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Johan Huizinga

El problema del Renacimiento [1920]


Publicado en Hombres e ideas. Ensayo de historia de la cultura. Buenos Aires, Compañía Ge-
neral Fabril Editora, 1960 (traducción de Aníbal Leal).

I
Cuando oyen la palabra “Renacimiento”, quienes sueñan con la pasada belleza perciben
imágenes de púrpura y oro. Aparece un mando festivo, bañado en tenue claridad, que emite
armoniosos sonidos. La gente muévese con gracia y solemnidad, inmune a la angustia del
tiempo y a los llamados de la eternidad. En el todo hay cierta madura y desbordante exuberan-
cia.
Dice el interrogador: Explicadlo con mayor detalle. Y el soñador balbucea: el Renacimiento
es todo él positivo, y constituye indudablemente la clave en do mayor. El interrogador sonríe.
Entonces, el soñador recuerda todo lo que, según él aprendió, determina el fenómeno histórico
que denominamos Renacimiento -duración en el tiempo, significado para. la evolución de la
civilización, causas y carácter- y un poco a regañadientes, porque se ve obligado a ello, recita
su credo. El Renacimiento fue la aparición del individualismo, el despertar del impulso hacia
la belleza, el triunfo de la mundanidad y de la joie de vivre, la conquista de la realidad terrenal
por la acción de la mente, la restauración del deleite pagano de vivir, el desarrollo consciente
de la personalidad en su relación natural con el mundo. Quizás, mientras habla, su corazón
comienza a latir apresuradamente, como si estuviera recitando el credo de su propia vida.
Realmente, ¿habrá percibido también el olor de la lámpara de aceite?
El interrogador rehusa declararse convencido. ¿Cuáles son los nombres de la multitud de fi-
guras que desfilan ante vuestros ojos si pronuncio la palabra Renacimiento? A esto, todas las
respuestas son diferentes, como si estuviéramos construyendo la primera torre de Babel. Veo a
Miguel Angel, airado y solitario, dice uno. Veo a Botticelli, lánguido y tierno, afirma otro. Y
esos dos, ¿son Rafael y Ariosto, o Durero y Rabelais? No, es Ronsard, es Hooft. Y hay también
quienes ven a San Francisco a la cabeza del grupo, y Jan van Eyck en medio de la procesión. Y
uno dice: veo una mesa, un volumen encuadernado, y la torre de una iglesia. Pues este último
entiende el término Renacimiento en el más estrecho sentido de expresión estilística, en lugar
de hacerlo en el más amplio de concepto cultural.
El interrogador sonríe nuevamente, ahora con cierto deleite, y dice: Vuestro Renacimiento
es como Proteo. No concordáis en ninguno de los problemas que a él se refieren; cuándo co-
menzó y cuándo concluyó; si la cultura clásica fue una de sus causas, o sólo un fenómeno con-
comitante; si es o no posible separar al Renacimiento del humanismo. No hay definición del
concepto del Renacimiento por lo que toca al tiempo, a la amplitud, al contenido, ni al signifi-
cado. Es vago, incompleto y casual, y sin embargo constituye simultáneamente una esquemati-
zación peligrosa y doctrinaria. Se trata de un término de casi imposible aplicación.
Entones se alzan las voces del coro de soñadores: ¡No nos privéis del Renacimiento! No po-
demos prescindir de él. Vemos en él la expresión de una actitud frente a la vida: ansiamos po-
der vivir en él y de él, sí, ése es nuestro deseo. No tenéis derecho de propiedad sobre la palabra
Renacimiento: es un concepto vital, es apoyo y sostén de toda la humanidad, y no sólo término
técnico de los historiadores.
¿De modo, insiste el interrogador, que no es mi propiedad? ¿No fui yo quien os enseñó el
término? ¿No corresponde al diligente estudio de la historia cultural el mérito de haber des-
arrollado, delineado y determinado el concepto de Renacimiento? Aunque ahora ha caído en
manos de una generación cuya rudeza niega el vasallaje del concepto a la disciplina histórica,
sólo el historiador tiene derecho a emplear el término, y a hacerlo según éste lo merece: como
rótulo de clasificación histórica, y de ningún otro modo.
Pero en esto no acierta el interrogador. Originalmente el término Renacimiento no es desig-
nación erudita. El desarrollo del concepto Renacimiento es uno de los ejemplos más claros de
2

la falta de autonomía de la disciplina histórica, de la relación que es al mismo tiempo su debi-


lidad y su gloria: su indisoluble vínculo con la vida contemporánea. De ahí que el problema del
Renacimiento, el problema de lo que el Renacimiento fue realmente, no puede desprenderse
del desarrollo del término que lo designa 1 .
El concepto de un renacimiento de la cultura intelectual, como consecuencia del cual el
mundo superó en determinado momento la esterilidad y la decadencia en las que estaba sumi-
do, es al mismo tiempo muy antiguo y relativamente nuevo: antiguo por su valor subjetivo co-
mo idea cultural, nuevo por su condición de concepto erudito de contenido objetivo.
La época a la que designamos con el nombre de Renacimiento sobre todo la primera mitad
del siglo XVI, sintió por sí misma que había renacido a la civilización, que había retornado a
las fuentes puras del conocimiento y de la belleza, y que había tomado posesión de las inmuta-
bles normas de la sabiduría y del arte. Directamente sin embargo, el sentido de renacimiento se
aplicó casi exclusivamente a la cultura literaria, al ancho campo del saber y de la poesía desig-
nado por la expresión bonae literae. Rabelais habla de “la restauración de las bonnes lettres”,
como de un hecho incontrovertible y generalmente conocido 2 . Ciertos autores veían en la res-
tauración el trabajo excelente de los príncipes que concedían su protección a las artes y a las
letras. En 1559 Jacques Amyot escribió a Enrique II en la dedicatoria de su traducción de Plu-
tarco (que tanto material suministró a Montaigne y a Shakespeare); “A vos irán las alabanzas
por haber completado y coronado gloriosamente el trabajo ordenado y comenzado por el gran
rey Francisco, vuestro finado padre, que determinó el renacimiento y el florecimiento de les
bonnes lettres en este noble reino” 3 . Otros reconocen en la restauración el espíritu de sus gran-
des predecesores. En el prefacio a una edición de sus Adagia se acredita a Erasmo haber sido
“quien, casi el primero entre todos, cultivó las letras que entonces renacían (renascentes bonas
literas), surgiendo de entre la horrible escoria de la barbarie prolongada...” 4 .
Todavía un siglo antes en Italia los escritores habían hablado con complacido orgullo del
renacimiento de una noble civilización, y en él incluían específicamente a las artes pictóricas.
Lorenzo Valla escribió en el prefacio a su Elegantiae linguae latinae (prefacio del que se ha
dicho que es el manifiesto del humanismo) que no formularía ningún juicio sobre cómo había
ocurrido:
que aquellas artes más cercanas a las artes liberales, y al saber, la pintura, la escultura y
la arquitectura, fueran las primeras en degenerar intensa y prolongadamente, y casi pe-
recieran junto con las letras mismas, y ahora tornan a despertar y reviven, y que haya
tan notable florecimiento de magníficos artistas y hombres de letras. Felices nuestros
tiempos en los que, si nos esforzamos un poco más, seguro estoy de que la lengua roma-
na pronto reverdecerá con esplendor mayor que en la ciudad misma, y con ella el saber
será restaurado... 5 .

1
La historia del concepto renacimiento ha sido estudiada casi exclusivamente por los eruditos alemanes.
Aunque he intentado plantear el problema algo más extensamente en este ensayo, he de mencionar varios de los
estudios que me han sido útiles, a saber: Walter Goetz, “Mittelalter und Renaissance”, Historische Zeitschrift,
XCVII (1907), 30 a 54; Karl Brandi, Das Werden der Renaissance (Gottinga, 1908) ; Konrad Burdach, “Sinn
und Ursprung der Worte Renaissance und Reformation”, y “Über den Ursprung des Humanismus”, en su
Refarmation, Renaissance, Humanismus: Zwei Abhandlungen über die Grundlage moderner Bildung und
Sprachkunst (Berlín, 1918); Ernst Troeltsch, “Renaissance und Reformation”, Historische Zeitschrift, CX
(1913), 519 a 536; Werner Weisbach, “Renaissanace als Stilbegriff: Dem Andenken Jacob Burckhardts”,
Historische Zeitschrift, CXX (1920), 250 a 280; Karl Borinski, “Die Weltwiedergeburtsidee in den neueren
Zeiten: I: Der Streit um die Renaissance und die Entstehungsgeschichte der historischen Beziehungsbgriffe
Renaissance und Mittelalter”, Sitzungsberichte der Bayerischen Akademie der Wissenschaften, Philosophisch-
Philologische und Historische Klasse (Munich, I919).
2
François Rabelais, Gargantua et Pantagruel; Libro I, capítulo 9.
3
Plutarco, Les vies des hommes illustres (París, 1578), fol. a III.
4
Erasmo, Adagia, ed. Nicolas Chesneau (París, 1571). Con respecto al empleo de los términos bonae literae y
renascentia en el propio Erasmo, véase mi obra Eramus of Rotterdam [ (Londres, 1952), 103 y sigs., 137 y sig.]
5
Lorenzo Valla, Elegantiae linguae latinae, en su Opera (Basilea, 1543).
3

A los nuevos adeptos de esta renovación del estudio les bastaba tomar de la antigüedad el
término “humanistas”; el propio Cicerón había hablado de studia humanitatis et literarum 6 .
El italiano de alrededor del año 1500 veía a su tiempo y a su país desde el punto de vista del
estímulo para una nueva vida después de una época de degradación y decadencia. Maquiavelo
cierra su Dell’arte della guerra exhortando a la juventud a no desesperar, “...porque esta Pro-
vincia parece absolutamente consagrada, de la posibilidad de resucitar (risuscitare) nuevamen-
te las cosas muertas, como puede verse por la perfección que están adquiriendo la poesía, la
pintura y la literatura...“ 7 .
¿A qué causa se atribuía este gran renacimiento? No propiamente a la imitación de los grie-
gos y de los romanos. El sentido que el siglo XVI atribuyó al concepto de renacimiento reves-
tía carácter demasiado general e implicaba un contenido ético y estético demasiado vigoroso
como para que los intelectos de la época se plantearan el problema en el terreno filológico.
Retornar a los orígenes, saciar la propia sed en las puras fuentes de la sabiduría y de la belleza:
he ahí la nota fundamental del sentido de renacimiento. Y si ese sentido abarcaba también el
nuevo entusiasmo por los clásicos y la identificación de los tiempos contemporáneos con la
antigüedad, ello se debió a que los propios autores clásicos parecían poseer esa pureza y origi-
nalidad de conocimiento, dichas sencillas normas de belleza y de virtud.
La primera persona que concibió claramente el acontecimiento renacentista como hecho his-
tórico acaecido en un momento preciso del pasado, y que al mismo tiempo derivó la forma ita-
liana equivalente de la palabra Renacimiento del latín renasci, aplicándola particularmente a la
restauración artística (y confiriéndole, por lo tanto, carácter de concepto de la historia del ar-
te), fue Giorgio Vasari (1511-1574), el biógrafo de los pintores. La palabra rinascita se convir-
tió para él en designación permanente del gran acontecimiento de la reciente historia del arte.
Vasari se propuso la tarea “de relatar las vidas, describir las obras y explicar las diversas re-
laciones de los que, cuando el arte se había extinguido, primero acometieron la empresa de
revivirlo (risuscitate) y luego lo promovieron gradualmente a ese grado de belleza y de majes-
tad en que ahora lo vemos” 8 . Quien haya asistido a la historia del ascenso y decadencia del arte
“podrá ahora reconocer más fácilmente el progreso de su segundo nacimiento (della sua rinas-
cita) y de esa perfección a la que se ha elevado nuevamente en nuestros tiempos” 9 .
Para Vasari el arte había alcanzado su culminación en la antigüedad griega y romana, a la
que siguió un prolongado período de decadencia, iniciado en tiempos del emperador Constan-
tino. Los godos y los lombardos simplemente habían derribado lo que ya se estaba derrumban-
do por sí mismo. Durante mucho tiempo Italia sólo había conocido “el tosco, lamentable y du-
ro arte pictórico” de los maestros bizantinos. Aunque Vasari percibió unos pocos signos bas-
tante precoces de despertar, la gran renovación sólo cobró realidad a fines del siglo XIII, con
los grandes florentinos Cimabue y Giotto. Ambos abandonaron la vecchia maniera greca (la
antigua manera griega), es decir, la tradición bizantina, calificada de goffa (tosca) en repetidas
ocasiones por Vasari, y a la que opuso la buona maniera antica. Cimabue era quasi prima ca-
gione della rinovazione dell’arte (“quizás la razón primera de la restauración del arte pictóri-
co”), y Giotto “abrió de par en par las puertas de la verdad a todos los que después exaltaron el
arte a la perfección y a la grandeza que exhibe en nuestra época...” 10 . Y para Vasari dicha per-
fección contemporánea se hallaba representada sobre todo por Miguel Angel.

6
Del mismo modo que los hombres de letras del siglo XV derivaban humanista de humanitas del latín clásico
(en el sentido de civilización), los historiadores alemanes del siglo XIX abstraían, a su vez, la palabra “huma-
nismo” para indicar el movimiento intelectual.
7
Maquiavelo, Opere, once volúmenes (Milán, 1805 a l811), X, 294 (citado de la traducción inglesa de Peter
Whitehorne, The Arte of Warre, en Machiavelli (Lonctres, I905), I, 231 a 232).
8
Giorgio Vasari, Le vite de’ piu eccellenti pittori, scultori e architettori, ed. Karl Frey (Munich, 1911), I, 5
(dedicada al duque Cósimo, 1550) (citado de Giorgio Vasari, The Lives of the Most Eminent Painters, Sculptors
and architects, trad. de la señora Jonathan Foster [(Londres, 1800), I, 1 ].
9
Vasari, op, cit., I, 216 (“Proemio”) (citado de Vasari, The Lives, I, LVIII).
10
Ibíd., I, 175 a 217 (“Proemio”); 402 (“Vita di Cimabue”) (citado de Vasari, The Lives).
4

Vasari entendía que la gran restauración promovida por Cimabue y por Giotto fincaba en la
imitación directa de la naturaleza. Veía en el retorno a la naturaleza y en el retorno a la anti-
güedad cosas casi idénticas. La excelencia del arte antiguo era consecuencia de que la natura-
leza misma había sido su ejemplo y guía: la imitación de la naturaleza era el principio funda-
mental del arte 11 . Quienquiera siguiese a los antiguos redescubría a la naturaleza. Y éste cons-
tituye un aspecto fundamental del concepto global de Renacimiento en su propia época.
Dicho sea de paso, a veces se sobrestima el significado de Vasari en el desarrollo del con-
cepto de Renacimiento. Vasari no decía nada nuevo cuando atribuía a Cimabue y a Giotto ca-
rácter de hombres de vanguardia, o cuando derivaba el renacimiento de un proceso de retorno a
la naturaleza. Ya Boccaccio había ensalzado en Giotto al hombre que infundió nueva vida al
arte de la pintura natural, después que ésta había yacido enterrada durante muchos siglos. En
los mismos términos recuerda Leonardo da Vinci al gran pintor. Y en 1489 Erasmo fijaba el
renacimiento de las artes pictóricas dos o trescientos años antes de su propio tiempo. Según
Durero, era generalmente sabido que la pintura había sido “reanudada” o “llevada nuevamente
a primer plano por las naciones romances” doscientos años antes 12 . También para Durero el
anhelo de la naturaleza auténtica y el ferviente deseo del arte y de la literatura de la antigüedad
eran esencialmente una y la misma cosa.
Durante el siglo XVII parece haber perdido vigencia el concepto de un renacimiento de la
civilización. Ya no se destaca en primer plano como expresión de un sentimiento de entusias-
mo ante el deleite reconquistado. Por una parte, el espíritu había adquirido disciplina y sobrie-
dad, y por otra, era más realista y menos emotivo. La gente se había acostumbrado a la profu-
sión de formas nobles y refinadas, a la palabra solemne y conmovedora, a la plenitud de color
y de sonido, a la claridad crítica del intelecto. No se experimentaba ya el sentimiento de un
nuevo y maravilloso triunfo. El término “Renacimiento” ya no era un lema consciente, y, en
cuanto término histórico de carácter técnico, todavía no era necesario.
Cuando el concepto de nacimiento de la cultura ganó otra vez terreno en el pensamiento, al
sentido crítico correspondió beneficiarse de él, en cuanto medio de diferenciación de fenóme-
nos históricos. El naciente Iluminismo del siglo XVIII tomó el término Renacimiento allí don-
de lo había dejado la generación del siglo XVI. Pero, entretanto, el concepto de ese renaci-
miento, despojado ahora del sentimiento vivo de las personas que habían sido sus exponentes,
se había tornado singularmente académico y formal, parcial e impreciso. En el Dictionnaire
historique et critique de Pierre Bayle, obra que fue clave y arsenal del naciente Iluminismo, se
descubre ya una concepción del Renacimiento que en realidad contiene todos los elementos de
la actitud que se prolongaría en los libros de texto hasta fines del siglo XIX:
Es bien cierto que la mayoría de los beaux-esprits y de las sabios humanistas de Italia,
cuando las humanidades tornaban a florecer allí [en otras ediciones: “cuando las bellas
letras empezaban a renacer”] después de la caída de Constantinopla, carecían de reli-
gión. Pero, par otra parte, la restauración de las lenguas eruditas y de las bellas letras
había preparado el camino a las Reformadores, cosa que ya habían previsto los monjes y
sus partidarios, quienes incesantemente clamaban contra Reuchlin, Erasmo y demás azo-
tes de la barbarie 13 .
Por consiguiente, para Bayle era un hecho establecido que el humanismo italiano careció de
religión, y que fue consecuencia de la caída de Constantinopla, es decir, de la llegada de los
exilados griegos cargados con el conocimiento propio de su civilización.
Pocas décadas después Voltaire superaba holgadamente ese punto de vista. Todo el que re-
vise en su Essai sur les moeurs et l’esprit des nations (el cual, a pesar de todos sus defectos,
11
Ibíd., I, 168-169 (“Proemio”).
12
Giovanni Boccaccio, Decamerone, VI, 5; Woldemar von Seidlitz, Leonardo da Vinci: Der Wendepunkt der
Renaissance, dos volúmenes (Berlín, 1909), I, 381; Erasmo, Opus epistolarum, ed. P. S. Allen et al.; doce
volúmenes (Oxford y Londres, 1906 a 1958), I, 108; Ernst Heidrich, Albrecht Dürers schriftlicher Nachlass
(Berlín, 1910, 223, 250).
13
Pierre Bayle, Dictionnaire historique et critique, quinta edición; cuatro volúmenes (Amsterdam, 1740), IV,
3I5.
5

merece respeto por su carácter de modelo de la moderna historia cultural) las partes en las que
Voltaire esboza el desarrollo de las artes y de las ciencias desde fines de la Edad Media expe-
rimentará sorpresa ante el esquematismo, la incoherencia, la superficialidad, el prejuicio, y la
falta de penetración y de simpatía con los que el autor despacha premiosamente un fenómeno
tras otro, para luego pasar a otro tema. Pero sentirá la misma intensa sorpresa ante la brillante
percepción con la que Voltaire percibe y señala contextos más amplios. Me parece excesivo
afirmar que Burckhardt halló en Voltaire la inspiración para el tema de La cultura del Renaci-
miento en Italia 14 , pero no ha de negarse que el Essai insinúa la concepción que campea en la
obra de Burckhardt. Para Voltaire, como para Burckhardt, la matriz del Renacimiento fue la
riqueza y la libertad de que gozaron las ciudades del Medioevo italiano. Cuando Francia vivía
aún en la miseria,
muy diferente era la situación de las grandes ciudades comerciales de Italia; allí los
habitantes vivían con gran comodidad, y en la opulencia, y gozaban las dulzuras de la
vida. Finalmente, la riqueza y la libertad excitaron el genio y el valor de la nación 15 .
Luego, en el capítulo “Las ciencias y las artes urbanas durante los siglos XIII y XIV” se ex-
pone el punto de vista que ha ejercido tan prolongado y perturbador influjo: Dante, Petrarca,
Boccaccio, Cimabue y Giotto son los precursores de una perfección posterior:
Ya el florentino Dante había dado lustre al lenguaje toscano con ese caprichoso poema
titulado Commedia, obra famosa por su natural belleza, y en muchos aspectos muy supe-
rior al gusto corrompido de la época, escrito con la misma pureza que si el autor hubiese
sido contemporáneo de Ariosto y de Tasso.
En Dante, “pero especialmente en Petrarca hallamos gran número de pasajes que se aseme-
jan a esas finas antigüedades, que reúnen la belleza de tiempos pasados con la frescura del
momento actual”. En el caso de las artes pictóricas ocurría lo mismo que en el campo del
idioma y de la poesía:
Las artes urbanas, que corren todas la misma suerte, y que generalmente decaen y se
elevan juntas, emergían ahora del abismo de la barbarie. Sin ayuda de ninguna clase,
Cimabue fue en considerable proporción un nuevo creador de la pintura en el siglo XIII.
Giotto pintó algunos cuadros que todavía hoy contemplamos con placer... Brunelleschi
inició la reforma de la arquitectura gótica.
Al genio vital de Toscana atribuía Voltaire la fuerza creadora de la renovación.
Por todas estas invenciones estamos en deuda sólo con los toscanos, quienes por el mero
poder de su genio revivieron esas artes, antes de que los escasos restos del saber griego,
juntamente con esa lengua, pasaran de Constantinopla a Italia, después de la conquista
de los otomanos. Entonces, Florencia fue una segunda Atenas... Según esto, nada debe-
mos a los refugiados de Constantinopla por la restauración de las letras: estos hombres
se limitaron a enseñar a los italianos el idioma griego 16 .
Se advierte aquí la presencia de nuevas y fecundas ideas. Cabría esperar que después de este
comienzo Voltaire continuara con una descripción del quattrocento y del cinquecento, con el
fin de demostrar la línea ascendente. Sin duda no carecía del material necesario. Pero en el
Essai no hay el menor indicio de ello. Interrumpe el esbozo de ese primer florecimiento una
larga digresión sobre la restauración del drama. Se menciona ocasionalmente el hecho de que
hubo, después de Boccaccio, una serie ininterrumpida de poetas, “todos los cuales han pasado
a la posteridad”, serie que culmina en Ariosto. Cuando más adelante el autor retorna a los de-
sarrollos culturales de los siglos XV y XVI (en el capítulo 121) búscase en vano una elabora-
ción de la imagen del Renacimiento que esbozara con tanta felicidad.

14
Como se hace en Borinski, op. cit., 90.
15
Voltaire, Oeuvres complètes, ed. Antoine-Augustin Renouard; sesenta y seis volúmenes (París, 1819 a
1823), XIV, 349 [citado de Voltaire, An Essay on Universal History (Dublin, 1759), II, 160].
16
Voltaire, Oeuvres, XIV, 3~5 (citado de Voltaire, Essay, II, 162, 163, l66).
6

Las artes prolongaron su florecimiento en Italia porque la peste de la controversia reli-


giosa no se había extendido a ese país: y así acaeció que, mientras se degollaban mu-
tuamente en Alemania, en Francia y en Inglaterra por cosas que no comprendían, Italia,
completamente pacificada desde el sorprendente acontecimiento del saqueo de Roma
por el ejército de Carlos V, se consagraba más que nunca al progreso de las artes libera-
les 17 .
Con respecto al cinquecento, eso es todo. No se menciona a Leonardo, ni a Rafael, ni a Mi-
guel Angel, ni al Ticiano.
¿Qué impidió a Voltaire presentar una imagen acabada de la cultura renacentista? Poseía
cierta concepción de un período claramente delimitado de florecimiento de las artes y de las
letras, el que gravitaba alrededor de los Medici durante los siglos XV y XVI. Para él, se trataba
de uno de los cuatro períodos felices de la historia mundial. “Estas cuatro épocas felices”, dice
en su Época de Luis XIV, “son aquellas en las cuales se dio impulso a las artes, y que, como
son momentos culminantes de la grandeza de la comprensión humana, sirven de ejemplo a toda
la posteridad” 18 . Era la primera la época de Pericles, la segunda la de César y de Augusto, la
tercera correspondía al dominio de los Medici después de la caída de Constantinopla. En esta
obra, escrita en 1739, la llegada de los eruditos griegos a Florencia era considerada todavía la
causa del renacimiento, teoría que Voltaire habría de rechazar después en su Essai. Pero supe-
raba a la gloria de la tercera época la del siècle de Louis XIV, “esa era que fue la más esclare-
cida de todas”. A ella dirigía Voltaire sus elogios, aun a costa de su propio tiempo; en ella
concentraba su interés y su aprecio, y por eso le resultaba imposible percibir el espíritu y la
belleza del Renacimiento.
Así, pues, Voltaire dejó atrás el incompleto esbozo de su imagen del Renacimiento, e inclu-
so su propia época volvió los ojos a otros panoramas del pasado. El posterior descubrimiento
del Renacimiento hubiera debido caracterizarse no sólo por el esprit y el sentido crítico que
eran propios de Voltaire, sino en la misma medida, o aún más por el sentimiento de simpatía
estética y por las necesidades emocionales. Y en esta esfera del sentimiento y del ensueño no
reinaba el espíritu de Voltaire sino el de Rousseau. ¿Qué podía significar la colorida diversidad
de la belleza formal propia de la cultura aristocrática del Renacimiento a los ojos de seres que
sólo anhelaban la sencillez de la naturaleza y la lánguida sensibilidad del corazón? El murmu-
llo de los robledales y las brumas de las montañas de Ossian o la tierna atención consagrada a
las aventuras espirituales de Clarissa Harlowe ocupaban tanto espacio que no había lugar para
alentar una imagen del Renacimiento, con sus brillantes luces y sus bronces sonoros. La fanta-
sía del romanticismo se volcó sobre la Edad Media, para buscar en ella los efectos opacos y
sombríos de luz de luna y de fugitivas nubes que eran tan caros al corazón de la época. La gran
transposición al tono menor del romanticismo interrumpió la evolución de la imagen del Rena-
cimiento, y por mucho tiempo fue estorbo a su desarrollo. Solamente un espíritu afín podía
redescubrir la unidad del Renacimiento y explicarla a la humanidad.
¿Goethe, quizás? ¿El hombre de espíritu universal, exaltado sobre la oposición entre Voltai-
re y Rousseau? No, tampoco Goethe. Naturalmente, Goethe estaba familiarizado con el con-
cepto corriente de un renacimiento del arte. El caballero d’Agincourt, a quien visitó en Roma,
estaba atareado, según observó Goethe, “escribiendo la historia del arte desde su decadencia
hasta su renacimiento” 19 . Del material que el francés había reunido con ese propósito, podía
deducirse “cómo durante el transcurso del opaco y oscuro período la mente humana había esta-
do muy atareada”. Vasari habría podido llegar a las mismas conclusiones. El interés y la esti-
mación de Goethe se concentraba muy particularmente sobre el siglo XVI. “A principios del
siglo XVI el espíritu de las artes pictóricas se había desprendido completamente de la barbarie
de la Edad Media; y anhelaba efectos más libres y más elevados” 20 . En una entrada de sus dia-
17
Voltaire, Oeuvres, XV, 99 (citado de Voltaire, Essay, III, 44).
18
Voltaire, Oeuvres, XVII, 187 [citado de Voltaire, The Age of Lewis XIV (Londres, 1753), I, 1].
19
Johann Wolfgang von Goethe, Werke, 143 tomos (Weimar, 1887 a 1920), XXXII, 36 (22 de julio de 1787)
[citado de Goethe’s Travels in Italy, trad. inglesa de A. J. Morrison y C. Nisbet (Londres, 1892), 385].
20
Goethe, Werke, XXXII, 207.
7

rios Goethe colocaba a Rafael en el pináculo de una pirámide 21 , lo cual no altera el hecho de
que, en comparación con Miguel Angel, el pintor le pareciera arcaico. Cuando cierta gente
afirmó que la Disputa era la mejor obra de Rafael, Goethe vio en ello una indicación de “la
predilección que posteriormente se manifestó en favor de la antigua escuela. En esto el obser-
vador sereno no debe ver otra cosa que una expresión de talentos medianos y frustrados, y de
ningún modo debe identificarse con dicha postura” 22 . El período que para Goethe era de flore-
cimiento de las artes no coincide con la época que denominamos Renacimiento, sino más bien
con su última fase y con la primera del barroco. En el punto focal de su observación y aprecio,
al lado de Miguel Angel se hallaban artistas posteriores, por ejemplo Benvenuto Cellini, Palla-
dio y Guido Reni. Además, ese gran período de florecimiento sólo en pequeña medida era para
Goethe un problema de carácter histórico. Mucho más le interesaba el valor inmediato y propio
de las obras de arte que observaba.
De ese modo alboreó el siglo XIX sin que el concepto de Renacimiento hubiera adquirido
mucho mayor contenido del que ya tenía para Bayle y para Voltaire. No era todavía la denomi-
nación de un período cultural como tal. Por así decir, cumplía la función de apelativo, no de
nombre propio; por lo general iba asociado con una formulación complementaria alusiva a lo
que había renacido. Todavía se hallaba casi en un mismo plano con términos como “decadencia
y caída”. Ciertamente, incluía la idea del júbilo ante la vida nueva y por consiguiente era un
definido juicio de valor, pero caracterizaba a su aplicación cierto tono más o menos indiferen-
te, y habitualmente poseía sólo un limitado significado. En su Histoire de la peinture en Italie
(1817) Stendhal aplicó la frase la renaissance des arts casi exclusivamente al primer cuarto del
siglo XVI, que excitaba su su mayor entusiasmo y admiración; para este autor, el arte florenti-
no del siglo XV representaba todavía “el ideal de belleza de la Edad Medía”. Guizot, en su
Histoire générale de la civilisatian en Europe (l828) se refirió a una renaissance des lettres, y
en su caso el término no tenía un matiz diferente del que le atribuía Voltaire, o incluso Rabe-
lais y Amyot. Sismondi transfirió el concepto a la esfera del pensamiento político en su Histoi-
re de la renaissance de la liverté en Italie (1832). Veremos más adelante que el concepto polí-
tico de Renacimiento de ningún modo era cosa nueva, y en realidad había sido uno de los pun-
tos de partida de todo el concepto renacentista.
Según Walter Goetz 23 , la primera persona que atribuyó al término Renacimiento, sin indica-
ciones limitativas, carácter de denominación específica y familiar de un determinado período
cultural, fue el conde Libri, florentino de dudosa memoria, quien, después de haber huido a
Francia, publicó en 1838 una obra titulada Histoire des sciences mathématiques en Italie de-
puis la Renaissance jusqu’à la fin du XVIIième siècle. Sin embargo, esta afirmación no es co-
rrecta. Libri se limitó a seguir una costumbre que había ganado terreno en los círculos litera-
rios franceses. Casi una década antes Balzac había empleado la palabra Renacimiento como
concepto cultural autónomo en la novela corta Le bal des Sceaux, fechada en diciembre de
1829, en la cual dícese de uno de los personajes principales: “ella era capaz de argüir fluida-
mente sobre la pintura italiana o flamenca, sobre la Edad Media o sobre el Renacimiento...”
El sistema conceptual que desde entonces en adelante habría de servir de andamiaje princi-
pal de la historia cultural europea estaba adquiriendo gradualmente formas definidas y verda-
dera solidez: la antítesis explícita entre la Edad Media y el Renacimiento, en la que tanto éste
como aquélla revisten la forma de una imagen cultural. Pero antes de examinar el ulterior desa-
rrollo del concepto de Renacimiento, debemos referirnos a un hecho peculiar, del que supongo
es posible hallar paralelos en muchos otros campos: a saber, que la opinión escolar, la visión
condensada del Renacimiento que los libros de texto difundían, aun entonces se hallaba en re-
traso con respecto a la comprensión de los historiadores.
Podríamos describir la opinión escolar del siguiente modo: hacia fines de la Edad Media (la
Edad Media, representante del oscurantismo y de la barbarie, de acuerdo con la concepción
racionalista) revivieron las artes y el saber, ante todo en Italia, porque los griegos huidos de
21
Johann Wolfgang von Goethe, Tagebücher, I, 305 (19 de octubre de 1786).
22
Goethe, Werke, XXXII, 67 a 68 (citado de Goethe’s Travels).
23
Goetz, op. cit., 46.
8

Constantinopla pusieron nuevamente a Occidente en contacto con la inspiración del antiguo


espíritu griego. O bien, aunque no se atribuyera a los exilados tan principal influjo, se veía en
la restauración de la cultura clásica tanto el factor causal como la característica exterior del
Renacimiento. Se desarrolló un período de Renacimiento porque la gente aprendió a compren-
der el espíritu de los antiguos, y su elemento esencial fue la imitación del arte y de la literatura
clásicos. Algunos libros de texto también reservaban cierto papel, entre las causas del renaci-
miento general, al arte de imprimir y al descubrimiento de América. De cierto libro de texto
(no recuerdo bien cuál) dícese que iniciaba los capítulos sobre el período moderno con esta
confiada frase: “El renacimiento del espíritu humano arranca del descubrimiento de las armas
de fuego”, una afirmación que, si bien se mira, es marxismo à outrance.
Pero, sea como fuere, la opinión entonces corriente, según la cual la imitación de la anti-
güedad era el alfa y el omega del Renacimiento, nunca ha sido otra cosa que una barata simpli-
ficación de los puntos de vista de los hombres cuyas mentes desarrollaron el concepto y lo lle-
varon a su madurez. El propio Voltaire, ya la hemos visto, encaraba con amplitud considera-
blemente mayor el fenómeno de la renovación. Si a alguien debiéramos imputar la responsabi-
lidad de la opinión escolar, sería a Pierre Bayle.
Y así llegamos al pleno desarrollo, por obra de Jacob Burckhardt, del concepto renacentista
en todos sus ricos y coloridos aspectos, en cuanto forma de vida que con mucho desborda los
límites del estudio histórico en sí.
No cabe duda de que el gran sabio suizo recibió inspiración de un profeta cuya visión aluci-
nada iluminó la historia como con relámpagos de luz: Jules Michelet. El año 1855 vió la luz
Histoire de France au XVIième siècle, de Michelet, séptimo volumen de su Histoire de France,
con el subtítulo Renaissance. La actitud de Michelet hacia la gran transformación cultural era
la del Iluminismo, según se había fusionado con el liberalismo y se reflejaba en su espíritu bri-
llante. No sólo a él sino a los racionalistas del siglo XVIII, el siglo XVI había aportado luz...
luz que venía a disipar las tinieblas bárbaras de la Edad Media. Para Michelet el concepto re-
nacentista era simplemente parte de la gran idea del progreso que había comenzado su carrera
triunfante cuando la mente despertó del engaño y de la opresión del escolasticismo y del feuda-
lismo. El sigla XVI aportó dos grandes cosas:
El descubrimiento del mundo y el descubrimiento del hombre.
En su amplia y legítima extensión, el siglo XVI se extiende de Colón a Copérnico, de
Copérnico a Galileo, del descubrimiento de la tierra al descubrimiento de los cielos.
El hombre se había reencontrado a sí mismo. Antes de que Vesalio y Servet le hubieran
revelado la vida, ya había penetrado su misterio moral con Lutero y Calvino, con Du-
moulin y Cujas, con Rabelais, Montaigne, Shakespeare, Cervantes. Ya había sondeado
las bases profundas de la naturaleza vital. Ya había comenzado a aposentarse en la Jus-
ticia y en la Razón 24 .
En otras palabras, en el siglo XVI el hombre adquirió conciencia de su relación auténtica y
natural con el mundo; aprendió a comprender las cualidades y el significado del mundo, y tam-
bién a abarcar el valor y la capacidad de su propia personalidad. Michelet reunió en un solo
haz al Renacimiento y a la Reforma, y les atribuyó el carácter de alborada feliz del ideal ilumi-
nista. Según su opinión, el despertar había ocurrido en el siglo XVI y, con excepción de Colón
y de Galileo, no menciona a un solo italiano entre las figuras destacadas de ese vasto proceso.
Si, por lo tanto, Burckhardt pudo tomar de Michelet la idea de la gran transformación cultu-
ral, fue simplemente para dirigir el concepto hacia objetivos muy diferentes. Aplicó dicha fór-
mula renacentista, “el descubrimiento del mundo y del hombre” a fenómenos que en Michelet
no provocaban más que un interés secundario; en realidad, interpretó la fórmula de un modo
esencialmente distinto al de Michelet, creador de la misma. Para Michelet era un santo y seña,
pero no sería él quien desarrollase la riqueza de imágenes específicas que demostraran históri-

24
Jules Michelet, Histoire de France au XVIième siècle: Renaissance (Histoire de France, VII), (París, 1855),
14-15 (“Introduction”).
9

camente su fórmula. Y es posible que ésta se hubiera desvanecido como un grito en la noche si
Burckhardt no hubiera acertado a oírla.
En Burckhardt, la combinación de sabiduría y de profundidad, de capacidad de síntesis en
gran escala y de paciente industria de erudito que reúne y elabora su material, era de un tipo
que por cierto no abunda en la disciplina histórica. Por otra parte, caracterizaba a su espíritu
una aristocrática reserva que no adhería a las opiniones del momento simplemente porque la
época lo exigía. Burckhardt no se dejaba influir por triviales ideas de progreso, y esto sólo fue
suficiente para permitirle ahondar mucho más que Michelet. Fue el primero en concebir al Re-
nacimiento separado de toda relación con el Iluminismo y con el progreso, no ya como pre-
ludio y anunciación de posteriores excelencias, sino como ideal cultural sui generis.
Se ha citado una frase de un ensayo temprano de Jacob Burckhardt, en el cual habla del “así
denominado Renacimiento” 25 . El ensayo data de 1838 (Burckhardt nació en Basilea en 1818 y
murió en la misma ciudad en 1897); ese año había visitado Italia por primera vez, pero el arte
germano y flamenco de la Edad Media continuó siendo el foco de sus estudios y de su interés
durante los años que siguieron inmediatamente (y aún después de una segunda residencia en
Italia). A fines de 1852 apareció su obra sobre la época de Constantino el Grande. En los dos
años siguientes visitó nuevamente Italia, y en 1855 publicó el Cicerone, “guía para gustar de
las obras de arte de Italia”. Luego, en 1860, apareció La cultura del Renacimiento en Italia.
Nada demuestra tan claramente el significado de esta obra como las fechas de sus ediciones.
La segunda edición apareció nueve años después de la primera, en 1869, y la tercera y cuarta
con ocho años de intervalo, en 1877 y en 1885. Después de la quinta edición de 1896, la co-
rriente cobró ímpetu: 1897, 1899, 1901, 1904, 1908, 1913, 1919 26 . Sólo la generación siguiente
estaba totalmente madura para lo que Burckhardt podía ofrecer.
La estructura de este inigualado ejemplo de síntesis histórico-cultural es tan sólida y armó-
nica como una obra de arte renacentista. Echanse los cimientos en la Parte I, “El Estado como
obra de arte”, que trata de las tradiciones políticas y sociales que constituyeron el ámbito de
desarrollo de una actitud más personal y más consciente del individuo hacia el Estado y hacia
la vida en los Estados italianos, incluso durante la Edad Media. Desde el principio mismo se
pone al lector en contacto con el espíritu de una definición personal de objetivos y de una libre
determinación del curso de la propia vida, factores que para Burckhardt fueron la característica
del Renacimiento, y cuya presencia el autor analiza en los distintos tipos de déspotas, de con-
dottieri, de diplomáticos, de cortesanos y de nepotistas. Pero al mismo tiempo se suministra al
lector una indispensable reseña de la historia política del período. Luego, Burckhardt desarro-
lla el tema fundamental de su obra. La Parte II, “Desarrollo del individuo”, comienza con la
página que es casi el credo de Burckhardt, y que debemos citar íntegra:
En el carácter de estos Estados, ya fueran repúblicas o despotismos, reside no la única
pero sí la principal razón del precoz desarrollo del italiano. A ello se debe que fuera el
primogénito de los hijos de la moderna Europa.
En la Edad Media, ambos aspectos de la conciencia humana -la conciencia que se vuel-
ve hacia el interior de nuestro propio ser, y la que se dirige hacia el mundo exterior- ya-
cían dormidos o apenas despiertos bajo un velo común. Este velo estaba tejido de fe, de
ilusión y de ciertos infantiles preconceptos, y a través de él veíase al mundo y a la histo-
ria revestidos de extraños colores. El hombre tenía conciencia de sí mismo sólo en cuan-
to miembro de una raza, de un pueblo, de un grupo, de una familia o corporación; es de-
cir, sólo por intermedio de una categoría general. Italia fue el primer lugar en el que es-
te velo se disipó en el aire; tornóse posible el tratamiento y la consideración objetivos
del Estado y de todas las cosas de este mundo. Al mismo tiempo, afirmóse con énfasis
25
Véase Goetz, op. cit., 40.
26
Después de la segunda edición, Burckhardt delegó la tarea de revisar y modernizar su libro en Ludwig Gei-
ger, y aunque complacido con el éxito de la obra, rehusó ser consultado sobre ella o corregir pruebas. Poco a
poco se modificó el carácter y la extensión de la obra (como resultado de las digresiones y revisiones de Geiger)
de modo que resultó casi imposible reconocer la propia obra de Burckhardt. Ha sido reeditado ahora en su ver-
sión original, imponiéndosele el sello clásico que le corresponde.
10

proporcional el aspecto subjetivo; el hombre se convirtió en individuo espiritual, y re-


conocióse a sí mismo como tal 27 .
Burckhardt explora en todos los terrenos el desarrollo de esta conciencia de la personalidad.
El capítulo “El perfeccionamiento del individuo” ofrece en la figura de Leon Battista Alberti al
tipo más completo de hombre universal que desarrolló y controló conscientemente todas sus
capacidades. En relación con este desarrollo del individuo surgió también “una nueva forma de
distinción exterior, la forma moderna de la gloria”. La desenfrenada pasión por la fama en los
personajes de Dante (y en él mismo), la celebridad de Petrarca, la veneración de los grandes
héroes nacionales: todo esto se halla, para Burckhardt, bajo el signo del nuevo concepto de la
personalidad y del valor humano; y lo mismo puede afirmarse de sus opuestos, “el ingenio y la
sátira modernos”.
Sólo entonces comienza el desarrollo de la Parte III, “La Resurrección del Mundo Antiguo”.
Al llegar a este punto casi no es necesario decir que, para Burckhardt, la restauración de la an-
tigüedad no fue el factor causal del Renacimiento, ni tampoco la característica esencial del pe-
ríodo. Empieza por rechazar inmediatamente dicho punto de vista:
Ahora que hemos alcanzado esta perspectiva de la civilización italiana, ha llegado el
momento de ocuparnos de la influencia de la antigüedad, cuyo “renacimiento” ha sido
elegido unilateralmente como signo distintivo de todo el período.
No fue, pues, ni factor causal ni elemento esencial del Renacimiento, pero sí prerrequisito y
elemento vital de su desarrollo. El clasicismo fue medio indispensable de expresión del con-
cepto de la vida que se había formado recientemente:
El renacimiento [Burckhardt, pero no el traductor, usa la palabra entre comillas, para
subrayar que la emplea aquí en el sentido más estrecho de restauración de los estudios
clásicos] no habría revestido el carácter de proceso de significado mundial si fuera po-
sible separar tan fácilmente a sus factores componentes.
Pero Burckhardt inmediatamente limita el papel del clasicismo en la renovación del espíritu:
Debemos insistir sobre ello, por ser una de las principales proposiciones de este libro,
que no fue sólo la restauración de la antigüedad, sino su unión con el genio del pueblo
italiano, la fuerza que promovió la conquista del mundo occidental 28 .
Burckhardt examinó la influencia global de la antigüedad (a la que poco antes, en 1859,
George Voigt había consagrado su Wiederbelebung des klassischen Alteratums oder das erste
Jarhundert des Humanismus, obra que Burckhardt no utilizó) en una sola parte de su libro;
todavía debía elaborar la mitad de su material. Entonces escribió “descubrimiento del mundo y
del hombre”. En esta parte del ensayo Burckhardt demostró en qué consistía realmente la his-
toria cultural. Analiza la tendencia empírica de las ciencias naturales; el descubrimiento de la
belleza del paisaje; luego, Ia aparición del retrato psicológico, ante todo en Dante, en Petrarca
y en Boccaccio; el desarrollo de la biografía; la nueva concepción del carácter nacional y de la
variedad étnica; y, finalmente, el florecimiento del nuevo ideal de belleza. ¿Quién, antes de él,
había pensado en considerar el significado, para la historia cultural, de la etiqueta social, de la
moda, del dilettantismo y de los festivales? El libro concluye con la parte dedicada a “Etica y
religión”. En ella las conclusiones de Burckhardt ocupan el primer plano, y se dan los toques
finales a la imagen del hombre renacentista: desenfrenado individualismo con tendencia a la
amoralidad completa; actitud subjetiva hacia la religión: tolerante, escéptica, burlona, a veces
francamente negativa; y el paganismo del Renacimiento, mezcla de antigua superstición y de
moderno escepticismo. Y en las líneas finales del libro elogia el noble platonismo de los flo-
rentinos del círculo de Lorenzo de Medici:

27
Jacob Burckhardt, Die Kultur der Renaissance in Italien: Ein Versuch, decimotercera edición; ed. Walter
Goetz (Leipzig, 1922), I, 142 [citado de Jacob Burckhardt, The Civilization of the Renaissance in Italy, trad.
inglesa de S. G. C. Middlemore (Nueva York, 1958), I, 143].
28
Ibíd., I, 185 (citado de Burckhardt, The Civilization, I, 175).
11

Aquí llega a su madurez uno de los más preciosas frutos del conocimiento del mundo y
del hombre, y esto sería suficiente para considerar al Renacimiento italiano el conductor
de los tiempos modernos 29 .
EI término Renacimiento había cobrado pleno significado. El pensamiento de Burckhardt
desbordó gradualmente los círculos donde el libro era leído. Como siempre ocurre, en el proce-
so se vio despojado de todos los detalles que le infundían vida y que al mismo tiempo, en su
propia irreductibilidad, lo limitaban; en la mente de quienes lo aceptaron, el concepto se de-
gradó y se desarticuló, y padeció mutilaciones. Burckhardt había evocado al hombre del Rena-
cimiento ante la faz del tiempo, semejante a uno de esos magnificentes pecadores del Infierno,
demoníaco en su indomable orgullo, satisfecho de sí mismo y audaz, el uomo singolare, el
“hombre singular”. Esta fue la única figura de su libro que atrajo la fantasía de los dilettanti.
El concepto de “hombre del Renacimiento” vino a asociarse con la idea de impetuosa acepta-
ción y de dominio de la vida. Creyóse que el tipo de la civilización renacentista se hallaba en
la libre personalidad del genio, indiferente a doctrinas y a conceptos morales, en el hombre
inclinado a los placeres, altanero y frívolo, que en su pagana pasión por la belleza buscaba el
poder para vivir con arreglo a sus propias normas. El esteticismo del decadente siglo XIX per-
cibió un eco de su propio deseo en esta imagen imaginaria de la vida histórica. En los casos
más graves de confusión terminológica incluso la muy apreciada “rebeldía” vino a formar parte
de la visión del. Renacimiento. Ninguna culpa tuvo en ello Burckhardt. La melodía que él en-
tonó fue orquestada a la Nietzsche por una generación posterior (Nietzsche, como es sabido,
fue discípulo de Burckhardt).
Mientras tanto, aunque en muchos espíritus la exageración superficial reemplazó a la fecun-
da imagen recibida, el estudio de la historia del arte y de la historia cultural no se detuvo con
el libro de Burckhardt. Una obra apoyada esencialmente sobre una sola concepción es necesa-
riamente unilateral.. Los aspectos débiles de la tesis de Burckhardt no podían permanecer ocul-
tos.
Fijos los ojos en la luz violenta del quattrocento italiano, Burckhardt debía ver defectuosa-
mente todo lo que se extendía más allá del paisaje que concitaba su atención. El velo que vio
extenderse sobre el espíritu de la Edad Media se debió en parte a defecto de su propia cámara
fotográfica. Había delineado un contraste demasiado violento entre la vida de fines del Me-
dioevo en Italia y la que se desarrollaba en el resto de Europa. Pasóle inadvertido que tras el
esplendor del Renacimiento la vida popular auténticamente medieval continuaba en Italia en la
misma forma que en Francia y en las regiones germánicas, así como tampoco percibió que la
nueva vida, cuyo advenimiento exaltó en Italia, también comenzaba a cobrar forma en otros
países, en los que Burckhardt sólo alcanzó a ver barbarie y antiquísima represión. No tenía
verdadera conciencia de la gran variedad y de la vida desbordante de la cultura medieval fuera
de Italia. Como consecuencia de ello, fijó al Renacimiento en ascenso límites espaciales harto
restringidos.
Todavía mayores críticas merece su delimitación cronológica del Renacimiento. Había ubi-
cado alrededor de 1400 el principio del pleno florecimiento del individualismo, elemento esen-
cial del período, a estar de Burckhardt. Con mucho la mayor proporción del abundante material
con que ilustró su punto de vista se refiere al siglo XV y al primer cuarto del XVI. Con todo lo
que hay antes de 1400 fue para él anticipo, prometedora semilla. Todavía atribuía a Dante y a
Petrarca la categoría de “precursores” del Renacimiento, exactamente como los había conside-
rado Michelet (y aun Voltaire). El concepto de “precursores” de una tendencia o de un movi-
miento es siempre peligrosa metáfora en historia. Dante precursor del Renacimiento... del
mismo modo podría yo, con cierta justificación, decir de Rembrandt que fue precursor de Josef
Israels, pero nadie me seguiría. Cuando se califica a alguien de precursor se lo separa del mar-
co de su propia época, en relación con la cual debe ser entendido, y con ese proceder se falsea
la historia.

29
Ibíd., II (citado de Burckhardt, The Civilization, II, 516).
12

Una vez que aceptó que el individualismo era el rasgo distintivo del Renacimiento, Burc-
khardt se vio obligado a exaltarlo en todos los fenómenos que contrastaban con lo que para él
era el sombrío telón de fondo de la civilización medieval. El arte decorativo de los Cosmati en
el siglo XII, la arquitectura toscana del siglo XIII, la ágil, mundana y clásica poesía de los
Carmina burana... todo ello se convirtió en protorrenacimiento. Aplícase esto no sólo al arte,
sino también al carácter humano. Todo hombre de la Edad Media que poseía una personalidad
sobresaliente vino a caer en el ámbito de influencia del Renacimiento.
Mucho antes podemos percibir aquí y allá cierto desarrollo de la personalidad libre, la
que en Europa Septentrional no existió o no pudo obrar del mismo modo [pero no: las
sagas nórdicas ofrecen incomparable imagen de la personalidad libre. J. H.]. La banda
de audaces pecadores del siglo X descrita por Luidprand, ciertos contemporáneos de
Gregorio VII, y unos pocos opositores al primer Hohenstaufen nos muestran caracteres
de este tipo 30 .
Por consiguiente, podía remitirse el comienzo del desarrollo que desembocaría en el Rena-
cimiento a un punto indefinido, cada vez más lejano en el tiempo. La consecuencia, ya adverti-
da por Michelet, era que todo despertar de una nueva vida intelectual, de nuevos conceptos de
la vida y del mundo en la Edad Media, debían ser interpretados como un alborear del Renaci-
miento. Pero entonces debía aplicarse semiconscientemente el postulado de que en sí misma la
Edad Media había sido una cosa muerta, un organismo en descomposición (postulado que en el
caso de Michelet fue doctrina explícita).
Naturalmente, se llegó a la conclusión de que era necesario remontarse más y más en el pa-
sado para hallar los comienzos del Renacimiento. Las personas que pusieron al desnudo las
raíces del Renacimiento son Emile Gebhart, Henry Thode, Louis Courajod y Paul Sabatier. En
qué medida ya en 1877 se había elaborado la idea de los orígenes medievales del Renacimien-
to, se percibe en The Renaissance, de Walter Pater, en el cual, sin analizar explícitamente el
caso se da por sobreentendido que se incluye en el concepto renacentista todo lo que en la
Edad Media era espontáneo y llamativo (así, por ejemplo, el entremés del siglo XIII, Aucassin
et Nicolette).
En 1879 el excelente ensayista e historiador cultural Emile Gebhart publicó Les origines de
la Renaissance en Italie. Su concepción de la naturaleza del Renacimiento era igual a la de
Burckhardt: “El Renacimiento italiano no fue solamente una renovación de la literatura y de
las artes, consecuencia del retorno de los espíritus cultivados a la literatura clásica y de la me-
jor educación de los artistas que redescubrieron el sentido de la belleza en la escuela griega. En
el Renacimiento se expresa todo el complejo de la civilización italiana, y fue la expresión ade-
cuada del genio y de la vida moral de Italia” 31 . Pero lo que en Burckhardt era delicada insinua-
ción adquiere en Gebhart carácter de fórmula total: “En realidad, el Renacimiento italiano em-
pieza antes de Petrarca, pues la renovación de las artes se advierte ya en las obras de los escul-
tores pisanos y de Giotto, así como en la arquitectura de los siglos XII y XIII... Los orígenes
del Renacimiento son, por lo tanto, bastante remotos y preceden con mucho a la cultura erudita
difundida por la literatura del siglo XV” 32 .
Cuando en 1885 apareció La cultura del Renacimiento en traducción francesa de M.
Schmitt, Gebhart planteó la cuestión con cierta mayor precisión 33 . Afirma que los puntos de
unión del Renacimiento con la Edad Media son apenas visibles en Burckhardt; es preciso arro-
jar luz más clara sobre el principio y el fin de la obra. Del principio se encargó el propio Ge-
bhart. En L’Italie mystique: Histoire de la Renaissance religieuse au moyen age (1892), conti-
nuó levantando el edificio iniciado con sus Origines. Joachim de Floris (el místico calabrés del

30
Ibíd., I, 142 (citado de Burckhardt, The Civilization, I, 143).
31
Emile Gebhart, Les origines de la Renaissance en Italie (París, 1879), 51.
32
Ibíd., VII.
33
Emile Gebhart, “La Renaissance italienne et la philosophie de l’histoire”, Revue des deux mondes, LXXII
(1885), 342 a 379, posteriormente incluido en sus Etudes méridionales: La Renaissance italinne et la
philosophie de l’histoire (Paroís, 1887).
13

siglo XII) y Francisco de Asís eran para Gebhart el punto de partida de todo el movimiento
intelectual.
En realidad, en todo esto no había ya nada nuevo. También aquí Michelet, en ancho y vio-
lento gesto, había arrojado la semilla que otros vieron brotar. En la dolorosa confesión con la
que inicia su volumen sobre el Renacimiento, de lo que se trataba era de saber por qué el Re-
nacimiento había llegado con tres siglos de retraso 34 . Una y otra vez había anunciado su propio
advenimiento: en el siglo XII con la chanson de geste, Abelardo y el abate Joachim; en el siglo
XIII con el Evangelium aeternum, folleto de carácter polémico de los franciscanos radicales;
en el siglo XIV con Dante. En verdad, la Edad Media ya estaba muerta en el siglo XII, afirmó
Michelet, y hubo de retardar la llegada del Renacimiento la obstinada resistencia de le moyen-
âge contra el retorno a la naturaleza (es sabido cuán antropomórficamente pensaba Michelet).
Por obra del propio Michelet, estas ideas pasaron a ser propiedad común, de modo que es
comprensible que Walter Pater asociara fácilmente el concepto de Renacimiento con la figura
de San Francisco aún antes de que Gebhart desarrollara la misma tesis sobre una base erudita.
No cabe asombrarse, por lo tanto, de que los historiadores franceses y alemanes llegaran a la
misma posición cada uno por su propio camino. En 1885 apareció el estudio de Henry Thode,
Franz von Assisi und die Anfänge der Kunst der Renaissance in Italien. No interesaba a Thode
tanto la propia restauración religiosa originada en Francisco, como la influencia de la misma
sobre la renovación del arte. Atribuía suprema importancia a esta última. El ardor lírico y el
sentimiento subjetivo de Francisco, su renovada pasión por la belleza del mundo, no sólo había
dado impulso a un profundo sentido artístico, y suministrado el material para una nueva imagi-
nación artística; también desde el punto de vista social las órdenes mendicantes proveyeron
tanto el motivo como el ímpetu de la nueva fiebre de construcción. Thode borró deliberada-
mente la frontera entre la Edad Media y el Renacimiento: “De Giotto a Rafael hay un desarro-
llo uniforme, basado en una concepción religiosa y del mundo uniformes. La pretensión de
separar el arte gótico, que llega hasta 1400, del Renacimiento, que se inicia en 1400 (como
todavía suele hacerse en los textos de historia del arte) implica desconocer la unidad orgánica
que los abarca a ambos” 35 . El contenido intelectual de este proceso radicaba, para Thode, en la
liberación del individuo, “el cual, en el ámbito de una personal y armónica concepción del sen-
tido de la naturaleza y de la religión (en conjunto todavía dentro de los límites de la fe católi-
ca, pero ya aventurándose inconscientemente fuera de los mismos) conquista sus derechos
frente a la colectividad”. “El ímpetu recóndito que promueve estos milagros es la elevada sen-
sibilidad individual que comienza a despertar. “No es necesario analizar aquí en qué medida se
falsea. la imagen de Francisco y se sobrestima su influencia sobre el desarrollo de la cultura
italiana.
No fue Henry Thode el progenitor espiritual de la actitud de reverencia por Francisco, tan
extendida en los círculos estéticos. Su libro se difundió sólo entre los interesados en historia
del arte, y con cierto enojo reclamó Thode en el prefacio a su segunda edición (1904) el honor
de haber esbozado la nueva imagen de San Francisco mucho antes de que Sabatier cautivara al
mundo con su Vie de Saint François d’Assise (1893).
La obra de Paul Sabatier permaneció fuera de la controversia sobre los orígenes del Rena-
cimiento dado que este autor, a diferencia de Gebhart y de Thode, no se interesó principalmen-
te por definir la relación de Francisco con el Renacimiento, sino por describir la vida del suge-
rente santo con todos sus magníficos y vivaces colores y matices. El retrato atractivo pero falso
que este teólogo protestante francés trazó en su libro, obra de delicada poesía, ofrece de Fran-
cisco la imagen de un espíritu subjetivo y lírico, que reconquistó la belleza del mundo en bene-
ficio de una ferviente y apasionada devoción, la que a su vez introduce en la religión las nece-
sidades emocionales del individuo; un hombre que, inclinado en actitud de filial respeto ante la
antigua y rígida Iglesia -que percibió el peligro de esta nueva forma de devoción-, habría de
vivir en melancólica desilusión, casi un mártir de su propia excelsa meta. Pero éstas fueron
34
Michelet, op. cit., 142, 12 y sigs., 69.
35
Henry Thode, Franz von Assisi und die Anfaäge der Kunst der Renaissance in Italien, segunda edición
(Berlín, 1904), 61.
14

precisamente las cualidades que, poco a poco, habían concluido por asociarse con el concepto
da Renacimiento: sensibilidad individual, aceptación del mundo y sentimiento de la belleza,
actitud personal hacia la doctrina y la autoridad. De ahí que quizás Sabatier haya contribuido
más que nadie a modificar la naturaleza y la determinación cronológica del concepto de Rena-
cimiento. Ahora el término no evocaba esencialmente un desarrollo mental, sino un desarrollo
sentimental: los ojos y el alma se abrían a toda la excelencia del mundo y de la personalidad
individual. De este modo se había llevado hasta sus últimas consecuencias la tesis de Burc-
khardt sobre el individualismo y el descubrimiento del hombre y del mundo. El valor de la res-
tauración de la cultura clásica para el proceso renacentista pasó totalmente a segundo plano.
Que de la restauración de una latinidad sin tacha Lorenzo Valla se prometiera un efecto abso-
lutamente saludable y revitalizador, que Poliziano compusiera los más vivaces y atractivos
versos latinos escritos desde Horacio, que en Florencia se reverenciara a Platón como a un
nuevo mensajero de salvación... , estos y otros aspectos semejantes parecían haberse converti-
do en hechos sin ningún significado.
¿Qué había ocurrido? El concepto renacentista, identificado (como en definitiva había lle-
gado a estarlo) con el individualismo y con cierto espíritu terrenal, se había extendido tanto
que acabó por perder su elasticidad. En realidad, carecía totalmente de significado. Ya no que-
daba un fenómeno cultural importante de la Edad Media que no pudiera ser incluido, por lo
menos en uno de sus aspectos, en el concepto de Renacimiento. Gradualmente, todo lo que
hacia fines de la Edad Media parecía espontáneo y singular fue extraído de ese contexto histó-
rico para darle un lugar en los orígenes del Renacimiento. Y no se veía el fin de la cosa. Si el
alma del Renacimiento consistía en una nueva capacidad de visión, en el despertar de lo perso-
nal, entonces no había razón que impidiera reverenciar a ese otro gran espíritu lírico, Bernardo
de Claraval, al mismo tiempo que a Francisco y por encima de este último, en cuanto primer
portador de la corona del Renacimiento. Y, si se practicaba un examen atento, ¿hubo nunca una
Edad Media?
En definitiva, sólo faltaba dar un paso: separar completamente al concepto Renacimiento de
su base, la restauración de los estudios clásicos. En la esfera de la historia del arte propiamente
dicha, ese paso había sido dado hacia mucho tiempo por el historiador del arte Louis Courajod,
discípulo de De la Borde. En sus Leçons professées à l’école du Louvre (1888) -especialmente
en la segunda parte, sobre “los orígenes auténticos del Renacimiento”- Courajod desarrolló la
doble tesis de que el estilo gótico se había regenerado con total independencia, orientándose
hacia un naturalismo absoluto, y de que esta regeneración habría sido el origen del Renaci-
miento. En este proceso, ni el ejemplo clásico ni Italia poseían el significado causal que se les
atribuyera previamente: ya durante el siglo XIV estaban surgiendo nuevas formas en diferentes
lugares de Europa. En Francia correspondió principalmente a los maestros flamencos aportar el
nuevo sentimiento de la naturaleza y de la realidad. Si desde otros puntos de vista se había em-
pleado el término “individualismo” para resumir el concepto renacentista, para Courajod se
trataba de “realismo”. El desconcertante y doloroso realismo de Jan van Eyck pareció entonces
a ciertos estudiosos el ejemplo más destacado del auténtico espíritu renacentista. Sobre las
huellas de Courajod, el historiador del arte belga Fiorens Gevaert consagró un estudio a Mel-
chior Broederlam, a Claus Sluter y a los Van Eyck, así como a sus predecesores, con el título
La Renaissance septentrionale (1905).
Fue un historiador del arte, el alemán Carl Neumann (autor de una obra notable sobre Rem-
brandt) quien procedió al rechazo total de la antigüedad en cuanto principio generador del Re-
nacimiento. Después de realizar estudios sobre el arte bizantino, Neumann había advertido la
presencia de sospechosas semejanzas ente el virtuosismo formal de los humanistas italianos y
la aridez escolástica de la decadente Bizancio 36 . Absolutamente consciente de que los auténti-
cos orígenes del verdadero Renacimiento debían buscarse en el desarrollo de un sentimiento de
personalidad, en la conciencia de la naturaleza y del mundo, llegó a la conclusión de que la
imitación de los antiguos no era el elemento fecundo del Renacimiento, y, por el contrario, era
factor frenador y de amortiguación. El aspecto más típico del Renacimiento (en el antiguo y
36
Carl Neumann, “Byzantinische Kultur und Renaissance”, Historische Zeitschrift XCI (1903), 215 a 232.
15

más limitado sentido), es decir, el elegante preciosismo y el snobismo literario de los humanis-
tas, no era otra cosa que bizantinismo, una alienación del auténtico y fértil espíritu de la nueva
cultura occidental que brotaba directamente sobre el suelo de la Edad Media, y por su condi-
ción de tal debía provocar la esterilización del proceso. La antigüedad había desviado de su
curso el auténtico Renacimiento: “Los modelos clásicos fueron elevados conscientemente a la
categoría de normas de vida y de ética, se despojó al arte de su espíritu para reproducir los
grandes y monumentales ademanes y los nobles gestos de los antiguos, y el virtuosismo formal
acabó de privarlo de todo contenido real.”
¿Acierta quizá esta inversión total del concepto original renacentista? ¿O, a su vez, la tesis
que Neumann expuso brillantemente era también fruto, hasta cierto punto, del bel-esprit de su
autor? Me limitaré a señalar algunos errores de su premisa mayor. Ya VoItaire sabía que la
influencia directa de los exilados bizantinos sobre la restauración de la cultura superior no po-
día haber sido considerable. Si ciertos humanistas de Roma y de Florencia exhiben aspectos
que nos recuerdan a Bizancio, ello no se debe a que dichos aspectos provengan de Bizancio. Y
aunque Bizancio haya ejercido cierto influjo sobro la vida literaria, el Renacimiento ciertamen-
te no tomó ejemplo de la antigüedad en las artes pictóricas de esa ciudad. Finalmente, si el cla-
sicismo desembocó en el amaneramiento y en la rigidez de la senil Bizancio, cuán diferente fue
su efecto en Italia, donde la semilla cayó sobre el suelo casi virgen de una vida popular madura
y fértil. Ciertamente, la eliminación del elemento clásico del Renacimiento no contribuirá a
esclarecer el concepto.
II
¿No era mejor, por el momento, abandonar del todo el término Renacimiento, o retrotraerlo
a su sentido original y limitado? Habida cuenta de las oscilaciones del concepto, debió haber
sido evidente que el postulado fundamental del contraste entre la Edad Media y el Renacimien-
to todavía no se hallaba bien definido, aunque eventualmente resultara correcto. Los estudiosos
habían partido siempre de una vaga concepción de la “cultura medieval”, a la que se atribuía
carácter de antípoda absoluto del Renacimiento, con prescindencia de que se anticipara o se
postergara un poco el fin de la Edad Media, para dejar paso a la aparición de una nueva cultu-
ra. Pero, en realidad, ¿se había realizado jamás una tentativa seria de definir clara y positiva-
mente el concepto de cultura medieval, al que se enfrentaba con el Renacimiento? Hacía mu-
cho que se había rechazado la postura negativa de Michelet, para quien la Edad Media repre-
sentaba un panorama de estancamiento, de sombras y de muerte. Y la delimitación del concep-
to renacentista era insatisfactoria no sólo en su relación con la Edad Media: tampoco se había
logrado delimitar claramente la relación entre el Renacimiento y la Reforma, concebidos am-
bos como fenómenos culturales.
Más aún, ha habido excesiva disposición a aceptar que el siglo XV y la primera mitad del
XVI constituyen precisamente la época renacentista, por lo menos en Italia. ¿Se ha investigado
adecuadamente cuántos de los más antiguos elementos medievales de cultura continuaron exis-
tiendo bien entrado el siglo XVI, y más tarde, aún después de imponerse el nuevo espíritu?
Finalmente, ¿se había llegado a resultados definitivos con respecto al fin del Renacimiento?
Se había investigado diligentemente sus orígenes, pero con respecto a la transición del Rena-
cimiento hacia el Barroco y la Contrarreforma, los estudiosos se contentaban habitualmente
con generalizaciones referidas al hecho de que la hispanización y el jesuitismo habían acarrea-
do la muerte prematura del auténtico y vital Renacimiento italiano, determinando que degene-
rara en amaneramiento, mientras del otro lado de los Alpes, el espíritu renacentista se prolon-
gaba hasta bien avanzado el siglo XVII. También aquí se necesitaba aclarar qué sentido real se
atribuía al término Renacimiento, y qué relación guardaba con las corrientes intelectuales del
siglo XVII.
En realidad, detrás de este último problema asomaba otro: a su tiempo, también la relación
del Renacimiento con la gran época del Iluminismo concitaría la atención general. ¿Había sido
aquél el alborear del Iluminismo? ¿Había un vínculo entre el Renacimiento y el Iluminismo, o
más bien un contraste?
16

Los estudiosos siempre habían sobrentendido arbitrariamente que la gran solución de conti-
nuidad se hallaba entre la Edad Media y el Renacimiento (a pesar de que era cada vez más di-
fícil determinar dicha solución de continuidad) y que los rasgos más esenciales del hombre
renacentista representaban ya al hombre moderno. Pero el problema consistía en establecer si,
después de un examen más atento, las grandes líneas divisorias no separaban, por lo menos con
la misma claridad, al Renacimiento de la cultura moderna.
Todavía no se ha hallado solución satisfactoria a todos estos problemas, y en el caso de al-
gunos de ellos prácticamente ni siquiera se lo ha intentado. De ningún modo puede afirmarse
que el problema del Renacimiento haya sido examinado desde todos los ángulos.
En épocas pasadas tanto el Renacimiento como la Reforma fueron considerados, por regla
general, el alborear de una nueva época. Tal fue la actitud histórica de tipo racionalista. In-
consciente de su propio alejamiento con respecto al primitivo protestantismo, una generación
de racionalistas liberales creyó que en ambos movimientos podía exaltar la gran liberación del
espíritu, la destrucción de las cadenas que aprisionaban las manos y la caída de las escamas
que cegaban los ojos. La libertad y la verdad parecían los atributos naturales del Renacimiento
y de la Reforma, en oposición al error y al engaño de la teología y de la Iglesia medievales.
Pero el estudio más detenido de los detalles desembocó inevitablemente en la conclusión de
que el contenido y el propósito del Renacimiento y de la Reforma eran paralelos, sí, pero du-
rante muy corto trecho. Sólo en Francia las dos corrientes fluyeron al principio por el mismo
cauce: en el círculo de Margarita de Navarra -la protectora de Rabelais, de Clément Marot, de
Lefèvre d’Etaples y de Bonaventura Desperier- las tendencias reformista y renacentista no se
diferenciaban aún. Esta armonía concluyó con la aparición de Calvino, y eventualmente el con-
traste entre la nueva doctrina y la cultura renovada habría de ser más acentuado todavía que en
los países luteranos: con Ronsard y su grupo el Renacimiento francés se reintegró totalmente al
seno de la Madre Iglesia. La rígida piedad de los protestantes, su puritanismo y su vigoroso
impulso de acción, opuesto al deseo de tranquilidad y a la indiferencia a menudo frívola de los
humanistas, convirtió al Renacimiento y a la Reforma en expresiones opuestas en lugar de
formas relacionadas de uno y el mismo espíritu.
Este concepto sobre las tendencias antagónicas del Renacimiento y de la Reforma se forta-
leció todavía más cuando Ernst Troeltsch sostuvo en un convincente ensayo 37 que la Reforma
no era de ningún modo el principio de la cultura moderna; por su naturaleza y su propósito el
primitivo protestantismo fue continuación de los ideales de cultura auténticamente medievales,
mientras que el espíritu moderno, que más tarde habría de reflejarse en el Iluminismo y en las
ideas de tolerancia y en el derecho a la opinión personal en problemas de conciencia, fue pre-
parado por el Renacimiento. La Edad Media ciertamente se había perpetuado en el primitivo
protestantismo, si se partía de la premisa de que la esencia del pensamiento medieval era una
actitud mental absolutamente autoritaria que ponía a la Iglesia (en cuanto representación y or-
ganización concretas de la revelación inmediata de Dios) definidamente en primer plano y que
atribuía al individuo y a la humanidad una única meta, el esfuerzo en procura de la salvación,
con total despreocupación por la civilización secular en sí. El primitivo protestantismo adhirió
sin reservas a la autoridad doctrinaria compulsiva, y por principio se apartó de la civilización
terrenal tanto como lo había hecho el catolicismo medieval. “En estas circunstancias, es obvio
que el protestantismo no puede ser el representante directo de la gestación del mundo moderno.
Por el contrario, aparece ahora como un proceso de renovación y fortalecimiento del ideal de
una cultura dominada por la iglesia, en todo sentido una reacción del pensamiento medieval
que vino a aplastar los principios ya conquistados de una cultura libre y terrenal.”
Por lo tanto, la Reforma, en acentuado contraste con las tendencias renacentistas, se mostró
casi hostil a la cultura: a esto viene a parar la sorprendente concepción de Troeltsch. Más tar-
de, presionado por numerosas críticas, admitió que, si bien no era ése su objetivo fundamental,
en muchos sentidos la Reforma había creado el “nuevo terreno” sobre el cual se establecieron
las bases de las nuevas formas políticas y sociales: concurrieron a ese fin la eliminación del
37
Ernst Troeltsch, Die Bedeutung des Protestantismus für die Entstehung der modernen Welt (Munich, 1911)
[Protestantism and Progress, trad. inglesa de W. Montgomery (Londres, 1912)].
17

universalismo papal en la mitad de Europa, la abolición de la jerarquía eclesiástica y del siste-


ma monástico, la abrogación de los tribunales eclesiásticos, la confiscación de las propiedades
de la Iglesia y su aplicación a fines políticos y culturales, y la destrucción del celibato y del
ascetismo profesional.
Sin embargo, aquí no nos interesa ni la solidez de la tesis de Troeltsch ni la vasta distinción
que formula entre el significado para la historia cultural del calvinismo y del anabaptismo, por
una parte, y del luteranismo (al que subestima grandemente) por otra, sino las consecuencias
de sus nuevas concepciones sobre el problema del Renacimiento.
Si, al margen del Renacimiento, la cultura medieval se prolongó por medio de la Reforma,
entonces la línea divisoria entre la Edad Media y el Renacimiento debería trazarse no sólo ver-
tical sino también horizontalmente. En ese caso, sólo en pequeña proporción sería el Renaci-
miento el principio de una nueva era. Ese fue el hecho que Troeltsch (aun si prescindimos de la
eventual exactitud de su concepción del protestantismo) iluminó más claramente que nunca: el
Renacimiento de ningún modo determina la cultura total del siglo XVI, sino sólo un aspecto
importante de la misma. Basta mencionar nombres como los de Savonarola, Lutero, Tómás
Münzer, Calvino y Loyola para comprender que el Renacimiento no agota el contenido de la
cultura del siglo XVI. Todas estas personalidades vigorosas son muy típicas del siglo XVI, y
completamente opuestas al espíritu del Renacimiento. EI concepto de Renacimiento cubre sólo
un aspecto del rico proceso de civilización, el cual, después de todo, no se limitó a las artes, al
saber y a la literatura. Arroja luz sólo sobre una minoría, y aun quizás sólo sobre una parte de
la complicada y contradictoria esencia de la misma. La corriente del desarrollo cultural fluye
bajo la costra renacentista. El Renacimiento no es más que un fenómeno muy superficial; las
auténticas y esenciales transiciones culturales arraigan directamente en la Edad Media 38 . Esto,
sin embargo, me parece la exageración de un punto de vista en sí mismo válido. Aunque con
fines diferentes, citemos de nuevo las sabias palabras de Burckhardt: “El Renacimiento no
habría revestido carácter de un proceso de significado mundial, si fuera posible separar tan
fácilmente a sus factores componentes.” De todos modos, es innegable que el Renacimiento
fue un atavío de lujo.
¿O todavía tenemos del Renacimiento una concepción por demás estrecha? ¿Quizás nos in-
clinamos demasiado a concebirlo como forma antagónica de la vasta subestructura de la cultu-
ra popular, y sobrestimamos posiblemente su extravagancia, y por tanto su carácter moderno?
La clara y definida imagen creada por Burckhardt todavía está demasiado hondamente grabada
en nuestra retina -esa imagen cuyas características eran el irreprimible, libre sentido de perso-
nalidad, el deleite pagano del mundo, y la indiferencia y desdén ante la religión. Bien pudiera
ser que el Renacimiento mismo fuera mucho más “medieval” de lo que nos inclinamos a creer.
El abismo que lo separa de la Reforma, aparentemente tan ancho, no sería, después de todo, tan
infranqueable como se creía.
Por supuesto, el espíritu del Renacimiento es mucho menos moderno de lo que se tiende
constantemente a suponer. Se da por sentado el antagonismo entre la cultura medieval y la mo-
derna sobre la base de que la Edad Media se atuvo a autoridades obligatorias y a normas auto-
ritarias para reglar todo lo concerniente a la esfera intelectual: no sólo las cuestiones religiosas
(y, por lo tanto, las que se referían a la filosofía y al saber), sino también los problemas de de-
recho, de arte, de etiqueta y de entretenimiento. El período moderno, en cambio, vindica el
derecho del individuo a determinar su propio modo de vida, sus convicciones y sus gustos. ¿De
qué lado se encuentra, por consiguiente, el Renacimiento? Sin duda no del lado moderno 39 . No
se trata sólo de que su ciega reverencia a la autoridad eterna y a la ejemplaridad del mundo
antiguo infunda al Renacimiento carácter de cultura fundada sobre la autoridad; se trata de que
todo el espíritu que lo penetra es extremadamente normativo, ansioso de criterios eternamente
válidos de belleza, de gobierno, de verdad o de virtud. Todos -Durero o Maquiavelo, Ariosto o
Ronsard- buscan sistemas de arte o de conocimiento impersonales, estrictamente delimitados,
38
De acuerdo con Troeltsch, en una conversación que tuve el privilegio de sostener con él en abril de 1919.
39
También Troeltsch admitió este concepto al pasar; véase Troeltsch, op.cit., 7; “Renaissance und Reforma-
tion”, op. cit., 534.
18

inequívocos y totalmente explícitos. Ninguno de ellos tiene conciencia de la inconquistable e


inefable espontaneidad y contradicción de los más profundos impulsos humanos. Por un mo-
mento se dudó de que el individualismo del Renacimiento (idea que había gozado de rápida
aceptación) fuera hipótesis tan útil como se creyera en un principio.
Antes de que pudiera determinarse claramente la relación entre el Renacimiento y la Refor-
ma, debía corregirse un grave error que entonces imperaba: la idea del carácter pagano, o por
lo menos no religioso del Renacimiento. Es cosa establecida que corresponde a Burckhardt
buena parte de responsabilidad por el desarrollo de dicho concepto. Había consagrado gran
atención a los caracteres paganos de los humanistas. Su vigoroso hincapié sobre la autodeter-
minación en problemas de conciencia y sobre el predominio del espíritu terrenal en el hombre
renacentista bastaba para implicar que un auténtico hombre del Renacimiento necesariamente
carecía de un pensamiento realmente cristiano. ¿Acaso los escritos de los humanistas, desde
Poggio y Valla hasta Erasmo, no abundaban en todos los matices de la sátira, dirigida contra la
Iglesia y los monjes, en escepticismo y en superioridad snob? El propio Bayle, en su tiempo,
había abrigado la convicción de que todos esos sujetos tenían “poca religión”. Y Burckhardt
podía declarar que “en la Iglesia del Renacimiento, la religión (salvo quizás bajo la forma de
superstición) tuvo verdadera vida sólo en el arte” 40 .
En todo esto había nuevos errores de concepto. En primer lugar, la costumbre de satirizar a
la Iglesia y a los eclesiásticos o de adoptar una actitud altiva y superior de ningún modo fue
específica de los humanistas. Era un hábito muy difundido aun en tiempos del escolasticismo.
Incluso en el siglo XIII el averroísmo floreció paralelamente a Tomás de Aquino. En esa épo-
ca, entre el público de la Universidad de París y en las ciudades y cortes italianas, se desarrolló
una generación de herejes de salón, los que se enorgullecían de su propio rechazo del concepto
de inmortalidad, al mismo tiempo que sostenían prudentes relaciones de paz con la Iglesia. Son
los mismos a quienes Dante condena al infierno por epicúreos. Como es sabido, el propio Giot-
to cayó bajo la sospecha. En ningún otro terreno se advierte con tanta claridad como aquí cuán
difícil es trazar líneas divisorias definidas en la esfera de la historia cultural. El propio Dante,
que había visto al padre de su amigo Guido Cavalcanti en los sepulcros ardientes, cerca de Fa-
rinata degli Uberti, dijo del maestro del averroísmo, Siger de Brabant, que estaba en el paraíso
celestial, en la vecindad del mismísimo Tomás, entre las luminarias de la teología 41 .
Si esto podía ocurrirle a Dante, es evidente que debemos estar atentos y no motejar de anti-
cristiano al Renacimiento por su poco de sátira y de frivolidad. Además, los humanistas, impí-
os o simplemente de conducta impía, no son todo el Renacimiento. Ni la naturaleza y el objeti-
vo auténticos del Renacimiento se reflejaran realmente en la indiferencia de los humanistas,
cabría pensar que el concepto general de ese gran fenómeno cultural encierra peculiar absurdo,
pues a nadie le pasará inadvertido que, a pesar de todos sus ingredientes de clasicismo y de
profanidad, el arte renacentista fue y se mantuvo esencialmente cristiano tanto en tema como
en contenido, tan cristiano como el arte medieval antes y como el arte de la Contrarreforma
después. En el románico y en el gótico, en el sienés y en el giottesco, en los cultores del arte
flamenco y en los “quattrocentistas”, en Leonardo y en Rafael, o en el Veronés y en Guido Re-
ni, hasta llegar al alto barroco, la meta sagrada y el tema sagrado fueron siempre la principal
inspiración del arte. Todos dan por sentado que el arte medieval surgió de la más profunda
piedad. Y nadie duda tampoco de la severa y sincera piedad de los que se habían formado en
los nuevos moldes del catolicismo purificado por el concilio de Trento y por los jesuitas. Y
entre ambos, ¿hemos de creer que el arte renacentista propiamente dicho fue principalmente
nada más que piadosa pretensión y petulancia, salvo en el caso de unos pocos? Este supremo
florecimiento artístico, ¿tendría sus raíces en la más débil inspiración? Semejante postura, ¿no
implicaría la imposibilidad de comprender el fenómeno renacentista?
Naturalmente, la cosa recuperaba su propia lógica apenas se recordaba los distintos casos
individuales, abandonando por un momento el concepto general del paganismo renacentista. El
40
Jacob Burckhardt, Weltgeschichtliche Betrachtungen (Stuttgart, 1905), 153 (citado de Jacob Burckhardt,
Force and Freedom: Reflections on History (Nueva York, 1955), 134).
41
Inferno, X; Paradiso, X.
19

paganismo era la máscara que confería distinción; en el ser más hondo de la mayoría de las
personalidades la fe religiosa se mantenía inconmovible. En éste como en otros aspectos, la
heroica piedad de Miguel Angel podría ser el símbolo del espíritu renacentista.
Se ha sobrestimado grandemente el elemento pagano del Renacimiento. Aun en la literatura
humanista (el único dominio en el que cobró exuberante desarrollo) nunca tuvo la importancia
que quizás podría atribuírsele. Se había subrayado exageradamente las audacias paganas, las
que a menudo no eran otra cosa que baladronadas de moda; y se había dejado en penumbra el
amplio fundamento de la convicción cristiana (a cuya solidez concurría la combinación con la
corriente estoica) sobre el que se elevaban las obras de los humanistas. Petrarca y Boccaccio
habían querido poner la antigüedad totalmente al servicio de la fe cristiana 42 . Y tampoco las
figuras posteriores separaron (como podría creerse si se juzga por la apariencia de las cosas) la
pasión por la antigüedad pagana de la fe cristiana.
Suavizada de este modo la idea del carácter no cristiano del Renacimiento, el contraste entre
el Renacimiento y la Reforma se atenuaba considerablemente. Y se tornó evidente que en
esencia las dos corrientes culturales tenían en común más de lo que se hubiera creído posible,
habida cuenta del gran contraste en sus actitudes hacia la vida y el mundo. Las investigaciones
del filólogo alemán Konrad Burdach constituyeron un aporte considerable a este problema de
los orígenes comunes del Renacimiento y de la Reforma en una y la misma esfera de ideas.
Burdach demostró que en sus comienzos el Renacimiento y la Reforma (incluida la Contrarre-
forma católica) habían compartido la idea y la esperanza de la salvación, antiquísima semilla
del concepto de renovación intelectual. Naturalmente, ello no implica que ambos fenómenos
fueran consecuencia de aquella idea. A nadie se le ocurriría semejante explicación unilateral y
ultraidealista. El Renacimiento y la Reforma fueron producto de toda la complejidad de los
desarrollos culturales de la Edad Media, es decir, de factores intelectuales, económicos y polí-
ticos. Pero es significativo que las ideas que animaron a los exponentes de los dos grandes mo-
vimientos brotaran en parte de un mismo germen.
Intencionalmente dejé a un lado estas relaciones cuando analicé más arriba cómo las figuras
representativas del Renacimiento adquirieron gradual conciencia de la idea de restauración,
renacimiento o renovación. Ahora es el momento de señalar que el concepto de una “restaura-
ción de las bones lettres” que hallamos en Rabelais no fue sino la forma limitada de una espe-
ranza mucho más dilatada de renacimiento, la que concitó la atención de los espíritus durante
siglos. Ahora es posible fundamentar con más firmeza, sobre la base de un encadenamiento de
ideas precisamente definidas, la posición de Joachim de Floris como primer precursor del Re-
nacimiento.
El origen de todo el encadenamiento de ideas reside en el concepto de renacimiento del
Nuevo Testamento, el que a su vez arrancaba de los conceptos de renovación de los Salmos y
de los Profetas 43 . Epístolas y evangelios habían familiarizado al espíritu con las ideas de reno-
vación, renacimiento, regeneración, relacionadas algunas con el efecto de los sacramentos, par-
ticularmente del bautismo y de la comunión, otras con la esperanza de la salvación final, y
otras, en fin, con la conversión del hombre viviente a un estado de gracia 44 . La Vulgata em-
pleaba los términos renasci, regeneratio, nova vita, renovari, renovatio, reformari.
Este concepto sacramental, escatológico y ético de renovación espiritual recibió otro conte-
nido cuando, a fines del siglo XII, Joachim de Floris lo transportó a la esperanza de una trans-
formación realmente inminente del mundo cristiano. Caracterizaba al primer estado del mundo,
el del Antiguo Testamento, el imperio del derecho; la gracia era el signo distintivo del estado
actual, pero a este último pronto le seguiría otro de gracia más abundante, según lo prometía el
Evangelio de Juan 45 . Reposaba la primera época sobre el fundamento del saber, y la segunda

42
Ernst Walser, “Christentum und Antike in der Auffassung der italienischen Frührenaissance”, Archiv für
Kulturgeschichte, XI (1913), 273 a 288.
43
Salmos 103: 1, 4, 5, 104:30, 51:12 (Vulgata 102, 103, 50) ; Ezequiel I1:19, 36:25; lsaías 43:19.
44
Juan 3:3, Matías 19:28; Rev. 21:1, Rom. 6:4, Epifanía 4:22, Col. 3:10, Pedro 1:23, II Corintios 4:16, Rom.
12:2. etc.
45
Juan 1:16.
20

sobre la sabiduría; la tercera sería la del saber perfecto. Caracterizó a la primera época la ser-
vidumbre, y a la segunda la inocente obediencia; la tercera debía ser el momento de la libertad.
Había temor en la primera, y fe en la segunda; amor sería el signo de la tercera. La luz de las
estrellas iluminaba a la primera, y era el alba la segunda; el sol brillaría sobre la tercera. La
primera trajo ortigas, rosas la segunda; la tercera aportaría lilas. Aparecería un nuevo jefe, un
papa universal de la nueva Jerusalén, que vendría a renovar la religión cristiana.
No necesito examinar aquí el grado de influencia de las ideas de Joachim sobre el propio
Francisco de Asís. No cabe duda de que parte de sus adeptos, los espirituales, las absorbieron y
desarrollaron; es seguro también que la prédica franciscana, y la poesía y el misticismo fran-
ciscanos difundieron la idea de la renovatio vitae en los más amplios círculos, haciendo hinca-
pié unas veces sobre la renovación interior del individuo, y otras nuevamente sobre la esperan-
za de un acontecimiento secular y real que promovería la renovación espiritual. La renovatio,
la reformatio se convirtió en lema espiritual del siglo XIII.
Así entendió el concepto el mismo Dante. Su Vita nuova es incomprensible, salvo sobre la
base de estas ideas. Sin embargo, en la Commedia amplióse el concepto de renovación. Aunque
todavía bajo el hondo influjo de los espirituales, en Dante cobró un significado político y cul-
tural, paralelamente al contenido religioso. El que debía venir traería paz y liberaría a Italia. Y
ahora, de un modo particularmente notable, la idea cristiana del renacimiento hallaba un con-
cepto puramente clásico de renovación, el de la Cuarta Égloga de Virgilio:
Magnus ab integro saeclorum nascitur ordo.
Iam redit et virgo, redeunt Saturnia regna;
Iam nova progenies caelo dimittitur alto 46
Aun los más antiguos teólogos cristianos habían visto en estas palabras una profecía del na-
cimiento de Cristo, pero ahora Dante las relacionaba con la renovación política que tan fer-
vientemente deseaba y con la renovación estética que percibió claramente en su propia época.
El símbolo del mundo anheloso de renovación y de liberación era para Dante y para Petrarca
la doliente Roma. Símbolo infecundo, porque podía atribuirse a Roma todos los papeles conce-
bibles. El de capital de Italia, sometida a las presiones de la controversia y de la violencia fac-
cional; el de centro de la Iglesia, cuyo cuerpo y cuya cabeza necesitaban purificación y refor-
ma; el de escenario de la virtud cívica del clasicismo y de la cultura clásica: “Roma, ese buen
mundo creado para morada del hombre...” 47 . El fundamento de la imagen era siempre el pen-
samiento de que el retorno a lo antiguo aportaría la salvación.
Y no se necesitó mucho tiempo para que un visionario ferviente, Cola di Rienzi, transforma-
ra esa obsesión con la antigua Roma en base de acción política. Como lo demostró Burdach, el
núcleo de las ideas expresadas por el tribuno popular en sus extrañas cartas son los conceptos
renasci y renovari, mitad en sentido místico y religioso, mitad en sentido político. Rienzi cayó
como consecuencia de su propia debilidad, y con él se derrumbó su obra inmadura, pero el
símbolo Roma rinata vivió e impregnó el espíritu de generaciones posteriores. En ocasiones
prevaleció en él la idea de un retorno a las antiguas instituciones y virtudes romanas, otras ve-
ces la de una restauración de la latinidad en toda su pureza y de las nobles artes, y otras aún la
idea de una purificación fervientemente deseada de la Iglesia y de la fe. De ahí que la renova-
ción, la restauración, el renacimiento fueran ya el anhelo de una época, la nostalgia de la anti-
gua magnificencia, aun antes de que hubieran acaecido las transformaciones positivas (en las
esferas del arte, del saber y de la vida) a las que después se denominaría con aquellos términos.
Y tan pronto como los espíritus cobraron conciencia de una auténtica renovación de las cosas,
en sí mismos y alrededor de ellos, apenas se sintieron exponentes de un nuevo ideal artístico,
de un gusto literario más refinado y de más variados medios de expresión, así como de una

Ya empieza de nuevo una serie de grandes siglos. / Ya vuelven la virgen Astrea y los tiempos en que reinó
Saturno; / ya una nueva raza desciende del alto cielo 10. (Trad. de Eugenio de Ochoa y de Germán Salinas.
"Obra Poética de Horacio y Virgilio.'' Ediciones Jackson).
46
[Citado de Virgilio: The Pastoral Poems, trad. inglesa E. V. Rieu (Harmondsworth, 1949), 41].
47
Purgatorio, XVI (cita de “La Divina Comedia”, traducción de Laurence Binyon, en The Portable Dante, ed.
Paolo Milano (Nueva York, 1947), 270].
21

actitud más acentuadamente crítica hacia la tradición sagrada, dicha conciencia, naturalmente,
cayó bajo la luz esplendente del ideal preformado de renovación. Cuando el agua de la fuente
comenzó a brotar, el cántaro ya estaba dispuesto.
Así, vese a los humanistas por una parte y a los reformadores por otra aplicando conceptos
de restauración y de renacimiento que eran utilizaciones parciales y limitaciones de lo que ori-
ginalmente fuera una idea muy amplia de renovación. En el círculo de Zwinglio, la palabra
renascens, aplicada a la cristiandad y al evangelio, se convirtió casi en lema 48 . “Felices noso-
tros, si el fervor de los dioses permite el renacimiento de los estudios apropiados”, exclamó
Melanchton. El aspecto moral y religioso, y el estético y literario del ideal renacentista se fu-
sionaron entre sí, sin que en adelante fuera posible delimitarlos claramente (y el inofensivo
plural de Melanchton -“dioses”- dice volúmenes: no como reflejo del carácter pagano, sino
cristiano del humanismo). “Ahora florece nuevamente la probidad, la justicia, la honestidad, en
una palabra, el evangelio durante largo tiempo oculto en sombras; las letras renacen [renascun-
tur]”, escribe un amigo a Zwinglio. “Puédese abrigar la esperanza de que cierto día renacerá la
inocencia de los antiguos, del mismo modo que hemos podido presenciar el renacimiento de su
civilización”, escribió el propio reformador suizo al Beatus Rhenanus. Y Erasmo, el primero
que expresó estos pensamientos, formuló nítidamente las tres grandes esperanzas en una carta
dirigida a León X, y fechada en 1517:
Este nuestro tiempo -que promete ser una edad de oro, si puede pensarse en la exis-
tencia de cosa semejante- en el cual veo restaurarse, bajo vuestros felices auspicios y
gracias a vuestros sagrados consejos, tres de las bendiciones principales de la humani-
dad. Quiero decir, primero aquella auténtica piedad cristiana, que por muchos modos
cayó ea decadencia, segundo, el saber de la clase mejor [forma superlativa de bonae li-
terae - J. H.], hasta aquí en parte desdeñado y en parte corrompido, y tercero, la pública
y perdurable concordia de la Cristiandad, fuente y origen de la Piedad y de la Erudi-
ción 49 .
Para nosotros, que volvemos la vista hacia el pasado y juzgamos por los resultados, la dis-
tancia que separaba a los humanistas literarios de los bíblicos parece mayor de lo que era real-
mente. La idea que inspiraba a ambos lleva el mismo sello distintivo, aunque la mente de uno
era menos piadosa que la del otro. Ambos se hallaban imbuidos de cierta nostalgia de la anti-
gua, primitiva pureza, y de la aspiración de renovarse interiormente. Ya fuese que dirigiesen
sus anhelos hacia el cristianismo primitivo, hacia la noble y bien gobernada Roma de los Cato-
nes y Escipiones, o hacia la latinidad pura, la poesía perfecta y el arte redescubierto, siempre
se trataba del anhelo de retroceder en el tiempo: renovatio, restitutio, restauratio.
EI estudio asiduo del desarrollo de la idea de Renacimiento, de la que aquí hemos ofrecido
una reseña muy superficial, encierra también ciertos riesgos. Todo el que se engolfe en estu-
dios como los de Burdach y de Borinski (autores que rebuscan aun en los más remotos rinco-
nes de la literatura clásica y medieval los eslabones de la gran idea renacentista), no siempre
logrará disipar el sentimiento de que, con todas estas consideraciones, el problema del Rena-
cimiento en sí (el problema de su esencia y de su realidad concreta) a veces amenaza pasar a
segundo plano. Es extremadamente útil, e indispensable desde el punto de vista de una com-
prensión cabal, saber cómo se desarrollaron el concepto y el sentimiento renacentistas, pero el
problema fundamental al que debemos retornar es siempre el mismo: ¿En qué consistió real-
mente la transformación cultural que denominamos Renacimiento? ¿Cuáles fueron sus elemen-
tos, y qué influjo ejerció?
Antes de que sea posible responder a estas preguntas, hay una precondición que aún no ha
sido satisfecha: la clara definición de la oposición Edad Media - Renacimiento; y otra que lo

48
Paul Wernle, Die Renaissance des Christentums im 16 Jahrhundert (Tubinga, 1914), I, 38.
49
Erasmo, Opus epistolarum, II, 527 (Nº 566) [citado de The Epistles of Erasmus from His Earliest Letters to
His Fifty-First Year Arranged in Order of Time, trad. Francis Morgan Nichols; tres volúmenes (Londres, 1901 a
1917), II, 522].
22

ha sido todavía menos: una definición igualmente clara de la relación entre el Renacimiento y
la cultura moderna.
Ya hemos explicado cómo el concepto de Renacimiento amenazó perder todo contenido
porque los estudiosos se vieron forzados a remontarse más y más en el curso histórico de la
Edad Media. A medida que se atribuía carácter de germen y origen del Renacimiento a un nú-
mero cada vez mayor de los más característicos fenómenos culturales del final de la Edad Me-
dia, la imagen de una cultura medieval amenazaba fundirse y derrumbarse como un muñeco de
nieve. A su tiempo, llamóse Renacimiento a todo lo que de más vivo tenía la Edad Media.
¿Qué quedaba, entonces, de la Edad Media propiamente dicha? ¿No era posible determinar
primero las cualidades esenciales del auténtico espíritu medieval en todas sus formas de expre-
sión -religión, pensamiento, arte, sociedad- para establecer posteriormente dónde el Renaci-
miento se había separado de ellas?
Hay una concepción que cree poder percibir la gran división y el contraste fundamental en-
tre la Edad Media y el Renacimiento, y aun describirlos con precisión. Por lo que sé, no se
hallará en la literatura erudita de los historiadores de la cultura y del arte, pero alienta como
fecunda convicción en los corazones de numerosos artistas contemporáneos. ¿Quién se atreverá
a negarles voz en problemas de esta naturaleza? Si debiera mencionar a la persona que infun-
dió vida a este enfoque, nombraría a Viollet-le-Duc, y con él, quizás, a William Morris. EI
planteo es el siguiente: la Edad Media fue en todo un período de pensamiento sintético y de
hondo sentido de comunidad. La auténtica esencia de la cultura medieval fue la idea de la
construcción colectiva. El arte tenía conciencia de que su tarea consistía en dar forma a las
ideas más excelsas, no por vana complacencia y deleite personal, sino para dar suprema expre-
sión a lo que a todos afectaba. Todo arte visual estaba subordinado a la arquitectura y era sim-
bólico y monumental; la imitación de la realidad natural jamás fue el objetivo final. Todavía se
conocía y aplicaba el secreto poder formativo de las proporciones geométricas. El auténtico
espíritu medieval se expresó triunfalmente en la catedral románica, y aun en el gótico primitivo
y en el mosaico bizantino, así como en las realizaciones intelectuales de Tomás de Aquino y en
los símbolos del misticismo.
Desde este punto de vista, el desarrollo del Renacimiento resultó en el debilitamiento y en la
casi total destrucción de todos estos principios. En lugar de la cooperación colectiva apareció
el individuo ambicioso (aquí esta concepción roza las tesis de Burckhardt). El realismo perso-
nal de Giotto significó ya el principio de la decadencia. Un arte analítico, reflejo de la reali-
dad, obligó a retroceder al antiguo arte, exaltado, sintético y simbólico. El fresco mismo impli-
caba e! desarrollo del detalle secundario, pero por lo menos conservaba su relación con la ar-
quitectura. La tabla abandonó totalmente dicha relación: el cuadro convirtióse en adorno y
mercancía, en curiosidad distinguida, en lugar de fragmento de un organismo espiritual. El na-
turalismo y el individualismo (a los que se considera características propias del Renacimiento)
no son otra cosa que mórbidos síntomas de un gran proceso de degeneración.
Sería imposible negar que esta concepción, limitada a la evolución de las artes visuales, in-
cluye fragmentos de una profunda verdad. Sin duda esta concepción de la Edad Media se basa
sobre el reconocimiento del más esencial factor determinante de la cultura de ese período. Pero
cercena y simplifica hasta un punto tal el rico y heterogéneo material histórico, que en nada
concurre a la comprensión histórica. Debe reservársele un lugar en la serie de los grandes dua-
lismos metafísicos, valiosos en el papel de puntales de la vida, pero inadecuados para el análi-
sis científico. Todo el que esté familiarizado con cualquier aspecto de la historia medieval sabe
cuán difícil es resumir su desarrollo en los conceptos de colectivismo y de síntesis. La creencia
de que las chansons de geste y las catedrales fueron productos de un espíritu popular activo,
misterioso e impersonal, es en realidad herencia del romanticismo. Hace mucho que los medie-
valistas han abandonado la idea. Siempre que las magras fuentes nos permiten una visión un
poco más cabal del modo de desarrollo del espíritu medieval, en primer plano aparecen indivi-
duos, movidos por ambiciones y pensamientos de claro cuño personal. En realidad, ¿cómo se-
ria posible atribuir al Renacimiento la exclusividad del individualismo, siendo así que figuras
como Abelardo, Guibert de Nogent, Bertrand de Born, Chrétien de Troyes, Wolfram von Es-
23

chenbach, Villard de Honnecourt y muchos otros se hallarían del otro lado de la línea diviso-
ria? Para conservar el concepto de una Edad Media colectivista y sintética con toda la estricta
validez que el punto de vista exige, se tendría que empezar por excluir las tres cuartas partes
de toda la producción intelectual del Medioevo, y limitar la observación a un período muy
primitivo, sobre el que hay escasas fuentes y conocimiento menor aún, de modo que la tesis
descansaría sobre un fundamento extremadamente negativo. Ni siquiera la estructura económi-
ca y social de la vida medieval ofrece tanto apoyo como se podría creer, pues también en esos
campos las investigaciones recientes han señalado cierto número de rasgos individualistas allí
donde previamente sólo se percibían formas colectivistas 50 .
EI rechazo de esta división rigurosa y tajante entre la Edad Media y el Renacimiento tam-
bién afecta a la otrora sensacional Kulturzeitalter de Lamprecht, en cuanto ella se relaciona
con los períodos en discusión. Cuando Lamprecht elevó la Edad Media a la categoría de “época
típica”, en oposición al período individualista que le siguió, su método había consistido sim-
plemente en tornar el individualismo de Burckhardt como característica fundamental del Rena-
cimiento, y en atribuir a todo cuanto lo contradecía la condición de característica del período
cultural precedente. Dábase por supuesto que el hombre medieval, en contraste con su descen-
diente renacentista, sólo tenía ojos para los rasgos típicos y generales que servían como deno-
minadores comunes de todas las cosas, y que era ciego al carácter específico que impulsa a la
mente a reaccionar frente a la particularidad de cada cosa. Lamprecht creyó posible describir
toda la vida intelectual del Medioevo con ese mero concepto de lo “típico”, el cual en realidad
no era sino el reverso del individualismo.
La tesis de Lamprecht tuvo su momento de boga, y no es éste el lugar adecuado para proce-
der a su examen detallado; por lo que sé, nadie emplea ya la expresión “la época típica”. Todos
comprenden la inutilidad de negar de plano la presencia en la Edad Media de elementos indivi-
dualistas.
Sin duda, se dirá, pero ello no altera el hecho de que el Renacimiento fue la era individualis-
ta por excelencia, y de que nunca como entonces el individuo mismo fue la base del pensa-
miento y de la acción individuales. Aunque el concepto del carácter colectivista y sintético de
la Edad Media carezca de la precisa validez que se le atribuía, el individualismo conserva su
función de característica fundamental y de esencia del Renacimiento.
Debemos oponernos a esta creencia. Es erróneo creer, como Burckhardt, que el individua-
lismo es el aspecto dominante y fundamental del Renacimiento. En el mejor de los casos es un
rasgo entre muchos, que se combina con otros totalmente contradictorios. Sólo una generaliza-
ción sin fundamento ha podido elevar el individualismo a la categoría de principio supremo del
Renacimiento.
La demostración de esta tesis, o simplemente su verosimilitud, podrá ser tema de futuros es-
tudios, si por el momento admitimos que en todo caso no es posible apelar a una única fórmu-
la, supuesta clave de todo el Renacimiento. El estudioso debe abrir los ojos ante la colorida
multiplicidad y aun el carácter contradictorio de las formas de expresión del Renacimiento. Y
puesto que el individualismo parece haber sido factor histórico igualmente dominante mucho
antes y mucho después del Renacimiento, mejor sería declararlo tabú.
Digamos nuevamente que el concepto de Renacimiento carece de definición, no sólo con
respecto a sus límites temporales, sino también a la naturaleza y a la esencia de los fenómenos
que lo constituyen. No es posible definirlo por medio de términos tomados de la historia del
propio Renacimiento. Es necesario separar claramente los polos opuestos. Frente a la Edad
Media debemos colocar el fenómeno de la cultura moderna. Ha de preguntarse: ¿Cuáles son las
características de la cultura a las que podemos denominar medievales? ¿Cuáles son los aspec-
tos básicos en los quo la cultura moderna se aparta de la medieval? Entro ambas se encuentra
el Renacimiento. A menudo se lo llama período de transición, pero de todos modos existe la
tendencia involuntaria a acercarlo demasiado al período moderno. Casi inevitablemente nues-
tros juicios históricos se inclinan a adelantarse al tiempo. Somos tan sensibles a las relaciones
50
Me refiero a los estudios de Alfons Dopsch sobre el desarrollo económico en el periodo carolingio y a Henry
Pirenne sobre las formas primitivas del capitalismo.
24

que discernimos entre el pasado y lo que desde entonces se ha desarrollado y nos es familiar
que casi siempre sobrestimamos los primeros elementos de una cultura. Y una y otra vez las
propias fuentes corrigen nuestro error; pues en ellas el período en cuestión aparece tal como es,
mucho más primitivo, abrumado en proporción mucho mayor de lo que hubiéramos creído con
el peso de la tradición acumulada.
El Renacimiento fue un cambio de marea. La imagen que refleja la transición de la Edad
Media a los tiempos modernos es (¿cómo podría ser de otro modo?) no la de una revolución de
una gran rueda, sino la de una prolongada sucesión de olas que ruedan sobre una playa, cada
una de las cuales se rompe en lugar y en momento diferentes. Por doquier las fronteras entre lo
viejo y lo nuevo son diferentes; cada forma cultural, cada concepto se transforma a su propio
tiempo, y nunca la transformación abarca a toda el complejo de la civilización.
La definición del Renacimiento en su relación con la Edad Media por una parte, y con la
cultura moderna por otra, será, por lo tanto, tarea de muchos estudiosos. En el caso presente
sólo nos interesa el estado actual del problema, de modo que puedo limitarme a un rápido es-
bozo de las líneas que habría de seguir dicha investigación, particularmente fuera de los límites
estrictos del arte y de las letras 51 .
Cuando comenzó el período moderno (de acuerdo con nuestra usual e indispensable división
en períodos) ninguna de las formas medievales de pensamiento había desaparecido. Tanto en la
antigua como en la nueva fe (y en todo lo que con ellas se relacionaba, por consiguiente tam-
bién en el Renacimiento, con su depósito de material religioso) se mantuvo vigente el modo de
pensamiento simbólico y sacramental (el cual no inquiere en primer término en qué consiste la
relación causal natural de las cosas, sino su significado en el plan divino del universo). Dos
características fundamentales del pensamiento medieval, el formalismo y el antropomorfismo,
habrían de desaparecer con extraordinaria lentitud. Maquiavelo era un formalista tan rígido
como Gregorio VII.
La búsqueda de la verdad y la adquisición de saber equivalían, para la mente medieval, a la
sustanciación, mediante demostraciones lógicas, de verdades determinadas e independientes,
ya fuese que dichas verdades resultaran claramente visibles, o que se hallaran momentánea-
mente oscurecidas por haber caído en el olvido las antiguas y auténticas fuentes. La verdad
total de cada cosa podía ser expresada en unas pocas fórmulas lógicas, y la revelación debía
hallarse en uno u otro lugar -en las Escrituras, o en la antigüedad. Así concebía la Edad Media
el impulso hacia la verdad y el conocimiento. Para el espíritu moderno de lo que se trataba era
de apreciar, desarrollar y definir verdades aún no expresadas, cada una de las cuales planteaba
a su vez nuevos problemas. El pensador moderno concentra su atención sobre la investigación
inductiva, y concibe a la naturaleza y al mundo como un secreto que ha de ser revelado. Pero,
¿esta transformación espiritual es obra del Renacimiento? Ciertamente, no. El propio Leonardo
da Vinci puede haber sido un representante del moderno método de investigación de la verdad,
pero en general el Renacimiento se inclinaba todavía hacia la antigua actitud, hacia la fe en la
autoridad. La transformación no se inició hasta la aparición de Descartes.
Copérnico aportó el concepto de un universo ilimitado. Pero ello no significa que durante el
siglo XVI las concepciones geocéntrica y antropocéntrica hayan desaparecido instantáneamen-
te. Para el Renacimiento el hombre y la tierra fueron el eje del universo, y ciertamente subrayó
la idea, no cómo lo hizo la concepción medieval del mundo, pero en todo caso no con menos
vigor. En verdad, el concepto más antropocéntrico que darse pueda, la concepción teleológica
de la creación como sistema inteligente para edificación y beneficio del hombre, no floreció
hasta el siglo XVIII. ¿O será que nos es naturalmente imposible renunciar a hacer de la tierra y
del hombre el centro de las cosas?
Igualmente difusa es la línea divisoria (en el tiempo) que separa a la actitud medieval de re-
chazo del mundo, de la aceptación de este último en las etapas más recientes del pensamiento.
Es tan fácil imaginar que en conjunto la Edad Media profesó una actitud de contermptus mun-
di, y que con el advenimiento del Renacimiento toda la orquesta repentinamente se puso a to-
car una jubilosa variación del tema iuvat vivere (es una alegría estar vivo). Pero la verdad es
51
Los estudios de Troeltsch, mencionados más arriba, señalan varias de estas líneas.
25

muy diferente. En primer lugar, el pensamiento cristiano medieval nunca rechazó la belleza y
los placeres tan absolutamente como suele creerse. De mil maneras se reservaba al goce del
mundo un lugar por derecho propio en la vida grata a Dios. Y aun en los intelectos que repre-
sentan las formas más acentuadas del escolasticismo (Tomás de Aquino, Dante) comenzó a
abrirse paso, a pesar de la antigua postura negativa, una visión optimista y estética del mundo.
Es verdad que, en este sentido, al Renacimiento cupo la tarea de cantar el peán de la nueva e
intensa complacencia en la realidad del mundo, con las voces de Pico, de Rabelais, y de mu-
chos otros. Pero, ¿acaso estas voces dominaron la época? Ciertamente, no puede decirse que
impidieran oír las voces de Lutero, Calvino y Loyola. ¿Y puede afirmarse con certeza que el
peán que aquellas voces entonaron fue la representación general del Renacimiento? ¿O bien el
tono fundamental de la mayoría de los representantes del Renacimiento no fue mucho más gra-
ve de lo que imaginamos? La victoria (¿quizás una victoria a lo Pirro?) del optimismo esencial
se repitió nuevamente sólo al llegar el siglo XVIII. Las dos formas de representación del pen-
samiento optimista, el concepto de progreso y el de evolución, no fueron formas renacentistas.
Tampoco aquí es posible colocar al Renacimiento en el mismo plano que a la cultura moderna.
Un complejo global do concepciones relacionadas con la actitud del individuo hacia la vida
y la sociedad, más o menos fundamental para la cultura moderna, fue ajeno a la Edad Media.
El objetivo de una vida individual de trabajo como fin en sí mismo, y el esfuerzo por expresar
la propia vida y la propia personalidad desarrollando conscientemente todas las capacidades y
posibilidades personales; la conciencia de la independencia personal y la fatal ilusión del dere-
cho a la felicidad terrenal; y, unido a todo esto, la responsabilidad social, el concepto de una
tarea personal para contribuir a protegerla y conservarla, o a cambiarla y mejorarla, el ansia de
reforma, el deseo de justicia social, y en los casos patológicos la queja fundamental y perma-
nente contra la sociedad, con prescindencia del sistema que prevalezca, actitud que se refleja
en un sentimiento de injusticia o de superioridad con respecto al cuerpo social: en todos los
casos, se trata de sentimientos que el hombre medieval ignoraba totalmente, o conocía sola-
mente bajo el ropaje del deber religioso y de la moralidad religiosa.
¿Qué sabía de ellos el Renacimiento? A lo sumo, conocía los gérmenes de dichos sentimien-
tos. Es verdad que el hombre renacentista alentaba cierto sentido de independencia personal y
que se planteaba objetivos personales, aunque ni aquél ni éstos con carácter tan general y vigo-
roso como creía Burckhardt. En general faltaba el factor altruista de este núcleo de ideas, el
sentido de responsabilidad social. Desde el punto de vista social el Renacimiento fue extraor-
dinariamente estéril e inmóvil, y en este sentido constituyó antes un período de estancamiento
que de renovación, comparado con la Edad Media y su conciencia social de fundamento reli-
gioso.
Una de las más importantes y fundamentales transformaciones acaecidas al pasar de la cul-
tura medieval a la moderna es la modificación sufrida por los conceptos de clase, servicio y
respeto, y hasta cierto punto la decadencia de los mismos. Estos cambios son tan complicados
que aquí no es posible siquiera esbozarlos. Sólo puedo aludir con brevedad a dos resultados
generalmente conocidos de ese proceso, con el fin de demostrar que tampoco en este campo
existe ninguna posibilidad de poner al Renacimiento en el mismo plano que a la cultura mo-
derna. El gran proceso de abstracción que, en lugar de continuar concibiendo el contraste entre
las jerarquías alta y baja como una consecuencia de la diferencia de poder y de riqueza, lo
transfirió al dominio ético e intelectual, en realidad se había iniciado ya durante el siglo XIII.
En su lírica cortesana, los trovadores habían desarrollado el concepto de una nobleza del cora-
zón. Luego, comenzó a apreciarse -de un modo harto teórico- la sencilla y aplicada vida cam-
pesina, y alimentaron esa actitud las imágenes del poema pastoral. El Renacimiento heredó de
la Edad Media todos estos conceptos y los adornó con colores clásicos. Los ideales de vida que
antes llevaban una existencia separada se unieron ahora: juntos, el noble cortesano e instruido,
el monje erudito que sabía conducirse en el mundo, y el burgués acaudalado, capaz de apreciar
el saber y el arte, dieron el tipo del humanista, que se sentía cómodo en todas las cortes, fami-
liarizado con el saber y la teología, apto (o que se creía tal) para todos los cargos de la vida de
la ciudad y del Estado. Pero esto último de ningún modo significa que desaparecieran las pri-
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mitivas formas independientes de vida. El ideal medieval de la caballería, el antiguo código


caballeresco y todo lo que era su consecuencia necesaria, no sólo se mantuvo incólume, sino
que Ariosto, Tasso y los romances de Amadís le infundieron nuevo fervor. El concepto de cla-
se; aunque mucho más rico en matices, conservó el carácter esencial que ya poseía en la Edad
Media, tanto en las formas más toscas como en las más refinadas, hasta mucho después del
Renacimiento.
Muy íntimamente vinculado con el concepto de clase se encuentra el concepto de servicio.
La cultura moderna ha desarrollado la idea de que no concuerda con la dignidad humana servir
a alguien o a algo -servir auténticamente, en actitud de humildad y de obediencia-, salvo a
Dios y al bienestar social. La Edad Media conoció el servicio verdadero y la fidelidad sincera
del hombre para el hombre (aunque siempre concebido como reflejo del servicio de Dios), así
como el corazón de los pueblos orientales todavía sabe del servicio, siempre, claro está, que la
propaganda occidental no haya destruido ese sentimiento. ¿Cuál fue, desde este punto de vista,
la actitud del Renacimiento? Exteriormente, sin duda medieval. El hombre renacentista, que
por lo general dependía del favor de la corte o de un Mecenas, servía asidua y celosamente,
con todas las cuerdas de su lira y todo el brillo de su ingenio... pero no con su corazón. La fi-
delidad medieval había desaparecido completamente. Véase cómo Erasmo, en carta a su amigo
Battus, niega a su patrona, la señora de Borselen, al mismo tiempo que le envía epístolas sal-
picadas de los más halagadores elogios, o cómo Ariosto, a quien se tiene por uno de los espíri-
tus más sinceros e independientes de su tiempo, exalta al repulsivo Hipólito, cardenal d’Este,
en el Orlando furioso, mientras lo zahiere en sátiras que no estaban destinadas a ser leídas por
el público. Sobre todo aquí, el Renacimiento exhibe las contradicciones no resueltas de un
cambio de la marea intelectual.
A primera vista parece total la escisión entre los productos de las artes visuales, y de la lite-
ratura correspondientes al Renacimiento y las de la Edad Media. Se percibe cierta madurez y
plenitud que faltaron en periodos anteriores, una plétora de color, una facilidad de expresión, y
cualidades de magnificencia y de grandeza, todo lo cual, en conjunto, provoca el sentimiento
de lo moderno, de lo que ya no es primitivo. Pero si se observa con más atención, todo esto,
con prescindencia de que se le atribuya jerarquía mayor o menor que a la contención y a la re-
serva de las formas artísticas anteriores, se relaciona sólo con la calidad del arte y no con sus
fundamentos. En este último sentido la continuidad fue mucho mayor de lo que se cree habi-
tualmente. En realidad, ninguna de las grandes formas imaginativas que sirvieron de base al
supremo florecimiento del arte y de la literatura medievales murió con la aparición del Rena-
cimiento. En el campo de la literatura el romanticismo caballeresco perduró hasta bien entrado
el siglo XVII. Todavía durante el siglo XVIII tanto la literatura como las artes visuales conti-
nuaban cultivando el género pastoral como forma favorita de expresión de sentimientos. Tam-
poco la alegoría desapareció de las artes visuales ni de la literatura, aunque el Renacimiento la
expurgó y moderó un poco, y le confirió formas más elegantes y artísticas. El aparato mitoló-
gico de la imaginación, por otra parte, se hallaba en proceso de desarrollo mucho antes del Re-
nacimiento, y se continuó honrándolo (lo mismo que a la alegoría) mucho después de la con-
clusión del periodo.
En resumen, si se afirma que lo importante es determinar el lugar adecuado del Renacimien-
to, entre la cultura medieval y la moderna, se suscitará un cúmulo de problemas sin resolver o
insuficientemente definidos. No es posible ver en el Renacimiento la forma antagónica de la
cultura medieval, y ni siquiera la región fronteriza entre los tiempos medievales y los moder-
nos. De las líneas fundamentales que separan a la más antigua de la más moderna forma cultu-
ral de los pueblos de Occidente, algunas dividen a la Edad Media del Renacimiento, otras al
Renacimiento del siglo XVII, otras aún corren a través del corazón mismo del Renacimiento, y
más de una es tan antigua como el siglo XIII, o tan moderna como el XVII.
La imagen ofrecida por el Renacimiento es de transformación y de vacilación, de transición
y de combinación de elementos culturales. Todo el que busque en él una total unidad espiritual
que pueda reflejarse en una fórmula única nunca alcanzará a comprenderlo en todas sus expre-
siones. Sobre todo se debe estar preparado para aceptarlo en toda su complejidad, en su hete-
27

rogeneidad y en sus contradicciones, y para aplicar un enfoque plural a los problemas que el
período plantea. Quien pretenda valerse de un esquema unilateral a modo de red para apresar a
este Proteo, terminará por enredarse él mismo en la malla. Es vana ambición la tentativa de
describir a ese tipo histórico, el hombre renacentista. Los numerosos tipos que ofrece tan rico
período se hallan divididos por otras características mucho más hondamente de lo que podría
unirlos una u otra forma de individualismo. La investigación debe concentrarse sobre cada una
de las cualidades particulares de la sociedad renacentista. Burckhardt suministró brillante in-
troducción a este método cuando percibió la pasión del Renacimiento por la fama, y su capaci-
dad de ridículo y de ingenio. Sería grato analizar desde el mismo punto de vista el coraje, la
vanidad y la sinceridad del Renacimiento, así como su sentido estilístico, su orgullo, su entu-
siasmo y su sentido critico. Trabajos todos que deberían ser acometidos por estudiosos de espí-
ritu amplio como el de Burckhardt, sin esa seca actitud de superioridad que tan a menudo nos
impide a los europeos septentrionales la comprensión del Renacimiento. Pues es necesario no
olvidar nunca lo siguiente: el Renacimiento fue uno de los triunfos del espíritu romance. Quien
pretenda comprenderlo debe mostrarse sensible a la combinación romance de estoica gravedad
y de voluntad claramente determinada (interesada en problemas que poco tienen que ver con la
“plena expresión de la personalidad”) con una actitud de alegre y feliz regocijo; con una gene-
rosa y amplia bondad; y con cierta ingenua irresponsabilidad. Debe ser capaz de renunciar a la
búsqueda permanente del alma, para poder experimentar un interés directo y apasionado en las
cosas por sí mismas. Deberá ser capaz, también, de gozar de la esencia de las cosas en la belle-
za de su forma. Detrás de un rostro de Holbein o de Anthony More deberá percibir la risa de
Rabelais.

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