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Dedicatoria de Ricardo Villa Salcedo en el libro de Carlos Arango: Sobrevivientes de las Bananeras (1985)

-¡Cabrones! -gritó-. Les regalamos el minuto que falta. José Arcadio


Segundo. Cien años de Soledad, Gabriel García Márquez.

PUNTO DE VISTA

MEJORES TIEMPOS VENDRÁN: 90 AÑOS DE LA


MASACRE DE LAS BANANERAS
Por Ricardo Villa Sánchez

“Las bananeras es tal vez el recuerdo más antiguo que tengo”, dijo en una
entrevista a Eduardo Posada Carbó, Gabriel García Márquez, quizás,
como en Cien años de Soledad o en Vivir para contarla, una de las tantas
de sus alusiones, a los trágicos acontecimientos de la noche oscura, del
tableteo de los fusiles, entre el 5 y 6 de diciembre de 1928. 90 años
después de estos días nefastos, aún la represión y masacre de Las
Bananeras, sigue impune. Hasta parece mentira, pero ni siquiera la
envejecida y cada vez menor dirigencia sindical actual, aún no puede
ponerse de acuerdo para una declaración común por el trabajo decente, la
pobre traducción del trabajo digno.
La insubordinación comenzó, con la organización incipiente de los
trabajadores por las condiciones indignas de trabajo, en medio de un
convulsionado país, de bayonetas al hombro, de violencia oficial más crisis
económica, cuando los Yankees le habían cortado el chorro de los
préstamos a Colombia, desde el pago del famoso “Yo tomé a Panamá” de
Roosevelt, que después sería inmortalizada, con la obra I took Panamá,
por el teatro experimental colombiano.
El 12 de noviembre de finales de la década de los gloriosos años veinte,
empieza una de las primeras huelgas, exigiendo garantías y mejores
condiciones de trabajo, en las plantaciones de guineo o de banano,
cuando, entre otros, Mahecha, La Flor del Trabajo María Cano, del Río,
Guerrero, Serrano y Coronel, dirigían la “cuadrilla de malhechores” o más
bien trabajadores defendiendo su dignidad y reivindicando sus derechos,
en medio de las tensiones de la época, de los arrestos masivos, de los
despidos arbitrarios, del despliegue militar, con ley marcial incluida, que se
concreta en la matanza de la Plaza de Ciénaga, y en la persecución en
caliente, durante los siguientes días, para dispersar a la movilización y
cazar a los reductos de los trabajadores o “esclavos en rebelión”, como los
denominó Ignacio Torres, que, también, en aquella vez, como ahora lo
hace el Fiscal, los llamaron conspiradores, después en los consejos de
guerra, en los que condenaron, a los pocos sobrevivientes y testigos de la
masacre.
Hoy, como en el doble pensar de Orwell o en la razón de la sinrazón de El
Quijote de Cervantes, construyen un nuevo relato de las bananeras,
reescrita por los que se creen vencedores de las violencias, ocultando su
existencia, echándole tierra a la memoria histórica de las víctimas, de los
que, según ellos, se beneficiaron de las bacanales de la fiebre del banano,
que para Gabo, en sus Jirafas, fue la época “cuando los cigarros no se
encendían con fósforos sino con billetes de cinco pesos”.
Los mismos que para el recuerdo, dejarían en la plaza 9 cadáveres, como
los puntos del pliego[1], alrededor de los miles de casquillos de, dicen,
balas dum dum, de la tragedia anunciada, cuando, a los que llamaron aves
de mal agüero, empezaron a caminar por la Plaza, por la estación del tren,
por las puertas de las fincas, para gritar: -Dieron orden de disparar, huyan-
y les contestaban los Juan Sin Miedo: -Nosotros no huimos como los
cobardes. -El gobernador no va a venir… ¡los van a traicionar!, le
ripostaban: -Cállate, vendido; o les suplicaban: -¡Compañeros retírense!
¡Nos van abalear!, y lo señalaban los mismos que vociferaban-¡Viva la
huelga!, ¡Viva Colombia!, mientras caían muertos en la Plaza; o como
cuando Macondo empieza a parecerse a Cómala, en el taller de orfebrería
de la casa, cuando, José Arcadio Segundo, en su ditirambo, empieza su
relato, a partir del grito de la dignidad latinoamericana: -¡Cabrones! Les
regalamos el minuto que falta-, que se repite en La Casa Grande y en la
obra del teatro La Candelaria, Los Soldados; o cuando los sobrevivientes
de las bananeras dejaban su testimonio, muchos años después, mientras
mostraban los agujeros de las metralletas, debajo de sus hombros, que a
los muertos los arrojaban a una fosa común, que estaba detrás de la
alcaldía; o recordaban asustados que los soldados iban de finca en finca,
que no había donde esconderse, que los cazaban como a patos, de
espaldas, con los brazos arriba; que había sido una carnicería, que habían
acoplado cien vagones de la locomotora para llevar a los subalternos, a
los que la historia ha invisibilizado, a la leyenda de los más de 3.000
muertos, que tirarían al mar, como si fueran banano de rechazo.
Leyenda que, como diría García Márquez, desde cuando pasó la verde
tempestad del banano, ahora, en las barriadas de Ciénaga, los jóvenes
llenos de tatuajes, piercings, barbas y peinados desvanecidos, con
camisetas esqueletos, ceñidas casi a sus huesos, que imitan de una
manera cursi el acento boricua y anhelan comprar una moto a crédito de
pago diario ─que termina por costarles tres veces más─ y grabar
canciones de reguetón, se burlan de quien diga que en La Plaza de Los
Mártires, murieron todos estos trabajadores heroicos y les importa más el
cuento del tamaño del miembro de la escultura del maestro Rodrigo
Arenas Betancourt, que su símbolo de resistencia bananera.
La huelga fracasó, se llevó de lastre el naciente Partido Socialista
Revolucionario, hizo grande a Jorge Eliecer Gaitán en sus debates del 3 y
19 de septiembre de 1929, dividió a los conservadores hasta finiquitar casi
medio siglo de hegemonía goda, con Miguel Abadía Méndez, quien en
recompensa, después de hacerle el mandado a las élites y al enclave de
la United Fruit Company, le pagó al gobernador militar Cortes Vargas,
nombrándolo Director Nacional de la Policía, al pacificador de las
bananeras, como el tristemente célebre Rito Alejo del Rio, en El Urabá;
por algo Marx dijo que la historia se repite, dos veces: La primera como
tragedia, la segunda como farsa; y que, después permitió la llegada al
poder de la Concentración Liberal con Enrique Alfredo Olaya Herrera en
1930; todo eso existió en tú cara Mafe Cabal y nos avergüenza, no es un
mito histórico, ni se puede ocultar; sin embargo, todavía guardamos la
esperanza de que mejores tiempos vendrán, así en el caribe la realidad
supere a la ficción, porque aún hoy, casi un siglo después, sigue vivo el
recuerdo de los caídos, y nunca morirá.

@rvillasanchez

Ciénaga, 5 de diciembre de 2018.

[1] 1. Seguro colectivo obligatorio; 2. Reparación por accidentes de trabajo; 3. Habitaciones


higiénicas y descanso dominical; 4. Aumento en 50% de los jornales de los empleados que ganaban
menos de 100 pesos mensuales; 5. Supresión de los comisariatos; 6. Cesación de préstamos por
medio de vales; 7. Pago semanal; 8. Abolición del sistema de contratista; y 9. Mejor servicio
hospitalario.

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