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LA TERQUEDAD
DE LA ESPERANZA

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LA TERQUEDAD
DE LA ESPERANZA
Cuatro cuadros circundantes
a un libro revolucionario

Marcos Daniel Aguilar

Prólogo de Armando González Torres

Universidad Autónoma de Nuevo León


Monterrey, México, 2015

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Jesús Ancer Rodríguez
Rector

Rogelio G. Garza Rivera


Secretario General

Rogelio Villarreal Elizondo


Secretario de Extensión y Cultura

Celso José Garza Acuña


Director de Publicaciones

Casa Universitaria del Libro


Padre Mier 909 Pte. Colonia Centro
Monterrey, Nuevo León, México, C.P. 64000
Teléfono: (5281) 8329 4111 / Fax: (5281) 8329 4095
Página web: www.uanl.mx/publicaciones

Primera edición, 2015


© Marcos Daniel Aguilar
© Universidad Autónoma de Nuevo León

ISBN: 978-607-27-0449-7

Impreso y hecho en Monterrey, México


Printed and made in Monterrey, Mexico

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Prólogo

L
a terquedad de la esperanza de Marcos Daniel Agui-
lar es un libro que, en su brevedad, ofrece di-
versas posibilidades de lectura, puede leerse: a)
como un ensayo que bordea los climas culturales
finiseculares en Hispanoamérica, b) como una serie de ins-
tantáneas sobre la gestación del Ateneo de la Juventud y
la interacción de algunos de sus participantes, c) como un
ensayo sobre Alfonso Reyes y la reinvención alfonsina del
ensayo y d) como un ensayo sobre el ensayo.
Con la solvencia que le brinda la larga familiaridad con
el tema, Aguilar utiliza la investigación, la argumentación
y la recreación narrativa para restituir una época, una fi-
gura y un género. La generación del Ateneo de la Juven-
tud, a la que pertenece Alfonso Reyes, es fundamental en la
asimilación del ensayo moderno en Hispanoamérica. Ese
grupo de jóvenes representa el temperamento humanista
que desconfía de la idolatría a la ciencia, del pragmatismo
crudo y del materialismo que, con la aspiración a un nuevo
vitalismo, vuelve al cultivo de las humanidades clásicas. En
estas páginas, se recrea, en pocos trazos, la militancia arie-

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lista, el fervor anti-positivista, el humanismo inflamado y la
búsqueda afanosa del contagio de los griegos que caracte-
riza a esta camada.
Como ya había ocurrido con el gran guía de su época,
José Enrique Rodó, con los miembros de esta generación,
el ensayo, sin abandonar su enfoque social, deja de ser un
mero instrumento práctico de difusión de ideas políticas y
se convierte en un medio de indagación intelectual, mucho
más consciente de su dignidad literaria y de su ascenden-
cia espiritual. Alfonso Reyes, ya en sus sorprendentemente
precoces Cuestiones estéticas, representa la noción ensayísti-
ca más acabada de su generación. Reyes invierte todos sus
talentos argumentativos en el género y lo vuelve al mismo
tiempo, grave y ligero, de actualidad y perdurabilidad, in-
formativo y literario.
Al sacar a Reyes y a sus compañeros de la rotonda de ca-
dáveres ilustres y proponerlo como una lectura viva, Mar-
cos Daniel Aguilar realiza una operación tan insólita como
meritoria para un joven escritor. ¿No sería más redituable
adherirse a las figuras de moda que imponen los sellos edi-
toriales y los medios? Lo cierto es que Marcos Daniel Agui-
lar sabe leer a Reyes en clave contemporánea y rescata la
extraordinaria actualidad y utilidad de su método. Porque
la obra de Reyes no se compone solo de una gran prosa que
no envejece, sino de un paradigma de indagación intelec-
tual, equilibrio analítico y agilidad mental. La espléndida
improvisación narrativa en torno a un Alfonso Reyes que
abre su cuenta de Twitter es mucho más que una afortuna-
da fabulación, resulta una afirmación de las mayores virtu-
des del ensayo Alfonsino: su adaptabilidad a los más diver-
sos lenguajes y soportes; la capacidad para acarrear los más

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diversos conocimientos y la posibilidad de leerse completo
o desmontado en ensayos perfectos de una sola frase.

Armando González Torres

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Introducción

Los utopistas mexicanos

U
n par de jóvenes poetas mexicanos, no se sabe
si por entusiasmo o por la desesperación pro-
pia de su edad, decidieron fundar una revista
literaria a la que llamarían Ulises. A lo largo de
su único año de existencia y de sus seis números de dura-
ción, la revista logró captar un amplio panorama con las
diversas formas de expresión no sólo del campo literario
sino cultural y artístico de aquel año de 1927.
Una tarde los dos escritores, Salvador Novo y Xavier Vi-
llaurrutia, que ya olían a lo lejos aquel tufo agridulce de
la posteridad, se encontraron con un joven profesor de fi-
losofía al que invitaron a colaborar. Este filósofo, Samuel
Ramos, entregó a sus contemporáneos un texto en el que
realizó un recuento histórico de lo que había ocurrido en
los ambientes intelectuales a lo largo de las primeras dos
décadas del siglo XX mexicano.
En su ensayo dedicado especialmente a Antonio Caso,
su maestro, abordó con soltura la campaña anti-positivista

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que comenzó la generación próxima anterior, la de los in-
tegrantes del Ateneo, quienes motivaron un cambio sinto-
mático en la forma de pensar, estudiar, escribir y contem-
plar la vida.
Samuel Ramos, con escasos 30 años en la mirada, iden-
tificó sin complicaciones a los principales artífices de este
movimiento que deseaba eliminar la apretada camiseta im-
puesta, varios años atrás, por los que se creían “dueños” de
la verdad y la razón. El joven filósofo Ramos señaló a Anto-
nio Caso, José Vasconcelos, Alfonso Reyes y al dominicano
Pedro Henríquez Ureña, como los forjadores de la ruptu-
ra y como las esponjas que absorbieron todo el idealismo,
que pugnaba por tiempos libertarios, lanzado por el poder
de la palabra de Platón, Goethe, Nietzsche y José Enrique
Rodó desde Uruguay.
Ramos escribió que estos niños que se creían hombres, y
que fueron después sus maestros, a través de conferencias
y ensayos, introdujeron el concepto y el sentido de la “rela-
tividad”, el cual fungió como cuña en la herida del caduco
sistema del “orden y progreso”. Aquella célebre conferen-
cia que Caso ofreció sobre el positivismo en 1909, lejos de
haber sido una crítica certera al modelo de los datos duros,
fue un análisis e incluso una exaltación al sistema, pero Ra-
mos advirtió que Caso fue hábil al colocar al positivismo
como un método más en la historia del pensamiento y no
como la regla a seguir, es decir, lo relativizó y lo empeque-
ñeció en la larga cadena del tiempo.
Estos cuatro autodidactas, humanistas y revolucionarios
del pensamiento comenzaron a estudiar y a poner en prác-
tica las más diversas teorías y corrientes históricas, litera-
rias y filosóficas. Sus escritos y sus actos, recuerda Samuel

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Ramos, destilaban frescos valores culturales que en el pasa-
do se habían podrido.
Así la pluralidad de las ideas, el relativismo, la intuición
y el libre albedrío vieron la luz desde la Sociedad de Con-
ferencias (1907), hasta la conformación del mismo Ateneo
de la Juventud (1909), y la revaloración y aplicación de
normas éticas y morales en toda la sociedad mexicana y
latinoamericana fueron planteadas desde los salones a tra-
vés de discursos y en artículos que fueron publicados uno a
uno en las revistas de la época.
El amor al prójimo, el amor a uno mismo y la preocupa-
ción por las necesidades colectivas se convirtieron en pun-
tos de reflexión que a la postre transformaron la educación
superior y la escritura en México.
Entonces el ensayo tieso y académico y el escrito colo-
rido pero superfluo dejaron un hueco para que esta gene-
ración y las siguientes pensaran a base de una amalgama
hecha con sustancias aparentemente contradictorias, pues
la razón y la intuición, la moral y la inteligencia hallaron en
esta tierra olvidada su mejor campo de batalla.
Al leer este ensayo de 1927, muy anterior al Perfil del
hombre y la cultura en México (1934), se devela que Samuel
Ramos fue un hijo intelectual de aquellos utopistas de la
ruptura, y él lo sabe, ya que su prosa en este texto contiene
ideas llenas de entusiasmo, de libertad crítica, precisión,
imaginación y poesía al vuelo, elementos ensayísticos que
heredó de aquellas plumas, las que le ayudaron a escribir
su mayor obra, la que a su vez daría el paso para que otros
escritores hicieran lo propio en los años subsecuentes y en
una línea similar de belleza e inteligencia.
¿Pero cuál fue el primer ejemplo de esa tradición trans-

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formadora? Aunque el primero de estos cuatro idealistas
en publicar un libro fue el dominicano Henríquez Ureña
(Estudios críticos, 1905; Horas de estudio, 1910), éste, sobre
todo, se dedicó a analizar los modelos académicos e inte-
lectuales de la época, en donde advierte entusiastas pro-
mesas ulteriores; pero el primer ejemplo que contiene, re-
sume y pone a actuar a estos nuevos valores se materializó
hace poco más de 100 años con la publicación de Cuestiones
estéticas (1911), el primer libro de un mexicano que cambió
la forma de analizar los hechos sociales, de percibir la exis-
tencia individual, de escribir y de comprender el mundo.
Después de este texto, el primer libro de Alfonso Reyes,
la literatura y en especial el ensayo adquirieron pasaporte
de entrada para trabajar y difundir renovadas estructuras
éticas, con singulares fondos estéticos, donde idea y prosa
rítmica fueron el mejor vehículo de la literatura y de la
reflexión.
De Cuestiones estéticas en adelante muchos escritores in-
tentarán escudriñar los fenómenos sociales no solamente
desde el ámbito material, sino también desde el lado es-
piritual, y buscarán posibles respuestas, que no verdades
absolutas, para entender la condición humana, por medio
de una dialéctica que hará chocar situaciones antagónicas
para poder ver una luz en el camino: la liberación del hom-
bre.
Del mismo modo que sus compañeros, Alfonso Reyes, y
en especial con este libro, Cuestiones estéticas, pondrá en tela
de juicio, por vez primera desde hace mucho tiempo, los
valores morales de los mexicanos y latinoamericanos pero
no desde una perspectiva religiosa, sino desde la laicidad y
la civilidad, en donde la belleza, la justicia, la inteligencia

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y el bien tratarán de vencer a la resequedad del espíritu
humano que entonces ahogaba y deprimía a México y que
ahora vuelve a hacerlo después de diez décadas de historia,
pues aún se respiran aires de injusticia y violencia.

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Los pesimismos vanos
o el arielismo en México

E
ra una noche serena del año 1900, cuando un
adolescente mexicano fue mordido en el labio
por una araña. Al instante no sintió el dolor, pero
minutos después su cuerpo reaccionó. La fiebre
y los malestares no pararon hasta el amanecer. Algunos
años después de esta picadura, el joven decidió confesarle
a su padre, un militar benévolo pero severo, su gusto por
la búsqueda de conocimiento a través de los libros y su fas-
cinación por explicar la realidad a través de la poesía y la
escritura.
Le dijo al general que la historia y las imágenes le pro-
ducían un inexplicable estado de emoción, palpitaciones
taquicárdicas, un suspiro que le motivaba a realizarlo todo,
un sentimiento que no había experimentado con ningún
otro estímulo material y fue entonces que el padre sintió
una conmoción en el pecho. Por la misma época de la mor-
dedura de la araña, otro joven de nombre José Vasconcelos
tuvo una visión luminosa en el desierto de Coahuila, visión
que nunca pudo comprender. Si echamos a andar los mo-
tores de la imaginación, éstas podrían ser las fantásticas

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explicaciones de la precoz iniciativa y poderosa inteligen-
cia de dos de los integrantes del Ateneo de la Juventud en
México, y aunque me encantaría pensar en ello, probable-
mente la realidad sí supere a la ficción.
Sin embargo, el resultado es lo que cuenta y cuenta mu-
cho para la historia de la literatura de Hispanoamérica,
pues en esa década de 1910, en el continente más occiden-
tal del planeta, se forjaron grupos de jóvenes que deseaban
cambiar la vida cultural, la educación y la acción política
de sus naciones.
El general tal vez lo supo, pero ¿qué más podía hacer?,
si él mismo fue el responsable de que la araña trepara hasta
la conciencia de su hijo; en vez de llevarlo al campo militar,
lo llevó por la historia a conocer la guerra perso-griega de
Maratón, le mostró los libros de estrategias napoleónicas y
le contó, como si fueran Las 1001 noches, sus hazañas libe-
rales en contra de franceses y conservadores.
Su mutua afición por la historia y las historias, los llevó
a releer a Rubén Darío y a publicar en México un libro
que recopiló las ambiciones de justicia que perseguía esta
joven generación americana: el Ariel de José Enrique Rodó
fue esa tarántula con mil extremidades que clarificó la di-
rección de la conciencia de aquellos estudiantes, que en la
década revolucionaria del 1900 transformó perfiles, pro-
vocó terremotos en las voluntades y afianzó el interés por
participar enteramente en la vida social.
Sobre el caso mexicano no sólo el uruguayo describió
la creación de asociaciones estudiantiles como el Ateneo
juvenil mexicano, sino que un apóstol caribeño logró que
el entusiasmo por esta lectura filosófica latinoamericana
tuviera un cauce que se consolidó, al menos, en una boca

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de río que desembocó en el hombre y la obra de Alfonso
Reyes y en un libro centenario lleno de pesimismos vanos,
que fue su primer libro, Cuestiones estéticas (1911).
Este misionero del Mar Caribe se llamaba Pedro Hen-
ríquez Ureña, quien supo de buena vena hacia dónde se
dirigía el futuro cultural del continente y la forma en cómo
podría impactar ese llamado arielismo pujante en aquellos
años. En uno de sus libros, Historia de la cultura en la América
hispánica, el escueto Pedro pinta un mural del panorama rí-
gido y positivista predominante a comienzos del siglo XX:
esa filosofía y ciencia unilateral, sólo basada en la razón,
que los estudiantes querían romper a toda costa.
Fue entonces que las palabras de Rodó cobraron valor y
forjaron entusiasmos entre los lectores, pues era un llama-
do lleno de esperanza para construir un futuro más huma-
no y justo, con base en el trabajo, en el libre pensamiento y
en la educación. El escritor uruguayo propuso que el espí-
ritu juvenil, inquieto y nervioso, fuera encauzado hacia el
estudio de todas las ciencias y disciplinas, sin dogmatismos
ni imperativos, sin trancas al paso en la adquisición del
conocimiento. José Enrique, 10 años antes de la Revolu-
ción mexicana, emitió una advertencia que se desarrolló
también al norte del continente, pues algunos noveles es-
critores realizaron una revolución en el pensamiento que
cambió la forma de entender la cultura.
El autor de Ariel se pregunta en su libro si esa fuerza hu-
manitaria, si esa idea de tolerancia y pluralidad “¿llegará a
materializarse algún día?” Pues con esa misma alegría por
la vida y la lectura me atrevo a decir que sí. Y que en Méxi-
co se consolidó en primera instancia con estos muchachos,
después con la generación de 1915, y hasta en los mismos

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poetas del grupo sin grupo Contemporáneos.
Es conocido el vigor y la terquedad de José Vasconcelos
por intervenir, como lo dijo el arielista, en la cosa pública;
es sabida la capacidad de Antonio Caso para comprender y
proponer nuevas guías, nuevas formas de estudio; pero el
caso de Alfonso Reyes me parece singular en este tiempo.
Fue en él que se materializó el poder creativo y la filosofía
anunciada por el autor uruguayo, al construir una obra de
largo aliento llena de fondos y formas sólidas.
El poco conocido escritor montevideano Carlos Real de
Azúa dijo en 1952, sobre su compatriota, que éste tuvo la
capacidad de alimentar su espíritu y su intelecto para crear
una obra llena de “forma, tiempo e ideas”, y así lo hizo
también el regiomontano, ya que para 1905, a sus 16 años
de edad, Alfonso tenía clavado con martillo que su destino
sería la creación literaria sin el ornamento a veces hueco
del modernismo, en cambio puso cuidado en la forma y el
fondo, como si fuera una llama doble. El bien pensar con
el bien decir, acompañado de la fuerza argumentativa de la
razón y de la fuerza vívida que sólo promete el espíritu y el
impulso impaciente de la temprana edad.
Entonces la fórmula Reyes parece estar integrada por
un método innovador en ese instante: forma y fondo, ra-
zón y espíritu, escritura y acción: la síntesis de Ariel en un
adolescente mexicano que llegaría a analizar y a cambiar la
cultura y la política de su tiempo. Mi idea es que el proceso
de transformación intelectual y literaria conocida después
como arielismo, sus preceptos y precedentes, se fueron
consolidando poco a poco en la obra de Reyes; que este
aliento e inquietud por lo hispanoamericano, en relación
con el mundo, provocó la incitación por conocer y experi-

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mentar el estado febril de los griegos para instaurarse en
una juventud espiritual eterna, con una voz clásica, bella y
a la vez profunda como lo es la prosa.
En ese texto Rodó rodó una piedra que se llama Goethe,
y puso como ejemplo a seguir a este romántico que escribió
y vivió la vida con libertad y esperanza. Real de Azúa afirma
que José Enrique fue así, y por lo que he leído pienso que
Reyes también. Johann Wolfgang von Gothe fue una de las
primeras lecturas y pieza medular en el pensamiento del
autor de Visión de Anáhuac, pero también los clásicos grie-
gos. Aunque Alfonso leyó, seguramente, primero a Goethe
antes que a Rodó, sé que los dos autores, el mexicano y el
uruguayo, se comunicaron a través de los griegos, pero so-
bre todo por medio del pensamiento de Goethe. Helenos y
la eterna avanzada humanista del Fausto se insertaron en la
mente de un acelerado adolescente que, años después de
estas lecturas, propiciará un cambio radical en la manera
de hacer literatura en Hispanoamérica.
Recuerdo que alguna vez leí la correspondencia que
mantuvo el adolescente Alfonso Reyes con un antiguo ami-
go de la ciudad de Monterrey. Las cartas fueron echadas de
Nuevo León a la Ciudad de México entre 1905 y 1910. En
ellas se encuentra la revelación de las primeras piedras de
un edificio en construcción.
Y si tomamos en cuenta que las necesidades de cam-
bio artístico y cultural expresado en el Ariel habían sido
repartidas a toda Hispanoamérica desde 1900, al menos
desde el inicio de esta correspondencia amistosa, en 1905,
se detalla que Alfonso, llamado entonces “niño poeta”, ya
percibía las transformaciones estéticas, la investigación his-
tórica rigurosa y el cultivo de la inteligencia aliada a los

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sentimientos; consejos similares a los de aquel libro: pues
comenzó a leer y a respirar a los griegos en todas sus for-
mas, trató de entenderlos cuando tradujo la Iliada. A través
de estos clásicos pudo comprender el drama humano en su
máxima extensión.
Adquirido ese helénico impulso productivo, en poco
tiempo se comió la musical literatura de Gustave Flaubert;
se enamoró de la libertad de pensamiento de Friedrich
Nietzsche, se volvió casi erudito en Mallarmé y de los poe-
tas románticos y modernos. Hacia 1906 el modelo previsto
por Rodó fue cuajando no sólo en él, sino en un pequeño
grupo de estudiantes que se reunían en una Sociedad de
Conferencias de la Ciudad de México, en donde las cien-
cias duras no valían más sino para aprobar las materias
preparatorianas.
En cambio, estas tertulias fueron juntas de conspiración
en contra de la ideología del régimen del dictador Porfi-
rio Díaz, y en donde los jóvenes “insurgentes intelectuales”
abrieron su mente y recibieron con un abrazo a la multi-
disciplina que siempre proviene de la aspiración a la liber-
tad: filosofía, historia, literatura y la incipiente psicología
fueron las fuentes del saber para explicar el quehacer de la
humanidad en su conjunto; yo lo llamaría enciclopedismo,
e incluso, Ilustración juvenil mexicana.
En Reyes este conocimiento autodidacta fue el que le
ayudó a dirigir su propio destino: aprender para enten-
der, escribir para construir, analizar la humanidad para
cambiar la vida del hombre en su conjunto. Capacidad de
análisis que adquiriría sólo a través del conocimiento de
la historia, pues sólo el conocimiento del pasado, de las
literaturas pretéritas, le permitiría “lanzarse al porvenir”.

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En ese instante, en que los estudiantes deseaban absor-
berlo todo para explicar y transformar su realidad, entra
en escena, ya con luz brillante, ya con voz cegadora, Pedro
Henríquez Ureña a compartir e incluso a orientar esa pa-
sión e interés desbordado. La prosa, le dice a Alfonso, “será
tu voz, pues sólo ésta te permitirá decir tus ideas e ideales
de la mejor forma, sin dejarte llevar por las expresiones
exclusivamente poéticas”.
Si Alfonso tomaba la primera opción, para seguir a sus
amigos poetas como Jesús E. Valenzuela y Alfonso Cravio-
to, directores de la Revista Moderna y Savia Moderna respec-
tivamente, se hubiera convertido en un exponente más del
modernismo, con temas de tono intimista, y nada de crítica
social.
Por fortuna ¿o desgracia?, se inclinó por el camino de
Henríquez Ureña, en donde los actos humanos están ante
todo y sobre todos: es decir, la cultura en su máxima expre-
sión, integrada por la política, la economía, las bellas artes
y las tradiciones o costumbres un tanto burguesas, y otras
un poco más populares.
En el camino de la metamorfosis de la Sociedad de
Conferencias al Ateneo de la Juventud y de ahí a las Con-
ferencias del Centenario de la Independencia (1906-1910),
el incipiente prosista ofreció ponencias aquí y allá para de-
mostrarse, para demostrar a sus contemporáneos sus do-
tes de pensador, mientras que a la par de estas lecturas,
su mente estaba gestando la primera muestra de toda esta
avalancha de apertura educativa y de entusiasmos dilata-
dos; es decir, el llamado arielismo se consolidó en el libro
Cuestiones estéticas, conformado por ensayos escritos por Re-
yes entre 1908 y 1910, y editado en Francia, en 1911, por

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la editorial P. Ollendorff.
El primer texto del libro, un ensayo sobre el teatro ate-
niense, explicado a través de sus tres máximos exponentes,
con probabilidad se produjo en el mismo 1908 cuando los
chicos de la Sociedad de Conferencias se debatían a duelo
por mostrar ante el público de la Ciudad de México quién
era quién en el conocimiento de la voz clásica. El resto de
los ensayos reflejan las inquietudes y los amores poéticos
de Reyes, pero sobre todo, aquellas aventuras literarias de
autores que reflejaron de cierta manera esa apertura re-
flexiva que él requería, al lado de Luis de Góngora y Ber-
nard Shaw, del poeta Stéphane Mallarmé, Goethe por su-
puesto, y también aparece un guiño de esos temas menos
literarios y más de tono social, al describir en una crónica
cómo se vivía un 15 de septiembre en la época porfiriana.
Cuestiones estéticas es el ojo de un huracán que estaba
arrastrando y arrojando alientos en los albores del temblor
colectivo que cimbró a México en 1910, y cuyos vientos
drásticos consolidaron a una nueva y joven intelectualidad
que innovó en las bellas artes, que renovó la forma de ha-
cer política, que inició una intensa comunicación intercon-
tinental (una especie de neobolivarismo), y que fundó ins-
tituciones no elitistas y sí populares. Al ver este escenario,
me imagino a José Enrique Rodó soltando una sonrisa por
el júbilo de ver consumado, al menos en una parte, lo que
ya miraba desde 1900, ese sueño escritural que, de idea-
texto, pasó a ser fenómeno social.
Precisamente en el prólogo de estas Cuestiones estéticas,
el peruano Francisco García Calderón, quien radicaba en
París a comienzos del siglo XX y quien cuidó la edición de
Alfonso Reyes a petición de Henríquez Ureña, menciona

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que el regiomontano era la punta de lanza del “arielismo
en América”, y ¿cómo no pensar esto? Si en uno de sus
discursos pronunciados en 1907, en el aniversario de la So-
ciedad de Alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria,
Alfonso tomó la palabra y emitió un llamado a sus compa-
ñeros para cambiar la educación y de este modo aventurar-
se a adquirir todo el conocimiento posible, para romper,
de una vez por todas, “aquellas fórmulas algebráicas” que
quieren “conducir la conducta”.
Además, en esa oratoria, quiso provocar un empujón
para formar un efecto dominó que despertara al alumno
de su apatía, para incentivarlo a explotar su razón a la
par de su pasión, y crear así un hombre dual interesado
en el cultivo de su pensamiento, pero también en el arte,
así como lo deseó el uruguayo; además, Alfonso Reyes le
dijo a su generación preparatoriana lo que Ariel vociferó
al continente, que nunca perdieran la alegría por la vida,
que siempre conservaran la fuerza vital de la juventud, que
“no por dedicados a tareas muy hondas desdeñaran llevar
siempre la risa entre los labios”. Esto lo escribió el autor
mexicano porque sus ojos se detuvieron y miraron a su al
rededor y observaron lo que el otro autor, al otro extremo
del hemisferio, percibió, que a “las nuevas generaciones de
estudiantes poco nos queda de esa risa… Alumnos de la
Preparatoria, nunca sean adustos. Antes bien sed risueños,
sed audaces, sed libres”.
Estas fueron las palabras del adolescente que ya se creía
hombre y que se quejaba de la apretada camisa positivista
y porfirista. Estas fueron las primeras palabras del hom-
bre que nunca dejó de ser un adolescente. Y aunque esta
alocución no se imprimió en la primera edición de Cues-

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tiones estéticas, tal vez por el tono solemne, tal vez porque
no se sintió seguro para imprimirlo, su autor lo anexó en
el primer tomo de sus obras completas, justo al lado de los
ensayos que integran este libro que, en su conjunto, es una
prosa llena de poesía que invitó a formar una inteligencia,
y no una inteligencia presuntuosa e hipócrita, sino una fac-
tible que contribuyó a cambiar nuestra realidad, pues es
una invitación para saber elegir, para descartar o esquivar
los reveces de la existencia; es una invitación para ser cada
día más justos, más libres, y por qué no decirlo, más felices.

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Cuestiones estéticas:
el libro revolucionario
previo a la Revolución

E
n plena revolución brasileña, el embajador de
México en Río de Janeiro se dirigió a la Facul-
tad de Derecho para pronunciar un discurso. Co-
rría el año de 1932 y la violencia y la expectativa
peleaban un lugar en el espacio. En sus manos traía unas
hojas sueltas en donde la palabra Goethe resaltaba a lo lar-
go del escrito. A los estudiantes universitarios les dijo que
la inteligencia no es un acto petulante, sino que es parte
de la esencia humana, tan natural como la política, tan a
fin como la vida en sociedad, y que sólo cultivándola, se
podrían lograr las transformaciones sociales que América
Latina necesitaba para obtener un nivel óptimo de justicia
y civilización.
Durante esta revolución, el diplomático recordó los años
turbulentos y enriquecedores de aquella otra revuelta, la
que comenzó en el norte del continente en 1910, cuyos
primeros pasos se dieron, algunos meses antes, desde el
ambiente artístico. Durante esa conferencia, en la enton-
ces capital del gigante sudamericano, también dijo que de
nada servía que los intelectuales se quedaran con sus ideas,

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si no las ponían en práctica. ¿Qué sabía de política este
escritor que se las daba de erudito? La respuesta está en su
trabajo.
Dos años antes, al estallar las revueltas cívico-militares
que derrocarían al gobierno de la vieja y elitista república
de Brasil, para instaurar un nuevo régimen de carácter so-
cial, el mismo embajador fue el primero, en todo el mun-
do, en echar a andar la política mexicanísima de no in-
tervención extranjera y autodeterminación de los pueblos,
conocida después como la Doctrina Estrada.
En 1926, cuando este mexicano se encargó de las rela-
ciones entre Francia y México, logró restablecer la comuni-
cación entre ambas naciones, después de la histórica pero
no tan bien vista Revolución mexicana, a base de estrechar
buenas amistades, a base de tender puentes culturales por
medio de la escritura en la prensa francesa. Entonces, lo
que aquel diplomático dijo ante las juventudes brasileñas
no eran palabras improvisadas o extraídas de alguna lectu-
ra nocturna, sino que eran reflexiones de sus experiencias
en América y Europa. Si la pasión por la historia y la filo-
sofía unió a este embajador con uno de sus viejos amigos,
José Vasconcelos, la política también fue uno de sus lazos
más fuertes. Ambos creían en la política, pero desde distin-
tas trincheras.
Vasconcelos desde la militancia, mientras que el diplo-
mático desde la invitación para poner en práctica las ideas
humanitarias y civiles, ambos creían en la praxis política
como mecanismo para erradicar las mezquindades y las
demagogias imperantes. Sabían que el trabajo intelectual
era un golpe certero que poco a poco derrumbaría para-
digmas y construiría estructuras en forma de diálogos, li-

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bros, asociaciones, instituciones, legislaciones, ideologías.
Ese llamado a la juventud de Brasil no fue algo inédito
e improvisado, pues el mismo embajador lo hizo en sus
años estudiantiles, cuando los jóvenes mexicanos tampoco
tenían participación en la vida pública.
Desde 1906, al lado de un pequeño grupo interesado
principalmente en la literatura, la historia y la filosofía,
encabezó una campaña revolucionaria con el objetivo de
instaurar el “amanecer de una nueva era” para México. Al-
gunos jóvenes profesores y sus alumnos estuvieron en el
movimiento que le dio sentido a dos publicaciones: Revista
Moderna y Savia Moderna, en donde los aspirantes a poetas
y pensadores publicaron sus primeros textos; fue ahí cuan-
do este personaje, que años después también emprendería
una política para ayudar a la causa de la República espa-
ñola, decidió al lado de otros romper con el orden instau-
rado desde la cúpula del dictador militar, y aunque parez-
ca irónico, en esas mismas páginas quebró de una vez por
todas el interés, si alguna vez lo hubo, de continuar con la
corriente modernista.
A sus 17 años supo, porque él mismo eligió ese camino,
que no escribiría sólo para él y sobre él, sino que escribi-
ría siempre sobre el drama humano, no un drama ficti-
cio, pero sí clavado en la fantástica e insoportable realidad.
Esta idea fue transformadora en su momento, ya que la
mayoría de los escritores mexicanos de la primera década
del siglo XX estaban acostumbrados al toque sentimental,
a los golpecitos y revelaciones íntimas, a la vida decadente
y dramatismo individual. ¿Por qué un novel preparatoria-
no quería hablar sobre lo que ocurría en la sociedad? Esta
decisión, aunque en este siglo XXI es criticada por algunos

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“ensayistas”, le abrió la puerta en su tiempo al futuro em-
bajador para colocarse en el grupo que comandaría una
de las primeras campañas revolucionarias años antes del
comienzo de la lucha política y armada: el juvenil Ateneo
mexicano.
Esta reunión de febriles voluntades organizó conferen-
cias, lecturas sobre autores vanguardistas y sobre novedo-
sas teorías filosóficas, literarias y psicológicas; abrió brecha
para darle un nuevo carácter a la Universidad Nacional y a
la Escuela de Altos Estudios (hoy Facultad de Filosofía y Le-
tras), y sobre todo, este grupo construyó un nuevo modelo
educativo: sus ideas sobre la gente, sobre una nueva vida cí-
vica, sobre la justicia entre los ciudadanos, se reflejaron en
la instauración de la Universidad Popular: una educación
para todos, sin restricciones ni elitismos.
Esta idea jamás abandonaría a Vasconcelos y mucho me-
nos al que con las décadas sería también representante de
México en Argentina, pues en sus años juveniles, de 1906
a 1910, en sus primeros textos, se pueden ver sus inquie-
tudes de cambio en la política y en la cultura; además, en
ellos vislumbró la revolución que ya tocaba a la puerta.
Esto se puede leer entre líneas, sobre ellas y con ellas, y
no hay más ciego que el no quiere ver, pues en la recopila-
ción de estos primeros artículos, en aquellos que integran
también el libro Cuestiones estéticas, se halla el espíritu de esa
campaña armada de las letras y de la nueva ideología que
se fue formando en el país. En ellos no sólo hay una buena
y cuidada prosa, como muchos se aferran a ver, sino que
hay pasión, intriga y arrebato juvenil, producto exclusivo
de la liberación de las pasiones. Los ensayos redactados en
aquel tiempo por este escritor y futuro político mexicano,

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al igual que su libro Cuestiones estéticas, pueden ser conside-
rados como literatura de la revolución en México.
Si bien es cierto que no se incrusta en la llamada novela
de la Revolución mexicana, pues sus textos no hablan so-
bre el proceso bélico y político que se originó tras la caída
de Porfirio Díaz, sí detalla las señales y anhelos previos de
transformación. Sólo la potencia y la necesidad de evolu-
ción colectiva de La raza cósmica, editada en 1925, se puede
comparar a esta breve colección de artículos que se publi-
caron en la prensa escrita mexicana y que se mantuvieron
inéditos hasta su primera recolección editorial ocurrida
hace más de un siglo.
“Julio Ruelas, subjetivo”, ensayo publicado en el mes de
septiembre de 1908 en la mítica Revista Moderna, y reedi-
tado en las Obras Completas, en el mismo tomo donde están
las Cuestiones, es un ejemplo de la prosa pulida de este inte-
lectual, pero también es la idea candente que desentrañó el
pulso mexicano de los instantes previos al temblor.
Julio Ruelas, dice el ensayista, es un torturado que de
igual forma mira a la belleza que a la muerte, al horror con
el mismo deseo con el que siente la lujuria. El articulista
de la Revista Moderna desentraña este arte que ya no es
modernista, en el que sólo se cuidaba la estética, sino que
encuentra y presiente el advenimiento de una nueva mane-
ra de expresar las emociones y el ser, a través de la libertad
expresiva que provoca el toque subjetivo.
Dice que en los aguafuertes y dibujos de Ruelas ya no
encuentra exclusivamente estructuras estáticas, sino paisa-
jes completos ocultos que sólo la mirada del espectador es
capaz de comprender. Julio Ruelas no pinta expresiones,
pues su pintura es expresión en sí. No pinta hombres con

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cara de terror, sino que sus escenas provocan en la psicolo-
gía del que mira un terror acumulado de tanto simbolismo
que espanta y atrae.
Cuarenta y tantos años después de la publicación de este
ensayo, Justino Fernández escribió en el libro Arte moderno
y contemporáneo de México (1952), que en esos primeros bal-
buceo del siglo XX, Ruelas provocó un arte nuevo basado
en la liberación y que el entonces escritor de “Julio Rue-
las, subjetivo”, fue el único en ese momento que alcanzó
a entender y a plasmar con palabras la necesidad artística
de la consolidación de esta novedosa ruptura estética en
México. En 1908 el prosista y analista de los vaivenes de su
década hablaba de alternancia, de un cambio en la esfera
social, sobre los síntomas de una renovación completa del
régimen.
En “Julio Ruelas, subjetivo” el joven escritor toma la de-
lantera, al menos con la pluma, y mata de tajo al decaden-
te macrocosmos de la época: “las exaltaciones del pensa-
miento contemporáneo, a través de las cuales caminamos
a una era de nuevo delirio, asfixiados ya por varios siglos
de razón”. ¿Que si una de sus fuentes primordiales para
desmenuzar esta realidad fue Friedrich Nietzsche? Por su-
puesto. La idea de la muerte de Dios y de la liberación del
espíritu y la inteligencia estaban sumergidas desde hace un
rato en sus vigilias, y afloraron en ideas para interpretar lo
que estaba ocurriendo en su mundo: el rompimiento de
esquemas y del imperio de la razón, el escape final hacia
una luz que habría que interpretar. “¡Matemos a la verdad!
¡Liberemos el espíritu!, eran los alaridos del momento”.
En 1955, cuando este embajador retirado en su país
se hizo cargo de la presidencia de El Colegio de México,

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aceptó que su texto anecdótico sobre cómo fraguó estos
ensayos fuera publicado en la revista Lectura. Crítica de ideas
y libros. Al comienzo de estas páginas, los editores de la pu-
blicación de corte humanista y cristiano describieron que la
obra de este autor siempre ha tenido “el anhelo de pene-
tración en lo hondo de las cosas”, penetración que estuvo
presente desde sus Cuestiones estéticas, y así lo refleja uno de
sus ensayos: “La noche del 15 de septiembre y la novelística
nacional”, el cual se incrusta en esta corriente liberadora.
Publicado por primera vez en El Antireeleccionista en
1909 y recogido después en este primer libro, el ensayo
es una invitación para que los escritores, en especial los
novelistas mexicanos de la primera década de aquella cen-
turia, dejaran de narrar sólo la realidad, para aventurarse
a descubrir nuevos mundos a través de la invención de lo
“inexistente”.
El entonces llamado “benjamín” de la generación del
Centenario criticaba las meras descripciones cotidianas de
los jóvenes novelistas que se aferraban a la idea de que la
literatura era mexicana en tanto describiera elementos su-
puestamente tradicionales como las fiestas patrias de sep-
tiembre. Este parece ser el embrión de la polémica que el
escritor mantuvo años después con Héctor Pérez Martínez,
en torno a la literatura nacional y universal.
El autor de este ensayo vuelve a ser nietzscheano y mata
otra vez al dios Verdad e incita como guerrillero, desde su
trinchera, a destruir la patraña de la descripción de esce-
nas desabridas con fríos escenarios folclóricos e incita a vo-
lar hacia otros universos en donde la imitación no debe ser
más fuerte que la pura creatividad.
En el texto se queja de los escritores realistas los cuales

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seguían alimentando la retórica vacía y sin sentido de las
tribunas, para complacer a los servidores públicos, lo cual,
sólo “envenena el civismo”, es decir, la participación políti-
ca del ciudadano mexicano que, en 1909, ya estaba al bor-
de del delirio debido a la dictadura y a los escasos derechos
políticos. Continuando esta vertiginosa idea de cambio, el
joven crítico pronunció un discurso en las conferencias que
celebraron los 100 años del inicio de la guerra de Inde-
pendencia de México, y tomó la palabra para hablar sobre
la trascendencia del poeta potosino Manuel José Othón y
sobre otros temas que estaban al margen, pero que golpea-
ban cualquier entusiasmo.
Era el 15 de agosto de 1910, el lugar estaba designado
por los mismos integrantes del Ateneo: el Salón de Actos
de la Escuela Nacional de Jurisprudencia. Antes y después
de las palabras sobre Othón, otros integrantes como Caso,
Henríquez Ureña, Carlos González Peña y el desesperado
pero brillante José Vasconcelos tomaron la palabra en el
mismo circuito centenario.
En un largo discurso, el amigo más cercano de Henrí-
quez Ureña describió y explicó la importancia de la poe-
sía del potosino, la cual era indispensable en ese tiempo
para aprender a amar las estructuras básicas de la sociedad
mexicana: la tierra, la familia, la nación, pero amarlas, dijo
el ensayista, con “un ideal sobre humano” que pueda “edu-
car a generaciones enteras”.
¿Qué era este ideal? El ideal para él era una ruptura
para arribar a un estado general de cohesión; era liber-
tad de acción del individuo para encontrarse con sus se-
mejantes en un nuevo orden cívico. En el último párrafo
de la conferencia, el ateneísta dictó el objetivo de todo su

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grupo: que la gente tuviera nuevos ideales surgidos de la
voz de sus poetas, de sus escritores, voz que ya no seguiría
el imperativo del dictador, sino la “voz multánime de su
pueblo”. Y éstas no son palabras huecas, pues el grupo es-
taba en contra de la demagogia y la palabrería. Este ideal y
acción que pronunció el aprendiz de crítico se materializó
dos años después cuando el Ateneo creó la Universidad
Popular Mexicana, que fue el primer modelo de educación
para los “no privilegiados, que forman el pueblo”, pues “si
el pueblo no puede ir a la escuela, la escuela debe ir al
pueblo”.
Eso era la Universidad Popular, la síntesis de los anhelos
que plasmó, al menos, el ensayista en Cuestiones estéticas y
en sus textos aledaños; era ese impulso de igualdad y de
justicia en donde todos pudieran encontrarse con todos a
través de la educación, una educación entendida como la
única forma de comprender el mundo entre iguales para
adquirir la libertad, una libertad política que México an-
helaba y sigue anhelando. El Ateneo hizo su parte para
emprender la revolución desde su campo, y el ensayista
con este libro que puede considerarse como el libro revo-
lucionario antes de la Revolución. Una revolución desde el
pensamiento que tuvo su culminación en la acción educa-
tiva popular.
Veinte años después de este suceso, el embajador de Mé-
xico en Brasil regresó de su charla con los estudiantes de
derecho del país sudamericano, en donde les aseguró que
los intelectuales y los jóvenes deberían trabajar de la mano
para lograr una verdadera “transformación social”. El em-
bajador no tenía que demostrar nada a nadie ni pensar
que con ese discurso llegaría a perdurar como intelectual

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y político, pues él con un guiño nos muestra, en cada ins-
tante, que su obra “es un arte de perdurar”, pues su trabajo
de transformación individual y colectiva se efectuó desde
1911 y aún sigue en marcha un siglo después.

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La terquedad de la esperanza

E
n los últimos meses de 1893 el entonces joven
y olvidado escritor Agustín Alfredo Núñez tocó
a la puerta de la casa del historiador mexica-
no Luis González Obregón para solicitarle que
escribiera el prólogo de su más reciente libro de crónicas y
ensayos de la vida cotidiana titulado Bagatelas, entonces el
historiador soltó una sutil sonrisa. Se sabe que no se rehusó
y en contraposición del título, redactó un diagnóstico de la
prosa mexicana en aquella lejana y pantanosa década pre-
via al fin del siglo XIX.
González Obregón advirtió que en ese instante la prosa,
en especial los textos basados en la erudición y la crítica,
eran considerados “anacronismos” que la mayoría de los
escritores habían olvidado, argumentando que los ambien-
tes literarios estaban cooptados por la poesía inyectada de
“morfina”, pero carente de saber. ¿Para qué escribir un pró-
logo en estos “tiempos decadentes”, cuando nadie cultiva
ya el estudio ameno y continuo? Se preguntó con enfado
el orgulloso historiador al leer y observar la obra ornamen-
tal de los escritores modernos quienes cohabitaban con los

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académicos, cuyo conocimiento duro nada “tenía que ver
con el pueblo”.
Frente a su escritorio, al lado de una pila de papeles y
libros empolvados, extrañó la prosa de Fernández de Li-
zardi, de Prieto y Peza, de Altamirano y la originalidad de
Micrós, sólo así pudo cerrar los ojos, frotarse el rostros con
la mano izquierda e imaginar un futuro en el que la prosa,
a manera de crónica, a manera de ensayo o prólogo, estu-
viera cargada con ideas y argumentos, bajo un estudio ri-
guroso e imaginación renovadora, sin carecer de la calidad
emotiva con la que otros escritores, décadas atrás, la habían
practicado.
Más de treinta años después de la muerte del histo-
riador, ocurrida en 1938, el sobrio pero inquieto crítico
uruguayo Carlos Real de Azúa entregó a la editorial Arca
el manuscrito de su libro Historia visible e historia esotérica
(1974), en un momento muy diferente, en que la prosa ya
había alcanzado su apogeo y consolidación.
Sin saberlo, el montevideano registró en sus páginas esa
etapa cultural que alguna vez describiera el prologuista de
aquel libro de bagatelas, en el que comenzó a gestarse un
cambio en el pensamiento cultural latinoamericano y en su
forma de expresarse a través del ensayo, para dejar atrás
a autores que escribían sobre los supuestos retrasos políti-
cos, económicos y culturales de la región, en comparación
con Europa y los Estados Unidos, para comenzar así un
renovado aliento de apertura, una escritura bañada de di-
versas ciencias y disciplinas artísticas aunadas a la historia
e impulsadas por una generación de jóvenes que ya no se
sentirían miembros de países “bárbaros” y “exóticos”, sino
integrantes de una civilización surgida del choque de tra-

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diciones prehispánicas y occidentales.
Esta generación que soñó Luis González Obregón, y que
después describió con entusiasmo Real de Azúa, no siguió
otro objetivo sino el que dictaban sus ilusiones y la terque-
dad de la esperanza. ¿Qué ocurrió en medio de estos dos
instantes?, ¿qué se escribió de 1893 a 1974?
Parece ser que entre los dos polos temporales y geográ-
ficos –México y Uruguay- corre un río subterráneo que ha
comunicado a ambos puntos por generaciones y que ha
puesto en diálogo permanente a los individuos, pues un
mexicano, Alfonso Reyes, fue uno de los primeros en re-
flexionar y en poner en acción los requerimientos creati-
vos y sociales que alguna vez mencionó el uruguayo José
Enrique Rodó, cuyo Ariel deslumbró al continente desde
el cabalístico año de 1900. Tanto Rodó como Reyes eran
jóvenes, ambos miembros de la generación de la esperan-
za. Mientras Alfonso preparaba lo que después se conoce-
ría como arielismo, desde el Caribe llegó, como un alfiler
puntiagudo que picó en la conciencia del adolescente, otro
individuo, que también contenía todos los pesimismos de-
rrotados de nombre Pedro Henríquez Ureña. “Sométete a
la voz clásica para expresar tus ideas; lee Historia, a los
clásicos y contemporáneos a la par, para comprender tu
presente; atiende a la prosa que será la vía de expresión
de tu inteligencia; no más moldes vacíos, no más poesía
modernista, sólo fondo y forma a través del análisis y la
imaginación”, le dijo el dominicano a Alfonso Reyes una
tarde de 1907 mientras caminaban por las calles de la Ciu-
dad de México.
¿Qué quería decirle Henríquez Ureña al adolescente
mexicano con estas palabras? Que los tiempos eran los óp-

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timos para aventurarse a romper las estructuras, a liberar
el espíritu, el pensamiento, y un poco el cuerpo, ¿por qué
no?, para reconstruir la tradición y crear una nueva. Si 15
años antes la prosa era el género olvidado, y la literatura
y la ciencia eran sólo expresiones de círculos minúsculos,
entonces, en la primera década del siglo XX el ensayo se-
ría el vehículo idóneo para trabajar y cubrir las mayúsculas
necesidades del momento.
Reyes ejercitó por su cuenta el llamado de Rodó para
estudiar todas las disciplinas, traer el mensaje propositivo
griego y trabajar en beneficio racional y espiritual del in-
dividuo que habita en Latinoamérica. ¿Cómo conjugar crí-
tica social y creatividad artística? En el ensayo encontraría
la respuesta y su principal sendero. Reyes como pocos, fue
maestro del ensayo moderno, arma para acrecentar sus in-
tereses literarios e instrumento sociopolítico para reflexio-
nar sobre su tema fundamental: la humanidad.
A partir de aquí se abre el telón. De pronto, en una es-
cena, se puede ver a Alfonso parado en un punto de Amé-
rica y girando hacia todas direcciones. A un costado está
José Enrique susurrándole al oído, al otro Henríquez Ure-
ña sosteniendo su pluma, y es ahí donde su mirada se pier-
de en el horizonte para hacer lo inevitable: descubre que el
ensayo, pese a todos los peses, debe recuperar su esencia,
aquella forma libre, desenvuelta, sin límites e incalificable
en donde todos los temas y estructuras, en donde todas
las preguntas y respuestas pueden suceder. Ensayo, género
de géneros, rey de reyes. Si el positivismo había levantado
gruesos muros infranqueables, el ensayo en Reyes sería el
cincel que tiraría los ladrillos para levantarlos uno a uno,
para observarlos, pulirlos, y colocarlos de vuelta en el piso

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pero en otra posición.
Desde la época postrera a la Revolución en México, este
escritor comienza a configurar un código ensayístico, escri-
tural y de pensamiento, que no lo abandonaría por el resto
de sus días, pues el Código Reyes es una dialéctica perma-
nente que hace chocar polos para acercarse siempre a un
ecuador mesurado, depurado, lúcido y lumínico.
Cincuenta años después de su muerte algunos critican
aún esta posición serena que buscaba el justo medio, que
según ellos, impidió que la literatura de este escritor pu-
diera “perdurar”; pero surge una pregunta: ¿entre tantos
radicalismos, entre la desmesura de aquéllos y estos tiem-
pos, no es esa serenidad, precisamente, lo que hace falta?
Alfonso entendió que por medio del ensayo la población
mexicana podría acceder a la educación, al conocimiento,
a la divulgación de las artes, para analizar el quehacer po-
lítico, los valores sociales y la creación estética: ni la poesía
ni la novela tenían tanta amplitud en ese tiempo como este
texto capaz de cubrirlo todo.
Si Rodó le había medido el pulso a esta necesidad de li-
bertad y mesura, Reyes no quiso rezagarse en este engrana-
je vanguardista, pues sentaría el cimiento más contundente
de su obra en los textos de su primer libro y ahí están las
claves para comprenderlo.
Fue en su primera etapa como ensayista que fincó el
cuerpo e interior de sus letras; nada de que fue un escritor
que se formó durante su exilio; nada de que es extranjeri-
zante. Dicen que para la construcción de una obra es im-
portante la primera piedra, y la primera piedra alfonsina
está en el ensayo que abre sus Cuestiones. “Las tres Electras
del teatro ateniense” es un texto amplio, escrito original-

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mente en 1908 para las conferencias sobre Grecia organi-
zadas por un grupo de estudiantes.
Este ensayo es un tríptico, que se despliega de a poco,
en que coloca en perspectiva al personaje mitológico de
Electra, hija del aqueo Agamemnon quien fuera asesinado
a traición por su esposa, y analiza cómo Electra fue mane-
jada por los tres grandes del teatro helénico: Esquilo, Sófo-
cles y Eurípides. ¿Habrá sido el destino o un hecho preme-
ditado? No se sabe, pero parece una feliz armonía que en
este trío el mexicano hallara la serena clave del par: ya que
Reyes agoniza con la Electra de Esquilo, se exalta con la
de Sófocles y sabe que la fusión de ambas Electras formará
a una tercera que contendrá a todas las anteriores. Es ahí
que encuentra el código reflexivo, aquel proceso dialéctico
en donde una es la tesis, otra la antítesis y llega a la síntesis
para desarrollar éste y el resto de sus reflexiones.
Al escribir este ensayo, Reyes pasa por el ágora y se di-
rige al teatro. Desde lo alto del semicírculo contempla la
tragedia de Esquilo, observa a una Electra divinizada, la
cual no tiene piernas y cuyo cuerpo son fibras flotando que
se confunden con el paisaje aledaño. Sólo se distinguen sus
características corpóreas, mas no sus contornos humanos.
Se ve el rostro rígido y la soltura de sus extremidades. Pero
hay un pequeño brillo en sus ojos en el que Alfonso Reyes
distingue por dentro, a pesar de su carencia de estructu-
ra superficial, que la Electra de Esquilo está estallando en
emociones que únicamente los dioses pueden conocer, ya
que los espectadores, incluido el mexicano, sólo presienten
una chispa de lo que está ocurriendo.
También Alfonso sabe que ésta es más cercana a la di-
vinidad que a la esencia humana, y que representa altas

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virtudes como la serenidad, la inocencia, la virginidad y el
heroísmo. Al notar esto, el ensayista echa a andar su análi-
sis y no hay más remedio que contraponerla con otra figura
mitológica y teatral, trae a la memoria a la virgen moderna
que es la Ofelia de William Shakespeare, que de manera
contraria ésta es humanizada, rebelde, expresiva, incluso
desquiciada y es ahí cuando entiende el trabajo de Esquilo,
de inundar con fuerzas ocultas e impenetrables a su Electra
para llegar al encuentro con su hermano Orestes y a la fa-
tal venganza contra su madre, en donde arrojará un solo y
certero impulso de rabia mortal para conseguir el objetivo
de la tragedia: ir de un extremo a otro, de la serenidad vir-
ginal al coraje contundente y a la exaltación de sentimien-
tos que segundo a segundo se van consumiendo apacible,
cálida y liberadoramente.
Al terminar esta puesta en escena, Alfonso se da cuen-
ta que aún tiene boletos para dos funciones más. Sale de
este teatro y se dirige a otro salón en donde Sófocles está
contando la misma tragedia pero con otros matices. Ahí el
escritor griego plasma el significado de la tragedia: la con-
frontación de fuerzas universales y de emociones que van
en escalada de la alegría al dolor.
Este choque de temperamentos, que Reyes conocía des-
de Esquilo, lo vuelve a golpear para confirmar sus suposi-
ciones: la vida humana puede explicarse si se conocen las
virtudes y defectos, las voluntades y emociones desde los
extremos hasta el colapso de éstos. Del blanco al negro y la
infinita gama de grises.
Sófocles se da cuenta que entre el público está el joven
escritor del siglo XX, aquel aprendiz de humanista, por lo
que el griego pone en acción su drama y el choque de ge-

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nios: su tragedia no es protagonizada en exclusiva por Elec-
tra, sino que introduce a su hermana Crisótemis para jugar
de contraparte. Electra se inclinará hacia el heroísmo, la
rebeldía, la fuerza física, hacia el dolor y el amor exacerba-
do, mientras Crisótemis, la otra hija de Agamemnon, será
el lado contrario: sumisa, indecisa, timorata, virgen.
Alfonso Reyes observa cuidadosamente y se da cuenta
que no hay drama interno en ellas, no hay misterio o con-
vulsiones ideológicas o morales, sino que son simplemente
arquetipos que actúan según las circunstancias, pues si hay
dolor hay que vengar, si hay impresión hay que llorar, si
hay deslealtad hay que enfurecerse, si hay felicidad pues
hay que amar.
Sin embargo, esta dualidad y golpeteo de emociones
extrovertidas muestran a Reyes solamente una cara de la
humanidad, una careta del drama de la vida, ya que Sófo-
cles, sobre todo, trabaja la forma exterior, los contornos hu-
manos y las expresiones físicas en acción, mientras que en
el lado contrario se encuentra la Electra de Esquilo, cuyo
exterior era prescindible mientras no decayera su fortaleza
y su agonía interna. Uno era constructor de moldes, el otro
hacedor de rellenos impenetrables.
Habría que esperar que los tiempos cuadraran para
arribar a un puerto nuevo en donde todo fusionado con-
formara una espiral que recorriera todo lo humano hasta
el centro, pero para esto, habría que esperar a la siguiente
función, donde Eurípides condensará todas las pretensio-
nes del pensamiento y la irracionalidad.
Alfonso Reyes despierta. Se da cuenta que todo ha-
bía sido un sueño y cavila un momento en medio de la vigi-
lia. Se había quedado dormido alrededor de sus libros: He-

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gel, Coleridge, Weil, Nietzsche, Otfried Müller, Gaultier,
Egger, y otros más reposan a su lado como constantes vigías
de sus meditaciones. Realiza anotaciones en una libreta de
lo que pudo recordar en su sueño, después, todo comienza
a oscurecerse y Grecia regresa a él.
El público está a la expectativa, quiere presenciar la tra-
gedia de Electra creada por Eurípides, éste, escritor culto
y sabio, no quiere representar una protagonista con tintes
explosivos y directos, pero tampoco a una virginal e inal-
canzable. Eurípides voltea a ver a la gente y se encuentra
con el rostro de Alfonso. Reyes lo observa fijamente y se
identifica con una sutil sonrisa que sale de su cara. La sín-
tesis dramática surgida de sus antecesores llega a su cul-
minación, pues la Electra de Eurípides es la más humana,
en donde la serenidad y la emoción ocurren en un mismo
espacio gracias al flujo continuo entre la pasión y el uso de
la razón.
El joven ensayista se da cuenta que Eurípides pierde
cantidad emotiva al sumarle a sus personajes la reflexión y
astucia que los hace tan humanos. Aquí Electra sabe de la
traición materna y de la rabiosa venganza de su hermano,
y en vez de sufrir en silencio o exigir ferozmente el ma-
tricidio, ésta se contiene y regula sus pasos, sus palabras y
lágrimas. Astutamente Electra sabe cuándo es el momento
preciso para actuar, hablar, matar o callar y poner en prác-
tica esa intuición de mujer que no tenía ni en Esquilo ni en
Sófocles.
Alfonso reconoce en esta tragedia las complejidades del
ser, reconoce en el arte griego por excelencia los símbolos
y características de las reacciones del individuo con base en
los vaivenes climáticos, naturales o divinos. Recorre, siente

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y medita en esta historia literaria las convulsiones espiri-
tuales y la enérgica irracionalidad, pero también reconoce
el acto moral del coro griego que en la puesta en escena
hace reflexionar a los actores y al público para echar a an-
dar la inteligencia y reconocer así las virtudes y los lastres.
La conclusión de sus meditaciones llega con Eurípides,
que en lugar de estallar de rabia o en un sufrimiento in-
terno, mezcla ambas cualidades: impulsos y análisis que se
opacan poco a poco por temor a expresar los verdaderos
sentimientos; con ese miedo que no conocen los dioses,
pero que le es tan propio a los mortales.
El autor de “Las tres Electras del teatro ateniense”, más
que identificarse con alguna de las tres historias o con al-
guno de sus personajes, sabe que su lugar está en la parte
central en el coro, ese que está entre la escena y el público,
aquel coro que conoce y reconoce los valores, las pulsiones
y las expresa en todo momento para que las personas, que
están en ambos lados del teatro o del libro juzguen, sien-
tan, critiquen, y al final, saquen sus propias conclusiones.
Alfonso Reyes forjó con el ensayo, desde este primer li-
bro de Cuestiones estéticas, un auténtico abrevadero de cono-
cimientos impares, que vieron en la dialéctica, en el choque
de arquetipos humanos y de fuerzas de la naturaleza, una
posible respuesta para conocer un poco mejor el Universo,
o al menos, para abrir puertas nuevas a preguntas que fue-
ran capaces de clarificar la existencia.
Por esta forma de análisis escritural, a partir de este pri-
mer ensayo dedicado por cierto, al otro arielista y pensa-
dor vanguardista Pedro Henríquez Ureña, Alfonso ya pue-
de ser considerado un humanista, y no sólo eso, sino un
escritor universal, por entender los signos y las caprichosas

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voluntades del mundo sobre el individuo.
Al terminar este ensayo Alfonso Reyes cerró sus libros y
los colocó en un mueble; había captado a la perfección la
esencia del drama, de la cultura clásica y de las ciencias y
teorías más novedosas de su tiempo, la filosofía de Hegel
y el pensamiento liberador de Nietzsche, el revolucionario
psicoanalismo de Sigmund Freud y la compañía perma-
nente de la Historia.
Bajo estos preceptos se lanzó a leer y a escribir todo tipo
de literaturas y temas, esto quedó reflejado también en el
texto “Sobre la simetría en la estética de Goethe”, que es-
cribió en abril de 1910, pero que se imprimió un año des-
pués en las mismas Cuestiones estéticas.
En este breve ensayo se puede leer a un Reyes desen-
vuelto y seguro de su método analítico. Pues encuentra una
estructura similar a la dialéctica usada por los griegos, y
por él mismo, en la obra de Goethe, en especial en su Faus-
to, en donde el mexicano toma conciencia que el escritor
alemán se basó en la tragedia helénica para escribir la obra
cumbre de las letras germánicas.
Ese choque de opuestos en Goethe no es una lucha sino
un tremendo par. Una melodía en donde corren de mane-
ra paralela dos historias que se cruzan y deshacen pero que
continúan en línea recta hasta el final. Por un lado Alfonso
describe que en Fausto hay dos parejas, una noble y amoro-
sa, la otra innoble y vulgar: Fausto y Margarita, la primera;
Mefistófeles y Marta secundando. Alfonso Reyes se intro-
duce en un jardín primaveral para escuchar los cándidos
susurros de los enamorados y también brinca a un bosque
grisáceo otoñal en donde Marta y Mefistófeles gritan pala-
bras lascivas llenas de goce y deseo.

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La simetría en Johann Wolfgang von Goethe, escribe el
joven regiomontano -ciñendo el rostro- en su cuaderno de
notas, es la misma forma de ver la vida que el choque de
contrarios en la tragedia, donde la simetría es la lupa que
antaño utilizara el coro griego para juzgar los caracteres
humanos e indicar así el camino que llevarían al sufrimien-
to o a la felicidad: ley moral y método estético por excelen-
cia en la obra de Reyes.
Entonces, ¿cuál pudo haber sido el otro título de Cues-
tiones estéticas? La respuesta está en el proceso de simetría
y en el mismo nombre del libro, sólo hay que quitar tres
letras, las tres primeras de la segunda palabra para que el
resultado brinde la otra cara: Cuestiones éticas.
Si el ensayo en tiempos de Luis González Obregón al fi-
nalizar el siglo decimonónico era abundante en imágenes,
pero carente de sustancia, y en tiempos de Carlos Real de
Azúa, en pleno siglo XX, se dirigía hacia la autoritaria es-
pecialización de la crítica social pero sin una prosa cuidada,
el momento de Reyes es histórico, pues en él se conjugan
por vez primera ambas cualidades: ética y estética.
En el mismo camino, pero años o décadas posteriores,
José Vasconcelos, José Carlos Mariátegui, Samuel Ramos,
Germán Arciniegas, Leopoldo Zea, Jorge Luis Borges, Oc-
tavio Paz, Ernesto Sabato, el mismo Real de Azúa, Mario
Vargas Llosa incluso, harían lo propio, pero antes que ellos,
Alfonso en 1911 ya había instaurado en un solo hecho la
alegre y sólida dualidad; aquella figura con calidad metá-
lica que él mismo llamaría después el Centauro de los gé-
neros.
¿Por qué el ensayo, y en especial el ensayo alfonsino es
un centauro? Por su condición híbrida. Híbrido porque en

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él Reyes realizó historia y literatura. Híbrido porque la mi-
tad de este ser fue pura estética, poema en prosa que cap-
turó el ritmo musical de la palabra y la cadencia espiritual
del enunciado. Poema y ensayo la Visión de Anáhuac, ensayo
y poema el Discurso por Virgilio y ambos géneros a su vez se
hallan desde su fundación en el análisis sobre las Electras
electrizantes.
Híbrido porque en la otra mitad del centauro es ética
y moral, la evaluación de la sociedad al poner en una ba-
lanza los vicios y virtudes, las infamias y justicias humanas,
crítica sociológica, política y cultural que se manifestó en el
ensayo desde sus primeros ejercicios y que se dirigió hacia
la reflexión de los sistemas educativos, las formas de go-
bierno, las revoluciones armadas y culturales, los engrana-
jes identitarios y las prácticas individuales para alcanzar la
felicidad.
En este laboratorio literario, Alfonso Reyes observó to-
das las posibilidades: el bien contra el mal y sus alcances,
para concluir, como fue su costumbre, con una inclinación
hacia un extremo que siempre fue de altos valores huma-
nitarios: el eclecticismo y el libre albedrío, la educación
popular e integral, la libertad de expresión ante el totali-
tarismo, la democracia sobre la opresión, la pluralidad y el
consenso para vencer los radicalismos y la justicia ante el
constante latrocinio.
Su ensayo también fue mitad equino y mitad humano
porque una parte evocaba al pasado y la otra al presente.
Alfonso se dio cuenta que la literatura es una máquina del
tiempo donde futuro, pretérito y presente convergen en
las páginas. De un momento a otro se puede ver a Reyes
regresar a 1905, año en que llegó a la Ciudad de México

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para estudiar en la Escuela Nacional Preparatoria.
En sus primeras correspondencias enviadas a los cono-
cidos de Monterrey, el entonces joven poeta de 16 años le
aconsejó a un amigo que nunca dejara de “estudiar el pa-
sado”. Desde ese instante, cuando comprendió la curvatura
del tiempo, el centauro mitológico llenó su imaginación,
sus manos, sus ojos, tal vez a impulso jovial lanzado por
Rodó, tal vez por la claustrofobia social que imponían los
gobiernos de aquellos tiempos; lo cierto es que Grecia llenó
sus entusiasmos con el deseo de transformar su realidad.
¿Un México helenizado? Tal vez, por qué no pensarlo
así, pues imaginar y trabajar para ello no costó nada y sin
embargo legó mucho. El centauro fue eso, ese ir y venir
de la antigua Grecia al siglo XX. Grecia significaba virtud,
justicia, e inteligencia que se traduce en el arte de convivir
y dialogar con el otro. El centauro también significó mes-
tizaje, pues para él era la suma de la tradición helénica y
latina traída a América por la civilización hispánica para
confundirse con lo precolombino, cuyo producto de esta
simetría es América, es México.
Grecia también se presenta en el ensayo alfonsino a
través de las enseñanzas de Platón, quien creía que el ser
humano no podía acceder al mundo ideal de las formas
perfectas si no existía un espíritu sano en un cuerpo sano;
de la misma manera, Reyes procuró el ascetismo literario
cultivando las mejores ideas, llenas de virtudes y valores
que encaminan al bien, envueltas en un cuerpo de sólido
lenguaje que fue el reflejo tangible de la calidad y fuerza
del espíritu que se manifiesta en las ideas.
En 1910, cinco años después de fusionarse con el cen-
tauro, Alfonso Reyes envió a Francia los papeles que con-

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tenían estos primeros ensayos que cambiarían la forma y
el fondo del género. Papeles que en su momento fueron
la vanguardia de toda una generación continental que de-
seaba el cambio. Papeles éstos los de Cuestiones estéticas que
atemperaron una nueva estructura para escribir y difundir
la identidad y la reflexión entorno a América Latina. Ensa-
yos juveniles, soberbios y desenfadados que pretendieron
mantener viva la libertad y la terquedad de la esperanza.

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Sobrevuelo por las predicciones
de un joven inquieto
y tremendamente intuitivo

L
a primera vez que vi a Alfonso Reyes fue en su
estudio de la colonia Condesa, estaba en fren-
te de una computadora; lo noté un tanto mo-
lesto, como nervioso diría yo. Se encontraba
abriendo su cuenta de Twitter, ahora que las redes sociales
se han puesto de moda para comunicar las ideas.
Aquella ocasión me comentó que no entendía del todo
el concepto de microblogging, mucho menos el de litera-
tura que colegas suyos como Juan Villoro o Alberto Chimal
habían puesto en práctica desde hacía algunos meses, a
pesar que, desde hace tiempo, el mismo Reyes se dedica-
ba a alimentar su blog en www.monterrey.blogspot.com. La
segunda ocasión que lo visité seguía sentado en frente de
su laptop, me pidió que me sentara un momento mientras
consultaba su cuenta @AReyes. Primero comenzó retwi-
teando (RT) lo escrito por ensayistas, poetas, políticos y
filósofos, pero me percaté que cada día utilizaba su cuenta
con mayor frecuencia.
En sus ojos noté aquel brillo sonriente, jubiloso que ob-
servé cuado hace décadas vislumbró -en su columna firma-

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da con el seudónimo “Fósforo”- los alcances mercadológi-
cos y artísticos del cine y la presencia ideológica totalitaria
de los medios de comunicación sobre las sociedades de
Occidente, refiriéndose en especial al caso de la prensa,
cuando ésta era impresa, por supuesto.
Tal vez esa chispa que vi en sus ojos fue porque Twitter
le recordó la frase que tanto le gusta de Gracián de “lo
bueno, si breve, dos veces bueno” o tal vez imaginó que
esta herramienta web algún día transformará no sólo a la
literatura, sino a la forma en que nos comunicamos. No lo
sé, pero no descarto esta última posibilidad, pues adelan-
tarse a su tiempo siempre ha sido parte de su labor como
intelectual.
Han pasado algunos meses desde este encuentro con
Alfonso; ahora estoy frente a mi computadora y miro en
mi página que @AReyes acaba de publicar su primer twit;
estoy emocionado y a la expectativa por los que vendrán.
Su primer microensayo de menos de 140 caracteres -que
dudo pase a la historia por lo efímeras que suelen ser estas
redes- dice así: “Viajero: has llegado a la región más trans-
parente del aire”.

II

Es una tarde soleada y como siempre hay que correr un


poco para no llegar tarde a alguna cita o para refugiarse de
los inclementes destellos del Sol. Soy periodista y aunque
odio ir siempre de un lado a otro como si fuera un perrito
sin rumbo, me gusta mi oficio.
Caminando con agitación por las calles de Madrid, con

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sombrero, libreta y pluma en la camisa, me encuentro en
una esquina con uno de mis colegas; se trata de un mexica-
no, un hombre afable, culto diría yo, pero con un resplan-
dor de misterio en sus ojos. Parece que esconde un secreto
o un dolor que sólo su mirada puede describir.
No sé nada de su vida pero me gustaría averiguarlo ¿ya
mencioné que soy periodista? Me le acerco, lo saludo y me
reconoce de pronto.
—Hola Don Alfonso –le digo– ¿qué hace?, tengo un rato
libre, ¿puedo acompañarlo?
—Sí –me responde aquel hombre de bigote recortado,
algo chaparrón y de voz aguda–. Venga conmigo, voy a re-
visar a la rotativa cómo imprimen un textito que mandé a
El Imparcial. Sígame.
Entonces lo acompaño a través de las avenidas de esta
ciudad; el atardecer proyecta una luz anaranjada sobre los
vitrales de las iglesias y aún el reflejo llega hasta las puertas
de aquella vieja bodega en que la tinta y el ruido provocan
una armonía mística.
Entramos. Busco hacia todas direcciones al director del
periódico, pero me dice el mexicano que el hombre no ha
llegado pues José Ortega y Gasset viene cuando todo está
en formación.
En la imprenta hay hombres trabajando, parecen ma-
quinistas, obreros planchando el papel, éstos “son verda-
deros héroes, porque tienen la obligación de imprimir lo
que otros han pensado, imaginado, pero sólo ellos lo hacen
realidad”.
—Don Alfonso –le digo– nunca antes me había puesto a
pensar que los libros u hojas volantes cobraban vida, vaya,
¡eternidad!, gracias a estas imprentas.

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El señor, que no sé bien si llamarlo periodista o escritor,
se quita el sombrero para secarse el sudor con un pañuelo
y me dice:
—Desde hace años, desde que estaba en México, le debo
todo mi trabajo a estos vigilantes de las palabras; imagíne-
se, colocar letra por letra para que éstas se impriman con
firmeza, no solamente por la pesadez del significado, sino
porque los tipos móviles, las palabras, son literalmente plo-
mo que cae sobre planchas del mismo material.
Mientras los operarios de las mesas de plomo comien-
zan a calentar el carrusel del linotipo, el track, track, track
comienza a invadir los sonidos de este espacio. Tengo que
gritar un poco para que Don Alfonso me escuche:
—Fíjese que me gustaron mucho sus escritos que narran
su llegada a Madrid, ¿no extraña un poco la dulce Francia?
—La guerra es terrible; todos los extranjeros de París no
pudimos hacer otra cosa que alejarnos tras la llegada de los
alemanes. Claro que la extraño; mientras los parisinos se
pusieron espartanos, muchos de nosotros nos dirigimos a
la frontera española. Lo que también extraño es la luna vi-
notinto de Burdeos, y qué decir de sus húmedas fragancias.
Usted me entiende.
—¡Claro!, -comento y sonrío con un gesto de complici-
dad alegre y continúo-. Y este texto que está revisando ¿es
otra de sus crónicas de viaje?, le pregunto.
—No. Éste no es uno de mis Cartones. Es un textito de
crítica de cinematógrafo que hacemos un paisano mexica-
no y yo a cuatro manos.
—¿Entonces usted es el misteriosísimo Fósforo? –excla-
mo repentinamente alzando la voz y las manos, sin darme
cuenta del volumen de mi voz, la cual alcanzó a llamar la

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atención del personal de la imprenta, pues el track, track,
track ya había cedido-.
—Oiga pero no lo diga así de fuerte y sobre todo, no le
vaya a revelar a sus lectores mi verdadera identidad; pero
dígame algo, ¿le gustan a usted las proyecciones de cine-
matógrafo?
Me pregunta el escritor americano mientras se inclina,
pues con una pequeña lupa en la mano revisa su artículo;
primero cierra el ojo izquierdo y coloca el derecho encima
de la lente, después hace lo mismo pero con el otro ojo,
cruzando alternativamente el brazo liberado hacia la es-
palda.
—Mire señor Reyes –le comento- he ido algunas ocasio-
nes al salón del “Royalty” a ver una proyección. La última
que vi fue Las luces de Londres.
—¿Y qué le pareció?
—Me agradó, sobre todo la entrada donde aparecen
trotando los caballos ingleses, muy elegante todo eso, pero
¡vaya!, es el cinematógrafo, no se puede pedir mucha cali-
dad en las historias, al fin y al cabo es mero entretenimien-
to ¿no lo cree usted?
Al terminar de decir estas palabras Alfonso Reyes cierra
ligeramente los ojos, como cavilando; con el índice de la
mano derecha frota su pluma fuente que está pegada al
corazón, después se lleva el dedo a los labios y me dice:
—Precisamente de eso trata esta crítica para El Impar-
cial. Me va a decir usted que estoy loco, que pierdo el tiem-
po en niñerías, pero a mí me parece que este invento es
una maravilla; va a revolucionar no sólo la forma de ver y
de hacer las artes, sino que cambiará nuestras vidas.
—Pero Don Alfonso ¿no le parece un poco exagerado?

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—No, para nada amigo. En este instante, en 1916, los
trabajos cinematográficos aún no explotan todo su poten-
cial, créame. Yo veo en este nuevo arte la conjunción de
todas las disciplinas, ponga atención, pues ahí hay teatro,
música, danza, actuación y literatura. No sólo es el acto de
observar una historia, sino de llevar a cabo las compleji-
dades del drama, tarea nada sencilla. Las proyecciones se
realizarán tomando en cuenta las obras literarias o éstas se
harán directamente para que caigan en los brazos de estas
novedosas técnicas que sólo son pantomimas de luces. Me
parece, compañero, que en la cinematografía serán refleja-
dos todos los actos de la humanidad y además será una in-
dustria tan redituable que podrá sostenerse sola por años.
¿Le confieso algo joven amigo? Estoy muy entusiasmado,
no sólo por el cinematógrafo, sino por esta nueva literatura
crítica que mi paisano Martín Luis Guzmán y yo estamos
ejecutando; me parece que somos testigos del nacimiento
de un nuevo arte.
—Don Alfonso –le comento con mucho respeto-, creo
que pueden reunirse ahí muchas disciplinas, pero nunca
igualará al acto de ir al teatro, de leer un libro, de ver un
espectáculo con bailarines y cantantes, por ejemplo. Todo
esto me parece un mero pasatiempo fugitivo.
Reyes asiente ligeramente con la cabeza para después
salir del viejo bodegón. Caminamos por varios laberintos y
plazas hablando de este y otros temas. De pronto el escritor
mexicano se detiene, me toma del brazo, voltea a verme y
me dice:
—Joven, debo despedirme de usted. Lo invito a leer mi
columna el día de mañana, ya charlaremos con holgura
sobre esto. Cuídese.

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Don Alfonso se quita el sombrero para volver a colocar-
lo sobre su brillante cabeza. Lo veo alejarse por estas ca-
lles madrileñas que esconden a furiosos cantaores furtivos
y simpáticos mendigos que, no por ser mendigos, dejan de
ser verdaderas cariátides de la ciudad.
Al día siguiente veo la crítica bajo el título de “Frente
a la Pantalla” en El Imparcial: el señor Reyes, mejor dicho
“Fósforo”, ¡qué sorpresa!, vuelve a impresionarme pues es-
cribió: “…el cine es un arte inspirado por la musas, y tiene,
a nuestro ojos, todos los defectos y las excelencias de una
promesa… Cada gesto humano, cada perfil de la civiliza-
ción moderna, está destinado a vibrar en la pantalla. La
industria, que a veces aprovecha a las artes, contra todo lo
que por ahí se declama, ha cargado de vitalidad al cinema-
tógrafo, salvándolo del peligro de perecer (tal fue el des-
tino de las sombras chinescas). Dirán que estoy perdiendo
el tiempo, pero día llegará en que se aprecie la seriedad
de nuestro empeño. Estamos creando el cine, al paso que
vivimos”.
Tras leer esto vacilo, ya que las letras de este hombre me
han hecho dudar. Ya veré, con forme pasen los años, si es
cierto lo que afirma el crítico mexicano sobre este entrete-
nimiento que me parece vacío, un efímero juego de luces
plasmadas sobre una mágica tela blanca.
Mientras tanto, regresaré a la sala del “Royalty” para
contemplar el cine, para saciar las dudas y poner atención
a esta máquina de “sueños” que quiere absorber todas las
artes, pero que yo aún dudo que sobreviva a la moda de
esta explosiva y frenética segunda década del siglo XX.

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Nota del editor: Este texto nunca fue publicado por el repor-
ter –así le decían a los periodistas de la época– que trabajaba en un
semanario cultural. Las hojas se encontraron entre sus archivos.
El autor de esta crónica murió en Madrid en noviembre de 1975.
Al parecer, nunca le confesó a alguien la verdadera identidad de
Fósforo. En la década de 1950 escribiría un libro de ensayos en
torno a la grandeza cultural del cinematógrafo.

III

El mundo sólo es real dentro de un software de computa-


dora. Es el siglo XXI y en pocos años nuestras vidas han
cambiado gracias a la accesibilidad de datos que tiene la
humanidad por internet. Con un solo clic el usuario puede
consultar libros, discos, enciclopedias, biografías, fuentes
de empleo, viajes a la Luna o a Marte, si así es su deseo.
¿Borges se sentiría satisfecho?, pues imaginó algo muy pa-
recido con en el Aleph. No lo creo.
Las grandes empresas culturales como el cine, la tele-
visión, los periódicos y la radio, que dominaron el espec-
tro de atención de millones de personas durante décadas,
ahora tratan de migrar al nuevo soporte ante el tsunami
informático que los ha desconcertado y puesto en alerta.
La tecnología avanza de una manera tan rápida y des-
comunal que cuando alguien lea esto en dos o tres o más
años parecerá que está leyendo el primer número de la
revista Playboy, esa donde salió Marilyn Monroe en 1953.
Digo que parecerá que lee esa revista por lo vieja que es, no
así por la fascinación que pueda atraer la porta. Las redes
sociales, la publicación de mil y un contenidos en páginas
y los portales que ofrecen información de todo tipo de ma-

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nera gratuita, hacen que internet sea todavía el medio de
comunicación más abierto e incluyente de todos los tiempos.
Grandes empresas, muy diversas y diferentes a los anti-
guos monopolios mediáticos, invierten cantidades exorbi-
tantes de dinero con el objetivo de ser líderes en la genera-
ción y búsqueda de contenidos, algunas de ellas con pasos
fructíferos y alarmantes. Los políticos han abandonado las
pancartas y volantes y apuestan por transmitir sus mensa-
jes y demagogias por esta vía, así también grupos civiles
que desean comunicar algo o convocar a manifestaciones
en actos públicos, muchas veces con buenos resultados.
Mientras las computadoras y smartphones dejan poco
a poco el uso del teclado para manejar todo por medio de
pantallas, movimientos y sistemas sensibles a la punta del
dedo índice -incluso a la voz-, la forma en que se desarrolla
este novedoso medio de comunicación parece que comien-
za a regularse. Al final de cuentas, entre tanta tecnología y
software, entre tanta realidad virtual y cyborgs, entre miles
de millones de datos y libertad de publicaciones, la rela-
ción entre los individuos con los medios de información,
sean como sean, no ha cambiado tanto después de todo.
La pluralidad en el manejo de internet está todavía a
nuestro alcance, pero parece ser que esta condición uni-
versal y humanitaria se irá desgastando si es que nosotros,
los usuarios, no cuidamos este valor. Los tiempos y los in-
tereses individuales comienzan a atemperar al nuevo sis-
tema en la red de redes, pues a pesar de las libertades de
expresión, ya se vislumbran inmensos monopolios intangi-
bles cuya misión es atrapar y contener la mayor cantidad
de servicios y portales que la sociedad civil ha creado a lo
largo de los años.

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Monstruos informáticos han sustituido el entreteni-
miento banal y efímero que antes proporcionaba la televi-
sión para crear comunidades y sitios web en donde vaciar
la mayor cantidad de datos y a la vez no decir nada es la
fórmula a seguir, pues así lo hicieron con éxito comercial
sus antecesores.
Recuerdo mis clases en ciencias sociales cuyas teorías y
preceptos, desde hace algunas décadas, ya habían defini-
do este fenómeno mediático que durante la primera mitad
del siglo XX fue aplicado por los propagandistas soviéti-
cos, nacional-socialistas y ahora capitalistas y neoliberales.
“Decir mucho para que la gente no entienda nada y a la vez
crea que se dice mucho” o “repetir una mentira mil veces
para que termine convirtiéndose en verdad” fueron y son
estrategias que el poder político y económico ha repetido
en los últimos 100 años.
Políticos, periodistas y líderes económicos han empren-
dido y estudiado esta empresa y ahora internet –desafor-
tunadamente- comienza a convertirse en su abrevadero fa-
vorito. “Lo que no ocurre en los medios (ahora en la web),
simplemente no existe”, cantaba una teoría de la sociología
a finales del siglo XX, y traigo todo esto a la memoria por-
que parece que aún no hemos superado estos males que
han limitado, y siguen limitando, lo más esencial del ser
humano, por ello hay que aprender del pasado.
La mayoría de estos estudios sobre la manipulación de
la realidad y acaparamiento mediático comenzaron a desa-
rrollarse poco después de acabar la Segunda Guerra Mun-
dial; sin embargo, me alegra decir que muchos años antes
de todas estas teorías y postulados académicos rigurosos,
el mexicano Alfonso Reyes fue de los primeros que, con un

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puntiagudo análisis de la realidad, describió y predijo cada
uno de los elementos que afectarían la capacidad de asom-
bro y de reflexión de los lectores y audiencias, que a su vez
tendrán graves repercusiones en los sistemas democráticos
de los países de Occidente.
Es por ello que ante las crisis sociales, como la que vivi-
mos ahora, me parece oportuno aprender de los tiempos
remotos y, sobre todo, aprender de los consejos escritos por
un intelectual nacido en estas tierras latinoamericanas. Al
final de cuentas los pensadores mexicanos son parte de no-
sotros, como nosotros fuimos y seremos parte de ellos.
A pesar de los miles de libros que se pueden descargar de
la internet, también es recomendable echar un vistazo a los
tomos que nos proporcionan esos sitios que ahora muy po-
cos visitan, y que por ende, cada vez hay menos: las librerías.
No hace mucho tiempo encontré en una de ellas un texto
sobre la etapa en que Alfonso Reyes vivió en Francia como
representante de México. En el libro se narran algunas anéc-
dotas y encuentros que el mexicano tuvo con diversas perso-
nalidades del ámbito político e intelectual parisino.
Me gusta imaginar los encuentros que hacia el año de
1925 el escritor francés Paul Morand y Reyes mantuvieron
en diversos sitios y salones de París para charlar sobre los
temas que tenían en común: las novedades del vertiginoso
siglo XX y las efervescencias que las vanguardias del mun-
do estaban arrojando. El cine, la publicidad y la prensa es-
taban naciendo o estaban evolucionando de manera tan
rápida que estos dos amigos no querían perderse ninguno
de estos sucesos.
Aunque la mayoría de los intelectuales de la época to-
maron poco en cuenta el valor comercial y creativo que es-

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tas industrias y disciplinas tendrían con los años, estos dos
hombres se divertían soñando, teorizando e incluso par-
ticipando en cada una de las ventajas y desaires que esto
conllevaría: las alegrías visuales del periodismo gráfico, la
sutileza y alegrías que implicaba escribir textos, notas y re-
señas informativas brevísimas, y la agonía de la veracidad y
libertad de expresión gracias a la manipulación informati-
va por parte de las incipientes agencias que comenzaban a
limitar las libertades democráticas.
Pero este interés de Reyes por lo novedoso, y sobre todo,
esta inquietud por prever lo que esto provocaría para las
sociedades de Occidente no lo forjó durante su estancia eu-
ropea o por sus amenas conversaciones con Paul Morand,
sino que fue acuñado una década atrás durante tardes y
noches de invierno en aquel valle frío donde está ubicada
la eterna Ciudad de México.
¿En qué época surgió este interés de Reyes por la nove-
dad y transformación del periodismo? Surgió en la etapa y
en esa dinámica imparable en que escribió aquellos textos
de prosa dura y rítmica circundantes a su primer libro Cues-
tiones estéticas. ¿Y dónde se halla esa inquietud y preocu-
pación por dicha novedad que ahora nos sigue aquejando
pero con otros soportes tecnológicos? Está en el mismo
aliento inquieto que acompaña el ensayo titulado “Un re-
cuerdo del Diario de México” que Alfonso publicó en Revista
de Revistas en enero de 1913.
Ahí está la primera piedra multicolor en donde el escri-
tor mexicano se levanta para observar todos los tiempos y
espacios, para poder apreciar el pasado de la prensa escrita
y sobre todo su portentoso porvenir. Lejos estarían aún las
campañas mediáticas y políticas de Lenin y Hitler, mucho

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más lejos la occidental industria escrita, televisiva y cine-
matográfica que eclipsará con su entretenimiento estéril de
reflexión.
Pero con ese artículo Alfonso Reyes ofrece una de las
primeras campanadas como analista e intelectual al ade-
lantarse a los críticos y teóricos de esta materia informati-
va, pues ahí recuerda antiguos proyectos editoriales, como
fue el caso del Diario de México, en donde los textos mesu-
rados, llenos de buena pluma y contenido encontraron su
mejor hogar. El joven Reyes, con sus Cuestiones estéticas bajo
el brazo, advertía los peligros que el periodismo y los me-
dios sufrirían durante todo el siglo XX y que ahora estamos
comenzando a padecer con las nuevas plataformas de la
comunicación.
Alfonso escribió que los periodistas, los responsables
de los contenidos estaban dejando de lado la excelencia y
sustituyéndola por la abundancia; el joven ensayista, hace
100 años, escribió que los medios de comunicación se esta-
ban convirtiendo en la leña para echar a andar el motor de
toda clase de negocios, por ello la información que comen-
zó a privilegiarse en la prensa era de fácil acceso, con tintes
curiosos, divertidos, motivados por el morbo del acontecer
diario.
Y aunque las notas e ilustraciones eran abundantes, eso
no implicaba que éstas motivarán a un entendimiento y al
análisis de la realidad, el cual es uno de los objetivos prin-
cipales del periodismo.
Alfonso Reyes se quejó, pues, de que “se privilegió la
abundancia por la excelencia” sólo por el hecho de atraer
más lectores y por ende para vender más servicios, más
productos de la época.

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El joven crítico nos brinda a décadas de distancia una
lección que cada ciudadano no debe dejar de tomar en
cuenta –pase el tiempo que pase- pues los medios de co-
municación tienen como finalidad, además del entreteni-
miento, brindar las herramientas necesarias para que las
personas tomen sus decisiones en torno a todas las estruc-
turas que sustentan y rigen la colectividad.
El mexicano estableció que la información ayudará a
cultivar el diálogo, la discusión y será una guía moral y
ética para que las sociedades alcancen óptimos niveles de
bienestar y de toma de decisiones. ¿Cuántas veces hemos
perdido y pedido esta capacidad de crítica y acción cívica?
Además, el veinteañero Alfonso lanza en este artículo
otra predicción que se convertirá en regla al pasar de los
años, pues asegura que los empresarios –una nueva gene-
ración de editores que nunca han escrito y que no les inte-
resa hacerlo– son los que en poco tiempo han absorbido y
captado un sinfín de publicaciones por el simple motivo de
vender y ganar dinero, ganar y vender dinero.
Si hiciéramos un ejercicio de descontextualización y pu-
diéramos publicar este artículo en la internet, con ligeras
variaciones en los anacronismos conceptuales que conlleva
el cambio tecnológico, pero sin cambiar las ideas funda-
mentales, nos daríamos cuenta que Reyes está describien-
do lo que pasa el día de hoy con nuestros medios, con el
proceso de lectura y conformación de contenidos.
Una de las ideas más sobresalientes es la exposición de
una teoría que Alfonso describió como la “sonaja” de infor-
mación, la cual es utilizada por las grandes empresas para
bombardear de contenidos vacíos a cientos de miles de lec-
tores y espectadores con el fin de confundirlos, distraerlos

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o simplemente no permitiéndoles meditar los fenómenos
que ocurren en el entorno.
Esta sonaja que aturde y a veces engaña, describió el
escritor hace casi una centuria, puede cobrar el peligroso
efecto de transformar las realidades de una nación, pues
“los absurdos que viven mucho acaban por convertirse en
razón”.
Si en el pasado lo que no estaba publicado en los dia-
rios, la televisión o en la radio era porque no había pasado
nada, ahora lo que no aparece en los portales, en los blogs
o en las redes sociales no es tomado en cuenta porque sen-
cillamente no ocurrió. Entonces Reyes levanta la mano a
través de los planos temporales y territoriales para poner-
nos una llamada de atención, para no quedarnos con las
noticias que ofrecen los grandes monopolios que acaparan
la mayoría de las estructuras y sistemas de transmisión y
búsqueda de ideas, para no dejarse sacudir ante la veloci-
dad y cantidad de notas en torno a un mismo tema, para
no dejar de lado la consulta de otras fuentes, de otros pla-
nos y portales.
Internet aún no llega a estos niveles como sí lo ha he-
cho la televisión y la prensa, quienes en muchas ocasiones
nos han quitado la oportunidad de conocer el contexto
completo de nuestros problemas políticos, económicos,
culturales; quienes nos han arrebatado la posibilidad de
conocer nuestra fragilidad de valores, nuestra incapacidad
de analizar la honestidad y poner en práctica el humanita-
rismo; de saber dónde radica lo endeble de la democracia,
o por dónde podemos erradicar la violencia que nos acon-
goja todos los días y que amenaza con ganarle la batalla a
millones de personas.

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Debemos vigilar –como escribió Reyes– con deteni-
miento a esos medios que nos agitan y no nos dejan pensar
en que la posibilidad de tomar nuestras decisiones es un
derecho que no podemos perder ante las adversidades que
los poderes institucionales o de facto quieren imponer a la
conciencia del ser. Por ello, proponía establecer y procurar
una variedad de medios informativos e incentivar a toda
costa una prensa libre que ofrezca una perspectiva diferen-
te de la realidad.
Tal vez debamos voltear al pasado y leer las expresio-
nes que nuestros pensadores escribieron décadas o siglos
atrás, y traer estas ideas, las cuales no son un ejercicio de
timidez o miedo ante el presente, sino una muestra de que
no estamos de acuerdo con nuestro andar por el mundo,
pues sabemos que la vida se puede recorrer con la inteli-
gencia fría y con el espíritu cálido para combatir los egoís-
mos que quieren arrebatarnos nuestra capacidad de acción
y de asombro ante la pluralidad de caminos que ofrece la
inconmensurable existencia.

IV

En caída libre, justo en el centro de una áspera flor de pie-


dra, pronuncio tu nombre de letras impalpables sacrifica-
das en el vientre materno de esta vida que es un bien for-
mado grano de sal. Miles de años cristalinos han bañado
las rocas de un islote rodeado por la sangre cálida de los
dioses creadores del agua y el Sol. El hombre, imitación im-
perfecta del cosmos, construye filosos cuchillos brillantes
con el que ha cortado la existencia para mantener su con-

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tacto con los puntos blancos en el cielo. A ellos se consagra,
por ellos prolonga su fe. A ese valle rojizo arriban hombres
a pie para labrar altos edificios sobre las rocas de esta flor
de cuatro pétalos. Cuatro cantos y susurros se unen para
convertirse en una nube que lleva y trae fecundos sonidos
esdrújulos. El humo de maderas olorosas cubre las calza-
das, y las plazas se inundan de humanidad. Mientras las ca-
bezas caen de lo alto de los templos, el andar cotidiano se
filtra por los canales que pronto serán avenidas por donde
circularán miles de personas y automáticos vehículos equi-
nos y motorizados por los siguientes 500 y mil años. Y las
cabezas continúan cayendo... La sangre corre y la memoria
del tiempo es eficaz sobre los hombros. Aunque la gente se
aferra al polen alucinógeno de la flor, ésta, al fin y al cabo
ser vivo, decide cambiar de hojas sin abandonar la forta-
lecida y longeva raíz. A lo lejos, en la zona verde de este
centro escarlata, se oye el trote de una quijada de caballo,
que lleva en su cima una máscara de acero. La voz de acero
no susurra, vocifera; la voz de acero no canta, reza. Los
hombres de a pie se confrontan con los seres colgados a la
quijada y es entonces cuando la flor dicta su voluntad para
arrojar una nueva semilla sobre el eterno grano salino. Las
piedras con las que fueron construidos los templos se de-
rrumban para forjar nuevos y a la vez antiguos edificios.
Es la misma ciudad y a la vez otra, son los mismos pétalos
pero ahora se han tornado prismacolor. Más y diferentes
seres recorren sus calles. El sonido de los canales, que cir-
cunda el centro, resguarda diversas lenguas de dos, tres o
cientos de mundos que se agitan entre la agudeza sonora
imperante de las letanías obscuras y violáceas. A lo lejos
un axólotl con su cara de niño ríe; en las aguas pantano-

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sas y escasas un ajolote metamorfoseado llora. Las aguas
secas se resisten a perder su cauce y en sus agrietados pi-
sos finge nadar una estirpe de seres que nació de la unión
de contradictorios pólenes arribados de los cuatro puntos
cardinales. Ellos, que ya no olieron el sabor de la sangre
en el polvo, que ya no sintieron el sonido de las minas que
levantaron cetáceas catedrales, ahora son los dueños de ese
y otros pasados que proyectarán hacia próximos siglos de
sudor y alegrías infantiles. A la mitad del camino pequeños
gigantes tomaron el control del cóncavo territorio y erigie-
ron minúsculos imperios repletos de súbditos hambrien-
tos, cuya necesidad de alimento era menor a la esperanza
socorrida. Los gobernantes enanos instalaron engranajes
de papel para hacer creer que algo se movía: “¡vean cómo
circulan las cadenas de la democracia y la libertad!, ¡vean
cómo se rompen los candados de la civilización!”, gritaron
estos hombres quienes escondieron atrás de sus mayúscu-
las manos y pequeñísimas cabezas los reales motores del
imperio humano, motores escondidos y aún oxidados. De
pronto en el camino boscoso se observa una luz a través
de luciérnagas brillantes, letras cruzaron las montañas car-
gadas de voces que recuerdan a las nubes, a los mares sa-
litrosos y a los templos labrados con estéticos ojos-dedos,
con auténticas manos-vientos. El hombre voltea a la tierra,
al estanque estático, y recuerda a la madre, rememora al
padre, y siente un gran temblor por sumergirse en las en-
trañas de aquella Ilión lacustre de 700 y mil años en donde
comenzó y se terminó todo. Para entrar a las profundida-
des del alma agridulce del pantano, unos niños agarraron
como guía a la luciérnaga. ¡Miren cómo juegan con ella!,
¡miren cómo su luz ilumina sus cabezas! Los gigantes ena-

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nos que se creen enormes monstruos asesinos de volunta-
des les dicen a los niños que el camino es sinuoso, que no
recorran las cavernas hacia el corazón de la flor pétrea. Los
niños no obedecen y en cambió se divierten al vislumbrar
las paredes del camino, tierra firme, tierra adentro. En las
profundidades encuentran burdeles que los acogen entre
vinos y placeres carnales; las mujeres les sonríen con singu-
lar humedad en los labios, y su felicidad les exalta el entu-
siasmo. Ellos gozan entre las sombras y los pequeños espa-
cios iluminados recientemente por la mágica electricidad.
Los gritos jubilosos se confunden entre los lamentos de ese
reino de papel. Una lágrima cae sobre las luciérnagas que
sostienen los niños que al salir son adolescentes con la fuer-
za para destruir la frágil escenografía del poder. Un golpe
tras otro golpe y todo cae al piso lleno de líquido humano;
un golpe tras otro golpe y el mundo se ilumina tanto que el
corazón se manifiesta en sus pechos y el paisaje de piedra
eterna les llena la faz de colores caleidoscópicos. El rojo
latir del corazón no deja espacio a otras frecuencias sono-
ras; el latir del corazón les hace comprender que la única
sangre es la que debe circular por los ríos de la inmensa
flor. La juventud alterada comienza a vibrar, la juventud
soñadora comienza a abrir sus propias veredas dentro de
una ciudad enterrada, hasta entonces desconocida. La tela
se abre, la tierra se desgaja, los senderos del pasado se
mezclan con los del presente y la adolescencia edificadora
de empresas y sueños sin tropiezos traza nuevas rutas por
dónde transitar en medio de siglos de fantasmas sigilosos.
En medio de la lluvia se perciben los susurros acuáticos del
lago meloso y salado; en medio del Sol, castizos jeroglíficos
someten la dureza de la creación, de la fatalidad y grande-

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za que constituye la fuerza de un imperio; en el centro de
este grano abigarrado todos los tiempos se descomponen
y se vuelven un modelo para armar: pasado, presente y
porvenir son un solo instante que tiene la estructura de un
esqueleto humano; futuro, presente y pasado es la silueta
de un ruiseñor que surca apaciblemente los cielos claros
y frescos, sin rumbo fijo y con las alas extendidas, de este
valle marino, de este lago desértico que nos vio nacer y que
en algún momento nos sentirá morir.

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Bibliografía

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UNAM, 2010.

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Índice

Prólogo.............................................................................7
Introducción / Los utopistas mexicanos.........................11
Los pesimismos vanos o el arielismo en México...........17
Cuestiones estéticas: el libro revolucionario
previo a la Revolución.............................................27
La terquedad de la esperanza........................................37
Sobrevuelo por las predicciones de un intelectual
inquieto y tremendamente intuitivo.......................53

Bibliografía.....................................................................73

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La terquedad de la esperanza de Marcos
Daniel Aguilar, se terminó de imprimir
en el mes de junio de 2015. En su com-
posición se utilizaron fuentes NewBas-
kervilleBT de 24, 18, 14, 12, 11, 10 y 9
puntos. El cuidado de la edición estuvo
a cargo del autor. Diseño gráfico y for-
mación electrónica por Francisco Javier
Galván Castillo.

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