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Fernando Escalante
CONFERENCIAS MAGISTRALES
Temas de la democracia

Senderos que
se bifurcan.
Reflexiones sobre
neoliberalismo y
democracia
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre
neoliberalismo y democracia
Fernando Escalante

Primera edición, 2017.

D.R. © 2017, Instituto Nacional Electoral


Viaducto Tlalpan núm. 100, esquina Periférico Sur,
Col. Arenal Tepepan, 14610, México, Ciudad de México.

ISBN de la colección: 978-607-7572-13-8


ISBN: PENDIENTE

Los contenidos son responsabilidad de los autores y no necesariamente


representan el punto de vista del INE.

Impreso en México/Printed in Mexico


Distribución gratuita. Prohibida su venta
Contenido

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Liberalismo y democracia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

La evolución de los derechos . . . . . . . . . . . . . . . . 17

El Coloquio Lippman . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

La ofensiva neoliberal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33

El problema del Estado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45

Apología de la desigualdad . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61

Neoliberalismo y democracia . . . . . . . . . . . . . . . . 69

Para concluir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81

Sobre el autor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87
Presentación

Y a desde el siglo diecinueve, el liberalismo mostraba habi-


tualmente una preocupación sobre su relación con la de-
mocracia. Tal fue uno de los temas de discusión del famoso
Coloquio Lippman, celebrado en 1838 en París. Algunos años
más tarde, en 1926, Ortega y Gasset afirmó que liberalismo
y democracia empiezan por no tener nada que ver y acaban
siendo de sentidos antagónicos. En esta órbita de reflexiones se
sitúa Fernando Escalante para realizar una detenida revisión de
lo que implicó el liberalismo de entonces y en lo que ha deriva-
do hasta nuestros días el neoliberalismo frente a la democracia.
En este trabajo el autor dibuja y describe varios mapas en
los que se cruzan liberalismo y democracia, y neoliberalismo
y democracia en su complicada relación. Sin dejar de atender
la historia, la historia intelectual y de la filosofía política que
entrañan esas relaciones, intenta comprender no la originali-
dad del neoliberalismo sino su personalidad distinta a otras
tradiciones liberales y su definición frente a la democracia.
En la actualidad ante el pensamiento común, la demo-
cracia sería lo que es considerado democracia liberal; por

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Fernando Escalante

lo mismo, el autor enfatiza la necesidad de entender lo que


decía Ortega y lo que se decía en el Coloquio Lippman. El
liberalismo decimonónico planteaba que el voto debería estar
restringido pues los pobres podrían ejercerlo de manera irres-
ponsable. W. E. H. Lecky en 1896 abundaba que si sucediera
esto entonces el poder se basaría en las clases más ignorantes
quienes son las menos interesadas en la libertad política y
quienes estarían a merced absoluta de un jefe poderoso. Toc-
queville se preocupaba de que las sociedades democráticas
valorasen más la libertad que la igualdad. Por su parte, Stuart
Mill, como otros liberales, entre ellos algunos mexicanos de
la Reforma, propugnaba el sufragio universal.
Pero, dice Ortega y Gasset, no se trata de la práctica del
voto por la mayoría en un sentido u otro, el liberalismo y la
democracia se nos confunden, pero “democracia y liberalis-
mo son dos respuestas a dos cuestiones de derecho político
completamente distintas”.
Y desde aquí el autor parte para responder a la definición
no solo teórica sino en su práctica, de lo que ha venido a
ser el neoliberalismo triunfante actual en el que se tensa su
defensa de la liberalidad económica frente a la limitación de
la democracia y su práctica contemporánea.
El INE pone a disposición de sus lectores esta interesantí-
sima Conferencia Magistral dictada por el Dr. Escalante, una
de las voces más autorizadas en la materia en nuestro país,
con el objetivo de abonar a la reflexión académica en torno a
la teoría y la historia de la democracia.
Instituto Nacional Electoral

8
Introducción

E n 1926, en El espectador, escribió Ortega: “liberalismo


y democracia son dos cosas que empiezan por no tener
nada que ver entre sí, y acaban por ser, en cuanto tenden-
cias, de sentido antagónico”.1 Elaboraba una preocupación
habitual del liberalismo decimonónico. En términos muy
parecidos, lo repitió su amigo José Castillejos en el Coloquio
Lippman, en 1938, en París. En ese contexto, la idea tenía
otro sentido y fue uno de los motivos fundamentales del co-
loquio. Importa revisarla con calma porque en la relación con
la democracia está una de las claves que justifican el prefijo
del neoliberalismo.
En las páginas que siguen hay un mapa. O más bien, el
esbozo de varios mapas posibles de la complicada relación
entre liberalismo y democracia, neoliberalismo y democra-
cia. Algo hay en ellas de historia, algo de historia intelectual,
algo también de filosofía política. No me propongo más que

1
José Ortega y Gasset, “Ideas de los castillos”, El Espectador, V (1926), en José
Ortega y Gasset, Obras Completas, Madrid, Alianza Editorial, 1983, p.424.

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Fernando Escalante

entender en qué es original el neoliberalismo, en qué se dis-


tingue de las demás tradiciones liberales y de qué modo se
define frente a la democracia.

10
Liberalismo y democracia

L eída hoy, la frase de Ortega resulta un poco chocante,


porque nos hemos acostumbrado a la idea de que la de-
mocracia es, casi necesariamente, democracia liberal. Nos
parecería muy extraño que alguien se dijese liberal y no fuese
partidario también de los derechos políticos que configuran
un sistema democrático y, desde luego, no nos parece acepta-
ble una democracia, no nos parece propiamente democracia,
si no respeta el conjunto básico de libertades que han defi-
nido históricamente al liberalismo. Es decir, para nosotros la
democracia es lo que se ha dado en llamar democracia liberal.
Por eso mismo tiene interés tratar de entender qué decía Or-
tega y qué se decía en el Coloquio Lippman.
La mayoría de los liberales del siglo diecinueve eran par-
tidarios de limitar los derechos políticos. En particular eran
partidarios de restringir el derecho a votar y ser votado
mediante requisitos de propiedad y educación –o sea, con el
sufragio censitario, obviamente por el temor de que los pobres
votasen de modo irresponsable. Lo dice con todas sus letras
W. E. H. Lecky, en su Democracy and Liberty de 1896: “Poner

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Fernando Escalante

el poder principal en las clases más ignorantes es ponerlo en


manos de quienes naturalmente se preocupan menos por la
libertad política, y que más probablemente seguirán con devo-
ción absoluta a algún jefe poderoso”.2 La preocupación de
Tocqueville era otra, que las sociedades democráticas valorasen
más la libertad que la igualdad. En cambio, John Stuart Mill,
como otros muchos liberales, por ejemplo los mexicanos de la
generación de la Reforma, era partidario del sufragio universal
(siempre que se garantizase la representación de las minorías).
Ortega dice algo diferente. No se trata del problema prác-
tico de que la mayoría pueda votar en un sentido o en otro.
“Liberalismo y democracia se nos confunden en las cabezas
y, a menudo, queriendo lo uno gritamos lo otro”, dice. Pero,
“democracia y liberalismo son dos respuestas a dos cuestiones
de derecho político completamente distintas”.
La democracia responde a esta pregunta: ¿Quién debe ejercer
el poder público? La respuesta es: el ejercicio del Poder público
corresponde a la colectividad de los ciudadanos. Pero en esa pre-
gunta no se habla de qué extensión deba tener el Poder público.
[...] El liberalismo, en cambio, responde a esta otra pregunta:
ejerza quienquiera el poder político, ¿cuáles deben ser los lími-
tes de éste? La respuesta suena así: el Poder público, ejérzalo un
autócrata o el pueblo, no puede ser absoluto, sino que las per-
sonas tienen derechos previos a toda injerencia del Estado. Es,
pues, la tendencia a limitar la intervención del Poder público.3

2
W. E. H. Lecky, en E. K. Bramsted y K. J. Melhuish (eds.), El liberalis-
mo en Occidente. Historia en documentos, Madrid, Unión Editorial, 1982,
vol. V, p. 37.
3
Ortega y Gasset, loc. cit., pp. 424-425.

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Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

El argumento es brillante, y muy claro, pero de una cla-


ridad engañosa. Vale la pena mirarlo con calma. Es obvio
que podría haber problemas. Si se insistiera demasiado en los
límites, si fuesen demasiado estrechos, la autoridad demo-
crática no significaría gran cosa. Por otra parte, si se pusiera
el acento sobre todo en el derecho de la mayoría a gobernar,
no sería fácil ponerle límites. Pero también es posible, y es
mucho más frecuente, que haya un acuerdo para equilibrar
las dos cosas.
La claridad es engañosa porque, en todo caso, para ima-
ginar cualquier orden social hay que responder a las dos pre-
guntas. Los casos extremos, de quienes sólo se preocupasen
por establecer quién ejerce el poder sin ponerle ningún lími-
te, o el de quienes sólo pensasen en los límites sin preocu-
parse para nada de quién gobierna, son posibilidades teóricas
que no parecen muy razonables. Por supuesto a Ortega lo
que le interesa es explicar la posibilidad del conflicto entre
las dos ideas, y lo hace muy bien. Pero pensar al liberalismo
sobre todo a partir de su oposición a la democracia no es algo
trivial: “No hay autocracia más feroz que la difusa e irres-
ponsable del demos. Por eso, el que es verdaderamente liberal
mira con recelo y cautela sus propios fervores democráticos y,
por decirlo así, se limita a sí mismo”.4
Conviene recordar que Ortega escribe en España, en
1926. Es decir, que no ha experimentado esa autocracia feroz
del demos, ni tiene muchos ejemplos históricos de ella, como
no sean los fantasmas de la Revolución Francesa, la Comuna
de París, acaso la Revolución bolchevique (“El bolchevique

4
Ibidem, p. 425.

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Fernando Escalante

es antiliberal”). O sea, que su reparo es más bien teórico –lo


que no quiere decir que sea menos importante ni menos sig-
nificativo. Esa posibilidad teórica, del demos irresponsable,
tiránico, aparece de manera recurrente en el pensamiento
político occidental desde Platón.
Pero volvamos al argumento. Siempre importa tener claro
que no hay un único liberalismo, sino varios, que obedecen a
circunstancias históricas distintas.
Ortega imagina, con una dosis de fantasía racial, que el ori-
gen del liberalismo es germánico, y se deja ver en los castillos:
“Frente al poder público, a la ley del Estado, el liberalismo
significa un derecho privado, un privilegio”.5 Y un privile-
gio que se defiende con las armas, mediante fortificaciones,
obra de unos cuantos nobles godos, francos, borgoñones, que
tienen capacidad material para defender sus franquicias. Es
una exageración, una licencia poética. Pero apunta a un ori-
gen posible del liberalismo, de cierto liberalismo, en la Edad
Media, en la defensa de los fueros contra el poder absoluto de
los reyes.6 Es un liberalismo que se entiende como resistencia
y que no es ni remotamente igualitario.
Para ese liberalismo de Antiguo Régimen, por llamarlo de
algún modo, la preocupación fundamental, y casi única, es
la limitación del poder del Estado. Y eso tiene como con-
secuencia la afirmación, la defensa del poder de otras ins-
tituciones, de lo que se conoce como cuerpos intermedios:
iglesias, parlamentos, comunidades, gremios, corporaciones.
5
Ibidem, p. 425.
6
Ver Dalmacio Negro Pavón, La tradición liberal y el Estado, Madrid, Unión
Editorial, 1998.

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Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

En lo fundamental, esa idea corresponde al liberalismo con-


servador, el de Edmund Burke, Walter Bagehot o Alexis de
Tocqueville, el que de manera aproximada se podría llamar el
liberalismo inglés. En la reconstrucción de Ortega, su funda-
mento es la capacidad para oponer resistencia armada al monar-
ca. Las elaboraciones doctrinales más frecuentes suponen que el
sistema obedece a un orden superior, el orden del Derecho, que
obliga a todos por igual, y que el monarca no puede transgre-
dir.7 Es una tradición política contraria al ímpetu individualista,
racionalista y uniformador del mundo moderno. Y que desde
luego mira con una profunda desconfianza a la democracia. No
importa el origen del poder –sólo los límites.
Esa es la tradición intelectual que está en el origen del neo-
liberalismo. Por eso me interesa destacarla.
Pero no es la única tradición liberal. Hay otra, producto de
la Ilustración, enemiga de los fueros, de los privilegios, de las
franquicias del Antiguo Régimen, de las corporaciones. Es racio-
nalista, individualista, progresista. Su interés está sobre todo en
favorecer la libertad individual que está amenazada, limitada de
hecho, no sólo por el poder político sino por todas las otras for-
mas de poder social: la iglesia que limita la libertad de concien-
cia, los gremios que limitan la libertad de trabajo, la familia que
limita prácticamente todas las decisiones cotidianas.
Es un liberalismo revolucionario pero que necesita al Esta-
do. La única manera de suprimir la autoridad de la iglesia, de

7
Según Bruno Leoni, esa distinción entre el Derecho y la legislación es indispen-
sable para una definición liberal del poder político (Leoni, B., La libertad y la
Ley, Madrid, Unión Editorial, 1995). Volveremos a ello, porque es una de las
claves del programa neoliberal.

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Fernando Escalante

los gremios, de las corporaciones, la única manera de supri-


mir los privilegios, los fueros, las prerrogativas particulares,
es conferir el poder soberano al Estado. Y eso significa, por
supuesto, otra manera de entender el Derecho.
Es lo que, por abreviar, se conoce como el liberalis-
mo continental. El principal problema con el que se enfrenta
es encontrar otro modo de sujetar el poder del Estado que
no sea esa autoridad trascendente del Derecho. Y por eso es
constitucionalista: necesita que los límites de la autoridad
estén escritos en la legislación. Según la imagen de John
Stuart Mill es necesario aceptar el predominio del rey de los
buitres para que mantenga a raya a todas las arpías menores.8
Pero hace falta controlarlo a él también. Y por ese camino
el liberalismo continental entronca con la tradición demo-
crática. Necesita un Estado fuerte y no puede imaginar que
sea irrelevante quién se haga cargo del poder, el razonamien-
to es muy simple: la libertad individual, si se entiende bien,
requiere necesariamente que los individuos participen en la
formación del gobierno y decidan quién ha de mandar.
No son las únicas variaciones del liberalismo pero
creo que basta con esa distinción: sumaria, apresurada, esque-
mática, para que se entienda que la relación entre liberalismo
y democracia es algo más complicado de lo que podría sugerir
el sentido común. Y sobre todo para evitar que se identifique
al liberalismo con una de sus manifestaciones concretas, lo
que es importante porque significa que el prefijo no es trivial
y que el neo-liberalismo es una de las muchas variaciones del
programa liberal.

8
John Stuart Mill, On Liberty, Nueva York, W. W. Norton, 1975, p. 3.

16
La evolución de los derechos

A parte de las grandes matrices, por llamarlas de alguna ma-


nera, hay también cambios en el programa de los partidos
liberales que responden a la evolución histórica de las sociedades
de Occidente y conciernen muy directamente a nuestro tema.
En el horizonte de los primeros liberales, es decir, los pri-
meros liberales modernos, está la necesidad de limitar el poder
de la monarquía absoluta, sobre todo en lo que respecta a la
vida privada. De hecho, ese primer liberalismo coincide con
una transformación mayor de la vida privada que se vuelve
cada vez más individualista, recatada, doméstica, burguesa. El
programa exige básicamente derechos civiles: libertad de con-
ciencia, libertad de expresión, libertad de tránsito, protección
de la privacidad. O sea, el conjunto de derechos que garantiza
la libertad de los modernos, como la llamaría Constant.9
9
La idea es muy conocida. Según Constant, la libertad de los antiguos consistía
en ejercer colectivamente las funciones públicas, mientras que la libertad de los
modernos consiste en el derecho de pensar, hablar, actuar en el espacio privado
sin interferencia de ninguna autoridad. Constant, Benjamín, “De la liberté des
anciens comparée à celle des modernes”, en Marcel Gauchet (ed.), Écrits politi-
ques, Paris, Gallimard/Folio, 1997.

17
Fernando Escalante

Ese primer liberalismo pugna por lo que, según la famo-


sa expresión del juez Louis Brandeis, es el derecho a que lo
dejen a uno en paz. La expresión es de 1928, pero en su
argumento el juez Brandeis se refiere al espíritu de los consti-
tuyentes norteamericanos:
Los redactores de nuestra constitución trataron de garantizar
las condiciones más favorables para la búsqueda de la felici-
dad. Reconocían la importancia de la naturaleza espiritual del
hombre, sus sentimientos y su inteligencia. Sabían que sólo
una parte del dolor, el placer y las satisfacciones de la vida se
encuentra en las cosas materiales. Trataron de proteger a los
estadounidenses en sus creencias, sus pensamientos, sus emo-
ciones y sus sensaciones. Les confirieron, frente al gobierno,
el derecho a que se les deje en paz: el más comprehensivo de
los derechos y el más valorado por los hombres civilizados.
Para proteger ese derecho, toda intromisión injustificada del
gobierno en la privacidad del individuo, cualesquiera que
sean los medios empleados, debe considerarse una violación
de la cuarta enmienda.10

Es el liberalismo que tiene en mente Ortega, cuando habla


de los castillos, donde sólo se preocupa por la limitación del
poder público, para amparar la vida privada. Y desde luego
es perfectamente compatible con un gobierno monárquico.
En los treinta años mal contados que van de 1789 a 1820, las
cosas cambian completamente. Vertiginosamente se suceden la

10
Es el voto disidente del juez de la Suprema Corte de los Estados Unidos, Louis Bran-
deis, proceso Olmstead vs. U.S., de 1928, en https://www.law.cornell.edu/supreme-
court/text/277/438#writing-USSC_CR_0277_0438_ZD (15 de agosto de 2017)

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Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

guerra de independencia de los Estados Unidos, la revolución


francesa, la revolución de Haití, las guerras de independencia
de los países hispanoamericanos. En todos los casos se plantea
el problema de la soberanía, quién gobierna, en todos los casos
se afirma de una manera u otra la soberanía popular, circulan
declaraciones de derechos. El liberalismo es muy distinto de ahí
en adelante.
Algunos, Edmund Burke por ejemplo, se mantienen en
las viejas ideas. La mayoría, sin embargo, toma como punto
de partida la necesidad de un régimen representativo –con
todos los matices que se quiera. Para los fundadores de los
Estados Unidos, que se han sublevado contra la arbitrarie-
dad de la monarquía, la autoridad pública no puede imponer
una ley sin la participación de quienes han de obedecerla (es
otra manera de interpretar la limitación del poder). En los
términos que emplea John Dunn, hay dos modos de conse-
guir que un ser humano obedezca, y haga algo: persuadirlo o
coaccionarlo;11 y en esa disyuntiva, la mayoría de los liberales
de principios del siglo diecinueve pensó en la necesidad de
alguna forma de representación.
Así se incorpora al ideario liberal otro conjunto de
derechos, signficativamente distinto del primero: libertad
de asociación, libertad de manifestación y, sobre todo, el
derecho a votar y ser votado, es decir, los derechos políti-
cos. No hay una postura uniforme. Benjamin Constant,
que escribe bajo la sombra del Terror, en la Revolución
Francesa, aprecia sobre todo los viejos derechos civiles.

11
John Dunn, Libertad para el pueblo. Historia de la democracia, México, FCE,
2014, p.162 (edición electrónica formato ePub).

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Fernando Escalante

Los liberales hispanoamericanos tienen que plantearse


radicalmente el problema del Estado, necesitan diseñar
sistemas representativos.
La discusión importante a lo largo del siglo diecinueve se
refiere a la extensión del sufragio, porque hay una resistencia
generalizada a hacerlo universal. Y por eso se ponen requisitos
ya sea de propiedad, ya sea de educación, para evitar la tiranía
irresponsable del demos. Pero el liberalismo no se desentiende
de la pregunta de quién debe ejercer el poder y, la mayoría
de las veces, con toda clase de matices responde siempre que
debe ser la colectividad de los ciudadanos. O sea, que aquel
liberalismo más o menos aristocrático, monárquico a veces, es
también democrático.
Pero la evolución no se detiene allí. En cuanto se plantea
la posibilidad de ampliar el derecho a voto surgen las dudas
sobre la capacidad de los ciudadanos para elegir sensatamen-
te. En lo fundamental coinciden liberales, conservadores,
progresistas, republicanos: no cualquiera puede votar, no
cualquiera está capacitado para votar. Porque todos piensan,
en resumidas cuentas, que los pobres no están en condiciones
de elegir libremente. Ahora bien, planteado así el problema
se puede optar por una de dos salidas, o restringir el voto
y acordarlo sólo para quienes tienen dinero bastante y edu-
cación o procurar que los pobres también tengan suficiente
educación y seguridad económica para votar en libertad.
La mayoría de los liberales, en la primera mitad del siglo
diecinueve, se inclinaron por el voto censitario. Pero con el
paso del tiempo resultó insostenible. La barrera de la educa-
ción se mantuvo un poco más, parecía más razonable pedir

20
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

que los electores al menos supiesen leer y escribir. Pero para


mantenerla hubo que comprometer al Estado con un sistema
de educación pública. Entre nosotros, en el constituyente de
1857, lo argumentó así Ponciano Arriaga: no dar derecho
a voto a los analfabetas significaba castigarlos por algo que
no era culpa suya, por algo que en el fondo era una falla del
Estado, que no había podido ofrecerles educación.
Para abreviar, la afirmación de la igualdad de derechos ins-
pira inmediatamente una crítica muy obvia. Si no se acompa-
ñan de otras medidas para garantizar su ejercicio, para paliar
en algo la desigualdad, son derechos puramente formales,
huecos, insignificantes o, peor, engañosos. Es el argumento
fundamental de la crítica socialista de la democracia burgue-
sa, del derecho burgués, pero es también frecuente entre los
liberales en la segunda mitad del siglo diecinueve.
El ejemplo que viene más a mano es el del llamado “nue-
vo liberalismo” en la Gran Bretaña. Thomas Hill Green, por
mencionar un caso, era partidario del sufragio universal, pero
también de la educación obligatoria:
Sin el dominio de ciertas artes y conocimientos elementales,
el individuo es tan realmente inválido en la sociedad moder-
na como por la pérdida de un miembro o por debilidad de
constitución. No es libre para desarrollar sus facultades. Con
vistas a asegurar tal libertad entre sus miembros, está cierta-
mente dentro de la esfera del Estado el evitar que los niños
crezcan en esa clase de ignorancia que realmente les impide
una carrera libre en la vida...12

12
Thomas Hill Green, “La legislación liberal y la libertad de contratación”, en
Bramsted y Meluish, op. cit., p. 107.

21
Fernando Escalante

Desde luego, considera las objeciones que opondría el


liberalismo clásico a esa intervención del Estado, esa y otras.
Las defiende sin complicarse la vida: “Hemos de tomar a
los hombres como son. [Y mientras no cambien] es cosa del
Estado asegurarse de que los jóvenes ciudadanos crecerán en
la salud y con los conocimientos necesarios para su libertad
real”.13 Leonard T. Hobhouse era igualmente explícito: “La
soberanía popular es un artículo del credo liberal”14, decía,
cuyos ideales distintivos son la libertad y la igualdad15. Y
por ese camino llegaba a la conclusión de que los propósitos
del liberalismo y el socialismo no eran contradictorios, sino
complementarios, a menos que se pervirtiese su significado.
El párrafo siguiente es elocuente:
El principio de la libertad puede convertirse en un desagra-
dable evangelio de la competencia comercial, en el que se
condena la ayuda mutua como un medio para salvar de las
consecuencias de su carácter a los inútiles y los ineficientes, y
en el que se reprimen los impulsos de piedad y benevolencia,
y se alienta el interés egoísta, investido con la santidad de un
estricto deber. Así el mérito se mide por el éxito, y el estándar
del éxito es la capacidad para hacer dinero.16

Ibidem, p. 108. Green prácticamente equipara libertad y realización personal,


13

piensa que la libertad sólo puede ser real si el individuo es consciente y es capaz
de elegir con pleno conocimiento. Ver Tyler, Colin, The Metaphysics of Self-reali-
sation and Freedom. The Liberal Socialism of Thomas Hill Green, Exeter, Imprint
Academic, 2015, p. 118.
Leonard T. Hobhouse, Democracy and reaction, Londres, Forgotten Books, s.f.,
14

p. 141.
Ibidem, p. 217.
15

Ibidem, p. 217.
16

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Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

Otra vez, igual que Green, hace una crítica realista de


la doctrina. Es un hecho que una parte considerable de la
población vive en la pobreza, o casi en la pobreza: “es claro
que el sistema de competencia industrial no ha sido capaz
de satisfacer la exigencia ética incorporada en la noción de
un ‘salario suficiente’. Y no hay esperanza de que pueda
ofrecer a todos la existencia saludable e independiente que
debería ser un derecho para todos los ciudadanos de una
sociedad libre...”.17 De modo que eso tiene que ser respon-
sabilidad del Estado.
Me he detenido un poco porque ese liberalismo está preci-
samente en las antípodas del neoliberalismo y el contraste ayu-
da a entender en qué consiste. Está claro que para Hobhouse, o
para Thomas Hill Green, la democracia es parte del programa
liberal. Pero no sólo eso. En resumidas cuentas, los argumen-
tos de ambos ponen de manifiesto que si se concede priori-
dad a los derechos políticos o a la realización personal, a la
autonomía, tarde o temprano se termina pidiendo educación,
salud pública, seguridad social, y más. Porque de otro modo
los derechos políticos pierden sentido, están vacíos.
Pero todavía hay otro giro a principios del siglo veinte
que interesa para entender el neoliberalismo. En la segunda
mitad del diecinueve, al amparo de los derechos políticos,
se habían formado sindicatos, partidos obreros, que consi-
guieron cambios mayores en la regulación del sistema eco-
nómico y sobre todo en el mercado laboral: la prohibición
del trabajo infantil, la limitación de la jornada de trabajo,

17
Leonard T. Hobhouse, Liberalism, Proyecto Gutenberg, edición electrónica,
p.43.

23
Fernando Escalante

el descanso semanal. En el primer tercio del nuevo siglo,


una serie de acontecimientos obliga a pensar de nuevo el
programa del liberalismo.
En primer lugar está la Gran Guerra de 1914. Concre-
tamente la movilización masiva en Europa y en Estados
Unidos. Millones de ciudadanos fueron llamados a filas y
pasaron años en las trincheras, millones murieron, o que-
daron mutilados. Al terminar el conflicto, no era nada fácil
decir a los soldados desmovilizados que se volviesen a casa,
a su empleo de siempre o al desempleo y que se plegasen
pacíficamente a las reglas del mercado. La masa de antiguos
combatientes fue seguramente la fuerza política más impor-
tante en Europa entre las dos guerras (entre los antiguos
combatientes se formó el fascismo en Italia, el nacional-
socialismo en Alemania). Se hizo necesaria alguna clase de
política social.
Pero había algo más. Durante la guerra se había puesto la
economía bajo control político, se había organizado la pro-
ducción, la distribución, el mercado de trabajo, los precios
para apoyar el esfuerzo bélico. Y la economía de guerra había
funcionado. Ya no era posible, después de eso, argumentar
que el mecanismo de la economía no permitía interferencias
políticas. O sea, que no había excusas verosímiles para man-
tener una política económica pasiva.18
Como si faltara algo, estaba la revolución bolchevique. La

Por esa razón dice Eliè Halèvy que la Gran Guerra señala el inicio de la época de
18

las tiranías (ver Elie Halèvy, L’Ère des tyrannies. Études sur le socialisme et la guerre,
Paris, Les Belles Lettres, 2016).

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Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

Unión Soviética inspiraba en esos años toda clase de ilusio-


nes. Repentinamente la idea de una sociedad sin clases, que
habían predicado los socialistas desde hacía medio siglo, se
había materializado y era una realidad concreta en Europa.
Las expropiaciones, la colectivización, la planificación central
de la economía, el programa completo estaba ahí a la vista,
como una alternativa real. Inspiración para unos, amenaza
para otros, en cualquier caso los programas de los partidos
políticos tenían que hacerse cargo de esa novedad.
Y finalmente llegó la crisis de 1929. El breve, desigual auge
de la posguerra desapareció y las economías de Estados Uni-
dos, de Europa, se hundieron vertiginosamente. El desempleo
masivo se convirtió en el rasgo característico, definitivo, de la
época, había que hacer algo para remediarlo. Se han publi-
cado recientemente libros de historia económica, especulati-
vos, para dar pábulo a la vieja tesis de Ludwig von Mises, a
saber: que los intentos de regular el mercado laboral, cuidar el
empleo o proteger a los desempleados contribuyeron a que la
crisis se prolongase más de lo necesario y que había que haber
dejado al mercado funcionar libremente y que los desemplea-
dos padeciesen lo que debían padecer, hasta que volviese el
equilibrio de manera natural. En ese momento, ningún polí-
tico responsable, en Europa o en Estados Unidos, pensó que
fuese posible nada de eso. Y así surgió el keynesianismo, y con
toda su improvisación, el New Deal (y así también, al calor de
la crisis, el fascismo).
El antiguo régimen decimonónico: parlamentario, liberal,
elitista, había quedado sepultado en las trincheras de Verdun,
de Somme. Las alternativas explícitamente antiliberales. El
fascismo, el comunismo, abren un horizonte nuevo que para

25
Fernando Escalante

muchos resulta sumamente atractivo. En general son años


turbulentos, sombríos, sobre los que pesa la amenaza cons-
tante de la guerra. Dos títulos, dos libros de enorme impacto,
explican el clima cultural de la época: La decadencia de Occi-
dente, y La rebelión de las masas.19 El liberalismo parece estar
en un callejón sin salida, el nuevo siglo se antoja intensa,
beligerantemente democrático y antiliberal. En ese contexto,
la idea de Ortega tiene una sonoridad muy distinta. Y ahora
sí, empieza nuestra historia.

La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, se publicó originalmente entre


19

1918 y 1923, y La rebelión de las masas, de Ortega, en 1930.

26
El Coloquio Lippman

E n ese clima de amenazas, de violencia apenas soterrada,


tiempo de uniformes, himnos y banderas, movimientos de
masas, fue convocada en París la reunión que vendría a ser
conocida como el Coloquio Walter Lippmann. La convocó el
filósofo Louis Rougier con el propósito explícito de festejar la
publicación del libro de Walter Lippmann, The good society.20
Asisitieron, además del propio Lippmann, académicos, fun-
cionarios públicos, periodistas, empresarios de casi toda Euro-
pa. Wilhelm Röpke y Alexander Rüstow de Alemania; Ludwig
von Mises, Alfred Schutz, Stefan Possony y Friedrich Hayek
de Austria; John Bell Condliffe de Inglaterra; Jacques Rue-
ff, Etienne Mantoux, Robert Marjolin, Auguste Detoeuf, de
Francia, y José Castillejo de España.21
20
La obra, de 1937, se tradujo al francés como La cité libre (Paris, Librairie Médi-
cis, 1938) y en México como Retorno a la libertad (México, Unión Tipográfica
Editorial Hispanoamericana, 1940).
21
En las Actas del Coloquio aparecen registrados 26 nombres. Ver Compte rendu
des séances du Colloque Walter Lippmann, París, Librairie Médicis, 1938 (se pue-
de consultar la versión en español, Actas del Coloquio Walter Lippmann, México,
Cal y Arena, 2017).

27
Fernando Escalante

El propósito de la reunión era hacer frente a la crisis del libe-


ralismo: recuperar, regenerar, reconstruir el liberalismo ame-
nazado por los sistemas totalitarios. En eso estaban todos de
acuerdo. El tema aparece en la obra de muchos de ellos en esos
años. El problema consistía en saber qué liberalismo se quería
recuperar. Todos, o prácticamente todos los asistentes coincidían
en que el liberalismo clásico no era lo que hacía falta. Sobre todo
criticaron la idea de que el Estado debía tener una actitud funda-
mentalmente pasiva, dejar hacer y dejar pasar. Todos pensaban
que era necesario un Estado mucho más activo que defendiese el
mercado, que procurase activamente la ampliación del mercado.
No es difícil de entender. Históricamente, como ha mostra-
do Karl Polanyi,22 la sociedad se resiste a aceptar la lógica del
mercado, trata siempre de ponerle reglas, límites, controles y
trata de emplear el poder político para corregir la distribución
de la riqueza. En 1938 eso estaba a la vista, no sólo en la Unión
Soviética, sino en los regímenes fascistas, en el New Deal de los
Estados Unidos y en todos los mecanismos de control de pre-
cios, protección de mercados, regulación del trabajo, seguridad
social, que había en todas las sociedades europeas.
No hace falta seguir las discusiones del Coloquio. Los pro-
blemas que se plantean son los que fácilmente se pueden
imaginar. La concentración monopólica: ¿es inevitable, es nece-
saria, es perjudicial, hacen falta leyes para impedirla? La regula-
ción del mercado laboral: ¿salario mínimo, seguro de desempleo,

Karl Polanyi, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro


22

tiempo, México, FCE, 2003. Explica la evolución de las sociedades europeas a


partir del siglo xviii, las consecuencias deletéreas del mercado y las formas
en que la sociedad se resiste (sin duda, uno de los libros más importantes del
siglo veinte).

28
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

seguridad social, empleo público? La planificación: ¿es la única


alternativa para preparar la guerra, es más eficiente, es inevitable?
Se dejan oir algunas voces disidentes pero la respuesta en todos los
casos es la misma: el mercado. Es la mejor solución, en muchos
casos la única solución y lo demás son espejismos.
En resumen, deciden crear una sociedad para la renovación
del liberalismo y definen los rasgos básicos de un programa. En
lo que están todos de acuerdo, lo formula así Louis Rougier en
la primera sesión, es en que el criterio para identificar al liberalis-
mo es el libre juego de los precios. La definición parece un poco
rara. Desde luego está muy lejos de la idea del liberalismo de
John Stuart Mill, también de las de Thomas Paine, Tocqueville,
Locke, Alcalá Galiano, Mazzini o Benjamin Constant. No se
refiere en asboluto a las libertades políticas, tampoco da mayor
importancia a los derechos civiles.23
A partir de esa idea, en el curso de las conversaciones definieron
tres principios básicos para un programa. Primero, la necesidad
de un Estado fuerte, activo, que se ocupe de proteger el mercado;
segundo, la necesidad de dar prioridad a las libertades económi-
cas, por encima de las libertades políticas, y tercero, contrarrestar
la tendencia hacia la expansión de lo público: planificación, bienes

23
Adelantemos: por ese motivo pudo Hayek, en una famosa entrevista para El
Mercurio de Chile, hacer el elogio de la dictadura de Pinochet, diciendo que
podía ser más liberal que una democracia. Por supuesto, eso significa que para
el liberalismo, el de Hayek, no tienen importancia la libertad de expresión, la
libertad de asociación, el derecho de voto (“Evidentemente, las dictaduras entra-
ñan riesgos. Pero una dictadura se puede autolimitar y si se autolimita puede ser
más liberal en sus políticas que una asamblea democrática que no tenga límites.
[La dictadura] puede ser la única esperanza [...], puede ser la mejor solución
a pesar de todo”, Friedrich Hayek, entrevistado por El Mercurio, Santiago de
Chile, 9 de abril de 1981.)

29
Fernando Escalante

públicos, servicios públicos, empresas públicas. Deciden también


dar un nombre al programa y optan por neoliberalismo.
En ese contexto evoca Castillejo el argumento de Ortega
sobre liberalismo y democracia.24 Y allí, por supuesto, tiene una
sonoridad muy diferente.
La política aparece en todas las conversaciones, lo que es lógi-
co, la reunión es a fines de agosto de 1938 y todos saben que se
avecina la guerra. Pero no sólo les preocupan los totalitarismos,
aunque haya constantes referencias a Italia, Alemania, la Unión
Soviética. Piensan también en los riesgos que entraña el siste-
ma democrático –y no el menor, por supuesto, prestarse para
encumbrar a alguien como Hitler.
En general, hablan todos en un tono claramente despectivo
de la Soberanía Popular, de las masas. Repiten los motivos aris-
tocráticos: la ignorancia de las masas, el resentimiento, la faci-
lidad con que se dejan llevar por cualquier demagogo. Se diría
que son los tropos de la retórica contraria al sufragio universal
de la primera mitad del siglo diecinueve, pero con una nueva
intensidad. Según Louis Rougier, “las masas siempre están dis-
puestas a abandonar su libertad”; según Mises, “tienen cierta
inclinación hacia la crueldad, la venganza y hasta el sadismo”;
según Louis Marlio, el problema son claramente los pobres,
porque aceptan lo que sea si se les promete el bienestar: “las
masas desnutridas se entregan completamente al dictador”.
Están en el ambiente, es bastante obvio, las ideas de Orte-
ga y Gasset, de La rebelión de las masas. Castillejo se refiere

Concluye que “cuando la democracia se vuelve absoluta y la ley es sólo la volun-


24

tad arbitraria de una mayoría, el liberalismo es también antidemocrático...”


Compte rendu..., op. cit., p. 21.

30
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

explícitamente a la “minoría rectora” y la responsabilidad que


le toca de guiar, educar, orientar a las masas. En los términos
en que se lo plantean, el problema fundamental, casi único,
es que las masas no entienden el funcionamiento de la eco-
nomía, esperan lo que no puede ser y por eso se dejan lle-
var por los demagogos. Las masas están inconformes con su
suerte, no se resignan a tener bajos salarios, protestan cuan-
do hay desempleo, se quejan de que los ricos tengan dinero
y querrían que alguien, el Estado, se encargase de repartir
la riqueza.
El miedo a la democracia se manifiesta de varios modos, pero
el reparo de fondo es siempre el mismo. Los alemanes, Röpke
y Rüstow, influidos en eso por el pensamiento de Carl Schmitt,
piensan que la democracia parlamentaria permite que el gobier-
no sea capturado fácilmente por intereses particulares. Para
Louis Marjolin el problema, difícil de remediar, es la conciencia
política de la clase obrera: “En cuanto el proletariado adquirió
suficiente poder para ejercer presión sobre el Estado de mane-
ra determinante, el liberalismo estaba condenado”.25 Castillejo
pone como ejemplo el caso español en un párrafo notable:
Pero bajo la influencia de las ideas democráticas se dijo que la
mayoría era soberana, y que la ley y el orden legal no son más
que la expresión de la voluntad del pueblo, que en todo momen-
to es libre de decidir sin restricciones. Eso desmanteló el sistema
legal en que se fundaba la democracia. En España se dijo: “ya que
somos soberanos, cambiemos las leyes para redistribuir la riqueza”
–“entre las masas”, bajo gobiernos socialistas, “entre los privile-
giados”, bajo gobiernos reaccionarios. Los más temibles demago-

25
Ibidem, p. 67.

31
Fernando Escalante

gos no eran los de baja posición económica, sino los que habían
llevado una vida más confortable e incluso tenían cierta cultura.
Estudiaron la situación y dijeron: “Nosotros somos el soberano”.26
Es una extraña caricatura del proceso político español de los
años de la Segunda República, pero ésa es harina de otro costal.
Para lo que nos interesa, está claro que el problema es la inten-
ción de redistribuir la riqueza y que en la raíz está la idea de
que el orden legal “es expresión de la voluntad del pueblo”. La
siguiente intervención es de Louis Rougier, que hace una defen-
sa de la democracia liberal, “fundada en la limitación del poder
del Estado, el respeto a los derechos del hombre y del ciudadano,
la subordinación de los poderes legislativo y ejecutivo a una ins-
tancia jurídica superior”.27 La alternativa es la democracia socia-
lizante, que afirma “la soberanía de la masa” y que fatalmente
desemboca en la demagogia.
En resumen para ambos, y para el resto de los participantes
igualmente, la idea de la soberanía popular es peligrosa, hace
falta ponerle límites. Sobre todo para proteger la propiedad, el
mercado, el mecanismo de los precios. La dificultad está en dar
un fundamento al derecho, a la limitación del poder, a esa “ins-
tancia jurídica superior” que no sea la voluntad de la mayoría.
El programa del neoliberalismo, tal como se bosqueja en
el Coloquio Lippmann, tiene una veta clara explícitamente
antidemocrática. Para proteger el mercado, que es la piedra
de toque del liberalismo, es necesario poner las libertades
económicas más allá de la política, fuera del alcance de
las mayorías.

Ibidem, p. 68.
26

Ibidem, p.68-69.
27

32
La ofensiva neoliberal

E l proyecto de formar un Centro de Estudios para la Re-


construcción del Liberalismo, que fue el resultado más
concreto del Coloquio Lippmann, y el propósito inicial de
Rougier, quedó en eso, en proyecto, porque al año siguiente
comenzó la guerra. Y para cuando terminó, seis años des-
pués, la magnitud de la destrucción, las decenas de millones
de muertos, las necesidades de la reconstrucción, los millones
de soldados que regresaban a casa, dieron lugar a un panora-
ma enteramente distinto.
No es difícil de entender, pero no sobra anotarlo. En pri-
mer lugar estaban los soldados desmovilizados: millones de
soldados de todos los países que volvían a su tierra, que vol-
vían a la vida civil y a los que no se podía abandonar a su
suerte. Necesitaban empleos, necesitaban la protección de
un sistema de seguridad social, necesitaban educación. Pero
además estaba la urgencia de reconstruir Europa, y Japón, y
los demás escenarios de la guerra, cuya infraestructura había
sido sistemáticamente arrasada. Las dos cosas requerían una
masiva inversión de recursos públicos y una orientación

33
Fernando Escalante

política de la economía. El resultado: economía mixta, Esta-


do de Bienestar, fue producto no de una doctrina sino de
la necesidad.
El radicalismo liberal de Sir William Beveridge define
bien el espíritu del tiempo. El programa se puede resumir
con facilidad. Para llevar una vida feliz y útil todo ciudadano
necesita tres cosas: “liberación de la miseria y del temor a
la miseria; liberación de la ociosidad y del temor a la ocio-
sidad impuesta por el desempleo; y liberación de la guerra
y del temor a la guerra”.28 Naturalmente, eso significa que
hace falta una intervención masiva del Estado. Pero lo más
interesante, lo que interesa para nuestra historia, es que el
razonamiento de Beveridge pone de cabeza literalmente las
tesis de los neo-liberales del Coloquio Lippmann: “No todas
las libertades, dice, tienen la misma importancia... La esen-
cia del liberalismo consiste en distinguir entre las libertades
esenciales, que hay que preservar a toda costa, y las libertades
menores, que deben preservarse sólo en tanto concuerden
con la justicia social y el progreso social”.29
Significativamente, las que considera esenciales son las
libertades personales (culto, palabra, imprenta, estudio, pro-
fesión) y las libertades políticas (reunión y asociación). Y no
las libertades económicas. El corolario es previsible:
Sin perjuicio de estas libertades esenciales, el poder del Esta-
do debe emplearse tanto como haga falta para proteger a los
ciudadanos contra los males sociales de la miseria, la enfer-

Sir William Beveridge, Why I am a Liberal, en Bramsted & Meluish, op. cit.,
28

vol. VI, p.36 (el texto de Beveridge es de 1945).


Ibidem, p.40.
29

34
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

medad, la ignorancia, la inmundicia y la ociosidad, del mis-


mo modo que se emplea para protegerlos contra el robo y la
violencia en el interior y contra los ataques del extranjero.30
El resultado fue un periodo de treinta años de expan-
sión económica, muy notablemente de Europa y de Estados
Unidos, pero también del resto del mundo, con una fuerte
participación estatal.
Había otras cosas aparte de las consecuencias materiales de
la guerra. El definitivo, o casi definitivo descrédito del racis-
mo, aparte de la debilidad de las metrópolis europeas, condu-
jo a la descolonización general de Asia y África en menos de
dos décadas. Y a los nuevos estados les urgía poner en prác-
tica un programa de modernización, desarrollar la infraes-
tructura, la industria nacional, la educación. De nuevo, eso
significaba una intervención directa del Estado para organi-
zar la producción, la inversión, el ingreso. Y estaba también,
por supuesto, la existencia de la Unión Soviética como un
modelo alternativo particularmente atractivo para los países
empeñados en una industrialización acelerada y como un
polo de influencia política, militar y económica que no se
podía pasar por alto. Finalmente, estaba la memoria de la
Gran Depresión de 1929 y sus consecuencias.
En resumen, en las tres décadas de la larga posguerra no
había margen para el neoliberalismo. Sencillamente no se
podía proponer que el mercado se hiciese cargo de todo. Pero
además la economía mixta funcionaba: había crecimiento,
empleo, aumento de la productividad, una más equitativa

30
Ibidem, p. 40.

35
Fernando Escalante

distribución del ingreso y había estabilidad política. Y un


optimismo inquebrantable.
La situación cambió dramáticamente en los años setenta.
El grupo del Coloquio Lippmann, algunos de ellos, con
algunas adiciones, había formado la Sociedad Mont Pélerin
en 1947. El propósito era parecido, restaurar el liberalismo,
pero había ya un peso decisivo de socios estadounidenses y
financiamiento de empresarios estadounidenses.31 Al llegar
la crisis de mediados de los años setenta habían elaborado
un programa económico completo que ofrecía una alterna-
tiva radical.
No hace falta entrar en detalles, porque no se trata de eso
nuestra historia. El fin del orden de la posguerra se anuncia
con la crisis del petróleo de 1973, el fin del Patrón-dólar en el
sistema monetario internacional y la coincidencia impensada
del estancamiento con la inflación. Consecuencias de todo
eso, secuelas de los movimientos de los sesenta, en los países
centrales se multiplican las protestas, las huelgas, sobre todo
las huelgas de servicios públicos y finalmente detona el terro-
rismo: olp, ira, Brigadas Rojas, raf, eta.
No es extraño que hubiera la sensación, bastante general,
de que estaba mal todo: los partidos, los sindicatos, la política
económica, los servicios públicos. Los neoliberales: Hayek,
Friedman, Becker, decían eso mismo. Tenían propuestas muy
concretas para controlar la inflación, para reducir el desem-

La historia se ha contado ya bastantes veces. Acaso el panorama más completo


31

sea el que ofrece el volumen de Philip Mirowski y Dieter Plehwe (eds.), The
Road from Mont Pelerin. The Making of the Neoliberal Thought Collective, Cam-
bridge, Harvard University Press, 2009.

36
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

pleo, derivadas de una crítica general, sistemática, muy con-


sistente, de la política económica de los 30 años anteriores.
Y ofrecían soluciones nuevas, o que parecían nuevas, y que
sintonizaban bien con el ánimo dominante.
En general, se trataba de un gran programa de privati-
zación en el que resonaban algunos motivos de la rebelión
cultural de los años sesenta: el individualismo, el antiautori-
tarismo, la crítica de la burocracia, de los reglamentos, de la
política. Pero todo eso es conocido. Me interesa sobre todo
destacar uno de los elementos de la discusión de los setenta:
el informe de la Comisión Trilateral sobre la gobernabilidad
de las democracias.
En síntesis, lo que decían Crozier, Huntington y Watanuki
era que “los sistemas democráticos son viables”, a condición
de que el público “se haga cargo de la sutil interrelación entre
libertad y responsabilidad”.32 Apuntaban, como disfunciones
de la democracia la deslegitimación de la autoridad, la frag-
mentación de los partidos, las inclinaciones nacionalistas y,
sobre todo, fue la expresión que hizo famoso el informe, la
“sobrecarga” de los gobiernos. Según su explicación, se exigía
cada vez más de los gobiernos, se esperaba cada vez más de
ellos, por varias razones: por el aumento de la participación
política, por la formación de nuevos grupos, por la diver-
sificación de las tácticas y los medios de presión, y por la
convicción general de que el gobierno debía hacerse cargo de
satisfacer las más diversas necesidades sociales.

32
Michael J. Crozier, Samuel P. Huntington y Joji Watanuki, The Crisis of Demo-
cracy. Report on the Governabilty of Democracies to the Trilateral Commission,
Nueva York, New York University Press, 1975, p. i.

37
Fernando Escalante

El resultado ha sido una “sobrecarga” del gobierno y una


expansión del papel del gobierno en la economía y en la
sociedad. [...] Esa expansión de la actividad del gobierno hay
que atribuirla no tanto a la fortaleza del gobierno, sino a su
debilidad, y a la incapacidad o la falta de voluntad de los líde-
res para rechazar las exigencias que formulan grupos numero-
sos y funcionalmente importantes... La idea democrática de
que el gobierno debe ser sensible, atender al pueblo, genera
la expectativa de que el gobierno se haga cargo de satisfacer
las necesidades y corregir los males que afectan a grupos con-
cretos en la sociedad.33
El problema es estructural porque los políticos están obli-
gados a afrontar elecciones periódicamente –no podrían hacer
otra cosa: “Dadas las exigencias de grupos empresariales, los
sindicatos y los beneficiarios de la generosidad del gobierno,
es difícil, si no imposible, para los gobiernos democráticos
reducir el gasto, aumentar los impuestos, o controlar precios
y salarios”.34 Imagino que no hace falta abundar más en ello:
en un lenguaje más técnico, o pretendidamente técnico, es el
retorno de los argumentos del Coloquio Lippmann sobre la
democracia. El problema, otra vez, es que la gente no entien-
de de límites, pide lo que no puede ser, provoca la sobrecarga
del gobierno y, por ese camino, también la ruina del sistema.
Acaso conviene una aclaración. La crisis de los años seten-
ta era absolutamente real y uno de sus componentes era el
déficit público prácticamente crónico del Estado de Bienes-
tar. Parece muy verosímil, casi de sentido común, la tesis de

Ibidem, p. 164.
33

Ibidem, p. 164.
34

38
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

la “sobrecarga”: la gente siempre pide más, los grupos organi-


zados piden más y las necesidades de la competencia demo-
crática hace que los políticos se vean tentados de ofrecer cada
vez más, hasta la bancarrota. Insisto, parece muy verosímil,
pero no es la única explicación posible. En su momento hubo
otras, algunas muy diferentes. Pienso por ejemplo en la tesis
de James O’Connor sobre la crisis fiscal del Estado. Escribía
en 1973. En términos muy simples, O’Connor argumentaba
que había una brecha estructural entre el ingreso y el gas-
to del Estado, porque la economía capitalista depende de la
socialización de los costos y la privatización de las ganancias
del proceso de producción. El Estado tiene que contribuir al
proceso de acumulación mediante inversiones que permitan
el aumento de la productividad y, al mismo tiempo, tiene
que contribuir a la legitimación del conjunto mediante el
gasto social. Las dos funciones, acumulación y legitimación,
están permanentemente, necesariamente, en tensión.35 No
hace falta extenderse más, aunque el texto de O’Connor
merecería ser leído de nuevo. Me interesa sólo subrayar la
diferencia. El neoliberalismo y, en la misma veta el Informe
de la Trilateral, ven el déficit y piensan que el problema es la
democracia, piensan que el problema es que la gente exija de
manera irresponsable –y concluyen que es necesario limitar
de alguna manera la democracia. De otro lado, O’Connor
tiene a la vista el mismo fenómeno pero piensa que el pro-
blema está en la economía, en las reglas que gobiernan el
sistema productivo.

35
James O’Connor, The Fiscal Crisis of the State, New Brunswick, Transaction
Publishers, 2009 [1973], p. 5 y ss.

39
Fernando Escalante

El neoliberalismo no tiene un programa cerrado, no es


una doctrina única, definida de una vez por todas, sino una
tradición intelectual en la que, a partir de un pequeño con-
junto de premisas compartidas, caben numerosas variacio-
nes. La traza básica está ya en el Coloquio Lippmann donde
hay también desacuerdos sobre muchas cosas y discusiones
a veces bastante ásperas.36 En lo que están todos de acuerdo
es en dar prioridad a las libertades económicas, emplear los
recursos del Estado para proteger el mercado, e impulsar un
programa general de privatización. La idea básica, verdadera
piedra de toque de todo el modelo, es la superioridad del
mercado como mecanismo de organización económica. De
ahí resulta todo lo demás.
En el fondo, más o menos inarticulada, late siempre la
fantasía de que el mercado sea un orden natural. Y por eso se
argumenta que cualquier interferencia con el libre movimien-
to del mecanismo de los precios producirá necesariamente
un resultado peor puesto que introducirá una distorsión
artificial. Nada más discutible. Para empezar, porque el meca-
nismo de los precios está siempre interferido, digámoslo así,
por toda clase de elaboraciones legales. Pero esa es harina de
otro costal.
Ese énfasis en el mercado, convertido en rasgo defini-
torio del orden liberal, explica la afinidad que hay entre el
neoliberalismo como movimiento intelectual y la tradición
de la economía neoclásica. Desde luego, no son la misma

Los desacuerdos más notorios se producen entre los austriacos (Ludwig von
36

Mises, Friedrich Hayek) y los alemanes (Wilhelm Röpke, Alexander Rüstow),


partidarios estos del “ordoliberalismo”.

40
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

cosa. Hay neoliberales, tan notables como Ronald Coase,


presidente de la Mont Pélerin Society, que son sumamente
críticos de los métodos formales de la economía neoclási-
ca,37 lo mismo que hay economistas neoclásicos, como Paul
Krugman, que no tienen nada que ver con el neoliberalismo.
Dicho eso, es claro que algunos de los supuestos fundamen-
tales de la economía neoclásica son indudablemente útiles
como apoyo para las tesis neoliberales –y creo que tiene su
importancia señalarlo.
En primer lugar está la idea de que los mercados están en
equilibrio –y que siempre vuelven al equilibrio. En la prácti-
ca, no tiene mucho sentido, quiero decir que el equilibrio es
tan sólo una posibilidad matemática, que sirve para diseñar
modelos. Pero si se asume como si fuese un hecho, un hecho
natural además, y se entiende el equilibrio en el sentido que
tiene la palabra en su uso ordinario, entonces resulta ser un
argumento poderoso contra cualquier forma de intervención
pública (que por definición ocasiona desequilibrios). Algo
parecido sucede con la idea de una distribución óptima, un
resultado óptimo; la expresión tiene un sentido técnico muy
concreto: otra vez, es una posibilidad matemática, ni justa
ni deseable, no es el mejor resultado posible, es decir, no es
óptimo en el sentido ordinario de la palabra. Pero eso tiende
a pasarse por alto.

37
Las críticas de Ronald Coase son conocidas, están en numerosos textos suyos.
Entre los más famosos: Ronald Coase, “The Lighthouse in Econimics”, en Jour-
nal of Law and Economics, Vol. 17, n.2, oct. 1974, y desde luego “Economics
and Contiguous Disciplines”, en The Journal of Legal Studies, Vol.7, n.2, jun.
1978.

41
Fernando Escalante

En general la tradición neoclásica se presta con facilidad


para un uso ideológico porque trabaja con modelos contrafác-
ticos: situaciones estilizadas en las que individuos abstractos
–egoístas, racionales, aislados– actúan con el solo propósito
de “maximizar” algo. En modelos así las conclusiones están
siempre implícitas en las premisas y si se cambia cualquiera
de ellas cambia el resultado.38 Nada en el mundo real permite
refutar lo que dice un modelo –porque el modelo no perte-
nece al mundo real, nunca se cumplen todos los supuestos.39
Pero vuelvo al argumento. El éxito del neoliberalismo en
los años setenta estriba en que podía ofrecer una solución
muy sencilla, drástica, definitiva, para salir del marasmo
económico. Pero el mercado no es sólo el mecanismo más
eficiente, es también moralmente superior. Y ello por dos
razones. La primera es que el mercado es el único orden com-
patible con la libertad humana. La segunda, que contribuye
a forjar virtudes: las severas, exigentes virtudes del pasado.
En aquellos años, apenas pasada la efervescencia cultural
de los sesenta, la invocación de las virtudes del pasado tenía
una resonancia muy particular. Margaret Thatcher lo dijo
alguna vez con perfecta claridad: “la economía es el méto-
do, el objetivo es cambiar el corazón y el alma de la gente”.
El mercado, esa era la idea, recompensa a los hombres pru-

Abundan las críticas, más o menos incisivas. Sobre lo que significa un análisis
38

social que prescinda del contexto, Ian Shapiro, The Flight from Reality in the
Human Sciences, Princeton, Princeton University Press, 2007.
Adicionalmente, si la economía se reduce al análisis de la elección, mediante un
39

cálculo de costos y beneficios, es posible aplicar los modelos a cualquier campo


de la actividad humana si se asume que siempre se trata de maximizar algo, lo
que sea.

42
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

dentes, trabajadores, austeros, responsables y contribuye a


afirmar la autoestima.40 En resumidas cuentas, la receta neo-
liberal proponía reemplazar la “cultura de la dependencia”
del Estado de Bienestar por una “cultura empresarial” de la
iniciativa individual, la independencia y la responsabilidad.
Todo eso justifica la importancia que se confiere al mer-
cado, a las libertades económicas. Pero hace problemática la
relación del programa neoliberal con el Estado, la política, y
sobre todo con la democracia. Dice Wendy Brown: “Con-
forme el neoliberalismo lanza una guerra contra los bienes
públicos y contra la idea misma de un público, incluida la
ciudadanía más allá de la pertenencia, reduce de modo dra-
mático la vida pública sin matar la política”.41
Por un lado, el neoliberalismo es abierta, beligerantemente
enemigo del Estado, pero por otro lado lo necesita, necesita
un Estado fuerte, activo, con un programa firme de defensa
del mercado. De modo parecido el neoliberalismo es indivi-
dualista, antiautoritario, rechaza cualquier forma de coerción
pero necesita que haya un límite a lo que los individuos pue-
den decidir en un sistema democrático.

40
David Marquand, Decline of the Public. The Hollowing out of Citizenship,
Oxford, Polity, 2004, p.90, pp.104-105.
41
Wendy Brown, El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo,
México, Malpaso, 2015, p. 48.

43
Fernando Escalante

44
El problema del Estado

L a definición frente al Estado es un asunto vidrioso para


cualquiera de las tradiciones liberales. No tiene ningún
misterio. El propósito fundamental del liberalismo es la li-
mitación del poder y muy especialmente la limitación del
poder del Estado. Pero el recurso básico, indispensable, para
garantizar la libertad es el Estado. En el caso del neolibe-
ralismo la ambigüedad es más acusada porque su programa
añade intensidad a los dos polos: necesita más Estado, un
Estado más activo, capaz de contener los intentos de la socie-
dad de sujetar, controlar o regular el mercado –es decir, que
no preste su autoridad para interferir con el mecanismo de
los precios. La solución, en general, consiste en defender al
Estado como “Estado de Derecho”.
No es nuevo ni tiene nada de raro que se asocie la defensa
del libre mercado al derecho, incluso a la exigencia de “mano
dura”. Porque se supone, desde siempre, que el mercado
funciona bien sólo si todos los que concurren en él aceptan

45
Fernando Escalante

y cumplen las mismas reglas. Y siempre hay la posibilidad de


que alguien haga trampa.42
El neoliberalismo resuelve la antinomia del Estado y la liber-
tad descomponiendo al Estado en dos elementos nítidamente
distintos: el derecho y lo que seguramente habría que llamar la
política. La idea original es muy simple, parece en realidad de
sentido común. El derecho son reglas, la política son decisio-
nes. El derecho es un conjunto de normas generales, de apli-
cación impersonal, que tienen la misma vigencia para todos y
no dependen del capricho de nadie: son conocidas, abstractas,
estables; la política, en cambio, consiste en organizar y ejercer
el poder, consiste en imponer la voluntad de alguien: un indi-
viduo, un grupo, un partido, y por lo tanto es cambiante. El
derecho pone límites, en la política se dan órdenes.
Insisto, la diferencia parece obvia: fácil de reconocer,
indudable y de consecuencias clarísimas. Es un poco más
complicado que eso.
En el fondo hay un eco de la distinción clásica que está
en Platón y Aristóteles entre el gobierno de las leyes y el
gobierno de los hombres.43 Entre las varias elaboraciones

Para un estudio histórico de la vinculación entre el libre mercado y la política


42

de mano dura es magnífico el libro de Bernard E. Harcourt, The Illusion of


Free Markets. Punishment and the Myth of Natural Order, Cambridge, Harvard
University Press, 2011.
La distinción está en el diálogo De las leyes de Platón y explicada extensamente
43

en la Política de Aristóteles: “El punto de partida de esta investigación es si con-


viene más ser gobernado por el mejor hombre o por las mejores leyes...” (Aristó-
teles, La política, Madrid, Gredos, 1988, pp. 201 y ss [1286 a]). La respuesta de
Aristóteles es bastante matizada pero encuentra que la mayor virtud de las leyes
es que no las anima la pasión –como sí a los seres humanos.

46
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

recientes de la idea vale la pena reparar en la de Michael


Oakeshott que propone distinguir entre nomocracia y telo-
cracia. Oakeshott es declaradamente conservador pero su
pensamiento tiene afinidades interesantes con la tradición
neoliberal –sobre todo en su idea del derecho. Según su
explicación, la telocracia obedece a la idea de que correspon-
de al gobierno organizar a sus súbditos, orientar su energía,
su trabajo y aprovechar los recursos de su territorio, para
conseguir un propósito deliberado (telos), no importa si la
igualdad, el bienestar de la mayoría, el desarrollo o cualquie-
ra otro. En contraste, la nomocracia (el gobierno mediante la
ley) supone que la tarea del gobierno es proteger un sistema
de derechos, dentro del cual cada ciudadano puede escoger
libremente lo que quiere hacer de su vida.44
En resumen, lo que hace Oakeshott es equiparar derecho
y libertad y decir, por las mismas razones, que cualquier pro-
pósito sustantivo que se proponga un gobierno significará
violentar la voluntad de sus ciudadanos de alguna manera,
es decir, significará obligarles a hacer algo que de otro modo
no hubiesen hecho.45 El argumento es del todo similar al
que se emplea en la tradición neoliberal para establecer la
prioridad del “Estado de Derecho” –y de una manera par-
ticular para entenderlo.

44
La distinción aparece muchas veces en los textos de Oakeshott. Acaso la
explicación más clara, detenida, está en sus conferencias sobre las formas de
la autoridad: Michael Oakeshott, “The Authority of Governments and the
Obligations of Subjects”, en O’Sullivan, Luke (ed.), Selected Writings Collection,
Reino Unido, Andrews UK Limited, 2014, edición digital, pp. 5059 y ss.
45
Para un análisis general de la tesis de Oakeshott, ver Plant, Raymond, The Neo-
liberal State, Oxford, Oxford University Press, 2012, pp. 1-16.

47
Fernando Escalante

La distinción es uno de los ejes del pensamiento de


Friedrich Hayek. Vuelve a ella constantemente, la elabora
de varios modos. En Los fundamentos de la libertad (1960) se
trata de la oposición entre el mandato y la ley:
El tipo ideal de mandato determina únicamente la acción
que ha de desarrollarse y no deja a aquellos a quienes se diri-
ge la menor posibilidad de usar su propio conocimiento o
de seguir sus personales preferencias. La acción realizada de
acuerdo con tal mandato sirve exclusivamente a los propó-
sitos de quien lo formuló. El tipo ideal de ley, en cambio,
proporciona simplemente una información adicional a tener
en cuenta en el momento de adoptar una decisión.46
Eso significa que la libertad sólo es posible si la autori-
dad gobierna “bajo la ley”. Pero esto es fundamental: “el
ideal del estado de derecho presupone una concepción muy
definida de lo que se entiende por ley y que no todos los
actos que emanan de la autoridad legislativa son leyes en
tal sentido”.47 Según Hayek, las leyes deben ser generales,
abstractas, conocidas, ciertas y universales porque deben
ofrecer a los individuos un marco seguro, estable y trans-
parente para que definan sus estrategias y tomen sus deci-
siones. Todo lo cual significa que la legislación del Estado
de Bienestar, que es particularista, discrecional, sustantiva y
se emplea para redistribuir recursos entre grupos de pobla-
ción, es más bien un sistema de mandatos y no de leyes.

Friedrich Hayek, Los fundamentos de la libertad, Valencia, Fundación Ignacio


46

Villalonga, 1961, Tomo I, p. 274.


Ibidem, p.360.
47

48
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

En Derecho, legislación y libertad quince años más tarde, el


tema es el mismo, el argumento prácticamente igual: en algún
momento vagamente situado en el siglo diecinueve el control
democrático del gobierno terminó por desvirtuar el derecho.
Se consideró a partir de tal momento “ley” cuantas disposi-
ciones el órgano legislativo considere oportuno emitir. [...] El
noble término “ley” perdió así por completo su prístino sig-
nificado, pasando a abarcar también una serie de decisiones
legales que los fundadores del constitucionalismo no hubie-
ran dudado en calificar de arbitrarias.48
Está claro que para garantizar el imperio de la ley no basta
con que haya un poder legislativo y un procedimiento con-
creto bien definido. Por debajo de la fachada, la actividad
del Estado se desdobla en derecho y política, en leyes y man-
datos, en libertad y coerción.
Aunque muy rara vez se diga en esos términos, en el fon-
do del argumento neoliberal late la idea de un derecho natu-
ral o algo parecido, es decir, un conjunto de normas que no
son producto de la voluntad contingente de un grupo de
legisladores, sino que han sido dictadas por la Razón. Y cuya
autoridad está por eso por encima del Estado. Según Hayek,
la decadencia del derecho y de la idea del derecho en Occi-
dente comenzó cuando se pasó de una ley hecha por jueces
y juristas a una ley dictada por el legislador. Los jueces y los

48
Friedrich Hayek, Derecho, legislación y libertad, Madrid, Unión Editorial, 1982,
Vol. III, p. 179. Unas páginas más adelante explica que el error del que deriva
la confusión “está íntimamente relacionado con la idea según la cual la mayoría
debe estar autorizada a hacer cuanto le plazca” (p. 229). Obviamente, frente a
eso, Hayek defiende “los verdaderos supuestos básicos de la democracia”.

49
Fernando Escalante

juristas descubren la ley (nomos), los legisladores la propo-


nen, la inventan (thesis).49
La idea, que tiene una variante contractualista en James
Buchanan, por ejemplo, resulta de emplear como funda-
mento de la filosofía del derecho el modelo básico de la eco-
nomía neoclásica. Para explicar el origen del derecho, un
derecho aceptable para todos, Buchanan imagina un mer-
cado: “Consideremos un mundo sencillo de dos personas...
una economía sin derechos...” en que A y B quieren consu-
mir un bien X; como individuos racionales llegarán necesa-
riamente a un acuerdo para estar ambos en mejor situación:
“esa es una base genuina para el surgimiento de los derechos
de propiedad”.50 A partir de ahí, resulta lógico pensar que el
derecho, o lo que puede ser considerado propiamente como
derecho, puede inferirse del comportamiento de hipotéticos
individuos racionales. La idea no ha tenido mucho éxito.
Recordemos que el problema siempre consiste en resolver
la antinomia del Estado y la libertad. El problema consiste
en establecer y justificar la limitación del poer del Estado –y
justificar también su intervención cuando haga falta. La cla-
ve está en el derecho, en el “verdadero derecho”: abstracto,
general, conocido y distinguirlo de la voluntad mayoritaria y
de los mandatos concretos, sustantivos, arbitrarios.
En la senda de Hayek, Laurent Cohen-Tanugui propo-
ne distinguir entre el derecho producido por el Estado y el

49
Ibidem, Vol. I, capítulo III, passim.
50
James Buchanan, Los límites de la libertad. Entre la anarquía y el Leviatán,
Buenos Aires, Katz Editores, 2009, passim.

50
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

derecho producido por la sociedad.51 Enteramente distintos,


tanto como un sistema monopólico y uno de libre compe-
tencia. El ejemplo que tiene en mente, como modelo, es el
de Estados Unidos, donde la sociedad se regula a sí misma,
una sociedad multi-polar, en que el poder está fragmentado
y el vínculo básico es el contrato. En el extremo opuesto está
Francia, donde el Estado se erige en legislador en todas las
materias y sustituye a la sociedad.
Por supuesto, es una elaboración fantasiosa. Pero su uti-
lidad ideológica es bastante clara. Según Cohen-Tanugui,
en Francia impera un sistema de regulación estatista global,
dentro del cual todo lo que no está expresamente permitido,
está prohibido. Y en Estados Unidos sucede exactamente lo
contrario: la regla básica es la filosofía de la “laguna legal”
(loophole), según la cual todo lo que no está prohibido está
permitido: “El legislador americano en general tiene con-
fianza en que los actores decidan lo que conviene a su interés
y en la ‘mano invisible’ para hacer que esas conductas coin-
cidan con el interés común”.52
La ilusión de ese “derecho sin Estado”, homólo-
go del mercado, permite reducir al mínimo la interven-
ción estatal, pero exigirla precisamente para proteger la
economía de mercado. El derecho está en los contratos,
la función natural del Estado consiste en proteger las relacio-
nes contractuales.

51
Laurent Cohen-Tanugui, Le droit sans l’État, Paris, Presses Universitaires de
France, 1985, passim.
52
Ibidem, p. 47.

51
Fernando Escalante

Se pueden encontrar fórmulas más extremas. Richard Pos-


ner, por ejemplo, piensa que el derecho debe estar directamente
al servicio del mercado: “La ley trata de hacer que el mercado
funcione y, cuando eso no es posible, trata de imitar al merca-
do”.53 Pero no hace falta insistir más, ni buscar otros ejemplos.
La idea básica es que hay una especie de derecho natural, o algo
parecido al derecho natural, que está más allá de la autoridad
del Estado y que se corresponde con el orden del mercado.
Aparte de esas reglas universales, puramente formales,
abstractas prácticamente todo lo que hace el Estado resulta
problemático. Sobre todo, por supuesto, toda intervención
que tenga un propósito sustantivo que directa o indirecta-
mente suponga una redistribución de la riqueza. La idea
básica, repetida constantemente, es que cualquier forma de
regulación del mercado genera rentas, es decir, ganancias
que no provienen del esfuerzo, del trabajo, del ingenio, del
desempeño económico, sino de la ley.54 Por lo tanto significa
una distorsión del mercado y es por definición ineficiente.
El problema, otra vez, es la democracia. Es innegable que
la regulación altera el funcionamiento del mercado, de eso se
trata, de modo que beneficia a algunos y perjudica a otros.
Por ejemplo, las legislaciones sanitaria, ambiental, sobre con-

Richard Posner, “Ronald Coase and Methodology”, en Posner, Overcoming Law,


53

Cambridge, Harvard University Press, 1995, p. 416. En otro lugar dice que el
derecho debería entenderse como un mercado, y que las sanciones son el precio
que se pone a la infracción.
El término de referencia para la teoría de las rentas es la llamada Escuela de
54

Virginia, de James Buchannan y Gordon Tullock. Para un análisis de sus


implicaciones véase Colin Crouch, The Strange non-death of Neo-liberalism,
Londres, Polity, 2011, pp. 62 y ss.

52
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

diciones de seguridad en el trabajo, favorecen a las empresas


que son capaces de asumir los costos que eso implica. Por
ejemplo, la legislación que prohíbe el trabajo infantil favo-
rece a los adultos al reducir la oferta de mano de obra. Por
ejemplo, la legislación que exige determinados estándares,
experimentos, pruebas, para la producción de medicamen-
tos, favorece a las empresas establecidas. Y así con todo. El
problema es que ninguna sociedad podría pasarse sin eso.55
Es frecuente que se diga que el problema son los intereses
creados, los grupos de presión, lo que se denomina la “cap-
tura del regulador”. Desde luego, es posible, incluso habitual
en algunos campos. Pero con más frecuencia la regulación
obedece no a la influencia de un grupo de interés, sino al
horizonte moral, a las preocupaciones ambientales, econó-
micas, laborales, de la sociedad, las que están en el espíritu
del tiempo –y que la democracia traslada al campo político.
Aun hay otro ámbito importante de fricción entre el
neoliberalismo y el Estado, el de los servicios públicos.
No es difícil de entender. La oferta de servicios públicos
es una de las inercias de la democracia. Si alguien se toma
en serio los derechos políticos es difícil que no venga a dar,
tarde o temprano, con la conclusión de que es necesario
garantizar mínimos de escolaridad, salud, ingreso. Ese fue
el recorrido de los liberales del siglo diecinueve del que
hablamos más arriba. Thomas Hill Green, por ejemplo,

55
Milton Friedmann mantuvo, contra viento y marea, su crítica de la regulación.
Su idea es que el mercado corrige mejor las deficiencias. Si una empresa produce
medicamentos inútiles o contraproducentes, tarde o temprano al gente se dará
cuenta, dejará de comprarlas y se conseguirá lo mismo que pretende conseguir
la regulación pero sin coaccionar a nadie.

53
Fernando Escalante

menciona: “es cosa del Estado asegurarse de que los jóve-


nes ciudadanos crecerán en la salud y con los conocimien-
tos necesarios para su libertad real”, un poco más tarde
Beveridge planteó, “el poder del Estado debe emplearse
tanto como haga falta para proteger a los ciudadanos con-
tra los males sociales de la miseria, la enfermedad, la igno-
rancia, la inmundicia y la ociosidad”.56
Eso significa que el Estado tiene que hacerse cargo de
ofrecer servicios públicos: en primer lugar educación y
salud, pero también con frecuencia servicios de transpor-
te: transporte urbano, ferrocarriles, a veces también servi-
cios de energía, de comunicaciones. Según como se definan
las necesidades, según lo que se entienda como condiciones
para el ejercicio de la libertad, los servicios públicos pueden
expandirse de manera casi ilimitada.
El primer inconveniente que encuentran los neoliberales
es que la oferta de servicios públicos obviamente interfiere
con el funcionamiento del mecanismo de los precios. No
admite competencia, desde luego no en condiciones de
igualdad. Y ofrece algo cuyo verdadero valor, es decir, su
valor de mercado, se desconoce –cosa que afecta a muchos
otros precios. Pero además, es por definición ineficiente. Y
atenta contra la libertad en otro sentido: la oferta de servicios
públicos implica una expropiación de recursos, mediante
impuestos, para emplearlos como los funcionarios juzgan
que deben emplearse, que tal vez no es lo que querrían los
particulares.

Vid supra.
56

54
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

Aquí seguramente conviene detenerse un momento. El ser-


vicio civil ha sido visto siempre como un obstáculo, uno de los
mayores obstáculos en realidad, para el buen éxito del programa
neoliberal. Y es enteramente lógico, puesto que el servicio civil,
incluyendo a maestros, médicos, funcionarios, se ha diseñado
siempre en contra de la lógica del mercado. En general, tienen
un empleo seguro, plazas definitivas, precisamente para ponerlos
al abrigo de caprichos políticos, de la arbitrariedad de un jefe o
de los movimientos de la economía; ni su empleo, ni su sueldo
ni su promoción dependen de ningún criterio de productividad;
la mayoría de ellos además forma parte de corporaciones con
fuerte sentido de identidad profesional. Es así porque se supone
que los servicios públicos son necesarios, que deben ofrecerse sin
falla, continuamente, con estándares de calidad que no pueden
depender de la tasa de ganancia. Y porque se supone que lo que
los anima es una ética del servicio público.
Pero todo eso corresponde al horizonte moral de los años
cincuenta, sesenta. Los neoliberales tienen una idea muy
distinta. Piensan que el mercado es siempre la solución más
eficiente. Y piensan que la ética de servicio es una fantasía,
que los funcionarios son individuos egoístas, racionales, que
buscan el máximo beneficio personal y nada más. De ahí
resulta todo lo demás.
Los funcionarios son por definición ineficientes, impro-
ductivos, porque están injustamente protegidos. No tienen
el incentivo de la competencia, ni tienen ningún aliciente
para hacer mejor las cosas. En el Informe Westwell, prepa-
rado para Margaret Thatcher, se explicaba con perfecta cla-
ridad: “necesitaremos un poderoso equipo de asesores con
mentalidad de mercado... para corregir el daño ocasionado

55
Fernando Escalante

por un establishment catequizado en el corporativismo, en


los últimos treinta años...”.57 Pero no es sólo eso. En el neoli-
beralismo, en su apología del consumidor del mercado, hay
una veta populista que puede ser muy eficaz. Y queda muy a
propósito cuando se trata de los funcionarios. Son burócra-
tas, que pretenden imponer sus ideas sobre educación, salud,
o lo que sea pasando por encima de la sabiduría iletrada,
espontánea, realista, del “hombre común”.58 La lucha por
la supresión de los servicios públicos adquiere así un aire de
reivindicación popular, antiautoritaria, contra la “tiranía de
los expertos”, que explica en mucho su popularidad.59
Vuelvo al argumento. La oposición del neoliberalismo a
los servicios públicos es cuestión de principios y por eso no
puede haber concesiones en eso. De hecho, no sería exagera-
do ver en el neoliberalismo un extenso programa de privati-
zación, en el sentido más general de la palabra. Veamos. En
las sociedades modernas hay dos modos básicos para decidir
la asignación de recursos escasos que corresponden a lo que
se puede llamar el dominio público y el dominio privado.
En el dominio privado hay dos criterios fundamentales: el
dinero y el parentesco, es decir, que los bienes se reparten a
quienes pagan por ellos y según lo que paguen, o a la familia.
En el dominio público precisamente no tienen influencia

Richard Cockett, Thinking the Unthinkable: Think-tanks and the Economic


57

Counter-revolution 1931-1983, Londres, Harper Collins, 1994, p. 314.


David Marquand, op. cit., p. 100 y ss.
58

No es difícil ver que en el discurso neoliberal sobre la burocracia, los funciona-


59

rios y los servicios públicos, hay con frecuencia ecos del anarquismo ingenuo
como el de Ivan Illich (en particular, “La sociedad desescolarizada” y “Némesis
médica”, en Iván Illich, Obras completas, México, FCE, 2006).

56
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

ninguna ni el dinero ni el parentesco.60 Los bienes o ser-


vicios públicos pertenecen a todos, no se pueden negar a
nadie. Y eso quiere decir que no son mercancías puesto que
todos tienen igual derecho a disfrutarlos.
No son mercancías, pero podrían serlo. No hay nada, lite-
ralmente nada, que no pueda ser convertido en mercancía,
es decir, producido según los criterios del mercado y ofreci-
do en venta por un precio. La tesis fundamental, inconmo-
vible, del neoliberalismo es que ése es siempre el modo más
eficiente para producir y distribuir cualquier cosa. De modo
que incluso si uno se preocupa por la educación, la salud, el
transporte, y pretende que lleguen a todos, la mejor solución
será siempre el mercado. Por eso la hostilidad del neolibera-
lismo hacia los bienes públicos y los servicios públicos, es
cuestión de principios –porque significa producir de mane-
ra ineficiente, según criterios políticos, para distribuir de
manera autoritaria, sin tomar en cuenta la voluntad de los
ciudadanos, presuntos beneficiarios.
No hace falta decir que la mirada neoliberal se impuso a
partir de los años setenta. El resultado ha sido una transfor-
mación de los servicios públicos y sobre todo una transfor-
mación en la manera de entenderlos. En el dominio público,
la asignación de recursos depende de un proceso político:
contar algo como un derecho es una decisión política; deci-
dir el modo de producirlo, distribuirlo, financiarlo, son
decisiones políticas y eso quiere decir, en última instancia,
sujetas a los procedimientos democráticos. El sentido común

60
Si en la asignación de bienes públicos intervienen el dinero o el parentesco, sin
ninguna duda llamamos a eso corrupción.

57
Fernando Escalante

dominante en las décadas del cambio de siglo juzga que eso


es ineficiente, irracional, arbitrario, y que la mejor manera
de ofrecer esos bienes o servicios es permitir que funcione el
mecanismo del mercado, que es neutral, objetivo, eficiente,
imparcial, y distribuye siempre del mejor modo posible.
El cambio de óptica es fundamental. Ya no se piensa en
ciudadanos que tienen derechos, sino en clientes que tie-
nen necesidades. La explicación del ministro de salud del
Reino Unido en el gobierno de Tony Blair, Alan Milburn,
es para ahorrar comentarios: “Nos guste o no, esta es la era
de los consumidores. La gente exige servicios a la medida de
sus necesidades individuales. Quiere elegir y espera calidad
–todos lo hacemos así, todos sabemos que es así”.61
Muchas empresas públicas se han privatizado: empresas
de telecomunicaciones, energía, transporte. Muchos servicios
públicos se han privatizado también. Pero hay otros que no
pueden privatizarse, o no del todo, porque no son rentables,
porque nadie querría ofrecerlos, porque no tienen realmente
un mercado o los precios de mercado los harían incosteables:
buena parte de los servicios de salud por ejemplo, la educación,
la educación superior. En esos casos, lo que se hace es simu-
lar mecanismos de mercado, identificar algo susceptible de ser
contado o medido y tratarlo como si fuese una mercancía, y
asignarle un precio –o algo parecido. El número de pacientes
atendidos, el número de artículos publicados, lo que sea.
Esa simulación de mercado requiere que se trate a las ins-
tituciones como si fuesen empresas. Y para eso hace falta

Cit. por Marquand, op. cit., p. 123.


61

58
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

contar con un saber administrativo que sea “transportable”,


es decir, puramente formal, abstracto, ajeno a cualquier
contenido concreto.62 Un saber administrativo guiado por
el imperativo de los beneficios: ahorrar, reducir gastos, hacer
más con menos, que significa aumentar la productividad. Y
un aparato administrativo encargado de evaluar eso, medir y
recompensar, o castigar (como lo haría el mercado).
Para eso se crean indicadores, para que un auditor exter-
no, que no sabe nada de la materia concreta de que se ocupa
la institución, pueda evaluarla, aunque en la mayoría de los
casos los indicadores no tienen nada que ver con la calidad
del trabajo que sea.63 El propósito sustantivo se pierde de
vista. En otras palabras, lo que se evalúa no es la produc-
ción de nada sino una representación de la producción.64
Y eso tiene muchas consecuencias. Para lo que nos intere-
sa ahora, lo fundamental es que se transmite una imagen
burocrática, despolitizada, de los servicios públicos, bajo la
advocación de la eficiencia, pero con el resultado concreto
de crear un nuevo nivel de intermediación burocrática, con
el consiguiente aumento de los costos administrativos, y un
incremento del control central.65

62
Béatrice Hibou, La bureaucratisation du monde à l’ére neoliberal, Paris, La décou-
verte, 2012, passim.
63
Para un indicador que cuente el número de artículos publicados, por ejemplo, es
mejor tener diez artículos malos que uno bueno. Para uno que cuente el número
de pacientes atendidos, atender deprisa a veinte pacientes es mejor que atender
con calma a dos. Y así el resto.
64
Mark Fisher, Capitalist Realism. Is there no alternative?, Nueva York, Joh Hunt
Publishing, 2009, p. 42.
65
David Marquand, op. cit., p. 112-114.

59
Fernando Escalante

En este terreno, el éxito es indudable. Ha habido una trans-


formación cultural en los últimos treinta o cuarenta años, cuya
consecuencia es que el Estado, y toda la familia léxica asociada
al Estado: gobierno, público, representación, así como tam-
bién política y partidos, tengan connotaciones negativas. Y es
cada vez más frecuente, llama menos la atención, que cuando
se trata de los servicios públicos se procure evitar el lenguaje
de los derechos y se hable en cambio de clientes, satisfacción,
calidad, y se piense al Estado como una empresa.

60
Apología de la desigualdad

L a desigualdad está en el origen de la crisis del liberalismo


clásico en el siglo diecinueve. La desigualdad concreta-
mente, no la pobreza. Y ello por dos razones fundamentales.
La primera es que en una sociedad con acusadas diferencias
económicas la igualdad de derechos resulta hueca –tanto más
cuanto mayor es la distancia entre ricos y pobres. Se ha repe-
tido en innumerables ocasiones: es una igualdad puramente
formal que la realidad material desmiente a cada paso. Y eso
descubre un flanco muy vulnerable de las doctrinas liberales.
Es lo que tratan de remediar Thomas Hill Green, Leo-
nard Hobhouse y, más delante, Beveridge. Es claro, claro
para ellos al menos, como para los críticos del liberalismo
desde la izquierda, que el ejercicio de los derechos requiere
de condiciones mínimas de nutrición, ingreso, salud, edu-
cación, seguridad. A falta de ellas, las libertades pueden ser
perfectamente quiméricas, no significan gran cosa cuando
hay una parte de la sociedad que sí disfruta de esa seguridad,
de salud, educación.

61
Fernando Escalante

La segunda razón es práctica. En la medida en que se gene-


ralizan los derechos políticos, hasta el sufragio universal, cada
vez se exige más que se corrija la desigualdad o al menos las
consecuencias más dramáticas de la desigualdad y para eso se
emplea la autoridad del Estado. En general se empieza por
la regulación del mercado laboral: jornada de ocho horas,
descanso semanal, salario mínimo, prohibición del trabajo
infantil, pero se sigue lógicamente con la exigencia de un
sistema de servicios públicos de salud, educación, seguridad
social, y de ahí en adelante.
Ése es el problema central para los participantes del Colo-
quio Lippmann. Sólo por poner un ejemplo, Ludwig von
Mises, exponía en 1921:
Se trata de un campo propicio para la propaganda demagó-
gica. Tomando posición contra los ricos, excitando el resen-
timiento de los menos afortunados, se tiene garantizado el
éxito. Únicamente la democracia prepara el terreno en [el]
que se desarrolla este espíritu, que se encuentra siempre y por
doquier en estado latente. Tal es el escollo contra el que se
han estrellado hasta ahora todos los Estados democráticos y
en el que la democracia actual se apresta a seguirlos.66
El diagnóstico no ofrece dudas. Si se considera que la des-
igualdad es injusta, si se piensa que es necesario corregirla
de alguna manera, entonces las libertades económicas tienen
que pasar a un segundo plano, quedan supeditadas, como
decía Beveridge, a la “justicia social”. Por lo tanto, mantener,
o mejor dicho, para dar de nuevo prioridad a las libertades

Ludwig von Mises, El socialismo. Análisis económico y sociológico, Madrid, Unión


66

Editorial, 2007, p. 87.

62
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

económicas es indispensable articular una buena defensa de


la desigualdad.
Veamos. El mercado produce una desigual distribución
del ingreso, por definición. La desigualdad sólo puede corre-
girse a posteriori, mediante alguna forma de redistribución.
Si se da prioridad a las libertades económicas, si se pone al
mercado, al mecanismo de los precios, fuera del alcance de
las instituciones representativas, hay que admitir que seguirá
habiendo desigualdad. Por lo tanto, es absolutamente indis-
pensable desacreditar cualquier intento de corregirla. Eso
hace el neoliberalismo, decir que semejantes intentos son
quiméricos, ineficientes, inútiles, perjudiciales o injustos, o
todo eso a la vez.
Los argumentos siguen dos líneas, o se justifica la des-
igualdad en términos técnicos porque es necesaria para que el
mercado sea eficiente y funcione correctamente o se justifica
en términos morales: porque es un resultado justo, dado que
el mercado recompensa el esfuerzo, el trabajo, la imagina-
ción. Las dos dependen, de manera crucial, de una idea del
mercado –la que se elabora en los modelos de la tradición de
la economía neoclásica.67
El argumento técnico tiene algunas variantes. En Los fun-
damentos de la libertad, Hayek dice que la desigualdad es
necesaria para el progreso, puesto que el consumo ostentoso
de las clases privilegiadas estimula la creatividad: “El rápido

67
He escrito en otros lugares sobre algunas derivas ideológicas de la economía
neoclásica (Historia mínima del neoliberalismo, México, El Colegio de México,
2015, en particular el capítulo segundo, y Se supone que es ciencia. Reflexiones
sobre la nueva economía, México, El Colegio de México, 2016).

63
Fernando Escalante

progreso económico con que contamos parece ser en gran


medida resultado de la desigualdad y resultaría imposible sin
ella” –porque la desigualdad, en la medida en que genera nue-
vas necesidades entre los ricos, es un impulso fundamental
para el desarrollo del conocimiento. Y eso beneficia a todos:
“Al fin y al cabo, la existencia de grupos que se mantienen a
la cabeza de los restantes es una clara ventaja para aquellos
que van detrás...”.68
A veces el argumento es puramente factual, producto de
una correlación estadística: dentro de ciertos límites, a mayor
desigualdad, mayor crecimiento económico.69 Jugando con
los números, es posible señalar incluso un nivel óptimo de
desigualdad que favorece las mayores tasas de crecimiento.
La idea básica, de cualquier modo, es que la desigualdad
sirve de estímulo para que la gente se esfuerce, trabaje más
y ponga toda la imaginación, el conocimiento, la energía de
que es capaz en el intento de ganar más dinero. Es necesario
que quien trabaja más, gane más. Lo contrario resultaría en
una desmoralización general y el estancamiento de la econo-
mía. Explica Mises:
Desde hace treinta o cuarenta años, no ha cesado de reducirse
el rendimiento mínimo que se exige de cada trabajador, por un
lado, y, por el otro, se ha suprimido el fervor que lo impulsa-
ba a obtener un rendimiento más alto en la época en que las
diversas clases de empleados recibían trato diferente, y cuando

Friedrich Hayek, Los fundamentos..., op. cit., pp. 110 y ss.


68

Por ejemplo: Fuad Hasanov y Oded Izraeli, “Income inequality, economic


69

growth and the distribution of income gains: evidence from the U. S. States”,
en Journal of Regional Science, Vol. 51, n. 3, agosto 2011.

64
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

los trabajadores celosos y capaces gozaban de un ascenso más


rápido que los demás. El resultado de la política de estos últi-
mos años ha demostrado que el obrero no hace esfuerzos serios
sino cuando espera de ellos un lucro personal.70
No hace falta insistir mucho más. El razonamiento se
ha repetido hasta el cansancio. La igualdad puede parecer
razonable, incluso atractiva, en teoría. Pero en la práctica es
ineficiente, la igualdad absoluta significaría el estancamiento
definitivo de la economía. Sólo si hay ganadores y perdedo-
res, de manera que sea posible recompensar a quienes mejor
trabajan, a quienes más contribuyen a la riqueza de la colec-
tividad, puede haber crecimiento y progreso.
El argumento moral corre paralelo pero es más comple-
jo y más interesante. El supuesto central es que el mercado
no se equivoca y distribuye correctamente las recompensas,
premia lo que es socialmente valioso. La desigualdad está
en la naturaleza que hace a unos inteligentes y a otros no, a
unos activos y a otros perezosos, a unos aventurados y a otros
timoratos. Esas diferencias se traducen en el trabajo, en la
calidad de trabajo que aportan y en lo que pueden ofrecer a la
sociedad. El mercado no hace otra cosa sino asignar el valor
que corresponde a cada uno según su participación, y premia
a quienes hacen un mejor uso de los recursos . O sea, que el
resultado es justo, porque beneficia a quienes hacen más por
el bienestar del conjunto.71
70
Ludwig von Mises, op. cit., p. 179.
71
“Tal vez la naturaleza sea ‘injusta’ al hacer a los hombres dispares entre sí. Pero
precisamente para eso, para dulcificar y sacar el mejor partido posible de esa
‘injusta’ naturaleza, monta el hombre la sociedad y el mercado”, prólogo a la
edición española, Hayek, Los fundamentos..., op. cit., p. 33.

65
Fernando Escalante

Si se piensa un poco, la idea de que el mercado premie lo


que es socialmente más valioso es muy discutible. No es bue-
no ni malo, ni más ni menos valioso para la sociedad lo que
tiene mayor éxito. En realidad sólo se sostiene si se adopta
una definición tautológica y se admite que lo valioso es lo
que sea que el mercado recompensa. Es decir que el argu-
mento es bastante endeble.
Tiene una variante que parece más sólida. El resulta-
do del mercado es justo, desde un punto de vista indivi-
dual porque premia a quienes más se esfuerzan, a quienes
más trabajan, a los más inteligentes, a los más capaces,
a fin de cuentas, a los que más lo merecen. Los proble-
mas saltan a la vista. Para cualquiera que mire de buena
fe la distribución del ingreso es obvio que el razonamien-
to no se tiene en pie. No es novecientas veces más capaz,
más trabajador, inteligente, esforzado, trabajador, un eje-
cutivo de banca que el chofer que lo transporta, la secreta-
ria que lleva su agenda o el cajero que atiende la ventanilla.
No obstante, la idea forma parte del sentido común del nue-
vo siglo. Prácticamente no se discute. Normalmente se apoya
sobre la hipótesis de la igualdad de oportunidades que sólo
es defendible en términos teóricos, en un modelo abstracto –
que todos sabemos que es perfectamente irreal. Su eficacia es
indudable. Puesto en términos muy simples, el resultado es
justo porque es consecuencia de las decisiones libres de cada
cual: “Conforme la libertad se reubica de la vida política a
la económica, queda sujeta a la desigualdad inherente a esta
última y forma parte de lo que asegura esa desigualdad”.72

Wendy Brown, op. cit., p. 51.


72

66
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

En los márgenes, hay otro argumento que importa anotar.


Se supone que la desigualdad, en la medida en que inspi-
ra a esforzarse, es valiosa en sí misma, porque contribuye a
desarrollar virtudes. Otra vez sirve de ejemplo Mises, quien
resulta útil sobre todo por la claridad. Siempre se ha socorri-
do a los pobres, dice, “pero se tuvo cuidado de no conceder a
los desheredados un derecho legal absoluto a esta asistencia.
Tampoco se pensó en quitarle su carácter humillante...”.73
Así, el esfuerzo por salir de pobres forjaba el carácter.
En escritos posteriores, Hayek imaginó una línea de argu-
mentación alternativa que no deja de tener interés. Según él,
el resultado del mercado no puede considerarse injusto, inde-
pendientemente de su contenido material, de quién gane y
quién pierda, del esfuerzo de cada uno y del valor objetivo
de la contribución de cada cual. El resultado no es injusto
porque no es obra de la voluntad de nadie, no es consecuen-
cia de la acción deliberada de nadie, sino el resultado de un
mecanismo impersonal de intercambio libre.74 La pobreza
puede ser un mal, pero no es una injusticia. Y por eso, no se
justifica que el Estado intervenga para remediarla.
La clave del argumento está en la afirmación de que el
intercambio en el mercado es libre. Aquí Hayek es categóri-
co. Sólo se puede hablar con propiedad de coerción cuando
una persona impone su voluntad a otra mediante la ame-
naza directa del uso de la fuerza. Sin eso, toda decisión es
libre.75 Alguien puede sentirse obligado, bajo la amenaza del

73
Ludwig von Mises, op. cit., p. 477.
74
Ver Raymond Plant, op. cit., pp. 88-89.
75
Ibidem, pp. 70-79.

67
Fernando Escalante

hambre, a aceptar un trabajo desagradable, un salario bajísi-


mo y ponerse en todo a merced de quien ofrece el empleo.
Pero será, en todo caso, su decisión libre. En consecuencia, el
resultado será siempre producto de la voluntad concurrente
de las dos partes, no puede decirse que sea injusto.
Si se sigue la línea argumental, resulta inevitable concluir
que lo injusto sería que se interviniese deliberadamente para
modificar los resultados del mercado según los deseos de un
individuo o un grupo de individuos porque significaría impo-
ner su voluntad por la fuerza. Y con eso se cierra el círculo.
La desigualdad puede resultar desagradable, pero no tiene
remedio y sería injusto tratar de remediarla artificialmente.

68
Neoliberalismo y democracia

A riesgo de ser un poco reiterativo, creo que conviene reca-


pitular y recoger algunas de las hebras que han quedado
sueltas en las páginas anteriores para acabar de dar forma al
argumento. En el origen del programa neoliberal como pro-
grama político, hay una crítica a la democracia, una crítica de
la deriva democrática del liberalismo decimonónico porque
pone en riesgo la libertad de mercado. No es algo accidental,
no es una secuela fortuita, sino el eje del programa.

En los términos en que se discutió en 1938, durante el


Coloquio Lippmann en París, la democracia es potencial-
mente totalitaria o tiene una inclinación casi invencible hacia
el totalitarismo. En resumen, palabra más o menos lo dice
entonces José Castillejo, la idea de la soberanía popular es
peligrosa siempre porque no es posible detener la inercia que
lleva a la destrucción del mercado.
El liberalismo, según la definición que se dio enton-
ces, consiste en el libre funcionamiento del mecanismo de
los precios. En cuanto se interfiere con él, la libertad está

69
Fernando Escalante

amenazada. Es la tesis del libro más famoso de Friedrich


Hayek, Camino de servidumbre.76 Las primeras concesio-
nes parecen irrelevantes: un control temporal de precios,
la regulación del mercado de trabajo, la nacionalización
de empresas estratégicas, privilegios fiscales para algunos
sectores, lo que sea. Es siempre el inicio de una pendiente
que conduce inevitablemente al totalitarismo. La demo-
cracia es peligrosa porque significa la tentación permanen-
te de pedir al Estado que intervenga en la economía, y ahí
empieza todo.
En los años setenta, en el Informe de la Comisión Trilate-
ral, hay una reformulación, una versión más “técnica” de la
idea: la sobrecarga de los gobiernos. La solución en cualquier
caso consiste en poner las libertades económicas a salvo.
El razonamiento de base es siempre el mismo. El merca-
do es la solución más eficiente y la más justa pero produce
resultados desiguales, hay quienes ganan y quienes pierden y
normalmente habrá una minoría más exitosa, con más rique-
za que el resto que de manera inevitable inspira envidia y
resentimiento. Si se permite que la mayoría tome decisiones
en materia económica, siempre acabará por pedir una redis-
tribución de la riqueza: controles de precios, normas más
restrictivas en el mercado de trabajo, más impuestos para los
ricos, servicios públicos. Y en cuanto se admite que el Estado
intervenga para modificar los resultados del mercado y pro-
ducir una nueva distribución que parezca más justa, se genera
una inercia muy difícil de revertir.

Friedrich Hayek, Camino de servidumbre, Madrid, Alianza Editorial, 2011


76

[1944].

70
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

Detrás de esa idea hay una interpretación un poco abusiva,


unilateral, de la historia y una idea de la naturaleza humana
bastante rudimentaria, casi cínica. Puesto en los términos
más simples, se supone que los seres humanos quieren siem-
pre más, piden siempre más. Pero además quieren que nadie
destaque. No toleran que otros tengan más. Viven goberna-
dos por la envidia y el resentimiento hacia quienes tienen
más éxito o son mejores.77 Es decir: los seres humanos son
egoístas hasta el suicidio, racionales hasta la última irracio-
nalidad. Esa lógica es la que en el fondo hace funcionar al
mercado, pero resulta desastrosa en la política.
Esa es la mayor debilidad de los sistemas democráticos que
librados a su propia dinámica no pueden frenar el movimien-
to hacia el control completo del mercado, es decir, hacia la
supresión de la libertad. Las ideas de interés público, bien
común, justicia social, patria, voluntad general, soberanía
popular, son quimeras, figuras retóricas que se emplean para
enmascarar la verdadera naturaleza de la política. No hay más
que intereses particulares, el interés particular de los políticos,
el interés particular de cada individuo, de cada grupo social.
Y el Estado no es más que un instrumento que emplean algu-
nos para capturar “rentas”, o sea, para obtener alguna ventaja
mediante la ley.

77
Obviamente, hay en esa idea resonancias del pensamiento de Nietzsche, de
Scheler, a veces muy explícitas. La elaboración más completa, una sociología, y
una filosofía de la historia, fundadas en la idea de la envidia, está en la obra de
Helmut Schoeck, Envy. A Theory of Social Behavior, Indianapolis, Liberty Press,
1981 [1966].

71
Fernando Escalante

Eso significa que se puede describir la democracia como


un sistema en que los políticos quieren votos y los electores
quieren dinero o legislación ventajosa para obtener dinero.
Es decir, como una especie de mercado.
Acaso haya sido Joseph Schumpeter el primero en elabo-
rar explícitamente la analogía, en el intento de explicar el
funcionamiento de la democracia en términos económicos.
Es lo que él quiso llamar la “teoría del caudillaje competiti-
vo”. Su punto de partida era una crítica de la “teoría clási-
ca de la democracia”, según la cual “el método democrático
es aquel sistema institucional de gestación de las decisiones
políticas que realiza el bien común, dejando al pueblo decidir
por sí mismo las cuestiones en litigio...”.78 Después de desar-
bolar dicha definición, y convengamos en que no es difícil,
desmontando las ideas de bien común y voluntad popular,
propone una definición más realista, según la cual el punto
de partida tiene que ser reconocer la existencia de “caudi-
llos políticos” que compiten por los votos para hacerse con
el poder.
La democracia significa tan sólo que el pueblo tiene la opor-
tunidad de aceptar o rechazar los hombres que han de gober-
narle. Pero como el pueblo puede decidir esto también por
medios no democráticos en absoluto, hemos tenido que estre-
char nuestra definición añadiendo otro criterio identificador
del método democrático, a saber: la libre competencia entre
los pretendientes al caudillaje por el voto del electorado.79

78
Joseph Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, Barcelona, Folio, 1984
[1942], p. 321.
79
Ibidem, p. 362.

72
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

Imagino que no hace falta subrayarlo: en su definición,


“democrático” es el procedimiento en la medida en que
implica una elección entre varias alternativas. Y eso hace que
la analogía con el mercado resulte mucho más cercana. Dice
Schumpeter: “Este concepto [el de competencia por el caudi-
llaje] presenta dificultades similares a las que son inherentes
al concepto de competencia en la esfera económica, con el
cual puede ser comparado de un modo provechoso. En la
vida económica la competencia no falta nunca por comple-
to, pero difícilmente es alguna vez perfecta”.80 Sigue por ese
camino para explicar que, para simplificar, se limita “al caso
de la libre competencia por el libre voto”.
En la misma línea Anthony Downs imaginó su teoría eco-
nómica de la democracia como muchos otros después de él.81
No hace falta extenderse mucho más. Es claro que si se pone
el énfasis en la competencia, el modelo del mercado resulta
atractivo como término de comparación. El problema, uno
de los problemas, es que hay que descontar prácticamente
todo lo que los actores dicen de sí mismos, lo que piensan
de sí mismos y postular un sistema de motivaciones esque-
mático para el que no cuentan lealtades, identidades, ideas,
convicciones. O sea, que el modelo es realista sólo si pensa-
mos que todo eso es irreal.
En cualquiera de sus variaciones las teorías económicas
de la democracia son una consecuencia lógica del modelo
fundamental de la economía neoclásica. Se supone que en el

80
Ibidem, p. 345.
81
Anthony Downs, An Economic Theory of Democracy, Nueva York, Harper and
Row, 1957.

73
Fernando Escalante

mercado lo único que hay son individuos egoístas, raciona-


les, calculadores, que quieren obtener el máximo beneficio. A
partir de ahí, queda imaginar que al pasar al ámbito político
los individuos se ven transformados, y actúan de un modo
enteramente distinto: son altruistas, ecuánimes, solidarios,
fanáticos o creyentes... O bien, que siguen siendo igualmente
egoístas, racionales, calculadores. Y entonces toda situación
puede describirse como si fuese un mercado. Mejor dicho:
toda situación social es en realidad una situación de merca-
do, puesto que siempre, egoístas como somos, estamos en
competencia con los demás y siempre buscamos el máximo
beneficio. La democracia es como lo demás.
George Stigler imaginó una explicación con más detalle.
Según su idea, los partidos políticos son empresas que
venden “regulación”, puesto que eso es lo que producen
los parlamentos, los gobiernos. Y ofrecen su mercancía al
mejor postor. Los individuos, los grupos, las coaliciones
de ciudadanos ofrecen votos, dinero, apoyo, para obtener
la regulación más favorable a sus intereses.82 Eso tiene
una consecuencia importante: en general, quien está más
interesado, quien está dispuesto a invertir más para conseguir
una regulación favorable, es el grupo más directamente
afectado. Normalmente será la industria que se quiere
regular, por lo tanto, es lógico que la democracia favorezca la
“captura” de los reguladores por parte de aquellos a quienes se
pretendía regular. Se entiende, supongo, que eso quiere decir
que la democracia facilita la reproducción de los intereses

George J. Stigler, “The Theory of Economic Regulation”, The Bell Journal of


82

Economics and Management Science, Vol.2, n.1, Spring 1971.

74
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

creados, de donde se infiere que lo mejor sería que hubiese la


menor regulación posible.
En un texto incisivo, mesurado, Ronald Coase critica la
tesis de Stigler, en realidad critica la tesis básica de la teoría
económica de la democracia, mediante el sencillo expediente
de mirar la realidad. Dice Coase:
Qué tanto del comportamiento político puede explicarse de
esta manera [a partir de la racionalidad económica], me pare-
ce problemático. Cuando veo a la gente comprometida en
actividades políticas, ya sea a través del voto en sistemas par-
lamentarios o participando en movimientos políticos, incluso
en movimientos revolucionarios, y apoyando con entusiasmo
políticas que muy probablemente van a dañar, incluso a des-
truir a sus países y acaso a ellos mismos, encuentro difícil
de creer que ese comportamiento pueda ser correctamente
descrito como maximización racional de la utilidad.83
Pero volvamos al argumento en lo que nos interesa. El
supuesto fundamental sobre el que descansa todo el argu-
mento es que el interés público no existe, que no es más
que el nombre con que se disfraza el interés particular de la
coalición que ha resultado ganadora. Visto así, la regulación,
cualquier regulación de la actividad económica es un recurso
artificial, espurio, finalmente ilegítimo, para alterar los resulta-
dos del mercado y favorecer a un grupo en detrimento de otro.
La única conclusión lógica es que conviene reducir la
regulación al mínimo. Me interesa detenerme en ello porque

83
Ronald H. Coase, “George J. Stigler: An Appreciation”, Regulation, n.21, 1982,
p. 24.

75
Fernando Escalante

permite ver de qué modo la crítica de la democracia, lo que


se pretende que sea una idea realista de la democracia, lleva
a una crítica de la regulación y permite entender que la “des-
regulación” es una de las variantes del programa general de
“privatización”.
Desde luego, desde un punto de vista neoliberal decir que
la política, la democracia, funciona como un mercado no tie-
ne nada de particular. Y desde luego eso no tiene inmediata-
mente connotaciones negativas. El mercado es la institución
básica de la sociedad y la que permite la mayor eficiencia. El
problema es la ilusión del interés público, el problema está
en imaginar la voluntad general o cualquier cosa parecida,
porque resulta engañoso, encubre el hecho básico del predo-
minio de los intereses particulares.
Ahora bien, si se piensa la democracia como un mercado
es lógico que se piense que debe funcionar sin interferen-
cias. La analogía puede tener muchas implicaciones. Pienso,
sólo como ejemplo, en los argumentos de la Suprema Corte
de los Estados Unidos para eliminar las restricciones para
el financiamiento de las campañas políticas. La democracia
depende fundamentalmente de un mercado de informa-
ción política al que contribuyen los partidos, los políticos,
las empresas, los grupos de interés: a menos que se pueda
demostrar lo contrario, debe asumirse que el mercado (de
información, de expresión) funciona bien para beneficio de
todos y cuanto más libre sea, cuantas menos restricciones
tenga, más eficiente será.84

Ian Shapiro, op. cit., p. 134.


84

76
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

La analogía tiene sus limitaciones. La más importante es


que ese mercado podría producir resultados indeseables. Ése
era el problema desde un principio. Y no hay otro remedio,
sino recurrir a la menos liberal de las soluciones, que consiste
en prohibir la venta de las mercancías peligrosas: redistribución
del ingreso, expropiaciones, servicios públicos y demás. En
cualquier caso, la metáfora del mercado fracasa como represen-
tación de la democracia, el problema es que ha tenido un enor-
me éxito, porque precisamente permite la clase de ejercicios
formales de la economía neoclásica que sirven para demostrar
en realidad cualquier cosa, porque siempre se encontrará como
conclusión lo que se haya puesto en las premisas.
Hay también una veta anti-elitista, antiautoritaria, que
engarza extrañamente con la crítica de la democracia. Es
una derivación lógica de su idea del mercado, de la efi-
ciencia y la superioridad moral del mercado, pero implica
un matiz en el que vale la pena reparar. El riesgo mayor
de la democracia está en que la mayoría pida alguna for-
ma de redistribución del ingreso, por vía de impuestos,
expropiaciones o servicios públicos, y por eso hay que poner
las libertades económicas fuera del alcance de la política.
Pero además, contra los servicios públicos, empezando por
los servicios de salud y educación, hay otro argumento: la
oferta pública de lo que sea la deciden los políticos, los fun-
cionarios, una elite de profesionales que persiguen su propio
interés, y no el de los usuarios.85
85
La privatización de muchos de esos servicios, desde los servicios de limpia hasta
los de salud, no representa en realidad un cambio a ese respecto, porque se trata
de contratos otorgados por el gobierno, es decir, que es finalmente el gobierno
el único cliente al que hay que dejar satisfecho. Pero ésa es harina de otro costal
(ver Colin Crouch, op. cit., p. 74 y ss.)

77
Fernando Escalante

Visto así, privatizar cualquiera de esos bienes y servicios es


en realidad devolver a los individuos el derecho, el poder, de
elegir por su cuenta. Insisto, es un giro anti-elitista del pro-
grama que puede resultar muy eficaz, sobre todo por la per-
cepción general de que los servicios públicos son ineficientes
y dada la sospecha de que lo son porque los funcionarios no
tienen ningún aliciente para ofrecer un mejor servicio. O sea,
que es en realidad una variante de la crítica de la burocracia y
por eso de popularidad casi automática.
Ludwig von Mises adelantó la armazón del argumento en
una muy ingeniosa elaboración metafórica del mercado. “En
la economía de mercado decía, los consumidores son sobera-
nos. El hecho de comprar o de abstenerse de hacerlo determi-
na en última instancia lo que los empresarios producen, así
como la cantidad y calidad de la producción”.86 La transposi-
ción de los términos políticos tiene el efecto de desdibujar los
perfiles de la estructura económica. De todos modos, el truco
es demasiado obvio. El añadido tiene interés:
El mercado es una democracia en la que cada centavo conce-
de el derecho de voto. Es cierto que los diferentes individuos
no tienen el mismo poder de votación, pues el rico puede
depositar un mayor número de sufragios que el pobre; pero
ser rico y disfrutar de un ingreso más alto es ya, en la econo-
mía de mercado, la consecuencia de una elección anterior.
[...] Son los consumidores quienes hacen ricos a los pobres y
pobres a los ricos.87

Mises, op. cit., p. 526.


86

Ibidem, p. 526.
87

78
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

Es un despropósito que sólo podría tener sentido en el


mundo quimérico de la economía neoclásica, sin herencia,
sin historia, sin estructura de clases. El efecto es hacer de los
ricos los auténticos representantes de los consumidores, que
han votado por ellos y los han hecho ricos. El argumento es
un poco retorcido, no se ha usado mucho. Lo importante, lo
que ha tenido más larga vida, es el corolario anti-burocrático,
anti-elitista: “¿Quién es el profesor X, para arrogarse el privi-
legio de descartar la decisión de los consumidores?”.88
Privatizar es combatir el autoritarismo, dar a los indi-
viduos el derecho de elegir. Igualmente, por las mismas
razones, desregular significa permitir que sean los consu-
midores quienes regulen y den forma al mercado con sus
decisiones. Claramente, en el fondo está la imaginería de la
democracia en contra de las figuras siempre antipáticas de
los intermediarios: partidos, representantes, funcionarios.
Vale la pena, antes de concluir, reparar en un último
aspecto. En el programa neoliberal hay la idea de que el Esta-
do debe funcionar como una empresa y que dondequiera que
sea posible debe someterse a la disciplina del mercado. Sue-
le explicarse en términos de eficiencia, pero no es sólo eso.
Detrás hay una aversión hacia la política muy característica,
una desconfianza hacia la deliberación, la argumentación, la
decisión política. Todo ello, como las instituciones represen-
tativas, como la burocracia pública, es sospechoso, todo es
en realidad arbitrario, porque no hay más que intereses par-
ticulares: rentas, regulación ventajosa, que se impone bajo el
disfraz del interés público.

88
Ibidem, pp. 256-257.

79
Fernando Escalante

Por ese motivo conviene sustituir las formas políticas


por formas empresariales e imponer criterios objetivos de
rentabilidad, de productividad, de eficiencia. Conviene
adoptar soluciones técnicas, subrogar las tareas, delegarlas
en empresas privadas. Es el último cerrojo para proteger al
Estado, ponerlo a salvo de la democracia, fuera del alcan-
ce de las decisiones de la mayoría, sometido al mecanismo
del mercado.

80
Para concluir

E n las páginas pasadas se trata sobre todo de las ideas neo-


liberales, de la historia intelectual del neoliberalismo, de
las varias complicaciones que tiene su relación con la demo-
cracia. Es una especie de mapa conceptual dibujado a gran-
des trazos. Para terminar, pienso que vale la pena decir algo
sobre lo que ha sucedido en la práctica durante las décadas
recientes. Tendrá que ser un recorrido muy esquemático, es-
pero que aun así tenga alguna utilidad.

El neoliberalismo ha tenido un éxito extraordinario: como


ideología, como sistema cultural, como programa político.
Es sin ninguna duda el movimiento intelectual más exito-
so, el más importante, el más difundido, en las décadas del
cambio de siglo y además ha sido muy consistente en su eje-
cución práctica. El repertorio de soluciones, de ideas, de ins-
tituciones y de políticas neoliberales aparece con rasgos muy
similares en Uganda, Francia, México, Grecia, India, España.

81
Fernando Escalante

Desde su despunte en las discusiones del Coloquio Lipp-


mann hay en el neoliberalismo una visión utópica: una idea
acabada del orden, donde todo se resuelve de manera armo-
niosa. Y bien, ninguna otra utopía se ha realizado de un
modo tan completo. La traza básica del orden institucional
en todas partes es hoy neoliberal, el sentido común del nuevo
siglo es neoliberal: racionalidad, eficiencia, incentivos, com-
petencia, en ese lenguaje se habla acerca de casi todo.
No hace falta contar de nuevo una historia conocida. En
la década de los ochenta, con la mediación del sistema finan-
ciero internacional del FMI y el Banco Mundial, el modelo
se trasladó a la periferia, se generalizó. Progresivamente se
impuso en todas partes la idea de que los acuerdos básicos de
la posguerra: economía mixta, Estado de Bienestar, servicios
públicos y políticas de desarrollo, habían fracasado. Y hasta
la fecha se admite sin mayores discusiones que aquello fue
un modelo fallido, cosa del pasado, que ocasionó el desastre
de los setenta. El juicio es injusto, sesgado, pero eso es lo de
menos. Me interesan las consecuencias.
El propósito desde un principio era vaciar de contenido la
democracia, en particular vaciarla de contenido económico.
Y ese ha sido el resultado, puntualmente.
En primer lugar, ha habido una serie de cambios institucio-
nales pensados para reducir el campo de la política, para poner
las decisiones económicas más importantes fuera del alcance
del sistema representativo, fuera del alcance de parlamentos y
gobiernos. La pieza clave del nuevo orden es por supuesto la
autonomía de los bancos centrales, porque eso deja a los gobier-
nos sin la posibilidad de decidir nada en lo que respecta a la

82
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

política monetaria: volumen de circulante, tasas de interés, tipo


de cambio. Y confiere a los bancos centrales, como es lógico, la
capacidad para neutralizar, corregir o contrarrestar casi cualquier
decisión de política económica. El mandato de los bancos cen-
trales es técnico, mantener la estabilidad, controlar la inflación,
cuidar lo que suelen llamarse “los fundamentales” de la econo-
mía, una tarea que, por técnica que sea, no es neutral en ningún
sentido razonable de la palabra.
Otros cambios tuvieron efectos parecidos. Por ejemplo,
en muchos países se han incorporado al texto constitucional
reglas sobre déficit público, endeudamiento, que imponen
taxativamente una política de austeridad. Y se han firmado
tratados multilaterales que ponen límites, a veces muy exi-
gentes, a la política económica. Imagino que no hace falta
decirlo: los tratados han tenido a veces consecuencias muy
ventajosas, también las reglas sobre déficit, la autonomía de
los bancos centrales han tenido con frecuencia resultados
benéficos. No es eso lo que nos interesa ahora.
Eso es lo más concreto y asible del modelo neoliberal. Sig-
nifica un cambio mayor que quita buena parte de su conteni-
do político a la democracia. Tal como querían Mises, Hayek,
Rougier, Lippmann, en 1938.
Pero hay más. El éxito global del neoliberalismo ha sig-
nificado un cambio cultural. Es un fenómeno difuso, más
difícil de identificar en cosas concretas pero indudable. Se
manifiesta en dos rasgos: el descrédito de lo público y la justi-
ficación de la desigualdad. Algo hemos hablado de eso en las
páginas anteriores, no hace falta añadir prácticamente nada.
El contraste con el lenguaje habitual de la posguerra, el del

83
Fernando Escalante

Estado de Bienestar, no deja lugar a dudas. Y el cambio afecta


al fundamento moral de la democracia. Aparte de los proce-
dimientos, aparte de que haya partidos, elecciones, liberta-
des, el funcionamiento normal de la democracia necesita un
mínimo de solidaridad, la idea por frágil que sea de un des-
tino compartido, la idea de que es justo adoptar soluciones
colectivas para los problemas colectivos, y que todos somos
de alguna manera responsables del destino de los demás. El
funcionamiento de la democracia, incluso la legitimidad de
la democracia como régimen, depende de que pueda pensar-
se una comunidad política, con un interés compartido. Sin
eso queda una democracia más endeble, de fundamento más
precario que con frecuencia se reduce a la idea de que quien
paga impuestos tiene derecho a exigir eficiencia porque paga
impuestos. Y el voto traduce esa exigencia, viene a ser como
la ventanilla de reclamaciones.
Otro giro. Los sistemas representativos de la larga posgue-
rra, entre 1945 y 1975, se configuraron a partir de una oposi-
ción entre derecha e izquierda que tenía como límite exterior
a la Unión Soviética y que se organizaba para resolver los
múltiples problemas que resultaban de la economía mixta,
del Estado de Bienestar. Las alternativas eran más o menos
gasto público, más o menos impuestos, más o menos privi-
legios fiscales, regulación laboral, empleo público. El triunfo
global del neoliberalismo, la desaparición de la Unión Sovié-
tica, el naufragio del Estado de Bienestar, hacen que en la
práctica no haya alternativa. Y eso vacía de contenido a la
oposición política. Como consecuencia, todos los partidos
se desprestigian a la vez, porque ninguno puede ofrecer algo
sustancialmente distinto.

84
Senderos que se bifurcan: reflexiones sobre neoliberalismo y democracia

Entre otras cosas, el resultado ha sido que la política de


antes haya sido sustituida por una serie de “guerras cultura-
les” con motivo de los derechos de las mujeres, de las mino-
rías, y los derechos sexuales y reproductivos. La izquierda,
o lo que era la izquierda, normalmente ha hecho bandera
de la lucha por “la diferencia” y ya no por la igualdad. Y en
casi todas partes hay una derecha tradicionalista que toma su
lugar en defensa del orden tradicional, la religión, la fami-
lia de siempre. La confrontación puede ser sustantiva, puede
tener muchas implicaciones, pero no basta para dar conte-
nido a la democracia porque deja de lado precisamente los
asuntos más urgentes, cotidianos y más inmediatos. Es por
eso tanto más frágil.
Digámoslo de nuevo para concluir. Entre las preocupa-
ciones básicas del neoliberalismo estuvo desde un principio
la necesidad de poner límites a la democracia para proteger
las libertades económicas. En eso se distingue claramente
del liberalismo clásico y del liberalismo del último tercio del
siglo diecinueve. En buena medida es lo que justifica el prefi-
jo. Y en eso ha tenido un éxito indudable, tanto que es difícil
pensar en dar marcha atrás, imaginar una alternativa. Nos
toca lidiar con las consecuencias.

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Sobre el autor

Fernando Escalante Gonzalbo es uno de los pensadores mexica-


nos actuales más influyentes en la opinión pública. Sus reflexio-
nes se centran en los campos de la política, la sociología y los
estudios culturales Ha colaborado como articulista en los diarios
Milenio, La Crónica, La Razón, así como en las revistas Nexos
y Vuelta; asimismo, ha sido conductor de varios programas de
televisión en el Canal 11 del Instituto Politécnico Nacional. Su
estudio sobre la cultura cívica en el México del siglo XIX, Ciu-
dadanos imaginarios (El Colegio de México), se ha convertido en
una lectura obligada para los estudiantes y especialistas del tema.
Es doctor en sociología por El Colegio de México y profesor e
investigador del Centro de Estudios Internacionales de la misma
institución. Estudió también en la Universidad Complutense de
Madrid y ha sido profesor del Instituto Ortega y Gasset de la
misma ciudad, así como del Centro de Investigación y Docen-
cia Económicas, y en otras prestigiosas instituciones españolas
y estadunidenses. Algunas de sus obras recientes son: El crimen
como realidad y representación. Contribución para una historia del
presente (El Colegio de México, 2012), A la sombra de los libros.
Lectura, mercado y vida pública (El Colegio de México, 2007)
y Estampas de Liliput. Bosquejos para una sociología de México
(Fondo de Cultura Económica, 2004).

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Fernando Escalante

Breve historia del futuro de las elecciones


se terminó de imprimir en octubre de 2017
en Talleres Gráficos de México, Av. Canal del Norte núm. 80,
Col. Felipe Pescador, Deleg. Cuauhtémoc, C.P. 06280,
México, Ciudad de México.
Se utilizaron las familias tipográficas Adobe Garamond Pro
y Helvetica Neue; papel Bond ahuesado de 90 gramos
y forros en cartulina sulfatada de 12 puntos.
La edición consta de PENDIENTE ejemplares y estuvo al cuidado de la
Dirección Ejecutiva de Capacitación Electoral
y Educación Cívica del
Instituto Nacional Electoral

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