual. “La putona” le apodamos algunos en
el colegio, porque con 17 años no tenía vergüenza ni reparo en
asomarse a camas ajenas con bastante frecuencia, haciendo uso de
una libertad que hoy en día algunos seguirían envidiando. Y lo
aceptó con una sonrisa, porque en vez de tomárselo como un insulto,
abanderó el apodo, se lo apropió y se auto-convenció de que si él
mismo lo usaba, nadie podría usarlo en su contra. Nadie puede
hacerte daño si tú no les dejas.
Solía tener bastante éxito con altos ejecutivos. Le gustaba sentirse
deseado y eso, a veces, incluía hombres casados y/o supuestamente
heterosexuales. Tenía la capacidad de que alguien lo necesitara tanto
como para estar dispuesto a abrir la cartera a cambio de pasar una
noche con él, aunque nunca llegó a cruzar esa línea. Le bastaba con
el juego, el morbo y la satisfacción que dichas proposiciones le
hacían sentir. Hasta que sus juegos se volvieron contra él y optó por
alejarse de determinadas influencias. Ocurrió después de una noche
de fiesta, travestis, chulos y una pistola. Nunca me terminó de contar
aquella historia que le hizo replantearse su vida. Por aquel entonces,
su vida era un guión de Hollywood que se escribía solo.

Así que decidió hacer las maletas y marcharse a Inglaterra,


terminar la carrera universitaria, encontrar un trabajo muy bien
pagado, conocer al amor de su vida y comprarse una casa juntos. Y
digo que lo decidió porque así fue. Como dije antes, cuando se
proponía algo siempre lo conseguía. Se dedicó a tener una vida
normal, lejos de la adrenalina que caracterizaba su día a día de
antaño, lejos de las discotecas y de todo aquello que, otrora, solía
definirle como persona. Se reinventó a sí mismo bajo la bandera del
Union Jack y, cuando todo era perfecto, apareció ante él la única
palabra a la que había tenido miedo en toda su vida: cáncer.
Por aquel entonces, ambos teníamos 25 años. He de reconocer que
habíamos perdido confianza y afinidad, tanto como para enterarme
de que algo terrible estaba pasando a través de Facebook.
Bienvenidos a la nueva era. Supe que estaba enfermo un mes
después de ser diagnosticado. No pude hablar con él, estaba en pleno
proceso de quimioterapia y había perdido el habla. Me escribió para
decirme que estaba bien, que iba a curarse, que todo iba a salir bien y
que no era la primera vez. Ya había sufrido y superado un cáncer de
estómago sin que nadie se enterara. Yo quise creerle, con todas mis
fuerzas, pero mi instinto –o mi pesimismo innato– me decía lo
contrario.
Un día sonó el teléfono y era él. Pensé que todo había terminado
para bien. «Amiga...» dijo cuando respondí la llamada. Su euforia y
optimismo se habían borrado. No dijo nada más. Yo le hice
preguntas pero no era capaz de responderlas. Nunca supe por qué no
pudo hablarme en aquel momento. Quizás quiso decirme que todo
iba bien y no fue capaz de mentirme, o tal vez tenía la intención de
hacerme saber que se le acababa el tiempo y no tuvo el valor de
escucharse a sí mismo diciendo aquellas palabras.
Dos meses después de aquella llamada, llegó el comienzo del fin.
Después de toda una vida consiguiendo todo aquello que se
proponía, justamente le falló la suerte con aquello que,
probablemente, habría intercambiado por todos sus demás logros. Le
trajeron de vuelta a su casa y pudimos ir a visitarle. Mi propia
ignorancia mezclada con un descomunal bloqueo mental me hicieron
imaginar a mi amigo, el de toda la vida, postrado en una cama,
pálido y decaído, un poco desmejorado, sin su brillo de labios. Nada
más lejos de la realidad.
Aún recuerdo el olor del gel desinfectante que extendí sobre mis
manos antes de entrar en aquella habitación del hospital. Incluso
recuerdo la sensación que me producía estar en el mismo lugar donde
cinco años antes había visto a mis abuelos por última vez. Varios
amigos caminaban delante y me tapaban la visión, sólo podía
escuchar su voz. La misma de siempre, pero entrecortada y forzada,
con cierto aire de resignación. Sin esperarlo, le vi. Aquella imagen
me destrozó tanto la realidad que al día siguiente no pude recordarla
de nuevo. Tardó años en volver a mi memoria, cuando pude volver a
asimilarlo. Había dejado de ser aquel chico presumido de sonrisa
enorme y atléticos brazos. Lo que vi aquella noche era prácticamente
un esqueleto en movimiento, con una mandíbula tan marcada y unas
muñecas tan estrechas que pensé que se rompería si intentaba darle
un abrazo. Sé que suena horrible, pero daba bastante miedo. La
muerte se había dibujado en su rostro y apenas me atrevía a mirarlo
durante más de dos segundos. Cuando me vio, levantó a duras penas
una mano y me enseñó una brillante alianza dorada que bailaba en su
dedo.
–¡Amiga! ¡Me caso! –me dijo esbozando una marcada sonrisa.
Le sujeté la mano entre las mías y podía sentir como su energía
vital se estaba apagando. Yo soy muy de dar abrazos y de sentir a la
otra persona. Creo en la capacidad que tenemos los humanos de
transmitirnos energía, tanto positiva como negativa. En aquel
momento apenas sentía que estaba sujetando a una persona. Si
cerraba los ojos, era como tener una piedra entre los dedos, apenas
podía sentirle.
Al otro lado de la habitación, su novio y prometido, acostumbrado
a la situación, actuaba de forma serena y cotidiana. Su padre sonreía
y nos contaba que llevaba toda la tarde comiendo donuts. Nadie
hablaba del enorme elefante rosa, más bien negro, que había en
aquella habitación. Como si todos estuviéramos allí por otros
motivos ajenos a la muerte.
Cuando llegué a casa, solté todas las lágrimas que había estado
conteniendo durante toda la tarde y mi subconsciente eliminó de mi
memoria todo lo que me hacía daño. A la mañana siguiente no
recordaba su nuevo aspecto, sólo el anterior, el de siempre. Y decidí,
egoístamente, lo sé, que no volvería a visitarle. Después de todo,
pensé, él estaría muy sedado y no se daría cuenta de mi ausencia.
Además, estaría muy bien acompañado.
No fui a su boda. Me arrepiento, pero reconozco que la situación
me superó. Lo pienso y me siento fatal, porque debería haber ido,
pero en aquel momento sólo podía pensar en salvaguardar mi
estabilidad psicológica. Él se iba y yo me quedaba, consideré
oportuno anteponer mi bienestar emocional. Quiero pensar que él lo
entendió, pero igual es una forma de engañarme a mí mismo y todo
lo que he vivido estos años desde que se fue es la condena que me
merezco por haber pensado más en mi salud mental a largo plazo.
Tardé muchos años en aprender a vivir con lo que había ocurrido.
Me obsesioné con la muerte, con la posibilidad de que me ocurriera
algo parecido. No quería morir joven. Y esa obsesión provocó
justamente lo que intentaba evitar, que yo mismo dejara de vivir por
miedo.
Él se pasó los ocho años que fuimos amigos intentando enseñarme
que la vida es una, que la única forma de aprovecharla es ir hacia
delante a toda velocidad sin pensar en las consecuencias y que el
tiempo no espera por ti. Vivió deprisa, como si en el fondo siempre
hubiera sabido que tenía menos tiempo que el resto. Y, desde
entonces, yo he dejado de vivir plenamente. Quizás por miedo a que
vivir con tanta intensidad provoque que el fatal desenlace llegue
antes de tiempo, quizás por no haber sabido gestionar lo que le
ocurrió, o quizás porque el hipocondríaco que habita en mí está
abusando de la empatía que le caracteriza y no deja de pensar que
podría ser el siguiente.
Sea como sea, mi amigo dejó una huella de penumbra que no
consigo iluminar. Y tengo miedo de que su muerte no haya servido,
al menos, para hacer que yo viva mientras tenga la oportunidad. Tal
vez no tan intensamente como él, pero al menos sí con algo más de
fuerza que en los últimos años.
Dicen que la muerte tiene varias fases y que, según vas avanzando
a través de ellas, llegas a superar la pérdida y vuelves a ser el que
eras. Yo no sé en qué fase ando, pero aún me acuerdo de él cada día
y no sé en qué medida es saludable o no para mi propia salud mental.
Quizás con estas líneas me de cuenta por fin del legado que ha
dejado en mí y aprenda a utilizarlo para vivir de una vez por todas,
ahora que él ya no puede hacerlo.
Amistad
Desde que vivimos obsesionados con las redes sociales, en mayor
o menor medida, veo constantemente cómo la mayoría de personas
con las que guardo algún tipo de relación tienen un punto de apoyo
importante bastante poderoso: sus amigos. Día tras día, leo
comentarios de ánimo, cumplidos, promesas de amistad eterna,
complicidad a raudales y un sinfín de buenos gestos que, cuando se
acumulan, hacen que me dé cuenta de que yo carezco de muchos de
ellos.
Ante cualquier problema o situación incómoda que algún conocido
esté sufriendo, surge un batallón de soldados en su rescate que van a
darle la fuerza y el sustento necesarios para salir adelante. Desde
unas simples palabras en un muro de Facebook hasta aparecer en la
puerta de su casa con un kit esencial de supervivencia basado en
chocolate y chucherías varias. Veo personas que se preocupan las
unas de las otras, que tienen un vínculo emocional enorme y que
siempre están ahí cuando hace falta, tanto para lo bueno como para
lo malo. Amigos que comparten muestras de afecto, te quieros
sinceros, risas honestas y empatía a raudales.
En cambio, y no me da vergüenza reconocerlo, mi realidad
personal es bastante distinta. Yo no vivo esa clase de situaciones,
nunca. Nadie está siempre ahí cuando hace falta, ni viene a
animarme cuando lo necesito, ni conoce lo que pienso con sólo
mirarme. No recuerdo la última vez que alguien me dijo «te quiero».
No tengo apoyos básicos en los que verme reflejado cuando tengo
problemas y tampoco siento que mi entorno se sienta especialmente
orgulloso de mis éxitos y metas conseguidas. Sólo yo, en mi
compleja cabeza llena de pensamientos, tengo la necesidad de estar
siempre ahí para mí mismo. Mis problemas sólo me importan a mí,
mis alegrías sólo las disfruto yo, y nadie llama nunca a mi puerta por
sorpresa cuando necesito compañía, porque nadie me conoce tanto ni
se siente tan próximo a mí como para saber cuándo necesito
desahogarme con una charla nocturna de esas que duran horas.
No pretendo dar pena. Esta es sólo una más de las cosas que
necesito contar porque también forma parte de lo que soy. Pero no
deja de ser triste y de provocarme cierta envidia el saber que las
cosas no tienen por qué ser así, pero que, por algún motivo, me he
ido rodeando de personas con bajos niveles de empatía a los que sólo
parece preocuparles su propia existencia o, por lo menos, no les
preocupa la mía.
Todos necesitamos alguien a nuestro lado. Somos seres sociales y
nuestra naturaleza se basa en la comunicación, en el intercambio de
información, en el flujo de energía y en el amor que podemos sentir
unos por otros. Todo se mueve por amor y la amistad es una de sus
formas.
Por supuesto que tengo amigos, pero creo que soy un tópico
andante de esos que sirven para demostrar que siempre es mejor la
calidad a la cantidad. Obviamente, yo gano en cantidad pero salgo
perdiendo en calidad.
Hace cinco años pasé por el peor momento de mi vida y aún sigo
esperando a que algún miembro de mi grupo de amigos más longevo
me pregunte cómo estoy. Ya no es cuestión de que no sepan si estoy
bien o mal, es que ninguno ha querido molestarse nunca en preguntar
qué me pasó exactamente o por qué he dejado de ser la persona que
era antes. Han ignorado por completo lo sucedido y han decidido dar
por hecho que me he distanciado, sin más. Y lo que más me fastidia
no es esta situación por sí sola, sino que yo sí he sido siempre un
amigo ejemplar con ellos. Siempre.
El 25% de ese grupo de amigos ha intentado quitarse la vida. No
me invento el dato. A cada uno le duele lo suyo, pero siempre fueron
por situaciones mucho más insignificantes que las que he tenido que
vivir yo. Y aún así yo siempre estuve ahí cuando hizo falta,
constantemente. Una llamada, un mensaje, una visita, lo que fuera.
En cambio, ahora que el necesitado soy yo –o lo era–, he recibido ni
una sola muestra de interés hacia un problema que, de tenerlo ellos,
habría terminado en funeral. Mi personalidad no me lo permite, por
lo que yo no he llegado a ese extremo de querer suicidarme, pero
estoy convencido de que, si lo hiciera, nadie se enteraría hasta
pasados unos días. No soy una de esas personas por las que su
entorno se preocupa. Y, si en algún momento llegan a hacerlo, es de
forma vaga y fugaz.
Como dije más atrás, a lo largo de mi existencia he tenido
bastantes mejores amigos, siete para ser exactos, y cinco de ellos han
acabado defraudándome de un modo u otro. Y probablemente la
culpa sea mía por no saber distinguir a tiempo quién merece la pena
y quién no, pero a largo plazo lo único que he conseguido es un
arsenal de decepciones.
El primer mejor amigo que tuve me dijo una vez que nunca podría
tener un amigo homosexual. Por aquel entonces yo aún estaba
descubriendo mi sexualidad, así que no le dije nada, pero tuvimos
una conversación en la que me dijo que le daría asco tener un amigo
así. Recuerdo que le insistí un poco, pensando que quizás exageraba,
pero fue muy contundente con los apenas 12 o 13 años que tenía. Me
dejó tan clara su postura que aquello era la crónica de una muerte
anunciada. Por suerte para mí y mi autoestima, esto ocurrió durante
el verano y, al comienzo del curso, nos separaron de clases y
perdimos el contacto de forma natural. A día de hoy me pregunto si
habrá cambiado de idea o si es uno de tantos homófobos que inundan
el mundo y que tanto daño hacen a personas que sólo necesitan ser
comprendidas.
El segundo era un manipulador de manual que no comulgaba con
mis opiniones cada vez que eran distintas a las suyas y pretendía
imponer siempre su autoridad. Era de esas personas que estás con
ellas o contra ellas. Sin término medio. Además, no soportaba que
nadie estuviera por encima de él o le demostrara que se había
equivocado. Curiosamente fue el primero al que le dije que me
gustaban los chicos y también fue el primero que se me declaró; con
tanto amor propio que, cuando le dije que no quería tener nada con
él, me insistió diciendo que teníamos que darnos esa oportunidad
para no arrepentirnos en el futuro. ¿Arrepentirme de qué? Si no me
gustaba. Era el típico adolescente engreído y narcisista, pero a la vez
era tan divertido que me compensaba tenerlo como amigo. Él es el
claro ejemplo de que la gente, a veces, cambia y, a día de hoy, poco
queda de aquel arrogante muchacho. Pero como amigo sigue sin
estar a la altura.
El tercero fue testigo de cómo mi novio me engañaba con otro
chico delante de sus narices. Me lo ocultó y, no contento con
guardarle el secreto, cuando por fin me lo contó lo hizo suavizando
la historia para no manchar la imagen del que era mi novio. Él, que
había sido mi mejor amigo durante años, prefirió darle prioridad y
más importancia a su nueva amistad con mi pareja. Nunca entendí y
sigo sin entender cómo alguien puede llegar a hacer eso. Cómo se le
puede ocultar a un amigo de toda la vida que su nuevo novio con el
que apenas lleva saliendo cuatro meses le ha sido infiel. Y tener la
conciencia tranquila.
El cuarto fue todo lo que podía esperar de un amigo y más, pero la
vida es así de injusta y, cómo ya habrás podido leer, dejó de existir,
al menos tal y como conocemos nosotros la existencia. Quizás pecó
de ser demasiado sincero, pero siempre antepuso nuestra amistad a
cualquier cosa. Él tenía muy pocos amigos, pero los que tenía eran
sagrados.
El quinto fue mi mejor amigo durante el tiempo que ocuparon las
dos únicas relaciones estables que he tenido. En ese espacio temporal
de aproximadamente tres años, estaba tan frustrado con sus propias
relaciones fallidas que sintió la necesidad de destrozar las mías a mi
espalda. Si él caía, yo debía caer detrás, por lo visto. Una noche de
fiesta intentó ligar con mi primer novio e incluso llegó a meterle
mano. Por aquel entonces mi amigo aún tenía pareja, por lo que no
sólo me estaba intentando pisotear a mí, sino que además estaba
jugando con los sentimientos de otra persona. No estaba borracho así
que no podemos culpar al alcohol. Claro que yo nunca supe nada
hasta bastante tiempo después, por lo que viví engañado sin saber
nada durante meses. Un par de años después, cuando mi segunda
relación estable no andaba precisamente en su mejor momento,
quedó a escondidas con mi novio, salieron de fiesta a una discoteca
sin mí y acabaron liándose en su coche. Y no fue la única vez. Nunca
me molesté en enfrentarme a él y preguntarle por qué. Simplemente
lo borré de mi vida y él tuvo tan claro el motivo que nunca se
molestó en intentar contactarme.
El sexto fue, con diferencia, la mayor decepción que me he llevado
en la vida. Era un amigo de esos que comentaba al principio.
Siempre atento a mis necesidades y apoyándome en todo lo que
consideraba oportuno. Fue una roca a la que sujetarme durante una
mala época y, durante un tiempo, llegué a sentir que por fin había
encontrado un amigo de verdad, con mayúsculas. Pero no fue así. La
triste realidad es que estaba enamorado de mí y toda la dedicación
que me mostró no eran más que intentos de conquistarme. Como no
lo consiguió, una noche de fiesta en Madrid me hizo pasar uno de los
peores momentos de mi vida. Por un descuido por mi parte, bebí de
la copa que no debía y acabé drogado hasta las orejas con GHB. Yo,
que lo más fuerte que había probado en la vida era la marihuana.
Cuando regresamos al apartamento y después de sumergir la cara en
agua helada para intentar espabilarme, sin saber aún lo que me
pasaba, caí casi inconsciente en la cama. Este amigo del que hablo
aprovechó para saciar las ganas de probrame que tenía desde hacía
tiempo. Recuerdo que no podía moverme pero mentalmente estaba
completamente despierto. Tumbado boca abajo, pude sentir cómo
sus manos me acariciaban sin yo pedirlo, cómo me rozaba la
entrepierna sin yo desearlo y cómo me besaba sin yo querer
saborearlo. Cogió mi mano y la pasó por distintas partes de su
cuerpo, mientras lo único que yo podía hacer era pensar en qué
estaba haciendo y por qué yo no podía reaccionar. El hecho de que
no fuera un desconocido ni tampoco acciones agresivas sirvió para
que mi estabilidad psicológica no se mermara, de hecho no lo
recuerdo como algo traumático sexualmente, sino como algo
impactante en lo que a nuestra amistad se refería. Pesó mas la
decepción que otra cosa. No fue a más, pero al día siguiente tuvo la
sangre fría de mirarme a los ojos y sonreír como si nada hubiera
pasado. Todo lo que había hecho por mí se esfumó sin dejar rastro de
la noche a la mañana, literalmente.
Y el séptimo y último es el único amigo que me ha demostrado
estar a la altura, aunque reconozco que hubo una época en la que no
supo gestionar bien determinados asuntos. La complicidad que tengo
con él no la tengo con nadie y, aunque no termina de ser la clase de
amistad que me gustaría, no puedo quejarme porque es, sin duda, lo
más cercano que tengo a una familia elegida. Y es que familia no es
tu misma sangre, sino aquellos que nunca te abandonan. Él sí me ha
demostrado estar ahí cuando ha hecho falta y el hecho de que los dos
tengamos el mismo tipo de humor hace que, por primera vez en mi
vida, tenga esa complicidad con alguien en la que casi sabes lo que
está pensando con sólo mirarlo.
Mis mejores amigos han sido como una caja de bombones de los
sabores más amargos. Y la culpa es mía y del imán que tengo para
encontrar afinidad con malas personas continuamente. Tengo un don
para juntarme con las peores clases de persona que pueda encontrar
por el camino. Y no sólo con respecto a los amigos, sino también en
mis relaciones sentimentales. Si sacamos el historial de intentos de
pareja que he tenido, descubriríamos una lista copada de trastornos,
carencias, narcisismos, egos y una falta de empatía descomunal.
Claro que también he tenido mis buenos momentos, pero
normalmente uno necesita desahogarse de las cosas malas que le han
ocurrido, no de las buenas.
De resto, tengo un amplio umbral de amigos y conocidos que, pese
a no estar ahí cuando hacen falta y demás, no puedo catalogar como
malas personas sino todo lo contrario. Después de todo, mi queja
inicial no implica que mi entorno esté formado por mala gente,
simplemente que carezco de amistades puras, sinceras y duraderas. Y
a pesar de todo eso, siempre intento quedarme con lo positivo y no
pensar en la parte negativa. De hecho, uno de los motivos por los que
estás leyendo esto es porque tenía la necesidad de desahogarme y
contar todo aquello que, normalmente, no cuento, ni pienso, porque a
pesar de que siempre me catalogo como una persona que tiende al
pesimismo, lo cierto es que en realidad soy bastante optimista e
intento pensar solamente en aquellas cosas que me hacen bien;
aunque eso suponga que todo lo negativo se vaya acumulando y, de
vez en cuando, explote.
Horizontes
Hasta los 21 años, no quise abandonar este lugar. Nunca sentí la
necesidad de explorar el mundo o de ampliar mi riqueza cultural
interior. No sabía lo que era vivir fuera de casa de forma
independiente, sentir que podía cambiar de vida y re-inventarme
como persona en otra parte del planeta. No quise moverme de mi
zona de confort, ni arriesgarme, ni saltar al vacío sin mirar. Viví
dentro de mi burbuja de bienestar y conformismo, esa que me cegaba
la visión más allá de la línea del horizonte, esa que me hacía creer
que lo que tenía era suficiente.
Pero llegaron los 21 y, con ellos, llegó Nueva York. Hasta ese día
mi relación con la ciudad era la misma que podía tener con Milán,
París o Tokio. Sabía que existía, la había visto en fotos, vídeos y
merchandising, pero no tenía interés alguno en visitarla. La idea del
viaje surgió de forma bastante improvisada, como los mejores planes
de la vida. Cenábamos varios amigos en un restaurante y uno de ellos
propuso irnos todos a la aventura. Todos dijeron que no, por distintas
razones, y yo, por llevar la contraria y porque no estaba estudiando
ni trabajando, dije que sí, pensando que ahí se quedaría la anécdota.
Días después empezamos a ver hoteles en la ciudad, por diversión, y
encontramos uno en la esquina de Lexington con la calle 57 que nos
enamoró. Lo siguiente que recuerdo es estar en la agencia de viajes
firmando la reserva. En tres semanas nos íbamos a hacer las
Américas, aunque sólo fuese durante siete días.
Hoy en día, el mundo está en constante comunicación gracias a los
medios y a las redes sociales, por lo que no parece algo tan fuera de
lo normal organizar viajes para ir a una u otra parte del mundo. Pero,
hace diez años, sin Facebook, ni Instagram, ni WhatsApp, el mundo
era un lugar distinto y más aislado. Irte al otro lado del Atlántico a un
país desconocido con sólo 21 años no era, al menos para mí, algo tan
habitual. Y lo más curioso es que ni siquiera lo pensé demasiado.
Decidí embarcarme en la aventura neoyorquina con más facilidad de
la que tengo hoy en día para salir de fiesta un sábado por la noche.
Muchas veces echo de menos a la persona que era por aquel
entonces, aunque reconozco que siento bastante vergüenza ajena
cuando veo la forma que tenía de ser, de expresarme y de hablar. Era
como un adolescente en el patio del colegio que no se había dado
cuenta de que había crecido. Me cuesta mucho sentarme a ver vídeos
de ese viaje.
Creo que no pensé en serio lo que había hecho hasta que, después
de unas seis horas de vuelo, miré por la ventanilla y vi que
sobrevolábamos la costa de Canadá. Recuerdo que pensé «América
existe, no sólo sale en la tele». Por unos segundos me sentí como
Cristóbal Colón “descubriendo” el nuevo continente. Y fue cuando
me di cuenta de que no sólo estábamos llegando a un continente al
otro lado de Europa, sino que estaba lejos, muy lejos de casa. Mi
madre, en cambio, no fue consciente de a dónde me había ido hasta
unos días después, cuando me vio en directo por una webcam
mientras la llamaba desde una cabina telefónica.
Cuando salimos del aeropuerto JFK, el recibimiento fue bastante
filmográfico. Como si se hubieran puesto de acuerdo y un director
hubiera gritado «¡acción!» antes de que se abrieran las puertas, un
tren del metro pasaba sobre una plataforma a lo alto sobre nuestras
cabezas, al mismo tiempo que un coche de policía se detenía frente a
nosotros, una cola de icónicos taxis amarillos avanzaba lentamente y
una ambulancia animaba el ambiente. Sólo habría faltado un puesto
de perritos calientes. Y los paparazzis.
Aún tengo grabada en la memoria la imagen nocturna de la ciudad
iluminada en el horizonte que vi desde el taxi a medida que nos
acercábamos a Manhattan. Tenía la sensación constante de estar
metido dentro de una película a lo que no pertenecía y que, en
cualquier momento, iba a despertar. Media hora después, una
videocámara a punto de romperse contra el asfalto y catorce pisos
más arriba, me asomé a la ventana de la habitación del hotel y fue
cuando realmente, de verdad, me creí que estaba en Nueva York. Por
primera vez en veintiún años, entendí que había vida más allá de mi
ciudad, mi familia y mis amigos. Entendí que podía ser Nueva York
como cualquier otro lugar del mundo, que tan sólo bastaba con tomar
una decisión y elegir el destino. Entendí y me convencí de que no
podía cerrarme las puertas a tener una vida mucho más entretenida y
provechosa.
Los siete días que pasé en Nueva York fueron la mejor semana de
mi vida. Supongo que eso dice mucho de lo poco emocionante que
ha sido mi vida desde entonces, pero no se trataba del viaje en sí,
sino de la experiencia que traía consigo. Nunca he vuelto a sentir esa
sensación de aterrizar en un lugar completamente desconocido y
pensar que, por fin, he llegado a casa. Si la reencarnación existe, en
todas mis vidas anteriores fui neoyorquino, porque la atracción que
sentí hacia ese lugar desde el primer minuto no fue normal.
El primer día nos recibió con una espectacular lluvia que hizo que
nos cambiáramos hasta tres veces de ropa y que, perdidos entre sus
calles, llegáramos a Times Square sin querer, como si el epicentro
por antonomasia de la ciudad nos atrajera hacia sus entrañas
irremediablemente. Estábamos en alerta meteorológica y, a pesar de
eso, nada pudo arruinar ni un sólo segundo de aquellos primeros
instantes en la ciudad. Después de toda una vida viendo sus calles en
series y películas, por fin estaba viviendo en primera persona el
sueño de mi vida que nunca supe que tuve.
Fue una semana de paseos interminables y horas cortas, miradas
hacia lo alto y alongamientos vertiginosos, recorridos en taxi y viajes
en metro, charlas con desconocidos y encuentros con famosos –
aunque fuesen de cera–, regateos en mercadillos y compras en
tiendas de lujo, comida basura y perritos calientes a pie de calle,
anocheceres de ensueño y amaneceres entre sirenas de policía,
lluvias torrenciales y edificios brillantes... Incluso me dio tiempo de
tener un enamoramiento efímero en Abercrombie & Fitch. No me
atreví a decirle nada, fiel a mi estilo.
Me dan miedo las alturas, tengo un vértigo espantoso. En cambio
no recuerdo ni un sólo momento en el que mis piernas cedieran o mi
cabeza perdiera el equilibrio. Ni siquiera en lo alto del Empire State
sentí otra cosa que no fuera emoción y seguridad. Fue como si, por
unos días, me hubiera olvidado de quién era y me hubiera convertido
en una versión mejorada de mí mismo. No recuerdo ni un sólo
momento del viaje en el que sintiera cansancio, quisiera volver a
casa o echara de menos a alguien de mi vida diaria, ni siquiera a mis
padres.
Lo que esa ciudad hizo por mí sólo lo entenderán aquellos que
hayan tenido la suerte de viajar hasta un lugar al que, de algún modo,
saben que pertenecen, aunque solo fuese durante un instante.
La cara amarga llegó al regresar a casa y ser consciente de que
había dejado atrás la vida que recién había descubierto que quería
tener. Volví a la rutina y el mal humor me duró varios meses. Si ya
de por sí soy muy inconformista, después de Nueva York nada me
parecía suficiente. Ni mi ciudad, ni mis amigos, ni mi trabajo, ni mis
aspiraciones. Nada. En aquel momento me di cuenta de que yo no
había nacido para estar quieto en el mismo lugar. Necesitaba ser
nómada y salir de mi burbuja de bienestar y lanzarme sin red a la
aventura de vivir en otras partes del mundo. Claro que Nueva York
era una aspiración demasiado alta y compleja. Había que bajar el
listón, pero yo estaba empachado de manzanas.
Un año después seguía sin ubicarme y mi vida era un desastre.
Saltaba de una relación a otra sin cesar porque no quería anclarme a
nadie, no buscaba trabajo y, por tanto, tampoco lo encontraba, mis
amigos cada día me aportaban menos y llegué incluso a aburrirme de
mi familia. Seguía necesitando una vía de escape o un milagro que
me devolviera a Nueva York. Y entonces apareció Madrid.
La primera vez que pisé la ciudad supe que aquella sí era mi
oportunidad de empezar a cumplir mi nuevo sueño. Después de todo,
cambiar de vida era algo mucho más sencillo si lo hacía dentro de mi
mismo país. Menos burocracia. Allí sólo estuve cuatro días, pero
fueron suficientes para saber que era donde quería estar. Al menos
por un tiempo. Madrid me ofrecía todo aquello que no tenía en mi
ciudad de origen. Oportunidades, diversión, gente, posibilidades,
encuentros... Había llegado al sitio donde se fabricaban e inflaban
todos esos globos que yo siempre había estado dejando escapar.
Pero en el fondo siempre he sido un cobarde y dejé escapar la
oportunidad. No una, ni dos, sino hasta tres veces. Tres intentos de
cambiar de ciudad que se quedaron en nada por mi miedo a dejar
todo lo que conocía atrás, a empezar de cero, a re-inventar mi
existencia en el centro neurálgico del país. La primera vez fue por
comodidad, la segunda por bloqueo emocional y la tercera por
cobardía. Tres globos perdidos que a día de hoy siguen vagando por
mi memoria haciéndome muy complicada la existencia en el lugar en
el que me encuentro. Miles de preguntas y posibilidades de otra
vidas distintas, mejores o peores, que podría haber tenido si hubiera
sido capaz de tomar la decisión correcta en el momento adecuado.
A diario veo en Facebook e Instagram las vidas de amigos y
conocidos que sí se atrevieron a dar el paso. Personas que tomaron
las riendas de su vida y ahora viven en lugares como Madrid,
Barcelona, Londres, Amsterdam o incluso en lugares al otro lado del
mundo como Sídney o Pekín. Y, honestamente, siendo envidia y
rabia a partes iguales. Envidia porque ellos están aprovechando el
tiempo y viviendo las experiencias con las que han soñado. Y rabia
porque, por el motivo que sea, a mí me ha tocado ser el pringado que
no se atreve a dar ese paso y que se pasa las horas justificando su
cobardía y buscando toda clase de excusas para evitar dar el paso.
Por culpa de mi poca capacidad para tomar decisiones drásticas, he
ido dejando escapar muchas oportunidades laborales, amistosas y
amorosas a lo largo de la última década que, muchas veces, me han
llegado a afectar anímicamente. Rechacé un trabajo en Madrid que
me podría haber abierto las puertas de ese otro sueño aún mayor que
era Nueva York, decidí quedarme donde estaba cuando tenía la
posibilidad de tener un sinfín de amigos en otra parte, ignoré la
intuición cuando me decía que me fuera a Londres con uno de mis
mejores amigos, me eché atrás cuando perdí un trabajo en mi ciudad
y tuve la oportunidad perfecta para salir de aquí y buscarme la vida
en otra parte, e incluso perdí la oportunidad de enamorarme en
Barcelona porque me daba miedo arriesgar y lanzarme sin mirar. Sin
mencionar todas los trenes que he dejado pasar en esta misma ciudad
por miedo al fracaso y al rechazo.
Perder, perder, perder. Toda la vida perdiendo y al final lo que más
he perdido es el tiempo. Un tiempo que no va a volver porque nunca
seré tan joven y tan ambicioso como ahora. Y lo peor es que el
sentimiento cada vez es mayor. Cada día que pasa, más me pesa la
incapacidad que tengo para hacer las maletas y mudarme a otra
ciudad en la que tener esa vida con la que tanto tiempo llevo
soñando. Porque siempre tengo respuesta para todo y, por su puesto,
también la tengo para justificar mi vida actual y auto-convencerme
de que estoy bien, que no necesito todo lo demás, que puedo vivir
para siempre en este lugar, etc. Pero en realidad no quiero. Y no
entiendo por qué pueden más mis falsas excusas que mis ganas reales
de cambiar mi entorno de una vez por todas.
Me imagino con frecuencia una vida en la que, por fin, he hecho
caso a mis instintos y estoy viviendo en otro lugar, con otras
personas y otra rutina. Me imagino en un estupendo piso, enamorado
hasta las trancas, saliendo casi todas las noches a distintos eventos y
restaurantes, exprimiendo mi vida social, personal y laboral al
máximo. Y entonces me siento a esperar. Sí, porque el estúpido que
habita en mí a veces tiene la creencia de que los cambios van a llegar
solos y que mi vida se va a ordenar desde la comodidad que me
aporta el sofá de mi casa. Ese estúpido no quiere darse cuenta
todavía de que el cambio lo tiene que provocar él, que nadie va a
tocar en su puerta para ofrecerle un estilo de vida mejor y que, desde
luego, las oportunidades no van a caerle del cielo si no sale él a
buscarlas y, lo que es más importante, aprovecharlas. Ese estúpido
que habita en mí un día se dará cuenta de todo lo que pudo haber
sido y no fue, pero ya será tarde.
Yo tan sólo espero y deseo ser más inteligente que ese estúpido y
que de una vez por todas pueda conseguir el impulso para retomar
las riendas de mi presente y mejorar el futuro que tengo por delante,
dibujándolo a mi antojo y no en base a mis miedos. Aquí donde me
encuentro o fuera, pero que sea una decisión tomada desde el
corazón y no desde el miedo.
Miedo
Todos le tenemos miedo a algo. A las arañas, a las serpientes, a
viajar en avión, a las palomas, a los globos, etc. Todos tenemos
alguna fobia, unas más tontas que otras, y no nos avergüenza
reconocerlo. Decimos sin ningún tipo de reparo que no nos vamos a
asomar a la ventana de ese piso tan alto porque tenemos miedo a las
alturas, o que no vamos a meternos en el agua en alta mar porque nos
da pánico lo que pueda haber en el fondo, o incluso no vemos
documentales de animales exóticos porque todo lo que tenga veneno
nos produce pavor. Y no pasa nada. Es comprensible. Pero, ¿qué
ocurre cuando no tenemos una fobia, sino cientos? ¿Qué pasa cuando
a una persona le da miedo absolutamente todo? ¿Cómo se vive
cuando se tiene fobia a la vida?
Te voy a contar otro secreto: yo le tuve miedo a todo. Y, cuando
digo a todo, me refiero a todo. Desde algo tan arriesgado como saltar
en paracaídas hasta algo tan mundano y corriente como bajar la
basura. Y, ahora mismo, aunque me cueste reconocerlo, tengo miedo
a la reacción que puedan tener determinadas personas si llegan a leer
esto. No por mi integridad física, sino por mi integridad... social.
Porque no todo el mundo está dispuesto a comprender aquello que no
ha vivido. Es más fácil ignorarlo o mofarse que pararse a pensar,
informarse, empatizar y descubrir que hay realidades paralelas más
allá de la que cada uno se hace en su cabeza. Cada persona es un
mundo y cada uno de esos mundos es tan complejo como el físico en
el que existimos. Por eso probablemente este capítulo sea el más
importante de este libro y, de hecho, es el más difícil de plasmar, por
lo que es el último que estoy escribiendo. Parafraseando a Hannah
Baker en ‘13 Reasons Why’, te voy a contar la historia de mi vida.
Bueno, de los últimos años. Esta es mi cinta.
Todo empezó por acumulación. Estrés, dudas, inseguridades,
miedos, traumas, metas por cumplir, exigencias, complejos, manías...
Como comenté al inicio de estas páginas, siempre he ido perdiendo
globos y llenando mi memoria de arrepentimientos y deseos
imposibles, pero hubo una época en la que dicha acumulación se
hizo con demasiada frecuencia y con una rapidez tal que ni yo
mismo era consciente. De hecho, no tuve la capacidad de observar la
situación desde fuera y darme cuenta de todo lo que había pasado
hasta que ya estaba lleno de barro hasta las orejas.
Traumas en la infancia, problemas familiares, desengaños
amorosos, incomprensión, maltrato psicológico, amistades falsas,
mentiras, muertes inesperadas, hipocondría, dudas existenciales,
arrepentimientos, estrés laboral, carencias afectivas, complejos
físicos, inseguridades y una sucesión de pesadillas se habían ido
amontonando a lo largo de los años en mi subconsciente. Mientras
tanto, yo seguía con presunta normalidad, ajeno a los cambios que se
estaban produciendo en mi forma de ser y de pensar. Hasta que el día
menos pensado terminó mi vida tal y como la conocía.
Una noche, a las tres de la mañana, dormía plácidamente –o eso
creía yo– en mi piso de soltero en el que llevaba un año viviendo
solo. Soñé que íbamos unos cuantos amigos y yo en un coche.
Volvíamos de una fiesta de Carnaval cuando el conductor perdió el
control del vehículo y se salió de la carretera. Saltamos un montículo
de tierra y caímos en picado hacia el mar. Mientras el coche se
acercaba al agua, pensé «ya está, se acabó, voy a morir» y sentí el
mayor miedo que he conocido jamás. Era tan real que viví el
momento previo a mi muerte como si estuviera ocurriendo de
verdad. Justo cuando impactamos contra la superficie del mar, me
desperté. La situación fue imaginaria, pero el miedo lo seguía
sintiendo como auténtico. Al principio no podía moverme. Me quedé
paralizado bajo las sábanas, encontrándome cada vez peor hasta que
por fin puede mover los músculos e incorporarme. Me senté al borde
de la cama y fue entonces cuando comencé a sentir un ardor interior
como nunca antes me había ocurrido. La horrible sensación se
extendía desde el pecho hacia el cuello, la cabeza y los brazos y
pensé que me estaba quemando por dentro. Era una descarga de
adrenalina, pero hasta ese momento nunca la había sentido de esa
forma. Y, por supuesto, mi mente en ese momento de la madrugada y
recién salido de un terrible sueño no estaba en plenas facultades.
Llegué a creerme que estaba ardiendo en mi interior. Auto
combustión, fiebre desmesurada o algo parecido. Y, como había
ocurrido en el sueño, pensé que me estaba muriendo. Cogí el
teléfono móvil y desactive el código de desbloqueo para que, quien
quiera que me encontrase muerto, pudiera contactar con mis
familiares. Qué detalle por mi parte. Me levanté apenas sin fuerza y
me dirigí al baño. Tenía las pupilas tan dilatadas que apenas quedaba
un resquicio del verde de mis ojos. Pensé que, si realmente me estaba
quemando por dentro, podría comprobarlo midiéndome la
temperatura. Sí, lo sé, lo lógico es que si me estuviera pasando eso
no notara simplemente ardor, sino que me estaría muriendo de dolor
por las quemaduras, pero ya he dicho que en ese momento no tenía
control alguno sobre mis pensamientos. Cogí el termómetro y,
mientras esperaba, llamé a mis padres y les conté lo ocurrido.
Estaban de camino.
La temperatura era normal y eso me sirvió para, entre tanto drama
espontáneo, tener cierta dosis de raciocinio. Entendí y me convencí
de que no me estaba quemando. Obvio. Volví a sentarme en la cama
y la descarga de adrenalina cesó. Pensé que había terminado, pero
entonces comenzaron los temblores. Me sacudía como si estuviera
desnudo en mitad de Siberia y no era capaz de controlarlo. Acto
seguido mi cuerpo pasó al polo opuesto y se tensó por completo.
Apenas podía moverme. Los veinte minutos que tardaron mis padres
en llegar a casa fueron una contradicción en sí mismos, como viene
siendo habitual en mi forma de ser y actuar. Mientras una parte de mí
creía estar viviendo sus últimos minutos de vida y, aterrada,
alimentaba los síntomas sin darse cuenta, otra parte de mí paseaba
por el piso y se asomaba a la ventana esperando a ver a mis padres
llegar, en lugar de vestirse y correr a Urgencias.
El resto de la noche lo pasé tumbado en la cama, con mi madre al
lado y mi padre roncando en el sofá, escuchando el sonido de los
músculos de mi cuello engarrotados que crujían con cada mínimo
movimiento y con la mandíbula tan tensa que no podía ni abrir la
boca para hablar. Sobra decir que no pegué ojo. Más de cinco horas
mirando al techo y con la creencia recurrente de que iba a morir en
cualquier momento y allí estábamos, sin hacer nada por evitarlo.
Lo que viví no fue ni más ni menos que un ataque de pánico,
provocado por todas las causas mencionadas más atrás y cuya mecha
fue prendida por el desafortunado sueño que lo precedió. Pero en ese
momento yo no fui consciente de ello. Siempre he sido una persona
muy tiquismiquis con la información que recibo y con la credibilidad
que le doy. Y el hecho de no haber pasado por manos de un
especialista médico aquella noche hizo que no estuviera del todo
convencido de que lo que había vivido había sido algo tan corriente y
mundando, a priori, como la ansiedad. Mi enrevesada y desconfiada
forma de pensar le daba vueltas constantemente a lo que había
pasado y se preguntaba si quizás podría haber sido otra cosa y mi
vida siguiera corriendo peligro.
Algo que mucha gente sufre, como es un ataque de ansiedad, y lo
olvida a la mañana siguiente, yo lo magnifiqué y le di tal importancia
que, a partir de aquella noche, mi vida giró completamente en torno a
aquellos fatídicos minutos que me había tocado vivir.
Asumiendo, aunque no creyéndomelo del todo, que necesitaba
vaciar mi vida de preocupaciones y estrés, decidí dejar el piso en el
que vivía para ahorrarme el alquiler, volver a casa de mis padres,
dejar de trabajar una temporada y recluirme en casa para desconectar
del mundo durante unos días. Agilicé los trámites, realicé la
mudanza en tiempo récord y dejé atrás lo que era mi vida para
centrarme en mí mismo y en mi propia tranquilidad. Buscaba paz
interior.
Diez días bastaron para alimentar inconscientemente al monstruo y
que la anécdota de una noche infernal se convirtiera en la estrella
principal de un espectáculo al que no me había apuntado.
Desconectado, tranquilo, relajado y en modo zen, al onceavo día
decidí que ya había tenido suficiente y salí de casa con la intención
de reanudar mi vida y poner todo en orden de nuevo. Apenas me
había alejado diez metros del portal de mi edificio cuando mis
piernas comenzaron a temblar, mi cuello se endureció, mi pulso se
aceleró y, de nuevo, volví a sentir en el centro del pecho la misma
descarga de adrenalina que tanto me había asustado días atrás. Como
buen principiante en esto de los ataques de pánico, di media vuelta y
volvía casa como un perro asustado que regresa con el rabo entre las
piernas y las orejas gachas. Llegué a casa y todos los síntomas se
esfumaron, excepto cierta sensación interna de alerta máxima que
siguió conmigo y no me abandonó hasta mucho tiempo después.
Supe entonces, cuando ya estaba metido de lleno en el fango, que mi
idea de pasar unos días de recogimiento en casa no habían tenido el
efecto que yo esperaba. Todo lo contrario. Había pasado de tenerle
miedo a que me ocurriera algo en mitad de la noche viviendo solo a,
directamente, tenerle miedo a tener una vida normal más allá de las
cuatro paredes de la casa de mis padres.
Los día siguientes consistieron en nuevos intentos de retomar mi
rutina, intentando quitarle hierro al asunto, pero todo con el mismo
resultado: nervios, ansiedad y abandono. Incluso si salía de casa
acompañado, apenas podía dar tres pasos sin empezar a temblar. Mi
mente, haciendo de la suyas, se encargaba de prepararme –para mal–
con una seria de pensamientos negativos y catastróficos acerca de
todo lo que me había pasado y lo que me podría pasar en la calle.
Unos pensamientos de los que ni yo mismo era consciente.
Simplemente ocurrían, sin ser percibidos, de forma fugaz, hasta que
el cerebro asoció de forma instantánea que la calle era peligrosa y
cualquier situación completamente normal suponía una amenaza para
mi integridad física. Así funciona, en resumidas cuentas, un trastorno
de ansiedad generalizada.
Pasó un mes, durante el cual salí de casa en tres o cuatro ocasiones
y nunca durante más de cinco o diez minutos. Siempre acompañado.
Siempre temblando. Siempre sin salir de la manzana. Ese fue el
punto en el que me di cuenta de que necesitaba una ayuda que mi
familia no podía aportarme. Recurrí a internet y a la psicología
online, algo que ni siquiera sabía que existía. Algo que jamás pensé
que fuera a necesitar, ni online ni presencial. Ni tras las vivencias
que tuve de pequeño había pasado por las manos de un psicólogo; no
me esperaba que a esas alturas de mi vida, con 26 años, fuera a
necesitar uno.
Tras varios días de charlas a través de internet en las que recibí
información y consejos por doquier, supe por fin cómo dar los
primeros pasos para salir de aquello en lo que me había envuelto y a
lo que podía ponerle nombre: agorafobia.
¿Pero eso no es el miedo a estar en lugares abiertos? Pues no. La
gente asume que claustrofobia es a los lugares cerrados y agorafobia
a los abiertos, pero no es así. La agorafobia es el miedo a estar en
absolutamente cualquier lugar del que uno no pueda escapar con
facilidad y llegar a su radio de seguridad. Por lo que prácticamente
abarca cualquier lugar que esté más allá de la puerta de tu casa... O
de un hospital. Por resumirlo.
No entendía cómo había llegado a ese punto tan extremo sólo por
haber vivido una noche desagradable, pero lo único que importaba
era que estaba ahí y tenía que aprender a salir.
Poco a poco, paso a paso, manzana a manzana, tienda a tienda,
paseo a paseo y esfuerzo a esfuerzo, fui ampliando mi radio de
seguridad para poder hacer vida social y normal. En un par de meses
ya podía ir a cualquier sitio del barrio acompañado sin dificultad y
con algo de nervios si lo hacía solo, pero podía. Otras actividades
como conducir, salir de la ciudad, quedar con amigos poco
habituales o algo tan sencillo como ir a una cena, aún me parecían un
imposible que nunca iba a lograr. Sabía que había avanzado, pero el
miedo era poderoso y no veía una solución completa y permanente a
mi problema.
Me di cuenta de que hablar con la psicóloga y desahogarme me
ayudaba más a superar mis miedos que aplicar las técnicas que me
había enseñado para poder salir a la calle con éxito. Así que busqué
en el baúl de los recuerdos y encontré una pequeña novela que había
escrito con 18 años, la cual sólo habían leído dos o tres personas. El
contenido de la misma no era para nada aplicable a mi situación,
pero justamente el final de la historia dejaba a un personaje tocado y
hundido en el fondo. Pensé que no tenía por qué terminarla ahí, sino
que podía seguir escribiendo, ampliando el libro y plasmar mis
vivencias de forma ficticia en ese personaje. Así que volví al primer
capítulo y reescribí todo el contenido en primera persona, como si él
y yo fuéramos el mismo, justo hasta ese desagradable y trágico final.
A partir de ahí, lo que hice fue mimetizarme con él y contar, a través
de su vida, lo que me estaba ocurriendo a mí a nivel emocional.
Continué escribiendo una historia de amor y enredos adolescentes,
aderezada con pasajes de corte psicológico acerca de la importancia
de vencer los propios miedos, de no rendirse cuando tocamos lo más
profundo y aprender a vivir sin preocuparnos por lo que pueda pasar
en el futuro. Desahogué mi propia oscuridad personal en una novela
ficticia, igual que actualmente lo estoy haciendo en unos relatos
verídicos, ya que, por aquel entonces, no tenía la fuerza, la valentía y
la repercusión que tengo ahora como para hablar de mí sin reparos.
Cuando terminé, me di cuenta de que tenía entre mis manos una
historia interesante que, tal vez, podría ayudar a personas que
estuvieran en situaciones similares –a la mía o a la que contaba en la
novela–, y decidí publicarla en iTunes, a ver qué pasaba. Así fue
como nació mi primer libro ‘Aquí y ahora’. El cual no sólo me sirvió
como vía de escape de la pesadilla personal que estaba viviendo, sino
para descubrir que de algo trágico se podía extraer algo positivo. Y,
por supuesto, también me recompensó con un inesperado éxito que a
día de hoy aún sigo disfrutando, pero esa es otra historia más
irrelevante de la que no necesito hablar.
Mi vida social se limitaba a quedar con mi mejor amigo –el
séptimo– y salir a dar una vuelta por el barrio o sentarnos en algún
banco a charlar. Él me decía continuamente que no le importaba,
pero yo no podía dejar de pensar en lo incómodo y frustrante que
debía ser para él no poder tener la vida nocturna de cenas, fiestas y
alcohol que teníamos anteriormente. Hacía solamente un año que nos
conocíamos en persona y, en la práctica, estoy convencido de que
para él era mucho más fácil dejar que la relación se enfriara,
distanciarse y pasar a formar parte de mi grupo de conocidos lejanos
con los que apenas tenía contacto. Por suerte, él estuvo ahí, aunque
nuestros paseos a las doce de la noche avenida arriba y avenida abajo
cerca de mi casa fueran muy absurdos, aunque hubiera días en los
que a los veinte minutos yo me quisiera ir porque me encontraba mal
y aunque otros tantos el plan consistiera en estar en mi habitación sin
salir, viendo la televisión o hablando de temas insustanciales. Fue el
único amigo que estuvo ahí durante las que fueron las peores
semanas de mi vida. El resto, como he comentado con anterioridad,
fingieron que no pasaba nada o, directamente, no se interesaron por
saber si pasaba algo.
El verano, aguantar el calor y todo lo que eso supone a nivel
corporal –angustia, agobio, sudores, etc.– y una semana en un hotel
fueron suficientes para comprobar que, si podía sobrevivir una
semana en una habitación que no era la mía, en una zona turística a
60 kilómetros de mi casa y rodeado de personas a la hora de
desayunar, almorzar y cenar, volver a la ciudad y retomar mi vida
cotidiana no podía resultar tan difícil. Pero lo fue.
De vuelta a casa, decidí asistir a terapia presencial con otra
psicóloga y empecé a dar pasos mucho más amplios y firmes. En
apenas unos meses conseguí ampliar la cadena que me ataba a la
casa de mis padres y comencé a salir a pasear yo solo por la ciudad,
siempre con los nervios a flor de piel, pero con la sangre fría de
seguir caminando cuando parecía que iba a perder el conocimiento.
Incluso volví a conducir y llegué a alejarme de la ciudad en varias
ocasiones. Mi mejor amigo y yo pudimos ampliar también nuestras
rutas nocturnas e incluso nos llevaron hasta locales y discotecas por
los que salir los fines de semana, siempre bajo la premisa de que, en
cualquier momento, yo podía sentirme mal y necesitar volver a casa.
Curiosamente, de una decena de veces que salimos de fiesta, sólo
una me quise ir antes que el resto. Y es que así funcionaba –y
funciona– mi miedo. Siempre anticipo que ocurran cosas malas que
al final nunca acaban teniendo lugar.

Pero la bonita experiencia de sanación duró poco y, un año


después de que comenzara mi complicada y limitada nueva vida,
sufrí una recaída y tuve que volver a empezar de nuevo. Y no fue la
única. Cada vez que avanzaba diez pasos, retrocedía siete. Como el
que intenta subir por una escalera mecánica en sentido contrario y se
cansa a mitad de camino volviendo al punto de partida. Por más que
me esforzara, siempre ocurría algo que hacía que mis miedos
volvieran y comenzara el ciclo de nuevo. Vivía en un círculo vicioso
en el que la ansiedad alimentaba mis síntomas, estos alimentaban mis
miedos y el miedo alimentaba la ansiedad. Todo mezclado con un
altas dosis de hipocondría, inseguridades y muy poca confianza en
todas las explicaciones que recibía por parte de la psicóloga a cuenta
de mi estado. Yo quería evolucionar y salir del agujero, pero yo
mismo me ponía la zancadilla haciendo que cayera una vez tras otra
y tuviera que volver a empezar el ciclo.
Me ponía nervioso con cualquier situación que se saliera de mi
pobre rutina diaria. Racionalmente yo sabía que no había
absolutamente nada a lo que temer, pero mi cuerpo y mi cerebro
actuaban de forma independiente; habían perdido totalmente su
conexión. Tenía miedo de ir a cenar fuera, de ir a la playa, de sentir
frío o de agobiarme con el calor, de ir al cine, de ir solo a comprar al
supermercado, de conducir lejos de casa, de caminar por la ciudad,
de hacer cualquier tipo de esfuerzo físico. En resumidas cuentas,
sentía miedo cada vez que mi cuerpo tenía cualquier tipo de reacción
que no fuese la calma plena y total. Incluso si discutía con mis
padres y me alteraba podía sentir como si en cualquier momento me
fuera a desplomar de la angustia. Si iba a alguna discoteca y notaba
la más mínima falta de aire, creía que me iba a asfixiar. Si bebía
alcohol, enseguida me dolía la cabeza, aunque sólo me hubiera
tomado una copa. Estaba completamente sugestionado por todo lo
que hacía, veía, oía y sentía. Como dije antes, me daba miedo vivir.
Me daba miedo sentir que estoy vivo y dejar que el cuerpo se
expresase como tal.
Lo peor de todo era la frustración de saber en dónde estaba metido
y no encontrar la forma de escapar, ni tampoco la valentía para
enfrentarme a ello y que pasase lo que tuviera que pasar. Si huía de
las situaciones, se acrecentaba el miedo; mientras que si me
enfrentaba a ellas, tenía la constante y desagradable sensación de que
el resultado iba a ser fatal. Mi subconsciente y parte de mi
consciencia habían aprendido la lección errónea, que consistía en que
cualquier situación complicada o inesperada del día a día tendría
como resultado la muerte. Sin mencionar que el sinfín de síntomas
que recorrían mi cuerpo aleatoriamente todos los días me hacían caer
en una hipocondría enfermiza que se sumaba al resto de
complicaciones.
Falta de aire. Pérdida de apetito. Náuseas. Dolor de cabeza. Visión
borrosa. Tensión cervical. Presión en la boca del estómago.
Pinchazos en el pecho. Taquicardias. Dolores musculares. Descargas
de adrenalina. Sensación de ardor en distintas partes del cuerpo.
Retortijones. Acidez estomacal. Tensión en la garganta. Voz ronca.
Pérdida de sensibilidad en las manos. Sofocos. Temblores.
Escalofríos. Debilidad en las piernas. Dolor de espalda.
Articulaciones oxidadas. Sensación de desmayo. Mareos. Vértigos.
Pérdida de equilibrio. Nervios. Problemas gástricos. Aerofagia.
Sabores extraños en la boca. Contracturas. Sensibilidad dental.
Sudores. Insomnio. Pesadillas...
He tenido que aprender a convivir con esa lista de putadas durante
los últimos cinco años. Pasar por todo eso a diario, unido al estrés
emocional que causa pasarse las veinticuatro horas del día luchando
contra ese ejército de síntomas, provoca que dejes de ser tú mismo.
Te conviertes en una persona diferente y te aíslas del mundo en
contra de tu voluntad.
Es imposible tener una vida normal cargando con ese peaje a todas
horas, por lo que mi vida dejó de ser mía y se convirtió en una lucha
constante por seguir adelante e intentar salir de eso. Siempre
preguntándome por qué me ocurría algo así y cómo había llegado
hasta ese punto. Pensando en la vida que tenía antes de aquella
desgraciada noche de marzo, en la que era una persona alegre,
independiente, activa y resolutiva, que vivía y trabajaba sola, que
tenía amigos, vida social, sexual y sentimental, que bien se iba de
viaje al otro lado del mundo como se montaba en su coche y se iba a
recorrer zonas inexploradas para pasar el rato. En medio de esa
vorágine de síntomas, me preguntaba dónde había quedado aquel
chico y cómo podía conseguir que volviera. Pero no podía, ni podré
nunca.
Porque aquel chico de 26 años ya no existe, y tampoco existiría si
no hubiera vivido esta situación. Porque al final, el problema de
base, es que ese chico ha crecido y ha madurado de una forma que no
esperaba, pero que le iba a tocar hacerlo de todos modos. Nadie es
joven eternamente e intentar ser alguien que eras hace cinco años
nunca funciona, con o sin problemas de ansiedad. El secreto a voces
que yo no quería escuchar era que no iba a conseguir recuperar mi
vida pasada, porque el pasado nunca vuelve, indistintamente de lo
bueno o malo que sea el presente. Y el futuro es desconocido, por lo
que centrarme en las cosas que podrían o no ocurrirme tampoco era
la solución. Lo único que me servía era centrarme en el momento
presente y dejar de amargarme la existencia pensando en que el
pasado podría destruir el futuro. Es decir, dejar de pensar que por
haber tenido una serie de ataques de pánico eso significaba que se
iban a repetir de nuevo en el futuro. Y, por encima de todo eso,
perder el miedo al miedo. Dejar de pensar que, de repetirse, sería
algo tan terrible. Después de todo, he sobrevivido a una docena de
ataques, por lo que a estas alturas de la película ya debería haber
asumido que también superaré los siguientes.
Actualmente, mientras escribo estas líneas, reconozco que aún no
he recuperado mi vida. Ni la que tenía, ni una nueva sin miedos. Sigo
teniendo pesadillas y noches de insomnio, sigo temblando de nervios
cuando tengo que enfrentarme a alguna situación externa a mi rutina
habitual, sigo analizando las ventajas e inconvenientes de cada cosa
que hago, sigo teniendo síntomas –aunque un poco más leves– a
diario, sigo teniendo miedo a muchas situaciones y, en el fondo, sigo
siendo el mismo paranoico que no puede disfrutar al 100% de la vida
porque sigue existiendo un muro de considerables dimensiones que
me detiene.
Los mayores de mis miedos no se han ido todavía. Gracias a mi
constancia, he conseguido machacar los miedos más absurdos y
ahora puedo tener una vida independiente medianamente
satisfactoria. Sigo sin poder conducir cuánto me gustaría, ni puedo
volar en avión sin ansiolíticos de por medio, así como me sigo
bloqueando a la hora de quedar con personas nuevas o tener citas, de
hecho las evito con frecuencia. Apenas salgo de fiesta, evito las
multitudes y lo de almorzar o cenar fuera de casa se ha convertido en
una lotería en la que a veces salgo bien parado y otras no puedo
probar bocado. Pero, en el lado opuesto, he conseguido determinadas
cosas que, cuando empezó esta peculiar aventura, creía imposibles.
Me he vuelto a independizar y vivo solo desde hace dos años. De
hecho he tenido noches similares a la que lo originó todo y las he
superado en soledad sin recurrir a ningún tipo de ayuda, humana o
química. Puedo hacer actividades cotidianas sin problema la mayor
parte del tiempo, trabajo y obtengo éxito y reconocimiento gracias al
mismo, veo a amigos con relativa frecuencia y no hay ni un solo día
del año en el que no salga de casa, por si a caso. Pero aún me queda
mucho camino por recorrer y, por muy positivo que intente ser, sigo
teniendo días en los que me hundo y vuelvo a la oscuridad, a no ver
la luz al final del túnel, a sentir cosas extrañas por todas partes del
cuerpo y a creer que mi vida será un infierno para siempre. Pero, por
suerte, esos días actualmente son una minoría.
Creo que lo que más miedo me da de toda esta situación es la
posibilidad de que, por su culpa, nunca llegue a conocer el amor de
nuevo y esté condenado a una vida de soledad.
Anónimo
No recuerdo cuándo fue la primera vez que le vi. Vivía en el
edificio de enfrente y estaba acostumbrado a ver distintos vecinos
entrar y salir habitualmente. A veces las memorias de lo
extraordinario se mezclan entre lo ordinario y cuesta echar la vista
atrás para encontrar un punto de partida. Pero sí me acuerdo del
momento en el que me fijé de verdad en él. Aquel día, cuando menos
lo esperaba y quizás más lo necesitaba, se coló en mi ansiosa rutina y
me dio motivos para esperar algo bueno del futuro que tan oscuro me
parecía entonces.
Un día cualquiera, en mitad del tormento por el que estaba
pasando, me asomé a la venta para observar el mundo al que tanto
me costaba enfrentarme por aquél entonces y allí estaba él, saliendo
de su brillante coche azul, con su ropa manchada de pintura y grasa
que me hizo suponer que trabajaba en algún taller. Andaba tranquilo,
sin prisa. Jugaba con las llaves que llevaba en la mano y miraba
tímidamente hacia uno y otro lado, como cuando uno cree que
alguien le persigue, como sospechando. Al otro lado del cristal,
varios pisos por encima, estaba yo, un manojo de nervios e
inseguridades, descubriendo, deseando e incluso añorando algo que
justo acababa de saber que existía.
Es curioso cómo se puede echar en falta algo que nunca se ha
tenido. O quizás sí, porque realmente no le echaba de menos a él,
evidentemente, sino la idea romántica del amor desconocido que él
representaba en ese momento. Y es más curiosa aún la capacidad que
tenemos para creer que hemos conectado con alguien en cuestión de
segundos, incluso en la distancia. Ya sea en una discoteca, en una
cafetería o en esquinas opuestas del mismo vagón de tren. Supongo
que en aquel momento estaba tan desesperado por encontrar un
punto de apoyo que me ayudara a cambiar mi vida, que, apenas
verle, quise anclarme a su puerto.
Pocos días después, volví a la ventana para ver llegar a un amigo
que venía de visita y, en su lugar, le vi a él saliendo de su portal.
Benditas coincidencias que manejan lo cotidiano. Esa vez vestía ropa
de deporte y, mochila en mano, se dirigió hacia el final de la calle.
Le vi varias veces hacer el mismo corto recorrido y supuse que era
un chico que vivía dentro de la puntualidad. También fui consciente
de que yo estaba empezando a caer en cierta tendencia a pensar en él
con un poco más de frecuencia de lo normal. Verle era el único
pequeño resto de ilusión emocional de la que podía disfrutar en
aquellos días. Claro que el hecho de pasar la mayor parte del día
dentro de casa hacía que nuestros encuentros en la distancia tuvieran
una mayor probabilidad de ocurrir, aunque fueran fruto de la
casualidad.
Probablemente no ha sido consciente, o no ha querido serlo, pero
nos hemos cruzado varias veces en la calle. Y es que cinco años dan
para mucho, aunque no haya sido intencionadamente. Basta con que
quieras encontrarte con alguien para que nunca ocurra, y basta con
que te olvides de su existencia para que aparezca de nuevo. La Ley
de Murphy, versión sentimental.
Recuerdo aquella vez en la que estaba de pie junto a un semáforo,
camino del supermercado, esperando a que cambiara para cruzar, y
pasó frente a mí, cómo no, con su Hyundai azul. Se fijó en mí, por el
motivo que fuese, pero lo hizo. Me miró el suficiente tiempo como
para tener que girar la cara y desviar la vista de la carretera sólo para
mantener el contacto visual. Y su cara esbozó una sonrisa. Me
emocioné, lo reconozco. Me alegró el día y me lo amargó a partes
iguales. Por fin supo de mi existencia, aunque fuera efímera, pero la
historia de amor que yo me imaginaba me seguía pareciendo un
imposible. Sobre todo porque, en cuestiones del corazón, siempre he
sido muy racional. Tenía y sigo teniendo claro que no basta con la
atracción física y con ser un caramelo para los ojos y los sentidos.
Toda la gravedad que me arrastraba hacia él podía desvanecerse en
unos segundos si, al hablar con él, no había química alguna entre
ambos. Pero supongo que eso es lo que tiene el amor a primera vista,
que ni es racional, ni realmente es amor. Es sólo un capricho.
Un día que no recuerdo de un mes que ya he olvidado, estaba
sentado en un banco por fuera de mi portal con mi mejor amigo, el
único al que le había hablado de él. Creo que conversábamos sobre
Instagram y las personas que seguíamos en común, probablemente
cotilleando perfiles ajenos o divagando sobre físicos desconocidos e
intenciones erótico-festivas irrelevantes. Cuando levanté la vista, vi
su coche cruzando frente a nosotros.

–Mira, ¡ese es! –le dije.


Paró frente a la entrada del garaje y se bajó del coche. Nuevamente
hizo acción esa irrefrenable atracción que por aquel entonces yo
creía que existía entre ambos. Miró hacia dónde estábamos sentados
y no apartó los ojos de mí, de nosotros. Pude sentir otra vez la
adrenalina, los retortijones en el estómago que otros llaman
mariposas.
–Te está mirando –me dijo mi amigo.
–¿Tú crees?
–Bastante.
Por primera vez en meses, creí que no era un paranoico que veía
cosas que no existían. Por una vez, alguien ajeno a mi cabeza me
estaba confirmado lo que continuamente me decía a mí mismo.
Eran casi las once de la noche y no había nadie más en la calle.
–Qué raro, ¿no? Se ha quedado ahí quieto y no deja de mirar hacia
aquí.
–Me alegra saber que no estoy loco –le dije bromeando a mi
amigo–, que tú también lo ves.
–Si siempre es así, entiendo que te hagas ilusiones. No sé si le
gustas, pero sí que te mira.
Después de varios largos segundos, volvió al interior del coche,
arrancó y se marchó calle arriba hasta desaparecer. Aquella noche
me sirvió para creer un poco más en la posibilidad de que, con un
poco de suerte, por una vez en la vida se me iba a cumplir el cuento
de hadas.
Las demás veces que nos cruzamos fueron una contradicción
constante. A veces me observaba con cierto interés y otras tantas me
ignoraba como si no existiera. Y con cada encuentro, con cada cruce
de miradas, mi fijación por él aumentaba hasta el punto de no
reconocerme. ¿Cómo podía sentir lo que estaba sintiendo por alguien
con el que no había intercambiado ni siquiera un saludo? Nunca he
creído en el amor a primera vista, aunque a menudo use esa
expresión ignorando su verdadero significado. Tampoco he sido
nunca tan superficial como para colgarme de alguien sólo por su
físico. Pero con él sentía una inusual conexión que no podía explicar
y que, seguramente, sólo existía en mi lado del cristal.
No sabía nada de su vida, básicamente porque el acoso no está
entre mis aficiones y nunca me molesté en indagar e intentar
averiguar quién era y cómo llegar hasta él, y tampoco tenía el valor
para cruzarme con él a propósito y decirle algo. Nunca ha sido mi
estilo, aunque envidio a los que pueden hacerlo. Me siento incapaz
de provocar una conversación, sin más, sin excusa, sin justificación,
sólo porque sí. Así me ha ido, ¿cuántos globos habré dejado escapar
por miedo al rechazo? No me quedaba más remedio que descubrirle,
poco a poco, desde mi pequeña parcela de seguridad que era mi
habitación. Además, la vida y sus casualidades actuaban
constantemente haciendo de las suyas. Nunca me hizo falta buscarle
ni esperarle. Cada vez que le vi, fue fruto de la casualidad más
aleatoria. Desde mi ventana, en la calle, en el supermercado, saliendo
del cine… Siempre aparecía cuando no estaba pensando en él. Dicen
que el amor ocurre cuando menos te lo esperas y él era la descripción
gráfica perfecta. O casi, porque allí amor había más bien poco.
Evidentemente, me he hice ilusiones. Pensaba que, cuando me
miraba, era por algo. Quizás porque cuando yo miro a los ojos a otro
chico que me cruzo por la calle, es porque me gusta. Si no tengo
atracción alguna, ni me fijo, ni mucho menos busco un cruce de
miradas. Incluso, a veces, creaba en mi imaginación ese mundo
paralelo en el que él sentía lo mismo que yo y tampoco se atrevía a
dar el paso. Como siempre le veía solo, pensaba que sería un chico
solitario, con pocos amigos, tal vez igual de perdido en el mundo que
yo. Después, la parte racional de mi cerebro se activaba y me daba
cuenta de que esa situación no llevaba a ninguna parte. Primero
porque realmente no tenía ni idea de si él se sentía atraído por mí, y
segundo porque no nos conocíamos. Podría haber tenido una
conversación con él y que la magia hubiera desaparecido a los cinco
minutos. A veces los amores platónicos es mejor que lo sean siempre
y no descubrir la verdad.
Normalmente he tenido cierta tendencia a obsesionarme con las
cosas. Sanamente, pero obsesión al fin y al cabo, así que desde el
primer momento fui consciente del peligro mental que corría si me
dejaba llevar demasiado por mis impulsos. A diario uno lee noticias
sobre acosadores y me daba miedo que me estuviera acercando a esa
línea sin darme cuenta, a pesar de que mis pensamientos y acciones
poco tuvieran que ver con ello. En los años que pasé viéndole y
cruzándome con él de vez en cuando, traté de verle como una
curiosidad más, no una necesidad. Mis necesidades han sido y son
otras, mucho más personales, sin involucrar a otras personas, mucho
menos desconocidos atractivos. Pero he de reconocer que me caló
hondo y nunca descubrí cómo ni por qué. Nunca he creído en las
almas gemelas, pero por algún motivo no dejaba de pensar que él era
la mía, que había aparecido en mi vida por algún motivo y que
aquella extraña atracción que sentía hacia él significaba algo. Creía
en un final feliz.
Llegué a apodarle “el chico del Hyundai”, ni siquiera supe su
nombre. Y a algunos les parecerá una locura pero yo no lo veía como
tal. Después de todo, lo de enamorarse del vecino es todo un clásico,
¿no? Y, ¿qué culpa tengo yo de que apareciera una y otra vez bajo a
mi ventana con ese aire desinteresado que tanto me llamaba la
atención?
Pero no soy el único. El mundo está lleno de pseudo-enamorados
que no se atreven a dar el paso y decir lo que sienten. Hombres y
mujeres que, por timidez, miedo o inseguridad, prefieren quedarse
con la historia imaginaria y renunciar a la real. Personas que dejan
escapar trenes una y otra vez aún sabiendo que probablemente les
iban a conducir hasta el destino deseado. Globos perdidos por
doquier. Yo soy una de esas personas, lo sé. Llevaba años queriendo
formar parte de su vida y que él formara parte de la mía, comprobar
si esa atracción que sentía llevaba a alguna parte o era algo efímero
fruto de un momento de debilidad sentimental. Y nunca tuve el valor
de, simplemente, acercarme a él y pronunciar esa palabra que tanta
gente teme: hola.
Hoy, después de cinco años desde que me fijé en él por primera
vez, he decidido que ya es hora de dejar de hacer el tonto y dejar de
perder el tiempo. Me he asomado a la ventana, esta vez a conciencia,
y he visto su coche aparcado por fuera de su edificio. Sin pensar, he
cogido un trozo de papel, he escrito «me gustaría conocerte» junto a
mi nombre y teléfono y he bajado a la calle. Me han temblado las
piernas como nunca antes, a pesar de ser domingo y estar la zona
desierta, pero no he dejado de caminar ni un segundo. He llamado
por teléfono a mi mejor amigo para contarle lo que estaba haciendo y
que me diera ánimos por si intentaba echarme atrás.
La estampa no ha podido ser más absurda e inocente, pero mi
corazón se desbocaba como si fuera una situación de vida o muerte.
Decidido, me he acercado a su flamante coche azul y he enganchado
el trozo de papel en el parabrisas. Después de tanto tiempo, descubrí
que la forma de contactar con él e intentar conocerle no me llevaría
más de dos minutos, literalmente.
Hoy he sido valiente pero también ignorante. Porque la adrenalina
que he sentido ha sido en vano.
Hoy, mientras vuelvo a casa esperando que se cumpla lo que llevo
tanto tiempo esperando, aún desconozco que él cogerá el papel, lo
leerá y no me escribirá, ni me llamará.
Hoy, mientras subo las escaleras para quemar el estrés nervioso,
todavía no sé que pasaré una semana pensando que es él cada vez
que suena el teléfono.
Hoy, mientras me tiro en la cama con la respiración agitada, no sé
que nunca será él, que nunca se interesará por mí, que la vida no ha
querido recompensarme.
Hoy, aún con la adrenalina recorriendo mi cuerpo, no tengo ni idea
de que hoy se acaba la historia. Mi historia. Porque nunca ha sido
nuestra, porque la vida real no es como las películas y muchas veces
los gestos de valentía no reciben respuesta a cambio.
Hoy, cuando creía que por fin empezaba todo, ha terminado.
Pero no pasa nada, porque sé que tan sólo es el fin de esta
aventura, la que no pudo ser y posiblemente nunca estuvo destinada
a ocurrir. Tal vez porque la misión de “el chico del Hyundai” en mi
vida no era la que yo quería, sino la que realizó sin que ninguno de
los dos nos diéramos cuenta. Su cometido para conmigo, quizás tan
sólo era darme el ánimo y la fuerza necesarios para abrir los ojos y
darme cuenta de que, más allá de mi zona de confort, el mundo sigue
existiendo, girando y cambiando. A lo mejor no apareció en mi vida
para ser todo lo que yo había imaginado, sino para demostrarme que
aún podía ilusionarme y sentir, que al final es de lo que se trata esto
de estar vivo, de sentir. Me había olvidado por completo de lo que
era tener expectativas positivas de futuro y él, sin saberlo, me ayudó
a que volviera esa parte de mí que había olvidado.
No conseguí su amor, ni tan siquiera conseguí tener una
conversación con él, pero conseguí la predisposición que volverme a
interesar por alguien y el empujón para romper la burbuja que me
apresaba. Y ahora sé que mi futuro es posible, en todas su variantes y
colores; que tengo la valentía para enfrentarme a cosas que creía
imposibles y que sólo necesito creer en mis posibilidades y pensar en
todo lo que pierdo por culpa del miedo.
Desahogo
Estoy cansado de sentirme mal, raro, extraño, diferente. Cansado
de volver siempre al punto de inicio, a pesar de todos los esfuerzos y
de lo mucho que intento avanzar. Cansado de que, aparentemente,
eso de levantarse y seguir andado no salga tan bien en la práctica
como en la teoría. Cansado de pensar que soy el único estúpido del
planeta que siente lo que siente y teme a lo que teme. Cansado de
darlo todo y no recibir nada, de estar siempre ahí y que nunca haya
nadie aquí. Cansado de llevarme chascos, de apostar sin ganar, de
atraer lo que no me interesa y espantar todo aquello de lo que me
enamoro. Cansado, en definitiva, de vivir en un bucle infinito de
auto-compasión y auto-motivación que no lleva a ninguna parte.
Son muchos años intentándolo y poniendo de mi parte, alcanzando
pequeñas metas que desaparecen en cuanto vuelvo a caer de nuevo.
Muchos años de contradicciones y sentimientos adversos que no
parecen tener sentido alguno. Muchos años de soledad elegida y
soledad obligada. Muchos años esperando recibir respuestas sin tener
ni idea de cuáles son las preguntas correctas para obtenerlas. Muchos
años sintiendo que pierdo el tiempo y la vida, que cumplo años pero
no los vivo, que sigo estancado en algún punto entre el adolescente y
el hombre. Muchos globos perdidos por el camino.

Veo decenas de vidas a diario fluir ante mis ojos y no encajo en


ninguna. Veo otras tantas vidas en mi cabeza y no me atrevo a elegir
alguna. Yo soy mi propio enemigo y no tengo las armas para
combatirme y destruir esa parte de mí que me consume y me fuerza a
seguir siendo algo que no soy. Y no parece que haya nadie dispuesto
a luchar conmigo. Las palabras se las lleva el viento y los actos ni si
quiera se vislumbran en el horizonte de las intenciones. Atrás
quedaron las falsas promesas y los vacíos apoyos. Ahora sólo queda
la simple y llana indiferencia. Indiferencia hacia mí, hacia mi
situación, hacia mis gritos de auxilio y mis quejas de dolor.
Porque no todos los dolores son físicos. A veces lo que duele es el
alma y es mucho más difícil de curar. Mucho más difícil de observar
y comprender.
Duele llevar dentro algo que no me pertenece, algo que ha ido
creciendo con los años y ahora es increíblemente complicado de
expulsar. Duele cuando menos lo espero, cuando más olvidado lo
tengo, como si intentara recordarme que no hay salida, que siempre
volverá, una y otra vez. Sin cesar. Duele porque sé que yo lo creo y
sólo yo puedo destruirlo, porque sólo desaparecerá cuando yo lo
permita. Duele porque permito que duela.
Y aún con todo eso aquí sigo, continúo, no decaigo. Me derrumbo
pero me vuelvo a construir, aunque las piezas no encajen, aunque el
resultado final diste del puzzle que era al principio. Continúo porque
no tengo otra opción, no quiero otra opción. Sigo adelante,
destrozándome a cada paso hasta que una vez más me vuelvo a
olvidar del dolor y vuelvo a creer que por fin se ha marchado.
Continúo a la espera de que vuelva, cada vez con más armas pero
con menos fuerza. Cada vez más cansado pero no abatido. Continúo
aunque no creo en la victoria ni en la gloria. Continúo pese a sentir
que volveré de nuevo al punto de partida otra vez. Como siempre.
Si esto es una batalla, yo no tengo ejército ni soldados, pero me
tengo a mí mismo y creo que eso es suficiente para ganar la guerra a
ese otro que veo en el espejo y que tiene mi rostro pero no soy yo.
No, aún no. Pero volverá. El día menos pensado por fin terminará y
volveré a reconocer a quién veo frente a mí. Y ese día, ¡ay, ese día!
Que tiemble el mundo, porque pienso agotar hasta el más largo de
los caminos y el más ínfimo de mis segundos.
Superación
Cuando uno pasa por lo que yo he pasado –o por cosas peores,
pero hemos empezado diciendo que íbamos a contar verdades y esta
es la mía–, sólo tiene dos opciones: dejarse llevar por la corriente,
hundirse en su miseria y acabar con una cuchilla en las venas, o
nadar en sentido contrario, luchar por mantenerse a flote y no cesar
nunca en el intento de salir del infierno en el que se ha visto
envuelto. No hay más. O mueres o luchas por vivir. No hay una
elección intermedia.
Yo hablo por mí, desde mi experiencia y basándome en todo lo
que has leído hasta aquí, pero realmente es una opción que sirve para
cualquier persona y cualquier situación; desde un corazón roto hasta
un enfermo de cáncer. Y dicha opción es la de superar la barrera que
nos han puesto delante y continuar el camino, aunque el suelo
queme, el viento arañe y la lluvia ahogue. Como decía Dory en
‘Finding Nemo’, cuando estés perdido tienes que seguir nadando.
Porque cuando te paralizas es cuando gana el miedo.
Normalmente la gente no dice esto, porque no es lo correcto, pero
es cierto: lo fácil es rendirse. Es verdad y el que lo niegue es que va
hasta arriba de diazepam. En la vida, cuando surgen problemas, lo
más cómodo es conformarse y dejar que el asunto pueda contigo. Es
una mierda, porque estarás jodido, pero es mucho más sencillo y
requiere menos esfuerzo. Dejarse consumir por la pena y amargarse.
Ser negativo es muchísimo más cómodo y natural que ser positivo.
La positividad requiere fuerza mental, riqueza espiritual, optimismo
y tener una piel tan gruesa que nada pueda atravesarla y tan lisa que
todo resbale por ella. En cambio ser negativo es algo como más
innato, ¿no? Sucumbir a los malos pensamientos, al conformismo y a
la holgazanería es mucho más práctico, en la teoría.
Yo lo he comprobado. He tenido épocas en las que he decidido
que ya he tenido suficiente y me he cansado de luchar contra el
mundo. ¿Qué más da? Paso de todo. Me aburrí. Que pase lo que
tenga que pasar, que yo en la cama estoy a gusto. Que se caiga el
mundo. Soy un desgraciado y me da igual. Bueno, yo no he llegado a
ese punto porque, aunque está muy cerca, nunca he llegado a cruzar
la línea de la depresión, aunque más de una vez haya creído que la
estaba rozando. Pero hay mucha gente que sí lo ha hecho.
Pero eso no significa que ser negativo y sucumbir sea lo correcto.
Nadie dijo nunca que la vida fuera fácil. Lo fácil es la muerte. Para
que haya vida se tienen que dar una serie de circunstancias
biológicas concretas y, aunque se den, muchas veces la vida no llega
a cumplirse. Por algo lo llaman el milagro de la vida. En cambio,
para morir basta con tirarse desde una azotea o saltar delante de un
tren. Probablemente nadie te lo haya dicho tan claramente, pero vivir
es difícil. La vida es una serie de complicaciones, una detrás de otra,
que, si no se sobrellevan con inteligencia y raciocinio, pueden pasar
factura de muchas indeseadas formas. Vivir es jodido, pero no por
ello no merece la pena. Después de todo, y como dije en uno de mis
libros, no elegimos nacer. Es una putada, pero es así; ya estamos
aquí. Con el corazón latiendo y los pulmones funcionando. Pues, ya
que estamos, mejor aprovecharlo y hacer algo productivo con ello.
Y por eso es tan importante creer en la capacidad de superación
que todos podemos llegar a desarrollar. Porque nacemos con muchas
funciones automatizadas y otras tantas instintivas, pero precisamente
la función de superar los obstáculos que se nos presentan no es una
de ellas. Es algo que tenemos que aprender, desarrollar y
perfeccionar.
El problema es que, si tenemos una vida perfecta y armoniosa,
nunca vamos a tener la oportunidad de conocer la necesidad de
superar un inconveniente. Si todo va siempre bien, nos convertimos
en personas poco resolutivas que no sabrán enfrentarse a sus
demonios internos y externos el día que aparezcan. Por tanto, aunque
suene a cliché, hay que estar agradecidos de la zancadillas que la
vida nos pone por el camino, porque gracias a ellas aprendemos a
salir airosos de situaciones que, para otros, pueden ser una desgracia
monumental. Los animales aprendemos de los errores, no de los
aciertos. Un mono no sabrá a qué tipo de ramas se puede agarrar para
trepar el árbol si antes no se ha dado unos cuantos porrazos contra
suelo por colgarse de las más débiles. Tú no vas a aprender nada en
la vida si, por el camino, no te rompes la boca un par de veces contra
el suelo. Si tus padres no te dijeran que no toques el fuego porque
arde, la única forma de que llegaras a aprenderlo sería quemándote
un dedo. Y lo mismo se extrapola a cualquier situación de la vida. En
nuestra mano está la capacidad para cometer errores, superarlos y
aprender de ellos.
En lo que a mí se refiere, no me ha quedado otra que superarme
constantemente, porque la opción de la rendición nunca la he
contemplado entre mis posibilidades. He caído en agujeros oscuros
que tan siquiera podía imaginar hace unos años y he tenido que ir
escalando piedra a piedra, resbalón a resbalón, hasta ver la salida.
Una salida que aún queda lejos, pero, cuando miro hacia abajo,
descubro que el suelo en el que había caído está más lejos aún que la
superficie; por lo que no estoy en situación de permitirme el lujo de
volver a caer hasta el fondo de nuevo. Y, si lo hiciera, volvería al
punto actual con una mayor rapidez porque, de tantas veces que he
escalado el muro, ya me sé lo pasos de memoria y sé de dónde no
debo sostenerme.
Desconozco lo que me depara la vida y tampoco quiero saberlo.
Sigo siendo una caja de miedos e inseguridades que nunca termina
de vaciarse, pero ya no dejo que esos pensamientos controlen mi
vida, al menos no por completo. He superado una fase oscura de mi
vida y poco a poco siento cómo me voy adentrando en otra un poco
más luminosa, o al menos eso es lo que he decidido creer. Porque en
esto de la superación, una gran parte es la actitud. Las acciones
llegan solas cuando tenemos la mente centrada y las ganas puestas en
ello.
Hoy he tenido una reunión de trabajo. La primera de los últimos
cinco años a la que asisto sin haber recurrido a los ansiolíticos
previamente. No te imaginas lo complicado que es mantener y hacer
crecer un negocio cuando vives en medio de un trastorno ansioso
como el que me estoy tragando yo. O igual sí lo imaginas porque lo
estás viviendo y crees que tú no puedes hacerlo porque estás peor
que yo. Créeme, si yo puedo tú también. Me he duchado con un nudo
que me apretaba el pecho, me he forzado a desayunar con el
estómago cerrado, me he preparado entre nervios y temblores, he
bajado a la calle y he cogido un taxi. He tenido una animada charla
con la taxista venezolana que me ha ayudado a olvidarme, por unos
momentos, de hacia dónde me dirigía. He llegado a mi destino cinco
minutos tarde y he entrado en el edificio. He subido catorce plantas
en un ascensor antiguo que ha tardado treinta segundos. Treinta
segundos que han sido suficientes para que me empezaran a flaquear
las piernas y creyera que iba a perder el conocimiento. Se han abierto
las puertas y me he encontrado solo en un descansillo oscuro,
alumbrado únicamente por un ventanuco. He querido marcharme de
aquel lugar, pero me daba el mismo miedo llamar a la puerta de la
oficina que volver a subirme en ese endemoniado ascensor.
Finalmente he tocado el timbre y me he lanzado de cabeza hacia lo
que yo sentía que era una piscina vacía.
No ha ido mal. Siempre he tenido la habilidad de parecer una
persona sensata y calmada a pesar de que me estuviera muriendo por
dentro. Rara vez he externalizado mi ansiedad públicamente. Ha
habido momentos en los que he sentido que algo no iba bien en mi
interior y he tenido que distraerme con cualquier tontería con tal de
focalizar mi atención hacia el exterior. Miraba a mi alrededor y no
dejaba de pensar en lo ridículo que sería sufrir una crisis de ansiedad
en aquel estudio, delante de una posible clienta y de varios de sus
empleados. No ha sido así. Por suerte y por mi tenacidad todo ha
salido bien. Otro cliente más para mi cartera y otra experiencia de
pánico superada.
Al salir, me he subido al mismo ascensor que treinta minutos antes
me parecía tan horrible y comprobé que ya no me causaba ningún
tipo de reacción. Los nervios y la tensión se habían ido y tan sólo
quedaban los restos del estrés que había pasado, reflejados en mis
piernas, que actuaban como si hubiera corrido una maratón y no
fueran a aguantar mucho más tiempo firmes. Salí del edificio y en
vez de pensar «ya se ha terminado», como si realmente hubiera
estado en peligro, he pensado «muy bien, otro paso más». Y creo que
en eso consiste la superación real y verdadera, en saber interpretar
correctamente las situaciones que la vida nos ofrece, extrayendo una
lectura positiva en vez de la negativa, que para los que hemos pasado
por lo mismo, suele ser mucho más automático.
He aprendido que con constancia, fuerza mental, ganas y actitud,
se pueden conseguir imposibles. Y que todas esas veces en las que
parece que no hay solución, en realidad son solamente los demonios
de un día malo que intentan ganar la partida. Pero cada día sale el sol
y, con él, una nueva oportunidad de empezar de nuevo, con otros
ánimos y otra forma de ver las cosas.
Tengo claro que esta situación, como el que descubre que es
diabético, me acompañará el resto de mi vida, pero ya no permito
que mi cuerpo y su peculiar forma de reaccionar me hunda en la
miseria y me impida ver lo bueno que se esconde detrás de lo malo.
A día de hoy no puedo decir que haya superado todos los
obstáculos que yo mismo me he puesto en el camino sin darme
cuenta. La carrera es larga y aún me queda mucho recorrido, muchas
vallas que saltar y muchos charcos que esquivar. Pero, a pensar de
vivir siempre en un halo de pesimismo y autocompasión por mi
situación, en el fondo sé que tengo la fuerza y la entereza para no
dejar que mi vida se eche a perder por esto. Pese a ser una persona
insegura, acomplejada, traumatizada, nerviosa y pesimista, confío en
mi capacidad para extraer lo positivo, aunque sea de forma
subconsciente, de todo lo que vivo a diario y, casi sin apreciarlo, ir
aprendiendo poco a poco a sobrevivir en este mundo del que me ha
tocado formar parte. Y tal vez algún día pueda mirar atrás y sonreír
al pensar en aquellos años que pasé perdido, asustado y con miedo.
Algún día no necesitaré tener el control de todo lo que me rodea y
entonces estaré preparado para enfrentarme y disfrutar del resto de
mi vida.
El lugar
Es cierto. Igual que Drew Barrymore decía en una película de los
90 que nunca la habían besado, yo tengo claro que nunca me han
amado –en lo que al amor de pareja se refiere–. He tenido relaciones,
como ya habrás descubierto si has llegado hasta este punto de mi
historia, pero siempre he sido yo el que lo ha dado todo y nunca he
recibido el verdadero amor que sé que existe en otras relaciones. Una
vez una mujer famosa que no recuerdo dijo que, en todas las parejas,
hay uno que quiere y otro que se deja querer. Yo siempre he sido el
que quiere, definitivamente.
Miro hacia atrás y me doy cuenta de que es triste pero cierto. Mi
revoltosa vida sentimental es un enjambre de engaños, infidelidades,
faltas de respeto y enamoramientos ficticios que desaparecieron de la
noche a la mañana. Pocas veces he sentido una conexión real con
alguien y, cuando ha surgido, no ha sido el momento adecuado o el
lugar apropiado. Nunca me han dedicado una canción, ni me han
hecho una fiesta sorpresa, ni me han preparado una cena romántica.
Tampoco han llorado por mí, ni me han escrito una carta de amor, ni
me han hecho formar parte de su familia. Y, por supuesto, jamás en
la vida alguien me ha querido tanto como para sentir dolor cuando ha
llegado mi ausencia. Nadie me ha dicho «te echo de menos», ni «eres
el amor de mi vida». Como leí que alguien dijo una vez, me doy
cuenta de que a día de hoy no soy la persona más importante en la
vida de nadie. Y tal vez nunca lo he sido.
Al principio pensaba que esa situación me daba igual. Siempre he
sido romántico y detallista, pero nunca me había parecido
imprescindible tener pareja ni sentirme amado. Todo lo contrario.
Solía presumir de no tener corazón y de no saber enamorarme. Huía
del amor y de las relaciones porque no necesitaba alguien a mi lado,
ni quería sentirme atado. Pero, en el fondo, era todo una fachada.
Soy una persona que necesito cariño, demostrarlo y recibirlo. Ando
siempre en la búsqueda de alguien que me complete como persona.
Después de todo, se puede querer algo con muchas ganas aunque no
sea necesario para sobrevivir. Es decir, que no necesite una pareja y
sepa vivir solo, no significa que no quiera irremediablemente
enamorarme y tener una persona a mi lado que me aporte todas esas
cosas que solo una segunda mitad puede ofrecerme. La necesidad no
va ligada con el querer. Y, a veces, el querer puede tanto y con tanta
fuerza que la línea que lo separa de la necesidad se vuelve borrosa.
Llevo casi una década soltero y créeme cuando te digo que, aunque
suena a cliché, al final el trabajo y los éxitos no se van contigo a la
cama por la noche y ta abrazan cuando tienes un mal día.
Normalmente creemos que necesitamos éxito, experiencias, fama,
sexo, reconocimiento... Y en verdad lo único que añoramos es un
abrazo sincero, alguien que nos diga que todo va a salir bien y no
estamos solos en el mundo. Por supuesto, sé que soy joven y aún
tengo tiempo por delante para encontrar eso que ando buscando.
Dicen que el mar está lleno de peces; el problema es que, a veces,
siento que vivo en un acuario y mis posibilidades de encontrar el
amor no son tan abundantes. Y lo irónico es que, desde aquí, puedo
ver el mar en el que me esperan un sinfín de posibilidades, pero no
tengo ni idea de cómo salir de esta jaula de cristal.
Creo que, en verdad, las ansias por ampliar horizontes y conocer
mundo que mencioné más atrás se reducen a lo mismo: la búsqueda
del amor. Todos esos globos perdidos que fui dejando por el camino,
no son más que la metáfora que representa mi frustración personal
por no haber podido disfrutar de lo mejor que puede ofrecer la vida.
Amor por tu pareja, por tu trabajo, por tus amigos, por tu familia, por
tu ciudad... Creo que nunca he llegado a sentirlo con la intensidad
necesaria porque siempre he notado que falta algo, que no termino de
encajar aquí donde me encuentro.
Cuando todas esas pequeñas frustraciones se van juntado y se van
acumulando en tus pensamientos día tras día, acabas sumergido en
un revuelo de indecisiones y miedos como ese en el que estoy
ahogándome yo desde hace un tiempo. Y tu cerebro saturado de
información y sentimientos dice basta. Se rebela, se bloquea y deja
de funcionar como lo hacía antaño. Está harto de ti y de todas tus
manías, incertidumbres y excusas baratas. Entras en un ciclo vicioso
del que no puedes salir hasta que se rompa alguno de los eslabones
de la cadena que te ata al pasado y no te deja disfrutar del presente,
ni mucho menos salir en busca de un futuro más completo.
Al final, me doy cuenta de que el recuerdo de todos esos globos
que he ido dejando escapar por el camino se ha ido acumulando en
mi interior y ocupa tanto espacio que muchas veces no me deja
respirar. Disnea sentimental, podríamos llamarla. La ansiedad que
me produce pensar en todas las oportunidades que he perdido a lo
largo de mi vida me bloquea y me nubla cualquier imagen que pueda
hacer de un hipotético futuro. El pasado aplasta lo que está por venir
y no deja que el tiempo fluya de forma coherente. Probablemente,
ese sea el mayor problema de todos a los que me he tenido que
enfrentar en los últimos años.
No sé realmente en qué punto exacto empezó la caída, igual que
no tengo ni idea de cuándo volveré a estar en lo alto de nuevo, en
plenas facultades, con una vida cotidiana con problemas mundanos y
la capacidad de ser una persona resolutiva y socialmente activa; pero
tengo claro que ese momento no llegará hasta que consiga encontrar
la forma de que el pasado se quede atrás de una vez por todas, junto
a todas mis fobias y mi gran manía de analizarlo todo al detalle.
Algún día, con suerte, paciencia y altas dosis de perseverancia, me
encontraré en un sitio en el que realmente quiera estar, sin excusas ni
esperanzas de encontrar un rumbo distinto, rodeado de personas que
valoren lo que puedo ofrecer y vean en mí una persona que deben
guardar y apreciar como se merece; y descubriré lo que es amar y ser
correspondido, con todas las consecuencias, queriendo con el
corazón y compartiendo mi vida con alguien que realmente valore
mis virtudes y se enamore de mis imperfecciones. Ese día podré
respirar profundo sin que me duela el pecho y sin miedo, desde lo
alto de la cima, sintiendo la libertad que me produce el estar vivo; y
sabré que todo lo que me ha ocurrido en la vida habrá merecido la
pena, porque habré dejado de pensar en todas las oportunidades que
dejé escapar, puesto que habré encontrado por fin lo que había estado
buscando durante tantos años: el lugar donde mueren los globos
perdidos.

Anda mungkin juga menyukai