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LA IDOLATRÍA DEL “YO”

Un escritor va paseando por la calle y se encuentra con un amigo. Se saludan y comienzan a charlar.
Durante más de media hora el escritor le habla de sí mismo, sin parar ni un instante. De pronto se detiene
un momento, hace una pausa, y dice: "Bueno, ya hemos hablado bastante de mí. Ahora hablemos de
ti: ¿qué te ha parecido mi última novela?"

La vanagloria huele a idolatría, ya que idolatra al ego, lo coloca en el trono de Dios. La vanagloria
aparece en la Sagrada Escritura como uno de los vicios más repugnantes a la par que corrientes de las
personas.

La persona se muestra como un pavorreal, pagada de sí misma, convencida de que es superior a los
demás y sintiendo una estimación exagerada y absurda de sí misma.

San Pablo dice: el amor no se engríe, no es presuntuoso. El presumido no sólo se siente superior a los
demás, sino que además lo hace saber a otros que lo es. Cuando San Pablo escribió su Himno a la
caridad (1Cor 13, 1-13) en la comunidad de Corinto habían surgido camarillas, grupos elitistas que se
jactaban de los carismas que el Señor les había donado. El apóstol, destrozó semejante arrogancia con
el hermoso símil del cuerpo humano (1Cor 12).

El P. Albert Joseph Mary Shamon narra lo siguiente:

“Recuerdo a un anciano de Belfast, Irlanda, quien entró a la sacristía después de una homilía en la que
yo mencioné al Titanic. Él me dijo: «Yo trabajé en él. Cuando fue botado, todos nosotros, los católicos
irlandeses dijimos que era un barco predestinado a desaparecer». Yo le pregunté por qué. Él me
respondió: «la inscripción sobre el casco dentro del barco era una blasfemia; una inscripción que
temerariamente se jactaba: ni Dios podría hundir este barco». La historia subsiguiente la conocemos
todos.”

Con su magistral agudeza Santo Tomás de Aquino manifiesta que la vanagloria es la raíz de una serie
de defectos que pueden convertirse en auténticos pecados contra Dios y los prójimos. Podemos
identificar a las hijas principales de la vanagloria que serían las siete siguientes:

1. La jactancia en el hablar, ya que se gloría de su propia ciencia y goza de escuchar sus


razonamientos y hasta el timbre de su propia voz.
2. El desordenado afán de novedades con que pretende continuamente atraer hacia sí el interés
y la atención de los demás.
3. La hipocresía que aparenta buenas obras que no existen en la realidad, pero que conviene
señalarlas para no perder su puesto relevante ante los demás.
4. La pertinacia que no quiere rendir nunca su entendimiento ante los demás como si fuera el único
o el más genuino poseedor de la verdad.
5. La discordia que es el aferramiento a su propia voluntad, lo que impide que sopese el valor de
los argumentos de los demás, pues, lo que le importa es dominar siempre a los otros.
6. La discusión clamorosa que quiere quedar siempre triunfante, y, además, no sólo en la intimidad,
sino ante un público que puede admirar su sabiduría excepcional según él. San Pablo etiquetó a
los jactanciosos como bronces ruidosos y címbalos estruendosos. Como consecuencia ninguna
persona inteligente escucha a un jactancioso.
7. Y, la desobediencia, porque nunca está dispuesto a aceptar la humillación del sometimiento,
manteniéndose en sus argumentos aunque sean tan débiles que se caen por su propio peso, sin
necesidad de discusión.

La vanagloria nace con la persona humana, es una de las inevitables herencias de todo mortal. Algunos
se percatan de su existencia y de su peligro, y luchan por desterrarla, pero son pocos, ya que su perfume
gusta a todos.

La vanagloria es una exageración impúdica del propio valer. Al mismo tiempo que el olvido de que
toda buena cualidad es un don de Dios, que nos lo puede quitar en cualquier momento. Un ataque
cerebral puede ofuscar la más clara inteligencia, una parálisis no deseada puede destruir la carrera del
más brillante atleta. Una afonía inesperada puede hacer fracasar al más eminente de los cantores. Una
ceguera puede aniquilar el porvenir profesional de un excelente cazador de fieras.

El sujeto aborrece estas desgracias y sólo cuando llegan, se da cuenta de que su vanagloria anterior,
era una exageración en la aplicación de los méritos a sus propias habilidades.

Job el bíblico es un magnífico ejemplo. Perdió contra su voluntad las mejores facultades y la salud,
despreciado hasta por su propia mujer. Pero recuperó todas sus cualidades por una espléndida
donación divina, y sólo entonces se percató de su inutilidad sin Dios.

El amor, por tanto, no se engríe ni presume. El amor es humilde, es modesto, busca agradar solamente
a Dios, como Nuestro Señor mismo lo aconsejó: ora en secreto, ayuna en secreto, da limosna en secreto
(cf. Mt 6, 1-18). Oculta tus buenas obras, como el mar lo hace con las perlas.

Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica II-II, cuestión 132, art. 5. "Si llevamos a cabo actos rectos para
lograr el reconocimiento de los demás, arruinamos la ofrenda que podríamos haberle hecho a Dios".

El Papa Francisco enseña:


La rivalidad y vanagloria son dos gusanos que debilitan a la Iglesia. Debemos actuar con un espíritu de
humildad y armonía, sin buscar el propio interés. Siguiendo el texto de la carta de San Pablo a los
Filipenses, el Papa señaló que la alegría de un obispo es ver en su iglesia amor, unidad y armonía.

Por eso San Pablo pide a los filipenses no hacer nada "por egoísmo o vanidad" ni "luchar el uno contra
el otro, ni siquiera para ser visto, para darse aires de ser mejor que los demás. Ya veis que esto no es sólo
algo de nuestro tiempo”, sino que " viene de lejos", "¿Y cuántas veces, en nuestras instituciones, en la
Iglesia, en la parroquia, por ejemplo, en las escuelas, nos encontramos con esto? La rivalidad, buscar
que nos vean, la vanagloria. Vemos que hay dos gusanos que se alimentan de la consistencia de la
Iglesia y la debilitan. La rivalidad y la vanidad están en contra de esta armonía”.

Ante esto, ¿qué recomienda Pablo?

"Considerad a los demás como superiores a cada uno de vosotros”, dice el Apóstol a los cristianos. Él
mismo se declaraba "indigno de ser llamado apóstol, el último. Ese era su sentir: pensar que todos los
demás eran superiores a él”,

Seamos como San Martín de Porres, peruano que vivió entre 1579 y 1639, "humilde fraile dominico," que
la Iglesia recuerda cada 3 de noviembre. Su espiritualidad estaba en el servicio, porque sentía que
todos los demás, incluso a los más grandes pecadores estaban por encima de él.

Por su parte, San Pablo continúa: "Buscad el bien de los demás. Servid a los demás”. Y Francisco añade:
“Esta es la alegría de un obispo, cuando ve a su iglesia, así: un mismo sentir, un mismo amor, en un
acuerdo unánime. Este es el aire que Jesús quiere la Iglesia. Usted puede tener diferentes opiniones, eso
está bien, pero siempre con ese ambiente: la humildad, la caridad, no despreciar a nadie”.

Es malo cuando en las instituciones de la Iglesia, de una diócesis, encontramos en las parroquias gente
que busca su propio interés, no el servicio, no el amor. Pero Jesús en el Evangelio dice: No busquéis el
propio interés, no busquéis contraprestaciones. Yo hago esto por ti, tú haces tal favor por mí... Con esta
parábola, en la que se invita a cenar a quienes no pueden pagar nada”, enseña “la gratuidad”. “Yo
hago el bien, no un negocio con el bien”. ¿Cómo está mi parroquia, mi comunidad? ¿Tiene este
espíritu? ¿Cómo es mi institución? Este espíritu de sentimientos de amor, de unanimidad, de concordia,
sin rivalidad o vanagloria, con la humildad de pensar que los demás son superiores a nosotros, en nuestra
parroquia, en nuestra comunidad... Tal vez nos encontremos con que hay algo que mejorar. ¿Cómo
puedo mejorar esto hoy?".
Siete pasos para ser humildes o para empezar a serlo
De todas las virtudes, la humildad puede considerarse una de las más difíciles de conseguir. Es experiencia de todos
sentir el aguijón de ese “yo” que nos impulsa a hacer lo que muchas veces no queremos realizar. ¡Cuántas veces nos
arrepentimos de nuestras acciones y deseamos vivir con más sencillez y menos altanería! ¿Cómo ser humilde?
Ciertamente, estas líneas no pretenden ser un manual de “consígalo sin esfuerzo”. No hay rosa sin espinas. Pero tal vez
la lectura de este artículo pueda ayudar a alguno a enderezar el camino, como si se tratase de un GPS que pide una
reorientación de ruta. Espero, pues, que estos 7 pasos sirvan a más de uno. ¡Buena lectura!

1. Procura descubrir lo mejor de cada uno:


Todo ser humano ha tenido experiencias que tú no has tenido, y en esos aspectos te aventaja. Einstein, reputado
como uno de los grandes cerebros de la humanidad, dijo: «Nunca he conocido a una persona tan ignorante que
no tuviera algo que enseñarme».
«Procuremos siempre mirar las virtudes y cosas buenas que viéremos en los otros, y tapar sus defectos con nuestros grandes
pecados. Es una manera de obrar que, aunque luego no se haga con perfección, se viene a ganar una gran virtud, que es
tener a todos por mejores que nosotros, y comiénzase a ganar por aquí el favor de Dios» (Santa Teresa de Jesús, Vida, 13, 6).

2. Elogia sinceramente a los demás:


¿Cómo se va a desdeñar a una persona a la que se le está diciendo lo que se admira de ella? Cuanto más se
mencionen las buenas cualidades de quienes rodean a uno, más virtudes se descubrirán en ellos, y será más difícil
que uno caiga en la trampa del egocentrismo.
«La humildad es la virtud que lleva a descubrir que las muestras de respeto por la persona –por su honor, por su buena fe, por
su intimidad–, no son convencionalismos exteriores, sino las primeras manifestaciones de la caridad y la justicia» (San José
María Escrivá, Es Cristo que pasa, 72).

3. No te demores en admitir tus errores:


Dicen que la frase más difícil de pronunciar en cualquier idioma es: «Me equivoqué». Quienes se rehúsan a
hacerlo por orgullo suelen volver a caer en los mismos errores (sólo el hombre cae dos veces en la misma piedra)
y, además, terminan marginándose de los demás.
«La humildad es una antorcha que presenta a la luz del día nuestras imperfecciones; no consiste, pues, en palabras ni en
obras, sino en el conocimiento de sí mismo, gracias al cual descubrimos en nuestro ser un cúmulo de defectos que el orgullo
nos ocultaba hasta el presente» (Santo Cura de Ars, Sermón sobre el orgullo).

4. Sé el primero en disculparse después de una discusión:


Si la frase más difícil de pronunciar es: «Me equivoqué», la siguiente más difícil debe de ser: «Perdóname». Ese simple
vocablo mata el orgullo (pues te reconoces tan pecador como él) y pone fin al altercado: dos pájaros muertos
de un solo tiro. Pero para eso, es necesario reconocer que tanto él como yo podemos equivocarnos…
«Si vieres a alguno pecar públicamente, o cometer cosas graves, no te debes estimar por mejor: porque no sabes cuánto
podrás tú perseverar en el bien. Todos somos flacos; mas tú no tengas a alguno por más flaco que a ti» (La Imitación de Cristo,
I, 2, 4).

5. Admite tus limitaciones y necesidades:


Es parte de la naturaleza humana querer dar la impresión de ser fuerte y autosuficiente; eso normalmente no hace
más que dificultar las cosas. Si manifiestas humildad pidiendo ayuda a los demás y aceptándola, sales ganando.
«Esto de no fiarse del propio parecer nace de la humildad. Por ello, el cap. II de los Proverbios dice que donde hay humildad,
hay sabiduría. Los soberbios, en cambio, confían demasiado en sí mismos (Santo Tomás de Aquino, Sobre el Padrenuestro).

6. Sirve a los demás:


Ofrécete a ayudar a los ancianos, los enfermos y los niños, o a prestar algún otro servicio comunitario. Saldrás
beneficiado, pues aparte de adquirir humildad, te ganarás la gratitud y el cariño de muchas personas.
«Cuando se te presente la ocasión de prestar algún bajo y abyecto al prójimo, hazlo con alegría y con la humildad con que
lo harías si fueras el siervo de todos. De esta práctica sacarás tesoros inmensos de virtud y de gracia» (León XIII, Práctica de la
humildad, 32).

7. Reconócele a Dios el mérito de toda cualidad que tengas y de todo lo bueno que te ayude a hacer:
Es importante abrir los ojos del alma y considerar que no se tiene nada nuestro de lo que debamos gloriarnos. Lo
único que realmente tenemos es pecado y debilidad. Los dones de la naturaleza y de gracia que hay en nosotros,
solamente merecen ser agradecidos a Dios, que nos lo ha dado cuando ha pensado en nosotros al crearnos.
«Nadie confíe en sí mismo al hablar; nadie confíe en sus propias fuerzas al sufrir la prueba, ya que, si hablamos con rectitud y
prudencia, nuestra sabiduría proviene de Dios, y si sufrimos los males con fortaleza, nuestra paciencia es también don suyo»
(San Agustín, Sermón 276).

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