J. C. Ruiz Franco
Continuamos con nuestro relato, ahora con las drogas inteligentes de nuestra era,
comenzando por las vitaminas y por la Hydergina de Hofmann.
Freud y la cocaína
Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, ejerció de primer apóstol de la cocaína, a finales
del siglo XIX. Cuenta Georg Markus, uno de sus biógrafos, que, tras leer un artículo de
Theodor Aschenbrandt, comenzó a experimentar esta sustancia en sí mismo y comprobó
su eficacia contra el agotamiento, asma, gastralgias y otros síntomas dolorosos, así como
su utilidad como afrodisíaco. Por ello, defiende su uso y declara que las virtudes de las
hojas de coca no deberían limitarse a la raza india.
Freud tomaba cocaína y la daba a su entonces novia Marta "para hacerla fuerte y robusta"
e invitaba a colegas, amigos y familiares a consumirla. Sin embargo, debió de sufrir una
gran decepción cuando el Dr. Fleischl, amigo suyo, no sólo no abandonó su morfinomanía
gracias al uso de la cocaína, sino que se hizo también adicto a ésta y vivió sus últimos
días de vida en un estado de psicosis permanente.
En sus experiencias se dio cuenta de que, al tomarla por vía oral, producía un efecto
anestesiante. Pronto (verano de 1884) contó este dato en su círculo de colegas: un
verdadero error hablar de un descubrimiento sin publicarlo. Y así, aprovechando un
periodo vacacional de Freud, Koller presentó a la cocaína como droga ideal para las
operaciones oculares, y pasó a la historia como el descubridor de sus propiedades
anestésicas.
Ya ejerciendo como psicoterapeuta, aconsejaba su uso en casos de histeria, hipocondría
y depresión, y afirmaba que es un estimulante mucho más potente e inocuo que el alcohol.
Por sus constantes declaraciones a favor de esta droga, pronto fue llamado fanático y se
ganó muchos opositores. La cocaína jugó también cierto papel en el desarrollo de la teoría
del psicoanálisis, ya que ambos ―droga y terapia― responden al mismo objetivo: influir
en la conducta humana. Si esta influencia no podía lograrse con la medicación, había que
buscar otras posibilidades, y por eso desarrolló la terapia psicoanalítica.
Freud era también un fumador empedernido. A pesar de que su médico le recomendó no
fumar en varias ocasiones, él no hacía el menor caso; sólo lo abandonaba o rebajaba el
consumo cuando el corazón comenzaba a comportarse irregularmente, y volvía al viejo
vicio en cuanto sentía terribles crisis de abstinencia, ya que sin tabaco no podía trabajar
y se sentía totalmente deshecho.
Las vitaminas
Desde que el ser humano ha practicado una medicina mínimamente empírica, se conocen
enfermedades originadas por algún tipo de carencia que pueden ser tratadas con ciertos
alimentos. Así, algunos historiadores antiguos describen los síntomas de escorbuto, beri-
beri y raquitismo, aun sin conocer su causa. Parece que ya en el antiguo Egipto los
médicos sabían que la ceguera nocturna ―que se origina por una carencia de vitamina
A― podía curarse con una nutrición adecuada. La medicina grecorromana, representada
por las figuras legendarias de Hipócrates y Galeno, y apoyada en eruditos botánicos como
Dioscórides, tenía también conocimientos sobre este tema.
Sin embargo, en algunos periodos de la historia humana ―en los que se deja a un lado la
observación y la especulación racional― las enfermedades se atribuyen a factores tan
poco demostrables y tan difíciles de controlar como son dioses, generación espontánea,
destino ciego y providencia divina. Y, como suele decirse respecto de todas las ramas del
saber, si la Edad Media y su oscurantismo no lo hubiesen impedido, las ciencias habrían
dado buenos frutos muchos siglos antes. Sea cual fuere la razón, sólo a partir del
Renacimiento, con la vuelta a los clásicos, una mentalidad más abierta y los viajes a partes
remotas del mundo, la medicina y la botánica ―y tantos otros saberes casi olvidados―
retornaron a su actividad, allí donde griegos y romanos se habían quedado.
A los viajes marítimos y a la capacidad de observación debemos la primera
vitaminoterapia históricamente documentada: la de tomar vitamina C para prevenir el
escorbuto. Si bien es cierto que en otras épocas se habían efectuado largos viajes, sólo a
partir de la época renacentista ―con la búsqueda de las especias, los descubrimientos y
las conquistas― ir a países lejanos se convirtió en algo más común. La terapia fue ideada
al estudiar los males que padecían las personas privadas de alimentos frescos, en especial
los marineros que efectuaban largas travesías en las que, a pesar de comer adecuadamente,
sufrían de escorbuto, entonces misteriosa enfermedad que desaparecía cuando llegaban a
su destino y consumían cítricos. Por esta razón, la marina británica, sin entender del todo
el trasfondo del asunto, acertó al disponer que los barcos se cargaran de naranjas y
limones, intuyendo que en estas frutas debía de haber algo no presente en otros alimentos
y eficaz para prevenir el problema. Fue el doctor Lind quien se dio cuenta de este hecho
en 1747, y en un viaje dividió a los marinos objeto de su experimento en dos grupos. A
uno de ellos le incluyó limones en la dieta y al otro no. Como era de esperar, el primer
grupo no padeció el mal que estamos describiendo, mientras que el segundo sí, llegando
a la conclusión de que algún componente del limón lograba prevenir el escorbuto.
Bastante tiempo después, ya en el siglo XX, se llamó vitamina C a esta sustancia.
Los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX fueron testigos de las primeras
investigaciones en laboratorio relacionadas con las vitaminas. Los experimentos
demostraban que, si se alimentaba a los animales con leche, lograban vivir bien. Sin
embargo, si en su lugar se les administraba los componentes de la leche por separado,
terminaban muriendo. Así pues, debía existir en la leche, además de los elementos
conocidos, componentes aún desconocidos pero necesarios para vivir.
En 1880, el investigador Christian Eijkman causaba deficiencias vitamínicas en animales,
y después curaba sus dolencias con un régimen alimenticio apropiado. En 1906, Frederick
Hopkins afirmó que los alimentos contienen una pequeña cantidad de factores, a los que
Cashmir Funk dio el nombre de "vitaminas" porque son "aminas" necesarias para la vida
("vita"). Por otra parte, los estudios de Eijkman y Funk permitieron llegar al aislamiento,
en 1911, de una sustancia presente en la cáscara del arroz, decisiva para prevenir la
enfermedad del beriberi, que se denominaría vitamina B1.
Las vitaminas son ―y así fueron definidas― sustancias absolutamente imprescindibles
para la vida que el cuerpo no puede sintetizar, por lo que es necesario obtenerlas de
fuentes exógenas. Si una molécula es importante para el organismo, pero puede ser
producida por él, entonces no es una vitamina, si bien existe la excepción de la vitamina
D, que puede ser sintetizada en la piel ―aunque sólo cuando nos exponemos a la luz
solar―; y la niacina, que puede ser fabricada en el hígado en pequeñas cantidades.
En los años siguientes a las investigaciones de Eijkman y Funk, se fueron descubriendo
nuevas vitaminas, nombradas siempre con las primeras letras del alfabeto. Es cierto que
tienen sus propios nombres químicos, pero a veces son largos y difíciles de entender, por
lo que es más popular la denominación alfabética. Hay trece vitaminas, divididas en dos
tipos: las solubles en grasa (A, D, E, K) y las solubles en agua (las ocho vitaminas B y la
vitamina C). Las liposolubles se acumulan, y por eso no necesitan ser ingeridas
diariamente, pudiendo consumirse en exceso y convertirse en tóxicas. En cambio, las
hidrosolubles no se almacenan, exceptuando la B12 y el ácido fólico. Por ello deben
tomarse frecuentemente y no hay problema en consumirlas en cantidades más elevadas.