Cada vez que escucho música, pienso en ti, Señor. La música es la creación más
pura del hombre y es donde más se acerca a ti en la expresión de su alma y en la
sublimidad de su arte. Sonido puro, armonía sin palabras, aire hecho belleza, espacio
vibrante de alegría. Al escuchar las obras maestras de la humanidad, me asombro al
pensar qué toque de inspiración angélica puede haber logrado ese estremecimiento
de perfección desnuda que eleva la mente a regiones más allá de este mundo. Te
encuentro, Señor, entre las cuerdas de un cuarteto o los acordes de una sinfonía, con
un realismo que es casi gracia sacramental, en consagración redentora de todo mi
ser. Gracias, Señor, por el don de la música en mi vida.
Alabad al Señor con violines y violas, con violoncelos y contrabajos, con flautas y
flautines; alabadlo con pianos y arpas, con armonios y órganos, con guitarras y
mandolinas; alabadlo con óboes y clarinetes, con fagots y tubas, con trompas y
trompetas; alabadlo con trombones y xilofones, con tambores y timbales, con
triángulos y castañuelas. «¡Todo ser que alienta alabe al Señor!»
Te alabamos, Señor, por tus obras magníficas,
porque en este día has sacado de entre los
muertos al gran Pastor de las ovejas, nuestro
Señor Jesucristo; que todo ser que alienta alabe
tu nombre, Señor, ahora y por los siglos de los
siglos. Amén.