La crisis profunda había entrado en las élites, parecían haber perdido fuerza y validez.
El clima era de confusión general. Los tratados de 1919 parecían haber organizado un
cosmos, pero en verdad sólo construyeron un orden jurídico para disimular el caos.
Se asiste a una profunda crisis de las elites: su capacidad de conducción política de la
sociedad comienza a ser cuestionada. Frente al desconcierto y el descrédito de las
tradicionales clases dirigentes, asomó un nuevo tipo de vínculo cesarista entre las masas y
los líderes autocráticos. Las elites comenzaron a declinar su misión pensando que sería
inutil y se retrajeron al aislamiento.
En este contexto se da una verdadera y categórica insurrección del coro de la tragedia
europea que, en la desesperación, se lanza a la búsqueda de su corifeo, en la forma más
elemental de vínculo político entre un grupo y un líder. El fenómeno más curioso de la
posguerra es la pérdida de rumbo de las masas y su renuncia a mantener una dirección
autonómica: la guerra produjo un dislocamiento histórico-social muy superior a la
capacidad de intelección de las masas, haciendo que éstas se decidieran intuitivamente
por el camino más seguro para el logro de sus aspiraciones inmediatas, dejándose
arrastrar hacia objetivos que, en última instancia, no eran los suyos propios.
En efecto, hubo una rebelión de las masas pero no constituía sino un paso más en el
proceso desencadenado por la revolución industrial y surgido a la luz de 1848. Hitler y
Mussolini fueron los mejores corifeos, pero por mucho no fueron los únicos: todos al
menos por un tiempo parecieron profetas de una nueva e ignorada verdad. Sin embargo,
no hay que confundir la artera destreza de los corifeos con la vaga, pero auténtica
conciencia revolucionaria que latía en la entraña del coro.
Otro rasgo de la conciencia de posguerra fue la idea de que no había nada por lo que
valiera la pena morir. A excepción de quienes aún se aferraban a la fe revolucionaria, el
resto se encontraba en un mundo carente de sentido y sumido en el escepticismo.
Los dioses del imaginario burgués por los cuales se peleó y murió (civilización, patria,
libertad) ahora parecían indignos de los sacrificios que habían exigido a los 25 millones
de hombres de carne y hueso que dieron la vida en su nombre. En consecuencia, para
quienes no estaban resueltos a defender una conciencia revolucionaria, la posguerra se
manifestó como una profunda crisis existencial. Caducaron los antiguos ideales de
colectividad: no hay nada fuera del individuo que sea digno de veneración y que le
permita trascender.
Es en este escenario que surge el existencialismo, Proust, Freud, Kafka, etc.
Retórica de la fuerza
El desconcierto reinante en algunos obró en sentido contrario. Frente a quienes se
desesperaban por no saber por qué valía la pena morir, comenzaron a aparecer quienes
buscaban escapar de sus propias incertidumbres muriendo, pero también matando, por
cualquier cosa.
Goethe y Nietszche inspiraron en Spengler y a otros, una doctrina de la sangre y del poder
de la energía vital capaz de sobreponerse a la desesperanza (vitalismo). Está doctrina
alimentó a los alemanes derrotados a través de la obra de Spengler, quien descubría un
sentido regenerador en el prusianismo. El vigor germánico debía sacar a toda Europa de
su letargo. Los ex-soldados y los nacional-socialistas tomaron estas banderas para
aglutinar diversos elementos heterogéneos entre sí.
Para los que estaban dispuestos a matar y morir, no parecía licito ni tolerable el mundo de
cavilaciones e introspección de la decadente sociedad burguesa y su democracia
corrompida por el dinero. Solo había acción, “vivir peligrosamente” como decía
Mussolini.
Así había un vasto plan para aglutinar voluntades y poner en movimiento los impulsos
vitales para defender los enmascarados ideales caducos que la conciencia revolucionaria
pretendía amenazar. Su retórica permitió compaibilizar a la revolución social con un poco
de catolicismo; la emancipación del proletariado, de la mujer y del adolescente con el
capitalismo de Estado; el nacionalismo con el aniquilamiento de la burguesía. Este plan
dio fuerza a un estado de ánimo que dio fuerza al fascismo.
Los comunistas también poseían voluntad y optimismo, también poseían un dogma,
aunque más coherente y sincero que el de los nazifascistas. Muchísimas cosas los
ubicaban en las antípodas pero coincidían en la actitud antiliberal, en el tono vital, en la
vocación hacia la fuerza y el realismo. Unos y otros no hacían sino expresar, de distinta
manera, la crisis que suscitaba el ascenso de las clases. Solo que los socialistas buscaban
representar sus aspiraciones mientras que los fascistas se limitaban a utilizarlas para
defender ideales que les eran ajenos.