Euroamericana
Alberto Moreiras
Marranismo e inscripción,
o el abandono de la conciencia desdichada
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o el abandono de la conciencia desdichada
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1ª edición, 2016
© Alberto Moreiras
© Escolar y Mayo Editores S.L. 2016
Avda. Ntra. Sra. de Fátima 38 5ºB
28047 Madrid
info@escolarymayo.com
www.escolarymayo.com
ISBN: 978-84-16020-70-6
Depósito legal: M-00000-2016
Nota preliminar
Los textos que los lectores encontrarán a continuación tienen para mí carga
afectiva, no solo en sus elementos autoidentificatorios, que el lector encontrará
en alguno de los capítulos finales, sino también en sus elementos críticos, pues
la mayor parte de la gente cuyo trabajo uso polémicamente en ellos me ha sido
cercana en varios períodos de mi vida. La secuencia de escritos que ofrezco
pretende trazar la figura de un particular destino tropológicamente marrano
que es o ha sido el mío. También cumple un ciclo hacia lo que mi subtítulo
nombra: el abandono de la conciencia desdichada. Los lectores pueden leer
primero la entrevista de Madrid, Capítulo 1, y decidir después si su curiosidad
es lo suficientemente fuerte como para arriesgar el chasco, en todo caso
siempre menor, de leer los demás textos y juzgar negativamente su perti-
nencia. Pero debo decir que hay al menos otra manera de acercarse al libro,
que consistiría en leer en primer lugar la otra entrevista, que ahora ocupa
el Capítulo 9, y que refiere a mi trabajo presente y futuro. Y entender desde
ahí lo que el libro propone en cifra inconfesa. El Apéndice, también quiero
advertir, confunde las cosas o más bien las restituye a su naturaleza oscura,
que por mi parte no puedo trascender.
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buscar pueda todavía darse. Hoy ese goce, en la universidad, solo es ya posible
contrauniversitariamente.
Otra de las preguntas que me hubiera gustado poder suplementar en al-
guna medida tuvo que ver con la cuestión de mi «obra». Pero la noción de
«obra» –espero que esto no sea mera excusa para las insuficiencias de mi pro-
pio trabajo– es difícilmente asociable a un proyecto crítico vinculado al análisis
deconstructivo. Con frecuencia he sido acusado de destructor sospechoso,
como si la labor de destrucción crítica fuera solo siempre en cada caso el pro-
legómeno a una reconstrucción despótica, amenazante en su espectralidad
misma. Quizá se piensa institucionalmente que cuestionar piedades anquilo-
sadas y modos de hacer rutinarios e inerciales es siempre la señal de la peor
de las dictaduras. Pero la peor de las dictaduras es más bien la continuación
indiferente de las piedades anquilosadas y de los modos de hacer rutinarios e
inerciales sobre todo cuando tienen los dientes afilados por la institución.
Hay una producción de obra académica que implica necesariamente tran-
quilidad institucional, como si uno solo pudiera hacerla con las espaldas cu-
biertas, desde cierta posicionalidad complaciente. Nunca ha sido mi caso. Por
mi parte no tengo interés alguno, ni aquí ni en ninguno de los textos que si-
guen, en presentarme como un chico bueno en un mundo institucional mal-
vado, aunque podamos dar por descontado que el mundo siempre lo sea.
Mucho menos en justificar mi renuncia al concepto de obra a partir de ningún
tipo de victimización. En todo caso yo no soy tan bueno como le hubiera gus-
tado a mi abuela en particular, y tampoco lo lamento mucho. Pero no es secreto
para nadie que las luchas académicas son sórdidas por definición, porque lo
que está en juego pertenece la mayor parte de las veces al terreno identificado
por Immanuel Kant como «mal radical»1. En ese contexto supongo que hay
un problema especial para los expatriados como yo. La expatriación es sin duda
uno de los hechos fundamentales de mi vida, como imagino que lo es para
todos los que deciden irse de su país a trabajar fuera, en principio no necesa-
riamente de forma definitiva. Pero pasan treinta años y ya no hay retorno efec-
tivo. Y la expatriación incurrida por trabajo académico es una doble
expatriación, porque la universidad es un mundo fundamentalmente clerical
en el que uno vive sin afuera. Que no haya vida fuera de la universidad para el
expatriado académico significa que esa vida es difícilmente accesible. No solo
no hay tiempo: tampoco hay calle, tampoco hay aire, y los rituales norteame-
ricanos de la Iglesia dominical, el fútbol de los niños o los acontecimientos
deportivos que constituyen uno de los pocos vínculos sociales en este país
permanecen ajenos (exceptuado un voluntarismo excesivo y por lo mismo
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Cf. Kant, Religion 15-39.
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Los comentarios de Alejandra Castillo, Federico Galende y Sergio Villalobos, respectivamente,
«Nombres», «Umbral» y «Amigo» están en Revista de critica cultural 34 (diciembre 2006).
Cf. verlos con mi respuesta completa a ellos, «Pantanillos», en 78-87.
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gió parece hoy estar recediendo. Pero hoy es más claro de lo que ha sido en
muchos años, justo después, en el momento de escribir estas páginas, del re-
feréndum griego, y en la incógnita respecto del espacio comunitario europeo
y de su futuro, justo aquí y ahora, también más claro de lo que lo es en América
Latina, que tal política, es decir, que el marranismo democrático, solo puede
ser él mismo posible como pliegue crítico, como resaca, como día-después,
pero siempre dentro de una estructuración populista, de una irrupción demó-
tica sin la cual la democracia no es más que administración antipopulista del
estado de cosas. Al fin y al cabo, antes de poder respirar entre inocentes, antes
de poder vivir con soltura, es necesario que hagamos retirar el precio que pesa
sobre nuestras cabezas, y eso solo puede hacerse quitándoles el poder a quie-
nes hoy lo tienen. Y quizás este libro no dice ni puede decir otra cosa, y esa es
su apuesta y su compromiso político, más allá de toda ansiedad, más allá de
todo susto, aunque también humilde y precariamente.
Por último, y justo en la medida en que ya me he visto obligado a prometer,
por vergüenza íntima, no buscar más posibilidad autográfica alguna en lo pu-
blicable, no tengo más remedio, para no dejar escapar la oportunidad, que con-
cluir esta nota introductoria haciendo dos cosas. La primera es reconocer,
como ya he hecho con mis amigos chilenos, a José Luis Villacañas y a su grupo,
primero de la Universidad de Murcia, y en los últimos años de la de Madrid,
y agradecerles su amistad y apoyo –a él y a Antonio Rivera, que además, junto
con Rodrigo Castro, organizaron la entrevista que sigue en este libro. Igual
que mi vida en los noventa hubiera sido mucho más aburrida sin los chilenos,
a partir del año 2000 más o menos la amistad de José Luis resultó literalmente
salvadora, y a él le debo no solo muchos de los momentos más intensos y gra-
tificantes de mi vida profesional en los últimos años sino también algo que es
mucho más difícil de expresar: haber mantenido en mí, con su ejemplo y pre-
sencia, el horizonte vivo de la fe, no hay otra palabra, en el trabajo intelectual,
en la tarea del pensamiento.
Creo que será obvio para cualquier lector solo medianamente distraído
que este libro marca, inevitablemente, la transición entre dos épocas de mi
vida profesional –la que separa lo que en la entrevista que sigue llamo los
«años de desierto» del periodo que empieza en 2012, cuando consigo li-
brarme de un episodio agotador e improductivo de mi trabajo en Texas y em-
piezo a vislumbrar una nueva posibilidad vital. Quiero en consecuencia notar
la gran importancia que para mí han tenido en estos años recientes las conver-
saciones del Infrapolitical Deconstruction Collective.
Algunos capítulos que siguen a la primera entrevista han sido publicados
en castellano o inglés en versiones solo ligeramente modificadas aquí en di-
versas revistas, a saber: FronteraD, Centennial Review, Cuadernos de literatura
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Capítulo 1
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José Luis Villacañas: El motivo de esta entrevista en video tiene que ver con
la iniciativa de nuestro programa de enseñanza y difusión mediante cursos en
línea (formato MOOC). Para nosotros es importante porque despliega tres
iniciativas. La primera tiene que ver con el Máster de Pensamiento Iberoame-
ricano, del que tú eres profesor y has formado parte. También despliega el pro-
yecto de investigación, Ideas que Cruzan el Atlántico, del que participas con la
autorización de tu institución. Y en tercer lugar el grupo de investigación que
desde hace más o menos veinte años venimos configurando con tu presencia
muy central. Y por lo tanto esta iniciativa estará auspiciada por la Universidad
Complutense, pero también tendrá el reconocimiento de la Universidad de
Texas A&M y de tu programa, el Departamento de Estudios Hispánicos. Por
nuestra parte creemos que mantener esta larga conversación contigo es una
oportunidad para todo el grupo de investigación y para todos los estudiantes
del Máster. Aparecerá de modo central como conversación completa, pero
también intercalaremos fragmentos en los diversos cursos de MOOC en cali-
dad de breves intervenciones tuyas sobre asuntos concretos. Quisiera comen-
zar haciéndote una pregunta que aspira a identificar tu mirada sobre la
evolución del latinoamericanismo en los últimos treinta años. Comienzas tus
estudios de doctorado en América a principios de los años ochenta, justo
cuando el latinoamericanismo empieza a desprenderse de los grandes ensa-
yistas, empieza a desprenderse ya del Boom, y comienza, a partir de La ciudad
letrada, de Angel Rama, y de los ensayos de Bolívar Echevarría sobre el barroco,
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Se nos pedía, se nos empezó a pedir (no sabemos, claro, quién lo pedía, el
agente de esa demanda era un agente anónimo), yo mismo empecé a pedir a
mis estudiantes, que se multiplicase y se abriese el rango de la lectura y del es-
tudio para atender e incluir saberes y disciplinas como la lingüística teórica, la
antropología, la sociología, la historia, y naturalmente la filosofía, que a mí me
interesaba desde el principio y sin la cual yo no me hubiera metido en ningún
jardín académico. Pero esto no se hacía ya, como quizá lo había hecho la vieja
filología decimonónica, en nombre de un mejor conocimiento del texto sa-
grado, del texto nacional, de la literatura como reina de la cultura, sino que se
hacía en nombre de una pulsión de conocimiento o de una forma de deseo
que no alcanzábamos a identificar y que quizá hoy todavía permanezca iniden-
tificada. Taquigráficamente le dimos a todo ello el nombre de «teoría» y esos
fueron los años de su expansión fuerte, podríamos llamarla hegemónica, en la
universidad norteamericana. La «teoría» empezó siendo teoría literaria y du-
rante unos años fue efectivamente teoría literaria y fue evolucionando después
hacia lo que empezamos a llamar «teoría crítica», no por referencia a la Es-
cuela de Frankfurt, sino para distinguirla de la teoría literaria propiamente
dicha, que inevitablemente fue recediendo y perdiendo su lugar de centro,
como era lógico dada la pérdida de peso específico de la literatura misma, no
en cuanto literatura, sino en cuanto a su avatar académico de estudios literarios.
Empezaron –estamos hablando de los primeros años noventa– a sucederse
muy rápidamente paradigmas transdisciplinarios o postdisciplinarios, teóricos,
y fueron estos los que fueron marcando la evolución del latinoamericanismo,
o en general del hispanismo, de forma central. Hablo del latinoamericanismo
o del hispanismo norteamericano, pues es el que conozco, y además mi im-
presión es que en otros lugares no se siguió, por lo menos no sincrónicamente,
la misma evolución.
Por ejemplo, la irrupción de estudios culturales, en cuya configuración ju-
garon un papel central los feminismos, las diversas clases de feminismo, y otras
formas de pensamiento y de práctica teórica a las que podríamos llamar identi-
tarias: los queer studies, los estudios étnicos, se empezó a hablar del mundo la-
tino en Estados Unidos como algo a lo que había que prestar particular atención.
Había por supuesto apertura y contagio tanto a movimientos derivados de Amé-
rica Latina o España como a tendencias en otros campos relacionados en la uni-
versidad norteamericana. La postdictadura en España y en el Cono Sur, y el
pensamiento relacionado con cuestiones derivadas de las diversas transiciones
políticas, empezó a ser una preocupación epocal bastante abrumadora, y era
obvio que su referente último no podía conceptualizarse en manera alguna como
exclusivamente literario. También la situación derivada de las guerras civiles cen-
troamericanas. En fin, postdictadura y guerra civil estuvieron en el centro mismo
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rizaron, y nos hicieron entrar a todos en unos años de desierto en los que no
se pudo ya hacer mucho.
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José Luis Villacañas: En este tiempo nos gustaría saber, tenemos mucho in-
terés en saber, cómo posicionas tu propia obra en relación con esta evolución
del latinoamericanismo, cómo posicionas tu libro, que es muy conocido en
Latinoamérica, Línea de sombra, cómo posicionas el proyecto «Piel de lobo»
que has mantenido emergiendo y recogiendo cosas dispares, y qué quisiste
hacer con The Exhaustion of Difference.
Respuesta: Yo no pienso en mi propio trabajo en términos de «obra», en
realidad yo lo que he tratado ha sido de mantenerme en pie. Mantenerme en
pie, en fin, lamento tener que decir que no ha sido fácil. Mi carrera ha estado
siempre surcada por conflictos, por confrontaciones, por historias que creo
que yo no he buscado, me han sido impuestas, y eso obviamente ha tenido un
impacto en mi propia producción. En ese sentido sí podría decirse que mis li-
bros son militantes, o pueden conceptualizarse desde cierta noción de mili-
tancia, pero esa militancia ha sido simplemente la militancia de tratar de
mantener viva una vocación intelectual con voluntad teórica. Contra viento y
marea, digamos, porque la voluntad teórica ha sido un problema para mucha
gente. El hispanismo-latinoamericanismo es fieramente resistente a la teoría,
y finalmente hostil a la teoría, y yo quería y quiero tirar adelante buscando no
dejarme destruir sin más. No es algo de lo que esté orgulloso, hubiera preferido
mil veces no estar en tal campo (de víboras, en realidad, cuando se habla de
teoría), pero así son las cosas, y cuando oyen la palabra «teoría» se les excita
imparablemente un deseo de sangre y veneno, esa es mi experiencia ni más ni
menos. Todavía hoy.
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José Luis Villacañas: Pero tu libro fundó toda una tradición crítica respecto
del paradigma culturalista, y en ese sentido el libro fue muy bien recibido tam-
bién. Tus mismos estudiantes han seguido esa línea.
Respuesta: He tenido siempre la fortuna de tener muy buenos estudiantes,
de formar o ayudar a formar a muy buena gente, y esa gente ha estado produ-
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ciendo, yo pienso, obras que están entre lo mejor que ha producido el campo
en los últimos treinta años, sin duda. Y ya van siendo bastantes, claro, efecti-
vamente. Pero yo pienso que mis amigos y mis estudiantes están de mi lado, y
noto que tanto ellos como yo nos enfrentamos a un mundo profesional que
es en general antagonista. No quiero exagerar tampoco esta línea. A lo mejor
esto le pasa a todo el mundo, y no solo a los académicos, y nadie se siente su-
ficientemente cómodo y seguro, y hay una situación de conflicto endémico en
el campo intelectual, no podría ser de otra manera, de la que nosotros hemos
sido y continuamos siendo partícipes por mucho que nos aburran sus térmi-
nos, o muy precisamente porque nos aburren sus términos. Ese conflicto es
por lo general larvado o tenue, pero a veces se abre y se acentúa, en determi-
nados momentos que tienden a coincidir con momentos de crisis y de cambios
paradigmáticos generales.
Entonces, para seguir con tu pregunta, Línea de sombra es un libro que
parte ya del reconocimiento de que se había dado un giro político, y que había
que hacerse cargo de él de forma explícita. Y todavía estamos ahí, pero con
una reserva. Ese libro se publica en 2007, yo en ese momento estoy instalán-
dome en Escocia, había decidido cruzar el Atlántico otra vez, volver a Europa,
lo cual significaba para mí en cierto sentido fuerte y no trivial sacudirme el
polvo del latinoamericanismo. Para mí, por razones complejas y supongo que
al fin y al cabo eminentemente privadas, el latinoamericanismo se había ter-
minado no solo conceptual o geopolíticamente sino también como opción
de trabajo personal. En ese momento yo ya no quiero ser latinoamericanista,
quiero desprenderme de ese mundo (al fin y al cabo la mayor parte de mis
amigos latinoamericanos no eran latinoamericanistas ni quisieron nunca
serlo), pero fracaso en ello, porque mi historia me persigue, como siempre
pasa, no me doy cuenta cuando tomo la decisión de irme a Escocia de que
no es tan fácil huir, de que mi historia no solo me va a seguir, sino que me va
a perseguir, y acabé teniendo que volver a Estados Unidos (de lo que estoy
muy agradecido, por supuesto) para tratar de retomar las ruinas de mi propio
trabajo anterior y relanzar por lo tanto un proyecto intelectual capaz de for-
mar a estudiantes. Para mí siempre ha sido fundamental la tarea de crear es-
pacio, abrir y proteger un espacio de formación para los más jóvenes, donde
ellos pudieran desplegar libremente su propia inteligencia. Y yo creo que es-
tamos ahí, en este momento, con una salvedad: ahora hablamos de infrapo-
lítica, entendida como una crítica general del giro político. Quizá cerremos
un círculo, y este nuevo avatar crítico sea un retorno a lo que se había dado
antes del giro lingüístico y fue interrumpido por él, y que la historia intelectual
conoce bajo el nombre caído de existencialismo.
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Rodrigo Castro: Yo quería, Alberto, hacerte una consulta, una pregunta, sobre
un aspecto que ya has mencionado en tu recorrido por el latinoamericanismo
del siglo XX , que es el episodio del proyecto de estudios subalternos latinoa-
mericanos, del cual tú estuviste muy próximo, muy cercano. A mí me parece
que ese es un momento muy significativo, tal vez un punto de inflexión en esa
historia reciente, en el cual, claro, se produce una recepción de alguna manera
del proyecto asiático de estudios subalternos, de los autores poscoloniales asiá-
ticos. Termina ese proyecto, se cierra, abriéndose dos líneas, esa línea que va
a continuar Walter Mignolo de la posibilidad de un subalternismo de la iden-
tidad, que pasa por un cierto rechazo a la recepción del subalternismo asiático,
porque estaría contaminado por el pensamiento llamado posmoderno, y otra
línea que me parece que se abre allí, que es la posibilidad de un subalternismo
de la diferencia, que es una apertura a las tradiciones del pensamiento postes-
tructuralista, especialmente a Jacques Derrida. Ahí hay dos derivas, me parece
que es un momento muy importante y quería saber si puedes detenerte en pri-
mer lugar en ese momento de la fractura del proyecto de estudios subalternos
latinoamericanos, y luego si es posible que hicieras una evaluación de esa de-
riva, no la que tú has seguido, sino la deriva que yo he llamado del subalter-
nismo de la identidad, que figura como el Grupo Modernidad y Colonialidad,
o proyecto decolonial. Me parece que desde la perspectiva de ese grupo, que
todavía tiene una importante presencia, eso es indiscutible, en distintos lugares
de la academia norteamericana y en América del Sur, probablemente no esta-
rían de acuerdo con el diagnóstico que has hecho de un latinoamericanismo
que se ha cerrado, más bien reivindicarían la posibilidad de un pensamiento
auténticamente latinoamericano que remita a una suerte de historia que sub-
yace en las tradiciones culturales latinoamericanas y que permita un pensa-
miento alternativo al europeo u occidental. Entonces, dos cosas: si puedes
detenerte en ese episodio, ese momento, porque ha adquirido una cierta cele-
bridad con el paso del tiempo, la ruptura del grupo de estudios subalternos la-
tinoamericanos, y también en esa otra deriva del proyecto decolonial.
Respuesta: Tu pregunta incluye muchas cosas, y debo tener cuidado de no
decir demasiado ni demasiado poco. El latinoamericanismo siempre fue un
proyecto intelectual-académico de izquierdas, por lo menos siempre se auto-
conceptualizó dominantemente como tal, en parte como reacción al imperia-
lismo norteamericano posterior a la Segunda Guerra Mundial en la región. En
la universidad el latinoamericanismo es siempre una máquina de resistencia,
resistencia simbólica, no más, a ese imperialismo yanqui. Entonces está por
lo tanto muy influido por el marxismo, si bien en su mayor parte un marxismo
más bien genérico, aires de marxismo en general, sin demasiada especificidad.
Cuando yo empiezo mi actividad profesional, sin embargo, el marxismo está
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abiertamente en crisis, y esa crisis solo se acentúa a lo largo de los años no-
venta. El subalternismo comienza en los ochenta entre la India y el Reino
Unido ya como reacción a esa crisis del marxismo antes que como ninguna
otra cosa: es, desde el principio, una reacción marxista, filomarxista, a la crisis
del marxismo, y específicamente del marxismo mundial (es decir, no solo del
soviético o el chino, tampoco solo del marxismo occidental). Ahorro detalles
sobre cómo se formó el grupo latinoamericanista y cómo fue creciendo algo,
no mucho, el número de miembros (yo y varios amigos míos, Gareth Williams,
John Kraniauskas, por ejemplo, pertenecemos a una segunda tanda, y no hubo
ya tercera tanda porque el grupo se murió). En esos momentos el grupo en
general entra en relación con los hindúes, tenemos varias conversaciones im-
portantes con Ranajit Guha, por ejemplo, y con su grupo, y luego con Gayatri
Spivak y Partha Chatterjee, con Gyan Prakash y Dipesh Chakrabarty, en fin,
hay relación o un comienzo de relación, estamos en contacto más o menos
precario, incipiente, y es ese contacto el que constituye paradójicamente el
momento de legitimación internacional del subalternismo latinoamericanista,
la salida del ghetto institucional, pero también el desastre, el colapso, la catás-
trofe. Porque ahí empiezan a aparecer disputas territoriales internas, ganas de
quedarse con la legitimación, apropiársela, quitándosela, naturalmente, a otros,
y ese tipo de pulsiones destructivas que son tan típicas del mundo académico.
¿Qué es lo que ocurre?
Me perdonarás que no entre en demasiados detalles, no soy yo en todo
caso el que debe hacerlo, alguien más joven y no vinculado al grupo podría
y debería hacerlo, debería reconstruir la historia de esos años, que no pasa
solo por las reuniones del grupo o las comunicaciones internas, sino también
por publicaciones, entrevistas, follones semisecretos o semipúblicos, celos
institucionales y reproches insólitos que fueron envenenando el ambiente,
deshaciendo la promesa intelectual misma, y hundiendo en la desmoraliza-
ción a los que, en el grupo o cercanos a él, habían pensado poder dedicarse
al trabajo de pensamiento e investigación sin más. No fue posible. Pero hay
que preguntarle a todo el mundo y saber qué dicen. Mi versión es necesa-
riamente parcial.
Nosotros organizamos algo en Duke. En 1997-98 Walter Mignolo es jefe
del departamento, y me dice: «Quiero que me ayudes a organizar una confe-
rencia importante, yo soy jefe del departamento y estoy muy ocupado, enton-
ces la organizas tú, tú te ocupas, con mi ayuda». Y entonces empezamos a
hacerlo, claro. En ese momento somos amigos, o eso creo yo, somos compa-
ñeros de trabajo, tenemos una relación muy cercana, tenemos una revista
común, cenamos juntos todas las semanas prácticamente. Las diferencias in-
telectuales son obvias, por otro lado, pero a mí no me importan ni me han im-
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portado nunca las diferencias intelectuales siempre que haya amistad y buena
fe y cordialidad de base por el medio. En fin, a esa conferencia invitamos al
grupo entero de subalternistas latinoamericanos, invitamos a gente muy pro-
minente del grupo hindú, invitamos a otra serie de personas como Ernesto
Laclau, Aníbal Quijano, Enrique Dussel, y a otros que son compañeros nues-
tros en Duke y que tienen una relación indirecta con esas temáticas, Fredric
Jameson, en fin, otra gente que prefiero no mencionar en estos momentos,
además de otros de los que me estoy olvidando, y también, por supuesto, a
nuestros amigos y estudiantes más cercanos (algunos de los cuales, Danny
James, Jon Beasley-Murray, Horacio Legrás, tienen y han manifestado interés
por entrar en el grupo subalternista). Por ahí está el programa, se puede mirar
en internet, supongo. Es una gran conferencia, pero tan grande que ya desde
su apertura empezamos a notar cosas raras –nerviosismos, tics neurasténicos,
sarpullidos sicóticos en clave más o menos política o espiritual (Mignolo, por
ejemplo, me mete una gran bronca porque se me ocurrió decirle a Chakrabarty
por email que se viniera directamente a la conferencia desde el aeropuerto,
para no perder dos paneles, cuando él le había recomendado irse tranquila-
mente al hotel– juzgó mi interferencia intolerable). E inevitablemente, quizá,
aunque ojalá no sea así, ojalá fuera no más que un albur contingente, en la úl-
tima reunión se produce una acusación, previamente preparada, no ingenua,
no espontánea, de que nosotros, los organizadores (no solo Mignolo y yo, sino
todo el grupo de Duke, supuestamente), estamos intentando secuestrar el
grupo, robarlo para satisfacer intereses espurios y oportunistas, glorias acadé-
micas, industrias y negocios de Duke, etc.
Yo, que no tengo nada que ver con nada de eso, me quedo doblemente es-
tupefacto, y veo que no será posible en realidad salvar ya nada. Porque, mien-
tras tanto, han pasado otras cosas, y fundamentalmente una intervención de
Mignolo que está por otra parte publicada por ahí, así que no revelo nada
nuevo contándola. Ahora hablo de ella. Por lo pronto el subalternismo latino-
americanista muere o es asesinado el último día de la conferencia de Duke, en
otoño de 1998, en un mar de acusaciones y sospechas infundadas –o quizá en
parte fundadas, no lo sé, yo prefiero hablar por mí mismo y no quiero juzgar
intenciones de otros. El grupo muere en el momento de su mayor gloria,
cuando se estaba pudiendo empezar a hacer algo serio, influyente, quizás de-
cisivo en nuestro mundo, y eso es muy lamentable por más que sea consistente
con lo que yo he vivido y experimentado como estructura fundamental del
mundo académico. Se perdió una oportunidad que quizá no nos mereciése-
mos, no sé. Se perdió la oportunidad de trabajo colectivo con fuerte apoyo
institucional, desde una perspectiva plural, abierta, flexible y no dogmática,
discusión, conversación, acuerdo y desacuerdo genuinos, en un momento en
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esas son ideas que tardan mucho en ser reconocidas como tales, y de alguna
forma mi idea, si es que la tengo, está ahí, en esa relación con la historia del
pensamiento que, yo pienso, no es una relación eurocéntrica, no particular-
mente, porque no admite el eurocentrismo como horizonte. A partir de esa
vinculación crítica con el hegelianismo ya el eurocentrismo explota y nos lleva
a una configuración cosmopolita del trabajo intelectual, podemos usar el tér-
mino de Gilles Deleuze y Felix Guattari y hablar de geofilosofía o geopensa-
miento1. Para mí las obras de Heidegger y Derrida son una llave hacia ese
geopensamiento o filosofía del futuro que estamos tratando de explicitar, de
darle curso, de iniciar de alguna forma, desde nuestros presupuestos y nuestra
compleja posición como intelectuales latinoamericanistas o hispanistas, y con-
tra resistencias que son internas en primer lugar, y luego también externas. La
dificultad de comprensión puede resultar insólita pero es real y efectiva, y no
es cómodo enfrentarse a ella todos los días, todos los meses y todos los años.
La gente no entiende ni quiere entender por qué insistimos en hablar de la es-
quemática histórica heideggeriana en relación con América Latina, como si
fuese un pecado hacerlo: un pecado o una arrogancia o un capricho insopor-
table. Pero creo que no es así.
Hay un estado de cosas, un estado de la situación que desborda por su-
puesto los parámetros culturales de autocomprensión latinoamericanista, muy
parroquianos de entrada, y esa es la situación que tratamos de entender y en
la que tratamos de intervenir, a partir por supuesto de cierto archivo, como
todo el mundo hace. Nuestro archivo no es el archivo identitario tan querido
por nuestros auténticos. No es el archivo de la tradición castiza y carpetove-
tónica y menos el archivo telúrico fundamentalista. Pienso que el decolonia-
lismo, para volver a la pregunta anterior, en realidad es una continuación sin
ruptura de los viejos parámetros identitarios de la tradición criollo-liberal, e
igual que un Roberto González Echevarría puede permitirse decir que no hace
falta leer a Borges con Benjamin teniendo a Ortega pues Mignolo puede per-
mitirse decir que no hace falta leer a Gramsci sino a Mariátegui. Es lo mismo.
La identidad es el único pensamiento dominante producido por la tradición
intelectual latinoamericana e incluso la tradición hispánica en general. Hay
por supuesto otra posibilidad, siempre humillada, siempre reprimida, siempre
relegada, que no sigue el identitarismo. Heidegger y Derrida, en cuanto críticos
de la historia, en cuanto críticos de la temporalidad metafísica, revitalizan esa
otra posibilidad, ofreciendo puntos de entrada y salida alternativos, a partir
de esa relación crítica que permite el planteamiento de una epocalidad futura.
Y creo que eso es lo que está sobre todo en juego. Podemos hablar de todo
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Me refiero al capítulo 4 de Deleuze y Guattari, What is Philosophy?
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esto con mucho más detalle, pero en la medida en que estamos hablando más
bien del campo intelectual y no de mi propia trayectoria privada quizá poda-
mos dejarlo ahí si te parece, aunque aun me atrevo a ofrecer un par de refle-
xiones adicionales.
La primera es que la relación que nuestro sector del latinoamericanismo
pueda tener con la esquemática heideggeriano-derrideana no es derivable ni
en términos específicos ni en términos generales de ningún estado de cosas
en la universidad norteamericana. Nos hemos mantenido lejos tanto del hei-
deggerianismo como del deconstruccionismo norteamericano. No se trata ne-
cesariamente de criticar estos últimos ni de afirmar distancia precisa alguna
–es simplemente un hecho. Ninguno de nosotros, bueno, excepto uno o dos,
nos formamos en los ambientes o escuelas que han mantenido más o menos
vivas ambas opciones para el mundo angloparlante, no vamos a sus reuniones,
no participamos en sus discusiones, no publicamos en sus revistas, y en general
no nos conocemos, con pocas excepciones. Por lo tanto, la pretensión tan te-
diosa de que nuestro grupo de alguna forma «aplica» esquemas dominantes
en la universidad norteamericana a una materia histórica ajena a ella está equi-
vocada desde abajito mismo, como dice un amigo. Por supuesto no nos inte-
resan tan burdas alegaciones pseudogenealógicas. Tampoco es cuestión
necesariamente de insistir en que el heideggeriano-derrideanismo, que ya he
dicho no es común al grupo, aunque sea influyente en él, sea la más alta verdad
teórica de nuestro tiempo ni nada por el estilo. Cada uno tiene su historia, sus
intereses, sus lecturas, y su formación, y solo se puede trabajar desde ello.
Nosotros siempre daremos la bienvenida a cualquier formación discursiva que
resulte interesante, sin descalificarla de antemano por ser extranjera, y estamos
más que abiertos a cualquier influencia venga de donde venga –aunque sea
una bienvenida, faltaba más, crítica y no ilusa. La libertad intelectual y las ganas
de prescindir de todas las anteojeras auto-impuestas, además de las impuestas
por otros, son punto de partida.
La otra precisión que me gustaría hacer en relación con esta pregunta, Juan
Manuel, es que la temática de la diferencia, en cuanto diferencia óntico-onto-
lógica, es ya la central en mi primer libro, Interpretación y diferencia, y se con-
tinua en otros ya desde el título, como en The Exhaustion of Difference, además
de tener un lugar bastante central en Tercer espacio. Y sin embargo no me gus-
taría reificar ese concepto de diferencia, sustanciarlo de alguna manera, y no
creo haberlo hecho nunca. Por eso, cuando Rodrigo habla, en la pregunta an-
terior, de la que se sigue la tuya, de un «subalternismo de la diferencia», en-
tiendo la utilidad de la expresión, para oponerla a ese otro «subalternismo de
la identidad», pero también me gustaría expresar mi distancia respecto a esa
designación que puede resultar tan equívoca. Yo diría que a estas alturas ya no
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Esos conflictos internos, sin duda los exagero ahora para tratar de hacerlos
nítidos, han marcado mis decisiones, y quizá para eludir determinaciones te-
diosas o imposibles he tendido a concentrarme en el presente, mi relación
con la historia es de profundo interés justo en la medida en que se opone a la
ideología o a la historiografía convencional o dominante, yo nunca he traba-
jado en el archivo tal vez porque para llegar al archivo había que cruzar por
demasiado papel aburrido. Trato de hacerme cargo de la historia en cada caso,
pero no concibo la reflexión historiográfica como mi campo de trabajo. Y su-
pongo que todo eso, que para mí antes que nada es autocrítica y a la vez iti-
nerario personal, conflicto privado, fractura deseante, sin duda tiene una
proyección de campo. Todos viven, en el fondo o no tan en el fondo, sus va-
riaciones personales sobre esos conflictos, de entrada porque, aunque mu-
chos sientan vocación literaria real, pocos van a sentir una intensa llamada a
hacer perífrasis y exégesis de la literatura de otros, que es lo que el campo
profesional hace en su inmensa mayoría después de todo, secreto a voces y
secreto poco venturoso.
Muchos resuelven ese problema a la brava, decidiendo que lo que les gusta
es el brillo de la literatura de otros, que quieren pulir eternamente, y así deciden
«no, literatura y nada más para mí», y le llaman estética a eso. Convierten la
literatura en un fetiche personal, lo cual está bien, claro, pero no deja de ser
problemático al mismo tiempo en tiempos en los que ese fetiche personal no
encuentra una clara contrapartida social. Hasta el final de la Guerra fría nuestro
mundo occidental era un mundo literario. Hasta ese momento nuestras lenguas
se entendían y autoentendían literariamente, desde su capacidad, sobredeter-
minada por el contexto geopolítico, de expresar diferencia político-literaria. Las
universidades occidentales buscaban proteger y fomentar la producción literaria
como forma de hacer política de estado, era su función, su contribución al dis-
curso estatal. La crítica literaria era todavía un poderoso instrumento de nor-
malización ideológica nacional. Por supuesto la literatura hoy no ha perdido
ninguna de sus capacidades expresivas –es más bien el discurso sobre lo lite-
rario el que las ha perdido, porque hoy no responde ya, en términos generales,
a ninguna necesidad social real. Cuando eso pasa aparece la noción de cultura
como sustituto, pero es claro que la cultura no se entroniza como nueva reina
de las humanidades. La cultura es una entelequia que solo puede entenderse
como producto reactivo de la crisis de los estudios literarios, que es funcional
a la crisis del estado en tiempos de globalización.
Desde el amor mismo por la literatura uno busca sin embargo no fetichizar
la literatura, porque la literatura se da rara vez, y no todo lo que pasa por lite-
ratura es efectivamente literatura. Hoy se habla de lo estético. A mí es una pa-
labra que me resulta muy antipática sin entender muy bien por qué. O sí. Le
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Pedro Lomba: Quería insistir un poco en el uso que haces tú del archivo y
quería preguntarte por una cuestión que nosotros en nuestro grupo aquí en
Madrid tenemos muy presente y trabajamos mucho, y sé que vosotros en Texas
también, y es la recuperación, frente al casticismo, frente al pensamiento cas-
tizo, frente al pensamiento de la identidad, dentro del archivo, la recuperación
que haces tú en tus trabajos últimamente y que subrayas con mucha fuerza y
mucha intensidad de la noción, del concepto de pensamiento marrano. Quería
preguntarte por este concepto, cómo modificas, cómo utilizas el archivo para
tu elaboración de ese concepto, qué significa realmente y cuál es el uso sobre
todo político frente a este subalternismo de la identidad, qué extraes tú de esta
elaboración tuya personal, propia.
Respuesta: Efectivamente yo pienso que lo que podemos llamar el registro
marrano es el registro de nuestra relación con el archivo, de lo que llamábamos
el archivo total de la lengua en su relación con el archivo total de las lenguas,
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Pedro Lomba: Quisiera quizá insistir un poco en la idea del empleo del con-
cepto de marranismo para escapar a las trampas del pensamiento de la identi-
dad. Quisiera entonces preguntarte si en el fondo el marranismo no supone
una manera de construir una identidad otra, pero, es decir, si en el fondo es
imposible escapar del lazo que nos tiende el pensamiento que construye siem-
pre identidad.
Respuesta: Me acabo de acordar de un barbero de Bryan, Texas. Yo vivía hace
un par de años en una vieja casa del centro de Bryan, y tenía que salir de viaje,
y tenía que cortarme el pelo, entonces salí a buscar la primera barbería que en-
contrase abierta, y me metí en un viejo establecimiento, vacío, en el que había
un señor leyendo un libro. Me preguntó muy cortesmente en qué podía ser-
virme, y al notar mi acento me preguntó si yo era hispánico. «Sí» «¿De
dónde?». «De España». «Ah, yo también». Eso me dejó un poco perplejo,
pues el hombre no me parecía exactamente español de origen, así que le pedí
que me explicara, y me contó que su familia había llegado originalmente al
Valle del Río Grande en el siglo XVIII con una cédula «de Su Majestad Carlos
IV», me dijo, para hacerse cargo de veinte leguas de tierra. Y que a su familia
le fue muy bien hasta que los Rangers les robaron la tierra, los condenaron a
la miseria, y la familia tuvo que juntarse, para sobrevivir, con una tribu, me
dijo, de «apaches mescaleros». «Odio a los Rangers», me dijo, «escupo
cuando los veo». Y me dijo, «Así que aquí estoy, Don Chus Espinosa Mur-
guía, mezcla de español y apache mescalero, para servirle». Es claro que su
identificación española era una forma de hablar de su desidentificación con
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Antonio Rivera: Alberto, voy a preguntarte sobre una cuestión que ya has co-
mentado en varias ocasiones a lo largo de esta conversación, pero quizá quisiera
que hicieras alguna reflexión también genealógica sobre cómo has llegado a
esto de la posthegemonía. Sabemos que dirigiste la tesis de Jon Beasley-Murray
sobre posthegemonía, y unos años después, al poco tiempo de la publicación
de su libro, aquí en El Escorial hicimos un curso sobre posthegemonía en el
que el grupo de Madrid también colaboró y eso dio lugar a un libro editado por
nuestro compañero Rodrigo Castro, titulado Poshegemonía y publicado recien-
temente en Biblioteca Nueva. Has comentado, y es obvio por otro lado, que el
latinoamericanismo, el pensamiento poscolonial o decolonial, el subalternismo
de la identidad y el de la diferencia, todo eso es pensamiento de izquierdas que
por lo tanto se tiene que hacer cargo del marxismo del siglo XX , de Gramsci,
del concepto de hegemonía, y así llegamos a Ernesto Laclau, que ha estado ex-
plícita o implícitamente muy presente, porque hemos hablado ya bastante de
populismo. Me gustaría que me hablaras de tu relación con Laclau, porque, des-
pués de tanta conversación sobre posthegemonía y de estos libros que han sa-
lido y van saliendo, no solo tú sino todo el grupo, y tus discípulos, son
identificados como un sector de la academia, si se puede decir así, contrario o
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lo irritante que puede haber sido personalmente tener que ocuparse de eso
(para mí, infernalmente irritante eso de no tener apenas maestros presentes o
visibles de los que aprender, de ser casi siempre literalmente el más viejo o de
los más viejos en cualquier reunión intelectual universitaria en castellano de la
que fuera yo a aprender algo útil, de tener que romperme yo cuernos que nadie
se había partido por mí, lamento esta arrogancia que no siento como arrogancia,
ha sido más bien una maldición, algo que yo no quería ni quise nunca), abrimos
o tratamos de abrir un camino desde nuestras mismas limitaciones, o desde las
mías, para que otros lo caminen con más facilidad, puesto que efectivamente
se van dejando trazas y restos y apoyos y piedras en las que uno se puede sentar,
pero esa tarea no está ni mucho menos terminada. Yo, durante años, pensé que
esa tarea había fracasado. En esos años que he mencionado como los años del
desierto yo di por fracasada la tarea, esa misión, y ya te digo, solo recientemente
he vuelto a pensar que efectivamente se está produciendo, con dificultades y
con angustia, esa normalización real. Hay mucha gente, muchos significa cin-
cuenta o sesenta, quizás unos pocos más, intelectuales hispánicos o que deci-
dieron por sus pecados dedicarse a lo hispánico, jóvenes ahora, cuya formación
no es que no deje nada que desear, sino que es por fin perfectamente conmen-
surable con la formación de las élites intelectuales alemanas o británicas o nor-
teamericanas. Y eso tenemos que reconocerlo como un logro, aunque a mí aún
me cuesta. No ha sido fácil, el ghetto es de carácter geopolítico, con todo lo que
eso implica, y para salir de él no basta la voluntad, y está construido en primer
lugar por la historia misma del casticismo hispánico, no tenemos que echarle
la culpa solo a los demás. Pero ¿cómo es posible que haya solo dos o tres nom-
bres de pensadores hispánicos conocidos internacionalmente en el siglo XX y
en cambio haya cuarenta y ocho italianos, por ejemplo? ¿Por qué se da eso, ese
enigma? Bueno, nuestra misión es corregirlo, ese es el futuro, lo habremos em-
pezado a lograr o no, solo el futuro lo podrá determinar, pero mientras tanto
hemos colaborado modestamente, como tú dices, tratando de normalizar el
pensamiento en castellano sin complejos, sin inferioridades, sin absurdos iden-
titarios ni reivindicaciones excepcionalistas, y esa es la tarea, yo pienso, que se
ha desplegado en la conferencia de los últimos días y que se seguirá desplegando
de forma, ojalá, cada vez más intensa y más suelta y más libre.
José Luis Villacañas: Pues esperemos que esta entrevista pueda ayudar a es-
tablecer cuál es la voluntad de esa tarea y de esa forma podamos mejorar las
prestaciones y conseguir lo más difícil. Muchas gracias.
Respuesta: Muchas gracias a vosotros por el honor que representa esta en-
trevista, que os agradezco de corazón. Y ojalá sirva para algo.
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Capítulo 2
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Ficción teórica
Rendir cuentas y pasar cuentas no desde la derrota ni desde la victoria sino desde
un pasaje, a partir del pasaje, en un momento dado del pasaje, o cuando la salida
del pasaje no puede ya pensarse sino en términos de muerte propia. Despreciar tanto
la noción de derrota como la de victoria. El fondo es el nihilismo activo, la confron-
tación con valores personales que mueren y se desvanecen. Mi intento no es excul-
parme, ni criticar ni celebrar, pero sin contar, por más que elípticamente, lo que casi
me destruye, no podría volver a escribir. Y es tiempo de escribir. Uno puede siempre
sobrevivirse como fantasma de sí mismo, tantos lo hacen y a tan pocos les preocupa,
pero evitarlo es condición de escritura.
Así que le escribí una carta al rector de mi vieja universidad hace apenas
unas semanas, una noche de insomnio, cuando estaba en un hotel en Moncloa,
en Madrid, esperando la mañana para regresar a Texas, viniendo de Vigo,
adonde había ido a visitar a mi hermana Elena, en su lecho de muerte, a decirle
adiós, y ella me lo dijo a mí, y su valentía y su entereza fueron ejemplares y de-
vastadoras. Me desperté, por algún sueño, a eso de las dos, y ya no podía dor-
mir y supe que tenía que escribir esa carta, porque la situación era demasiado
siniestramente parecida a lo que había ocurrido en el mismo mes de 2006,
cuando yo volvía a Carolina del Norte de visitar a mi padre en la Unidad de
Vigilancia Intensiva del Hospital del Meixoeiro. Nos fuimos para Escocia en
el verano de 2006, todavía con un año de permiso de la universidad que dejá-
bamos después de quince años. Y no tan voluntariamente. Nuestra decisión
fue forzada por la hostilidad abierta de cierto número de nuestros colegas, y
por la cobardía de nuestros supuestos amigos, y porque el decano de entonces
prefirió favorecer el cuento que esos mismos colegas estaban contando sin
darnos a nosotros ninguna oportunidad real de explicar lo que estaba pasando
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ciendo sin que sea necesario decir nada poco amable sobre instituciones que
nos han acogido con benevolencia. Echamos de menos Z como institución,
echamos de menos la ciudad y nuestra vida en la ciudad, y seremos tan efi-
cientes como cualquier otro si se nos da la oportunidad de volver a la univer-
sidad que definió nuestras vidas profesionales. Y abrazos, le dije, y me
respondió que sí, que lo haría, que había estado pensando en nosotros, que
era un buen momento para ello, pero que solo podía intentarlo, me advirtió,
que la decisión no era suya, que él solo podía iniciar un proceso. Buen tipo,
el rector, sabe qué pasó, intentará algo, pero no es rector, precisamente, por
aceptar demasiados riesgos, no va a ocurrir nada, todo va a ser agua de bo-
rrajas, verás.
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Corría por el bosque frente a casa como había hecho cientos de veces en catorce
años, pero solo esa vez me encontré de súbito con un zorro rojo que se había colocado
encima de un tronco muerto y caído. Miraba hacia el sendero, y me miraba a mí.
Me vio pasar mientras yo, sobrecogido, lo miraba a él. Ahora entiendo que me avi-
saba, y me decía que no me fuera o fue a despedirme o las dos cosas. Pero no lo en-
tendí entonces.
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humana pueda entenderse por libertad. Pero ese es mal modo de vivir profe-
sionalmente en los lugares en que me ha tocado vivir.
No sé si la escritura me va a servir, pero en todo caso no tengo otro recurso
de acción, o de reacción. Si se hace ahora posible, por primera vez en ocho
años, o en diez o doce años si atiendo no a la consumación de los aconteci-
mientos sino a su génesis directa, a pesar de otros intentos frustrantes, dolo-
rosos, que nunca llegaron a puerto alguno, es todavía escritura en destitución
subjetiva. Quiero salvar la traza de lo que los acontecimientos reventaron, y
así quizá librarme de ellos ya para siempre. Eso le debo a mi hermana. Cuando
buscan matar un estilo, romper una orientación, el daño es trivial a los ojos de
muchos, los que se enteran de algo, los que algo han visto, pero es terrible para
el que lo pasa: la pérdida –una pérdida que, además, nunca hubiera podido
conceptualizarse de antemano– se hace condición de vida, y de muerte. Y lo
que se pierde no puede nombrarse. Y le habrá pasado a tantos, y es necesario
contarlo, para que otros sepan, aunque uno no quiera que sepan que le pasó a
uno, mejor que le pase a otro, al prójimo, pero no.
Esa desorientación equivale a haber perdido lo que uno salió a buscar, a
saber que ya no es accesible. Hay muchas formas de expatriación (hablo, claro,
de dejar el propio país de uno y largarse por ahí a buscar la vida), y una de ellas,
la más libre quizás, es expatriarse en busca de otra patria, una patria quizás
solo simbólica.
Pero la expatriación sin retorno es la expatriación de segundo grado,
cuando uno se encuentra en el camino a ninguna parte, o a cualquier parte,
que implica haber renunciado también, o sin más verse privado de esa patria
otra. Ahí, cuando uno no puede ya amar su propio destino, cuando ya no se
puede del todo amar la vida tal como es, comienza la muerte. Morir es renun-
ciar al amor fati, quizás no sea otra cosa que eso. Otra forma de decirlo es su-
poner que uno trató de vivir su vida con cierta pasión y con una única
intención: la de eludir el aburrimiento. Y se encuentra en el momento de má-
xima desorientación con que el intento de éxodo con respecto al aburrimiento
ha acabado precipitando el aburrimiento más extremo.
No es verdad que cualquier tiempo pasado fue mejor, en la medida en que
la maldad del tiempo pasado es la que lleva a la maldad del presente. Marzo
de 2004, por ejemplo, es una fecha tan arbitraria como cualquier otra excepto
que en ella la salud de mi padre había ya empezado un proceso de deterioro
que terminaría con su muerte dos años más tarde. Teresa y yo llegamos a Ga-
licia para visitarlo el 10 de marzo. Dormimos esa noche en el hotel Alfonso
XIII, en Vigo, y al levantarnos en la mañana del 11 las noticias del atentado en
la estación de Atocha estaban en la televisión y por la calle. Vi las primeras
imágenes en el café al lado del hotel al que salí a desayunar algo mientras Teresa
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vida. Yo había llegado contra todo ello adonde quería, ciertamente, sin hacer
concesiones excesivas, y de pronto lo encontraba todo falto de consistencia.
Quise algo más, quería algo más, y eso había causado desatención a lo que
había. Esa desatención volvía ahora siniestramente, como un mazazo. Quizá
me di cuenta en Santiago solo porque era ya demasiado tarde. ¿Cómo había
podido ser tan ciego? ¿Tan cándido?
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Nunca fui cobarde, aunque eso no signifique del todo que nunca haya actuado
con miedo o bajo el miedo. En cualquier caso, el miedo no fue pasión domi-
nante en ninguno de los momentos que siguieron. Lo es ahora, años después,
y me sorprendo pensándolo con cierto temblor momentáneo. O estoy equi-
vocado. Temo, a pesar de todo, aunque también me trae sin cuidado, lo que
pueda pasar después de que estas páginas sean publicadas. Fueron para mí
tiempos en los que había algo más en juego que defender una posición ya ga-
nada, justo porque llegué a descontar la posición misma, a darla por supuesta,
can grande. Pero tampoco hubo valentía, ni arrogancia, en ello. Era otra cosa:
una mezcla de vergüenza ante mí mismo y de enfado dolorido por la conducta
de otros. Mi vida se había convertido, a pesar de mí mismo, a pesar de mi es-
fuerzo sostenido, en un malentendido: como si tratar de evitarlo hubiera sido
el peor malentendido. Querer no solo disolverlo sino, entonces ya, entender
el malentendido mismo, o su por qué (decía Nietzsche que el pensamiento no
es otra cosa que un malentendimiento del cuerpo, en uno de los prefacios a
La gaya ciencia, y mi cuerpo era entonces un malentendido al cuadrado) vino
a ser el móvil de mis acciones posteriores. O empezó por serlo.
Uno nunca sabe cómo lo ven otros, y es posible que yo me hubiera vuelto
un pelmazo. Quizás mi conducta era odiosa o podía genuinamente ser perci-
bida como tal. No me interesa defenderme. Más allá de cualquier intenciona-
lidad, mi vida es mi vida y no tengo otra. Pero creo que no, que no era odiosa,
fuera de lo que es inevitable como reacción en todo conflicto, cuando la hos-
tilidad de otros se hace patente y uno no está dispuesto sin más a someterse y
sonreír. Si dije algo descortés o inapropiado alguna vez, y habrá habido veces
en la percepción de otros, fue en reacción estricta a lo que ellos hacían. Ellos
hacían contra mí, y yo decía o trataba de decir y buscaba defenderme. Lo lla-
maron arrogancia u orgullo y lo usaron en mi contra. «Eso es muy español»,
decían, en un contexto en el que lo español resulta intolerable cuando se te-
matiza. «Fuiste demasiado orgulloso», profirió alguno de ellos tiempo des-
pués. Mientras, lejos de vivir en el orgullo, yo esperaba alguna palabra de
acuerdo, alguna reacción verdadera –esperaba angustiado, durante días, sema-
nas, meses, oír de cualquiera o por lo menos de aquellos que me debían algo,
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muchos por los que había hecho lo que pude, como siempre, a los que les había
dado mi amistad, que habían estado en mi casa, charlado con mis hijos y salu-
dado a mis perros. Pero el círculo vicioso estaba tramado, y era irrompible, y
su giro era imparable. Yo no les había hecho daño ni se lo estaba haciendo,
pero ellos a mí sí. Esa disimetría, que yo lamento, y que me hace sentirme
como un imbécil cuando la recuerdo, no permite, por ejemplo, no realmente,
que la culpa haya sido mía, ni en todo, ni en parte. Cuántas veces pensé lo tran-
quilizador que podría resultar ser culpable. Alguno comentó algún tiempo des-
pués: «Tienes que examinar tu propia culpa»; «aquí nadie ya te echa de
menos». Todo falso e irrefutable. Fue mortificación intencionada, dar muerte,
consignar a la muerte. ¿Por qué? Es posible que todo sea muy sencillo al fin,
que no haya nada especial que perseguir en todo ello.
Copio aquí fragmentos de una carta al otro decano, al que llegó después,
cuando yo ya no estaba pero en mi cabeza no podía no estar, y así por lo tanto
trastornado, ahora lo veo, pero entonces no lo veía:
Todavía no en el avión, sino en casa, me voy en dos horas. Voy a escribirte una
carta larga, y estas dos horas no me bastan, serán solo un comienzo. Tengo algo
que contarte, pero no creo que sea el relato lo que cuente. No merece la pena
contarlo, o ninguna otra cosa la merece. Yo conozco ese relato posible, casi todo,
pero lo que sé no alcanza sentido. Hay otra cosa, alguna cosa. Llevo tres años
hechizado por ella, tratando de comprender o averiguarla, pero no he podido.
Tengo el relato, o un relato, pero no me sirve para nada. Sería absurdo poner
esperanza en esta carta, en el proceso de escribirla, y más en tu respuesta (eso
ya lo intenté y me dijiste «diferencia cultural», y a mí me sonó a hueco). Ha
habido ya demasiados cuentos y contracuentos, versiones de historias que, al
fin, no llegarán a establecer los hechos, porque lo grave es lo que el relato no
roza. Pasa el tiempo y pasa mi vida y sigo atrapado en sucesos que me rompieron
por dentro, destrozaron mi alma, me quitaron la posibilidad de pensar en mi
pasado con placer, me hicieron otro, un extraño, y no puedo salir de la trampa.
Miro a la gente por la calle, o te miro a ti, y me siento como en una pecera, tras
un escaparate, prisionero de obsesiones que persisten. ¿Llaman trauma a esto?
No murió nadie. Me avergüenza sentirme así y me gustaría dejarlo atrás. Hay
muchos que están peor, tantos otros que tienen desastres reales en sus vidas, cosas
tangibles, irreversibles, determinantes. Para mí solo hay algunas imágenes pun-
zantes y residuos patéticos de sentimiento, disgusto, pena, asco, bochorno ajeno
y todo eso. Lo que escapa es lo que duele. Te pasaste por casa y me dijiste que
vas a sustituir al fulano cuya ineptitud le hizo corresponsable de lo que sucedió.
Y ahora te vas a sentar en su silla y si hubieras estado en ella hace tres años no
te estaría escribiendo esta carta. Te dije hace algún tiempo que quería escribir
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una novela, pero me di cuenta de que sería una novela mala, demasiados per-
sonajes infaustos, mucha caca de pájaro. Es angustioso estar encadenado a un
relato, como si la historia contase, cuyos personajes están por debajo de lo des-
cribible, ilegibles o demasiado tediosamente legibles. Yo mismo puedo ser, para
otros, uno de ellos. Te mandaré unas páginas que sí llegué a escribir.
(–Eres un tonto si crees en la traición. Para aceptar la posibilidad de ser
traicionado tienes que haber creído antes que existe un mundo sin traición.
¿Dónde lo viste? ¿O cuándo? Lo que pasa pasa y no hay más que olvidarlo.
–Sí, vivimos en estado de guerra larvada, nadie está por encima de tirar al
otro a los lobos si hay alguna ventaja en ello.
–¿Ventaja? Eso presupone una razón.
–Tengo cierto sentimiento por los lobos, admiro a los capaces de darle a los
lobos, a los que no matan a los lobos. A veces me divierte y me sorprende. Pero
¿cuando alguien traiciona sin beneficio alguno para sí mismo, traición por amor
a la traición misma, el lujo de un acto libre, exceso de gasto? Le pegas a alguien
una puñalada en la espalda, luego vendes el cadáver, o venderlo es la puñalada,
negocias a su costa y sobre tu acto, y cuanto más amigo tuyo haya sido ¿más
disfrutas?
–Se consumó una muerte, es todo, una clase de muerte, y no puedes des-
hacerla).
Pero sí que fui un mamón. Ahora lo veo, alguien como yo, en las condiciones
que me rodeaban, era un pardillo listo para ser cazado antes o después. No por-
que no tuviera poder o se percibiera que mi poder era demasiado tenue como
para ofrecer resistencia, sino porque el pequeño poder que tenía era el cebo. Y
así quisieron destruirme, por nada o casi nada: porque molestaba a algunos, y
esos algunos tenían más amigos que yo, que creía, iluso, tener más. Y en esa no
razón, en esa razón de nada se esconde quizá lo que me dañó desde su misma
insustancialidad. Y ahora queda una obsesión que no puede dejarse ir, pues sin
ella todo pierde consistencia, el tejido de lo real se desgarra para siempre, y no
habría ya retorno.
Pero ¿para qué seguir copiando una carta nunca enviada? Las cosas ya no
son así, el tiempo ha servido para tomar distancia, pero lo fueron, y esa angustia
fue mi vida. Antes de ella, de su invasión, durante años no pude percibir ten-
siones serias con nadie, o ninguna que me preocupara. Participé en lo que había
que participar, critiqué a algunos, apoyé a otros, me expuse a veces como tiene
uno que exponerse, sin remedio, y todo parecía suficientemente limpio o claro.
Actué como mediador en disputas. Acumulé cargos, conseguí fondos para una
revista, dirigí programas, servía en dos departamentos y en dos centros de es-
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tudios de área. Todo el mundo me pedía que me hiciera cargo de nuevas tareas,
y yo aceptaba, pues creía que me lo pedían por respeto y amistad. Dirigía la ma-
yoría de las tesis doctorales en el departamento, tambien dos o tres o cuatro
grupos de trabajo cada año, y organizaba una parte considerable de la vida in-
telectual del lugar en mis ámbitos, las conferencias, los talleres, los profesores
visitantes a los que invité a nuestra casa una y otra vez, siempre, todos los fines
de semana disponibles. Y nadie más lo hacía. Cientos de cartas de recomenda-
ción, y todos mis estudiantes encontraban trabajo al terminar. No era el mejor,
escribía menos que otros (excepto cartas), me tenían demasiado ocupado, pero
no tenía nada que esconder. No creo haber desestimado la fuerza negativa de
los celos, la envidia, el resentimiento de los que apenas hacían nada. Más bien
sentía desprecio por todo eso y rehusaba aceptarlo como importante. Mi vida
era entonces demasiado feliz. Quizá sea eso lo que resultaba imperdonable.
Asociarse conmigo se hizo tóxico en aquel lugar en los últimos años: el
poder de los matones se generalizó, se hizo hegemónico, buscaban el daño,
digan lo que digan, y eso implicaba cercar mi soledad. No pude evitarlo, fracasé
en mi empresa. Intenté durar, pero habían creado una estructura férrea, siem-
pre a mis espaldas, y reaccionar a ella era solo hacerla más firme. Esto es lo más
difícil de explicar, cuando las palabras que uno dice ya no son palabras para el
otro, sino solo trampas y peligros, cuando uno habla sin que nadie escuche y
cuando cada palabra, sea cual sea, no es más que otro clavo en el propio ataúd,
pues hace crecer por la sola virtud de producirse la creencia de que uno es un
bicho agresivo o paranoico. Llamaba a gente o mandaba emails, trataba de ex-
plicar lo que estaba pasando a quien no quería explicación alguna, ¡qué pesado!,
hice todo lo posible para defenderme de lo más absurdo, pero no había de-
fensa. Supe solo lo que llegaba a mí. Un colega se presentó en mi casa una
noche para saber, «de verdad», me dijo, quería hablarlo, me dijo, quería ne-
gociarlo, me dijo, si era cierto que mis planes implicaban apoderarme de la re-
vista que él dirigía –una revista que yo nunca había casi ni mirado, que no me
interesaba, que nunca había entrado en radar alguno mío. Una señora, de quien
conservo una nota exonerando absolutamente a cierto individuo de acusacio-
nes a las que yo mismo di curso ex officio para tener que acabar lidiando con
una amenaza de muerte, me acusaba de haber instigado posteriormente a ese
individuo contra ciertos profesores asistentes, por malevolencia y perversidad.
Un estudiante vino alterado a mi despacho para contarme que habían iniciado
una investigación «informal, dicen», me dijo, «secreta, dicen», me dijo, para
saber si yo me había acostado con alguna estudiante, cosa que nunca hice, ni
una sola vez, ni de lejos, cómo se atreven, esa vileza no puede quedar impune,
pero la investigación misma (y ¿qué investigación, si fueron solo algunas ridí-
culas preguntas secretas entre los becarios?), sabían, era el ataque, y quedaría
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impune. El rector me preguntó si era verdad que yo tenía algo que ver con el
hecho de que varios profesores estaban aceptando ofertas de otras universi-
dades, aunque yo solo supiera de su existencia de vista o de oídas o no tuviera
que ver con ellos. Otra profesora afirmó que yo era directamente responsable
de que algunos seminarios enseñados por mujeres no tuvieran el mismo éxito
de estudiantes que ciertos otros seminarios enseñados por hombres. Yo ni
sabía que ese era el caso, pero no importaba, porque lo único que importaba
ya era la proliferación atroz o imparable de los rumores que me convertían en
una especie de malvado genio del mal (patoso e ineficaz, dado que en todo
caso ellos paraban siempre mis presuntos golpes).
Di una conferencia por entonces diciendo que deberíamos tratar de tocar
el ergon, el trabajo o la acción, en lugar de limitarnos a las palabras. Me obse-
sioné con lo real, queriendo quizá romper la sombra, y pensé que el pensa-
miento en la universidad debería tambien afectar a la universidad, a la conducta
universitaria, y dijeron que me tenían reducido a la autodefensa patética, que
ya solo podía hablar de mí mismo. Querían reducirme a la desesperación y
forzar mi marcha. Otra colega dijo en una reunión de profesores que yo era
un corruptor de la inteligencia de los jóvenes, que había que hacer algo para
que los estudiantes no se fueran perniciosamente a trabajar conmigo. No lo
podía creer –nunca había tenido experiencias así, no podía estar preparado.
Soy un tipo grande, articulado, de poca lágrima, al que siempre le había ido
todo bien, nunca había tenido que pelear por comer, ni por trompos ni por
canicas, lo daba por supuesto, y esto que estaba pasando era grave, insólito,
desconocido. Oía todas estas cosas bajo la forma de pésame o implicación ve-
lada, bajo la forma de avisos para que cambiara de conducta, sin imaginar de
qué conducta me hablaban, perplejo. Todos se hablaban, pero no conmigo.
Alguna profesora joven dio una conferencia en el salón al lado de mi despacho
contra mi trabajo de investigación, y fue aplaudida. Mis presuntos amigos y
otros que conocía o me conocían sin conocerme se habían hecho parte de la
estructura de persecución. El aire era un pantano, y la traición final de tantos
estudiantes (no de todos, y ellos saben quiénes son, y tambien lo sé yo) fue la
última gota –no la más amarga, pero suficientemente amarga. Supe que tenía
que irme cuando mi fascinación o mi práctica de lo real, lo que yo entendía
como tal, ahora lo veo, engañado o absorto, por reacción a estar literalmente
contra las cuerdas, acabó produciendo en mí cierta negatividad radical, una
alienación difícil de soportar con respecto de todos los que me conocían.
Como no podía hacerme oír, tampoco podía ya tocar cosa alguna: fantasma o
ectoplasma, pero ya no cuerpo real, parecía.
Pedí una cita con los decanos, el titular y un asistente de humanidades cuya
función de lacayo era notoria, y fui invitado a un almuerzo, pero en el almuerzo
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había una invitada no buscada por mí. El decano titular me dijo pomposa-
mente, insoportable pomposo, que me daría otra oportunidad (¿otra?) de pro-
bar «mi capacidad de liderazgo politico», tal cual: nombraría un comité de
contratación de siete personas (no tres, como era lo habitual, por lo tanto lo
único aceptable), y me pondría a mí a cargo, y si al final del proceso el voto ge-
neral iba bien y yo había conseguido que se nombrara satisfactoriamente a dos
personas, y él recibía un informe positivo de la jefa del departamento sobre
mi buena conducta, confirmando que no había habido conflictos ni tensiones,
que yo no habría tratado de imponer mis candidatos, por lo tanto que yo había
elegido los candidatos que otros querrían, entonces me considerarían de vuelta
en el redil y me darían un fuerte aumento de sueldo. Cuando le dije que su
propuesta, sobre algo que yo no había pedido ni estaba en mi horizonte pedir,
es decir, ser jefe de ese comité, que yo solo quería que me dejaran en paz, que
no me hicieran la vida imposible, comprometía mi libertad académica, que
cómo se le ocurría, que por qué, que yo no estaba ni podía estar en venta, la
invitada de piedra interrumpió, se metió por el medio, y me dijo, con un guiño
abyecto de complicidad que debió parecerle simpático, con un amable toque-
cito en el codo, que nadie tenía que saber nuestro trato. Le dije que se sabría,
porque yo mismo lo contaría, y ahora lo hago. Pero fue entonces cuando sentí
de súbito miedo y extrañeza. Me habían cambiado la universidad y sus normas,
o yo habría despertado a lo que nunca pensé que fuera el caso. Esa tarde le dije
a Teresa que nos tendríamos que ir, que habían cerrado el último eslabón de
la cadena, que quién sabe qué más intentarían. Que todo era ya peligroso y si-
niestro. Que respirar era imposible.
Empecé a pensar en Swann, el personaje de Proust, y cómo su dinero, su
tierra, su elegancia y sus amistades aristocráticas le hacían incapaz de apreciar
la corrupción esencial de Odette, que me parecía la de todos los que me ro-
deaban en aquel ambiente ya insólito, exacerbadamente verdurinista, para mí
ya solo demente y sucio, y también todavía el mío. Pero yo no era Swann, y no
tenía ningún mundo fuera del suyo, aparte de mi familia –ni dinero, ni tierra,
ni apenas más amistades presentes que las que había creído tramar en su
medio. En cuanto expatriado le había dado casi todo a la universidad, a mi uni-
versidad. Aquel era mi sitio, lo había sido durante casi quince años, y no tenía
otro, y mi familia tampoco. Cuando eso cayó, no pude alegorizar: hablaba pero
era mudo, o era mudo pero hablaba. Me habían hecho esclavo, o lo habían bus-
cado, y mi libertad solo podía ser imposiblemente recuperada yéndome. Lo
sabía, pero no podía tocarlo, no podía entenderlo. A la que después se fue a
otra institución y me acusó, me dijeron, de corromper intelectualmente a los
jóvenes, inventándolo, de segunda mano, sin saber de qué hablaba, yo nunca
había cruzado con ella más que frases de saludo y cortesía rutinarias, en una
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March 3, 2014
Dear Alberto,
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Capítulo 3
1. Latinoamericanismo del yo
Hace poco decidí ver o rever algunos clásicos del Oeste como parte de mi pre-
paración para un seminario de doctorado sobre el narcotráfico. Mi idea era
que podíamos investigar en esas viejas películas el tema del sujeto patológico,
en el sentido kantiano, y que el género mismo podría ser apropiado para estu-
diar ciertos fenómenos del narcotráfico, y así su futuro. Y una de las películas
que compré fue Solo ante el peligro, de Fred Zinnemann (1952). Para el mo-
mento en el que Will Kane dice «El juez se ha ido del pueblo, Harvey dimitió,
y nadie quiere ser diputado mío» ya estaba yo inquieto. La gente le dice a Kane
que se largue del pueblo, puesto que «todo va a ser para nada» y nadie quiere
verlo muerto. ¿Fue todo para nada? Cuando, al final, Kane tira la estrella de
latón al suelo con gesto de desprecio todo parece haberse resuelto –o eso pen-
saba yo de niño, y recordé que pensaba. Mi alarma vino de darme cuenta, esta
vez, de que el mundano juez que se va de Hadleyville antes de que el tren lle-
gue («he sido juez muchas veces en muchos pueblos y espero serlo otra vez»)
se ríe, y con buenas razones. Kane actuaba como un tonto, y no por no estar
advertido. ¿Y qué iba a hacer ahora? Sí, cabalga hacia el crepúsculo con su
chica, Amy. Pero ¿qué va a pasar mañana, cuando su gesto quede rendido y
vuelva el desprecio a cobrar la cuenta?
Hace algunos años Jon Beasley-Murray bromeaba definiendo a John Be-
verley como «el inconsciente latinoamericanista». Ocurrió tras un panel de
la conferencia de la Asociación de Estudios Latinoamericanos en Las Vegas,
en el que Beverley había estado pidiendo el rearme nuclear de Brasil como
sustento de la posible constitución de un «gran espacio» o bloque hegemó-
nico latinoamericano contra América del Norte. La broma de Jon era un cum-
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Dado que John tiene un interés especial en el testimonio, no objetará a la siguiente historia:
en el otoño de 2005, a los pocos días de que yo le hubiera dado a la administración de mi uni-
versidad noticia de que iba a aceptar una posición al otro lado del Atlántico sin que hubiera ha-
bido, a petición de mis dos jefas de departamento, manifestación de interés por retenerme,
cuando yo no podía creer lo que estaba pasando y tuve que confrontar, en nombre de mi propia
dignidad, la pérdida de casi todo lo que me era importante (no todo, pero: mi casa, mis perros,
mi jardín, mis hábitos, 20 años de trabajo latinoamericanista en los Estados Unidos), mientras
aún esperaba desesperadamente que alguien, algún amigo, me despertara de un mal sueño, al-
gunos de mis colegas de quince años comenzaron a conspirar con los necios decanos para con-
tratar a John Beverley como mi reemplazo. Establecieron un pacto de silencio, y lo mantuvieron:
pasara lo que pasara, todo tenía que ser a mis espaldas, sin que yo me enterara. Cuando, muchos
meses más tarde, todo salió a la luz, intentaron disimular su actuación o justificarla. Como la
mentira se hizo insostenible, me decían: «Tú te vas, nosotros tenemos que seguir aquí», o bien
«no tuvimos opción, el decano nos dijo que o decidíamos nosotros a quién traer, u otros deci-
dirían», o bien «yo no soy tu enemigo, no pienses en mí como enemigo». Supongo que habría
que entenderlos desde algún punto de vista razonable. ¿Quién puede culparlos? Nadie, desde
luego el nemo que decide la ética profesional. Y John me dijo: «Se podía cortar el follón con un
cuchillo. No iba a aceptar». Y no lo hizo.
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O no tan secreta. Al final de su Capítulo seis dice Beverley: «nuestra desilusión no ha sido lo
suficientemente profunda. No ha atravesado plenamente la melancolía de la derrota. Como re-
sultado, deja tras de sí, o busca imponer, una culpa residual que se matiza en una aceptación de,
o identificación con, los poderes fácticos [...] De esa manera, el paradigma de la desilusión no
nos ha preparado para aceptar que la posibilidad de un cambio radical se haya vuelto a abrir en
las Américas, en el Norte y en el Sur» (109). Esta es una extraña lógica. Dado que su generación,
dice Beverley, fue derrotada en sus aspiraciones revolucionarias, ahora es incapaz, hablando en
general, de entender que la posibilidad de un cambio revolucionario debe ser refrendada una vez
más. Entender tal cosa pasa para Beverley por una radicalización del desencanto que les permitiría
atravesar fijaciones melancólicas, para que su deseo encuentre canales abiertos otra vez. Confieso
que no consigo seguir a John aquí, quizás porque no tengo nada que ver con su generación, contra
la que la mía sin duda reaccionó, y siempre he estado opuesto a la lucha armada como sustituto
de la política. Pero me permito ofrecer una contralectura de la situación: Beverley no está tratando
de librarse de la melancolía atravesándola. Está meramente buscando un objeto parcial que pueda
actuar como formación de sustitución, como ha hecho en el pasado con los movimientos revo-
lucionarios en América Central, con ETA y los vascos, con la guerrilla colombiana (pero ver la
nota 6), y con los estudios subalternos. En otras palabras, su deseo latinoamericanista siempre
ha sido una formación de sustitución al nivel de identificación narcisista. Esto es lo que llamo
latinoamericanismo del yo, del que Beverley es personaje ejemplar.
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usado como tal. Pero las cosas cambian. Se podría decir que, «cuando los per-
sonajes se hacen cargo de [este libro], algo [en él] se hace cargo de ellos y se
los lleva por delante, y este algo tiene claro dominio sobre sus idiosincrasias
individuales» (Lacan 196). Todos somos personajes, porque Beverley escribió
un libro sobre nosotros, pero de manera tal que nos deja a todos incómodos.
Recibes una imagen de ti, y ¿quién va a decir que está distorsionada? Creías
que eras deconstruccionista y te convierten en un neoconservador, pensabas
que eras comunista y no eres sino un neoliberal, sospechabas que no eras nada
pero te encuentras encasillado y clasificado, te imaginabas vivo y estás muerto,
y no se puede hacer un carajo al respecto. Y la mayor parte de nosotros nos
notamos mal retratados, es decir, retratados mal, proyectados contra nuestros
fracasados destinos, juguetes de ellos, queriendo quedarnos pero enviados a
paseo, que es lo que en el fondo Edipo no puede perdonar. No todos nosotros,
lo cual es interesante en sí y volveré a ello, sino la mayor parte de nosotros.
Podemos llamarlo cartografía. Los mapas también sitúan personajes, in-
cluyendo a zombies. El libro de Beverley es un mapa de agujeros con solo una
montaña, que es lo que me hace pensar que está finalmente dirigido a la Reina.
Para decirlo pronto: la montaña se llama «postsubalternismo» (Beverley 8).
Es una montaña capaz: puede incorporar a todos los identitarios, y como sa-
bemos, en el latinoamericanismo, son legión. Así que la gente está siempre de-
finida e interpelada en su identidad, y los que menos pueden escaparse de tal
cosa son cabalmente aquellos cuya identidad rehúsa hacerse explícita. El libro
lo hace por ellos. ¿Creíste que ibas a escapar? Piensa otra vez. El primer pen-
samiento ya te capturó. Y te vas al agujero. Al final del día, escalas la montaña,
por los senderos marcados, o te quedas donde estás. Eso es lo que yo llamo
latinoamericanismo del yo, por mucho bien que nos haga.
2. «¡Sigue al líder!»
El latinoamericanismo tras el 11 de septiembre ofrece una oportunidad, quizás,
para que nos alejemos de lo que alguien llamó alguna vez la inopia latinoame-
ricanista de los últimos diez años más o menos. En ese sentido es un servicio
a la comunidad académica, si podemos llamarla comunidad, cosa que dudo.
Beverley mapea el campo, o un cierto campo, acaso no la totalidad del latino-
americanismo teórico, sin duda muchos no se sentirán incluidos, o estaban
fuera del radar de Beverley. El feminismo es una ausencia conspicua excepto
genéricamente, por ejemplo, y también los llamados estudios queer, lo que
convierte la controversia que Beverley propone en algo excesivamente cercano
a una batalla «entre hombres», también genéricamente, y eso está lejos de
llenarme de orgullo. Podemos objetar al mapa, el mapa podría resultar absurdo,
el mapa podría no proporcionarnos la oportunidad de identificación narcisista
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que necesitamos, o puede por otro lado dárnosla de sobra, lo cual está igual
de mal o es peor. Pero es un mapa, y podemos hablar de él, para celebrarlo o
denigrarlo, para suplementarlo o sustraernos. Creo que el libro es esencial-
mente abierto en ese sentido.
Agradezco personalmente la amplia atención que Beverley dedica a mi tra-
bajo anterior, y me importa poco que tome distancia de él o incluso que lo con-
sidere quizás el ejemplo primario de obsolescencia teórica en el campo de
estudios. No me interesa defenderme, o defender mi viejo trabajo, porque todo
el trabajo ya hecho está para mí anticuado por definición, pero quiero dirigirme
a algunos aspectos que considero equivocados en las consideraciones de Be-
verley. Dado lo que está en juego hoy, lo que me interesa es el trabajo crítico, y
la posibilidad de una crítica viva para el futuro de nuestro campo de esfuerzos.
(Hablo de «nuestro campo de esfuerzos»: no creo que exista tal cosa, como
ya dije, pero la retórica es en esto más poderosa que mi creencia personal, y me
encuentro indefenso para evitar la primera persona del plural.)
No es fácil encontrar el sitio adecuado desde el que responder, porque Be-
verley me sitúa, imposiblemente, como el no-conformador de una no-escuela
de deconstrucción subalternista latinoamericanista que fue pretendidamente
influyente durante algunos años, más o menos alrededor del 11 de septiembre
de 2001 (Beverley 43). Mis «asociados» en la pretendida empresa por lo
tanto comparten mi destino, lo cual es quizás poco amable con ellos sin ser
demasiado amable conmigo, y me pone en la complicada tesitura de reivindi-
car una no-traición: si no hablara por mí mismo, estaría rechazando la opor-
tunidad de hablar por ellos. Pero si hablara por mí mismo, estaría cayendo en
la trampa de aceptar la premisa misma de mi fracaso en conformar a mis aso-
ciados en una verdadera escuela aunque fuera solo para rebatirla. No me inte-
resa nada de eso, aunque sí quiero decir que la gente que menciona Beverley
al principio de su capítulo tres no es sino la metonimia de un amplio sector
que engloba grupos significativos de al menos dos generaciones de trabajo re-
flexivo sobre la historia intelectual y política latinoamericana –los que deci-
dieron hacer una inversión existencial seria en el trabajo teórico, cualesquiera
que sean los límites que tuvimos o podamos todavía tener. Esa es la gente, en
resumidas cuentas, de forma obvia, bajo ataque directo en su libro, gente mor-
tificada por él, consignada a un tipo de muerte, y el ataque, como siempre ocu-
rre en estos casos, viene de lo que es en el fondo una posición anticonceptual
y antiteórica, endémica en nuestro campo, que no voy a dudar en llamar con-
servadora en todo excepto su autonombramiento (es una posición que en mu-
chos casos –no en otros quizá más superficialmente honestos pero menos
relevantes– trata de encubrir su carácter fundamentalmente reaccionario). No
creo que Beverley sea un pensador reaccionario, pero su libro juega una carta
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La mayor parte de los lectores no tendrán motivo alguno para saber con ninguna precisión
que la ruptura y disolución de facto del Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos tomó
lugar en y al final de una conferencia, «Cross-Genealogies and Subaltern Knowledges», orga-
nizada por Walter Mignolo y por mí en la Universidad de Duke en el otoño de 1998. Mignolo
inició temprano en la conferencia un movimiento o serie de movimientos (más tarde confir-
mados por la nota introductoria a algunas de las ponencias que fueron publicadas en el primer
número de Nepantla [ver Mignolo, «Introduction»]) orientados a romper, analítica y políti-
camente, el grupo de subalternistas latinoamericanistas en tres grupos diferentes, a saber, los
«miembros fundadores», entre los que John Beverley e Ileana Rodríguez parecieron conformar
un grupúsculo privado, los auto-llamados pensadores propiamente postcoloniales, que inclui-
rían a Mignolo y sus aliados, entre los cuales Enrique Dussel y Aníbal Quijano estaban presentes
(en la medida de mis luces, esa conferencia marcó el comienzo de la constitución de la tendencia
decolonial en el campo), y una turba abigarrada e indefinida pero grande de llamados (por Mig-
nolo) «postmodernistas» que por su parte estaban empezando a usar una nueva noción, «post-
hegemonía» (con apreciación o distancia, eso depende), y que fueron más o menos gentilmente
(también depende de quién lee) acusados de ser ingenuos o tramposos vendidos al eurocen-
trismo. La situación (de división y ruptura, a la que los miembros fundadores reaccionaron con
paranoia equivocada) no recibió particular ayuda objetiva del hecho de la presencia allí de un
grupo numeroso y extraordinario de estudiantes graduados de Duke, cuyas simpatías estaban
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¿Por qué tendría esto que importarle a nadie? No le importa, o solo le im-
porta, a nadie, a nemo, al no-sujeto del campo profesional. Pero hay una cierta
fatalidad en la escritura, o una fatalidad que se desencadena en cuanto uno se
pone a escribir y debe decir cosas. No siento animosidad alguna contra los que
quieran exponerse al aire libre, por amor del debate intelectual, hablando con
claridad y respetando las reglas del juego. Pero muchas veces en los últimos
diez años me he sentido entristecido por lo que percibo como el temor y la
auto-censura que han venido a ser cuasi-naturalizadas en nuestro ambiente
académico. No es solo que la gente no quiera hablar, o que no hable más allá
claramente del lado de los convictos postmodernos. En la mesa redonda final, que rompió de-
finitivamente el grupo y el proyecto, Beverley y Rodríguez cometieron la torpeza de colapsar
toda diferencia entre los dos grupos que no eran el suyo y acusarlos de tratar subrepticiamente
de raptar el proyecto (¡suyo!) al servicio de un proyecto institucional para Duke. La empresa
del subalternismo latinoamericanista encontró su muerte institucional allí mismo, una vez que
se hizo meridianamente obvio que los tres miembros con más antigüedad en el campo profe-
sional, y desde ese punto de vista los líderes naturales del proceso, se las habían arreglado para
crear una pesadilla hostil y laberíntica que no solo asustó a todos los demás sino que además
nos alertó de lo que vendría –esto es, a catástrofes profesionales de varios tipos que pronto em-
pezaron a ocurrir. Cuando, un par de años más tarde, en la conferencia «Subaltern Studies at
Large», organizada por Gayatri Spivak en la Universidad de Columbia, y a la que John Kra-
niauskas y yo habíamos sido invitados como participantes, cuando ya era claro para los más re-
calcitrantes que el proyecto latinoamericanista estaba muerto y que Mignolo y sus aliados habían
tirado por su camino sui generis, desde nuestro punto de vista sin retorno, Beverley y Rodríguez
me pidieron, en presencia de John Kraniauskas, a quien, basado en Londres, se le presumía con-
cebiblemente incapaz de hacerlo con eficiencia, que asumiera la reconstitución y dirección de
un grupo renovado. Tuve que declinar el honor, pues sabía que la idea era inviable: el daño ya
causado era demasiado profundo. Algún tiempo después Rodríguez hizo la misma oferta a Ga-
reth Williams, que también declinó. Retrospectivamente, para mí y para mis amigos y estudian-
tes «posthegemónicos», y éramos quizás demasiado jóvenes todos, y yo además ingenuo, la
experiencia fue finalmente una experiencia de amarga censura intelectual. Nuestro compromiso
con el grupo, que había creado todo tipo de dificultades para nosotros en el campo profesional
abierto (a uno de nosotros se le había negado la permanencia en su universidad, y ese es sim-
plemente el ejemplo más egregio; por aquellos años el subalternismo era temido y odiado, ab-
surdamente, como si fuera olor de Satanás), nos había dejado bien pringados. Yo mismo me fui
de Duke unos años más tarde, y no fueron años fáciles, en la estela de una cadena de aconteci-
mientos cuya causa indirecta fue mi diferencia con Mignolo. Todavía estamos viviendo las con-
secuencias de ese conflicto en el silencio teórico que ha pesado sobre el campo en los últimos
diez años (por fortuna ya llegando a su fin), que dañaron no solo a nosotros sino a muchos es-
tudiantes y jóvenes profesionales que vinieron tras nosotros y encontraron tierra quemada. So-
litudinem faciunt sin duda, pero no lo llamamos paz. Muchos lo hicieron, por otro lado, en ese
otro campo profesional que no estoy analizando aquí, pues me limito al sector comprometido
con intereses teóricos y políticos en el campo latinoamericanista vinculado a estudios culturales
y postcoloniales. Ver Williams (2008) para más reflexiones sobre las implicaciones del proceso
comentado.
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de sus círculos íntimos. Es sobre todo que unos dicen a otros que callen, que
no hablen, que no muevan las aguas ni produzcan ruido alguno. Hay un aban-
dono de la responsabilidad profesional en este sentido del que he sido testigo
a menudo, y continúo siéndolo a mi pesar, y que encuentro monstruoso. Hay
pavor en nuestro medio profesional –hacia las represalias, a no ser contratado,
a no ser invitado, a no ser publicado, a no conseguir permanencia. Es pavor a
ser, y pavor a representar libertad de habla, a reclamar el derecho de participar
en el intercambio intelectual libre para no tener que sufrir, dicen, las conse-
cuencias. Es difícil tomarlo en serio, pero se dice seriamente. ¿De dónde viene?
Beverley no tiene la culpa de ello, o no más que otros. Pero ¿cómo hemos per-
mitido que un cierto número de discursos, o de recursos discursivos, casi todos
ellos con ambición teórica, se conviertan en tan peligrosos para nuestra salud
profesional que disuadan casi automáticamente de expresar simpatía por ellos?
Sabemos que es rutina hoy en muchos ambientes –sí, todo se sabe, no hay se-
cretos, todos oímos continuamente cosas que no se suponía que fueran a llegar
a nuestros oídos– aconsejar a los estudiantes que no mencionen algunos nom-
bres específicos en sus listas de referencias o solicitudes de trabajo, y sabemos
también que ocurren juegos mezquinos basados en alianzas ideológicas que
buscan excluir, y que son casi la norma en muchos lugares, algunos de ellos de
enorme prestigio (prestado, falso). No es sorpresa para nadie que yo diga esto,
aunque pocos lo dicen. Ahora bien, ¿queremos realmente que las cosas conti-
núen así? No hay fatalidad alguna en el status quo presente, y depende de nos-
otros, y solo de nosotros, cambiarlo. Beverley, criticando a la gente abiertamente,
a mí, entre otros, rompe el silencio y el miedo y nos da la oportunidad de res-
ponder, franca y libremente. Nos mortifica, pero esa mortificación nos da
razón de vida. Por eso no voy a evitar mi propia responsibilidad en esto, ya
no, a estas alturas.
«Fatal» es un adjetivo, por cierto, que Beverley me aplica. Dice:
En cuanto al comentario sobre ‘una retórica… tan respetable como cualquier otra,’
ese es, por supuesto, el desprecio del filósofo por el demagogo, de Platón por los
Sofistas. Pero ¿es de hecho verdad que la retórica de la Raza Superior y la Solución
Final es ‘tan respetable’ como la ‘retórica… del Pachamama y del ayllu’? Moreiras
confunde aquí, de forma que yo considero fatal para su posición, la forma de la
ideología –lo que Althusser llamaba ‘ideología en general’– con el contenido de
ideologías particulares (59).
85
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Alberto Moreiras
Podría insistir en que no hay nada «fatal» en esas palabras mías; podría
insistir en que no son nada sino sentido común trivial; y podría insistir en que
la maligna asociación beverleyana entre lo que yo dije y la Raza Superior y la
Solución Final no es sino agua de alcantarilla. De hecho, voy a insistir en todo
ello, ya puesto. Como sabe todo español, cuando uno usa el modismo «tan
respetable como cualquier otra», uno no se está entregando al relativismo ni-
hilista. Por ejemplo, podría decir y probablemente haya dicho que si el Celta
de Vigo pudiera adquirir a tal o cual jugador o entrenador entonces podría
convertirse en un equipo «tan bueno como cualquier otro», y sería meridia-
namente claro para mi interlocutor que por «cualquier otro» no me estoy re-
firiendo ni al Rápido de Bouzas ni al Racing de Celanova, sino más bien, en
todo caso, al Barcelona FC o al Real Madrid, o por lo menos al Valencia. Así
que cuando digo que la retórica del Pachamama y el ayllu puede ser tan buena
como cualquier otra ideología, pero que todavía no servirá para lograr el pro-
pósito político fundamental, que es la justicia democrática, no estoy compa-
rando ni de lejos el Pachamama a la Solución Final nazi ni el ayllu a la Raza
Aria. Espero que esto no suene demasiado didáctico, aunque Beverley no sea
español, ni gallego, como quiere que sea yo4.
4
De forma inconsecuente para mí, pero no para él, Beverley dedica una nota al pie a preguntarse
por qué yo nunca he sido capaz de reflexionar sobre mi origen gallego, y por qué nunca he ha-
blado de Galicia en términos de «regionalismo crítico». Dice: «en lo que sé, Moreiras no ha
escrito sobre el ´regionalismo crítico´ que es pertinente a su identidad gallega» [134, n. 13]).
En fin, de entrada se le pasó por alto el capítulo que le dedico en Tercer espacio (341-52) a es-
tudiar proyecciones revolucionarias en Galicia a través de la literatura de Xosé Luis Méndez Fe-
rrín, mi primo que es además nacionalista y marxista-leninista. No necesita uno leer mucho de
Tercer espacio para darse cuenta de que ese texto marca el principio de la madeja de la totalidad
del libro, si uno continua, por ejemplo, con el Exergo Primero. Pero no importa. A John se le
ocurrió decir que yo debería examinar mi propia identidad y piensa que no lo he hecho y no
puedo hacerlo. No como él, claro: «En el extenso menú de identidades postmodernas he des-
cubierto la mía: como niño nacido y criado en América Latina durante mis primeros doce años
por padres WASP de los Estados Unidos, soy un ´niño de la tercera (o trans-)cultura, es decir,
un NTC´» (136, n. 9). Continua su insólita explicación contándonos que eso lo hace semejante
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Beverley le añade una nota a su párrafo fatal en la que dice: «Moreiras res-
pondería que la forma de una ideología es su contenido» (135, n.18), y sin
duda tiene razón, y añadiría que esa misma sería la posición de Althusser. Pero
no importa. Más allá de eso, lo que hay en juego es una noción bastante fun-
damental que dice, por el lado de Beverley, que, dado que todo es ideología
de todas formas, y no hay forma de salirse de ella, entonces algunas ideologías
son mejores que otras, y deberíamos tragárnoslas enteritas, o más bien, debe-
ríamos permitirle a la gente tragárselas enteritas, o incluso pedirles que lo
hagan, o imponerles que lo hagan, puesto que es bueno para ellos sentirse re-
dimidos sobre la base de identificaciones imaginarias y proyecciones culturales
que les dan lo que ellos mismos consideran o pueden considerar una identidad
y lo que el campo académico en Estudios Latinoamericanos no ha dejado
nunca de llamar identidad; pero, por mi lado, en la posición opuesta, dice que,
aunque algunas ideologías sean por supuesto mejores que otras, y su valencia
política e intelectual deba ser siempre analizada caso por caso, de modo que
el feminismo es bueno en un mundo patriarcal y el antirracismo es bueno en
un mundo racista y el indigenismo (aunque no hay –quizá– «indigenismo»
en la ideología de Morales, ni en general en su gobierno: se trata, quizá, de
otra cosa) en un mundo criollo, es condescendiente y antidemocrático por
nuestra parte, es decir, la parte de los analistas que pueden tomar distancia
porque, por ejemplo, han leído a Althusser, aceptar o promover la fetichiza-
ción, o reificación, o naturalización de cualquier ideología, puesto que enten-
demos que el reino de la ideología transformada en fetiche tiene efectos
perniciosos en la esfera política y milita contra cualquier concebible deseo de-
mocrático. La necesidad crítica toma prioridad.
Cuando el feminismo, el antirracismo, la posición radical a favor de la des-
colonización infinita, o cualquier otra configuración de deseo rebelde van más
allá de su estatus inicial como posiciones políticas, como ocurre con frecuen-
cia, y se transforman en ideologías de vida, ocupan el mundo imaginario de
las personas. Eso no es necesariamente malo, pero tampoco es necesariamente
bueno. Podemos pensar, aunque sea por puro gusto personal, que es mejor
ser católico en un mundo protestante, o protestante en un mundo católico, o
marrano en la cristiandad. Pero yo prefiero mantener mis opciones abiertas y
no confundir intereses críticos con la adopción de identidades imaginarias. Y
a Roberto Bolaño o Barack Obama, lo cual es sin duda mejor referencia que la que nos daba
hace apenas unos años, cuando dijo que se sentía una mezcla de Bill Clinton y Mao Ze Dong.
Pero todos tenemos nuestras fantasías. La mía, ahora que soy jefe de departamento, está a ca-
ballo entre Wile E. Coyote y el personaje actuado por Do-yeon Jeon en The Housemaid (2010)
de Sang-soo Im.
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si eso es lo que quiero para mí mismo, entonces no puedo querer nada distinto
para otros5. A Beverley puede interesarle llamar a su posición «postsubalter-
nista», y hacer de ella un banderín de enganche para el apoyo a los diversos
gobiernos de la llamada «marea rosa», pero yo me atengo al subalternismo y
rehúso apoyo por principio a cualquier dirigente populista al uso, incluyendo
a los populistas académicos que apoyan a los líderes, igual que les rehúso apoyo
a los neoliberales o a los conservadores, de entrada porque pienso que la po-
lítica no es una cuestión de apoyos y de seguimientos. Si soy Platón para los
5
Una de las preguntas que nadie parece querer preguntar es si tus creencias culturales o histó-
ricas o religiosas u ontológicas te proveen de una identidad o si más bien la identidad, usada la
noción en su sentido ideológico y militante, no será ya el nombre de tu fallo de creencias, tu
imposibilidad de creer en nada y tu intento de compensar por ello. Es un problema común en
los tiempos que corren, lejos de estar confinado al mundo occidental. Los creyentes sinceros,
en mi experiencia, raramente apelan a identidad alguna: no necesitan hacerlo. Considero todos
los sistemas de creencia fascinantes, y tengo y declaro absoluto respeto por ellos, incluyendo
algunos que me han confundido considerablemente. La razón de mi crítica no es disputar el
derecho de nadie a creer lo que quiera que crea. Al contrario, me parece. Los falsos creyentes
destruyen la creencia y la profunda riqueza imaginativa e histórica que va tantas veces con ella.
Los falsos creyentes representan un estadio caído de vida ética, y esa es la razón por la que opino
que no es función académica la de promover el negocio identitario. Por definición las identi-
dades solo pueden ser respetadas, no promocionadas (en esa medida valoro los sistemas polí-
ticos orientados a respetar sistemas de creencias, y a la gente que los sostiene). La promoción
de identidades públicas por el Estado o por agentes del estado o por agentes políticos que quie-
ren ser parte del Estado me es fuertemente sospechosa, y considero que no tiene nada que ver
con la democracia excepto en cuanto modo de controlarla, y así limitarla. Conozco las tenden-
cias recientes en la antropología que hacen lo que pueden para sugerir que los sistemas indígenas
de creencias, por ejemplo en los Andes, pueden «forzar la pluralización ontológica de la política
y así la reconfiguración de la política» (De la Cadena 2010, 360), pero no creo que sea una
consecuencia necesaria de tales teorías que la política deba ser regida por nuevas ontologías o
incluso por una aceptación de principio de múltiples ontologías o múltiples mundos, lo que
sea que eso signifique. Aunque entiendo el poder político de la ontología, todavía prefiero re-
husar la ontologización de lo político, incluso, o principalmente, en nombre de lo subalterno.
Si esos antropólogos buscan criticar la división occidental-imperialista del mundo entre natu-
raleza y cultura, como modo ontológico dominante que ha sido usado históricamente para sub-
alternizar los sistemas de creencias no occidentales, me parece poco persuasivo que se proponga
que sean las nuevas, o redescubiertas, ontologías las que deben tener espacio para reconfigurar
lo político, en lugar de proponer una reconfiguración del poder político en términos democrá-
ticos e igualitarios, ya sea en América Latina o en cualquier otra parte. Para resumir: en mi opi-
nión, no es la ontología sino la práctica democrática la que debe privilegiarse para reconfigurar
lo político hacia lo que puede o debe ser. Si importa la diferencia entre una concepción «de la
política como disputas de poder en un mundo singular» y una concepción «que incluya la po-
sibilidad de relaciones adversarias entre mundos, una política pluriversal» (De la Cadena 360),
solo importa porque, presumiblemente, lo último puede amparar o promover la causa de la
igualdad universal –y en la medida en que no haga justamente lo opuesto.
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Tengo un recuerdo claro, quizás falso, de la expresión de apoyo a la guerrilla colombiana
hecha por Beverley hace unos años, pues causó impresión en mí. Pero me dice en una comu-
nicación privada que no recuerda haberlos apoyado nunca, y que ciertamente no los apoya
ahora.
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Alberto Moreiras
la pregunta original detrás de la versión más modosa que aparece aquí era si
estábamos preparados para perder nuestra fachada intelectual de críticos bur-
gueses amparados en el privilegio intelectual y nuestra pretensión de libertad
de expresión y pensamiento y apostar por seguir al líder, sea Hugo Chávez o
Morales o Cristina Kirchner7. Llegó la hora de la verdad con el ascenso del po-
pulismo latinoamericano al poder, y Beverley necesita poca mecha para encen-
der su entusiasmo de seguidor (Lacan ya había advertido a los sesentayochistas
que deberían tener mucho cuidado con no acabar víctimas de un nuevo amo)
–pero si «¡seguid al líder!» es la precondición del subalternismo me parece
que tiene un futuro limitado, al margen de las condiciones personales de cual-
quier líder. Y esa opinión, entre otras cosas, viene del republicanismo demo-
crático que Beverley encuentra tan objetable y fatal en mi posición: arendtiana,
la llama, entre perplejidad y sorna. Prefiero atenerme a ella, aun así.
No es sin embargo mi interés particular defender mi propia posición en
esta respuesta. Prefiero pedir trabajo conceptual en lugar de adhesiones polí-
ticas y opinamientos culturalistas. Sin duda soy culpable de haber pensado,
hace unos veinte años, que una nueva generación de hispanistas y latinoame-
ricanistas iba a cambiar las condiciones históricas del discurso crítico en nues-
tro campo. Me equivocaba, porque pensaba que esa generación iba a ser la
mía. No ha ocurrido (o no del todo: hay una cierta normalización comparativa
del discurso latinoamericanista que estaba ausente hace veinte años), y hay un
largo cuento que contar aquí que va mucho más allá del colapso del Grupo de
Estudios Subalternos Latinoamericanos o de cualquier otro acontecimiento
puntual en nuestra historia institucional reciente. Pero lo que sigue es parte
de ese cuento.
7
Si recuerdo bien, la primera versión de este ensayo fue presentada en la conferencia sobre
«Marx and Marxisms in Latin America» que organizó Bruno Bosteels en la Universidad de
Cornell en el otoño de 2006.
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Ver el por otra parte brillante ensayo de Arturo Escobar, «Latin America at the Crossroads»
(2010), en el que la idea principal es orientar a los gobiernos de la marea rosada hacia la doctrina
correcta. La doctrina es, por supuesto, controvertible, pero el ensayo constituye quizás el mejor y
más coherente intento de formulación de un proyecto de estado decolonial hasta el momento.
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Alberto Moreiras
9
Sobre el carácter en el mejor de los casos preparatorio del trabajo intelectual en la política, la
pregunta de Beverley es: «¿Cómo debemos juzgar esa pretensión hoy?» (51). Mi respuesta
es: igual que ayer. No tengo pretensiones, como escritor, de ser actor político, y tiendo a pensar
que cualquier vertido del trabajo disciplinario en la esfera política se basa en general en malen-
tendidos. Supongo que a veces los malentendidos son productivos, pero me parece que eso
ocurre raramente.
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La acusación de saqueo que Mark Driscoll le soltó a Michael Hardt y Antonio Negri, aparen-
temente tras larga consulta con los decolonialistas, basada en la idea de que Hardt y Negri usaron
el mantra «colonialidad del poder» sin atribución precisa, inmediata, y bien documentada, dio
lugar a una considerable cantidad de ridiculez académica. Ver Driscoll, «Looting».
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porque pone verdes a los pecadores. Esta es sin duda una peculiar crítica co-
lonial de la razón colonial, llena de una potentia que siempre ya incorpora su
propio actus. Pero no es, y no puede llegar a ser en sus propios términos, crítica
democrática de la razón imperial.
El descubrimiento deslumbrador, el arcanum principal, la gran verdad que
la opción decolonial pretende haber descubierto es la siguiente: «no hay mo-
dernidad sin colonialidad: la colonialidad es constitutiva de la modernidad,
no derivada de ella» (22). Esta es la dimensión analítica o el gran logro de la
dimensión analítica en la visión de la colonialidad del poder. Sobre ello se nos
dice que también aguanta, más bien mágicamente, una dimensión programá-
tica o performativa que va por descontada. Pero para entrar en ella no basta,
me temo, el mero entendimiento de que hay verdad en ella, y que por lo tanto
la modernidad y la colonialidad son conceptos o instancias intercambiables,
que cuando alguien dice «¡modernidad!» también está diciendo «¡colonia-
lidad!». No basta en la misma medida en que algunos de nosotros podemos
estar de acuerdo hasta cierto punto, quizá no por las mismas razones, en que
la modernidad es una dimensión específica de la razón imperial occidental,
sin derivar por eso las mismas conclusiones. La colonialidad, por ejemplo, no
es ipso facto modernidad.
Contestarían que lo importante, para penetrar la escondida verdad, como
es el caso para cualquier verdad mágica, es estar de acuerdo en cierta manera,
y no de cualquier modo, con una cierta fe, pues si no perderemos lo esencial.
Si la dimensión analítica de la colonialidad del poder siempre de antemano
adelanta su propio programa, eso es porque hay algo en esa dimensión analítica
que abre el portento: «el concepto mismo de colonialidad del poder es ya un
movimiento decolonial que, subsiguientemente, abre las puertas para imaginar
futuros posibles en lugar de descansar en el momento celebratorio de la ex-
plicación crítica de cómo es realmente el mundo social» (22). Explican el
mundo social tal como realmente es, pero la denuncia no es mera explicación,
ni mera crítica. Es, sobre todo, ya una prédica, y lo que predica es la dimensión
futura de otro mundo, de otra imagen del mundo bajo el signo de la descolo-
nización infinita. Abrir otro mundo abjurando del presente es, para la opción
decolonial, «el único juego aceptable en el pueblo para la gente que prefiere
descolonizarse a sí misma y contribuir a la descolonización del mundo» (29).
El dogmatismo es sobrecogedor, pero más allá de él lo que se dice es que la
destrucción del mundo abre inmediata y automáticamente otro mundo. La
descolonización infinita, en el flash de la revelación de la colonialidad del
poder, es la apertura infinita de otro mundo. Y va por descontado que tal aper-
tura infinita acarrea, por sí misma, el encuentro con otra forma de control de
la economía, de la autoridad, de la sexualidad, del conocimiento, de la subje-
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tividad, del ser. No hay garantía por supuesto de que tal forma alternativa de
control no solo prometida sino ya de antemano producida programáticamente
por la enunciación misma de su posibilidad en la opción decolonial vaya a ser
ni un ápice mejor que la primera, excepto que la predicación misma la situa
de antemano como siempre ya mejor. La opción decolonial es la predicación
decolonial. Con ruedas de molino.
Hay que ir aceptándolo: ya que no hay garantía alguna, entonces la garantía
solo puede venir de la palabra dada. La mejora radical en términos de control
viene dada y garantizada en la palabra misma del predicador, el testigo, el pro-
feta, por su aura o prestigio personal, tramado en una larga historia de citas
mutuas, que es a su vez función exclusiva de su capacidad promisoria. El ar-
gumento de que la destrucción de la autoridad de la colonialidad del poder
tal como ha sido y es, en virtud del shibboleth verbal, garantiza automática-
mente la construcción de mundos alternativos mejores que el presente o el
pasado no necesita más que la mera promesa. Pero tal procedimiento retórico
está lejos de contribuir a la creación de un intelecto general democrático. Es
pensamiento carismático, aurático. O más bien: sea o no pensamiento, requiere
recepción carismática11. Y, para mi forma de pensar, la llamada a recepción ca-
rismática es crítica colonial de razón colonial. La razón colonial, después de
todo, ha procedido siempre sobre la base del carisma –la razón colonial siem-
pre ha incorporado crítica carismática, siempre ha colonizado, antes que nin-
guna otra cosa, el carisma mismo. La opción decolonial es crítica carismática
del carisma imperial.
La crítica democrática de la poscolonialidad latinoamericana, que la posi-
ción identitaria de Beverley tampoco le permitiría estar preparado para em-
prender, siempre rehúsa la idea de que pueda incorporar una dimensión
programática. En cambio, la dimensión programática es inherente al pensa-
miento identitario: «Me convertiré en lo que soy». Excepto que el pensa-
miento identitario parte del punto de partida de no ser nadie, o no todavía. La
brecha entre esa ausencia originaria y la fijeza del éxito deseado es constitutiva
de un programa de acción, aunque nunca un programa de acción democrática.
11
Sobre esto no se puede creer el curioso baile de citas de cumplido –citas musicales, podríamos
decir– que cruza muchas de las contribuciones del libro de Moraña, Dussel y Jáuregui, Colo-
niality at Large (2008). Hay una estructuración circular del argumento que oculta un agujero
por otra parte más que patente: todos hablan de un gran descubrimiento en la raíz de su moda-
lidad de pensamiento, un descubrimiento epocal, pero el descubrimiento, modestia aparte,
siempre es del otro, al que hay que ir a leer solo para descubrir que el otro también dice lo mismo.
El descubrimiento, al fin del día y del esfuerzo, es solo que hay una aseveración de descubri-
miento hecha por todos y consignada a la consagración del consenso mutuo. Este es el meca-
nismo de la recepción carismática. Se anuncia la palabra, y la palabra es el anuncio.
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En sentido general, por supuesto, la razón imperial hispana es romana, ajustada a idiosincrasias
territoriales a través de la Iglesia y los muchos siglos de curialismo y vida cotidiana. En cuanto
derivada de Roma, es ya crítica de la razón imperial romana. Pero en otro sentido los españoles
desarrollaron sus propias formas premodernas de razón imperial, todavía en estado naciente,
en el contacto cotidiano con formas de vida no cristianas y desde operaciones de ocupación y
colonización de tierras, en Andalucía en particular. En cualquier caso, la determinación cate-
gorial precisa de la razón imperial hispana debe ser llevada a cabo con tanto cuidado como sea
posible, y requiere especificidad y complejidad historiográfica. Es una labor generacional que
está pendiente.
13
No es tan fácil hoy como hace algunos años sostener la productividad presente de la llamada
marea rosada, tras su claro retroceso fáctico. Pero siempre es posible que los recientes gobiernos
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Creo que John Beverley conoce el falso dilema, pero no estoy seguro de
que haya aprendido a no sustituir príncipe por principio. Los decoloniales por
supuesto que no. Aquí está la presentación que hace Beverley del postsubal-
ternismo:
Y el capítulo siete, el último del libro, se abre con la quizás no tan sorpren-
dente noticia de que «la cuestión del latinoamericanismo es, en última ins-
tancia, la cuestión de la identidad del Estado latinoamericano» (110). Aquí
de izquierda hayan plantado semillas cuyo fruto futuro no es fácil de ver todavía. Ver, sin em-
bargo, Gerardo Muñoz, «Exhaustion».
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14
Como indiqué antes, para mí, la crítica del aparato total de desarrollo en América Latina es
el punto inicial de los estudios subalternos postcoloniales latinoamericanistas y centra la posi-
bilidad misma de una configuración democrática, aprincipial, y antiimperial de la reflexión. Ver
Kraniauskas, «Gobernar», para su definición, y ver también la crítica del desarrollo que hace
Kraniauskas en «Difference Against Development».
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15
Estoy glosando, repito, paródicamente, lo que Beverley dice y no dice. No he estado en Ve-
nezuela, y no puedo pasar juicio sobre lo que fue el régimen de Chavez, sobre si constituyó una
mejora absoluta en términos venezolanos, o sobre si fue mejor forma de gobierno que cualquiera
de las alternativas posibles dentro de la vida política venezolana. Sospecho que la situación es
mucho más complicada de lo que uno lee en los periódicos, y por lo tanto no facilita la toma de
posiciones desde el sillón remoto.
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En cuanto a infrapolítica, remito a la nota 4, arriba.
17
Ver Esposito, Categorie, y Bosteels (Actuality 75-128).
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yo prefiero lo que llamo un latinoamericanismo más allá del principio del pla-
cer, sin recurso a deseos fáciles, a veces disfrazados de profecías, y a su expre-
sión. En la medida en que rechazo tanto como Beverley las posiciones
neoconservadoras o ultraizquierdistas en relación con el futuro de América La-
tina, lo que permanece por lo pronto importante es quizás la posibilidad de una
nueva conversación, más allá de los diversos narcisismos (o, más bien, del nar-
cisismo, que es siempre idéntico a sí mismo, y así siempre singular), sobre las
bases históricas de nuestro trabajo. La naturaleza de la intelectualidad acadé-
mica es también asunto político. Nuestro campo es deficiente y se ha mostrado
irresponsable en los últimos años, que ya van siendo demasiados, a pesar de los
buenos libros que se hayan podido publicar en ese periodo. Muchos estudiantes
en particular han pagado un precio terrible. Yo puedo aceptar mi propia culpa
si le fuera a importar a alguien. Mi gesto de desdén, cuando pensé que tenía
que largarme del campo, y de hecho lo hice durante cierto tiempo, fue un gesto
arrogante cuyos efectos en mí se han dejado notar de maneras poco agradables.
Aunque nunca osaría ponerme a mí mismo en la posición de mi viejo héroe,
Gary Cooper, en Solo ante el peligro, como decía al principio de este ensayo,
Marshal Kane solo puede entenderse amargado y desolado más allá de las co-
linas. Fue un tonto, si no por querer hacerse el héroe, entonces por pensar que
podía permitirse el lujo de dejar el pueblo en dignidad desdeñosa. Esa tontería
es la que lo acerca a la posición del Edipo mortal. En cuanto al último, siempre
es bueno sacarlo de su miseria y traerlo de vuelta para que ayude a conjurar de-
sastres. Cuando lo tengamos con nosotros, y lejos del oscuro huerto de las Eu-
ménides, quizás pueda abrirse un nuevo camino hacia una liberación del deseo
latinoamericanista más allá del principio del placer y sus proyecciones yoicas.
Hay mucho que hablar precisamente porque el habla se ha hecho difícil. No
presumo nada, pero es hora de un contramovimiento contra la reducción pa-
tente del pensamiento en nuestro campo de reflexión18.
18
Estoy agradecido a Teresa Vilarós, Sam Steinberg, Gareth Williams, John Kraniauskas, Ben-
jamin Mayer, Bram Acosta, Federico Galende, Patrick Dove, José Luis Villacañas, Laurence
Shine, David Johnson, Vincent Gugino, Justin Read, Alejandro Sánchez Lopera y Juan Pablo
Dabove por su lectura y comentarios a borradores de este capítulo.
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Capítulo 4
Dicen que cada uno habla de la feria según le va en ella, y no podría ser de otro
modo en ferias tan vastas como el Treinta Congreso de la Asociación de Estu-
dios Latinoamericanos (LASA), que tuvo lugar en San Francisco del 23 al 26
de mayo de 2012. La asociación tiene unos 5.000 miembros, de los cuales asis-
tieron unos 4.500, y el programa lista 999 paneles y actividades –en su primer
avatar, Nueva York 1968, había solo siete paneles. Una amplia mayoría de miem-
bros procede del campo académico norteamericano, de todas las disciplinas re-
levantes, pero numerosos intelectuales latinoamericanos y europeos son
también miembros o acuden como invitados especiales. La conferencia, que
pasa ahora a ser anual, después de muchos años de convocarse cada dieciocho
meses, es tradicionalmente el lugar donde se toma el pulso al estado de la dis-
cusión en los campos disciplinarios específicos. Es algo así como la meca del
latinoamericanismo, entendido como la suma de discursos sobre América La-
tina –y en cuanto tal tiene algo de enciclopedia china según Borges: la colección
de palabras es siempre heteróclita y anacrónica. Se juntan generaciones y es-
cuelas, se separan formas de trabajo, se reúnen propuestas contradictorias, se
disciernen ideas emergentes, y se entierran, no tanto vivas como medio muer-
tas, las que ya no son ideas, pero a veces quieren continuar siéndolo.
Así que el feriante curiosea entre opciones. Puede optar por una película
(el festival de cine ofreció 29 este año) o pasearse por la zona donde las edito-
riales muestran sus libros, comprar alguno, hablar con algún editor desaperci-
bido. Puede ir a paneles, recepciones, mesas redondas o sesiones presidenciales.
Y también puede instalarse en la cafetería o el bar y esperar allí a que vaya pa-
sando la gente a quien conviene saludar. Lo más divertido es hacerlo todo,
claro, para tener mucho de qué hablar. Los viejos conocen a los jóvenes y los
jóvenes comprueban los varios estados de salud o decrepitud mental de sus
mayores. Los amigos se juntan y conspiran con más o menos inocencia, aun-
que siempre hay alguno que prefiere sentarse contra la pared, para evitar visitas
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por la espalda. Hay una política de los saludos, de las miradas, de los ningu-
neos, y hay una política del acercamiento, de la distancia, de la intimidad. Siem-
pre se acaba hecho un manojo de nervios, además de fosfatina. LASA es
interesante o catastrófica, y uno regresa inspirado o pensando en cambiar de in-
dustria –y severamente arruinado. Yo pagué 250 $ por noche en el hotel, y mi
cena en el por otra parte mítico Chez Panisse, de Berkeley, me costó 169 $. Sin
pasarnos con el vino.
Había razones por las que este LASA en particular producía hormigueos
en el estómago por adelantado. Era la primera vez en seis años que se reunía
en suelo estadounidense, pues en años anteriores se habían elegido localidades
extranjeras como protesta de la organización por cuestiones relacionadas con
la política federal de visados a cubanos. Pero, más allá de eso, lo cierto era que
las últimas conferencias habían producido mucho desencanto y mucho des-
concierto. Fuera de la calidad personal de muchas ponencias, por supuesto,
Toronto fue desastrosa, y me dijeron que Río de Janeiro también. En Montreal
hubo algunos paneles buenos, pero poca cosa. Claro, entre mis opciones.
LASA es siempre muchos LASA, y el mío es microcósmico, como el de todos,
y para muchos asistentes la historia que cuento aquí será irreconocible, pero
no para otros. El caso es que las cosas llevaban mucho tiempo, desde el LASA
de 2001 en Washington, yendo bastante mal para nosotros, es decir, para mí,
para mis amigos, para el campo profesional que se asocia a los departamentos
de lengua, literatura y cultura hispánica en Estados Unidos, en cuanto abierto
al trabajo de otros campos de conocimiento y contaminado de teoría crítica y
voluntad de pensamiento político.
Recuerdo que fue el día anterior a los atentados terroristas contra las torres
gemelas en Nueva York y el Pentágono en Washington, en septiembre. Volvía-
mos a Durham, Carolina del Norte, del hotel de LASA, en coche, Eric Hers-
hberg, Oscar Cabezas y yo. Oscar comentó que el campo profesional –ese del
que hablo– no iba a poder resarcirse fácilmente del escándalo que se había
montado en una serie de paneles sobre el estado de los estudios culturales la-
tinoamericanistas. Así fue, y nunca sabremos si ocurrió, como Oscar había
profetizado, por la bronca en los paneles o porque los atentados cambiaron el
estado de cosas y provocaron una crisis discursiva que hundió una cierta pro-
mesa de reflexión teórica constituyente antes de que hubiera podido institu-
cionalizarse suficientemente. No siempre es mala la institucionalización. Todo
había empezado ocho o diez años antes. A principios de los noventa se junta-
ban en LASA ciertas condiciones que iban a resultar muy productivas. Se daba,
por ejemplo, la emergencia de una generación latinoamericanista bien formada
teóricamente, cosmopolita, y apartada de las viejas piedades excepcionalistas
e identitarias, según las cuales la modernidad hispánica habría sido siempre
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es por lo tanto una negación de lo político en cuanto tal, que hoy en América
Latina o sigue la marea rosada o solo puede ser entendido como neoconser-
vador. Para Beverley, cuya posición descansa en una crítica de lo intelectual
como privilegio, es preciso ser político antes que intelectual. Lo que hay, hoy
en Latinoamérica, es lo que hay, dijo Beverley, con sus glorias y limitaciones,
y probablemente no habrá una segunda fase (es decir, una radicalización re-
volucionaria) en la marea rosada; pero lo que hay es ya mejor que la alternativa
neoliberal, y por eso conviene el apoyo, no crítico, o no particularmente crítico,
sino más o menos incondicional. «Intelectual», parecía decir o decía Beverley,
«es hora de que te cuenten, o de contar, y de dejar de dar la lata desde el pri-
vilegio de clase».
Escobar, que hablaba en representación de la tendencia decolonial, insistió
en que efectivamente era necesaria una articulación entre política y crítica del
conocimiento a partir del hecho de que la situación presente es una situación
de crisis global del pensamiento moderno, incapaz de pensar la vida en sus con-
diciones reales. Para Escobar conviene entender que los subalternos hoy no son
necesariamente los proletarios desplazados por la desindustrialización o los di-
versos grupos de mestizos que trabajan en la infraeconomía de las sociedades
latinoamericanas, sino fundamentalmente las comunidades indígenas cuya cos-
movisión y cuya ontología quedaron radicalmente desplazadas y ninguneadas
por el proyecto colonizador occidental. Restituir la vida a la política implica
restituir una lógica comunal, relacional, a partir de procesos de vida que no tie-
nen nada que ver con conocimientos o razón abstracta y que rechazan el dua-
lismo ontológico occidental a favor de una ontología relacional que incluye lo
animal y lo mineral (por ejemplo, las montañas, que tienen carácter agente en
cuanto divinas en la tradición quechua), y que por lo mismo rehúsa la distinción
entre mortales e inmortales. Contra toda lógica de estado y contra toda lógica
de globalización, la llamada relacionalidad universal (no hay discontinuidades
dualistas entre cuerpo y alma, o humano y natural, sino que todo es relación)
es la lógica de la comunidad, y el proyecto político del presente y del futuro,
por lo pronto en América Latina, solo puede ser la reactivación de la relaciona-
lidad comunal, para cada quien en su propia comunidad, y desde ahí en la de
todos. La ambición de este proyecto es la sustitución de la racionalidad occi-
dental por una racionalidad otra (o relacionalidad) que se atribuye como siem-
pre ya presente en las viejas culturas originarias, preoccidentales.
En cierto sentido, por lo tanto, las tres posiciones mencionadas mapearon
el territorio suficientemente: llamémoslas, pues así se llaman a sí mismas,
decolonialismo comunalista, contra el Estado y la globalización, pero funda-
mentalmente contra la racionalidad occidental u occidentalizante; postsubal-
ternismo estatista, en busca de un compromiso expansivo con las coaliciones
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gemónica, y en cuanto tal tiene ventajas prácticas en relación con el cierre co-
munitario (siempre dispuesto a negar el conflicto, violencia mayor, en pro de
la sobrevivencia de la comunidad, que es prioritaria) y en relación con el esta-
tismo populista (que privilegia no ver, no oír, no decir, cada vez que oír, ver o
decir pueden suponer una objeción al triunfo de los intereses de la coalición
de gobierno).
Jon Beasley-Murray, en el tercero de los paneles de Arditi, anunció que la
posthegemonía era el paso lógico tras la teoría subalternista. En la medida en
que el subalternismo estuvo siempre atrapado en la polaridad hegemonía-sub-
alternidad, heredada de Antonio Gramsci, la posthegemonía da un paso más
al anunciar que «no hay hegemonía, y nunca la hubo». En otras palabras, que
la hegemonía no es sino una pretensión ideológica más, que no responde al
«movimiento real de las cosas», y cuyo secreto es siempre de antemano la vo-
luntad de dominación. En el diálogo subsiguiente Bosteels y Sergio Villalobos
objetaron que existe en la teorización posthegemónica una ambigüedad de
carácter fundamental, basada en el hecho de que la posthegemonía parece re-
ferirse simultáneamente a su propia instancia teórica («no hay hegemonía
porque no puede haberla, es decir, la hegemonía es una imposibilidad o ficción
teórica») y a la realidad del plasma social («no hay hegemonía, es obvio que
en el estado mexicano hoy, por ejemplo, no hay articulación hegemónica si al-
guna vez la hubo, para no hablar de Honduras, etc. La hegemonía no existe
hoy en el tejido social, quizá nunca existió»). Pero esa ambigüedad no debe
verse como un problema a resolver, sino que es en sí productiva en cuanto tal,
y en no menor medida porque plantea la teoría misma como situada históri-
camente: sin duda hubiera sido más difícil sostener evidencias posthegemó-
nicas en la época del Estado nacional-popular, cuando la nación formaba el
horizonte de constitución de la política. Para el peronismo clásico, por ejem-
plo, la noción de posthegemonía hubiera sido incomprensible o meramente
obstruccionista. Pero ya no estamos en la época nacional-popular, y por ende
tampoco en la del peronismo clásico.
Erin Graff Zivin, Josie Saldaña, Gareth Williams y otros hablaron a favor
del término, o de su idea, y subrayaron además su virtud en cuanto línea de
fuga, en la medida en que el término incluye de antemano su posibilidad crítica
y resulta tan apropiado para pensar problemáticas estatales (en el registro del
Estado mismo y de la política de Estado) como intra- o extraestatales (micro-
físicas comunitarias, regionales, ciudadanas o rurales, o bien macrofísicas de
la globalización y su impacto), de marea rosada o neoliberales, populistas o
no. Y no menos importante es que su productividad está lejos de reducirse al
pensamiento de lo político: constituiría también una herramienta fundamental
para pensar la cultura, y con ellas todas las modalidades de presentación de lo
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Hace unos años, al final de un libro cuyo intento parcial era justificar un acer-
camiento subalternista a los estudios culturales latinoamericanistas, escribí
unas páginas sobre el capítulo tres de Los espectros de Marx, de Jacques Derrida.
Allí Derrida trata de convocar una «nueva Internacional» sobre la base del
marxismo, de uno de los «espíritus», «espectros» o «fantasmas» del mar-
xismo. Derrida se refiere a una «doble interpretación» (81) cuya necesidad
siente como irreducible a la hora de recibir el complejo legado marxiano y
marxista. En cuanto al marxismo, para Derrida, «no hay ningún precedente
para tal acontecimiento. En toda la historia de la humanidad, en toda la historia
del mundo y de la tierra, en todo aquello a lo que podemos darle el nombre
de historia en general, tal acontecimiento (repitamos: el acontecimiento de
un discurso de estilo filosófico-científico que pretende romper con el mito,
con la religión y con la mística nacionalista) ha quedado vinculado, por pri-
mera vez e inseparablemente, a formas mundiales de organización social»
(91). Esta es la «promesa mesiánica» del marxismo que «habrá grabado una
marca inaugural y única en la historia» (91). Derrida coloca entonces su tra-
bajo en relación a tal promesa mesiánica: «la deconstrucción habría sido im-
posible e impensable en un espacio pre-marxista»; «la deconstrucción nunca
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Combino aquí los dos lados de la distinción entre luchas populares y luchas democráticas clá-
sicamente teorizados por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en Hegemony and Socialist Strategy,
pero conviene notar que Laclau y Mouffe se distinguen, por supuesto, por un interés largamente
sostenido en la fenomenología de las luchas políticas dentro del primer registro interpretativo
derrideano-balibariano.
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Entre dificultades que no son menos conceptuales que políticas, o que son
conceptuales incluso antes de ser políticas, se busca algo nuevo cuya orienta-
ción y destino distan de estar claros y no son particularmente inspiradores
desde la perspectiva del viejo ideal de libertad que las democracias occiden-
tales más o menos seculares y más o menos estables todavía guardan en algún
bolsillo olvidado. En América Latina, desde la Chiapas zapatista a los mapu-
ches chilenos y desde las áreas campesinas del Brasil a los movimientos de ba-
rrio en Buenos Aires, México o Bogotá, por no decir Venezuela o Bolivia, hay
una proliferación de actividades cuya proyección política es primariamente
consensual-comunitaria, llamada «autoritarismo consensual» ni más ni
menos por gente como Félix Patzi o Raúl Zibechi (Zibechi 309), a las que
cualquier idea de democracia radical sudaría tinta china para amparar sin sufrir
profundas modificaciones conceptuales en el mejor de los casos2. Esto no deja
de manifestarse meridianamente al nivel de ideología académica en todo el
hemisferio (incluyendo por lo tanto al establishment latinoamericanista en Es-
tados Unidos), que se desplaza miméticamente hacia el neocomunitarismo
de forma con frecuencia explícitamente no democrática. ¿Podría ser esto úl-
timo lo que se entiende o quiere decir cuando se habla de fidelidad al mar-
xismo o a cierto espíritu del marxismo? Decía Derrida: «si hay un espíritu del
marxismo al que nunca estaré dispuesto a renunciar, se trata no solo de la idea
crítica de una forma de ser cuestionadora (una deconstrucción consistente
debe insistir en ella incluso mientras entiende que no puede ser ni la primera
ni la última palabra). Es todavía más una cierta afirmación emancipatoria y
mesiánica, una cierta experiencia de la promesa que uno puede tratar de liberar
de todo dogmatismo e incluso de toda determinación metafísico-religiosa, de
cualquier mesianismo» (Espectros 89). Parece claro que el neocomunitarismo
–el político y el académico– hace caso omiso de tales liberaciones.
No es que se decida meramente que un cambio en la articulación hegemó-
nica que favorezca las clases populares deba suspender la crítica política y pedir
apoyo o adhesión inquebrantable. El autoritarismo consensual o comunitario
2
Merece la pena citar las palabras de Zibechi: «No llamaría a este tipo de organización demo-
crático. Creo que es algo más complejo. Félix Patzi dice que la comunidad andina no es una
forma democrática, sino más bien una forma de ‘autoritarismo consensual’. Para ser honesto,
yo no abogo por formas democráticas como si fueran superiores. La familia no puede funcionar
democráticamente, porque no todos los miembros tienen las mismas responsabilidades y de-
beres o las mismas capacidades de contribuir al colectivo. Creo que lo que llamamos democracia
es un modo de dominación creado por Occidente, pero esa es una cuestión completamente di-
ferente» (309). ¿Ah, sí? Pertenece radicalmente a la historia de Occidente denunciar la demo-
cracia desde el criterio que usa Zibechi, que es además consistente con las razones ideológicas
que justifican el imperialismo europeo.
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alguna verdad en cada una de esas posiciones, aunque en todos los casos se
trataría de una verdad algo trivial.
La deconstrucción, si pensamos en ella de forma tenue (trataré de ofrecer
una definición algo más fuerte después), en cuanto forma de práctica intelec-
tual asociada al nombre de Jacques Derrida, conocida por su tendencia a re-
chazar clausuras o soluciones intelectuales fáciles a todos los niveles de
estructuración argumentativa, y que afectó en primer lugar el ambiente y la
discusión en departamentos de literatura de la universidad norteamericana
desde finales de los años setenta del siglo pasado, no llegó a los departamentos
de estudios hispánicos o latinoamericanos sino tardíamente, a finales de los
años ochenta. Y, en la medida en que las fortunas de la deconstrucción así en-
tendida empezaron a decaer hacia el final de los noventa, podríamos en todo
caso hablar de una década aproximada de presencia significativa en las discu-
siones cotidianas del campo académico. A partir de finales de los noventa la
deconstrucción, incluso la palabra misma, se sumergió o quedó sumergida y
se oyó mentarla muy poco durante bastantes años. ¿Qué ha pasado desde en-
tonces? Y ¿qué pasó durante esa década de supuesta influencia? Si hay un fu-
turo reflexivo para esa palabra en castellano, aunque sea el castellano
restringido de la operación académica, ¿hasta qué punto depende ese futuro
de logros del pasado? Y ¿hasta qué punto sería ese futuro, si es que va a haberlo,
dependiente de nuevas invenciones potenciales? Solo me es posible aventurar
algunas semirrespuestas.
Yo era todavía estudiante en Barcelona cuando mi amigo Julián Abad me
mostró, en la terraza del Café de la Opera, un ejemplar de La dissémination de
Derrida. Debe haber sido en 1977 o 1978, y fue mi primera noticia. Cuando
comencé mis estudios de doctorado en la Universidad de Georgia en 1980,
allí solo el profesor de filosofía Bernard Dauenhauer, uno de mis mentores,
tenía un conocimiento real por más que tentativo del fenómeno que de hecho
estaba barriendo, me decía, sobre todo a los más jóvenes del campo admiti-
damente rarificado y no multitudinario de los estudios norteamericanos en
filosofía «continental», como se llamaba y sigue llamando en general la filo-
sofía mayormente francesa, ahora también la italiana, y sus nuevos aliados en
los departamentos de francés, inglés o literatura comparada. Aunque se sabía
de otras universidades contaminadas ( Johns Hopkins, Cornell), se hablaba
de una Escuela de Yale, y se había publicado un libro con artículos de los miem-
bros de ese club que podía encontrarse en lo que en aquella época eran los cla-
ramente moribundos o más bien totalmente muertos estantes de filosofía de
muchas o la mayoría de las librerías universitarias del país. Los textos de De-
rrida se iban traduciendo aceleradamente, y la deconstrucción se convertía en
una moda, «la» moda, o ya lo era, dentro de la llamada «teoría literaria».
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lo que digamos o hagamos, porque estas cosas, como todo el mundo sabe, se
solucionan a nivel de sospecha y rumor y susurro malicioso. O incluso: es una
cuestión de olor u honor, como el cristiano nuevo perfectamente devoto que
no puede evitar caer en manos de la Cruz Verde porque todo el mundo sabe
que su piel no reluce con la grasa prestada de la sobrasada. O, en palabras de
algún fiscal federal asistente en la nueva serie de televisión Billions, «Si alguien
dice que Charlie se folló a una cabra, aunque la cabra diga que no, Charlie se
va a la tumba como Charlie el Follacabras».
No fue fácil mantener la cabeza sobre los hombros, quizá nunca lo sea para
nadie, y sin embargo, en algún momento de los noventa, hubo un respiro, quizá
porque se había conseguido una cierta masa crítica que inspiró a los antago-
nistas a buscar cuarteles de invierno. Pareció entonces que íbamos a ser deja-
dos, si no totalmente en paz, al menos al margen de cualquier persecución
activa. Por aquellos años me fui a la universidad de Duke, no precisamente
por mis credenciales teóricas, mal establecidas de cualquier forma, sino más
bien siguiendo a mi mujer, Teresa Vilarós. Y supongo que, una vez allí, tuvieron
que contratarme. En Duke no había interés alguno en la deconstrucción, lo
cual implicaba todavía la necesidad de ser prudente, pero la universidad era lo
suficientemente rica y generosa como para que ninguno de sus profesores tu-
viera que luchar para conseguir recursos que permitieran la investigación. Así
que terminaron dejándome hacer lo que quisiera en el departamento de Ro-
mánicas (el Programa de Literatura era considerablemente más territorial), y
además estaba el Programa de Estudios Latinoamericanos y otras instituciones
dentro de la universidad bien dispuestas a apoyar actividades sin meterse en
su contenido. Y empezamos a pasarlo muy bien, en parte porque tuvimos
suerte: resultó que Gareth Williams, un colega latinoamericanista interesado
en la deconstrucción, consiguió un trabajo en la vecina North Carolina State,
y que Brett Levinson tenía una novia de Wisconsin, Ellen Risholm, que tam-
bién había sido contratada en Duke en el departmento de alemán, y así venía
a Durham con frecuencia, y que había buena gente en el departamento de his-
toria, como Danny James, y estudiantes receptivos e interesados, y tuvimos
muchas reuniones y cenas y fiestas y conversaciones, y yo tenía unos amigos
en Chile –Nelly Richard y Willy Thayer y Pablo Oyarzún y Federico Ga-
lende– también de la cuerda, y pude invitarlos a casi todos a venir, en algún
caso varias veces, y a pasar semestres enteros con nosotros.
La actividad en Duke era muy absorbente y yo tenía hijos pequeños y la
obligación de conseguir permanencia, y dejé de prestar atención real a lo que
se hacía por entonces en otras universidades. Sé lo que se hacía en algunos si-
tios, pero no en todas partes, y por lo tanto no se me ocurrirá ahora decir que,
si hubo un giro deconstructivo en Estudios Latinoamericanos, aunque haya
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No iba a ser así, y nosotros, los más jóvenes o entre los más jóvenes del
grupo, acabamos teniendo que aguantar más de lo que tocaba hasta que el
grupo se rompió en otoño de 1998. En ese momento, después de una confe-
rencia en Duke, empezó a cobrar patente de corso la noción de que había un
subgrupo o banda o cáfila en el mundo profesional que se creía metida en for-
mas muy radicales de deconstrucción subalternista, o de subalternismo de-
construcccionista. Tal grupo no existió nunca como tal, pero no importaba:
el rumor fantasmalizaba e incluía entre los deconstruccionistas a gente para
quienes la deconstrucción no era una influencia formativa ni real (Danny
James, Jon Beasley-Murray, John Kraniauskas) y también, para los mal infor-
mados, pero se trataba precisamente de desinformar, a gente que había sido
lo suficientemente astuta como para no querer unirse a ninguna empresa sub-
alternista, como Idelber Avelar. Se nos tildaba de turcos más o menos jóvenes
(andaría yo por los cuarenta) y ambiciosos, y en entrevistas y charlas de con-
ferencias empezó a decirse abiertamente que éramos oportunistas, carreristas,
machistas, eurocéntricos o postmodernistas y anarquistas, incluso, en un episo-
dio notorio, calvinistas (!!); y que nuestra ya no tan secreta meta era secuestrar
el Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos para nuestros propósitos
no solo nefandos sino también nihilistas (este tema del nihilismo como insulto,
por cierto, es un shibboleth curioso que no ha dejado de usarse y sin duda con-
tinuará usándose: una palabra útil, al modo de entender de los que la usan, que
yo, que he estado bastante atento, no puedo distinguir en su contenido de la
misma palabra empleada por algún católico ultramontano o fundamentalista is-
lámico; solo significa que no creemos en nada y somos diabólicos, y algún día
tendrá que estudiarse hasta qué punto muchas de las llamadas polémicas en el
campo universitario de las humanidades norteamericanas no van más allá de en-
frentamientos inventados por la cursilería pacata de profesores y profesoras que
son como rentistas de pueblo. El problema es, claro, lo que tales inventos matan
antes de que nazca o pueda nacer). Y claro, eso lo mató todo, pero al mismo
tiempo dio naturaleza en el campo profesional –falsa naturaleza– a un llamado
giro deconstructivo en estudios culturales latinoamericanistas. Así que, si en el
pasado hubiera habido o hubiera podido haber un giro hacia la deconstrucción,
nació o habría nacido, podríamos decir, con plomo en las alas.
Mientras tanto, sin embargo, la gente de nuestro círculo todavía no lo su-
ficientemente aterrorizada iba escribiendo tesis doctorales y monografías y ar-
tículos que iban empezando a aparecer impresos. No voy a hablar de los
artículos por falta de espacio, pero conviene mentar algunos de los libros. En
rigor, si nos atreviéramos a decir, por algún puntillismo historiográfico, que
mi propio libro, Interpretación y diferencia (1991), y el de Brett Levinson, Se-
condary Moderns (1996), pudieran ser concebiblemente entendidos como las
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Uno puede estar en desacuerdo, pero hay que tomarse en serio, en lugar de
optar por pensar que nos está tomando el pelo, la afirmación de Jameson, ha-
blando como marxista, de que la teoría política «es siempre de una forma u
otra teoría constitucional» ( Jameson 139), y que por lo tanto la noción misma
de democracia, queda «decisivamente desmantelada» por la introducción del
dinero, primero por Locke y luego por el capital mismo (140): «Con la emer-
gencia del capital... una multitud de categorías tradicionales del pensamiento
constitucional se hace inservible, entre ellas las de ciudadanía y representación;
mientras que la idea misma de democracia en cuanto tal –siempre un seudo-
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Ver Moreiras, «Democracy in the Andes: The Work of Alvaro García Linera, an Introduction»
y también el resto de ese número de Culture, Theory & Critique, editado por mí.
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En cuanto al pensamiento aprincipial o an-árquico es obligada una referencia a Reiner Schür-
mann, Heidegger on Being and Acting: un intento de usar el pensamiento heideggeriano hacia
un entendimiento de izquierdas de la praxis política, incidentalmente contra y a pesar del re-
chazo de Bosteels de tal posibilidad en Actuality 123-24, nota 25.
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Álvarez Yágüez entiende el cinismo como una consecuencia ideológica radical del capitalismo
financiero, ya prevista en El Capital de Marx. Esto bien podría estar detrás de la posición de Ja-
meson sobre la posibilidad misma de una política democrática y marxista. Cf. «Cinismo».
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Es obvio que ningún europeo en su sano juicio, ni intelectual ni no intelectual, diría hoy, si al-
guien le pregunta, que la ideología que le atribuyen los decoloniales es la suya. La teoftalmia en
asuntos no religiosos es probablemente un residuo del pensamiento duro del siglo XIX en asuntos
científicos que los decoloniales siguen despistadamente pensando activo. En asuntos religiosos
no hay nada específicamente europeo en el dogmatismo monoteísta.
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No según Jodi Dean o Bruno Bosteels, que, ante Yampara, estarían plausible-
mente pensando en pulsiones democráticas o en izquierdismos especulativos.
O podemos usar la terminología de Jameson y hablar de una (no)política del
pathos trágico, cuyo único uso, más allá de la circulación como uso, es el goce
«democrático» compensatorio. En cualquier caso, creo que este es el marco
adecuado, o uno de ellos, para proceder a la lectura de algunos aspectos de El
horizonte comunista, de Dean, y de La actualidad del comunismo, de Bosteels.
El libro de Dean se publicó en 2012 y el de Bosteels en 2011, pero Bosteels
incluye referencias al libro de Dean sobre la base de su acceso al manuscrito.
Y el libro de Dean cita a Bosteels en varias ocasiones. Podemos por lo tanto
asumir, quizá de forma algo reductiva, que ambos libros comparten un hori-
zonte similar, y que están en acuerdo más o menos básico el uno con el otro
–las variaciones específicas consistirán en sus diversas temáticas y formas de
análisis. Confío en que todo ello me autorice a intentar una lectura algo en-
trelazada de ambos textos.
El libro de Bosteels comienza y termina con referencias al fuerte impacto
político del trabajo de Álvaro García Linera –impacto teórico, a través de sus
libros y artículos, y práctico, por su participación como vicepresidente en el
largo gobierno de Evo Morales en Bolivia. La primera referencia se da como
cita de las «Remarques de circonstance sur le communisme», de Étienne Ba-
libar (2010), que menciona a García Linera en nota al pie en el contexto de
una discusión sobre qué pueda significar el comunismo hoy:
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Siempre me he sentido profundamente agradecido a Bosteels por la atención que dedica a mi
trabajo en su libro. Fue un acto de generosidad que no necesitaba hacer, puesto que podría
haber elegido el trabajo de otros. Pero este no es el lugar para hablar de su crítica de mi concep-
ción de infrapolítica. Habrá otros lugares.
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compele a considerar una izquierda que cedió y se vendió» (Dean 171). Ahora
tenemos una izquierda que «ha cedido en el deseo del comunismo, traicio-
nado su compromiso histórico con el proletariado, y sublimado sus energías
revolucionarias en prácticas restauradoras que fortalecen el dominio del capi-
talismo […] Sublima el deseo revolucionario en pulsión democrática, en las
prácticas repetitivas ofrecidas como democracia» (Dean 174). Este es un diag-
nóstico fiero y despiadado, pero lo que me parece significativo no es su mala
leche sino su desprecio por las pulsiones democráticas, que ahora se presen-
tan como la sublimación peor que inútil de un deseo comunista apropiada-
mente robusto y dado por inalcanzable. El melancólico izquierdista es un
pobre pendejo naufragado que ya no puede distinguir entre goce enfermo y
saludable deseo.
Ojalá se me pueda perdonar que exprese mis sospechas sobre tan útil y
apañada estructura, en particular si noto que, siguiendo el patrón retórico que
vengo explicando, el deseo comunista solo brilla en su ausencia misma (hemos
de creer que existe), mientras que la patética pulsión democrática es catastró-
fica en su presencia. Cuando tiene que teorizarlo con más precisión, Dean pre-
fiere abandonar abruptamente el psicoanálisis, como Bosteels hizo con la
ontología, y pasarse rápida a la noción de que «el deseo comunista es un
hecho dado. Lo que Negri posiciona dentro de la totalidad de la producción
capitalista en el presente es lo que Badiou posiciona en la eternidad de la Idea
filosófica» (181). Como la supuesta eficacia política que se constituye en
cuanto tal solo en la condena del radicalismo filosófico en Bosteels, en Dean
el deseo comunista es el resto que se da en función del fracaso de las pulsiones
democráticas, su otro lado, puesto que habría hipotéticamente un deseo pro-
piamente dicho que es lo que traicionamos en la pulsión, y en cuanto deseo
propiamente dicho no necesita ya prueba ni justificación alguna, solo cele-
bración. Claro, como sabemos es siempre solo el otro el que merece psicoa-
nalizarse. El problema es que, con esta estructura, de la misma forma que el
amo hegeliano necesita del siervo, necesitamos la neurosis del otro para pro-
poner nuestra propia normalidad, necesitamos al izquierdista melancólico o
especulativo, en su deprecación miserable, para que nuestra santimoniosa
rectitud brille y florezca. Por eso, en realidad, quitarlos de en medio es como
el problema mencionado por Marx: si quitamos las cadenas que aherrojan la
producción, arriesgamos la posibilidad de que la producción se pare brusca-
mente, de la misma forma que yo nunca pasaría hambre si pudiera comer
todo el tiempo. Está muy poco claro que el parón de la producción, o la de-
fenestración de los melancólicos pulsionales, pudieran por su cuenta hacer
entrar al comunismo en su actualidad transparente. Pero Dean y Bosteels no
proponen otra cosa.
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Bosteels), más que una crítica de la dominación cultural, está en el foco pre-
dilecto de sus praxis intencionales, que también por otro lado claramente bus-
can una invención de política transformadora a escala global.
Hay una incierta diferencia entre las posiciones de Dean y de Bosteels. En
su «Conclusión», Bosteels reafirma su propuesta a favor de un comunismo
de comunismos, pero esta vez ya no es tan duro con el izquierdismo especu-
lativo, como si hubiera notado que sin tal cosa su argumento mismo no podría
sostenerse6. Ahora dice: «hay lugar para un comunismo de comunismos en
el que el izquierdismo especulativo no es ya el síntoma de un deseo frustrante
de pureza sino que también sirve como fuente constante de revitalización del
comunismo» (283). Quizás no intencionalmente el gesto resulta un tanto
condescendiente –el papel del izquierdismo especulativo es ahora el de un
bienvenido moscardón en el rabo, que nos fuerza a mantenernos activos–,
pero por lo menos es algo así como una oferta de conversación, no una ame-
naza de desaparición. Y Dean puede compartir la convicción de que sus de-
mócratas melancólicos pueden tener también algo crítico que ofrecer a una
afirmación política de otra manera un tanto demasiado entusiasta, aunque la
verdad es que tal posibilidad no está explícita en su libro. De cualquier forma
este posible paso atrás con respecto a la demonización es bienvenido, aunque
cualquier conversación futura tendría que tomar en cuenta las palabras publi-
cadas por Bosteels solo un año después de la publicación de su libro, en la «In-
troducción del Traductor» a la versión inglesa del libro de Alain Badiou, Las
aventuras de la filosofía francesa. Allí dice Bosteels, todavía hablando de la «ra-
dicalidad filosófica» que castigó tanto en Actualidad: «Aunque alguna vez
tuvo la virtud crítica de combatir a la vez los errores gemelos del dogmatismo
ciego y el empirismo vacío, la ‘finitud’ se ha convertido hoy en un dogma que
arriesga que lo empírico no pueda ser internamente transformado. Y, al revés,
la “infinidad” –alguna vez, en su forma virtual más que actual, inseparable de
las vaguedades idealistas de la teología– es quizás la única respuesta materia-
lista a la jerga contemporánea de la finitud (con tal de que entendamos, por
supuesto, lo que esto implica para las definiciones de ‘materialismo’ e ‘idea-
lismo’» (xxvii-xxviii)7. Pero si el comunismo infinito tiene que definirse como
«la única respuesta materialista» a un dogma que consiste en sostener el más
bien poco dogmático reconocimiento de la finitud necesaria de la existencia
humana, es difícil ver cómo nosotros, los maníacos de la finitud (el texto deja
bien claro que los izquierdistas especulativos son patrocinadores de la finitud)
podríamos servir como interlocutores: ¿quizás el izquierdismo especulativo
6
Cf. Steinberg, «Cowardice», sobre el comunismo de comunismos en Bosteels.
7
Le agradezco a Jaime Rodríguez Matos que me haya llamado la atención sobre este párrafo.
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Santos Sanz Villanueva dice que La noche de los tiempos versa sobre «los orígenes de la Es-
paña actual», estableciendo una conexión que, creo, debe ser al tiempo reforzada y despla-
zada. Cf. por ejemplo Todo lo que era sólido 151. Muñoz Molina escribe sobre 1936 como lo
que espectraliza su presente, pero al mismo tiempo 1936, 2009 y 2013 son fechas sobre las
que Muñoz Molina discurre como fechas que marcan sus propias condiciones de escritura
(no las de España).
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Abel, cuya absorción temporal, es decir, cuya incapacidad para establecer una
relación atenta con su propia temporalidad, le lleva a un número de errores mo-
rales, vive la disyunción temporal como un tormento: «Humillado por su pro-
pia impotencia se empeñaba en cambiar imaginariamente el curso del pasado:
él solo, debatiendo con fantasmas, cambiando sus propios actos y los de las per-
sonas a las que conocía y hasta los de los figurones de la vida pública, subleván-
dose contra su propia ceguera y avergonzándose demasiado tarde de ella,
llevándole la contraria fervorosamente a alguien con quien no había querido
discutir meses atrás» (335). Este es el mismo tipo de disyunción temporal que
traza el pathos peculiar de Todo lo que era sólido, en donde siempre es cuestión
de una distracción retrospectivamente inevitable (más o menos), y sin embargo
culpable: por ejemplo, «[l]o que sin que nadie lo advirtiera o denunciara em-
pezó a suceder hacia mediados de los años ochenta es que al mismo tiempo
que las instituciones públicas empezaban a disponer de mucho dinero desapa-
recían los controles efectivos de legalidad de las decisiones políticas» (42).
La novela, y quizás ambos textos, saben en algún lugar de su inconsciente
textual que incluso una atención vigilante, una lucidez imposible (como la que
Rossman representa patéticamente en La noche), habrían sido en vano, en la
medida en que nadie puede rebelarse contra el desastre necesario sin conver-
tirse en una especie de payaso y en un paria en tiempos improféticos –y la re-
belión, excusa decirlo, sería particularmente ineficaz aún encima. Y sin
embargo la novela, y también Todo lo que era sólido, que no es novela sino en-
sayo, no pueden evitar rebelarse contra la imposibilidad o la ineficacia de la
rebelión. Creo que esto último es el principal mecanismo textual de ambos
textos. El corolario es la idea de que las situaciones históricas tratadas en ellos
son el pretexto o simplemente sobredeterminan una preocupación existencial
más profunda que puede tener un rango muy diferente: el rango de una obse-
sión por un objeto perdido que organiza y sutura la posibilidad misma de es-
cribir. No creo que Muñoz Molina haya tratado de ofrecer en ninguno de los
textos lo que equivaldría a una llamada más o menos simplona a una forma de
subjetividad voluntarista más alerta, más consciente: su protagonista en la no-
vela, así como el narrador del ensayo, padecen una subjetividad que no logra
encontrar su camino a una agencia eficaz, ni prospectiva ni retrospectivamente.
Esta fisura subjetiva –la brecha entre expectativas y resultados, experimentada
y narrada en cuanto tal– hace la escritura tanto posible como necesaria.
El entrelazamiento de una historia de amor con el complot político más
sustancial de La noche nos da confirmación indirecta. El affair intempestivo y
adúltero de Abel con una estudiante norteamericana, Judith Biely, aparente-
mente basado en el affair de Pedro Salinas con Katherine Whitmore, que acabó
llevando a Salinas a aceptar una cátedra de profesor de literatura española en
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Ya he hablado de «espectralización» en la nota previa, traduciendo la «hauntologie» de De-
rrida muy inadecuadamente, en todo caso en referencia a ella. Ver Derrida 51. También quiero
referirme al ensayo de Martin Heidegger «El fragmento de Anaximandro», que es un intertexto
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demos soñar la posibilidad, siempre perdida, por lo tanto siempre más dolo-
rosa, de un instante particular de vindicación, un instante de justicia absoluto,
digamos: «Las cosas siempre están a punto de no suceder, o de suceder de
otro modo; se van acercando muy despacio o muy velozmente a su cumpli-
miento o alejándose hacia la imposibilidad, pero hay un instante, uno solo, en
el que todavía tienen remedio, en el que lo que se va a perder para siempre aún
puede salvarse, en el que se puede detener la irrupción de la desgracia, el ad-
venimiento del apocalipsis» (330). La posibilidad de agarrar la ocasión por
el cabello, en un acto de decisión resuelta, nunca puede ser omitida, y eso
marca una espera y también un destino: tampoco puede planearse, y a la gente
no se le puede educar en su ejecución, ni en su facilitación.
¿Quién sería capaz, en cualquier caso, de agarrar la ocasión de decisión co-
rrecta y decisiva en situaciones históricas que, como dice la novela repetida-
mente, no dejan lugar a «gente como nosotros»? ¿Qué gente? Gente como
el viejo profesor de Abel, Karl Rossman, un judío berlinés ahora exiliado en
España que iba a acabar siendo asesinado gratuita e impunemente por los co-
munistas en septiembre de 1936. O gente como Abel mismo, o algunos otros
miembros del conjunto de personajes de la novela: José Moreno Villa, o Ma-
nuel Azaña, o el infatigable Juan Negrín: «No hay sitio para personas como
nosotros», dice Rossman (353). Y Negrín dirá: «Odian a la gente que es
como nosotros. Los que no creemos que arrasando el mundo presente se vaya
a hacer posible otro mucho mejor, ni que con la destrucción y el asesinato
pueda traerse la justicia» (445). Y en cuanto a Azaña, bastaría con releer su
La velada en Benicarló.
Las palabras en boca de Negrín son referencia directa y quizás velado ho-
menaje personal al texto de Azaña de 1939 (pero escrito a principios de la pri-
mavera de 1937, en Barcelona, antes de las luchas en la calle que terminaron
con la hegemonía pactada entre anarquistas y nacionalistas en el área catalana,
lo cual consolidó la oportunidad de la República para organizar un esfuerzo
de guerra más o menos conmensurable con el de la insurrección antirrepubli-
cana), un texto testimonial que ayuda a situar La noche, y por extensión Todo
lo que era sólido, en su escenario dramático. En el «Preliminar» a su libro,
Azaña habla de un «drama» que va mucho más allá de la guerra misma y cuyo
presentimiento prebélico «ha llevado el ánimo de algunas personas a tocar
desesperadamente el fondo de la nada» (Azaña 33). Es porque «a hombres
como nosotros se les acaba el mundo» (35) que puede producirse una refle-
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xión compensatoria según la cual «[e]n España, dos bandos feroces tratan de
destruirse. Ninguno puede dominar al otro. Cuando se reconozca así y se acabe
la guerra, los que se mantienen lejos de ella y reprueban a los dos bandos se en-
cargarán de gobernar al país» (37)3. Los republicanos que dialogan en el texto
de Azaña pueden decir, en abstracto, que el problema es reducible a «un pro-
blema de libertad, de razón, de dignidad humana. A implantar un régimen to-
lerable, tolerante, manifiesto en un Estado más inteligente, más próximo a la
moral social de nuestro tiempo, que aproveche mejor el valor de los hombres
y respete la independencia del juicio» (70-71). Pero tal posibilidad se estrella
contra un destino histórico que ha convertido a España en un país en el que
a muchos españoles no les basta con profesar y creer lo que quieran: se ofenden,
se escandalizan, se sublevan si la misma libertad se otorga a quien piensa de otra
manera. Para ellos la nación consiste en los que profesan su misma ortodoxia. La
nación así entendida se depura merced a tremendas amputaciones. El territorio
les importa menos. Espíritu de tribu errante, de pueblo místico y elegido. La cruz,
ganchuda o no; la media luna u otro emblema (también la hoz y el martillo), bri-
llando en un cielo candente. Todos sumisos. Peregrinar por el desierto, y la sober-
bia de decir: no tengo enemigos en toda la redondez del horizonte. Así habla en
este gran caso el espíritu nacional y por eso deja perecer o en peligro otros valores
tenidos por primordiales (86).
3
Ver Loureiro (32) sobre cómo Muñoz Molina rechaza la noción de las «dos Españas», por lo
tanto también la noción de una «tercera España» cuya presencia está sobredeterminada en el
texto de Azaña por las condiciones abismales del gobierno republicano en la primavera tem-
prana de 1937.
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dad social, de unos usos sociales que recuerdan una vez más al kata ton khreon
de Anaximandro que deshace justicia e injusticia y desquicia el tiempo como
le parece, más allá de, aunque también mediante, la agencia humana4. El Abel
que desespera y cuida sus heridas en Burton College ya no puede creer en
ningún imperio o promesa de la razón y se encuentra a sí mismo «más iluso
que cualquiera de ellos [los otros]» (933): «Le dijo que lo que más le asom-
braba era haberse equivocado tanto, en todo, especialmente en las cosas de
las que estaba más seguro; haber confiado en la solidez de todo lo que se
hundió de un día para otro, sin drama, casi sin esfuerzo; haberse equivocado
tanto sobre sí mismo» (932-33), lo que por supuesto lleva al «nosotros»
al abismo del desastre. Abel, como cualquiera de nosotros, nunca ha tenido
control de nada.
4
Por supuesto esos infatigablemente lúcidos y tan supremamente comprometidos intelectuales
antifascistas, es decir, José Bergamín y Rafael Alberti, son presentados como más bien personajes
siniestros en La noche: grotescos sería mejor palabra.
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Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen como quieren en circuns-
tancias que eligen por sí mismos; más bien la hacen en circunstancias presentes,
dadas y heredadas. La tradición de todas las generaciones muertas pesa como una
pesadilla en el cerebro de los vivos. Y justo cuando parecen estar revolucionándose
a sí mismos y a sus circunstancias, al crear algo sin precedentes, justo en esas épocas
de crisis revolucionaria, ahí es cuando conjuran nerviosamente los espíritus del
pasado, tomando prestados sus nombres, sus órdenes de marcha, sus uniformes,
para poner en escena nuevos actos de la historia del mundo (Marx, Later 32).
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de los fantasmas cuyas órdenes de marcha hubieran llegado a ellos desde ins-
tancias más bien sospechosas. La llamada repetida al principio de realidad en
Todo lo que era sólido, la animosidad contra la ilusión engañada en cualquiera
de sus formas, tiene un antecedente directo en la confrontación extensa con
las circunstancias que rodearon la vida de Ignacio Abel en el Madrid de 1935-
36, que forma la estructura de la novela.
Todo lo que era sólido no se contenta, sin embargo, con la denuncia del ca-
rácter fantasmático, hechizado aunque olvidadizo, o hechizado por olvidadizo,
del presente español (no hay pretensión de que la presente crisis pueda o deba
compararse a la que llevó a la Guerra Civil desde ninguna especie de estructura
permanente de la historia española), ni con la protesta en vista de la disolución
aparente de todo lo tradicional que debería haberse dejado en pie. Pide una
«rebelión cívica» (245) que seguiría presumiblemente la noción de que solo
cuando todo lo viejo se ha vuelto humo aparece quizás una oportunidad para
que los hombres y las mujeres «echen una mirada realista a sus circunstancias,
a sus múltiples relaciones» (Marx, Manifiesto Comunista, Later 4). Muñoz Mo-
lina pide un ajuste de cuentas «sereno» (245) con el presente español, pero
no lo hace desde ninguna teoría del fantasma ni desde ninguna atención ne-
cesaria ni desmedida a la memoria histórica, sino desde la necesidad de arre-
glárselas con lo que es posible y necesario, razonable y ajustado al imperativo
de evitar toda recurrencia del desastre histórico. Pero sus palabras son lo sufi-
cientemente duras para hacerles saber a todos que cabalmente con el desastre
histórico se ha estado coqueteando desde la distracción particular de la vida
política y social española de los últimos veinte o treinta años.
Dice un soneto de Francisco de Quevedo, ciertamente no uno de los es-
critores favoritos de Muñoz Molina: «No hallé cosa en que poner los ojos que
no fuera recuerdo de la muerte». Es difícil no acordarse cuando uno va le-
yendo la oscuridad del relato de Muñoz Molina, a pesar de la gran comicidad
de muchas de sus páginas. Para Muñoz Molina, la crisis financiera del presente
no es una crisis que le cayera del cielo a los españoles: es sobre todo una crisis
creada y propiciada por una serie de defectos en la vida española que el libro
expone, y por lo tanto una crisis que cae dentro de la noción marxiana de que
hacemos nuestra propia historia aunque en condiciones que no determinamos.
Muñoz Molina pide un nuevo despertar traumático que pueda ser recondu-
cido, no como en el caso de Abel hacia la dislocación y el exilio, hacia el éxodo
y el remordimiento, sino hacia una rebelión cívica que pueda producir no solo
nueva esperanza social, sino también, más allá de toda esperanza, un futuro
sostenible en brotes azañianos de libertad, razón y dignidad: «grandes trans-
formaciones», dice (235). Son posibles, quizás necesarias, aunque eso no sig-
nifica que puedan tener lugar. Muñoz Molina entiende tales dificultades. Mi
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blando con cierto exceso de sexo, para no mencionar la política. Mis amigos
eran todos antifranquistas, pero no podían soportar ni al Partido Comunista
ni a los nacionalistas catalanes, ni tampoco a todos los otros tipos tan jóvenes
como nosotros que algunos años antes se habrían hecho monjas o miembros
del Opus Dei pero que ahora, abandonados a su suerte, elegían más bien los
placeres y deliquios de ser pro-chinos o pro-albaneses. Y también teníamos
nuestros reparos hacia los llamados «ácratas», cuya desarmante buena fe y
tragaderas simplonas habrían despertado objeción hasta en San Francisco de
Asís y en su hermana Santa Clara. Además, tenían malos gustos musicales.
Nosotros estábamos más cerca de la Assemblea de Treballadores de l’Espec-
tacle, que había formado una cooperativa en el Saló Diana, refugio y templo
en el que todo lo que nos importaba más allá de la calle misma ocurría y podía
ocurrir a cada rato.
Por la época en la que fui invitado a unirme al PSUC la Assemblea organizó
una performance cíclica y continua de tres días del Don Juan Tenorio, de Juan
Zorrilla, en el Mercat del Born. Mientras la fiesta ocurría todos nosotros nos
hicimos conscientes de la importancia generacional y personal de lo que estaba
ocurriendo –yo lo recuerdo de ese modo, con cierta nitidez, pero quizá tam-
bién fijando en retrospectiva en un solo acontecimiento lo que fue más bien
una acumulación de experiencias que duró varios años, para mí años formati-
vos, cruciales, los años de la transición española. Aquellos tres días fueron in-
tensos e intensamente alegres. En algún momento de ellos nos dimos cuenta,
en una especie de duelo adelantado que fue también la conciencia de los lími-
tes de nuestra propia capacidad física, de que no volverían, de que eran únicos
y fugaces, y que nos habían dado acceso, pero quizás habían también consu-
mado, una forma de experiencia después de la cual sería difícil que la política
que se ofrecía fuera otra cosa que compensatoria, un pálido reflejo tal vez. Mi-
rando atrás, pero creo que lo sabíamos entonces, el Don Juan del Born marcó
en Barcelona, para nosotros, el límite tras del cual la narrativa de la transición
democrática española tendría que ser formada desde una lógica cuyo axioma
sería el desencanto. Usamos la palabra, quizás, no recuerdo, tomándola de la
película de Jaime Chávarri, El desencanto, de 1976, que se convirtió en una pe-
lícula de culto y en una obra de referencia para nosotros. Y así el desencanto
se hizo el reverso de un número de experiencias infrapolíticas cuya intensidad
habría excedido cualquier posibilidad política5. Tales experiencias –el final del
5
Muchos años más tarde (1988), mi mujer, Teresa María Vilarós, publicaría su libro El mono del
desencanto. Una historia cultural de la transición española 1973-1993. Sobre el impacto de la película
de Chávarri ver 47-53, y sobre el Don Juan del Born y cosas parecidas en el período ver 187-94.
Ver también, para materiales gráficos, Castillo (ed.), Barcelona, fragments de la contracultura.
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6
El ensayo de Faber es una lectura crítica del libro de Muñoz Molina, en el que Muñoz Molina
se ve cuestionado sobre la base de su proyección del papel del intelectual como «guía moral»
de la vida política de la nación. En ese contexto Faber concluye su comentario acusando a Todo
lo que era sólido de meterse «en una defensa del status quo. No en términos de modales, quizás,
pero sí en términos de sistema económico y relaciones de poder» («Review» 47). Me limito
a indicar mi desacuerdo –una defensa de la democracia y de la regeneración democrática de la
vida pública no puede igualarse a una defensa conservadora del estado de cosas político y eco-
nómico. Sobre el movimiento 15-M, han aparecido un número de libros, de los que mencionaré
a Roitman, Los indignados, Taibo y otros, La rebelión, y Alvarez y otros, Nosotros.
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7
«Hace falta una serena rebelión cívica que a la manera del movimiento americano por los de-
rechos civiles utilice con inteligencia y astucia todos los recursos de las leyes y toda la fuerza de
la movilización para rescatar los territorios de soberanía usurpados por la clase política. Hay
que exigir de manera eficaz la limitación de mandatos, las listas electorales abiertas, la profe-
sionalidad y la independencia de la administración, la revisión cuidadosa de toda la maraña de
organismos y empresas oficiales para decidir qué puede aligerarse o suprimirse, a qué límites
estrictos tienen que estar sujetos el número de puestos y las remuneraciones, qué normas se
deben eliminar para que no interfieran dañinamente con las iniciativas empresariales capaces
de crear verdadera riqueza, qué hay que hacer para alentar y atraer el talento en vez de ponerle
obstáculos y someterlo a chantajes políticos. Hay que defender sin timidez ni mala conciencia
el valor de lo público, que lleva tantos años sometido obstinadamente al descrédito, a la intere-
sada hipocresía de los que lo identifican siempre con la burocracia y la ineficiencia y celebran
por comparación el presunto dinamismo de la gestión privada, y a continuación aprovechan
contratos públicos amañados para enriquecerse, y renegando del estado saquean sus bienes y
se quedan a bajo precio y a beneficio de unos pocos lo que había pertenecido a todos, lo mismo
una red de trenes que el suministro de agua de una ciudad, el patrimonio común convertido en
despojos» (245-46).
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pánico para vivir una vida normal? ¿Hubiera podido Muñoz Molina vivir su
vida española con los ojos totalmente abiertos, oídos afilados, pensamiento
insomne? Hacia la mitad de Todo lo que era sólido Muñoz Molina nos da una
pista metacrítica a la que quizá no debamos prestarle atención (o quizá sí).
Está hablando del proceso de escritura de La noche de los tiempos, y dice:
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Que los tiempos estén desquiciados y que la experiencia del desastre sea
antes que nada la experiencia de la denegación del desastre es la condición
misma de la política, la necesidad de la política, y el uso del compromiso po-
lítico, en 1936, en 1977, o en 2012, o en 2016. Es así hasta tal punto que la mi-
rada fría y terrestre a las circunstancias y relaciones que nos rodean se hace
apenas posible, y cuando sea posible estará todavía abrumada por la carga de
lo que pesa como pesadilla en las cabezas de los vivos. No podemos sustraer-
nos a las condiciones de la política. Podemos, sin embargo, intentar un acto
político de vez en cuando, y eso es lo que ha hecho Muñoz Molina con su se-
cuencia de libros. Por supuesto no hay garantías de que vayan a tener su efecto
deseado, aunque casi las hay de que no será así8.
8
Agradezco a Sebastiaan Faber y a Angel G. Loureiro sus lecturas y comentarios de este capítulo.
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Capítulo 8
El Fragmento 247 de Heráclito, ethos anthropoi daimon, es una de las más deci-
sivas palabras del pensamiento occidental, particularmente en ausencia de más
fragmentos de Anaximandro. Hegel dijo de Heráclito, en sus lecciones de his-
toria de la filosofía: «¡Aquí vemos tierra! No hay proposición de Heráclito que
no haya yo usado en mi lógica» (Barnes 57). Al mismo tiempo, Heráclito tam-
bién proporciona herramientas antihegelianas, y sería difícil considerarlo un
pensador de la «astucia de la razón» (Hegel, Philosophy 89). En el Fragmento
247 ethos puede remitir, como dice el lexicon Liddell-Scott, a las guaridas o ma-
drigueras de animales, o a la costumbre y el uso, también a maneras y hábitos,
y así a disposición y carácter. Daimon es una palabra todavía más complicada,
pues es difícil imaginar lo que pudo haber significado en una cultura no marcada
por el cristianismo: sí, significa dios o diosa, o lo que los romanos llamarán
numen, pero también significa oportunidad o fortuna, y el verbo daío, que re-
fiere al poder del daimon, habla de dividir o distribuir destinos.
G. S. Kirk y J. E. Raven traducen ethos anthropoi daimon como «el carácter
del hombre es su daimon». No es traducir mucho. Ethos aparece dudosamente
como «carácter», y daimon es, en fin, daimon. Para el humano. El carácter es
daimon, y no cualquier daimon, sino «su» daimon, esto es, daimon para el
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Una de ellas presume que «si … el carácter de una persona … fuera co-
nocido en sus detalles, y si … todos los acontecimientos en las áreas penetra-
das por ese carácter fueran conocidos, tanto lo que le ocurriría a él como lo
que él conseguiría podrían ser exactamente predichos. Esto es, su destino sería
conocido» (Benjamin, «Fate» 201). En otras palabras, una vez conseguimos
conocer nuestro carácter, supongamos que siguiendo otra máxima griega, gno-
the seautón, conócete a ti mismo, o el carácter de alguna otra persona, tu ca-
rácter, por ejemplo, yo conocería tu destino, tu tiempo, tu vida. Nada te ocurre
que no esté ya inscrito en ti: no hay pathos, nada sucede, nada te pasa, o más
bien el pathos es siempre singular, siempre ya tuyo, y por lo tanto ha pasado
ya siempre. El carácter no es la identidad, es más bien la kharis, la gracia, como
diría o ha dicho Rafael Sánchez Ferlosio, y te define como singularidad de
tiempo o singularidad en el tiempo.
(Hacia el final de Vendrán más años malos y nos harán más ciegos [1993]
Ferlosio incorpora un relato al que llama «Descubrimiento del carácter». El relato
cuenta cómo lo llevó su abuela a un convento de Capuchinos en Fuenterrabía. Era
una primera visita para el niño, y la abuela le dijo que no fuera indiscreto cuando
un fraile contrahecho le abriera la puerta: «¡Como se te ocurra decirle una palabra
ya verás tú!». Pero Rafaelito, irreprimible, nos cuenta que cuando se abrió la
puerta «lo que mis ojos vieron, súbitamente arrobados de fascinación, fue la figura
más maravillosa que nunca habrían sabido imaginar», un gnomo con una larga
barba cenicienta, y le preguntó: «Y tú, ¿cómo eres tan pequeñito? ¿Cómo has cre-
cido tan poco?». El fraile respondió, con sonrisa dulce: «Porque el Señor ha dis-
puesto que no creciese más». Ferlosio concluye: «Hoy sé que aquella singular
gracia divina es el carácter» [172-74]. El carácter es gracia, no identidad, de kha-
ris, gracia, favor, don.)
Hay otra concepción vulgar, que es el opuesto especular a la primera. Según
esta segunda, no es que el carácter determine absolutamente el destino, sino
más bien que el carácter y el destino coinciden, son indecidiblemente diferen-
tes, no son distinguibles puesto que el destino define el carácter y el carácter
refiere al destino. Benjamin cita a Nietzsche un tanto ambiguamente: «Tal es
el caso cuando Nietzsche dice: ‘Si un hombre tiene carácter, tiene una expe-
riencia que recurre constantemente.’ Esto significa: si un hombre tiene carácter,
su destino es esencialmente constante. Claro, también significa: no tiene des-
tino –la conclusión extraída por los estoicos» («Fate» 202). Lo que dice
Nietzsche es que el eterno retorno encuentra su estado máximamente expre-
sivo en el amor fati como expresión suprema del carácter o, si se prefiere, como
caracterización suprema o internalización real del carácter; el carácter no pre-
existe al destino, como hace en la primera versión vulgar, más bien el carácter
llega a su identificación con el destino en cuanto tal.
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todo el rato» [181]. Todo esto supone un ataque devastador, de Marías, al concepto
hegeliano de héroe histórico-mundial, sobre el que volveré en seguida: un destino
está prefijado, y eso aniquila el carácter, o bien, no hay carácter, y por lo tanto todo
destino es falso.)
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estafa heroico-patética. Por supuesto la estafa solo apareció como tal cuando
fue detectada y no antes. ¿Cuál es el interés de tal figura? ¿Por qué, una vez re-
velado como estafador, conviene convertirlo en un héroe literario también,
aunque sea un héroe catastrófico o un antihéroe?
Podría decirse que Marco, hombre de carácter, quiso ser feliz, y su interés
no estaba en la satisfacción, o con la misma plausibilidad podría decirse que
buscaba satisfacción y sacrificó a ella su felicidad –hombre de destino, por lo
tanto. Y esto ya es un problema, el hecho mismo de que podamos afirmar
ambas cosas, desde luego un problema para la perspectiva hegeliana y también
para la ferlosiana, dado que para ambos uno debe elegir, o bien carácter y feli-
cidad o bien destino y satisfacción, y esas son las opciones activas y prósperas,
porque uno también puede optar, aun sin quererlo, por la infelicidad y por la
catástrofe, por la insatisfacción y la miseria. Pero ¿podemos reconciliar la re-
conciliación de ambas opciones? ¿Es eso lo que nos pide la novela sin ficción
de Cercas, esa tercera perspectiva imposible y silenciosa? El que busca la sa-
tisfacción lo hace sobre la base de algún deseo de felicidad, y el que busca la
felicidad espera derivar de ella algo de satisfacción. No hay, en realidad, quizá
nunca la ha habido, contra Hegel y contra Ferlosio, aunque Ferlosio sea ya él
mismo antihegeliano, una opción clara, nítida, entre carácter y destino. ¿Nos
lleva eso a una de las dos interpretaciones vulgares en la lectura benjaminiana?
Sea lo que sea lo que decidamos, creo que este asunto remite al corazón de la
reflexión infrapolítica y existencial que cubre la novela de Cercas.
Dejemos aparte los moralismos. Importa que Marco es, o sea, un impostor,
pues eso lo hace interesante, aunque de forma patética. Pero quizás importa
aún más por razones no tan evidentes. Cercas no las esconde, aunque tampoco
las revela. ¿Por qué está Cercas –Cercas el narrador, podemos ignorar a Cercas
el autor, supongo– tan obsesionado con Marco, hasta el punto de pasarse unos
nueve años, nos dice, agonizando sobre si escribir o no escribir su libro? ¿No
es el caso que todos somos impostores en alguna medida, todos falsificamos
nuestra historia, todos falsificamos nuestras vidas, todos falsificamos nuestro
trabajo, aunque no necesariamente todos nosotros o siempre seamos investi-
gados por algún historiador impenitente cuya misión sea revelar nuestra im-
postura? Así que quizá lo que importa en verdad es alguna otra cosa, y quizá
podamos tratar de nombrarla. La pregunta real en la novela no es si Marco
debe ser redimido o maldito, condenado o celebrado, consignado a la infamia
o rescatado para algún panteón de bribones simpáticos.
Cercas no busca determinar el arrepentimiento de Marco. Tampoco ave-
riguar si Marco es, como dice el director de cine Santi Fillol, que hizo un do-
cumental sobre Marco y es también personaje de la novela de Cercas, un
embaucador descarado y sin fondo que «no se quita nunca la máscara. Siem-
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pre está actuando, siempre está haciendo el discurso que en cada momento le
interesa» (El impostor 409). Marco es como el tipo lacaniano que se las arregla
para mentir con la verdad, cuandoquiera que dice la verdad. ¿Es posible mentir
con la verdad? Immanuel Kant sería el primero en decir, como mera conse-
cuencia de su ley moral o concepto de libertad, que tal cosa, mentir con la ver-
dad a todas horas, hipotéticamente posible como envés del decir siempre la
verdad sin mentir, y de ser verdadero hasta en la mentira, sería punto menos
que milagrosa, improbable, algo muy raro, aunque a la vez sea lo que hacemos
casi siempre aun sin darnos cuenta cabal de ello (en la medida en que nuestro
decir la verdad guarda siempre un resto patológico, guarda siempre un interés
propio ajeno a la verdad misma, siempre mentimos con la verdad). Pero eli-
minemos la culpa de esta ecuación. A Cercas no le interesa ni encontrar culpa
ni limpiar la culpa. Lo que busca es algo igualmente milagroso, improbable y
raro: producir un libro sobre el residuo de verdad de un conjunto monumental
de mentiras, encontrar lo que todavía pueda tenerse en pie cuando se eliminen
todas las mentiras. Tal es el ejercicio técnico de su novela sin ficción o de su
ficción real: ¿cómo procede uno a escribir un libro en el que no haya mentiras,
un libro verdadero que cruce todas las mentiras, qué queda o quedaría? (Es la
misma pregunta que se hace este libro, y por eso costó tanto escribirlo o ex-
ponerlo.)
(Sí, quiero decir algo sobre la novela de Cercas, y espero decir algo sobre Marías
también, y quiero decir algo sobre Benjamin y algo sobre Hegel, y sobre Sánchez
Ferlosio, pero también quiero concluir mi propio libro y reflexionar en él, mientras
trato de terminarlo, sobre si es posible o ilusa la búsqueda de un tipo de pensamiento
que, aunque acepte su propia enfermedad, su propio dolor estructural, pueda tam-
bién volverse al surgimiento de la cura. Quiero hacerlo en la tematización de la di-
ferencia entre carácter y destino, o ethos y daimon si es que todavía estamos
autorizados a usar los términos griegos. He invocado imposiblemente las nociones
de atención al pensar y cultivo de la letra como mis herramientas deseadas, prepa-
rando así el terreno de mi defunción crítica, optando por la infelicidad y la catástrofe
del fracaso, ninguna satisfacción, puesto que será tan fácil para el lector rechazar
mi intento, dudar de mi intento, mortificar mi intento, y declararlo falso. Un poco
tal vez como lo que le pasa al Rey de España en la novela de Marías –alivio cómico.
Me habré convertido en un impostor, como Enric Marco. Así que solo puedo ir a
través de él, atravesarlo a él, para salvarme, aunque me importe poco salvarme, y
menos a ojo de los lectores.)
El impostor es una obra importante, tal vez una obra maestra, diría yo, por-
que trata de dos cosas muy infrecuentes, y sobre todo porque toma sobre sí
hacerlo: uno duda en llamarlas tareas literarias o de pensamiento, aunque sin
duda solo sean posibles prestando atención a la escritura, en el cultivo de la
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letra atenta al pensar, y son, a saber, por un lado una narrativa desnarrativizante,
y una voluntad de decontrucción testimonial por otro –no de un testimonio
deconstruido, sino de la deconstrucción del testimonio. Me interesan ambas
–narrativa desnarrativizante y la deconstrucción del testimonio, en oposición
a la narrativa y a la crítica mitográfica o mitomaníaca, de la que se ha hablado
suficientemente en estas páginas– como corrección a la pretensión de verdad
identitaria que ha plagado y continúa plagando el discurso crítico y el discurso
político durante los últimos cuarenta años. Es verdad que ambos procedimien-
tos, que son los procedimientos técnicos esenciales de El impostor, son necesa-
riamente difíciles, duros, incluso escandalosos, más todavía de lo que parecen
si ustedes supieran, y que exponen al autor a recriminaciones sin fin. ¿Cómo
va un narrador, el que escribe, a denarrativizar la narrativa? ¿No es esa una con-
tradicción in terminis, una empresa imposible? ¿Y cómo va uno a buscar una
deconstrucción del testimonio sin arrojarse y arrojarnos a todos a las más si-
niestras formas de exposición, tras habernos negado el último refugio, que es
confiar en que otros, algún otro, pueda confiar en nuestra verdad personal, que
es en último término solo pronunciada y pronunciable como una demanda de
respeto y amor? Si nos quitas la doble posibilidad de mito y testimonio –ambos,
mito y testimonio, están enmarcados negativamente en la mitomanía–, enton-
ces nos quedamos sin nada, con nada, ya no sabemos a qué agarrarnos. Ten-
dríamos que renunciar no solo a la literatura y a la filosofía, también a la política,
en la aceptación necesaria de un nihilismo sin horizonte.
Pero puede no ser tan malo. Sabemos que el intertexto primario en El im-
postor es Don Quijote, y que Don Quijote es después de todo tanto una narra-
tiva denarrativizante como un testimonio en deconstrucción, particularmente
al final, en la terrible y necesaria conclusión del libro, la muerte de Alonso Qui-
jano una vez renuncia, gracias a ese imperdonable idiota Sansón Carrasco, uno
de nosotros, crítico y humanista, hispanista, a ser Don Quijote. La realidad no
salva a Don Quijote, lo consigna justamente a la muerte, que es quizá la última
manera de mentir con la verdad, y por lo tanto, y aquí termina la novela, la fic-
ción no lo salva tampoco, porque muere. Nadie lo salva, nada salva. Eso es lo
que es, en Don Quijote y en El impostor.
La impostura de Marco, ¿falsifica un carácter o falsifica un destino? ¿Es esa
impostura no en sí misma el medio hacia un destino buscado? ¿O es más bien
el mecanismo para la consolidación, el ancla necesaria, de un carácter que per-
manece ausente, quizás inexistente, pidiendo presencia desde su mismo vacío?
El drama de Marco –ya no es posible mantener a este nivel que uno solo está
hablando de Marco como personaje de la novela, no de Marco en la vida real,
igual que la narrativa de Cercas se construye mediante el borramiento de esa
diferencia, para Marco y para él mismo en cuanto autor y narrador, y como
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este libro aspira a haber borrado tal diferencia con respecto a mí mismo– po-
dría muy bien ser haberse hecho incapaz de responder a esas preguntas incluso
para sí mismo: una vez perdido en su impostura, habiendo entrado en ella
desde un darse cuenta de que, desde el principio, a Marco le faltaba, como al
pobre Rey de España, tanto el destino como el carácter, ambos ausentes,
ambos impatentes, ya no había opción real entre ellos, y solo se podía, deses-
peradamente, intentar ambos, contra viento y marea, como el fulano del que
hablaba Yogi Berra que, cuando llegaba a una encrucijada, solo podía pensar
en tomarla ciegamente, ambos lados. Quizás a través de algún escritor de dis-
cursos, ficción real, crítica sin crítica, lo suficientemente listo como para fingir
autenticidad, que es el papel preciso que Javier Cercas toma sobre sí como
autor de esa extraña novela sobre Enric Marco.
Cuando, en uno de los pasajes cruciales del libro, Cercas intenta una descrip-
ción de Marco como hombre medio, otro español o catalán del tiempo histórico
que le tocó vivir, y así solo otro español o catalán, un hombre sin atributos, un
fulano entre otros, lo que Cercas intima pero nunca dice es que Marco no tiene
carácter ni destino. Esta es, parcialmente, la página de Cercas:
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para la que no hay opciones marcadas, una decisión sin decisión. Marco opta
indiferentemente, darse un destino para ganar carácter o darse un carácter para
ganar destino, y su opción lo deshace. Pero, en este punto, en esta precisa en-
crucijada, aquí y ahora, ¿no nos deshace a todos nosotros, aunque no hayamos
encontrado aún al investigador riguroso que haga nuestro drama público? ¿Al
escritor fantasma de discursos capaz de darles algo de autenticidad atroz?
¿Al administrador que lidie terminalmente con nosotros?
Todo esto prueba que Sánchez Ferlosio tenía razón y que la única cosa in-
teligente, si fuéramos capaces de ella (el Rey, por ejemplo, no puede), sería
preferir la felicidad y no jugar carta alguna a ningún destino concebible. Y ese
es por supuesto también el inconfesable y siempre malentendido secreto de
Benjamin, de su segundo texto sobre la idea de carácter, su ensayo de 1931
«Sobre el carácter destructivo».
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Y el nuevo orden del mundo y las obras que efectúan parecen ser su propio logro,
su interés personal y su creación. Pero el derecho está de su lado, pues ellos son
los que tienen visión larga: han discernido lo que es verdadero en su mundo y en
su tiempo, y han reconocido el concepto, el siguiente universal que va a emerger.
Y los demás... acuden en tropel a su standard, pues son ellos quienes expresan lo
que la era requiere. Son los que tienen mayor visión a distancia entre sus con-
temporáneos; los que mejor conocen qué asuntos están en juego, y lo que quiera
que hagan es correcto. Los demás sienten que es así, y tienen por lo tanto que
obedecerlos. Sus palabras y obras son lo mejor que puede decirse y hacerse en
su tiempo (83-84).
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Benjamin se acerca a ello con una demarcación nítida. Para él, «donde hay
carácter no habrá, con certeza, destino, y en el área del destino no se encontrará
carácter alguno» («Fate» 202). Destino y carácter son realidades separadas,
puesto que ya no pueden ser identificadas mediante la pasión de la historia-
mundo, y mucho menos en sus ecuaciones vulgares. ¿Cómo distinguirlas? Ben-
jamin considera el destino, el daimon, consignado al orden de la ley, «un
residuo del estadio demónico de la existencia humana» (203). La tragedia,
sin embargo, triunfó sobre la ley, «pues en la tragedia el destino demónico
queda infringido» (203). El hombre trágico «aprende que es mejor que su
dios» (203), y el resultado es la consignación del destino a lo que Benjamin
llama «la condición natural de lo viviente» (204). Pero el hombre está en ex-
ceso de ello, precisamente en su carácter. El carácter no es ya un concepto trá-
gico –más bien pertenece a la comedia, el lugar, dice Benjamin, «de un
desarrollo máximo de la individualidad» que lleva a la libertad (205-06). Ben-
jamin nos dice por fin que el carácter es a la vez un índice de y el sitio de en-
trada a la región de la temporalidad propiamente humana, por oposición a la
morada inauténtica de la desgracia y la culpa que el entendimiento trágico des-
mantela. El carácter es el lugar de la libertad.
¿Podemos todavía atenernos a la libertad, a la gracia de la singularidad,
como región abierta para el presentarse del dios como lo infamiliar, el invitado
siniestro? Si es así, ¿podemos facilitar su advenimiento en la atención al pen-
samiento y el cultivo de la letra? ¿Es el pensamiento enfermo la posibilidad
misma de dejar atrás la culpa y la desgracia residual causadas por el imperio
del destino en nuestras vidas? El pensamiento sería el reino hechizado de los
acontecimientos vitales, y su función no podría ser llegar al fin de sí mismo,
pues tal cosa sería muerte y terminación. El pensamiento hechizado no busca
la terminación del pensamiento, el fin del hechizo. ¿Qué busca entonces? ¿Y
qué puede significar la cura en tal contexto?
Si escribir y pensar pueden hacer algo otro que servir el destino caído de
la historia universal, si podemos salvarnos o rescatarnos de narrativas de des-
tino que han ya perdido su destino mismo, acudimos a la cura, no como res-
tablecimiento de la salud, sino como posibilidad de acceso a la región abierta
donde la libertad puede todavía aparecer. Heidegger lo llama «dejar ser», pero
no tiene nada de pasivo. En su discurso de Caracas, pronunciado en la cere-
monia de entrega del Premio Rómulo Gallegos en 1995, y hablando de Ma-
ñana en la batalla piensa en mí, Marías se ocupa de lo que solo puedo entender
como crítica del destino. Dice: «Todos tenemos en el fondo la misma tenden-
cia, es decir, a irnos viendo en las diferentes etapas de nuestra vida como el re-
sultado y el compendio de lo que nos ha ocurrido y de lo que hemos logrado
y de lo que hemos realizado, como si fuera tan solo eso lo que conforma nues-
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tra existencia» (453). Hay algo que olvidamos, y olvidamos que olvidamos,
cuando hacemos teoría de la literatura en cierta manera. Pero ¿y si la literatura,
como cultivo de la letra, o la teoría como atención al pensamiento, pudiera en-
tenderse como meditación sostenida sobre lo que el destino mantiene lejos
de nosotros, lo que podía haber llegado pero no llegó, la suma total de posibi-
lidades no realizadas en nuestras vidas no como destino fallido sino como gra-
cia sin uso, ahora recibible en virtud de una mirada que ya no constata su
agotamiento sino su inexhaustibilidad? Esto es también dejar ser, dejar estar,
y tal vez lo que Marías tiene en la cabeza cuando dice: «Las personas tal vez
consistimos [...] tanto en lo que somos como en lo que no somos como en lo
que no hemos sido, tanto en lo comprobable y cuantificable y recordable como
en lo más incierto, indeciso y difuminado, quizá estamos hechos en igual me-
dida de lo que fue y de lo que pudo ser» (453).
El mal héroe o contrahéroe hegeliano Ricardo III, que es, en cuanto per-
sonaje del drama de Shakespeare, uno de los intertextos fundamentales de Ma-
ñana en la batalla piensa en mí, padecía una pasión no acordable con la historia
universal. Por eso los que lo atormentan, sus víctimas, las flores que él pisó,
vuelven a él antes de la batalla y le conminan a desesperar y morir. Pero esos
mismos fantasmas también le hablan a Richmond, al rey futuro, y le dicen:
«Que buenos ángeles guarden tu batalla. Vive y florece», «Despierta, y gana
el día», «Despierta en alegría» (Shakespeare, Ricardo III 5.3, 147, 152, 160).
Pero esas felicidades todavía se dirigen a Richmond, que piensa en sí mismo,
en la obra de Shakespeare, como héroe providencial, héroe de la justicia y hom-
bre de Dios. Podemos soñarlas dirigidas a alguien, cualquiera, para quien solo
hay una vida a ser vivida de la manera más feliz posible, y ningún destino que
merezca mención; como si fuera mortal, y solo mortal, en lugar de vivir con-
templando, como quería Hegel, la espuma del infinito (Hegel, Fenomenología
914). Incidentalmente, no otra puede ser ya la tarea del hispanista.
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que nunca puede darse por supuesto. Supongo que hay escrituras constitu-
yentes y escrituras destituyentes, aunque tal división está lejos de agotar la fe-
nomenología de la escritura. En cualquier caso, hablo de tendencias de
escritura, no de logros: todo es siempre ambiguo y complicado en este terreno,
porque nadie es dueño de su propia escritura y solo es posible luchar con ella.
Para algunos la escritura podrá ser constituyente en algún sentido simbólico
–por ejemplo, cuando, si aceptáramos el esquema de Alain Badiou, la escritura
busca fidelidad a algún evento de verdad en el amor, la ciencia, el arte o la po-
lítica. Pero yo no puedo creer que la escritura se agote en esa constitución de
verdad subjetiva, y tiendo a pensar justamente lo contrario: la escritura que a
mí me interesa no busca constitución en la verdad, sino que busca verdad y
produce destitución. Busca verdad en el sentido de que busca en cada caso
atravesar el fantasma, y produce destitución en el sentido de que atravesar el
fantasma nos acerca al abismo de lo real. Este es vocabulario lacaniano, pero
podríamos reescribirlo como vocabulario deconstructivo. Donde Lacan diría
sinthome Derrida podría hablar del secreto. Para mí, en realidad, no hay otra
escritura que la escritura del secreto. O hay otra, pero no sirve. La pregunta
que se abre entonces es la del uso de la escritura del secreto, pero esa es una
pregunta a la que no creo estar preparado para responder.
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un par de años el seminario que dio Jacques Derrida en la École Normale sobre
la cuestión del ser y de la historia en Heidegger en 1964. Allí Derrida se acerca
mucho a decir que la deconstrucción es el intento constante de tematización
de la diferencia óntico-ontológica, es decir, del olvido del Ser que Heidegger
diagnosticó como infección o in-ficción de toda la tradición metafísica, que es
la tradición hegemónica de pensamiento en Occidente, en Ser y tiempo. Yo diría
entonces, y claro que mi genealogía de trabajo tiene, entre otros, vínculos hei-
deggerianos y derrideanos fuertes, que la infrapolítica es el nombre de la de-
construcción en política, entendiendo la deconstrucción como el intento
(siempre insatisfecho) de tematizar el olvido de la diferencia óntico-ontológica.
Llevar este asunto a la reflexión política se ha probado difícil –podría pensarse
que tanto Levinas como Blanchot como Derrida como Nancy entre otros no
hicieron nunca otra cosa, pero sabemos que nunca demasiado frontalmente.
No hay sin embargo que abandonar el proyecto, en la medida en que los fenó-
menos de opresión más característicos de nuestro tiempo, y quizá de todos los
tiempos, trascienden siempre en cada caso la política digamos representacional,
la política que es mera confrontación de doctrinas y posiciones, mera alternan-
cia de medidas que vienen a tomar forma de ley, y entran siempre en la región
infrapolítica. Si esta última es el lugar donde se produce, o no, la inscripción
auto/heterográfica en su forma real, es decir, si la infrapolítica es el lugar de ex-
periencia y la instancia de manifestación singular de toda política, entonces el
cambio de foco con respecto de los grandes parámetros, «heliopolíticos», po-
dríamos llamarlos, que definen la vida política ostensible en la modernidad po-
dría tener importancia crítica. Como sabemos el problema del liberalismo, por
ejemplo, no es el liberalismo en sí, sino la falsedad de su aplicación, y otro tanto
se aplica al comunismo. El problema de una sociedad conformada política-
mente de acuerdo, por ejemplo, a la teoría de la hegemonía de Ernesto Laclau
no es la articulación hegemónica dada, sino lo que la articulación hegemónica
es incompetente para tratar. Digamos que toda heliopolítica impone una me-
taforización, una forma de entender el espacio de la comunidad –la infrapolítica
de toda política es la desmetaforización permanente, y en ese proceso de des-
metaforización siempre en curso, que es entre cosas tiempo, y entre otras cosas
exceso de cualquier voluntad de control, y entre otras cosas accidente y catás-
trofe, pero también puede ser libertad y goce, resquicio de placer, ahí es donde,
diría yo, se guarda, en y a través de su misma retirada, de su retirada permanente,
una posibilidad de invención, que es también posibilidad de revuelta, de sus-
tracción, de restitución e incluso, por qué no, de venganza. No creo que sea
banal insistir en que el intento de resistir tal desmetaforización es el nombre
real del autoritarismo antidemocrático, es decir, de la opresión de lo humano
por lo humano. Desde la derecha o desde la izquierda.
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nos, y que las obras de Derrida y Levinas, en formas distintas, aun no han pro-
ducido todo el rendimiento político que ofrecen en relación con cualquier po-
sible entendimiento contemporáneo de la noción de democracia. Por
comparación con ellos, los científicos de la política o los teóricos de la política,
ciertamente en el siglo XX, aparecen como lamentablemente pobres o estrechos
de espíritu. Hay excepciones, claro, pero tienden a ser excepciones que caen
dentro de esa regla –pensadores, como Hannah Arendt o Luce Irigaray o Wendy
Brown, o Miguel Abensour o Claude Lefort, para quienes una de cuyas piernas
u orejas siempre estuvo fuera del acotado campo disciplinario científico-social.
Otra forma de decir lo mismo, quizá, sería insistir en que lo que hoy resulta in-
teresante, al menos para mí, en el campo del pensamiento, en relación con la
política, no es tanto el pensamiento político como el pensamiento que busca
indagar las condiciones hiperbólicas de la política. Esto no sería casual –tiene
por supuesto que ver con las condiciones generales del pensamiento en el siglo
XX, que heredamos ahora. Para mí son definibles a partir de lo que gente como
Althusser mismo, y sus seguidores más astutos, en la estela de Marx, o gente
como Roberto Esposito o Carlo Galli, en la estela de Carl Schmitt, han nom-
brado implícita o explícitamente el fin conceptual, es decir, el agotamiento pro-
ductivo de la arquitectónica política de la modernidad.
Jorge Álvarez Yágüez: Desde hace ya algún tiempo, tus trabajos manejan dos
ideas clave, que se diría constituyen como sendos «programas de investi-
gación», por usar un concepto de la teoría de la ciencia, a saber, posthege-
monía e infrapolítica ¿Podías comentarnos algo respecto a su relación?
Respuesta: Hablando de condiciones hiperbólicas, uno de mis recuerdos más
tempranos es cómo destripé mi juguete favorito, que era un avión, supongo
que el modelo de un Douglas o un Boeing, que me habían traído los Reyes
Magos. Mis padres me llevaron esa primavera a un campeonato de tiro de pi-
chón en el Aeroclub de Vigo, pero yo perdí pronto interés en la matanza por-
que me fascinaron el par de aviones o avionetas que entraron y salieron del
aeropuerto, más allá del campo de tiro pero en línea recta de mi mirada.
Cuando volví a casa me fui al piso de mi amigo Fidelín con mi avión y el pro-
pósito secreto de averiguar por qué no volaba si todos los demás lo hacían. No
se me ocurrió otra cosa que prestarme unos alicates del papá de Fidelín y po-
nerme a trabajar. Después de mucho esfuerzo y gran pena, pues al fin y al cabo
se trataba de mi juguete favorito, vi que tenía dentro una bola de madera (que
fue por otra parte todo lo que quedó usable de mi juguete). No supe pensar
qué demonios tenía la bola de madera que ver ni con volar ni con no volar, y
supongo que esa experiencia de perplejidad y desilusión, y de pérdida, acabó
marcando una especie de fijación estilo fort-da en mí. Digo, se me ocurre que
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podría ser así, y que por lo tanto podríamos relacionar tu pregunta sobre in-
frapolítica y posthegemonía con ese asunto, pues al fin y al cabo ambas nocio-
nes o figuras son quizá intuitivamente accesibles como condiciones de vuelo
o condiciones de libertad. Es decir, ni infrapolítica ni posthegemonía son
metas a conseguir, sino condiciones de vida, o de práctica, y de pensamiento.
Requieren, para entrar en sí mismas, una cierta destrucción crítica. En mi res-
puesta anterior decía que la política real no suele estar donde parece estar, sino
en alguna otra parte. Esté donde esté, para quien la encuentre, ni infrapolítica
ni posthegemonía pretenden ocupar ese lugar, sino más bien ocupar el lugar
que permita hacer del lugar de la política una pregunta en cada caso. Es, claro,
más difícil de lo que parece, sobre todo porque, una vez se da la necesidad del
paso atrás, ese paso atrás abre otra perspectiva, y ni siquiera la política es ya
meta alguna, y ciertamente no la privilegiada. Pero, dado que preguntas por
la relación entre ambas nociones, podríamos empezar diciendo que la posthe-
gemonía es la transposición intrapolítica de lo que venimos llamando infra-
política. En otras palabras, la infrapolítica no es política, no es una modalidad
de política, sino una dimensión otra de la existencia, pero, si hay o hubiera po-
lítica infrapolítica, sería política posthegemónica en el sentido preciso de opo-
nerse a cualquier entendimiento de la política como sistema de sumisión al
poder hegemónico en cuanto hegemónico. Es por lo tanto una radicalización
del llamado principio demótico de la democracia. La infrapolítica entiende
que hay una región de la existencia, la existencia en común, para la cual la re-
lación política, aunque lejos de agotarla, es determinante en cada caso, pero
también busca entender que esa relación política, en cuanto región, no es ex-
haustiva, no consume el espacio de la existencia humana. Lo cual dice ya, por
lo pronto, que la política no es meta alguna, en ninguna de sus modalidades,
sino en sí condición. Insistir en posthegemonía, en ese contexto, es insistir en
que hay una región de facticidad en común, una especie de estado de cosas
generalizado y cruzado por relaciones de explotación y dominación que toda
hegemonía sanciona también fácticamente. La posthegemonía pide vivir ese
estado de cosas desde cierta distancia, que es el rechazo a la naturalización de
todo sistema de explotación y dominación. Ahora bien, ese rechazo no tiene
tampoco una naturalización política, esa distancia no pertenece a la política
ni se funda en ella, pues nada en la política, a pesar de Maquiavelo, puede en-
tenderse como mera abstención a participar en la explotación o dominación
de otros. Por lo tanto, la infrapolítica es, en esa medida, un correlato conceptual
necesario a la relación, o a la no-relación, posthegemónica. Podríamos decir
que, aunque haya infrapolítica sin posthegemonía, no hay posthegemonía sin
infrapolítica, pero la posthegemonía es práctica política, es decir, es un modo
de habitar la política, en tanto la infrapolítica es más bien la traza de una di-
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Ver Kant, Toward 340.
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Ángel Octavio Álvarez Solís: En algunos lugares de tu obra –de manera más
categórica en Línea de sombra– apuntas a la posibilidad de una política sin su-
jeto. La política sin sujeto evita el excedente de subjetividad que conlleva la
aparición del otro y, por extensión, posibilita una política no onto-teológica.
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tica que Gorki o Proust que Brecht o Beckett que Faulkner. Y sin duda se po-
dría seguir este ejercicio con todo el canon occidental por lo pronto. Podría-
mos decir que Don Quijote es un libro infrapolítico, y La Celestina también,
pero no particularmente Guerra y Paz ni Los endemoniados. El Cézanne de la
serie sobre Mount St-Victoire es ejemplo de práctica infrapolítica sobre lo vi-
sible. O el Velázquez de La mulata que tiene el Art Institute de Chicago. Y en
cuanto a cine, sin duda toda la obra de Raúl Ruiz es reflexión infrapolítica,
pero con momentos de intensidad muy variable. Su Poética del cine podría
entenderse como manual de cine infrapolítico, ¿no? Albert Serra también
es infrapolítico, pero no particularmente Bernardo Bertolucci. La serie de do-
cumentales de Laura Poitras es infrapolítica. Lo que importa no es sin embargo
formar un nuevo canon, sino, para que estos juicios tengan sentido, cambiar
la forma de lectura. Y la forma de lectura es siempre autográfica. Y la autografía
es cambiante, se mueve. Yo me he pasado la mayor parte de la vida en el error
de creer que la universidad era amiga del pensamiento, y solo hace relativa-
mente poco he venido a entender que no es así, que la universidad de hoy es
más bien enemiga del pensamiento, que hay que pensar contra la universidad,
sin negar el beneficio que trabajar en la universidad puede reportarnos. Siem-
pre supuse que, en un campo profesional dado, la prioridad absoluta era llevar
el campo a su límite, para darme cuenta muy tardíamente de que el campo
profesional no es más que un cotarro cuyos integrantes buscan perpetuar en
su misma forma. Siempre creí que la lealtad personal profunda a personas o
instituciones era un valor moral respetable hasta darme cuenta de que, si lo
es, lo es para muy pocos, y que el leal es el pardillo que acabará irremisible-
mente traicionado y roto a los pies de los caballos. La figura filosófica que me
interesa es la de El extranjero que aparece en el Parménides de Platón, el ser
infrapolítico arquetípico, para quien no hay pensamiento no autográfico justo
en la medida en que su experiencia personal no cuenta y no prevalece. El ex-
tranjero viene de otros lugares sobre todo porque va siempre a otros lugares,
y ese tránsito define su libertad, incompartible, peligrosa y tanto más preciosa
cuanto que es la única concebible dimensión de existencia real. Leer a otros
siempre como el extranjero, vivir vicariamente la existencia narrada como ex-
tranjero –esa es la mejor lección de crítica teórica, con respecto de la cual ba-
nalidades relativas tales como la glosa eterna e inacabable de la novela de
determinado país o la poesía de tal generación, para no hablar de la cultura
aquí o allá o de la grandiosa toma de posición política que solo sirve para re-
cabar aplausos y admiraciones mutuas entre colegas, tienen poca tracción. No
digo que no sean necesarias, que no haya un mercado o un deseo para ellas.
Pero no es mi deseo. Y cada vez menos. El otro día en alguna discusión de fa-
cebook alguien me decía que yo no era blanco en Estados Unidos pero que
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Sam Steinberg: Como siempre sucede, uno no termina todos los libros que
uno debe escribir o tiene que escribir o quiere escribir. ¿Cuáles son los libros
no publicados de Moreiras? Y no solo me refiero a los libros futuros (aunque
también me refiero a esos), sino a los libros que se quedaron en el camino.
Pienso, por ejemplo, en un libro sobre el narco. ¿Dónde quedan esos libros,
tanto pasados como futuros, en el mapa intelectual?
Respuesta: Gracias por la pregunta, pero te voy a echar a ti la culpa por el
obligado narcisismo de la respuesta. El infierno está empedrado de libros que
se quedaron en el camino, y la verdad es que es un buen sitio para ellos. El ré-
gimen de producción intelectual en el que vivimos quiere hipócritamente que
proliferemos publicaciones sobre la base de vagas apelaciones a una excelencia
competitiva en la que nadie por otra parte –o nadie en la administración– cree.
Por cada Zizek o Derrida, capaces de escribir varios libros al año, y hacernos
morder el polvo a todos los demás, hay decenas de colegas de los que no es
quizá recomendable que escriban más de un libro cada veinte o treinta años.
Yo ni soy ni Zizek ni Derrida, y así todo lo que haya quedado atrás merece
haber quedado atrás. La verdad es que empecé mi vida profesional equivo-
cadamente, elegí mal, con mal pie, por razones complicadas de explicar (lo
dejaré para uno de esos libros que nunca escribiré), y tuve que hacerme cargo
de formar a estudiantes, desde muy al principio, para una carrera cuyo campo
me ha inspirado poco interés personal. Llevo eso como un pájaro colgando
del cuello desde hace treinta años, desde que pasó la primera novedad, la mera
curiosidad. Ahora bien, por un lado, el mundo puede querer agradecerme una
productividad relativamente baja, o no más que media más o menos. Por otro
lado, es cierto que solo en los últimos tiempos (puedo datarlo de forma pre-
cisa: desde julio de 2012) empiezo a pensar que sí hay libros que me gustaría
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Javier es el que primero la invoca, identificándose no con el coronel Chabert sino con su ex-
mujer, para quien la re-aparición intempestiva del coronel es potencialmente catastrófica. Pero
María lee la novela y se identifica eventualmente con Chabert, en cuanto personaje infausto en
demanda de improbable justicia o incluso consumido, más allá de lo último, por lo fútil de su si-
tuación. Hacia el final de la novela María dice que trató de «conjurar el peligro» de la memoria
«haciéndole frente», y decide publicar en la editorial donde trabaja una edición de El Coronel
Chabert y otras novelas cortas de Balzac de la que se dan ciertas precisiones que permiten reco-
nocerla como un libro realmente existente. Yo lo tengo en Kindle, en traducción de Mercedes
López-Ballesteros, publicada por Random House Mondadori en su serie Debolsillo bajo el mem-
brete de Reino de Redonda, sin fecha. Una nota del editor dice: «Este vigésimo primer volumen
del Reino de Redonda está dedicado a Mercedes Casanovas, «Die Seingalt» o Real Emisaria
Literaria, que quiere leer la novela corta del título, después de haber hecho tanto por otras
novelas mucho más largas, más modernas y muy inferiores» (archivo Kindle, loc. 20). Con
esto Los enamoramientos se hace también parte del intertexto de El Coronel Chabert. Otros in-
tertextos de Los enamoramientos son ciertas líneas sobre morir a tiempo o a destiempo del Mac-
beth de Shakespeare, los pasajes de Los tres mosqueteros, de Alexandre Dumas, donde se cuenta
la historia de Anne de Breuil, supuestamente ejecutada por su esposo el Conde de la Fère, futuro
Athos, al encontrarle la marca infame de la flor de lis en su hombro, y la definición de «envidia»
del Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias. Cada una de esas refe-
rencias podría dar lugar a varias páginas de análisis en el contexto de este final de libro.
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con cierta insistencia obsesiva. María se esfuerza por conseguir y leer la nove-
lita queriendo saber por qué Javier, de quien ya está enamorada, «la utilizaba
como demostración de que los muertos están bien así y nunca deben volver,
aunque su muerte haya sido intempestiva e injusta, estúpida, gratuita y azarosa
como la de [Miguel] Desvern, y aunque ese riesgo no exista, el de su reapari-
ción. Era como si temiera que en el caso de su amigo esa resurrección fuera
posible y quisiera convencerme o convencerse del error que significaría, de su
inoportunidad, y aun del mal que ese regreso haría a los vivos y también al di-
funto» (179). Estamos ya en ello en plena teoría del fantasma, que Marías ha
usado en otras ocasiones de su narrativa. Javier parece estar preocupado, quién
sabe si trastornado, por la perspectiva del retorno de un muerto, su amigo Mi-
guel, asesinado por un mendigo, «cosido a navajazos por nada y en camino
hacia el olvido» (150). Pero no está claro el olvido: el retorno de Miguel está
implícito en la preocupación ostensible por la novela de Balzac, y por el partido
que Javier toma por la mujer o ex-mujer del coronel, la ahora condesa Ferraud,
que tiene que enfrentarse con el retorno de un marido al que creyó muerto en
batalla diez años antes. Los muertos, a pesar de que no regresan nunca, tienen
también muchas formas de regresar.
Cuando María llega al término de la novela y se encuentra con las palabras
que el abogado Derville le dice a su asociado Godeschal, a propósito de la mal-
dad humana y de su acostumbrada impunidad, nota lo que ella llama un «error
de traducción» (180) en el detallado recuento que de la novela le había hecho
Javier. En traducción improvisada del francés, Javier había citado: «He visto
a mujeres darle al niño de un primer lecho gotas que debían traerle la muerte,
a fin de enriquecer al hijo del amor» (172, 181). Pero la novela no dice «des
gouttes» sino «des goûts», y por lo tanto la traducción correcta hubiera debido
empezar diciendo «He visto a mujeres inculcarle al niño de un primer lecho
aficiones (o quizá ‘inclinaciones’) que debían acarrearle la muerte» (181).
María trata de interpretar el oculto sentido de ese lapsus de traducción, insólito
en quien tiene tan buen acento en la lengua. Imagina que «es muy distinto
causar la muerte, se dice quien no empuña el arma (y nosotros seguimos su
razonamiento sin advertirlo), que prepararla y aguardar a que venga sola o a
que caiga por su propio peso; también que desearla, también que ordenarla, y
el deseo y la orden se mezclan a veces, llegan a ser indistinguibles para quienes
están acostumbrados a ver aquellos satisfechos nada más expresarlos o insi-
nuarlos, o a hacer que se cumplan nada más concebirlos» (183). La novela
introduce así una dimensión infrapolítica en su estructura, que tiene que ver
con la investigación de la actio in distans, la capacidad de «los más poderosos
y los más arteros» de no mancharse nunca «las manos ni casi tampoco la len-
gua» (183), de cometer crímenes impunes, y de arruinarle el estómago al abo-
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gado Derville. ¿Sería posible que Javier hubiera mandado matar a Miguel, su
mejor amigo, para poder cazar a su esposa, a Luisa, para dejar el campo libre y
poder realizar eventualmente su deseo? ¿Y cómo no pensarlo así, desde qué
posible perspectiva?
María imagina, tratando de lidiar con una verdad difícil o enmarañada que la
convierte tambien en una narradora, no poco digna de fiar en cuanto tal, sino,
en cuanto absolutamente digna de fiar, en esa misma medida incapaz de estar
segura de que su verdad sea toda la verdad, o la verdad sin más. Quizá, para
empezar, hay cosas que uno no debe decir, guardarse mucho de hacerlo. ¿Qué
cadena incalculable de acontecimientos podría provocarse si uno le dijera a
su amigo (por ejemplo, Miguel a Javier) algo así como «si algo me pasara un
día… si me sucediera algo definitivo», ocúpate por favor de mi mujer y de
mis hijos; «ella ha de tenerte a ti como repuesto» (Marías, Los enamoramientos
117). Es peligroso jugar con fuego, pedirle a tu amigo que colabore en tu obli-
teración definitiva, porque entonces tu amigo podría sentirse tentado a ha-
cerlo. Le diría a tu fantasma, tú me lo pediste, acuérdate, no me vengas ahora
con reproches, cuando ya eres solo un fantasma de manos frías, cuando ya
nadie apenas te recuerda. Lo que fue un gesto de amistad, lo que implicaba
confianza y abandono, puede acabar provocando un asesinato, limpio o sucio,
aunque sea póstumo. Es mejor para tu mujer y tus hijos que te quite de en
medio, sobre todo ahora que has muerto, estarán mejor, serán más felices. Tú
mismo lo entendías así cuando me pediste lo que me pediste, sin llegar a re-
conocerlo, pensando que era una solución de futuro, pero el futuro dura
mucho tiempo y llegó la hora de que seas apartado terminalmente de la escena.
Fue una idea tuya, no fastidies, tú me lo pediste.
Sí, uno puede pensar que se trató solo de una ligera transgresión, para eso
está la amistad, para absorberlas, uno puede exponerse demasiado con un
amigo sin que eso tenga efectos, sin que se produzca incalculabilidad alguna,
sin que advenga lo inesperado. Yo no le dije a mi amigo que me borrara, ni
ahora, mientras vivo (¿o estoy ya muerto?) ni después de muerto. Al revés, yo
le pedí a mi amigo que procurara ocupar mi función, en cierto sentido que
fuera yo, que me mantuviera vivo entre los míos. Vivo y no muerto, dándole a
los míos lo que yo mismo he tratado siempre de darles. Yo no quería borra-
miento sino pervivencia, aun sabiendo que ya no estaría, aun conociendo y
aceptando su vicariedad. Para eso están los amigos, me parece. Si no, ¿para qué
están? Además, tú no le dijiste a tu amigo que te sustituyera literalmente. Tú
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le dijiste: «No te pido que te cases con ella ni nada por el estilo… Tú tienes
tu vida de soltero y tus muchas mujeres a las que no ibas a renunciar por
nada… Pero, por favor, mantente cerca de ella si yo alguna vez falto... Sé una
especie de marido sin serlo, una prolongación de mí» (117). Le pediste no
que fuera tú, sino que fuera tu sucedáneo, tu secretario, tu representante. No
es para tanto, esa supuesta transgresión. Es lo normal en estos casos, lo que
uno espera, para eso tiene uno amigos.
Claro que a él no le gustó, o no pareció gustarle, y me dijo: «¿Me estás pi-
diendo que te sustituya si te mueres… Que me convierta en un falso marido …
y en un padre a cierta distancia?» (118); «¿Te das cuenta de lo difícil que es
convertirse en un falso marido sin pasar a serlo real a la larga?… Si tú te mu-
rieras un día y yo fuera a diario a tu casa, sería dificilísimo que no pasara lo
que no debería pasar nunca mientras tú estuvieras vivo. ¿Querrías morirte sa-
biendo eso?» (119-20). Casi me acusó de querer chulearlo, de celestineo, y
eso me molestó un poco, la verdad, que corriera tan rápido a la conclusión de
que podría ocupar mi lugar, desde luego, más allá de lo que yo le pedía. No
pensé entonces que algo se había abierto ya, quizá en ese preciso instante, o
estaba abierto desde antes, no sé. Lo incalculable, lo imprevisible estaba aso-
mando su fea nariz en la protesta misma de mi amigo, y yo traté de calmarlo y
le dije que no, que cómo se le ocurría, que a mi mujer no le iba a interesar él
de esa manera, que lo conocía ya demasiado bien, que eran muchos años, que
para ella él era como un primo o hermano, que no jodiera. Yo no le pedía que
él me barriera, que borrase mi recuerdo y mi rastro y me sepultase, solo que
se ocupase un poco una vez se hubiera acabado mi propia historia, eso me
tranquilizaría, su promesa, que para mí sería eso solo, una promesa de ocu-
parse, nada más. Y le dije: «Así que sigo pidiéndote que, si me pasa algo malo,
me des tu palabra de que te encargarás de ellos» (124). Y él, todavía un poco
molesto, me parece, me dijo entonces: «Tienes mi palabra de honor, lo que
tú digas, cuenta con ella... Pero haz el favor de no volver a joderme en la vida
con historias de estas, me has dejado mal cuerpo. Anda, vámonos a tomar una
copa y a hablar de cosas menos macabras» (126).
Sí, yo me sospechaba algo, claro, cómo no, podría decir Javier, pero Miguel no
quiso confirmármelo entonces, o entonces él mismo aún no sabía. Fue en otro
momento, dijo, cuando tuvimos la otra conversación, la verdaderamente ate-
rradora. Me pidió que lo matara, o que lo hiciera matar, pero aquel día solo
hablamos de él, no de su mujer ni de sus hijos, bastante había. Me dijo que sus
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ventar están siempre por debajo de la verdad» (Balzac, Coronel loc. 1162, ar-
chivo Kindle).
Pero hay otra lectura posible, contra María, aunque María no es necesaria-
mente capaz de desecharla. Dice María: «Peor que la grave sospecha y las con-
jeturas quizá apresuradas e injustas, era conocer dos versiones y no saber con
cuál quedarme, o más bien saber que me tenía que quedar con las dos y que
ambas convivirían en mi memoria hasta que ésta las desalojara, cansada de la
repetición» (354). Quizás Javier hizo lo que le pidió Miguel, y se sacrificó por
Miguel, en la completa incertidumbre de obtener el amor de Luisa, o incluso
poniendo tal posibilidad radicalmente en peligro. Quizás Javier hizo lo que le
pidió Miguel por amistad y necesidad de cumplir la demanda de su amigo, sin
más. O quizás por alguna otra razón, ni siquiera por amistad, ni siquiera como
pago de deuda alguna. Pero ¿cómo saberlo? Cuando Javier dice que «desde el
primer momento» supo que tendría que cumplir el deseo de su amigo –man-
dato abrahámico, conversión en asesino, suspensión inmediata de toda coti-
dianidad, entrada en una relación extática con el secreto–, Javier entiende que
su soledad traiciona no solo a Luisa y a María, también a Miguel mismo, y que
hipoteca la totalidad de su propia existencia. Lo incalculable entra en su vida
más allá de toda justicia y más allá de toda justificación. ¿Por qué exponerse a
ello? El amor de Javier por Luisa no necesita el asesinato, no necesita la acción
voluntaria de Javier, si es verdad que Miguel padece un cáncer terminal y va a
morir en cuestión de meses. Ningún cálculo justifica la acción de Javier, pero
María no puede saber si es el cálculo mismo el que establece una narrativa
siempre mentirosa: engañar siempre, engañar con la verdad. Dice María, re-
cordando que Javier le había dicho que lo que ocurre en las novelas da lo
mismo, «Quizá pensaba que con los hechos reales no sucedía así, con los de
nuestra vida. Probablemente sea cierto para el que los vive, pero no para los
demás. Todo se convierte en relato y acaba flotando en la misma esfera, y ape-
nas se diferencia entonces lo acontecido de lo inventado. Todo termina por
ser narrativo y por tanto por sonar igual, ficticio aunque sea verdad» (331).
Javier, en los oídos de María, no puede sino engañar con la verdad porque la
verdad de Javier está más allá de toda narrativa y enlaza con una desnarrativi-
zación radical. Ya Javier le había dicho a María: «Has comprendido que para
mí mis anhelos están por encima de toda consideración y todo freno y todo
escrúpulo. Y de toda lealtad, figúrate. Yo he tenido muy claro, desde hace algún
tiempo, que quiero pasar junto a Luisa lo que me quede de vida» (307). Pero
esta voluntad salvaje no puede explicar su decisión de acceder al deseo de Mi-
guel, que permanece fuera de toda historia, en el secreto, en una obligación
sabida incondicional que por lo tanto ni siquiera la lealtad explica, ni el freno,
ni el escrúpulo.
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dida en que en cada caso hacemos lo que hacemos y a ello le sacrificamos todo
lo demás. Algo presiona, constante y abrumadoramente, y organiza toda de-
cisión en forma pasiva, pero lo que presiona permanece inescrutable, es el se-
creto. Somos todos asesinos, y vivimos en la perpetua suspensión de la ética.
Y la tentación de la conducta ética a través de alguna noción de responsabili-
dad absoluta es también necesariamente la tentación de una traición infinita
de la ética, máximamente irresponsable. Eso es lo que María aprende, en su
desgarro, cuando reconoce al final de la novela que «la justicia y la injusticia
me traían sin cuidado» (393). Se trata siempre de otra cosa. Y esa otra cosa,
en su secreto, nos vincula.
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Bibliografía
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Índice
Nota preliminar................................................................................................... 11
Introducción........................................................................................................ 13
Capítulo 1 - Marranismo e inscripción.......................................................... 25
Capítulo 2 - Mi vida en Z. Ficción teórica..................................................... 61
Capítulo 3 - La fatalidad de (mi) subalternismo.......................................... 77
1. Latinoamericanismo del yo................................................................... 77
2. «¡Sigue al líder!»..................................................................................... 81
3. Crítica democrática de la razón imperial............................................ 90
4. «Guillotinar al príncipe y sustituirle por el principio».................. 98
Capítulo 4 - ¿Puedo madrugarme a un narco?............................................. 103
Capítulo 5 - El segundo giro de la deconstrucción..................................... 117
Capítulo 6 - Razones que no cesan de llegar. Pulsión revolucionaria
y deseo democrático........................................................................................... 137
Capítulo 7 - El tiempo desquiciado de La noche de los tiempos y Todo
lo que era sólido de Antonio Muñoz Molina.................................................. 167
Capítulo 8 - Ethos daimon o la improbable impostura.............................. 183
Capítulo 9 - Conversación en torno a la noción de infrapolítica............ 199
Apéndice - La religión marrana: Los enamoramientos, de Javier Marías,
y el secreto literario............................................................................................. 215
Bibliografía........................................................................................................... 227
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