ANTONIA”.
Stefano Bolognini
El tema de la comunicación inconsciente en el análisis les induce a los
analistas “suficientemente sanos” (es decir, pienso yo, la mayoría de los que
están suficientemente integrados) a una actitud fundamental de estar
abiertos, y de suspensión, de “modestia resignada y prudente” en cada
nuevo encuentro clínico: un verdadero analista sabe que si la comunicación
es principalmente inconsciente, él/ella tendrá que admitir una vez más lo
poco que podemos esperar controlarla o dominarla usando criterios técnicos
preconstituidos.
Un analista experto sabe de su no saber, y esta es, paradójicamente, su
fuerza.
Esta es también la razón por la cual, por ejemplo en las supervisiones de los
candidatos, estamos más interesados en comprender los que está
sucediendo en el desarrollo de aquel particular tratamiento, que no
establece reglas o parámetros predeterminados; que, sin embargo son útiles
y que los damos habitualmente en otros ámbitos (por ejemplo: en los
seminarios teóricos) propiamente para no "inmovilizar” (enyesar?) la
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exploración de eventos específicos y complejos ‐ como una sesión ‐ con
fórmulas demasiado generales.
Por cierto, hay momentos en que la comunicación es inconsciente para el
paciente, pero no para el analista (y otros, más raros, en que puede suceder
lo contrario); pero lo que sucede más frecuentemente es que la
comunicación sea inconsciente para los dos, en cuyo caso el narcisismo
técnico del analista – que quiere siempre dominar la escena – seguramente
será rebajado uno o dos niveles.
Desde otra perspectiva, la idea que al lado de la comunicación consciente y
deliberada hay otros tipos de comunicación de los que no sabemos nada en
un primer momento hace que nuestra experiencia sea no solo preocupante
pero fascinante al mismo tiempo.
No podemos negar, sin embargo, que incluso la sorpresa – que muchos
autores consideran positiva en psicoanálisis – frecuentemente causa un
inmediato e inevitable sentimiento subjetivo de intranquilidad (piense en
situaciones no afortunadas en las que cometemos una falla social...), de
desorganización (al menos momentánea) y de perdida de una estructura de
referencia tranquilizadora, aunque de naturaleza teórica: entonces el analista
que abre las ventanas de su consultorio, en la mañana esperando tener un
día de trabajo fructífero y tranquilo, se resigna al hecho de que tal
“tranquilidad” seguramente se acabará durante las horas siguientes, y que no
tiene otra alternativa sino vivir con la implacable (pero no sin sentido...)
discontinuidad del inconsciente; tanto la suya como la de las demás
personas.
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Por otro lado, el “desamarrarse” uno (y dejar que a uno lo desamarren...), el
revelar (y el dejar que a uno se le revele, a veces) y el intentar reconectarse –
quizás con la ayuda de nuestros colegas – son una parte y un encargo de
nuestra profesión.
En esta breve nota presentaré el material de una sesión analítica, prestando
particular atención a dos aspectos específicos: aquel de la comunicación
inconsciente de escenarios internos que aún no están adecuadamente
representados en la mente del paciente; y la ensoñación del analista
(“Reverie”) para trabajar, y del trabajo integrativo que es necesario para co‐
experimentar, co‐representar y luego para dar un sentido comprensible al
material, tanto en el “aquí y ahora” como en la reconstrucción longitudinal
de las fases constitutivas importantes de la relación entre el Sí y el Yo
defensivo del paciente.
Una sesión con Antonia..
Antonia es una mujer joven de 27 anos de edad, alta e esbelta, que tiene una
mirada profunda y triste y que hace un mes me pidió que la hiciera análisis,
pues sabia de su condición neurótica de infelicidad y de lo inconcluyente que
eran sus relaciones y su trabajo: su vida estaba “parada”, me decía durante la
consulta, “no despega, ni se va a ningún lado”.
Vivía con sus padres – empleados de gobierno – y ella misma trabajaba igual
en una oficina, tenía un novio y siempre había sido muy religiosa; un poco
menos últimamente.
Se describía a si misma como una persona susceptible, sensible, desconfiada
y, al mismo tiempo, sincera y capaz de un gran entusiasmo.
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No sabe lo que quiere: no sabe si quiere vivir con su novio, ni si quiere seguir
trabajando en la oficina. No tiene idea clara de lo que quiere; sin embargo,
sabe exactamente lo que le fastidia; y, además , en general, le es más fácil
reconocer cosas desagradables que cosas que le gustaría hacer.
Al llegar de su primera sesión, me saluda de un modo gentil y sobrio, me da
la mano y, mientras anda por el pasillo que lleva hacia el consultorio, se fija
en las figuras que están en la pared. Pude ver que, por un instante, al pasar,
su mirada se detiene sobre una pequeña figura del siglo 19 que muestra una
iglesia en una colina (parte de una serie de figuras a las que quiero mucho,
pues muestran escenas del lugar donde nací).
Como ya dije, Antonia es alta e esbelta, y hoy me fijé que hay algo medio
solemne en el modo como anda.
P.: “Soné que le traía a usted una vela de iglesia, bien grande. Tenia miedo
que hubiera muchas: había velas, si: pero pocas”.
Me chocó lo “sagrado” de la imagen, que quizás estuviera asociado al modo
como la paciente había entrado al consultorio, casi como si estuviera
entrando a una iglesia; me acordé igual que las “velas de iglesia”, como señal
de devoción, le indicaban a ella la presencia de otros pacientes/hermanos
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“fieles” en la “iglesia”/el análisis, pero decidí esperar para ver las
asociaciones que surgirían, y me quedé callado mientras esperaba.
Después de algunos instantes la asociación llegó de modo totalmente
distinto, pero más practico:
P. (en tono pragmático): “Doctor, respecto al pago, ?prefiere usted que le
pague en dinero o con cheque?”
Medio que me sorprendió el cambio de tono, en registro y – al menos
aparentemente – de grado de profundidad.
Al comienzo, me pareció que estaba en la cripta de una iglesia medieval, y, de
pronto, me encuentro en el cajero de una oficina (?quizás el de la oficina en
que trabaja?).
Le contesto como si yo igual estuviera del cajero y le digo que un cheque
estaría bien.
Espero un instante y después le pregunto si ella cree que hay una analogía
entre el traer una vela y traer el dinero para pagar: en esos dos casos hay un
ofrecimiento que representa un sacrificio económico...
La referencia de la vela la lleva a hablar sobre cuando ella se iba a la iglesia, la
cual era una alternativa (más idealizada, y quizás menos conflictiva de lo que
yo creía) a la familia (se me ocurre que al mirar de la figura de la pequeña
iglesia en la colina ella ya estaba organizando una posible alternativa de
idealización para nuestra “realidad”).
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Me dice que sus padres siempre trabajaron “como locos” y que, en realidad,
fueron sus abuelos maternos los que tuvieron el papel de padres, y que
ahora estaban muy enfermos.
Al hablar de la salud de sus abuelos, ella se queda visiblemente trastornada y
su voz se fragmenta.
(se las aguanta por unos instantes y después empieza a llorar).
En ese momento me acuerdo que las velas se derriten y que la paciente en
este instante está en punto de “derretimiento/ruptura” o de llanto, y que
pierde su rigidez inicial; pero no se lo digo, pues me parece una referencia
muy directa y un reconocimiento demasiado prematuro del derretimiento de
su defensa narcisista, pues aún no la conozco muy bien a nivel de fragilidad.
Además, recuerdo que durante nuestra primera consulta, ella se define como
una persona “susceptible y sensible”.
No estoy seguro si Antonia siente el derretimiento de la cera como una
especie de “acto de concesión” que se opone a la naturaleza rígida narcisista
que ella considera ser una forma de solidez.
Sin embargo, pienso que seria oportuno señalar una posible conexión, una
comprensible transición entre lo secreto de la atmósfera inicial y la
humanización de sus sentimientos, cuya conclusión parece que es un poco
conflictiva.
En vez de ello, le digo en tono evocativo y hablando intencionalmente en
sentido general, que la luz de la vela es débil, pero fundamental para que nos
ubiquemos en la oscuridad, y que esa luz la ayuda a vislumbrar las cosas
“cuando no se las puede ver claramente”.
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Pienso que ello puede mostrar lo positivo del “derretimiento”, sin enfatizarlo
demasiado, y sin narcisisticamente trastornar demasiado a la paciente, que
parece valorizar la "dureza" (= no "derretirse”) como un atributo positivo.
P.: “La iglesia y lo sagrado tienen que ver especialmente con despedidas....
Soy menos religiosa ahora, pero la idea de que alguien partirá, o de que ya
partió, me asusta” (pausa) “Soy casi como una hija única para mis abuelos,
y tengo miedo de perderlos”.
A. (haciendo asociaciones en voz alta, ahora asociaciones más libres, con
menos atención a las posibles reacciones de la paciente, y aun teniendo en
mente a las velas): “?Sientes que eres “la luz de sus ojos”...? ?Y quizás tienes
miedo de perder esa “luz”...?
P. (de modo seco): “Bueno, yo medio que he desaparecido (nota: para decirlo
usa una expresión idiomática en italiano que quiere decir literalmente “me
estoy eclipsando”).
Los evito... igual que lo evitaba al cura de nuestra iglesia...”.
Me percaté que quizás yo exageré al sugerirle que debería poner a sus
sentimientos respecto a sus abuelos bajo un foco “demasiado alumbrado”.
Me acordaré de ello en lo futuro.
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Y así terminó nuestra primera sesión, durante la cual pude ver una
profundidad muy compleja en la cuestión: la luz de las velas de iglesia, que
ofrecen ayuda y comodidad en la oscuridad; su rigidez fálica inicial, que se
ablanda y derrite con el calor y el “sacrificio de uno mismo”; la “llama” que es
necesaria para tener esperanza, que es uno de los componentes de
idealización al que a veces no le damos atención (las personas se van a la
iglesia “cuando están desperadas”, esperando recibir ayuda “sobrehumana”
de un gran padre superior...); ansiedad sobre la pérdida de sus objetos
básicos (en este caso, sus abuelos), de la cual Antonia se defiende cuando “se
eclipsa a si misma” y cuando los eclipsa a ellos; y, al mismo tiempo, su
sentimiento de culpa por apartarse de ellos y de sus padres, al dedicarse más
a su relación con su novio y a su propio futuro.
Me gustaría apuntar aquí a las tres “discontinuidades” inesperadas que se
tomaron de sorpresa en la primera sesión y que tenían valor comunicativo
específico a nivel inconciente: ….:
1) su modo de andar solemne, como el de un cura, del cual yo no me
había percatado en nuestra primera consulta;
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2) el instante breve, pero atento, en el que se detuvo (sin interrumpir su
caminar) delante de la figura de la iglesia;
3) y el cambio “hacia un tono profesional y seco, en la escena del pago”,
tan distante del resto de nuestra charla.
Respecto a este último punto, pienso yo que cuando volvía Antonia en la
noche a la casa de sus padres durante sus anos de infancia, ello “exigía” una
súbita mudanza de marcha y de atmósfera en la casa, con una transferencia
muy pragmática y concreta de la administración de la niña y de la
organización del día siguiente; y, creo, que ese tipo de atmósfera se
mantenía durante el breve periodo de tiempo que se quedaba con sus papás,
antes de irse a dormir.
Estoy interesado en este “cambio de marcha” no sólo en el sentido histórico‐
reconstructivo, sino también por la evidente continuidad entre su
compromiso como dispositivo intrapsíquico y como modalidad interpsíquica
de funcionamiento.
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Es allí, en ese "switch" funcional imprevisto, en aquel cambio de atmósfera y
de estilo, que creo se situó una llave comprensible de la relación entre el Yo
defensivo de la paciente y su Sí: al igual como acontecía cuando llegaban los
padres, una parte interna de la paciente se identificaba con ellos: "toma a la
niña", "envuélvela", llévala a casa y se "aparta" por completo de la condición
anterior.
El Sí es “puesto a dormir” en una instancia que es el resultado de
identificaciones internas que reemplazan a la subjetividad de la paciente.
Del mismo modo, el Sí es "separado" y "envuelto" y "apartado" – respecto a
nosotros dos en la sesión ‐ de su Yo defensivo / padres internos, que lo
substraen de la emoción anteriormente compartida entre nosotros.
Sin embargo, como pensamiento siguiente, creo que el análisis de los
“abuelos” fue fundamental para empezar: la “iglesia del siglo 19” fue
necesaria, y el entrar a la misma con el modo de andar solemne condensaba
de modo inconsciente una mezcla de necesidad, respeto, miedo,
desesperación y esperanza; o sea, una vez más, lo que comunicaba
inconscientemente tenía sentido.
Cuanto estaba de acción, y cuanto de representación, en la manera de
comunicar de Antonia (a salir de su manera de caminar en su llegada)?
De un lado teórico, quiero evidenciar como nosotros, los analistas, tenemos
la tendencia de asociar indebidamente la actividad de “representar” y la
actividad de “pensar”: dos cosas que ni siempre coinciden.
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La representación es frecuentemente un precursor del pensamiento
integrado, mientras que la comunicación frecuentemente se encuentra en un
área intermedio entre esos dos niveles.
Como algunos pacientes, muchos artistas ,por ejemplo, quienes tienen el don
de poder representar su mundo interno y la capacidad de comunicárselo a
los demás, no son conscientes con frecuencia de los que están comunicando.
En general, los seres humanos “actúan” todos los días formas de
representación y de comunicación complejas sobre sus realidades internas,
sin darse cuenta de ello.
Es una tarea analítica la de transformar el representado en pensado.
En la sesión presentada, la oscilación compleja de Antonia entre lo “sagrado”
y lo “pragmático”, tan rica de significado potencial, fue entendida – una vez
más – a través del análisis de la contratransferencia.
Nada nuevo para nosotros; pero cada vez nuevo.
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