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La dialéctica del amo y el esclavo.

Apuntes al
capítulo “Autoconciencia”, de la Fenomenología
del espíritu 1

IV. LA VERDAD DE LA CERTEZA DE SÍ MISMO

La conciencia ya se ha encontrado en la nulidad del objeto y del más


allá suprasensible: ella es, pues, autoconciencia, porque sabe la
nulidad del objeto como ella misma. Suposición, percepción y más allá
son todos momentos de la conciencia: pero la conciencia sabe la cosa
en sí como sí misma, y se vuelve autoconciencia. Así se entra, dice
Hegel, en el ámbito propio de la verdad. (Hay que recordar el reproche
habitual de Hegel a Kant: las limitaciones críticas vuelven posible un
uso de la razón exento de error, pero con ello mismo exento de verdad,
puesto que la cosa en sí, que sería lo verdadero, es justamente aquello
que se deja fuera de todo conocimiento posible. Hegel está diciendo,
pues, que con la autoconciencia superamos las barreras del
entendimiento, y entramos en la dimensión de la verdad dialéctica, o
sea, en la realidad.)

1- La autoconciencia en sí
La autoconciencia “es esencialmente el retorno desde el ser otro” (p.
108). La autoconciencia llegó a ser en la medida que la conciencia se
encontró a sí misma en la nulidad del objeto, en el hecho de que el
objeto era para ella (para sí). Pero ahora bien, esta autoconciencia no
es todavía ser para sí, sino que, tal como expresa el título del
parágrafo, permanece como “autoconciencia en sí”. ¿Qué significa
esto? En este momento, la autoconciencia ha superado sin dudas al
objeto de la certeza sensible, pero ocurre que el objeto, no siendo más
que “en sí-para otro”, no le puede proporcionar el ser para sí, es decir,
la autoconciencia se sabe como conciencia en el objeto, y no todavía
como autoconciencia. Escribe Hegel que para la autoconciencia “el
mundo sensible es para ella una subsistencia, pero una subsistencia
que es solamente manifestación o diferencia, que no tiene en sí ser
alguno” (p. 108). Superada ya la relación gnoseológica con el mundo,
éste se abre para la autoconciencia como una subsistencia inesencial,

1
Todas las indicaciones de página pertenecen a G.W.F. Hegel, Fenomenología del
espíritu, FCE, México, 2003. Los subrayados son originales, salvo indicación
expresa.
y en esa misma medida apetecible, deseable: si la conciencia era en
relación con los objetos sensibles bajo una estructura cognoscitiva, la
autoconciencia es en relación con la vida de acuerdo a un régimen
existencial. La conciencia conoce, la autoconciencia vive, y la vida se
vuelve su ser exterior, inmediato.

2- La vida
Así como la conciencia deviene autoconciencia, el objeto mismo
deviene vida, pues la reflexión de la autoconciencia se ha cumplido
también en él, y así es como “el objeto de la apetencia inmediata es
algo vivo” (ps. 107-108). Pero aquí es donde ocurre que la
autoconciencia pasa por la experiencia de la independencia del objeto
vivo. En efecto, la autoconciencia marca al objeto con el carácter de lo
nulo, y así es como deja de entenderlo según un marco cognoscitivo
para relacionarse con él de un modo existencial, es decir, lo apetece,
lo quiere: pero esto mismo implica que el objeto vivo es
independiente. Hegel nota: “la superación de la subsistencia individual
es también su producción” (p. 110), lo que significa que la vida es el
mero ser-otro de la autoconciencia, pero un ser-otro subsistente. La
vida es el ser exterior, natural e independiente de la autoconciencia.

3- El yo y la apetencia
El problema de la autoconciencia es que negando al objeto lo
reproduce, razón por la que su satisfacción no puede darse mediante
la mera apetencia del objeto, pues ella reinicia el proceso que estaba
llamada a terminar: el de la definitiva satisfacción de la
autoconciencia. Por consiguiente, el único modo que la autoconciencia
tiene para satisfacerse supone no ya postular ella misma la nulidad
del objeto y su consiguiente apetencia, sino principalmente esperar
que el objeto “cumpla en él la negación” (p. 112), esto es, no se limite
a ser negado por otro (el yo), sino que se niegue él mismo: “y tiene que
cumplir en sí esta negación de sí mismo, pues el objeto es en sí lo
negativo y tiene que ser para otro lo que él es” (p. 112). En efecto, el
objeto no debe sólo ser nulo para la autoconciencia, sino que al
mismo tiempo debe ser nulo para sí mismo, es decir, negarse a sí
mismo como objeto: pero esto sería, precisamente, ser otra
autoconciencia. El resultado a que se llega es que el único modo que
tiene la autoconciencia de superar absolutamente la independencia
del objeto es en cuanto éste deja de ser y se hace, a su vez,
autoconciencia: “La autoconciencia sólo encuentra su satisfacción en
otra autoconciencia” (p. 112). Redondeando, la autoconciencia no
podría “ser para sí” en la mera constatación de la nulidad del objeto. El
objeto, en efecto, era puro ser para otro: la conciencia se encontraba
en el objeto y devenía así autoconciencia. Pero la autoconciencia aquí
es solamente en sí, debido a un hecho conspicuo, indespejable: para
ser para sí, debe, según la lógica hegeliana, ser para otro, es decir, ella
misma debe ser para otra autoconciencia. Cuando la conciencia
supera el objeto, deviene autoconciencia, pero autoconciencia en sí,
porque el objeto no es para ella más que un “en sí-para otro”, y como
tal incapaz de reconocerla. De ahí que sea necesario el concurso de
otra autoconciencia, en la cual la primera autoconciencia pueda
hallarse como ser para sí, pueda ser reconocida. Y esto es lo que
ocurre: porque la autoconciencia en sí se le contrapone el objeto; el
objeto es lo negativo, y con ello, lo negativo de sí mismo (pues su “sí
mismo” es la autoconciencia): deviene, así, otra autoconciencia, frente
a la primera.

A- INDEPENDENCIA Y SUJECIÓN DE LA AUTOCONCIENCIA;


SEÑORÍO Y SERVIDUMBRE

“La autoconciencia es en y para sí en cuanto que y porque es en sí y


para sí para otra autoconciencia; es decir, sólo es en cuanto se la
reconoce” (p. 113). El reconocimiento consiste, precisamente, en ser
reconocido como ser para sí; y la autoconciencia sólo puede ser-para-
sí si otra autoconciencia la reconoce, pues sólo es para sí aquello cuyo
en sí es esencialmente para otro. Un objeto, una simple vida, puede
ser sin dudas superada por la autoconciencia; pero este objeto o esta
simple vida no pueden reconocer a la autoconciencia como tal. Puedo
comer un fruto, y mostrar su nulidad y ser autoconciencia en sí, pero
para ser autoconciencia para sí el fruto no me sirve, pues, como mero
objeto, es incapaz de reconocerme: sabe desaparecer, pero no sabe de
mí 2.

1- La autoconciencia duplicada
La autoconciencia no puede superar el objeto si éste no hace en sí
mismo lo que ella hace en él: esto es lo que Hegel denomina “el
movimiento duplicado de ambas autoconciencias” (p. 114). El objeto
de la autoconciencia, que es ahora también autoconciencia, duplica el
movimiento, colabora con la autoconciencia: “Se reconocen como
reconociéndose mutuamente” (p. 115).
2
La autoconciencia no sólo entiende que no hay cosas en sí sino sólo cosas en sí-
para otro; también reclama que el objeto la reconozca; sólo así ella puede
efectivamente ser para sí. Pero el objeto, para reconocer cosa alguna, debe ser
otra autoconciencia.
2- La lucha de las autoconciencias contrapuestas
El tema es que aquí todavía no se ha producido, estrictamente
hablando, la satisfacción de la autoconciencia, el llegar a ser para sí.
En efecto, son todavía figuras independientes, “conciencias hundidas
en el ser de la vida –pues como vida se ha determinado aquí el objeto
que es–, conciencias que aún no han realizado la una para la otra el
movimiento de la abstracción absoluta consistente en negar todo ser
inmediato” (p. 115). Más adelante: “Cada una de ellas está bien cierta
de sí misma, pero no de la otra” (p. 115). Y el punto es que para lograr
certeza de sí misma, la autoconciencia debe estar cierta de la otra,
debe saber a la otra qua autoconciencia. Pero para saber a la otra
como autoconciencia, ella misma debe presentarse como una
autoconciencia, esto es, debe arriesgar su vida en una lucha a muerte.
¿Por qué? Precisamente, porque la autoconciencia debe manifestar
que no está ligada al ser inmediato, que ella es ser para sí. La vida es
la existencia inmediata-natural de la autoconciencia, pero la
autoconciencia, como ser para sí, es mediación de sí misma; no es,
pues, nada inmediato, y para ser para sí más bien debe negar su
inmediatez, que la condena al mero ser para otro; en consecuencia,
debe superar la vida, debe superar su existencia inmediata
despreciándola en la lucha con otra autoconciencia. La muerte, como
la vida, es un proceso natural, y en esa medida resulta indigno de la
autoconciencia; al contrario, lo propio de una pura autoconciencia es
despeciar su vida y su muerte.
Pero el problema que detecta Hegel es que esta negación de la vida,
tanto propia como del otro, es simplemente “la negación abstracta, no
la negación de la conciencia” (p. 117). ¿Qué significa esto? En efecto,
si las autoconciencias contrapuestas desprecian ambas su vida y la
del otro, lo que acontece es que se destuyen mutuamente, y aunque
queda probado que despreciaban su vida, el punto es que no es “para
ellas” que esto queda probado... Aquí Hegel expone la misma
estructura conceptual que se verifica al inicio de la Ciencia de la
Lógica entre el ser y la nada. En efecto, si consideramos al ser y a la
nada abstractamente, en tanto puro ser y pura nada, lo que tenemos
es un traspaso permanente, estúpido, del ser a la nada: del puro ser
sólo se puede decir que es nada, de la pura nada sólo puedo decir que
es. El devenir superador sólo acontece cuando se comprende que si el
puro ser “es” pura nada, eso quiere decir que tiene la nada en sí, y si
tiene la nada en sí, entonces él ya no es puro-abstracto, sino que está
determinado-negado en sí mismo (“ser es ser determinado”, dirá
Hegel).
Para entender la lucha de las autoconciencias contrapuestas,
entonces, sólo tenemos que concebir a cada una como extremos
concientes en la expuesta dialéctica del ser y la nada. En efecto, si las
autoconciencias se limitan a negar indefinidamente su vida, a
abstraerse de toda determinación, lo que ocurre es que se trastocan
insensatamente en su contrario sin que ocurra nunca nada nuevo.
Pero esto, como dice Hegel, es la negación abstracta, no la negación
de la conciencia. La negación de la conciencia se fastidia pronto de
este círculo abstracto que no sale de sí, porque “En esta experiencia
resulta para la autoconciencia que la vida es para ella algo tan
esencial como la pura autoconciencia” (p. 117). La autoconciencia
sabe que si no sostiene la vida el trastocamiento abstracto no tendrá
fin, no devendrá nunca, y en cuanto sabe esto ya no quiere arriesgar la
vida, por cuanto que esta es su existencia exterior esencial: pero
entonces es que las dos autoconciencias se diferencian una de otra,
pues mientras que una insiste en la independencia respecto de lo
natural, la otra, en cambio, mantiene la dependencia: una es el señor,
la otra el siervo.

3- Señor y siervo

a) El señorío
Queda así explicado por qué hay dos autoconciencias asimétricas. El
punto crucial a no perder de vista es que la escisión entre “pura
autoconciencia” y “vida” se continúa hacia el interior de la vida, dando
lugar a la conciencia servil. La conciencia servil es, como ya se ve
claramente, el devenir superador de la trastocación infinita de las
autoconciencias; la conciencia del señor, en cambio, representa la
persistencia de la pura negatividad abstracta, sin solución positiva
posible. Si aquí estamos ante la oposición del señor y el siervo es
porque, en verdad, se trata de una sola y misma autoconciencia que
ha dado un paso hacia su realidad positiva (el paso del siervo), pero
que mantiene todavía un pie en la negatividad abstracta (el pie del
señor) 3.
3
Por expresar esta lucha en términos más franceses, más kojèvianos, digamos:
estas conciencias luchan entre sí por el reconocimiento del otro, pero ocurre que,
mientras que una de ellas está dispuesta a luchar hasta morir, la otra, en cambio,
le teme a la muerte. Se introduce así, ya, la diferencia crucial, aquella que las
distinguirá: una conciencia no le teme a la muerte, y por eso triunfa
necesariamente, se impone; la otra teme, y por eso manifiesta no ser verdadera
conciencia (qua distinta de lo natural), puesto que el miedo a la muerte es el
miedo a la biología: si se teme a la naturaleza es porque aún se depende de ella, y
justamente el ser para sí es lo contrario de lo que es, del mero ser natural
inmediatamente allí. Tenemos así al Amo y al Esclavo, de acuerdo con la
El señor manifestó su diferencia respecto del mero ser natural; así
es como se impuso ante el siervo; esto le permite lanzarse hacia el
goce inmediato-puro de la cosa, que es lo que la apetencia no había
podido conseguir debido a la independencia de ésta. Vemos así que el
señor tiene dos aspectos: 1) mediatez respecto del ser natural, puesto
que hay sólo deseo de reconocimiento, de “ser para sí” y no temor a la
muerte; 2) inmediatez respecto de la cosa, pues en cuanto se impone
como señor, esta conciencia se abalanza directamente sobre la cosa,
y así la consume o goza –negación inmediata. En el siervo se verificará
lo inverso. Fue derrotado al manifestar dependencia respecto del ser
natural, y sus dos momentos, pues, son: 1) inmediatez respecto del ser
natural, debido al temor a la muerte; 2) mediatez respecto de la cosa,
pues ésta no le pertenece, sino que la trabaja para el señor.
El señor es, entonces, negatividad abstracta. Niega todo contenido
vital, niega su existencia exterior y elige la abstracción. Su asiento en
la vida le es indiferente. El señor se relaciona con dos momentos: con
la cosa (objeto de la apetencia) y con la conciencia para la cual la
coseidad es esencial (el siervo). Lo significativo es que se relaciona
con cada uno de estos términos por medio del otro. El señor se las ve
con el siervo por medio de la cosa, justamente porque para el siervo la
coseidad es lo esencial, es él mismo; correlativamente, tiene trato con
la cosa por medio del siervo, puesto que el siervo trabaja la cosa para
él. De este modo, el señor logra consumir plenamente la cosa (lo que
no había logrado la autoconciencia que meramente la “apetecía”),
interponiendo al siervo, y así se ve “gozándola puramente” (p. 118). La
apetencia no podía lograr un goce puro de la cosa a causa de la
independencia de ésta; el señor soluciona este inconveniente
poniendo entre la cosa y él al siervo, esto es, relacionándose con aquel
para quien la cosa es lo independiente, o lo que es lo mismo, con
aquel que es dependiente.
Es prudente retroceder unos pasos para comprender este punto. El
problema de la autoconciencia en sí era que la nulidad de la cosa no
bastaba para que ella llegara a ser autoconciencia para sí. Apetecer la
cosa era todavía tenerla por independiente; todo el problema, pues,
era quebrar esta independencia de la cosa, darle conciencia, de modo
tal que pudiera reconocer a la autoconciencia qua autoconciencia. El
señor logra exactamente esto cuando se relaciona con una conciencia

traducción de Kojève. (Lo que debe resaltarse es el carácter necesario del temor,
porque sin temor las autoconciencias no podrían salir del infinito trastocamiento
en su otro. No es que, de casualidad, una temió y la otra aprovechó la oportunidad
para imponerse. En realidad, lo contrario es cierto: no puede no haber temor,
puesto que el trastocamiento eterno es, ante todo, ilógico, del mismo modo que el
del ser y la nada es una apariencia infinitamente resuelta en el devenir. No hay
puro ser ni pura nada, y del mismo modo no hay autoconciencia pura-abstracta.)
cósica, la del siervo. En efecto, el señor no tiene contacto con la cosa
independiente, porque el siervo (para quien la cosa es obviamente lo
independiente) la trabaja para él, es decir, se la entrega ya negada,
transformada: de este modo, puede consumir puramente la cosa, en
cuanto ésta ya no es independiente; pero esto sólo es posible si le deja
al siervo el trato inmediato con la cosa.
Conviene todavía dar un rodeo más. Las autoconciencias luchaban
por el reconocimiento; es legítimo preguntarse lo siguiente: ¿qué
papel juega la cosa en todo esto? Precisamente, la cosa es el ser-allí
del reconocimiento, su existencia inmediata, palpable, visible: el
reconocimiento se da un ser natural en la cosa, y el derecho del señor
sobre ella prueba que fue reconocido por el siervo. Así pues,
consumiendo la cosa el señor se sabe reconocido por el siervo. Era en
la cosa en donde la “autoconciencia en sí” no había conseguido el
reconocimiento; pero la cosa, ahora que fue negada por el siervo, es
una cosa consciente, o una conciencia cósica, que reconoce al señor
(esta conciencia cósica no sólo cumple en sí la negación, sino que
además se niega como conciencia al reconocer la potencia del señor).
No obstante, esta alegría no es completa, porque el reconocimiento es
todavía “unilateral y desigual” (p. 118); verdaderamente, el señor está
siendo reconocido no por otra autoconciencia que es para sí, sino tan
sólo por una conciencia servil-cósica, que es para otro.

b) El temor
Hasta aquí se vio todo el asunto desde el punto de vista del señor,
quien por cierto había podido, finalmente, ser reconocido, aunque de
un modo defectuoso, pues no lo reconocía otro señor, sino sólo un
siervo. Notemos que el señor nunca será reconocido por un par, pues
aquel que reconoce nunca puede ser un señor: he aquí la antinomia de
la negatividad abstracta, su imposibilidad de acceder a algún ser
determinado. En efecto, este parágrafo de Hegel pone de manifiesto
que el siervo no es algo mediocre, pues pese a (o precisamente por)
no romper con la vida en tanto ser natural, experimenta, en el temor,
el estremecimiento de la vida cuando es asolada por la pura
negatividad abstracta; esta experiencia espeluznante le es única, ya
que el señor la desconoce (él practica la pura negatividad, pero no
sabe lo que es, pues nunca la ha experimentado, debido a que no
tiene una existencia exterior-natural-esencial en donde experimentar
cosa alguna). El temor de una negatividad violenta, que desgarra todo,
es lo que le da ocasión al siervo de superar el ser natural al que se
había atado primeramente. Examinando atentamente los subrayados
de Hegel se puede entender bien la cuestión (otra vez, totalmente
legible desde la dialéctica del ser y la nada tal como se encuentra en
la Lógica):

Para la servidumbre, el señor es la esencia; por tanto, la verdad es, para ella, la
conciencia independiente y que es para sí, pero esta verdad para ella no es
todavía en ella. Sin embargo tiene en ella misma, de hecho, esta verdad de la pura
negatividad y del ser para sí, pues ha experimentado en ella misma esta esencia
(p. 119).

Ocurre lo siguiente: para la servidumbre, la esencia es el señor, puesto


que se impuso en la lucha; y si se impuso fue porque se mostró
independiente respecto del ser natural, de la vida. Esto, claramente, es
verdad para ella, pero no todavía en ella: no es en ella que se halla la
esencia negativa, el ser para sí mefistotélico-goetheano que todo lo
niega. Pero… sin embargo, al experimentar el temor, experimentó en
ella misma, en su esencia natural, la pura negatividad. Esto significa
que tiene en sí esa pura negatividad; tiene en sí el momento negativo.
La pura autoconciencia es en la conciencia servil bajo la forma de la
“fluidificación absoluta de toda subsistencia” (p. 119). Y el punto
absolutamente crucial es el siguiente: el siervo

no es solamente la disolución universal en general, sino que en el servir la lleva a


efecto realmente; al hacerlo, supera en todos sus momentos singulares su
supeditación a la existencia natural y la elimina por medio del trabajo (p. 119)

En efecto, el señor es disolución universal en general; lo es de todo;


razón por la que su gesto, por definición, no puede tener cumplimiento
alguno. Negarlo todo es negar indiferentemente, es incluso no negar;
en cambio, el siervo, que conoce por experiencia la negatividad
abstracta, no reniega indiferentemente, a ciegas, la existencia natural,
sino que la niega pacientemente, “en todos sus momentos
singulares”, por medio del trabajo. Esto implica, claro está, darle
existencia efectiva a la negatividad pura misma.

c) La formación cultural
El trabajo es la negación determinada, y expresa la superación del
atolladero de la negación abstracta: produce objetividad. El trabajo
niega determinadamente en cuanto toma la coseidad natural como un
ser independiente. La apetencia del amo, ese consumo posible debido
a la desbocada pureza de la negatividad, hace desaparecer la cosa, es
pura destrucción, indefinida disipación abstracta, sin ser.

El trabajo, por el contrario, es apetencia reprimida, desaparición contenida, el


trabajo formativo. La relación negativa con el objeto se convierte en la forma de
éste y en algo permanente, precisamente porque para el trabajador el objeto tiene
independencia (p. 120).

En el trabajo, la negatividad del ser para sí se da una existencia


exterior acorde consigo misma; o lo que es lo mismo, es en el trabajo
formativo que la autoconciencia se reconoce. La conciencia del
trabajador no consume puramente la cosa, sin límite, sino que al
contrario, su servilidad reprime y contiene la negatividad, y así es
como niega conservando –así es como tiene lugar la efectiva
superación de lo natural: en la producción de cosas culturales. Una
autoconciencia contenta con negar la naturaleza no es ni siquiera una
conciencia. La autoconciencia sólo es para sí lo que es para sí en
cuanto se reconoce como Bildung: en el trabajo sobre la naturaleza, la
autoconciencia supera su independencia y penetra de negatividad
todos sus momentos singulares.
Entramos, finalmente, en la historia, en la cultura. En efecto, para
Hegel la cultura, el mundo humano-espiritual-histórico-universal, es
producido por la autoconciencia servil, que no destruye
abstractamente el ser natural, sino que lo transforma en el trabajo. Si
existe algo así como una cultura, es porque la autoconciencia servil-
trabajadora transforma la naturaleza. Así expone Hegel el surgimiento
genético de la historia universal, de la cultura: como el resultado de la
dialéctica del amo y el esclavo.

Comentario: la propiedad privada de la


naturaleza como condición de la historia
universal
1- Economía política espiritual
El resultado de la lucha de las autoconciencias fue el surgimiento de
una asimetría, la del Señor y el Siervo, lo que significa que el señor, en
verdad, es propietario de la cosa. Reconocer el triunfo del señor, desde
la perspectiva del siervo, no significa otra cosa que reconocerle
propiedad sobre la cosa (la cual es, como ya se dijo, existencia
inmediata del reconocimiento). Pero ahora bien, el punto es que el
siervo trabaja la cosa para el señor. El siervo no pierde su relación con
la cosa al verse derrotado: lo que pierde es su inmediatez respecto de
ella, y su relación se da, pues, bajo la forma de la mediatez. Consumir
la cosa sería negarla inmediatamente, absolutamente: hacerla
desaparecer. Trabajarla, en cambio, es negarla según el régimen de la
mediatez: es transformarla.
Lo sobresaliente de todo esto es que la transformación o negación
mediata-determinada de la cosa sólo es posible en cuanto la cosa no
es mía. Pues si la cosa me pertenece, entonces yo soy un señor, pero
me aboco al consumo directo, a la negación inmediata de la cosa vía
goce, y no transformo la cosa sino que directa y brutalmente la hago
desaparecer. La condición genética de todo consumo es la propiedad
sobre la cosa, pero lo realmente trascendente es lo contrario: la
condición genética de todo trabajo es la no-propiedad sobre la cosa.
En efecto, puedo “contener” o “reprimir” (dicho con precisión: mediar)
mi deseo de negación inmediata de la cosa si y sólo si la cosa no me
pertenece; parejamente, sólo puedo trabajar la cosa en cuanto ésta es
de otro, en cuanto la veo como un ser independiente de mí y
despreciada-poseída por otro.
Se revela así que el origen de la historia, de la cultura, etc., que
procede a explicar la disquisición hegeliana de la dialéctica del amo y
el esclavo, expone un siguiente acontecimiento principal: sólo se
puede hacer historia si antes se postula que el producto del trabajo es
de otro. En efecto, no puede haber transformación alguna si la cosa
me pertenece, pues de ser ése el caso mi única actividad sería la
negación inmediata, el consumo puro, la desaparición; en
consecuencia, la propiedad privada es la condición de todo trabajo. Y
con ello, la condición de toda historia, de toda cultura, de toda
formación social, de toda ontología. Realmente, sólo puedo trabajar si
para mí el ser natural es independiente, si no tengo propiedad sobre
él; sólo puedo trabajar el ser natural en la medida que el señor espera
para consumirlo. La tesis que no es difícil desgranar de todo esto
efectiviza el hecho de que, indudablemente, para Hegel el hombre
puede trabajar la naturaleza en la medida en que no puede negarla
inmediatamente, y si no puede negarla inmediatamente es porque no
es de él. En breve: sólo puede haber historia si antes la naturaleza
aparece como propiedad de otro. La “contención” del Bildung, del
trabajo formativo, es posible contra el fondo universal de las
relaciones de propiedad. Brevemente, ocurre que ha debido haber
propiedad para que alguien “contenga” su negatividad y, en lugar de
consumar una desaparición inmediata, trabaje. La propiedad privada
es la mediación que vuelve mediata la negación que la autoconciencia
practica sobre la naturaleza. No debe resultar llamativa esta tesis: en
verdad, la dialéctica del amo y el esclavo no es legible más que desde
la economía política. Los temas hegelianos aquí son la producción, el
consumo, la propiedad privada, la opresión, la lucha, etc., todos
términos que hacen que las “figuras lógicas” (Kojève) que representan
el Amo y el Esclavo sólo sean asequibles como categorías
constitutivas de la economía política espiritual. Pues lo que Hegel está
diciendo es que la historia, la cultura como horizonte humano de
existencia, el significado del ser mismo, etc., es producido, y no sólo
eso: que es producido de acuerdo a las relaciones de propiedad que
instaura la escisión de la autoconciencia en un amo y un esclavo. En
síntesis, la economía política es la única ontología: esto es lo que debe
asumirse.

2- El Manifiesto comunista
En un sentido, la “escisión entre propiedad y trabajo”, que Marx
postula como condición de las relaciones capitalistas de producción,
ya estaba anticipada en esto que Hegel presenta como el momento
genético de la historia universal, pues, evidentemente, aquí también
hay una escisión entre propiedad y trabajo, aquí también hay trabajo
sobre algo independiente (la naturaleza) y para otro (el amo). Puede
verse, entonces, que el capitalismo reintroduce la dialéctica del amo y
el esclavo cuando tiene que encontrarse con el obrero en la génesis el
capitalismo: en efecto, la autoconciencia supera en el trabajo su
sujeción al ser natural, y la naturaleza deja de ser en el trabajo un ser
independiente, pero el capital, al privatizar los medios de producción,
simplemente efectiviza históricamente la relación amo-esclavo. Este
sería, por lo demás, el modo adecuado de entender la aparente
contradicción entre los dos enunciados centrales del Manifiesto
comunista. Por un lado, sabemos que “hasta el presente, toda la
historia es la historia de la lucha de clases”; pero no es menos claro
que la burguesía es la primer clase social stricto sensu. ¿Cómo es
posible esto? Ocurre que Amo y Esclavo son las figuras prehistóricas,
abstractas, del capitalista y el obrero. La dialéctica del amo y el
esclavo es la condición genético-trascendental de la historia universal,
y la dialéctica de la burguesía y el proletariado es su realidad, el
momento en que la condición se zambulle en lo condicionado, el
punto en que la matriz de la historia se historiza ella misma.

3- El juicio salomónico
Para explicar didácticamente la dialéctica del amo y el esclavo, lo
mejor es recurrir al famoso ejemplo bíblico del juicio salomónico.
Como es sabido, dos mujeres acudieron ante el rey israelita Salomón
para que arbitrara en una sorda disputa que mantenían: ambas
habían tenido, cada cual por su lado, un hijo; uno de los niños (no se
sabía cuál) había muerto al nacer, mientras que el nacimiento del otro
se había desarrollado sin inconvenientes; en algún momento hubo una
confusión, un enredo, y ahora ambas mujeres reclamaban como suyo
el niño que quedaba vivo. Salomón, resolutivo y parejo, no lo pensó
dos veces: ordenó que el niño fuera cortado al medio con una espada,
y que a continuación se entregara a cada mujer una de las mitades,
cuestión de resolver el pleito con inflexible justicia y sin margen
posible de parcialidad. La primera mujer estuvo de acuerdo con esta
solución, pero la segunda prefirió que no se ejecutara tal sentencia y
que el pequeño fuera entregado a su rival. El Rey Salomón afirmó
entonces que, con certeza, esta última era la verdadera madre del
niño, pues, guiada por el amor maternal, había optado por renunciar a
su custodia con tal de que éste conservara la vida.
La primera mujer es el Amo, la segunda el Esclavo. La primer mujer
quiere afirmarse y ser reconocida como la madre. Desea eso, y todo lo
demás no le importa: manifiesta total desprecio por la vida del niño,
aun cuando éste encarna el certificado del título que ella anhela. La
segunda mujer es el Esclavo: prefiere que el niño viva, aun no siendo
reconocida como la madre. El punto aquí no es biológico:
evidentemente, la “verdadera” madre, más allá de la burocracia
uterina, es aquella que prefiere renunciar al título de madre en pos del
desarrollo del hijo. Así, le reconoce a la otra mujer, a la madre
abstracta, la potestad sobre la criatura, para que la criatura exista. Si
no la reconociera, si las dos mujeres persistieran en la abstracción,
entonces ninguna de las dos llegaría a ser verdadaderamente una
madre: el niño muerto y en mitades no les sirve para testimoniarse
como tales, pues de hecho no serían madres de alguien.
En cuanto a la dialéctica del amo y el esclavo, esto significa que el
esclavo, con tal de que la historia universal tenga ocasión, acepta
reconocer al amo, y admite consiguientemente el papel de esclavo. El
esclavo es la autoconciencia que sabe que el ser natural es esencial;
el esclavo quiere a la humanidad, quiere que ella sea, y en pos de ello
asume incluso la esclavitud: el esclavo es enteramente humano,
enteramente humanista, pues produce humanidad, justamente en la
medida en que renuncia a su humanidad, a su ser para sí. (El esclavo
es un ser trágico, y habilita la única novela histórica.)
Pero, ¿habrá justicia? ¿Quién represantará, a propósito de la
historia universal, el papel del justo Salomón que percibe la infinita
grandeza de la autoconciencia que, de hecho, prefiere la historia,
porque ella misma la ha creado, aun dejando de derecho los créditos y
sus goces en manos del Amo? Es a partir de este punto que debe
empezar a comprenderse la renovada necesidad del Partido.

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