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El tiempo da sus frutos.

No abominemos de la vida, pues cada


estación nos enseña nuevos y ricos manjares. El tiempo nos abre
los ojos acerca de sucesos que, conociéndolos antes, no nos los
explicábamos. Transcurridos quince años desde que publiqué la
historia del Terror, he visto nuevos horizontes y he descubierto
nuevos hechos. Sin embargo, ninguno de los por mí transcritos
ha resultado inexacto. Al contrario, cuantos documentos se han
hecho públicos han venido a confirmar lo que había sentido y
adivinado a través de tan candentes episodios. Hoy juzgo
aquellos hechos con mayor claridad todavía y puedo sentar por
lo mismo una nueva afirmación: bajo su forma apasionada y
revoltosa, aquella fue la época de una dictadura.
Y no hablo, por cierto, de los cuatro últimos meses, en que
todos los poderes estuvieron sujetos a un solo hombre, poder
que resultaba aún más absoluto y negativo de la libertad que
Luis XVI y Bonaparte. Hablo de tiempos precedentes, cuando
aún la autoridad estaba dividida en distintos organismos.
Es necesario explicar esto, porque aún hay muchos
escritores, autoritarios en el fondo, que lo justifican, quizás por
entenderlo de un modo contrario. Aparece en primer término el
proceso, trama oscura, enigma que muchos han creído
indescifrable. Y esto es ciertamente difícil cuando se ha de
analizar a hombres que unos consideran como monstruos y
otros como dioses. Entonces se impone no estudiar sólo estos
seres, sino el medio en que vivieron, la atmósfera que
respiraron, por decirlo así. Robespierre, en este concepto,
pertenece a la inquisición jacobina.
Esta tiranía precedió a la tiranía militar. Una es justificación
de la otra. Robespierre y Bonaparte tuvieron de común en sus
destinos lo que afecta al carácter de los tiranos. Encontraron
ambos preparados sus instrumentos de acción. Nada hubieron
de crear. La fortuna puso en sus manos terribles máquinas que
ellos, sin conocer su invención, tuvieron tan sólo que manejar
para que produjeran sus efectos. Robespierre encontró las
sociedades jacobinas, trescientas, seiscientas, miles de
asociaciones que él como nadie, sabía manejar. Ejército terrible,
representado en cuarenta mil comités que gobernaban Francia,
la defendieron primero y acabaron por hundirla. Bonaparte
recibió las aguerridas tropas de la República. De esta heredó la
espada encantada, infalible en sus golpes, y cuyo brillo impedía
que se vieran algunos óxidos. Bonaparte arrastró el terror por
Alemania, por todo el mundo, paseó la espada de la victoria
creando odios contra Francia. Europa guarda rencor a
Bonaparte. Francia a Robespierre.
Sin embargo, en la naturaleza humana tan grande es la
admiración hacia la fuerza, que el dictador y el emperador
continúan teniendo fanáticos.
Ocurre un hecho grave y extraño en la vida de Robespierre:
los realistas sintieron hacia él cierta debilidad. Juraban y
perjuraban contra la Gironda, la Montaña, Danton, Chaumette.
Ante Robespierre se callaron. Vieron que amaba el orden y
protegía a la Iglesia, y en su alma creyeron ver reflejada la de
un rey.
Su historia es prodigiosa, más aún que la de Bonaparte. Las
fuerzas que emplea Robespierre son más espontáneas,
digámoslo así, tienen menos preparación, menos teatro< Se ve
sólo en primer término a un hombre modesto, un abogado, un
literato, un hombre austero y honrado, pero cuya imagen
parece de piedra, de incolora forma, que una mañana se
despierta y se ve conducido a las más encantadas regiones de
Las mil y una noches. Robespierre fue más que un rey. Llegó a ser
colocado en un altar. ¡Extraña leyenda! ¡Asombroso triunfo de
la virtud!
La figura de Robespierre ha sufrido grandes retoques. Los
historiadores han rebajado su mérito. Si la unión de un
acendrado patriotismo y de cierto talento, indomable voluntad,
trabajo infatigable, gran perspicacia y sobre todo instinto
finísimo para manejar las asociaciones, son condiciones
suficientes para hacer un gran hombre, este es Robespierre, en
quien tantas cualidades se hallaban compendiadas.
Su espíritu podemos decir realmente que era poco fecundo,
inventaba poco. Esto era una ventaja para él. Si hubiera tenido
más ideas es seguro que no habría llegado a tan alto punto ni
habría sido tan consecuente. Estuvo siempre a la altura de su
público, ni más, ni menos.
Y esto que digo de Robespierre retrata fielmente al tipo
jacobino. Para juzgar su espíritu de crítica, honrado y mediocre,
no hay más que hacer sino mirar hacia París y ver el numeroso
club formado por diputados como Duport, los Lameth,
excelentes tipos para intrigar, al espiritual Laclos (orleanista),
etc. Es necesario ver también al jacobino de provincias, más
constante aún que el parisino, serio, tenaz, severo, patriota
profundamente convencido. Aporté en este sentido (julio del
90) un excelente espécimen en un acta inédita de Rouen
(Archivos Imperiales).
Su primera finalidad fue la de ayudar al Comité de
indagaciones, creado para vigilar la corte poco después de la
toma de la Bastilla. Pero, además de sus observadores, los
jacobinos tenían lectores para instruir al pueblo y consoladores
para calmarles. Detener a los fuertes y apoyar a los débiles, esta
fue su primera misión. En mi libro Luis XVI he demostrado, y
también desde las primeras líneas de La Revolución, el terror
indigno que la gente de espada, la clase noble, hacía pesar sobre
todos; puede llamarse el terror de la esgrima, los prejuicios del
honor. Llegaron los jacobinos, suprimieron este honor y
aterrorizaron a los nobles.
Lucharon contra la división de castas y crearon una guardia
poderosa y severa, incorruptible, que dominó a estos enemigos
insolentes y poderosos. Los jacobinos, al año de su existencia,
declararon que su misión consistía en acusar, en denunciar, y
juraron que defenderían hasta morir la vida de alguien que les
delatara un hecho, que les denunciara a los conspiradores<
Ya hemos visto la forma en que Robespierre obtuvo su
popularidad. El 6 de octubre, cuando las mujeres hambrientas
acusaron en la barra a un representante de explotador del
pueblo, pidiendo que se abriera una información, sólo un
hombre, uno, las defendió: Robespierre.
Esto debía llegar al corazón de los jacobinos.
Poco después pidió el matrimonio de los curas, obteniendo
por ello la gratitud de todo el bajo clero.
Su primer golpe le granjeó las simpatías de los jacobinos y
el segundo las del clero: dos fuerzas entonces poderosísimas.
La prueba de la autoridad decisiva que ejercían, del pavor
que infundían las decisiones de las seiscientas sociedades que
había ya en febrero de 1791, es que el coloso Mirabeau murió
porque quisieron ellas, por sus censuras, por su excomunión.
¡Era un espectáculo asombroso ver al día siguiente de la muerte
de Mirabeau a Robespierre, del que se reían, en la Asamblea
hablando con estoica serenidad! Robespierre usó al principio un
tono acusador y confesó sentirse horrorizado del espíritu que
presidía todas las deliberaciones. En tono rígido dijo: “He aquí
lo que tengo el honor de exponer a la Asamblea”. Y después
dictó una ley. Se le obedeció y se votó. Los jacobinos,
perseverando, trabajando todos con el mismo método, llegaron
a dominar en las grandes ciudades. Todos sonaban con el
recibimiento que les harían en sus respectivas ciudades y no
sabían qué acogida tendrían en su casa.
Robespierre no sólo en este momento era un hombre fuerte.
Resultaba realmente admirable. Establecía los principios
continuamente. Como Duport, proscribió la pena de muerte.
Contra la opinión de la Asamblea, deseaba una especie de
servicio militar obligatorio. “Tanto pobres como ricos deben
figurar en las guardias nacionales”. Añade que a todos se les
debe proporcionar armas; así lo hizo la Gironda.
Robespierre estudió detenidamente a los jacobinos y a las
demás organizaciones políticas de su época. Vio que la idea de
la República era esencialmente girondina. Fauchet, Bonneville,
fueron los primeros que hablaron de la República.
Después de la famosa petición republicana y de las
matanzas del Campo de Marte (en julio de 1791), Robespierre
tomó a su cargo purificar a la sociedad jacobina, separando de
ella a los timoratos, a los tibios. Las provincias se adhirieron a
su conducta. Creó Robespierre su ejército, las fuerzas que había
de utilizar. Toda Francia se arrojó a los brazos de los jacobinos.
En dos meses se crearon seiscientas sociedades jacobinas más.
Semejante fuerza tuvo, desde entonces, una acción decisiva.
Robespierre el 1 de septiembre destruyó a Duport, al creador de
los Jacobinos. Ésta es una página de la vida de Robespierre que
pertenece a la historia natural. El boa constrictor de las mil
sociedades jacobinas, estrangula la idea general. Pero en el
fondo no es a Duport a quien inutiliza, sino a la monarquía
culpable.
Alguien, refiriéndose a Robespierre con motivo de la fuga
del rey (en 1791), dijo: “Si hace falta un rey, ¿por qué no él?”. Al
siguiente año, Marat le llamó gran tribuno y dijo que él solo era
el verdadero jefe de la salvación pública. Muchos, suponiendo
que Francia podía tener un Cromwell, se acostumbraron a esta
idea.
¿Se iba hacia la dictadura? ¿Se quería hacer de Robespierre
un rey, es decir, unir el nombre, el título, a su autoridad más
que soberana? No lo creo: el título hubiera debilitado su
autoridad de papa, que ya ejercía. En el fondo, Robespierre era
más cura que rey. ¿Ser rey? ¡Habría supuesto descender!
Había mordido la manzana de la popularidad, y tan
sabroso le fue este fruto que ya no pudo prescindir de él. En el
momento en que la generosa, la brillante, la aturdida Gironda
se entrometió, por decirlo de alguna manera, alteró todo esto, le
arrancó con los dientes todo lo que él poseía, la operación que
cayó sobre ella resultó horrible. Todo lo que antes no habíamos
visto, cuando todo esto aún no existía, apareció. Y es que, sin
desear precisamente la tiranía, tenía en el fondo un alma tan
naturalmente tiránica que iba derecho hacia allí y odiaba a
muerte todo obstáculo que se interpusiera. El genio de
Vergniaud, la fuerza de los Roland, la maravillosa facilidad de
los Brissot, de los Guadet y la vivacidad de los bordeleses y de
los provenzales, eran para él condiciones inaguantables. Y lo
que aún le fue más odioso que todo lo demás fue la juvenil
audacia de la Gironda lanzando a Francia en aquel movimiento
maravilloso de la cruzada de las picas, de armas forjadas en
medio de la calle con más calor en el alma republicana que
brasas en la fragua, distribuyéndolas al pueblo de suerte que
nadie hubo que no tuviera su defensa.
¿Cómo acusar a la Gironda, decir que estaba ligada a la
corte, justo en el momento en que ella la desenmascara
denunciando su Comité austriaco? ¿Qué le achaca Robespierre?
Un verdadero cuento, la alianza del rey con aquellos que le
destronan. Los jacobinos, normalmente tan desconfiados,
¿podían haber sido tan crédulos como para creerse tales
tonterías? ¿Su fe en Robespierre era tan estúpida? ¿O bien hay
que pensar que les interesaba creerle ciegamente? Quizás
Robespierre y los suyos, viendo finalmente cómo se debilitaba
la influencia de las mil sociedades jacobinas, adoptaron otra
actitud, creyendo que sólo ellos eran sinceros patriotas.
Acerca de la guerra, cuestión que los robespierristas de hoy
embrollan cuanto pueden, hemos de hacer las siguientes
manifestaciones: lª) La corte tenía un espantoso miedo a la
guerra, no la deseaba, al contrario de lo que obligó a creer
Robespierre, según han confesado los mismos realistas. 2ª) Una
cruzada para la liberación de los oprimidos habría recibido la
ayuda de los mismos pueblos que se habían de invadir, porque
no se trataba de una guerra de conquista, sino de una guerra
pura y exclusivamente revolucionaria. 3ª) Esta guerra había de
ser ofensiva y rápida. Cambon, el gran hacendista, lo dijo
acertadamente: sólo así podía no ser ruinosa.
Robespierre, arrastró, refrenó, enervó tanto las fuerzas de la
guerra, que al final Prusia entró, el enemigo penetró, la guerra
fue defensiva. De ahí viene el horrible pánico, el furor de
Septiembre contra el enemigo interior, contra los prisioneros
que cantaban la victoria de los prusianos. Este acontecimiento
nos restó las simpatías de Europa, y la guerra, como
consecuencia de este aislamiento, se hizo más dura dentro y
fuera de la nación. Las excesivas acusaciones que exigía esta
guerra solo pudieron realizarse por el terror jacobino.
Bajo la Convención, los jacobinos llegaron a su tercera
etapa.
A los fundadores (Duport, Lameth) les habían sucedido los
segundos jacobinos, escritores en parte girondinos, como
Brissot. La tercera época de los jacobinos se distinguió por la
extraordinaria democratización de la sociedad. Abundaban los
artesanos, tales como el carpintero admirador de Robespierre y
en cuyo domicilio vivió este.
La idea fundamental del jacobinismo en esta época fue que
el pueblo podía, incluso funcionando la Convención, revocar sus
acuerdos, inutilizar sus decretos, destituir o castigar a sus
representantes. ¡Pobre Asamblea, que casi antes de constituirse
lleva ya en su seno los orígenes de su destrucción!
El mayor golpe de terror se dio sobre la Gironda y Brissot.
Gracias a este se pudo adquirir mucha experiencia. Tales fueron
las insidias que se pusieron en práctica, que incluso a los más
conocidos enemigos del rey se les señaló como agentes suyos.
Estos fueron prodigios realizados por la fe jacobina. Una fe que
llegó a negar la luz del mediodía y se le creyó. La afirmación
del dogma católico de la Edad Media: “Este pan no tiene nada
de pan: es Dios”, es la expresión fiel de la fe jacobina.
Regresamos así a los siglos de bárbara credulidad.
“Nada hay cierto ni justo en cuantas acusaciones se hagan contra
Robespierre”. Ésta es la robusta fe de los nuevos jacobinos.
He admirado la exaltación de los escritores jacobinos.
Llegan casi siempre en sus escritos de polémica a un furor
nervioso, que los hombres menos cultivados no consiguen.
Robespierre, el severo y humano filántropo del 89, había
sufrido cosas atroces. Para empezar, la burla unánime de ambos
bandos de la Asamblea constituyente, de los Lameth y de los
Maury. Él, gallo de su provincia, laureado del Luis el Grande y
del académico de Arras, era muy sensible. Aquel menosprecio
supuso un baño de aguafuerte, le secó cruelmente y le curtió.
Su victoria del 91 no hizo que se relajara. Nunca más volvió a
tener el rostro (aún bastante agradable) que tenía en el 89. Cada
vez se fue haciendo más gato. Las lancetas de la Gironda, a
menudo muy agudas, pinchaban y quemaban. Es espantoso ver
aún el 2 de septiembre a Robespierre que en la Comuna,
sentado junto a Marat, reanuda su eterno tema: “Se pretende
que un alemán sea rey de Francia”. Si Roland y su esposa no
murieron bajo los golpes de estas palabras, fue de milagro.
Mirabeau había dicho sobre él estas profundas palabras:
“Cuanto Robespierre ha dicho, lo cree”. Con esta facultad de ser
tan crédulo consigo mismo, de respetar y seguir toda sombra
que atraviesa su mente, de darle cuerpo, consistencia, no tenía
ninguna necesidad de mentir ni de ser hipócrita. Robespierre
creía todo lo que decía él mismo.
Este mal es muy contagioso. Es un mal de carácter jacobino,
y precisamente el que esterilizó a la Sociedad, dando a su
espíritu fuerza negativa, impropia para la acción. El 10 de
agosto esta fuerza no trabaja para la fundación de la República
y ni mucho menos en el movimiento de la guerra. Toda esta
fuerza no sirve más que para denunciar, para acusar. ¡Siempre
acusar! No hay nada más triste. En 1792 Marat y la Gironda
gimen ya por el absentismo de París. Una sección compuesta por
cuatro mil ciudadanos no logra ver reunidos más que
veinticinco< “Y diez agitadores lo hacen todo; el resto se calla
y vota”. Fue mucho peor en 1793. Ni las más importantes
elecciones, antes motivo de colosales manifestaciones, logran
atraer a más de cinco mil electores de un censo de setecientas
mil almas. Y si en 1794 no se hubieran asignado sueldos a los
comités y a las secciones, es seguro que estos habrían estado
completamente desiertos. Y a pesar de esto es curioso leer en
algunos libros robespierristas: “En París se inició un gran
movimiento. París hacía esto y lo otro”. Y París no hacía nada.
Estaba muy quieto.
El Comité de insurrección constituido contra la Gironda fue
tan débil, se abandonó tanto, que no se pudo hacer nada sin la
ayuda de los jacobinos (31 de mayo, 2 de junio). Estos fueron
obligados a intervenir. Robespierre también era partidario de
un comité insurreccional, pero de insurrección moral, digámoslo
así. Creía que con sólo la presión del Terror la Convención
votaría contra sí misma. Hubo que encerrarla, rodearla de
bayonetas cuando todo París estaba de su lado. Incluso a la
Montaña le produjo irritación y disgusto. Lo que resultó aún
más irritante, fue el hecho de que los diputados, como no
pudieron pasar, volvieron a casa muertos de vergüenza y
entonces Couthon, el hombre de Robespierre, dijo: “Ahora que
os habéis asegurado vuestra libertad, deliberemos, votemos”.
Esta frase alejó de Robespierre muchas simpatías. Este es el
principio de la mistificación jacobina, que se realiza
gradualmente, repitiendo sin embargo la palabra Libertad. Y si
se quiere juzgar esta libertad, léase el Monitor, que el día 18
decía del nuevo señor que se había excusado de imprimir los
discursos de los girondinos, pero que en cambio los había
mutilado.
Robespierre eludió toda apariencia de poder, entrando
además muy tarde al Comité de Salvación Pública. Pero asentó
con fuerza poderosa su influencia, asegurándose las simpatías
de los curas, de los propietarios y de los jacobinos. A los curas
les convencían las palabras escritas al frente de su Constitución:
Ser Supremo. A los propietarios pudo aterrorizarlos diciéndoles
que sólo ellos pagarían los impuestos, eximiendo a los pobres, y no
lo hizo, y entonces pudo pronunciar algunas palabras que
revelaban su profunda sagacidad: “No quiero privar a los
pobres del honor de contribuir”.
¿Cómo, pues, Robespierre, dando gusto a la derecha,
obtenía los triunfos ruidosísimos de la izquierda? Esta
duplicidad supuso para él un hecho vergonzoso, el de ser
apoyado por Hébert, del populachero Padre Duchesne, un
periódico de no muy limpia trayectoria. Hébert invadió a su
antojo las plazas y los fondos de la guerra, paralizando ese
ministerio en presencia del enemigo. Hébert llegaba.
Finalmente (tras tres meses de inactividad), fue llamado Carnot.
La victoria improbable de Wattignies salvó a Francia,
prescindiendo del jacobinismo y del girondismo.
Ni Robespierre ni la Gironda comprendieron a París, que
era como un crisol de química social, donde se fundía todo, los
hombres y las ideas, tendiendo a su transformación.
¿Robespierre vivía el ambiente de París? No. No conocía más
que una calle, la que iba de los Jacobinos a la Asamblea. El
centro de París, activo e ingenioso, conocido en todo el mundo,
le era desconocido y más ignoradas aún las masas del arrabal
de Saint-Antoine. Jamás se mezcló con la muchedumbre. Su
correcta vestimenta de antiguo noble le habría hecho estar
completamente fuera de lugar.
Jamás ha habido un pueblo menos violento que el
verdadero París. Si en Londres se hubiera sufrido la décima
parte que en París, indudablemente se habrían entregado al
pillaje más vergonzoso, al incendio. París tomó la Bastilla e hizo
el 10 de agosto. En septiembre pocos fueron los que
reaccionaron y los ancianos me dijeron: “Los de la Fuerza de
Auvernia eran malas bestias, revoltosos, carboneros, etc. El 5 de
septiembre de 1793, miles de obreros hambrientos forzaron a
Chaumette y a la Comuna a asistir a la Convención. Sólo querían
pan (fue Chaumette quien lo dijo)”. La insolencia de los
realistas, quienes esta vez creyeron de nuevo en la victoria de
su causa, hizo que se dictaran las leyes del Terror.
Este pobre pueblo, cuando tuvo lugar la victoria de
Wattignies, estalló de alegría. Creyó que todo había terminado.
El efecto que aquel triunfo produjo fue excelente. La cosecha
fue abundante. Se redujo el precio del pan. Ya no habría que
esperar más noches ni hacer más colas en las puertas de las
panaderías. El día 20 de octubre se recibieron dos noticias a la
par. “La victoire en chantant nous ouvre la barrière!1”. Por una
parte fueron rechazados 120.000 austriacos. Por otra la Vendée
se lanzó a la desesperación de su impotencia. Salió del Loira,
pero fuera de los bosques, donde la palabra del cura no hacía
milagros. Los sacerdotes que habían instigado a la guerra civil
fueron anatematizados por las capitales. Estos charlatanes
fueron expulsados. ¡Gran alegría en París! El vino reciente
contribuyó a esa alegría. La Vendée fue castigada en las
estatuas de piedra de Notre Dame, en sus santos, a los que se
les rompió la nariz.
Chaumette, que en el fondo era un buen hombre, tuvo
suerte de que las piedras sólo se dirigieran contra los santos. No
hubo realmente ninguna sublevación seria contra los curas. Él
mismo, el apóstol de París, Chaumette, y con él Clootz, dos
curas revolucionarios, condujeron a la Asamblea al obispo de
París y a los sacerdotes del viejo culto. El obispo fraternizó con
un pastor protestante. Fue un edificante acto de sensatez y
tolerancia.
En los departamentos más de un representante en misión
se mostraba encantado de desviar los furores populares hacia
ese lado. Los santos de madera eran guillotinados. Diariamente
llegaban a la Convención las ricas vestiduras de las imágenes.
Las estolas y casullas del cardenal Collier y del santo cardenal
Dubois no estaban rodeadas ya del respeto y la veneración de
otras épocas. Ya no eran reliquias. Esto pertenecía ya a la
infancia del pueblo.
“París, decía Clootz, es la verdadera Roma, el Vaticano de
la Razón”. La Razón ha sido durante mucho tiempo el anima
forte del cerebro de Francia, y la Razón la predicaba la Comuna
y la enseñaba el mismo Chaumette en los barrios del centro. Los
autores del calendario republicano, los matemáticos que
tomaban asiento en la Convención, Romme, entre otros, estoico,
futuro mártir de pradial, levantaron el altar al Dios-Razón.
El verdadero punto grave y fuerte, predicado por la nueva
doctrina y abordado frecuentemente por Chaumette en sus
sermones, es la depuración de las costumbres. Entre tantas
miserias como existían, la multiplicación de las mujerzuelas y la
enervación del hombre, constituían una verdadera plaga. En
nombre de la Razón y de la Patria se obliga al joven a que
temple su alma y permanezca puro y vigoroso para salvar a la
patria, para la energía cívica y los nobles esfuerzos.
La Asamblea y la Comuna se sumaron al nuevo culto. La
Asamblea en masa recibió a la Razón con su inocente cortejo de
niñas de doce años que la acompañaban. El día 16 ocurrió un
grave suceso en la Convención. La proposición de Cambon
motivó que se tomara el acuerdo de declarar a las iglesias
refugio de los indigentes y propiedad de la Comuna. ¿Y qué
otro destino más piadoso, más humanitario se podía dar a los
templos? ¿Para qué se querían tantos establecimientos
religiosos habiendo tantos mendigos, tanta gente sin hogar? A
las puertas de otro crudo invierno el hecho de albergar al pobre
sin hogar, sería considerado, a buen seguro, una obra de
caridad. Este decreto destruía la fe del viejo culto.
Pero lo que causó asombro fue lo dicho por Robespierre el
21 de noviembre respecto a tal medida y a que la Convención
no había tratado de tocar en lo más mínimo la religión católica.
Los jacobinos anduvieron desorientados. Creyeron que su
jefe estaba de acuerdo entonces con la Montaña y lo vieron con
los de la derecha. Creyéndole con la izquierda, nombraron
presidente a Anacharsis Clootz.
Era difícil sostener la tesis de una religión que no servía
más que para sacrificar a las demás. ¿Cómo se iba a llamar
tolerante a la Iglesia que arrojaba sobre Francia a la Vendée y a
los ingleses? Robespierre sostuvo la extraña tesis de que la
Vendée no era asunto de los curas, a pesar de que entre sus
generales había dos sacerdotes, detalle este que hubiera
llamado a sospecha al más cándido. Dijo que la Vendée era
cuestión de los realistas, cuestión política.
La Asamblea sufrió esta solemne decepción y Robespierre
consiguió que se abrieran las iglesias que poco antes habían
sido cerradas por un decreto arrojándonos alas tinieblas del
pasado.
¿Qué hacen los jacobinos? Naturalmente, convencidos de
su equivocación, destituyen y expulsan de su sociedad al
presidente Anacharsis Clootz, que estaba muy lejos de pensar
como ellos y cuyo nombramiento fue una solemne
equivocación.
Este hecho demuestra hasta qué punto los jacobinos eran
los instrumentos ciegos de Robespierre. Siempre le habían
pertenecido, pero entonces tenían aún más ciega fe en él. El
decreto del día 18 creaba la superioridad política de los
jacobinos, motivo más que suficiente para idolatrar a
Robespierre.
Cuando fue presentado este decreto, una parte de la
Montaña estaba ausente desempeñando misiones, pero la
derecha y el centro estaban al completo. Muchos de la derecha
creían vivir a merced del favor de Robespierre. El centro
detestaba a la Montaña, le tenía celos y se quedó encantado
cuando la vio destruida.
El decreto se reducía a dos artículos:
1° Los representantes de la Asamblea enviados a
desempeñar misiones dejan de corresponder a esta Asamblea. (Hay
que tener en cuenta que todos los enviados eran montañeses)
2° Las municipalidades y sus comités revolucionarios que
cumplan la requisición (en hombres, dinero o géneros)
obedecerán sólo al distrito o al Comité de seguridad general.
Este simple tirano generó en Francia 44.000 tiranos. A
disposición de estos comités, sin vigilancia alguna, estuvieron
las vidas y las haciendas.
No vigilaba ya el distrito. Un agente recibía la orden para
verificar la recluta y conducirla a la frontera, sin ocuparse de la
forma en que pudiera realizarse.
No vigila ya el Comité de seguridad general. ¿Cuál era la
representación y los deberes de este comité? Louis Blanc se
empeña en oscurecerlo. Formaban el comité Robespierre y dos
individuos más, David y Lebas; los demás eran gentes sin
voluntad, siervos del miedo. Estaban a cien leguas de pedir
cuentas a los comités jacobinos.
El proyecto original de requisición, tal como lo había
concebido Cambon, obligaba a que los distritos mirasen al
centro, a la Asamblea, que por sus comisarios los vigilaba. Pero
el proyecto votado el 18 de noviembre imponiendo una falsa
unidad, emancipó de la Asamblea a estos 44.000 comités
jacobinos. Se creó una monarquía, un imperio absoluto de los
jacobinos, el imperio del Terror.
Los historiadores robespierristas, que alardean tanto de su
amor a la unidad, se muestran en esto verdaderos federalistas,
admiran la división. Pero los grandes hombres de negocios
dicen que esta máquina tenía un complicadísimo engranaje, mil
variados resortes, tan delicados que apenas si se les podía tocar.
A la operación de la requisición se mezclaba otra, la del
terrorismo local y personal entre vecinos, concurrentes,
enemigos. Un sanguinario, procónsul (en 1793 hubo dos o tres),
aterrorizó a una ciudad. Entraba el terror atropelladamente,
como una inundación. Se daba pretexto para que se efectuasen
venganzas personales aprovechando el mismo terror y otras
coyunturas que creó la situación política. Puede decirse que los
italianos de la Edad Media eran más prudentes. Si una
población se entregaba al desorden, únicamente lograba
tranquilizarse enviándosele un gobernador tirano, un juez
armado. La propia ciudad, es decir, las personas honradas,
llegaban casi hasta exigir que el juez fuera extranjero, que no
tuviese lazos de parentesco ni amistad con ningún vecino de la
villa, es decir, que no tuviera que tener consideraciones con
nadie y que castigara al culpable cualquiera que fuera su
condición social.
Cambon quería que para justificar los gastos los comités
hicieran las cuentas correspondientes, exactas, con el propósito
de hacerlas públicas.
Chaumette solicitó (al menos para París) que las 48
secciones que acusaban, denunciaban y arrestaban, explicasen
ante la Comuna los orígenes de estos actos para evitar que se
pudiera pensar que estaban basadas en odios personales.
Ni Cambon ni Chaumette fueron oídos. Robespierre no osó
descontentar a sus jacobinos.
El buen sentido indicaba a las claras que esta máquina no
tardaría en estallar. El comité solicitó de la Asamblea
autorización para separar en las cárceles a los verdaderos
sospechosos de los que no lo eran, para disminuir en primer
término el hacinamiento y en segundo lugar ir vaciando los
presidios. Robespierre sostuvo que los comités no tenían
tiempo hábil para estas operaciones. Esto no es verdad; salvo
dos o tres individuos abrumados de trabajo, los demás hasta
perdían el tiempo vanamente (como por ejemplo Robespierre
disertando sobre los vicios del gobierno inglés).
Robespierre quería que este examen lo practicaran los
comisarios, los cuales se mantendrían en el anonimato. Se
comprendía su intención. Estos desconocidos habrían sido
hombres nombrados por él. Robespierre se habría apoderado
de la llave de las prisiones. La Convención retrocedió. No se
hizo nada y el mal aumentó.
El remedio, decía Robespierre, era acelerar los juicios. Esta
proposición la hizo Robespierre muchas veces, pero era tal la
masa de acusados que se arrojaban a las cárceles, que ni los más
rápidos tribunales podían terminar nunca sus juicios.
A través de todo esto se comprende lo que es el terror,
especie de fenómeno moral que enerva, abruma, espanta.
Para que el terror se ejerciera y produjese sus terribles
efectos era necesario castigar a grandes culpables. No respetar
la categoría del delincuente en primer término. Sólo
condenando a acusados de elevada posición correría más el
terror, porque precisamente sus decisiones revelarían temible
ejemplaridad.
La guillotina parecía haberse envilecido. No ejecutaba a los
grandes criminales, a los reyes, sino que bajo su filo perecían
gentes al azar. El mismo David, el hombre más útil de
Robespierre, dijo una vez: “¿Y en la Montaña llegaremos a
quedar veinte?”. Parece que Robespierre por desconfianza
acabará por guillotinarse a sí mismo.
¡Más aún! Robespierre llegó incluso a creer que Billaud-
Varennes, el fantasma del Terror, el primer partidario,
traicionaba la causa. Billaud y Robespierre se miraron. Billaud
lo comprendió y para aplacar su hambre le arrojó a Danton,
regia comida de difícil digestión que fue mortal para
Robespierre.
La situación de Carnot, Lindet, Prieur, Lavicomterie, etc.,
en los dos comités era horrible. Estaban entre la vida y la
muerte. Especialmente Lavicomterie había de estar cerca de
Robespierre, y mayores eran sus sufrimientos cuanto más
próximo estaba a quien tenía su vida entre sus manos. Carnot,
Lindet, hombres tan necesarios, respetados por la victoria,
tenían que firmar los sangrientos informes que diariamente
enviaban Couthon y Saint-Just. Robespierre normalmente no
firmaba ningún documento. Resulta casi injurioso también para
aquellos decir que muchas veces firmaron sin leer el documento
que tenían entre sus manos. Digamos las cosas como eran. Si
estos se hubieran retirado, Francia habría quedado entregada a
un peligro. Sin su mortal trabajo y su sagaz dirección no habría
servido de nada tan terrible sacrificio. Aún podemos añadir
algo más. Estaban ligados ellos a este trabajo por indicaciones
del corazón, por amor a Francia. Cada uno salvaba a quien
podía. Osselin y Bazire perecieron por salvar a algunas mujeres
asustadas que se acercaron a ellos. Carnot hacía lo que podía.
Salvó al grupo de oficiales ingenieros que honró este cuerpo,
grupo de hombres útiles a la República, colocándolos en su casa
como dependientes suyos. Lindet no estaba menos expuesto
que Carnot. Es necesario leer (especialmente en los libros de
Boivin) la fría audacia, la perseverancia, la santa hipocresía por
medio de la cual pudo sofocar el incendio del oeste, calmar,
asegurar y salvar Normandía. Esta compleja cuestión
descansaba en un punto, en un pequeño municipio. La
guillotina iba a levantarse. Lindet sacó partido de la fama de
hombre feroz que le crearon los girondinos, prendió a la justicia
y obligó a Fouquier-Tinville a que compareciera ante él,
acusándole de proceder antes de que Lindet hubiera practicado
su informe general contra los girondinos de Normandía. Lindet
los salvó empleando esta táctica del aplazamiento, llegando
hasta termidor.
Una de las cosas que han hecho aborrecible a Robespierre
es que él quiso formar el comité de forma que él quedara libre
de toda responsabilidad, declinándola en los demás. Vana
hipocresía. Era de sobra sabido que él mandaba sobre la vida y
la muerte, y que a él se dirigían innumerables cartas solicitando
gracia. ¿En los Jacobinos, acaso no iba siempre entre Dumas y
Coffinhal, sus jueces asalariados? ¿Robespierre no comía casi
siempre en casa de uno de estos jueces, Duplay? ¿Podía ignorar
las ejecuciones rápidas que ocurrían?
Napoleón aceptó más tarde gran número del personal de
Robespierre.
Bajo la Restauración, los escritores exhumaron a
Robespierre literariamente. Aquel fue el tiempo de paradójicas
rehabilitaciones. Maistre y otros realistas han prestado a la
figura de Robespierre grandes favores. Buchez, ayudado por un
jesuita, hizo una voluminosa recopilación2, santificando a la vez
el 2 de septiembre y la San Bartolomé. Louis Blanc ha escrito
también doce gruesos volúmenes sobre este asunto y Hamel ha
pasado años enteros escribiendo la historia de aquellos sucesos.
¿Por qué siendo el trabajo de este autor tan minucioso resulta
tan pesado? Pues porque sus figuras son demasiado perfectas.
Son héroes impecables. Saint-Just es una especie de Grandisson,
de Telémaco. Robespierre más que hombre es un dios. Desde su
infancia era un santo. No tiene más que un amor: sus palomas.
Hamel lo compara con Jesús dos veces.
Realmente resulta duro creer que en el mundo ha habido
santos tan perfectos. Pensad en que incluso el mismo Jesús,
prototipo de Robespierre, según Hamel, tiene algunas manchas
en su historia. Jesús lloró una vez y llegó incluso a desesperarse.
No; nada hay en el mundo absolutamente perfecto.
Todo era libre, dicen ellos. La Convención, los jueces, los
jurados, la policía.
Me ocurrió una vez que estaba buscando trabajo y me
recomendaron dirigirme a la redacción de una estimable revista
dirigida por un hombre que hablaba mucho del pueblo,
preocupándose por su educación, por su bienestar. Hablaba
pausadamente, hasta con monotonía. Su mirada era de fuego.
Él era pequeño, triste, dulce. Me oprimía el corazón. Tuve que
marcharme del periódico rápidamente. No podía soportarlo.
Después supe que aquel hombre había hecho guillotinar a
mucha gente, iba a la caza de girondinos. Démonos cuenta
pues, del poder inmenso que debía ejercer Robespierre, cuando
un niño como aquel aterrorizó a todo el Mediodía.
Así fue el afable Couthon. Así fue el filántropo Herman, de
Arras, camarada de Robespierre, quien en sus notas secretas le
coloca el primero entre los hombres capacitados. Él realizó las
ejecuciones de Danton y Fabre d'Églantine. Cuando Danton
defendiéndose truena, cuando las palabras salen a torrentes de
sus labios, imprimiéndoles la divina forma de la elocuencia,
Herman le dice: “Descansa, Danton, porque vas a cansarte”.
¡Admirable dulzura! Si yo tuviese que ser condenado a
muerte escogería un juez como este.
El tipo más trágico que nos ofrece la historia es
seguramente Robespierre. Al mismo tiempo es también el más
cómico. Shakespeare no tiene nada parecido. Tal es el interés de
su figura, que los escritores condenados a muerte, con la cabeza
debajo de la fatal cuchilla, sentían aún impulsos de escogerlo
como protagonista de sus dramas. Los girondinos, perseguidos
tenazmente, escondidos en las tenebrosas cavernas de Saint-
Émilion, con la sentencia sobre la cabeza y la mortaja por toda
Vestidura, admiran el relieve artísticamente trágico de
Robespierre. Fabre d'Églantine, mirando las verdes luces de los
ojos de Robespierre, le dice: “¡Tú serás comedia!”.
Y efectivamente, en Robespierre residían todos los
elementos del verdadero Tartufo político. Su extraña
moralidad, sus llamamientos a la virtud, su calculada ternura,
sus recuerdos infantiles, sus formas bastardas de falso
Rousseau, prestaban a Robespierre un contorno novelesco.
Fabre, con su frío instinto, sorprendía al héroe en el instante
crítico en que por las fluctuaciones del espíritu rompía
Robespierre su capa de hielo, poniendo al descubierto que toda
la fuerza de su alma consistía en la rigidez de su rostro. Aliado
de los exaltados, de Hébert en 1793, se muestra clemente en
Lyon en el mes de octubre y finalmente, asustado por esta
fugaz debilidad, se arroja en las profundidades del Terror,
ofreciendo al observador la figura de un Robespierre veleidoso,
o mejor dicho, de varios Robespierres.
Saint-Just, a pesar de esta rigidez, no es más consecuente.
Es un cómico espantoso que pronuncia grandes discursos
creyendo sistematizar el pensamiento de Robespierre. Su plan
era un equitativo exterminio de exaltados y moderados en el
nombre de la moral, de los principios. ¿Pero de qué principios?
Robespierre va de unos a otros.
Es prodigioso que haya sobrevivido su reputación
revolucionaria después de las bárbaras ejecuciones practicadas
en 1793, de Chaumette y de Clootz. ¡Qué fiesta para los curas!
¿Cómo pudo pasar Robespierre sin invitar a estos festines a los
obispos y curas del centro y de la derecha de la Convención?
Respecto a estos, se tenía buen cuidado de que en el teatro se
defendieran las buenas costumbres sacerdotales. Fue suprimido
un periódico por adoptar por título de La Confesión. En la iglesia
de Saint-Jacques se cantaba la misa tan fuerte, que se oía desde
Port-Royal. Los presos seguían paso a paso los oficios.
Al morir Danton, todos los poderes quedaron depositados
en Robespierre. Esto fue como el brumario de Robespierre,
como su diciembre. El drama terrible lo arrastraba. Llegó a una
altura inconcebible cuando dijo: “¡Hermoso espectáculo el de
una Asamblea que va ella misma seleccionándose!”. Purgada la
Asamblea de Danton, era necesario un nuevo medicamento
heroico, radical. La Asamblea duda y se indigna después. “¡Ah,
infame Convención que se resiste a ser guillotinada!”. Hago
observar estas palabras para que se vea que Robespierre no
quería arrancar el corazón a la Asamblea, sino que quería
convencerla para que se lo arrancara ella misma. Robespierre
podría decir entonces: “¡Ella lo quiso así!”. Puro fariseísmo.
Quería darse un baño de inocencia, digámoslo así,
tranquilizarse, evitar los remordimientos por medio de unos
procedimientos hipócritas, muy particulares, originales,
ejemplares.
¿Dónde está Marat? ¿Qué es Marat? Un ser ingenuo. ¡Qué
lejos está el 94 del 93! ¡Ah, Robespierre! Tú no podías apagar
tan esplendorosas luces impunemente: Danton, Fabre,
Desmoulins, el pobre Anacharsis Clootz, el infortunado
Chaumette, tan inofensivo entonces, todos perecieron. Los
apóstoles de la Razón fueron guillotinados.
¿Dónde está Marat? ¿Dónde Chalier? Prefiero los
peligrosos equilibrios de la Razón, los furores, las exaltaciones
de Marat. Los dos estaban enfermos. Eran en Francia como dos
seres extractos de sangrienta raza. Marat estaba histérico. Se
advierte a cada instante. Creo que un día llegará a surgir la
patología del Terror. Las situaciones extremas crean
enfermedades raras. Nuestros camaradas de 1700 sufrieron una
contagiosa: la profecía. Los niños en sus cunas profetizaban. En
los hombres del 93 se manifestó otra enfermedad: la furia de la
piedad.
¿Qué es esto? Frecuentemente, cuando las mujeres veían
matar a un caballo, a una bestia cualquiera, se arrojaban sobre
su matador, haciendo con él lo propio o pocos menos. He visto
a hombres de sanguíneo temperamento presentar en estos
momentos de furor un aspecto apopléjico, hasta arrojarse sobre
el agresor y estrangularlo. Esta piedad homicida se manifestó
en Marat y en Chalier, En este tuvo una forma muy elocuente,
en el primero no tanto. Su vanidad literaria se mezclaba
frecuentemente con sus furiosos devaneos. Nunca encontró
Robespierre tan propias palabras como las que sirven de retrato
a Chalier, pronunciadas por él mismo: “¡Ya no soy más que el
anatema del buen pueblo francés!”.
Lyon era como el nervio principal de vida. París era el
espíritu. Entre Croix-Rousse y Fourvière, populosa colonia de
obreros infatigables, se creó, o mejor dicho, arraigó con más
fuerza la teoría de un misticismo social, de ternura y exaltación
al mismo tiempo. Después de Chalier, allá vegetaron el
ingenioso Fourier y el enérgico Proudhon, cuya excéntrica
fuerza lo recorrió todo. Chalier, negociante italiano,
verdaderamente rico, se convirtió entre este mundo de seres
pobres, obreros miserables, en un enfermo: deliraba. No se ha
demostrado que haya tomado parte en los sangrientos complots
que se le imputan. Lo que hay en esto de cierto es la barbarie
que contra él y los suyos se desplegó.
Sus discípulos vinieron a París y encontraron precisamente
a Chaumette predicando ante cien mil pobres, consolándolos,
diciéndoles que toda la tierra abandonada, todos los campos
desiertos serían para que ellos los fecundaran con su trabajo y
los usufructuaran como legítimos propietarios.
Había otro predicador también exaltado, Jacques Roux, el
apóstol de las calles de Saint-Martin, Arcis y los Gravilliers,
especie de fiera que para representación simbólica del Estado
quería un cañón.
Robespierre se había mostrado poco favorable a la
propiedad. Después cambió de opinión y persiguió a Roux
hasta la muerte, acusándole de ladrón. Roux, indignado, atentó
contra sí mismo.
Después del sitio de Lyon, cuando fue conducida a París la
cabeza de Chalier, llegó su mejor amigo, Gaillard. Éste tuvo un
recibimiento frío por parte de los jacobinos y de Robespierre.
Gaillard, desesperado, hizo como Roux, se saltó la tapa de los
sesos.
Robespierre, como ya he dicho, fue antisocialista. Hasta
proscribió la inocente idea de los banquetes fraternales, a los que
cada uno asistía con su pan debajo del brazo.
He hablado del comportamiento terrible de las secciones
del centro (Saint-Martin, Arcis, Gravilliers) contra Robespierre
el 9 de termidor. Éste acababa de guillotinar a los apóstoles de
estas secciones, Roux, Chaumette.
Ninguna de las tres secciones de Saint-Antoine acudió en
socorro de Robespierre. Ni siquiera la de Saint-Marceau. En la
Cité, si se le cerraba Notre Dame era hombre perdido< Llegó a
quedarse completamente solo, tan solo que un niño, Merda,
llegó hasta él y le disparó.
¿Y cómo una cosa tan clara como todo lo que llevamos
dicho se pone diariamente en tela de juicio? Se inmola a la
Montaña, a la Comuna del 93, a los apóstoles de la Razón en
París. ¿Y quién es el ser por quien se inmolan tantos
individuos? ¿Era un gran hombre? Ciertamente. Y le he
llamado así, pero no antes de haberlo enterrado junto a Danton.
Si he hundido a Danton en el abismo de sus debilidades,
¿habría podido no condenar a Robespierre?
Tanto los pueblos de Europa como los de América pueden
decir después de sus agitaciones o de sus convulsiones
políticas: “¿Quién será el próximo tirano?”.
La tiranía es una gran enfermedad. El tirano nace del
tirano. El tirano Jacobino incuba al tirano militar. Este arroja al
tirano jacobino. Los que destruyen el altar del jacobinismo son
los apóstoles involuntarios de la tiranía militar.
Muchos dicen: “Después de todo, prefiero morir fusilado”.
Afortunadamente el tiempo avanza. Somos un poco menos
imbéciles. Ha pasado o se va borrando el culto a la encarnación
introducido por la educación cristiana y el mesianismo. A la
larga hemos comprendido la frase que nos dejó Anacharsis
Clootz al morir: “Francia hace hombres”.

1 de enero de 1869
1793)

Creación del Comité de Salvación Pública (6 de abril).—La


Convención excluye a los girondinos y a los jacobinos.—Las
maquinaciones de los jacobinos contra la Convención.—La máquina
de peticiones.—Los jacobinos neutralizan la fuerza de los
dantonistas.—La historia de los brissotistas, por Camille
Desmoulins.—Indagatoria de Robespierre contra la Gironda.—
Respuesta de Vergniaud (10 de abril).—La Revolución por el amor.—
La Gironda consigue la acusación de Marat (12 de abril).—La
Montaña defiende a Marat.—La Comuna pide la prescripción de los
girondinos (15 de abril).—Fonfrède y el llamamiento al pueblo.—La
Montaña desautoriza la petición de la Comuna.—Danton y
Robespierre.—Danton abandona sus principios.—Abnegación de
Vergniaud (30 de abril).—Vergniaud demuestra que el llamamiento al
pueblo salvaría a la Gironda, pero perdería a Francia.—La
Convención condena la demanda de proscripción de la Comuna contra
la Gironda.

Es fácil adivinar el terror que se sentiría en París cuando se


supo que Dumouriez había arrestado a los representantes de la
Convención. Todo el mundo creyó lógicamente que Dumouriez
no habría aventurado semejante golpe de no contar con la
absoluta adhesión del ejército. Se creyó que Dumouriez estaba
de acuerdo con algunos gobernadores de plazas fuertes y en
inteligencia con algunos individuos de la Convención.
Marat y Robespierre quisieron que fuera arrestado Brissot
como gran medida de defensa.
El comité de defensa, que para ultrajarlo ellos
denominaban un consejo de Dumouriez, estuvo muy lejos de
salvar a la patria. Los girondinos y dantonistas se comprendían
y obraron unánimemente.
Este comité, a través de Isnard, decretó la creación de un
comité ejecutivo o Comité de Salvación Pública. Se componía de
nueve individuos, deliberaba en secreto, vigilaba, aceleraba la
acción del ministerio, pudiendo en caso necesario, suspender
los arrestos. En caso de urgencia, el comité comunicaba sus
órdenes a los ministros. Este comité era un rey en realidad,
renovado mensualmente y que cada semana daba cuenta de sus
actos a la Convención. Esta no conservaba de poder más que las
llaves del Tesoro público. La tesorería se había convertido en
dictadura también, la dictadura de Cambon, la dictadura del
asignado.
Esta gran institución revolucionaria espantaba a mucha
gente. Danton calmó a todos estos espíritus pusilánimes. Dijo
que en circunstancias tan críticas lo conveniente era agruparse,
fraternizar socialmente.
La Montaña siguió este impulso con verdadero patriotismo,
desautorizando expresamente las palabras de desconfianza que
había pronunciado Marat. Sin dificultad la Montaña entregó
Orleáns a la Gironda cuando esta solicitó su arresto.
Cuantas medidas urgentes reclamó la situación se
obtuvieron de los miembros del comité de defensa, tanto
girondinos como dantonistas. He aquí algo de lo que se solicitó.
Lasource: Que se tuviera como rehenes a las familias de
quienes iban con Dumouriez.
Fabre: Que se enviaran nuevos comisarios al ejército. El
primero nombrado fue Carnot.
Danton: Que se acelerara la acción de la justicia y se
abaratara el pan. Que el tribunal revolucionario ejecutara sus
funciones sin esperar los decretos de la Convención. Pero sobre
todo que el pan (a expensas de los ricos) permaneciera a bajo
precio.
Barère dijo que se enviara un ejército a Peronne y que se
creara otro para París, ambos al mando de Dampierre,
nombrándose ministro de la guerra a Bouchotte.
Barère fue quien por medio de un discurso, obtuvo de la
Convención la dictadura necesaria reclamada por los peligros.
Los nueve miembros fueron escogidos entre gente
verdaderamente republicana; todos ellos habían votado por la
muerte del rey. La mitad eran del centro o de la derecha, pero
no girondinos, sino diputados imparciales que muy
frecuentemente votaban a la izquierda: Barère, Jean Debry,
Bréard y Theilhard. Por otra parte, montañeses de los cuales
algunos votaban frecuentemente por la Gironda: Cambon,
Danton, Lacroix, Delmas, Guyton-Morveau.
La Montaña, en minoría en la Convención, no contaba con
mayoría en el comité dictador, pero tenía hombres de mucha
fuerza como Danton y Cambon. Un comité organizado por
estos no podía dejar nada que desear como energía
revolucionaria. Sin que en ellos residiera el espíritu de polémica
propio de los jacobinos y girondinos, ellos contenían toda el
alma pensante de la Convención.
Cambon, dueño de la Tesorería, única administración
sustraída a la fiscalización del Comité de Salvación Pública,
dividía necesariamente la omnipotencia de este. Esta doble
parte en el poder indicaba a las claras que Cambon era el
hombre de la Asamblea. Desde la izquierda donde él tomaba
asiento, dominaba al centro con el beneplácito de la derecha. Él
representaba la unidad de la Asamblea, pero no una unidad
débil, pobre, frágil, sino enérgica.
El carácter notable del Comité de Salvación Pública era que
tuviesen o no la calificación de jacobinos muchos de sus
miembros, el espíritu jacobino no tenía representación. Los
amigos de Robespierre estaban excluidos, pudiendo entrar uno
sólo, Lindet, y este por la dimisión de Jean Debry, un verdadero
jacobino.
La Convención en la organización del Comité de Salvación
Pública no se mostró girondina, pero sí contraria a los
jacobinos.
Parece que se habían apoderado de ella las palabras que
pronunció Barère: “Se teme a la dictadura< y hace tiempo que
estamos sufriendo una, la dictadura de la calumnia”.
Heridos los jacobinos por esta flecha, habían sido
postergados. Y ¿era posible de buena fe, pasar sin los jacobinos?
Contra tantos enemigos coaligados de la Revolución, ¿esta no
debía aceptar la coalición jacobina?
La Sociedad jacobina, precisamente por entrar todos sus
partidarios en las funciones de la administración,
desempeñando cargos en todas partes, se hizo débil. No tenía el
mismo grado de iniciativa revolucionaria. Intentó medir sus
fuerzas por distintos caminos. El día 1 designó como presidente
a Marat, apóstol de la anarquía. El 3 fueron desaprobados por
Marat los actos de anarquía cometidos por la sección del
Obispado. Excluida del Comité de Salvación Pública el día 6, la
Sociedad jacobina empleó desde el 7 hasta el 15 a los mismos
anarquistas que acababa de reprimir. No quería detenerse hasta
que no hubiese aniquilado y arruinado al enemigo.
Redactaba continuamente proclamas violentas y formulaba
peticiones espantosas. Se sabe perfectamente cómo se montó
esta máquina de peticiones. Los delegados de los jacobinos, los
agitadores de las secciones, aseguraban en cada una de ellas
que la petición había sido aprobada por las demás secciones. Si
se negaba alguna a firmar, por la noche volvían de nuevo,
cuando había poca gente y tan cansada, que no sabía ni lo que
firmaba siquiera: “Firmad, malos ciudadanos; de otro modo no
tendréis vuestro certificado de civismo, ni certificado para circular
por París, ni vuestro pasaporte”. Para establecer este terror
acordaron que los certificados cívicos serían reformables, o mejor
dicho, se podrían cambiar. De este modo algunos burgueses
timoratos firmaron cuanto les vino en gana a los jacobinos,
incluso las medidas más violentas. Los más tímidos se
convirtieron en feroces terroristas.
La máquina de las peticiones comenzó a funcionar
inmediatamente, comenzando por la sección de Bonconseil,
distrito de los mercados, gobernada por un zapatero,
convertido en hombre de leyes, Lhuillier, amigo de Robespierre
y candidato suyo a la alcaldía de París. En las grandes crisis
nada hacía la sección sin consultar a monsieur Lhuillier. La
petición quizás dirigida por este contra los cómplices de
Dumouriez, Brissot, Guadet, etc., no fue bien recibida en la
Convención. Un amigo de Danton, Lacroix, indicó que esta
petición debía aclararse por medio de pruebas evidentes.
Los jacobinos tenían un recurso para lograr la adhesión de
los dantonistas, para arrastrarlos a su causa. Declararon que
querían salvar la sociedad. Públicamente mortificaron a
Lacroix. Hablaron de expulsar a Fabre d'Églantine, hombre de
lujo y de placeres y sospechoso como Lacroix de negocios de
mucho dinero. Se aplazó el acuerdo y se les sometió de este
modo a una amenaza; sin expulsarlos, pero cerca de serlo.
Ya hemos dicho que Danton poseía dos brazos que le
ayudaban, dos plumas brillantes: Fabre d'Églantine y Camille
Desmoulins; éste propenso a la cólera y aquél corruptible y
corrompido. La cólera perdió a Camille. Censurado justamente
por Brissot por el apoyo que prestaba a jugadores, a gentes
indignas, Camille se volvió contra Robespierre y escribió contra
él un libelo, que más que otra cosa causó la muerte de los
girondinos: su Historia de los brissotistas. Libelo afrentoso, novela
cruel, en la que se juega el escritor la cabeza atacando a los
demás. Camille lloró después, en octubre de 1793, con lágrimas
de sangre. Fue en vano. Él era el autor. Lo indicaba el estilo. Era
indudable. El delito cometido por el hombre de genio es
perdurable, como la fama de su autor. Que llore todo lo que
quiera que nunca conseguirá borrarla.
La Historia de los brissotistas bien leída no es más que la
traducción ardiente, inspirada y cómica de los discursos de
Robespierre contra la Gironda. El lazo que une las ideas, la
ingeniosa y falsa indagación de hechos que imputa al enemigo,
todo está copiado y algunas veces calcado de la obra seria de
Robespierre.
Excluidos los jacobinos del Comité de Salvación Pública
descartaron de sus funciones momentáneamente a Fabre y
Camille, que defendían a Danton, y a éste lo condujeron al
camino de las violencias, donde fue atacado imprudentemente
por el girondino Lasource el día 1 de abril.
Una segunda petición, la formulada por el Mercado del
Trigo, puso todo en claro. Amenazadora y furiosa englobó en
su ataque no sólo a la Gironda, sino a la Convención, diciendo
que la mayoría estaba corrompida, que era enemiga del pueblo y
que formaba una liga para vender Francia. Suponiendo
Robespierre que se formularía esta petición, para apoyarla fue a
la Asamblea con todo un volumen de datos y acusaciones.
Danton, disfrazando de audacia el miedo terrible que el acto le
infundió, dijo que se adhería (10 de abril).
En el Monitor puede leerse la pesada diatriba de
Robespierre. Tal es su carácter, que ni siquiera sus partidarios
se atreven a nombrarla. Se pregunta uno cuando la lee: “¿Cómo
el odio puede transformar de tal modo los sentimientos
humanos?”. “¿Fue Robespierre realmente tan odioso como para
creerse todo lo que ha escrito?”. “¿Cómo pudo empapar su
conciencia de tanto absurdo?”. No se sabe qué pensar.
Acusa a la Gironda precisamente de lo que la glorifica para
siempre. En primer lugar, le acusa de haber querido la guerra, es
decir, de pensar lo mismo que toda Francia, queriendo extender
los beneficios de la Revolución por toda la tierra. En segundo
lugar, de haber condenado las matanzas de septiembre, los
pillajes de enero. Titula Robespierre a estos hechos “justicia
reaccionaria”.
Lo que asombra aún más que la ausencia de corazón es la
ignorancia absoluta de la realidad. Va acusando al azar y como
a tientas, eligiendo en la oscuridad a un hombre cualquiera. Por
ejemplo, confunde en sus ataques a Miranda y a Dumouriez,
juntando al calumniador y a la víctima. ¡Mete en el mismo saco
al infortunado Miranda y al que casi le destruyó en Neerwindel
Este, atribuyéndole a él la derrota, le envió al tribunal
revolucionario y le puso a dos pasos de la muerte.
La finalidad de esta diatriba contra la Gironda era pedir el
proceso de la reina (esto fue inesperado) y de todos los Orleáns,
cómplices de Dumouriez. Tan grande fue su odio en aquel
momento, que de sus labios brotaron palabras fulminantes. Su
rostro expresaba fielmente su doctrina: “La naturaleza le había
condenado a ser el eterno acusador”.
Creía tener su presa bien agarrada y que por lo tanto no
escaparía. De ahí su fría ironía: “¿Me atreveré a citar en mi
acusación —dice Robespierre— los nombres de los patriotas
Vergniaud, Guadet y otros? Sólo cito un nombre, el de
Gensonné, que está en relación con Dumouriez. Lo demás sería
un sacrilegio<”.
Al trabajo inmenso que suponía esta indagatoria, respondió
Vergniaud con gran facilidad y brillantez, que dejaba aún más
patente la pureza de su corazón que su elocuencia. Sin
inconvenientes, aceptó la responsabilidad de haber querido la
guerra y no así septiembre. Con una sola palabra destruyó la
acusación que colocaba a la Gironda como cómplice de
Dumouriez en su proyecto de elevar hasta el trono a los Orleáns,
cuando todo el mundo sabía que, por el contrario, la Gironda
había pedido la expulsión, el destierro de los Orleáns, que
entonces defendían Robespierre y la Montaña.
En esta memorable improvisación afirmó de un modo
indiscutible su fama para lo porvenir, amante del espíritu de
concordia, sobre cuyo pedestal aún se le descubre.
“Nos censuráis porque somos moderados. Esto nos
satisface, porque cuando se grita: Nada de tregua, nada de paz, si
nosotros aceptáramos ese reto contrarrevolucionario veríais
batallar en los departamentos, contra los hombres de
septiembre, a hombres igualmente enemigos de la tiranía y de
la anarquía. Vosotros y nosotros pereceríamos consumidos por
la guerra civil< Nosotros por nuestro silencio hemos merecido
bien de la patria<”.
Esto fue la contestación a Danton. En cuanto a Robespierre,
Vergniaud recordó que en el comité de defensa, encargado
junto con Condorcet de la redacción, le había pedido que se
uniese a ellos.
“Nosotros somos moderados. ¿Y para el provecho de
quién? ¿De los emigrados? ¿De los conspiradores? Sobre estos y
aquellos hemos hecho caer la cuchilla de la ley. Se habla sin
cesar de las medidas de rigor que han de adoptarse. Yo también
las deseo, pero contra los únicos enemigos de la patria. Yo
quiero que se castigue, no que se proscriba. Algunos hombres
hacen que su patriotismo consista en aplicar tormentos y
arrancar lágrimas de dolor. Jamás he creído que, como los
curas, debíamos adoptar procedimientos inquisitoriales en vez
de hablar en nombre de la libertad y de la razón. La
Convención, punto hacia el que miran sospechosamente todos
los ciudadanos, debe adoptar otra actitud para convertirse en el
centro de las esperanzas de toda la nación. Se va a consumar la
Revolución por el terror cuando yo hubiese querido que
hubiese sido por el amor<”.
Estas admirables palabras conmovieron a la Asamblea,
elevándola, transportándola al porvenir. Eran como un canto
celeste entre los gritos discordantes de este miserable mundo.
No pudo continuar la sesión. Todos los representantes se
fueron en silencio, llenos de sueños y de dolor.
La Convención, bajo tan profunda impresión, simpatizó
con la Gironda. Esta probó su fuerza. Guadet leyó una
proclama incendiaria de Marat, solicitó que fuera arrestado y lo
consiguió (12 abril).
Acto grave en muchos sentidos. La proclama no era de
Marat. El la firmó como presidente de los Jacobinos. Era, pues, a
este cuerpo a quien se atacaba en la persona de su agitador, de
su director, de su habitual inspirador.
La proclama decía lo siguiente: “La Convención traiciona a la
patria: hay que exterminar a los traidores”. En realidad esto era una
llamada al pueblo. Esto representaba un progreso singular en la
política de violencia de los jacobinos. Sin embargo, ¿esto era un
simple proyecto o un acto serio que hubieran debido difundir y
enviar a las sociedades afiliadas? Esto es lo que ignoramos.
La Convención, el l de abril, abdicó en principio en su
inviolabilidad. El día 4 la destruyó completamente al pedir el
arresto de Felipe Igualdad. Marat fue el segundo golpe
tremendo que se infirió a su inviolabilidad.
El día 13 por la noche el llamamiento de Marat ante los
jacobinos, llamamiento a la guerra civil, fue confesado y
reivindicado por la Montaña, furiosa, presa de ciega ira. Las
sesiones de la noche ofrecían generalmente espectáculos como
este. De la esgrima de los discursos no se estaba lejos de pasar a
la de las armas, víctimas todos de vergonzosos pugilatos. Dos
días antes un girondino y un montañés se amenazaron uno con
su espada y otro con su pistola.
“Bien, dijo Gensonné. En contestación a vuestro llamamiento
al pueblo nosotros nos dirigimos a él también: ¡que se convoquen
las Asambleas Primarias!”.
Camille Desmoulins pronunció entonces palabras
insensatas: “¡Miradlos: están viendo que el barco está a punto
de sumergirse, van a prender fuego a la pólvora<!”.
Tales profecías eran muy propias para precipitar los
acontecimientos. La Convención, indignada, hizo que circulara
por toda Francia la proclama contra Marat, y ciertamente se
hubiese convocado a las Asambleas primarias si la Gironda,
creyendo tener fuerza suficiente, no hubiera aplazado la
discusión para el lunes siguiente.
La Convención tomó a toda Francia por testigo desde el
momento en que se hizo circular por todo el país la prueba
acusatoria. La Comuna y los jacobinos trabajaron su causa con
ahínco en París durante esa misma noche. Con el nombre de la
Comuna se redacta un documento no vagamente incendiario
contra la Convención, sino un ataque violento, preciso,
determinado, contra la Gironda, documento artificioso,
verdadera obra jacobina, calculada en sus efectos.
En este documento no se contenían las palabras
imprudentes que lucieron condenar a Marat, pero estaba
expresado su espíritu, el mismo de la proclama del general
jacobino. En cambio, hipócritamente se hacía constar que la
mayoría de la Convención era pura, impecable, que ellos no
querían suspender su acción política, declinando finalmente
toda idea de anarquía.
“¿Pero la revocabilidad de los mandatarios infieles no es para
el pueblo un imprescriptible derecho? ¿El templo de la Libertad
será como esos asilos de Italia en los que, cuando los insensatos
ponen el pie, encuentran la impunidad de sus delitos?”.
Robespierre nombraba en su informe a veintidós
representantes. La larga enumeración de sus crímenes fue una
evidente demostración de las acusaciones de Robespierre en la
sesión del día 10: federalismo, llamamiento a la guerra civil,
calumnias contra París, complicidad con Dumouriez.
Se intentaba evitar el reproche por imponer la ley de París a
la Convención: se pedía que fuera la propia Asamblea quien
enviara el informe y la lista de los representantes acusados a los
departamentos “con el fin de que tan pronto como la mayoría de
los departamentos hubiera manifestado su adhesión, se
retirasen”.
Este llamamiento a los departamentos parece una medida
muy audaz. La Gironda no acudió a este llamamiento, ni la
mayoría de los departamentos, ni siquiera la mayoría en cada
uno de esos departamentos. ¿Qué ocurrió, pues? En cada
departamento se han detectado las firmas de los jacobinos.
¿Cuántas firmas? No importa. Francia lo quiere. Los miembros
que firmaron el documento dirigido a provincias pretendieron
también exponer la voz de París: París lo quiere.
El alcalde de París, el cauteloso Pache, que hasta entonces,
incluso habiéndose pasado a los jacobinos, conservaba íntimas
relaciones con su amo y señor, la Gironda, esta vez no tuvo más
remedio que dejarse arrastrar por la precipitada corriente de los
jacobinos. El presidente recordó que los peticionarios debían
firmar la petición y que él, aunque como alcalde iba a firmarla,
su firma no representaría más que un trámite burocrático.
Cuando se leyó la petición, la Asamblea fue presa del más
vivo estupor. Fonfrède tomó la palabra: “Ciudadanos, a pesar
de que considero la modestia como un deber de hombre
público, me ofendería si mi nombre no figurase en esa honrosa
lista”.
Ante estas generosas palabras del joven representante, la
Asamblea, conmovida, siente su convicción y la mayoría de los
diputados gritan: “¡Nosotros también queremos ser incluidos!”
y solicitan que la votación sea nominal, porque no querían vivir
envueltos en las sombras de sospechas, ofreciendo sus nombres,
sus vidas<
Fonfrède habló con gran seriedad. Elogió a los peticionarios
por su acatamiento a los principios y su respeto a la voluntad
de los departamentos: “¿Y qué entienden ellos por departamentos?
Si se trata de departamentos aristocráticos, entienden por ello
los altos organismos de administración, representación social y
condición política; si se trata de departamentos republicanos,
entienden por departamento las Asambleas primarias; saben
demasiado bien que aquí solamente existe la verdadera
soberanía del pueblo. Pido que esta petición se convierta en
moción y la adopte la Asamblea”.
Gran silencio en la Montaña.
Fonfrède añade las siguientes palabras: “¿Qué ocurrirá,
ciudadanos, si vosotros no legalizáis esta importante medida?
Otros departamentos, la Gironda mismo, os entregaría nuevas
listas fatales, la desconfianza minaría toda la nación. La
Asamblea quedaría desorganizada. A la unión sucedería la
discordia< ¿Se dirá que esto son ideas federalistas? ¿Y quién
las ha presentado? Los peticionarios. Se dirá que quiero la guerra
civil. Yo no hago más que desarrollar la petición de París”.
Sí, era la guerra civil. El heroico y brillante Fonfrède se
respondió a sí mismo. La Convención le siguió y votó por él. La
Montaña retrocedió, abandonando a la Comuna, y declaró que
el asunto le parecía perjudicial o al menos innecesario “cuando
por el proceso se decidió contra quienes habían querido salvar
al tirano”.
Retroceder y avanzar fue cosa de un momento. Por la
noche declaró la Comuna que aceptaba como esencia de la
petición, el siguiente sanguinario absurdo: Que la Comuna no
solicitaba el concurso de las Asambleas primarias, pero sí el castigo de
los traidores; es decir, nada de juicio. ¡Ejecución!
Ésta es la actitud que adopta en un sólo día,
verdaderamente fúnebre. Por las dos partes aparece el
llamamiento al pueblo y enseguida la guerra civil. El llamamiento
de los girondinos a las Asambleas primarias hubiera
probablemente expulsado de la Asamblea a Danton, a
Robespierre, a Marat y a los diputados por París. Y el
llamamiento de la Comuna desechando las Asambleas primarias
hubiera sido la muerte de la Gironda. Guerra civil por las dos
partes, para salvar a los unos o vengar a los otros.
Ni un solo patriota dejó de derramar lágrimas de sangre.
¡El gran pueblo francés iba a guillotinarse! ¡La gloriosa
Revolución, esperanza ya de todo el mundo, nacida ayer,
moriría mañana víctima de un espantoso suicidio! Nada
pudieron hacer contra la Revolución ni Europa ni la formidable
Vendée. Sólo la Revolución era lo suficientemente fuerte para
estrangularse.
Lo sentían así los hombres que no tomaban parte en las
vanidosas luchas de la elocuencia. Un representante
desconocido de la derecha, Vernier, dejó escapar el siguiente
grito de dolor: “¡Ciudadanos, si somos desconfiados hasta tal
extremo que en este recinto no hemos de poder servir a la
patria, sería preferible que abandonásemos los puestos, que nos
sacrificásemos los unos por los otros! ¡Que se alejen los más
exaltados de ambos partidos y que como simples soldados den
al ejército un hermoso ejemplo de disciplina y de sumisión!”.
El día 12 de abril firmó la Montaña el furioso escrito de
Marat. Muchos montañeses asistieron a las manifestaciones
espontáneas de Vernier y silenciosamente coadyuvaron con su
firma.
¿Qué actitud adoptó Danton? Deplorable, triste es decirlo.
La envidia había destruido la poderosa fuerza de Danton,
el único que hubiese podido salvar la República.
La habían destruido los girondinos, haciéndole sospechoso
de estar en connivencia con Dumouriez, rebajando sus méritos,
arrojándolo hacia los jacobinos.
Por su parte, los jacobinos habían destruido las fuerzas de
Danton indirectamente, no atacándole a él, sino a sus amigos,
como por ejemplo, a Fabre d'Églantine.
Danton fue arrastrado por los jacobinos. El 13 de abril dio
una muestra de su dependencia cuando, a consecuencia de una
moción presentada por Robespierre, aceptó los principios de los
jacobinos, campeones de la guerra defensiva, que siempre
habían dicho: “Que la Convención no se inmiscuiría en el gobierno
de otras potencias y no permitiría que potencia alguna se
inmiscuyera en el régimen interior de la República<”. Esto no
fue otra cosa que dejar sin efecto el decreto del 25 de diciembre,
el decreto de la cruzada revolucionaria que tan alto había
defendido Danton. ¡La Revolución promete no mezclarse en los
asuntos de los demás, promete aislarse de un modo tan egoísta!
¡Ridícula hipocresía que no podía engañar a nadie en Europa!
¡Cómo hacer creer que Francia en 1793 había adoptado la
máxima burguesa: “Primero yo y siempre yo”!
La comunicación jacobina contra la Gironda fue leída el 15
por un dantonista, un joven amigo de Danton. ¡Miserable
servilismo el de este el día 5 de abril, que aún pedía en la
Convención la fraternidad, la unión de los partidos!
Como la Montaña parecía que desaprobaba la
comunicación, los dantonistas se unieron y la desaprobaron
también. El día 16 uno de ellos, Philippeaux, en un discurso
inspirado por el maestro, pidió y consiguió que la petición de la
Comuna pasara al orden del día, repitiendo lo que había dicho
Danton el 10 de marzo, esto es, que los jefes de los dos partidos
eran el obstáculo de la situación, los destructores de la
República: “Hace muy pocos días oí decir: Si Brissot y otros tres
se reconciliaran se salvaría todo. ¡Ya no existe, pues, República! Y
si su discordia la destruye, su unión le destruiría también.
Unidos, serían nuestros amos. Aún no hemos votado la
saludable ley del ostracismo, pero ellos mismos que son
generosos, que son patriotas, deben imponérsela, porque ellos
saben que son la calamidad que sufre la patria”.
¿La Gironda, libre de acusación, persistirá en su demanda
de las Asambleas primarias? Las palabras de Fonfrède (“¿No se
trata de la guerra civil?”) le habían causado profunda impresión.
La demanda reproducida por Gensonné el día 20 fue
combatida por Vergniaud con gran asombro de la Asamblea.
Vergniaud dijo que: “La convocatoria de las Asambleas
primarias podía salvar a la Gironda, pero que perdería a
Francia; valía mucho más que pereciera la Gironda”.
¡Grandeza inmortal la del 93!
Las hermosas leyes humanas de 1789, las tiernas
federaciones de 1790 habían hecho héroes. Pero llegado el
momento de la prueba, ¿serían héroes aquellos hombres? Leyes
y lágrimas, todo lo dio Francia. ¿Qué haría, llegado el momento
de apurar el cáliz? Se ignoraba.
Es cierto que ardorosa llama inflamaba el pecho. ¿Y por qué
perecen? Esta llama es la que los consume.
Ciudades enteras, muchedumbres, entregaban a sus hijos a
la patria, su corazón. Burdeos, sin llamada alguna de la
Convención, se arma, corre contra la Vendée: Marsella hace lo
propio. Al día siguiente 10.000 hombres estaban preparados en
el puerto.
La nueva fe comenzó a dar hombres al mundo. Un héroe,
un santo, el sencillo Latour d'Auvergne, con 50 años, se alistó
para formar en nuestros batallones, en nuestros granaderos de
España, que después formaron el ejército de Italia.
¡Irreprochable luz de la santidad moderna! ¡Hermosa
aurora de la gran leyenda! Actos heroicos de nuestros primeros
santos< Ahora podemos franquear el umbral sangrante del
nuevo mundo.
La esplendorosa luz de la justicia que comenzaba a
despuntar en el cielo ya había aparecido en la fiesta organizada
por Francia para glorificar a Lieja. No teníamos nada que dar en
nuestra extremada miseria a estos pobres liejeses fugitivos,
perdidos por nosotros. No podíamos darles más que honor<
Por la noche, derramando lágrimas de gratitud, volvieron a
París. Toda la tierra sabía que Francia estaba arruinada, pero
¡cuán rica fue en aquel momento y qué bien pagó el heroísmo
de los liejeses!
Esto elevó los corazones, disponiéndolos para el sacrificio.
La Gironda perece resignada y a manos de Vergniaud.
Fonfrède no pidió la convocatoria de las Asambleas
primarias más que para mostrar el daño que podía causar la
petición de la Comuna. Gensonné la apoyó sólo para demostrar
que los miembros denunciados no podían temer a un juicio
nacional.
La Gironda bajó la cabeza ante estos hechos y la Montaña
sintió escalofríos de admiración.
La Gironda, el día 20 de abril, fue dueña de su suerte. La
Asamblea, en medio de sus celos y envidias, le daba
frecuentemente muestras de simpatía, eligiendo presidentes a
los girondinos (hasta el día 31 de mayo). El día 22 de abril la
Convención se unió solemnemente a los girondinos, acordando
la acusación de Marat, confesándole su enemistad hacia él y
enviando la acusación a todos los departamentos. El
llamamiento de los departamentos contra la Gironda,
propuesto el día 15 por la Comuna, indignó a la Convención en
favor de los girondinos. Estos pudieron aún, hasta el día 20,
hacer que se votara o se retirase la acusación, confesando, por
ejemplo, que las manifestaciones de Vergniaud no eran las de la
generalidad y eran solamente la opinión del orador; que la
Convención, aniquilada, no podía sostenerse más que
sometiéndose al juicio de las Asambleas primarias, declarando
que quería ser purificada por el pueblo y tomar de nuevo en el
gran crisol las fuerzas de la vida. Esta tesis era muy sostenible,
pero en aquella situación resultaba muy peligrosa. Los
girondinos dudaron, diciendo como Fronfrède: “¿No es esto la
guerra civil?”. Los girondinos se asociaron silenciosamente a las
palabras de Vergniaud.
“Yo os acuso —dijo éste— y os pido un escrutinio
depuratorio. No es por el llamamiento al pueblo, sino por el
desarrollo de una gran energía”.
“El incendio está próximo. La convocatoria de las
Asambleas primarias será la explosión. Esta es una medida
desastrosa. Podrá perder a la República, a la patria, a la
Convención si se convocan las Asambleas primarias,
entregándonos a la venganza de nuestros enemigos.
Ciudadanos, no dudéis entre salvar a la patria o a varios
individuos. ¡Arrojadnos a nosotros en el abismo, pero salvad a la
patria!”.
“Si nuestra respuesta no os parece suficiente, enviadnos
ante el tribunal revolucionario. Si somos culpables y no nos
enviáis ante el tribunal, vosotros traicionáis a la patria; si somos
calumniados y no lo declaráis, así traicionáis a la justicia”.
Silencio profundo. La Gironda no dijo una palabra. A
cambio de su vida aceptó esta declaración de honor.
La Convención declaró calumniosa la petición jacobina.
Pero al mismo tiempo Vergniaud, por segunda vez, abrió el
abismo en el que la patria se podría precipitar.
Los girondinos cerraron los ojos y se arrojaron a él para
evitar la guerra civil. Esclavos de la ley, ligados a ella y poco
decididos a la acción, es seguro que hubieran matado a la
República. La Convención, llena de dolor, los dejó hundirse en
el abismo.
1793)

Las victorias de la Vendée entregan Francia a los jacobinos.—El


tribunal revolucionario dominado por Robespierre.—Fanatismo
patriótico de este tribunal.—Absuelve a Miranda y a Marat.—El
triunfo de Marat (24 de abril).—Robespierre presenta una teoría
restrictiva del derecho de propiedad (24 de abril).—El encarecimiento
de los géneros obliga a la Convención a fijar el máximo (abril-
mayo).—Cambon presenta una proposición del departamento del
Hérault, tendiendo a dar eficacia a la requisición (27 de abril).—Se
adopta este proyecto, pero en un sentido contrario, por la Comuna de
París.—En nombre del arrabal de Saint-Antoine se formula una
petición amenazadora.—El arrabal la desautoriza y se entrega a la
convención (1 de mayo).

La Vendée podía reírse a mandíbula batiente de los peligros


que corría la patria. ¿Qué le importaban a ella si ella misma era
su autora?
Sus continuos triunfos fueron como la sentencia de muerte
de los moderados. A estos se les atribuyen las victorias de los
vendeanos. Creyendo castigar con su muerte, la Vendée se
sublevó a sesenta departamentos. Nada debían sorprender, sin
embargo, los triunfos de la Vendée sobre el cansancio y la fatiga
de nuestros soldados. La Revolucion se creyó invencible, a no
ser que fuera víctima de una traición. Esto la obligó a pensar
continuamente en los traidores, concibiendo sospechas de todo
el mundo, hasta de ella misma. Da comienzo una oscura noche
en la que Francia va a atrapar y herir su mano izquierda con la
derecha, creyendo herir al enemigo.
Resumiremos en pocas palabras todo el mes de abril:
La Vendée no es una jerarquía, una vana insurrección.
Toma cuerpo, se convierte en ejército disciplinado. No tiene en
su seno ni un solo soldado republicano. La Vendée se cierra
para todo el mundo, al contrario precisamente del resto de
Francia, que parece abrir las puertas al enemigo. Los austriacos,
los ingleses marchan sobre Dampierre.
Éste, en el campo de Famars, frente a Valenciennes, se
encuentra con veinticuatro mil hombres< Esto era lo que
Francia cubría.
Francia se contrae y se autoimpone la terrible dictadura del
arbitrio local; cincuenta mil pequeños comités revolucionarios
de secciones se apoderan del derecho absoluto de inquisición y
de requisición. Derecho de requerir a todo hombre, todo objeto,
incluso el dinero.
La inmensa mayoría quería la Revolución, pero no de muy
buena gana.
Para desearla verdaderamente y perseverar, era necesario
organizar en plena anarquía un gobierno de minoría exaltada.
Éste es el fondo de 1793. ¡Quiso el cielo que nos
pudiéramos quedar allí, sin hablar de los medios que empleó la
minoría!
Se trata de una violenta combinación de fanatismo e
interés. Esta combinación se apoderará de todo el mundo.
La sociedad de los Jacobinos en masa ingresó en la
administración. En el mes de abril contaba la administración
con más de 10.000 empleados jacobinos.
Comenzaron las colocaciones en el ministerio de la guerra.
Pache fue nombrado por la Gironda y él colocó a todo el
personal jacobino.
Algunos recién llegados a la administración, Monge, por
ejemplo, o Meunier, de la Academia de Ciencias, eran dignos de
desempeñar altos puestos por su energía y por sus apreciables
condiciones. Eran raras excepciones. Los demás no contaban
para las funciones burocráticas más que con su patriotismo;
eran completamente ajenos a las funciones administrativas.
Apenas sabían escribir.
La fuerza de la ascensión jacobina les llevó gradualmente a
ocupar todos los cargos, dominando al girondismo. Estos
continuaban en la Convención siendo presidentes, miembros de
honor, secretarios de todos los comités, pero no tenían más que
agentes de baja categoría fuera de la Convención. Estaban
aislados. Eran como una cabeza sin cuerpo.
De todos los poderes públicos, el que los jacobinos
invadieron rápidamente fue el de la justicia.
Las peligrosas funciones del tribunal revolucionario, ante
las cuales temblaban todos, los jacobinos las solicitaron, y como
jueces, como jurados, llenaron todo el tribunal. El
nombramiento debía hacerse en la Convención y en todo caso la
Gironda tenía que decidir. Se abstuvo sin embargo por
completo, y por lo mismo se entregó anticipadamente al
enemigo.
Este tribunal parecía el retrato de Robespierre bajo veinte
formas distintas. Como presidente le veíamos reflejado en su
dulce amigo Herman, de Arras, a quien confió las cárceles del
Terror. Como vicepresidente, en su amigo Dumas, que él
convirtió en columna madre del jacobinismo. Payan,
Conffinhal, de la Comuna primero, después de Robespierre, le
merecían total confianza. Su fanático admirador, el pintor
Topino-Lebrun, idólatra de Robespierre hasta el punto de
aprobar la muerte de Danton, tomaba también asiento en su
lugar en el tribunal. El tribunal revolucionario era, por decirlo
así, como el domicilio de Robespierre; allí estaban sus
servidores, sus familiares. Su escolta estaba compuesta por
Duplay, su anfitrión, y por Nicolás, su impresor, jurados
revolucionarios también.
He aquí que Robespierre, teniendo apenas fuerza física,
posee poderosa fuerza de espíritu. El sitio más peligroso para la
República era el tribunal revolucionario, y Robespierre y los
suyos entraron en él con los ojos cerrados. Robespierre aceptó
desde el primer instante las tremendas responsabilidades por
los hechos de un tribunal como este, creado anormalmente. Es
decir, Robespierre y sus secuaces se entregaron antes que nadie
a la guillotina, pero con valor, serenidad, sin temor a la muerte.
Quien por la mañana marchaba al palacio de Justicia abrazaba a
su familia en la duda de si la volvería a ver. La sangre de
Lepelletier, de Basville, borboteaba aún.
Esto fue justamente lo que condujo al tribunal a entusiastas
republicanos. Pidieron con ardor este pontificado de Tauride.
Hemos de nombrar en primer término al tribuno de Arlés,
Antonnelle, viejo militar, noble y rico, que vivía retirado y feliz
desde 1789, entregado a la filosofía, a los apacibles estudios de
Grecia, cuando las revoluciones del Mediodía llamaron a la
guerra otra vez a toda Francia.
El famoso Fouquier-Tinville, pariente lejano de Camille
Desmoulins, desempeñó las funciones de acusador público. El
20 de agosto escribió a Camille: “Soy muy pobre, estoy cargado
de niños y me muero de hambre”. Camille, o así parece al
menos, influyó para que Robespierre admitiese a Fouquier,
hacia quien Robespierre no podía sentir simpatía porque era
una mezcla de débil y violento. Fouquier entró ciegamente en
su cargo de homicida y se convirtió en el hombre más execrable
y execrado.
No aprecio en la lista más que uno de los hombres de
septiembre, Jourdeuil, que se convirtió en adjunto del ministro
de la guerra.
El comité insurreccional del Obispado, que diezmó la
Convención, tomó asiento en el tribunal gracias a uno de sus
miembros, Dobsent.
La mayor parte de estos nombres pertenecen a la pequeña
burguesía; son hombres industriosos e inteligentes, quizás más
artistas que artesanos. Hay tres médicos, un gascón entre otros,
cirujano dentista, el áspero y astuto Souberbielle, que ha vivido
hasta nuestros días y con cuyos interesados relatos no ha
podido conseguir que se desfigurasen los hechos. Hay tres o
cuatro pintores y otros artistas (cómicos). También había
algunos ebanistas y carpinteros, industrias predilectas de
Robespierre, sin duda recordando el Emilio.
El primer condenado a muerte fue un emigrado que
regresó. Sentenciado por la mañana, en la noche del mismo día
se cumplió la ejecución. Confesó. El hecho no asombró a nadie.
Lo que comenzó a sorprender fueron las ejecuciones de gente
del pueblo por simples juegos de realistas, escaramuzas
monárquicas, digámoslo así: fue condenado un individuo en
estado de embriaguez y una cocinera que en un café había
hablado en contra de la Revolución y de la República. Este
arrebato de las mujeres se consideró como una incitación a la
revuelta. Se veía que uno de los propósitos del tribunal era
acallar París, oponiendo a las divisiones de Francia la aparente
unanimidad de la capital.
Los jurados votaban en alta voz y muchas veces hacían la
apología de su voto manifestando que habían aceptado aquel
terrible puesto por la salvación de la patria.
Lo que hace creer en su acendrado patriotismo profundo,
es que absolvieron a Marat, a quien amaban, y absolvieron
también a Miranda, quien no tenía ni influencia, ni relaciones,
ni más defensores que los girondinos, en el momento en que
estos estaban perdidos. Acogieron, absolvieron y honraron a
Miranda, el cliente de Pétion y Brissot, indemnizando al
infortunado patriota, víctima de las calumnias e infamias de
Dumouriez.
Marat no quiso dejarse arrestar, porque según él, sus
enemigos podían desembarazarse de él dándole veneno, con lo
que echarían a tierra una columna sobre la que descansaba el
pueblo. Esto duró hasta doce días. Él mismo después pidió ser
juzgado, pasando por pura fórmula una noche en la cárcel.
Muchos miembros de la Comuna se encerraron con él para
velar por su seguridad. Llevaron jarras de agua herméticamente
cerradas y degustaron varios platos.
El día 24 de abril, día en que había de celebrarse el juicio,
toda la gente de los arrabales se puso en marcha, conmovida,
presa de temor por el pobre Amigo del Pueblo, cruelmente
perseguido por los intrigantes, los hombres de Estado. Gritaban:
“Deseamos su vida. Se le quiere matar y nosotros no lo
consentiremos”.
Marat se bañaba en agua de rosas. En su rostro se dibujó la
delirante vanidad del que se ve ensalzado por el pueblo. Se
iluminó su amarillento semblante: “Vosotros veis —dijo
modestamente al tribunal— al mártir, al apóstol de la libertad”.
Aprovechó la acusación para relatar una historia de su vida, sus
hechos, sus méritos, sus triunfos, los servicios prestados al
linaje humano desde la época en que practicaba la medicina en
Londres y en la que había escrito Las cadenas de la esclavitud.
Nada faltó a la comedia. El jurado se retiró, deliberó, reapareció
y lo absolvió.
Por poco Marat muere asfixiado. La muchedumbre
delirante se arrojó sobre él, le querían abrazar. Los soldados
protegieron su cuerpo. Sobre su cabeza arrojaron cientos de
coronas. Marat era bajito y difícilmente se le veía. Algunos se
abalanzaron sobre el y lo levantaron en alto, lo sentaron en un
sillón y lo mostraron al pueblo desde lo alto de la escalera. Era
aquello un espectáculo extraño. Sus ropas, rebuscadas y al
mismo tiempo sucias, eran menos las de un hombre de letras
que las de un charlatán de plazuela, un vendedor de pócimas,
como lo había sido. Vestía una levita verde con esclavina de
armiño amarillento, afortunada combinación de colores que
sentaba de maravilla sobre su piel cobriza. Desde lejos más
parecía un lagarto que Marat.
“¡Se ha salvado! ¡Viva Marat!”, gritaba la muchedumbre
desgañitándose. Era aquello una fiesta de abril. Después de
aquel crudo invierno, las gentes creían salvada su situación con
el triunfo del empírico Marat. Cuando pasó por el Pont-Neuf,
por la calle de Saint-Honoré y la de la Monnaie cayó sobre él
una lluvia de flores, de coronas y de cintas de colores. Las
mujeres del mercado sobre todo, presas de la mayor emoción,
adornaban el sillón de Marat con guirnaldas. Marat apenas si se
descubría debajo de esta lluvia de flores primaverales. La
mugre de su ropa relucía debajo de las guirnaldas. Detenido en
su recorrido a cada momento por los diputados, los
arengadores de sección, etc., Marat respondía con un
automático movimiento de cabeza y una sonrisa fija que le daba
aspecto de loco. Abría los brazos continuamente como si
quisiera abrazar al pueblo. Este pueblo (aunque no fuera muy
digno el objeto de su gratitud) era encantador por su buena fe,
su ingenuidad, su amor a quienes le proporcionaban un triunfo.
Sin duda alguna, esta bondad no pasó inadvertida a Marat,
cuya alma era más furiosa que perversa. Quizás entonces se le
ocurrió la frase que después repitió frecuentemente: “Me he
convertido en anatema de este buen pueblo francés”.
Todo el mundo desde la mañana lo había previsto, conocía
su triunfo. Los jefes de la Montaña, disgustados, esperaban a
Marat y a la muchedumbre. Robespierre estaba pálido. Por la
mañana, apenas abierta la sesión, lanzó a los vientos de la
publicidad una teoría que elevó su popularidad por lo menos al
mismo nivel que la de Marat. Contra la definición que
Condorcet había hecho de la propiedad (un derecho que consiste
en que el hombre disponga a su antojo de lo que le pertenece),
Robespierre presentó la siguiente: “El derecho del ciudadano a
disponer de los bienes que le garantice la ley”.
En la sesión del 21 de septiembre se ha visto ya la oposición
del montañés Cambon y del girondino Lasource acerca de esta
cuestión. Lasource, imbuido del derecho romano y de las
antiguas supersticiones jurídicas del Mediodía, hacía de la
propiedad un derecho anterior, superior a la ley, a la sociedad,
de suerte que la sociedad perecería, pero no podría tocar la
propiedad sacrosanta. ¡Extraño respeto a las cosas, a las cuales
se inmolan las personas! Por este respeto a la propiedad, los
propietarios perecían como los demás en el naufragio común.
La doctrina de Cambon, que era la misma que la de la
Montaña y que la de Robespierre, no estaba solamente
recomendada por la necesidad y los peligros públicos, sino que
era la más justa en sí misma, la más elevada y verdadera,
considerando a la propiedad como el accesorio del hombre y de
la sociedad, no como objeto principal, sino subordinándola a las
necesidades de los seres, no teniéndolo como fin, no como
instrumento de luchas individuales, sino como un medio de
salvación común.
Esta justa teoría iba a recibir una triste aplicación,
propuesta por Robespierre en los Jacobinos. Se trataba de
asalariar a todo un pueblo sin trabajo para que asistiera a los
clubs, a las secciones desiertas, para crear un ejército
revolucionario en París. En la lucha de los dos partidos, el que
expusiera una iniciativa como esta no tendría necesidad ni de
discutir: le seguiría la muchedumbre miserable.
Robespierre terminó muy pronto, temiendo que le
interrumpiera la muchedumbre que seguía a Marat. Saint-Just
pronunció un largo y tenebroso discurso, que nadie escuchó.
Después se ocupó de los sucesos del Oeste. Entretanto desde
fuera se oía un clamor. Un hombre de larga barba, Rocher, el
mismo que hundió a hachazos las puertas del aposento del rey
el 20 de junio, guardián de Luis XVI en el Temple lpagado
secretamente por la Gironda), entró en la Convención.
Habiendo sido denunciado se pasó a la Montaña, yéndose con
Legendre a Lyon para protegerlo con la fuerza de su hacha y de
su terrible barba. Después del 24 de abril, el zapador Rocher fue
guardia de Marat. Con tono amenazante pidió que la
muchedumbre pudiera desfilar ante la Convención.
Entró la muchedumbre y sobre sus brazos llevaba a Marat
coronado con flores y laureles. La sala quedó invadida, el
pueblo se mezcló con los diputados; Marat estaba en la tribuna.
Aplausos estrepitosos resonaban en la sala. No pronunció más
que dos palabras de agradecimiento y amor hacia el pueblo.
Pero encontrándose frente a los girondinos cuando ocupó su
puesto, dijo presa de súbito furor: “Aquí los tenéis. Estos
también irán en triunfo, pero será a la guillotina”.
Tal era la efervescencia, que todos, incluso la Montaña,
sentían inquietud. Afortunadamente, la muchedumbre se
apoderó de nuevo de Marat y se lo llevó en triunfo por las calles
de París. Muchos, sin embargo, continuaron en la sala sin
moverse: se temía que ocultasen planes siniestros. Danton, con
gran habilidad y ánimo, despidió a los que quedaban,
aprovechándose de una palabra que había dicho el mismo
Marat para recordar la inviolabilidad de la Convención:
“¡Hermoso espectáculo para todo buen francés, ver respetada la
Convención de tal modo que es para los ciudadanos de París un
día de fiesta aquel en el que un diputado víctima de falsa
inculpación vuelve a su seno, rehabilitado por la justicia!”.
La profecía de Marat había de cumplirse necesariamente.
La Gironda estaba a muy pocos pasos de la muerte. Se había
puesto frente al movimiento revolucionario e iba a ser
arrollada.
Durante los días siguientes opuso tenaz resistencia a la
medida que con más urgencia reclamaba el pueblo, esto es, fijar
el máximo en el precio de los géneros. La espantosa
multiplicación del asignado había elevado los artículos de
primera necesidad a un precio imposible. En gran parte de
Francia una libra de pan costaba diez sueldos.
Por otra parte, imponer un máximo, forzar al comerciante a
que venda a bajo precio mercancías que le han costado caras, a
cambio de un papel moneda cuyo valor descendía por
momentos, era como obligarles a que cerrasen la tienda. ¿Quién
querría ser comerciante bajo tales condiciones? El hacendado
escondería sus granos en vez de venderlos y quizás no
sembrara más. Además de tan tiránica medida hacían falta
otras, como por ejemplo, un cuerpo de investigadores y policías
despiadados para completarla. Los girondinos vieron esto con
admirable claridad y dijeron que el fijar el máximo en el
mercado era sólo beneficioso para los ricos, que podrían ajustar
las cosas a precios viles. Obligando la ley a que se tomara el
asignado por su valor nominal, los deudores de mala fe podían
liberarse por nada, arruinando a sus acreedores, etc.
Objeciones fundadas, a las cuales nadie contestó.
La respuesta, aunque nadie la formuló, debió ser esta:
El Estado es el primer deudor, que cuando carece de todo
crea, organiza y alimenta un ejército.
Francia se arruina y quizás no pueda salvarse de otro modo
que arruinándose.
La Convención, el 1 de febrero y el 7 de mayo votó nuevas
emisiones de asignados. Todo tenía como garantía la venta de
los bienes de los emigrados.
El máximo era sin duda una detestable medida. Pero, sin él,
¿cómo detener el encarecimiento de los productos, que
multiplicaba necesariamente el asignado?
La Montaña hubiera podido responder a la Gironda lo que
Cambon habría dicho si hubiese abierto el abismo de la ruina
pública. En la terrible ansiedad de su impotencia para satisfacer
las necesidades de la situación, Cambon era el asociado natural
de las salvajes exigencias de la multitud. Ésta pedía el máximo
porque tenía hambre. Él pedía el máximo para dar fuerza al
asignado.
Miserable guardián de la fortuna pública, o mejor, de la
ruina pública, ministro de la bancarrota, cada día inventaba un
nuevo medio revolucionario para hacer frente a las necesidades.
El 27 de abril presentó una proposición de su departamento
(el Hérault) pidiendo que fuera eficaz la requisición y
abundante en hombres y dinero.
Los patriotas del Hérault hacían notar que la mayor parte
de las reclutas estaban formadas por sustitutos, por hombres
asalariados. Era preciso dirigirse al patriotismo y que la
requisición se dirigiera personalmente a los más ardientes
patriotas, a los hombres de valor y de convicción.
“¿Quién los designará? Un comité de salvación pública
compuesto por individuos de los cuerpos administrativos de la
capital del departamento y elegidos por los comisarios de la
Convención. Este comité para instalarse, consultará a los
diputados, a las sociedades populares y a los jefes de las
compañías de veteranos”.
“Para levantar 5.000 hombres en cada departamento se
haría un empréstito forzoso de cinco millones, es decir, que si
en dos días no se cubría el empréstito, el gobierno obligaría
imperativamente a los ricos a cubrirlo. Estos fondos se
destinarían a gastos militares y a socorrer a los indigentes”.
Este plan generalizaba, sistematizaba las medidas que la
necesidad había impuesto en el norte y el oeste sin la
autorización del gobierno. Marsella y Burdeos por espontáneo
sentimiento patriótico se habían organizado, tomando análogas
medidas a las dictadas por la Convención.
La sagacidad de este plan, si podemos decirlo así, es que
tenía el doble carácter de local y central; es cierto que las
decisiones no partían de la autoridad local, si bien ésta era
objeto de rencores, de desprecios, de odios. Las órdenes partían
del centro, departamento que a su vez recibía por los comisarios
de la Convención las inspiraciones de esta.
La requisición, el llamamiento de la patria que sobrecogía
al hombre en el peligro y le decía: “¿Quieres morir por mí?”,
podía ser obedecida si hubiera tenido por esfera de acción una
pequeña municipalidad, la cual frecuentemente obra como un
individuo, con una sola voluntad unánime. Era desde lo alto
desde donde se debía hablar y obrar primero para el ejemplo.
Ninguna resistencia, ninguna indignación habría provocado si
hubiera sido imparcial la autoridad.
La nobleza del proyecto consistía en que la requisición
debía dirigirse a los mejores ciudadanos, a los más exaltados
patriotas, es decir, a aquellos que estaban siempre predispuestos
al sacrificio. Muchos se entregaron de todo corazón. A estos el
órgano de una alta autoridad les decía: “Tú eres el mejor
patriota: tú me perteneces. Tú quieres partir abandonando a tu
madre o a tu amante< ¡Parte, pues, que yo, la patria, suavizaré
esta despedida! ¡Gracias a mí, noble patriota, tú serás libre!”.
Esta mezcla de necesidad, de voluntad, representaba un
principio de prudencia que desconocía la Gironda, porque no se
dirigía exclusivamente al primer sentimiento, y también lo
desconocía la Montaña, que imponía leyes a su antojo.
Los que presentaron el proyecto no eran egoístas que
querían eximirse de contribuir, sino que eran los primeros que
sentían deseos de partir. A la requisición que ellos practicaban
como autoridad, la obedecían como soldados. El departamento
del Hérault aplicó este hermoso principio de dirigirse al
verdadero patriota, y a él le cupo la gloria inmortal de presentar
la famosa 32ª semi-brigada.
La nota de Montpellier fue leída ávidamente por la
Comuna de París, que a cada momento le cambiaba el sentido.
Del 27 de abril al 1 de mayo se hizo circular y firmar una
petición conforme con la nota enviada desde Montpellier. Un
hombre, delegado del arrabal de Saint-Antoine, la llevó a la
Asamblea. Después una importante masa del arrabal llegó
hasta la Convención para excitarla, despertarla.
La petición era una caricatura revolucionaria de la nota de
Montpellier. Por esta se pedía que partieran a la guerra no los
mejores, sino los peores, los que habían firmado las peticiones
contrarrevolucionarias. ¡Admirable política! ¡El honor de
defender Francia se convertía en el suplicio de los malos
ciudadanos! La patria amenazada por ellos se encargaba de
aguerrirlos, les entregaba su espada, confiando a ellos su
defensa y su salvación.
¿Quién designaría a los requisicionarios? No una autoridad
elevada, central, sino los comités revolucionarios de cada sección,
que eran el compendio de los odios y pasiones personales, de
suerte que cada ciudadano al ser designado más creería ser
proscrito por el enemigo que solicitado por la patria.
Lo mismo en la petición que en la nota, se hacía constar un
empréstito forzoso sobre los ricos, sin más diferencia que al
dinero de este empréstito no sólo se le daba como aplicación
exclusiva las necesidades de la guerra: “La suma será distribuida
en partes iguales entre los necesitados de cada sección<”.
Este artículo era muy elocuente, una revelación del fondo
de la teoría; anunciaba ingeniosamente que se entraba en el
camino de las contribuciones de dinero y de salario sin trabajo.
La proposición no podía ser más clara. Un partido compraba al
pueblo por medio de los decretos que arrancaba a la
Convención. Monopolizaba el tesoro público, llenando la caja
hoy para vaciarla mañana.
La Convención callaba. El presidente (un girondino) no
hizo más que contestar a la petición, pero como esta, merecía y
reclamaba que se discutiese. Finalmente un grito reveló la
indignación de la Asamblea. Este grito de alarma partió de la
Montaña y de los amigos de Danton. Lacroix solicitó que los
peticionarios no fueran admitidos en la sesión.
Un diputado de la derecha hizo constar que se corría grave
peligro, añadiendo que no se debía abandonar París, sino reunir
a los suplentes en Bourges por si la capital cayera en poder del
enemigo. Así quedaría en aquel punto el gobierno de Francia.
Se vio después con asombro que esta terrible petición no
llevaba ni firmas, ni poderes. Los agitadores hablaron en
nombre del barrio y ni siquiera lo habían consultado.
El dantonista Philippeaux se levantó y pidió que el orador
fuese enviado al tribunal revolucionario. Fonfrède pidió lo
mismo y lo que causó asombro fue que Couthon, el hombre de
confianza de Robespierre y los jacobinos, apoyó la demanda.
El orador era un tapicero del arrabal, que abandonó su
oficio por ser más lucrativo el de comisario de policía y agitador
de secciones. Las actas de las secciones que hemos leído no
hacen mención de los poderes que él pudiera haber recibido.
Existe la confesión, el testimonio de diez o doce agitadores de la
Comuna y los jacobinos, quienes habían firmado también una
petición de socorros para el arrabal, que estaba en el último
extremo de la miseria.
Sin embargo, hay que reconocer que esta gente no conocía
el fondo de aquella petición, imaginando que sólo se trataba de
conseguir de la Convención los medios para salvar la patria. Se
pusieron en camino algunos miles de ciudadanos del arrabal de
Saint-Antoine y llegaron hasta la Convención. En esta larga
columna de gente, la cola ignoraba lo que hacía la cabeza.
Cuando se puso en evidencia el verdadero fondo de la petición
que se hacía en su nombre, hubo un vivo movimiento de
indignación. La grosera insolencia de la petición que
demandaba dinero bajo pena de una insurrección, presentaba al
arrabal como un mendigo que imploraba la caridad con la
pistola en la diestra. La columna de ciudadanos se conmovió, se
irritó contra sus mismos agitadores, y después de algunos
movimientos gigantescos y amenazadores, declaró que
mentían. “Ciudadanos representantes —dijeron los que
pudieron entrar—, nosotros pedimos al menos que se nos lea la
petición para poder desautorizar cuanto hay en ella contrario a
nuestros principios< Lejos de insurreccionarnos contra la
Asamblea, nosotros queremos defenderla hasta la muerte< Si
encontráis asesinos, si hay gente malévola que quiera atentar
contra vosotros, con nuestros cuerpos os defenderemos”.
El arresto de los falsarios que hablaban sin autoridad,
descubriría la mano oculta que los movía. Los dantonistas
acudieron en su auxilio. Lo que es muy probable, es que
después del primer movimiento de indignación que se les
escapó, después de las exclamaciones de Lacroix y de
Philippeaux, los dantonistas quizás no conocieran todo el fondo
de falsedad que aquella petición albergaba. Thuriot, y después
Danton, pidieron a la Convención que se limitara a desaprobar
la frase (insurrección) desautorizada ya por el arrabal y que
pasara al orden del día. Danton llegó al último límite de la
diplomacia revolucionaria. Avanzó, retrocedió, aduló a la
Convención mostrándole su omnipotente soberanía. Aseguró a
la Asamblea que estaba libre de toda agresión (afirmación que
yo creo muy necesaria en una asamblea francesa).
Finalmente envolvió y embrolló las cosas de tal modo, que
llegó a elogiar la insurrección y a obtener los honores de la
sesión para los peticionarios, sin que se supiera si eran los
hombres de la primera petición o los de la segunda los que
habían insultado a la Convención o los que querían defenderla.
1793)

La Convención se establece en la sala de las Tullerías (10 de mayo).—


Nuestros reveses en la Vendée.—Dampierre muerto en Famars (9 de
mayo).—Francia no tiene otro recurso que la venta de los bienes de los
emigrados.—Las administraciones girondinas negocian esta renta.—
Lyon, Marsella, Burdeos contra el movimiento revolucionario.—Los
comités revolucionarios secundan con actividad la requisición y
quieren arrestar a los sospechosos.—Lucha inminente con la
Gironda.—Vistas de Danton, Marat, Robespierre y los jacobinos.—
Violencia del Obispado.—El Obispado popularizado por la muerte de
Lazowski.—Liga de los Jacobinos, la Comuna y el Obispado.—La
Convención crea el Comité de los Doce (18 de mayo).—El Obispado
propone una matanza (19 de mayo).—La Comuna y las secciones
rechazan la idea.—Por que el Comité de Salvación Pública no hizo
nada.—Débiles medidas adoptadas por los Doce.—Amenazas de la
Comuna.—Anatema de Isnard contra París (25 de mayo).—Arresto
de un juez del tribunal revolucionario.—La Convención quiso destruir
los comités revolucionarios.—Robespierre proclama la insurrección
(26 de mayo).
La invasión libertadora del pueblo, que el 1 de mayo aseguró a
la Convención su integridad, no hubiera podido efectuarse el
día 10. Este día la Asamblea abandonó los Fuldenses y se
encerró en la sala de las Tullerías, estrecha, oscura, sin acceso.
¿Era aquello una mazmorra o un sepulcro?
¡Que se cierre eternamente3 este siniestro palacio de
Catalina de Médicis! ¡Desgraciados los que quisieron dormir
entre dos decapitados: Luis XVI y Robespierre!
En la antigüedad se conservaban los sepulcros cubiertos de
tierra, ocultándolos cuidadosamente, temiendo que alguien
hollara con sus pies el patrimonio de los muertos. Un justo
proceso condujo a aquella tumba a tres dinastías. La fachada
parece revelarlo. Pero confesemos que el día 2 de junio de 1793
la religión nacional, la Convención, recibe el primer golpe: allí
fue asesinada la ley.
En 1793 el palacio interior y exteriormente era distinto. Las
espaciosas plazas del Carrousel estaban cercadas por diversas
construcciones. En el interior no había sólo pavimento como
hoy. Se subía, se bajaba. Aquello era muy accidentado. La sala,
construida expresamente para un pequeño teatro, no había de
recibir siempre más que la luz artificial y en su penumbra las
personas aparecían formando borrosas y esfumadas siluetas.
Parecía, por emplear una frase de César, leerse en el pálido
semblante de todas ellas, complots y revoluciones.
¿Cómo podía entrar la muchedumbre desbordante, el
monstruo de mil cabezas, a quien desde dentro se le oía rugir?
Luchando, esforzándose, magullándose, llegaban los
espectadores después de haber librado un combate
desesperado. Las estrechas escalinatas del pabellón del Reloj y
del pabellón Marsan, los miserables corredores que afluían a la
sala, de tiempo en tiempo lanzaban renovado un grupo de seres
dichosos que llegaban hasta el salón, después de haber hecho
poderosos esfuerzos con los codos y las espaldas. Llegaban
vencedores, conmovidos, jadeantes, fieros aún por el ejercicio
furioso de la fuerza. El paso, especialmente hacia el pabellón
Marsan y la calle de Rivoli, era no sólo difícil en sí, sino también
por los callejones que conducían a él. El asqueroso pasaje de
Delorme, estrecho, infecto, inmundo, entre altas casas negras
que sólo enseñan las espaldas, receptáculo de las defecciones de
la calle de Saint-Honoré, era el acceso principal.
La Convención no tenía ninguna protección militar. La
guardia nacional, arrojada en una especie de cueva del pabellón
Marsan, algunos gendarmes alojados bajo la sala de la
Asamblea, para nada podía servir. Lo sabían perfectamente.
Durante los días más borrascosos, no encontrando medio de ser
útiles, sin ni siquiera poder entrar, se calentaban
tranquilamente y jugaban a las cartas.
La Convención conocía el sitio en que se encontraba, pero
tal era el respeto al pueblo en aquella época, tal la confianza que
se ponía en la honradez de la muchedumbre, que se hubiera
puesto roja de vergüenza al mostrar alguna sospecha.
¿Convenía al mandatario desconfiar del soberano, tomar
medidas contra él? Era necesario reflexionar.
La Convención, en las Tullerías, recibió malas noticias: la
toma de Thouars al asalto por los vendeanos el 6 de mayo; la
muerte de Dampierre, el día 9, a la cabeza del ejército del Norte,
y la dimisión del general en jefe Custine, en el este.
Para comprender el estado de Francia, hay que recordar
que en abril envió a quinientos vencedores de la Bastilla, y en
mayo a su propia guardia para luchar contra la Vendée, contra
cien mil vendeanos.
Jamás hubo situación tan desesperada para un comité. Poco
apoyado por los partidos girondino y jacobino, este comité
había recibido todos los poderes, poderes que entonces
significaban impotencias. Sus recursos ante la Asamblea eran la
lengua de Barère, incomparable forjador de ejércitos, profeta de
victorias y elocuente atenuador de las derrotas.
El comité, cuando menos, había demostrado mucha
audacia. Había ordenado a estos ejércitos desorganizados, casi
aniquilados, que tomasen en todas partes la ofensiva y
alcanzaran la victoria. La Revolución era como una fuerza
impulsora universal. Destinar esta fuerza a la defensiva era
inutilizarla. Esta ofensiva intrépida, tan extraña como parecía,
produjo excelentes frutos. Los austriacos, por ejemplo, se
afirmaron en la idea de que tenían un ejército fanáticamente
revolucionario, indomable, que no retrocedería nunca, y que
avanzaría sólo asegurando los pasos. “Primero Condé, después
Valenciennes; cuando estén sitiadas y tomadas estas plazas
iremos a Dunkerque, terminando la campaña en Lille”. Dos
meses estuvieron frente a Valenciennes y esto nos salvó.
No tenemos ahora tiempo suficiente para narrar pequeñas
victorias de los vendeanos y la aceptación, por fin, de algunos
generales nobles de la jefatura de la insurrección.
Pero no podemos continuar sin citar unas palabras de
Dampierre, víctima del sistema de guerra ordenado por la
Convención: avanzar siempre, débil o fuerte, y combatir
siempre.
Entramos en la edad de bronce. Dampierre, este héroe del
93, hubiera sido guillotinado algunos meses más tarde
(Couthon mismo lo dijo). Dampierre lo presentía y tomando el
camino más corto, se alojó en el Panteón.
Dampierre era un hombre poco comunicativo, sombrío,
irascible, de pesado aspecto; su interior era de fuego. Nació rico,
con el título de marqués; trabajó mucho durante el antiguo
régimen, buscando una elevada recompensa, colocándose
siempre en los sitios de mayor peligro sin encontrar nada.
Abandonó finalmente esta conducta y en 1789 se hizo jacobino
furioso. Dumouriez, su enemigo, decía que Dampierre era “un
loco, audaz hasta la temeridad”. Él fue en realidad quien en
Jemmapes, con el regimiento de Flandes y el primero de
voluntarios de París, obtuvo la primera victoria, e hizo que esta
fuera decisiva.
Y aquí le tenemos, ante Valenciennes, como general en jefe
subordinado a la Convención. Su ejército se componía de
treinta mil hombres y frente a él tenía un enemigo dos veces
mayor que acababa de realizar una campaña fácil y cuyas
fuerzas podían engrosar sin esfuerzos hasta cien mil hombres.
Los comisarios, en nombre de la ley, le pedían que avanzara.
Estos valientes patriotas, que por primera vez veían la guerra y
cuya mayor parte no conocía los obstáculos de la campaña,
creyeron que era indispensable asombrar al enemigo con la
audacia de una marcha decidida, de una ofensiva heroica. La
suerte de Dampierre quedó trazada. En seis semanas la Vendée
había visto caer tres generales. Durante el día 9 Dampierre
lanzó sus fuerzas contra el atrincherado campo austriaco. Por la
noche intentó un supremo ataque, yendo a colocarse frente a
una batería enemiga. Una bomba le arrancó una pierna. Al día
siguiente falleció.
El peligro era mayor que en septiembre del 92. Ya no existía
aquel movimiento popular contra los prusianos. Habían
aumentado nuestras discordias. Estábamos sin recursos y sin
los bienes de las iglesias para vender. Había llegado su turno a
los bienes de los emigrados, que muy poca gente compraba. Se
había entrado, después de la emisión de dos mil millones en
papel-moneda, en el caos, en el Terror financiero. El miedo a la
guillotina haría en todo caso aceptar el papel-moneda.
De todas partes llegaban obstáculos para la venta de estos
bienes. La delicadeza caballeresca luchaba contra el patriotismo.
Si se hubiera sabido que en el ejército de Condé se hallaban los
emigrados, seguramente hubieran sido comprados todos sus
bienes sin escrúpulos. Pero ¿cómo saberlo? Había, claramente,
dos categorías de emigrados. Los emigrados del odio y los del
miedo. Todos o casi todos habían hecho armas contra su nación.
Eran la clase militar de la monarquía; los que se negaban a
combatir quedaban descalificados por la demás soldadesca.
Había veintinueve mil emigrados, cuya mayor parte eran
propietarios. Las mujeres, en las localidades pacíficas, quedaron
con sus hijos. Si se reduce de este número algunos miles de
hombres que no sabían manejar las armas, se obtendrá el
número justo del ejército de Conde.
Esta cifra y la designación de las personas de los emigrados
han sido facilitadas por las municipalidades. En cuanto a las
administraciones de los departamentos, a los cuales Roland
había pedido la indicación de los bienes de los emigrados,
mostraron extremada mala fe. Entonces se dirigió a los distritos
y los amenazó con denunciar ante la Convención a los que le
desobedecieran. No fue seguramente más afortunado. De
quinientos cuarenta y seis distritos de que se componía la
República, no contestaron más que doscientos diecisiete.
Todas estas administraciones eran o se denominaban
girondinas y oponían la fuerza de la inercia a la marcha del
gobierno. Cerraban los oídos a los lamentos de Francia, que
perecía sin remedio si no ponía sus manos sobre los bienes de
los emigrados, recurso supremo.
Así como los maratistas eran aún más exaltados que Marat,
todos estos girondinos, en su moderantísmo eran más
extremados que la Gironda. Algunas veces los girondinos de la
Convención, debido a Ducos, a Fonfrède y de vez en cuando a
Vergniaud, se aproximaban a la Montaña votando como ella,
las más importantes medidas en beneficio de la salvación
pública. Los girondinos de provincias tenían verdadero horror
a la Montaña, ya que la creían gobernada únicamente por Marat
y Robespierre.
La mayor parte excusaban su cambio de opinión en el mal
efecto que habían producido los hechos de septiembre y la
creación del tribunal revolucionario. No osaban condenar el
proceso de Luis XVI, pero poco a poco comenzaron a odiar
menos a los realistas. Especialmente los comerciantes, cuando
los negocios les iban mal, se acercaban a los monárquicos. Otras
mil causas mataron al comercio: la emigración, la revolución de
las fortunas, la inquietud general, y una causa más poderosa
todavía, el nacimiento de un nuevo comercio, la especulación
sobre los asignados, la venta del dinero. Todo el mundo quería
dinero y para adquirirlo vendían el papel a precios viles. Con
gran facilidad se hacían negocios tremendos. Quien tenía
dinero compraba papel a bajo precio, y después obligaba a sus
acreedores o a los bancos públicos a que los tomaran a la par.
En las pequeñas poblaciones fue un agiotaje la fabricación de
papel-moneda de cinco francos. No hubo ningún otro tráfico.
Cuando se declaró la guerra contra Inglaterra y Holanda,
las demás bancas extranjeras se cerraron para Francia. Nuestras
grandes ciudades mercantiles, Lyon, Marsella, Burdeos, estaban
como sepultadas, digámoslo así, bajo la excomunión financiera
de Europa.
Todo esto comenzó el 1 de febrero, día en que se declaró la
guerra. Sus efectos fueron ya sensibles en marzo y terribles en
abril y mayo4.
Burdeos, a pesar de haberlo perdido todo después del
desastre de Santo Domingo, de haber visto secarse el río de oro
que atravesaba sus murallas, se portó admirablemente,
heroicamente. En marzo se vio a Burdeos, antes que al resto de
Francia, agruparse contra la Vendée en defensa de la República.
Pero en este mismo mes la República encuentra sus mares
cerrados. La gran capital ahogada llora y se dirige a la
Convención. La queja llega en forma de petición girondina bajo
el pretexto de una reclamación para la inviolabilidad de los
representantes girondinos.
Marsella cayó entonces por el exceso de su exaltado
patriotismo. Esto provocó que la mejor parte de su población, y
la más patriota, partiera para la frontera. El alto comercio quedó
como dueño de la capital y como era republicano, girondino,
materialmente impedía la adopción de medidas
revolucionarias. Los comisionados de la Convención, Boisset y
Moïsse Bayle, intentaron disolver el gobierno marsellés, a quien
se invitó a que saliera de Marsella antes de veinticuatro horas.
La Convención, sin embargo, no aprobó la conducta de sus
comisarios y suspendió sus acuerdos (12 de mayo).
Sus decisiones en lo que respecta a Lyon fueron más
imprudentes todavía. De la suerte de esta ciudad dependía la
de veinticuatro departamentos que tenían sobre ella fijos sus
ojos, observando lo que hacía para obrar igualmente. La
salvación pública de Francia está ligada estrechamente a la de
Lyon. Cercana a la frontera, Lyon es el punto de partida y base
de las operaciones del ejército de los Alpes, su depósito, su
almacén. ¿Qué le hubiera ocurrido a este débil ejército viendo
en Lyon un enemigo? En ningún sitio tenía la Revolución
necesidad de ser más fuerte, y sin embargo, allí era más débil.
De los girondinos a los realistas había un corto paso. El día 29
murieron algunos oficiales girondinos. Los revolucionarios,
para contener tan terrible avalancha de enemigos y levantar la
requisición, no poseían otro recurso que el terror, y guiados por
esta brújula realizaron un acto que mereció la aprobación de los
buenos patriotas: crearon un tribunal revolucionario y
detuvieron entonces a todos los sospechosos de realismo.
El 15 de mayo se denunció esto ante la Convención. El
girondino Chasset obtuvo el siguiente decreto: “Quienes vayan
a ser arrestados tendrán derecho de apelar a la fuerza contra la
fuerza”. Aquello fue una declaración de guerra y se combatió
muy pronto.
Se observa por este grave hecho que la Gironda, ignorando
la crisis de Francia, hacía imprudentemente y sin querer el
juego del enemigo, del realismo, convirtiéndose en obstáculo de
la situación.
Sobre todo caerá en lo que se refiere a los negocios. Su
ministro, Clavière, estaba en lucha contra la tesorería, o lo que
es lo mismo, contra Cambon. Las administraciones girondinas,
que arrestaban a Cambon precisamente en la venta de los
bienes de los emigrados, le hicieron imposible seguir con su
hermoso plan en el Hérault. Este plan pudo asociarse a la
requisición de estas administraciones, bastante sospechosas.
Nadie se podía fiar más que de los comités brutalmente
patriotas, pero profundamente republicanos.
Instrumento bárbaro y torpe, el único que guiaba la
Revolución y la hizo más odiosa por la violencia de la forma y
la tiranía del procedimiento, que por la magnitud de los
sacrificios que exigía. Con gritos, injurias y amenazas, bruscas
invasiones de los domicilios, exigían los tributos, legítimos en
realidad, que la patria en peligro pedía. El empréstito realizado
en esta forma dio a Francia durante algunos días el aspecto de
una nación tomada al asalto.
Sin embargo, el empréstito tenía una buena garantía. Se
daba como compensación un reconocimiento que se podía
pagar con los bienes de los emigrados.
Ésta fue la combinación ideada por Cambon para obligar a
que se aceptaran estos bienes.
Otra cosa no menos necesaria que el dinero era la
requisición personal, recluta que comenzaron a odiar en
muchos departamentos porque les arrebataba lo mejor, la gente
joven, en la que se confiaba para el progreso de estos
departamentos. Quedaban sólo los viejos, las mujeres y los
niños, los inertes para el trabajo; sin embargo, una gran
cantidad de estos reclutas jóvenes se negaron a partir para la
guerra pidiendo ser reemplazados y se agruparon oponiendo
resistencia, siendo apoyados por la mayoría de las secciones,
que no podían soportar la violencia de sus tribunales
revolucionarios, y sobre todo, las demandas de dinero.
El conflicto ocurrió en París el 3 y el 4 de mayo, y los
comités revolucionarios triunfaron sobre las secciones, cuyos
locales quedaron casi desiertos en lo sucesivo.
El resultado fue el contrario que en Lyon. Durante todo el
mes de mayo, los moderados, a mano armada, se mantuvieron en
contra de la municipalidad. Como se verá, resultó de esto una
guerra civil, en la que detrás de los moderados y de los
girondinos, verdaderos o falsos, se descubrieron los realistas.
La requisición personal dirigida por los comités tenía el
inconveniente de que cuando se dirigía a un individuo lo hacía
por odio. La sección de los Gravilliers y muchas gentes de buen
sentido hubieran preferido el sorteo. Así lo propuso Danton. Un
desafortunado girondino aplaudió la proposición y se convirtió
esta en impopular, sospechosa. Danton no se atrevió a insistir.
La situación era tan especial, que la Convención (el día 8)
aprobó todas las medidas tomadas por las secciones, sin
preocuparse de si eran estas diferentes en cada sección,
resignándose ante su impotencia y admitiendo los refuerzos,
vinieran de donde viniesen.
La política del momento fue asustar a los
contrarrevolucionarios, armando a los buenos patriotas contra
los egoístas.
El día 8 por la noche Robespierre propuso a los jacobinos la
detención de todos los sospechosos.
El día 13 pidió que se asalariase un ejército revolucionario
compuesto por sans-culottes y que se diera sueldo también a los
individuos que asistieran a las asambleas de las secciones. La
Comuna votó aquel mismo día la primera parte de la
proposición.
La ley daba a los comités de las secciones el derecho a
vigilar a los extranjeros sospechosos. El día 16 hicieron la primera
prueba del nuevo poder, el de arrestar a todo el que resultara
sospechoso, ya fuera extranjero o ciudadano. Arrestaron a un
magistrado, un juez de paz; la detención se realizó durante la
noche.
Al día siguiente la Convención ordenó su libertad y la
Asamblea, para demostrar su descontento, eligió como
presidente al más violento de los girondinos, a Isnard. Mala
elección. La violencia de Isnard era provocadora, colérica,
furiosa, sin medida ni prudencia.
Era la guerra.
Podía preverse que con semejante presidente no tardaría en
surgir un conflicto y que o bien la Montaña, o bien la Gironda,
iban a ser destruidas.
La Gironda estaba atestada de hombres de talento,
elocuentes; contaba con hombres honrados que le daban
aspecto adorable. Pero, sin embargo, no proponía ningún
remedio, ninguna ayuda. Francia perecía con la Gironda. Era
esta el centro, el apoyo del fatal moderantismo que impedía la
acción, especialmente la financiera, la venta de los bienes de los
emigrados.
¿Cómo derrotar a la Gironda si ella no presentaba su
dimisión? ¿Cómo prescindir de ella sin armar la venganza de
los departamentos, sin provocar la guerra civil?
Danton quería que se intimidase a la Gironda
denunciándola como obstáculo para la salvación de la patria,
creyendo que entonces se retiraría la Gironda. Hubiera querido
que la Convención sancionara provisionalmente lo que era la
expresión de todo París y que la decisión fuese comunicada a
los departamentos. Si se adherían, la retirada de los veintidós
sería definitiva. Bajo este aspecto hizo presentar el proyecto a
los jacobinos por su amigo Fabre d'Églantine. Tenía este
proyecto la virtud de desembarazar a la Convención de los
girondinos durante la crisis primaveral. Era todo lo que se
proponía Danton. Fabre formuló la proposición el 1 de mayo.
Robespierre no quería sin embargo que dimitiera la
Gironda. Quería que fuese juzgada porque la creía culpable.
Sincero al expresar estos sentimientos, demostró tener poco
sentido político. ¡En el estado en que se encontraba Francia,
proponer semejante proceso era terrible, peligroso! Los
girondinos, aunque hubieran sido culpables, no se encontraron
pruebas materiales contra ellos. Se les atacó por sospechas, por
presunciones. Si se hubieran encontrado pruebas realmente
ciertas y convincentes, ¿cómo hubieran podido mostrarlas así a
los departamentos, quienes habrían hecho de todo esto un
asunto de orgullo o de honor, y que se habrían sentido
ofendidos a través de sus diputados?
¿Robespierre quería la muerte de los girondinos? No en
este momento. Los quería desenmascarar primero, deshonrarlos
ante la opinión.
Así lo dio a entender también Marat, cuyo fondo más
moderado al hablar ante la Asamblea evidenció los proyectos
de Robespierre. Creo también que este no tenía demasiadas
aspiraciones para un proceso en toda regla. Lo que quería era
que se arrestara a los girondinos, que se les procesara y
condenara para impedir que continuasen conspirando<
La mayoría de los jacobinos pensaban como Robespierre.
Seríamos injustos si para juzgarlos empleásemos las palabras
que uno de ellos, un miserable, Desfieux, escribía a los
jacobinos de Burdeos el 6 de abril: “Afortunadamente, los
girondinos van a ser asesinados”.
Sólo en los Cordeleros o en la reunión del Obispado,
algunos hombres sostenían la tesis, muy poco popular, de la
conveniencia de una matanza.
Hemos visto la insensata violencia del Obispado combatida
en octubre del 92 y en abril del 93 por Robespierre y Marat. El
Obispado no tenía el apoyo del pueblo en estas ocasiones ni en
su asesina tentativa el 10 de marzo. El 1 de abril los jacobinos,
desautorizándolos por medio de su presidente Marat,
impidieron que se apoderasen de las armas de la Comuna, que
el Obispado, según decían, quería distribuir entre las secciones.
Hacia finales de abril el azar, una casualidad imprevista,
dio al Obispado gran popularidad. Fue este accidente la muerte
de Lazowski, uno de sus miembros, capitán de las baterías del
barrio de Saint-Marceau. Hemos hablado ya de este refugiado
polaco que tanto brilló el 10 de agosto y que después se
domicilió entre la población más indigente de París. Enviado
con Fournier con órdenes de escoltar a los prisioneros de
Orleáns, no impidió que se realizaran las espantosas matanzas.
¿Pudo evitarlo? Es dudoso. De nuevo le vemos el 10 de marzo,
considerado por sus convecinos del arrabal como el vencedor
del 10 de agosto. Estas buenas gentes profesaban al polaco gran
devoción, y cuando murió, víctimas del mayor desconsuelo,
aseguraban que su héroe había sido envenenado. La Comuna se
adhirió a esa sospecha, a ese duelo; adoptó a la hija del muerto,
concediéndole el elevado honor de ser enterrado su padre en la
plaza del Carrousel, frente al palacio mismo que él había
destruido. Lazowski, el hombre del Obispado, el héroe del
movimiento del 10 de marzo, enterrado para siempre frente a la
Convención, ¿no era como una ruda amenaza para esta, como
esperar la insurrección?
Este acontecimiento popular fortaleció al Obispado. Los
jacobinos, que habían condenado sus violencias, le dieron la
mano sin titubear. Robespierre en la Sociedad trazó un elogio
necrológico del muerto, del gran patriota.
La Comuna, por su parte, observando esta alianza del
Obispado y de los jacobinos, se confió a aquel. Era como el
centro de los comités que se encargaban en nombre de las
secciones, de realizar el empréstito forzoso. Allí se reunían los
comités que debían repartir las ayudas prometidas a los
necesitados.
El primer intento de violencia contra la Convención fue un
motín de mujeres (18 de mayo). Se les hizo creer a estas que el
encarecimiento del pan era obra de los girondinos, que querían
matar de hambre al pueblo, dominarlo por el exceso de miseria;
los girondinos acaparaban el pan para arrojarlo al Sena. Las mujeres
sitiaron la Asamblea; combatieron a los hombres en la puerta y
en las tribunas. “Ya lo veis —dijo Isnard—; se quiere disolver la
Asamblea< Esto es un complot fraguado por Pitt.!”. Marat a
esta locura, respondió con otra. Sostenía que la Gironda obraba
de acuerdo con la Vendée.
Guadet aventuró entonces dos proposiciones muy graves.
Una reproducía la idea peligrosa emitida otras veces de reunir a
los representantes suplentes en Bourges. La otra solicitaba que se
anularan todas las autoridades de París.
Ante todo hacía falta que la Convención desarmara estas
fuerzas, estas autoridades, y que quitándoles todo derecho de
requisición de las fuerzas armadas entregaran estas
atribuciones al Comité de Salvación Pública.
Evidentemente la ejecución del plan revolucionario, por las
proposiciones de Guadet, quedaba a merced del citado Comité,
cuya ejecución realizaría. Si en París se daba una batalla, en
cierto modo el Comité quedaba como general de la Convención.
¿Hubiera aceptado semejante papel? Sólo esta idea hacía
estremecer a Barère. El Comité no tenía la autoridad necesaria
para esta ejecución.
Barère se lanzó a la tribuna y alejó del Comité la
responsabilidad que se quería hacer pesar sobre él. El elegante y
ágil orador dio el espectáculo de una suave evolución. Ataca a
la izquierda, deplora los excesos de la Comuna< La derecha
comienza a aplaudir. Entonces Barère, súbitamente, se vuelve a
la derecha y dice: “¡Eliminar a las autoridades de París! ¡Si fuera
amigo de la anarquía apoyaría semejante proposición!
(Aplausos de la izquierda). Es necesario crear una comisión
compuesta por doce individuos que examine a los arrestados de
la Comuna, que analice el proceder de los ministros y tome
medidas para la tranquilidad pública”. En ese mismo instante se
decretó lo dicho.
Por la intervención de Barère el Comité declinó la
responsabilidad de la ejecución. ¿Qué había de hacer este
Comité de los Doce encargado de adoptar medidas?< ¿Qué
significaban estas vagas palabras? ¿Eran palabras de confianza?
Entonces habría que devolver ese poder de confianza a los
hombres que imponían por su carácter. De los que fueron
nombrados, excepto Rabaut y Fonfrède, ninguno tenía las
condiciones necesarias para desempeñar tan grave misión. Eran
generalmente diputados jóvenes de la derecha, una especie de
Gironda inferior. Vigié, por ejemplo, Henri Larivière, eran
jóvenes valientes, de palabra arriesgada y ligera, a los que se
creía con fuerza de acción.
No en el Obispado, sino en la alcaldía, tuvo lugar una
reunión el domingo 19 por la noche. La presidieron los
administradores de policía de la Comuna. Se debían examinar
los medios para detener a los sospechosos. El administrador
Marino, pintor de porcelanas, el mismo que después en los
juicios de Lyon adquirió tan horrible fama, que se apoderó de
22 individuos haciéndolos desaparecer, dijo: “Hemos de
declarar inmediatamente quiénes son los que han emigrado”.
Era un hombre calmoso, pesado, frío, serio. Razonaba sin prisa.
Cuando hizo aquella declaración no consiguió que se aprobara
hasta después de un breve silencio que parecía solemne por la
expresión grave de Marino. Algunos manifestaron que no había
local para realizar las ejecuciones en la forma que él las deseaba.
Otro dijo que era necesario esperar el plan de ejecución que
estudiaban Robespierre y Marat, plan que presentarían a los
jacobinos. Entonces se levantó un individuo, y adoptando una
actitud grave como le cuadraría a Maquiavelo, dijo: “Es
necesario tomar medidas rápidas. Coligny estaba cerca del rey a
medianoche. Una hora después lo habían matado”.
La exaltación en estas discusiones era ridícula,
especialmente después de lo que hicieron los cordeleros. El
joven Varlet, celoso de Marino, que deseaba las matanzas,
propuso una nueva fórmula más bella, de mayores atractivos<
y mejores efectos dramáticos. “Debe hacerse una insurrección
de un género absolutamente distinto del empleado hasta
ahora< Entraremos en la Asamblea con los Derechos del
Hombre envueltos en negros crespones y limpiaremos cuanto
haya en la Asamblea que huela a curas, nobles,
exconstituyentes< Exterminaremos a los Borbones, etc<”.
Legendre, que se encontraba allí, pidió que se respetase al
menos el local de la Convención.
No era fácil suponer tampoco que las secciones recibieran
con aplausos todos estos proyectos. Durante la noche del
domingo al lunes, todos los miembros que estaban en sesión
permanente se horrorizaron ante la proposición del pintor
Marino. El alcalde Pache, que el lunes por la noche había de
presidir los comités revolucionarios, no permitió que se hablara
de violencias. “Si matáis a esos veintidós —dijo— provocaréis
la guerra civil”. Otros, reprochándole su timidez: “En todo caso,
no es aquí donde se deben discutir esas cosas”. De este modo,
suavemente, dejaba estas cuestiones en la puerta, quedando los
demás en libertad de conspirar, pero fuera de la alcaldía.
En realidad, nadie prestaba crédito alas matanzas, que se
consideraban ya casi imposibles. El París de 1793 era
completamente distinto al de 1792. La sangre no hervía con la
misma fuerza. Las provincias, más tardías en su marcha,
todavía eran jóvenes en la Revolución, pero París había
envejecido. Podía ser testigo de grandes barbaridades jurídicas,
que todo el mundo permitiría llevar a cabo. El asesinato era aún
posible; las matanzas populares tenían pocas probabilidades.
El arresto de mucha gente sospechosa sí que era aún
comprensible. Al Comité de Salvación Pública se entregó una
delación comunicando que Robespierre, Danton y otros, habían
urdido un complot en una reunión que habían celebrado en
Charenton. Esta noticia puso al Comité en una situación
doblemente embarazosa, pues en el Norte y en la Vendée no
sufría más que fracasos, aportando diariamente a la Asamblea
datos humillantes para su prestigio, solicitando a cada instante
votos de ilimitada confianza. El día 20 de mayo y en virtud de
las excesivas demandas de dinero hechas por el Comité de
Salvación Pública, Cambon propuso el impuesto progresivo,
reglamentado por las municipalidades. En medio de la división,
y a título de enmienda, él mismo introdujo otra demanda: El
empréstito forzoso de mil millones, que se sustraerían
inmediatamente a los egoístas y a los indiferentes (impuesto
reembolsable en bienes de los emigrados). El día 23 se anunció
un levantamiento insurreccional. La Asamblea lo escuchó
fríamente y prestó más atención a las denuncias de las secciones
respecto a las proposiciones para las matanzas hechas en la
alcaldía de París el domingo y el lunes por la noche. La
Comuna tuvo miedo y desautorizó cuanto dijo el domingo.
Respecto a la proposición de Chaumette, manifestó que
invitaría a los denunciadores para que le proporcionaran más
datos, con el fin de conocer quiénes eran los traidores y proceder
contra ellos, entregándolos a los tribunales.
La Asamblea no se conmovió ante tales revelaciones. Leyó
las cartas tranquilizadoras enviadas por el alcalde Pache,
desmintiendo lo que se había dicho, y durmió sosegadamente.
Los días 19, 24, incluso el 27, cuando la asamblea estaba sitiada,
Pache escribía a la Convención: “No hay nada< No hay tal
complot< La actitud feroz que se adopta en determinadas
secciones tiene más carácter de ferocidad imaginaria que de
real. El corazón de los hombres es aún humano, sensible”.
La Convención tardó dos días en nombrar el Comité de los
Doce y los Doce emplearon tres días para la redacción de su
informe, que resultó verdaderamente ridículo. Vigié, que fue el
encargado de redactarlo, comenzaba diciendo: “Los peligros
son extremados e inminentes. Si transcurren algunos días más
en esta actitud, habremos desaparecido todos”. Y después, para
remediar estos peligros, propuso que se reforzaran las guardias de
la Convención. Cada compañía debía enviar dos hombres. El
resto de las cosas no sufrieron modificación alguna. La Comuna
quedaba revestida del derecho de requerir la fuerza militar, es
decir, de sitiar la Convención en el momento que quisiera.
El informe fue, a pesar de Danton, aprobado. Éste dijo: “El
decreto que adoptáis ahora es el decreto del miedo”.
Por pobre que fuera esta primera medida de los Doce, tenía
de bueno que se confiaba a París la defensa de la Asamblea, de
la Revolución. Esta línea de conducta se debía seguir
especialmente en la Convención. Al día siguiente, su
presidente, Isnard, cometió una imprudencia.
El día 24, los Doce habían ordenado la detención de Varlet,
de Marino, el autor de las proposiciones sanguinarias hechas en
la noche del domingo. Hébert, el famoso Padre Duchesne, en su
último número (núm. 239) decía que los girondinos, comprados
en París por Pitt, habían autorizado el saqueo de las tiendas de
comestibles en febrero y que después se apoderaron de todo el pan
que había en las panaderías para provocar el hambre, la escasez.
El día 25, muy temprano, la Comuna fue a la Convención a
reclamar la libertad del gran ciudadano y magistrado estimable
Hébert. En la petición de la Comuna, redactada en términos
furiosos, se exigía la muerte de los calumniadores de París, de
quienes habían denunciado la proposición sanguinaria que
hicieron en la alcaldía.
Un estremecimiento de indignación recorrió la Asamblea
ante tales palabras.
Isnard no pudo contenerse más. Desde su asiento
presidencial lanzó una de esas palabras que parecen anunciar
una revolución<
“Pronto se os hará justicia —dijo a los oradores de la
Comuna—, pero escuchad las verdades que he de deciros.
Francia tiene en París su representación nacional. Es preciso que
París sepa respetar esta representación. Si la Convención
sufriera ataques groseros, os lo juro< en nombre de Francia
entera<”. Y levantó su diestra como para lanzar un terrible
anatema< “¡No! ¡No!”, gritó la izquierda.
Pero casi toda la Asamblea gritó: “¡Sí, sí! ¡En nombre de
Francia!”.
Isnard continuó: “¡París en ese caso sería destruido<!”.
Marat: “¡Cobarde, miserable, abandonad vuestro asiento!<
¡Queréis salvar a los hombres de Estado!”.
Isnard, en tono lúgubre: “Se buscarán por las orillas el Sena
los rastros de la existencia de París<”.
Tan terrible blasfemia indignó a unos y alegró a otros, que
en el descontento de Isnard encontraron fuerzas para su
propaganda. Danton se lanzó a la tribuna, y sin abusar contra
Isnard (a quien vio apoyado por una mayoría), defendió París
con extremado buen sentido y moderación. Llamó en su ayuda
a todos los hombres y acabó recibiendo los aplausos de todos
los partidos.
Isnard cometió una gran falta. Había sido injusto y torpe en
sus palabras. París en realidad era muy favorable a la
Convención.
Aún no hacía un cuarto de hora que Isnard había
pronunciado tan terribles palabras y ya habían repercutido en
el arrabal de Saint-Antoine, donde se decía con horror: “El
presidente ha pedido la destrucción de París”.
Lo mismo que Isnard dijo el 25 de mayo, había dicho el 10
de marzo Barère (salvo la solemnidad de la forma, el tono
lúgubre y el aire siniestramente profético), y sin embargo a
nadie molestó. Las palabras del presidente corrieron de boca en
boca con la velocidad del viento, provocándose en París una
gran excitación; fue como una tempestad. Parecía verse a lo
lejos a los soldados de los departamentos llegar a París armados
hasta los dientes, dispuestos a demoler la capital y a disputarse
los restos. El día 25 por la noche los comités revolucionarios,
valiéndose del pésimo efecto que causaron las palabras de
Isnard, hicieron un ensayo de su fuerza. El intento se verificó en
la Cité, donde el comité estaba apoyado por la sección del
Obispado, y en el tribunal revolucionario fueron arrestados
cinco individuos “que hablaron mal de Marat y Robespierre”.
La orden de detención estaba firmada por Dobsent, juez del
tribunal revolucionario, y que precisamente por el cargo que
desempeñaba era casi inviolable.
Realmente resultaba hábil la elección de un hombre como
Dobsent para realizar los primeros y peligrosos ensayos de la
nueva tiranía. El tribunal era el centro, el punto donde
convergían los hombres del 93, el lugar sacrosanto de los
creyentes del Terror. Quien tomaba asiento en el Terror era
inviolable, mucho más que la Convención. Fuese la que fuese la
opinión que se haya formado del tribunal indicado, nadie
negará que él fue como la cuchillada de la justicia
revolucionaria. Destruir esta arma hubiera sido dar una fuerza
poderosa a los realistas.
Precisamente entonces se expulsaba de Bretaña a los
realistas sospechosos, a los conjurados. ¿Estos prisioneros que
llegaban ante el tribunal revolucionario iban a encontrar
prisioneros a sus mismos jueces? No era posible esto y de ahí la
inviolabilidad de los jueces del tribunal.
Esto no detuvo a los Doce. Ordenaron a Dobsent que les
trajera los registros de la sección, y como se negó a ello, lo
arrestaron.
La Convención seguía resueltamente a los Doce. Sin
discusión acordó el 26 de mayo, no sólo la libertad de cinco
individuos encarcelados por orden de Dobsent y del comité,
sino la supresión del comité, impedir que hubiera comités que se
llamaran revolucionarios, dando una orden general a los comités para
que se contuvieran en los límites que les señalara la ley.
Toda la poderosa máquina del Terror quedó destruida en
un momento.
¿Qué sustituiría a la Convención? Nada. ¿Organizó un
nuevo poder que contuviera el avance del realismo? No. El
asunto fue finalmente ridículo. La Asamblea sometía su
seguridad al ministro del interior, al débil, al tímido, al
impotente Garat.
El decreto fue entregado por la mañana. En contestación al
mismo los exaltados intentaron insurreccionarse. Bajo su
dirección se distribuían los fondos a las mujeres y madres de los
que partían. Tenían muchas mujeres a su disposición. Armadas
de picas, las lanzaron en bandadas sobre París. Estas mujeres
batiendo tambores proclamaban la insurrección, secundada ya
en algunas secciones. Los exaltados y los moderados lucharon
entre sí, dándose de palos, de silletazos, siendo los segundos
arrojados de las Asambleas. Al ser poco numerosos, se
ayudaban de una sección a otra. Aun siendo los menos fuertes,
tenían a su disposición las fuerzas armadas, dependientes de la
Comuna.
Resultaba, sin embargo, aventurado predecir el triunfo de
un pequeño, pero tenaz y fuerte grupo de individuos que se
batían contra cien mil guardias nacionales. Estas luchas a
bastonazos podían despertar a París. Habría bastado una señal
para que hubiesen cambiado de rumbo las cosas. Los furiosos
de la sección del Obispado cometieron la imprudencia de
nombrar presidente durante estos días de crisis a un hombre
muy conocido en París, que no aparecía más que en los días
fatales de matanzas y revueltas, el hombre negro del 5 de
octubre, la lúgubre figura del juez de la Abbaye.
Los jacobinos no podían continuar en su actitud inactiva.
Debían salvar a los exaltados de su propia violencia que les
habría perdido, provocando, no una masacre, pero sí algún
asesinato. Robespierre debía de dudar antes de tomar de nuevo
el papel de vanguardia de la Revolución, papel que se había
dejado arrebatar poco antes. Él mismo se había, en cierto modo,
comprometido con la Asamblea contra un juez revolucionario
que denunció ante la Convención a los jacobinos. Sin embargo
no tuvo otro recurso que demostrar su entusiasmo por la
Revolución, colocándose frente a frente del moderantismo. La
noche del 26 pronunció un discurso revolucionario, ardiente,
belicoso, dejando confundidos a sus propios amigos. Fue un
discurso como la cólera de Aquiles. Declaró que el pueblo no se
había insurreccionado contra los diputados corrompidos. La
sociedad se levantó furiosa contra quienes la deshonraban con
sus cohechos y sus chanchullos. De suerte que en este sentido
los jacobinos se insurreccionaron también.
En este discurso colérico, obra de cálculo para la masa de
los jacobinos, Robespierre encontró el medio para indicar el
camino que seguía, para amenazar y para aplazar. Dirigiéndose
a la fuerza del ejército más poderosa, a la más amenazadora, a
la de artillería, dijo: “Si vosotros, los artilleros, que tenéis pólvora
no la empleáis ahora que se aproxima el enemigo, este mismo os
juzgará, mañana quizás, como traidores y os tratará como
tales”.
Se acerca el enemigo. Esto dijo Robespierre para llamar la
atención de todos y al mismo tiempo para aplazar las
operaciones. Declaró a los principales jacobinos que por el
momento bastaba con una insurrección moral.
La dificultad estaba en hacer comprender a la sección del
Obispado y a hombres como Maillard, Varlet o Fournier, la idea
de una insurrección moral. El capuchino Chabot se encargó, junto
con Dufourny y otros, de conducirlos por el camino más eficaz
y más sensato que señalaron los jacobinos.
31

La actitud que hubiéramos adoptado en la Convención.—Por que


debía ser abandonada la Gironda.—Ésta no proponía —nada.—
Existía allí una mezcla extraña de realismo.—Falsas acusaciones de
las que fue víctima la Gironda.—Cómo quedó justificada por sus
enemigos.—El misterio del 31 de mayo revelado por primera vez.—
Movimiento preparatorio del 27 de mayo de 1,793.—La Convención
invadida (noche del 27 de mayo).—Progreso de la Montaña (28 de
mayo).—Debilidad de los dos partidos.—En las elecciones de París no
aparecían más que 5.000 electores.—La insurrección moral y la
insurrección brutal.—Teme Robespierre a la insurrección brutal.—
Oposición de las secciones a esta índole de insurrección.—La sección
del Obispado obliga a las demás a que le envíen sus delegados.—
Resistencia directa o indirecta de las secciones (29-31 de mayo).—El
Obispado procede a la insurrección.—Los jacobinos organizan la
insurrección moral y reúnen a los delegados de las secciones (30-31 de
mayo).—El Obispado nombra un comité de salvación pública y se
apodera de la Comuna (31 de mayo).—Indecisión del nuevo poder.—
Inacción de la Asamblea.—Ambiguo discurso de Danton.—La
insurrección.—Los jacobinos crean un comité de salvación pública y lo
envían a la Comuna.—El Obispado se dirige al arrabal de Saint-
Antoine y provoca una colisión.—Los jacobinos invaden la Asamblea
y reclaman el decreto de acusación.—El arrabal y las secciones
reconciliadas entran en la Asamblea y garantizan su seguridad.—
Insurección sin resultado.

La escrupulosa imparcialidad con que hemos juzgado los actos


de la Montaña y de la Gironda, elogiándolos o censurándolos,
día a día y hora a hora, no debe ser obstáculo para que digamos
a nuestros lectores qué línea de conducta hubiéramos seguido
en caso de haber tomado asiento en la Convención.
Si se nos preguntase en que banco hubiéramos tomado
asiento, responderíamos sin titubear: entre Cambon y Carnet.
Es decir, hubiéramos sido montañeses, no jacobinos.
Se olvida frecuentemente que una gran parte de la
Montaña, los Grégoire, los Thibaudeau, muchos diputados
militares, fueron extraños a los manejos de los jacobinos. Los
dantonistas, especialmente Camille Desmoulins, a pesar de
llevar su nombre, fueron contrarios a este espíritu.
El espíritu inquisitorial, el espíritu de cuerpo, el espíritu-
cura, el violento maquiavelismo de la gran sociedad, ayudaron
poderosamente a contrarrestar las fuerzas de nuestros
enemigos, pero las multiplicaron. Los jacobinos comenzaron la
tarea penosísima de la depuración nacional arrestando a cuantos
parecían sospechosos. Pero resulta fácil comprenderlo. Quince
meses después de reinar los jacobinos toda Francia era ya
sospechosa.
La Gironda, por otra parte, tenía un defecto gravísimo y he
de decirlo con franqueza: el defecto de la tolerancia. ¿La
tolerancia del mal no es un mal mayor? ¿La tolerancia al
enemigo está lejos de la traición? La Gironda votó leyes severas,
pero rechazó elegir los medios para ponerlas en práctica.
Proclamó la guerra universal, la cruzada revolucionaria y la
liberación del mundo; fue en esto fiel intérprete de los deseos
de Francia y se mostró además más generosa, más política que
los jacobinos. Pero al mismo tiempo, negaba los medios para
esta guerra. Con sus resistencias, defendidas a veces con gran
elocuencia, enardeció la resistencia muda y pasiva, inerte, de las
administraciones departamentales, que ponían trabas a todo
(especialmente a la venta de los bienes de los emigrados). Sí; a
pesar de nuestra admiración por los girondinos, por el espíritu
magnánimo, generoso, que los guiaba a conservar la
Revolución, nosotros hubiéramos votado contra ellos.
¿Por qué? Porque no proponían nada. Durante las crisis más
grandes, cuando más necesarios eran los remedios, ellos no
poseían iniciativas; sólo ponían objeciones.
Su política se resume en una palabra: esperar.
Se trata de asuntos financieros, peligros de la banca, de la
hacienda pública, y Ducos contesta: “Es necesario esperar: a la
larga cambian las cosas”. Se trata de la urgencia con que se ha
de efectuar la requisición, la recluta: “Debemos —dice Brissot
en su periódico— esperar los alistamientos voluntarios. Esta
forma de reclutamiento es la única digna de los pueblos libres”.
¿Esperar? La Vendée no espera. Gana una batalla el día 24.
Avanza y llega hasta nosotros. Ya está en Saumur.
Los ingleses tampoco esperan. Su ejército va unido al
austriaco y su flota está frente a Dunkerque.
Los austriacos tampoco esperan. Ya son dueños de los
campos de Valenciennes. ¿Quieren asediar esta población o
quieren marchar sobre París? No vemos qué podría impedirles
llegar aquí en quince días.
En tal situación es un crimen toda objeción, toda oposición,
todo escrúpulo. Como no proponían nada, los girondinos
debían aceptar con los ojos cerrados lo que ofrecían los demás.
Éstos propusieron más de un medio, realmente malos en
verdad, pero al menos aportaban algo.
Los girondinos debían comprender que por acendrado que
fuese su amor a la República, en aquellas circunstancias la
política no servía para nada. Es más, debieron advertir por esta
misma conducta anormal, impropia de tan ardientes patriotas,
que algo sospechoso había en ellos: la Gironda se hacía realista.
Fundadores como eran de la República, se convertían en el
escudo y la máscara del realismo. Si no habían sido informados
de la situación por sus enemigos, debían haberlo sido por sus
amigos, por esos extraños y pérfidos amigos, que se acercaban a
su sombra para destrozar el corazón de Francia.
La ceguera de los girondinos de la Convención era
evidente. Limpios y puros como eran, se negaron a verlas
extrañas mezclas de su partido. Creyeron que Lyon era una
ciudad girondina y se encontraron con que era realista. Lo
mismo les ocurrió con respecto a Burdeos y a Normandía. Por
todas partes aparecía el instrumento del realismo.
También es cierto que, aunque la Gironda hubiera sido
expulsada de la Convención por procedimientos innobles e
indignos, nosotros nos hubiéramos limitado a protestar por esta
expulsión, pero no hubiéramos desertado de la Convención
violada ni hubiéramos atacado la unidad de la Montaña.
Hubiéramos permanecido fieles a ella. Allí estaba la bandera.
Contra el 21 de mayo hubiéramos formulado la misma protesta
que Cambon, Merlin, muchos montañeses y los setenta y tres,
pero siempre hubiéramos seguido figurando en la Convención.
Los realistas se mezclaban con los girondinos. Un acto de estos
parecía siempre inspirado por los monárquicos.
Esta amalgama fue el crimen cometido por la Gironda. Era
unirse con los que pretendían el desmembramiento de la patria
por medio del federalismo, en el que no pensó jamás la
Gironda5. De esto sí que se le podía acusar, pero no de
entenderse con Dumouriez6 para apoyar la rama segunda, o con
la Vendée para apoyar la rama primogénita.
Las demás acusaciones no eran menos absurdas e
insensatas. ¡Qué decir de las acusaciones de Marat!: “Es a
Pétion, a Brissot y a Gorsas a quienes se les debe acusar por las
matanzas de septiembre”.
Léase este embuste de Hébert: “Los girondinos durante la
noche se apoderan de todo el pan de las tahonas”.
Otro de Marat: “El insensato Brissot rodeó de curas a Luis
XVI para fanatizarle y hacerle pasar por santo y mártir”.
“Son Roland y los suyos los que han robado el Garde-
Meuble. Brissot ha colocado su parte en las bancas extranjeras.
El hipócrita se ríe ahora de nosotros y se aloja en el palacio de los
reyes”.
Efectivamente, a Brissot le fue entregado un desván del
castillo desierto de Saint-Cloud. Poseía tres camisas; su mujer
las blanqueaba y las tendía una por una en las ventanas del
palacio de los reyes.
Los girondinos habían pedido que se constataran las
fortunas de todos los representantes. La Asamblea no lo
permitió. Todos eran honrados y se sublevaron ante tal
indagatoria.
Durante su última y fúnebre noche del 30 de octubre de
1793, cuando sólo les faltaban unas pocas horas para ser
conducidos a la guillotina, los girondinos no se inquietaban por
el triste fin que les aguardaba, sino por la miseria en que
dejaban a sus familias. Las esposas de Brissot, Pétion y
Gensonné, sus hijos, se hubieran muerto de hambre sin las
limosnas de algunos amigos.
Las cartas inéditas de Vergniaud atestiguan la singular
inquietud de éste: no tenía dinero para pagar a su lavandera.
En el mismo día en que murieron, surgió la luz de la
verdad. Danton, Camille Desmoulins han sido amargamente
llorados. Dumouriez, su pretendido cómplice, los honró,
desmintiendo las injurias que se lanzaron contra ellos. Lo
mismo hicieron Mallet-Dupan y todos los realistas. Todos ellos
execran la Gironda como si fuera la misma República. Garat, el
débil Garat, después del 9 de termidor, confiesa tardíamente en
sus memorias la inocencia de la Gironda.
El corazón de Francia se escapó en las palabras dolorosas
de Chénier mando contestó en 1795 a los despiadados que aún
cerraban las puertas de la Asamblea a los girondinos
supervivientes. “¿Decís que los girondinos han huido? ¡Ah!
Quiera la República que se pudieran conservar eternamente las
meditaciones profundas de Condorcet y Vergniaud. Ni
Condorcet, ni Vergniaud, ni Rabaut Saint-Étienne, ni Camille
Desmoulins quieren sangrientos holocaustos. Los republicanos
perdonan su muerte si es inmortal la República. ¡Unión,
Libertad, República: he aquí los más grandes sentimientos de
aquellos sublimes patriotas, lazo de unión para todos los
franceses, grito que sale de sus tumbas regadas con las lágrimas
de quienes aman un ideal y admiran a quienes entregan su vida
a la patria!”.
La unidad bajo pena de muerte, esa fue la condición puesta
por Francia en mayo de 1793. Esto pudieron alegar los
miembros de la Asamblea que tuvieron la desgracia de
presenciar esa tragedia del 31 de mayo, bebiendo hasta los
posos el cáliz vergonzoso< Los mismos girondinos sabían la
suerte que les esperaba, pero conservaron el secreto hasta la
hora misma de la muerte. Quisieron morir por la patria. El
mismo Cambon en 1794 confesó su admiración, rindiendo
tributo de honor a la memoria de los girondinos.
Se ha revelado el secreto por primera vez y es sometido al
análisis de la luz, de la verdad. Nosotros, que lo sacamos al
cabo de sesenta años del fondo de la tierra, no justificamos
menos a la desgraciada e ilustre Asamblea. Había de perecer o
la Gironda o la patria. La Gironda escogió. La Convención no
hizo más que cumplir lo que aconsejó Vergniaud: “No dudéis
entre sacrificar algunos hombres o que se hunda la cosa
pública< ¡Arrojadnos en el abismo, pero salvad la patria!”.
El movimiento anunciado para el día 26 se efectuó el día 27.
En muchas secciones se completaron las fuerzas de artillería. Se
impidió que los voluntarios partieran para la Vendée. La
sección de Gravilliers se insurreccionó. El arrabal Montmartre,
en masa junto con otras muchas secciones, partió el 27 y
presentó clavada a la punta de una pica, una amenazadora
proposición a la Asamblea.
¿De qué medios de defensa se valdría la Convención? La
requisición de la fuerza armada pertenecía a la alcaldía, a la
Comuna, potencia dominada por la insurrección.
Los Doce habían recibido de la Asamblea un vago poder
para adoptar medidas. ¿Este poder contenía el de llamar a la
fuerza armada?
A pesar de las reclamaciones del alcalde, los Doce llamaron
a la fuerza durante la noche para que protegiera la Convención,
y de tres secciones Vecinas se les enviaron trescientos hombres,
de suerte que las fuerzas armadas que se habían apoderado
muy temprano de las Tullerías, asediando a la Convención, se
encontraron después asediadas por las fuerzas a las que
llamaron los Doce.
La Convención recibió entonces una carta sentimental del
alcalde de París, diciendo que no se había derramado sangre y
que tampoco había que lamentar ningún hecho violento.
Entretanto la sección de la Cité, fiel a los proyectos que se
adoptaron durante la noche, empuñó las armas y reclamó, no
sólo la libertad de su presidente, sino que los Doce fueran
sometidos al tribunal revolucionario.
Isnard puntualizó que el orden del día era la Constitución y
se negó a conceder la palabra a Robespierre. Esto provocó un
afrentoso tumulto, una tempestad de gritos de la Montaña y de
las tribunas. Bourdon amenazó con estrangular al presidente.
Thuriot, superando a Marat en el ejercicio de la calumnia, dijo
que Isnard se había confesado jefe del ejército cristiano, generalísimo
de la Vendée.
Entretanto la muchedumbre se aproximó a la plaza. Un
diputado intentó salir y se le puso la punta de una espada sobre
el pecho. Isnard ordenó a la guardia nacional que despejara la
plaza y restableciera la circulación.
Nuevos gritos, furiosas reclamaciones arrancan estas
palabras. La Montaña obliga a que comparezca en la barra el
comandante de guardias nacionales. La Asamblea, lejos de
condenarlo, decide admitirlo en la Asamblea.
En estos momentos la Convención aún era dueña de su
destino; podía aún asegurar su libertad, decretando que sólo a
ella le pertenecía el derecho de requisición de la fuerza armada.
Pero llega el alcalde, y delante de él, el ministro del interior,
Garat, hombre sensible y honesto, sube a la tribuna. Este pobre
hombre, en un discurso largo y triste, parece que habla como si
estuviera arrodillado a los pies del Padre Eterno. La
Convención nada tiene que temer. El pueblo la apoya. “Al
hablar en estos términos, dijo, hago que caiga sobre mí el horror
de cualquier atentado que se cometa”. Se puede confiar en el
alcalde: “Yo creía que era un hombre frío, pero si hubieseis
podido ver con qué acaloramiento, con qué indignación ha
rechazado la idea de arrestar a los representantes!...”.
La Convención escuchó primero a Garat y después al
alcalde, que acusó a los Doce y al ministro del interior de
haberse excedido en el uso de sus atribuciones, pidiendo fuerza
armada cuando sólo él podía autorizar semejante petición. La
sesión se hizo larga. El presidente se fue. ¿Levantó la sesión?
No se sabe, tal es el estado de mutilación en que está el acta.
Lo que resulta cierto es que la Montaña se quedó sola y
continuó la sesión. Hérault de Séchelles tomó asiento en el
sillón presidencial, recibiendo dos escritos, uno en que
veintiocho secciones solicitaban la libertad de Hébert, Marino y
Dobsent, y otra en nombre de pueblo pidiendo el
procesamiento de Roland y la supresión de los Doce.
Hérault, delegado general del departamento, era un
hombre guapo, noble y rico, un filántropo muy conocido, que
hizo su carrera gracias a la protección de la reina y de madame
de Polignac, de la que era pariente lejano. Era íntimo amigo de
Danton.
La Montaña tenía gusto en poner en la presidencia esta
hermosa y vacía cabeza, sólo útil para hacer algunas frases
bonitas. La primera que lanzó cuando fue elegido diputado es
la siguiente: “La fuerza de la razón y la fuerza del pueblo son lo
mismo”. Y la segunda: “Cuando se violan los derechos del
hombre no cabe más que decir: la reparación o la muerte”.
Tempestad de aplausos. Eran las doce de la noche. En la
sala no había más que cien diputados. Los peticionarios se
aposentaron en los puestos vacíos sin vergüenza y se sentaron
en la Convención como si fueran la familia de los diputados o
algo parecido. Esta extraña Asamblea acordó la libertad de los
prisioneros, la destitución de los Doce y que el Comité de
seguridad se encargase de examinar su conducta.
El tumulto fue tan grande que un diputado que se hallaba a
diez pasos de la presidencia no pudo entender si el decreto se
sometía a votación o se desechaba sin examinarse. La sala
estaba sitiada. Meillan y Chappe quisieron salir. Pétion y
Lasource quisieron entrar, dos cosas igualmente imposibles.
La Convención no podía sentarse en esta sala profanada
más que votando leyes que garantizaran su libertad. Entrar sin
fuerzas, sin garantías, era entregarse de nuevo a la violencia de
los demás y tentar al crimen.
Un hombre a quien nada asustaba, el bretón Lanjuinais,
proclamó el 28 por la mañana la nulidad del decreto. Ningún
grito, ninguna amenaza le pudieron hacer callar. El carnicero
Legendre gritaba que le iba a tirar de la tribuna abajo.
Lanjuinais continuó.
Se equivocó al imaginar en todos la misma pasión que el
sentía. Quiso que la votación fuese nominal. Esto puso de
manifiesto la prudencia o la debilidad de la Asamblea, en la que
se había operado una modificación; estaba en estado de
postración.
La Montaña tenía casi mayoría. Ella, que inicialmente no
tenía apenas 100 votos, que el 15 de mayo tenía 150, el 28 llegó a
tener ¡doscientos treinta y ocho!
La Gironda llegó a obtener 279, es decir, cuarenta y un votos
de mayoría.
Fonfrède sintió que el Comité de los Doce, restablecida por
esta débil mayoría, debía ceder en algo. Él mismo, que era
miembro de los Doce, pidió la libertad de Hébert, Dobsent y
otros detenidos.
Los dos partidos, a decir verdad, advirtieron su debilidad.
Perdiendo los dos, los dos ganaban.
A la derecha le tocó rehacer a los Doce.
La izquierda ganó ciento cuarenta nuevos votos y la
libertad de Hébert.
Ninguno de los dos partidos tenía un hombre de acción
capaz de realizar un acto de resonancia.
En la sección del Obispado se lamentaba la gente: “Ya no
hay más que trescientos hombres para repetir septiembre”. Y a
falta de hombres alistaban a las mujeres.
En cierta ocasión el gobierno necesitó fuerzas y pidió
hombres a la sección de Mail. Tan sólo pudo reunir a 25
hombres y de estos 25 sólo dos tenían armas.
Lo que causa verdadera extrañeza en los actos de la época
es la ausencia casi completa de la población de París. El número
de electores en las elecciones de las secciones es imperceptible.
Salvo tres (las más ricas, la Butte-des-Moulins, el Museum y las
Tullerías) que en días de crisis siempre parecían numerosas, las
demás no tenían quizás ni cien votantes. La del Temple, para una
elección importante, no pudo encontrar más que 38.
Se puede afirmar, uniendo las cifras y contando cien
hombres para cada una de las 48 secciones, que toda la
población políticamente activa (compuesta por 700.000 almas) no
excedía de cinco mil hombres.
Para los temas de subsistencias u otros de interés popular
la gente de los barrios se movilizaba. Pero los votantes,
repetimos, no eran más de cinco mil. En noviembre de 1792
Lhuillier, candidato jacobino a la alcaldía de París, al que
apoyaron todos los republicanos frente a un realista, no pudo
alcanzar más de 4.900 votos. En junio de 1793 los Jacobinos
vencedores, dueños de París, para una elección parecida no
pudieron obtener más que 4.600 votos para Henriot, empleando
la astucia, la fuerza o el terror. Se obligó a que la votación fuera
en alta voz para dar valor a los débiles. No era esto suficiente,
pues si bien se les enardecía votando en alta voz, votaban aún
en secreto; no se exigió la documentación a los electores y esto
les permitió votar sucesivamente en varias secciones.
París había presentado su dimisión del puesto que ocupaba
en los asuntos públicos y esto, naturalmente, prestaba mayores
bríos a los exaltados. Nada más fácil que sorprender en esas
asambleas desiertas, decisiones contrarias a los anhelos de la
población. Durante la noche del 10 de febrero de 1793 se firma
en treinta secciones la horrorosa petición que asustó al mismo
Marat.
La insurrección moral presentada por Robespierre a los
asesinos, a mujeres furiosas e incendiarias, que tronaban y se
agitaban en la sección del Obispado, debió de producir la
hilaridad del público. Las mujeres en el Obispado tenían
preponderancia sobre el sexo masculino. Había un centenar que
pretendía llevar las riendas del gobierno, incluso proteger a los
hombres, superándoles en violencia. Maillard, Fournier, Varlet,
los más violentos cordeleros, enmudecían cuando Rose
Lacombe subía a la tribuna. Se burlaba de todos, atacaba a los
hombres por su debilidad y pedía picas y puñales para las
mujeres. Ellas harían la revolución y mientras tanto los hombres
se quedarían cosiendo.
Los jacobinos explicaron en vano su insurrección moral. La
idea era muy ingeniosa. Se trataba de hacer que la Convención
se mutilara ella misma, sin darse cuenta, pereciendo por medio
de una gradual y suave asfixia. Si gritaban los departamentos se
les podría contestar: “Os equivocáis; la Convención siempre ha
sido libre. Preguntádselo a ella misma: no os lo negará”. Y es
seguro que la Convención habría contestado: “Sí; yo fui libre”,
en vez de decir: “Yo fui cobarde”.
Todo esto era demasiado sutil para la gente del Obispado.
Decidieron seguir adelante, ya fuera con los jacobinos o
prescindiendo de ellos.
Robespierre quedó como abatido. Observó que los furiosos,
por la brusquedad del movimiento, iban a perderlo todo. Él
voluntariamente se escondió, se anuló, por decirlo así, ante el
público. Estaba cansado, extenuado. Él mismo decía que no
sabía de qué medios valerse para hacerse oír. Su voz, fuerte y
penetrante el día 26, era débil, asmática y tenue el día 28.
“Reclamo vuestra indulgencia ante mi imposibilidad física de
decir cuanto mi extremada sensibilidad me inspira respecto a
los peligros de mi patria”. Y el día 29 dijo en el salón de los
Jacobinos: “Soy incapaz de indicar al pueblo los medios que
tiene para salvarse. Y esto no es posible que lo haga un solo
hombre, y menos yo que estoy agotado por cuatro años de
incesante revolución. No soy yo quien puede indicar esas
medidas. A mí me consume una fiebre lenta, la fiebre del
patriotismo”.
El Obispado procedió con imprudente precipitación. Con
su violencia infundió fuerza a los jacobinos.
En la iglesia de Saint-Paul, calle de Saint-Antoine, los
exaltados, para colocar en la presidencia a uno de los suyos,
rompieron en las espaldas de los enemigos todas las sillas del
templo. Expulsaron a media Asamblea para que gobernara la
otra mitad. En Saint-Roch, donde tomaba asiento la sección de
Butte-des-Moulins, Maillard realizó un singular intento de
terror. El día 27, en este día de crisis en que la sección envió
fuerzas a la Convención, quiso paralizar al enemigo por medio
de su presencia. El fanático Maillard quería ser insultado para
realizar su plan, pero no lo consiguió. El presidente dijo que
Maillard, siendo miembro del departamento, no hubiera debido
abandonar su puesto en semejante día. Exasperado por esta
moderación, salió de la Asamblea requiriendo su banda como si
corriese algún peligro y necesitara mostrar sus insignias;
después reapareció en una tribuna y desde allí gritó al
presidente “que él haría que lo arrestasen”.
Estos furores no sirvieron de nada. El departamento donde
Lhuillier (como si dijéramos Robespierre) ejercía gran
influencia, redactó un reglamento muy prudente para asegurar
la vigilancia de las secciones. Se debía entrar sin armas ni
bastones y dar por escrito en la puerta el nombre, sobrenombre
y profesión.
Muchas secciones que estaban en contra de las del
Obispado y los Cordeleros, obtendrían el apoyo de los
jacobinos. La sección de Mont-Blanc (Chausée-d'Antin) nombró
vicepresidente a Lhuillier y fortificada con este nombramiento
hizo caso omiso de la invitación del Obispado, que le rogaba
que le enviara a sus comisarios.
El rechazo que las secciones sentían hacia el Obispado se
hizo aún más evidente cuando el 28 y el 29 rechazaron a tres de
sus hombres a los que la Comuna presentaba como candidatos
al consejo general.
Por ejemplo, la sección del Bonconseil no quería ver en el
Obispado más que un simple club, nada más. Otra era su
pretensión. Se tenía por un organismo constituido,
representado y fundado por el pueblo soberano. Todo esto era
una equivocación. Los delegados de las secciones fueron
enviados con poderes no definidos porque trataban diversas
cuestiones. ¿Quería decir lo mismo poder indefinido que poder
ilimitado? El Obispado sólo pedía que así se creyera7.
Las actas revelan la incertidumbre y el apuro en que se
encontraban las secciones.
La escena más curiosa ocurrió el día 29 en la sección de los
Derechos del Hombre. En esta sección uno de los más exaltados
titubeó cuando se trató de nombrar comisarios con poderes
ilimitados: “Es conveniente —dice— saber antes de qué se va
tratar”. Varlet entra en la sala, el héroe recientemente libertado,
la víctima, glorificándose a sí mismo, celebrando su triunfo en
voz alta. Este modesto mártir se daba a sí mismo la palma
cívica. Una niña llevaba detrás de él una rama de roble.
Entusiasmada, la Asamblea hizo colocar la corona al lado del
busto de Lepelletier. Reinaba gran alegría entre los
concurrentes, presos de radiante emoción. Se trataba del
nombramiento de comisarios y el primero al que se citó fue
Varlet, con poderes ilimitados.
La mayor parte de las otras secciones, si he de fiarme de las
actas, fueron menos obedientes. El Obispado comprendió que
estaba muy lejos de ser fuerte. Los hombres más inteligentes
aseguraban que no se podía actuar a espaldas de los jacobinos.
Entonces se habló mucho. Parecía que iba a renacer la teoría de
la insurrección moral. Incluso en el Obispado se presentó una
bandera jacobina con la siguiente inscripción: “La instrucción y
las buenas costumbres igualan la condición de los hombres”.
Lhuillier, después de haber leído estas palabras, fue
enviado con Pache al Comité de Salvación Pública, asegurando
“que no existía peligro alguno, que tan sólo se trataba de una
insurrección moral”.
Entretanto, el Obispado con sus oradores petulantes,
pretendía mistificar la conducta de los jacobinos. Varlet no supo
contenerse: “Nosotros —dijo— tenemos ya poderes ilimitados,
somos el soberano. Nosotros reformamos la autoridad, dándole
la soberanía. Ella destroza la Convención; ¿puede haber algo
más legal?<”. Todo esto fue muy aplaudido. Hasta un
magistrado que se hallaba presente, Hébert, aprobó estas
palabras. La tumultuosa Asamblea estableció que todo París debía
insurreccionarse para favorecer el arresto de los calumniadores. Tan
grande era el desorden, que la gente no advirtió la presencia de
uno de los representantes a quienes se estaba calificando de
traidores, Lanjuinais.
La insurrección fue votada con gran oposición por parte de
los delegados del arrabal de Saint-Antoine, de quienes menos se
esperaba. Los de la sección de Montreuil, jardineros la mayoría,
obreros muy ignorantes, dijeron que no podían continuar en la
discusión, pues necesitaban distintos poderes para tratar nada
menos que de la insurrección. No quisieron prestarse al juego
del equívoco y por lo mismo no creyeron que poderes
indefinidos fueran poderes ilimitados.
La misma resistencia encontraron en los delegados de
Popincourt, otra sección del barrio. No querían aprobar nada
sin otros poderes. Se debe observar que esta sección estaba
entregada en absoluto a Robespierre, pues la presidía su íntimo
amigo Herman, de Arras, miembro del tribunal revolucionario.
Se reveló un espíritu aún más contrario a las violencias en
las secciones del arrabal de Saint-Marceau, fiel a la
Convención8.
Mientras que penosamente se organizaba la insurrección
brutal, la del Obispado, la insurrección moral, la de los jacobinos,
se organizaba más lentamente todavía.
Su principal agitador, Lhuillier, procurador síndico, había
convocado el 29 a los miembros del departamento, y
dominando con su influencia, como agente de Robespierre, las
violencias de Maillard, dijo a guisa de anuncio: El 31 de mayo, a
las nueve de la mañana, las secciones enviaran comisarios a los
Jacobinos, donde se encontrarán las autoridades constituidas.
Robespierre, sin embargo, todavía dudaba el día 29. Esta
resolución, principio de su insurrección moral, fue formada el día
30 por la noche, cuando en el Obispado se desencadenó la
insurrección brutal.
La convocatoria jacobina sacó de algunos apuros a las
secciones, que se hallaban en la revuelta agitada de una
discusión cuyo resultado podía ser funesto. La mayor parte de
las secciones había recibido una iracunda intimación del
Obispado para que enviaran sus comisarios. Esto se discutía
cuando llegó la convocatoria de los jacobinos, y naturalmente,
se abandonó aquella discusión para dar preferencia a la
invitación de Robespierre. Tal sección, que debía enviar un
delegado al Obispado, designó al mismo individuo para que
asistiera a los Jacobinos a la misma hora también. ¿A cuál de las
dos órdenes obedecería el delegado? A la segunda, ciertamente.
La Asamblea de los Jacobinos era la de las autoridades del
Departamento reunidas, mientras que el Obispado no tenía más
que el apoyo indirecto, furtivo, digámoslo así, de la Comuna.
Viendo el Obispado que no aumentaría sus fuerzas, aplazó
la reunión. Aún estaba a tiempo. La de los jacobinos no debía
tener lugar hasta las nueve de la mañana.
De doce a una de la madrugada el Obispado examinó los
poderes de las secciones. ¿Eran ilimitados? Esto era muy
dudoso. Tengo a la vista cuarenta y un actas de las cuarenta y
ocho de las secciones de París. Cinco solamente hacen mención a
poderes ilimitados. Tres conceden estos poderes de un modo dudoso o
para después de los acontecimientos. Cuatro se niegan
rotundamente. Catorce se excusan cortésmente diciendo que no
conceden poderes más que para deliberar y formular
peticiones9. Las demás actas no hablan de esto siquiera.
Lo que asombra es la diferencia de número que afirma el
Obispado. Por la mañana aseguró que contaba con los poderes
ilimitados de treinta y tres secciones. Hacia las dos de la tarde
sus propios enviados afirmaron que no tenían la adhesión
incondicional más que de veintiséis secciones, y por la noche
sostuvieron con el mayor descaro que poseían las de cuarenta y
cuatro.
Sea lo que fuere, el nuevo poder constituido hacia la una de
la madrugada nombró nueve comisarios para el Comité de
Salvación Pública: Dobsent10, Guzmán, etc. Proclamó
comandante general de los guardias nacionales al capitán
Henriot. La primera orden suya fue el arresto de los
sospechosos. A las tres de la madrugada se oyó el somatén que
tocaban las campanas de Notre Dame de París.
El alcalde Pache, muy inquieto al observar el avance
resuelto del Obispado, independiente de los jacobinos,
aterrorizado ante la idea de una colisión entre las dos
autoridades de París, la Comuna y el Departamento, corrió al
Obispado, pero no consiguió nada. En nombre del consejo
general dirigió una comunicación a las secciones, recordándoles
que se habían de congregar en los Jacobinos: “Toda otra medida
será funesta”.
El Obispado sigue su marcha. A las seis de la mañana sus
comisarios, con Dobsent a la cabeza, se presentan en la
Comuna. Hébert, Chaumette, el mismo Pache (que acababa de
escribir contra ellos), los reciben con extraordinaria afabilidad.
Dobsent enseña sus poderes, poderes ilimitados de la mayoría de
las secciones, poderes del pueblo soberano.
En nombre del pueblo, Dobsent solicita la renovación, por
ejemplo, del municipio y del consejo general de París. El pueblo
los destituía, pero el pueblo los nombraba suministrándoles
poderes ilimitados por medio de sus comisarios. Salen por una
puerta y entran por otra.
Vuelven, pero transformados. Salieron como magistrados
de París, dependientes de la Convención y volvían como pueblo
soberano.
Esta soberanía fue sometida a prueba al momento. La
Convención llama al alcalde. ¿Qué haremos? Varlet y los más
violentos no querían sus se le obedeciera; pretendían que el alcalde
fuera consignado como lo fue Pétion durante el combate del 10
de agosto. Algunos individuos como Dobsent imaginaron que
aún era pronto para entrar por aquel camino, que no había nada
organizado y que aún no se sabía si el nuevo comandante de la
guardia nacional sería reconocido. Decidieron que obedecerían y
que Pache diera cuenta ante la Convención de los acuerdos que
se tomasen.
Éste fue el primer disentimiento. La segunda cuestión en
que hubo discrepancia fue en la de si se dispararía el cañón de
alarma. Desde septiembre este cañón era el terror del pueblo
parisino; seguramente se hubieran desarrollado escenas
pavorosas de terror, de pánico. Se decretó la pena de muerte
para quien hiciera uso de dicho cañón. Los exaltados del
Obispado escucharon con recelo estas opiniones. La Comuna,
sin embargo, acordó también en esto que se obedeciera a la ley;
Chaumette ordenó que callaran las campanas de la torre del
Ayuntamiento, que sin permiso volteaban en son de alarma.
Durante todo el día la Comuna fue de un lado para otro;
tan pronto estuvo con los furiosos como con los moderados. El
comité revolucionario (en su mayor parte maratista) y el
consejo general (casi enteramente jacobino) comunicaron
órdenes contrarias. Los primeros decían: “¡Disparad!” y los
otros: “¡No disparéis!”. La sección de Pont-Neuf, donde estaba
el famoso cañón, no quería reconocer las órdenes del nuevo
comandante ni permitir que se disparase el arma. Resistió más
de una hora y aún se hubiese resistido más si la Convención le
hubiese prestado algún apoyo.
La nueva autoridad, en desacuerdo consigo misma, no
logró entenderse más que en dos puntos: exigir el juramento a
todos los funcionarios públicos y crear una fuerza armada. Los
patriotas armados tendrán cuarenta sueldos de paga diarios. ¿Qué
aplicación se dará a esta fuerza? Nada se decía al respecto.
Por lo demás, tanto unos como otros se convencieron de
que en la Comuna no podía decidirse absolutamente nada. Los
exaltados se dirigían a los arrabales; los moderados a los
Jacobinos.
¿Qué hacía la Convención? Nada.
Por la mañana su ministro Garat, pálido, tembloroso,
explicó que mientras la Asamblea dormía, el poder cambiaba de
manos. Pache dijo poco más o menos lo mismo, pero sin revelar
nada su semblante frío, inexpresivo como el de un suizo. La
insurrección, siempre negada por él, fue confesada finalmente.
Una vez efectuada esta evolución, Pache regresó a la Comuna.
Garat y Pache dijeron lo mismo: “Que la causa de la
insurrección era el restablecimiento del Comité de los Doce”.
¿Se anulará la Comisión? ¿Se castigará a Henriot que con
menosprecio de la ley hizo disparar el cañón de alarma? Estos
son los puntos de discusión.
“Es necesario —dijo Vergniaud— que la Convención
demuestre que es libre. No es necesario que disuelva hoy el
Comité de los Doce, sino que averigüe quién es el que disparó
el cañón. Si hay una batalla, cualquiera que sea su resultado,
perjudicará a la República. ¡Juremos morir en nuestros
puestos!”.
La Asamblea en masa prestó juramento.
En aquel momento se oyó el cañón de alarma. Los
exaltados se decidieron finalmente a dispararlo.
La audaz violación de la ley, este signo de desprecio a la
Asamblea, podía conducir a esta a tomar medidas extremas.
Esta situación dificultaba la respuesta de Danton a Vergniaud,
que hubo de ser moderada a pesar de los propósitos del
primero para contener a la Asamblea, y después violenta para
satisfacer a las tribunas, que escuchaban anhelantes su vibrante
palabra. A las tribunas prodigó párrafos elocuentes y viriles,
pero en general Danton fue mesurado, prudente, político,
declarando que nada podía prejuzgar en un sentido ni en otro,
pidiendo, no el proceso de la comisión de los Doce, sino la
supresión de la comisión, por medida de utilidad pública. “Esta
comisión —dijo— cometió la torpeza de atacar a quienes
condenaban el moderantismo, y precisamente este moderantismo
debe ser causa de desaparición de los Doce para que se salve la
República. Debemos hacer justicia al pueblo. Si París no ha
pretendido otra cosa que advertir al pueblo, a los grandes
patriotas, de peligros próximos e inesperados, París se tendrá
bien merecida la patria esta vez< Si algunos hombres
peligrosos pretenden prolongar el movimiento cuando este no
sea útil, entonces París mismo se encargará de retenerlos<”.
“Sin embargo —decía la Gironda—, antes de suprimir los
Doce debía leerse su informe<”. Rabaut estaba en la tribuna
dispuesto a leer su informe cuando le autorizara a ello la
Convención, pero siempre impedían este trabajo los gritos,
transcurriendo así dos horas. “Tenéis miedo de oírme —decía él
a la Montaña—. Vosotros nos acusáis. ¿Y por qué? Porque
sabéis que vamos a acusaros”.
El inconveniente para la Montaña era que esta situación iba
a prolongarse indefinidamente. La insurrección no llegaba. La
Comuna, dividida, no podía resolver nada. Transcurría la
jornada. En las últimas horas de la mañana, llegó una comisión
del consejo general: “Se ha descubierto un complot; los
comisarios de las cuarenta y ocho secciones trabajarán para
capturar a los autores. El consejo general nos envía para que
comuniquemos las medidas votadas en la Convención, etc.”.
Hablaban de la Asamblea como de un poder inferior. Guadet
dijo bizarramente: “Se os habla de un complot para decirnos
que ha sido descubierto y que lo han ejecutado< La Convención
debe decretar que no deliberará más que sobre una cuestión: la
de su propia libertad<”.
Después llega otra comisión de la alcaldía, diputación
pacífica que desmiente las afirmaciones de la anterior. El
municipio no desea otra cosa que aproximarse a la Convención,
establecer una correspondencia directa con ella, pidiendo
finalmente un local para sus comisarios cerca de la Convención.
¿Qué había pasado para seguir esta prudente conducta?
En realidad nada pasaba, todo estaba tranquilo, y por lo
mismo la Comuna, al verse impotente para el motín, se
aproximó a la Convención.
La voz de somatén tocada desde todos los campanarios, el
terrible estruendo del cañón, eran como un prefacio solemne de
la tragedia, pero en honor a la verdad ha de decirse que aún no
ocurría nada. La gente se iba habituando al sonido. Reinaba un
tiempo precioso: el verano estaba en su esplendor. Las mujeres
se asomaban para ver pasar a la insurrección, pero ésta no pasaba.
Bonconseil y otras secciones habían llamado dos veces,
pero resultó inútil. El Obispado había distribuido muy
temprano entre los suyos las armas que tenía en el
Ayuntamiento, pero esta era una fuerza imperceptible en el
océano de París. Pequeños grupos armados se agitaban en las
calles movidos por los más exaltados. Leonard Bourdon, por
ejemplo, que era dueño de una pensión, armó de fusiles
prestados por su sección a seis hombres de su negocio. Débiles
movimientos, pequeñas fuerzas aisladas. Protesta individual
impotente con aire de insurrección de aficionados.
A las dos y media el consejo hizo callar al somatén, que era
ridículo, pues nadie hacía caso. El consejo recibió a una
comisión de los Jacobinos. Estos, considerándose herederos de
la difunta insurrección, reanudan su campaña de la insurrección
moral, declarando en la Comuna que una asamblea de
comisarios de secciones organizadas en los Jacobinos de
acuerdo con las autoridades del departamento, había creado un
comité de salvación pública para adoptar cuantas medidas
creyese necesarias, medidas que las cuarenta y ocho secciones de
París se encargarían de ejecutar. “Es este comité quien os habla —
dijo la comisión a la Comuna—, y venimos a tomar asiento
entre vosotros”.
El Obispado hubiera querido ser el dueño absoluto de la
Comuna. Por la mañana, creyéndose fuerte, lanzó una proclama
que se colgó por todo París en la que pedía que no obedeciera
más que al consejo general o al comité revolucionario, reunidos en
el Ayuntamiento. Se pedía la desobediencia al departamento a
los delegados de la Asamblea de los Jacobinos. Pero como
dieron las dos y media de la tarde sin tomarse en concreto
ningún acuerdo, los hombres del Obispado recurrieron a la
división del poder entre el departamento de París y la
autoridad jacobina.
Estas circunstancias tan anormales explican el discurso de
Couthon. Ni de Marat ni de Brissot. Pertenecía a su conciencia.
Nadie había tan sensible como Couthon a las interrupciones
desde las tribunas: “Se habla de insurrección; pero ¿dónde
está?”. Couthon inocentemente llegó incluso a imaginar que
quienes presentían la amenaza de la insurrección habían vivido
en un error, que únicamente estaban equivocados.
“Suprimamos los Doce, unámonos y se habrá salvado la
libertad”.
“Sí, unámonos —dijo Vergniaud—. Yo estoy muy lejos de
acusar al pueblo de París. Es suficiente ver el orden y la calma
con que obraba en todos los actos para decretar, afirmar que
París merece el reconocimiento de la patria”.
La Montaña se apoderó de estas palabras.
La derecha avanzaba; un diputado pidió que se averiguase
quiénes eran los que habían tocado la campana y disparado el
cañón.
Llegan varias diputaciones para desautorizar el motín. Una
en especial, que resume todas las demandas del pueblo,
especifica que si los Vingt-Deux son acusados, los ciudadanos
de París entregarán el mismo número de retenidos. Todo el
mundo tomó valor de nuevo; Éusta el mismo Barère se hizo
temerario, formulando una proposición que cambiaba por
completo la faz de las cosas: que la Convención disuelva los
Doce, pero que sean atribuciones de ella las requisiciones de la fuerza
armada.
Hemos de decir aquí una palabra para que se vea de qué
modo se había infiltrado el espíritu de disputa y de polémica en
la política. Protestaba de esta proposición la derecha. ¡Y esta
proposición tiende a salvar a la derecha precisamente!<
La derecha tenía tal vanidad de que los Doce pertenecieran
a su bando, que a todo trance quería sostener la comisión,
votando en contra de la proposición de Barère, que autorizaba a
la Convención para la recluta.
Mientras disputa la derecha contra ella misma, la
insurrección estalla. Negras nubes se ciernen por sobre la
Asamblea.
La insurrección moral de los amigos de Robespierre ha
redactado el acta de acusación de la Gironda y va a venir con
una masa de sans-culottes armados a sofocar moralmente las
libertades de la Asamblea.
La insurrección maratista trabaja en el arrabal de Saint-
Antoine, empleando el arma infame y desesperada de gritar por
las calles que la Butte-des-Moulins ha adoptado la escarapela blanca
y ha proclamado la contrarrevolución. Todo el arrabal está
agitado. A las cinco de la mañana se desborda un torrente
negro por las calles de Saint-Antoine, la Grève y Saint-Honoré.
¡Espantosa situación la de la Asamblea de París! Si esta no
es destruida al primer golpe, ¿cómo podrá sufrir el segundo,
humillada por los jacobinos, diezmada por los maratistas?
¿Cuál va a ser su suerte? Si se entrega el corazón de París a la
insurrección, el egoísmo de los agitadores populares impedirá
que las masas acudan a la Convención para robustecer su
autoridad.
La insurrección jacobina fue la que primero hizo su
aparición. Los Jacobinos, que por medio de su Comité de
Salvación Pública tomaron posesión en la Comuna, se
personaron allí, haciéndose pasar por la Comuna misma.
Lhuillier tomó la palabra. Su discurso, escrito con mimo, era
una obra de retórica jacobina, sentimental y violenta.
Comenzaba la virulenta acusación con una elegía: “ ¿Es cierto,
pues, que existe un complot para aniquilar París? ¡Cómo
destruir tantas riquezas, tanto arte, las ciencias! ¡Cómo se hará
desaparecer este rico depósito de conocimientos humanos!”.
Para salvar las ciencias y las artes acusó a Vergniaud, Isnard y
los girondinos como campeones del realismo y autores de la
Vendée.
El zapatero convertido en hombre de leyes del que ya nos
hemos ocupado, con el apoyo de su discurso, dejaba ver a su
lado un ejército de individuos armados con palos y picas. Esta
masa inundó la Asamblea. Por lo mismo, más parece un acto de
bárbara burla que una amenaza seria y decidida, porque no
invadieron la derecha aborrecida por ellos, sino la izquierda, la
Montaña. Se arrojaron sobre ellos para fraternizar. Un dantonista
grita al presidente para que retire a aquellos individuos de la
Asamblea. Levasseur, con más presencia de espíritu, pide que
la Montaña se siente en los bancos poco defendidos de la
derecha, y toda la Montaña lo hace así.
Nadie, ni dantonistas, ni girondinos, ni el centro, querían
deliberar. Sólo el grupo de robespierristas estaba resignado a
sufrir la invasión popular.
Vergniaud propuso a la Convención que abandonase la
sala y se pusiera bajo la protección de la fuerza armada
existente en el Carrousel. Él mismo abandonó su puesto. Salió,
pero casi solo<
El centro quedó como clavado en los bancos. El
movimiento del joven orador exhortando a la Convención a que
tuviera fueros y se libertara del servilismo a que se la sometía,
no conmovió al centro; lo que hizo fue remover la envidia de
los personajes mudos del centro, como Sieyès y otros.
Comprendieron que como no hay más que un paso entre lo sublime
y lo ridículo, lo mejor era hacerse el sordo ante las palabras de
Vergniaud. Rechazaron el imperio moral del genio y prefirieron
este al poderío de la fuerza.
Robespierre había vencido. Por primera vez desde de la
mañana, al cabo de una sesión tan larga, tomó la palabra. Se
sentía fuerte teniendo a su capricho, no solamente el furor de la
Montaña y la brutalidad de la invasión popular, sino también la
traición del centro, el suicidio voluntario de la Asamblea.
“No he de citar tampoco los nombres de quienes no acuden
a estas sesiones (en este momento entra Vergniaud)< Creo que
suprimir los Doce es muy poca cosa. Es necesario perseguirlos.
En cuanto a que sean atribuciones de la Convención la del
alistamiento y la de la constitución de fuerza armada, no estoy
conforme con la proposición. Esta fuerza armada ha de serlo
indiscutiblemente contra los traidores. ¿Y quiénes son sino
ellos? Respecto a las demás proposiciones<”.
Vergniaud: “Terminad<”.
Robespierre: “Voy a terminar, y contra vos< Contra vos
que, después de la Revolución del 10 de agosto, quisisteis
conducir al patíbulo a los autores. Contra vos, porque provocáis
la destrucción de París, cómplice como sois de Dumouriez<”.
Su furor fue tal, que no reparaba en que este torrente de
invectivas podía tener un fatal resultado. Combatiendo
ciegamente a un hombre que ya estaba bajo el cuchillo, era
probable que al terminar su discurso se asistiera a su ejecución.
La cosa hubiera podido efectuarse si la sala no se hubiese
llenado de hombres de diversos sentimientos. Se renovaba la
muchedumbre. Entre la gente nueva, mezclada con sans-culottes
con los brazos al aire y con guardias nacionales, había
caracteres risueños, alegres, cuyos ojos brillaban con vivacidad,
con distinta y consoladora luz.
La sombría Asamblea robespierrizada fue iluminada por
un rayo de luz matinal, pese a que la tarde estaba ya muy
avanzada (eran las nueve).
Esta vez era el pueblo.
Contaremos esta bonita historia.
Hemos dicho ya qué medios encontraron los honrados
maratistas para que París fuera degollándose poco a poco.
Denunciaron ante el arrabal de Saint-Antoine a la sección de
Butte-des-Moulins, diciendo que esta había ostentado la
escarapela blanca, calumnia innoble y pérfida. La sección
denunciada era la de los comerciantes del Palais Royal, del
distrito de Saint-Honoré, formada por bisuteros, relojeros,
quincalleros, etcétera. Fue un llamamiento al pillaje y al
vandalismo.
El arrabal dudó un momento antes de creer a los
agitadores. El acta de la sección de los Quinze-Vingts aporta el
siguiente testimonio a favor del pueblo: “Nosotros quisiéramos
saber al menos por qué hemos de marchar contra ellos”. Sin
embargo, no fue difícil engañarles por su excesiva credulidad.
El arrabal descendió armado, conmovida la gente, ardorosa,
dispuesta a castigar a los realistas y a meterlos en cintura. La
columna humana era enorme. El sólo nombre de realismo
movió como por un resorte a esta población, con la misma
unanimidad que cuando ocurrieron los sucesos de la Bastilla.
Descendieron, y al llegar al Palais Royal ascendían a veinte mil.
Los de la Butte-des-Moulins, asustados, pero decididos, se
dispusieron en el jardín del Palais Royal en orden de batalla
para vender cara su vida. Puertas, ventanas, todo estaba
absolutamente cerrado, medida de defensa peligrosa. Toda
comunicación se había prohibido. Iba a morir la gente aun sin
saber dónde se escondía el enemigo. Los cañones de ambas
partes estaban cargados, pero momentos antes de disparar
algunos hombres del arrabal que poseían muy buen sentido,
dijeron que no era lógico que se rompieran las hostilidades sin
que antes se viera si efectivamente habían empleado la
escarapela blanca de la monarquía.
Dijeron que querían entrar pacíficamente, franquearon las
puertas y no vieron más que el gorro frigio y la bandera
tricolor. De todas partes salió un estruendoso “¡Viva la
República!”, entregándose todos a la más cariñosa fraternidad.
Se dan mutuas explicaciones, se abrazan los que pocos
momentos antes se hubieran destruido. La violencia de las
emociones contrarias, el paso rápido del furor a la amistad,
fueron tales, que muchos no pudieron soportarlas y
sucumbieron. Un comandante se desvaneció y cayó al suelo
presa de vómitos de sangre; el estupor dejó paso a la alegría,
fueron a buscar a un cirujano que le sangró y le salvó< Por
todas partes se oían vivas atronadores a la República. Era una
fiesta sublime.
El Palais Royal, galerías, jardines, las calles inmediatas,
todo el distrito tomó aspecto de fiesta y se bailaba y se cantaba
con entusiasmo. Puestos después en columna, los del Palais
Royal acompañaron a los bravos soldados del arrabal.
En adelante, unos y otros querían dar a la Convención la
noticia de la paz de las calles de París.
Uno dijo: “¡Legisladores: se quería la muerte entre las
secciones y ha ocurrido lo contrario! El arrabal de Saint-Antoine
y la sección de la Butte-des-Moulins se han abrazado
fraternalmente<”.
Esto fue como un golpe de efecto teatral. Todo terminó
para aquel día. Nada de acusaciones ni delaciones. Todo lo que
consiguió Robespierre fue la supresión de los Doce, hecho
consumado ya moralmente. Barère, redactor del decreto, puso
un artículo ambiguo: “Se perseguirán los complots”.
¿Cuáles? ¿Los del Obispado o los de los girondinos? Se
podía elegir.
Un dantonista propuso que la Convención levantara el acto
fraternizando con el pueblo, y efectivamente, unidos los
diputados y el pueblo bajaron por la terraza de los Fuldenses y
recorrieron, a la luz de las antorchas, las Tullerías y después el
Carrousel. Iluminaron París.
2 1793.— .

Victoria vendeana en Fontenai (24 de mayo).—La Vendée se


organiza.—Situación fatal.—La Asamblea se cansa de defender a los
girondinos.—Los curas convencionales aborrecen a la Gironda.—Por
qué los girondinos no se retiran.—Valor de madame Roland.—El
Comité de Salvación Pública y la insurrección (1 de junio).—Éste
opone a la insurrección débil resistencia.—El Obispado acusa y
rechaza a los jacobinos.—La noche del 1 al 2 de junio.—Cómo se
obliga a la guardia nacional a armarse.—Los girondinos aterrados
ante la noticia de las matanzas de Lyon, que llega el 2 de junio por la
mañana.—Último esfuerzo del Comité de Salvación Pública.—
Consagración de Danton.—La Convención resiste a la Comuna.—La
insurrección en poder de los jacobinos.—La Montaña defiende a la
derecha.—Los jacobinos abandonan su plan de insurrección moral.—
Dimisión de cuatro representantes.—La Convención prisionero.—
Indignación de la Montaña.—Reclamación de los dantonistas.—La
Convención sale de su local y pasa al patio del Carrousel.—El general
Henriot.—Apunta con sus cañones a la Convención.—Danton
fluctuando.—La Convención en el jardín de las Tullerías.—Es
arrestada por Murat.—La Montaña decreta el arresto de los
girondinos.—París en la noche del 2 de junio.—Por qué estos hechos
se han ignorado hasta ahora.—Carácter contradictorio de esta época:
grandeza moral hasta en la propia violencia.
El Comité de Salvación Pública estaba durante estos agitados
días como abrumado bajo el peso de tantos desastres y tantos
contratiempos como sufría. Apenas si osaba pronunciar una
palabra. A pocas que hubiera pronunciado, los girondinos
habrían caído como víctimas propiciatorias.
Estaba nuestro ejército asediado en Maguncia como
prisionero; Valenciennes, nuestra última trinchera, asediada
también y quizás tomada; el ejército del Mediodía en retirada y
Francia abierta a los españoles; una Vendée que comenzaba en
los montes de Lozère; Saboya, casi francesa, se volvió contra
nosotros por el trabajo de los curas, dejando morir de hambre a
nuestros soldados de los Alpes (un huevo valía cinco francos).
Lyon, detrás, en plena revuelta contra su municipio y contra los
comisarios de la Convención, marchando contra estos bajo la
bandera girondina el 27, disparando metralla contra los
representantes del pueblo<
El mismo día 29 Cambon y Barère hicieron ante la
Asamblea terribles confesiones: la batalla de Fontenai y la toma
de la ciudad por los vendeanos.
Acontecimiento grave en sí, pero más aún por sus
consecuencias, ya que sirvió a la Vendée como inicio de una
nueva organización.
La Vendée, en tres meses, atravesó tres épocas. En marzo se
efectuó la explosión enteramente popular, en la que no tuvieron
intervención alguna los jefes. Después de Pascua los nobles,
viendo a los campesinos coger las armas con tanto entusiasmo,
se entregaron también a la sublevación, aceptando el papel de
generales. Estos nobles eran generalmente oficiales inferiores
valerosos, pero inexpertos, que nunca habían mandado. Su
presencia dio más aliento a la insurrección. El campesino seguía
al noble voluntariamente. Sobre todo admiraba la audacia del
joven heroico Henri (de La Rochejaquelein).
Sin embargo, estos caballeros, incapaces intelectualmente,
sin práctica en las cosas de la guerra, faltos de un gran
entusiasmo que no podían sentir, demostraron en el mes de
mayo que no servían para la campaña. En su primer ataque a
Fontenai formaban la columna vendeana 30.000 hombres y la
guarnición de la plaza 3.000 republicanos al mando de Chalbos.
Los republicanos rechazaron este primer asalto, causando a los
insurrectos importantes bajas. Reforzados con una nueva
división vendeana y conducidos por un hombre más conocedor
del terreno, Cathelineau, desafiaron a Chalbos y tomaron por
fin la plaza. Este hecho evidenció la superioridad de
Cathelineau, que tomó así gran ascendiente. Él era el hombre
del clero. Se organizó un consejo superior de administración
compuesto por nobles y curas, pero estos en mayor número.
El Comité de Salvación Pública, al anunciar esta fatal
noticia, trató de atenuarla indicando que debía dirigirse un
ejército de 60.000 hombres que cercasen y rindieran a los
vendeanos. Sabían demasiado bien que era imposible formar
este ejército.
No estaba lejos del estado de desesperación este Comité de
Salvación Pública. Tres de sus miembros estaban enfermos. Lo
que más espantaba era el estado de Danton. Tan orgulloso en el
92 ante la invasión, erguida la cabeza en marzo, se le vio en el
mes de mayo cabizbajo, abatido, inquieto. Cosa contraria a su
costumbre, parecía distraído. Un joven diputado de la derecha,
Meillan, que simpatizaba con Danton, a quien creía más
veleidoso que perverso, dijo que “según el interés por su
seguridad, hubiera podido ser indistintamente Cromwell o
Catón”. Meillan fue a buscar a Danton el 1 de junio al Comité
de Salvación Pública y le metió prisa para que tomase el timón
y dirigiera el Comité< “No tienen confianza”, respondió
mirándole. Y como Meillan insistía, le miró de nuevo diciendo:
“No tienen confianza”. El Comité estaba en otra sala, donde
escuchaban a Marat. Danton se había quedado a solas con
Treilhard. Danton, absorto, mejor dicho, entregado a sus
pensamientos, decía en alta voz: “Es indispensable que uno de
los dos lados presente su dimisión< Las cosas no pueden
continuar así< Hemos llamado ya a la Comuna. ¿Que quiere
esta Comuna?”.
La fatalidad de la situación era la siguiente: si la
Convención, por defender a la Gironda, había destruido la
Comuna (lo que en el fondo era más complicado de lo que
parecía), quedó obligada a desempeñar, en los puntos más
odiosos, el papel de la propia Comuna: el empréstito forzoso, la
requisición por medio de la violencia. La tiranía de las
comunas, el terror municipal eran cosas fatales, inevitables, el
último instrumento que le quedaba a la Revolución. No se
podía destruir esta arma más que destruyendo la República,
levantando a los realistas en el Mediodía, en Lyon y en la
sitiada Valenciennes, donde, desde lo alto de sus casas, pedían
socorro con señales al emigrado y al austriaco.
El asunto de Lyon ilustró a los girondinos, haciendo que se
decidieran a retirarse. No podían obstinarse en permanecer en
la Convención cuando los girondinos, verdaderos o falsos, de
Lyon, hacían la guerra a los comisarios de la Convención. En
Marsella los girondinos expulsaron de la ciudad a los
representantes del pueblo.
Todas estas dificultades que iban en aumento, habían
extenuado a la Convención y agotado su paciencia. Estaba muy
alterada por culpa de la Gironda, tenía urgencia por liberarse
de ese comprometedor partido. Y estaba alterada de dos formas
completamente contrarias, opuestas: por un lado, porque el
realismo se ocultaba tras él, y por otro, porque la República legal
reclamaba a través de su órgano. La Gironda era la libertad de la
prensa, la libertad personal, todas las cosas irreconciliables con
las terribles realidades de una situación creada por la dictadura.
Tristes pasiones se mezclaron con todo esto. La masa de
diputados mudos, el centro, era enemigo de los diputados que
hablaban siempre, los de la Gironda. Se ha visto el 31 de mayo
el intento del centro para ridiculizar a Vergniaud.
A esta malevolencia inexplicable se unía un trabajo secreto
que les creaba a los girondinos enemigos en todos los bandos.
La Gironda era un partido compuesto por elementos muy
variados, pues teniendo en su seno cristianos (incluso
intolerantes), poseían por lo menos un representante de cada
una de las escuelas filosóficas del siglo XVIII. Este procedía de
Voltaire, el otro de Diderot. Todos eran enemigos de los curas,
pues los curas eran muy numerosos en la Convención. En la
Montaña había todo un banco de obispos, los de Blois,
Beauvais, Evreux, Limoges y Vannes. Este último, Audrein,
había sido maestro de Robespierre.
Entre los curas convencionales unos eran creyentes como
Grégoire y otros incrédulos como Sieyès. Pero por poca que
fuera su fe, no consentían las burlas al cristianismo y a las viejas
creencias.
La supresión del domingo en las administraciones,
provocada por la Gironda, fue observada fielmente por todos
los girondinos, lo mismo en las oficinas del protestante Clavière
que en las del filósofo Roland.
Cuando Isnard o Jacob Dupont se decían ateos (lo cual en
esta época no significaba más que ser enemigo de los curas), la
Gironda ni se asustaba ni hacía ninguna observación. Algunos
hasta dijeron: “¿Qué importa? Sois un hombre honrado”. Un
grito salió de la Montaña; el obispo Audrein dijo: “No lo
apreciamos”. Y salió de la sala.
Anteriormente hemos podido observar la prudencia del
diputado de la derecha, Durand-Maillane, que quedó
persuadido cuando Robespierre dijo: “La seguridad está en la
izquierda”. Efectivamente, Durand continuó sentándose en la
derecha, pues era más girondino que la Gironda, pero votaba a
la izquierda; respecto a la instrucción pública, se separó de los
impíos y combatió la filosofía, haciendo profesión de fe de buen
jacobino.
En la discusión sobre la Constitución (de la que hablaremos
más tarde) aprovecharon los curas convencionales una ocasión
propicia para atacar a los girondinos según sus procedimientos,
creando el vacío, abandonándolos. El resto de la Convención
decidió que la Declaración de los Derechos del Hombre no
llevaría en su cabeza el nombre del Ser Supremo, y entonces los
curas la emprendieron contra los girondinos, que en aquella
ocasión eran el órgano de la opinión común. Durand recordó en
esta discusión una frase de Vergniaud: “Nos basta la razón. No
necesitamos ni la ninfa de Numa, ni la paloma de Mahoma<”. Lo
de la paloma hizo furor: “Ya lo he dicho algunas veces —añadió
Durand-Maillane—; el partido girondino es más impío aún que
el de Robespierre”. Sin escrúpulos y por su propia seguridad,
Durand contempló después impasible la muerte de los impíos.
Confiesa Durand en sus memorias que nunca ha tratado de
otra cosa que de su seguridad. Jamás se ha relatado de tal modo y
se ha glorificado hasta tal punto la cobardía. La víspera del 9 de
termidor pronunció una palabra sublime en este género,
cuando los montañeses enemigos de Robespierre le
preguntaron: “¿Estaréis con nosotros?”. “Sí —contestó—, si sois
los más fuertes”.
Los más puros, los más leales, Grégoire, por ejemplo, ¿eran
ajenos a las malquerencias de los curas contra los girondinos?
Me duele creerlo. Grégoire en sus memorias guarda profundo
silencio sobre esto.
El secretario de la sesión del 2 de junio, el que redactó el
acta vergonzosa y dejó que fuese falsificada, fue Durand-
Maillane. Él mismo lo confesó.
Los girondinos en verdad hubieran podido prever todo
esto. La situación pedía que se retirasen. También lo pedía la
laxitud de la Convención. El odio político y religioso minaba su
fuerza y creaba enemigos de la Gironda en todas partes. Sólo un
débil hilo los ataba a la Asamblea.
¿Quién impidió, pues, que realizaran su sacrificio
retirándose? ¿Fue el desinterés, la magnanimidad lo que les
faltó? No, como puede verse el 20 de abril, cuando con su
silencio aprobaron las palabras de Vergniaud.
¿Quién les obligó a permanecer en sus puestos? El peligro.
El peligro de la situación los exaltó, y aunque sus corazones
fueron firmes, sus cabezas sintieron esa embriaguez que sienten
los más valientes en presencia de la muerte. El sombrío placer
del martirio, la alegría viril de dar su sangre por Francia, les
conducía contentos todas las mañanas a estos bancos bajo los
apóstrofes groseros y las injurias de las tribunas, viendo los
cañones de las pistolas que apuntaban hacia ellos desde lo alto.
No todos, sin embargo, revelaron esta temeridad; abogados y
gentes de letras poseídos por las dulces costumbres de la paz,
algunos ministros del Evangelio (como los Rabaut), estaban
poco preparados para este terrible trance; muchos temblaban, y
arrastrados por su deber decían: “Hoy es el último día de mi
vida”.
Los que hicieron alarde de más valor fueron los Roland.
Jamás se trasladaron de domicilio. Madame Roland no temía ni
a la prisión ni a la muerte. Nada rechazaba más que el ultraje
personal, y para ser dueña siempre de su suerte dormía con una
pistola debajo de la almohada. Cuando la Comuna decretó el
arresto contra Roland, ella corrió a las Tullerías con la idea
heroica (más que razonable) de destruir a los acusadores, de
fulminar a la Montaña con su elocuencia y con su valor, de
arrebatar a la Asamblea la libertad de su marido. Por la noche
ella misma fue arrestada también.
Es necesario leer estas escenas en sus admirables memorias,
que no parecen escritas por la pluma de una mujer, sino por el
puñal de Catón. Pero tales palabras, arrancadas de las entrañas
maternas, semejante alusión conmovedora a la irreprochable
amistad, hacen sentir por momentos que ese gran hombre es
una mujer, que esta alma no por ser tan fuerte es menos tierna.
Lo que más conmueve en esta cruel tragedia, lo que llorará
siempre Francia al recordarlo, es que al morir estas víctimas
ilustres, estos abnegados patriotas, jamás acusaron al pueblo.
Jamás pudieron creer los girondinos que era el pueblo quien se
dirigía contra ellos. La infalibilidad del pueblo, este gran dogma de
Rousseau que adoptaron durante su vida, fue el que los
acompañó hasta la muerte.
En realidad, el pueblo de París no tomó parte en los sucesos
del 31 de mayo. El barrio de Saint-Antoine, equivocado
momentáneamente, se mostró favorable a la Convención. Las
secciones, obligadas a emitir su juicio, se inclinaban más
claramente por la insurrección moral que parecía más pacífica, la
proposición de Robespierre. Los jacobinos, recién llegados a la
Comuna, eran ya sus dueños. Hébert, enardecido por su
triunfo, se había convertido en un moderado jacobino. Todos
parecían convertidos. Con indignación rechazaron las
proposiciones violentas de atacar el palacio de las Tullerías y
arrestar a los diputados. Pache dijo: “Arrestar a los Vingt-Deux
es armar a los departamentos, provocar la guerra civil”.
Chaumette, creyendo renovar las mismas proposiciones, dijo
que las denunciaba al pueblo. Pero los asistentes lejos de
censurarles les aplaudían. “Vean, dice Chaumette, que no se
dan cuenta de que están aplaudiendo su ruina”. El hombre más
fuerte del Obispado, Dobsent, habló prudentemente.
Los jacobinos vieron claramente que no se trataba de
emplear una fuerza ya existente, sino de crear otra, y por la
noche, con carácter de urgencia, decretaron la celebración del
empréstito forzoso, que sería distribuido entre las familias de los
que partían, y la creación del ejército revolucionario a razón de 40
sueldos diarios por plaza. Se desbordó entonces el sentimiento de
generosidad. Tal individuo quería dar seis francos diarios a los
obreros sin trabajo; aquél que se señalase una renta para los
voluntarios contra la Vendée. Chaumette hizo una observación
ante esta lluvia de planes: “¿Y de dónde sacaremos tanto
dinero?”. Esos a los que se creía estar corrompiendo se
avergonzaron. Hubo obreros que dijeron: “Nosotros sólo
pedimos ser alimentados bajo las armas; un poco de pan y de
vino”.
Los jacobinos se limitaron a prodigar frases como las
siguientes: “La Convención ha recibido fríamente el informe de
la Comuna”. “La mayoría de la Asamblea es incapaz de salvar
al pueblo”. “Se ha restablecido el Comité de los Doce”, decían
mintiendo descaradamente los más exaltados.
Muy lejos de restablecerla, el Comité de Salvación Pública
hizo que Barère la desautorizara desde las tribunas, el mismo
que provocó su creación. Barère, en un documento dirigido al
pueblo, aceptaba la insurrección, elogiando esta revolución
moral y pacífica. Admiraba a París. Creyó Barère, sin embargo,
que la insurrección se dormiría y que recibiría honrada
sepultura. Se leyó el documento, y después de que fuera
aprobado, la Convención levantó bruscamente la sesión y se
separó, pensando que si ganaba un día sin escuchar las
demandas de la Comuna todo terminaría de manera
espontánea.
Eran las siete de la tarde. Henriot llevaba dos horas
arrastrando los cañones por París. La Comuna aún no se había
puesto de acuerdo respecto a la petición más o menos
amenazadora que había de presentar a la Asamblea. Esta
procuraba no oír nada. Se hacía la sorda. Marat se llevó al
alcalde con él y después se dirigió al Comité de Salvación
Pública. Allí gritó, amenazó, gesticuló y pidió que se convocara
inmediatamente a la Asamblea para una sesión nocturna.
Cambon y Barère lo prometieron, decididos a no hacer nada.
Marat, tras escuchar estas palabras, volvió rápidamente a la
Comuna y calmó los escrúpulos que algunos sentían sobre la
inviolabilidad de los representantes e hizo concluir la petición.
Se preparó el asalto a la Convención y se acordó que las tropas
que habían de cercar a la Asamblea llevaran víveres consigo.
Muchos añadieron que era necesario tocar a somatén, como lo
hicieron después sin autorización de la Comuna.
El Comité de Salvación Pública se guardó muy bien de
quitar la palabra a Marat, como se guardó de obedecerle. No
convocó a la Asamblea, como confesó Cambon
arriesgadamente. Pero al oír el toque de alarma, los diputados
fueron reuniéndose hacia las nueve de la noche. La derecha
estaba desierta. La Montaña estaba casi en su totalidad y una
parte del centro. El departamento y la municipalidad se
presentaron a la barra. La petición leída por Hassenfratz era
una mezcla del doble espíritu de sus redactores: los jacobinos
significaban la acusación; el Obispado había incluido algunas
palabras de muerte: Los conspiradores morderán el polvo. Y
después: Esto ya es demasiado, es necesario acabar.
El Monitor, falseado siempre por el poder en los periodos
de crisis11, nada dice de los hechos verdaderamente importantes
ocurridos en esta sesión. Nada manifiesta de la resistencia del
Comité de Salvación Pública. Durand-Maillane suple estas
omisiones en sus memorias.
Cuando Legendre dijo que debían ser arrestados quienes
hicieron el llamamiento al pueblo, contestó Cambon: “Si por
emitir una opinión se corta la cabeza a un diputado,
acabaremos sin que nadie ose hablar y aquí hay que decir las
cosas muy altas. Aquí hay dos partidos y los dos son
culpables”.
Enardecido Barère por Cambon, dijo con energía: “Jamás
fundaréis la libertad más que con representantes que emitan
libremente sus opiniones. ¿Qué nación llegará al envilecimiento
de aceptar una Constitución dictada por la fuerza?< No podéis
perseguir a los diputados por sus opiniones, sino por sus hechos.
El Comité de Salvación no podrá efectuar ningún informe si los
denunciadores no dan las pruebas de sus acusaciones”.
¿Para la defensa de la Gironda apoyará la Asamblea al
Comité de Salvación Pública? Había motivos para dudar.
Algunos sentían impaciencia por verse abandonados por los
girondinos diciendo: “Si fueran hombres honrados se retirarían
espontáneamente”. Se acordó nada menos que cuantos tuvieran
pruebas de las acusaciones formuladas quedaban obligados a
presentarlas y durante tres días el Comité de Salvación Pública
informaría sobre la petición y adoptaría acuerdos.
Este largo plazo abierto por la Convención para la
presentación de pruebas de los hechos denunciados no sería
fructuoso si no se empleaba la fuerza. Así lo decían en la
Comuna. Los dos partidos insurreccionales que tenían asiento
en la Comuna, los Jacobinos y el Obispado, tuvieron que
trabajar juntos. Si los jacobinos hubieran querido retroceder no
hubieran podido. El Obispado habla contra ellos en las
secciones y no estaba lejos el momento en que los denunciaría
como traidores. Ya lo había hecho Guzmán en la sección de
Picas, llegando incluso a decir: “Jamás se ha burlado nadie tan
indecorosamente de la majestad del pueblo< Los que lo han
conducido a la insurrección se entienden con sus enemigos. La
Comuna, resucitada por la generosidad del pueblo, ha olvidado
ya a su creador. Propongo se declare que el Comité
revolucionario es indigno de la confianza de la sección de
Picas”.
El Obispado aún fue más lejos y el mismo día Varlet en el
Consejo general acusó el moderantismo de su colega Dobsent.
Dejando que subsistiera una autoridad legal, la del alcalde, se
impedían las operaciones libres del Comité revolucionario. Esto
acusaba, desde luego, la debilidad de la insurrección moral de los
jacobinos, su negligencia.
El Obispado estimuló a los jacobinos y en la noche del día 1
al 2 acordó que los oficiales municipales, iluminados con
antorchas y seguidos por la fuerza armada, leerían por todo
París los decretos del 31 de mayo “invitando a los ciudadanos a
reconquistar sus derechos y defenderlos con las armas”.
Esta proclama incendiaria fue muy poco agradable para el
pueblo de París. Muchos de los que se asomaban al oír el
estrépito de los tambores, al ver que los enviados no llevaban
insignias decían: “¿Quiénes son esas gentes?”, y se retiraban
dudando de si realmente pertenecían a la Comuna.
La mentira indigna de que se valió el Obispado para
arrastrar a la muerte al arrabal de Saint-Antoine, creó legítimas
desconfianzas. Dos secciones del barrio durante los días 1 y 2
de junio se mostraron muy contrariadas. La de los Quinze-
Vingts acogió fraternalmente a los diputados de la de Butte-
des-Moulins. La de Montreuil hizo declarar a la Comuna que se
entregaba a los jacobinos, lo cual políticamente quería decir que
no se fiaba del Obispado.
La sección de Grenelle declaró lo mismo y dijo que
apoyaría, más que una insurrección moderada, la insurrección
moral.
Visiblemente el movimiento, en vez de caldearse se
enfriaba. La población, armada a duras penas el 31 de mayo e
incluso el 1 de junio, había vuelto y ya no podía salir. La
revolución se hacía en nombre del pueblo soberano. Pero
¿dónde estaba ese pueblo? No quería dejarse ver. Era la
insurrección de la nada, del desierto, contra la voluntad de la
muchedumbre.
Muchas secciones de las que habían sido armadas, sabían
que difícilmente las gentes responderían al llamamiento y
temieron caer en sospechas. En los Lombardos se pensó en
tomar la decisión de que los ausentes serían traídos por cuatro
fusileros.
Se emplearon medios violentos y la más refinada astucia
para reunir a la guardia nacional en la mañana del domingo 2
de junio. En la sección del Observatorio los artilleros
aseguraron que no conducirían los cañones más que a la plaza
del Panteón, y después, en contra de las órdenes precisas
recibidas de la sección, los llevaron al Carrousel. En muchas
secciones sólo se pudo poner en movimiento a la guardia
nacional diciendo falsamente que en los Campos Elíseos había
estallado la insurrección a favor del rey. En la sección de Les
Halles se hizo creer que se trataba de conseguir la tan deseada
tarifa de los géneros y de destruir la hidra de la fiscalización.
Estas disposiciones moderadas del pueblo, tan perfectamente
conocidas por los girondinos, eran precisamente las que
colmaban su incertidumbre. En un banquete que celebraron el 1
de junio Louvet apremió a todos sus compañeros para que
partieran a sus respectivos departamentos, tomando las armas
para defender la Convención. Louvet se quedó solo. ¿No era
aquello la guerra civil? Muchos que después se acogieron a este
medio cruel todavía entonces le profesaban horror. Muchos
decían y repitieron siempre las palabras que se han encontrado
grabadas en los muros de las cárceles: “¡La muerte antes que el
crimen! (Potius mori quam fædari)”. Los girondinos prefirieron
apurar la copa de su fatal destino. ¡Huir! ¿Era posible cuando la
mayor parte de los veinticuatro mil hombres de los guardias
nacionales se habían lanzado en realidad, a la defensa de la
Convención? Incluso viendo que nadie les seguía, tenían el
convencimiento de que con ellos estaban la razón y la ley; y así
dijeron con noble filosofía: “¡Dejemos la guerra para que la
utilicen los demás; nosotros somos la ley!”.
Si los girondinos seguían viviendo la vida política, debían
mostrarse, sentarse nuevamente en los bancos de la Asamblea
para vivir o morir. De este modo quizás se hicieran fuertes. Al
menos con su valor podrían contener al de la derecha. En
presencia de sus peligros, bajo sus miradas tristes, ¿el centro los
abandonaría? Había muchas probabilidades a su favor.
Sus amigos de la derecha los buscaron, les hicieron cambiar
de parecer y los perdieron.
La noche había sido terrible. Las antorchas, el ruido de los
tambores, las proclamas de la Comuna, tanta fuerza empleada
por la noche debía convertir al día en débil para la vida pública.
En la calle de Moulins, en un vasto edificio desierto, donde sólo
vivía el joven diputado de la derecha Meillan, espíritu noble,
puro, enamorado de Danton, se reunieron los girondinos.
Meillan hizo grandes esfuerzos para retener a los girondinos.
¿Hablaba sólo en su nombre? Hablaba indudablemente
expresando la opinión de toda la derecha, que veía la
proximidad de una escena sangrienta en los mismos bancos de
la Asamblea. La derecha creyó que la presencia irritante de los
girondinos era un perjuicio para ella, y sin embargo, resistió por
la Gironda más aún de lo que lo hicieron los propios
girondinos.
¿Cómo estos hombres valerosos, sin embargo, se decidieron
a seguir al deplorable consejo? Ningún historiador lo ha dicho.
Pero no hay necesidad de que nos lo digan. El golpe afrentoso
que hundió a los girondinos fue la noticia que llegó el día 2 por
la mañana, refiriendo que se había matado a ochocientos
individuos en Lyon. Pero ¿quién había ejecutado tan terrible
matanza? Los girondinos, o al menos los que se disfrazaban con
este nombre. La Gironda se hundió. Hasta entonces había
representado el partido de la humanidad, y en el último día de
su vida iba a aparecer ante el pueblo con las virginales
vestiduras salpicadas de sangre humana.
Un girondino, Buzot, que quería de todo corazón a
madame Roland, cuando supo que esta había sido arrestada,
luchó a brazo partido con sus amigos, quiso abrirse paso
diciendo: “Quiero morir en la tribuna”. Sus amigos le
retuvieron. Barbaroux fue más afortunado, pues logró
escaparse después de haber ocupado con intrepidez el desierto
banco de los girondinos. Los demás estuvieron en el palacio de
Meillan, quien prometió pasarles un aviso cada hora. Los
girondinos quedaron mudos, inmóviles, perdidos por fatalidad.
En ese mismo instante se evidenció la inocencia de
Barbaroux ante el Comité de Salvación Pública. En correos se
incautaron de la correspondencia que se le dirigía desde
Marsella. La tenemos a la vista. No hay nada que de lejos ni de
cerca huela a realismo ni a complot contrarrevolucionario. Estas
cartas, especialmente las de Granet, uno de los principales
vencedores del 10 de agosto, están escritas por entusiastas
republicanos, que se equivocan frecuentemente acerca del
espíritu de la Montaña, siguiendo el error girondino de que los
montañeses eran la fracción de Orleáns.
El Comité de Salvación Pública, cuando leyó estas cartas,
quedó amargamente sorprendido. ¿Qué hacer? ¿Cómo
defenderlos ahora? El ministro Garat, que estaba presente,
recordó la frase de Arístides en sus amenazadoras querellas
contra Temístocles: “¡Oh, atenienses, jamás viviréis tranquilos si
no nos arrojáis a los dos al fondo del abismo adonde se arroja a
los condenados!”. Después recordó el expediente propuesto por
una sección: “Que se retirase la Gironda y que la Montaña
tuviese como rehenes a los girondinos en los departamentos”.
Cambon, Barère, Delmas y otros se acogieron a esta idea.
Danton se levantó con lágrimas en los ojos: “Yo me ofrezco a ir
el primero como rehén a Burdeos. Propongámoslo a la
Convención”. Barère salió inmediatamente. Habló, no en la
tribuna, sino banco por banco con los jefes, sobre todo con
Robespierre. Una palabra de este, burlándose maliciosamente,
hizo sospechoso a Danton: “Se trata de tender una red a los
buenos patriotas”.
¿Qué hacer, pues? ¿Por qué otros medios se impediría la
guerra civil? Robespierre no proponía ninguno. Confiaba aún
sin duda en la eficacia de su insurrección moral, que como sólo
actuaba por medio del miedo, sin actos materiales, ahogaría
decentemente la libertad de la Asamblea y le permitiría
sostener la tesis de que siempre había sido libre.
La sesión, abierta bajo la presidencia del montañés
Mallarmé, comenzó con un ataque terrible contra el Comité de
Salvación Pública, humillándolo y desarmándolo. Se leyó una
carta de los magistrados de la Vendée, quienes desesperados,
habían huido, siendo, saqueadas sus casas, despojados, vejados.
Una carta de gritos y lágrimas mostraba la amarga acusación
contra las divisiones de la Asamblea.
Estaban en plena fuerza las insurrecciones volcánicas de la
Lozère y el Alto Loira, oscuras comarcas volcánicas que nutren
al pueblo más bárbaro de Francia.
Cuando Jean-Bon Saint-André comunicó la noticia con su
voz grave, su figura tétrica, su luminosa mirada, como si detrás
del cristal óptico hubiera una luz encendida, causó una
terrorífica impresión: “Ochocientos patriotas han sido
degollados en Lyon< Es necesario enviar por todas partes
comisarios que arrasen obstáculos que se levantan para impedir
vivir libremente<”.
La implacable e infatigable Comuna esperaba su turno para
formular en la barra una petición contra la Gironda. Se tocaba a
generala por las calles de París. El sonido llegó hasta la
Asamblea. Lanjuinais subió a la tribuna: “He de hablar
precisamente acerca de ese toque militar”.
Y entonces, con la obstinación y el coraje de su fuerza
bretona, sin prestar atención a los gritos de furor, a las
amenazas que provocaba cada una de sus palabras, dijo a la
Convención en qué consistía su envilecimiento, sus miserias.
Prisionera desde hacía tres días de una potencia, sierva de unas
fuerzas asalariadas que la tienen en jaque con sus cañones, ¿qué
ha hecho para defender su dignidad y la integridad de su
representación nacional? “Una autoridad os ha usurpado
vuestra autoridad y la arrastra por el fango de las calles de
París. (Gritos violentos: “¡Ha insultado al pueb1o!”). ¡No, yo no
acuso a París! Pero París está oprimido por los tiranos; es el
instrumento de estos<”.
“¡Miserable! —le dijo Legendre—. ¡Tú conspiras desde las
tribunas!”. Y corrió hacia la tribuna dispuesto a descargar sus
puños.
Lanjuinais (en su relato del 2 de junio) dijo que le lanzó esta
frase: “Haz decretar que soy un buey; así podrás abatirme”.
Legendre, Thureau, Drouet, Chabot y Robespierre
apuntaron con sus pistolas al pecho de Lanjuinais. Muchos
diputados de la derecha, armados también, defendieron a
Lanjuinais, quien intrépidamente concluyó que la Convención
debía declarar fuera de la ley a las autoridades revolucionarias
y a quienes se arrogaran tal poder.
Precisamente entonces penetraron en la Asamblea estas
autoridades con su petición y pidieron que fueran arrestados
provisionalmente todos los sospechosos de la Convención.
La respuesta del presidente Mallarmé fue más enérgica de
lo que se esperaba. Montañés, pero viendo que la Montaña
estaba decidida, contestó de acuerdo con el sentimiento
repulsivo de la mayoría de la Asamblea hacia semejante
petición: “Si entre nosotros hay traidores, es necesario primero
descubrirlos para juzgarlos. Antes del castigo será preciso probar
sus delitos”.
Se les envió al Comité de Salvación Pública, quien debía
redactar un informe en al transcurso de la sesión.
La Convención, alarmada al verse rodeada de todo un
ejército, comenzó a tranquilizarse. Muchos diputados que
habían salido observaron las disposiciones de los guardias
nacionales, muy favorables para la Convención. “Todo París
está armado para vosotros —dijeron a la Asamblea cuando
volvieron a entrar—; para vosotros si sabéis portaros con
nobleza y valentía; contra vosotros si os acobardáis”.
El Comité de Salvación Pública, participando de esta
creencia, hizo un informe atrevido manifestando en el
Ayuntamiento que el Comité revolucionario debía ser
renovado12. Esperaba que purgado de hombres del Obispado,
concentrando su poder en manos jacobinas, sería más
razonable, dudando antes de pedir ninguna medida
envilecedora a la Asamblea.
El argumento que el Comité de Salvación Pública podía
hacer valer en el Ayuntamiento (y que presentó enseguida a la
Convención) era que este comité revolucionario estaba compuesto
en parte por extranjeros como Guzmán, Proly, etc. La palabra
extranjeros, que sonaba entonces igual que agentes de Pitt, tuvo
un éxito milagroso. Hasta el mismo alcalde, el suizo Pache,
debió de echarse a temblar. Por lo tanto era normal que hiciera
poco caso a los hombres del Obispado y se pusiera
gustosamente del lado de los jacobinos.
El Ayuntamiento obedeció. El consejo general acordó que el
comité revolucionario no se compondría más que de nueve miembros
nombrados por el Departamento en la sala de los Jacobinos. El
Departamento era Lhuillier, y Lhuillier era Robespierre. Estos
nueve, si querían, podían nombrar nueve adjuntos.
Lejos de tomar por adjuntos a los hombres del Obispado,
los jacobinos arrestaron a Guzmán. Este hecho extraño se hace
constar en el acta de la sección de Guzmán (la de la plaza de
Vendôme), que hacia la una supo que acababa de ser arrestado.
El mismo Guzmán confiesa que se le detiene por haber
mostrado un alto grado de salvación pública. ¿Qué grado es? ¿La
desaparición de una parte de la Asamblea? ¿La expulsión de la
Convención en masa a la que después había de sustituir la
Comuna de París? Fácil es suponerlo. Lo que resulta
indiscutible es que él repitió el 2 de junio lo que había dicho ya
el 31 de mayo en su sección: Que la insurrección había sido
traicionada por los mismos que la prepararon. ¿Qué habría ocurrido
si estas palabras se hubiesen proferido en la plaza pública ante
el ejército y los patriotas?
¿Es cierto que Robespierre no tuvo intervención en este
suceso y que no fue una orden suya el encarcelamiento del jefe
del Obispado? ¡Un partido de la insurrección arrestando al otro
partido de la insurrección! No podemos suponerlo. No había
más que diez minutos de distancia para un correo a caballo
desde el Ayuntamiento a las Tullerías. Lhuillier, en aquel
momento dictador del municipio de París, como jefe de los
jacobinos, consultó a su jefe acerca del arresto de Guzmán y
recibió de Henriot la consigna necesaria ante la actitud
imprevista de la Convención.
El presidente, el montañés Mallarmé, contestó
enérgicamente: “Es necesario juzgarlo”. Se intentó torpemente
aterrorizar a la Asamblea. Algunos, desde las tribunas, gritaron:
“¡A las armas!”. Después un diputado de la derecha dijo en
tono quejumbroso: “¡Salvad al pueblo de él mismo! ¡Salvad a
vuestros correligionarios decretando su detención
provisional!”.
Esta debilidad o candidez, provocó gran indignación. No
solamente el centro y la derecha, sino una parte de la izquierda, la
Convención casi en masa, gritó: “¡No!”.
¡Extraño espectáculo! No hubo más que unos treinta
diputados que permanecieron sentados, los montañeses
jacobinos, amigos de Robespierre, y los maratistas.
La Montaña no jacobina como Cambon y Grégoire, y la
montaña dantonista hicieron causa común con la derecha en
este hecho.
El papel de los jacobinos era muy expuesto. Creyeron hacer
la insurrección por la Montaña contra la derecha, pero al
protestar justamente con esta resultaba que la insurrección se
hacía contra la propia Montaña.
¿En qué se convertía el plan de insurrección moral? Los
jacobinos, que en el Ayuntamiento habían suplantado a los
hombres del Obispado, sufrían ahora la acusación de estos.
¿Qué conducta observarían en la Asamblea? ¿La amenazarían?
Seguramente estas amenazas hubieran fracasado, lo mismo
formuladas el 2 de junio que el 31 de mayo. El Obispado
hubiera podido decir entonces: “Nosotros hemos producido la
insurrección: los jacobinos la han arrancado de nuestras manos
para traicionarla”. Los jacobinos hubieran seguido la misma
suerte que la Gironda.
Los robespierristas se colocaron ante un difícil dilema13
Siendo imposible la realización de la insurrección moral, debía
hacerse la insurrección brutal, la violación pública de la
Convención.
Durante las idas y venidas del Ayuntamiento a las Tullerías
y de las Tullerías al Ayuntamiento, se perdió alrededor de una
hora. Los comisarios enviados a ella emitieron su informe.
Levasseur pronunció un violento discurso contra la Gironda y
pidió el encarcelamiento de los girondinos. Montañés honrado,
heroico, hombre de grandes anhelos, era por lo demás crédulo,
inocente en proporción con su fanatismo, y cayó contra la
Gironda con la misma furia que el ejército del Norte contra los
húsares austriacos.
Barère leyó el informe del Comité de Salvación Pública. “El
Comité —dijo—, por respeto a la Convención, no ha creído
oportuno proponer el arresto que se solicita y pide por
patriotismo, y a la generosidad de los patriotas, la suspensión
voluntaria de sus poderes”.
Isnard se levantó inmediatamente y se sacrificó como
víctima expiatoria. Sus violencias, su insensato anatema contra
el pueblo de París sirvió más que otra cosa como pretexto para
la insurrección. Él más que nadie, debía humillarse, inmolarse.
Espíritu débil, tanto como sombrío, ayer ateo, hoy místico,
entraba a partir de ese día en el abatimiento y el
arrepentimiento, en el suicidio moral.
Fauchet, que siempre fue cristiano, confesándose y
comulgando a la hora de la muerte, aceptó también su
degradación.
El bueno y viejo de Dussauh, que tenía el corazón roto,
sangrante, desde septiembre, ofreció su dimisión.
Lanthenas, el amigo de Roland, cometió la torpeza de
hablar, no en su nombre solamente, sino en el de los Vingt-
Deux, que nada le encargaron: “Precipitémonos —dijo
furioso— en el abismo<”.
Barbaroux estuvo admirable en su resignación y su
valentía: “¿Cómo he de ser sospechoso cuando recibo
testimonios de simpatía de treinta departamentos y de cien
sociedades populares? Si la Convención, sin embargo, cree que
debo ser suspendido, obedeceré el decreto”.
“En cuanto a mí —dijo Lanjuinais—, he demostrado cien
veces mi valor y mi energía como para que esperéis de mí la
dimisión o la sospecha”.
Desde las tribunas y de un lado de la Montaña salían gritos
de muerte; la agria voz del capuchino Chabot sobresalía de las
demás injuriando a Barbaroux. La indignación elevó a
Lanjuinais por encima de su naturaleza; se encontró con lo
sublime; dijo sus propias palabras: “Digo al cura Chabot: en la
antigüedad vimos cómo se adornaba a las víctimas con cintas y
flores; pero nunca vimos que el sacerdote que las inmolaba las
insultara<”.
Marat desaprobó la medida propuesta por el Comité: “Es
dar a los conspiradores el honor de una desautorización. Hay
que ser puro para poder realizar sacrificios< ¡Y quién ha de
desautorizarme a mí, verdadero mártir de la libertad!”.
Suspendedme con tal de que arrestéis a los conspiradores.
Solamente hay que añadir a la lista a Valazé y a Fermont, tachar
a Ducos que solamente ha cometido algunos errores, al viejo
Dussauh, a Lanthenas, un pobre de espíritu<”.
Billault-Varennes: “La Convención no puede provocar la
suspensión. Si son culpables que sean acusados”.
En las puertas se produjo gran alboroto. Cuando habló
Levasseur, algunos miembros quisieron salir, pero no pudieron.
Se hizo venir al comandante del puesto. “No son más que
mujeres —dijo— que expresan el deseo de que no se marche ningún
diputado…”.
La Asamblea quedó satisfecha con esta primera explicación.
Pero después, no había que dudarlo, había quedado prisionera.
Era la hora ordinaria de la cena en esta época. Los diputados,
encerrados desde la mañana, necesitaban comer algo. El
girondino Duperret quiso salir, pero no pudo. Algunos
diputados de la derecha, el venerable Dussauh, fue rechazado
duramente. Entró de nuevo con la indignación de un militar
sobre quien han puesto las manos. Boissy d'Anglas, más joven,
empleó la fuerza para salir, pero lo cogieron de la garganta y le
destrozaron el traje. Cuando subió a la tribuna enseñó su
camisa y su corbata hechas jirones.
Ni la Montaña pudo resistir este vergonzoso espectáculo.
Lacroix abandonó su sitio para ir a verificar el hecho, pero fue
rechazado como los demás.
Grégoire bajó de la Montaña y se presentó ante las puertas
alegando una urgente necesidad fisiológica. “Conforme, pero
permitiréis que os escolten cuatro fusileros”. Este hecho revela
el estado innoble en que se había colocado a la Asamblea. La
Convención ya no existía.
La Montaña hervía de indignación y furor. Barère acusó de
tiránica a la Comuna. “Quién actúa aquí es Londres, Madrid,
Berlín< Hay un español en el Comité revolucionario; un
extranjero se sienta en él como representante de París; se lo he
comunicado al alcalde y este ha hecho que desaparezca< Los
ingleses están en Famars, pero también están entre vosotros. En
este momento y ante mis ojos, se distribuyen a los soldados
asignaciones de cinco libras<”.
El hecho era cierto. Los jacobinos, en lucha al mismo
tiempo contra el Obispado y contra la Convención, habían
empleado al momento ese irresistible argumento. Consiguieron
que el alcalde liberase la caja de ayudas destinadas a los colonos
de Santo Domingo refugiados en París; al mensajero, a caballo,
en el patio del Carrousel y en el jardín de las Tullerías,
distribuyó a cuenta ciento cincuenta mil francos.
Barère añadió valientemente: “¡Muerte a quien atente
contra la libertad de los representantes del pueblo!”.
Cuando se interrogó al comandante de la segunda legión
que hacía guardia en las Tullerías, dijo: “Yo no tengo ningún
puesto en la Asamblea; desconozco la consigna”.
El comandante del puesto, llamado a continuación, dijo:
“Mis faccionarios han sido sustituidos por un batallón de
guardia extraordinaria< Lejos de arrestar a nadie, me he
arrestado a mí mismo”.
Lacroix dijo con voz atronadora: “Ordenemos a la fuerza
armada que se aleje del lugar donde se desarrollan nuestras
sesiones”.
Danton dijo finalmente: “Con el fin de que el movimiento
que se prepara no redunde en beneficio de la aristocracia, es
preciso que la Asamblea encargue al Comité de Salvación
Pública la venganza de la majestad nacional”.
El diputado Saurine dijo: “El oficial que dio la consigna fue
el capitán de la fuerza armada de Bonconseil”.
La pólvora no hubiera producido mayor explosión.
Bonconseil, Lhuillier, Robespierre, son tres sinónimos.
Barère y el Comité de Salvación Pública trataron con la
Comuna y hablaron en la Convención contra los partidarios de
la insurrección brutal. Vieron con gusto cómo pasaron estas
fuerzas a la insurrección moral, a los políticos, a los jacobinos.
Los suponía a estos demasiado sagaces para que conservaran su
actitud amenazadora contra la Asamblea, porqué hubiera sido
provocar la guerra civil como resultado infalible de una
violación directa de las libertades de la Convención.
Así lo creyeron, y se equivocaron. Cuando oyeron el
nombre de Bonconseil dijeron que todo estaba perdido<
“Llamemos al hombre de Bonconseil”, gritaban varios
miembros. Embarazosa orden para los jacobinos. Si ese capitán
hubiera aparecido, se habría hecho venir a Henriot y a Lhuillier,
jefe habitual de Bonconseil, quien además, ese día 2 de junio,
como jefe absoluto de la Comuna, daba la orden a Henriot y a
toda la fuerza armada.
Barère se abalanzó sobre la tribuna, roto, deshecho, pálido:
“Demostremos que somos libres —dijo con voz apagada—.
Deliberemos en medio de la fuerza armada; ella protegerá sin
duda a la Convención”.
¿Cuál era su propósito? ¿Creyó efectivamente que los
jacobinos eran los dueños de la situación? Quizás pensara en la
actitud muy favorable de la guardia nacional hacia la
Convención y pretendiera ganar tiempo para salvar a la
Asamblea.
Cualquiera que fuese el partido que triunfara, Barère
siempre podría decir que le había ayudado a conseguir el
triunfo y así asociarse a los vencedores.
Mallarmé abandonó la presidencia cuando vio que la
Asamblea estaba prisionera. Se nombró a Grégoire, pero este
rehusó la presidencia, alegando que estaba enfermo y quizás sin
preocuparse mucho, como cura y como montañés, de sentarse
en el sillón para defender a los girondinos. Se nombró, pues, a
Hérault de Séchelles, hombre débil, dantonista, sin espíritu.
Cuando se puso frente a la Convención le siguió el centro, cien
diputados que había entonces. El joven Meillan, que tan malos
consejos había dado por la mañana a la Gironda, les siguió
también. La Montaña quedó inmóvil. Las mujeres gritaron:
“¡No os mováis, que hay peligro!”.
Los jacobinos y maratistas no pudieron ver cómo sus
compañeros les iban a arrojar a la boca de los cañones, y por fin
se levantaron con el propósito de seguir igual suerte.
Realmente había peligro. La guardia nacional estaba muy
lejos. Apenas se veían estas ochenta mil bayonetas armadas
para la Convención. Era difícil la comunicación con este gran
núcleo de fuerzas. El patio, en su estrecho recinto de bancales, y
el jardín, especialmente por el lado del puente giratorio, estaban
cuidadosamente cerrados; no se veían más que tres o cuatro mil
hombres expresamente elegidos; una parte de ellos eran
artilleros, la mayor parte de ellos reclutados desde hacía dos
días por la propia insurrección; la otra parte eran voluntarios,
no de los que corrían gratuitamente y por iniciativa propia a los
ejércitos, sino voluntarios comprados por las secciones a tanto
por cabeza, mala gente la mayor parte de ellos, insaciables de
dinero (las actas dan testimonio de ello) y que a cada momento
tiraban de sable para cobrar la paga. Se les había asignado allí
mismo una paga de cinco libras que se fue en aguardiente. El
general de esos borrachos había bebido más que los demás.
El general Henriot, lacayo y chivato durante el antiguo
régimen, había hecho muchas campañas en las ferias y en los
mercados, vestido con traje de general, como los que llevan los
charlatanes y los sacamuelas. Había desfilado durante mucho
tiempo por los tablados con la charretera, la espada y el
penacho. No había otro hombre al que se pudiera escuchar de
tan lejos; tenía (hay que decir la palabra) una jeta horrible, como
para hacer callar a toda una plaza. Sus campañas no habían
estado exentas de contratiempos. ¿Qué capitán no los ha
tenido? Hecho prisionero por la policía, había sido encarcelado
en Bicêtre. Y este hecho es justamente el que le dio la fortuna
revolucionaria. Se le consideraba una víctima; se le juzgó como
a un verdadero militar. Los pobres habitantes del arrabal de
Saint-Marceau, que en sus grandes miserias necesitaban un
ídolo, un amor, al haber perdido a Lazowski, adoptaron a
Henriot. El barrio de la calle Mouffetard (sección de los Sans-
culottes) le consideró capitán. En la noche del 31 de mayo el
Obispado le nombró general por una sola consideración, por
ser, en cierto modo, el sucesor de Lazowski, un hombre por el
que el barrio más pobre sentía verdadera pasión.
Henriot era sólo una voz, una cabeza vacía, inútil, sin una
idea. No tenía más que el aguardiente para construir palabras.
Cuando se necesitaba presencia de espíritu, Henriot se
emborrachaba. Casi borracho pasó el 2 de junio y el 9 de
termidor completamente bebido. En este estado el general era
muy peligroso. Decía indistintamente no o sí, de manera
aleatoria, con la mayor frescura, pudiendo causar grandes
daños incluso a sus propios amigos. El día 2 de junio la sección
que le era devota le envió un orador y lo insultó groseramente;
semejante individuo, a la cabeza de ciento cincuenta hombres
formados, podía equivocarse y arrasar lo mismo a la Gironda
que a la Montaña.
Hérault y la Convención salieron en masa del pabellón del
Reloj y se encontraron frente a Henriot. El grupo de este estaba
muy lejos de opinar de un mismo modo. Unos gritaban ¡viva la
Montaña! y otros vitoreaban a la Convención.
Se entabló una conversación entre los dos figurantes: el
presidente y el general.
El presidente de la Convención dijo: “¿Qué pide el
pueblo?< La Convención está para labrar su dicha<”.
El general, moviendo la cabeza, dijo: “El pueblo no se ha
movido para escuchar frases, sino para comunicar órdenes<
Necesita treinta y cuatro víctimas”. “¿Víctimas? —dijeron los
diputados—. Pues lo seremos nosotros”. “¡Artilleros, a vuestro
sitio!”, gritó el general. La comedia estaba preparada. Dio
comienzo la maniobra, se apuntó con seis cañones a trescientos
hombres desarmados. Al mismo tiempo, unos veinte bribones
presentaron las puntas de sus sables y bayonetas<
Esto hubiera resultado ridículo de no haber sido por que
toda esta gente estaba borracha. ¿Henriot sabía que la Montaña
salió para acompañar a la derecha? Creía que sólo era la
derecha la que estaba frente a él. El cañón hubiera podido ser
disparado al azar. Los que manejaban la artillería manejaban los
cañones desde hacía sólo dos días. Uno cogió fuertemente del
brazo al presidente y lo condujo hacia la izquierda, donde
estaba el pabellón Marsan. Se dejó conducir y arrastró consigo a
los todos los diputados. No encontró por esta parte más que
respeto y silencio. Si Hérault hubiera querido seriamente abrir
las filas a la Asamblea, hacerle atravesar esa cortina de hombres
armados que dudaban de manera muy evidente,
probablemente lo habría conseguido y la Convención se habría
refugiado en las filas de la guardia nacional.
La negligencia de Hérault de Séchelles partía de las
indecisiones de Danton, su jefe, hasta el extremo de mostrar
una vergonzosa duplicidad. Sin duda hubiera dicho cuando se
encontraba prisionera la Asamblea: “Necesitamos la cabeza de
Henriot” para decirle hipócritamente después al general: “No
tengáis miedo, seguid vuestro camino”.
La Convención pasaba de nuevo por el pabellón del Reloj y
descendía al jardín. Lo atravesó y avanzó hacia el puente
giratorio. Algunos diputados jóvenes salieron a una terraza y
vieron gran número de guardias nacionales, legiones enteras
aisladas de la Convención. Hicieron señales a los diputados
como para decirles: “Vamos ahí por vosotros”. Estos diputados
descendieron rápidamente y se unieron a la Convención
cuando estaba próxima al estanque. Marat, seguido de veinte
muchachos, gritaba: “¡Los diputados fieles que vuelvan a sus
puestos!”. La cola era la Montaña dantonista o independiente;
no estaba apoyada por Danton, y al escuchar a Marat regresó al
palacio y fue a unirse dócilmente con los treinta diputados
montañeses y jacobinos que se habían quedado en la sala. La
derecha, que abandonó la sala yendo a la cabeza, cuando
regresó iba a la cola, triste y resignada, vencida.
Desde el banco de los treinta, sin abandonar su sitio,
Couthon dijo en tono muy suave: “Ahora estáis bien seguros de
vuestra libertad. Os habéis dirigido hacia el pueblo; lo habéis
encontrado generoso y sensible; no pido en su nombre un
decreto de acusación, sino que se arreste a los Vingt-Deux, al
Comité de los Doce y a los ministros Clavière y Lebrun<”.
Legendre pidió que se exceptuara a uno de los Doce, y
Marat dos o tres más. Cuando se leía el decreto, Marat decía:
“Excluid a éste, añadid aquel<”. El lector añadía o suprimía sin
consultar a la Asamblea. La derecha pidió que se hiciera
votación nominal, pensando que muchos temerían perder su
honor. Mientras tanto algunos decían: “Después de todo, si se
quedan en su casa, no serán dignos de compasión”. Otros
decían: “Es preferible un mal pequeño para evitar grandes
males”. Otro, con aire estoico: “Más vale no votar que traicionar
al deber”. Esta libertad se tomó al pie de la letra y la Asamblea
no votó. La Montaña votó sola mezclada con la gente del
pueblo que se había sentado amigablemente entre los
diputados.
Apenas leído el decreto, un gran número de diputados
rodeó al secretario para que hiciera constar en el acta la
protesta, por haberse atentado contra la libertad de la
Asamblea. El prudente secretario hizo que firmaran la protesta
en una hoja de papel suelta, “lo que gustó a muchos —dijo
maliciosamente—; cuando vieron que el partido de Robespierre
tomó fuerza y se hizo más poderoso me suplicaron que
quemara la hoja en que se hacían constar sus firmas”. Durand,
el secretario, complació a los vencidos destruyendo su protesta,
y a los vencedores dejándoles falsificar su acta, borrar cuanto
pudiera significar que se procedió con violencia contra la
Convención.
Antes de que terminase la sesión, una comisión que
pretendía representar a todo el pueblo de París agradeció a la
Asamblea su comportamiento y ofreció rehenes en número igual
al de diputados arrestados. “Acepto —dijo Lanjuinais— para
evitar la guerra civil”. Pero Barbaroux rechazó esta proposición
y dijo que se entregaría generosamente a la lealtad del pueblo
de París.
Eran las diez de la noche. Hérault había desaparecido.
Mallarmé se sentó de nuevo en la presidencia para levantar la
sesión. La Montaña se marchó. La derecha pretendió salir por
una puerta que había a su lado. Para pasar era necesario
conocer el santo y seña. Los representantes rechazados se
dirigieron al presidente que, abismado en la vergüenza que le
producía aquello y arrimada la nariz a unos papeles, dijo: “Yo
no me meto en eso”. Un ujier dijo que la Asamblea era
prisionera. La Comuna podría levantar la consigna. Se esperó
un cuarto de hora.
No faltó detalle en este triste acontecimiento. No se debería
esperar prueba más manifiesta de la violencia sufrida por la
Convención. Los ineptos instrumentos de esta violencia hacían
gala de ello. Durante todo el día en los Campos Elíseos
pudieron observarse los preparativos para un sitio, todo el
material de artillería y otras máquinas de guerra. ¡Ésta era la
sensatez del general Henriot!
Por la noche en el Teatro Francés (Odeón), y en alguna otra
sección sin duda, se habló indignadamente de los sucesos del
día. Bonneville, el primero que propuso la República, formuló
una protesta contra el 2 de junio y el Teatro Francés quiso
enviarla a las demás secciones. Esta decisión no tuvo
continuidad.
La laxitud era general. Se sentían deseos de que terminara
la crisis. La guardia nacional estaba desde hacía cuatro días
constantemente sobre las armas. Los húsares de la Escuela
Militar, que habían pasado setenta y dos horas a caballo, ya no
tenían fuerzas para regresar a su cuartel. Muertos de hambre
hubieron de permanecer en la sección de Quatre-Nations,
donde se les dio de comer.
Durante la tarde y toda la noche se emplearon diversos
medios para sofocar las posibles resistencias. El Comité
revolucionario del Ayuntamiento pidió que se le enviasen de
cada una de las secciones vecinas ocho comisarios para ayudar
a desarmar y arrestar a todos los sospechosos. En los Derechos del
Hombre, el más pobre de los distritos del Marais, se redactó la
lista de sans-culottes para pagarles al momento. En la sección de
Grenelle se desmintió que hubieran sido detenidos los
diputados; después se dijo que habían sido arrestados sólo
hasta la emisión del informe del Comité de Salvación Pública.
La Convención había prometido para el 10 de agosto una
Federación general. Estas palabras, que recordaban un período de
paz y esperanza, fueron acogidas con aplausos.
También se divulgó de sección en sección una frase que
todos consideraban sublime. Un sans-culotte dijo a un diputado
aterrorizado que sujetaba una pistola: “No tienes nada que
hacer, no creas que saldrás sólo con un rasguño”. Algunos
encontraban algo de consuelo al pensar que después de todo no
corrió la sangre en ese gran movimiento que duró cuatro días.
Se sacaba como conclusión que septiembre no se repetiría, se
admiraban de la dulcificación de las costumbres y se intentaba
confiar en ello.
Con todo, los jacobinos no seguían tampoco una marcha
decisiva. Obligados a abandonar el plan de insurrección moral y
obligados a recurrir a la brutalidad de los medios del Obispado,
los jacobinos ataban inquietos y tristes. Las secciones jacobinas
irían a tantear a las otras, a tranquilizarlas y a contarles el
acontecimiento: “Cómo la Convención había estado en el jardín
descansando unos instantes y después, invitada por el pueblo, había
vuelto a la sesión”. La sección de Bonconseil trabajó de un
modo infatigable. Durante toda la noche y por medio de sus
diputados visitó a las otras cuarenta y siete secciones de París,
ofreciendo a cada una de ellas “el beso de fraternidad”.
Que nos dispense el lector si hemos contado tan
minuciosamente estos tristes acontecimientos.
Debíamos hacerlo así. Ningún hecho ha tenido en sus
comienzos tal gravedad. El 2 de junio de 1793, fructidor y
brumario, contienen en si mismos todos los golpes de Estado
que siguieron.
Debíamos hacerlo así. Este gran acontecimiento ha sido
relatado infinidad de veces, escrito por manos elocuentes y ha
sido objeto (hoy y siempre) de la controversia de partidos, pero
a pesar de todo no se ha podido evitar que haya sido,
atrevámonos a decirlo, verdaderamente ignorado e
incomprendido.
Y es esto lo que permitía una controversia eterna. Se
copiaban de forma más o menos hábil los periódicos y las
memorias, que proporcionan de manera muy inexacta algunos
trazos exteriores del acontecimiento y que no dicen ni una
palabra de los hechos decisivos, ni del drama interior que se
urdía ocultamente.
Sin embargo este drama nos dejó un testimonio irrecusable,
con documentos auténticos, especialmente las actas de las
cuarenta y ocho secciones. Cada uno de estos escritos es muy
corto y oscuro. Cuando se juntan se complementan, se
esclarecen y se contrastan los unos con los otros; arrojan sobre
el acontecimiento una luz tan concentrada que permite verlo a
plena luz, de lado a lado. Ningún hecho histórico ha podido
atraer tantos rayos de luz.
Desde hoy este gran acontecimiento sale de las vanas
disputas y entra en las páginas luminosas de la historia y de la
justicia.
Dos cosas quedarán establecidas a partir de estos últimos
capítulos:
La política girondina en los primeros meses de 1793 fue
impotente, ciega; podía haber perdido Francia.
Los girondinos fueron inocentes. Nunca pensaron en
desmembrar Francia ni tuvieron contactos con el enemigo.
Al terminar estas páginas nos asalta una dolorosa sospecha,
la de haber sido injustos por haber tratado de ser demasiado
justos.
Siguiendo este proceso con un interés encarnizado,
temiendo oscurecerlo, hemos prescindido de aquellas nobles y
grandes discusiones que sin cesar se mezclaban en todas las
sesiones. Aparece siempre el sombrío rostro de aquella época,
alejada de la luz.
Proclamémoslo aquí para que nadie se equivoque. Los
monumentos de esta época, sea cual fuere la violenta grosería
de sus formas, testifican un carácter noble y elevado, digno de
este gran siglo: el culto a la idea, la fe acendrada en la ley. Que se
escriba la ley y todo se salvará. Incluso en medio de los terribles
movimientos de los últimos días de mayo, los jacobinos en
Bonconseil, y los cordeleros en su club, no sueñan más que con
la Constitución.
Leed los informes del Comité de Salvación Pública. La idea
lo domina todo. El 30 de mayo, entre la insurrección de París y
la noticia de la victoria de los vendeanos, el Comité decreta la
gran fundación de las escuelas. ¡Soberana fe en la luz, noble y
fiera respuesta a las victorias de la barbarie!
¡Ah! Nada significa aún que hayan visto en este libro las
violentas discusiones de la Convención. Es necesario observar
la nobleza, la fuerza heroica que animaba a estos grandes
patriotas, dando a sus discusiones una base de amor y paz. En
tales circunstancias, Danton elogia a Vergniaud y éste a Saint-
Just. Sobre los puntos más elevados de la filosofía era idéntica
su opinión. Más de una vez brilló entre ellos la luz de la
fraternidad, de la reconciliación, que hubiera supuesto la
salvación de Francia.
Miserias y grandezas de la Convención.—Peligro que corría
Francia.—El crimen de la Gironda.—¿Existía gobierno?—La única
fuerza organizada reside en los jacobinos.—Nuevos aspectos de la
Revolución.—La “Terra incognita”.—La Montaña no quiere dar el
gobierno a Robespierre.—La Convención sólo quiere la
Constitución.—Ausencia de gobierno.—El ejército revolucionario.—
Cómo se pidió el ejército revolucionario.—Cómo se eludió el ejército
revolucionario.—Marat y Robespierre guardianes del orden.

I.—LA MONTAÑA TEME LA DICTADURA.—MISERIA Y


GRANDEZA DE LA CONVENCIÓN (JUNIO DE 1793)

La Convención volvió a su cárcel el día 3, a la sombría y


pequeña sala de espectáculos de las Tullerías, donde tan triste
papel había representado la víspera. La Montaña regresó
temblando de ira. Volvía a ver aquellos bancos en que se
encontró cautiva, como la Gironda; allí había gritado Grégoire,
Lacroix había llorado; allí, soportando las risotadas de las
tribunas, se le representaba de nuevo el espectáculo de un
montañés que tuvo necesidad de salir y se le envió una guardia
compuesta por cuatro fusileros<
Los realistas se frotaban las manos: “El rey fue obligado a
calarse el gorro frigio< Esta vez ha sido la Convención. Quizás
se ponga un gorro verde y se convierta esta nueva realeza en
una dictadura” (Revolución de París).
¿Es esto decir que la Asamblea fue un conjunto de cobardes
donde no había más que Sieyès?
Seamos justos. La Asamblea, aterrada, oprimida por las
tenazas de la fatalidad, ha dado para bien o para mal, lo que
constituye la naturaleza humana. Increíblemente benigna antes
de termidor, después débil y furiosa, conducida al desastre por
su terrible reacción, no ha asombrado menos al mundo por el
heroísmo individual de sus miembros y por la admirable
fecundidad de sus creaciones.
He aquí lo que le debe la historia.
Ninguna Asamblea contuvo jamás fuerzas tan vivas, ni
hombres tan dispuestos a morir por su deber. Estos diputados,
ayer médicos, abogados, literatos, asombraron por su coraje a
los Kléber, a los Desaix. Frecuentemente, cuando los militares
retrocedían, ellos avanzaban y como Fabre, del Aude, se
dejaron matar en el mismo sitio donde plantaron la bandera.
Nunca hubo hombres más intrépidos que Merlin de Thionville,
los Bourbotte, los Lacoste, los Romme o los Philippeaux; nunca
se reveló una voluntad tan firme como las de Jean-Bon Saint-
André, Baudot o Levasseur.
“¿Habéis hecho un pacto con la victoria?”, preguntó un
diputado de la derecha. “No, pero sí con la muerte”, respondió
el joven Bazire, sentado junto a Danton.
Noble Asamblea, siempre fecunda a través de sus propias
miserias, invencible ante los obstáculos; mutilada el 31 de
mayo, llevó a cabo las mejores acciones; mutilada en termidor,
continúa después generando vida. Antes y después dota a
Francia de una multitud de instituciones. Cuantos gobiernos
vienen después se apoyan en ella, pero la maldicen. Citan
sencillamente sus leyes y se aprovechan de cuanto creó,
reconociendo a pesar suyo su majestad soberana, fundadora,
organizadora y que más que ninguna otra fuerza humana
representa la indestructible fecundidad de la naturaleza.
Indiquemos al menos algunas de sus grandes creaciones:
Antes del 9 de termidor.—Las primeras páginas del Código
civil. El Gran Libro. La división de bienes comunales. El nuevo
calendario (astronómico y científico). El sistema decimal. La
uniformidad de los pesos y medidas. El Museo del Louvre. El
Museo de los monumentos franceses. El Conservatorio de
Música. El vasto Museo de Historia Natural, gran academia
para la enseñanza de las ciencias de la naturaleza. La
Administración del telégrafo. El consejo de las Minas. La
fabricación de acero y nuevas fábricas de pólvora.
Después del 9 de termidor.—La escuela normal, las escuelas
centrales y primarias, es decir, el único sistema completo de
instrucción que ha existido en Francia. La escuela politécnica. El
instituto. La Oficina de Longitudes, etc.
Pero lo que eleva a la Convención más que otra cosa es su
bondad infinita, el esfuerzo inmenso que hizo, especialmente en
1793, para llevar a efecto las leyes de la fraternidad. Votó las
jubilaciones para los soldados, las ayudas para los refugiados.
Adoptó a los niños abandonados, a los hijos de los condenados
a muerte, a quienes llama con el dulce nombre de hijos de la
patria. Socorrió a las familias cargadas de hijos. Creó las
escuelas de salud. Se encargó de administrar los hospicios, dio a
los hospitales de París gran extensión y ordenó que en el Hôtel-
Dieu no hubiera más que un enfermo en cada cama, cuando había
llegado a haber hasta seis.
¡Pobre ser que hoy puedes mover tus doloridos huesos con
cierta comodidad en la cama del hospital y que en tus noches
de dolor puedes al menos, gemir solo, acuérdate de aquellos
bienhechores de la humanidad que por ti derramaron su
sangre!
Por dos causas volvió la Asamblea a sus bancos
deshonrados.
Se sentía útil al género humano porque tenía todas estas
grandes cosas que hacer.
No hubiera podido retirarse en el horrible estado en que se
encontraba Francia sin darle el golpe de gracia. Su retirada
hubiera sido un crimen.
Francia, desorganizada, casi disuelta, abiertas todas sus
fronteras, sin gobierno, sin defensa, abrumada bajo el golpe en
la Vendée (que el día 10 se convirtió en la dueña de la ruta de
París), tenía aún una fuerza, una sola, su Asamblea. Toda la
nación estaba suspendida de este débil hilo.
Es necesario tener el corazón endurecido para no reconocer
el honor, el patriotismo desarrollado por aquellos hombres. La
Montaña salvó a Francia, cuyo único recurso consistía en la
autoridad de la Convención.
El acta del día 2 de junio, redactada y arreglada por el
hombre más tímido de la Asamblea, Durand-Maillane, hombre
de derechas que votaba a la izquierda, fue aplazada
indefinidamente y no apareció hasta después de transcurrido
algún tiempo. Cuando Grégoire pidió que se hiciera constar en
el acta el insulto de que había sido víctima la Asamblea, el
redactor Durand-Maillane dijo: “He dado cuenta de la
generalidad de los actos, de suerte que pueda verse el estado en
que deliberaba la Asamblea”. La Asamblea se contentó. Muda y
triste pasó al orden del día. Se conformó con lo ocurrido, y lejos
de creerse insultada, comenzó a ocuparse de Francia y no de
ella misma.
La situación era casi desesperada en abril. ¿Cómo era
entonces en junio? No se iba ya hacia el abismo, se estaba en él.
Una palabra bastará. Eran necesarios al menos seis meses para
buscar recursos, crear un gobierno, reorganizar el ejército. Y la
caballería húngara necesitaba tres días para llegar de
Valenciennes y dar de comer a sus caballos en la Convención.
¿Por qué el ejército anglo-austriaco, que estaba a 50 leguas
de París, no se atrevió a llegar a la capital? No hay más que una
razón, y es la de que no quiso. Prefería apoderarse de las plazas
que colocar un rey en París.
Entonces apareció en su esplendor el crimen que cometió la
Gironda, el de haber disputado durante tres meses cuando
estaba presente el enemigo. Ni dejó hacer, ni hizo nada.
No supo exigir los impuestos. La morosidad seguía
aumentando; se retrocedió a los tiempos bárbaros; hubo que
pedir el impuesto en mercancías (septiembre).
No supo vender los bienes de los emigrados. Las
administraciones girondinas se resistieron a las órdenes de su
ministro Roland y no supieron resistirse a las familias de los
emigrados, que con documentos misas lograban entrar de
nuevo en posesión de sus bienes.
No apoyó el asignado castigando a quienes viendo a Francia
en peligro rechazaron su firma. Esto originó un hecho cruel
para el pueblo. Aumentaba el precio de los géneros, pero no el
salario. En julio una miserable cuartilla de habichuelas costaba
treinta sueldos.
Tampoco apoyó el empréstito forzoso, en la afortunada
combinación que propuso Cambon, y dejó que cayera el asunto
en poder de los comités revolucionarios.
La Montaña, como recurso contra la conjura de Europa,
contra un enemigo dispuesto a caer sobre París en cualquier
momento, tenía en su caja dos proyectos. El decreto del
empréstito de mil millones y la emisión de mil millones más en
asignados.
Pero para levantar este empréstito, para guardar cierta
unidad en el caos inmenso que reinaba, para imponerse a los
departamentos, cruelmente irritados por las injurias que
recibían, era necesario un gobierno.
Y entonces, ante los ojos de la Montaña, se abría el abismo.
Los remedios parecían tan crueles como los males.
¿Podían ser un gobierno los cuarenta mil comités
revolucionarios? Muy ardientes patriotas como eran aquellos
individuos, eran también inútiles, torpes para gobernar, y
hubieran sido un instrumento peligroso. Gritaban,
denunciaban, arrestaban a los sospechosos, no hacían nada. La
Revolución en sus manos parecía uno de esos animalitos de mil
pies que se agitan y no avanzan.
¿Podían ser un gobierno los representantes? Sus esfuerzos
fueron patrióticos, admirables y prodigiosos; dieron su vida, su
sangre, pero no se trataba de morir. Lo difícil era vivir y
moverse al mismo tiempo, entendiéndose unas fuerzas con
otras, subordinándose a una dirección común. La violencia de
su pasión patriótica, el ardor que ponían en todo, era un
obstáculo. En el concurso discordante de los representantes
había todo lo contrario a una forma de gobierno, era como una
tempestad de disputas y pasiones, un combate de fuerzas
contrarias anulándose las unas a las otras.
El desorden, el peligro, exigían una dictadura, no digo un
dictador. Una Asamblea que acababa de cortar la cabeza a un
rey no podía crear otro.
Los girondinos, en sus novelas, hablaban del triunvirato de
Marat, Danton y Robespierre, del rey de la Prensa, del rey de la
Asamblea y del rey de los Jacobinos.
Ingeniosa ficción, pero sin base. Estos tres hombres se
repelían, eran insociables.
Danton tergiversó el 2 de junio, como ya había hecho en
enero. No merecía confianza.
Robespierre con su insurrección moral, parecía muy
desligado de todo, muy frío. Le faltaba la energía que requiere
la imaginación popular. Muchos le estimaban, le admiraban,
pero decían que era sólo un filósofo, un pobre hombre de bien.
El más aceptable era Marat, que pese a sus excentricidades,
tenía el mérito de haber sido consecuente. Había dicho franca y
rudamente: “Hace falta un jefe”. Pero no solamente lo dijo. Él
fue ese jefe del 2 de junio. Hizo gracia y justicia. Ser rey no es
otra cosa. Pero desde este día la muerte lo señaló con su fatal
dedo. No solamente los girondinos lo odiaron, sino que la
Montaña no le escuchaba ni se dignaba leer sus cartas. Esto
contrarió extraordinariamente a Marat. Ya enfermo se metió en
cama. El día 20 escribió a los Jacobinos explicando sus palabras.
¿Pero cómo explicar que la Asamblea no había sido durante
algunas horas prisionera y que él no había sido rey?
Marat, por otra parte, a pesar de su poderosa fuerza en la
prensa popular, no tenía fuerza más que en París. No había más
que una fuerza organizada, la Sociedad jacobina, que conducía
de nuevo a Robespierre, que parecía el hombre fatal, la
amenaza del porvenir.
Precisamente era esto lo que indignaba a la mayor parte de
la Montaña.
Por temperamento, por instinto, por naturaleza, era
contraria a Robespierre mucho más que a Danton y a Marat. El
temperamento dantonista, el genio de Diderot en su ditirambo
la Orgía de la Libertad, fue más común en la Montaña. Aborrecía
toda pedagogía. Lo mismo temía caer en la volubilidad
pedantesca y fastuosa de Brissot, que bajo la férula del
implacable Robespierre. Detestaba a la Gironda porque vio en
ella el peligro de la República, su disolución, pero no profesaba
menos horror a la Revolución desbordante, arrolladora,
fecunda en ideales y abundante en sentimientos, pero
sacrificando jóvenes llenos de vigor y de esperanza por la
disciplina y la unidad de la organización14.
¿Eran los jacobinos la Revolución? No; ni siquiera
constituían la Montaña en su totalidad.
Sin hablar de los montañeses neutrales, Barère, Grégoire y
otros, los montañeses dantonistas, hombres de ideal, de pasión,
Desmoulins, Fabre d'Églantine, Legendre, Philippeaux, Thuriot,
tuviesen o no el diploma jacobino, eran contrarios al espíritu de
la Sociedad jacobina.
Lo mismo debe decirse de otros muchos montañeses
ilustres por sus especialidades (militar, financiera,
administrativa), Cambon, Carnot, Prieur, Lindet, que eran por
lo general muy poco amigos de los jacobinos y jamás pusieron
en esta sociedad los pies.
En los dos sentidos, como pasión, como sentimiento, la
Montaña era superior a los jacobinos. Pero la Montaña está lejos
de poseer el espíritu de la Revolución.
Desde el 3 de junio comienzan a descubrirse nuevos
horizontes, luminosos, inmensos. La Revolución era grande;
parecía infinita.
“Más allá de Marat —dijo Desmoulins— hay que decir lo
que los antiguos geógrafos escribían en sus mapas acerca de las
tierras no visitadas: «Terra incognita»“.
Y esta Terra incognita comenzaba a aparecer.
Por Lyon desaparece el misticismo revolucionario de
Chalier.
Hacia el Norte, en Picardía, se señala a Babeuf, que en el 92
y en el 93 fue tan maltratado por los montañeses.
En el centro surge un mundo bajo nuestros pies, la
arriesgada tentativa de una nueva religión que dará a la
Revolución su órgano universal, el culto a la Razón. ¿Quién es
este órgano? París. París desborda Francia y señala un camino
nuevo al linaje humano.
¿Qué hará ante todas estas circunstancias la sociedad
jacobina? No será suficiente con negarlas. El no hablar de ellas,
no bastará para matarlas.
¿Podrá subsistir la Revolución política sin convertirse en
una Revolución religiosa y social?
¿Vivirá la revolución clásica, soñada por Rousseau en la
sombría sala de la calle de Saint-Honoré, sin tener en cuenta la
otra, la Revolución romántica que surge confusa como una voz
del océano?
Sin explicarse bien todo esto, la Montaña por instinto sabía
que dejar a la Revolución en las manos puras y patrióticas,
aunque exclusivas y apretadas de la dictadura jacobina, era
como rechazar una infinidad de fuerzas vivas que jamás
podrían ser sofocadas y que si se sofocasen, por muerte o por
ausencia, secarían y esterilizarían a la República hasta dejarla
sin savia, sin vida.
He aquí por qué la Montaña, durante tres meses, corriendo
el riesgo de perderlo todo, retrocedió con una especie de terror
ante la necesidad de crear un gobierno. No había más que uno
posible, el jacobino. Estimaba la Montaña a los jacobinos, a
Robespierre, y temblaba ante la fatal pendiente que lo
arrastraba todo hacia a ellos. Pensaba que deseaban el poder.
Yo no lo creo. No querían más que la autoridad.
Robespierre tenía espíritu de cura, ambicionaba la
dominación de las almas.
La Convención, equivocada, ignorando este carácter, creyó
que no tenía un momento que perder y el 3 de junio le cerró las
puertas del poder.
Un montañés moderado, Cambacérès, compañero de
Cambon en el departamento del Hérault y que sin ser
dantonista había expresado dos veces el pensamiento de
Danton y el de la Asamblea, formuló la siguiente breve
proposición, que fue aceptada:
“Que cambie la Asamblea sus comités, menos el de Salud
Pública”. —Votada unánimemente.
Lo cual quiere decir:
1 °) La Convención asumirá el hecho consumado; abre a los
montañeses los comités ocupados por la Gironda.
2°) No entrega el gobierno al hombre que cubre la
insurrección con su autoridad.
3°) Este comité, que protestó casi únicamente contra el 31
de mayo y el 2 de junio, merece ser defendido por haber
defendido él la ley.
Esta proposición calmó a los departamentos, conformes con
las palabras de los conciliadores Danton, Cambon, Barère y
Lindet.
Durante los días 3 y 4 se aprobaron otros tres importantes
decretos:
Comienzo de los trabajos para la formación del Código civil, por
una comisión especial de legislación.
La instrucción nacional, basada en excelentes libros
elementales.
La división de los bienes comunales, ordenada en agosto de
1792 por la Legislativa y reglamentada por la Convención. Todo
habitante, hombre, mujer, niño, los ausentes y los presentes,
todos tienen derecho a una parte; si en la Comuna lo acuerda
así el tercio de los votos, se realiza la división.
Hábiles y grandes medidas, pero entretanto, queda una
cuestión por resolver: ¿Cómo se hace un gobierno?
La Convención aplazó este asunto. No se ocupa más que de
la reconciliación de Francia. Juzgó que ante todo era necesario
persuadir a los girondinos de buena fe, haciéndoles ver su
error. Se decía que la Montaña quería restablecer la monarquía.
“Presentémosles para contestarles, una Constitución
fuertemente republicana, sólidamente democrática. Hasta
entonces nada hay posible. Es preciso iluminar Francia, darle su
unidad. Unida puede desafiar al mundo”.
¿Esperará al enemigo? Era bastante dudoso.
Sea lo que fuere, la Asamblea y su Comité de Salud Pública
no hicieron nada serio15 más que para Francia. No tuvieron en
cuenta al mundo.
¡Sorprendente espectáculo! Unos lo admiran y otros se ríen.
Un pueblo sitiado por todas partes, mordido en el corazón por
la Vendée, con quinientas mil espadas apuntándose a la
garganta en el momento en que estalla una segunda guerra
civil, se ocupa impasiblemente de una idea abstracta, de una
forma inaplicable y de leyes para el porvenir.
“Se ha retirado el ejército del Rin, el del Norte se ha
desorganizado, el austriaco está en Valenciennes< Preparemos
la Constitución. Han sido franqueados los Pirineos; los Alpes lo
serán también; Lyon hace señales a los piamonteses. ¡Elevemos
aún más alta la bandera, la Constitución! Pero ¿y si llegan los
vendeanos? Ya están en Saumur< Con la Constitución los
esperaremos a pie firme”.
¿Quién negará a este siglo el nombre que le puso un
alemán ilustre: el Imperio del espíritu, viéndole terminar con un
acto asombroso de fe en el ideal? ¿Y quién le disputaría lo que
Saint-Just reclama para sí mismo: “El siglo dieciocho en el
Panteón”?
La Constitución del 93, como el mundo, fue hecha en seis
días. Presentada el día 10 y votada el 24, fue aceptada en julio
por toda Francia, montañesa o girondina, salvo raras
excepciones. Se sabía que no se podría ejecutar, pero también se
creía que esta poderosa fórmula, por una especie de virtud
mágica, produciría la salvación.
La población parisina, sección por sección, acudía con
músicos a la Asamblea cantando himnos, arrojando flores como
los israelitas, que cantaban y danzaban ante el Arca.
Lo más asombroso es que el enemigo no se aprovechó de
esta Francia absorta, ocupada únicamente en ella misma, en su
disputa interior, en su reconciliación.
Tres meses estuvo así, sin gobierno ni defensa, velando por
una idea, firme en su fe escolástica, sin enfrentarse ni a los
peligros, ni a la voz del mundo, sólo a la fórmula abstracta de la
democracia.
II. —AUSENCIA DE TODO GOBIERNO (JUNIO DE 1793)

Uno de los cabecillas del 31 de mayo dijo antes del


acontecimiento: “Acordaos del 10 de agosto; una vez ejecutado
el golpe, todo se calló< Pues bien, esta vez Francia se someterá
de nuevo a hechos consumados”. Inexacto acercamiento entre
dos hechos tan dispares: el 10 de agosto Francia adquirió un
inmenso movimiento, el mayor que ha habido jamás; el 2 de
junio permaneció aturdida por una fatal inercia.
Las medidas revolucionarias que la Gironda impedía que
se llevaran a cabo, no se formaron hasta tres meses después de
su expulsión.
Apenas acababa de nacer el primer Comité de Salvación
Pública. El segundo comenzó su vida el 10 de julio, no actuó
hasta septiembre y se completó en noviembre. Durante mucho
tiempo permaneció inactivo. Nuestra situación militar fue
empeorando hasta finales de agosto.
El 2 de junio ofreció un espectáculo sorprendente: una
victoria sin vencedor.
¿Dónde estaba la fuerza?
No residía en la Convención, que dictaba leyes para
Francia, pero que no se hubiese atrevido a dar una orden al
general Henriot. No residía en Robespierre, quien el día 2 se vio
casi solo, rodeado únicamente por treinta fieles suyos, cuando
toda la Asamblea abandonó la sala.
¿Residía en la Comuna? Generalmente así se creía, incluso
la Montaña lo creía. La noche del 3 encontraron los montañeses
en la sociedad jacobina a un hombre de la Comuna y le dijeron
amargamente: “¿Ahora sois vosotros los reyes?”.
Era visible que la Comuna se arrastraba más que andaba y
que seguía, a gusto o a disgusto, al Comité de insurrección.
¿Estaba, pues, la fuerza en este Comité? Se componía de
nueve jóvenes por entonces desconocidos: Rousselin, Auvray,
etc. Estos reyes imberbes, ¿eran reconocidos y obedecidos como
verdaderos vencedores del 2 de junio? Se juzgará a su debido
tiempo.
Recordemos primero el estado de las autoridades regulares
de la capital. Se observaba en ellas una honda división de
espíritu y no celebraban sus sesiones en el mismo lugar. Sin
hablar del Departamento, que las celebraba en la plaza
Vendôme, ni del alcalde Pache, que las llevaba a cabo en la
Policía. La Comuna propiamente dicha, es decir el consejo
general (Chaumette, procurador de la Comuna y su sustituto
Hébert, ambos franciscanos) lo hacía en el Ayuntamiento. A
pesar de su aparente unión, resultaba fácil averiguar sus
disidencias. Hébert marchó al Obispado la noche del 31 de
mayo en que la campana tocó a somatén. Y Chaumette,
oyéndola desde el Ayuntamiento, se puso a llorar: “Hemos
preparado —dijo entristecido— la contrarrevolución”.
Chaumette trató de impedir que se disparase el cañón de
alarma.
He aquí la antigua Comuna, relativamente moderada y que
no inspiraba confianza a los hombres de la insurrección, a los
agitadores del Obispado. Este no perdonó nunca a su
presidente el haber pactado con la Comuna y el haber tomado
asiento entre Pache y Chaumette. Vimos cómo la Comuna
excluyó a los hombres del Obispado y reconoció como Comité
central revolucionario a los Nueve de los que hablábamos antes,
nombrados por las autoridades del Departamento en la sala de
los Jacobinos y bajo la influencia jacobina.
Pero ¿por qué se eligió a desconocidos? Sin duda, creyeron
los jacobinos que no convenía ningún jacobino destacado y
dejaron esta tarea a jóvenes irrelevantes, dispuestos a violar la
Asamblea. A pesar de ello no quisieron comprometer
directamente a la gran Sociedad, amiga del orden y de las leyes.
Resultó de todo esto un caso curioso, y es que, como fueron
descartados los cordeleros, apartados los jacobinos, destruida la
Convención, dominada la Comuna y el joven Comité central
había perdido todo suceso, se perdió el principio de autoridad.
¿Había vuelto al pueblo, a su fuente natural? No. Las
secciones estaban mudas, inmóviles. Sus Comités
revolucionarios las habían dominado y subyugado.
A decir verdad, ¿qué habrían hecho? Al igual que el
partido girondino, al que pertenecía la gran mayoría de las
secciones, adoptaron la actitud ¿le resistencia, sin pretender
nada. Nada hubieran hecho sino prolongar impotencia y la
inercia, que eran la muerte de Francia.
Estos comités revolucionarios, minoría imperceptible en el
océano de acciones que manejaban y aterrorizaban, eran
exaltados en comparación con su debilidad y muy
desconfiados. Se dispusieron a salvar ellos la patria sin
someterse a nadie ni consultar a nadie, ni al poder central. Los
comités se tomaban a la ligera el Comité de insurrección.
Todo esto se puso en evidencia por un hecho, el arresto de
Prudhomme, el famoso impresor de Las Revoluciones de París.
Prudhomme, verdadero comerciante, estudió durante toda
su vida lo cambiante del espíritu público, se ajustó
perfectamente a ello y siempre pagó a autores que siguieran el
movimiento. Antes de la Revolución escribió los Crímenes de los
reyes y después los Crímenes revolucionarios. Consiguió un
enorme éxito cuando contrató los servicios de Loustalot y la
tirada ascendió en ocasiones a más de doscientos mil
ejemplares. En 1793 Prudhomme pidió violentamente la muerte
del rey. Había defendido a Marat en abril, a Hébert en mayo; se
pronunció enérgicamente contra la Gironda porque esta
suprimió la publicación del Padre Duchesne. Es verdad que,
obedeciendo a la masa de sus suscriptores, habló con
indignación de los hechos violentos que precedieron al 2 de
junio. La publicación del Padre Duchesne se detuvo a las once de
la mañana de ese mismo día.
¡Extraño espectáculo! ¡El defensor de Marat y de Hébert
tratado como un realista!
Si creemos a Prudhomme, el comité de su sección fue el que
practicó el arresto, bajo la denuncia hecha por un enemigo
personal. Él ordenó avisar a la Comuna, es decir, a Chaumette,
que pidió que se aplazase la operación.
Una hora después es citado ante el comité revolucionario,
declarándole preso de nuevo. ¿Por orden de quién? Del Comité
central de los Nueve. Se le enseña el auto y lee: “Considerando
que la libertad acordada para el ciudadano Prudhomme se le ha
concedido sin reflexionar, etc., etc.”.
El día 3, a las diez de la mañana, el Comité central, sin duda
cediendo a insistentes súplicas de Chaumette, puso en libertad
a Prudhomme, aunque esta medida particular se veía
contrariada por otra de carácter general. El mismo Comité
ordenó al general Henriot que fueran encarcelados los
periodistas no patriotas. Al mediodía van a casa de
Prudhomme para detenerle de nuevo; sólo encuentran a su
ordenanza, al que arrestan.
Este malentendido tiene su explicación. Nueva orden del
Comité central para liberar a Prudhomme, pero se formula una
violenta reclamación del comité de sección, quien protesta
porque el prisionero es culpable, y declara con tono
amenazador que el Comité central es el responsable de las
consecuencias de estas comisiones.
Hasta el día 4, a las doce y media del mediodía y tras tres
encarcelamientos y tres liberaciones en tres días, Prudhomme
no fue puesto en libertad.
Hemos relatado este hecho extensamente para explicar la
lucha de las tres autoridades rivales: la Comuna, el Comité
central de insurrección y los comités revolucionarios de las
secciones.
El Comité central, aislado, sin base ni fuerza, no podía tardar
en retirarse. Su retirada le libraba de sí mismo, dispensándole
de la promesa de insurrección hecha al pueblo: la de
alimentarle, pagarle y crear un ejército revolucionario.

III. —EL EJÉRCITO REVOLUCIONARIO (JUNIO DE 1793)

Este fantasma de los ricos y de la propiedad, esta terrible


máquina de abrir cofres, vaciar bolsas, creada en el momento de
una verdadera necesidad pública, parece haber sido una idea
concebida por los cordeleros.
La primera prueba la llevó a cabo un dantonista, Dubois-
Crancé, en Lyon. Él mismo explica perfectamente cómo,
abandonado por el centro, rodeado de tres peligros, Lyon,
Marsella y el Piamonte, que quería atravesar los Alpes, no
sabiendo si invocar al cielo o al infierno, se resignó y se unió a
Chalier y a los exaltados de Lyon, en cuyas manos colocó la
espada del ejército revolucionario. ¿Qué pretendía? Contener a
Lyon, rechazar la invasión y, a falta de otros recursos, hacer, si
fuese necesario, que el ejército de los Alpes cayera sobre Lyon.
En París hubo otra razón para asalariar al pueblo y era la de
que no se sabía cómo alimentarlo. El ejército revolucionario
permitirá que viva una parte de este pueblo, alimentándose los
pobres de los ricos.
Desde 1790 había en París veinte mil pobres y cuarenta mil
en Versalles, en una población de sesenta mil habitantes16.
La cosecha de 1792, rica en trigo, fue nefasta para todo lo
demás. Todo se agotó enseguida y en la primavera de 1793 se
experimentó una cierta carestía.
El gran problema: “¿cómo alimentar al pueblo?” se planteó
desde marzo hasta mayo, en junio y hasta en septiembre, como
una espantosa esfinge que venía a devorar a todos los partidos.
La Comuna, arrastrada por la necesidad, lo mismo que
Lyon, se vio obligada a crear un ejército revolucionario. Los
patriotas lioneses, ocho días antes de comenzar, enviaron como
delegado a uno de los suyos, al joven Leclerc, elocuente, fogoso
y amante de Rose Lacombe, en cuya casa se acostaba y que le
acompañaba por todo París jurando sangre, muerte y ruinas.
Este frenético reavivó el furor de los cordeleros. El día 13 (el
mismo en que Crancé concedió a Lyon su ejército
revolucionario) los cordeleros, por medio del órgano de la
administración de policía, que dependía de ellos, formularon la
proposición al Consejo general de la Comuna, el cual decidió
que la petición se hiciera a la Convención.
El mismo día Robespierre, como no quería quedarse a la
zaga de los lioneses y de los cordeleros, formuló la misma
petición en los Jacobinos, encareciendo y pidiendo que se
asalariase a los patriotas que acudieran a los actos de las
secciones.
¿Entendían los cordeleros y los jacobinos lo mismo cuando
oían las palabras ejército revolucionario? ¿Pedían lo mismo?
No. Los jacobinos y Robespierre sólo querían crearse un
ejército contra la Gironda, y por otra parte elevar el empréstito
y las demandas por un medio expeditivo: el brazo del pueblo.
Pero los Chalier, los Gaillard y los Leclerc, de Lyon; los
Guzmán, los Jacques Roux y los Varlet, de París; los cordeleros
furibundos que Marat llamaba exaltados, imaginaban otra cosa
completamente diferente. Poetas furiosos de la Revolución
querían hacer de este ejército un apostolado, el de la guillotina.
El ejército revolucionario debía, según ellos, recorrer toda Francia
con el patíbulo a cuestas, juzgando y ejecutando, fanatizando
mediante el vértigo, convirtiendo mediante el terror. Entonces
el pan sería barato; los labradores, temblando, abrirían sus
graneros, los ricos sus cajas. Francia, en posesión de todos sus
recursos, se convertiría de repente en una fuerza poderosa. Sin
dificultad podría mantenerse y alimentarse.
Los políticos de la Montaña se oponían a esta idea salvaje.
Robert Lindet, sobre todo, sostuvo que esto era un medio de
organizar el hambre, y quizás también la guerra civil, por las
furiosas resistencias que se encontrarían en los campesinos.
Las terribles palabras ejército revolucionario son repetidas
por los diferentes partidos con un alarmante crecimiento de las
cifras, como una especie de subasta, a medida que sube la
marea en los últimos días de mayo.
El día 31 de mayo el dantonista Lacroix desarma a los
exaltados, apoderándose de su proposición y pidiendo que se
compusiera este ejército de seis mil individuos.
Durante la noche del 1 de junio el Comité de insurrección,
observando que languidecía el movimiento, quiso despertar el
entusiasmo diciendo que no de seis mil, sino de veinte mil,
debía componerse el ejército revolucionario, a dos francos diarios
por hombre.
El 2 de junio Lacroix intenta sofocar el movimiento
diciendo que debía formarse el ejército con dieciséis mil
hombres, como así se aprueba y decreta.
Para el Comité de insurrección no era una situación
embarazosa, pues el comité era una autoridad transitoria que
podía partir y dejar a otros el cuidado de cumplir sus promesas.
Era embarazosa la situación para la Comuna, para
Robespierre, que fueron los autores de las primeras
proposiciones, y que vieron crecer y engrosarse el movimiento,
hasta el extremo de que nadie podía comprometerse a satisfacer
las esperanzas del pueblo.
“¿Dónde encontraréis dinero?”, había dicho Chaumette.
¿Se daría a dieciséis mil hombres dos francos diarios para vivir
tranquilamente en París cuando estaban nuestros soldados del
Rin, del Norte, a punto de morir extenuados ante el enemigo?
Si se creaba este ejército y se entregaba a los exaltados, era
como poner un arma en poder de un loco, y si no se creaba
corríamos el riesgo de una insurrección, pero muy seria,
inspirada y aconsejada por la miseria y el hambre.
Entonces se observó un espectáculo curioso: Chaumette y el
Padre Duchesne, espantados y rebasados, recomendaron la
moderación. Habían arrestado a Guzmán e intentaban hacer
callar a Leclerc: “Quien quiera el derramamiento de sangre —
decía Hébert—, no es un buen ciudadano”.
El Comité de insurrección dijo que cuando menos debía
constituirse el ejército con seis mil hombres. Después de
acordado esto, el comité se disolvió (6 de junio).
Pero una circunstancia imprevista evita que se cumpla
aquel acuerdo. Los artilleros de París, cuerpo distinguido,
compuesto por gente escogida, valiente, como se vio en Nantes,
pero de grandes pretensiones, formaban ya una especie de
ejército revolucionario. Se opusieron con gran osadía a que se
constituyera otro del que ellos no serían más que un cuerpo
accesorio. Juraron no disolverse y permanecer unidos,
defendiéndose los unos a los otros.
Esto infundió mucho valor a quienes temían la creación del
ejército revolucionario, a los enemigos de los exaltados, a
Robespierre, a los jacobinos, a la Comuna, a Chaumette.
El 11 de junio la sección de las Picas (la de la plaza
Vendôme), sección de Robespierre, arrastró a su causa a
algunas otras secciones. Fueron al Obispado, al centro de los
exaltados. Sin duda la sala estaba vacía. Se sentaron a su antojo,
discutieron y aprobaron en nombre del Obispado, una
demanda de aplazamiento del ejército revolucionario. Los
cordeleros se enfurecieron; esa misma noche advirtieron esta
sorpresa y acusaron violentamente a la sección de Robespierre.
Ya desde hacía algún tiempo, incluso antes de la caída de la
Gironda, el instinto previsor de los ricos, iluminado por el
terror, les decía que Robespierre e incluso Marat, se
encontrarían, por su oposición natural a los exaltados, como
moderadores de la situación y defensores del orden. Sin
presumir de fidelidad hacia la Gironda, que evidentemente se
hundía, se dirigieron a la Montaña, a lo más alto de la Montaña,
donde se encontraba Marat. Este, aunque cruel por la desnudez
de sus palabras, era vanidoso y sensible cuando se le trataba
con cariño y confianza.
Él mismo contó un caso significativo:
Algún tiempo antes del 31 de mayo, un banquero estimado
suyo, Perregaux (predecesor de Laffite), le invitó a comer en su
casa.
Marat aceptó. Pero muy prudente, quiso tener un testigo de
sus palabras y se llevó a Saint-Just. Había a la mesa dos o tres
banqueros y negociantes. Estos tímidamente preguntaron al
gran patriota lo que pensaba acerca de los proyectos de la ley
agraria, de la división de propiedades, etc. Marat se encogió de
hombros y dijo que todo eso pertenecía ya a otras épocas, que
eran utopías pertenecientes a sociedades históricas, y que
significaban en aquel tiempo algo anacrónico. Los capitalistas se
levantaron de la mesa, convencidos del buen sentido de Marat.
1793

Méritos de esta Constitución.—Cómo se hizo.—Conducía a la


dictadura.—Ataques de que fue objeto.—El partido de los curas en la
Convención.—El partido contrario,—Robespierre hiere al partido
contrario.

I. —MÉRITOS DE ESTA CONSTITUCION; ATAQUES DE QUE ES


OBJETO

La Constitución de 1793, esbozo improvisado por la necesidad


en una crisis política, tiene la virtud de responder por sus trazos
generales y enérgicos al corazón, a los sentimientos de la
humanidad.
En un principio responde a la antigua, a la invariable
necesidad de este corazón. Habla de Dios.
Es cierto que habla de Dios en términos abstractos, vagos y
equívocos. Pero por el hecho de nombrarlo parece que Se
penetra en el pensamiento del pueblo y se convierte en ley de
carácter popular. No es esto una obra fortuita de sabios O de
filósofos. Se funda y armoniza en la tradición, en el sentido
común de la humanidad.
El segundo punto original es que esta Constitución, escrita
para un gran imperio, pretende hacer realidad lo que es tan
difícil en las sociedades pequeñas: el ejercicio constante y
universal de la soberanía popular.
Noble utopía de un gobierno sencillo, que sin someterse a
nadie, se rige por el mismo, como Dios, Sin obedecer más que a
su voluntad.
El tercer punto, mas grave, es el de que esta Constitución,
frente a las que le han precedido, representaba por primera Vez
la ley, no como máquina de gobernar al hombre, sino como su
protector que se preocupa por él, que quiere garantizar su vida,
que no quiere que muera el pueblo.
Cómo reconoceremos a la ley? Por su rasgo sobresaliente,
que distingue a la falsa madre de la verdadera. En el juicio de
Salomón la verdadera madre grita: “¡Que viva!”.
“Las ayudas públicas son una deuda sagrada. La sociedad
debe la subsistencia a los seres desgraciados, ya sea procurándoles
trabajo, ya sea asegurando los medios para existir a quienes
carecen de condiciones para el trabajo”.
¡Débil expresión aún del primer deber de la fraternidad!
¡Aurora de un nuevo mundo! ¡Primeras páginas sonrientes de
edades mejores!
Remontémonos a 1792, al proyecto de constitución
girondino redactado por Condorcet. Nada había semejante. El
autor, es cierto, prometió la ley sobre ayudas públicas, pero una
ley aparte, como si esta ley, este deber de fraternidad, no
debiera figurar a la cabeza de la Constitución.
Es mucho peor si nos remontamos a la Asamblea
constituyente. Reina con toda su fuerza la escuela anglo-
americana. Los informes, los discursos de La Rochefoucauld y
otros filántropos, nacidos en la egoísta escuela del dejad hacer y
dejad pasar, son muy poco filantrópicos si los comparáis con los
sentimientos dominantes en 1793, llenos de ternura, de amor
acendrado a la humanidad, que hacen de aquel año maldito la
gran era de la fraternidad social.
Estos son los puntos capitales que caracterizan la
Constitución del 93. Dios, la Fraternidad, estas cosas tan
fecundas, no aparecen solas, aisladas, sin ligadura. Más bien al
contrario, marchan juntas, infunden a las ideas fuerza vital,
sangre que circula dando a todos los órganos un rojo baño de
energía y de vida. Hacen de la eterna obra una creación
viviente.
La desgracia fue que aquellos hombres, obligados por las
circunstancias a hacer algo, pusieron ante ellos sobre la mesa,
un mal proyecto de Constitución, hecho por la Gironda.
Corrigieron el proyecto, lo retocaron, lo modificaron. No hay
mejor manera de no hacer nada bien. Habría que haberlo
desechado por completo y haber creado de un golpe, una obra
nacida de sí misma.
Los retoques fueron afortunados, testimoniando la
presencia de un espíritu mejor.
Por ejemplo, me gusta el hecho de que al hablar de la
Propiedad y del derecho que el hombre tiene a disfrutarla, la
Constitución del 93 sustituye la palabra capitales, que podemos
leer en la obra girondina, por “el fruto de su trabajo”.
Ésta es una hermosa palabra. En la enumeración de los
medios por los cuales se adquieren los derechos del ciudadano,
la ley añade: “Adoptando a un niño, alimentando a un
anciano”.
La constitución girondina, por una insigne imprudencia,
concedía la misma autoridad a los pueblos que a las capitales;
es decir, que daba a los campesinos siervos, bárbaros
inveterados, turbas fanáticas, juguete de nobles y curas, los
medios para perderse ellos mismos y perder a la República. La
Constitución jacobina potencia a las luces y a las ciudades.
¿Cómo se realizó obra tan rápida?
Todas las sociedades populares exigían una Constitución al
instante. Nadie quería la anarquía, ni siquiera los mismos que la
provocaban. Todos sentían hambre y sed de leyes.
Todos, en la nueva e ingenua fe, creían que la verdad no
necesitaba otra cosa para vencer más que presentarse.
Concedían a sus enemigos el honor de creer que en presencia
de la Justicia y de la Libertad, claramente formuladas en la
Constitución, arrojarían las armas y que todo cedería, pasiones,
intereses y partidos.
Esta impaciencia facilitaba aún más el trabajo de los
redactores. Un pueblo tan deseoso de leyes las debía adoptar
confiando en la bondad del legislador, pues apenas si quedaba
espacio para examinarlas y estudiarlas.
Por otra parte, la Constitución encontraba una grave
dificultad. Debía responder a dos condiciones absolutamente
contrarias:
Nacida el 31 de mayo, debía justificar la fecha de su
nacimiento haciendo olvidar el proyecto girondino,
mostrándose más popular. Era necesario poner a la Gironda en
democracia.
Y al mismo tiempo realizar lo opuesto: organizar un
gobierno fuerte. Francia perecería falta de un gobierno.
Se entregó a Robespierre. La Montaña, que acababa de
renunciar al poder, lo confirió en realidad a la Constitución.
Ésta fue llevada a cabo bajo su influencia, por cinco
representantes que se agregaron al Comité de Salvación
Pública. Este Comité gastado, roto, no tiene por delante más
que un mes de vida. Esta era su fuerza y su porvenir. Los
adjuntos fueron los dos hombres de confianza de Robespierre,
Couthon y Saint-Just, además de otros individuos de
insignificante autoridad: Hérault de Séchelles, ligero
dantonista, hombre hermoso de cabeza hueca, que sin darse
cuenta había hecho la revolución del 2 de junio, y dos legistas
apolíticos, Berlier y Ramel, tres votos conquistados por Saint-
Just y Couthon, es decir, por Robespierre.
No se osaba, no se podía pedir la dictadura, sin la cual todo
iba a desaparecer. Se intentó que la dictadura surgiera de la
Constitución misma, la más democrática del mundo.
¡Extraña broma del destino! Robespierre guardaba en su
corazón el ideal de la democracia; como ya hemos dicho,
deseaba menos el poder que la autoridad moral, en beneficio de
la igualdad. Lo que ambicionó durante toda su vida fue ser
dictador de las almas y rey de los espíritus, por medio de una
triunfante fórmula que resumía la fe jacobina y ante la cual los
girondinos, los cordeleros, Francia y el mundo entero se
arrodillarían. Llega el día y Robespierre está abocado a dictar
leyes, pero en el preciso momento en que la situación no tolera
ya las leyes. ¡Llega el instante de realizar una obra suprema,
cuando por el carácter particular de la situación no puede
ejecutarse inspirándose en la verdad!
Organizar el poder era la necesidad suprema. ¿Pero cómo
aventurarse cuando el 10 de mayo el propio Robespierre, justo
un mes antes del 10 de junio, en que fue presentada su
Constitución, había pronunciado un discurso de desconfianzas
y suspicacias contra el poder, haciendo como quien dice una
guerra en la vía pública contra la magistratura del Estado?
Nada asombró, sin embargo, a la audacia de Couthon y
Saint-Just. Este poder, que no podía constituirse de un modo
expreso, lo organizaron ambos sin pronunciar una palabra.
Cogieron el proyecto girondino de Condorcet, cortaron aquí y
añadieron allá, borrando los artículos de garantías, quitando las
barreras al poder. Esta Constitución se creó, pues, por omisión
y a golpe de tijera, y así es como aparecen algunos artículos
dignos de ser transcritos:
1° La censura universal del individuo y del pueblo acerca de
los abusos de la administración, desaparece en la Constitución
jacobina.
2° Así como el gran jurado nacional puede juzgar los
delitos de traición, el cuerpo legislativo puede acusar a los
ministros, pero ¿ante qué tribunal? No lo dice.
3° Los ministros nombrados por el pueblo en el proyecto
del 92 son, en la Constitución del 93, nombrados por medio de
una doble elección, por un cuerpo de electores nombrado por el
pueblo.
4° Los comisarios de la tesorería, a los cuales deben rendir
cuentas los agentes de negocios, eran nombrados por el pueblo
en el proyecto girondino; en el jacobino son designados por los
ministros, vigilados, no ya por los miembros del cuerpo legislativo
(como Cambon, etc.), sino por empleados que nombra el cuerpo
legislativo.
Lo que asombró a los hombres de todos los partidos fue la
creación de cuerpos electorales.
Todo el mundo creyó reconocer a los de la Constituyente;
se temía la fundación de una nueva aristocracia.
En vano el relator Hérault de Séchelles dijo que si el poder
ejecutivo no era nombrado por el pueblo, era para disminuir su
importancia. A esto se contestaba que “estos cuerpos
electorales, perpetuados por el jacobinismo, darán al poder
ejecutivo el apoyo fijo de una casta. La Constitución del 91
basaba su realeza en sus cuerpos electorales de notables. La
Constitución del 93 basará su dictadura sobre los cuerpos
electorales de los jacobinos, aristocracia sans-culotte, no menos
condenable que la otra”.
Hubiera sido necesario poder ser francos, hablar claro,
decir que en la infinita movilidad de los partidos nada se
conocía más firme que la Sociedad jacobina. En estos
momentos, excepto ella, todo se fundía, desaparecía.
Para avalar ante el pueblo esta resurrección del poder
ejecutivo, la Constitución del 93 le hace una bellísima promesa,
la de hacerle votar a él mismo todas las leyes. El cuerpo legislativo
no hacía otra cosa más que proponerlas.
Es el mayor homenaje que se ha rendido al pueblo, la
concesión más generosa que se ha hecho jamás al instinto de las
masas iletradas. Ya se supone que en los temas más delicados,
difíciles, especiales, la simple luz de la naturaleza suplirá a
todos los auxilios de la ciencia.
Pero realmente esta concesión, este voto sobre todas las
leyes es ilusorio:
“Cuarenta días después de hecha la proposición de ley, si
en la mitad de los departamentos, la décima parte de las
Asambleas primarias no ha reclamado, el proyecto se convertirá
en ley”.
Que es como consagrar la frase de el que calla otorga. Es
indudable que para las leyes que regulan cuestiones difíciles (lo
son la mayoría de las leyes en una sociedad como la nuestra, de
tan complicados intereses), las masas no tendrían ni el tiempo,
ni la voluntad, ni el poder de ponerse a estudiar; sólo podrán
hacer la ley con su silencio.
A decir verdad, las dos Constituciones, la jacobina y la
girondina, eran o peligrosas o inaplicables.
La girondina es únicamente una máquina de resistencia
contra la autoridad que no existe aún, y que con ella no podrá
ni comenzar siquiera; no hay más que ligaduras, barreras,
obstáculos por todas partes: una máquina como esta
necesariamente ha de permanecer inmóvil. Es la parálisis
constituida.
La Constitución jacobina, siendo tan sumamente
democrática, conduce a la dictadura. Este es su defecto y Este
fue su mérito en el momento en que fue hecha, en la terrible
crisis en que todo remedio parecía residir en la dictadura.
El día 10 fue leída y escuchada detenidamente en la
Convención. Pero esa misma noche pudo observarse que no
había obtenido buena acogida, ni siquiera por los hombres del 2
de junio. Y fue precisamente del seno de los jacobinos de donde
surgieron vivas explosiones de crítica.
Chabot, el impúdico, el cínico que más que ningún otro
había despreciado a la Gironda, injurió casi tan bárbaramente la
Constitución de Robespierre. Sin respeto al lugar en que se
encontraba ni a las personas, dijo rudamente: “Que la nueva
Constitución no era más que un lazo, un ardid para implantar
la dictadura, que recreaba un monstruo de poder ejecutivo,
independiente de la Asamblea, un poder colosal y liberticida
que resucitaba a la realeza<”.
Robespierre, sorprendido, no encontró más que esta
respuesta: “Bien: propondré intercalar en la Constitución
artículos más populares”.
Pero Chabot no se detuvo. Preguntó que dónde estaban los
artículos que real y directamente afectaban a la clase popular.
No hay más que uno, el que dice que “son una obligación
sagrada los auxilios públicos”, sin indicar ni vías ni medios.
“¿Esto —dice Chabot— es lo que puede esperar el pueblo
vencedor al día siguiente de su victoria?”.
El silencio después de estas palabras fue terrible. Incluso
Chabot se asustó de ver que nadie le respondía. Se creyó
hombre perdido, y aún más cuando al día siguiente los exaltados
se apoderaron de estos argumentos para formular una insolente
petición a la Convención. Desesperado entonces por haber
tenido tanta razón, decidido a realizar una cobardía cualquiera,
una humillación que borrase sus palabras, encontró una ocasión
propicia y la aprovechó, denunciando un dibujo anónimo que
representaba a Condorcet como enemigo de la Constitución.
Denunció al autor, lo persiguió hasta la muerte, creyendo
salvarse él mismo.
Por lo demás, Chabot en sus últimos párrafos había dicho
algo de verdad. La Constitución del 93 era, como tantas otras,
una máquina sin vida, una rueda sin motor. Faltaba
precisamente lo que había de ponerla en movimiento.
En vano Hérault había dicho que las leyes sociales vendrían
después de la Constitución, siguiendo el viejo método de quien
crea un mecanismo, lo pone en el suelo y se queda mirándolo
para ver si funciona. Era indispensable crear el motor, dándole
su fuerza mecánica, para que esta rueda, este brazo, esta pieza
obedezca a la otra, la secunde. Religión, educación, moralidad
fraternal, leyes de caritativa equidad y de honda ternura, esto es
lo primero que debe organizarse, introduciéndolo en las leyes y
en el corazón. Todo esto es anterior y superior al mecanismo
político17.

II. —CONTINUACIÓN DE LA CONSTITUCIÓN.—EL SER


SUPREMO

Chabot había estado muy lejos y por ello no fue él quien


dijo lo que hería el corazón de gran número de revolucionarios,
incluso de moderados y de la mayor parte de la Montaña.
Hemos visto que una de las causas principales que aislaron
a los girondinos fue la de que, sujetos generalmente a la
tradición filosófica del siglo XVIII, hirieron a muchos
convencionales que amenazaban al antiguo régimen. La
supresión del domingo en las administraciones fue un crimen
imperdonable.
El cura Sieyès en el centro, Durand-Maillane y otros en la
derecha, con su mutismo habitual no ejercían gran influencia en
la Convención. Los curas eran muy numerosos, y además había
catorce obispos, cuya mitad pertenecían a la Montaña. Uno de
estos obispos montañeses había sido profesor de Robespierre.
Estaban muy unidos y votaban juntos a favor de las
circunstancias en las que sus hábitos estaban interesados. La
Revolución pudo haber destruido todo un mundo, pero no
acabó con la relación entre los curas.
La clarividente política de Robespierre había advertido que
independientemente de la división local de los partidos en
derecha, centro e izquierda, había también como un partido
disperso por todos los bancos de la Asamblea, el de los
miembros más o menos sujetos a tendencias religiosas.
Si se agregaba este partido, muy fuerte sobre todo en la
derecha, podía encontrar un apoyo en él, incluso contra la
Montaña, contra esta variable e indisciplinada Montaña que el
día 2 de junio no le dejó más que treinta fieles. ¿Qué ocurriría si
la Montaña, arrastrada por Danton o cualquier otro cordelero,
continuaba desertando? Era, pues, necesario defender a la
derecha, y así lo hizo, conservándola como una reserva futura,
aumentándola con cuantos elementos de la izquierda o del
centro querían conservar algunos principios de la vieja religión.
En una discusión reciente acerca de si el nombre del Ser
Supremo se había de colocar o no a la cabeza de la
Constitución, se vio que la Asamblea procuraba aplazar
indefinidamente la proposición. Robespierre, prescindiendo de
esto, escribió en la cabecera de la Declaración de los Derechos
del Hombre: “En presencia del Ser Supremo”18.
Son especialmente estas palabras las que firman la
constitución con el nombre de Robespierre. Ninguno de los
redactores, como no fuera bajo su influencia, hubiera soñado
con escribirla. Robespierre desafiaba las iras de una gran parte
de la Montaña.
Un resultado natural de la lucha que el espíritu moderno
ha mantenido durante tanto tiempo en los suplicios y en las
hogueras contra los hombres de Dios, es el de que el nombre de
este era sospechoso. No recuerda más que a la tiranía clerical,
apenas desaparecida.
Una palabra lo explicará todo.
En la época en que Diderot describía los procedimientos
artísticos en la Enciclopedia, un día se encontró frente a un
tornero cuyo trabajo se quedó contemplando. Llegó uno de sus
amigos y Diderot, elevándose de este arte inferior a la idea del
arte sublime, eterno, comenzó a hablar de la creación y del
Creador con una elocuencia extraordinaria, mientras a su amigo
se le cambiaba la cara. Finalmente rompió a llorar y cayó de
rodillas a los pies de Diderot cogiéndole las manos: “¡Amigo
mío, amigo mío —dijo—, por favor no habléis más de Dios!”.
Con lo cual quería decir evidentemente: “Fuera las monjas,
los frailes, la inquisición, los esbirros”, etc., etc.
Una escena análoga ocurrió durante la época en que
escribimos esta historia. Una noche de 1793 uno de los fogosos
discípulos de Diderot llegó jadeante y pálido a la callecita de
Serpente y entró en la casa del librero Debure, de cuya familia
era amigo. Se extrañaron al verle: “¿Qué os pasa? ¿Habéis sido
denunciado?”. “No”. “¿Alguno de vuestros amigos se halla en
peligro?”. Derramando lágrimas y haciendo un esfuerzo por
responder, dijo finalmente: “No ocurre nada de eso< ¡Ese
desalmado de Robespierre ha puesto en los decretos de la
Constitución al Ser Supremo!”.
Particularmente entre los cordeleros era donde se
encontraban los más fanáticos ateos, hasta el extremo de que la
mayoría se creían ateos sin serlo. Como su maestro Diderot,
eran escépticos llenos de fe. Unos, al igual que Danton, sentían
a Dios en las energías creadoras de la Naturaleza, en la mujer y
en el amor. Los otros, como el pobre Clootz, el orador del
género humano, lo sentían en el alma del pueblo, en la
Humanidad, en la Razón universal. La unidad de la Gran
Causa se les podía escapar, sin duda, pero a través del instinto
y del corazón vieron y reconocieron algunos de los rostros de
Dios.
En los Cordeleros había extrañas mezclas. Junto a hombres
de admirables sentimientos, como Desmoulins y Clootz,
estaban los intrigantes como Hébert y Ronsin. Sin embargo,
nunca hubo hipócritas.
Creyeron que la Revolución no podía detenerse ante la
cuestión religiosa, sino que debía abrazarla, envolverla, pues de
lo contrario peligraba su seguridad. No por atribuirle una
palabra abandonaron la religión. No eludieron la religión al
acordarle un nombre. Propusieron su símbolo propio frente al
de la Edad Media. Los jacobinos, al preservarlo a través de un
equívoco, acabarían por verlo regresar, a pesar de estar muerto.
Y vieron cómo ese aparecido estrangulaba la Revolución.
No se puede fundamentar nada sobre el equívoco. Nada
puede ser más vago que estas palabras: Ser Supremo.
Rousseau obtuvo su éxito, y Robespierre, discípulo suyo,
buscó también un triunfo practicando las palabras que
Rousseau hacía constar en su Emilio (Ser Supremo),
recomendando lo mismo a los creyentes que a los filósofos.
Unos veían al viejo Dios, otros un Dios nuevo.
Cuantos por sentimiento más que por lógica, creían en el
viejo culto y sentían cómo se hundía bajo sus pies, pasaron
precipitadamente por el inseguro puente que Rousseau tendió a
todos.
Era una fórmula que convenía a todos porque no decía
nada. ¡Supremo! palabra vacía, inexpresiva. Era al menos muy
pobre para significar las fuerzas del Creador universal, del
Generador de los globos, la Madre universal, que todo lo
fecunda por minutos, los mundos, los corazones. Omitir la
eficacia de Dios para decir solamente que es Supremo, en el
fondo es aniquilarlo. Dios trabaja y engendra o de lo contrario
no existe. Este pobre título de Supremo lo despoja, lo destituye,
lo relega, elevándole al trono de la Nada, donde tuvo asiento el
dios de Epicuro.
O no se habla de Dios, o si se habla hay que hacerlo con
franqueza.
Tal es la fuerza fecunda de su nombre, que pronunciándolo
mal produciría en la tierra horrible fecundidad de males y
errores.
¿Qué significa el Ser Supremo? ¿Es el Dios de la Edad
Media, el injusto Dios que salva a los escogidos solamente, los
que él ama y prefiere, los favorecidos por la Gracia? ¿O bien es
el Dios de la justicia, el Dios de la Revolución? Tened cuidado
porque el equívoco es mortal. Abriréis la puerta al pasado. Hay
que elegir. Sin embargo, entre esos dos aspectos del Dios es
necesario escoger, porque de cada uno se deriva una política
contraria. Del Dios justo se desprende la política del bien, de la
igualdad, de la legalidad, la creación de una sociedad justa,
igualitaria y democrática. Y a través del Dios de la Gracia no
llegaréis más que a una sociedad de elegidos y privilegiados.
Habían transcurrido treinta años desde Rousseau. Debía
desaparecer el equívoco. En lugar del Ser Supremo, que no era
más que una especie de neutralidad entre el Dios justo y el Dios
injusto, era necesario tomar una decisión o retroceder al pasado,
como ha hecho el Imperio, o continuar por la senda
revolucionaria contra la teología arbitraria de la Gracia y del
privilegio y colocar al frente de la Constitución el nombre del
nuevo Dios: Justicia.
Escrita ya esta primera línea y una vez fundada la religión,
seguramente la Constitución del 93 no hubiera escrito la
segunda línea, cuando a la sociedad no le asigna otros fines que
los de “la felicidad” (la felicidad común).
La Constitución girondina decía que la sociedad tenía por
lema el sostenimiento de los derechos. Y Robespierre indicaba esta
finalidad en su primera declaración, presentada en los
Jacobinos. Solución sin duda más elevada que la felicidad, pero
también incompleta. Era como un arma de defensa más que de
ataque, más privadora del mal que creadora del bien.
Ni la Constitución jacobina ni la girondina parten del Deber
ni de la Justicia, De ahí su esterilidad.
Citemos de la Constitución una ley muy importante (la del
22 de junio). Acerca de la proposición formulada por
Robespierre, la Convención exime del empréstito forzoso a los que
tienen menos de diez mil libras de renta, es decir, a casi todos los
propietarios. Había muy pocas fortunas que estuviesen fuera de
lo propuesto por la Asamblea. Excepto algunos banqueros,
extranjeros en su mayor parte, y por tanto no podían ser
embargadas. No existía entonces esa multitud de grandes
fortunas que se han hecho después gracias a la industria, al
comercio o a la usura.
Esta proposición de exceptuar a todo el mundo era un
manejo hábilmente político, pero realmente excesivo para la
propiedad, y más si se tiene en cuenta que diez mil libras en
aquel tiempo hacen quince mil actualmente. Muchos
exceptuados que no llegaban a poseer las diez mil libras eran
gente muy acomodada. Era de esperar que al querer obtener el
empréstito forzoso sólo de las grandes fortunas, no se llegase a
la tercera parte.
Por lo demás no había nada capaz de rescatar a la
burguesía, de ligarla a la Constitución, de romper y disolver el
partido girondino, en parte compuesto por gente acomodada a
la que se intentaba evitar.
Resumamos.
Por su Constitución, por esta ley favorable a la propiedad,
por el aplazamiento del gran fantasma (ejército revolucionario),
Robespierre se convirtió en la esperanza de tres clases muy
distintas, hasta entonces divididas:
1ª De los jacobinos, que él llamaba al poder.
2ª De los propietarios, que vieron en él a su defensor.
3ª De los amigos del pasado, incluso de los curas, que en su
fórmula del Ser Supremo, en esta neutralidad filosófica entre el
cristianismo y La Revolución, veían que las antiguas
instituciones, en estado latente, reaparecían una mañana para
que abortara la nueva creación.
1793 ( )

Opinión de los montañeses.—Esfuerzos para la conciliación.—Los


girondinos se pierden.—¿Podía la Convención tratar con los
departamentos?—Los girondinos confundidos con los realistas.—Los
robespierristas en el Comité de Salvación Pública.—Estrategia de
Robespierre.

I.—LOS GIRONDINOS (JUNIO DE 1793)

¿Nos hemos olvidado de la Gironda? Así parece.


La Gironda ha retrocedido en el tiempo. Se hunde por
momentos. Precipitó su merecida caída por el llamamiento a la
guerra civil.
Las reclamaciones de la derecha para que se juzgue a los
individuos detenidos vuelven a ratos, se escuchan con
dificultad, como una voz que tarda en llegar, como el impotente
eco de los abismos del pasado.
Pocos días después del 2 de junio la Convención recibió
una carta de dos montañeses, detenidos por los girondinos de
Calvados, Romme y Prieur, de la Côte-d’Or: “Confirmad
nuestra detención y constituidnos en rehenes para la seguridad
de los diputados detenidos en París”.
Admirable abnegación, que demuestra cuánto hay de
grande y noble en el alma de aquellos héroes dignos de la
antigüedad.
Se ha de observar que esta detención tenía una nota muy
antipática: la de ser los arrestados dos enviados al ejército de las
costas para asegurar la defensa del país, para proteger de las
flotas inglesas a la población que los detenía.
Cuando se leyó la carta en la Convención alguien hizo
observar que quizás “habían sido forzados<”. “Os equivocáis
—dijo Couthon—. Romme será un hombre libre incluso
rodeado de todos los cañones de Europa”.
El auvernés Romme, espíritu rígido, áspero y fuerte,
llevaba en la libertad el riguroso espíritu de las matemáticas.
Tan libre en Rusia o en Calvados como en la Convención, creyó
en la Revolución cuando ya nadie creía en ella. En la reacción
que siguió a termidor defendió a los furiosos, cuyos excesos
jamás había imitado. Los motines de pradial que mataron a la
República, mataron también a Romme, condenado por haber
tomado partido a favor del pueblo famélico; previó el patíbulo
y se traspasó el corazón.
En las terribles circunstancias del 2 de junio y de su
detención por los girondinos, Romme no varía ni prevarica.
Inflexible contra él mismo en la teoría del derecho
revolucionario, dice fríamente a los insurgentes (como más
tarde en pradial): “Persuadidos de que se os oprime, debéis
usar legítimamente el derecho de resistencia a la opresión”.
El otro diputado, Prieur, matemático como Romme y oficial
de carácter, ilustre por la fundación de la Escuela Politécnica,
fue el segundo de Carnot en la defensa de Francia. Como él,
Romme era diputado de la Côte-d’Or; como él, tenía el alma
grande y generosa del país de los buenos vinos. Creo reconocer
su mano en una carta encantadora que la Côte-d’Or dirigió a los
departamentos girondinos: “No; no debéis tomar las armas. No
persistiréis en este ciego movimiento al que os conduce niestro
impaciente anhelo de libertad< Temblad por los crímenes en
los que el amor por la patria puede traer consigo la virtud< Y
si es cierto que las fraternales palabras de nuestros amigos de la
Côte-d’Or no pueden detener este afán de guerra, irán ellos
delante de vosotros sin armas y os dirán: «Disparad, matadnos.
Antes que inmolar a la patria preferimos nuestro sacrificio. Si
logramos apaciguar vuestro furor será para nosotros suficiente
victoria»“.
Este llamamiento a la fraternidad partió de Dijon, el país
más montañés de Francia. Era como el grito de Francia entera.
Los cordeleros, tan exaltados, pero sensibles a los grandes
ideales, aplaudieron la siguiente moción hecha por uno de los
suyos: “Propongo que tres mil de los nuestros salgan al
encuentro de nuestros hermanos que vienen de los
departamentos hacia París, pero sin armas, para abrazarlos”.
La sección de Bondy declaró que iría, pero con un juez de
paz y una rama de olivo.
Nada resultó tan emotivo como ver una fiesta en los
Campos Elíseos, en la que lloraban los artilleros de París en el
momento de partir para Calvados: “En vano se querrá que
odiemos a los demás ciudadanos de Francia< Son nuestros
hermanos< Son republicanos, son patriotas. Si van hacia París,
nosotros iremos delante de ellos, no para luchar, sino para
abrazarlos y jurar juntos la muerte de los tiranos y la salvación
de la patria”.
Los montañeses en misión, que veían el estado de los
departamentos, quedaron sorprendidos ante lo ocurrido el 2 de
junio.
Carnot protestó.
El jurisconsulto Merlin, de Douai, escribió a la Convención
su opinión sobre esta violación del derecho nacional y sobre el
peligro en que se colocaba a Francia. Este documento fue
firmado por Gilet, Sevestre y Cavaignac.
Ni Lindet en Lyon, ni Treilhard en Burdeos, intentaron
justificar el acontecimiento. Dijeron tan sólo que, dada la
situación de Francia, era necesario aceptar lo hecho y
congregarse en el único centro posible, en la Convención.
Muchos ciudadanos de París se ofrecieron como rehenes
para calmar a los departamentos.
Danton y otros se ofrecieron de nuevo. Hasta Couthon se
ofreció.
Deforgues, agente de Danton, estuvo en Calvados para
entenderse con Prieur y Romme. Las buenas razones, las
promesas, el dinero, se usaron para calmar Normandía. Así se
abrió un camino a la sensatez de Lindet, normando también,
que demostró gran habilidad para manejar a sus compatriotas.
Los girondinos fueron los que más contribuyeron a su
perdición.
El sentimiento de su honor y de su inocencia impidió que,
tanto Vergniaud como Valazé, rechazaran todo compromiso.
Declararon que no querían más que justicia. Poco vigilados
desde el principio, hubieran podido escaparse como tantos
otros. Sin embargo, continuaron en París como prisioneros
voluntarios, con una docena de amigos resignados y dispuestos
a perecer si no obtenían su reintegración y la victoria del
derecho. Lejos de vivir en el olvido, con frecuencia escribían a la
Convención en términos violentos. No pedían sino el
cumplimiento de lo que acordó la Asamblea el día 2 de junio.
“Que demuestren que somos culpables. De lo contrario que
paguen su equivocación llevando su propia cabeza al patíbulo”.
Cuando Barère, el 6 de junio, pidió a la Montaña, en
nombre del Comité de Salvación Pública, rehenes para calmar a
los departamentos, los girondinos que quedaban en la
Convención, Ducos y Fonfrède, se opusieron. “Esta medida —
dijeron— es mezquina y débil”. Sostuvieron, de acuerdo con el
criterio de Robespierre, que era necesario celebrar un juicio.
Pretendían ser juzgados por la Convención. Robespierre
entendía que debían ser enviados al tribunal revolucionario.
La misma noche del día 6, setenta y tres diputados de la
derecha hicieron una protesta secreta contra el 2 de junio.
Algunos eran realistas y otros se habían convertido hacía poco
tiempo. Pero la mayor parte, como Daunou, Blanqui, etc., eran
republicanos sinceros y creyeron que era un deber protestar en
nombre del derecho.
El juicio resultaba cada vez más imposible.
Desear que la Convención reformase el 2 de junio era
querer que se envileciera, que confesara haber sucumbido al
temor, a la violencia, que anulase cuanto había hecho desde
aquel día.
Los girondinos no eran culpables del delito de traición,
pero no por ello eran inocentes. Su debilidad enardeció a los
enemigos de la República. Su obstinada lucha había desarmado
y entorpecido la marcha de Francia en el momento de mayor
peligro. Contra ellos faltaban acusaciones concretas, y la
Convención hubiera tenido que recibirlos y se hubiera visto
obligada a perseguir a sus enemigos, realizando un 2 de junio
en sentido inverso.
Todo esto agobió a los girondinos. También la fuga de
muchos de los suyos y el llamamiento a la guerra civil. Las
violencias, los furores de la Gironda departamental, la
guillotina levantada en Marsella y Lyon contra los montañeses,
los ultrajes sufridos en Provenza por los representantes del
pueblo, todo eran golpes contra los girondinos de París. A estos
se atribuía cuanto se hacía en los más recónditos lugares de
Francia, incluso los crímenes que los realistas cometían en su
nombre.
El expediente de rehenes rechazado por ellos no era
aceptable. Imponerlo a la Montaña era humillar a la Asamblea
ante los departamentos, era enardecer no solamente a la
Gironda, sino al detestable monarquismo disfrazado de
Gironda; era confirmar la disolución de la República, ya muy
avanzada por la falta de firmeza del gobierno de los
charlatanes.
¡La Asamblea hubiera hablado a los departamentos de
igual a igual! Pero ¿con quién iba a tratar? Esto era lo que no se
sabía. Lo que se llamaba impropiamente partido girondino, no
era más que una extraña mezcla heterogénea de matices
diversos. Las reuniones que se celebraron para organizar la
resistencia girondina, como por ejemplo en Rennes, fueron
asambleas del caos, llamémoslas así.
Robespierre se opuso a adquirir cualquier compromiso y
no le faltó razón.
Los acontecimientos acusaban a la Gironda. Las malas
noticias que se recibían respecto a victorias alcanzadas por los
realistas y la resistencia de los girondinos, caían como bombas
en la Convención.
Se conocieron a la vez los movimientos realistas de la
Lozère y la formación en Rennes del comité girondino de los
departamentos del Oeste.
Al mismo tiempo se conoció la victoria de los vendeanos en
Saumur, la organización militar de las fuerzas girondinas de
Burdeos, Évreux y Marsella, las amenazadoras palabras de
algunos departamentos contra la Convención, etc<
La Montaña, los jacobinos y los mejores patriotas se
encontraron de esta manera ante lo que podemos denominar un
caso de ignorancia insuperable. Era imposible no creer que los
hechos que llegaban a su conocimiento al mismo tiempo no
tuviesen relación entre ellos. La noche del 12, cuando
Robespierre anunció en los Jacobinos la derrota de Saumur, que
colocaba a los vendeanos camino de París, el furor estalló con
toda su fuerza contra los girondinos, contra la derecha de la
Convención. El honesto y ciego Legendre dijo que era necesario
detener, arrestar a los diputados de la derecha y tenerlos como
rehenes hasta la extinción de la Vendée.
Un montañés franco y leal como su espada, el valiente
Bourbotte, envió desde el Oeste la prueba de que uno de los
girondinos era realista. La conclusión fue que todos lo eran.
Los girondinos retirados en Calvados, Pétion, Buzot, etc.,
heridos por los acontecimientos, abrumados por la
pesadumbre, se dejaron dominar por las gentes del lugar. Estos
tenían como jefe militar a un realista constitucional, el general
Wimpfen. Louvet, que lo vio claro, advirtió de los peligros a
Buzot y Pétion, diciéndoles que aquel hombre era un realista y
un traidor. Respondieron los dos girondinos que lo tenían por
hombre de honor y que sólo él tenía la confianza de las tropas y
de los normandos. Wimpfen no tardó en desenmascararse y
habló de un llamamiento a los ingleses. Los girondinos se
negaron a ello, pero no por esto estaban menos perdidos;
parecía que se habían hecho merecedores de su suerte.
Todo esto hizo que se creyera decididamente en algo muy
falso: que la Gironda era aliada de la Vendée.
El día 13 la Asamblea recibió la noticia de la derrota de
Saumur y una carta insolente de Wimpfen, anunciando que
había arrestado a dos de sus miembros. Se deshizo el nudo.
Danton, acusado en los Cordeleros y los Jacobinos, creyó
que había llegado el momento de hablar para no perderse. Dio
un discurso acre y violento contra la Gironda y alabó el 31 de
mayo.
Couthon aprovechó estos momentos en que la Asamblea
parecía colocarse resueltamente al lado de Danton,
proponiendo y haciendo aprobar que: “el 31 de mayo y el 2 de
junio, el consejo revolucionario de la Comuna y el pueblo,
acudieron a salvar la unidad, la libertad y la indivisibilidad de
la República”.
II.—ROBESPIERRE ENTRE LA GIRONDA Y LOS EXALTADOS
(JUNIO DE 1793)

Robespierre había vencido y el mismo 13 de junio entró


realmente en el Comité por sus hombres, Couthon y Saint-Just.
Delmas, que era miembro del comité, había pretendido
defender una de las administraciones inculpada, y por ello fue
objeto de las acusaciones de los jacobinos. Creó, sin embargo,
un medio de salvación abriendo las puertas del Comité a los
robespierristas y el 13 propuso una distribución del Comité en
secciones, cuya mejor parte fue para ellos19.
La sección principal, la que manejaba todos los asuntos
importantes (correspondencia general), estaba compuesta por
Couthon y Saint-Just, y por el jurista Berlier, hombre especial,
nada político y que apenas molestaba a sus colegas. El cuarto
miembro era Cambon, inquieto, absorto en el infierno de
nuestra hacienda, viviendo, comiendo y durmiendo en la
Tesorería, devorado por las mil necesidades interiores y de la
guerra y persiguiendo en el caos a su nueva creación, como una
isla volcánica sobre un mar de fuego al que la Revolución debía
echar el ancla: es la creación del Gran Libro.
Por lo tanto la sección principal estaba asignada a dos
hombres solamente. Esta sección de la correspondencia general
no correspondía sólo por escrito, sino también de viva voz, a los
miembros de la Convención, a las diputaciones, a los
particulares. Cuantos necesitaban algo del Comité de Salvación
Pública eran escuchados por Couthon y Saint-Just en la sala de
las dos columnas. El gran movimiento externo iba a chocarse
contra esos dos inmóviles. Couthon lo era por naturaleza y por
voluntad y en su dulzura aparente se veía la dureza, la frialdad
del sílex de las montañas de su país, de Auvernia. El caballero
de Saint-Just (como le llamaba Desmoulins), en su asombrosa
rigidez jacobina, con el cuello fuertemente atado por una
corbata almidonada, volvía todo el cuerpo cuando sólo había de
volver la cabeza. Resultaba inmóvil incluso cuando se
desplazaba de un lado a otro. Es cierto que en la confusión que
reinaba no se hubiera podido encontrar una imagen más clara
de un gobierno inmutable.
Esta rigidez draconiana de los dos hombres de Robespierre
les daba mucha autoridad. “Si así son los discípulos, ¿cómo será
el maestro?”, decían. La fuerza de su autoridad moral radicó
especialmente en el golpe que dieron a los cordeleros, a los
exaltados, que en estos momentos se habían apoderado del club.
Habían tomado el papel de Marat, sus tesis más violentas y las
mezclaban con ataques contra la Constitución, es decir, con sus
ataques a Robespierre.
El día 24, el más exaltado de los exaltados, el franciscano
Jacques Roux, en nombre de su sección, la de Gravilliers, aportó
una violenta petición, adornándola con admirables
improvisaciones. No todo era absurdo en esta furibunda
petición. Reprochaba a la Montaña que permanecía inmóvil sobre
la “su inmortal roca”.
Con despiadado buen sentido aplaudieron las tribunas. La
Montaña se enfureció. Se levantó en masa, con Thuriot a la
cabeza, contra el inoportuno orador y Legendre hizo que le
echaran de la barra.
¿Qué era en el fondo Jacques Roux? Sus discursos,
notablemente mutilados, su vida, violentamente apagada por
un sorprendente acuerdo de todos los partidos, no permiten
adivinarlo.
En la época en que todos le maldecían, le vemos unido a
Varlet unas veces, otras a Leclerc, el joven lionés, amigo de
Chalier, que en mayo se instaló en París con su amante Rose
Lacombe, jefe y centro de todas las mujeres revolucionarias.
¿Cuáles eran las doctrinas de Roux? ¿Hasta qué extremo estaba
en relación con Lyon y con su apóstol Chalier? ¿O si no con
Gracchus Babeuf, que publicaba desde 1793 su Catastro
perpetuo, muy discutido en París?
Desgraciadamente no podemos responder a estas
cuestiones.
Nos faltan los registros de los cordeleros pertenecientes a
esta época; los de la sección de Gravilliers, gran centro
industrial de París, mencionan a Roux, para bien, para mal,
frecuente, pero brevemente.
Aún creo que la Montaña no sabía más que nosotros y que
no quería tener constancia de este monstruo, objeto de horror.
Los republicanos clásicos tenían detrás un espectro que marchaba
deprisa e iba a ganarles el terreno: el republicanismo romántico
con cien cabezas, mil escuelas, lo que llamamos hoy socialismo.
Entre unos y otros había un abismo infranqueable: la idea
distinta que tenían de la propiedad. Marat y Hébert, que a
pesar de su violencia y su aturdimiento parecía que habían
autorizado el pillaje algunas veces, no por ello eran menos
defensores de la propiedad.
¿Qué harían los cordeleros? Habían ordenado la impresión
de la petición de Jacques Roux. Este y Leclerc eran sus apóstoles
entonces. Las mujeres revolucionarias iban a este hogar ardiente y
propagaban la disolución, la embriaguez y el éxtasis. Si
hubieran continuado así las cosas, los cordeleros habrían
llegado a un comunismo bárbaro, anárquico, al vértigo
orgiástico en el que desaparecieron las demagogias antiguas y
de la Edad Media.
Estos pensamientos confusamente entrevistos, causaban
horror a Robespierre, al más sabio de los jacobinos. Amigo de
las ideas limpias y claras, aferrado a sus principios, temblaba al
ver la fantástica transformación que sufría la Revolución.
Robespierre temía las tentaciones de la miseria, el hambre, mala
consejera, el escozor del pillaje, que una vez iniciados no se sabe
cómo detenerlos, y menos en una población de 700.000 almas,
donde hay 100.000 mendigos. Los días 26 y 27 de junio las
mujeres decomisaron una partida de jabón y se lo distribuyeron
al precio que les convino. Se supone que estas violencias eran
un efecto de las predicaciones de Roux. El 28 por la noche
Robespierre lanzó una excomunión contra él en los Jacobinos.
Roux quiso justificarse en la Comuna. Pero allí Hébert y
Chaumette lo acabaron de hundir. Una autoridad soberana, la
de Marat, lo remató.
Todo esto parecía muy fuerte. Sin embargo, Robespierre
comprendió que esto sería de un efecto pasajero si no se
encargaban de hundirle los propios partidarios de Roux, los
cordeleros; así, condenado y abandonado por los suyos se
retiraría. Robespierre no había estado nunca en los Cordeleros
ni tampoco había hablado allí. Les profesaba una profunda
antipatía, que escondió en esta decisiva ocasión. Llamó a su
lado a los jacobinos que tenían el más alto grado de
temperamento cordelero, a Collot d'Herbois y a Hébert,
delegado de la Comuna. Y los tres, unidos en esta cruzada
jacobina para mantener el orden, se presentaron la noche del 30
de junio en las puertas del Club de los Cordeleros. Los
cordeleros no lo esperaban. Semejante visita les dejó aturdidos
y más aún cuando una de las mujeres revolucionarias, aliadas
habituales de Roux y Leclerc, pidió la palabra contra Roux,
mofándose de él, contando irónicamente sus excentricidades,
ejecutadas en su teatro ordinario, la sección de los Gravilliers.
Estos ataques de una mujer, que delante de Robespierre y los
jacobinos trató a su apóstol como a un loco, humilló a los
cordeleros; sólo uno aventuró unas pocas palabras en defensa
de Roux y Leclerc.
La sociedad se debilitaba. Borró de la lista los nombres de
los miembros y prometió desautorizar a Roux en la barra de la
Convención.
Los cordeleros en realidad abdicaron de su nuevo
cometido. La mayoría se lanzaron a los puestos y a las misiones
lucrativas. Momoro, Vincent, Ronsin, se unieron a Hébert y se
arrojaron sobre una presa rica y grasa: el ministerio de la
guerra. El ministro, el débil Bouchotte, siervo de los clubs y del
Padre Duchesne, fue absorbido por completo. El furioso y
pequeño Vincent fue secretario general de la guerra. Hébert,
por su Padre Duchesne, se apoderó de sumas enormes. Ronsin,
ex vaudevillista, bajo adulador de Lafayette, obtuvo las
mayores recompensas. Nombrado general-ministro, tuvo
también a su cargo el pillaje y la rapiña, la dictadura de la
Vendée. El ascenso de Ronsin recuerda las más tristes historias
de los favoritos de la monarquía; capitán el 1 de julio, el día 2
fue jefe de brigada y el 4 general. Tres meses después, y por
traiciones que merecían el patíbulo, se le confirió el puesto de
suprema confianza, general del ejército revolucionario.
Estos insensatos eran bien conocidos por Robespierre,
quien, en cuanto pudo, los hizo desaparecer. Pero mientras
tanto le eran necesarios. Dueños de la Comuna, de los
Cordeleros, de la prensa popular y sucesores de Marat, querían
ser la vanguardia de la Revolución. Si Robespierre hubiese
tenido fuerzas suficientes para desenmascararlos, ¿qué hubiese
ocurrido? Habría abierto la puerta a Jacques Roux, a Leclerc y a
los exaltados que les seguían por detrás.
Se temía menos a los hebertistas que a los exaltados. ¿Por
qué? Porque los hebertistas no representaban ninguna idea, ni
doctrina, ni tenían más pretensión que la de sus manejos y de
sus intereses. Eran bribones a los que todos los días se les
sorprendía con las manos en la masa. Los exaltados, por el
contrario, eran fanáticos, de una fuerza desconocida,
transportados por el soplo, vago aún, de una idea que quizás al
fijarse adoptara la forma de una revolución frente a la
Revolución.
Esta violenta necesidad de humillar y mutilar a los
cordeleros en su parte más vigorosa entrañaba para la Montaña
y especialmente para Robespierre, otra necesidad como
equilibrio, la de golpear a la Gironda.
El mismo día en que habló Jacques Roux, la Asamblea,
conmovida por algunas palabras tiernas del joven Ducos,
decidió que el informe sobre los girondinos se leería al día
siguiente, el 26. Después del discurso de Roux, la Asamblea
anuló el decreto sobre la proposición de Robespierre.
El relator era Saint-Just. Éste había mostrado sentimientos
de moderación, ofreciéndose a ir con Garat a pacificar
Calvados. Su informe, leído el 2 de julio en el Comité de
Salvación Pública, fue de una violencia atroz. Los girondinos de
Caen eran declarados traidores y los de París cómplices.
Nadie opuso la menor objeción y Danton se hallaba
presente. Su firma se halla en el registro.
Éste fue el fin del Comité; quedó como guillotinado
moralmente. El día 10 de julio y gracias a la influencia jacobina,
revivió el comité20.
1793)

Abatimiento de Marat. —Desánimo general. —Danton contrae


segundas nupcias con la hija de una familia realista y ante un cura
refractario.

La singularidad de la situación en junio residía en que los


vencedores, dueños de la situación, no podían hacer nada,
estaban condenados a la inercia. El furor de los exaltados forzó a
los jacobinos a atajarlo. Sin golpear ni a la derecha ni a la
izquierda, sin avanzar ni retroceder, Robespierre y Marat se
vieron inmovilizados en un miserable equilibrio. Y como algo
imprevisto Marat fue nombrado guardián del orden de la
sociedad.
Según toda apariencia, esta enfermedad fue la que lo mató.
Antes del 2 de junio se encontraba cansado, pero aún no estaba
enfermo. El día 3 ya no vino. La Asamblea apenas prestó
atención a la carta de Marat en la que decía que iría a la
Convención el día en que se leyera el informe de los girondinos
y pasó al orden del día. Sin motivo el día 17 apareció en la
Asamblea. Ausente o presente Marat se agitaba. La desdeñosa
desatención de la Asamblea le dio a entender que había perdido
ya las avanzadas. La necesidad cotidiana de detener el impulso
de los exaltados le entristecía. ¡Marat moderado! ¿De qué otra
enfermedad podía morir Marat?
No solamente estaba enfermo Marat. ¿Quién no lo estaba?
Existía un gran sentimiento de desánimo y dolor.
Este dolor tenía mil causas. La más fuerte quizás era la fatal
contradicción de discursos e ideas. Se gritaba tanto que bajo la
violencia de la palabra podía ocultarse la falta de fe, el
entibiamiento interior.
Ducos decía a los montañeses: “Cuando os hablo uno a uno
os encuentro llenos de respeto con la justicia, y apenas os unís
os ponéis en contra” (Sesión del 24 de junio).
“Las sesiones de la Asamblea —dicen los periódicos—
transcurren ahora con una tranquilidad extraordinaria”.
Sesiones silenciosas y breves en las que se decretaba deprisa y
la gente se iba en cuanto podía. La necesidad de mentir y de
exagerar pesaba ya demasiado.
Casi siempre se había de repetir lo que no se sentía: que la
Gironda había traicionado. Lo que se creía es que había sido
inhábil, débil, peligrosa, que podía haber perdido al país.
En este salvavidas en el que flotaba la Francia naufragada,
se veía obligada a arrojar al mar a sus incapaces pilotos que la
hubieran hecho zozobrar.
Trataba de considerarles culpables; para llegar a creérselo,
lo decía y lo repetía sin parar. ¡Juraban que eran amigos de la
Vendée y que querían desmembrar Francia!
¿El sacrificio de la Gironda salvaba por el momento a
Francia? Era fácil creerlo. ¿Qué le estará reservado para el
porvenir? ¿Cuando la ley moría a manos del propio legislador
moría para siempre? ¿Esta flagrante ilegalidad no funda las
ilegalidades eternas? ¿Qué son las leyes de una Asamblea que
desaparece? ¿La Asamblea que nace de sus escombros no
recordará la historia de aquella, no aportará a su vida los
mismos hechos? ¿Qué prever sino una sucesión monstruosa de
alternativos golpes de Estado? Francia ya no sentía el derecho y
no tenía ningún asidero. ¿No se balanceará por ello como se
balancea un cuerpo muerto sobre las olas, cuerpo que no quiere
estar ni en el mar ni en la tierra y que flota eternamente<?
La tristeza era la misma en los hombres de los tres partidos:
en los vencedores como Marat, en los vencidos como Vergniaud
y en los neutros como Danton.
Explicaremos a su debido tiempo los secretos esfuerzos de
Danton para pacificar Francia. Estas tentativas, difíciles y
peligrosas para cuantos se propusieran la reconciliación, lo eran
más para él. Trataba de reunir la Gironda departamental, pero
hablando contra ella. Sus declamaciones, sus discursos
hábilmente preparados, lanzados en la Convención con un
desorden aparente, resultaban igual de sospechosos para los
hombres sagaces. El odio no se equivocaba. Los cordeleros le
acusaron el día 4, los jacobinos el 7. Robespierre le defendió y le
hundió aún más. En el Comité de Salvación Pública, trasladado
a la sección diplomática, donde nada tenía que hacer, en la
sección militar a la que era ajeno, se leyó el día 2 de julio el
virulento informe de Saint-Just. Danton, ¿dónde estaba tu alma?
La muerte corría aceleradamente hacia Danton. El
devorador Saturno, hambriento de sus hijos, habría acabado
con la Gironda. ¿De quién tenía hambre ahora sino de Danton?
Un hombre tan sagaz como Danton no podía ignorar que se
aproximaba su fin. Que llegara la muerte y que lo hiciera
rápidamente era lo mejor para él.
¡Cosa extraña! Danton y Vergniaud morían de la misma
enfermedad.
El pobre Vergniaud, prisionero en la calle de Clichy, en este
barrio desierto entonces y todo lleno de jardines, menos
prisionero de la Convención que de mademoiselle Candeille,
flotaba entre el amor y las dudas. Quería creer en el amor de
aquella actriz. Lo que guardaba para sí se reflejaba en sus
amargas cartas lanzadas contra la Montaña. La fatalidad le libró
de actuar y no se arrepintió de ello en absoluto, ya que le
pareció muy dulce morir saboreando las bellas lágrimas que
una mujer le entregaba con tal desprendimiento, creyendo ser
amado.
En esos mismos momentos, Danton se preparaba el mismo
tipo de suicidio.
Si se tratase de algo individual no nos detendríamos tanto
sobre este punto, pero desgraciadamente es algo que afecta a un
gran número de personas. En el momento en que lo público se
convierte en privado, en una cuestión de vida o muerte, dicen:
“Dejo todos estos asuntos para mañana”. Se refugiaban en sí
mismos, en el hogar, en el amor, en la naturaleza. La Naturaleza
es madre bondadosa y los acogerá.
Estando aún de luto, Danton contrajo segundas nupcias. Su
primera mujer había muerto el 10 de febrero. El 17 había
exhumado su cadáver para verla otra vez. El día 17 de junio,
hacía cuatro meses que errante, rugiendo de dolor, había
abierto la tierra para arrancar el cuerpo de la que fue en su
juventud su dicha, su alegría. ¿Qué vio Danton? ¿Qué estrechó
entre sus brazos al cabo de esos siete días? Lo que fuera, se lo
guardó para él.
Antes de morir madame Danton arregló a su adorado
esposo sus segundas nupcias. Como le amaba con pasión
adivinó a quién amaba y quiso hacerle feliz. Dejaba dos hijos y
quería para ellos una madre cariñosa, creyendo encontrarla en
una joven de dieciséis años hija de una familia realista, joven
piadosa, encantadora como madame Danton. La pobre mujer
que moría víctima de las emociones de septiembre y de la
reputación que alcanzó su marido, creyó que así preparaba la
conversión de este, arrancándolo de la Revolución y haciendo
de él el defensor de la reina y del niño del Temple, de todos los
perseguidos.
Danton había conocido en el parlamento al padre de la
joven, que era ujier de audiencias. Cuando fue ministro le dio
una buena colocación en la marina. Pero por muy agradecida
que esta familia estuviese a Danton, no le era agradable el
matrimonio. La madre, cuando habló con él, le reprochó
septiembre, en que él no hizo nada, y la muerte del rey, al que
hubiese querido salvar.
Danton se guardó muy bien de quejarse. Hizo lo que hacen
todos cuando quieren ganar el proceso que defienden y cuando
se está enamorado y se tiene prisa: se arrepintió. Confesó que
era cierto que los excesos de anarquía le eran cada día más
difíciles de soportar, que estaba ya cansado de la Revolución,
etc.
Si Danton repugnaba a la madre, tampoco gustaba a la hija.
La señorita Louise Gély, delicada y bellísima persona, educada
en una familia burguesa de rancio abolengo, de gente honesta y
mediocre, vivía en plena tradición del antiguo régimen. Cerca
de Danton experimentaba más temor que amor. Esta extraña
figura de Danton, que lo mismo parecía un león que un
hombre, se le presentó como un enigma. Limando sus dientes,
cortando sus uñas aún no se hubiera creído segura ante este
sublime monstruo.
El monstruo era muy buen hombre. El misterio de su
energía salvaje, la brillante luz de su mirada, la poderosa fuerza
de sus ideas, de sus palabras, de sus movimientos, intimidaban,
oprimían el corazón de la niña.
La familia creyó atarle en corto presentándole un obstáculo
que estimaba insuperable: someterse a las ceremonias católicas.
Todo el mundo sabía que Danton, el legítimo y verdadero
discípulo de Diderot, no veía en el cristianismo más que
superstición y no adoraba a otro dios que a la naturaleza.
Pero precisamente por esto este hijo, este siervo de la
naturaleza obedecía sin dificultad y juraba en el altar, fuese el
que fuese el ídolo que se le presentaba. Así era la tiranía de su
ciego deseo. La naturaleza fue su cómplice; ella desplegó todas
sus contenidas energías. La primavera, algo retrasada, estalló
en verano ardiente; fue la erupción de las rosas. Jamás hubo tal
contraste entre una estación tan triunfante y una situación tan
confusa. En el abatimiento moral de Danton pesaba cada vez
más su naturaleza ardiente, apasionada, exigente. Danton bajo
esta impresión no podía librar grandes batallas. Entonces llegó
a sus oídos que un cura refractario iba a darle la bendición.
Danton transigió. No rezaría, simularía la confesión,
profanando dos religiones a la vez: la nuestra y la del pasado.
Todo esto consiguió aquel cura audaz y fanático. ¿Dónde está el
altar consagrado por nuestras asambleas a la religión de la Ley,
sobre las ruinas del viejo altar de lo arbitrario y de la Gracia?
¿Dónde está el altar de la Revolución donde el buen
Camille, el amigo de Danton, llevó a su hijo recién nacido,
dando el primer ejemplo a las generaciones futuras?
Los que han visto los retratos de Danton, especialmente los
dibujos de David, hechos durante la noche de la Convención,
no ignoran seguramente cómo ha podido un león descender a
buey, ¿qué digo?, a jabalí, tipo sombrío, bajo y de desoladora y
salvaje sensualidad.
Una fuerza nueva se descubre y va a reinar en aquella
época sanguinaria. Fuerza terrible que descubre la Revolución,
que lo destruye todo. Bajo la aparente austeridad de las
costumbres republicanas, entre el terror y las tragedias del
patíbulo, la mujer y el amor físico son los reyes del 93.
Se ve a los condenados conducidos en la carreta,
indiferentes, con una rosa en los labios. Es la verdadera imagen
del tiempo. Estas rosas sangrientas son las que conducen a los
hombres al patíbulo.
Danton, arrastrado así, fue acusado de conspirar, lo
confesaba con una cínica y dolorosa candidez cuya expresión
debemos modificar: “¿Yo? —contestó—. ¡Es imposible! ¿Cómo
queréis que conspire un hombre que pasa las noches enteras
entregado al amor?”.
La Marsellesa (de Fabre d'Églantine) y otros himnos
melancólicos de la época que aún se repiten hoy, están
saturados de fúnebre voluptuosidad. Se cantaban en las
prisiones, en el tribunal y hasta bajo el patíbulo. El amor en el
93 fue el hermano de la muerte.
1793)

La salvación de Nantes fue la de Francia.—Máquinas empleadas para


armar la Vendée.—Henri de La Rochejaquelein.—Batalla de Saumur
(10 junio).—Relaciones de la Vendée con el extranjero (abril).—
Marchan hacia Nantes.—Intentan entenderse con Charette.

Hacia finales de junio se asistió a dos fenómenos inesperados,


uno que casi hundió a Francia y otro que la salvó.
Las tres Vendées (la del Anjou, la del Bocage y la del
Marais), discrepando en lo esencial, se unieron
momentáneamente, formando una compacta y bárbara masa,
yendo unida sobre el Loira, a Saumur, a Angers, a Nantes con
su figura de horrible monstruo.
Pero he aquí que se presenta otro fenómeno: los girondinos,
proscritos en París por realistas, organizaron en el Oeste,
abandonado y sin ayudas, la más vigorosa defensa contra el
realismo. Votaron por la creación de fuerzas contra la
Convención y después las enviaron contra la Vendée. Salvo
algunos cientos de bretones que fueron a Calvados, la Bretaña
girondina continuó representando su heroico papel; fue la
verdadera roca de la resistencia contra el realismo que llevaba
en su seno, contra la emigración que la amenazaba desde Jersey
y finalmente, contra la invasión vendeana que destruyó Nantes.
El ataque a Nantes, hecho pequeño si se considera el
número de víctimas, fue importantísimo por sus consecuencias.
El emperador Napoleón dijo con razón que la salvación de
Nantes supuso la salvación de Francia.
Nantes, en marzo y junio, presentaba un raro espectáculo.
Las medidas severas, terribles, que exigía la situación, fueron
adoptadas por la administración girondina, y las peticiones
formuladas por los moderados eran ejecutadas enérgicamente
por montañeses y girondinos sin distinción. El club girondino
fue quien el 13 de marzo, por el órgano del joven Villenave,
pidió al tribunal revolucionario la ejecución inmediata de los
traidores, que se levantara la guillotina sobre la plaza y un
tribunal marcial que recorriera el departamento juzgando y
ejecutando.
Se entrevé por medio de esto (y se observará mejor más
tarde) que la Francia republicana, entre sus disidencias
exteriores y ruidosas, a pesar de sus gritos y de sus amenazas,
conservaba un fondo de unidad.
Curiosamente los coaligados contra Francia se odiaban
entre sí, pero para el fin de destruir nuestra nación se unían
ocultando sus odios y sus diferencias; con la Vendée ocurrió lo
mismo. Disentían en lo esencial, se tenían unas Vendées a otras
en menosprecio, pero formaron coalición para destruir Nantes,
apareciendo unida la Vendée a pesar de su hondísima y hostil
división.
En 1850, época en que escribimos esta historia, aún
ignoramos una parte de los medios que se emplearon para
lanzar a este desgraciado pueblo contra sus propios intereses.
No conocemos más que las discusiones de sus jefes, las
rivalidades interiores de curas y nobles21.
La primera máquina que se puso en juego, como se ha
visto, fue un campesino inteligente para la guerra e ignorante
en el resto de las cosas, tan grosero como heroico, Cathelineau,
que d'Elbée y el clero opusieron a los nobles. D'Elbée, sajón de
nacimiento, era odiado por otros jefes, oficiales inferiores y
gentilhombres campesinos, generalmente gente de poca cabeza,
entre los que también despertaba celos. Al principio de la
campaña no pudo ejercer mando. El clero, después de lo de
Fontenay, hizo hablar a Cathelineau. Amenazó a los nobles
pointeveses con llevarse a sus compatriotas, los campesinos de
Anjou. Lescure, el santo del Poitou, que pertenecía al clero,
apoyó estas amenazas, y todo desde entonces quedó sujeto a la
influencia de los curas.
La segunda máquina empleada entre los dos combates de
Fontenay, cuando los vendeanos estaban abatidos por su
derrota, llegó a punto para animarlos. Se fabricó un obispo. Un
soldado republicano hecho prisionero, y desde entonces
secretario de Lescure22, declaró que bajo el hábito laico él era en
realidad uno de los cuatro vicarios apostólicos enviados por el
papa a Francia, además del obispo de Agra. Las famosas
Hermanas de la Sabiduría se mezclaban en todas las intrigas;
Brin, su cura de Saint-Laurent; el cura de Saint-Laud d'Angers,
el cura Bernier, todos se arrodillan y piden la bendición del
malvado. El pueblo está ebrio de alegría y lanza las campanas al
vuelo.
El propósito de Lescure y de otros jefes era convertir a la
Vendée en una fuerza única bajo la misma dirección,
sometiendo a todos los curas al supuesto obispo. En un acta del
1 de junio, firmada por Lescure, se lee: “Los curas que no hayan
recibido aún los poderes de sus obispos y que no se dirijan al
obispo de Agra para que regule su conducta, serán arrestados”.
D'Elbée, Lescure y el clero nombraron a Cathelineau
general en jefe. Se nombró general de caballería a un
seminarista de diecisiete años de edad, al joven Forestier, hijo
de un zapatero de Caudron, aventurero, intrépido y de
hermoso rostro.
En las avanzadas figuraba frecuentemente otro joven,
primo de Lescure, Henri de La Rochejaquelein, M. Henri, como
le llamaban los campesinos. Llevaba atado al cuello un pañuelo
rojo y todo el ejército lo imitó. Tenía veintiún años de edad y
llevaba ya seis de servicio. Su padre era coronel de Real—
Polonia. El joven estuvo muy lejos de emigrar; le hicieron
capitán de la guardia constitucional de Luis XVI. Ni la estancia
en París, ni aquel detestable cuerpo, escuela de esgrima y de
insolencia, cambiaron el carácter de este vendeano. Era un
verdadero gentilhombre del campo, gran cazador, montador
excelente y muy conocido entre los campesinos.
Era alto y esbelto. Su figura más parecía inglesa que
francesa, con sus cabellos finos y rubios, con su aire tímido y
altivo a la vez, como son frecuentemente los ingleses. Tenía una
excelente condición para el ataque: el desprecio al enemigo.
Estos valientes que nos despreciaban tanto, ignoraban que
entre los villanos, entre las armas republicanas, se encontraban
los primeros guerreros del siglo (y de todos los siglos), hombres
de distinto orden al suyo, como los Masséna, los Hoche o los
Bonaparte.
Las masas vendeanas que seguían a aquellos jefes tuvieron
la suerte de encontrar en Saumur fuerzas republicanas menos
organizadas que ellos todavía. Estos tenían un hábil
organizador, Berthier, el que sería años después célebre jefe del
estado mayor del emperador. Pero Berthier, Menou, Coustard,
Santerre y los generales republicanos no llegaron hasta el
momento de la batalla. No pudieron hacer más que pagar
valientemente con sus vidas. Los dos primeros resultaron
heridos con varios caballos muertos bajo ellos. Contra ellos
tenían la indisciplina y la traición. La misma víspera, La
Rochejaquelein, disfrazado, había comido en Saumur. Un
guardia de artillería fue sorprendido en el momento en que
destruía un cañón. En el combate mismo dos batallones a
quienes Coustard ordenó la defensa del puente, creyeron que él
les hacía traición y le pusieron en la boca de un cañón.
Con todo y con eso, a los vendeanos les costó mucho
obtener la victoria. La Rochejaquelein se obstinó en atacar a la
derecha, sin observar que atrapado entre la ribera y la ladera de
la montaña no podía avanzar en modo alguno. A las siete de la
noche Cathelineau subió a un alto y observó claramente la
dificultad, dando a la batalla mejor dirección. Se rodeó a los
republicanos. Los batallones, pertenecientes a nuevas reclutas,
se asustaron y huyeron por la villa a la desbandada y después
por los puentes del Loira.
A las ocho Coustard, viendo que la izquierda estaba
perdida y el enemigo en la población, intentó rehacerla. Dio
orden a los coraceros a los que dirigía Weissen de que
limpiaran la calzada, apoderándose de una batería que los
enemigos habían colocado: “¿Adónde me envías?”, preguntó
Weissen. “¡A la muerte!”, contestó Coustard. Weissen obedeció
valerosamente. Nadie le apoyó y regresó cubierto de heridas.
El representante Bourbotte luchó también como un león. Le
mataron al caballo y habría caído prisionero si un teniente, en
plena confusión, no le hubiera entregado el suyo. Bourbotte
admiró al joven republicano y se preocupó aún más por el
teniente que por su vida. En este joven militar encontró un
hombre inteligente y a la vez heroico. Desde este día no le
perdió de vista hasta que consiguió hacerlo general. Seis meses
después, este joven general, Marceau, ganaba la decisiva batalla
de Le Mans, donde se enterró a la Vendée.
Cinco mil hombres se rindieron en Saumur y entregaron
las armas. Pero los que permanecían en los reductos exteriores
no se rindieron. En vano los atacó Stofflet con veinte piezas de
artillería.
La carretera de París quedaba abierta. ¿Quién impedía que
remontaran el Loira, enseñando la bandera blanca a las
provincias del centro? Henri de La Rochejaquelein pidió que se
llegara al menos hasta Tours.
La caballería de los vendeanos era muy pobre. Si hubiera
sido de otro modo nadie habría impedido que mil hombres bien
montados hubieran atravesado París.
Pero no había que soñar con que los vendeanos pasaran
adelante: ya había hecho el campesino un esfuerzo prodigioso
permaneciendo bajo la bandera tanto tiempo. Partidos (por
segunda vez) el 9 de abril, apenas habían visto sus hogares al
pasar de Fontenay a Saumur. Para muchos el 9 de junio se
cumplían ya dos meses desde que salieron de sus casas. Las
costumbres de los vendeanos son tales, como muy bien ha
observado Bourniseau, que “cuando se trató de tomar París, por
grave que hubiese sido el problema que se hubiese planteado
ante ellos, nadie hubiera podido impedir que fueran a sus casas
a ver a sus mujeres y a ponerse una camisa blanca”.
Cathelineau lo sabía perfectamente y se contentó con Angers.
Pero los jefes en general, querían tomar la dirección del
mar.
Lescure quería marchar hacia la izquierda y tomar Niort y
La Rochelle.
Bonchamp quería marchar hacia la derecha, hacia Bretaña,
extendiendo la insurrección de los chuanes, que ya había
comenzado a crecer en las costas normandas, y saber si
realmente eran girondinos o realistas.
D'Elbée fue hacia el mar por Nantes, por la entrada del
Loira, gran puerta de Francia. Fue la opinión que prevaleció.
Esperaban con impaciencia el auxilio de Inglaterra y sabían
que nada recibirían si no aparecían fuerzas en la costa, de suerte
que pudieran ofrecer un puerto a los ingleses23.
Al día siguiente de la insurrección los vendeanos
imploraron el auxilio del extranjero.
El 6 de abril d'Elbée y Sapinaud encargaron a un tal Guerry
de Tiffauges que pidiera pólvora a Noirmoutier, y si no había
en Noirmoutier que se empleasen todos los medios para traerla
de España o de Inglaterra.
El día 8 de abril ya no es sólo pólvora lo que se pidió al
extranjero, sino hombres también: “Rogamos al comandante del
primer puerto de Inglaterra que se acerque a las autoridades
inglesas para procurarnos municiones y gran número de tropas de
tierra. D'ELBÉE, SAPINAUD, cuartel general de Saint-Fulgent”.
Desde otro punto de la Vendée, el caballero La Roche Saint-
André escribió en una carta fechada el 8 de abril: “Los comités
realistas han acordado pedir ayudas a España”.
No tenemos duda respecto a que los vendeanos, si no
hombres, han recibido dinero.
Pitt no quiso enviar hombres, pues temía el efecto que entre
los vendeanos pudiera causar el uniforme rojo, podía generar
graves malentendidos y podía incitarles a acercarse a los
republicanos.
Se ignoraban tanto los unos a los otros que, como
consecuencia de un doble malentendido, Pitt creyó que la
Vendée era girondina y la Convención creyó que Nantes era
realista.
Pitt se obstinó en su idea. Sus mensajeros hacia finales de
agosto y después en noviembre les decían: “Si sois realistas y si
es realista el país, dadnos como garantía un puerto que facilite
los desembarcos”.
Si los vendeanos hubiesen tomado Nantes habrían sido los
dueños de la situación. Tan grande acontecimiento los hubiera
hecho dueños del mar, del Loira, de muchos departamentos, un
verdadero reino del Oeste. La Bretaña monárquica habría
secundado a la Bretaña girondina, y puede ser que Normandía
los hubiese seguido. Los ingleses llegaban entonces, pero como
un útil accesorio, como auxiliares subordinados.
Éstas son probablemente las razones que hizo prevalecer
d'Elbée. Creía tener en Nantes grandes relaciones. El campesino
conocía Nantes. Esta expedición fue para ellos más llamativa
que ir a París. París, aun siendo la capital de Francia, era
desconocida para ellos. Su verdadero París era Nantes, la
capital rica, la brillante población del comercio de las colonias,
el Perú, el Potosí de la imaginación vendeana.
La fácil toma de Angers, evacuada por los republicanos, la
llegada del joven príncipe de Talmont al ejército vendeano,
todo confirma el proyecto de este de atacar Nantes. Talmont,
hijo segundo del duque de La Trémouille, poseía bienes
inmensos en el Oeste, trescientas aldeas sólo de un lado del
Loira, y puede que otras tantas del otro. Los jefes vendeanos, la
mayor parte vasallos de Talmont, se alegraron y se sintieron
orgullosos de tener un príncipe entre ellos. No volvieron a
dudar ante nada. ¡Un príncipe! ¡Un obispo! Teniendo todo esto,
¿qué les faltaba? ¿Quién se les resistiría?
Sin embargo, para atacar Nantes por todas partes a la vez,
era necesario que el ejército del Anjou fuese ayudado por la
Vendée marítima, por hombres del Marais, por su principal jefe
Charette. Este tenía poco afecto a los nobles de la Vendée, pues
siempre hablaban de él con menosprecio y hasta entonces le
tuvieron simplemente por un jefe de bandidos, con lo cual se
equivocaban mucho.
Quienes quieran conocer a fondo a este singular personaje
deben de leer primeramente nuestras antiguas historias de
filibusteros y bucaneros, o las de los primeros colonos de
Canadá u otros lugares, que vivían con los salvajes y acababan
siéndolo ellos también. Los salvajes les entregaban
voluntariamente a sus hijas para obtener miembros de esta raza
de cazadores intrépidos que tenían la vida en el más alto grado
de desprecio. Nuestros alegres compatriotas pasaban la mayor
parte del tiempo en el desierto haciendo bailar a los salvajes.
Nuevo rasgo de semejanza con el ejército de Charette, donde se
bailaba todas las noches.
Este ejército tenía mucho de banda de ladrones y de
carnaval. Eran gente feroz. El combate, el baile, la misa, la orgía,
todo se hacía al mismo tiempo.
Charette era un hombre de unos treinta años, delgado, alto
y seco, muy ágil. Frecuentemente en los momentos de prisa
salía por una reja de la ventana. Tenía el pecho muy estrecho, se
le hubiera creído tísico; una mano quemada en su infancia, ojos
negros pequeños, penetrantes, alta la cabeza, la nariz
arremangada, mentón saliente y una boca plana, tensa como un
arco. La nariz y la boca le daban un aire de audacia, de
resolución de bandido24.
Lo que más asombraba a los republicanos era ver en el
cuello de este singular personaje un echarpe negro con adornos
de oro, extraño ornamento que llevaba en recuerdo sin duda de
alguna dama, y no sería ciertamente por su fidelidad, pues
cambiaba de amante todas las noches. Jamás hubo un hombre
parecido. Las grandes damas de la región, las muchachitas de
los pueblos, todas le venían bien. Había damas que lo seguían a
caballo, algunas valientes y a veces sanguinarias. Pasaban
algunas noches con Charette y después regresaban al lado de
sus maridos, resignados y satisfechos de su amor hacia el altar y
el trono.
Charette creía que era muy noble y se decía descendiente
de ciertos Caretti de Piamonte. Sin embargo, había algunos
Charette entre los togados. Uno de ellos fue condenado a
muerte cuando ocurrieron los hechos de Chalotais. La madre de
Charette era de Cévennes. Su padre, que era oficial, y otros dos
Charette, pasaban por un barrio cerca de Uzès. Vieron en un
balcón a tres hermosas mujeres del Languedoc: “Estas serán
nuestras esposas”, dijeron. Subieron, preguntaron y lo
consiguieron. De este capricho nació Charette en 1765.
En 1793 tenía 28 años. Era teniente de marina, había estado
en muchas acciones de guerra; después presentó su dimisión.
Vivía en su pequeña residencia de Fonteclause con una mujer
rica y vieja, con la que se casó para arreglar sus asuntos.
Charette disputaba con los nobles. Estos ponían en duda
sus títulos nobiliarios; le llamaban el cadete o el saboyano.
Además, decían que era muy cobarde, que no hacía más que
huir. Curtió a sus tropas huyendo y haciéndolas huir.
Las fuerzas de Charette se batían por el botín y por el
pillaje, pero Charette se batía por gusto. Dejaba que cogieran lo
que les viniera en gana. Incluso las guineas, que las distribuía
según llegaban. No tenía ni cama ni mesa. Comía con sus
oficiales y dormía como y donde podía.
Francia mató a Charette, pero no le odió. ¿Por qué?
Precisamente porque no tenía un pelo de hipócrita. No le afectó
fanatismo alguno, ni siquiera el del realismo. Estimaba poco a
los emigrados y juzgaba perfectamente a los príncipes. Ellos no
le perdonaron nunca su famosa carta al pretendiente: “La
cobardía de vuestro hermano lo ha perdido todo”. Para los
curas no tenía respeto y odiaba especialmente a los del ejército
de Anjou25. Un día que el abad Bernier le preguntó por qué
causa no se incorporaba al grueso del ejército, Charette, que
conocía los secretos galanteos del hipócrita intrigante, le
respondió: “Por vuestras costumbres”.
El temor de las gentes de Charette era que este desertase o
les abandonase para pasarse a la gente de la alta Vendée. Una
vez tuvieron este temor, estuvieron a punto de matarle26.
Charette sin perder la serenidad, se lanzó sobre ellos sable en
mano.
En realidad no tenía interés en entrar en relaciones con la
devota Vendée. Cuando esta le propuso que cooperara con el
sitio, acababa de tomar Machecoul, la puerta de Nantes, y le
hubiera encantado tomar Nantes, pero solo, no con los otros.
Nantes era la Jerusalén por la que los bandos de Charette
sentían verdadera devoción. Juzgaban a la población por los
grandes beneficios que les iba a proporcionar, por sus riquezas,
por su botín, por su dinero, por los billetes que encontraban al
dar la vuelta a los bolsillos de los culottes de soie (así era como
llamaban a los nanteses). No se podían calcular los beneficios
que adquirirían en aquella población, que desde hacía dos
siglos estaba en contacto con las islas. Los bravi de Charette
entraban disfrazados y miraban con avidez, con codicia,
despidiendo chispas sus miradas, los palacios elegantes y
serios, que sin tener el fasto de los de Burdeos, parecían
encerrar todos los tesoros del mundo, amontonados en cinco
pisos.
Sin embargo Charette comprendió que si entraban en la
ciudad junto con el gran ejército de Anjou, serían postergados
en el momento del reparto.
Y sin embargo, coadyuvó al sitio por pura fórmula, por
galantería, digámoslo así. La noche del 28 de junio se
encontraba sobre el puente Rousseau, en la desembocadura del
río Sèvre. Mientras enfilaba su batería, la gente se entretuvo
bailando, y desde los montes de Nantes los artilleros
parisienses lograron ver cómo danzaban. Se irritaron y de un
cañonazo mataron a tres o cuatro bailarines.
Noble hospitalidad de Nantes.—Ferocidad veadeana.—Nantes pide
socorro.—Anarquía del ministerio de la guerra.—Los héroes de 500
libras.—Dificultad para la defensa de Nantes.—El alcalde Baco.—El
hojalatero Meuris.—El club Vicent-la-Montagne.—Celos de los
girondinos.—Unión de los dos partidos.—Llegada de los vendeanos.—
Los representantes y los militares creen que no pueden defender la
ciudad.—Muerte de Cathelineau.—Cambia el carácter de la guerra.

I.—PELIGRO Y ABANDONO DE NANTES (MARZO-JUNIO DE


1793)

La defensa de Nantes era una cuestión no sólo de patriotismo


sino también de humanidad. Era el asilo general de los
fugitivos del Oeste, de pobres gentes que no osaban ya
permanecer en los campos, que huían de sus casas dejando sus
bienes a merced de los bandidos. Alrededor de Nantes parecía
existir un mar de fuego y de sangre. Llegaban las familias
despojadas, ensangrentadas, harapientas, llorando
desesperadamente las mujeres la muerte violenta de sus
maridos, de sus hijos. Para todo este pueblo naufragado, el
puerto de salvación era Nantes.
Conociendo los hechos debemos rendir un sincero
homenaje a los nombres del Oeste: son ahorradores y
generosos. La antigua sencillez en las costumbres, la sobriedad
habitual, la misma parsimonia, detalles esenciales de su
carácter, les permite en las circunstancias más comprometidas
proceder con reflexión, con grandeza heroica, con prodigalidad
y munificencia. Cuando se abre el corazón, se abren también las
manos, anchas y grandes27.
Nantes alimentó a todo un mundo; se convirtió en la casa
de todos aquellos que no tenían nada más. La gran ciudad abrió
al pobre rebaño fugitivo de la guerra civil sus maternales
brazos. Alojó a ese pueblo, llenó sus conventos, desiertos de sus
legítimos habitantes, con los pobres, para quienes fueron
fundados.
Que una población como Valenciennes fuese tomada por
los austriacos, no era lo mismo que Nantes tomado por los
vendeanos. El derecho de gentes en el primer caso protege a los
habitantes. ¿Qué podían temer? Pero la toma de Nantes
entrañaba para la capital gravísimos peligros. Iba a encontrarse
frente a frente con un pueblo ciegamente fanatizado, que
odiaba a la capital porque ella representaba el gobierno de la
República y por lo mismo odiaba a sus magistrados y a sus
notables. Los fugitivos se encontrarían sobre todo bajo la mano
que los había arrojado de sus casas, sometidos en la capital al
odio, al furor de las venganzas locales sin freno, sin caridad. No
temían a la muerte precisamente, sino a los suplicios a los que
iban a ser sometidos. Los vendeanos habían inventado
martirios extraños y verdaderamente espantosos. Cuando los
nanteses llegaron en abril de 1793 a Challans, vieron clavada en
una puerta una cosa que en cierto modo parecía un murciélago;
era un soldado republicano que después de herido lo clavaron y
llevaba varias horas sufriendo una espantosa agonía, sin poder
morir.
Se ha discutido frecuentemente a cuál de los dos partidos le
corresponde la iniciativa del empleo de estos procedimientos
bárbaros y cuál de los dos fue más lejos en el crimen. Se hablaba
incesantemente de los ahogamientos en masa realizados por
Carrier. ¿Pero por qué se habla menos de las matanzas
efectuadas por Charette? La intención que revelan estas
honradas gentes al despertar ciertos recuerdos y apagar otros es
admirable. Antiguos oficiales vendeanos, rudos y feroces
campesinos, confesaron a un médico suyo, quien después nos lo
comunicó, que jamás hicieran prisionero a ningún soldado
(sobre todo del ejército de Maguncia) sin quitarle la vida
mediante los más refinados martirios, cuando se tenía tiempo
para ello. Incluso cuando no tuviéramos estas autorizadas
confesiones, la lógica solamente os diría que el más cruel de los
dos partidos es el que quiso vengar a Dios queriendo igualar lo
infinito del sufrimiento con lo infinito del crimen. Los
republicanos, derramando su sangre, lo hacían desde un
distinto punto de vista. No querían más que destruir al
enemigo. Los fusilamientos o los ahogamientos en masa eran
medios para abreviar la muerte y los sacrificios humanos. Los
vendeanos, al contrario, tenían los pozos y los hornos llenos de
soldados republicanos, hombres enterrados vivos, creyendo
que hacían algo agradable a Dios.
El legítimo terror que los bárbaros atentados de los
vendeanos despertaron en Nantes se demuestra en las
suplicantes comunicaciones y en los desesperados
llamamientos hechos a los departamentos vecinos. El
presidente del departamento escribía a Morbihan: “Estamos en
inminente peligro. Mañana quedará Nantes entregada al pillaje.
Una turba inmensa de bandidos nos rodea; son dueños del río.
Los caminos están interceptados. No llega hasta nosotros
ningún correo. Terminan nuestras subsistencias. El hambre va a
apoderarse de nosotros. En nombre de la humanidad,
comunicad estas noticias. Adiós, hermanos; puede que este sea
nuestro último adiós”.
Puede decirse que ni antes ni después del 2 de junio ni los
montañeses ni los girondinos hicieron nada por Nantes28. ¡Se
enviaron seiscientos hombres a una población inundada por un
diluvio de cien mil bárbaros! El 13 de junio el Comité de
Salvación Pública propuso que se enviasen mil hombres que
ofrecía la ciudad de París. Salvo cuatro compañías de artilleros
parisinos, nadie más fue. Nantes escribía furiosas
comunicaciones contra la Convención. El día 22 envió su último
llamamiento, su testamento de muerte. La Asamblea votó una
ayuda de 500.000 francos y el envío de representantes que
debían reclutar algunas fuerzas en los departamentos vecinos.
Los nanteses, indignados, abandonaron la barra gritando:
“¡Bien, nos abandonáis! El torrente os arrastrará también a
vosotros”.
La Convención, a decir verdad, no conocía la verdadera
situación de Nantes, porque el Comité de Salvación Pública se
la había ocultado. Cada mala noticia que recibía el Comité era
falsificada para comunicarla a la Asamblea. Al anunciar la
derrota del 25 de mayo, dijo que se enviaría un ejército ¡de
60.000 hombres! La Asamblea se volvió a dormir. Cuando se
recibió el último llamamiento de Nantes, el 22 de junio, el
Comité dijo que el general Biron iba a distraer la atención de las
fuerzas enemigas con su ejército de 35.000 hombres. La revista
de estas fuerzas, hecha con sumo cuidado por dos enviados
montañeses un mes después, dio la cifra exacta: nueve mil
hombres, de los cuales tres mil no tienen armas y otros tres mil
son reclutas nuevos que no saben manejar el fusil. Biron, en
realidad, no tenía más que tres mil soldados. Esta miserable
tropa más que alojada, estaba escondida en Niort. No tenía ni
pan para el día siguiente. Se contaba con estas fuerzas no
solamente para defender Nantes, sino también París. ¡Se quería
que Biron atravesara la cuarta parte de Francia con estas pobres
gentes, pasando por encima del victorioso y potente ejército de
los vendeanos para apostarse en Tours y defender así la capital!
Todo esto se debía, no solamente a la desorganización
general, sino a la anarquía del ministerio de la guerra. Desde el
4 de abril estaba en manos del montañés Bouchotte, débil
patriota, quien por un efecto natural de las circunstancias se
convirtió en el juguete de los clubs. No podía existir ningún
ministro más que bajo la condición de obedecerlos y Bouchotte
tenía por primeros funcionarios a los principales agitadores de
las sociedades populares. La maligna desconfianza, legitimada,
es cierto, por innumerables traiciones, les obligaba a pedir sin
parar otros generales y dictar nuevas leyes.
El Rin y el Norte mantenían una especie de orden. El horror
del caos lo encarnaba la Vendée. Allí cada hora se nombraba un
nuevo general. “Se asignaba el cargo de general a hombres que
jamás habían montado una guardia”. El vodevilista Ronsin fue
nombrado general en tres días. Bouchotte cometió el error de
convertirle en su ayudante y por ello debía llamársele general—
ministro.
Robespierre y los jacobinos, al mando del Comité de
Salvación Pública a partir del 13 de junio (por Saint-Just,
Couthon y Jean-Bon Saint-André), ¿podían hacer algo en
beneficio de la reforma del ministerio de la guerra, tan
abandonado a merced de los últimos cordeleros? La dificultad
era la siguiente: como se vio a finales de junio, Robespierre
humilló y dividió a los cordeleros. Al verse reforzado por una
fracción de los cordeleros (Marat, Legendre, Hébert,
Chaumette) que se unieron a él en estas circunstancias, arrebató
París a los cordeleros exaltados (Roux, Leclerc, etc.). Este gran
resultado fue amañado gracias a la influencia que se permitió
que ejercieran los hebertistas en el ministerio de la guerra, sobre
todo en lo referente a la Vendée.
París les vomitó en la Vendée; Ronsin se resarció desfilando
en coche abierto por delante del frente del ejército, acompañado
de prostitutas, con un montón de charreteras y de jóvenes
tunantes bigotudos que sólo habían hecho la guerra en los cafés
de París.
Estos valientes tenían una excusa para no ver al enemigo.
Sus tropas no estaban formadas. Los héroes por 500 libras que se
habían enrolado eran generalmente borrachos indisciplinables
que daban órdenes a sus jefes y que disfrazaban su miedo de
recelo, ya fuera verdadero o falso. Ante el mínimo desafío
gritaban: “Nos venden< ¡Nos han traicionado!”. La mayoría de
ellos permanecían en Tours, se obstinaban en esperar los
cañones que les prometieron en París, quejándose de que sin
cañones no podían dar un paso.
Pero si Nantes no recibía auxilios, al menos recibía consejos
y muchas veces consejos imperiosos, pues la desorganización
era tal, que todo el mundo se creía con derecho a mandar.
Todas las autoridades tenían sus agentes en el Oeste, no
solamente los ministerios de la guerra y el de relaciones
exteriores, sino también la Comuna de París, los
departamentos, las secciones y las sociedades populares. Ronsin
se presentó también, y tal efecto causó en Nantes su presencia,
que se acordó expulsar indistintamente a todos los agentes del
poder ejecutivo y cerrar las puertas de la ciudad. Se llegó a
amenazarles con el arresto. Es curioso conocer lo que proponían
Ronsin y Santerre para salvar Nantes. ¡Santerre proponía que se
llamara a 6.000 hombres de Dunkerque! ¡Ronsin, 12.000 de
Metz! Me gusta más otra idea de Rossignol y Santerre: “Más
que fuerzas militares, enviad a un buen químico< Fourcroy,
por ejemplo, que emplee fumigaciones y toda clase de
procedimientos científicos, con los cuales se pueda dormir,
asfixiar al ejército enemigo”.
II.—LA RESISTENCIA DE NANTES.—EL HOJALATERO MEURIS
(JUNIO DE 1793)

¿Qué podía hacer Nantes tras haber sido abandonada de


este modo?
Los militares decían que era difícil defender la plaza.
Desafortunadamente su opinión parecía estar fundada en la
razón.
Se basaban en el circuito inmenso de la villa y la ausencia
de barreras naturales en el norte, sin muros, sin fosos, sin más
que un castillo viejo y derruido que cubre la carretera de París.
Los motivos inconfesos para abandonar la defensa es que
se creía que los realistas tenían contactos con algunos
importantes elementos de Nantes, ciudad que albergaba en su
seno una Vendée invisible.
Los que habitaban los barrios populares, que se extienden a
lo largo de las orillas del Loira, los tres mil hombres de puerto,
los cuatro mil obreros de las cordelerías, de los algodones,
muchos pequeños comercios, todos eran verdaderos patriotas.
Los armadores de buques corsarios lo eran también, o al
menos lo parecían. Pero los señores especuladores, los
enriquecidos negreros que añoraban amargamente los buenos
tiempos de Santo Domingo, no podían mirar con buenos ojos a
la República. La nobleza había emigrado y el clero se escondía.
Los vendeanos sabían mejor que los nanteses lo que ocurría en
Nantes. Si los arbolados bosques del Sèvre ocultaban los osados
acercamientos de los exploradores de Charette, los largos
jardines amurallados de los barrios altos de Nantes, con sus
infinitas callejuelas a ambos lados del Erdre en inextricables
laberintos, ocultaban igual de bien en el seno de la ciudad las
sordas prácticas del mundo realista y devoto. Desde las torres
de Saint-Pierre, donde se había establecido un observatorio, se
distinguía con catalejos a las hermosas mujeres de Nantes, que
pretextando mil motivos salían y entraban de la población e
informaban minuciosamente al enemigo del sitio y hora en que
podían realizar matanzas de patriotas.
Nantes, sin murallas ni defensas, situada entre tres ríos,
aún contaba con la defensa de los puentes del río Sèvre, con el
castillo del Loira, pero el Erdre apenas le servía de algo. El
amarillo y turbulento río proporcionaba un acceso demasiado
fácil a los lobos y a los zorros que venían a husmear de cerca la
ciudad y que entraban por los laberintos de los jardines
amurallados que cubren los bordes del río, por las siniestras
callejuelas de los viejos conventos abandonados y de las casas
nobles deshabitadas, convertidas en bienes nacionales.
No faltaban en Nantes jefes militares. La población tenía
gran afecto al general de los dragones rojos de Bretaña, Beysser,
ex cirujano. Era un alsaciano valeroso, bebedor, risueño y uno
de los hombres más bellos de Francia. Había guerreado contra
los indios. Tenía una increíble confianza que a menudo le
vencía. Dedicaba coplas al enemigo y compuso canciones
incluso en la guillotina. Era inconsecuente y ligero y no estaba a
la altura de un asunto tan grave como la defensa de Nantes.
También se sentía cariño hacia el girondino Coustard,
criollo valeroso que se hizo nantés y representó en la
Convención a la ciudad. Le vimos en actitud heroica en la
batalla de Saumur. Quería defender Nantes o perecer allí.
Salvar la población que tanto amaba. Sin duda sintió que un
Nantes abandonado sería el oprobio del partido girondino, la
confirmación de cuanto se decía respecto a las relaciones de este
con la Vendée. Por el contrario, si Nantes se salvaba la Gironda
estaba salvada, al menos en la historia.
El alcalde de Nantes, Baco, era un hombre de justicia
nacido para las cuestiones militares y ex procurador del rey.
También girondino, poseía un carácter extremadamente
violento, hasta el extremo de que el 13 de marzo quiso que los
nanteses salieran armados por todos los puntos de la capital y
cayeran terriblemente sobre el enemigo. Era un hombre
sanguíneo, violento, impetuoso, aristócrata por carácter y
republicano por principios. Gustaba al pueblo por su vigor.
Hacía alarde de cierta aureola de heroicidad que coronaba sus
blancas melenas de león, que agitaba orgulloso al viento. Se le
llamaba cariñosamente el rey Baco. Nadie ha podido contar en
su historia tantas aventuras. Alcalde de Nantes, salvó a la villa
y se insolentó después contra la Convención, que casi lo
guillotina. Fue comisario en Íle-de-France, director de la Ópera
de París y finalmente fue a morir a la isla de Guadalupe.
Los bellos registros de Nantes, admirablemente
conservados, hablan gloriosamente de su dictadura. En ella
podemos observar la previsión universal, la actividad
infatigable y la fuerte decisión con las que una sola ciudad
intimidó al mundo entero. Ese gobierno girondino hizo
precisamente lo que los montañeses hubieran hecho. Convenció
a los vendeanos de que jamás flaquearían ante ellos. El 21 de
marzo lo demostraron. El jurado, que acababa de condenar a los
insurgentes, informó a la administración de que si se llevaban a
cabo las ejecuciones, el enemigo daría muerte a ciento sesenta
patriotas que tenían en sus manos: la administración dio la
orden de realizar las ejecuciones en ese mismo instante.
Seguramente la resistencia de Nantes habría sido dudosa si
no se hubiera tratado de una causa verdaderamente popular, si
la cuestión no se hubiese establecido en sus adecuados términos
entre nanteses y vendeanos, entre obreros y campesinos, entre
zapatos y zuecos.
Si la defensa hubiese sido exclusivamente militar, Nantes
habría estado perdido. Si hubiese sido burguesa, esto es, de
guardias nacionales, donde predominaban los comerciantes, los
negociantes y gentes acomodadas, también Nantes habría
perecido. Era necesario que los hombres rudos, los obreros, se
pusieran a la vanguardia de la defensa. Los burgueses, hay que
confesarlo, por espíritu de emulación coadyuvaron a la
patriótica obra y esto salvó a la ciudad.
El 15 de marzo, después de haber recibido noticias de
terribles matanzas y actos de ferocidad, tales como enterrar
vivos a los patriotas, reinaba gran pánico. Las mujeres, presas
de terror, se abrazaban a sus esposos como impidiéndoles que
salieran. Baco y los magistrados recorrieron a pie la población,
deteniéndose, mezclándose entre los grupos y pidiendo opinión
a la gente sobre lo que se debía hacer.
En la Haute-Grand-Rue, muy cerca de Saint-Pierre, había
un hojalatero que ejercía gran influencia en todo el distrito.
Meuris, hombre casado y con hijos, de 33 años, fogoso y
propenso a las armas, se convirtió en el centro de la defensa
popular.
El alcalde quería que el pueblo saliera, que se arrojara sobre
los vendeanos y que una fuerza armada recorriese el
departamento junto con un tribunal militar excepcional. Pero el
comandante Wieland, gran oficial suizo, metódico y prudente,
no quería que salieran, sino simplemente que vigilaran. Era un
medio seguro para morir de hambre, para ser vencidos sin
combate. Meuris se encargó de crear una fuerza que recorriera
el departamento, misión verdaderamente peligrosa cuando se
esperaba la sublevación general en el campo.
Este audaz Meuris merece ser conocido. No era de Nantes,
sino de los Países Bajos29, de esa raza particular a la que
pertenece la tribu de los liejeses y de la cual han salido quizás
los guerreros más ardientes. En el número infinito de liejeses
que formaron en el ejército de la Revolución, hubo verdaderos
héroes, soldados que defendían la causa de la República con
frenesí. Eran los mismos que en 1468, y en número de
trescientos, penetraron en un campamento compuesto por
40.000 hombres para matar a Carlos el Temerario.
Meuris fue educado en Tournai, población valona y más
que francesa en plenos Alpes, en la que dominaba el espíritu
republicano. Como la mayor parte de los hojalateros, herreros y
otros obreros liejeses, recorrió toda Francia y fue a casarse y a
establecerse en Nantes.
La pequeña ciudad de Tournai, que se hacía llamar la
ciudad de Clovis, la madre de Gante y de toda Bélgica, era el
orgullo de los republicanos. Francesa en el seno mismo de los
Países Bajos, en viva oposición con la pesada población
flamenca que le rodea, exageró con frecuencia sus cualidades
francesas. Nuestros reyes, encantados de tener en ella una
pequeña Francia fuera de Francia, le concedieron privilegios
ilimitados. Este pequeño pueblo de vanguardia, muy fogoso,
muy inquieto, que podía hacerse pasar por meridional, ha
vivido de siglo en siglo con la espada en la mano y haciendo la
revolución cuando no estaba en guerra. Un Tito Livio de
Tournai ha escrito su historia en cien volúmenes, sus
revoluciones, bien distintas a las de Roma. Pero la historia no
ha terminado.
He citado anteriormente las canciones guerreras de Tournai
contra los flamencos30. La marcha de Nantes y de la Vendée fue
igual de fecunda en malas y buenas razones. Si las gentes de
Charette danzaban, los marineros del Loira se vengaban
componiendo canciones satíricas y en ocasiones traían a Nantes
las faldas de las vendeanas en la punta de sus bayonetas.
Para esta población de obreros y marinos, Meuris fue como
un centro de eléctrica atracción. Añadió a la valiente resistencia
del valeroso país de Cambronne, el entusiasmo, el arranque y la
chispa. Pertenecía al club de Vincent-la-Montagne, que creó
patriotas tan fogosos como Chaux, Goullain y Bachelier.
Ya veremos los servicios que estos hombres tan
calumniados prestaron a su país. Sus cartas, que tengo ante mis
ojos, son encendidas y estremecedoras y reflejan un sublime
fanatismo. Llaman la atención en la fría vejez que ha alcanzado
Francia. La iglesia de Sain-Vincent, comprada por Chaux para
la sociedad, se convirtió en una verdadera iglesia adonde los
mártires iban a jurar; y cumplieron con su palabra en los
campos de la Vendée.
Este club de Vincent-la-Montagne, poco nutrido dentro de
una población esencialmente girondina, sin embargo tuvo
fuerza suficiente para conducirla y sostenerla en la verdadera
ortodoxia revolucionaria.
La administración de Nantes casi se adhiere en dos
ocasiones a los comunicados bretones contra la Convención,
pero se retractó igualmente en las dos ocasiones. La energía del
club apoyó a Nantes en la fe en la unidad. La administración,
que en marzo creó los batallones de Meuris, tan útiles para la
defensa, quiso disolverlos en junio, o por lo menos depurarlos,
separando a los montañeses. Hubo dificultades y se creó una
fuerza rival. El día 11 entraron en el Consejo general jóvenes
nanteses, clérigos, empleados, comerciantes, hijos de familias
pudientes pidiendo la formación de un cuerpo especial. Estos
jóvenes burgueses (algunos de los cuales destacaban como
duelistas) no querían confundirse entre los cuerpos ya
formados. Se denominaron ellos mismos legión nantesa, nombre
hasta entonces común a toda la guardia nacional. La
administración acogió tan benévolamente la idea, que les dio
una subvención que no les hacía falta. Eran, como se
comprenderá, el objeto de los celos de las tropas de Meuris, que
habían probado su valor en peligrosos servicios, con méritos
más que suficientes para llamarse con orgullo legítimo legión
nantesa.
La grave y terrible noticia de la batalla de Saumur, la
evacuación de Angers y la marcha de los vendeanos hacia el
oeste, hizo que callasen unos y otros rivales. Los montañeses
estuvieron admirables. Goullain, en nombre del club de Saint-
Vincent, propuso al club girondino y a los cuerpos
administrativos que se reuniesen todos en Saint-Pierre, en la
catedral, para reflexionar sobre la salvación pública y
fraternizar. Se convino en que todos, montañeses y girondinos,
se reunirían en la iglesia para después ir, cogidos del brazo, a
casa de unos y otros a comer en familia y de allí marchar juntos
de nuevo a trabajar en las fortificaciones. Esta proposición
despertó una alegría universal. Durante toda la noche los
miembros de ambos clubs fueron de puesto en puesto
anunciando esta gran comunión revolucionaria, que tuvo lugar
al día siguiente. Se armaron todos de una fuerza increíble y
juraron salvar Francia (15 de junio de 1793).

III.—COMBATE DE MEURIS EN NORT.—LA LIBERACIÓN DE


NANTES (27-29 DE JUNIO DE 1793)

El requerimiento de los vendeanos que se llevó a cabo el 22


de junio, pedía que se liberase la plaza y a los dos
representantes del pueblo que se encontraban en ella,
prometiendo respetar a las personas y a las propiedades.
Promesa inútil; nada hubiera podido detener el odio de los
campesinos y el furor de su pillaje. De todas partes acudían
enemigos de Nantes dispuestos a reducir a cenizas la capital.
Todavía no hace mucho (1852), una anciana me decía: “¡Oh, sí!
Yo estaba en el sitio; mi hermana y yo habíamos llevado
nuestras bolsas. Creíamos que al menos íbamos a entrar hasta la
calle de la Casserie”. Era la calle de los orfebres. Cualquiera que
observe en los días de mercado la ingenua admiración de los
campesinos plantados ante las tiendas de los orfebres, su fija
contemplación, tenaz y silenciosa, comprenderá perfectamente
por qué una muchedumbre tan enorme engrosaba el ejército
vendeano e iba a celebrar la festividad de Saint-Pierre a la
catedral de Nantes (domingo, 29 de junio de 1793).
En realidad ¿cuántos podían ser los vendeanos?
En Ancenis, d'Elbée preparó alojamiento y pan para 40.000
soldados, número que aumentó desde Ancenis a Nantes por la
afluencia de hombres del interior y de las costas. Además hay
que añadir la columna de Charette, que se componía de 10.000
hombres. El conjunto podía elevarse a cincuenta o sesenta mil
hombres31.
Bonchamps, con sus bretones, debía atacar por la carretera
de París y por el castillo. La división de pointiveses, dirigida
por Stofflet y Talmont, venía por la carretera de Vannes. La
tercera, más fuerte, la de Anjou, seguía la carretera central, la de
Rennes, al mando de Cathelineau. Bajo el mando de
Autichamp, cuatro mil hombres marchaban por la orilla del río
Erdre, al objeto de pasar a Nort y reunirse con la columna de
Anjou. En cuanto a Charette, se le dejó al otro lado del Loira, en
el sitio precisamente menos accesible. Hubo que conformarse
con su ayuda lejana, con sus cañonazos. El gran ejército, dueño
del Loira, hubiera podido traer unos botes para que pudiera
pasar.
Todas las carreteras estaban tomadas y con dificultad
llegaban los víveres a Nantes. El pueblo en masa estaba en las
calles. El cuerpo administrativo vivía en plena inquietud. Dos
veces prohibió reunirse a las secciones.
La responsabilidad era grande para los dos representantes
del pueblo, Merlin y Gillet. No era Merlin, el célebre
jurisconsulto de Douai, hombre de iniciativas heroicas para un
asunto tan importante y arriesgado. Nantes parecía más aislada
de París que de América.
Merlin estuvo escribiendo durante meses carta tras carta,
pero nada consiguió del Comité de Salvación Pública. El día 28
recibió una nota absolutamente inservible para la defensa de
Nantes.
Tuvo el buen criterio de solicitar un excelente oficial, el ex
marqués de Canclaux, general destituido, de talante frío y
firme, conocido por sus extraordinarios tratados sobre tácticas
militares. Sin embargo, su opinión, en total acuerdo con la del
comandante de la artillería y del castillo, era la de que no se
podía defender la ciudad. A Canclaux, que había llegado a la
edad de cincuenta y cuatro años con una buena reputación
militar, le preocupaba bastante poco comprometerla.
Canclaux no creía más que en las tropas de línea y no
poseía más que cinco batallones de cinco regimientos distintos
que pudo arrastrar de las ya desguarnecidas costas. El resto de
las fuerzas se componía de guardias nacionales de Nantes y de
otros departamentos. Las costas del Norte fueron los primeros
en enviar guardias; después Ille-et-Vilaine, Mayenne, Maine y
Loira, Orne y Seine-Inférieure, Seine-et-Marne, Seine-et-Oise, y
finalmente Charente. El bajo Rin, tan expuesto también, envió
auxilios que no llegaron a tiempo. De las guardias nacionales, lo
mejor que Canclaux poseía eran las cuatro compañías de
artilleros de París.
Todas las fuerzas se componían de un total de diez u once
mil hombres, número reducido para defender la vasta extensión
de Nantes.
Cuando llegó la intimación, dijo el comandante: “¡Yo no me
atrevo a defender la capital!”. “¡Yo la defenderé!”, dijo el
alcalde Baco. “Y yo también —dijo Beysser—; vergüenza para
los cobardes”.
La situación en que se encontraban en Nantes los dos
partidos contribuyó también a que el alcalde girondino y los
generales del partido, Beysser y Coustard, tomaran esta
iniciativa. Los montañeses ansiaban la defensa, y Meuris,
enviado a un punto muy peligroso de Nort, juró vencer o
dejarse hacer pedazos. Efectivamente, el batallón pereció.
Ante esta heroica rivalidad de los dos partidos, Merlin no
podía pensar en abandonar la ciudad. La declaró en estado de
sitio y la sometió a la autoridad militar, a su general Canclaux,
reservándose el evacuar a la población si esa era la decisión de
la gente del oficio.
En el informe que hizo tras la victoria, Canclaux decía que
ante el acercamiento del ejército vendeano y viéndose tan débil,
sintió que no podía librar la batalla y que se acercó a Nantes. El
municipio afirma que si se acercó allí no era para entrar, sino
para retroceder hacia Rennes, porque los representantes del pueblo
habían decidido que Nantes sería abandonada.
Rodeaban ya los vendeanos la población. Era la noche del
28. Sobre las colinas y en las praderas se distinguían grandes
hogueras y fuegos de artificio con los que se hacían señales a las
fuerzas de Charette, que estaban en la orilla izquierda. Los
sitiadores llegaban confusamente, llamándose a grandes gritos
para reunirse por parroquias. Al no tener suficiente número de
tambores, empleaban para las órdenes cuernos de vaca. Las
voces más parecían de bestias que de hombres. Era el terror
ambulante, bárbaro y siniestro. En las calles de Nantes se decía:
“¡Ya llegan los bandidos!”.
El pueblo estaba conmovido, temblaba a la vez de temor y
coraje. Desgraciadamente los soldados de línea, que no obstante
lucharon admirablemente, hubieron de declararse en retirada.
Ya juzgaremos este hecho. Un nantés (Joly) entraba en la ciudad
llevando trigo y los soldados quisieron quitárselo. “¿Por qué me
quitáis mi trigo si no estáis a falta de pan?”. “Es —dijeron—
porque como los nanteses no tienen víveres, podrían intentar
defenderse”32.
Comenzó la evacuación. Los cañones, las cajas de dinero,
los carruajes del general, del representante, todo estaba
dispuesto para la partida; un acontecimiento popular cambió la
faz de los sucesos.
Un barco condujo por el río Erdre los restos gloriosos del
desafortunado batallón de Meuris, treinta hombres de
quinientos. El batallón cumplió su juramento. Se ocultó en Nort
para dar ocho horas de margen a Nantes. Retardado el ataque
por la tremenda defensa de Meuris, pudo salvarse Nantes.
Mejor digamos que se salvó Francia. Lo dijo Napoleón: “Su
salvación dependía de la de Nantes. ¡Cuánto debe Francia al
batallón inmortal y al hojalatero Meuris!”.
Debemos señalar que el batallón encontró en Nort, esa
pequeñísima aldea, una admirable guardia nacional. Nort,
centinela de Nantes, entre las turberas del Erdre, estaba siempre
luchando. Era lo más patriota que existía. Una vez emigró al
completo delante del enemigo y se reconquistó a sí misma. En
esa ocasión Nantes le otorgó una ayuda de honor, de
reconocimiento. Los hombres del club Vincent, sobre todo
Chaux, cuya mano reconocemos siempre en los grandes hechos,
formó y fomentó esta valiente avanzadilla de la capital del
oeste.
Nort, sin murallas ni foso, y que tenía como única defensa
el río Erdre, que pasa por delante, resistió durante toda una
noche. Ante la intensidad de los disparos, los vendeanos no
pudieron sospechar que fueran tan escasos sus defensores. Al
día siguiente al amanecer una mujer de Nort hizo como que
perseguía una gallina, atravesó el río y enseñó el vado a los
vendeanos. Esta mujer vivió hasta 1820, siendo la execración de
todo el país.
Los caballeros vendeanos, subiendo cada uno a un bretón
en la grupa de su caballo (los bretones eran excelentes
tiradores) pasaron el río y se encontraron frente a frente con
Meuris.
Meuris, entre otros valientes, llevaba consigo dos capitanes
de los cuales merece hablarse. Uno de ellos era un hermoso
joven, querido por los hombres y adorado por las mujeres, un
nantés de raza irlandesa, el maestro de armas O’Sullivan,
cabeza prodigiosamente exaltada, noblemente loca33, a la
irlandesa. Era una asombrosa cuchilla, tan diestra, que cada
golpe suyo causaba la muerte. El otro se llamaba Foucauld, no
era menos valiente, verdadero dogo de combate, pero se le
acusaba de cierta ferocidad; no sabemos si hubiese merecido ese
reproche, pero lo que hizo por Francia en esa noche memorable
borró todo de nuestra memoria.
Estos hombres valientes, obstinados, luchando
encarnizadamente, disputaron el terreno palmo a palmo con las
bayonetas. Cuando perdieron Nort siguieron luchando
denodadamente sobre una colina vecina hasta que quedaron
amontonados en el suelo. El irlandés, atravesado a balazos, dijo
a Meuris: “¡Vete! ¡Déjame y márchate a Nantes para hacer esto
mismo!”.
Meuris empuñó la bandera. No quería a su alrededor más
que treinta hombres. Y cubiertos de sangre entraron en Nantes.
Fácil es imaginar el efecto que produjo su presencia. ¡Un
batallón que había detenido a todo un ejército! ¡La patria
conservaría eterno recuerdo de estos héroes!
Tan enardecidos estaban los treinta héroes, que no sentían
siquiera sus heridas. Foucauld estaba espantoso. Un golpe que
recibió en la cara le arrancó toda la piel; el fuerte bretón, sin
asustarse, se puso una mano en la herida y se dirigió al hospital
lanzando vivas a la República.
El pueblo se enardeció extraordinariamente. Habló con los
magistrados. Hizo que regresara Merlin, que ya se había ido,
reteniéndole con Coustard, que entró en razón finalmente. Por
lo demás, los tiros de los caballos fueron cortados y se
desengancharon los coches. Merlin, el jurisconsulto, se vio
obligado a ser héroe.
Si Meuris no se hubiera detenido ocho horas en Nort,
Autichamp y sus vendeanos habrían llegado por la noche y el
combate habría comenzado, como estaba acordado, a las dos de
la madrugada, poco antes de la llegada del día. Empezó muy
tarde, a las diez de la mañana, en pleno y cálido día. Charette
disparó a las dos y se congelaba mientras esperaba. No sabía
cómo explicar el silencio del grueso del ejército.
A Charette le faltaba ese cuerpo de élite, esos tiradores
bretones que se habían quedado rezagados en Nort, cuatro mil
hombres, que sin barcos, hubieron de hacer el viaje a pie.
Cuando llegaron los bretones comenzó vivamente el ataque por
las carreteras de París, de Vannes y en el centro por la de
Rennes.
Beysser, viendo que Charette no haría nada serio, condujo
las fuerzas que custodiaban el puente a la carretera de París y
cargó sobre Bonchamps con furor extraordinario, haciéndole
retroceder.
En el centro, en el camino a Rennes, donde se encontraba el
punto álgido34, a Cathelineau le mataron dos caballos, por lo
que no pudo forzar el paso. La artillería republicana, a la que
los artilleros de París servían, detenía a los vendeanos. Allí
permanecía Canclaux, frío y admirable, contemplando el
combate. Baco, el valeroso alcalde, con la blanca cabellera que
cubría su gran cabeza y su ímpetu juvenil, enardecía al pueblo,
hasta que una bala le obligó a abandonar el lugar. Le subieron
en una carreta, pero sin perder la sonrisa gritaba:
“¡Combatamos! ¡Pronto obtendremos la victoria!”.
Los vendeanos tenían informaciones precisas sobre el
estado interior de Nantes y sobre las rivalidades y
desconfianzas mutuas de montañeses y girondinos. Emplearon
una artimaña propia de salvajes, que deja bien patente tanto su
perfidia como su fanática abnegación. Tres campesinos con
aspecto aterrorizado se lanzaron sobre las avanzadas y fueron
detenidos. Los granaderos de un batallón de Maine y Loira se
interesaron por cómo les iba a los vendeanos. “Les iría mal —
decía esa buena gente— si no tuviéramos un representante del
pueblo, que está en Nantes hace mucho tiempo y que nos
proporciona cartuchos< —¿Cómo se llama? —Coustard”35.
Esta acusación, lanzada en plena batalla, resultaba perfecta
para crear divisiones entre los sitiados, para suscitar disputas
entre ellos y quién sabe si quizás para llegar a las manos unos
contra otros.
Cathelineau, según toda apariencia, atacó de frente la
carretera de Rennes sólo para entretener a la mayor parte de las
fuerzas nantesas. Mientras continuaba este ataque, el astuto
jefe, que conocía perfectamente el laberinto de pasajes y
jardines, llegó con su legión personal, sus vecinos de Pin-en-
Mauges; se coló entre los jardines y llegó hasta una esquina de
la plaza de Viarme. Antes de que pudiera salir de la calle del
cementerio para desembocar en la plaza, un zapatero que
estaba en la ventana de su casa vio al hombre con penachos
blancos al frente del estado mayor de brigantes, apoyó su fusil
tranquilamente sobre la ventana y disparó certeramente< Cayó
el hombre.
La Vendée, conmocionada por el disparo, no siguió
adelante. Le creían invulnerable; todos sintieron su alma herida;
tan profundamente herida, que nunca jamás se recuperaron.
En el mismo momento en que cayó desplomado empezaron
a reflexionar, cosa que jamás habían hecho.
Comenzaron a sentir hambre y fue así como se dieron
cuenta de que faltaba pan.
También se percataron de que había sido derribado un
cañón y de que era demasiado tarde para reconstruir la batería.
Supieron que el aturdido, el audaz Westermann, se había
abierto camino hasta el fondo de la Vendée; que fue a tomar a
Châtillon mientras ellos no tomaban Nantes.
Estas graves reflexiones enfriaron el entusiasmo de los
vendeanos. Comenzaron a recoger sus bagajes y por la tarde
estuvieron todos dispuestos a partir. Los generales los vieron y
no osaron decir una palabra, temiendo que prescindieran de
ella.
Y para celebrar su partida, Nantes se iluminó durante toda
la tarde y la noche, por temor a alguna sorpresa. Todos cenaron
con las armas en la mano; se dispusieron mesas a lo largo del
magnífico muelle, ante el gran Loira, en una hilera de una legua
de longitud. De pie guardias nacionales y soldados, nanteses,
parisinos y franceses de todos los departamentos participaron
en esta cena cívica y brindaron por la República, por Francia,
por el fin de la guerra civil y por la muerte de la Vendée.
Charette, que desde la pradera veía la iluminación, veía a
Nantes resplandeciente con esta fiesta nacional y quiso una
fiesta para sí también. Hacía veinticuatro horas que se aburría
en aquel lugar; el gran ejército se marchó sin pensar siquiera en
advertirle de su partida. Compensó a su ejército dándoles
violines. Tras haber cañoneado de vez en cuando, hasta la tarde
del siguiente día, para demostrar que ni aun estando solo tenía
miedo, abrió el baile por la noche. Según la costumbre
consagrada por nuestros padres, que no renunciaban al baile ni
en la trinchera, los bandidos de Charette hicieron rondas y para
despedir a Nantes dispararon sobre la población cuatro
cañonazos.
Fue este un gran día para Francia. La Vendée se divorció de
ella.
La muerte de Cathelineau contribuyó a ello. Sin consultar a
Charette, se nombró general a d'Elbée (14 de julio).
“Este hombre —dijo ingenuamente un historiador
realista— llevaba consigo una fuente inagotable de bendiciones
que desapareció junto con él”. Es cierto. Sin duda Cathelineau
atesoraba las bendiciones de la guerra civil. ¿Por qué? Porque
en la contrarrevolución representaba todavía la Revolución y la
democracia.
Sabemos muy poco sobre lo que realmente era. No
podemos precisar hasta dónde y cómo los malvados que
manejaban el asunto abusaban de su ignorancia heroica. Lo que
sí es seguro y se puede constatar, es que en él estuvieron las dos
fuerzas populares de la Vendée y que con él desaparecieron: la
fuerza de la elección y la fuerza de la tribu.
Cathelineau parecía el elegido de Dios y el elegido del
pueblo. Seguramente si él hubiera vivido, la estúpida
aristocracia del Consejo superior no habría osado tocar la
elección popular. Pero como estaba muerto, la suprimió,
declarando que los consejos de las localidades elegidos por el
pueblo eran incompatibles con el gobierno monárquico y decidiendo
que a partir de entonces serían nombrados< ¿por quién? ¡Por
ella misma, por el Consejo superior, una docena de nobles y
curas!
Pero esto no es todo. La insurrección comenzó por
parroquias, por familias, por parientes, por tribus. El mismo
Cathelineau era una tribu más que un individuo, la tribu de los
hombres del Pin-en-Mauges. En toda gran circunstancia
Cathelineau se encontró rodeado de esta gente y rodeado de
ellos estaba cuando encontró la muerte.
Ignoraban el lado verdaderamente serio de la guerra que
hacían. Esta guerra por tribus y parroquias donde todos se
conocían, se vigilaban y podían repetir en casa las acciones y
gestos del combatiente de al lado, daba una consistencia
extrema a la insurrección. Ahora bien, eso es justamente lo que
los astutos gobernantes de la Vendée suprimieron tras la
muerte de Cathelineau. En su absurdo reglamento del 27 de
julio de 1793, prohibieron (artículo 17) incluir en una misma
compañía a los cultivadores de una misma granja o a los habitantes de
una misma casa.
Ignoraban por completo el carácter fuerte y profundo de la
guerra que conducían. No podían sentir la originalidad
vendeana, por ejemplo esa firmeza de palabra que hacía las veces de
disciplina (como dijo el general Turreau).
Los vendeanos daban a sus mujeres palabra de volverlas a
ver en tal fecha, y cumplían su promesa el mismo día que
habían designado. El abate Bernier consideraba estas ausencias
como deserciones, sin comprender que la Vendée debía
terminar precisamente el día en que dejara de ser espontánea.
Propuso que se instituyeran penas degradantes para los que se
ausentasen, ¡látigo y azotes! Éste fue un gran procedimiento
para convertir a la Vendée en país de patriotas.
1793)

La situación analizada por Danton y Robespierre.—Misiones


dantonistas.—Misiones de Lindet.

Se ha visto en las páginas precedentes y aún se observará en las


que siguen que los dos hombres cuya oposición constituyó el
centro neurálgico de la Revolución, Danton y Robespierre, aun
juzgando la cuestión girondina de distinto modo, coincidían en
el fondo y los acontecimientos lo justificaron.
Robespierre creyó con razón que no había motivo ni de
debilidad, ni de compromiso, que una vez hecho el 2 de junio la
Asamblea debía mantenerlo; que no debía tratar con los
departamentos y que solamente debía pedirles su sumisión.
Mantuvo firmemente esta tesis en presencia del espantoso
peligro de una guerra civil que complicaría aún más la guerra
extranjera. Con todo el sentimiento público en su contra fue casi
el único que resistió; salvó a la autoridad pues solamente en ella
se hallaba la salvación. Impidió su disolución y su abandono y
fue en estas circunstancias tan especiales, el firme guardián, el
Término, el genio permanente de la República.
Danton creyó desde la razón, guiándose por el instinto de su
corazón y su genio, en la verdadera unidad de la Francia
republicana, cuando el mundo la suponía irremediablemente
dividida, rota por un eterno divorcio. Dejó que se dijera de los
girondinos que eran realistas, pero comprobó que en su
inmensa mayoría eran republicanos y actuó en consecuencia. Y
tuvo el placer de ver que en menos de tres meses casi todos se
habían unido a la Convención.
Las violencias, los furores, las locuras de los girondinos no
le impresionaron. No hizo ningún caso a sus grandes amenazas.
Creyó que nada atentaría con carácter decisivo contra la unidad
de la patria. Al final tuvo razón.
Nantes, que amenazaba a la Convención, acabó con la
Vendée. Burdeos, advertido por la insolencia de los realistas,
que ya vejaban a los girondinos, se acercó de nuevo a la
Montaña. El general Doppet, montañés y jacobino, afirma que
la gran mayoría de los marselleses eran devotos de la
República, que sólo estaban desorientados, que se les había
hecho creer que la Montaña quería nombrar rey a Orleáns y que los
grupos de montañeses llevaban la escarapela blanca. “Los
marselleses —dijo— se sorprendieron mucho al ver que mis
soldados llevaban siempre la escarapela tricolor, como ellos”.
La única ciudad que aparecía dudosa era Lyon, que había
derramado torrentes de sangre montañesa. Pero Lyon, en el que
pululaba un verdadero ejército de curas, nobles y realistas,
acabó por prohibir hasta el último día del sitio las insignias
realistas y cantó el himno girondino Morir por la patria bajo las
ametralladoras de Collot d'Herbois.
Salvo para Lyon, donde quería emplear una enérgica y
rápida represión, Danton prefirió los medios pacíficos.
Y éste es el punto de vista general con el que estos dos
hombres se enfrentaron a la situación. Robespierre quería el
sostenimiento del principio de autoridad y lo consiguió. Danton
y sus amigos contribuyeron poderosamente a que se
emplearan, por el contrario, procedimientos conciliadores.
Eran como los polos eléctricos de la Revolución: positivo y
negativo. Ambos constituyeron su equilibrio.
Los dos, dentro de su radio de acción, llegaron muy lejos.
Robespierre llegó a matar hasta a sus amigos.
Y Danton, incapaz de aborrecer a nadie, llegó en su
indulgencia a querer la salvación de todos (si hubiese podido,
incluso la de Robespierre; esta frase tan fuerte es de Garat).
Danton hubiera amnistiado no sólo a sus enemigos, quizás
también a los enemigos de la libertad. No era lo suficientemente
puro como para odiar el mal.
El día 3 de junio envió a Calvados a un agente suyo,
Desforgues, con un cuarto de millón. Creía que los asignados
podrían vencer a los normandos.
Y como militar, con las fuerzas de la Convención, envió a
Brune (de Brives-la-Gaillarde), joven legista, oficial, impresor,
prosista y poeta juguetón, al que apreciaba mucho y que
acababa de publicar un libro de viajes, mitad prosa, mitad verso
(mitad Sterne, mitad Bachaumont). Era un hombre alto, de
figura marcial y seductora. Conocemos su destinación, sus
victorias, sus desgracias en tiempos del emperador y su triste
muerte en Avignon (1815).
Danton colocó a este hombre tan guerrero entre las tropas
enviadas a Normandía, pero no para combatir, sino para evitar
que nadie combatiera.
Estos mismos medios empleó Lindet para pacificar
Normandía.
Lo notable es que Lindet, enviado para establecer la paz,
carecía de benevolencia, de condiciones para tal intento. El sí
sabía odiar, y odiaba especialmente a los girondinos, excepto a
Roland, a quien estimaba como un gran hombre, como un
infatigable obrero, y al cándido Fauchet, que en calidad de
hombre de negocios, miraba como un tonto o como un loco.
Lindet era precisamente como Roland, un gran trabajador.
Escribió quince horas diarias hasta la edad de ochenta años.
Madrugador, fogoso, exacto, áspero de espíritu y palabra,
amargo, pero lo suficientemente inteligente como para dominar
ese carácter, conservaba, para bien y para mal, mucho del
antiguo parlamentario, pero con una especial originalidad de
gran legista normando, de esos normandos de otros tiempos,
que en la Edad Media gobernaban los consejos, los
parlamentos, la cancillería y las palestras de Normandía,
Francia e Inglaterra.
Los girondinos odiaban cruelmente a Lindet, y no tanto por
su proposición del tribunal revolucionario o por sus rencorosos
discursos (subía muy poco a la tribuna), como por su
perseverante oposición en los Comités, por su actitud crítica e
irónica en la Convención, por su boca amargamente sarcástica y
volteriana que incluso sin decir nada, desconcertaba en
ocasiones hasta a sus más osados contrincantes.
El 2 de junio Brissot atacó a Lindet en un panfleto de tono
extremadamente violento, acusándole de tener aspecto de hiena y
deseos de sangre. Precisamente este ataque contuvo a Lindet en
los límites de la moderación. Este panfleto, al que respondió
con amargura y ese maravilloso título de hiena que le otorgaba
la Gironda, le arroparon completamente y le permitieron hacer
cosas honestas y humanas que nadie hubiera sospechado.
Nadie hubiese podido intentar salvar Lyon tal y como hizo
él, ni decir en su lugar las palabras que pronunció en la
Convención. Cabe señalar que se solía quejar especialmente de
los lioneses, que le habían tenido prisionero.
Pero la gloria de Robert Lindet como hombre y también
como hombre de iniciativas, fue la prudencia extraordinaria
gracias a la cual salvó Normandía.
Conocía perfectamente a sus compatriotas y sabía que era
un pueblo esencialmente gubernamental, amigo del orden y del
centro, con tal de que París comprase su mantequilla y sus
huevos. Évreux era malo y sin embargo el Eure era en general
muy bueno. Sólo se le podría haber desorientado haciéndole
creer que la Asamblea había sido hecha prisionera y que había
que liberarla.
Lindet consiguió que la Convención diera un margen para
que los normandos rectificasen su conducta. Después consiguió
una recluta de dos batallones de hombres sin uniformar que
habían de marchar a Évreux para observarlo y fraternizar con
nuestros hermanos de Normandía. No fue fácil conseguir ese
pequeño grupo. Lindet se vio obligado a aligerar la recluta
yendo en persona de sección en sección. El jefe de ese pequeño
ejército fue el coronel Hambert, hombre valiente, digno y de
afable carácter. Danton nombró a Brune suboficial general,
puesto que conocía bien su destreza.
Ya hemos hablado de cómo los girondinos refugiados en
Caen, rotos por su hundimiento y sin pensar más que en
recomponerse, permitieron que las gentes de Calvados eligieran
un general realista. Louvet y Guadet intentaron en vano
inspirar a sus colegas. Estaban felices por haber llegado a Caen,
a esa ciudad ilustrada y apacible, donde solamente querían
olvidar. Habían vivido; el tiempo les había devorado ya. El
joven y terrible Barbaroux del 92, el defensor de los hombres de
la Glacière, el organizador de las bandas marsellesas del 10 de
agosto, parecía estar muerto en el 93. Con veintiocho años,
gordo y pesado ya, tenía la lentitud propia de otras edades.
Los calores de julio fueron muy extremos ese año y los
girondinos se quedaron en Caen, a la sombra y escribiendo
versos. Todo Caen los imitó y se limitó a no hacer nada. No dio
más que treinta hombres; la ciudad de Vire, veinte. El pequeño
grupo, de un millar de hombres más o menos, avanzó hasta
Vernon, a las órdenes del teniente Wimpfen y el intrigante
Puisaye, famoso agente realista. Parisinos y normandos se
encontraron y se hablaron. Puisaye, que se hallaba alojado en
un castillo próximo y que temía a los suyos tanto como al
enemigo, quiso romper las negociaciones y ordenó el combate.
Todo se desvaneció con las primeras descargas (13 de julio) y lo
demás sólo fue un paseo. Ya el día 8, el pueblo de Caen había
dejado claro que no quería guerra.
Lindet, en calidad de normando, quiso encargarse él solo
de la cuestión; cerró el país, despidió a los torpes e imbéciles
que se le enviaban y preparó una campaña contra el
federalismo. En noviembre, de vuelta al Comité, se encontraba
agotado a causa de los inconmensurables trabajos, lo que le
impedía realizar su informe. Siempre decía que lo haría sin falta
al mes siguiente. Cada vez que los normandos caían en manos
de Fouquier-Tinville, Lindet le escribía diciendo: “No puedes
proceder antes de que yo haya acabado mi informe, que por
otro lado está casi concluido”. Así fue ganando tiempo hasta el
día 9 de termidor y entonces pudo declarar “que nunca había
existido el federalismo” y que nadie había pensado en
desmembrar a la patria36.
Se atribuye a Lindet una hermosa frase que si bien no ha
salido de sus prudentes labios, expresa perfectamente su
conducta y su pensamiento. Se asegura que en el Comité de
Salvación Pública, donde se hallaba encargado del tema de las
subsistencias del interior y del aprovisionamiento de los
ejércitos, dijo a sus colegas, que le pedían que firmara una
sentencia de muerte: “No he venido aquí para guillotinar a
Francia, sino para alimentarla”.
1793)

Misiones de Philippeaux.—Muerte de Meuris.—Baco en la


Convención (2 de agosto).—Philippeaux en Nantes (agosto y
septiembre).

De todos los dantonistas el mejor fue indudablemente


Philippeaux. El único puro e irreprochable murió entre ellos, no
víctima de sus faltas, sino mártir de su deber, víctima de su
valiente veracidad, de su heroica elocuencia y de su virtud.
Puede ser que tuviera ilusiones en su ardiente patriotismo
y que hubiera propagado demasiado sus desconfianzas y sus
acusaciones, llevado por la violencia de su dolor por la patria
traicionada. Pero lo que sí es seguro es que Philippeaux, cuando
los jefes cerraban los ojos ante las infamias que cometían sus
partidarios, era el único que tenía el valor de denunciarlos ante
la Convención. Denunciado a su vez, perseguido y asesinado
por patriotas desorientados, le pertenecen en la inmortalidad la
voz de los héroes del Oeste, Kléber, Marceau, Canclaux y la voz
del ejército de Maguncia. Brutalmente entregado por la perfidia
de Ronsin al cuchillo de los vendeanos, cayó en su trampa y
sólo quedaron sus huesos. La acusación de Philippeaux queda
demostrada por documentos auténticos. En dos ocasiones, el 17
de septiembre y el 2 de octubre, Kléber, conducido por el
traidor hacia lo más profundo de la Vendée, abandonado,
traicionado (como Roland en Roncesvalles), vio allí la muerte
muy de cerca y perdió a todos sus amigos, los que ante
Maguncia habían frenado durante todo el verano el avance de
Alemania y podrían haber salvado Francia. Basta con un
malabarista, una pluma y una mentira para partir en dos la
espada de los héroes, para llevarles a la muerte.
Gracias Philippeaux, gracias por no haber hecho negocio
con una sangre tan cara y por no haber tolerado semejantes
crímenes, como otros habían hecho. A la armada de Maguncia
se le debería levantar un monumento y entre el nombre del
resto de los defensores, se debería colocar con letras de oro a
Philippeaux, que pidió justicia y dio su vida por ellos.
Los resultados de su misión (junio y julio de 1793) fueron
admirables. Las acusaciones girondinas, furiosas, exaltadas,
contra la Convención habían perturbado los espíritus. Francia
no sabía a quién creer; la oscuridad envolvió de incertidumbre
las opiniones. En este estado de duda los impulsos se frenaron
y las fuerzas languidecieron. Philippeaux, que tenía el gran
corazón de Danton (de un Danton sin vicios), encontró esta
división amenazadora de la opinión descarriada, incierta,
engañada por todos, y con su elevada y cariñosa elocuencia
fundió el sentimiento de todos, los unió. Ayer eran enemigos
encarnizados; hoy, por virtud de Philippeaux, se reunían en el
seno de la patria.
Cuando ya no exista Francia, cuando busquemos en esta
fría tierra la chispa de los tiempos de gloria, tomaremos,
leeremos, en los informes de Philippeaux, la historia de su
heroica carrera de julio de 1793. Con estas páginas será
suficiente; Francia aún podrá revivir.
Este carácter antiguo era lo único que podía imponerse a
los girondinos del Oeste, orgullosos de la victoria de Nantes,
que podía revelarles lo que no sentían, el genio soberano de la
Montaña y vencerles en su propio corazón.
La Gironda era doblemente impotente: por un lado contra
los realistas y por otro contra los exaltados, los locos del Terror.
Abandonada, era absorbida por los unos y empujada al crimen,
o bien devorada por los otros, que sólo buscaban exterminar.
Era necesario salvar a la Gironda de su propia debilidad, y no
entrando en relaciones con ella, sino dominándola por
completo, mostrándole el elevado ideal de la abnegación y el
sacrificio propios: eso es lo que hizo Philippeaux.
En los gritos desesperados de Nantes (24 de junio),
Philippeaux reconoció la agonía de la patria y pidió a la
Convención que le concediera la arriesgada empresa de una
cruzada de departamento en departamento. Partió como un
torbellino, sin llevar consigo más que un hombre, un nantés que
mostraba a todos como hubiera mostrado Nantes y que repetía
con él el nombre de su ciudad natal.
Francia estaba tan empobrecida, tan desprovista de
recursos, de dirección y de gobierno que había que ir pidiendo
de puerta en puerta medios para la defensa nacional.
Son curiosísimas las aventuras de esta sublime mendicidad.
Seine-et-Oise estaba arruinada, sin hombres ni dinero.
Versalles contenía en su recinto cuarenta mil mendigos. En los
ejércitos había ya dieciséis mil hombres. Pero continuaba la
sangría de Nantes. Un batallón y un escuadrón saldrían dentro
de ocho días.
Eure-et-Loir, que ya había perdido un batallón en la
Vendée y que aún no había recogido la cosecha, lo abandonó
todo y partió.
¡La Charente proporcionó veintiséis batallones! Y después
aportó otros dos más. Vienne, Haute-Vienne e Indre enviaron
más de mil hombres cada una.
Como a Deux-Sèvres ya no le quedaban hombres,
aportaron grano.
En Le Mans tuvo lugar la escena más interesante. Nada
podía hacerse para unir a los partidos. La obstinada tenacidad
de esta fuerte raza de la Sarthe constituía un obstáculo
infranqueable. Philippeaux disputó cuarenta horas sin cesar y
por fin consiguió la conciliación. El segundo día de disputa
girondinos y montañeses cedieron y se abrazaron. Todo esto
tuvo lugar en la plaza ante veinte mil hombres que rompieron a
llorar.
Dos batallones, dos escuadrones fueron generosamente
entregados a Philippeaux.
El 19 de julio por la tarde y tras este inmenso recorrido,
Philippeaux llegaba a Tours, donde se hallaba la comisión que
dirigía los asuntos del Oeste, y vio llegar a su compañero
Bourbotte, el Aquiles de la Vendée, herido y ensangrentado,
que por muy poco se había librado de la traición. Volvía de
nuestra derrota de Vihiers. El ejército había estado sin pan
durante veinticuatro horas; se marchó de Saumur sin ni
siquiera avistar al ejército de Niort, que estaba realizando una
estrategia de distracción del enemigo. Pronto se supo que los
vendeanos, que eran los vencedores, se habían hecho con Ponts-
de-Cé y que estaban a las puertas de Angers.
Philippeaux quiso lanzarse sobre Angers. Ronsin le detuvo:
“¿Qué hacéis? —le dijo—. Os caerán encima los salteadores de
caminos< Tomad al menos el desvío de la Flèche”. Otros se
unieron y le apoyaron. “Pero perdería cinco horas”, dijo
Philippeaux. Se volvió hacia su acompañante nantés: “¿Y tú qué
dices? Remontaremos el Loira, de orilla estrecha y sin refugio<
¡Eso no importa! Así no podrán vanagloriarse de atraparnos
vivos< Ahí reside la libertad”. Y enseñaba sus pistolas. El
nantes era Chaux, del club de Vincent-la-Montagne, el intrépido
patriota al que vimos en el caso Meuris. Un hombre así podía
entender este lenguaje. Siguió a Philippeaux; le hubiera seguido
hasta el fin del mundo.
Philippeaux y su nantés Chaux recorrieron durante la
noche doce leguas. Cuando apuntó el día encontraron la
carretera llena de fugitivos, viejos, mujeres y niños. En cada
posta que visitaban les negaban los caballos: “¿Adónde vais? —
le preguntaban—. Si dais un paso más caeréis en poder de los
bandoleros”. No muy lejos de Angers el postillón, al ver a la
gente armada, quiso cortar los tiros de los caballos y huir.
Philippeaux le amenazó; avanzó: eran amigos.
Angers se desesperaba y se abandonaba. Todas las tiendas
estaban cerradas. Los militares evacuaban; los pagadores ya se
habían marchado y los proveedores embalaban sus mercancías.
No había más que cuatro batallones y huían ya. Se acusaban
unos a otros. Philippeaux les excusó y les infundió ánimo,
jurando morir con ellos. Volvió el valor, se arriesgaron, salieron
y fueron en busca del enemigo. La terrible fuerza vendeana
pasó de nuevo por los puentes y los cortó tras de sí.
Sin apoyarse en nadie, el representante del pueblo,
acompañado por Chaux, fue dos veces hasta la brecha del
puente para ver el arco cortado. Los cañones, frente a frente,
disparaban de una orilla a otra, a cien pies de distancia. Dice
Chaux en su carta a los nanteses37 que la segunda vez que
Philippeaux fue al puente, entonó el himno marsellés y todo el
mundo se unió a él; los cañones del enemigo fueron reducidos
al silencio.
La emoción que sobrecogió a los republicanos fue tal, tan
grande su entusiasmo, que la caballería, sin saber si podrían ser
seguidos por el resto, se lanzó al río; Philippeaux llamó a todos
los carpinteros de la ciudad para que reconstruyeran el arco.
Las tropas que huyeron la víspera volvieron a ocupar los
puestos de la orilla contraria.
Llamativo contraste. En Angers, Philippeaux restableció los
puentes ante el enemigo; en Saumur, a doce leguas del
enemigo, Ronsin hizo cortar el puente de Saint-Just.
Desde entonces Philippeaux y Ronsin se convirtieron en
enemigos mortales. En Angers, Philippeaux acogió y escuchó a
familias de excelentes patriotas desechas en llanto, que habían
visto cómo sus mujeres eran asesinadas y sus hija violadas por
las bandas de Ronsin. Para hacerlas callar las encarcelaba. Esa
fue la horrible suerte que corrieron la mujer y la hija del alcalde
de una ciudad importante. Ambas murieron de dolor.
Ronsin y Philippeaux representaban dos distintos sistemas
de guerra. El primero acababa de recibir de parte del Comité de
Salvación Pública (26 de julio) órdenes de convertir la Vendée
en un desierto, de quemar los setos y cercados y de hacer que
toda la población se alejase del país. Parecía ignorar el Comité
que la mitad de la Vendée se componía de excelentes patriotas
que por primera vez en 1792 habían asfixiado ellos solos a la
Vendée. Por lo tanto su recompensa era la ruina. Parecía
imposible que se autorizara semejante abuso de la victoria a un
ejército derrotado.
Philippeaux deseaba dos cosas: por un lado salvar Nantes y
que triunfara allí la Montaña, amnistiando, dominando a la
Gironda, y por otro, que Nantes reunido golpeara y derribara a
la Vendée realista, arrastrando consigo a la Vendée patriota.
Tenía en la Montaña incluso enemigos dispuestos a
escuchar a Ronsin. Muchos, aunque buenos patriotas, estaban
en contra de Philippeaux por cuestiones puramente personales;
Levasseur, por una cuestión de rivalidad local; Amar por el
apoyo que Philippeaux prestó a una petición que quinientos
detenidos en Ain hicieron contra él; finalmente Choudieu,
comisario en Saumur, no veía bien que quisiera reunir al
ejército auxiliar lejos de las bandas de Saumur. Choudieu,
Amar, hombres del antiguo régimen, el uno magistrado, el otro
tesorero del rey, sólo encontraban su salvación en los
miramientos con los exagerados. Estos eran votos dispuestos a
favor de Ronsin.
Philippeaux, comprometido así con la Montaña, también lo
iba a estar por la locura de los girondinos de Nantes a los que
acababa de salvar. Antes de que llegara y a pesar del insigne
servicio que les prestó con la liberación de Angers, le
reprochaban el haber tomado como ayudante al más rudo y
también más entregado patriota de Nantes, Chaux, fundador
del club Vincent-la-Montagne.
El primer signo de agradecimiento fue un insulto que
recibió Chaux. Los guardias nacionales se insolentaron contra
este y Philippeaux, hecho tanto más grave por cuanto los
girondinos acababan de matar a Meuris, el heroico defensor de
Nort, que logró gracias a ese combate ocho horas para que
Nantes preparase su defensa y se salvase.
El origen de esta desgracia fue la rivalidad entre la legión
nantesa, cuerpo girondino compuesto por jóvenes de la
burguesía y los batallones de Meuris, cuerpo en su mayoría
montañés, en el que figuraban obreros y gentes de todas clases
sociales.
Nourrit (desde entonces intendente militar), capitán de la
legión que tuvo la desgracia de matar a Meuris, excusó así el
hecho. El batallón de Meuris luchaba contra Beysser y la legión
a su favor. La riña amenazaba ser sangrienta. Era una disputa
individual; Nourrit lo desafió y Meuris, olvidando la tradición
nantesa de que nadie se puede batir más que con un igual en
categoría, concedió el honor a un oficial inferior de cruzar su
acero con el del héroe.
El día 14 de julio, aniversario de la toma de la Bastilla y del
nacimiento de la Revolución38, se efectuó el duelo y pereció
Meuris.
¡Gran pérdida para los hombres de Vincent-la-Montagne y
para los nanteses que en general eran buenos y generosos! ¡Este
extranjero que tan bien había luchado por la ciudad el día más
glorioso de su historia pereció quince días después a manos de
un nantés!
Esto suponía un grave obstáculo para los planes de acercar
los dos partidos que tenía Philippeaux, quien llegó el 1 de
agosto cuando aún humeaba la sangre de Meuris.
La administración girondina tenía mucho que expiar. Tras
el 29 de junio y cuando ya el peligro no justificaba su dictadura,
continuaba con ella; el 15 de julio había declarado que cerraría
las puertas a los comisarios de la Convención. Unió a ella a los
arrestados de Rennes; Beysser, su querido general, había
firmado la adhesión.
Tuvo motivos para arrepentirse de ello cuando el general
Canclaux (ex marqués y temeroso de irritar a la Montaña) se
negó a firmar; este dirigía al ejército que por entonces estaba en
Ancenis.
La lucha de partidos en Nantes era terrible y si continuaba
corría el riesgo de que fueran contra ella dos ejércitos, el de
Canclaux y el de Biron, fieles a la Asamblea. Los girondinos
cedieron e hicieron que se votase la Constitución, anunciando
no obstante en un cartel que como la Convención debía salir
pronto la Constitución sufriría una revisión inmediata.
El alcalde Baco, insolente e intrépido, quiso llevar él mismo
el ultraje a la Convención. En el comunicado que presentó se
expresaban, entre otros deseos, el de “que la Convención
entregara el gobierno a manos más afortunadas, de forma que no
hubiera que desesperarse nunca más por la salvación de la Patria”.
Esta osadía sublevó a la Montaña.
Danton, que presidía, se asoció al furor de la Montaña, pero
acordó que a la diputación de Nantes se le concederían los
honores de la sesión para explicar su conducta.
De nuevo furor en la Montaña. “Arrestad a los diputados
de N antes”. Un montañés preguntó: “¿Es cierto, Baco, que
durante el sitio de Nantes en una casa había preparados mil
doscientos cubiertos para la Vendée?”.
A este ataque absurdo Baco, fuera de sí y olvidando dónde
estaba, gritó: “¡Mentís!”.
Se le envió a la Abbaye.
Se lo había ganado a pulso. Su herida aún sin cicatrizar
hablaba elocuentemente en favor de Baco.
Éste fue un golpe fatal para Danton y para Philippeaux. La
conciliación era casi imposible.
Ante la noticia del arresto de Baco, del héroe de la ciudad,
del bueno, del gran Baco, herido por la Patria, era de temer que
Philippeaux fuese tratado como Meuris y que al menos se le
detuviera.
Philippeaux entró en Nantes por tres medios: impidiendo
la liberación ciega e indiscriminada de los sospechosos, fuesen
como fuesen, ejecutando al pie de la letra la ley contra los
asignados reales y dictando una ley sobre el embargo de
mercancías. Philippeaux recibía anónimos amenazándole de
muerte.
¿Qué hacía el gran patriota?< Reíd hombres de la época.
Reíd, devotos pérfidos que maltratáis a los malvados
vendeanos y al obispo de Agra.
Reíd, ciegos patriotas que creéis que la libertad es una
maza, una bala de cañón, que no sabéis que es cosa del alma.
Muchos se han burlado de eso y nosotros también nos
podríamos reír, nosotros, enemigos de las tentativas de
compromisos bastardos que Philippeaux intentaba llevar a
cabo.
El pobre hombre, colocado en el centro del fanatismo, entre
la bárbara y grosera idolatría vendeana y el materialismo del
perverso Ronsin, intentó hablar al corazón: redactó un
catecismo.
Una débil e impotente conciliación entre la Revolución y el
cristianismo.
Lo mejor de esta obra no es la idea, sino el corazón y la
buena voluntad.
El desgraciado tuvo que morir allí. Sentimos que ese
generoso hombre iba a morir impotente bajo la débil bandera
que por un momento intentó levantar entre los partidos.
(13 1793)

Estado moral de Marat.—Los girondinos en Caen (julio).—Charlotte


Corday.—Los girondinos no ejercieron influencia alguna sobre ésta.—
Su llegada a París (11 de julio).—La casa de Marat.—Su muerte.

La historia de los girondinos de Nantes y la resistencia que


opusieron a Carrier, el único hombre que pudo haberles
defendido y salvado, deja bastante clara su profunda ignorancia
de la situación.
Los girondinos de Caen la conocían aún menos. Como todo
lo veían a través del odio y el rencor hacia los representantes
fugitivos, se creían los descabellados cuentos que estos, muy
alterados por la desgracia y por una sombría imaginación,
inventaban sobre la Montaña. El hecho de que montañés fuera
sinónimo de orleanista y que Robespierre, Marat y Danton
fueran agentes asalariados de la facción de Orleáns era algo
establecido entre ellos, un axioma del que nadie se hubiese
atrevido a dudar.
Para ellos todos los montañeses eran terroristas. No se
daban cuenta de que muchos de ellos lo eran solo por miedo, de
que a muchos violentos que creían haber podido odiar toda su
vida, les empezaba a flaquear el odio.
Esto les ocurría a todos los dantonistas y en especial a
Bazire en el Comité de seguridad general, joven enérgico y puro
pero carente de medida y de fuerza, que tras haber llegado lejos
con el furor lo hizo también con la indulgencia; se precipitó
demasiado y eso le llevó a la perdición.
Una desoladora y desesperada carta de Camille
Desmoulins (del 10 de agosto) da testimonio de esta situación.
Sergent y Panis, los hombres de septiembre, son ahora hombres
afables y humanos. Los presidentes de los cordeleros o del
tribunal revolucionario, Osselin, Dobsent, Roussillon, Montané,
se han convertido en moderados.
Vimos cómo había cambiado Marat de marzo a junio. El ex
predicador del pillaje persigue en junio a los que no hacían más
que repetir sus palabras; es severo y despiadado con los nuevos
Marat, con Leclerc o con Jacques Roux.
Por mucho que hiciera Marat, iba a su pesar, arrastrado por
la poderosa fuerza de su situación, hacia el escollo contra el que
fueron pereciendo una tras otra las generaciones
revolucionarias. Marat se acercaba fatalmente a la edad de la
indulgencia y de la moderación.
Marat se revolvía en vano y en vano pretendía quedarse.
Hoy denunciaba a no sé qué generales y mañana quería que se
pusiera precio a la cabeza de los Capetos. Las muchas
anécdotas que se cuentan de las postrimerías de su vida revelan
que se convirtió en humano39.
¿Se alejaba de su naturaleza o volvía a ella? En todas las
épocas de su vida tuvo extraños accesos de humanidad. Fue a
ratos generoso y sensible, y cuando el físico Charles fue
condenado a muerte, Marat le salvó pese a que era su mayor
crítico y enemigo.
Resulta problemático saber si hubiese sabido conservar su
popularidad en su nuevo papel de moderador y árbitro.
Sin embargo, el único que pudo arriesgarse a adoptar ese
papel fue él, sin lugar a dudas. ¿Por qué si no, con qué fuerza y
con qué autoridad hubiera propuesto el Comité de clemencia
que hundió a Danton y a Desmoulins?

Volvamos ahora a Calvados.

Dijimos que allí la ignorancia era completa. Se vivía aún


como si fuera el 10 de marzo. Se creía que Marat lo manejaba
todo, que era el árbitro. Marat era el nombre común sobre el
cual recaían las sospechas y los crímenes. En Caen se arrestó a
un hombre por creer que iba recogiendo dinero para la cuenta de
Marat.
Algo infantil, que no sabemos si decir o no, pero que
muestra la ciega ligereza de los odios, es que en las
imprecaciones públicas se mezclaban, tal vez por la rima, los
nombres de Marat y Garat; los girondinos confundían al apóstol
del asesinato con este hombre débil y afable que en aquel
mismo momento buscaba acercarse y tratar con ellos.
El domingo 7 de julio, después del toque a generala, se
reunieron sobre el inmenso tapiz verde en la pradera de Caen
los voluntarios que habían de marchar a París para la guerra de
Marat. No había más que treinta. Hasta las bellas mujeres que
estaban allí con los diputados sintieron herido su amor propio
ante tan reducido número de soldados. Una de ellas parecía
más afectada, más triste. Era mademoiselle MarieCharlotte
Corday d'Armont, joven y bella, republicana, de familia noble y
pobre. Vivía Charlotte en Caen con su tía. Pétion, que ya le
había visto en alguna ocasión, supuso que entre los que se
marchaban figuraba su amante y que estaba triste por su
partida. Pétion hizo un comentario bastante inoportuno: “Si no
partieran estos mozos, ¿verdad que no estaríais tan triste?”.
El girondino estaba lejos de adivinar el sentimiento nuevo y
virgen, el fuego que ardía en aquel corazón tierno. Ignoraba que
sus discursos contra Marat, al igual que los de sus amigos, que
en la boca de un hombre acabado no eran más que discursos, en
el corazón de mademoiselle Corday encarnaban el destino, la
vida y la muerte. En esta pradera de Caen, en la que podían
reunirse cien mil soldados y en la que no había más que treinta,
Charlotte vio algo que nadie veía: la Patria abandonada.
Quizás creyera que cuando los hombres hacían tan poco
por la patria, es porque necesitaban la mano de una mujer.
Mademoiselle Corday creyó ser una heroína de Corneille,
de Chimène, de Pauline y de la hermana de Horacio. Era
sobrina segunda del autor de Cinna. Era da naturaleza sublime.
En su última carta de muerte revela cuanto existía en su
espíritu. Con una sola palabra que repite sin cesar lo dice todo:
“¡Paz! ¡Paz!”.
Razonadora y perspicaz como su tío, hizo la siguiente
reflexión: la ley es la paz. ¿Quién mató a la ley el 2 de junio?
Sobre todo Marat. Muerto, pues, el asesino de la ley, florecerá la
paz. La muerte de uno será la vida de todos.
Éste fue su pensamiento. Ni siquiera pensó en el riesgo que
corría su vida.
Pensamiento tan estrecho como elevado. Lo vio todo en un
mismo hombre; al cortar el hilo de esa vida creyó cortar el de
nuestros horribles destinos, exactamente igual que cortaba,
como joven laboriosa que era, el hilo de su carrete.
No se debe ver en Charlotte Corday una mujer feroz,
sanguinaria, inhumana. Antes al contrario. Quiso matar a un
hombre para ahorrar la sangre de otros muchos. Creyó salvar al
mundo exterminando al exterminador. Tenía un corazón de
mujer tierno y dulce. El acto que se propuso acometer era un
acto de piedad.
Cuando se contempla el único retrato suyo, realizado en el
momento de su muerte, se siente una inefable dulzura. Nada
está más lejos de la sangrienta escena que su nombre recuerda.
Es la imagen de una virgen normanda, esmaltada de color de
rosa. Tenía veinticinco años pero parecía mucho más joven.
Casi podemos escuchar su voz algo infantil e incluso las notas
que escribía a su padre, con la ortografía que representa la
monótona pronunciación de Normandía: “Papá,
perdóname<”.
En este trágico retrato parece seria, reflexiva, como lo son
generalmente las mujeres de su país. ¿Se toma a la ligera su
destino? En absoluto. Nada hay de falso heroísmo en sus
hechos. Hay que pensar que se encontraba a media hora de la
terrible prueba. ¿No tiene algo de niño enfurruñado? Yo creo
que sí; si observamos bien podemos sorprender en sus labios un
ligero movimiento, apenas una pequeña mueca< ¿Por qué tan
poca alteración frente a la muerte y frente al bárbaro enemigo
que va a sesgar esa encantadora vida, tantos amores e historias
posibles<? Nos consterna verla tan dulce; el corazón se
desborda, los ojos se oscurecen y hay que mirar hacia otro lado.
El pintor creó una desesperación y una pena eternas. Nadie
puede mirarla sin decir en su corazón: “¡Oh, qué tarde nací!
¡Cuánto la hubiese amado!”.
Son sus cabellos cenicientos y sus vestiduras blancas. ¿Es
este el signo de su inocencia, de su justificación ante el delito?
Al mirar sus ojos vemos en ellos duda y tristeza. No creo que
estuviese triste por su destino, sino tal vez por su acto<
Alguien que asesta semejante golpe, por muy firme que sea y
sea cual sea su fe, ve surgir extrañas dudas en el último
momento.
Mirando atentamente sus tristes y cándidos ojos sentimos
algo más, algo que quizás explique su destino: siempre había
estado sola.
Sí; es lo único que se adivina ciertamente en ella.
En este ser bueno y encantador se agitó el demonio de la
soledad.
Siendo muy pequeña murió su madre. No conoció las
caricias maternales. En sus tiernos años nada pudo suplir los
encantos de la madre, imposibles de imitar.
A decir verdad, tampoco tuvo padre. El suyo, pobre noble
del campo, cabeza utópica y novelesca, escribía contra los
abusos que cometía la nobleza y se preocupaba demasiado por
sus libros y poco por sus hijos.
Puede decirse que tampoco tuvo hermanos. Tan lejos de la
opinión de su hermana vivían los dos que tenía, que en 1792 se
unieron al ejército de Condé.
Admitida a los trece años en el convento de la Abbaye-aux-
Dames de Caen, donde vivían las hijas de la nobleza pobre,
¿continuó viviendo sola? Fácil es suponerlo, cuando en estos
establecimientos religiosos, que deberían ser el templo de la
igualdad cristiana, las ricas menospreciaban a las pobres. No
había lugar como la Abbaye-aux-Dames tan propicio para
conservar las tradiciones del orgullo. Fundado por Mathilde, la
mujer de Guillermo el Conquistador, domina la ciudad y en el
esfuerzo de sus bóvedas románicas, alzadas y peraltadas, aún
lleva inscrita la insolencia feudal.
El alma de la joven Charlotte buscó su primer asilo en la
devoción y en las dulces amistades del claustro. Estimaba sobre
todo a dos muchachas, nobles y pobres como ella. Así, aún
pudo estudiar más el mundo, pues en la sala de visitas y en los
salones de la abadesa hablaban las pensionistas con muchos
jóvenes de la sociedad mundana. Quizás esto fortificó más su
alma viril y la indujo a aislarse del trato de las gentes.
Sus verdaderos amigos eran sus libros. La filosofía del siglo
invadía los conventos. Lecturas fortuitas y libros escogidos al
azar; Raynal mezclado con Rousseau. “Su cabeza —dice un
periodista— era una furia de lecturas de todas clases”.
Era de las mujeres que pueden atravesar impunemente los
libros y las opiniones sin que su pureza se vea alterada.
Conserva en la ciencia del bien y del mal un don singular de
virginidad moral, la inocencia de la infancia. Sobre todo, su
pureza inmaculada se observa en su voz casi infantil, argentina,
de dulces inflexiones en la que se podía sentir que la persona
aún permanecía íntegra, que nada la había alterado. Podrán
olvidarse todos los rasgos físicos de mademoiselle Corday, pero
su voz jamás se olvidará.
Lo que hace más impactante e imposible de olvidar a
mademoiselle Corday es que a esta voz de divinos tonos se unía
una hermosura severa, viril en su expresión, pero delicada en
sus rasgos. Este contraste producía el doble efecto de seducir e
imponer. Mirábamos, nos acercábamos, pero en esta flor de
temporada había algo que intimidaba y no era el tiempo, sino la
inmortalidad. Iba hacia ella y la deseaba. Vivía ya en el Elíseo
de Plutarco, entre los héroes que dieron su vida para vivir
eternamente.
Los girondinos no ejercieron sobre ella influencia alguna.
La mayor parte, como ya hemos visto, habían dejado de ser
ellos mismos. Dos veces vio a Barbaroux40 como diputado por la
Provenza, porque le había solicitado una recomendación para
que se resolviera un asunto de una amiga suya.
Conoció también a Fauchet, obispo de Calvados, pero le
tenía en poca estima como cura y como cura inmoral. Es inútil
decir que Charlotte Corday jamás estuvo en comunicación con
ningún cura ni se confesó jamás.
Cuando se cerraron los conventos se refugió en Caen con
una anciana tía suya, madame de Breteville, y allí es donde
forjó su plan.
¿Lo realizó sin dubitación? No; una vez la detuvo el
pensamiento de su tía. Una vez esta le sorprendió derramando
lágrimas. “¡Lloro por Francia, por vos y por mis parientes!
¡Mientras viva Marat nadie tiene segura la vida!”.
Distribuyó sus libros, salvo un volumen de Plutarco que
llevó consigo. En la calle encontró al hijo de un obrero que se
alojaba en su misma casa. Le dio su cuaderno de dibujos, lo
abrazó, lo besó y de nuevo derramó lágrimas.

Charlotte no creyó poder dejar esta vida sin antes ver a su


padre. Le vio en Argentan y recibió su bendición. Desde allí
marchó a París en un coche público, junto con algunos
montañeses, grandes admiradores de Marat, que comenzaron a
enamorarse de ella y a pedir su mano. Ella se hacía la dormida,
sonreía o jugaba con un niño.
Llegó a París el jueves 11, hacia mediodía, y se apeó en la
calle de los Vieux-Agustins, n° 17, en el hotel de la Providence.
Se acostó a las cinco de la tarde y tal era su cansancio que
estuvo durmiendo hasta el día siguiente con la mayor
tranquilidad de conciencia. La suerte estaba echada. Ni dudó
un instante ni se turbó.
Estaba tan ensimismada con su proyecto que no sentía la
necesidad de precipitar la ejecución. Antes se ocupó de cumplir
con un compromiso de amistad que había sido el pretexto de su
viaje a París. Había conseguido en Caen una carta de Barbaroux
dirigida a su colega Duperret para poder, decía ella, gracias a su
mediación, retirar del ministerio del interior unos documentos
necesarios para su amiga emigrada, mademoiselle Forbin.
Esa mañana no encontró a Duperret porque se hallaba en
la Convención. Volvió a su habitación y se pasó el día leyendo
tranquilamente las Vidas de Plutarco, la Biblia de los fuertes.
Por la noche volvió a donde el diputado Duperret, a quien
encontró en la mesa rodeado de su familia, y le pidió que la
condujese a la Convención al día siguiente. Duperret se
comprometió a ello y Charlotte, conmovida ante la estampa de
aquella familia a la cual ella comprometía con su presencia, dijo
al diputado en voz baja y suplicante: “¡Huid a Caen! ¡Creedme,
os lo ruego; marchaos antes de mañana por la noche!”. La noche
misma en que Charlotte hablaba con Duperret, éste estaba ya
quizás proscrito. Éste cumplió con su palabra y a la mañana
siguiente la condujo donde el ministro, que no recibía, y por fin
le hizo entender que al ser ambos sospechosos ya no podía
prestar sus servicios a la dama emigrada.
Volvió hasta el hotel sólo para despedirse de Duperret, que
le acompañaba. Salió de nuevo e hizo que le indicaran el
camino al Palais Royal.
En ese jardín lleno de sol, animado por una risueña
multitud y por los juegos de los niños, buscó y encontró, un
cuchillero, a quien por cuarenta sueldos compró un cuchillo de
filo finísimo y mango de ébano, que escondió bajo su toquilla.
Ya en posesión del arma, ¿cómo podría hacer uso de ella?
Quería dar gran solemnidad a la ejecución del juicio Marat que
había imaginado. Su primera idea, la que concibió en Caen, la
que incubó y que después llevó a París, fue la de una dramática
y atractiva puesta en escena. Quería matarlo en el Campo de
Marte, delante del pueblo, con la solemnidad del 14 de julio;
castigar en el día del aniversario de la derrota de la realeza, al
rey de la anarquía. Como buena sobrina de Corneille, hizo
realidad los famosos versos de Cinna:

Demain au Capitole il fait un sacrifice…


Qu'il en soit la victime, et faisons en ces lieux
Justice au monde entier, à la face des dieux.41

Como se aplazó la fiesta ideó otro medio, el de castigar a


Marat en el mismo sitio en que falseando la representación
nacional dictó el famoso voto en que a unos se les designaba
para la muerte y a otros se les salvaba. Lo mataría en lo más alto
de la Montaña. Pero Marat estaba enfermo. Ya no iba a la
Asamblea.
Fue necesario entonces ir a buscarlo a su propio hogar y
entrar burlando la celosísima vigilancia de quienes le rodeaban;
era preciso entrar en contacto con él, engañarle. Fue lo único
que le costó hacer y que le provocó escrúpulos y
remordimientos.
La primera carta que escribió a Marat no tuvo contestación.
Entonces escribió otra, en la que se revelaba gran impaciencia,
el progreso de la pasión, llegando hasta decirle: “Que le
revelaría secretos; que era muy desgraciada, que la
perseguían<”. No temía abusar de la piedad en su escrito para
engañar a quien ella condenaba a muerte por despiadado, por
enemigo de la humanidad.
Sin embargo, no tuvo necesidad de cometer esta falta. No
envió el billete.
El 13 de julio, a las siete de la tarde, salió de casa y subió a
un coche público en la plaza de Victoires, y atravesando el
puente Neuf, descendió en la puerta misma del domicilio de
Marat, calle de los Cordeliers, n° 20 (hoy calle de la École-de-
Médecine, n° 18). Es el gran y triste edificio que hay antes de
llegar a la torrecilla de la esquina de la calle.
Marat vivía en el piso primero, el más oscuro de esta
sombría casa, muy a propósito para las tareas del periodista y
tribuno popular, cuya casa es tan pública como la calle debido a
la afluencia de mensajeros, fijadores de carteles, el vaivén de
pruebas, todo un mundo de personajes que iban y venían. El
interior estaba amueblado de un modo original; presentaba
extraños contrastes, fiel expresión de las disonancias que
caracterizaban a Marat y a su destino. Los salones oscuros que
daban al patio estaban adornados con muebles viejos.
Abundaban las mesas sucias cubiertas de periódicos. Todo ello
recordaba a un triste alojamiento de obrero. Pero si penetráis
hasta el fondo encontraréis con gran sorpresa un saloncito que
da a la calle, adornado con damasco azul y blanco, bellas
cortinas de seda y porcelanas finas que habitualmente
contenían flores. Indudablemente era el alojamiento de una
mujer, pero de una mujer buena y cariñosa, que prepara a su
hombre fatigado y muerto por el trabajo, un poético nido donde
descansar. Este fue el misterio de la vida revelado por su
hermana más tarde; no estaba en su casa, no tenía casa en este
mundo. “Marat no era capaz de cubrir sus propios gastos
(habla su hermana Albertine). Una mujer divina, compadecida
de la situación de Marat, mientras él huía de sótano en sótano,
atrapó y ocultó en su casa al Amigo del Pueblo, le cogió, le
consagró su fortuna e inmoló su descanso”.
Entre los documentos de Marat se encontró una promesa
de matrimonio a Catherine Évrard, con la que ya se había
desposado ante el sol, ante la naturaleza.
Esta desafortunada criatura, envejecida antes de tiempo, se
consumía de inquietud. Sentía la muerte alrededor de Marat y
vigilaba las puertas, deteniendo en el portal a cuantos
presentaban aspecto sospechoso.
El de mademoiselle Charlotte Corday estaba lejos de serlo;
su trajecito decente y modesto de señorita provinciana hablaba
a su favor.
En aquella época en que el atuendo de la mujer era
exageradamente escandaloso, Charlotte no parecía abusar de su
hermosura al sostener su soberbia cabellera con un lazo verde
bajo aquella gorra blanca de las mujeres de Calvados, más
modesta que las de Caux. Contra la moda de la época y a pesar
del calor del mes de julio, cubría severamente su pecho con una
toca que después se anudaba fuertemente a la cintura. Llevaba
un vestido blanco y el único lujo lo constituían los encajes de su
gorro que flotaban alrededor de sus mejillas. Por lo demás, en
su rostro no se apreciaba ningún tipo de palidez, sino que por el
contrario, tenía las mejillas encendidas y en su voz no se notaba
el menor signo de emoción.
Franqueó con paso firme el primer obstáculo, sin detenerse
a la voz del portero, que la llamaba en vano. Apareció
Catherine a los gritos del portero y sometió a rápida inspección
a Charlotte, a la que intentó impedir el paso. La discusión entre
esta y Catherine fue oída por Marat, al cual llegaban como
ondas los tonos argentinos de la voz de la virgen normanda. No
tenía Marat miedo a las mujeres, y aunque estaba en el baño,
ordenó imperiosamente que dejasen pasar a la recién llegada.
La sala era pequeña y oscura. Marat estaba en el baño,
cubierto con un lienzo sucio. Atravesada, encima de la pila,
había una tabla, sobre la que escribía, y que sólo dejaba asomar
más que la cabeza, los hombros y el brazo derecho. Sus cabellos
grasientos, sujetos por un pañuelo o una toalla, su piel amarilla,
sus miembros fríos y su boca grande y extraña, como la de un
batracio, no evocaban en este ser la imagen del hombre.
Charlotte, como podemos comprender, no quiso ni mirarlo.
Había prometido a Marat los nombres de los diputados
refugiados en Caen. Los citó y Marat fue escribiendo. Al
terminar, dijo Marat: “¡Está bien! ¡Dentro de ocho días irán
todos a la guillotina!”.
Charlotte encontró en estas palabras un excitante, la razón
para matarlo; sacó el cuchillo y lo hundió entero hasta el mango
en el corazón de Marat. La puñalada, dirigida de arriba a abajo,
llevó una fuerza y una seguridad extraordinarias. El cuchillo
pasó cerca de la clavícula, atravesó el pulmón, abrió el tronco
de las carótidas y todo un torrente de sangre.
“¡A mí, querida amiga!”. Eso fue todo lo que pudo decir y
expiró.
(19 1793)

Interrogatorio de Charlotte Corday.—Charlotte Corday en prisión.—


Charlotte Corday en el tribunal.—Sus últimos momentos.—Su
ejecución (19 de julio).—La religión del puñal.

Entraron la mujer, el recadero< Encontraron a Charlotte


Corday de pie y como petrificada, cerca de la ventana< El
hombre le lanzó una silla a la cabeza y cerró la puerta,
impidiendo que saliera. Charlotte no se movió. A los gritos se
puso en movimiento el vecindario, los transeúntes. Llamaron al
cirujano, que no encontró ya más que un cadáver. Entretanto la
guardia nacional impidió que la gente despedazara a Charlotte
Corday. Le sujetaron las manos, de las que ya no quería
servirse. Un peluquero del barrio, que había cogido el cuchillo,
lo blandía gritando. Charlotte permaneció inmóvil. Lo único
que la conmovió fueron los gritos de Catherine Marat. Ella
misma lo confesó. Ésta le inspiró la primera y penosa idea de
“que después de todo Marat era un hombre”. Parecía querer
decir: “¡Marat era amado!”.
Pronto llegó el comisario de policía, a las ocho menos
cuarto, después lo hicieron los inspectores de policía, Louvet y
Marino, y finalmente los diputados Maure, Chabot, Drouet y
Legendre, que acudieron desde la Convención para ver al
monstruo. Extrañeza les causó contemplar a la hermosa
Charlotte, seria, severa, con las manos atadas. Respondía a todo
sin énfasis, pero sin timidez y confesaba que si hubiera podido se
hubiese escapado. Éstas son las contradicciones de la naturaleza.
En una alocución a los franceses que llevaba consigo decía
anticipadamente que ella quería perecer para que su cabeza,
llevada a París, fuera como el nudo que atara a todos los amigos
de las leyes.
Otra contradicción. Dijo y escribió Charlotte que esperaba
morir anónima. Y sin embargo se le encuentra la partida de
bautismo y su pasaporte que la identificaron.
Los demás objetos que se le encontraron revelaban la
tranquilidad de su espíritu. Eran los objetos que lleva una mujer
cuidadosa y de costumbres ordenadas. Un dedal, hilo, su llave
y su reloj, su dinero. El hilo y las agujas los llevaba
expresamente para remendar en la cárcel los desperfectos que
en su traje pudiera causar una violenta detención.
El trayecto hasta la Abbaye apenas si dura dos minutos.
Pero fue muy peligroso. La calle estaba atestada de amigos de
Marat, de cordeleros que furiosos lloraban, agitaban locamente
los puños, dando gritos dislocantes, pidiendo el cuerpo del
asesino. Charlotte aceptó de antemano todos los géneros de
muerte, excepto el ser descuartizada. Se dice que se debilitó un
momento, creyendo encontrarse enferma. Llegó a la Abbaye.
Interrogada por la noche de nuevo por los miembros del
Comité de seguridad general y por otros diputados, demostró
no solamente una gran tranquilidad, sino incluso cierta alegría.
Legendre, hinchado con el aire de su importante papel,
creyéndose ingenuamente digno del martirio, le preguntó:
“¿No vinisteis ayer a buscarme vestida de religiosa?”. “El
ciudadano se equivoca —dice ella con tierna sonrisa—. No
consideraba que su vida o su muerte fuera relevante para la
salvación de la República”.
Chabot tenía su reloj y no se deshacía de él< “Creía —dijo
Charlotte— que los capuchinos hacían voto de pobreza”.
Tanto Chabot como cuantos la interrogaron, sufrieron
despecho al observar que Charlotte no era enviada por los
girondinos de Caen. En el interrogatorio a que el impúdico
Chabot la sometió por la noche, sostuvo que aún ocultaba un
documento en su pecho y aprovechándose cobardemente de
que con las manos atadas Charlotte estaba indefensa, puso sus
manos sobre ella, pero tan tremendo empellón le dio, que se
rompieron los cordones del corpiño y quedaron al descubierto
sus virginales pechos. Todos se enternecieron ante tan heroica
defensa de su castidad y la desataron para que pudiera
componerse. También se le permitió bajarse las mangas y
ponerse guantes debajo de las cadenas.
El día 16, de la Abbaye fue trasladada a la Conserjería,
donde escribió una larga carta dirigida a Barbaroux, carta
evidentemente calculada para mostrar con su tono alegre (que
hace daño y entristece) una perfecta tranquilidad de espíritu.
Esta carta que fue leída al día siguiente en todo París y que a
pesar de su tono familiar tenía el alcance de un manifiesto, hizo
creer que Caen estaba infestado de ardientes voluntarios.
Ignoraba todavía la derrota de Vernon.
Lo que parece indicar que su calma era más calculada que
sincera, es que cuatro veces cita en ella el motivo que la impulsó
a matar a Marat: la Paz, el deseo de Paz. La carta está fechada:
En el segundo día de la preparación de la Paz. Y hacia la mitad
del texto dice: “¡Ojalá se instaure la paz tan pronto como a mí
me gustaría!< Desde hace dos días disfruto de la Paz. La
felicidad de mi país es mi felicidad”.
Después escribió a su padre pidiéndole perdón por haber
dispuesto de su vida y le citó este verso:

El crimen es lo que debe dar vergüenza, no el patíbulo.

También había escrito a un joven diputado, sobrino de la


abadesa de Caen, Doulcet de Pontécoulant, un prudente
girondino que según dijo Charlotte Corday, se sentaba en la
Montaña. Lo escogía como defensor. Doulcet no durmió en su
casa y la carta nunca le llegó.
Si hay que creer en una nota transmitida por la familia del
pintor que la retrató en la cárcel, ella mandó que le hicieran un
gorro blanco para el día en que se celebrase su juicio. Esto
explica que se gastara 36 francos en un cautiverio tan corto.
¿Qué sistema de acusación se seguiría? Las autoridades de
París, en una proclamación, atribuyeron el crimen a los
federalistas y al mismo tiempo decían: “Que esta furia había
salido de la casa del antes conde Dorset”. Fouquier-Tinville
escribió al Comité de seguridad que acababa de ser informado
de que ella había sido amiga de Belsunce y que había querido
vengar a este y a un pariente suyo, Biron, a quien Marat había
denunciado recientemente, que Barbaroux le había empujado a
ello, etc. Absurdo relato, del que ni siquiera se atreve a hablar
en su informe.
El público no se equivocó. Todo el mundo comprendió que
Charlotte Corday había obrado por impulsos propios y que
nada tenía que ver con los federales. La guió su fanatismo, su
abnegación. Los prisioneros de la Abbaye y de la Conserjería, la
gente de las calles (salvo los gritos del primer momento), todos
la miraban en el silencio de una respetuosa admiración.
“Cuando apareció ante el tribunal —dice su defensor de oficio,
Chauveau-Lagarde— el auditorio se sintió sobrecogido. Parecía
que ella iba a comparecer para juzgar a los demás y llevarles ante un
tribunal supremo. Se han podido pintar sus rasgos, reproducir
sus palabras, pero ningún arte pudo grabar ni su alma
respirando entera por su fisonomía, ni el efecto moral de sus
palabras, imposibles de expresar”.
Acto seguido rectifica sus respuestas, hábilmente
desfiguradas, mutiladas y oscurecidas en el Monitor. No hay ni
una que no sea castigada a la vuelta de las réplicas que se
pueden leer en los reñidos diálogos de Corneille.
“¿Quién os inspira esos odios? —No necesito el odio de los
demás, bastante tengo con el mío”.
“Ese acto os ha debido ser inspirado por alguien. —Mal se
ejecuta lo que no concibe uno mismo”.
“¿Qué odiáis de Marat? —Sus crímenes”.
“¿Qué entendéis por crímenes? —Los estragos que ha
causado en Francia”.
“¿Qué esperabais conseguir al matarlo? —Devolver la paz a
mi país”.
“¿Entonces, creeréis que habéis matado a todos los Marat?
—Muerto éste, los demás quizás sentirán miedo”.
“¿Desde cuándo pensabais en matarle? —Desde el 31 de
mayo, cuando arrestó aquí a los representantes del pueblo”.
El presidente la somete a un largo y cansado interrogatorio.
“¿Qué respondéis a todo esto? —Nada; que he triunfado”.
Únicamente se desmiente en un punto. Dijo que en la
revista llevada a cabo en Caen había 30.000 hombres.
Seguramente quiso asustar a París.
Sin embargo, en muchos momentos de su declaración se
vio que no permanecía su corazón extraño a su naturaleza de
mujer. No pudo escuchar hasta el final la declaración que la
mujer de Marat hacía entre sollozos; se apresuró a decir: “Sí,
soy yo quien le mató”.
Cuando le enseñaron el cuerpo del delito, dijo apartando la
mirada del sangriento cuchillo y con una voz entrecortada: “Sí,
sí; lo reconozco”.
Fouquier-Tinville hizo observar que la herida había sido
infligida de arriba a abajo. De otro modo hubiera podido
tropezar la punta con una costilla y herirle solamente. Y añadió:
“Parece que os habéis ejercitado”. “¡Oh, monstruo! —
contesta Charlotte—. ¡Me habéis tomado por un asesino!”.
Estas palabras, dice Chauveau-Lagarde, tuvieron el efecto
de una explosión. Los debates debieron suspenderse
inmediatamente cuando tan sólo habían durado media hora.
El presidente Montané quiso salvarla y cambió la fórmula
que debía proponer a los jurados, contentándose con decir:
“¿Cometió el crimen con premeditación?”, suprimiendo la
segunda parte de la fórmula: “¿Y con intento criminal y
contrarrevolucionario?”, lo que le valió ser arrestado algunos
días después.
Para salvarla el presidente y los jurados para humillarla,
hubiesen querido que el defensor la hubiera presentado como
una loca. La miró y leyó en sus ojos. Le prestó el servicio que
ella deseaba: que se estableciera la larga premeditación y que por
toda defensa quería no ser defendida. Joven y puesto por
debajo de sí mismo por el aspecto de ese gran valor, se arriesgó
a decir esto: “Su calma y su abnegación sublimes son todo un
informe<”. Estas palabras lo pusieron cerca del patíbulo.
Tras dictarse la condena se dirigió al joven abogado y le
dijo con mucha gracia que le estaba muy agradecida por su
defensa delicada y generosa y que le quería dar una prueba de
su estima: “Esos señores acaban de informarme de que mis
bienes han sido confiscados; debo algo a la prisión y os dejo
encargado de saldar mi deuda”.
Cuando bajaba por la oscura escalera de caracol hacia los
calabozos que están debajo de la sala, sonrió a sus compañeros
de prisión que le miraban al pasar y pidió disculpas a Richard,
el portero, y a su mujer, con los que había quedado para comer.
Recibió la visita de un cura, a quien despidió cortésmente,
diciéndole: “Dad en mi nombre las gracias a quienes os han
enviado”.
Durante la audiencia observó que un pintor intentaba
captar sus rasgos y que la miraba con vivo interés. Se giró hacia
él. Después del juicio hizo que lo llamaran y le entregó los
últimos instantes que le quedaban antes de la ejecución; Hauer,
el pintor, era comandante del batallón de los cordeleros. Gracias
a este título pudo quedarse con ella, sin más compañía que un
agente. Hablaron de cosas sin trascendencia y también del
acontecimiento del día, de la paz moral que sentía dentro de sí.
Ella le rogó que reprodujera el retrato en pequeño y lo enviase a
su familia.
Al cabo de hora y media llamaron suavemente a una
puertecilla que había detrás de ella. Abrieron y entró el
verdugo. Charlotte volvió la cabeza, y al ver las tijeras y la
camisa roja que este llevaba, no pudo reprimir una ligera
emoción e involuntariamente dijo: “¿Ha llegado ya el
momento?”. Pronto se repuso y dijo a Hauer: “Señor, no sé
cómo agradeceros el interés que os habéis tomado por mí: nada
tengo aquí para ofreceros, pero tomad un recuerdo”. Cogió las
tijeras del verdugo, se cortó un hermoso bucle de los que
flotaban sobre su frente y se lo dio a Hauer. Los guardias y el
verdugo estaban conmovidos.
Cuando subió a la carreta, la muchedumbre, animada por
dos fanatismos contrarios, furor y admiración, vio salir bajo el
arco de la Conserjería a la bella y espléndida víctima envuelta
en su capa roja. La naturaleza pareció asociarse con la pasión
humana puesto que se desató sobre París una violenta
tormenta. No duró mucho, parecía ir esfumándose a su paso
cuando apareció en el puente Neuf y mientras avanzaba
lentamente por la calle Saint-Honoré. El sol volvió a aparecer en
lo alto con toda su fuerza; aún no eran las siete de la tarde del
19 de julio. Los reflejos de la tela roja realzaban de forma
extraña y totalmente fantástica el color de su rostro y de sus
ojos.
Aseguran que Danton, Camille Desmoulins y Robespierre
salieron a su paso y la contemplaron. Apacible imagen y por
ello aún más terrible, de la Némesis revolucionaria que turbó
los corazones y causó asombro.
Los observadores serios que la siguieron hasta el último
momento, médicos, literatos, se sintieron sobrecogidos. Incluso
los más valerosos sentenciados se sostenían hasta llegar al
patíbulo, cantando himnos patrióticos. Demostró Charlotte una
calma perfecta, grave, ante los gritos de la muchedumbre. Llegó
a la plaza como rodeada de la aureola del martirio,
transformada, dueña de una soberana majestad.
Un médico, que no la perdió de vista, dijo que palideció un
poco cuando vio el cuchillo, pero que sus colores reaparecieron.
Subió con paso firme. Se sintió herida en su pudor cuando el
verdugo fue a arrancarle su toquilla. Ella misma avanzó hacia el
cuchillo.
Cuando cayó su cabeza, un carpintero maratista que
ayudaba al verdugo, la cogió por los cabellos brutalmente y la
mostró al pueblo, cometiendo la ferocidad indigna de
abofetearla. Un murmullo de reprobación y horror recorrió la
plaza. Creyeron ver que la cabeza se sonrojaba. ¿Fue un simple
fenómeno óptico? La muchedumbre, turbada, tenía en sus ojos
los rojos rayos del sol que penetraban por el ramaje de los
árboles de los Campos Elíseos.
La Comuna de París y el tribunal dieron satisfacción al
sentimiento público metiendo en la cárcel al sanguinario
carpintero.
El sentimiento general, a pesar de los gritos poco
numerosos de los maratistas, fue de admiración y dolor. Se
puede juzgar por la audacia de la Chronique de Paris, que
publicó un elogio, casi sin restricción, a Charlotte Corday.
Muchos hombres sintieron dolor en el corazón. Se vio la
emoción del presidente y su esfuerzo por salvarla, del abogado,
joven tímido que esta vez realizó un acto heroico. El pintor no
sufrió menos que los anteriores. En aquel mismo año expuso un
retrato de Marat, quizás para justificar el que pintó de
Charlotte, pero su nombre ya no figura en ninguna exposición.
Quizás no quiso pintar más después de realizar aquella obra
fatal.
Los efectos de esta muerte fueron terribles: se sentían
deseos de morir.
Su ejemplo, su calma, su estoicismo, eran seductores,
sugestivos. Más de uno de los que la vieron morir, sintió deseos
de seguir su sombra a través de los desconocidos mundos de la
muerte. Un joven alemán, que vino a Francia para pedir la
anexión de Maguncia, imprimió un folleto en el que pedía su
muerte para unirse a Charlotte Corday. Este infortunado, que
llegó con el corazón henchido de entusiasmo porque pensaba
que en la Revolución francesa estaría cara a cara con el ideal de
la regeneración humana, no pudo soportar el temprano eclipse
de este ideal; no comprendía las demasiado crueles pruebas que
conlleva semejante creación. En sus melancólicas reflexiones,
cuando la libertad le parecía perdida, la vio resucitar en
Charlotte Corday, admirable, intrépida, encantadora ante el
tribunal, majestuosa y sublime sobre el patíbulo.
“Creía en su valor, pero ¡qué descubrí cuando vi toda su
dulzura entre los bárbaros gritos, esa mirada penetrante, esas
vivas y húmedas chispas saltando de sus bellos ojos, a través de
los que hablaba un alma tan tierna como intrépida! ¡Oh,
imperecederos recuerdos! ¡Emociones amargas y dulces como
jamás sentí! ¡Estas sostienen en mi alma el amor a esta patria
por la cual quiso morir y de la que por adopción ya soy su hijo!
¡Quiero morir en el altar de la guillotina!”.
Alma pura y santa, corazón místico, amaba a Charlotte
Corday, pero no el homicidio.
“Se tiene derecho a matar al usurpador, al tirano —dice—,
pero éste no era Marat”.
Contrasta la dulzura de su alma con la violencia de un gran
pueblo que se convierte en ferviente partidario del asesinato.
Hablo del pueblo girondino e incluso del de los realistas. Su
furor sentía la necesidad de un santo y de una leyenda.
Charlotte despertaba recuerdos muy distintos a los de Luis XVI,
mártir vulgar, que no tuvo de interesante más que su desgracia.
De la sangre de Charlotte Corday surge una nueva religión:
la del puñal.
André Chénier escribe un himno a la nueva divinidad:

O vertu! le poignard, seul espoir de la terre,


Est ton arme sacrée!42

Este himno, renovado incesantemente en todos los países y


en todas las épocas, reaparece en el Himno al puñal de Pushkin.
El antiguo amo de los himnos heroicos, Bruto, pálido
recuerdo de una lejana época, se encuentra transformado a
partir de ahora en una nueva divinidad más poderosa y
seductora. ¿Los que sueñan con esos grandes golpes, se llamen
Alibaud o Sand, con que sueñan ahora? ¿Qué ven en sus
sueños? ¿Son estos el fantasma de Bruto? No. Son como la
divina Charlotte; aparecen como ella bajo el fulgurante rojo de
su capa, envuelta en la aureola sangrienta del sol de julio y en la
púrpura del atardecer<
(16 1793)

La cuestión lionesa era menos política que social.—Los soñadores de


Lyon y de los Alpes.—El piamontés Chalier.—Escritos de Chalier.—
Acusaciones contra él.—Su carácter, su violencia y su ternura.—Los
discípulos de Chalier.—Arresto de Chalier (30 de mayo).—Su
prisión.—Su aislamiento.—Interviene la Convención.—Muerte de
Chalier (16 de julio).—Sus últimas palabras.

Marat es apuñalado el 13. Chalier guillotinado el 16. Trancurrió


un mundo entre ambos golpes.
El primero representaba el último hombre de la antigua
revolución. Chalier era el primer hombre de la revolución
nueva.
El nombre de Marat en Caen, Burdeos, Marsella,
representaba la guerra civil. En Lyon el de Chalier era la guerra
social, lo cual distanciaba el nombre de la ciudad de la historia
general del girondinismo.
La guerra entre pobres y ricos marchó amenazadora hasta
el combate del 29 de mayo, hasta la muerte de Chalier (16 de
julio). Los ricos arrastrando a los comerciantes, a los enemigos,
al pequeño comercio, ganaron con estos la batalla, y dando el
dinero a los pobres hicieron matar a su defensor, Chalier,
combatiendo contra la Convención y teniendo a Francia cinco
meses en jaque.
Escaparon de la guerra social con la que Chalier les
amenazaba, convirtiéndola en una espantosa lucha contra la
propia Francia.
Sostuvieron la lucha admitiendo en el ejército lionés un
elemento ajeno a Lyon. Hablo de los refugiados, del elemento
realista, nobles procedentes del Forez y de otras provincias
cercanas, que por el elevado sueldo que se daba quisieron
combatir a favor del rey en las filas republicanas.
Sean los que fueren los esfuerzos de la aristocracia lionesa
bajo la Restauración, para hacer creer que Lyon en 1793
combatió por el trono y el altar, no es posible que semejante
opinión prevalezca. Los nobles realistas que respaldaron el sitio
fueron en su mayoría de fuera de Lyon. Incluso los ricos eran
girondinos.
Hemos creído un deber explicar esto anticipadamente para
evitar la confusión acerca de un punto concreto que ni la
Convención ni los jacobinos pudieron comprender, pero que la
historia del socialismo esclarece después: la cuestión política era
exterior y secundaria para Lyon. No fue dominante hasta que no
murió Chalier. La cuestión íntima y profunda que los ricos
aplazaron para realizar la guerra de Lyon contra Francia, era la
cuestión social: la lucha entre pobres y ricos.
Esta gran y cruel cuestión, velada en ocasiones por el
movimiento político, siempre apareció en Lyon completamente
desnuda.
El comerciante de Lyon, republicano de principios, era el
amo, el tirano del obrero y lo que es peor, de su mujer y de su
hija.
Debemos señalar que como en Lyon el trabajo se realiza en
familia, allí la familia tiene una gran importancia y una gran
fuerza; no es en absoluto un vínculo distendido y fluctuante
como ocurre en las ciudades de manufacturas. El punto sensible
y vulnerable del obrero lionés es su familia y por ahí era
atacado43.
La prostitución no pública, sino infligida a la familia como
condición de trabajo, confería un carácter deleznable a la vida
en Lyon. Era una raza humillada. Físicamente era una de las
más enclenques de Europa. El trabajo a la Jacquart no existía
todavía, y como aún no se había impuesto a los constructores la
elevación de los techos, se podían amontonar impunemente
hasta diez pisos los miserables cuchitriles en los que vivía ese
pueblo ahogado y abortado. Aún hoy, en los barrios que no han
sido renovados, cualquiera que suba a esas negras, obscenas y
pestilentes casas, donde cada centímetro testimonia la
negligencia y la miseria, se puede imaginar, sintiendo un gran
dolor al hacerlo, a las pobres criaturas mancilladas y míseras
que las ocupaban en 1793.
¡Duro contraste! La fábrica de Lyon, esa unión de todas las
artes, esa gran escuela francesa, esa flor de la industria
humana< ¡en tan miserables manos!
Había motivos suficientes como para soñar. En ninguna
otra ciudad hubo más soñadores utópicos que en esta. En
ningún otro lugar el corazón herido, roto, buscó tan
inquietamente nuevas soluciones al problema de los destinos
humanos. Allí aparecieron los primeros socialistas, Ange y su
sucesor Fourier. El primero, en 1793, dibuja los primeros trazos
del falansterio y toda la doctrina asociacionista, de la que el
segundo se apoderó con toda la fuerza de su genio.
Entre los amigos del pasado tampoco faltaron los
soñadores. Basta con nombrar a Ballanche y a su predecesor, el
melancólico Chassagnon, que escribía siempre ante una
calavera y que para aprender a morir no faltaba a ninguna
ejecución.
Cuando el furor girondino del partido de los ricos
empujaba a Chalier al patíbulo, Chassagnon concibió el noble
propósito de escribir la Ofrenda a Chalier, estudiando
psicológicamente este carácter extraño, mezcla de Centauro, de
Quimera, como él lo llamaba, monstruo petrificado de las
discordancias, cruel y sensible, tierno y furioso. Falta en este
hermoso retrato un rasgo para la historia y para la justicia: se
trata de la primera inspiración de la que partió Chalier: era un
corazón enfermo de piedad, sufriendo dolorosamente por su amor
a la humana especie.
Este infortunado fue la primera víctima legal de Lyon; él
estrenó la guillotina (tuvo el horrible privilegio de ser
guillotinado tres veces), adonde llegó seguido de una
muchedumbre de discípulos que lloraban, tan entusiastas y
fervorosos como los de Jesús, a quien reemplazó en el altar
durante un año, de julio a julio, representando junto con Marat
la principal religión de Francia. Chalier era italiano. Su apellido
era de Saboya.
El gran camino de las naciones, el camino de las nieves,
sublime y miserable, por donde desfila toda la humanidad con
el bastón de peregrino, ofrece la estampa social más
conmovedora que pueda alterar los corazones. Esta prodigiosa
escalera de Jacob que se prolonga desde la tierra hasta el cielo,
los violentos contrastes de esos paisajes irreales donde la
naturaleza se burla de toda razón humana, este conjunto que
apabulla el alma parece estar creado para producir locos
sublimes en cualquier momento, delirando por el amor de Dios
y por el amor al género humano. Allí, tras su terrible esfuerzo
de lógica y de razón, Rousseau se perdió en sus propios sueños.
Allí madame Guyon escribió su insensato libro Torrentes. Allí
Chalier, con furia asesina, ardió en deseos por hacer de la tierra
un cielo.
Como todo italiano, fue educado en las escuelas de la
demencia, llamadas teológicas. Quiso hacerse monje y visitó
Italia y España, y regresó a Francia sobrecogido de terror. El
mismo sentimiento lo dominó al detenerse en Lyon. Se dice que
por entonces vivía miserablemente de las clases de idiomas y
enseñanzas que impartía. Pero como hombre inteligente, no
quiso llevar tan penosa vida y se hizo comerciante. Y así,
precisamente, comienzan también Proudhon y Fourier.
Chalier tuvo suerte en el comercio. Se hizo rico, pero vio
que en todas partes desvalijaban al pobre.
Sonó el 88. Un grito se oye en toda Francia. Es el del
italiano Chalier: “Vended la plata de las iglesias, los bienes
eclesiásticos, cread en ellos asignados, devolved a los pobres lo
que fue creado para ellos”.
Sonó el 89. Chalier se marchó de Lyon a París, recogiendo
las ideas, las palabras de la Asamblea constituyente. Se
levantaba aún de noche para ser el primero de la cola que
asediaba las puertas antes de que amaneciese.
Por la noche visitaba a Loustalot (el de Las Revoluciones de
París), el mejor periodista. Antes de partir le dijo: “Yo quiero
matarme. No puedo soportar este ambiente de vergüenzas y
miserias en que vive el hombre”. “Vivid —le dijo Loustalot— y
servid a la humanidad”.
Si Chalier hubiese continuado en París, se hubiera vuelto
loco. Allí veía todos los días a Marat y a Fauchet, el Amigo del
Pueblo y la Boca de hierro. Regresó a Lyon, llevándose piedras
de la Bastilla y huesos de Mirabeau, que hacía besar a todo el
que pasaba; predicaba y llamaba a todo el mundo a la
revolución. Lyon estaba demasiado cerca y Chalier comenzó su
cruzada marchando a Nápoles, a Sicilia, donde predicó la
Revolución a los pastores del Etna, que no le entendieron.
Después fue expulsado y marchó a Malta, sufriendo la misma
suerte. Chalier regresó a Francia desnudo, descalzo, fatigado, y
¡oh grandeza olvidada de los tiempos!, la Asamblea
constituyente hizo que a este italiano, despojado en Nápoles,
Luis XVI le devolviera sus bienes. “Francia será mi heredera”,
dijo Chalier, y dio a Francia su fortuna y su vida.
Este hombre, vehemente por temperamento, este fogoso
italiano, llegó a tiempo para juzgar a una ciudad donde la
injusticia era el fondo de la vida. Desempeñó un doble papel,
como los rudos podestás44 que las ciudades de la Edad Media
hacían venir del extranjero, con la intención de que ignorasen
los parentescos, las camaraderías, las malas alianzas de los
pobres y los ricos, y que castigasen imparcialmente a derecha e
izquierda. Durante el día se dedicaba a juzgar, y toda la
violencia y el odio hacia los enemigos del pueblo que había
recogido durante el día, lo esparcía por las noches en los clubs.
Odiado después como tribuno y como juez, por dos distintos
títulos, debía perecer.
Parece que se ha destruido cuanto escribió Chalier. Lo poco
que queda no tiene seguramente la banalidad de los escritos de
Marat ni la trivialidad de los improvisadores italianos. Tiene
escritos irónicos, pero terribles, cosas que recuerdan a las
cínicas amenazas de Ezequiel al pueblo de Dios y a las salvajes
rarezas de los comedores de saltamontes del Antiguo Testamento.
Ahí el acento es extraordinario. Ese profeta o bufón no es
un hombre. Es una ciudad, todo un mundo que sufre; es el
furioso quejido de Lyon. El profundo cieno de las calles negras,
mudo hasta entonces, parece que tiene su voz en él. Comienzan
a hablar las viejas tinieblas, las húmedas e insalubres viviendas;
hablan el hambre y las noches en vela; hablan el niño
abandonado y la mujer deshonrada; las generaciones
aplastadas, humilladas, sacrificadas, despiertan ahora, se
sientan y cantan desde su tumba un canto de amenazas y de
muerte< Esas voces, ese canto y esas amenazas tienen un
nombre: Chalier.
Él abrió el enorme absceso de males. Lyon retrocede
horrorizado, indignado por su propia herida; matará al que la
desveló.
Cuando el último día se buscaron medios para matarle,
pruebas para constatar sus crímenes, no se pudo corroborar
ningún acto, no hubo más que palabras.
La única marca impresa que queda de sus fechorías es una
serie de impresos decomisados en una visita domiciliaria que
hizo Chalier, fuera de sus competencias, a una casa donde
supuestamente se fabricaban falsos asignados.
Se afirmó una idea que no puede comprobarse: se ha dicho
que ideó un plan para realizar una gran matanza y que
improvisó un tribunal revolucionario en el puente Morand,
desde donde habría lanzado a los condenados al Rhône. Una
biografía escrita por un girondino habla de doce mil individuos.
Ni siquiera los realistas llevaron las cosas hasta ese extremo; se
avergüenzan de esa cifra descabellada: ellos hablan vagamente
de un gran número.
Sus enemigos inventaron las fábulas más odiosas para que
pereciera. Se inventó una carta de un emigrado, quien
agradecía a Chalier los medios ideados para destruir Francia.
Infame mentira que predispuso al pueblo a desear la muerte de
su defensor.
Si Chalier y sus amigos eran culpables de algo, era de haber
empleado medios demasiado expeditivos para organizar la
defensa contra la emigración y el extranjero. Palabras atroces,
amenazas procaces, actos de brutalidad, de todo esto se les
acusaba. Ellos invocaron la guillotina, pero sus enemigos la
emplearon, y muy injustamente, contra ellos45.
La violencia de los actos y de las palabras había llegado a
un punto excesivo en todos los partidos. Un italiano realista, el
romano Casati, ofreció al arzobispo de Lyon asesinar, no a
Chalier, sino a un girondino, Vitet, jefe de la administración
girondina.
Todo cuanto queda de Chalier en sus escritos, a pesar de su
violencia, revela su espíritu afable. Amaba la naturaleza,
ansiaba retirarse. Esperaba acabar sus días en paz y soledad.
Había encargado construir un lugar donde retirarse en un alto
de Lyon, en los barrios pobres y por entonces aún poco
habitados de la Croix-Rousse; decía que quería vivir allí como
Robinson Crusoe. Le gustaban las plantas y las flores y le
complacía regarlas. Sin familia, administraba el hogar
doméstico una mujer llamada Pie, que probablemente se llevó
de Italia.
Aún en sus actos revolucionarios reveló su sensibilidad.
Una vez hubo de arrestar a un realista. Su esposa comenzó a
increparle y Chalier replicó: “Querida amiga: poned vuestra
mano sobre mi corazón y veréis cuánto sufre< pero un buen
republicano debe cumplir con su deber y prescindir de sus
sentimientos”.
Cuando sus funciones de oficial municipal le brindaban la
ocasión de entrar donde las religiosas, se enternecía: “Queridas
muchachas —decía efusivamente—, ¿hay algo que os apene?
No me ocultéis nada. Soy vuestro padre espiritual< Vuestro
recogimiento me conmueve y vuestra modestia me maravilla.
¡Qué feliz me haría casarme con una virgen de este
monasterio!”. Entonces, cayendo de rodillas, besaba la tierra y
elevaba las manos hacia el cielo.
¿Fue cristiano? Nada parece indicarlo. Después del 21 de
enero en el club desplegó un cuadro de Jesucristo y dijo: “No
basta con que el tirano de los cuerpos haya perecido; debemos
destruir también al tirano de las almas”. Cogió el cuadro, lo
destrozó y lo pateó. A pesar de estas violencias repentinas fue
sensible, tierno, sentimental.
A pesar de su odio a los ricos, quiso salvarlos empleando
las siguientes palabras: “Los aristócratas son incorregibles sólo
porque los descuidamos mucho< Se habla de guillotinarlos;
pronto se hará< ¿Pero qué sentido tiene arrojar al enfermo por
la ventana para no tener que curarle46?”.
Resalta aun más su figura el hecho de que no estaba solo.
Vivía en consorcio espiritual con algunos amigos. Conocemos
cuanto le fue afecto, sus amistades, sus costumbres, cuanto él
amó. Su mujer de gobierno, Pie, era buena, honrada y
admiradora de Chalier; la Padovani, que recibió su cabeza
martirizada; su sabio amigo, Marteau; el patriota y moderado
Bertrand; el fanático y terrible Gaillard, que perseguía la
venganza y se mató cuando le fue imposible hacerla realidad,
todos están grabados en el libro del porvenir.
¿Cómo vivían entre ellos? ¿Hacían vida común? No. Era
enteramente un comunismo de espíritu.
Recordemos las circunstancias en que se encontraba Lyon
en mayo de 1793.
Dubois-Crancé, enviado al ejército de los Alpes, era un
militar dantonista, pero exento de fanatismo. En su respuesta a
los robespierristas explica las invencibles dificultades de su
situación. Abandonado por el centro como estaba, no podía
encontrar apoyo más que en la estrecha unión con los más
violentos patriotas de Lyon (Chalier, Gaillard, Bertrand,
Leclerc, etc.). Tres ejércitos dependían de Lyon como depósito
general del sureste, centro de recursos y subsistencias. Veinte
departamentos debían correr la suerte de Lyon. La gran ciudad
girondina, burguesa, mercantil, se mostraba muy reacia a
realizar los sacrificios que exigía la situación y además contenía
en su seno un ejército de enemigos y una enorme masa de curas
y nobles realistas. Dubois-Crancé no podía permanecer en la
actitud y temperamento de sus predecesores. El dantonista se
unió a los exaltados, dio la mano a Chalier y creó un ejército
revolucionario (13 de mayo). Podía adivinarse lo que iba a
ocurrir. Los lioneses defendían sus intereses. Gritan en la
Convención, que por entonces estaba bajo el poder de los
girondinos y que desmiente a Dubois-Crancé, y autoriza a
rechazar la fuerza con la fuerza. Decreto insensato, obedecido
demasiado celosamente en el espantoso combate del 29.
La víspera por la noche se gritaba por todas las calles:
“¡Muerte a Chalier!”. Las masas, crédulas o pagadas, creían que
era un agente realista. Chalier no retrocedió. “Quieren mi
cabeza y corro a llevársela”. Va a los Jacobinos, pronuncia un
encendido discurso y termina diciendo: “Tomad mi vida”. Casi
toda la Asamblea se arroja sobre él para echarle de la tribuna.
Sus amigos logran salvarlo y se lo llevan a casa de Gaillard. Era
cerca de la medianoche. Chalier encontró allí a todos sus
discípulos que querían morir con él. El día 29 por la mañana,
fecha del combate, fue a ocupar valientemente su puesto de
juez, donde permaneció desde las ocho hasta la una. Apenas
abandonó su puesto se dejó oír la voz del cañón. Se le rogó que
atendiera a su seguridad y permaneció inmutable en su
domicilio diciendo: “Tengo tranquila mi conciencia. Me siento
tan inocente como el niño recién nacido”.
El día 30 por la mañana fue arrestado y arrojado al más
negro calabozo. Tenía muy claro que estaba perdido y quiso
huir de sus enemigos, morir como un hombre; como no contaba
con otros medios se tragó dos grandes clavos y acabó así con el
dolor de vivir.
Sus cartas, ingenuas y conmovedoras, inconexas, afectadas,
dan testimonio del estado de aislamiento en el que se encontró
de repente. Sus amigos, unos se fugaron, otros quedaron
inmovilizados por el terror.
Chalier los animó a todos. “Corred a París; hablad con
Renaudin (amigo de Robespierre); quiero que se me juzgue en
París”. Le hizo concebir esperanzas la llegada de Lindet a Lyon.
Nada de esto le sirvió de algo. Fue juzgado en Lyon.
No se encontró ninguna prueba contra él. Los jurados, los
jueces, quisieron aplazar el juicio, pero los escribas y fariseos
dominaron las masas cegadas. Recorrieron los campos, los
villorrios, excitando al pueblo a que pidiera la muerte de
Chalier. Este no ignoraba esta propaganda. Deambulaba
(flotando en un mar de pensamientos) entre los secretos de la
vida, las visiones de la muerte y otros asuntos.
Se acordaba mucho de su querido retiro de la Croix-
Rousse, que acababa de construir: “Acabemos la casa por la
zona del jardín”. Y en otra carta: “Terminemos la cisterna< La
lluvia estropearía todo”. Acto seguido volvía a su calabozo, a su
situación real: “La Libertad y la Patria son dignas de que se les
compadezca; sus defensores están en los subterráneos<”. “¡Oh
desgraciada, oh infortunada ciudad de Lyon! ¡Cómo persigues
a tu mejor amigo, a tu defensor!”. “¡Adiós, Libertad; adiós,
Igualdad! ¡Pobre patria perdida!”.
Diariamente, a medianoche, llegaban ruidosamente diez o
doce soldados como para conducirle a la muerte. Un vecino de
prisión que sentía piedad por él, le regaló una paloma. El
inocente animalito y Chalier se hicieron muy amigos.
¿De dónde vendría el auxilio? ¿De París? ¿De Grenoble?
Dubois-Crancé corrió grave peligro en esta última ciudad.
Las tropas que le seguían ¿se decidirían por la Gironda o por la
Montaña? Afortunadamente Grenoble se portó
admirablemente, como siempre, y su población tomó el ejército.
Este firme punto de apoyo entre Lyon y Marsella se convirtió
en la salvación del sudeste. Dubois-Crancé se fortaleció y pudo
amenazar a Lyon. Pero cuanto más amenazaba más fortalecía al
partido militar que quería la muerte de Chalier.
De regreso a París, Lindet hizo que la Convención tomase
bajo su salvaguardia a los patriotas de Lyon. Se mostró
reservado y prudente y de su misión no quiso revelar más que
estas palabras conciliadoras: “Si se mantiene firme la nueva
autoridad de Lyon, no hay que temer la pérdida de la libertad”.
Marat se interesó vivamente por Chalier, pero tanto él
como Robespierre y los jacobinos se encontraban en una
situación bastante difícil. Perseguían en París a los exaltados que
querían salvar en Lyon.
Los lazos de unión entre Chalier y el partido jacobino no
parecían ser muy fuertes. Era en realidad un hombre aislado,
aparte de los demás, independiente. Aun después de muerto,
en plena apoteosis, continuó la persecución de sus discípulos.
La peligrosa misión de llevar a Lyon el decreto de la
Asamblea en favor de Chalier fue obtenida por otro italiano
patriota, Buonarroti (sobrino segundo de Miguel Ángel). Pero la
situación empeoró a su llegada. Se le condujo a la cárcel. Los
realistas habían ganado terreno. A fuerza de jurar que eran
republicanos, hicieron que así se les aceptase.
Los hombres de espada y de leyes predominaban
generalmente en los girondinos, comerciantes en su mayoría. El
día 15 de julio estos nombraron alcalde a Rambaud, antiguo
juez de la senescalía. Escogiendo a semejante personaje era de
esperar la muerte de Chalier.
A duras penas se pudo encontrar un abogado defensor que
por 2.400 francos quisiera hablar por él. El pueblo amenazó a
los testigos de descargo y les impidió declarar. Las mujeres
lloraban durante la celebración del juicio. “¿Por qué tanto
empeño en que muera ese buen hombre?”. El pueblo les
expulsó de la sala.
Los jueces, asustados, fueron obligados a aceptar como
buena una presunta carta dirigida por el emigrado a Chalier,
como si de todas formas una carta, aunque fuese cierta y con la
que no tenía nada que ver, hubiera podido ser citada contra él.
No por esta bella prueba dejó de ser condenado a muerte.
Aun siendo grande la sorpresa de Chalier ante semejante
sentencia, dijo a un amigo al volver a la cárcel: “Un día esto será
vengado< Que se evite en lo posible el derramamiento de la
sangre del pueblo. Este es bueno y justo cuando no está
seducido< El pueblo sólo debe castigar a quienes le llevan a la
perdición”. El amigo que oyó estas palabras cayó desvanecido.
Chalier, que derramó lágrimas cuando escribía cartas en la
cárcel, se mostró enérgico ante la muerte. A pie llegó hasta la
plaza de Terreux, donde las masas gritaban de alegría. Dio
sesenta francos al guardia que le acompañaba y no rechazó al
sacerdote47. Aunque pálido en el momento en que subió al
patíbulo, dijo firmemente al verdugo: “Devolvedme la
escarapela y atádmela, porque yo muero por la Libertad”.
El verdugo, que se mostraba poco hábil en el manejo de la
guillotina, pues era la primera vez que la manejaba, tenía mal
suspendido el cuchillo. Tres veces erró el golpe y fue necesario
pedir un cuchillo para separar la cabeza.
La muchedumbre furiosa quedó sobrecogida de terror. Se
dijo que murió mártir, y el milagro no faltó en la leyenda.
Muchos aseguran que bajo el horrible cuchillo y con el cuello
medio cortado, levantó su cabeza palpitante y gritó: “¡Átame la
escarapela<!”.
Las mujeres, italianas o francesas, Pie, la Padovani,
recogieron con llanto en los ojos la paloma viuda, el último
amor del calabozo. No temieron ir por la noche al cementerio
de los ajusticiados. La Padovani, ayudada por su hijo, arrancó a
la tierra los restos del desgraciado, muerto tan bárbaramente.
La cabeza, horriblemente magullada, fue reproducida fielmente
con los tres brutales cortes que recibió. Lúgubre monumento de
guerra civil que fue exhibido y paseado por toda Francia. Se
hicieron copias de la cabeza de Chalier en todas partes, se
honró y adoró su imagen; pero de su frase: “Que se evite el
derramamiento de la sangre del pueblo”, ¿quién se acordó?

ÚLTIMAS PALABRAS DE CHALIER

“No poseo más que estas hojas de papel para dirigiros mi


postrer adiós, algunos minutos antes de morir, queridos
hermanos y hermanas míos. ¡Adiós, hermano Antoine, adiós,
hermano Valentin, adiós, hermano Jean, adiós, hermano
François, adiós sobrinos, sobrinas, cuñados, cuñadas, parientes,
amigos, adiós a todos! Chalier, vuestro pariente, vuestro
hermano y amigo, va a morir porque juró ser libre y la libertad
le fue robada al pueblo el 30 de mayo del 93. Chalier, vuestro
amigo, va a morir inocentemente, acusado de delitos que no
cometió ni autorizó. Vivid en paz, Vivid dichosos, si tras su
muerte perdura la libertad. Si os la arrebatan, os compadezco.
He amado a la humanidad entera y a la libertad, y mis
enemigos, mis verdugos, que son mis jueces, me conducen al
patíbulo. Voy a entrar en el reino de lo Eterno.
Venid, hermanos, a recoger lo poco que os dejo. Seguid los
consejos del amigo Marteau, de la buena Pie, mi ama de
gobierno, a quien consideraréis como a mí mismo y de la que
recibiréis los mismos cuidados que si se tratara de mí. Si ella
desea estar con vosotros, admitidla con los brazos abiertos. Ella
conoce profundamente mi corazón.
Trabajad todo lo posible por reconquistar mis bienes y
saldar las deudas que contraje.
Seguid los consejos de los amigos, que ya os he indicado, y
de Bertrand hijo, amigo mío.
Si el sacrificio de mi vida aplaca el furor de todos mis
enemigos, que son los de la Libertad, muero inocente de los
crímenes que se me imputan. Adiós, adiós; os abrazo a todos.
Lyon, 16 de julio de 1793, a las tres de la tarde. Firmado:
CHALIER, el amigo de la Humanidad.

¡Te saludo, amigo Renaudin!


Voy a morir por la causa de la Libertad.
¡Te saludo, amigo Soulès!
Voy a derramar mi sangre por la causa de la Humanidad.
¡Te saludo, amigo Marteau!
Voy a morir para satisfacer el odio y la envidia de los
enemigos de la justicia. —Te recomiendo a la buena Pie. No
lloro más que por los daños que te puedan causar. Saluda en mi
nombre a tu hermana, saluda a todos mis amigos, Monteaud,
Demichel y otros.
Te saludo, buena Pie. ¡Adiós, acuérdate del que siempre fue
amigo de la Humanidad!
Mi justificación está en el seno de lo Eterno, en ti, en todos
nuestros amigos, en los de la libertad. Abraza por mí a Bertrand
hijo. Le ruego que no te abandone nunca, que lo hagas todo<
—A mis hermanos, tan desafortunados (sobre todo François)
como se puede ser.— No te aflijas. Lleva a la ciudadana Corbet
un billete de cien libras, que le envío contigo como recuerdo.
¡Su marido ha sido tan buen y auténtico patriota! Saluda y
abraza a todos, a todos cuantos se acuerden de mí. Di que los
amo como a la Humanidad entera.
¡Adiós, adiós, adiós! Voy a reposar en el seno de lo
Eterno—. Lyon, 16 de julio de 1793, a las cuatro de la tarde.
Firmado: CHALIER”. (Archivos de la prefectura del Sena,
registro 34 del Consejo general, 25 de diciembre de 1793)
R .
1793)

Entierro de Marat.—El Padre Duchesne sucede al Amigo del


Pueblo.—Tiranía de los hebertistas en el ministerio de la guerra.—
Robespierre se une a los hebertistas contra los exaltados.—Derrota de
nuestros ejércitos (junio-julio).—Extremo peligro (agosto).—Decretos
violentos (agosto).—El Comité de Salvación Pública.—Danton quiere
que el comité se constituya en gobierno.—El comité declina la
responsabilidad.

La hermana de Marat, que vivió hasta nuestros días, decía en


1836 una frase muy justa y cierta: “Si hubiera vivido mi
hermano, jamás habrían resultado muertos ni Danton ni
Camille Desmoulins”.
De hecho no dudamos de que les hubiera apoyado,
conservando así el equilibrio de la República, ni de que hubiese
salvado a Danton y por lo mismo a Robespierre. Por lo tanto ni
termidor ni reacciones súbitas o sangrientas. El arco de 1793,
horriblemente tenso por la muerte de Danton, no se habría
disparado para buscar la ruina de la libertad y de Francia.
Los cordeleros pidieron que Marat fuese enterrado en el
Panteón. Los jacobinos recibieron fríamente esta demanda.
Robespierre se declaró contrario a la proposición, expresando
los sentimientos de una gran parte de la Montaña, que no
perdonó a Marat su reinado de un cuarto de hora del 2 de junio.
Su entierro fue más imponente que si hubiese sido llevado
al Panteón.
Fueron las suyas pompas populares. Su cuerpo quedó
depositado bajo los arboles de los cordeleros, cerca de la vieja
iglesia y del famoso panteón donde él había escrito. Las gentes
sencillas, aquellas que ni siquiera habían leído sus periódicos,
se* sintieron enternecidas por su muerte, su abnegación y su
absoluta pobreza. Sabían solamente que se trataba de un
verdadero patriota, que había muerto por ellos y que no dejaba
nada en este mundo. Tenían el presentimiento de que sus
sucesores valdrían menos que él, serían más egoístas, menos
desinteresados. Muchos lloraron sinceramente. El sepelio se
efectuó desde las seis de la tarde hasta la medianoche, a la luz
de las antorchas y de una esplendorosa luna de verano. Era casi
la una cuando Marat fue depositado bajo los sauces del jardín.
Thuriot, presidente de la Convención, pronunció sobre su
tumba sentidas palabras de dolor y de afecto, para aplacar al
pueblo y aplazar la venganza.
Un solo hecho demostrará cuánto empeoró la situación la
muerte de Marat.
El amigo de Hébert y secretario general del ministerio de la
guerra, el pequeño Vincent, enredador e intrigante furioso que
no sabía comportarse, mostró su alegría durante el entierro; se
frotaba las manos y decía: “¡Por fin!”. Lo cual quería decir: “Ya
somos reyes: ya hemos heredado el poder de la prensa
popular”.
Y esto era sobradamente cierto. El Amigo del Pueblo fue
sustituido por el Padre Duchesne.
Hébert, desde luego, no heredaba la autoridad de Marat,
pero disponía de grandes medios de publicación ilimitada.
Marat publicaba según la venta, y Hébert según el dinero que
extraía de las arcas del estado, especialmente de las del
ministerio de la guerra. Marat lo hacía todo a su propia costa.
Hébert, en pocos meses y viviendo rodeado de lujo, amasó una
gran fortuna.
Fue empleado del teatro de variedades y expulsado por un
robo, vendedor de contraseñas en las puertas de los teatros,
también vendió periódicos, en especial el Padre Duchesne (ya
había dos periódicos con ese mismo título). Hébert robó el título
y la forma y se convirtió en empresario de un nuevo Padre
Duchesne, más juez y más cínico; lo escribía un tal Marquet.
Orador fácil en los Cordeleros, se dejó conducir por ellos a la
Comuna. Club, Comuna y periódico, tres armas esgrimidas por
él para amontonar dinero. El día 2 de junio, día de inquietud en
el que todo el mundo andaba trastornado, Hébert no pierde ni
su calma ni su sangre fría. En tan gran crisis comprendió que el
gobierno necesitaba periódicos, y recibió una suma de 100.000
francos.
Ya hablamos en su momento de que el día 2 de junio,
Prudhomme, el editor de Las Revoluciones de París, fue arrestado
y tan martirizado que enseguida dejó de aparecer. El que
mandó detenerle, un tal Lacroix, era hebertista y miembro de la
Comuna. Hizo un servicio a Hébert matando a su competidor y
aterrando a los demás, de tal forma que el terror que golpeó a
los periódicos benefició sólo a uno; la libertad de prensa, que
existía en la teoría pero no en la práctica, sólo la disfrutaba el
Padre Duchesne.
Cuando reapareció Prudhomme, el día 3 de octubre, lo hizo
a condición de contratar solamente a hebertistas como
redactores.
Hébert, dueño y señor de la prensa popular, en
determinados momentos podía asestar golpes tremendos a la
opinión. Llegó a realizar tiradas de hasta seiscientos mil
ejemplares de esos números.
Publicidad manipulada, pagada y mercenaria. El honrado
Loustalot, primer redactor en Las Revoluciones, llegó a tirar hasta
doscientos mil ejemplares en los días de entusiasmo universal,
sincero, que marcaron la aurora de la Revolución.
La vaca lechera de Hébert era Bouchotte, el ministro de la
guerra.
Por una parte le sacaba dinero para aumentar su
publicidad y extender la prensa entre los ejércitos. Se
aprovechaba de estos periódicos para nombrar a sus amigos,
empleados, oficiales y generales. Un ministerio que gastaba
trescientos millones al mes, que tenía que distribuir cincuenta
mil grados o empleos, mil asuntos lucrativos de
aprovisionamientos, equipos, armas, municiones, constituía
una enorme potencia que se hallaba en manos de los
hebertistas.
Y a la cabeza de todo esto un pequeño tigre, Vincent, el
verdadero ministro, joven de veinticuatro años. Más tarde,
cuando Robespierre consiguió enjaularle, su furor era tal que
mordía el corazón de una ternera creyendo que mordía el de
sus enemigos.
La tolerancia de estos miserables, que duró varios meses,
fue el martirio de Robespierre.
Con una locura furiosa en sus palabras, eran, en sus actos,
infinitamente sospechosos. El sans-culotte Hébert, cuando corría
con su coche a la Comuna, a los Cordeleros, a los Jacobinos o a
la guerra, dejaba el gorro rojo y volvía al campo, a la villa del
banquero Koch, al que muchos veían como un agente del
extranjero. Su mujer y él vivían allí sólo con antiguos nobles (en
especial con una dama de Rochechouart), en definitiva la buena
sociedad de otros tiempos. El más asiduo comensal era un
austriaco llamado Proly, sospechoso patriota y bastardo del
príncipe de Kaunitz.
La primera precaución que tomó Robespierre fue arrestar a
este Proly y decomisar sus papeles.
Aunque en un principio no encontró nada, se podía creer
que del extranjero se recibían sumas para sostener la
desorganización en el ministerio de la guerra. A cada momento
se cambiaba de general. Los ejércitos del Norte y del Rin cada
mes tenían literalmente un nuevo general.
El primero cambió en seis meses seis veces de general:
Dumouriez, Dampierre, Beauharnais, Custine, Houchard y
Jourdan.
El ejército del Rin en ocho meses tuvo ocho generales:
Custine, Diettmann, Beauharnais, Laudremont, Meunier,
Carlenc, Pichegru y Hoche.
Esta movilización espantosa bastaba para explicar los
fracasos que sufrieron.
Se fijó esta veleta de las jefaturas con la elección de
Rossignol, el inepto general del Oeste. Ronsin había
comprendido que para actuar sin peligros lo mejor era no
desempeñar el papel protagonista. Le hacía falta un maniquí.
Como compañero llevaba a un joven guardia, orfebre del barrio
de Saint-Antoine, muy locuaz, valiente, agradable y querido
por los clubs. Rossignol, este era su nombre, había brillado en el
sitio de la Bastilla; después en la gendarmería, donde esperaba
el puesto que mejor le cuadraba, el de comandante o coronel de
la misma. Muy indulgente con los pícaros, camarada del
soldado y nada orgulloso, pronto se hizo querer. A los
generales les hubiera gustado atraparle; eso fue lo que impulsó
su fortuna. Obligado a comparecer en la barra de la
Convención, se descubrió allí como una víctima del
patriotismo. La Montaña le animó, no viendo en él más que
sencillez, buena fe y mucha valentía. Ronsin supo elegir la
ocasión con un tacto admirable y viendo que se podrían hacer
muchas cosas impunemente a la sombra de este favorito, pidió
que se le nombrara general en jefe. “Os equivocáis —dijo
Rossignol—. No soy lo suficientemente hábil como para dirigir
un ejército”. Ni siquiera hubo terminado de decir esto y ya se le
había designado. Ronsin, escondido detrás de Rossignol, le hizo
firmar traiciones y crímenes. Siempre derrotado y siempre
justificado, Rossignol nunca consiguió apagar el entusiasmo del
Comité de Salvación Pública. Se le liberó para pasar a ocupar
otro puesto y decir al terminar: “No soy capaz de dirigir un
ejército”.
¿Robespierre podía ignorar esta desorganización, estos
tremendos errores de la guerra, que no sólo arruinaban a
Francia, sino que además la llevaban al borde del abismo? Es
imposible creerlo. Una cosa, sin embargo, lo detenía.
Veía un abismo, es verdad, pero otro más espantoso que los
desórdenes de la administración y los éxitos del extranjero: el
abismo de la disolución social. Esta tierra desconocida más allá
de Marat (de la que habla Camille Desmoulins), esta región
fantástica habitada por monstruos y espectros, fue descubierta
por él en el mes de junio en la extraña alianza de Jacques Roux
(de los Gravilliers), del lionés Leclerc, amigo de Chalier, y de su
dueña y señora Rose Lacombe, jefa de las mujeres revolucionarias.
¿Conocía a Babeuf, perseguido ya por André Dumont, en
Somme, y por la Comuna en París? No me cabe la menor duda
de que sí le conocía. La revolución romántica y socialista, como
diríamos hoy, inquietaba a Robespierre. En su visita a los
Cordelercfs para combatir a los monstruos, a Leclerc y a Roux,
sólo le faltó ir acompañado del innoble perro Hébert.
Mientras vivió Marat les tuvo cerrada la puerta, pero
muerto aquel, los émulos se apoderaron de su nombre.
Roux, Varlet y Leclerc redactaban juntos el periódico la
Sombra de Marat, diario que era el terror de Robespierre, su nexo
de unión con Hébert, que como competidor, pedía que se
destruyeran. Antes de la fiesta del 10 de agosto, cuando
llegaron los federales a París, Robespierre tembló al verlos en
peligro de caer bajo esta anárquica influencia. El dio a conocer a
la viuda de Marat que fue a la Convención a acusar a Roux y a
Leclerc de haber robado el nombre de su marido. Fue
despedido del Comité de seguridad, que suspendió el periódico
y arrestó a sus redactores. Medida violenta e inusitada. Los
Gravilliers gritan en favor de Roux, su orador; Hébert los recibe
en la Comuna y los trata secamente desde lo alto del Padre
Duchesne, despidiéndoles humillados.
He aquí para qué servía el Padre Duchesne y el secreto de la
gran paciencia de Robespierre.
Éste no tenía ningún periódico. El único asidero que tenía
Robespierre eran los jacobinos. Allí mismo, por sus amigos
Collot d'Herbois y otros, los hebertistas se sentían muy fuertes.
Era necesario, pues, esperar hasta que ellos mismos se
disgregasen. Su conducta en los Jacobinos fue muy bien
calculada. Jamás nombró ni a Hébert ni a Ronsin, pero defendía
a su ministro, Bouchotte, que era lo que más deseaban.
Defendía también a Rossignol, complacido. Era entonces una
tesis popular.
A este precio, Robespierre, sin ensuciarse las manos con
Hébert, podía servirse de él. Podía llegar el caso de que la
Montaña se revolviese contra su influencia, entonces Danton
retomaría la suya. Ese día Robespierre habría encontrado la
salvación en un enorme dogo que en un solo día podría morder
seiscientas mil cabezas (esto ocurrió el 4 de octubre).
Hasta este momento, si amenazaba a Danton, Robespierre
le detenía. Le parecía muy bien que los dantonistas y los
hebertistas se destruyesen mutuamente, pero al abandonar a
Danton, los hebertistas se hubiesen creído tan fuertes que
hubieran arrastrado todo consigo. Tenían ya en su poder el
ministerio de la guerra; se apoderarían del interior, objeto de su
concupiscencia48. Dueños del exterior y del interior, lo serían
también de todas las fuerzas activas. Robespierre no podía
permitir esto.
Las dificultades de la situación estallaron en los primeros
días de agosto, cuando sobre la Convención cayó una granizada
de reveses y malas noticias.
Fracasos muy personales para la Asamblea. La Montaña
misma había partido para la frontera. Gran número de sus
miembros, sin recordar que salían de profesiones civiles,
empuñaron la espada en julio y marcharon a los ejércitos,
aceptando todas las responsabilidades y desafiando a la
fortuna. En la frontera no encontraron más que enemigos, la
hostilidad entre los elementos militares, la disciplina
quebrantada, el pésimo material, la desorganización radical de
las administraciones de la guerra, la ineptitud de los ministros y
la perfidia de los hebertistas, siempre incapaces. Todo esto caía
con la pesadez del plomo sobre los representantes. ¡Atacados,
heridos, como Bourbotte, deshonrados como otros y muy cerca
del patíbulo! En Maguncia, Merlin de Thionville detuvo todas
las fuerzas de Prusia, luchó como un león cubriendo a Francia
durante cuatro meses y a su regreso fue arrestado. En
Valenciennes, Briez y otro se defendieron durante cuarenta días
del enemigo y de la población. La burguesía quería rendirse y
arrojaba al pueblo contra ellos. Los emigrados estaban tan
furiosos, que a pesar de la capitulación, a pesar de los
austriacos, querían matarles. Hubieran debido ocultar sus
bandas, ponerse sus ropas de soldado y confundirse entre las
tropas (28 de julio).
En los días siguientes la Convención se entera de que ha
perdido toda la frontera del Norte y que Cambrai está
bloqueado; que el Rin se ha perdido, Maguncia se ha rendido,
Landan ha sido bloqueado y que el enemigo está a las puertas
de Alsacia; que por segunda vez los vendeanos vencedores han
disuelto el ejército del Loira.
¿A quién acusar? Los representantes sólo merecían coronas
de laurel. La derrota era una consecuencia lógica de la
desorganización general. El Comité de Salvación Pública,
renovado desde el 10 de julio, no había tenido tiempo de hacer
gran cosa. Sin embargo, temía ser declarado responsable y
volvía a hablarse de traición. La perfidia de un general, el
dinero del extranjero, estas excusas dio el tembloroso Barère.
Las acusaciones de este tipo casi siempre salían triunfantes en
las asambleas conmovidas y desafiantes. Barère brillaba en
ellas.
Los incendios desencadenados en nuestros puertos y
atribuidos a los ingleses, llevaron al extremo la irritación de la
Convención. Ésta declaró a Pitt “enemigo del género humano”.
Se quería decretar que todo hombre tuviera derecho a matarle.
¡Matar! Era el único remedio que muchos encontraron a los
males de Francia.
¡Matar a los traidores! Los generales estaban juzgados.
¡Matar a los reyes! En los clubs no se hablaba de otra cosa.
La Convención ordenó que se juzgara a la reina.
Matar a la realeza en su pasado y en sus tumbas. El 10 de
agosto se decretó la destrucción de las tumbas de Saint-Denis.
A los girondinos, supuestos amigos de la realeza, se les
incluyó en estos anatemas. Se adoptó el decreto de Saint-Just, en
el que se les declaraba traidores a la patria antes de todo juicio.
El infortunado Vergniaud, inmóvil en París y bajo la atenta
vigilancia de la Convención, fue enviado al tribunal
revolucionario el mismo día en que Custine fue acusado de
haber entregado el Rin.
Entre estos decretos, obra del furor, hubo uno en que se
reveló el buen sentido, obra de Danton: crear un gobierno.
La situación sólo cambiaba en unas pocas cabezas menos;
no era cuestión de provocar el levantamiento en masa, ni de
alentar a las muchedumbres indisciplinadas a la carnicería; 1792
había pasado y con él ese primer furor. En 1793 no sólo hacían
falta hombres, sino también soldados.
La cuestión del momento y la que desgraciadamente quedó
suspendida, la que el 2 de junio no había podido resolver, era la
creación de un gobierno.
¿Existía o no? A la menor palabra que se pronunciaba, los
clubs atravesaban el aire con sus gritos. Los Hébert, los Vincent
y los amigos de Ronsin juraban la muerte de quienes
emprendiesen una obra tan impía, y entretanto gobernaban
ellos en realidad. Tenían al Comité de Salvación Pública y al
ministerio de la guerra sometidos a una especie de terror.
El Comité sólo existía a medias. Hasta el mes de noviembre
no se completó. Sus miembros más activos, Jean-Bon Saint-
André, Lindet, Prieur, de la Marne, estaban ausentes siempre.
Los presentes eran dos robespierristas, Couthon y Saint-Just,
nivelados por dos dantonistas (que pronto se marcharon),
Hérault y Thuriot. El indiferente Barère lo mismo se inclinaba
hacia un lado que a otro, arrastrado por el miedo.
Este embrión de Comité, a veces obligado a actuar, advirtió
la necesidad de hacerse fuerte. Robespierre ingresó, a pesar suyo,
como él decía, el 27 de julio. Hemos de creerlo así también,
porque era plan de Robespierre en todos sus hechos dominar en
ausencia. A esto se debe añadir que Robespierre era más
hombre de autoridad que de gobierno, de alta influencia más
que de negocios.
El Comité, obligando a Robespierre a que se convirtiese en
uno de sus miembros y a darle su nombre, daba un paso
adelante en la franqueza. Se le pidió que diera un segundo
paso.
He aquí la forma en que Danton aventuró su proposición:
Erigid en gobierno provisional el Comité de Salvación Pública; que los
ministros no sean más que sus agentes; confiadle cincuenta millones.
Dicho de otro modo: que el Comité, gobierno de derecho,
se convierta en gobierno de hecho, aceptando toda la
responsabilidad. Y para que esta responsabilidad sea completa
y que nunca más sea compartida por el Comité y los ministros,
derribemos esta monarquía del poder ministerial que neutraliza
al Comité y que no actúa lo suficiente.
Cuanto se hizo de más útil en dos meses, de más eficaz
para la salvación pública, se efectuó sin ministros ni Comité.
Sola, sin ayuda del centro, la ciudad de Nantes tuvo en
jaque a la Vendée, a pesar de que el centro destituyó a
Canclaux, el excelente general de Nantes.
Solo, sin que lo socorriera el centro, Dubois-Crancé
organizó las fuerzas montañesas que contuvieron el sudeste y
aislaron a Lyon de los Alpes. Todo sin el Comité, a pesar suyo.
Solo, por su prudencia individual y su moderación, Robert
Lindet perseguía la pacificación de Normandía. Y el Comité no
hizo más que enviar, para complacer a los hebertistas, a un
hombre medio loco, Carrier.
Esos esfuerzos parciales habían bastado, ¿por qué? Porque
el huracán de la guerra bramaba sobre Valenciennes y
Maguncia. Ahora se hundía; era el momento preciso bien para
crear un gobierno único y fuerte, o bien para perecer.
El Comité debía tomar el mando decididamente y declarar
que él era el gobierno; no obedecer ya, ni dejarse llevar a
remolque, sino tomar la vanguardia y la iniciativa, arrastrar a
todo el mundo en nombre de la Patria.
No se dijo esto, pero se asimiló perfectamente y se sintió
profundamente.
Era un grito del corazón y del buen sentido.
Couthon, el amigo de Robespierre, sin esperar a conocer la
opinión de su jefe, dijo en voz alta que apoyaría la proposición
de Danton.
Saint-André dijo lo mismo, y también Barère y Cambon. Lo
único que no querían era el manejo de fondos.
Robespierre dijo que la proposición le parecía vaga. Solicitó
y obtuvo su aplazamiento.
“¿Teméis las responsabilidades? —les dijo Danton—.
Recordad que cuando fui miembro del consejo tomé a mi cargo
todas las medidas revolucionarias. Entonces dije: «¡Viva la
libertad, aunque perezca mi nombre!»“.
Era éste un gran llamamiento. Se arriesgó demasiado
aplazando la cuestión.
¿Qué podría ocurrir si lo que era fácil prever, algo decisivo
y mortal (que se supo el día 7) llegaba a hacerse realidad: si se
unían ingleses y austriacos para marchar sobre París?
La situación de Francia era arriesgadísima y parecía que el
Comité de Salvación Pública también debía arriesgarse, tomar
la fuerza que se le rogaba que tomara, poner la mano sobre la
guerra, expulsar a Bouchotte o hacerle andar derecho, desafiar a
Hébert, Vincent o Ronsin, a todos los perros ladradores que
hacían de Francia un encarne.
Robespierre no creyó que esto fuera aún posible.
Y ¿cómo podía existir un gobierno de opinión y de
publicidad, sin prensa?
Después de muerto Marat, la prensa era de Hébert.
No se hubiese conseguido.
Robespierre era ya la única autoridad moral de la
República. Pero autoridad que podría existir a condición de no
hacer nada. Hébert no era lo suficientemente maduro como
para morir.
Robespierre sabía esto y no hacía nada. Se sentaba,
escuchaba y escribía.
Cinco o seis horas diariamente en la Convención y otras
tantas en los Jacobinos. En agosto fue presidente de las dos
Asambleas.
Las noches las pasaba escribiendo sus discursos.
Aún le quedaba tiempo para ocupaciones que podemos
llamar filosóficas, académicas, para leer en la Asamblea la obra
de Lepelletier sobre la educación y para escuchar todo un libro
de Garat sobre la situación.
Cuantos tenían consciencia del peligro de la patria
lamentaban la inercia del primer hombre de la República.
Muchos se indignaron.
Danton dijo brutalmente: “¡Este< no es capaz ni de cocer
un huevo!”.
El antiguo amigo y camarada de Robespierre, que tanto
contribuyó a divinizarlo en vida, Camille Desmoulins, en
algunos folletos supo poner el dedo en la llaga. Dijo que ni en la
Convención ni en el Comité de Salvación Pública había nadie que se
preocupara de la guerra: “Miembro del Comité de la guerra —
dijo—, me sorprendió ver que nuestro Comité descansaba, Y
como se dice que en el Comité de Salvación Pública había una
sección de la guerra, fui allí cuatro días seguidos y me quedé
extrañamente sorprendido al ver que esta sección estaba
compuesta por tres miembros, de los cuales uno estaba enfermo
y el otro se hallaba ausente; el tercero había dimitido”. Al haber
sido rechazado ese tercer puesto por el ex coronel Gasparin, fue
Robespierre quien lo ocupó, el puesto del único miembro
militar del Comité.
Ese estado de cosas era irritante. Hacía falta un hombre y
sólo teníamos un dios.
Una sociedad popular, que llevó a los Jacobinos (el 2 de
agosto) los bustos de Lepelletier y Marat, escuchó las siguientes
palabras de presidente: “Entre Marat y Lepelletier queda un
vacío que será ocupado por el gran hombre que se levante para
ser el salvador del mundo<”. “Sí —contestó el carnicero
Legendre—, pero a condición de que también sea apuñalado”.
10 1793

Los federales del 10 de agosto.—Apertura del Louvre y del museo de


los monumentos franceses.—Cómo se caracterizaron los diversos
partidos franceses.—La grandeza y el terror en la fiesta del 10 de
agosto.—Efecto sombrío.—Incidentes cínicos.—Los colosos de yeso.

La fiesta del 10 de agosto tuvo una gran representación


popular, imponente y terrible, marcada por el carácter siniestro
del momento, por el peligro, por la desesperada resistencia que
se preparaba, por las leyes del Terror dictadas contra el
enemigo. Apenas fue una fiesta. La aceptación de la
Constitución, de ese conmovedor hecho en el que Francia se
fundía en un único pensamiento, sólo tuvo un efecto
secundario.
En el Comité de Salvación Pública se recibieron fatales
noticias. Los ejércitos coaligados ya no operaban por separado;
marchaban de común acuerdo y las probabilidades de
resistencia eran menores. El ejército del Norte debía su vida a
una hábil maniobra. Las fuerzas abandonaron la carretera de
París. Se salvaron, pero dejaron la capital al descubierto; la
fiesta se celebraba, por así decirlo, bajo el cañón enemigo.
El canto en boga fue la Canción de la partida (ya no se cantó
La Marsellesa, himno humano y profundo de las legiones
fraternales), pero un sonido atronador de trompetas, el grito del
Terror guerrero que cayó sobre Europa y la llenó de sangre
durante veinte años.
Por primera vez se descubrió el carácter de un pueblo
nuevo y se pudo observar el cambio de costumbres y de
situación. Al pueblo que confiaba en las grandes Federaciones, al
pueblo entusiasta de la gran cruzada, la partida del 92, le sucedió
otro. Los nuevos federales eran hombres más serios, más
reflexivos, hombres de trabajo, conocedores de su deber, no
llevaban ningún adorno, nada superfluo en esta gran
circunstancia, sino sólo su simple dedicación, sus brazos y su
vida. El pueblo de París no era menos serio, salvo algunos
grupos que en todas partes alborotan.
Reinaba una gran desconfianza. A los federados les
sorprendió que se les registrara en las cercanías de París. Se
temía que aportasen papeles peligrosos, periódicos federalistas
y esto resultó una gravísima equivocación. Aquellas gentes
valientes no querían más que la unidad de Francia.
La Comuna temía por sus costumbres y por su dinero. Esta
prohibía a las mujeres públicas que saliesen por las calles. Se
temía aún más por la ortodoxia política. La Comuna cogió a los
federales y los abrazó en cierto modo, conduciéndoles a la
Convención, a los Jacobinos, a todas partes. La Convención los
acogió fraternalmente. Los jacobinos les prestaron su propia
sala y durante algunos días deliberaron junto a ellos.
La Convención nada había preparado para aquella ocasión
en que un pueblo con nuevos ideales se lanzaba sobre París,
sintiendo arder en su corazón el amor a la Patria.
Preparó una gran fiesta, destinando 1.200.000 francos para
su celebración.
Abrió dos inmensos museos.
Uno de ellos, al que podemos llamar el de las naciones, el
universal museo del Louvre, donde cada pueblo está
representado por su arte, por sus inmortales pinturas.
El otro49, que bien se puede llamar el de Francia, es el
museo de los monumentos franceses, incomparable tesoro de
esculturas sacadas de los conventos, de los palacios, de las
iglesias. Todo un mundo de muertos históricos, salidos de sus
capillas a la poderosa llamada de la Revolución, se había
reunido en este valle de Josafat. A pesar de que no estaban estas
obras colocadas con cuidado, el mismo desorden daba al Museo
un carácter más artístico, si bien menos severo. No se tenía más
cuidado que el de ordenar las pinturas por épocas. La
perpetuidad nacional encontraba así su constante reproducción.
Francia veía su desarrollo, de siglo en siglo, de hombre en
hombre, de tumba en tumba y en cierto modo podía practicar
un examen de conciencia.
“¿Qué soy yo? —decía—. ¿Cuál es mi principio social y
religioso?< ¿Cuál es mi vida?”. Todo esto aún no estaba claro.
Cada partido hubiese respondido de diverso modo. Los
cordeleros y los jacobinos hubiesen presentado una solución.
Robespierre y Danton otra. Clootz y Chaumette tenían una
opinión distinta a la de la Comuna de París. Estas tendencias
opuestas combatían en la fiesta.
Su organizador, David, robespierrista, siguió generalmente
la inspiración de la Comuna. Fue ella quien concibió los lemas.
Ella fue quien esparció por la fiesta el aliento de los cordeleros.
La influencia de Robespierre era manifiestamente de
subordinación. El Ser Supremo de su Constitución se había
desvanecido. Por otra parte, los cordeleros, quizás por
concesión a los jacobinos, ocultaron a su dios, la Razón, al que
pronto mostrarían y ocultaron también a su santo, Marat. Y
¡cosa extraña! en el mismo momento en el que acababan de
colgar el querido corazón del Amigo del Pueblo de las bóvedas
de su sala, desperdiciaban la ocasión de mostrar al pueblo
reunido tan sagrada reliquia.
A falta de unidad de principios, tuvo al menos la fiesta el
carácter de una especie de unidad histórica. Era como una
historia en cinco actos de la Revolución. El conjunto, frío y
violento, forzado y sin embargo sublime.
El peligro e incluso el esfuerzo, el esfuerzo heroico que se
dejaba sentir por todas partes, daba al conjunto verdadera
grandeza.
David representa el esfuerzo de su época50. Artista
atormentado por la gran tormenta, de genio pesado y violento,
que a él mismo le suponía un suplicio, David, dentro de su
turbia alma tenía las luchas y conflictos de los que brotaba el
Terror.
Este Prometeo del 93 cogió barro y forjó tres dioses, tres
estatuas gigantescas: la Naturaleza, sobre las ruinas de la
Bastilla; la Libertad, en la plaza de la Revolución, y el Pueblo—
Hércules derribando a la Discordia o al federalismo, en la plaza
de los Inválidos. Un arco de triunfo en el bulevar de los
Italianos y el Altar de la Patria, en el Campo de Marte, eran sus
cinco puntos de apoyo.
Ruda, inmensa improvisación. Aún no se habían llevado
las piedras, las ruinas de la Bastilla, y sobre este caos confuso se
organizó una fuente. La Naturaleza, un coloso de yeso con cien
mamas, de las que salía el inagotable manantial de la
regeneración, que caía en un estanque. Todas las piedras
estaban grabadas con fúnebres inscripciones, con los gemidos
de los que perecieron en el fondo de sus negros muros. Hérault
de Séchelles, presidente de la Convención, hombre estimado
por todos los partidos, llenó una copa de agua, que brillaba con
los primeros rayos de sol, llevándosela a sus labios.
Después la pasó a ochenta y seis ancianos que llevaban las
banderas de los departamentos. Estos decían: “Sentimos ya
nuestro renacer con el género humano”. Bebieron. Se oyó
después el estampido del cañón. Después se alejó el cortejo por
los bulevares, con los jacobinos y las sociedades populares a la
cabeza. El temible estandarte de la gran Sociedad, el ojo
clarividente en las nubes que mostraba la banderola, andaba y
parecía decir: la Revolución te ve y te oye.
Detrás iba la Convención, sin traje, y rodeada de una cinta
tricolor que sostenían los federales. El pueblo aparecía así como
abrazando a su Asamblea, conteniéndola, cercándola.
Seguía después una mezcla de autoridades confundidas
con el pueblo: la Comuna, los ministros, los jueces
revolucionarios con penacho negro, entre herreros, tejedores y
artesanos de todo tipo. Los trabajadores llevaban los útiles de
su oficio. Los únicos triunfadores de la fiesta eran los
desgraciados: los viejos, los ciegos, los niños desheredados que
iban en carros y los más pequeños en sus blancas cunas. Dos
ancianos, hombre y mujer, eran llevados por sus hijos.
Algunos carromatos transportaban coronas y cetros. En una
urna que iba en un carro, se llevaba la ceniza de los héroes.
Nada de lutos. Conducían el coche de las cenizas ocho caballos
blancos con penachos rojos. Estridentes sonidos de trompetería
resonaban en el espacio. Los parientes de los muertos iban
detrás sin derramar lágrimas, cubierta la frente y la cabeza de
flores.
Una cosa faltaba y todos los ojos la buscaban con ansiedad,
la que en julio de 1792 cautivó tanto la atención. No se veía ese
cuchillo de la justicia cubierto de crespones y llevado por
hombres coronados de hojas de ciprés. El arma de la justicia
estaba en todas partes ya. No se veía, pero se sentía.
Llegó la comitiva a la plaza de la Revolución, a los pies de
la estatua de la Libertad, en el mismo lugar en el que el día
anterior estaba el patíbulo, el presidente hizo volcar la carreta
de coronas y les prendió fuego. Tres mil pájaros fueron soltados
y volaron hacia el cielo. Dos palomas se refugiaron en los
pliegues de la estatua. ¡Dulce augurio que contrasta con la
terrible realidad!
En los Inválidos, el Pueblo-Hércules, desde la cima de un
peñasco aterrorizaba y aplastaba al dragón del federalismo. En
el Campo de Marte el cortejo pasó junto a la Igualdad y subió a
la santa Montaña. Allí los ochenta y seis viejos que llevaban una
pica cada uno, las entregaron al presidente, que las unió,
consumando la alianza de los departamentos. Estaba de pie en
la cima. En el altar ardía el incienso. Leyó la aceptación
unánime de la nueva ley y el cañón volvió a dejar sentir su
poderosa e imponente voz.
¡Era la primera vez que se fundaba un imperio sobre la base
de la igualdad!
En el extremo del Campo de Marte se elevó un fúnebre
templo. La Convención marchaba hacia el altar. Todo el mundo
se descubrió y prestó atención. Se escuchó al presidente decir
estas nobles palabras: “¡Queridas cenizas, urna sagrada, yo os
abrazo en nombre del pueblo!”.
La muchedumbre se disipó con las primeras sombras de la
noche y esparcida por la hierba amarillenta del mes de agosto,
comió en familia lo poco que habían llevado. Todos volvieron a
París en orden y tranquilos, envueltos por la noche y el sueño.
¡Para cuántos hombres era esta la última fiesta! De la Comuna
que vino a continuación ¡qué pocos vivirían aún el 10 de agosto
de 1794! ¡Cuántos hombres de la Convención entrarían poco
después en esa urna de muertos, que ese bello hombre de
suaves palabras, Hérault de Séchelles acababa de apretar contra
su corazón!< Danton, Hérault, Desmoulins, Philippeaux,
vivirían sólo ocho meses más; Robespierre y Saint-Just, un año
escaso.
No había alegría. Unos estaban serios e inquietos. Otros
reían a carcajadas, pero cínicamente, como si experimentaran
una alegría criminal. La espontaneidad del pueblo no se dejaba
sentir por ninguna parte.
Había un organizador de la alegría pública y ese
organizador, en ciertos detalles, no parecía fomentar el respeto
ni siquiera hacia su propia fe: David. En los Italianos, había
elevado un pequeño arco de triunfo a las mujeres del 5 de
octubre, las que habían conducido a París al rey y al resto de la
realeza desde Versalles. Se les veía victoriosas, montadas sobre
los cañones conquistados. El pintor, para enfatizar los efectos
de este drama, eligió mujeres hermosas, modelos sin duda,
osadas y descaradas. Todo resultó inútil. El 5 de octubre (es lo
que le confiere santidad) había visto a unas pobres madres de
familia forzarse a dejar a sus hijos bañadas en lágrimas,
abandonar a sus pequeños hambrientos, y con valor de leonas,
devolver a París la abundancia junto con el rey. No eran
mujeres públicas las que podían reproducir esta gran historia.
Y si sólo la belleza era la diosa de aquella representación,
¿por qué no figuraba allí la hermosa Théroigne, la valerosa
liejesa que en aquel día memorable ganó para su causa el
regimiento de Flandes, destruyendo el apoyo de la monarquía?
¡Oh pobre Théroigne! ¡Vedla encerrada en la Salpêtrière, loca,
azotada y deshonrada en mayo de 1793! ¡Mujer adorada que se
convirtió en bestia inmunda! Murió a los veinte años, furiosa
por tantos ultrajes, por tanta ingratitud.
Otra persona parece olvidada en esta fiesta. ¿Cuál es? El
que la ha votado: la Convención. El ingenioso y sutil
organizador, para simbolizar el abrazo del pueblo reuniendo a
sus mandatarios, imaginó mostrar la Asamblea sin signos ni
otro distintivo que una cinta con la bandera tricolor, que
sujetaban los enviados de las Asambleas primarias. La
Convención parecía estar dominada. Por muy ligera que fuese,
esa cinta recordaba la reciente humillación de la Asamblea y su
cautividad del 2 de junio. Un escritor ha dicho de Luis XVI,
conducido a la fiesta del 14 de julio de 1792: “Tiene el aire de un
prisionero condenado por deudas”. Al menos no estaba atado.
Pero la Convención tenía su atadura visible; se le había
mostrado hasta el aspecto de sus grilletes.
Sin embargo, se cometió después el error de dejar en las
plazas las estatuas de David. Este no era hombre de
concepciones colosales, como convenía a los grandes
acontecimientos que debía representar. Sus estatuas, a pesar de
sus enormes dimensiones, no eran por esto menos frías y
secamente clásicas. Torpemente se dejó que se deslavaran en su
sitio con las lluvias del otoño; pronto tomaron un aspecto
espantoso bajo este clima antipático, frío, lluvioso. Mostrar así
la estatua de la Libertad, a los pies del patíbulo, era un crimen
en realidad, un crimen contrarrevolucionario. La muchedumbre
le tomó rabia a la estatua. Parecía un Moloc devorando
hombres. Aquella molesta imagen que caló bien hondo en el
alma de nuestros padres, calumnió a la Libertad en nuestros
corazones. Mientras florecía joven, espléndida e invencible en
Wattignies, Dunkerque y Fleurus, aquí, horrible y arruinada,
espantaba las miradas.
1793)

Los anglo-austríacos marchan juntos hacia París (3-18 de agosto).—


Barère hace entrar a Carnot en el Comité de Salvación Pública (14 de
agosto).—Oposición de Robespierre.—Éste acusa de traidor al Comité.

La guerra de la coalición cambiaba de carácter y más


amenazaba ser una venganza del fanatismo que una guerra
política. El aliento de la emigración traía, muy a su pesar, a los
helados generales de Inglaterra y Austria. Las instrucciones de
los gabinetes les ordenaban combatir aparte. Las ardientes y
exaltadas súplicas de los emigrados les decían que combatieran
juntos. Desde Londres y Viena escribían los ministros: “Armad
vuestras manos y ocupad vuestros puestos”. Pero los
emigrados rodeaban York, Cobourg, pedían, suplicaban y les
empujaban hacia París. Los ministros exigían Dunkerque y
Cambrai. Los emigrados mostraban la torre del Temple y
decían: “La Revolución es impotente, retrocede. Hace ya tres
meses que trabaja estérilmente para la creación de un buen
gobierno. Avanzad pues. Ahora o nunca”.
Los emigrados corrían el riesgo de vencer, es decir, de
matar a la Patria, para su eterna deshonra. De Maistre les ha
dicho: “Desgraciados, felicitaos de haber sido combatidos por la
Convención. ¿Hubierais deseado una Francia destruida y
disgregada?”.
Era el momento preciso en el que se consumaba el gran
crimen del siglo, el asesinato de Polonia. ¿No correría Francia la
misma suerte? Dos pueblos parecen estar cerca de desaparecer
juntos, dos luces del mundo palidecen y van a apagarse< ¡y
con ellas la libertad!< Se siente la proximidad de la gran
noche< ¡Pronto la humanidad irá propinando latigazos, con los
ojos destrozados como un nuevo Sansón ciego!
Valenciennes, que se había entregado ella misma al
enemigo, se convirtió en un extraño hogar del fanatismo. Los
traidores que abrían las puertas de la ciudad quisieron matar a
nuestros representantes, valiéndose del pueblo; los emigrados
acechaban a la salida para asesinarlos. La población estaba
infestada de curas y frailes de todas las órdenes, como no lo
había estado en épocas anteriores. Todo este extraño
contingente llenaba las iglesias, donde continuamente se
cantaba el Salvum fac Imperatorem. Las mujeres lloraban de
alegría y agradecían tantas mercedes al Señor.
El 3 de agosto se celebró un gran consejo. York cedió. No
podía luchar ya más contra tantas instancias y con la emoción
que flotaba en el aire. Se metió las instrucciones en el bolsillo y
se unió a los austriacos. El general comanditado del banco y de
la tienda se transformó en caballero y se lanzó a la cruzada.
Este buen hombre de York era hermano del rey de
Inglaterra. Tenía seis pies de estatura, era valiente y débil de
carácter al mismo tiempo. Tenía por costumbre (cuando comía
en casa de su amante) beber tras la comida, diez botellas de
claret. Las bellas damas realistas de Valenciennes estaban locas
por él y le abrazaban: el pobre gigante no podía defenderse. El
oro inglés, que entraba a raudales, ponía el colmo al
entusiasmo. Se oía decir frecuentemente: “Sólo este gran
hombre, este buen duque de York, puede salvar el reino”. York
acabó diciendo como los demás: “Or now, or never: Ahora o
nunca”.
La masa enorme de ingleses y austriacos se encamina hacia
el Mediodía. Detrás vienen los holandeses. En la vanguardia
evoluciona coruscante y furiosa la caballería, compuesta por
emigrados, prebostes y jueces que quieren tomar al asalto la
Convención. Se creía que el torrente se detendría en Cambrai,
pero los bandos avanzados continuaron hasta Saint-Quentin.
Evacuamos la Fère a toda prisa y nada quedaba ya entre el
enemigo y París. El ejército del Norte, compuesto por 40 o
50.000 hombres, algo menos de lo que se suponía, por medio de
una sagaz maniobra pudo evadir el choque con el enemigo.
¿Resistiría Francia? ¿Y quién dirigiría la resistencia? Todos
parecían echarse atrás ante semejante responsabilidad.
Encontrábamos hombres dispuestos a desafiar el fuego de las
baterías. En cambio, no había ninguno que estuviera dispuesto
a desafiar a la prensa y a los clubs.
El día 1 de agosto el Comité de Salvación Pública había
retrocedido ante la terrible palabra gobierno, pronunciada por
Danton. Todo lo rechazó. No quiso ni la dictadura ni el estado
legal de la responsabilidad republicana.
¿Dónde estaba esta responsabilidad? Por todas partes y en
ninguna. Los ministros la declinaban. Los representantes, que
estaban entonces en el desempeño de misiones, no podían
aceptarla en su lucha con los ministros. Todo el mundo, pues,
pronunciaba una frase que era una gran equivocación: “La
Convención es quien gobierna”.
¿Qué se podía hacer? ¿Destruir esta fatal visión y crear un
gobierno provisional? Pero esta nueva Asamblea habría sido
peor; este gobierno, bajo los ataques de la prensa hebertista, no
habría durado más de dos días.
La Convención decretó el 24 de junio que una vez aceptada
la Constitución por los departamentos, se fijaría la fecha para
convocar a las Asambleas primarias.
La Francia girondina contaba con ese decreto y a ese precio
votó la Constitución. Nantes lo había dicho en voz alta. Lyon,
Marsella y Burdeos se hallaban en plena resistencia. Si se les
quería unir no había que disolver la Convención, sino
garantizar que un día se disolvería y dejar claro que la
Convención no pretendía eternizarse.
Ese fue el punto de vista de los conciliadores, de los
dantonistas.
Lacroix pidió el 11 de agosto que la Convención decretase,
no la convocatoria a las Asambleas primarias, sino una
investigación previa sobre la población electoral, medida hábil
y dilatoria que calmaba los ánimos sin comprometerse a nada.
Y a pesar de ser dilatoria, advertía a la autoridad de que no
era eterna, se sacudía su modorra. Requirió al Comité de
Salvación Pública a ser o a no ser y a que no se comportase
como un rey holgazán, en definitiva, a actuar y arriesgarse, si
no quería ser arrastrada junto con la Convención.
La amenaza surtió efecto.
El mismo día 11 de agosto el Comité comenzó a funcionar
seriamente. Desde este día cambió su existencia, osando, sin
temor a Bouchotte ni a sus jefes hebertistas, tomar las riendas
de la guerra. Envió a Carnot con todos sus poderes para dirigir
el ejército del Norte.
¿Quién infundió la audacia al Comité? El miedo ante la
unión de los ejércitos enemigos, la venganza próxima de los
emigrados.
El más miedoso de los hombres del Comité (y el único), era
Barère, y él fue quien tuvo la más clara visión del peligro y fue
más sagaz que nadie para evitarlo.
Barère era el mentiroso oficial del Comité. Había puesto
hasta entonces de relieve una poderosísima imaginación para
inventar ejércitos puestos al servicio del país. Simuló una vez
una batalla en que los vendeanos murieron en número de
cuatrocientos mil, en veinticuatro horas. ¡Horrible! Sin
embargo, no se consolaba ni con sus propias mentiras.
Su miedo le hizo comprender que los medios de Danton
operarían demasiado tarde y que los propuestos por
Robespierre no harían efecto alguno. Danton quería el
levantamiento en masa, poner a toda la nación en pie, esfuerzo
verdaderamente gigantesco que no se consiguió hasta
noviembre, es decir, cuando ya éramos triunfadores.
Robespierre no proponía más que castigar a los traidores y cundir
con el ejemplo.
Mantenerse ahí era igual que esperar al enemigo, como
hizo el senado romano, para morir en su silla curul. Y a Barère
no le apetecía nada esto.
Todos los jefes de la Revolución tenían un punto de vista
elevado y noble, que cada vez se iba volviendo más real y al
que nos iremos aproximando poco a poco en el futuro: todos los
hombres son aptos para todo. Un sincero patriota puesto ante el
peligro, debe encontrar en su corazón luces para suplir a la
ciencia, una segunda vista para salvar a la Patria. Sienten un
menosprecio absoluto por la especialización, el oficio y la
técnica.
Barère, más positivo e iluminado por el sentimiento de
conservación, no dudó en llamar al médico ante aquella terrible
enfermedad que amenazaba con ser mortal. Y no se fió de
cualquiera. Llamó a Carnot y a Prieur, de la Côte-d’Or.
Para ello hacía falta verdaderamente una doble visión (que
a veces la proporciona el miedo). Carnot no tenía ninguna de
las condiciones que exigía Barère.
Era evidente que era un hombre honrado. Barère no lo era.
Tampoco es que fuera deshonesto. Ni lo fue ni lo dejó de ser.
Fue un intrigante encantador e improvisador del Mediodía.
Carnot se distinguió por llevar a cabo misiones útiles y sin
proezas.
Se le conocía en la Convención por los decretos sobre
fabricación de picas y demolición de plazas inútiles.
Había dirigido los trabajos del campo de Montmartre en
1792, de los cuales se burlaban los militares.
Era muy trabajador y sentía gran curiosidad por todo; iba a
trabajar voluntariamente al antiguo Comité de Salvación
Pública.
Oficial de ingenieros, había mostrado en Furnes gran
resolución y valor empuñando el fusil.
No había en el mundo mejor hombre. Muy joven todavía y
ya casado, puntual, se dedicaba a ir a toda prisa de la calle
Saint-Florentin (donde dormía) a las Tullerías y al Comité,
donde registraba las antiguas carpetas de Grimoard, el hombre
de Luis XVI, sabio general, amante del estudio.
La doctrina general de Grimoard, Carnot y de muchos
otros era también la del levantamiento en masa. Son axiomas
generales que no son nada hasta que no se aplican. Sólo
Federico el Grande pudo usarlos en la guerra de los siete años,
cuando rodeado como un lobo en un círculo de enemigos, llevó
aquí y allá, rápidamente, poderosas masas que combatían en
distintos puntos al mismo tiempo.
Este alemán, obligado por la necesidad a ser ligero, aplicó a
la guerra y a la ciencia de la guerra esta idea instintiva y simple
que la naturaleza enseña a todo ser que se halla en peligro.
“¿Qué hacer entonces?”, preguntó Barère. “Imitar al gran
Federico. Tomar del Rin lo necesario para fortalecer el ejército
del Norte y asestar un gran golpe”.
¿Era la situación tan semejante que permitiera imitar al
memorable monarca? Perseguido por Austria y Francia, no lo
era tanto por Rusia, de suerte que podía retardar la defensa
contra el ataque de esta para dedicarse a la defensa frente a las
otras dos.
Era muy dudoso que se pudieran abandonar impunemente
las posiciones del Rin en 1793. Los prusianos, libres finalmente
del sitio de Maguncia, se unieron a los austriacos. Sus armadas
desbordaron a la vez las líneas inmensas y amenazaron la
frontera. Todo el mundo huyó de Alsacia. El ejército del Rin
estaba en plena retirada y retrocedía lentamente. Si no pereció
bajo la masa espantosa de alemanes se debió, no a la pericia de
sus generales Custine, Beauharnais y otros, sino a la aptitud de
algunos oficiales inferiores, Desaix, Gouvion Saint-Cyr, quienes
cada día en la retaguardia se dejaban aplastar a propósito para
proporcionar un día más de retirada al ejército.
¿Habrían podido salvar la masa de este ejército si los
prusianos hubiesen secundado seriamente a los austriacos?
¿Por qué Prusia trabaja débilmente? Porque esperaba a que
se realizase la división de Polonia.
Todo esto se sabe ahora, pero Carnot entonces no podía
saberlo; y obró como si lo supiera, jugándose la cabeza.
Audazmente propuso que a los ejércitos del Rin y del Moselle
se les retirasen treinta y cinco mil hombres, precisamente
cuando los prusianos reforzaban el ejército aliado, haciéndole
ascender a cuarenta mil. ¡Qué retahíla de acusaciones le
esperaba si no salía victorioso! Ninguno de los generales
guillotinados entonces hubiese resultado más sospechosamente
traidor. Hoy incluso nosotros mismos nos sentiríamos
incómodos al dar nuestra opinión.
Carnot se comportó de modo heroico, arriesgando su vida
y su memoria. Hay que decir que incluso Barère tuvo un
arranque de audacia cuando arrojó a Carnot ante el Comité.
También comprometió su cabeza.
No solamente era la medida peligrosa para el ejército, sino
para París mismo, donde el Comité libraba una batalla
importante: subordinar a Bouchotte, reducir la tiranía de los
hebertistas y convertirse en lo que quería Danton: en un
gobierno.
Había en el Comité dos dantonistas, Hérault y Thuriot,
quienes para que el Comité se convirtiera en gobierno apoyaron a
Barère. Couthon se apoderó de la palabra de Danton, y Saint-
Just, que amaba los actos de audacia, por poco simpático que le
fuese Carnot parece que aceptó su heroica proposición.
Lo difícil era conducir a Robespierre a desafiar a la prensa
hebertista, a tocar el sacrosanto ministerio de la guerra, a irritar
a la jauría del Padre Duchesne. No se trataba allí ni de partidos ni
de opiniones: era una cuestión de dinero. Con sólo llamar para
que ejercieran vigilancia en el ministerio a Prieur y a Carnot, se
abría una ventana en la misteriosa caja. Robespierre creyó
siempre que había de llegar un día en que podría seguir de
cerca a esos bribones. Pero los hebertistas eran aún muy fuertes.
En una mañana podían arrojar sobre Robespierre seiscientos mil
ejemplares en que se le insultaría, como lo hicieron en octubre
contra Danton. Si no hubiesen osado atacarle habrían trabajado
contra él fuera de la prensa. Esta gran autoridad moral de
Robespierre, esta posición sacerdotal dentro de la Revolución se
formó en cinco años y estaba intacta. Era su reputación
delicada, como la de una mujer, que se pierde a la menor
insinuación.
Había también otros peligros. Carnot no era jacobino y
jamás puso los pies en aquella sociedad. En estas circunstancias,
¿los jacobinos se colocarían junto a Hébert contra el Comité?
Robespierre tenía una cualidad instintiva, quizás profética:
la antipatía al militarismo. Aborrecía la espada. Anunció que las
libertades nacionales se perderían por la enfermedad nacional:
el culto a la espada.
Barère podía colocar frente a esta antipatía la poco militar
figura de Carnot. Tenía este el aspecto de un cura bueno y
sencillo. Más tarde los valerosos soldados de la era imperial no
salían de su asombro viendo las medias azules, la burguesía de
calzón corto a la que pertenecía el célebre director de los catorce
ejércitos de la República, el organizador de la victoria que con su
valor y su talento supo obtenerla personalmente en Wattignies.
A pesar de todo, había un detalle que le hacía antipática la
figura de Carnot a Robespierre, y es que había protestado contra el
31 de mayo. Otros protestaron también, pero se retractaron.
Carnot perseveró en su culto por la legalidad. Este culto le hizo
cometer una gravísima falta durante el mes de fructidor, por la
que hubiera perecido la República, inmolando la justicia por su
respeto a la ley.
Carnot forzó la puerta del Comité, pero había entre ellos
una hostilidad incurable. A Robespierre jamás le consoló el
triunfo de Carnot. Pensaba que era demasiado indulgente, poco
firme. Adivinó, y con razón, que en sus oficinas empleaba
hombres útiles, pero poco republicanos. En distintas ocasiones
se le encontró con la mirada fija sobre los mapas trazados por
Carnot, triste, derramando lágrimas que acusaban
amargamente su propia naturaleza, su incapacidad militar.
Carnot no tenía cerca de sí más que un empleado llamado
Aubigny que dirigía casi solo los movimientos de todos los
ejércitos y al que no informábamos de nuestras victorias.
Sea cual fuere la repugnancia del Comité, ante los peligros
de nuestras fuerzas envió el día 11 a Carnot con sus poderes al
ejército del Norte. El día 14 se le agregó Prieur, de la Côte-d’Or.
En la noche del 11 Robespierre fue derecho del Comité a los
Jacobinos. Bien porque toda oposición a sus sentimientos le
parecía traicionar a la República, bien porque su sombría y
enferma imaginación le hiciera ver realmente que sus colegas le
traicionaban, o bien porque temía a Prusia y quiso lavarse las
manos ante un acto tan declaradamente hostil a los hebertistas,
Robespierre lanzó contra sus colegas una diatriba espantosa, de
forma inesperada y brusca, al terminar un discurso en el que se
esperaba otro final.
Precisamente ocupaba la presidencia el hombre más
interesado en las denuncias hechas por Robespierre. Era Hébert
quien presidía y quien más de una vez apoyó y animó al orador
cuando se le interrumpía con murmullos.
Robespierre habló durante algún tiempo sobre el siguiente
texto. “Siempre es Dumouriez quien dirige nuestros ejércitos;
hemos sido traicionados, vendidos”. Después atacó a Custine
exageradamente: “Ha asesinado a trescientos mil franceses.
¿Será declarado inocente el asesino de nuestros hermanos? Es
capaz Custine de asesinar a la raza humana. Para él el mundo
se debe componer de tiranos y de esclavos”.
Viendo después a los jacobinos encolerizados, enfurecidos,
dijo: “Mi más importante revelación se me iba a escapar. Llamado
contra mi deseo al Comité de Salvación Pública, he visto cosas
que jamás hubiera podido suponer. Hay traidores en el seno
mismo del Comité, gente que trabaja contra los intereses del pueblo<
Quiero separarme del Comité< No quiero ser el miembro
inútil de una Asamblea que va a desaparecer. Nada puede
salvar a la República si se adopta el proyecto de disolver la
Convención< Depurada ya esta, se pretende ahora que la
suceda otra con enviados de Pitt y de Cobourg”.
Así pues presentó la proposición de Lacroix (Investigación
sobre el cuerpo electoral), de suerte que parecía como una orden
inmediata para disolver la Convención.
Los periódicos, incluso los más favorables a Robespierre,
no publican íntegro el excéntrico discurso pronunciado por
este. Hérault y Lacroix exigieron explicaciones de la
Convención. Hérault recordó que los poderes del Comité de
Salvación Pública habían expirado el 10 de agosto. Lacroix
pidió que el Comité, que contaba con la confianza que en él tenía
depositada la Asamblea, se renovase durante un mes. La
Convención no solamente acordó esta renovación, sino que
para después dio al Comité señales de una confianza absoluta,
obligándole entre otras cosas a aceptar cincuenta millones que
había rechazado el 1 de agosto.
Éste era el carácter dominante de tan violenta situación. A
pesar del terror en la prensa, a pesar de la repugnancia
invencible que Robespierre sentía por la responsabilidad
gubernamental, la necesidad constituyó el gobierno. El Comité,
completado en septiembre, muy a su pesar suyo se convirtió en
rey.
(11 7 1793)

Impulso de los federales que arrastran a los jacobinos.—Danton


secunda el deseo de los federales.—Francia aparece como pueblo
militar.—Aumenta la estima de Europa hacia Francia por el sitio de
Maguncia.—¿Traicionó Custine?—Carnot, como Custine, creyó que
Prusia actuaría poco.—Carnot adivina a Jourdan.—Hache y
Bonaparte.—Victoria de Dunkerque.

“¡El pueblo francés en pie contra los tiranos!”. Ésta era la


inscripción que llevaban las banderas de los batallones
reclutados por la Requisición. Resume el poderoso esfuerzo
hecho en 1793.
La iniciativa no pertenece ni a la Asamblea, ni al Comité de
Salvación Pública, ni a la Comuna. Los lamentables resultados
que obtuvieron, al igual que el levantamiento en masa, que
desde hacía cuatro meses se buscaba en la Vendée, hicieron
creer que esta medida era muy poco útil.
Es lo que dijo Robespierre el día 15 en los Jacobinos y
también Chaumette. Este movimiento contrariaba a los
hebertistas, hasta entonces dueños de la guerra. No osaron
oponerse. Hébert no habló, pero hizo hablar a Chaumette.
La Comuna, que estableció en los Jacobinos a los federales
que acudieron a la gran fiesta, hizo algo muy diferente de lo
que creía haber hecho. Lejos de que los federales siguiesen la
política jacobina, los jacobinos ganaron en entusiasmo a los
federales. Estos, verdadera flor del patriotismo que envió la
Francia conmovida, acogidos, abrazados por la Convención,
embriagados del entusiasmo de París, dieron a los jacobinos un
nuevo carácter. En una atmósfera tan caliente, el sacrificio
completo de un pueblo, el armamento, la partida de veinticinco
millones de hombres, Francia entera convertida en un solo
guerrero, esta gran y poética aspiración parecía una causa
simplísima. Royer, cura de Châlon-sur-Saône, quería que los
aristócratas marchasen en primera línea contra el enemigo. El
levantamiento en masa se acordó con entusiasmo en los
Jacobinos y ante tal demostración Robespierre no prosiguió en
su proposición; encargó a Royer que redactase su proposición a
la Convención.
Interrumpidos todos los trabajos, incultos los campos, la
acción entera de la sociedad en suspenso, todo daba el carácter
de un espectáculo nuevo. La Asamblea creyó que era su deber
estudiar profundamente la situación. El Comité de Salvación
Pública quiso dilatar la proposición. Danton insistió y de nuevo
se convirtió en el orador y la voz del movimiento popular.
Formuló todas las grandes medidas, obligando a que se
votasen.
Era Danton un espíritu demasiado positivo como para creer
que esta gigantesca operación finalizaría a tiempo. En efecto, las
dos victorias que nos salvaron (7 de septiembre y 16 de octubre)
las obtuvieron por distintos medios, con tropas formadas que se
llevaron al ejército del Norte. La Requisición contribuyó tanto o
más a la victoria por su poderosa fuerza moral. En esas
memorables batallas sintieron que esa poderosa retaguardia
estaba formada por toda la nación, que estaba allí en pie para
apoyarles; no tuvieron junto a ellos a las masas del pueblo, pero
sí su fuerza, su alma, su presencia real y la divinidad de Francia.
El extranjero se percató de que ya no era un ejército el que
atacaba: bajo el peso de sus golpes reconoció a Dios.
He aquí el texto del decreto:
“Todos los franceses se encuentran en estado de requisición
permanente< Los jóvenes irán al combate; los casados forjarán
armas y transportarán las subsistencias; las mujeres harán
tiendas, trajes, servirán en los hospitales; los niños prepararán
las hilas para los heridos; los viejos animarán a los guerreros
manteniendo latente el odio contra los reyes y el amor a la
unidad de la República”.
Todo esto formaba parte del espíritu apasionado y alentaba
la idea del levantamiento en masa. El efecto moral ya se había
dejado sentir. Un artículo volvía sobre lo verdaderamente útil:
“Los ciudadanos solteros, de dieciocho a veinticinco años,
marcharán en primera fila”.
¿Quién levantaría la Requisición? ¿Las comunas? ¿Los
agentes ministeriales? No hubiese sido más rápido que para los
trescientos mil hombres votados en marzo, que no habrían
dado casi nada.
Danton, ante las desconfianzas demostradas por algunos,
dijo que el verdadero patriotismo consistía en fiarse de Francia.
Nadie la representaba entonces tan enérgicamente como
aquellos federales de las Asambleas primarias, exaltados y
templados en el fuego del 10 de agosto. Robespierre no quería
que se fiase nadie de ellos. Dijo en los Jacobinos que no se
podían conceder ese tipo de poderes a unos desconocidos.
Danton pidió por el contrario, que la Asamblea les diese un
amplísimo voto de confianza, una misión delicada, la de la
requisición bajo la dirección de los representantes. “Por este
hecho sólo estableceréis en el movimiento nacional una unidad
sublime”. Quedó aprobada la proposición.
Las fraguas en las plazas, talleres improvisados, donde se
construían mil fusiles en un día; las campanas, descendiendo de
sus torres para tomar otro tono y lanzar al espacio formidables
voces; los féretros fundidos para fabricar balas, los sótanos
roídos por el salitre; Francia arrancándose sus entrañas para
machacar al enemigo: todo ello conformaba el mayor de los
espectáculos.
Espectáculo que era sin embargo, completamente distinto
al de 1792, el de una acción firme, seria y fuerte, más que
entusiasta. Lo que eleva el carácter patriótico del 92 es la
partida de los voluntarios. La palabra que definió el 93 fue
requisición.
Parece que esta cuestión sea superficial y sin embargo se
presenta aquí fuerte como el destino. El extranjero había dicho:
“Dejemos que se disipen los humos; mañana, descorazonados,
dejarán caer la espada por su propio peso”. Y ocurrió todo lo
contrario, pues la nación por primera vez apareció
verdaderamente militar, con o sin entusiasmo, pero heroica.
Esto se vio por primera vez en Maguncia. Esta espada que
creíamos que había caído de las manos del pueblo, este la
empuña, la agarra y se la pone en el corazón: “¡Ven a mí, mi
prometida!”. Fiel, le sigue hasta el Nilo, hasta el polo. Por
mucho que se dispersen sus huesos esta espada fiel permanece
ahí, sobrevive a los naufragios de sus ideas y de su fe< ¡Oh,
pueblo! ¿No eres entonces más que una espada?
Volvamos a ello. Sí, 1793 fue muy grave, la dictadura del
pueblo y los federales elegidos por él que actuaban a las
órdenes de sus representantes. Estos federales, que eran gente
sencilla, muchos de ellos campesinos, ¿tendrían una autoridad
lo suficientemente eficaz, decisiva y rápida como para llevar a
cabo este gran acto, no solamente para levantar a los hombres,
sino también para nutrir el ejército, para realizar las
requisiciones? ¿Sería necesario usar recursos de terror?
Para inutilizarlos había que hablar de ello. Es lo que hizo
Danton de maravilla: “¡Que tengan muy claro los ricos, los
egoístas, que sólo abandonaremos Francia tras haberla
devastado y arrasado! ¡Deben saber que ellos serán las primeras
víctimas! ¡Desgraciados! Más perderíais por vuestra esclavitud
que lo que daréis para inmortalizar la Libertad”. “¡Que no se
conceda ni una gracia más! —decía aún otro día—. ¡Que
mueran los conspiradores bajo la espada de la ley!”. Y
señalando a los federales que estaban en la barra dijo: “¿Sabéis
lo que buscan en vosotros esos valientes federales? ¡La
iniciativa del Terror!”.
Había un acontecimiento que podía generar esperanzas. El
sitio de Maguncia, fuese cual fuese su desenlace, había
mejorado la situación de Francia en la opinión de Europa.
¿Quién hubiera podido creer que la guarnición de esta plaza,
abandonada, rodeada de poderoso atrincheramiento enemigo,
bajo el fuego de la más potente artillería, teniendo al frente el
ejército prusiano, entonces el primero de Europa, y el rey de
Prusia en persona, quién hubiera creído, repetimos, que esta
guarnición hubiese podido detener cuatro meses la marcha del
enemigo? El bombardeo fue horroroso. Kléber dijo después:
“He vivido allí cuatro meses bajo una bóveda de fuego”.
Los generales Kléber y Dubayet, no contentos con rechazar
los ataques, hacían también salidas peligrosas y una noche casi
raptaron al rey, que se hallaba rodeado por su gran ejército. El
representante del pueblo, Merlin de Thionville, cada vez que
hacían una salida se batía como un león. Esta frase también es de
Kléber.
El ilustre Meunier, de la Academia de Ciencias, general de
ingenieros, murió en un combate nocturno al frente de nuestras
columnas. Los prusianos, que admiraban mucho a este pequeño
ejército, suspendieron el fuego durante los funerales, uniéndose
así al luto de Francia.
Desde el 26 de abril, Custine, general de nuestro ejército en
el Rin, nada pudo hacer y se le autorizó a que rindiera la plaza.
Custine lo rechazó heroicamente.
Esta fervorosa, ardiente e invencible resistencia, provocó en
Europa un sentimiento de admiración incluso en los mismos
reyes.
Incluso la resistencia cesó a causa de la humanidad de los
nuestros, que habían intentado expulsar a las bocas inútiles
pero que al verlas retroceder bajo el fuego de los ejércitos, no
fueron capaces de dejarles morir, les hicieron volver y pasaron
hambre. Había que gestionarse bien puesto que las
subsistencias iban a faltar. Si hubiésemos aguantado hasta el
último día nos habríamos entregado a discreción y se le hubiese
habría al enemigo un núcleo admirable del ejército: dieciséis mil
de nuestros mejores soldados, de los que aplastaron a la
Vendée.
Cuantos soldados nuestros combatieron en Maguncia
merecen una corona de laurel. Por la ridícula acusación de
Montant y de otro, se detuvo a los jefes y después se quiso
procesar a Kléber y a Dubayet. Merlin hizo enrojecer a la
Convención. Por lo demás, era principalmente contra él, en
tanto que amigo de Danton, contra el que se había organizado
el golpe.
Hacía falta una víctima expiatoria, y lo fue Custine. Custine
no era inocente, pero no obstante no había traicionado.
Aristocrático por opinión y por temperamento, duro en su
mando, Custine acusó injustamente a Kellermann y a otros.
Después amenazó a algunos patriotas alemanes con arrestar al
presidente de la Convención de Maguncia. Ya sólo esta
conducta merecía un ejemplar castigo.
Custine quiso en determinadas ocasiones la ofensiva, pero
al no poder verificarla quedó perplejo. Más parecía diplomático
en la guerra que general. Amenazó una vez a los prusianos e
invitó a Maguncia a que capitulara sin tener fuerzas para
guarnecer esta plaza.
En el estado de debilidad y desorganización en que se
encontraba el ejército, lo arriesgaba todo. No hubiese podido
dar un paso contra los prusianos sin que Austria se
aprovechase de ello, sin que el fogoso Wurmser le tomase por
un flanco e inundase Alsacia.
Custine, en realidad, no osó defenderse. No se atrevió a
decir lo que Gossuin había dicho el 13 de agosto en la
Convención, lo que Levasseur y Bentabole aún escribían a
finales de septiembre: El ministerio de la guerra no hace nada por
poner a nuestros ejércitos en situación de actuar.
Ya no volvió a repetir esa frase. Tuvo miedo después a los
clubs y a la prensa. Se aceleró el juicio; se temía que una parte
del ejército lo tomara a su favor. París vivía en agitación
continua. Los jurados sufrieron una silba de los realistas y las
amenazas de los jacobinos. Custine pereció el 27 de agosto, el
mismo día en que los realistas entregaban la plaza de Toulon al
enemigo.
Los actos sospechosos de Custine habían sido dictados por
una idea suya, justa en el fondo, y que la paz de Bâle debía
confirmar: que Prusia odiaba a Francia menos que ésta a Austria<
Desde los primeros días de julio Prusia había escrito a la
República francesa pidiéndole el intercambio de prisioneros. De
todas las potencias era la única de la que podría esperarse que
se separara de la coalición.
Ésta era una verdad evidente y fue la que guió a Carnot.
Creyó que Prusia actuaría, pero ya tarde, y se aventuró de tal
modo que hubiera sufrido las mismas acusaciones que Custine
si no hubiese triunfado: redujo el ya debilitado ejército del Rin.
Juzgó a la coalición como una partida de ladrones que no
tenían más idea común que la de robar, pero ajustándose cada
cual a proceder según su carácter.
Quince días duró la alianza de ingleses y austriacos, del 3 al
18. El 18 se recibió la separación de York y Cobourg firmada
por Pitt, quien acababa diciendo: “Quiero Dunkerque”.
La misma división marchó sobre el Rin. El 14 de agosto
apareció en la prensa el acta por la cual Rusia se adjudicaba
media Polonia. Prusia reclamó su parte y aplazó dos meses más
la cooperación que esperaban Austria y los emigrados que
estaban en el Rin. Carnot, pues, tuvo razón. Esto se pudo
comprobar antes de que se disparase ningún fusil.
El Comité le demostró una confianza sin reserva. Consiguió
que la Convención prohibiera a los ministros enviar a los
ejércitos esos agentes especiales que neutralizaban la acción de
los representantes del pueblo. Osado golpe que sometía al
ministerio. Los hebertistas no osaron gritar, pero obligaron a
hablar a Robespierre, quien defendió a su ministro, lamentando
en los Jacobinos la promulgación del decreto del 23 de agosto
por parte de la Convención.
Carnot encontró al ejército del Norte en un estado
imposible de describir. No existía ni material, ni subsistencias,
ni equipo. Toda administración había desaparecido.
Precisamente en noviembre encontró Robert Lindet las cosas en
este mismo estado de descomposición, y con enérgicas y
afortunadas medidas concentró toda autoridad, dando
igualdad y forma a los movimientos.
Las fuerzas eran increíblemente desiguales. Entre estas
tropas se encontraban juntas las mejores y las peores fuerzas.
Entre esas tropas desorganizadas había fuerzas vivas,
admirables, los mejores soldados que jamás han existido. Todo
estaba, es cierto, escondido en los rangos inferiores. Carnot, que
fue una de sus glorias y que parecía tener dotes de adivino,
elevó a estos hombres dotados de verdadero valor de las filas
últimas a los primeros puestos.
Era una maravillosa ocasión para adivinar quiénes eran
capaces de luchar hasta la muerte por la patria. ¡Tanto amó la
patria este hombre, que ante esta muchedumbre en la que otros
hombres no habían distinguido nada, él consiguió descubrir
héroes!
La primera mirada le sirvió para descubrir a Jourdan.
La segunda a Hoche.
La tercera a Bonaparte.
Hoche era aún cadete en la columna que operaba en
Dunkerque. Jourdan, general de brigada, estaba fuera, en el
ejército de Houchard, y con él hombres que dejaron recuerdo de
su nombre. Entre ellos uno locamente intrépido, Vandamme, y
Leclerc, que después fue cuñado del emperador. Carnot les
escribió el día 20: “Pitt necesita a Dunkerque ante Inglaterra. El
honor de Francia va en esta batalla”.
El plan de Carnot fue comprendido. Consistía en coger a
los ingleses entre la población que asediaban, un pantano
inmenso y el mar. Enorme red donde la presa se había metido
ella sola. Al fondo estaba la ciudad de Furnes, en poder de los
ingleses, pero si nos hacíamos también con ella la red quedaría
cerrada.
El combate duró veinticuatro horas. El ejército francés era
secundado desde la plaza, desde donde Hoche hacía frecuentes
salidas. Hondschoote, fortaleza avanzada de los enemigos, fue
tomada y reconquistada por Hoche. Por un instante cayó en
nuestro poder un hijo del rey de Inglaterra. El representante
Levasseur, a cuyo caballo mataron, dudaba aún más que
Houchard. Jourdan, Vandamme y Leclerc obligaron a los
ingleses a una retirada por las dunas. El duque de York levantó
el sitio y se retiró en buen orden. Todo el mundo se indignó.
Houchard pagó con su vida. Se vio desde luego que una
victoria obtenida a base del esfuerzo desarrollado
progresivamente en veinticuatro horas no podía tampoco durar
mucho; York parecía estar atrapada en una red; pero aún
seguíamos sin tener Furnes, que era el objetivo último.
Completa o no, esta victoria cambió el aspecto de las cosas.
El abandono del sitio de Dunkerque, cincuenta cañones
capturados, la retirada de un ejército de élite, el ejército inglés
que pudo ser fácilmente ayudado desde el mar, todo esto causó
un extraño efecto en Europa.
Desde entonces todo se transformó. Parecía imposible que
Francia, que se creía convertida para siempre en impotencia y
caos, hubiera podido dar un golpe tan tremendo, tan seguro. Se
supuso lo que era cierto: que ya existía un gobierno. En París no se
decía palabra. ¿Quiénes habían sido vencidos? Más los
hebertistas que los ingleses, los imprudentes monopolizadores
del ministerio de la guerra.
Eran dueños de los clubs, de las secciones, de la Comuna,
de todos los órganos de publicidad. En los Jacobinos parece que
se juramentó la gente para hablar lo menos posible del triunfo
de Dunkerque.
( 1793)

Los realistas entregan Toulon a los ingleses.—Su descarada alegría en


París.

Se votaron grandes medidas de defensa interior. ¿Sería


necesario adoptar medidas de terror para que fuesen eficaces?
Danton mostró el rayo, hizo que se oyese, pero no lo lanzó.
¿Se ejercería el derecho conferido a los federales para
interceptar las requisiciones para alimentar y equipar a las
tropas? ¿Se realizaría el pago de las contribuciones atrasadas,
con los nueve primeros meses de 1793? Ésta era la cuestión.
Era de esperar que los ricos no se tomasen en serio el rayo
de Danton después de que fueran reprochados a los dantonistas
tantos actos de indulgencia. Terribles estos en sus palabras y en
sus medidas de carácter general, eran débiles en sus relaciones
particulares. Después del 10 de agosto ellos eran quienes
estaban a la cabeza del movimiento revolucionario, y este
habría abortado si una circunstancia imprevista no los hubiera
puesto en condiciones de que hasta los mismos indulgentes
votasen las leyes del Terror.
El milagro fue operado por los realistas, contra quienes
iban encaminadas las leyes. Ellos fueron quienes por medio de
un acto de traición monstruosa colocaron la mecha en la
pólvora, sumiendo a la Francia republicana en tal acceso de
furor, que los índulgentes tuvieron que subirse al carro del
Terror para evitar que este los aplastara.
El 27 de agosto, mientras los ingleses intentaban triunfar en
Dunkerque, a trescientas leguas de allí se les entregaba Toulon.
Toulon, nuestro primer puerto, arsenales y almacenes
inmensos, cantidades enormes de material almacenado durante
todo el reinado de Luis XVI, nuestras flotas reunidas para la
guerra de Italia, gran número de mercantes que no pudieron
fondear en el puerto de Marsella, las fortificaciones, reductos,
baterías, todo fue entregado villanamente a los ingleses. ¿Cómo
volver a recuperar todo esto? Cuando los ingleses se han
apoderado de una cosa, difícilmente la ceden. Hay que
arrancársela por la fuerza. Ejemplos de ello: Gibraltar y Calais.
Durante doscientos años conservaron Calais, sin que nos fuera
posible arrancárselo. Con Toulon y Dunkerque tenían dos
Calais; Francia estaba doblemente atada y amordazada. Por lo
tanto ya no era apenas necesario el desmembramiento. Más les
valía darnos un reyezuelo que fuera un prefecto de Inglaterra.
El 2 de septiembre Soulès, un amigo de Chalier procedente
del Mediodía, trajo la fatal noticia de Toulon, no al Comité de
Salvación Pública, sino a la Convención. De este modo tenía la
seguridad de que la noticia se conocería con toda su
abrumadora y amarga desnudez.
Esta noticia tenía la fuerza suficiente como para que se
guillotinara al ministro de marina y saltara el Comité de
Salvación Pública. Barère sostuvo que la versión no era cierta.
Algunos pretendieron que se arrestara al inoportuno revelador.
El ministro a la sazón era Monge, excelente patriota, gran
hombre de ciencia y de enseñanza, pero pobre hombre de
negocios, siervo de habladores y ladradores, como Bouchotte.
Muchas veces se le advirtió de las ligerezas que cometía, de las
que se arrepintió después con lágrimas en los ojos. Sin
embargo, ni él ni nadie imaginó la negrura de la traición
realista, el largo y profundo disimulo con el que los agentes de
los príncipes se hicieron pasar por violentos jacobinos. Sus
papeles en este asunto han sido perfectamente establecidos en
el folleto de uno de ellos, el barón de Imbert, publicado en 1814.
No se puede leer sin asombro con qué perseverante astucia
aquellos hombres, inclinados ante la realeza de los clubs,
reptaron hasta que el atolondramiento de los republicanos les
entregó la presa. “Llegué —dijo Imbert a comienzos de 1793— a
conseguir trabajo, me encargaba de una gran expedición para
frenar los impulsos, tal y como indicaban mis órdenes secretas,
las únicas que eran legítimas”.
Había en Toulon dos partidos: girondinos y realistas. Los
primeros eran débiles y violentos a la vez, como en todas
partes, y tomaban medidas contrarias; guillotinaban a los
patriotas y enviaban su dinero al ejército de la República. Los
segundos, más consecuentes, no podían dejar de ser los
dominadores. Llamaron en su auxilio a los ingleses, y estos,
escogidos jueces y árbitros entre los dos partidos, fallaron
imparcialmente como el juez de la fábula: dio un réspice a los
dos litigantes y se adjudicó Toulon.
Los representantes del pueblo, Pierre Bayle y Beauvais,
habían sido ultrajados cobardemente por los moderados,
obligándoles a hacer penitencia de calle en calle y en la iglesia
con un cirio en la mano. Tratados aún más bárbaramente por
los ingleses y arrojados a los calabozos, encontraron allí la
muerte. Beauvais murió allí de miseria y malos tratos; Bayle
abrevió sus días apuñalándose.
La gente, más prudente que nuestros realistas, habría
ocultado en París su alegría. Para frotarse las manos por la
ruina de Francia era al menos necesario que esta fuese cierta.
Esos dos golpes, Toulon y Dunkerque (los realistas creían que
lo mismo habían triunfado en Dunkerque que en Toulon), se les
subieron a la cabeza. ¡Un mundo de guerra y marina perdido en
tan sólo unas horas! ¡Lyon envuelto en un complot!
¡Comprometido el ejército de los Alpes! ¡Nuestros
representantes obligados a regatear con los soldados y a
subirles su paga! Estos signos universales de debacle les volvían
locos de alegría. Creaban canciones en referencia al
levantamiento en masa, que en la Vendée rozaba lo ridículo. Un
representante había dicho: “¿Qué hacer con este levantamiento?
¿Y quién me librará de él?”.
La locura de los realistas llegó hasta el extremo de que
fueron al Palais Royal a representar el triunfo de la reina. Se
veía en una habitación a una dama encantadora, prisionera
junto a su hijo (para evitar confusiones la torre era una copia de
la del Temple); la hermosa soberana era gloriosamente liberada
y entre los libertadores todo el mundo reconocía a Monsieur y
al conde de Artois.
Estos audaces atolondrados, como ya no perdían nada,
retomaban a bombo y platillo su ritmo de vida anterior al 89.
Elegantes coches que llevaban mucho tiempo en sus cocheras
habían salido y circulaban por las calles de París. Largas filas de
ellos se detenían a las puertas de los teatros. La obra de moda
era Pamela, drama sentimental y lacrimógeno, en el que el mejor
papel lo desempeñaban los ingleses (¡mientras nos asediaban!).
Toda alusión contrarrevolucionaria era pronto captada. Los
elegantes, valientes en el teatro bajo las miradas de sus amantes,
silbaban intrépidamente cuanto de cerca o de lejos fuese
favorable a la República. Un militar jacobino se atrevió a criticar
un pasaje realista y toda la concurrencia se lanzó sobre él. El
Comité de Salvación Pública cerró el teatro.
Todo esto era un puro juego. En la Conserjería se
representaba un drama más serio. Tan agudo era el
monarquismo de entonces, que atravesaba los muros. Ninguna
precaución impedía que se pudieran comunicar con la reina.
Desde de la muerte de Luis XVI había una conspiración
permanente para liberarla.
Cuando aún estaba en el Temple, un joven guardia
municipal, Toulan, nacido en el Mediodía, de temperamento
ardiente, se entregó de corazón a su reina; esta le escribió en
italiano alentándole: “Poco ama quien teme morir”. Toulan
amaba demasiado y pereció.
Fue trasladada a la Conserjería, pero no por esto dejó de
comunicarse con los de fuera. Por debilidad, por humanidad,
esperando recompensas, cometían traiciones cuantos la
vigilaban. La mujer del conserje Richard facilitaba la entrada de
los hombres que tramaban la evasión. El municipal Michonis,
administrador de policía, introdujo a un gentilhombre que
quería entregar un ramo de flores a la reina con una carta
dentro prometiéndole la libertad. Cayó la carta del ramo y la
reina sin inmutarse la recogió y dijo fríamente a sus guardias:
“Me vigiláis bárbaramente y no obstante encuentran la forma
de hablarme y yo de responder”.
El matrimonio Richard fue conducido a la cárcel. ¿Quién les
sucedería en la vigilancia de la reina? Precisamente un hombre
afecto a su persona. El conserje de la Force pidió pasar a la
Conserjería expresamente para ayudar a la reina. Se reanudaron
las comunicaciones.
La reina entregó un día sus guantes y un bucle de su pelo al
conserje, que había de entregarlos a otra persona. Estos objetos
le fueron sustraídos al conserje y entregados a Fouquier-
Tinville, quien a su vez los entregó a Robespierre.
Según leo en los Registros del Comité general de seguridad, la
hermana de la reina, la archiduquesa Cristina, envió a París a
un tal marqués Burlot y a una tal Rosalie Dalbert, a quienes el
Comité mandó arrestar el 20 de brumario (10 de noviembre).
Todo indica que los realistas preparaban un golpe, una
revolución de las secciones en favor de la reina en el mes de
septiembre.
Las verduleras de los mercados, generalmente realistas,
insultaban a los colores nacionales. Conseguían regalar y hacer
llegar a la reina algunos de sus mejores frutos. Luchaban
diariamente con las mujeres del barrio que se reunían en los
osarios de Saint-Eustache. La mayoría de ellas eran pobres
trabajadoras que cosían para el ministerio de la guerra y otras
administraciones y que no tenían ni la estatura, ni la fuerza, ni
los fuertes puños, de las señoras de la Halle. Cuando iban a la
Convención a pedir trabajo eran casi apaleadas y cuando
volvían por la calle de Prouvaires, recibían una lluvia de
piedras desde las ventanas. Los hombres del mercado
comenzaron también a inmiscuirse. Añoraban en voz alta “el
pan del rey”.
Las subsistencias llegaban lentamente y con dificultad;
todos temían la hambruna y ya sólo por el hecho de temerla, la
generaban. Tras el cansancio del día, los desdichados
trabajadores pasaban la noche haciendo cola en las puertas de
las panaderías. Las actas de las secciones más pobres de París
que tengo a la vista se resumen en muy pocas palabras,
desconsoladoras, que hacen sangrar el corazón: el hambre, la
escasez del pan, la ausencia de trabajo, el hecho de que todas las
familias hubieran perdido su sustento y ya no hubiera hijos
para ayudar a la madre; todos habían sido reclutados por los
ejércitos. Y muchas veces los maridos también se habían
marchado a la Vendée. Las mujeres, bien habían sido
abandonadas, bien se habían quedado viudas. Eran capaces de
matar a las puertas de los talleres del ministerio de la guerra
para conseguir alguna labor de costura; venían con sus hijos a
llorar a la sección.
Este enorme sufrimiento del pueblo constituía un fuerte
agarradero para los realistas. Varias eran las cosas que les
estimulaban, pero sobre todo la inercia y el desacuerdo que
reinaban entre las autoridades.
La Convención, casi en su totalidad, se hallaba
desempeñando misiones o en los Comités. En las sesiones
públicas apenas si se lograba reunir doscientos individuos. Los
jacobinos estaban en número inferior, y aún más después de la
partida de los federales. Robespierre, después de su
injustificado ataque a los dantonistas, se retiró en una situación
expectante que le dispensaba de toda iniciativa, de la
presidencia de la Convención y de los jacobinos. Sus votos
durante el mes de agosto fueron todos negativos. A la primera
proposición pidiendo que el Comité se convirtiera en gobierno
contestó: no. ¿Será conveniente una inspección del cuerpo
electoral? No (11 de agosto). ¿Gozarán los federados de poderes
ilimitados? No (14 de agosto). La misma respuesta da cuando se
pretende el levantamiento en masa, proposición hecha ante los
jacobinos para la renovación del ministerio (23). No se muestra
Robespierre positivo más que en dos cosas: la persecución de
generales y periodistas culpables y la aceleración de la
organización del tribunal revolucionario.
Todo fue así hasta la muerte de Custine (27 de agosto). Las
tribunas de los jacobinos estaban atestadas de gente turbulenta.
Realistas, anarquistas, una multitud sospechosa se apoderaba
del local para turbar las sesiones. Los jacobinos, poco
numerosos, se alarmaron, y a través de una medida que
mostraba todos sus temores, cerraron sus tribunas al pueblo y a
todo hombre que no fuese jacobino.
¿Qué hacía la Comuna? Viendo el movimiento se
complacía y se divertía. Estaba descontenta con el Comité de
Salvación Pública y quería aprovechar para emplear el
movimiento contra él. Había coronado el daño que había
infligido al ministerio de la guerra y a los hebertistas, zanjando
un gran proceso el día 24: ¡A quién entregaremos el ejército de
Maguncia! ¡El honor de acabar con la Vendée! ¿Entregó el Comité
ese ejército a Canclaux? No. Lo entregó a Ronsin y a Rossignol.
Gran crimen.
Hébert confiaba también en que las revueltas que se
preparaban habían de favorecer su venganza, matando al
Comité y asegurando a los suyos en el ministerio de la guerra,
así como la independencia del mismo y la realeza de París.
Todo esto enardecía a los realistas. En las secciones muchos
fueron los que tuvieron la idea de realizar un 31 de mayo y
estrangular a la República en nombre del pueblo.
La carestía de subsistencias era un magnífico pretexto.
Algunas secciones propusieron enviar al obispado para tratar
de las subsistencias, como había ocurrido el 31 de mayo. El
Comité, observando que la Comuna callaba, se asustó y creyó
que se perdía todo si se decidía que París, como toda capital en
guerra, “podría aprovisionarse por medio de requisiciones a
mano armada”. El Comité prohibió la asamblea; las secciones se
burlaron de él y se reunieron. El Comité no tuvo valor para
protestar y la autorizó (31 de agosto).
La Comuna comenzaba a pensar que quizás las secciones
reunidas trabajasen contra ella misma y se convirtieran en una
nueva Comuna. Chaumette quiso calmar a su sección (la del
Panteón), pero no fue escuchado.
En la sección del Observatorio se llevaron las cosas hasta el
extremo de proponer el arresto de Chaumette, del alcalde y de la
Comuna, en calidad de contrarrevolucionarios.
El alma de esta sección del país latín, era un latinista, el cojo
Lepítre, aventurero y hombre de brutales energías. Realista
furioso bajo su griterío jacobino, tuvo el cuidado de ingresar en
el consejo general para tener acceso al Temple. Era quien más
conspiraba para libertar a la reina.
La extraña proposición de arrestar a todos los magistrados
de París, es decir, hacer aún mucho más que el 31 de mayo,
resultó ofensiva para algunas de las secciones, pero desde luego
no lo fue para la mayoría de ellas. La Comuna, a fuerza de
permitirlo todo, de esperar, se hallaba ahora tan desbordada
que ni siquiera se atrevía a perseguir al autor de la proposición.
4 5 1793.—

Punto de partida del movimiento.—Movimiento del 4 por la noche.—


Situación embarazosa para los jacobinos.—Robespierre no acude el 5 a
la Convención.—La Comuna debió entenderse con los dantonistas.—
Cómo explota Chaumette el movimiento del día 5.—Triunfo de la
Comuna (5 de septiembre).

Justicia, terror, subsistencia, ¿no era todo esto suficiente para


provocar el movimiento si este era sincero? La Convención
creyó un deber proporcionarle alguna satisfacción.
Fue advertida el 1 de septiembre a través de una
comunicación enviada por los jacobinos de Mâcon a los de
París, pidiendo el ejército revolucionario, la guillotina
ambulante, la muerte de los girondinos y el máximo en los
precios de los géneros. Algo quisieron hacer los dantonistas.
Danton consiguió que se fijara el precio máximo del trigo y
Thuriot prometió el día 4 presentar al día siguiente una
proposición pidiendo que se acelerara la creación del tribunal
revolucionario.
El movimiento también seguía su curso. Los verdaderos y
falsos exaltados, anarquistas y realistas, preparaban entretanto
un golpe de muerte contra la Comuna y la Convención.
Por lo que podemos juzgar a través de las actas de las
secciones, da la impresión de que se hubiese actuado en primer
lugar sobre el sector más rudo del barrio de Saint-Antoine, el
menos inteligente, poblado de jardineros y hortelanos, a los que
se engañaba más fácilmente que a los obreros.
El movimiento partía de la lejana sección de Montreuil, una
especie de extrarradio encerrado en París51.
Montreuil impulsó al verdadero barrio, a los Quinze-
Vingts, la gran sección de los obreros, y arrastró a Popincourt
(apéndice del barrio y su tercera sección).
La palabra empleada para la recluta era breve: “Queremos
pan”.
El día 4, en nombre de la sección de Montreuil, se propuso
que al día siguiente al redoble del tambor se reunirían todos a
las cinco de la mañana en el arrabal, hombres, mujeres y niños,
sin armas, pero con orden, por compañías, para “ir a pedir pan”.
Los Quinze-Vingts añadieron a esto una proposición más
revolucionaria: “Que se envíen al obispado comisionarios con
poderes ilimitados”.
Todo esto se ejecutó por la mañana. Pero el pueblo, que no
suele ser malicioso, y más cuando es vehemente, en lugar de
esperarse al otro día, por la noche mismo se dirigió al
Ayuntamiento. Los reunidos desembocaron en la plaza de la
Grève, por la arcada de Saint-Jean.
La plaza, muy pequeña entonces, apenas si podía contener
dos mil personas. El aspecto que presentaban los obreros no
podía ser más siniestro. Se les había excitado contra los autores
del hambre que sufría el pueblo. Estas palabras, lanzadas por la
Comuna contra el ministro del interior en el mes de agosto, se
volvían ahora contra la Comuna y su administración de
subsistencias.
La muchedumbre, cegada, ansiaba el momento de pasar a
la acción. De repente se mezclaron con la muchedumbre gentes
de letras, muy hábiles, que prepararon una mesa en la plaza,
crearon una oficina, nombraron un presidente, un secretario y
escribieron una petición. Después soltaron a la masa< Ésta se
abalanzó sobre la sala, llegó hasta el fondo, acorraló al alcalde y
a la Comuna y comenzó a interrogarles con insultos y
amenazas, con la sombría impaciencia de los estómagos vacíos.
“¡Pan! ¡Queremos pan! ¡Pero inmediatamente!”.
Chaumette pudo atravesar la muchedumbre para marchar
a la Convención. Este era un medio de ganar tiempo.
Precisamente encontró a la Convención ocupada en fijar el
precio del grano. La muchedumbre continuaba gritando,
irritada y amenazante: “¡Pan! ¡Queremos pan
inmediatamente!”.
Chaumette se subió a una mesa y habló atinadamente y con
gran presencia de espíritu. Hizo causa con el pueblo y
abandonó a los administradores: “Arrestaremos a los
abastecedores y les daremos por guardianes, no gente que se
venda por un pedazo de pan, sino que sea incorruptible: sans-
culottes pagados a cinco francos diarios”.
“El Sena dará movimiento día y noche a cincuenta
molinos< Se creará el ejército revolucionario, etc., etc.”. Todo
ello se acompañó de gestos populares. “¡Yo también he sido
pobre!”. Habló en contra de los ricos más de lo que el pueblo
deseaba.
“Sobre todo —gritó Hébert con su más agria voz—, no
olvidemos el ejercicio de la guillotina ambulante< Desde
mañana debemos reunirnos en asamblea para ejecutar los
acuerdos que se tomen en la Asamblea Nacional< ¡Que el
pueblo no suelte prenda!”.
Una comisión de los jacobinos contribuyó también a que se
calmaran los ánimos excitados, prometiendo asistir también a la
Convención para que se cumplieran los decretos<
A los jacobinos les sorprendió este acontecimiento. No
habían tenido tiempo para ponerse de acuerdo respecto a las
medidas que había que tomar.
Desde el 1 de septiembre, cuando Royer apoyó la petición
del ejército revolucionario, no se observa siquiera que Robespierre
(que la proponía el 13 de mayo) haya hablado de su adhesión al
pensamiento indicado. Creyó sin duda que ante una situación
tan anormal en que la Comuna se hallaba desbordada, se corría
el riesgo de que el ejército revolucionario fuese a parar a manos
sospechosas.
El mismo disentimiento tuvo lugar el 4 de septiembre.
Robespierre decía que el alcalde y el Ayuntamiento estaban
asediados, no por el pueblo, sino por algunos intrigantes.
Royer sostuvo lo contrario (alabando el candor y la pureza
de Robespierre) y dijo que era necesario unirse al movimiento:
“Detengamos nuestras sesiones, no hablemos más, actuemos<
Vayamos con el pueblo al santuario de las leyes< que
autorizado por la Asamblea, atrape en las casas a los que le
traicionan y los entregue a los jueces; que asegure su libertad
mediante la aniquilación de sus enemigos”.
Aparte de la diputación también un hombre personalmente
agregado a Robespierre, Taschereau, vigilaba en el
Ayuntamiento. Este espía fue descubierto y arrestado por los
administradores de policía. Se conocía ya el severo nombre que
Robespierre había puesto al motín que se provocó para acelerar
la constitución del ejército revolucionario: la obra de algunos
intrigantes.
Que un jacobino como Taschereau, un hombre de
Robespierre, fuese tan poco respetado, era un hecho censurable
y peligroso. ¿Hasta qué punto la Comuna participaba en el
movimiento que se preparaba contra la Convención, y hasta
dónde sería capaz de llegar? No se podía adivinar. Robespierre
era entonces presidente de la Asamblea (del 26 de agosto al 5 de
septiembre inclusive) ; el 5 por la noche aún debía presidir.
¿Había algo que temer? ¿Los enemigos de la Montaña no
habían dicho en alta voz que Charlotte Corday a quien debía
haber asesinado era a Robespierre? Este había apoyado a los
hebertistas del ministerio de la guerra, pero Robespierre sabía
demasiado bien que Hébert era un ser diabólico que hubiese
disfrutado, de todo corazón, de un asesinato realista, que se
hubiera mostrado encantado de librarse de sus jefes,
Robespierre y Danton. Estos mismos temores eran sustentados
por los amigos de Robespierre, Duplay y su impresor Nicolás,
que prestaba guardia continuamente a la puerta del domicilio
de Robespierre, haciendo las funciones de guardaespaldas y
escoltándole con un enorme bastón. Las señoras Duplay,
tiernas, sensibles, admiradoras de Robespierre, habrían cerrado
las puertas y habrían tenido encerrado bajo llave a su dios.
Lo que sí es seguro es que no se le vio el día 5 y que fueron
los dantonistas los únicos que recibieron el golpe de esa
sospechosa muchedumbre que dirigían sus enemigos
¿Qué ocurrió durante esa noche? Los resultados del día
siguiente resultaron muy elocuentes.
La Comuna se entendió, no con el Comité de Salvación
Pública, al que creía derrocar, y tampoco con Robespierre, su
amigo para otros asuntos, pero que era intransigente en cuanto
pudiera tener la más levísima tendencia de monarquismo en
París. La Comuna se dirigió directamente a sus enemigos los
dantonistas, comprometidos por su indulgencia y acosados por
Hébert en los clubs y en el Padre Duchesne. Realmente eran ellos
los que debían tener miedo a todo. Si Hébert y Chaumette
fueron hasta ellos durante la noche, como los acontecimientos
de la mañana siguiente lo indican a las claras, debió ser
llevando en sus manos, por decirlo de alguna forma, la caja de
las tormentas y diciendo que podían cerrarla o abrirla.
De todos los dantonistas, el más comprometido era sin
ninguna duda Bazire, un hombre casi perdido del Comité de
seguridad general, de la Côte-d’Or, uno de los más apreciados
talentos que hubo en la Convención, vehemente, generoso. Sin
embargo, Bazire estaba próximo a la muerte. En algunos meses
se hundió. Entre él y la muerte ya no había nada. Su excesiva
indulgencia, su afabilidad con el enemigo, hicieron entrar en
sospecha a todos los contrarios.
El texto obligado de los ataques cotidianos era Bazire, la
indulgencia de Bazire, la debilidad de Bazire, las mujeres
forzadas por Bazire, etc., etc.
El desdichado quedó abrumado moralmente cuando en
junio se llevó a la guillotina a las señoritas Desille, que habían
ocultado La Rouërie; fueron confidentes del complot que como
red inmensa envolvía la Bretaña y no se les pudo salvar. Eran
encantadoras aquellas infelices mujeres. Dóciles, sumisas, no
habían hecho más que obedecer. Bazire, conmovido, pidió que
se aplazara la ejecución para “que hicieran revelaciones”, al
menos durante tres días. No consiguió nada, sólo una frase
sangrienta, que a su costa hizo Robespierre y en la que delataba
su debilidad. Desde entonces todas las miradas estaban puestas
en él.
Pronto se descubrió que había tranquilizado a Barnave, por
aquel entonces retirado en Grenoble, que se mostraba muy
inquieto por su suerte. Esta reputación fatal que obtuvo por su
indulgencia le hizo correr riesgos peligrosísimos durante algún
tiempo. Desde el momento en el que las mujeres vislumbraron
por ese lado algo de luz, se lanzaron y sitiaron el Comité de
seguridad general, le ahogaron con sus lágrimas, le envolvieron
con sus artimañas, con sus invencibles súplicas, con sus
dolorosas caricias, capaces de acabar con la integridad de
cualquier hombre. Se refugió en casa de su juez, se escondió allí
y no volvió a salir.
Otros miembros estaban comprometidos por algo aún más
indigno, por cuestiones de dinero. Pero lo que hacía
extremadamente peligrosa la situación del Comité de seguridad
general era que guardaba obstinadamente los documentos del
proceso de los girondinos, sin hacer uso de ellos y negándoselos
a Fouquier-Tinville.
Los jacobinos decían a Fouquier: “juzga o muere”. Fouquier
se arrojaba sobre el Comité. El 19 de agosto escribía a la
Convención que no se le querían entregar los documentos. La
Asamblea ordena que el Comité haga su informe en el término
de tres días, y el Comité continúa guardando silencio. Nueva
carta de Fouquier-Tinville a la Asamblea: “Si el tribunal es
insultado y amenazado en la prensa y en los lugares públicos
por su lentitud en el proceso de los girondinos, es un error. Las
pruebas que se cree que están en su poder, no lo están”. Amar,
el futuro ponente, llega balbuceando en nombre del Comité y
alega diestramente la complicación del asunto. Amar, ex
tesorero del rey, estaba también muy implicado en todo esto.
Hemos dado estas largas explicaciones para que se vea que
el Comité, in extremis, acusado diariamente y casi tan
comprometido como la Gironda, nada podía hacer contra las
amenazas de la Comuna. Y Bazire menos que ningún otro de
los miembros del Comité.
La terrible fantasmagoría de este gran movimiento
desapareció el 5 por la mañana. El pueblo confió en las
promesas de sus hombres y se quedó en sus casas. Al
Ayuntamiento no llegaron más que diputaciones. Nada de
muchedumbres. Los realistas habían errado el golpe. Nadie iba
al obispado. De todo este asunto quedaba la suficiente
apariencia como para que la Comuna todavía pudiera
explotarla, para hablar en nombre del pueblo y redirigirlo todo
en beneficio propio.
Los agitadores se enfurecieron al ver que la petición
dispuesta por Chaumette, no especificaba ninguna de sus
demandas más que la de establecer un tribunal contra los que
generaban el hambre y contra el ejército revolucionario. Un
impresor, conocido de Chaumette, lo esperó a su regreso en
Pont-Neuf y cogiéndole del cuello le dijo: “¡Miserable, te burlas
del pueblo!”.
Mientras la Convención esperaba a tener un pastel para
lanzar a ese temido Cerbero, se había apresurado a organizar el
nuevo tribunal revolucionario, múltiple, numeroso y rápido,
que funcionaría por cuatro secciones. Thuriot estaba en la
presidencia.
La Convención votó con aclamación las proposiciones de la
Comuna, a las cuales Danton y Bazire añadieron estas otras:
El primero propuso que se reprodujera la antigua
proposición de Robespierre dando sueldo a quienes asistieran a
las asambleas de las secciones, a razón de dos francos por
asamblea. Las sesiones tendrían lugar el domingo y el jueves.
De este modo podía sostenerse un regular número de secciones,
algo muy útil para que ninguna de ellas fuera completamente
absorbida por su comité revolucionario.
Bazire pidió: “Que los Comités revolucionarios de
secciones arrestasen a los sospechosos, pero que previamente se
autorizara a la Comuna a purificar estos Comités y a nombrar otros
miembros provisionalmente”.
Proposición que encerraba tres cosas a la vez:
1.ª Reconocía y sancionaba la omnipotencia de los Comités.
2.ª Pero esta soberanía quedaba subordinada a la de la
Comuna que podía no solamente censurarles o corregirles. Más
aún: podía recrearles.
3ª La centralización de estos Comités de policía, que se
hubiera podido agregar al Comité de seguridad o de alta
policía, y que el Comité pidió por voz de Bazire su
emplazamiento en la Comuna.
Y la Comuna, agradecida, ¿qué hacía por este generoso
Comité y por Bazire? Una sola cosa: omitió en su petición pedir la
muerte de la Gironda. Parecía aquello como una prolongación del
martirio de los girondinos.
No se le escaparon. Si la Comuna se calló, no les ocurrió lo
mismo a los jacobinos; estos fueron también a la Convención y
pidieron el envío del proceso al tribunal revolucionario, al nuevo
tribunal, tribunal virgen, severo, incorruptible. Iba a estrenarse
la cuchilla de una nueva justicia. Se acuerda sin discusión.
Los dantonistas estaban profundamente abatidos. La
muerte avanzaba hacia ellos grado por grado. Thuriot
entretanto mostró una intrépida gravedad. Un miembro dijo:
“¡Me parece poco que se detenga a los sospechosos; si aún
existe peligro, que se les ejecute!” (Murmullo general). Thuriot
interpretó dignamente el sentimiento de la Asamblea: “Francia
no necesita el derramamiento de sangre, sino la aplicación de la
justicia”.
Dos curiosos incidentes alegraron algo aquel día sombrío.
Chaumette pidió que en los jardines públicos se cultivasen
verduras: “¿No estamos más necesitados de alimentos que de
estatuas?”.
Pero Barère, que en lo de inventar noticias estupendas,
como hemos dicho, no ha tenido rival en la historia, pidió la
palabra para dar un día de contentamiento general a Francia:
“¡He de deciros que un sobrino de Pitt ha sido capturado!”. La
alegría fue tan grande, que durante algunos minutos no pudo
continuar.
Barère resumió la jornada de la siguiente forma: “Los
realistas quieren organizar un movimiento. Pues bien, lo
tendrán (aplausos). Ellos han demostrado que quieren sangre.
Ese movimiento en que ellos han pretendido arrastrar al ejército
revolucionario, que pondrá al terror a la orden del día y que debe
ser el origen para que se cumplan sus anhelos de sangre y de
exterminio. Ya que los realistas lo quieren, matemos a María
Antonieta, a Brissot<”.
(6-10 1793)

Debilitamiento de Danton y Robespierre.—División de Hébert y


Chaumette.—Poder e insolencia de Hébert.—Collot y Billaud en el
Comité.—Danton se niega.—Los hebertistas en la Vendée.—Celos de
Ronsin contra Kléber, etc.—Ronsin apoyado en los Jacobinos por
Robespierre.—Traición de Ronsin para que perezca Kléber (19 de
septiembre).—Kléber y el ejército de Maguncia.—El diario de
Kléber.—Kléber aplastado en Torfou (19 de septiembre).

Las leyes del 5 de septiembre, justificadas por el exceso de


peligros, por el horrible acontecimiento de Toulon, por el
abismo infinito que la traición abría en Francia, tenían el
inconveniente de no responder a la primera necesidad de la
situación señalada por Danton el 1 de agosto: la necesidad de un
gobierno.
Estas leyes daban medios para el terror muy poco precisos.
¿Pero quién las utilizaría?
Lejos de crear un gobierno, aquellas leyes debilitaban la ya
débil autoridad que tenía el Comité de Salvación Pública. Era
precisamente contra él por lo que se llevaba a cabo ese
movimiento.
Las dos grandes autoridades morales, Robespierre y
Danton, quedaban aminoradas. El eclipse de Robespierre del 5
de septiembre podía haber fulminado a cualquier otro hombre;
la menor herida que les infiriera la prensa en aquel momento
hubiera resultado fatal. La prensa era Hébert. Los jacobinos se
dividieron el día 4 y el 5 no se mostraron más que en segunda
línea. Por mucho que el 5 de septiembre Danton y los
dantonistas, que en agosto habían tomado la vanguardia en las
grandes medidas de defensa, cubrieran su necesidad de una
orgullosa actitud revolucionaria, sólo aparecieron en la
retaguardia de las medidas de terror. Estaba claro que eran
arrastrados.
¿Quién había vencido? La Comuna. Pero la Comuna de
París no podía pretender gobernar Francia. La Comuna se había
convertido en el gobierno de París, absoluto e independiente,
consiguiendo que se le declarara centro de los comités
revolucionarios. En esto imitaba precisamente a las ciudades
girondinas, a las que hacía la guerra. Esto hacía que
disminuyera aún más lo poco que tenía de gobierno central.
La Comuna la constituían dos hombres: Hébert y
Chaumette. A partir de aquel día se dividieron.
Se ha visto la forma hábil en que Chaumette neutralizó y
escamoteó el movimiento del día 4 para prepararle la victoria
del día 5 a la Comuna. Verdadero artista de la revolución, supo
organizar triunfos, obtenerlos, pero no se aprovechó de ellos.
Sentía necesidad de tener otro tipo de pensamientos. La
revolución del 93 no le parecía más que una grada sobre la cual
construir otra. Poco después del 5 de septiembre Chaumette se
ausentó y condujo a su madre enferma a su tierra natal, Nièvre.
¿Chaumette estaba contento y satisfecho de su victoria? Lo
dudo. Esta le imponía limitar los procedimientos e instintos
tiránicos de los comités revolucionarios. Esto fue lo que intentó
más tarde y lo que le condujo a la muerte.
Hébert no veía nada de todo esto. Sólo veía que era él quien
reinaba. Dueño de la Comuna por la ausencia de Chaumette,
dueño de los Cordeleros, entre los que distribuyó muchos
cargos del ministerio de la guerra, incluso prescindió de los
jacobinos en las grandes cuestiones dado el temor que muchos
de ellos sentían hacia el verbo desenfrenado del Padre Duchesne,
que les habría trasladado los nombres de los girondinos:
políticos, hombres de estado, egoístas, etc. Los jacobinos sentían
deseos de arrepentimiento ante su división del día 4 y la
indecisión de Robespierre.
La miserable y mezquina personalidad de Hébert, su
actitud de pequeño petimetre que cubría al briboncillo, su triste
pasado como vendedor de contraseñas y secretario poco fiel,
contribuía a que dudara un poco ante la idea de encargarse de
gobernar Francia. Al menos tuvo la deferencia de esperar. Pero
cuando vio que Danton y Robespierre, sumisos y pacientes,
seguían el impulso del Padre Duchesne, con osadía impúdica
pidió el primer puesto del gobierno en Francia el día 18.
Entretanto su amigo Collot d'Herbois entró el 6 en el
Comité de Salvación Pública. Collot era el hombre de las frases
coléricas, de las lágrimas, los sollozos, las pasiones ardientes.
Era la orgía de la tribuna. Daba miedo incluso a sus propios
amigos.
A este terror fantástico (que es el más terrible), el Comité
opuso el terror fijo, llamémosle así, severo, gubernamental y
matemático: Billaud-Varennes. Era la línea recta, el proscriptor
de las curvas. La curva es la línea viva; Billaud habría sido
capaz de prohibir toda vida sin pestañear.
El contrapeso posible para estos hombres habría sido
Danton, pero declaró este que jamás entraría en el Comité.
Para entrar allí había que aceptar dos terribles condiciones
ante las cuales se sentía desfallecer: la muerte de los girondinos
y la muerte de la Vendée.
Quiero decir la Vendée patriota. Esta, mezclada con la
Vendée realista, debía perecer según el sistema de los hombres
como Hébert, dueño de la situación. El amigo de Hébert,
Ronsin, se encargaba de hacer un desierto de dos o tres
departamentos. Quería dejar al porvenir este monumento de su
nombre.
Ronsin era el gran hombre de guerra del partido, su
gloriosa espada. Autor de mediocres vodeviles, era sin embargo
un hombre muy resuelto, singularmente perverso, y que por
vanidad y ambición se le forzó a que cometiera un acto
execrable. Lo primero que los hebertistas pidieron al Comité fue
la creación del ejército revolucionario, que dejaba la elección del
general al ministro, a Bouchotte, su hombre, cuya jefatura
aseguraba la plaza a Ronsin.
La disputa se hallaba entre los dos sistemas. Los
verdaderos militares, Canclaux y Kléber, querían someter a la
Vendée. Los falsos, como Ronsin y Rossignol, se desesperaban
por que esto pudiera llevarse a cabo y les hubiese gustado
aniquilarla.
El Comité de Salvación Pública ordenó el 26 de julio que se
quemaran los bosques y que todos los habitantes refluyeran al
interior. El 2 de agosto ordenó destruir o quemar las guaridas de
los salteadores.
Rossignol llegó a Fontenay ante los representantes Bourdon
y Goupilleau para decirles: Voy a quemar Chalet. Y más tarde,
cuando Parthenay, una población patriota asediada por los
vendeanos, le pidió ayuda, dijo: Iremos a quemarla.
Esta expresión, este fatal equivoco, las guaridas de los
salteadores, ¿cómo debía ser interpretado? Ya no había ciudad en
la Vendée que no hubiera sido forzada a dar paso o refugio a
los bandos realistas. ¿Era necesario quemar esas ciudades
patriotas que en el 92 y a través de una vigorosa iniciativa,
habían acabado con la guerra civil? A esos excelentes
ciudadanos se les concedía el exilio, el hambre y la muerte; se
les expulsaba totalmente desnudos, se arrojaban a Francia
doscientos o trescientos mil mendigos.
Tengo a la vista un montón de cartas que revelan la
fatalidad de la situación. Los realistas eran más afortunados.
Mientras Barère desde la tribuna los exterminaba dos veces
cada semana, ellos realizaban tranquilamente la cosecha. Pero
los patriotas, si es que quedaba alguno, continuaban todos los
días bajo una amenaza de muerte. Si partían, morían de hambre
y miseria. Se les recibía con desconfianza: “¡Ah, sois de la
Vendée! ¡Fuera de aquí, perros!”. Esta era la hospitalidad que
encontraban en todas partes.
¿El sistema de los hebertistas era el del Comité? Se ha
demostrado lo contrario. Les hacía escribir (1 y 9 de septiembre)
que no se podía quemar a los patriotas. El más simple sentido
común indicaba que no sólo se corría el riesgo de matar de
hambre a la Vendée republicana, sino también de monarquizar a
la Vendée neutra. Esto ocurrió en 1794.
Cuando Rossignol declaró ingenuamente que iba a
quemarlo todo, Bourdon y Goupilleau retrocedieron. Bourdon,
ex procurador muy corrupto, furioso y farsante, era de los
llamados exaltados. Sin embargo, cuando escuchó a Rossignol
retrocedió tres pasos.
No hubo forma de hacerle entrar en razón. Sólo se encontró
una manera, que fue la de hacer que le apresaran por ladrón
por un coche que había cogido. Fue enviado a la Convención,
donde experimentó un triunfo, haciéndose más poderoso que
nunca. Se llamó de nuevo a Bourdon.
Que Carnot y el Comité rechazaran a Bourdon el ejército de
Maguncia era un esfuerzo heroico que ellos no estaban en
condiciones de realizar. Ronsin y Rossignol, efectivamente, en
vez de obedecer discutieron en Saumur para retener a los
maguntinos. Vencidos por la mayoría, firmaron el plan de
Canclaux, adoptado por el Comité de Salvación Pública.
Canclaux y Kléber partieron desde Nantes, Rossignol desde
Saumur. Ambos ejércitos debían traspasar la Vendée y reunirse
en Mortagne. Un lugarteniente de Rossignol, con mando en la
costa, debía apoyar a Canclaux por la derecha.
El día 5 de septiembre cambia la faz la situación. Ronsin,
viendo la victoria de los hebertistas en París, viéndose ya al
mando del ejército revolucionario y abandonando la dictadura
militar de la Vendée para ejercer la de Francia, se preparó y
pidió con verdadera solicitud ser nombrado jefe del ejército de
Maguncia. Para que un poetastro como Ronsin pudiera ser
nombrado en cuatro días general en jefe de un ejército era
necesario encontrar un pretexto; debía obtener cuanto antes una
victoria, o al menos la sombra de una victoria. Y fue muy útil
para él que este ejército de la Vendée, cuando no se le quiso dar,
fuera destruido, porque este fracaso demostró los
conocimientos de Ronsin, que ya había previsto tan fatal
resultado. Ronsin sabía demasiado bien que los vendeanos
creían poder ganarlo todo por medio de un golpe decisivo al
ejército de Maguncia. El resto les importaba poco. Hacían frente
a Kléber cuando era necesario. A Ronsin le volvían la espalda
despreciativamente. Tenía también éste probabilidades de
encontrar débiles las fuerzas vendeanas. Convocó un consejo de
guerra y anuló el plan del Comité de Salvación Pública.
¿Por qué actuaba tan osadamente? Contaba con dos cosas:
la parcialidad de los representantes Choudieu y Bourbotte hacia
Rossignol y los apaños de Robespierre para cubrir a todo el
partido hebertista.
Bourbotte, el Aquiles de la Vendée, valiente y de poca
cabeza, tenía una amante en común con Rossignol, una
camaradería de vividor. En cuanto a Robespierre no había que
soñar con darle una amante. Pero se había conseguido poner
cerca de él a un hombre honrado, un buen tipo, un tal Aubigny,
que le había captado hasta el apasionamiento, por su apariencia
de honestidad. Este habilidoso agente trabajaba tan bien que en
general no se parecía a los hebertistas. Defendía a los curas, lo
que constituía un medio muy seguro de complacer a
Robespierre. Entró a su servicio el día 24 recomendado como
suplente en la guerra por Robespierre y Saint-Just, que le
ensalzaban a expensas de Carnot.
La sesión que se celebró el día ll en los Jacobinos fue
terrible. Todos se expresaban de un modo oscuro. Las palabras
dejaban sólo vislumbrar algo de lo que se quería decir. Se
hablaba del coche robado por Rossignol y de otras simples
bagatelas para ocultar las cosas terribles que germinaban en el
cerebro. En realidad se trataba del incendio de tres
departamentos, del exterminio de todo un pueblo.
La tragedia se reveló en toda su trágica desnudez cuando
Bourdon desgarró el velo que la cubría. Bourdon el exaltado, el
salvaje, dijo a voz en grito: “¡Qué queréis! He quemado siete
castillos, doce molinos, tres pueblos. ¿No me dijisteis que no
dejase en pie la casa de un solo realista?”. Y al mismo tiempo
conminó a Robespierre para que dijera si él no había dado
pruebas escritas de todo lo que decía al Comité de Salvación
Pública. Se le hizo callar a Bourdon a fuerza de gritos.
Lo más triste fue ver a Danton hablando contra los
dantonistas y elogiando a Henriot, a Rossignol, mendigando los
favores de sus enemigos.
La debilidad de Robespierre y Danton por Rossignol,
obrero que se convirtió en general, tiene una muy lógica
explicación. Sin embargo no ocurrió lo mismo con los
verdaderos héroes sans-culotte, con Hoche, hijo de un
palafrenero y sobrino de una vendedora de frutas; con Jourdan,
cuya mujer vendía baratijas en medio de la calle, etc., etc.
Esta sesión ofreció el curioso espectáculo de Hébert, grande
y majestuoso, tranquilo, que alentaba y tranquilizaba a
Robespierre, impulsándole y reteniéndole. “Estate tranquilo,
Robespierre< No respondas a esas proposiciones insidiosas,
Robespierre, etc.”. Por mucho que Danton quisiera estar en la
delantera y complacer, Hébert no se dignaba siquiera tener
cuidado.
La salida más lógica y esperada era la de que Bourdon
fuera expulsado de los Jacobinos. Pero gracias a su audacia esto
no se llevó a cabo: “No quiero robaros ese placer. ¡Haced lo que
queráis!”, gritaba. Los políticos se sosegaron. Temieron darle
popularidad si discutían con él. Robespierre no tuvo para él
más que una frase para humillarle y hacer ante los demás como
que excusaba sus arrebatos: “Sin duda, no hace más que aplazar
la fecha de su arrepentimiento”.
Cuando el relato de esta Asamblea llegó a Saumur,
Rossignol, enfermo como consecuencia de sus orgías, se
encontraba en la bañera. Ronsin supo aprovechar el éxito.
Creyó que Rossignol, apoyado por Danton y Robespierre,
Rossignol, el objeto de ese monstruoso apasionamiento,
divinizado en vida, podía pasar por alto todos los crímenes y
que él, Ronsin, sin ningún peligro, podía, con la mano de ese
inepto dios, asesinar a sus enemigos.
Desde la bañera, bajo su dictado, Rossignol escribió: 1° A
los jacobinos diciendo que obtuvo grandes ventajas (y aún no
había conseguido nada). 2° A Canclaux diciendo que el consejo
de guerra celebrado el 11 no había sido útil para su plan de
campaña. Canclaux y el ejército maguntino estaban en
movimiento. Cinco departamentos tocaban a somatén. El
levantamiento en masa debía realizarse forzosamente. Todo el
mundo partía (de los 18 años a los 50) con fusiles y horquillas.
Todos cogían víveres para seis días. Más de cuatrocientos mil
hombres se habían reclutado. ¿Era necesario que Rossignol,
desde su bañera, diese órdenes para detenerlo todo? El ridículo
fue también inmenso. ¿Qué dirían los realistas y la Vendée,
amenazados, para que no ocurriera nada? ¡Cómo se reiría la
gente! Canclaux estaba obligado a marchar hacia adelante.
Si Ronsin hubiese hecho al mismo tiempo que escribiera
Rossignol una carta a Chalbos diciéndole que no debía
secundar a Canclaux, la cosa no habría ido tan mal. Se habría
hecho enmudecer el somatén que sonaba en la baja Vendée y
que hacía marchar a los hombres. La carta de Rossignol a
Canclaux fue escrita el día 14 y la carta al teniente Chalbos dos
días más tarde, de suerte que el gran movimiento iniciado
continuó, pero Canclaux, al observar la equivocación, dijo: “¡No
importa; si Rossignol no cree oportuno salir de Saumur, aquí su
lugarteniente, con el levantamiento en masa, nos protegerá y
nos apoyará!”. De este modo él, Kléber y el ejército maguntino
se metieron en el corazón de la Vendée, que es lo que deseaban.
No tenía a su mando más que este pequeño ejército, y sin
embargo, se sentía invencible. Su asombro fue extraordinario
cuando vio reunidos a diez mil individuos. Ejército único,
admirable, que nunca se había sentido perdido, ardiente como
en el 92, sólido como en el 93, tan hábil como los ejércitos
imperiales. Tenía esta columna dentro de sí la fuerza y la
gravedad de una idea que defender, la conciencia de haber
protegido a Francia durante todo el verano en Maguncia y
logró que la estimación de Europa resurgiera en favor de
Francia. Tenía la fe acendrada de terminar con la Vendée, y sin
embargo, ¡de cuántas traiciones y asesinatos fue víctima!
Citemos a Lepic, uno de sus soldados, hombre honrado,
inocente, heroico, que bajo el imperio continuó siendo el
soldado de la República, el hombre del deber sin ambición.
Dieciséis años después del 93, era aún un simple coronel,
cuando durante la última jornada de la horrible carnicería de
Eylau, cuando todo el mundo estaba extenuado, él reanudó de
nuevo la batalla, atravesó dos veces el ejército enemigo y dio la
victoria al emperador.
Nombremos al general de la vanguardia maguntina, al
inmortal y desafortunado Kléber. Era entonces un hombre de
treinta y dos años, de una madurez admirable, con un aspecto
tan militar que uno se volvía valiente sólo con mirarle. Era
instruidísimo. Había participado en todas las campañas de
Alemania. En Maguncia se le había dado el mando de todas las
avanzadas exteriores, es decir, un combate de veinte días
seguidos. La recompensa le esperaba en la frontera. Kléber fue
arrestado. Ese era su destino. Ser siempre una víctima. Lo fue
en la Vendée, en el Rin, donde se le dejó sin auxilio. Lo fue en
Egipto. Y lo es todavía en la historia.
Jamás hubo hombre tan modesto a pesar de su figura
imponente. Era, sin embargo, un alma buena. Humanitario por
temperamento, con todos era amable, deferente, bueno.
Marceau sentía hacia él hondo cariño y veneración, como si
fuera un maestro severo y dulce al mismo tiempo. Kléber, por
su parte, había sentido la belleza moral del joven Marceau, y la
fuerza heroica que existía en él sirvió para educarse. Más tarde
se le verá rechazando el mando supremo; obligó a Marceau a
que lo tomara y le dio así la gloria del último golpe de espada
con que terminó la Vendée.
No se puede escribir sin emoción la historia de esta época.
El respeto de Marceau hacia Kléber lo devolvía este a Canclaux.
La deferencia en el orden moral, la fraternidad, eran admirables
en este ejército. Tenía una sola alma. Todos sus jefes, Dubayet,
Vimeux, Haxo, Beaupuy, Kléber, fueron como un haz de
amigos. Añadamos a estos a su representante querido, Merlin
de Thionville, que siempre se batía en primera línea y que
nunca encontró consuelo por haber faltado a un combate.
Merlin era el niño mimado del ejército. Kléber cuenta con
complacencia sus aventuras en campaña. El día que llegó a
Nantes, en la fiesta que se organizó en honor del ejército en la
pradera de Mauves, Merlin saltó a una chalupa, pasó el Loira y
disparó su fusil con los vendeanos.
Este ejército heroico llegaba desnudo completamente a
excepción de las coronas de laurel que conquistaban en todas
partes. Sus ropajes se hicieron pedazos en los reductos de
Maguncia; ni víveres, ni zapatos, ni caballos. Cuanto se envió
de París, Ronsin impidió que pasara, guardándolo para él en
Saumur. Afortunadamente, Philippeaux estaba en Nantes. Con
sus fieles amigos del club Vincent, en ocho días pudo equipar
su ejército. La perfidia de Ronsin se ejercitó una vez más y una
vez más se equivocó.
Ved en camino a aquellos valientes, con Kléber y Merlin a
la cabeza. El sagaz Canclaux hacía que acompañasen al ejército
los más exaltados montañeses del club Vincent-la-Montagne,
que respondieron por él contra las calumnias lanzadas desde
Saumur.
Las notas de valor inestimable que nos ha dejado Kléber
nos permiten seguir paso a paso su camino. Marcha a Clisson
por el áspero y enmarañado valle del Sèvre nantés, bellos
parajes llenos de peligros, que ya en septiembre estaban
ahogados por las lluvias y que provocaban el estado calamitoso
de los caminos.
La preocupación de Kléber era la de conservar el honor y la
dignidad del ejército, impidiendo el pillaje. El país estaba en
general abandonado. Sólo eran los bienes de la tierra los que
seducían al soldado. Pasaba las noches al raso en las
inmediaciones. Allí se ponía a escribir sintiendo, con la
complacencia de un amigo de la naturaleza, los encantadores
paisajes, las vistas que encontraba en este tupido país, los bellos
claros de los bosques que aún no habían perdido sus hojas y las
grandes praderas en las que erraban rebaños que ya no tenían
dueño. Escribió palabras llenas de humanidad y melancolía
“acerca de la suerte de los desafortunados que, obedeciendo
ciega y firmemente la voz del fanatismo inculcado por el cura,
se convierten en seres sanguinarios que rechazan los bienes que
venían hacia ellos y corren hacia su ruina”.
Nunca habla de sí mismo; su suerte no le inquieta.
Mientras él avanza confiado, la Vendée lo espera
agazapada en sus bosques. El jabalí, desesperado y furioso,
permanece en su porquera inmóvil y dispuesto a atacar. La
gran masa vendeana se había vuelto contra Kléber, siguiendo
textualmente las palabras del astuto Bernier: “Dominad
Maguncia y burlaos del resto”. Obedecieron mientras les fue
posible. Ya se sabía tanto en el ejército vendeano de Anjou
como en el de Charette (cuyos soldados nos lo volvieron a
decir) que no se debía hacer prisionero a ningún maguntino,
sino que se debía destruir todo.
Kléber marchaba apoyado como él creía, a la izquierda por
el alsaciano Beysser, celoso de él, lleno de mala fe y peor
voluntad, y a la derecha por Chalbos, teniente de Rossignol,
quien debía de aproximarse con todo el contingente del
levantamiento en masa de la baja Vendée.
¿Qué hacía este teniente? Avanza primero y después de
algunos encuentros advierte que está en retirada. Obedeciendo
el plan de Rossignol, Chalbos se aleja de Kléber, haciendo que
retrocedan los cuerpos que dependen de él y el levantamiento
en masa.
Kléber y los dos mil quinientos hombres de las avanzadas
estaban en el fondo de la estratagema urdida contra ellos. Los
desfiladeros estrechos, profundos y fangosos de Torfou
guardaban la larga fila de cañones colocados de cuatro en
cuatro. En el fondo había veinticinco mil vendeanos. Nada
tenían que hacer; Chalbos no les molestaba, y por lo mismo se
pudieron concentrar. La masa vendeana parece hundida en las
posiciones, pero se divide, se aproxima a los costados, dispara
hacia todas partes escondida en las zanjas y malezas. Lo nutrido
del fuego siembra la alarma. Kléber y los suyos se creen
copados. Kléber recibe un balazo. Un arcón cae destrozado en el
camino, lo corta y los cañones caen en poder del enemigo.
Kléber a pesar de esta herido lo dirigía todo. Llamó a
Cheverdin, comandante de Saône-et-Loire y le dijo: “Déjate
matar y cubre la retirada”. Este valiente militar cumplió la
orden al pie de la letra. Con él retuvo a Merlin. Éste tenía cerca
de sí un excelente amigo, un refugiado de Magucia, sin más
patria que nuestros campos. Este pobre alemán se dejó matar
también para salvar un ejército de Francia.
Este mismo día alguien de los que llegaron a Saumur pudo
ver a Rossignol, que aún se encontraba enfermo: “¿Cómo van
los asuntos?”, preguntó. “Mal —contestaron—; Chalbos se
retira”. “¿Cómo así? ¿Quién se lo ha ordenado?”. “Vos mismo”.
Rossignol pidió su registro de cartas, y al ver que la cosa era
cierta, cambió de color. Lo comprendió un poco tarde.
El criminal Ronsin ocupaba durante ese tiempo el puesto
de Rossignol; el levantamiento en masa se hizo en todo el Loira
para secundarle. Avanzó y se encerró en el estrecho pueblo de
Coron. Allí tres mil vendeanos bastaron para aplastarlo.
Rossignol pensaba en su crimen y creía no poderse lavar más
que con una victoria. “Muramos aquí”, dijo a su lugarteniente
Santerre. “No murió —dice después Santerre—, pero hizo como
los demás”. Ni siquiera tuvo ánimo para hacer retroceder a un
cuerpo que llegaba de Angers y fue combatido. Todo el
levantamiento en masa, viendo huir las tropas regulares, se
desbandó; cien mil hombres volvieron a sus casas; todo ese
movimiento se perdió.
¿Qué hizo Ronsin? Sin avergonzarse escribió a París que
durante seis días no había hecho más que vencer. Que la
Vendée huía ante él. El ministro, de acuerdo con él, ocultó la
verdad. Ronsin, siguiendo las indicaciones de su carta,
denunció a Canclaux en los Jacobinos y al ejército de Maguncia.
El entusiasmo público ante la vil delación de Ronsin no tuvo
límites. El entusiasmo público le designó con unanimidad
general en jefe del ejército revolucionario.
(25 1793)

Violencia de los hebertistas.—Ley de sospechosos.—Danton


desesperado,—Los hebertistas denunciados (25 de septiembre).—
Victoria de Robespierre en la Convención.—Jefe de la justicia y de la
policía, intenta introducir la moderación (3 de octubre).

Merlin de Thionville no perdió ni un minuto. Llegó detrás de


Ronsin cargado con las pruebas de su crimen, las órdenes que
hizo firmar a Rossignoi sorprendiéndole y traicionándole, con
el propósito de traicionar al ejército de Maguncia y de que
muriera Kléber.
¿Qué encontró Merlin? A los amigos de Ronsin en el
pináculo. Todo el mundo se le reía en sus narices. Se le aconsejó
que fuese prudente y que se excusase, como prueba de su
derrota en Torfou.
Los hebertistas no adoptaban ninguna medida. Ante la
demostrada debilidad de Robespierre y Danton, tomaban el
mando de los jacobinos y les obligaban a marchar. Su finalidad
evidente era la muerte de los girondinos. A cuanto se les decía,
objetaban: Sí, pero los girondinos viven todavía.
Persiguiendo a todo el mundo con ese vaso de sangre que
forzaban a beber, hicieron retroceder a los dantonistas,
estigmatizándolos con el nombre de indulgentes.
Los jacobinos, humillados, marchando bajo la impresión
del espolonazo, tenían deseos ya de probar su energía. Los días
5, 9, 15, 30 y 1, las comisiones jacobinas fueron a la Convención,
sostuvieron debates y provocaron polémicas.
Los jacobinos franquearon un paso peligroso. Se
constituyeron en jueces, fueron al Comité de seguridad general,
tomaron el expediente de la Gironda y se encargaron de instruir
el proceso ante las barbas del Comité y de la Convención.
La Asamblea no veía detrás de los jacobinos más que a
Hébert tirando de los hilos. El día 17 la Asamblea hizo un
esfuerzo para retomar algunas cosas que el día 5 había cedido a
la Comuna. Prometió la ley de sospechosos y la promulgó, pero
distinta a como la había prometido. En el proyecto del 5, los
Comités revolucionarios encargados de arrestar a los
sospechosos estaban sometidos a la Comuna. En la ley del 17, el
Comité de seguridad general de la Convención le debía enviar
sus motivos y todos los documentos que decomisara. En otros
términos, la Convención y su Comité de seguridad eran dueños
de la aplicación de la ley, y si por efecto de las leyes del terror,
si como consecuencia del estado revolucionario en que toda la
nación se encontraba, había necesidad de cerrar las puertas de
Francia, quería ser la Convención la que guardara las llaves y la
que abriera y cerrara las prisiones.
Era neutralizar en provecho de la Convención y de su
Comité de seguridad la dictadura de policía que el 5 de
septiembre se había conferido a la Comuna. El despreciable
Hébert abandonó toda prudencia y en su estúpido y ciego furor
propuso algo imposible, peligroso, que servía ya de pretexto
para pedir la muerte de los girondinos: que entrara en vigor la
Constitución, es decir, que se suprimieran los dos Comités
dictatoriales y que se diera el poder a los ministros (al gran
ministro Hébert indudablemente).
Ése era el agradecimiento de los hebertistas a Robespierre,
quien el día ll les había apoyado tanto en el asunto de la
Vendée. La desaparición del Comité de Salvación Pública
significaba tanto como el enclaustramiento, digámoslo así, de
Robespierre, a las especulaciones teóricas, a la moral, a la
filosofía.
Ningún periódico osó relatar esta extraña sesión de los
jacobinos. Solamente conocemos la impertinente proposición de
Hébert, a la que Robespierre respondió, con una suavidad
ejemplar, que la solicitud era muy prematura.
Esa misma noche (la del 18), Vincent, en la sección de los
Cordeleros, dirigió el último ultraje a la Convención, la
exigencia de una ley que declarase a los representantes que
estuvieran desempeñando misiones, cómplices de los abusos
realizados por agentes militares. Que los bribones, los amigos de
Ronsin se pusieran a gritar: ¡A los ladrones! y en contra de la
Convención, resultaba irritante. La Asamblea perdió la
paciencia y envió la petición a quien correspondía para que
siguiera adelante.
Ignoramos, desgraciadamente, lo que ocurrió en el Comité
de Salvación Pública. Robespierre se encontró allí entre Collot,
amigo de Hébert, y Thuriot, amigo de Danton. La cuestión era
saber si el Comité toleraría para siempre las furiosas locuras de
los hebertistas, que pedían su supresión y que se apoyaban en
los sucesores al poder. La connivencia del Comité hacia estos
insensatos, ¿no significaba censurable cobardía? De debilidad
en debilidad no se sabía hasta qué extremo iba a conducir tan
incomprensible tolerancia. Hoy se hacía jugar a la Gironda,
mañana a los dantonistas. ¡Quién sabe si sobrevendría incluso
hasta la inmolación del mismo Robespierre!
Robespierre lo veía tan bien como los demás y no daba
ninguna respuesta. Todo ocurría en el Comité ante los ojos de
Hébert. El silencio, la paciencia de Robespierre, extrañaba,
asombraba.
Los dantonistas estimaron que estaban en situación muy
peligrosa, y antes que dejarse arrastrar continuamente,
prefirieron separarse. ¿Las conclusiones a las que llegaron el día
5 les sirvieron de algo? Los enemigos se mostraban más
insolentes, más audaces, después de aquella fecha.
Thuriot, presidente el 5 de septiembre, presentó su
dimisión el día 20 al Comité de Salvación Pública.
Danton abandonó la Convención y partió para Arcis. Por
nada del mundo quería liberar a los girondinos.
El bueno de Garat, que fue a verlo antes de que partiese, le
encontró enfermo, consternado, aterrado. La ruina de su
partido, su desastre personal o la pérdida de su popularidad, le
preocupaban muy poco. Lo que le taladraba el corazón era la
muerte de sus enemigos. “¡No los podré salvar!”, decía. Y tras
sacar estas palabras de su pecho quedó extenuado. Gruesas
lágrimas rodaban por sus mejillas. Estaba abrumado de dolor.
Se apagaba la llama y se enfriaba la lava. El volcán se convertía
en cenizas.
Su partida fue un gran error. Los hebertistas hicieron correr
la voz de que había emigrado. Los dantonistas perdieron el
poderoso apoyo de su jefe, su voz aún tonante y persuasiva en
la gran batalla que se libró el 25 de septiembre.
Las pruebas que aportaban contra Rossignol eran tan
graves, que indudablemente iba a ser inmediatamente
guillotinado, a menos que no se demostrase que era un idiota y
que firmaba sin saber ni comprender lo que se ponía a su vista.
En este caso era Ronsin quien debía depositar su cabeza sobre el
patíbulo.
Se dio entonces la coincidencia de que desde el Norte
llegaba una grave acusación contra los hebertistas del
ministerio de la guerra. Era una carta aterradora escrita por dos
montañeses de distinto talante, el maratista Bentabole y el
robespierrista Levasseur. En esta carta se descubría el estado en
que Bouchotte y Vincent habían dejado a nuestros ejércitos; el
del Norte era inferior en cuarenta mil hombres a lo que debía
haber sido para enfrentarse al enemigo. Y sin embargo hacía ya
seis meses que habían sido votados los trescientos mil hombres.
Ni subsistencias, ni equipos, ni oficiales superiores. Gossuin se
atrevió a decirlo el día 13 de agosto y fue conducido a la
guillotina. Lo decían los generales y corrían la misma suerte.
Todo revés se atribuía a la traición. Robespierre, Barère y el
Comité censuraban a Bouchotte, por ejemplo, y aplaudían
después a Hébert, su enemigo, adulaban a la prensa popular, al
Padre Duchesne, que si hubiera visto la luz, habría gritado en su
contra y les habría llevado a la muerte.
Fue un robespierrista, Levasseur, quien denunció a un
ministerio del que era aliado Robespierre.
La memorable sesión del 25 fue abierta por Thuriot.
Deploró en su discurso la suerte de la Revolución caída en
manos de imbéciles: “¿Hemos combatido tanto para dar nuestra
sangre a los ladrones, a los incapaces? ¿Hemos destruido la
monarquía para entronizar a los canallas?”. Se nombraba de
este modo a Hébert y a Ronsin; se esperaba al final de su
discurso para enviar a Ronsin adonde Fouquier-Tinville. La
Convención aplaudía con entusiasmo. Pero nada ocurrió.
Thuriot pidió que se imprimiera una hoja moral<
¡Extraña caída! Se leyó después la terrible carta de
Levasseur contra el ministerio de la guerra. El calor con que
está escrito este documento lo descongeló todo. Las heladas
palabras que flotaban en el aire se fundieron y se hicieron oír. El
representante Briez, a quien la traición le obligó a entregar la
plaza de Valenciennes viviendo después en la sospecha sin osar
justificarse, habló muy cuerdamente, tanto, que la Convención,
no contenta con decretar que se imprimiera el discurso, acordó
el ingreso de Briez en el Comité de Salvación Pública.
En el momento en que el Comité recibía esta terrible noticia
apareció Merlin de Thionville, como el torero ante el toro
herido, para acabar de hundir el estoque en el corazón de
Ronsin.
Algunos miembros se levantaron y gritaron: “¿Y qué dice a
todo esto el Comité de Salvación Pública?”.
Habló el Comité por boca de Billaud-Varennes, pero
torpemente, con violencia de frases, con graves recriminaciones
y amenazas contra la Convención. Barère vino en su auxilio, dio
algunos rodeos, siguiendo su procedimiento ordinario,
arrojando a la cólera de la Asamblea algo que bastaba para
distraer a las masas en esos momentos: una víctima humana. Si
el ejército del Norte había sufrido reveses, Houchard era el
culpable. Barère hizo de este pobre diablo un gran y terrible
conspirador. “Afortunadamente se le ha destituido. Con el
auxilio de las oficinas del ministerio de la guerra (adulando a
Hébert) y con los sanos consejos de Carnot (adulando a los
neutros) podremos escoger mejor. —Se acaba de nombrar a
Jourdan”.
Prieur, el amigo de Carnot, apoyó a Barère y lo cubrió con
su honradez harto conocida.
Saint-André y Billaud hablaron acerca de la utilidad del
Comité de Salvación Pública y de la necesidad de llevar en
secreto todos los planes del gobierno para las grandes
operaciones de la guerra. Billaud dice: “En Inglaterra hemos de
exterminar a cien mil hombres. El levantamiento en masa ha
producido un millón ochocientos mil hombres armados y
dispuestos a derramar la vida por la patria”. Y Barère añade
dejándose arrastrar por el delirio de su fantasía: “¡En la Vendée
en menos de veinticuatro horas se han reclutado cuatrocientos
mil!”. La Asamblea aplaudió calurosamente estas
exageraciones, y sobre todo la indiscreción de Billaud, que
pedía por anticipado en la Convención uno de los proyectos
aún lejos de ejecución, que sólo si se mantenía en secreto podía
resultar un éxito.
Después de todo lo dicho se había de plantear el fondo de
la sesión en la siguiente forma: ¿Debemos guillotinar a Ronsin y
Rossignol por haber conducido a un ejército de la República a la
muerte?
¿Se debe expulsar a un ministro como Bouchotte, que hace
cinco meses que desempeña el ministerio y aún no ha
organizado ni el personal, ni el material, y que de trescientos
mil hombres reclutados en marzo casi no ha enviado a casi
nadie a los ejércitos?
Los dantonistas estuvieron lamentables. No osaron
recordar a la Asamblea esta cuestión. Tenían en sus manos un
proceso terrible para hundir a sus enemigos. Thuriot
continuaba en su proyecto de publicación de una hoja moral.
Merlin de Thionville no mostró en la Asamblea su intrepidez de
los campos de batalla. Si se hubiese batido con los hebertistas
con el mismo encarnizamiento con que lo hizo con los
prusianos, Ronsin habría salido muerto de la Asamblea.
Que el Comité era débil con los hebertistas, con Bouchotte y
con Ronsin, era un tema secundario que debía posponerse.
Era necesario concentrar los ataques sobre la traición de la
Vendée. Bien lejos de lo que se le acusaba al Comité en este
asunto, el crimen de Ronsin estaba precisamente en haberse
burlado del plan propuesto por el Comité y de haber aplastado
a Kléber. Si el Comité no hubiese tenido miedo a la prensa
hebertista, él mismo hubiese denunciado a Ronsin.
Robespierre estuvo sereno y admirable.
No defendió a los hebertistas y no dijo ni una palabra sobre
ellos. Los dejó al descubierto, defendiendo al que hasta
entonces había dependido de ellas.
Defendió vagamente al Comité, repitiendo lo que había
dicho Barère, pero después habló con suma independencia: “Si
mi condición de miembro del Comité me ha de impedir hablar
con profunda sinceridad, decir las cosas como las siento,
renuncio a mi cargo y me separo de mis colegas, a quienes
quiero y respeto. Quiero decir a mi patria lo que en mi opinión
necesita, grandes y necesarias verdades<”. Gran expectación.
Estas grandes verdades eran que “existía un plan para envilecer,
para paralizar la Convención”. Se pretendía que divulgáramos los
secretos de la República, que diéramos a los traidores tiempo
para poder escapar< Sustituid ese Comité que acaba de ser
acusado con éxito en vuestro seno< El dinero del extranjero se
rentabiliza. Este día le brindó a Pitt más de tres victorias. La
facción no está muerta, conspira desde lo más profundo de sus
calabozos (así asociaba a los girondinos con los dantonistas).
“Las serpientes del Marais aún no han sido aplastadas”.
En aquel momento no había en la Convención más que
doscientos miembros, la Montaña estaba casi ausente, la
derecha muy cercenada y el centro parecido.
Robespierre no tenía la costumbre de pronunciar bajas
injurias, y sin embargo, acababa de acusar a quienes pretendían
envilecer a la Convención.
Debido a la excesiva prudencia de la que hizo gala el día 5
y en otros grandes momentos, se le tenía por un hombre poco
audaz. Sólo se comprometía si se sentía muy seguro. Ahora
pensábamos que era muy fuerte puesto que había sido capaz de
lanzar una injuria semejante en la Convención.
Si en los asuntos públicos sus iniciativas durante uno o dos
meses habían sido débiles, judicialmente fueron importantes y
terribles. Ante él, como presidente de los jacobinos, habían sido
violentamente reprendidos por la Sociedad los jueces y los
jurados del proceso de Custine. La Sociedad se constituyó el 15
en tribunal de los girondinos, convirtiéndose así en sala de
justicia. En semejantes circunstancias el presidente de los
jacobinos podía decir que era en realidad el gran juez de la
República francesa.
El centro enmudeció de terror. Comenzaron a respirar un
poco cuando Robespierre, de las increpaciones vagas, pasó a
concretar, amenazando sólo a los dantonistas: “Nuestros
acusadores serán muy pronto acusados”.
Respiraron aún más satisfactoriamente cuando al reducir el
número dijo: “Dos o tres traidores”. Y finalmente cuando,
dejando de lado a los demás, se limitó a Duhem y Briez, uno
culpable de excusar a Custine y el otro un hombre deshonrado
que se encuentra ante la rendición de una plaza. Estas palabras
caían sobre el buen Merlin de Thionville, cuya situación era la
misma precisamente que la de Maguncia.
Todos callaron. Briez declinó el peligroso honor de ser
nombrado miembro del Comité.
La Convención se creyó libre. Robespierre insistió y vio que
tenía a sus pies a la Asamblea. Cuantos más golpes le daba más
observaba su docilidad: “Falta energía a la Convención. He
visto cómo aplaudía Barère a quienes nos calumnian y piden
que se nos clave un puñal en el pecho”.
Todos temblaban. “¿Es a mí a quien ha visto?”.
Sin embargo, aún no estaba dominada la Asamblea.
Robespierre seguía su especialísimo método de discusión. Se
aprovechaba de Merlin para golpear a Briez: “Si yo hubiese
estado en Valenciennes, seguramente no me encontraría aquí
para emitir informes: habría muerto. Podrá Briez argumentar
como quiera para justificar la derrota tremenda de
Valenciennes, pero jamás podrá contestar a esta pregunta:
«¿Habéis muerto?»“.
Finalmente, la Asamblea acordó un voto de confianza para
el Comité. Este voto tenía consecuencias importantísimas que
nadie había previsto.
La Asamblea, pisoteada, sólo podía expresar su
agradecimiento. Y lo hizo a través de Bazire. Fue, al igual que
ocurrió el 5 de septiembre, el órgano de la debilidad común.
Supo aprovechar la ocasión de los 50 millones que Billaud
quería entregar y que Robespierre, con dignidad, declaró
querer conservar. “¿En qué punto nos encontraríamos —dijo
Bazire— si Robespierre tuviera que justificarse ante la
Montaña?< No podemos rechazar su proposición; pide que la
Convención declare que su Comité cuenta con su total
confianza”. Ante esta llamada de los acusadores del Comité a
favor del Comité, la Asamblea al completo se levantó y dio su
voto de confianza.
Ese voto trajo consigo consecuencias inmensas que nadie
esperaba. Robespierre y la Asamblea se encontraron cara a cara
y la Asamblea tembló. Quien ha contado con esta ventaja
alguna vez la conserva durante mucho tiempo. Robespierre
supo hacerlo hasta el 9 de termidor.
La Convención iba a estar tan dominada a partir de ahora
que le devolvió su autoridad sobre dos importantes
organismos: justicia y policía. Quiero decir que el tribunal
revolucionario y el Comité de seguridad general fueron
renovados por completo bajo la influencia de Robespierre. En el
tribunal colocó a los suyos, hombres incondicionales (Herman,
de Arras, Dumas, Conffinhal, Fleuriot, Duplay, Nicolás,
Renaudin, Topino-Lebrun, Souberbielle, Vilatte, Payan, etc.). En
el Comité, con la sagacidad que le era propia, admitió una más
sabia composición y sólo introdujo dos hombres de los suyos,
Lebas y David, y dos hombres de su país, Lebon y Guffroy, y el
resto gente que era incluso más dócil que comprometida. Este
gran táctico sabía que en revolución el enemigo resulta a veces
más útil que el amigo. El amigo razona, examina y discute. El
enemigo, si tiene miedo, anda mucho más recto. Si le colocamos
en un raíl de hierro, anda sobre la vía rígida; como sabe que a
derecha e izquierda se encuentra el abismo, anda
perfectamente.
¿Quién era el que estaba más consternado? El Comité de
Salvación Pública. Había visto cómo Robespierre, el 25 de
septiembre, se había defendido solo, había venido solo y solo se
había aprovechado también de los efectos de la victoria. Un solo
hombre dominaba la República.
Un hombre en tres personas: Robespierre, Couthon y Saint-
Just.
Los otros cinco individuos del Comité que no
desempeñaban misiones no estaban de acuerdo, pero nadie les
escuchaba. El dantonista Hérault, los imparciales Barère, Prieur,
Carnot, Billaud-Varennes, el puro Terror, Collot d'Herbois, la
avanzada hebertista, todos, sea cual fuere su diversidad de
opiniones, se unieron contra Robespierre como un solo hombre.
Temían extremadamente que Couthon, que entonces
marchaba sobre Lyon con masas de campesinos armados, diese
a los robespierristas la sola gloria que les faltaba: un triunfo
militar. Dubois-Crancé, dantonista aliado a los exaltados de
Lyon, había hecho esfuerzos increíbles para salvar a todo el
sureste y lo logró. El fruto de este trabajo inmenso lo recogió
Couthon para coronarse y coronar a Robespierre. Los cinco del
Comité escribieron en tres días tres cartas a Dubois-Crancé para
penetrar en Lyon antes que Couthon. Lyon resistía haciendo
esfuerzos desesperados, y para caer eligió a su vencedor,
prefiriendo a Couthon, hombre sin intereses en este asunto, que
a Dubois-Crancé, desesperado y rabioso por aquel interminable
sitio y que al volver hubiera podido ejercer terribles represalias.
La fortuna de Robespierre se manifestó con el mismo
ascendiente en Lyon que en París, y al mismo tiempo el Comité
sufrió un terrible golpe ante la Convención.
El 3 de octubre, en una bella y suave mañana de otoño, en
la que los árboles, menos afectados por la estación que en el 92,
se desprendían lentamente de sus hojas, se denunció a la
Convención que el relator del Comité de seguridad, Amar, iba a
terminar su informe sobre los girondinos.
Aquella larga diatriba no añade ni un hecho más al
denunciado ya por Saint-Just. Los setenta y tres que habían
protestado en junio contra la violación de la Asamblea, estaban
allí presentes y la mayor parte de ellos no desconfiaban de
nada. Inmediatamente Amar pidió que “se cerraran las
puertas”. Los setenta y tres fueron arrestados. ¡Pobre rebaño!
¡Qué pronto iba a ser sacrificado!
De estos setenta y tres, los que han logrado vivir hasta
nuestros días, los Daunou, los Blanqui y otros, eran
sinceramente republicanos y habrían muerto por la República.
Hasta aquí todo este asunto tenía muy mal aspecto, se
parecía mucho a una emboscada. Algunos montañeses pidieron
que los setenta y tres fuesen juzgados por los veintidós, pero
aquellos encontraron en la Asamblea un defensor inesperado.
Robespierre se levantó y habló en favor suyo. El asombro llegó
al colmo.
“La Convención —dijo Robespierre— no debe multiplicar
los culpables; hay suficiente con los jefes. Si hay otros, el Comité
de seguridad general os presentará la lista. Yo emito mi opinión en
presencia del pueblo, sin rebozo, tomándole a este por juez.
¡Pueblo, a ti no te defenderá nadie más que el que tenga el valor
de decirte la verdad!”.
Habló Amar de leer las pruebas contra los setenta y tres y
contestó Robespierre que esa operación era completamente
inútil.
¡Asombrosa y tranquilizadora clemencia! La derecha, el
centro mismo, escucharon con terror aquellas palabras: “Si hay
otros, el Comité presentará la lista”.
Desde entonces se vieron suspendidos de un hilo: ¡el de la
humanidad de Robespierre!
Creía la Montaña que estos setenta y tres y la temblorosa
derecha reservados podían ser un arma que él podría manejar;
¿contra quién? Contra la Montaña y el Comité de Salvación
Pública.
El Comité representaba ante la Asamblea lo odioso de una
emboscada, mientras que Robespierre era el único hombre que
imponía la moderación —destaquemos la palabra— y el único
que entonces fue Clemente.
Y no era aquello opinión de un representante cualquiera sin
dominio: era la imperiosa clemencia de un hombre que, dueño
de los Jacobinos, del Comité de seguridad, del tribunal
revolucionario, podía acusar, arrestar y juzgar. Era una
restauración del derecho de gracia. Marat la ejerció el día 2 de
junio con tres representantes y Robespierre ahora con setenta y
tres.
Hasta este momento Robespierre no había hecho nada que
hiciera presagiar esto.
¿Qué nueva y extraña potencia se revelaba, que se ganaba a
la derecha y al centro, perdonándoles, y que por otro lado se
apoyaba en los que no necesitaban perdón, es decir, en los
hebertistas?
Robespierre, por boca de David, había respondido el 25 de
septiembre a Ronsin, el más cruel de los hebertistas, Ni los
mismos robespierristas comprendían ya a Robespierre. Uno de
esos robespierristas, redactor del Journal de la Montagne, que
atacó a los hebertistas, fue reprendido en los Jacobinos y fue
destituido de su cargo.
1793)

Robespierre aterrorizado por Saint-Just (10 de octubre) mientras que


pacifica gracias a Couthon (8-20 de octubre)

Recordemos los precedentes de Robespierre.


Juez de iglesia en Arras antes de 1789, la necesidad de tener
que condenar a muerte a un hombre le llevó a presentar la
dimisión.
Su papel en la Constituyente fue el de un severo y
entregado filántropo, idea que persiguió incluso con sacrificios
propios, tendiendo siempre al progreso de la humanidad.
Rechazó el cargo de acusador público.
Nació emocionado, temeroso, colérico (de cólera pálida).
Saint-Just le decía: “Cálmate: el imperio es de los flemáticos”.
Las traiciones y las disputas, la guerra de alfilerazos que le
había hecho la Gironda, agriaron extremadamente sus
sentimientos. La fatalidad deplorable que le obligaba a unirse a
Hébert para anular a los girondinos y a los exaltados; la dura y
humillante necesidad de apoyarse en la popularidad de la
prensa hebertista, debió de amargarle y, más que nada,
abochornarle. Lo que no quiso ser en el 90 lo fue en el 93: el
gran acusador público. Sus vehementes requisitorias
condujeron a la muerte a Custine.
Desde su triunfo del día 23, que había aterrorizado a la
Convención, que había puesto en sus manos la justicia y la
policía, desde este día en que asentó su poder sobre la ruina de
dantonistas y hebertistas, le fue más fácil llevar una política
más libre. Dio un paso en el camino de la moderación y las
circunstancias lo arrojaron en el Terror.
En octubre la estrategia empleada por Robespierre fue tan
oscura e inextricable que los robespierristas se equivocaban a
cada instante creyendo servirle, haciendo tal o cual servicio, que
después desautorizaba Robespierre.
Sin embargo, dos cosas se vieron claramente:
1ª Sus trabajos para evitar que los setenta y tres se vieran
envueltos en la pérdida de los girondinos.
2ª La moderación asombrosa que su alter ego Couthon, su
hombre, su pensamiento (en mayor medida que Saint-Just), osó
mostrar en Lyon durante el mes de octubre, hasta el punto de
poner en el extremo del furor a los amigos de Chalier.
Couthon, como Robespierre antes del 89, había sido más
que revolucionario un filántropo. Se conserva un drama suyo
que escribió entonces, prueba de su exquisita sensibilidad, en la
línea de La Chaussée.
Habían llegado los dos a una época en que si no tenían
clemencia en el corazón, la conservaban en el espíritu.
Robespierre quería arrancar a los dos partidos sus potencias: a
los dantonistas su clemencia y a los hebertistas su rigor; quería
transferir este poder de las manos impuras en que estaba a
manos de gentes honradas, es decir, de los robespierristas.
El intento era sumamente peligroso y no se podía llevar a
cabo más que sobre dos cuestiones completamente nuevas y
nunca sobre las que fueron irrevocablemente lanzadas en la
polémica revolucionaria.
Garat cuenta que en el mes de agosto hizo una tentativa
para salvar a la Gironda. Le leyó una especie de informe a favor
de la clemencia. Robespierre sentía un profundo dolor al
escucharle. Sus músculos se movían de forma involuntaria. Las
convulsiones habituales de sus mejillas eran más frecuentes y
violentas. En los fragmentos angustiosos se tapaba los ojos.
¿Qué podía hacer él por la Gironda? Nada, ni él ni nadie. Sólo si
la clemencia hubiera entrado en el corazón de todos los
franceses se habrían podido salvar.
Lyon, que estaba muy alejado de todo esto, valía más que
París para dar semejante sorpresa. Si la experta mano de
Couthon lograba desde allí poner en movimiento la nueva
política, un equilibrio en el terror y aplicar el terror incluso a los
terroristas, podía aportar una fuerza insospechada al partido de
Robespierre.
Todos los que tenían miedo (todo el mundo) iban a
decantarse por Robespierre. En ese inesperado día, una vez
abierto a la apretada masa a la que ahogaba, la inmensa
multitud prescindiría de sí misma. La Francia girondina,
realista (en buena medida) y clerical, lo habría olvidado todo y
se habría unido a un solo hombre. En el exceso de la alarma,
hacía mucha menos falta a la opinión el ideal político que la
seguridad personal. ¿Esta todopoderosa oleada de popularidad
le habría elevado al trono? No, al cielo.
¡Intrépida audacia!< ¿No denunciarían los hebertistas un
cambio semejante? ¿Llevar a Robespierre al abismo al que
bajaban los dantonistas? ¿No gritarían estos cuando el
despiadado les escamoteara la clemencia?
Había que conseguir que temblaran los unos y los otros, e
imponerles el silencio.
Robespierre estaba aún muy unido a los hebertistas, que le
necesitaban mucho. El 25 en los Jacobinos, les acusó, haciendo
que Ronsin fuera patrocinado por su hombre, David. Y el 3 de
octubre los miserables aún necesitaban justificarse por una
nueva traición cometida en la Vendée. Querían el poder del
ejército revolucionario, que también se lo disputaban los
dantonistas, y el día 4 publicaron un número extraordinario del
Padre Duchesne a seiscientos mil, contra Danton ausente, y que
según ellos había emigrado.
Robespierre lanzó el 4 por la noche a David para que
denunciase a los dantonistas. “Thuriot —dijo— conspira todas
las noches con Barère y Julien de Toulouse en la casa de la
condesa de Beaufort”. David, como miembro del Comité de
seguridad, tenía gran autoridad. A pesar de las denegaciones,
tuvo una gran repercusión.
Exacta o no, la denuncia indicaba al menos la presciencia
de Robespierre sobre una alianza contra él de elementos
heterogéneos. Barère se deslizaba como una anguila por todas
partes, siendo el intermediario probable, a menos que se le
aniquilara haciendo uso del miedo. Esto fue lo que se hizo el 4 y
el 15 a través de crueles ataques a los jacobinos, ataques que
afectaban mucho a la acusación y que olían a guillotina.
Había llegado el momento de constituir un gobierno
honrado que castigara a los malversadores y a los bribones sin
distinción de partidos. Fue proclamado el día 4 en dos decretos,
uno para contener a las autoridades en sus respectivas esferas
(aviso a la Comuna, a la monarquía de Hébert y Bouchotte) y el
otro para limitar los poderes de los representantes en los ejércitos.
Esta simple y censurable fórmula de centralización fue
proporcionada por Billaud-Varennes. El espíritu del nuevo
gobierno fue aportado el día 10 por Saint-Just.
Ese manifiesto original, entre muchas cosas falsas y
forzadas, declamatorias unas y otras excesivamente ingeniosas,
es tan imponente y respetable por su verdadero acento de dolor
sobre la irremediable corrupción del tiempo. Es la voz de una
joven alma, elevada, fuerte, despiadadamente pura, resignada a
una lucha imposible de sostener y en la que espera morir. Esta
voz estridente, metálica, hiere a todos los partidos. Todos
bajaban la cabeza al escucharla. Todos votaron por el gobierno
revolucionario hasta la paz y que los ministros dependerían del
Comité, pidiendo cuentas un tribunal a todos los que habían
manejado los fondos públicos.
El terror se apoderó de todos.
Lo que más horrorizaba era que Saint-Just no temía
denunciar a cuantos había defendido Robespierre hasta
entonces, nombrando en sus precisos términos al nuevo tirano
del mundo, la burocracia.
El terror común aproximó gentes que nunca se habían
hablado hasta entonces. Los indulgentes y los hebertistas se
vieron y se dieron la mano.
Así estaban las cosas cuando llegó el gran acontecimiento
de Lyon, los actos de clemencia realizados por Couthon, que iba
a dar a los coaligados grandes motivos para posicionarse en
contra de Robespierre.
Mientras que los hebertistas en París reclutaban un ejército
revolucionario, Couthon en su camino había reclutado otro de
campesinos. En su país natal, Auvergne, en el Alto Loira y en
todas las comarcas vecinas, arrastraba a la masa, dándole el
increíble sueldo al voluntario de tres francos diarios. Poco
después hubo de reducirse el salario porque se unieron
doscientos mil hombres.
Couthon, esperado y deseado por los lioneses como un
salvador que los defendería de Dubois-Crancé, recibió su
sumisión el 8 de octubre.
No se posicionó respecto a si librar un último combate para
cerrar el paso a dos mil desesperados que querían abrirse
camino espada en mano. Les dejó pasar.
El Comité, al recibir esta noticia, se estremeció. Reconoció
esa política inesperada, la que había salvado a los setenta y tres:
reinar por la clemencia.
¿Qué pasó en el Comité?
Collot d'Herbois, Billaud, Barère, órganos del furor común,
preguntaron qué ocurriría si después de haberse cumplido los
designios de la Revolución, llevada esta de la sangre y del
terror a la victoria, se encontraba finalmente ante la emboscada
urdida por un filántropo que se alzaría con el triunfo, que se
lavaría las manos por todo, renegaría de las severidades, tal vez
las penalizaría, que guillotinaría la guillotina y con sus restos se
construiría un altar.
Sólo quedaban dos cosas que hacer: o asesinar al tirano o
comprometerlo.
Collot se atrevió a escribir un decreto que borraba a Lyon
de la faz de la tierra. En su lugar se elevaría una columna en la
que se inscribirían estas palabras:
“Lyon se ha rebelado: Lyon ya no existe”.
Todos los miembros del Comité firmaron estas palabras y
obligaron a Robespierre a que firmara también.
Rara fuerza la de aquel gobierno, que teniendo bajo su
imperio a la Convención, a los jacobinos, al Comité de
seguridad, al tribunal revolucionario, debió firmar aquel
absurdo para no perecer a manos de los exaltados.
Pero al firmar exigía que se siguiera al pie de la letra la
denuncia de Couthon contra Dubois-Crancé, quien llamado a
París, dudaba entre volver o quedarse y reorganizar los clubs
en Lyon; optó por que se le arrestara y que se le llevara a París
por la fuerza.
Arrestar al hombre que en realidad acababa de prestar un
servicio inmenso, conducirlo por las calles de París entre dos
gendarmes, era una medida prodigiosamente impopular. El
Comité dio la orden a toda prisa, antes incluso de hablarlo en la
Asamblea, más que nada por perder a Robespierre (12 de
octubre).
El decreto exterminador fue llevado inmediatamente a la
Convención; se dice, se repite, llenando de alabanzas a
Robespierre, que sólo él ha podido encontrar la sublime inscripción.
“¿Cómo se explica —dijo inocentemente Barère— el paso
de dos mil hombres a través de sus fuerzas, que se componían
de 60.000 hombres?< Es un enigma para el cual no tenemos
calificativo”.
Dos dantonistas, Bourdon, de Oise, y Fabre d'Églantine,
pidieron una investigación. Así se trocaban los papeles. A los
Indulgentes les hubiese gustado que hubiera corrido la sangre.
La Montaña votó al unísono, al igual que lo hizo la
Convención.
La alianza de los dantonistas y hebertistas quedó
consumada. Los odios mutuos reaparecerían a menudo, pero
siempre con una probabilidad de conciliación en el odio que les
profesaba Robespierre.
(16 1793)

Proceso de la reina (14-16 de octubre).—Bloqueo de Maubeuge.—


Posición de Wattignies.—Ataques infructuosos del día 15.—Esfuerzos
desesperados del día 16.

El Comité de Salvación Pública, por su elevada declaración de


honradez absoluta y de guerra a los partidos hecha el día 10 por
Saint-Just, se colocó en la necesidad absoluta de vencer al
extranjero. A la menor caída todos los partidos gritaban contra
el Comité.
Robespierre especialmente, veía su suerte suspendida de
esta especie de lotería de la victoria. Hizo que esto se escuchara
el día 11 en los Jacobinos, dijo que esperaba la batalla y que
estaba preparado para morir.
Para franquear este abismo era necesario matar a la reina,
matar a los girondinos y batirse con los austriacos.
A los amigos de Chalier, a los furiosos patriotas de Lyon,
sólo se les podría hacer callar arrojando a sus pies la cabeza de
la austriaca.
A las banderas acusadoras de Dubois-Crancé, oponer las
banderas negras y amarillas de Austria, una gran victoria sobre
la coalición.
La reina fue expedida en dos días; comenzó el proceso el
día 14, quedó concluido el 15 y fue ejecutada el 16, día de la
batalla. Su muerte fue muy poco sentida en París. Se pensaba en
otras cosas, en los escándalos de Lyon, la lucha terrible,
desesperada, que sostenía el ejército del Norte.
La reina era la culpable. Ella llamó al extranjero. Esto ha
quedado hoy demostrado52. No se tenía entonces ninguna
prueba. Ella quiso defender su vida. Dijo que era una mujer,
una esposa obediente, que no había hecho más que la voluntad
de su marido, arrojando sobre él la culpa.
Lo que hubo de sorprendente en este proceso es que se hizo
comparecer a testigos inútiles, hombres ya condenados a
muerte, tales como el constitucional Bailly, el girondino Valazé,
Manuel o la Montaña moderada; tres muertos para testimoniar
una muerte.
Terrible momento. La República guillotina a una reina y los
reyes, con su coalición, guillotinan un reino. Polonia muere
junto con María Antonieta. Los verdugos de Polonia han
terminado su trabajo al mismo tiempo que los de ella. Prusia
está gozosa; el espectáculo es conmovedor. Ya puede Prusia
moverse, marchar sobre el Rin, ganar el oro inglés, ayudar a
Austria, que esta vez no saca nada en la cuestión de Polonia y
quiere decomisar Alsacia. Austria y Prusia quieren hundir las
puertas de Francia el 13 de octubre. El cálculo de Carnot, que
debilitó las fuerzas del Rin para vencer en el Norte, se va a
volver contra él.
Carnot parece hombre perdido. Barère ha sido quien pese a
Robespierre, a Bouchotte y a Hébert, metió en el Comité a
Carnot.
¿Qué podía hacer este hombre cuando nuestros ejércitos
permanecían inmovilizados por la miseria, incapaces de seguir
sus cálculos? Las administraciones militares (subsistencias,
equipos, transportes), la caballería inclusive, estaban
destrozadas. Por ello esos pobres ejércitos paralíticos no podían
tomar la ofensiva; apenas realizaban algunos débiles
movimientos.
Hoche decía duramente: “Hacemos una guerra de azar, de
relumbrón; no tenemos iniciativa; seguimos al enemigo hacia
donde él quiere llevarnos”.
El Comité se despertó. El contraste era grande. Los
austriacos actuaban científicamente, como haría un buen
geógrafo que estudiara el país, siguiendo el curso de las aguas y
la serie escalonada de las plazas fuertes. La principal arteria del
Norte estaba en su poder: el Escaut, Condé y Valenciennes.
Después se apoderó de una posición inexpugnable en Quesnoy,
cerca de la hermosa floresta de Mormal. Otro hubiera avanzado
hacia el centro, pero el austriaco prefería arraigarse en el Norte,
tomar Landrecies y Maubeuge, veinte mil hombres, un ejército,
la mayor parte de las reclutas nuevas. El 28 de septiembre por
la mañana, el austriaco, más rápidamente de lo que se esperaba
dada su natural pesadez, pasó el Sambre. Ni Maubeuge ni el
campo tenían provisiones. Desde el octavo día comieron carne
de caballo. Los austriacos tenían ya desde la víspera sobre la
villa veinte cañones, pero nada tenían que hacer.
Los asediados, muertos de hambre, se vieron obligados a
pedir su gracia.
La llanura estaba incendiada. A todo se le prendía fuego. El
llanto de los campesinos refugiados, el extraordinario número
de heridos y los gritos desmoralizaban a los soldados. El
representante Drouet creyó perdida la población, por lo que
intentó pasar y fue cogido, enviándosele directamente a
Spielberg. Trece dragones fueron más afortunados: pasaron a
través de las balas, yendo a pedir auxilio a treinta leguas de
distancia, regresando aún a tiempo para tomar parte en la
batalla.
El general Houchard había aguantado un mes. Después se
le condujo a París para guillotinarle. Nadie quería dirigir
ejércitos. Se nombró a Jourdan, quien jamás había tenido
mando. Se negó, pero le obligaron a aceptar. Se sacrificó.
Jourdan comenzó por buscar el ejército que debía dirigir. Se
había dispersado buscando comida. Aquel país en treinta
leguas no tenía ni un solo almacén. La mitad de ellos estaban
bloqueados o en las guarniciones, tristes reclutas en chaqueta y
zuecos. Jourdan se detuvo en Ardennes para completar el
ejército del Norte y en Guise reunió cerca de cuarenta y cinco
mil hombres.
Cobourg acababa de recibir doce mil holandeses y ya
contaba con ochenta mil soldados; no olvidó tampoco llamar a
los ingleses, que estaban a dos pasos. Dejó treinta mil hombres
para que vigilaran a los famélicos de Maubeuge y él, con el
cuerpo principal de sus fuerzas, marchó a dos leguas sobre un
encadenamiento de colinas, de pequeños pueblos, cerrados
todos los caminos por espesas arboledas. Las alturas estaban
coronadas por las fuerzas austriacas, cuyos formidables
cañones mostraban al enemigo la reluciente garganta. La
infantería húngara, fuerte, vigilaba próximamente. Detrás se
encontraban las gruesas masas austriacas y croatas. A un lado,
en la llanura, se veían innumerables batallones que la artillería
había diezmado.
Más dirigía el excelente general Clairfayt, primer hombre
de guerra del imperio austriaco, que Cobourg.
Se trataba de otro Jemmapes, pero a lo grande; ejército
triple y victorioso, posiciones más penosas, más ásperas.
Cobourg recorría este anfiteatro, este admirable
encadenamiento de postas, de barreras artificiales y naturales,
de fuerzas de todo género que se unían y prestaban apoyo: “Si
vienen aquí, me hago sans-culotte”, decía Cobourg.
No se cumplió la promesa de Cobourg. Llevado a Francia,
le costó mucho ponerse el gorro frigio. Sus bandas atravesaron
la ciudad de Avesnes, cantando a voz en grito los himnos
patrióticos; estos graciosos descalzos eran los conquistadores
del mundo.
El día 14, cuando Maubeuge comenzó a recibir las bombas
austriacas, creyó oír el cañón al fondo durante los intervalos.
Estaba en lo cierto. Carnot y Jourdan estaban frente al enemigo;
se miraban, se tanteaban. Muchos querían salir de Maubeuge,
pero otros temían una traición y no salieron.
Cuando Carnot llegó llevando consigo una terrible
responsabilidad, la necesidad de Francia, la vida o la muerte de
la República, la causa de las libertades del mundo, este gran
hombre sintió reparos y se preguntó si era realmente necesario
arriesgarlo todo, jugarse el mundo a una sola carta. Quiso
atacar toda la línea enemiga, realizando un golpe audaz que
pusiera su causa en probabilidad de victoria, guardando sus
comunicaciones de la carretera de Guise, donde estaban
reservadas las fuerzas del levantamiento en masa, de suerte que
si ocurría una derrota, esta población fuese la trinchera que les
protegiese para la retirada: ante él tenía tres poblaciones:
Wattignies a la izquierda, a la derecha Leval, etc., y Doulers en
el centro. Sus tres divisiones marchaban unidas, pero en un
momento determinado debían penetrar en el centro y marchar
sobre Maubeuge, cayendo sobre Cobourg y obligándole a
volver a atravesar el Sambre.
La derecha, victoriosa al primer empuje, se instaló en la
llanura en vez de forzar las alturas y encontró a la caballería
enemiga, que la dispersó inmediatamente, apoderándose de
todos sus cañones. Desorden. Un momento después los
voluntarios se habían repuesto con el aplomo de soldados
viejos.
La izquierda salió mejor. Marchó hacia Wattignies, pero le
faltaba el centro que le sirviera de apoyo.
Durante cuatro horas, en el centro, subiendo hacia Doulers,
nuestros ejércitos y Jourdan en persona combatieron con las
bayonetas. Al primer choque quedó derribado el enemigo. Los
nuestros llegaron sin respiración al pie de las alturas,
encontrándose frente a los cañones salpicados de metralla.
Algunos soldados siguieron la marcha. Un tambor de quince
años penetró en Doulers y en la plaza de la iglesia tocó a la
carga detrás de los austriacos. Los batallones comenzaron a
dispersarse.
En 1837 se encontraron los huesos del pobre tambor entre
los cadáveres de siete granaderos húngaros.
En el momento en que los nuestros dudaban bajo las fauces
de las ametralladoras, la caballería austriaca hizo un ataque a
nuestro flanco. Fuimos lanzados hacia atrás.
Jourdan, tras cuatro horas de esfuerzos, quiso que el centro
atacase lateralmente. Carnot se enteró de ello y le dijo:
“¡Cobarde!”. Jourdan quiso hacer como Dampierre, dejarse
matar. Una y otra vez condujo a sus tropas hasta la boca misma
de los cañones enemigos. Ni un soldado nuestro retrocedió.
Todos se abrazaron a la muerte.
La noche puso fin a esta espantosa ejecución. Cobourg creía
haber vencido. ¿Qué hombres no hubiesen perdido su valor?
Se repitieron con entusiasmo las palabras del mariscal Saxe:
“Una batalla perdida es una batalla que se cree haber perdido”.
Los nuestros incluso después de sus atroces pérdidas no se
creyeron derrotados.
Se dice que Carnot recibió por la noche un aviso
importante. ¿Cuál? No lo sabemos. Pero resulta fácil de
adivinar. La noche del 15 al 16 recibió Carnot la noticia de que
el 13 Prusia y Austria habían forzado las líneas de Alsacia y las
puertas de Francia.
Bajo pena de muerte había que vencer el 16.
Ese mismo día moría la reina.
El día 16 fue cuando ocurrió el verdadero aniquilamiento
de la Vendée. Pasó el Loira y este inmenso ejército corrió hacia
el oeste. ¿Sobre quién se arrojaría? ¿Sobre Nantes o sobre París?
La desesperación iluminó a Carnot y a Jourdan y realizaron
algo increíble. De cuarenta y cinco mil hombres que tenían
tomaron veinticuatro mil y los llevaron a la izquierda, dejando
débiles las líneas del centro y de la derecha. El centro y la
derecha podían ser sacrificados.
El destino de Francia, cómplice de una operación tan
arriesgada, nos concedió una fuerte niebla en octubre. Si
Clairfayt hubiese tenido luz para observar todo, se habría
perdido. Este asunto tomaba un carácter cada vez más ridículo;
si Jourdan y Carnot eran sacrificados el eterno ridículo les
perseguiría para siempre.
El 16 de octubre de 1793, a mediodía (en el momento
preciso en que la cabeza de la reina caía en la plaza de la
Revolución), Carnot y Jourdan, silenciosos, marchaban con la
mitad del ejército (¡dejando únicamente el vacío tras ellos!)
hacia la llanura de Wattignies53.
Wattignies es una soberbia posición bordeada por un
pequeño río, dos arroyos y rodeada de gargantas estrechas y
profundas. La peligrosa marcha que había de hacerse sobre sus
pendientes era terrible para un ejército, y más si se tiene en
cuenta que en las alturas se encontraban las fuerzas más feroces
del ejército enemigo, los croatas, los emigrados, dispuestas para
el ataque.
La niebla se despejó a la una de la tarde. Los austriacos
distinguieron a nuestro ejército, que ya estaba al pie de las
trincheras. “¡Viva la República!”, oyeron gritar con entusiasmo.
Tres columnas subieron por las pendientes accidentadas que
daban acceso a la población.
Los austriacos hicieron descargas cerradas. Nada detuvo a
nuestros soldados. Subieron sin hacer caso de la pólvora
enemiga. Hasta cañones llevaban consigo. Cada columna tenía
su artillería volante. Se las dispuso y comenzaron los franceses
a hacer fuego mortífero contra el austriaco, que no sabía si
asombrarse de la heroicidad sublime de aquellos republicanos.
Tres regimientos austriacos desaparecieron. Su propia
artillería sirvió para que los nuestros los diezmasen.
Una sola de nuestras brigadas sufrió considerablemente
por haber encontrado de frente el espantoso huracán de la
caballería enemiga. Cobourg luchó terriblemente.
¡Prodigiosa firmeza la de nuestros soldados! No se alteró
nada. Esta desafortunada columna se volvió a formar a dos
pasos de allí. Carnot y Duquesnoy, los representantes del
pueblo, destituyeron al general, tomaron el fusil y marcharon a
pie, mostrando a los jóvenes soldados cómo se habían de servir
del arma.
Carnot llevaba dos feroces perros de pelea consigo: a
Duquesnoy, el representante, y a su hermano, el general. El
primero, antiguo fraile, después campesino y finalmente
militar, había nacido enfadado. En pradial no se quedó corto;
otros se hirieron y él se atravesó el corazón. Su hermano, uno
de los exterminadores de la Vendée, herido de pies a cabeza,
enseguida murió en los Inválidos. Estos fueron en realidad los
dos exaltados que con Carnot y Jourdan, ganaron la batalla.
Jourdan, invencible, centró toda su atención en la llanura de
Wattignies.
El enemigo se aprovechó de la extrema debilidad en que
había quedado nuestra ala derecha. Había conseguido que se
doblegase sin ningún esfuerzo y cogió sus cañones. Cobourg,
sin embargo, no supo cómo explicarse el golpe que acababa de
recibir en Wattignies y partió sin informar del estado de las
cosas y sin esperar a York, que llegaba a socorrerlo. Multiplicó
su fuego para despistar a nuestras tropas y volvió a atravesar el
Sambre. Maubeuge había sido liberado.
Esta batalla tuvo muy buenos resultados.
Durante algún tiempo cubrió el norte de Francia y le
permitió con más desahogo la defensa y ataque en el Rin.
Durante el invierno nos dio la paz interior, y
desgraciadamente tiempo de sobra para que se exterminaran
los partidos.
Carnot, que obtuvo la victoria, se encerró en su despacho
de las Tullerías y dejó que triunfaran sus colegas.
Jourdan, que es a quien se quería destinar a Bélgica sin
víveres ni caballería, hizo algunas observaciones y fue
destituido.
La gran cuestión del Rin fue confiada a Pichegru y Hoche,
dos soldados convertidos de repente en generales en jefe. La
República arrastraría todo esto.
(13 8 1793)

La victoria salva a Robespierre de Collot y Philippeaux (19 de


octubre).—Proceso de los girondinos (24-30 de octubre).—Muerte de
los girondinos (30 de octubre).—El proceso es sofocado con un decreto
(29 de octubre).—Muerte de los girondinos (30 de octubre).—Débil
efecto de la ejecución.—Muerte de madame Roland (8 de
noviembre).—Muerte de Roland.

La batalla tuvo lugar más tarde de lo que se esperaba. Todo el


mundo esperaba con ansiedad noticias de las batallas. Pero el
más impaciente era Robespierre. Si se obtenía la victoria se
debilitaría la victoria de Lyon, pasando quizás esta como un
acto imperceptible. Dubois-Crancé estaba ya en camino,
prisionero, llevando sus banderas.
Ni el 13 ni el 14 se tuvo noticia alguna. Temeroso de lo que
pudiera ocurrir, Robespierre aprovechó una ocasión para
ponerse a alguna distancia de Couthon. Para defenderse del
ataque al indulgente, atacó él a un dantonista, Julien de
Toulouse, quien había logrado que Hébert, en la Comuna,
aprobase la apología sobre los girondinos de Burdeos. “No —
dijo Robespierre—; no puedo hacer negocio o cuestión de
mercancía de la sangre humana como Julien. La toma de Lyon
no ha satisfecho en absoluto al espíritu de los buenos
ciudadanos. ¡Cuántos traidores, cuántos ladrones impunes! ¡No;
es preciso que sean vengadas las víctimas y sean
desenmascarados y exterminados los monstruos o que yo
muera!”.
Así retrocedía Robespierre abandonando a Couthon.
Hébert retrocedió y la Comuna quemó la apología de Julien.
Habría sido poco digna la retirada de Robespierre si al
mismo tiempo no hubiera dado otro golpe.
Un jacobino influyente, amigo de Hébert y de Collot,
desapareció en la mañana del 15, sin que nadie pudiera saber
dónde se hallaba.
Collot llegó por la noche a los Jacobinos tan furioso, que los
robespierristas pidieron una investigación. Se trataba de
Desfieux, el ex espía del Comité de Salvación Pública, que vivía
con un hombre más sospechoso todavía, con el austriaco Proly,
bastardo del príncipe de Kaunitz. Habían desaparecido los dos.
Collot arrojó combustible a las llamas, queriendo adivinar qué
misterio era el que el Comité tenía tanto empeño en ocultar.
Gritó, gesticuló, lloró, rió y dijo: “Se nos hará desaparecer a
todos: hoy uno, mañana otro<”. De allí marchó a la Comuna,
reanudando la escena ante las tribunas conmovidas y la
asamblea del consejo general. Todos sintieron su congoja y se
llamó a la policía. Nadie sabía nada todavía. Por fin parece que
Collot adivinó que el autor de la desaparición era el Comité de
seguridad.
¡Un jacobino que ha sido raptado, a espaldas de la
Sociedad, a espaldas de toda autoridad, del Comité de
Salvación Pública, de la Comuna, de la policía municipal y de
los comités de su sección! Era un acto nuevo y renovado de la
inquisición de Venecia. La Sociedad al completo se puso en
movimiento. Fue al Comité de seguridad general y le arrebató a
Desfieux. El día 17 volvió triunfante a los Jacobinos.
Collot, ese mismo día, luchó contra Couthon y Robespierre,
ya que quería devolverles todos y cada uno de los golpes.
Couthon, para reconciliarse con la Sociedad, pidió cuarenta
jacobinos que le ayudaran a regenerar Lyon. “Solo hay una
palabra que me hiere en estas noticias de Lyon —dijo
maliciosamente Collot—, y es la brecha por donde han huido
los rebeldes. ¿Debemos creer que pasaron por encima de los
cuerpos de patriotas, o bien que estos hoy se sentirán molestos
por haberles dejado pasar?
La Sociedad, no muy satisfecha, admitió de mejor gana la
proposición que Robespierre hacía tiempo había rechazado, la
de que los cadáveres de Marat, Chalier y J. J. Rousseau yacieran
juntos en el Panteón.
Después de las discusiones que hubo aquel día parecía
probable que Dubois-Crancé tuviera una buena acogida. Con él
llegó desde Lyon el amigo de Chalier, la víctima de los
girondinos, el segundo Chalier, Gaillard, quien durante todo el
sitio estuvo sumido en los calabozos y que sin esperar nada de
Couthon, venía a pedir venganza a la Asamblea, a los jacobinos.
Dubois-Crancé y Gaillard llegaron a París el 19, el mismo
día en que Philippeaux pronunció contra Robespierre un
terrible discurso por la protección que este había prestado en
septiembre a Ronsin y a los exagerados.
Estaba acorralado.
Pero el mismo día cayó del cielo, como enviada por la
providencia, la noticia de la victoria.
Robespierre estaba salvado y el esfuerzo de sus enemigos
para perderle se había atenuado; Dubois-Crancé, recibido en la
Convención, no fue autorizado a hablar. En los Jacobinos,
conducido por Collot, demostró mucha prudencia,
justificándose sin acusar a nadie. Aduló a los jacobinos,
ofreciéndoles la bandera lionesa que cogió con sus manos. Aún
así la Sociedad ni se inmutaba. Gaillard, mostrado por Dubois
como una víctima, como una reliquia, produjo poca emoción.
Antes de que se le dejara hablar ocurrieron mil pequeños
incidentes y fríos discursos. Habló finalmente, pero con
extraordinaria sequedad y una brevedad desesperada. Un mes
después se suicidó.
Los jacobinos demostraron en estas circunstancias que eran
buenos políticos, menos tendentes al fanatismo que lo que
generalmente se creía.
Couthon, que los conocía perfectamente y que contaba con
ellos, mostró más serenidad que Robespierre. Neutralizó en
Lyon todos los anhelos de venganza. Se dedicó a organizar
poco a poco los tribunales. Cuando recibió el decreto
exterminador respondió con entusiasmo en la Convención, pero
nada hizo en este sentido. Apenas si habían perecido algunos
hombres. Couthon esperó hasta el 25 sin tomar ninguna medida
contra la emigración. Más de 20.000 hombres que se
encontraban en peligro de muerte salieron de Lyon, la mayor
parte de ellos pobres obreros.
La muerte de los girondinos pedida desde hacía mucho
tiempo era el calmante que se creyó que había que suministrar
para aplacar el furor de los exaltados, que se indignaban al ver
cómo esta inmensa presa que era Lyon se fundía y se les
escapaba de las manos.
Los veintidós diputados arrestados el día 2 de junio se
redujeron a doce, pues los demás se fugaron y otros murieron.
Se añadió a otros que no estaban en la Gironda.
Fouquier-Tinville por décima vez había pedido los
documentos. Se sabía que los jacobinos se habían apoderado de
ellos. Los buscaron durante varios días en sus archivos. Por fin
se encontró un expediente, pero tan insignificante, que
Fouquier prescindió de él. Ningún expediente se dio a los
defensores anticipadamente. El día de la apertura de los
debates Fouquier aún continuaba buscando.
No se sabía cómo iba París a presenciar esta hecatombe. La
inmensa mayoría de las secciones eran girondinos, pero,
aunque no lo fueran, el espíritu revolucionario terrible, que
entonces dormía, podía despertarse ante nuevos y atroces
derramamientos de sangre. París había envejecido y los
girondinos lo mismo. Se les exhumó para matarlos.
Sin embargo se pensó que podía resultar útil dotar de un
carácter burlesco a la tragedia, como la cola del perro de
Alcibíades. Las mujeres de los clubs, tocadas con el gorro rojo,
vestidas de hombre y armadas, se paseaban por Les Halles y les
pareció mal que las verduleras no luciesen la escarapela. Estas,
realistas y muy coléricas, como bien es sabido, se lanzaron
sobre las bellas amazonas y sus robustas manos les propinaron,
para gran regocijo de los hombres, una indecente paliza. En
París no se hablaba de otra cosa. La Convención celebró un
juicio pero contra las víctimas; prohibió que las mujeres se
reunieran. Así fue como esta gran cuestión social se zanjó por
casualidad.
Otra cosa contrarió enormemente a los girondinos. Se
comenzó su proceso inmediatamente después del diputado
Perrin, condenado al hierro por especulaciones escandalosas y
expuesto el día 19 en la plaza de la Revolución. Encontraron el
patíbulo manchado por un ladrón. La multitud ya no miraba
hacia allí porque como veía que eran ejecutados entre los
ladrones y los monárquicos, se interesaba menos por su suerte.
Realistas y girondinos fueron mezclados hábilmente.
La reina pereció el 16, los girondinos el 30, madame Roland
el 8 y al día siguiente un monárquico, Bailli. El girondino Girey-
Dupré el 21 y poco después el realista Barnave. En diciembre
las ejecuciones de girondinos se hicieron también mezclando a
Kersaint, Rabaut y Dubarry.
¡Cuánto mejor hubiera sido para ellos perecer el 2 de junio
sobre los bancos de la Convención! No habrían subido a la
guillotina después de la reina, en esa irritante mezcla realista,
como un miserable anexo del procesamiento de la realeza.
¡Ellos también estarían muertos, enteros, con un corazón al que
no se había vencido! No habrían sufrido el debilitamiento y la
alteración que provocaban los largos períodos de
encarcelamiento. No habrían intentado defender su vida.
Habrían muerto como Charlotte Corday.
Salvo esa debilidad que se vieron obligados a defender,
mostraron los girondinos extraordinaria constancia en sus
principios: republicanos sinceros, invariables en su odio a los
reyes y llenos de inmutable fe en las libertades del mundo.
Siempre fueron fieles a la filosofía del siglo XVIII. Exceptuando
dos, el marqués y el obispo, Fauchet y Sillery, el resto eran de la
religión de Voltaire y Condorcet.
Aún se pueden ver las celdas que ocuparon los girondinos,
cuyos muros están llenos de inscripciones. No hay ni una sola
cristiana. No vemos más que una vez el nombre de Dios. Todas
respiran el sentimiento del heroísmo antiguo, el genio estoico.
Vergniaud escribe:

Potius moriquam fœdari.


La muerte y no el crimen.

Las mediocres memorias de Brissot, escritas en su larga


prisión, atestiguan el mismo carácter. Intuimos un corazón que
no se apoya más que sobre el deber y el derecho, sobre el
sentimiento de inocencia, sobre la esperanza del progreso y de
la futura dicha de los hombres. ¿Se creerá que uno de aquellos,
puesta la cabeza bajo la guillotina, no se preocupa más que de
un tema sobre el que vuelve siempre: la esclavitud de los
negros? Indiferente ante su tortura, se preocupa sólo de la
tortura del género humano.
Los tres grandes procesos del tribunal revolucionario (los
de la reina, los de los girondinos y los de Danton) fueron
instruidos por el mismo individuo, Herman, presidente del
tribunal. Era natural de Arras y amigo de Robespierre. Entre las
listas de hombres a quienes se debía conceder altos cargos, en
primer lugar figura el de Herman. Un distinguido hombre de
letras de Arras que aún vive a pesar de su avanzada edad, me
ha contado muchas veces que le conoció. Era un hombre de
siniestra figura y dulce voz; era tan bizco de un ojo que parecía
tuerto.
No hubo hipocresías en el proceso. Se vio desde el primer
instante que se trataba de matar. Prescinde de las formalidades
empleadas aún por entonces en el tribunal revolucionario.
Nada de documentos comunicados. Los acusadores Hébert y
Chaumette fueron recibidos como testigos. Ninguna defensa de
abogado. Muchos acusados ni siquiera pudieron hablar, cosa
muy necesaria en un proceso en que los distintos procesados lo
eran atribuyéndoles a cada uno un delito distinto, a los unos de
hecho, a los otros de palabra y a otros de opinión.
Lo que resultó muy chocante fue el ver llegar a los
veintidós para acabar con ellos, muertos de antemano, juzgados
sólo por la ceremonia y por hombres que a su vez estaban en
peligro y que, sometidos a un miedo extremo, creían poder
comprar su vida haciéndose verdugos.
Desfieux, arrestado y violentamente liberado por Collot por
el motín de los jacobinos, también quiso arrojar una piedra a
estos moribundos, acusándoles de escribir una carta capaz de
acabar con él. “¡Eh, buen amigo! —le dijo Vergniaud—. Si
hubiésemos tenido interés en perder a alguien, no hubiese sido
a ti, sino a Robespierre”.
Chabot estaba en el mismo caso y no era cruel, pues cuando
Marat fue a Robespierre a pedir favor para los girondinos, se
encontraba presente y dejó entrever gran interés hacia ellos.
Pero el ex monje, hombre de carne, lujurioso, cobarde y vago, se
moría de miedo, haciendo a la vez todo lo que hacía falta hacer
para morir. Se iba haciendo rico, engordando y se casó con la
hija de un banquero. Cuanto más se enriquecía más crecía su
miedo. Delante de Robespierre se desvanecía. Por
atolondramiento, le había herido en un artículo delicado de la
Constitución. ¿Cómo podía volver a contar con su aprobación?
Se entretuvo escribiendo una larga y reseñable novela, con una
trama muy compleja; el conjunto era ingenioso, pero los
detalles habían sido mal elegidos y resultaba excesivamente
novelesco. ¡Acusaba a los girondinos de ser los autores de las
masacres de septiembre, de la tentativa de asesinato en marzo
(es decir, de haber querido asesinarse a sí mismos) y finalmente
del robo del Garde-Meuble!
A los girondinos se les acusaba de haber sido amigos de
Lafayette, de Orleáns y de Dumouriez. De no haber estado
ausentes los tres habrían dicho, sin ninguna duda, lo que por
otro lado era cierto, que habían encontrado en la Gironda su
principal obstáculo, al contrario de lo que se hubiera podido
pensar. En 1794 declara por Dumouriez, seis meses después de
su muerte, diciendo que fue su enemigo mortal y lo demostró
soltando un torrente de injurias. En realidad fue Brissot quien
por su vigorosa iniciativa de declarar la guerra a Inglaterra
rompió la horrenda trama de la traición de Dumouriez y cortó
las alas a su fortuna.
La declaración de guerra a todos los reyes les fue imputada en
el proceso. Esto les pertenece, les hace permanecer en la historia
y es su mayor título de gloria eterna.
Por lo demás, si eran culpables o no, lo primero que había
que hacer era separar a los que por error se habían introducido
entre los girondinos y no lo eran.
Fonfrède y Ducos, por ejemplo, sentados a la derecha,
votaban con la Montaña casi siempre. El mismo Marat defendió
a Ducos el 2 de junio. Estos dos jóvenes representantes, que
entonces no corrían peligro alguno, se quedaron para proteger a
sus colegas, y este acto les hizo parecer más girondinos de lo
que lo eran por convicción. Nadie había en la Montaña que no
se interesara por ellos.
Dos hombres había aparte que no se podían confundir con
la Gironda. Francia no podía tocar a Mainvielle y Duprat, que
se perdieron por ella, y que inspirados por su frenético
patriotismo, se inmolaron, se deshonraron, para darle su más
bella victoria: la conquista de Avignon.
¿A quiénes habían tenido por aliados y amigos en esta
guerra de Avignon? Al alcalde de Arlés, Antonnelle, y era
precisamente él quien presidía el jurado. Antonnelle, ex
marqués, obligado a ser implacable, áspero, rudo, amante
sincero del terror, no se turbó menos al ver entre estos
desgraciados a los dos hombres que con él rindieron a Francia
tan inmenso servicio. Y que cuando esta hubiese amontonado
sobre ellos el oro y las coronas cívicas, seguirían siendo sus
acreedores.
Duraba ya siete días el triste proceso. No se adelantaba un
paso ni se sabía cómo continuar. El enredo que se hacía era
terrible. Primero era necesario guillotinar el proceso para poder
después guillotinar a los acusados.
Fouquier-Tinville leyó el día 29 de octubre la ley sobre
aceleración de juicios. Herman preguntó a los jurados si estaban
suficientemente informados. Antonnelle respondió
negativamente.
Se quería terminar. Se corrió a los Jacobinos y se obtuvo
una diputación para pedir a la Asamblea que decretara que al
tercer día del juicio el jurado podía decir que estaba informado y
cerrar los debates. La minuta del decreto se encontró, escrita
por Robespierre. ¡Cosa extraña! Un indulgente fue quien apoyó
el decreto, el dantonista Osselin, hombre aterrorizado y en
peligro de perder su vida. Juntamente con él vivió una
emigrada a quien ocultaba. Después, para salvarse entregó el
cuchillo para rematar a los girondinos. Él mismo fue detenido
algunos días después.
El decreto exigía tiempo. Herman, para evitar que hablara
Gensonné, el legista de la Gironda, que quería resumir todas las
defensas, consultó a este, al otro; hizo como que reflexionaba,
empleó mil ardides. Finalmente a las ocho de la noche llegó el
decreto. ¿Podía aplicarse a un asunto que pertenecía a otra
legislatura? No se analizó con tanto detalle. El jurado al no
tener nuevas pruebas ni nuevos debates, tras pasar un día
divagando, de repente encontró la inspiración y lo declaró.
Todos fueron condenados a muerte.
Muchos no lo creían y profirieron gritos de maldición;
Vergniaud, que estaba preparado para su destino, se mantuvo
impasible. Valazé se atravesó el corazón.
La escena fue tan terrible, que hasta los gendarmes
quedaron paralizados. Los acusados hubieran podido asesinar
a sus acusadores sin que se lo hubiese impedido nadie.
Pero lo más trágico de la escena tuvo lugar entre el
auditorio: “¡Ah, desgraciados! —gritó Camille Desmoulins—.
¡Soy yo, es mi libro quien los ha matado!”.
Era casi medianoche. El muerto y los vivos descendieron a
las tenebrosas salas de la Conserjería.
Los girondinos cantaron con voz dolorosa los versos de La
Marsellesa.

Contre nous de la tyrannie


Le couteau sanglant est levé54.

Los demás prisioneros velaban y esperaban. Se les


respondió con gritos y sollozos desde todos los calabozos.
Ellos no lloraban. Un amigo les envió una comida muy
cuidada y delicada para su último banquete.
Dos curas quisieron confesarlos. Sólo aceptaron el obispo y
el marqués, Fauchet y Sillery.
Si se ha de creer a uno de estos curas, quien él mismo
confiesa no haber entrado en la sala donde estaban todos los
girondinos, estos pasaron toda la noche discutiendo acerca de la
religión. Para creerlo sería necesario desconocer los tiempos y el
carácter de la Gironda.
¿De qué, pues, hablaron? ¡Pobres gentes! ¿Por qué
decíroslo? ¿Sois dignas de saberlo?
Hablaron de la República, de la Patria. Eso es lo que dijo su
compañero de prisión.
Hablaron (lo afirmamos y lo juramos si fuera necesario) de
la Francia salvada por la gloriosa batalla que la cerró a la
invasión. Y en esto encontraron el consuelo de su desgracia y de
sus pecados. Sin ninguna duda, si ellos hubiesen comprendido
a tiempo sus errores se habrían arrepentido de haber
comprometido la unidad de la patria. Vergniaud dijo: “Yo solo
he escrito esas cosas cuando estaba traspasado de dolor”.
¡Noble y sincera confesión ante la muerte de un hombre que
despreciaba la vida!
Fundadores de la República, dignos del reconocimiento del
mundo por haber deseado la cruzada del 92 y la libertad para
toda la tierra, necesitaban lavar su mancha del 93 y entrar
gracias a la expiación en el templo de la inmortalidad.
El día 30 de octubre amaneció triste y lluvioso, uno de esos
días pálidos que tienen todo el tedio del invierno pero no tienen
aún ni su nervio ni su saludable austeridad. En esos tristes días
destemplados, la fibra se ablanda; muchos están con el ánimo
por los suelos. Se había puesto especial cuidado en prohibir que
en adelante se suministrase ningún licor a los condenados. El
cadáver de Valazé, puesto en los mismos carros que conducían
a los girondinos, colgándole la cabeza, causaba pánico,
despertaba el horror a la muerte; miserablemente bamboleado
con los baches del empedrado, parecía decir: “Así soy yo y así
vas a ser tú”.
Cuando salió el fúnebre cortejo de cinco carromatos de la
Conserjería comenzó un coro ardiente y fuerte, una sola voz con
la fuerza de veinte hombres que hizo enmudecer a la
muchedumbre. Cantaban el himno sagrado: “¡Allons, enfants
de la patrie!<55”.
Esta patria victoriosa les apoyaba con su indestructible
vida, con su inmortalidad. Brillaba por ellos en ese oscuro día
de invierno en el que los demás no veían más que el barro y la
niebla.
Se veían fortalecidos por su fe, por una fe simple con la que
tantas preguntas oscuras que surgirían más tarde no se
mezclaban aún.
Fortalecidos por su ignorancia y por nuestros futuros
destinos, por nuestras desgracias y nuestros pecados.
Fortalecidos por su amistad. La mayoría de ellos iban de
dos en dos y se alegraban de morir juntos. Fonfrède y Ducos,
joven e inocente pareja, hermanos por el himeneo de dos
hermanas, no hubiesen querido continuar vivos para vivir
separados. Mainvielle y Duprat, pareja deshonrada, abocada a
la fatalidad, hermanos por el amor de una mujer, hermanos por
ese frenético amor por Francia que les empujó al crimen, se
abrazaban a esa común curación de la vida que les volvía a unir
de nuevo. Cantaban sobre los carros y continuaron cantando el
himno patrio al bajar hacia la plaza y al subir hacia el patíbulo.
Sólo la pesada masa de hierro pudo hacerles callar.
A medida que la guillotina iba segando cabezas, la voz
palidecía. Nada podía detener a los que aún estaban vivos.
Cada vez se les oía menos en la inmensidad de la plaza.
Cuando la voz grave y santa de Vergniaud cantó la última, se
creyó oír la voz desfallecida de la República y de la ley,
mortalmente heridas y que ya poco debían de sobrevivir.

Los asistentes a los debates y los espectadores del suplicio


se conmovieron pero debemos decir que la impresión que este
hecho causó en París no fue muy grande. Este terrible
acontecimiento no provocó ni de lejos el revuelo que levantó el
asunto de Custine, relativamente poco importante. Las muertes
estoicas afectaban poco. Las masas juzgaban estas tragedias
sólo desde el punto de vista de la sensibilidad. Las lágrimas que
el anciano general vertía sobre sus grises bigotes, su enternecida
devoción y el abrazo de su confesor, su interesante nuera que le
había rodeado y protegido de su piedad filial, todo ello
conformaba un cuadro conmovedor lleno de debilidad capaz de
turbar y conmover.
La emoción llegó a su grado máximo el día en que fue
ejecutada la más indigna de las víctimas, madame Dubarry. Su
desesperación, sus gritos, su miedo y sus desmayos, su violento
amor por la vida, hicieron vibrar dentro de todos una cuerda
material, una sensibilidad instintiva; recordamos que la muerte
supone algo; dudamos de que la guillotina, “ese suplicio tan
suave”, no supusiera nada.
La muerte de madame Roland, justamente por su
estoicismo, no llamó apenas la atención. Esta reina de la
Gironda se alojó a su vez en la Conserjería, cerca del calabozo
de la reina. Murió noble y valerosamente, arrojando, como
Vergniaud, el veneno que poseía. Quiso morir a pleno día.
Creyó honrar a la República con su valor en el tribunal y su
firmeza ante su muerte. Los que la vieron en la Conserjería
dicen que seguía siendo bella, llena de encanto y que seguía
siendo joven a sus 39 años; una juventud entera y poderosa, era
un tesoro de hermosura y de vida. Su fuerza se veía sobre todo
en su dulzura razonadora y en la irreprochable armonía de su
persona y su palabra. En la cárcel se entretuvo escribiendo a
Robespierre, no para pedirle nada, sino para aleccionarle. Hacía
lo mismo en el tribunal hasta que se le cerró la boca. Murió el
día 8 de noviembre, un día frío que parecía hecho adrede para
entristecer aún más el alma; la Revolución también se hundía
en su invierno, en la muerte de las ilusiones. Entre los dos
jardines sin hojas, la noche empezaba a caer (eran las cinco y
media de la tarde), llegó a los pies de la colosal Libertad,
sentada cerca del patíbulo, en la plaza donde está el obelisco,
subió sin esfuerzo los escalones y girándose hacia la estatua, le
dijo con suave dulzura, sin reproches: “¡Oh, Libertad; cuántos
crímenes han cometido en tu nombre!”.
Ella había dado la gloria a su partido, a su esposo, y sin
embargo contribuyó bastante a que su nombre se oscureciera en
lo porvenir. Pero ella le hacía justicia; tenía un alma antigua,
entusiasta y austera, una especie de religión. Cuando en una
ocasión estuvo a punto de envenenarse escribió a su marido
pidiéndole perdón por haber dispuesto de su vida sin su
consentimiento. Sabía que Roland sólo tenía una debilidad: su
violento amor por ella.
Cuando se le juzgó, dijo: “Roland se matará”. No se le
pudo ocultar su muerte. Retirado cerca de Rouen en casa de
unas señoras, amigas de confianza, permaneció allí oculto y
para borrar su rastro quiso alejarse. El anciano, dadas las
condiciones meteorológicas propias de la época, no podía llegar
muy lejos. Encontró una mala diligencia que iba al paso; las
carreteras en 1793 estaban llenas de hoyos. Hasta la noche no
llegó a la frontera del Eure. Con la eliminación de la policía, los
ladrones recorrían las carreteras y atacaban las granjas; los
gendarmes les perseguían. Esto inquietó a Roland y no llevó
más lejos la determinación que había tomado. Bajó del coche,
abandonó la carretera y tomó un camino que conducía a un
castillo; se detuvo a los pies de un roble y se atravesó con una
flecha. Entre sus ropas se encontró un papel que decía:
“Respetad los restos de un hombre virtuoso”. Hasta sus
adversarios le estimaron, incluso Robert Lindet.
Lo encontraron a la mañana siguiente y tras recibir la
autorización se le enterró de forma negligente, fuera de la
propiedad, en el ángulo del camino mayor. Se le echaron
encima dos pies de tierra. Los días siguientes los niños iban allí
a jugar y hundían palitos en la tierra hasta notar el cuerpo.
Al público no le llamaba la atención el final de los
girondinos. La Gironda era un organismo caduco, perdido en el
tiempo. ¿Cómo habría sido todo de haber ocurrido lo contrario?
Sus vencedores, los jacobinos, también estarían desbordados.
La Revolución desbordaba a los unos y a los otros por su furor
y por su genio. El día 8 murió madame Roland, pero el 7
quedaba por resolver una cuestión tan desconocida para los
jacobinos como para los girondinos.
Por qué fracasó la Revolución.—Cómo se convirtió en una creación.—
Impotencia de los girondinos y los jacobinos.—Los cordeleros Clootz y
Chaumette.—Registros de la Comuna.—Admirables inspiraciones
humanitarias.

El fundador de los Jacobinos, Adrien Duport, tuvo una frase


genial que ni siquiera él la seguía demasiado. A cuantos
deseaban una revolución a la inglesa, superficial, les decía:
“Trabajad profundamente”.
Saint-Just había sintetizado su opinión de la siguiente
forma, grave y melancólica: “Los que hacen las revoluciones a
medias se cavan sus propias tumbas”.
Estas palabras no sólo se aplicaban a los revolucionarios,
sino también a los dos partidos razonadores.
A los girondinos, a Vergniaud, a madame Roland. A los
jacobinos, a Robespierre, e incluso a Saint-Just.
Girondinos y jacobinos no fueron más que lógicos políticos,
más o menos consecuentes, más o menos avanzados. Poco
distanciados en sus principios, marcaron los grados sobre una
línea única, de la cual nunca se separaban; formaron como la
escala de la revolución política.
El más avanzado, Saint-Just, no osó tocar ni la religión, ni la
educación, ni el fondo mismo de las doctrinas sociales; apenas
se entrevió lo que opinaba sobre la propiedad.
Esta revolución superficial y política, aunque fuera más o
menos lejos, aunque corriera mucho o poco, sobre el raíl único
por el que se precipitaba, debía caer en el abismo.
¿Por qué? Porque no estaba sostenida ni por la izquierda ni
por la derecha, porque no tenía su firme base por debajo, ni sus
apoyos o contrafuertes naturales a los lados.
Para estar bien afianzada le faltaba la revolución religiosa y
la revolución social, en las que hubiera encontrado su apoyo, su
fuerza y su profundidad.

Una ley de la vida es que esta disminuye si no aumenta.


La Revolución no aumentaba el patrimonio de ideas vitales
que le había legado la filosofía de su siglo. Hacía realidad en
sus instituciones una parte de sus ideas, pero aportaba pocas
nuevas. Fecunda en leyes y estéril en dogmas, nunca contentaba
el hambre eterna del alma humana, siempre hambrienta,
alterada por Dios.
La ley es el modo de acción, la rueda, la muela. Pero ¿qué
fuerza le da movimiento? ¿Esta muela, qué muele? Poned ahí el
grano, el dogma, si no la rueda gira en vacío, se gasta y se va
frotando; podría molerse a sí misma.
Los dos partidos razonadores, los girondinos y los
jacobinos, tuvieron muy poco en cuenta todo esto. La Gironda
ignoró el tema por completo y los jacobinos la eludieron.
Creyeron que con una palabra pagarían a Dios.

El furor de los bandos no les permitía ver la cantidad de vida


que tenían sus doctrinas. Unos y otros ardientes escolásticos
diferían más que por otra cosa por no haber estudiado el fondo
de lo que les separaba.
Pues bien, estos terribles dramas, este horror, esa sangre
vertida, no conseguían llenar el vacío infinito del alma nacional.
Todo le aburría por igual. Y ella esperaba.

Los dos genios de la Revolución, Mirabeau y Danton, y su gran


hombre Robespierre, no tuvieron tiempo para meditar
(arrastrados por el huracán) acerca de lo que debían hacer
exactamente para perder el nombre de Revolución y convertirse
en creación.
Bajo pena de muerte, esta Revolución debía codificar el
siglo XVIII, pero no hacer esto solamente, sino darle vida,
convertir en afirmación viva lo que en él fue negativo. Me
explico:
Debía demostrar que su negación de una religión,
arbitraria, contenía la afirmación de la justicia igual para todos;
demostrar que la negación de la propiedad privilegiada
contenía la afirmación de la propiedad no privilegiada, extendida a
todos.
He aquí lo que la Revolución debía a su ilustre padre, el
siglo XVIII: romper el hueso escolástico que contenía su
doctrina y sacar de él el fruto de la vida.
Desde ese día estaba viva y podía decir: soy. Para ella la
vida, lo positivo. El antiguo régimen, convencido de
representar el vacío, se desvanecía.
La Revolución reservó precisamente las dos cuestiones en
las que existía la vitalidad. Cerró la iglesia, pero no creó otro
templo. Cambió la propiedad de manos, pero continuó el
monopolio. Lo explotó el usurero disfrazado de patriota en sus
agios con los bienes nacionales56.
¿Qué remedios? La represión individual, la creciente
severidad, viejos medios de gobierno, fueron cada vez más
ineficaces. Podar servía de muy poco si la raíz seguía siendo la
misma. Era esta la que había que cambiar gracias a la fuerza de
una savia nueva. ¿Y quién podía aportar esta savia? La
aparición de una idea dominante y soberana que alegrando los
espíritus, levantando al hombre del pesado lodo, creara un
nuevo pueblo, armándose del mundo nuevo que ella habría
creado, neutralizando desde arriba el moribundo esfuerzo del
antiguo mundo.
La relación del hombre con Dios y del hombre con la
naturaleza, la religión o la propiedad, debían constituirse sobre
un dogma nuevo y fuerte, en el que la Revolución debía esperar
morir.

Los girondinos no hicieron nada, ni siquiera supusieron que


había algo que hacer.
Los jacobinos no hicieron más que juzgar, depurar y cribar.
Se mostraron absolutamente incapaces de crear.
Los cordeleros lo intentaron. Sólo que, como estaban en
permanente insurrección, especialmente contra ellos mismos, lo
que intentaban no producía fruto alguno. El único partido que
parecía capaz de remover los cimientos de la Revolución era el
que, anarquía viviente, más infecundo se había mostrado.
Como foco de anarquía, los cordeleros contuvieron todo
elemento, lo que la Revolución tuvo de mejor y de peor.
La mezcolanza causa horror y los jacobinos acabaron con
todo.
Lo que en los jacobinos (verdadera sociedad) aparecía
suavizado, en los cordeleros alcanzaba una forma dura y cruel.
El ángel negro de los cordeleros estaba en el desatentado
Ronsin, en Hébert, enmascarado bajo el nombre de Padre
Duchesne, y en el pequeño tigre Vincent.
El ángel blanco de los cordeleros fue el desafortunado, el
inocente, el pacífico Anacharsis Clootz, el orador del género
humano, el hombre del Rin, hermano de Beethoven y francés de
adopción.
Esta herida sangra dentro de mí y sangrará siempre: ¡la
muerte de los extranjeros ilustres llevados a la muerte por
nosotros y para nosotros!
¡Ah, Francia! ¿Qué eres y cómo te podría llamar?< ¡La tan
amada!< ¡Y cuántas veces me has atravesado el corazón!<
¡Madre, amante y madrastra adorada! ¡Está bien que muramos
por ti! Que nos destroces no importa, eres tú misma; no
escucharás ni un suspiro. ¡Pero aquellos que confiados, fueron
por iniciativa propia a ponerse entre tus brazos, almas de oro,
almas inocentes, que no habían visto más fronteras, que su
ciego amor no les dejaba distinguir ni el Rin ni los Alpes, que ya
sólo sentían la patria cuando la colocaban en el regazo de su
mejor patria, Francia!< ¡Ah, su destino deja en mí un abismo
de duelo eterno57!
Entre el ángel negro y el blanco se agitaban el bueno y el
mal espíritu, como entre Hébert y Clootz se agitaba Chaumette,
este ingenioso y hábil hablador, el hombre material y cobarde
que incluso estando junto a Hébert, nunca tuvo el valor de ser
malvado y siempre tuvo corazón.
Murió por su buen genio, por la influencia que sobre él
ejerció Clootz. Una vez pretendió ser humano y fue directo a la
muerte58.
Es curioso el maridaje de estos dos hombres tan diferentes.
El del pobre alemán especulativo.
El del móvil camaleón, hombre de negocios, absolutamente
práctico: ese extraño maridaje merece ser explicado.
Clootz, como todo alemán, llegaba del fondo del
panteísmo, de la naturaleza, del infinito.
Chaumette, como todo francés (este de origen pobre),
partía del individualismo, del yo filosófico convertido en
aventura palpitante, cotidiana, que en todo momento no fue
más que lo infinitamente pequeño.
Una cosa les unía, y era lo que ellos aborrecían en la
Gironda: el espíritu descentralizador.
La generosidad de Clootz, su ardiente amor por Francia,
donde fue llevado siendo niño, le hicieron olvidar su patria. Era
francés. Veía el Rin como un futuro departamento de la República
francesa. A fuerza de amar a Francia era descentralizador de
Alemania.
Chaumette era todo lo contrario. No tenía que
descentralizar ninguna patria extranjera: no conocía más que
París. Era la voz, el agradable órgano del caos de la Comuna.
Este caos en su boca era armonía. Su vida era la vida municipal.
Todos sus gritos contra los descentralizadores eran en provecho
de la Comuna, que contenía el todo.
¿El todo? ¿Es acaso Francia el todo? ¡Para Chaumette el
mundo era París!
Sobre este terreno, pues, se encontraron el hombre de
mundo, Anacharsis, y el hombre municipal, Chaumette.
Se han impreso algunas páginas de los registros del consejo
general de la Comuna, las que recuerdan a las grandes jornadas
de la Revolución. Para conocer bien a la Comuna hay que
estudiarla en momentos más tranquilos. Abramos estos
registros en noviembre de 1793, arriesguémonos a entrar en los
archivos de los crímenes y penetremos en la horrible, en la
sanguinaria guarida de la Comuna, como la llaman los
historiadores. Ofrezco los hechos sin orden, tal y como aparecen
en los registros (Archivos del Sena).
Una niña de once años, maltratada por su madre, es traída
por el comité revolucionario de su sección. Pide trabajo. La
Comuna se encarga de proveerle de lo necesario (19 de
brumario).
A cada instante se presentaban adopciones de niños. En los
registros de la Comuna se encuentran a veces casos de
adopciones de ancianos, cosa rara hoy.
Los cadáveres de los ajusticiados, que los bárbaros cometen
la infamia de despojar de todos sus bienes, serán decentemente
inhumados en presencia de un comisario de policía (17 de
brumario).
En Bicêtre y los demás hospitales se separará de los
enfermos a los locos y a los epilépticos (17 de brumario).
En la Salpétrière se destruirán las celdas inmundas que han
habitado hasta ahora las locas y se mejorará el alojamiento de
los locos de Bicêtre (21 y 26 de brumario).
Se tratará con especial solicitud a las mujeres parturientas.
Se les asignará (¡por primera vez!) un local aparte, el de la
Misión y más tarde el Arzobispado. Se colocará sobre la puerta
la siguiente inscripción: “Respetad a las mujeres parturientas.
Ellas son esperanza de la patria”.
En las ceremonias públicas se observa que la Comuna
reservó plazas para las mujeres embarazadas y para los viejos,
protegiéndoles contra los empujones de las muchedumbres.
Violenta diatriba de Chaumette contra las loterías y las
mujeres públicas. Se declara responsables a quienes las alojan
(24 de brumario).
Se cerrará el teatro de la Montansier del Palais Royal por
temor a que queme la Biblioteca Nacional, que se halla enfrente
(24 de brumario).
La sección de Bonne-Nouvelle pide que su biblioteca
permanezca abierta todos los días (misma fecha).
La Comuna pone una guardia nocturna de diez hombres en
el Museo del Louvre (3 de nivoso). Pide a la Convención que
suspenda toda restauración de cuadros y que se abra un
concurso a este objeto (13 de frimario).
Una sección solicita que se escriban libros de educación
para la niñez. La Comuna lo solicita ante la Convención (28 de
brumario).
Se buscarán los medios para alojar a los indigentes, a los
enfermos, a los viejos; se empleará a los mendigos útiles en
beneficio de la República y en su propio interés (1 de frimario).
Se quejan las mujeres de que no tienen noticias de sus hijos
que están en el ejército. Se nombra a comisarios para invitar al
ministro a que pida una lista de los jóvenes soldados cuyos
parientes tienen derecho a percibir ayudas (7 de frimario). El
procurador observa en esta ocasión la buena conducta de las
mujeres que abarrotan las tribunas y que trabajan escuchando.
Mención cívica.
Organización de los Quinze-Vingts. Se dará alojamiento a
los ciegos más enfermos o más ancianos. Se pedirá a la comisión
de beneficencia quince sueldos diarios para los ciegos que no
tengan alojamiento en los Quinze-Vingts (16 de frimario).
Se nombra una comisión para tomar notas sobre los que
cuidan a los enfermos (9 de nivoso). Hace prestar juramento a
las enfermeras (14 de nivoso).
Chaumette propone que la biblioteca de la Comuna recoja
cuantos documentos puedan ser útiles a los historiadores (20 de
frimario).
Un marido va a quejarse del vicario general Bodin, que le
ha quitado a su mujer, y de la administración de policía que
rechazó su queja. La Comuna abrirá una investigación al
respecto (2 de nivoso, 22 de diciembre).
Quejas parecidas a estas fueron presentadas ante los
jacobinos, que las admitieron y se encargaron de defenderlas
ante las autoridades. Las sociedades populares y el poder
municipal se convierten en guardadores de la moral pública y
de una forma muy eficaz, siendo la pena más horrible la de la
excomunión de los patriotas. El hombre inmoral es juzgado
como sospechoso y aristócrata.
La comisión de correspondencia entregará dos ejemplares a
todas las comunas de los libros interesantes que se publiquen, y
especialmente a los hospicios (2 de nivoso).
¡Ideas conmovedoras y hermosas! ¡Y todo esto en dos
meses, noviembre y diciembre!< Ninguna administración en
tan poco tiempo se mostró más solicita, más celosa, ni se
preocupó tanto por la especie humana, ni por todo lo
concerniente a la civilización, incluso por los objetos con los que
aparentemente menos debía soñar en esos tiempos tan
revueltos: por las bibliotecas, por los museos e incluso hasta por
las restauraciones de cuadros. ¡Ojalá la administración de
nuestros civilizados tiempos hubiera seguido, sobre todo en
este último punto, la idea del vándalo Chaumette y que el
Museo del Louvre no hubiera sufrido las odiosas
transformaciones de las que tanto nos arrepentimos hoy!
Se repite hasta la saciedad que Chaumette pidió que en los
jardines públicos y otros dominios nacionales se plantasen
verduras. La primera proposición en esta línea la hizo en
Nantes un girondino. Un tal Laënnec hizo observar que a
consecuencia de la emigración, jardines y parques inmensos
habían quedado desiertos, incultos, y que debían dedicarse al
cultivo de plantas alimenticias. Esta juiciosa observación hecha
durante la carestía de Nantes (mayo de 1793) fue reproducida
en la época de carestía en París (septiembre) por Chaumette. En
lo que se refiere a los paseos, esta medida nos parece algo
exagerada, pero es una táctica muy hábil para calmar al pueblo,
muy soliviantado entonces.
Los lectores que mediten acerca de los documentos a los
que antes hemos hecho referencia, llenarán su alma de
grandeza ante las decisiones del poder más popular que hubo
jamás.
Permitid que me detenga en un asunto, muy simple y que a
pesar de su simplicidad, resultaba verdaderamente ingenioso y
profundo.
Se trata del decreto del 2 de nivoso: enviar los impresos
interesantes especialmente a los hospicios, es decir, a los centros
donde hay más tiempo para leerlos, enviarlos a los pobres
enfermos y desocupados que se mueren de hastío, enviarlos al
que yace olvidado, a menudo abandonado por su familia, es
algo así como decirle: “Si tus parientes te olvidan, tu buena
madre la Comuna de París se acuerda de ti. Viene a visitarte
por el escrito que te envía< ¡Pobre hombre olvidado por el
mundo! ¡Aquella que es la luz del mundo, la gran ciudad que es
tu ciudad, quiere estar en comunicación contigo, invitarte a
compartir su pensamiento59!
¿Quién encuentra cosas parecidas? ¡El que ama al pueblo, el
que respeta sus propios males y energías de las que disfruta tan
poco, el que siente la necesidad de suavizar su presente, de
abrir su futuro, el que siente a Dios en el hombre!
Clootz decía piadosa y devotamente: “¡Nuestro Señor el
Género Humano!”.
¿Después de tantos siglos en los que el hombre fue
rebajado por debajo de las bestias, en los que la pobre persona
humana fue cada día aplastada bajo la rueda del carro de los
falsos dioses, que no perdonará al gran corazón de nuestros
patriotas del 93 el generoso error de querer, en expiación, hacer
del hombre un dios, de rechazar los símbolos por los cuales se
había inmolado cruelmente la vida, de poner a la propia
víctima sobre el altar, de divinizar la desgracia y la humanidad?
¡Piadosos blasfemos a los que Dios hubiera perdonado, como a
la violenta reacción a la piedad!
Por primera vez tuvo el hombre la medida del tiempo, del espacio, de la
gravedad.—El año comienza con la siembra.—Austeridad del
almanaque de Romme.—Fiesta astronómica en Arras (10 de
octubre).—Fabre d'Églantine crea los nombres de los meses y de los
días.—Razón, Logos.—Verbo de Platón.—Clootz y Chaumette.—
Chaumette pide la creación de un Conservatorio de Música.—
Oposición de Chaumette y de Hébert.—Chaumette combate el
federalismo tiránico de los comités de sección.—Quiere suprimir el
salario al clero.—Consigue la igualdad de las sepulturas y la adopción
nacional de los hijos de los ajusticiados.

El 20 de septiembre, antevíspera del aniversario de la


República, Romme leyó en la Convención el proyecto de
almanaque republicano, adoptado el 5 de octubre. Por primera
vez en el mundo el hombre tuvo exacta idea del tiempo.
También la del espacio y la de la gravedad. La uniformidad
en los pesos y medidas hizo desaparecer el caos bárbaro e
inexplicable que tenía en continuo azar las transacciones y los
trabajos industriales. Romme pudo decir: “El tiempo abre por
fin un libro a la historia<”. Hasta entonces era difícil poner
fechas que resultaran válidas, juiciosas.
Examinándolo detenidamente quizás no haya nada tan
absurdo como nuestro almanaque. Los antiguos comenzaban el
año en una época astronómica o histórica, con motivo de tal o
cual razón o acontecimiento nacional. Nuestro 1 de enero no
responde ni a lo uno ni a lo otro. Los nombres de los meses no
tienen ningún sentido, o un sentido falso, como octubre, por
ejemplo, para significar el nombre del décimo mes. Los
nombres de los días de la semana no recuerdan más que las
falsedades de la astrología. En la longitud del año subsiste el
error juliano, aumentado y corregido por el error gregoriano.
Por primera vez, entonces, fue interrogado el cielo seriamente.
La era fue histórica y astronómica a la vez.
Histórica. Tampoco la era cristiana, recordada por la
variable fiesta de las Pascuas, sino la era francesa, fijada en el
día preciso de un acontecimiento determinado: la fundación de la
República francesa, primer fundamento sacado de la república
del mundo.
Traduzcamos estas palabras: la era de la justicia, de la verdad
y de la razón.
Y además: la época sagrada en la que el hombre se hace
mayor de edad, la era de la mayoría de edad humana.
Los sucesores de Alejandro, siguiendo la tradición de
Egipto y seguidos ellos mismos en todo Oriente, comenzaron el
año en el equinoccio de otoño. Fundándolo sobre esta era, la
República abría el año como debe hacerlo un pueblo agrícola en
el momento en que la vendimia cierra el círculo de los trabajos,
en que las siembras de octubre, que confían el trigo a la tierra,
comienzan una carrera nueva. Momento lleno de gravedad en
que el hombre cruza un instante sus brazos para contemplar a
la tierra que se despoja de sus anuales vestiduras, la mira antes
de depositar en su seno la simiente del futuro.
La Revolución francesa, gran fecundadora del mundo, que
puso su semilla en la tierra, no se aprovechó de ello;
preparando de lejos nuestra vendimia, hijos de su pensamiento,
la Revolución debió tomar esta era anual. ¡No importa que una
parte haya perecido por haber caído sobre la piedra o que otra
se la hayan comido los pájaros del cielo! Lo demás ya llegará<
¡Bendito seas, gran sembrador!
Entonces por primera vez la tierra respondió al cielo en las
revoluciones del tiempo. Y como el mundo del trabajo actuaba
también siguiendo las medidas racionales que daba la propia
tierra, el hombre se encontraba en completa comunión con su
gran morada. Vio la razón en el cielo y la razón aquí abajo. Le
tocaba ponerla dentro de sí mismo.
Si la razón se ausentaba reinaba el caos. La obra divina,
enturbiada por la ignorancia bárbara, parecía un capricho, un
azar sin Dios. Estado impío, objeción permanente contra toda
religión. Al final de los tiempos la ciencia se encarga de
responder a esto restableciendo la armonía, destronando al caos
y entronizando a la Sabiduría.
Era muy fácil decir con Platón y el platonismo cristiano: “La
sabiduría (el Logos o Verbo) es el dios del mundo”. Pero ¿cómo
fundar su altar cuando la aparente discordancia de su obra no
nos mostraba nada de prudente?
El genio estoico de Romme, su fe austera en la Razón pura
aparece en su calendario. Ni un solo nombre de santo, ni de
héroe, nada susceptible de dar pie a la idolatría. Para nombrar
los meses emplea palabras que encierran ideas de eterno valor:
Justicia, Igualdad, etc. Dos meses se designaban por sus fechas
sublimes: junio se llamaba Juramento del Juego de Pelota y julio la
Bastilla.
Después no hay más que nombres de números. Los días y
las décadas no se designan más que por su número. Los días
siguen a los días sin preferencia, iguales en su deber y ante el
trabajo. El tiempo ha adoptado el invariable rostro de la
Eternidad.
Esta extraordinaria austeridad no implica que el almanaque
se adopte inmediatamente. Se sentía hambre y sed de lo
verdadero. Con este motivo se efectuó el 10 de octubre en Arras
una fiesta astronómica y matemática, de todos los
departamentos del norte, y en la que en la tierra se imitaron los
movimientos del cielo. Aquella fiesta contó con más de veinte
mil actores, que presentaron con gran pompa los movimientos
del año. ¡Esta fiesta se celebró seis días antes de la batalla que
liberó a Francia, tan cerca del enemigo, en esta ocasión solemne!
Ante la idolátrica Bélgica, ante el ejército bárbaro que nos volvía
a traer los falsos dioses, la Francia republicana se mostró fuerte,
pura, celebrando la nueva era, la más grande que ha visto
nuestro planeta desde su primer día.
Los veinte mil hombres se dividieron en doce grupos,
según la edad, representando los meses. El año desfiló con gran
variedad de rostros humanos, joven y risueño unas veces, otras
maduro y grave, buscando finalmente el reposo. Los
vencedores de la vida, quienes habían sobrepasado los ochenta
años, en un pequeño grupo sagrado, representaban los días
complementarios que cierran el año republicano. El día añadido
al término de los cuatro años en este calendario tenía el
venerable rostro de un centenario que caminaba bajo un dosel.
Detrás de un grupo de ancianos encorvados y apoyados sobre
sus bastones figuraba otro de niños, como el nuevo año sucede
al viejo, como las generaciones nuevas reemplazan a las viejas
que van hacia la tumba.
La gracia de la fiesta fue el batallón de vírgenes con la
siguiente divisa, interesante ante los graves peligros de la
situación: “Ellos vencerán: nosotras les esperamos”. ¿Se referían
a sus amantes o a sus hermanos? El virginal estandarte no lo
decía.
Todos los oficios que figuran en el sostén de la vida
humana consagraron sus útiles tocando el árbol de la libertad.
El centenario elevó al cielo la Constitución. En torno al
árbol tomaron asiento los viejos y merendaron. Les servían las
vírgenes y los jóvenes. El pueblo rodeaba la mesa sagrada como
una corona viviente, bendiciendo a los unos y a los otros, a sus
padres y a sus hijos.
Este austero calendario y estas fiestas infinitamente puras,
donde todo se basaba en la razón y el corazón y nada en la
imaginación, ¿podrían sustituir al caótico libro de magia que
era el viejo almanaque, barroco, abigarrado con cientos de
colores idolátricos, cargado de fiestas legendarias, de nombres
extraños que se dicen sin comprenderlos, de Lœtare, de Oculi, de
Quasimodo? La Convención estimó que al alma popular había
que darle algo que la satisficiera más que el calendario
cristiano, abstracto, cargado de fiestas incomprensibles, y
adoptó la base científica del de Romme. El ingenioso Fabre
d'Églantine en un agradable escrito de 1783 (la Historia natural
en el curso de las estaciones) daba la idea del calendario
verdadero, en el que servía de base la misma naturaleza con el
encantador idioma de sus frutos, de sus flores y las revelaciones
de sus dones maternales, para nombrar las fases del año. Los
días son nombrados según las cosechas, de manera que el
conjunto es como un manual de trabajo para el hombre del
campo; su vida se asocia día por día a la de la naturaleza. ¿Qué
podía haber más apropiado para un pueblo absolutamente
agrícola como el francés? Los nombres de los meses inspirados
en el clima o en la cosecha de los meses son tan expresivos y
melódicos, que al instante entraron en el corazón de todos, y sin
haberse olvidado jamás forman una parte de nuestra herencia
de la Revolución que subsiste y siempre perdurará. Si el
desafortunado Fabre no vivió más que cuatro meses en su
almanaque, si detenido en pluvioso, murió con Danton en
germinal, su muerte, exageradamente vengada en termidor, no
impide que su nombre viva siempre por el hecho de haber sido
el único en escuchar a la naturaleza, encontrando el canto del
año.
El alcance de estos cambios era inmenso. No solamente
implicaban un cambio de religión.
El almanaque es una cosa más grave de lo que creen los
espíritus fútiles. No hay lucha tan grande como la de los
almanaques católico y republicano. Es la batalla del pasado contra
este presente eterno del cálculo y la naturaleza.
Nada irrita tanto a los hombres del pasado. Un día el
obispo Grégoire dijo indignado a Romme: “¿Para qué sirve este
almanaque?”. “Para suprimir el domingo”, contestó Romme
fríamente. Grégoire afirma que todos los galicanos hubieran
sufrido el martirio antes que transformar los domingos en
décadi.
Mirabeau, a quien le gustaba ser profeta, dijo: “Nada
alcanzaréis si no descristianizáis la Revolución”.
El siglo del análisis, el siglo XVIII, gravitaba
indudablemente en el culto a la Razón pura. El 3 de octubre la
Convención decreta el traslado de Descartes al Panteón. El
iniciador de la gran duda que dio comienzo a la nueva Fe,
reposa con Rousseau y Voltaire, el padre junto al hijo.
El ojo severo, la mirada ardiente del pensamiento moderno,
prevé esta inmensa agregación de dogmas que los siglos han
ido amontonando. Y por debajo ¿qué ve ella? La roca en la que
tantos aluviones se han sedimentado poco a poco, el Logos o
Verbo platónico, la Idea de la Razón viva.
Como una isla del sur que antiguamente fue fértil y que ha
ido poco a poco cubriéndose con la rica y estéril fructificación
del coral< Arrancad todo ese lujo árido< aportad el sol y el
rocío del cielo a la tierra. Y volverá a ser fecunda.
Esta revolución necesaria del siglo XVIII produce en
metafísica a Kant y la Razón pura; en la práctica la tentativa
religiosa de Romme y Anacharsis Clootz, el culto a la Razón.
Culto matemático, cuyos dioses serían los Newton y los
Galileo. Culto humanitario, cuyos padres serían los Descartes y
los Voltaire, los benefactores del género humano.
¿En qué diferentes sentidos se entendía la palabra Razón?
Aquellos no veían más que la razón humana. Poseídos de
la necesidad crítica de una época de lucha, no buscaban en la
verdad más que la negación del error, un arma para destruir el
viejo mundo.
Otras sociedades populares declararon que entendían por
Razón la razón divina y creadora, o mejor dicho, el Ser
Supremo.
¿Existe un límite entre la razón divina y la razón humana?
Las ideas necesarias (causa, sustancia, tiempo, espacio, deber)
que existen en nosotros, ¿constituyen nuestra propia razón, son
nuestras o son de Dios?
Los grandes espíritus que dieron este impulso empleando
las formas del tiempo, fluctuaban de un sentido al otro y apenas
se distinguieron. Nadie duda de que la Razón sea el punto más
elevado de Dios. En ninguna parte se ha revelado tan
elocuentemente como en su encarnación permanente: la
Humanidad.
Cuando el pobre Clootz se enternecía al oír: “Nuestro Señor
el Género Humano”, cuando deploraba las miserias de este
desgraciado rey del mundo, Dios, por aparecérsele velado de
esa forma, no estaba menos en él.
El filósofo Clootz y el matemático Romme nada habrían
conseguido si no hubieran calado en un hombre de actividad
práctica, ingenioso e infatigable tribuno de la Comuna,
Anaxagore Chaumette.
El 26 de septiembre Chaumette pidió a la Comuna que se
construyera un hospital con el nombre de Templo de la
Humanidad. Volvía entonces de Nièvre, adonde había
conducido a su madre enferma. Fouché había abolido allí
valientemente el catolicismo. Fouché, testigo en Nantes de las
matanzas realizadas por la Vendée, las vengaba en Nièvre y
secundaba violentamente el movimiento popular contra el
clero. Chaumette habla de la siguiente forma ante la Comuna:
“El pueblo ha dicho a los curas: vosotros nos prometéis
milagros y nosotros vamos a hacerlos. Instituyó las fiestas de la
vejez y de la desgracia< Podíais ver a los pobres, a los ciegos, a
los paralíticos, sentarse en los mejores sitios< ¡Esos son
milagros!”.
Chaumette, para estas fiestas, necesitaba cantos, himnos, y
pidió la creación de un Conservatorio de Música.
El venerable Gossec, rejuvenecido por el entusiasmo,
dirigió esta escuela, en la que encontró los himnos del nuevo
culto.
Chaumette, para los versos, se dirigió al fácil poeta Delille.
El abate Delille, violento realista, niño encolerizado, encontró
fuerzas en su dolor por la muerte de la reina, de la que había
sido maestro. Taimadamente leyó a Chaumette los primeros
versos de su ditirambo sobre la Inmortalidad:

Lâches oppresseurs de la terre,


Tremblez, vous êtes immortels60!

Éste era el camino recto a la guillotina. “Esto es bueno —


dijo Chaumette al abate—, pero servirá para otra vez”. Guardó
los versos en secreto y esto salvó la vida al abate.
También salvó al impresor Tiger, que el 5 de septiembre le
insultó, le cogió del cuello públicamente en el muelle cuando
iba a la Asamblea a la cabeza de la Comuna.
Se ha visto la emoción de Chaumette durante el proceso del
rey y el interés que demostró a Hue, que lloraba. Dio también
testimonio de ello a la joven delfina. Hizo soltar a Cléry.
La fatalidad le había colocado junto a Hébert, en la terrible
dirección de la Comuna. Mientras tanto la fuerte oposición de
sus caracteres no dejaba de manifestarse. En distintas ocasiones
habló bastante vivamente contra Hébert y Henriot, como el 31
de mayo y el 14 de agosto. Hacia finales de ese mes en los
Jacobinos se suscitó una polémica acerca de si los sospechosos
debían ser deportados o encarcelados. Hébert y Robespierre
opinaban esto último. Chaumette, lo contrario, se inclinaba
hacia lo primero, porque entonces la cárcel estaba muy cerca
del patíbulo.
Chaumette era muy débil de carácter. Cuando teme ser
cogido en flagrante delito de moderación (por ejemplo el 4 o 5
de octubre), se le ve retroceder a la más fiera crueldad. El día
10, día en que Saint-Just presentó su espantoso informe,
Chaumette dio a la Comuna una lista de sospechosos por la que
parecía necesario el encarcelamiento de toda Francia.
Con todo esto Chaumette y el consejo general dirigido sólo
por él (Hébert estaba en su periódico, en la guerra y en los
Jacobinos) eran las mejores garantías contra la tiranía local de
los comités revolucionarios de sección. Al menos contaba con
una publicidad ante la cual retrocedían los comités.
Denunciados frecuentemente ante la Comuna, lo fueron
después ante la Convención el 9 de octubre por Leonard
Bourdon y el 18 por Lecointre, como sujetos que castigaban a
sus enemigos personales y que en ocasiones encarcelaban a sus
acreedores. El mismo Collot d'Herbois, que no podía ser
sospechoso de moderantismo, denunció el 26 de septiembre en
los Jacobinos el enorme atolondramiento de los Comités
revolucionarios.
El Comité de seguridad general, situado tan alto y tan lejos,
obligado a abrazar a Francia, no ofrecía un recurso serio contra
esos pequeños tiranos. Los utilizaba como sus agentes
personales, ahogaba en el secreto todos sus excesos de poder.
Por el contrario, en la Comuna todo llegaba al día. Los días 26
de septiembre y el 3 y el 26 de octubre se recibieron y se
escucharon con atención las quejas que se formularon contra
estos comités, incluso a veces cambió su juicio.
Estas represiones eran peligrosas si no se abrían nuevos
rumbos a la Revolución, compensando la moderación política
con la audacia religiosa; así lo sintieron muchos representantes.
Levantaron el terror sobre las cosas y no sobre las personas;
decapitaban imágenes, sometían a suplicio a las estatuas y
enviaban a la Convención carretadas de santos guillotinados
que iban a la Monnaie.
Para centro de su propaganda Chaumette eligió los
Gravilliers, les Filles-Dieu (passage du Caire). Era este el foco
principal de la pequeña industria, la industria verdaderamente
parisina, que es poderosamente activa y comprende miles de
oficios. Hay allí un espíritu más variado que en el arrabal de
Saint-Antoine, especializada en grandes legiones, la del hierro,
la de la madera, etc. Leonard Bourdon estableció su escuela
para los Hijos de la Patria en el priorato de Saint-Martin y
desde allí secundaba a Chaumette. El primer punto de su
predicación, muy bien recibido, era que el clero no debía ser
retribuido, principio adoptado por todas las secciones y
aportado a la Convención.
El segundo punto, muy popular, fue un bello decreto (28 de
octubre) sobre la igualdad de las sepulturas. El pobre como el rico
debe ser enterrado decentemente, no entre un doloroso trapo
negro, sino envuelto el ataúd en la bandera tricolor de la
sección. La ciudad de París ha conservado algo de esta ley de
igualdad. El indigente, el mendigo va a la última morada
conducido por un carro de dos caballos precedido de un
comisario de pompas fúnebres.
Era así, bajo la bandera de la sección, como la Comuna
debía recibir a los hijos de la patria que se le llevaban para
rebautizarlos con nombres revolucionarios.
Así nuestros santos colores, nuestra sagrada bandera de la
regeneración humana, recibía a los hombres cuando nacían y
cuando iban a la tumba. Como consuelo del destino encontraba
una buena acogida en su último día; se iba vestido de Francia,
su madre, envuelto en la Patria.
El pueblo, agradecido, sentía la necesidad de ser bendecido
por la Comuna. Los obreros vencedores de la Bastilla querían
ser de nuevo casados por la Comuna, no reconociendo otro
matrimonio legítimo sin la mano de Chaumette.
Ocurrió con motivo de una adopción una escena
encantadora. Un cabo de veteranos presentó una niña, hija de
un guillotinado que había dejado ocho niños. Este buen hombre
preguntó si adoptando a la hija de un culpable no iba contra
Francia. Chaumette cogió a la niña en sus brazos y la sentó a su
lado. “¡Feliz ejemplo de las virtudes de la República! Las vemos
ya aparecer mezcladas con el heroísmo de la libertad. No se
trata aquí de la adopción del orgullo; es la razón la que pone a
salvo la inocencia del niño. ¡Ciudadanos! ¡Uníos todos a este
noble soldado! Que esta niña a la que la ley ha dejado huérfana
reciba a través de vuestros abrazos paternos la adopción de la
Patria”.
Esta sesión dio un fruto admirable. La Convención creó un
hospicio de los Hijos de la Patria. Así se designa a los hijos de
los condenados.
Esta aurora de moderación y de humanidad iluminó el
disentimiento secreto entre Chaumette y Hébert. Éste quería
tensar el arco, que ya estaba horriblemente tenso, y aquel
aflojarlo.
El 4 de noviembre la sección de Luxemburgo, dirigida
especialmente por Hébert y Vincent, publicó un frenético
decreto para que se publicaran los nombres de cuantos habían
estado en las cárceles para proscribirlos, incapacitándolos para
ejercer cargos públicos, así como a los firmantes de las
peticiones de los ocho mil y de los veinte mil.
Este movimiento de terror era contrario al movimiento
religioso por el que trabajaba Chaumette. Paró el golpe,
diciendo no obstante que irían a buscar la famosa petición de
los veinte mil. El día 6 obsequió a los asistentes con una
comedia que prevenía sobre el reproche al moderantismo. La
sección del Bonnet Rouge61 (Croix-Rouge), que vino a prestar
juramento, regaló un gorro a Chaumette, quien se lo caló con
entusiasmo e hizo que todo el mundo se lo pusiera. Los gorros
rojos estuvieron preparados para esta numerosa asamblea.
La Convención acogía encantada los envíos de santos,
relicarios, las ropas eclesiásticas que le pasaban Fouché,
Dumont, Bô, Ruhl, etc.
La Convención votó la destrucción de las tumbas de Saint-
Denis. La ceniza de los reyes se unió a la de los muertos
oscuros. Cruel ultraje para estos el ser unidos a Carlos IX, el
recibir a su lado los despojos de Luis XV, o del guapo infame
Enrique III.
A la Convención le pareció muy bien que el viejo Ruhl,
ardiente y austero patriota (en el fondo humano y
comprometido por su humanidad), rompiera con su mano el
frasquito llamado Sainte-Ampoule.
Se podía creer según esto que la Convención ordenaría o
aceptaría la destrucción del viejo culto.
El obstáculo era el personal. ¿Qué hacer con la Iglesia
constitucional? Aun habiendo los sacerdotes jurado fidelidad a
la República, no guardaban menos sus dogmas
antirrepublicanos. Eran intolerantes, perseguidores como los
demás curas, dejaron morir de hambre a los curas que se
casaron en el 95 y en el 96. Incluso en el 93, perseguían;
suprimían a esos desgraciados su estado y les dejaban sin
víveres. El 15 de julio, el 1 de septiembre e incluso el 17 aún se
reciben en la Convención quejas dolorosas de curas casados, a
quienes sus amos, los obispos republicanos, quieren impedir
que sean hombres. La Asamblea, de mal humor, reduce a 6.000
francos el sueldo de los obispos y amenaza a los perseguidores
con la deportación.
Una parte más tolerante de la Iglesia constitucional la
formaban los curas filósofos, tales como Gobel, obispo de París,
Thomas Lindet, Daunou, al que conocí. Moralistas ante todo y
vidas honorables, aceptaron el cristianismo como vehículo de la
moral. Ellos mismos, honestos y leales, sufrían por esta doble
posición y sólo pedían salir de ella. Daunou abandonó a tiempo
y por voluntad propia su puesto y los otros dos cometieron el
error de esperar a la presión de los acontecimientos.
Gobel reunía todas las noches con él a Chaumette y a
Anacharsis Clootz. Los dos demostraban que su cristianismo
filosófico, sospechoso para los pueblos, era ineficaz, impotente.
Le presionaron para que abandonase el desierto altar y
depusiera sus funciones de ministro católico.
Cedió al día siguiente, el 6 por la tarde, y su clero le imitó.
Convinieron en que al día siguiente todos reunidos entregarían
su dimisión a la Asamblea.
Capítulo III
(10 1793)

El obispo de París y otros resignan sus poderes (7 de noviembre).—


Los Comités intentan aterrorizar a la Asamblea.—Se apoyan en la
resistencia de Grégoire.—Irritación de Robespierre.—Los comités
atacan a la Convención.—Acuerdo entre Chaumette y la
Convención.—Fiesta de la Razón en Notre Dame de París (10 de
noviembre).—Bazire protesta contra el servilismo a que se somete la
Convención y contra el envilecimiento de la Justicia.—La Convención
recibe a la Razón y la sigue hasta Notre Dame.

Esto se supo al instante en los Comités de salvación pública y


seguridad. Violenta fue su irritación contra las audaces
novedades, contra la arriesgada iniciativa de la Comuna, contra
el secreto estímulo que encontraba en la Montaña. Se maquinó
una trama para echar por tierra todo el efectismo de la escena
que se estaba preparando.
La sesión se abrió leyéndose una carta de un cura casado
dictada por los comités enemigos de la Revolución religiosa, en
la que el sacerdote abjuraba brutalmente de su fe y decía que
tanto él como sus compañeros eran unos farsantes y unos
charlatanes y también solicitaban una pensión para ellos, su mujer
y sus hijos. Carta hábilmente combinada para aminorar los
efectos de la dimisión de Gobel, queriendo demostrar que la
supresión del clero aumentaría las cargas públicas.
Gobel, con su clero llevado por la Comuna, no abjuró
ninguna doctrina y se limitó a dimitir. Muchos curas y obispos
de la Convención lo imitaron, especialmente el hermano de
Lindet, que habló con gravedad y nobleza: “No todo consiste en
destruir, hay que reemplazar. Prevenid los murmullos que
harían nacer en los campos el tedio de la soledad, la
uniformidad del trabajo, el cese de las asambleas. Solicito un
informe urgente sobre las fiestas nacionales”.
Chaumette rogó a la Asamblea que en el almanaque se
designara un día para celebrar la fiesta de la Razón.
En nombre de la Razón dos representantes del pueblo, uno
de ellos un obispo católico y el otro un ministro protestante, se
reunieron en la tribuna y juntos presentaron su dimisión, dándose
la mano. No abjuraron, diga lo que quiera el Journal de la
Montagne, redactado entonces por un robespierrista.
En estos momentos solemnes, en la emoción de la
Asamblea, Amar, en nombre del Comité de seguridad general,
dejó oír su suave voz para pedir que se cerrasen las puertas de
la Asamblea. No hubo objeción. Decretado. Todos los corazones
se encogieron. Desde el 3 de octubre se sabía lo que ese siniestro
iba a traer; se necesitaban víctimas humanas. Amar leyó
entonces una carta enviada desde Rouen a un miembro poco
conocido de la Asamblea, comunicándole “que Rouen iba en
masa a socorrer a la Vendée”. Lo contrario era quizás lo exacto.
Los comités sabían perfectamente que los normandos estaban
en marcha contra la Vendée. La invención resultó tan miserable,
que la Asamblea pidió a voz en grito el nombre del que se
atrevió a firmar semejante cosa. “¡Nuestra libertad —dice
Bazire— depende de una carta anónima! ¡Si esto basta para
arrestar a un representante, se puede dar por hecha la
contrarrevolución!”. Amar descendió de la tribuna y se
escondió.
El último que habló en este sentido fue Grégoire, el obispo
de Blois. Llegó como caído del cielo para los Comités, que
estaban enfermos como consecuencia de este fracaso. Ausente
hasta ese último momento de la sesión llegó para la oración, no
me cabe la menor duda de ello. Su política, tristemente
desenmascarada por la tentativa de Amar de aterrorizar a la
Asamblea, tenía una gran necesidad de ser auxiliada. Grégoire,
galicano de colérico temperamento, sanguíneo, orgulloso, al
tener que defender al gobierno se hizo el valiente frente a la
Montaña. “Yo no obtengo mi autoridad ni de vosotros ni del
pueblo. Soy obispo y continúo siéndolo”. La Montaña lanzó
furiosos gritos, pero los galicanos podían enfrentárseles al
abrigo como estaban de los comités de Robespierre.
La irritación era extrema contra el acto incalificable de los
Comités. Llegó incluso a los Jacobinos. Allí se atacó al intrigante
de Robespierre, un tal Laveaux, director del Journal de la
Montagne, que había publicado un artículo religioso. Los
jacobinos le quitaron la dirección del periódico y nombraron
presidente de la Sociedad a Anacharsis Clootz.
La misma noche de la gran sesión, Clootz estuvo en los
comités tanteando a Robespierre. Le notó exasperado pero
contenido. Robespierre, sin tocar el fondo de la cuestión ni dejar
presentir su próxima denuncia, se limitó a decir: “¡Queréis
conquistar a la Bélgica católica y la habéis puesto contra
nosotros!”.
Mientras Clootz hablaba con Robespierre, Chaumette, de
regreso de la Comuna, se sentó en el consejo general y pidió
que la fiesta de la Razón, que había de celebrarse en el Circo del
Palais Royal, se celebrara en la iglesia de Notre Dame.
Tomaba una posición agresiva contra los comités. Estos
resolvieron responder con un golpe de terror contra la
Convención. Aterrorizada, quizás ella misma inferiría una
herida de muerte a la Comuna.
Poseían un medio serio para hacer temblar a la Montaña.
No había ni un solo montañés que no hubiese salvado a
algunos proscritos. Los más exaltados hablando, eran
frecuentemente los más humanos. Se tenía la prueba de que
uno de los más furibundos, de aquellos a los que sentaba mejor
la máscara del Terror, escondía en su casa a una mujer, una
joven emigrada. Esta mujer, muerta de miedo, se metió en la
guarida misma del león: se entregó a Osselin, que era miembro
del Comité de seguridad general. ¿La amaba o se apoderó de él,
como les ocurre en ocasiones a los más fuertes, un violento
acceso de piedad? No lo sabemos. Fue descubierta en París. La
salvó Osselin y la escondió después en casa de su tío, vicario de
un pueblo de los bosques de Versalles. Osselin, para borrar toda
sospecha, se convirtió en la Convención en un furioso terrorista.
En septiembre no quiso que se escuchase a Perrin, que había
sido acusado. En octubre aceleró el decreto que causó la muerte
de la Gironda. En noviembre hizo arrestar a Soulès, amigo de
Chalier, administrador de policía, por haber liberado a la ligera
a los sospechosos. El mismo día 9 de noviembre, el Comité de
seguridad arrancó a Osselin la máscara ante la Convención; este
terrible puritano había ocultado a madame Charry.
La Convención al completo bajó la mirada y se estremeció.
Otros muchos se sentían culpables.
El acontecimiento tuvo al instante su contraataque en la
Comuna. La sección de Henriot pidió que se persiguiera a los
electores girondinos que habían votado contra la comandancia
de Henriot del ejército revolucionario. Chaumette dejó escapar
gritos sinceros de su alma y habló franca y enérgicamente
contra este sistema universal de denuncias: “Los que denuncian —
dijo— a menudo sólo pretenden quitarse las miradas de encima
y cargar a otros con el peligro. Se arresta al denunciado, e
igualmente habría que denunciar al falso denunciante”.
Bajo esta bandera de moderación y de justicia indulgente se
inauguró al día siguiente (10 de noviembre) la nueva religión.
Gossec había escrito los cantos y Chénier las letras. En dos días
se había construido, mejor o peor, en el estrechísimo coro de
Notre Dame, el altar de la Filosofía, adornado con las estatuas
de los sabios, de los padres de la Revolución. El templo se
apoyaba sobre una Montaña; sobre una roca ardía la llama de la
Verdad. Los magistrados se sentaban al pie de las columnas. Ni
armas ni soldados. Dos filas de niñas vestidas de blanco,
llevando en la cabeza una corona de roble, no de rosas como se
ha dicho, completaban el adorno del templo.
¿Cuál sería el símbolo, el rostro de la Razón? El día 7 aún se
quería que fuese una estatua, pero se temía que esta pudiera
evocar el recuerdo de la Virgen y convertirse en objeto de una
nueva idolatría. Se prefiere un objeto que en cada fiesta adopte
una forma distinta para evitar la superstición. Los fundadores
del nuevo culto desde las columnas de sus periódicos
recomiendan a quienes quieran celebrar la fiesta en otras
poblaciones que escojan para ocupar un sitio tan augusto a personas
respetables en las cuales exista el sentimiento de la más para
honestidad. Estos consejos se siguen al pie de la letra, y por gusto
o a la fuerza siempre fueron hijas de familias estimadas las que
representaron a la Razón. Conocí a una de ellas, ya anciana, que
nunca había sido bella pero tenía un cuerpo armonioso; era una
mujer seria y de vida irreprochable. En Saint-Sulpice la Razón
fue representada por la mujer de uno de los primeros
magistrados de París y en Notre Dame por una artista ilustre,
amada y respetada, la señorita Maillard. Sabemos que estas
primeras personas se vieron obligadas (incluso por su arte) a
llevar una vida laboriosa y seria.
La Razón vestida de blanco, bajo un manto azul, sale del
templo de la Filosofía y se sienta en una silla adornada con
simples hojas verdes. Las niñas cantan su himno y ella mira
dulcemente a todos, mostrando una encantadora y tierna
sonrisa. Entra en el templo nuevamente< Todavía cantan<
Casta ceremonia, triste, seca y aburrida62.
La Convención, que había prometido asistir tras la petición
expresa de los Indulgentes, reconciliados con Chaumette, no lo
hizo porque una violenta discusión la retuvo ocupada todo el
día. Aprovechando una ocasión indirecta, Bazire volvió
nuevamente sobre el asunto de Osselin. Él también había
salvado proscritos. Habló con una vivacidad y con una
franqueza sin reservas, que hizo tiritar a la Asamblea, una
sensibilidad violenta, como un hombre que defiende su
corazón, su libertad y su vida. “¿Cuándo cesará —dijo— esta
carnicería de representantes? ¿Esta proscripción de todos los
fundadores de la República? ¿Este audaz sistema para
aterrorizar a la Asamblea? ¡Regresamos directamente a los
tiempos del despotismo! ¡Ya ha habido suficientes víctimas!
¿No veis que a los que se persigue, por haber pecado por
debilidad, no son en absoluto enemigos de la Revolución?
¿Sabéis qué va a pasar? Que la Asamblea, helada, caerá en un
vergonzoso mutismo. ¿Y quién se atreverá, en esta muerte de la
Asamblea, a demostrar más valor que ella? Todo el mundo
huirá entonces de las funciones públicas, todos se encerrarán en
sus casas y todo terminará en la más completa soledad”.
Ya se dejaba sentir. El desierto aumentaba cada día. Habría
que haber dado una recompensa por asistir a las secciones. Los
clubs no servían para nada. El Club central de las sociedades
populares fue visitado un día por los jacobinos, que no
encontraron allí más que a seis personas. En esta época aún
escaseaban los jacobinos. Cuando Couthon pidió cuarenta para
pacificar a Lyon rechazaron la proposición por temor a quedarse
ellos mismos despoblados. Incluso los puestos retribuidos se
aceptaban muy forzadamente. Kléber decía que el
nombramiento de general era un pasaporte para el patíbulo. Fue
necesaria una orden expresa y amenazante del Comité para
forzar a Jourdan a dejarse proclamar general en jefe.
¿Dónde estaba lo malo de la situación? En la aniquilación
de la justicia.
El verdadero jurado de acusación eran los jacobinos. Esta
Sociedad, tan útil políticamente hablando, carecía de la firmeza
y la continuidad que hubiera requerido este rol judicial. Fue ella
quien se llevó el expediente de los girondinos, que estuvo
extraviado durante algún tiempo. Su movilidad era excesiva.
En noviembre volvió a nombrar presidente a Clootz y sin
motivo aparente le borró ultrajosamente en diciembre.
El tribunal revolucionario no estaba organizado. Exceptuando a
Antonnelle, Herman y Payan, sólo contaba con hombres
analfabetos o con adolescentes, entre los que había algunos de
la requisición y hacían de jueces para no tener que luchar. Un
muchacho atolondrado como Vilatte, cuyas memorias
conocemos, o unos jóvenes pintores (muy numerosos en este
tribunal) ¡no representaban en absoluto un alto jurado,
imponente y grave, capaz de juzgar seriamente los crímenes de
traición, de juzgar a los representantes o de juzgar a Danton o a
Robespierre!
Como casi todos los grandes culpables habían emigrado,
este tribunal condenaba generalmente a pobres diablos que
habían gritado ¡Viva el rey! o que habían enviado una carta a un
emigrado. Se compensaría la calidad con la cantidad. Al final,
como se veía caer mezclada tanta gente oscura, oscuramente
juzgada y de manera superficial, se creía que todos eran
inocentes.
Un único proceso, un único ejemplo, sacado a la luz,
esclarecido con fuerza y grandeza, rodeado de una gran
publicidad, habría tenido un efecto infinitamente mayor que
muchos muertos oscuros. “Un salmón vale por cien ranas”,
decía acertadamente el duque de Alba.
El proceso de la Dubarry, hábilmente conducido, retomado
con todos sus precedentes, con sus ornamentos naturales del
Parc-aux-Cerfs, los millones arrojados a las chicas, con un
acercamiento legítimo a los inmensos robos, a las guerras de la
Pompadour —en definitiva la apertura total de la cloaca de Luis
XV—, con una tirada de 600.000, habría sido más eficaz contra
el realismo que guillotinar a los criados por veintenas, a los
aguadores borrachos o a las viejas idiotas.
Los patriotas de Laval escribieron que los curas vendeanos
asaron hombres y alimentaron los fuegos para las tropas al raso
de su ejército fugitivo con carne humana. Si el hecho era cierto,
esos caníbales no debían ser fusilados en un rincón, debían ser
llevados a París, ser juzgados solemnemente y se debía dar al
juicio tal publicidad que no quedase en Francia ni un solo
aldeano, incluso en los lugares más recónditos, sin conocer
plenamente el hecho.
La Revolución podía comparar el juicio de los muertos con
estos justos juicios a los monstruos vivientes. ¿De qué servía
manchar el aire con las cenizas de Carlos IX? Había que llevar a
comparecer al rey de San Bartolomé frente a sus discípulos, los
modernos quemadores de hombres.
Volvamos al discurso que Bazire pronunció en la
Convención.
Ésta se iba a convertir decididamente en una máquina de
hacer decretos, si a la mínima palabra libre, sus miembros más
ilustres, denunciados por un jacobino cualquiera (Brichet,
Brochet, Blanchet u otro), se iban, obtorto collo, derechos al
tribunal revolucionario ante unos atolondrados pintorcillos, sin
poder dar ni una sola explicación a la Convención.
Había que saber si se deseaba una Asamblea.
En ésta, que fue tan cruelmente depurada y mutilada,
¿cuántos hombres culpables había? Cinco o seis bribones y ni
un solo traidor, al menos no en aquel momento.
Los pocos culpables o traidores que había eran incapaces
de perder a la República. Hubiera valido más dejarlos libres que
aterrorizar, como se hizo, a la Asamblea hasta el suicidio.
Ese mutismo, que a veces resulta recomendable en una
plaza sitiada en el momento del asalto, no resultaba nada
conveniente, cuando Francia, salvada entonces por la victoria
de Wattignies, tenía ante sí seis meses de tranquilidad para
reconducirse. Lyon se había entregado. Faltaba sólo tener dos
puntos de la extrema frontera: Landau y Toulon. Esta situación
no explica el aniquilamiento sistemático de las libertades de la
tribuna.
Aunque Chabot, Thuriot, Desmoulins y otros hubiesen
hablado torpemente, la Asamblea siguió a Bazire y dictó que
ninguno de sus miembros iría al tribunal sin haberse explicado
antes en la Convención.
En este momento entró en la Asamblea la Razón seguida
del inocente cortejo de niñas vestidas de blanco. La Razón, la
Humanidad conducida por Chaumette por su iniciativa
valerosa de justicia, surgida la víspera, armonizó con el
sentimiento de la Asamblea.
Entre el pueblo, la Comuna y la Convención estalló un
sentimiento de fraternidad. El presidente hizo que la Razón se
sentase cerca de él, le dio en nombre de la Asamblea el abrazo
fraternal y todos, unidos un momento bajo su dulce mirada,
esperaron la llegada de días mejores.
Un pálido sol de tarde (muy extraño en brumario) entraba
en la oscura sala e iluminaba un poco las sombras. Los
dantonistas pidieron que la Asamblea mantuviera su palabra,
que fuera a Notre Dame y que como la Razón la había visitado,
le devolviera su visita. Todos se levantaron a la vez.
El tiempo era admirable, luminoso, austero y puro, como lo
son los bellos días de invierno. La Convención se puso en
marcha, feliz por este resplandor de unidad que se divisó
durante un momento entre tantas divisiones. Muchos fueron los
que se unieron a la fiesta de todo corazón, creyendo de buena fe
ver en ella la verdadera consumación de los tiempos.
Su pensamiento se resume de forma ingeniosa en una frase
de Clootz: “El discordante federalismo de las sectas se
desvanece en la unidad, en la indivisibilidad de la Razón”.
Romme añadía a esto la inmutabilidad. “Un día —dijo el
obispo Grégoire— él nos proponía, siguiendo ciertos datos
astronómicos, decretar el año tal y como sería dentro de 3.600
años”. “¿Entonces quieres —le dije— que decretemos la
eternidad?”. “Sin duda”, dijo él estoico.
Capítulo IV

(11-21 1793)

La Convención cede las iglesias y presbiterios a los pobres para fundar


escuelas (15 de noviembre).—Suprime la herencia del crimen.—
Hébert, aislado de Chaumette, ataca a los convencionales.—La
Convención, asustada, se acerca a Robespierre.—Chabot y Bazire en
prisión (17 de noviembre).—Terror de los representantes en misión.—
La monarquía de los comités (18 de noviembre).—La Convención
acoge los despojos de las iglesias.—Robespierre asegura que la
Convención no atacara el catolicismo (21 de noviembre).

La gran iniciativa de la Comuna fue seguida sin dificultad por


la Convención y el 16 decretó, a propuesta de Cambon, “que
todos los edificios que servían al culto y de alojamiento a sus
ministros deberían servir también de asilo para los pobres y
para establecer escuelas de instrucción pública”.
La Asamblea sólo con esa frase declaraba implícitamente
que el catolicismo quedaba despojado del culto público.
La Convención pensó lo que ya habían demostrado Bonald
y Maistre, que el realismo y el catolicismo son dos cosas
idénticas, dos formas del mismo principio: encarnación
religiosa y encarnación política.
El cristianismo, democrático exteriormente y en su leyenda
histórica, es en esencia y en su dogma, fatalmente monárquico.
El mundo es llevado a la ruina por un solo hombre y se vuelve a
levantar gracias a la ayuda de un solo hombre. Y esta
restauración continúa con el gobierno de un solo hombre. Dios
dijo a los reyes: “Vosotros sois mis Cristos”. Bossuet estableció
admirablemente contra los protestantes y contra los
republicanos católicos que, una vez dado el cristianismo, la
realeza resurge, como su forma lógica y necesaria en el orden
temporal.
La vida del catolicismo es la muerte de la República. La
vida de la República es la muerte del catolicismo.
La libertad del catolicismo en un gobierno republicano es
única y simplemente la libertad de conspiración.
¿Un sistema, un ser, está obligado a dejar libre al que debe
matarle, en nombre de la libertad? No, la naturaleza no impone
a ningún ser el deber del suicidio.
La Convención no se detuvo ante los Grégoire, ante la
inconsecuencia de los absurdos galicanos, que no saben lo que
existe en el fondo de su dogma. Este clero juramentado,
republicano de posición, por la fuerza de las cosas, observaba
los principios más opuestos a la Revolución. Su patriarca
Grégoire murió en el dogma monárquico del mundo salvado
por un solo hombre, en la fe contrarrevolucionaria de la
herencia del crimen (o pecado original). Muere exactamente
como Bossuet “como un niño sometido al papa”. Es la
invariable historia de esta iglesia ridícula y respetable al mismo
tiempo, un gran espíritu de resistencia, de elocuencia y de
amenazas; en conclusión: todo esto para dejarse flagelar por
Roma.
Por lo demás, la Convención no persigue al clero sometido
a las leyes. Deja que Grégoire se siente donde quiera con sus
ropas de color violeta. Mantiene sus pensiones eclesiásticas y
nutre a los galicanos, cuya mayor parte trabajaba por la
destrucción de la República.
Lo que sí cabe destacar es que ese decreto de Cambon que
quitaba al clero sus iglesias y sus presbiterios, fue votado por
todo el mundo sin protesta ni de los galicanos, ni de los
robespierristas, ni de sus jefes y podemos pensar que contaba
con la unanimidad de la Asamblea.
Ese mismo día, el 16 de noviembre, la Convención expió el
último sacrificio humano. Los hijos de Calas estaban en la barra;
fueron acogidos con efusión; se decretó erigir una columna en
la plaza de Toulouse en la que Calas sufrió su martirio. Voltaire
así reposaría en su tumba satisfecho.
El principio terrible de la Edad Media (la herencia del
crimen o del pecado original) fue abolido y la Convención
adoptó a los hijos de los ajusticiados, llamándolos hijos de la
patria. Se auxilió a los hijos indigentes de los girondinos que
acababan de perecer. El presidente formuló así el sentimiento
de la Asamblea, la fe del nuevo mundo: “Las faltas son
personales. El suplicio merecido del padre no impide a la
nación recoger a los niños inocentes”. Ese presidente era Saint-
Just (17 de Ventoso).
Esta doctrina no era sólo de clemencia, sino de justicia. La
cuestión del movimiento era detener el terror cuando todo el
mundo lo empleaba contra Francia. Pero se podía hacer que el
Terror fuera menos ciego y más eficaz. Ante el defecto de los
altos comités gubernamentales que nada hacían, la Comuna de
París tomó la iniciativa. Le hemos visto en otras ocasiones
reformar los acuerdos descabellados tomados por los comités
que aterrorizaban por su propia cuenta. El 15 de noviembre
Chaumette reivindicó para la Comuna, que desde el 5 de
septiembre depuraba y recreaba esos comités, el derecho de
ejercer vigilancia sobre estos para evitar que se convirtiesen en
inquisición.
Este gran movimiento de la Comuna que abría a la
Revolución las vías religiosas, intentando guiarla en su vida
política, revolucionó las provincias. En todas partes las iglesias
se convirtieron en templos a la Razón y los representantes que
desempeñaban misiones organizaron la predicación religiosa y
política del décadi. Para la mayor parte de las masas
republicanas que por Razón entendían la Razón divina o Dios,
la figura femenina que se paseó se llamó Libertad. El apego de
los patriotas hacia esa forma de culto se ve en esto, en que los
robespierristas que la aplastaron en París se vieron obligados a
cuidarla muchísimo en los departamentos. Aun después de que
Robespierre acabase con Clootz y Chaumette, las sociedades
populares de las fronteras y nuestros ejércitos victoriosos
seguían abriendo templos dedicados a la Razón, incluso fuera
de Francia.
El obstáculo se generó, no en Francia, sino en París, por el
desacuerdo de la Comuna, por la deserción de Hébert que
abandonó a Chaumette y por la violenta oposición del Comité
de Salvación Pública y de Robespierre63, especialmente celoso
del camino independiente que había tomado la Convención en
este asunto, irritados sobre todo por la gran decisión tomada el
día 16 sin consultarles, por la mayoría inesperada que Cambon
había encontrado en ese ámbito y que si no se estropeaba,
encontraría en otros muchos.
En una palabra, la decisión del día 16 le pareció al Comité
un caso de revuelta.
La parte vergonzosa y débil en la que Chaumette y Clootz
eran vulnerables era su amistad con Hébert. ¡Extraño apóstol!
Cualquier doctrina que pasase por delante del Padre Duchesne,
ya fuese buena o mala, era aniquilada de antemano. Y Hébert
no era el único que ensuciaba la nueva idea, pero la
comprometía y la arruinaba directamente, atacando a la
Convención, cuya alianza era la única fuerza de la Comuna.
Hébert comparecía muy poco en la Comuna, no se entendía
con Chaumette, vivía en los Jacobinos, en su periódico, en el
espectáculo y en determinadas compañías. Andaba solo y por
su camino. Mientras que Chaumette, habitual del
Ayuntamiento, realizaba allí su esfuerzo supremo para someter
los Comités revolucionarios a la Comuna. Hébert, para
ganárselos, lanzaba contra la Convención todo el furor de los
jacobinos. Era fácil prever que la Asamblea, que había dado
algunos pasos arriesgados tras la Comuna, atemorizada por los
hebertistas, se refugiaría bajo el ala de Robespierre, que
sofocaría el movimiento ante la satisfacción de todos los amigos
del pasado.
Hébert, sin percatarse de ello, actuaba en beneficio de los
robespierristas y muy a menudo bajo su influencia. Lo usaron
como un espantapájaros para dirigir hacia ellos al rebaño.
Los objetivos habituales de los mordiscos del Padre
Duchesne eran las debilidades de Bazire, las bellas solicitantes, la
corrupción de Chabot, los malos actos, ciertos o sospechados,
del antiguo Comité de seguridad, generalmente dantonista. El
nuevo, aún muy robespierrista, vigilado, dirigido e impulsado
por David (el hombre de Robespierre), acechaba a este antiguo
Comité y quería hacerle caer, creyendo con razón que Danton
se vería mortalmente afectado por ese proceso dantonista.
Chabot acababa de casarse con la hermana de un banquero
austriaco muy sospechoso, y por otro lado se sabía que
trapicheaba con banqueros realistas, amigos de los
representantes Delaunai y Julien, de Toulouse. David, para
estar mejor instruido, se hizo amante de la querida de Delaunai
y cuando gracias a ella tuvo con qué hundir a Chabot,
previamente le abandonó a los ataques del Padre Duchesne.
Chabot tuvo miedo y le invitó a comer por mediación de su
joven mujer. Hébert no lo tuvo en cuenta, se lanzó sobre él a
muerte, pero al igual que los perros demasiado agresivos, se
hizo daño a sí mismo y mientras mordía a Chabot se mordió él.
Esta cacería tuvo lugar en los Jacobinos. El que soltó la fiera
fue Dufourni, al que Hébert tenía por hebertista, pero que no se
movía de la antecámara de los Comités y cuyo excesivo celo
cansaba a Robespierre. Un amigo personal de este, Renaudin,
jurado del tribunal revolucionario, se lanzó junto con Dufourni
contra Bazire, Chabot y Thuriot.
Todo ello fue redactado en una petición atroz dirigida a la
Convención, petición amenazante, despreciativa, en la que se le
prescribía ser despiadada consigo misma y someterse a sangrías
en sus cuatro miembros.
Hébert estaba tan ciego que hizo que ese acto fuese más útil
a Robespierre que lo que los robespierristas hubieran querido,
¡pidiendo además la muerte para los setenta y tres que
Robespierre había defendido y obligando a la Convención a
buscar en él su salvación!
Bazire y Thuriot se excusaron. La Convención suprimió la
última débil barrera que levantó el día 9 entre la vida de sus
miembros y la guillotina (su derecho a someter a un examen
previo a todo representante que fuese acusado). Hébert también
siguió su impulso salvaje contra Thuriot. El 13 hizo que se le
expulsara de los Jacobinos, sin tener en cuenta el apoyo que
había dado a la Comuna en el asunto religioso, sin darse cuenta
de que rompía la alianza entre la Comuna y la Montaña. ¿A
quién beneficiaría ese divorcio? Era fácil adivinarlo.
El día 16 Chabot, presionado, ahogado en los Jacobinos<
encontró refugio en Robespierre, quien siendo bien consciente
del partido que sacaría de todo esto le recibió bastante bien, le
dio consejos paternales, le dijo que debía decir esto, posponer lo
otro y que en definitiva sólo había que hacer una cosa que
consistía en ir por delante, constituirse como prisionero en el
Comité de seguridad general, como cómplice de un complot
“en el que sólo había entrado para desvelarlo”.
La confesión de Chabot, parecida a la de Scapin, reveló aún
más de lo que se esperaba.
Confesó que había recibido cien mil francos para
corromper a Fabre d'Églantine, del cual no se había podido
desprender aún y escondía provisionalmente en los retretes.
Lo más extraño es que el pobre Bazire, ajeno a esas bajezas,
entró en prisión con el ladrón. Ya no sabía lo que hacía. Esa
mañana se había leído en la Convención el proceso de Osselin y
de la chica que había escondido. Todos miraban a Bazire. Él
mismo se reconocía en esa historia. Él también había intentado
salvar algunas mujeres, entre ellas una princesa polaca que no
tenía ningún documento en su contra y aún así murió. Con el
ciego vértigo del cordero que por miedo se lanza a la carnicería,
se entregó.
El terror se apoderó de la Montaña. Chabot era un bribón y
otros había que no podían evadirse a ciertas acusaciones. Pero
hay que confesar que la inmensa mayoría de la Montaña,
hombres honrados e intachables, también se encontraban en
peligro, sobre todo los que en sus misiones habían sido
obligados por la ley de salvación pública a erigirse como
dictadores o como reyes debiendo hacer mil cosas ilegales y que
en cada punto de Francia se ganaron a pulso legiones de
acusadores. Ahora los creadores de discursos, los sedentarios,
los sentados, los corruptos, que nunca tuvieron la ocasión de
comprometerse en los asuntos, no iban a recoger esas
acusaciones, escudriñar cruelmente la conducta de sus colegas
sacrificados en las misiones y decir: “¡Nosotros somos los
únicos puros!”. Algo fácil de decir para quien no ha hecho
nada.
Pero los que tenían esos temores se sentían después de todo
muy felices si olvidando sus servicios también se olvidaban sus
faltas. Los Comités leyeron en sus ojos este pensamiento y este
miedo. El día 18 presentaron los Comités la gran ley
gubernamental, fundando la monarquía de los comités de
salvación pública y de seguridad general, destruyendo, en su
propio beneficio, por una parte el poder de la Comuna de París
y por otra el de los representantes en misión.
Esta ley fue presentada por Billaud-Varennes, quien el 6 de
septiembre fue llevado al Comité por la victoria de la Comuna.
Todo el mundo pensaba que era hebertista. Pero fueran las que
fueran sus simpatías hacia el movimiento de Hébert y
Chaumette no eran tan fuertes como sus odios hacia los
representantes ilustrados por sus misiones. Billaud no había
estado precisamente brillante en su misión en el ejército del
Norte; todo el mundo se reía de su valor. Satisfizo sus rencores
y por otro lado siguió el ideal de unidad gubernamental,
automática y mecánica que él tenía en mente.
La nueva ley era beneficiosa por tres razones:
1° porque creaba el Boletín de leyes, aseguraba su
promulgación y su conocimiento universal; 2° porque mantenía
a las diversas autoridades dentro de sus límites naturales; 3°
porque suprimía las administraciones departamentales y a la
aristocracia burguesa, de espíritu girondino, que había
demostrado ser infinitamente peligrosa para la libertad.
Esta ley se inspiraba en los deseos de toda Francia:
instaurar la unidad de acción y suprimir a los pequeños tiranos.
Los representantes en misiones ya no dependían de la
Asamblea, sino de su Comité de Salvación Pública.
Los comités de secciones, de comunas, ya sólo dependían
de su Comité de seguridad general.
Para que los dos términos citados no resultaran una farsa la
Convención debía poder referirse a los dos Comités como
suyos.
Es decir, debían ser renovados, por completo o
parcialmente, en un momento determinado, y renovados por
derecho, por la fuerza de la ley y no por el voto eventual de una
Asamblea que estaba aterrorizada o casi desierta.
Esto es lo que la ley se cuida mucho de exigir. Y ahí está su
crimen. De vez en cuando esos reyes (llamo así a los Comités)
con la guillotina y los clubs tras ellos dirán: “¿Queréis
renovarnos?”.
¿Cómo es posible que los miembros de los dos comités que
eran verdaderamente patriotas hayan presentado esta trampa
en la Convención?
Porque su vanidad les dice: “Somos los únicos, los únicos
puros, los buenos ciudadanos< Francia perecería sin nosotros”.
Que se les absuelva por este error. No obstante vamos a
mostrar, basándonos en hechos reales, que estaban
absolutamente equivocados. Sin ignorar el eminente mérito de
estos excelentes ciudadanos que se encargaron de reinar,
debemos decir que les faltó por completo la originalidad
especulativa de las elevadas y grandes ideas que dominaban la
situación social y religiosa y que por otro lado, los dos grandes
actos prácticos que sesgaron las cuestiones de salvación (el Rin,
la Vendée) tuvieron éxito porque no se siguieron ninguna de las
ideas del Comité de Salvación Pública. La singular indiferencia
que mostró hacia el tema de Polonia juega también en su
contra.
El Comité de seguridad general (sus registros así lo
demuestran) no llevó a cabo ninguna de las competencias que
retiró a la Comuna. No centralizó la acción de la policía
revolucionaria. No se atrevió a ejercer, sobre los pequeños
comités, la vigilancia que prohibía a Chaumette.
Su debilidad y su negligencia llegó hasta tal punto que dejó
que uno de los comités, el de la Cruz Roja o del barrio de Saint-
Germain, hiciera la especulación lucrativa de tener una cárcel
propia, donde la gente muy rica pagaba unas pensiones
enormes. En el fondo compraban la vida: el Comité protegía a
sus preciados pensionistas; esta casa fue la última que se
construyó, en termidor.
¡Si estos pequeños comités fueron así los amos de París, a
los ojos del poder, cuánto más lo fueron para el mundo! Fueron
los dueños de todos y de todas las fortunas.
De suerte que destruyendo el federalismo departamental se
conservó el federalismo comunal y la tiranía local, tan molesta y
pesada que Francia fue de nuevo monárquica durante sesenta
años.
La ley de unidad gubernamental en beneficio de los dos
Comités tardó diez días en discutirse, del 18 al 29. Al votarse
nadie osó decir no.
Retrocedamos sobre nuestros pasos y centrémonos en
París.
En la iglesia de Saint-Eustache hubo una gran
concentración de mujeres, bajo la protección de las mujeres de
la Halle, fieles de esta iglesia y grandes realistas; pero no lo eran
más que las jóvenes, contrariadas por la Comuna, que ponía
una multa a quienes les alojaran. El Palais Royal se había hecho
devoto. El realista Beugnot nos ha conservado la historia de
Églé y otros, que se dejaron guillotinar por el trono y el altar.
Hacia el 15 de noviembre se pudo ver una larga fila de estas
Magdalenas que, rosario en mano, eran conducidas en
procesión por las calles y se dirigían hacia Saint-Eustache para
lavar la profanación cometida en Notre Dame, donde decían
que se había cometido la infamia de colocar a una mujer desnuda
sobre el altar. Esta bella leyenda se propagó por toda Europa y
los emigrados la imprimieron. Otros decían que el obispo
republicano de Cambrai tuvo como competidora a una mujer
en el momento de su elección y que al no obtener ni un solo
voto de más, la historia de la papesa Jeanne se revivía en este
obispado. En la Vendée se empleaban otros procedimientos. Se
imprimían hostias con animales grabados para hacer creer a los
campesinos que los republicanos adoraban a las bestias.
La Asamblea y la Comuna entretanto recibían cartas como
una del Loira, en la que se les comunicaba que los curas
obligaban a los fanáticos a que quemaran vivos a los patriotas.
Cuando la Asamblea recibió el día 20 los ornamentos y los
ropajes de Saint-Roch y Saint-Germain-des-Prés, representaron
para ella lo mismo que un botín obtenido del enemigo o que los
restos mortales de los vendeanos; se unió sin reservas a la
pasión popular. Un muñeco cubierto con una tela negra
representaba el entierro del fanatismo; los cañoneros de París,
con ropas sacerdotales, llevaron a cabo un acto para celebrar su
muerte. Todos gritaron: “¡No adoremos más imagen que la de
la Libertad, la de la República, ni tengamos más culto que el de
la Razón! ¡Jurémosla! ¡Jurémosla!”. Una voz de niño pidió que la
Asamblea redactara un pequeño catecismo republicano. Emoción
general. Se decretó inmediatamente que el catecismo fuera
enviado a todos los departamentos.
Tras esta sesión nadie dudaba de que el decreto conseguido
por Cambon el día 16 fuera ejecutado, ni de que la Asamblea
entregase las iglesias a los hospitales, los presbiterios a las
escuelas, ni de que se suprimiera el culto público del
catolicismo.
Sólo faltaba una cosa: que se apoyase la moción.
La Asamblea parecía obrar por impulsos propios. Sentía
deseos de emanciparse del Comité de Salvación Pública.
¿Llegaría así hasta el fin? Ese Comité estaba muy descontento.
Se sentía fuerte teniendo a un Chabot bajo llave, hombre
absolutamente perdido que con el fin de agradar hacía ya
públicas sus acusaciones.
En el momento en que la Convención temblaba,
Robespierre realizó un acto de audacia. En la tarde del 21 en los
Jacobinos, aseguró fríamente “que la Convención no atacaría el
culto católico”, que nunca cometería tal temeridad; añadió “que
no existía ya más fanatismo que el de los hombres inmorales,
pagados por el extranjero, para dar a nuestra Revolución un
carácter moral”.
La cuestión planteada el 16 era si el clero católico
conservaría la posesión de las iglesias. Robespierre no dijo nada
sobre esto, pero se extendió sobre la existencia de Dios.
Esto era de sobra comprendido. Y aunque Robespierre
aseguró que siempre había sido un mal católico, los católicos
prescindieron de sus creencias religiosas y a partir de ese día
vieron en él a su defensor político.
“La Convención —dijo además Robespierre— no es un
fabricante de libros, ni un creador de sistemas metafísicos”. En uno
de sus siguientes discursos habló con desprecio del filosofismo.
De esta forma el discípulo de Rousseau se iba internando
rápidamente en las vías retrógradas. El mismo día en el que
oponía a la Asamblea el veto de su realeza se contagió de la
enfermedad de los reyes que es el odio hacia la Idea.
¡Carácter indeleble de la naturaleza en el más artificial de
los hombres! ¡Verdadera armonía entre el exterior y el
interior!< Quien hubiese visto a Robespierre empolvado,
vestido a la usanza del antiguo régimen, le habría tildado de ex
noble. ¡Pues bien! Ese aspecto no mentía. ¡Tras tantos esfuerzos
sinceros, progresos reales, impulsos, nobles aspiraciones, volvía
a ser frente al tema crucial, tal y como era, de nuevo se
convertía en la esperanza de aquellos contra los que había
combatido!
Su discurso del 21 de noviembre, justificable o loable para
todo ignorante que no ve en él más que una tesis general y no
conoce el sentido preciso que el momento le confería, lo
comprendieron perfectamente en toda Europa y sabían que
tarde o temprano la Revolución traicionaría. En diciembre de
1793, en junio de 1794, en la fiesta del Ser Supremo, los reyes y
los curas confiaban en Robespierre.
En este discurso se creyó ver un milagro, una conversión, el
dedo de Dios. Y como en el cielo hay más alegría cuando vuelve
un pecador que cuando llega un justo, la alegría fue íntima y
profunda en la contrarrevolución. Robespierre, sin dudar, entró
en su discurso en el mundo de la gente honesta. Desde entonces
no hubo ni una sola mujer católica de Europa que en sus rezos
nocturnos no añadiera alguna oración por Robespierre.
Capítulo V
(22 16 1793)

Robespierre aterroriza a sus enemigos con la espera de una


depuración.—Resistencia de Chaumette.—Robespierre protege contra
él a los comités de sección.—Chaumette cierra las iglesias.—Danton
empleado en la tarea de hundir a Chaumette.—Robespierre arranca a
la Asamblea la libertad de cultos.—Hébert reniega de Chaumette.—
Desmoulins empleado en la tarea de hundir a Clootz.—Robespierre
obliga a los jacobinos a expulsar a Clootz.—Mantienen a Camille
Desmoulins.—Robespierre quiere exigir a la Convención un “credo”
preciso.—La sociedad Jacobina mantiene el clero.

El discurso de Robespierre terminó de un modo amenazador,


pidiendo una depuración solemne de la Sociedad y la
“expulsión de los agentes extranjeros”.
Poco después solicitó la depuración de los suplentes de la
Convención, que hubiese conllevado la de los antiguos
miembros de toda la Asamblea.
Su malestar por la presidencia de Clootz en los Jacobinos y
sin duda por la de Romme en la Convención, era enorme.
Ambos cuerpos habían llevado a la presidencia a los principales
fundadores del culto que él proscribía.
Sin embargo, en los Jacobinos su autoridad era la
predominante, mejor dicho, era la única (en ausencia de Collot
d'Herbois). La Sociedad podía tener un momento de
infidelidad; en el fondo era su esposa y le pertenecía. Todo esto
se vio especialmente el 19 de octubre, día de crisis en el que
Robespierre, atacado por los dos flancos, como líder del
moderantismo de Lyon y de los hebertistas en la Vendée,
atacado en dos sentidos opuestos por Dubois-Crancé y por
Philippeaux, hubiese perecido como consecuencia de semejante
incongruencia de no haber sido reafirmado por la
inquebrantable base de la fidelidad jacobina. La Sociedad no
quiso ver ni saber nada.
Estuvo sorda y ciega por voluntad propia y se mantuvo fiel
a su Dios.
Cambió mucho después, pero siempre en beneficio de
Robespierre. Despojada de sus grandes hombres y repoblada
con gente poco conocida, tenía su fuerza y su gloria únicamente
en el gran Maximilien. Dependía de él. La depuración jacobina
la realizaría Robespierre él solo, con su voz, su deseo y su
capricho y tacharía a todo el que quisiera. Esta soberana
autoridad era peligrosa para quienes como Danton y
Desmoulins eran jacobinos aficionados y no eran ni asiduos ni
influyentes. El ser tachado de la lista de los jacobinos no era
cualquier cosa. La temible Sociedad, conservando las formas de
un club, era en realidad un gran jurado de acusación. El registro
de esta sociedad era el libro de la vida y de la muerte. La suerte
de Brissot lo dejaba bien claro. La de Bazire era aún más
elocuente. Fue tachado el día 10 y el 19 fue hecho prisionero. La
supresión era el primer escalón de la guillotina, un peldaño del
patíbulo. El camino había sido abierto por Bazire; Danton,
Fabre y Desmoulins irían tras él, si no obtenían alguna tregua,
cargando a otros con el peligro, castigando a los enemigos de
Robespierre. Este se aprovechó de su autoridad y, valiéndose
de Danton y de Desmoulins, mató a Chaumette y Anacharsis
Clootz.
Las amenazas de Robespierre fueron en primer lugar para
Clootz y Chaumette. Ninguno de los dos se inmutó. El orador
del género humano y el orador de París se mostraron muy
firmes. Como respondió Galileo a sus jueces, continuaron
diciendo: “Se mueve<”.
Tres realidades saltaban a la vista:
1° En el extremo debilitamiento de las creencias religiosas
las iglesias se convirtieron en el hogar del realismo.
2° En las excesivas miserias de Francia, especialmente las
de París con sus cien mil indigentes, el decreto que la
Convención presentó el día 16 era la expresión misma de la
necesidad: que la iglesia dé cobijo a los pobres.
3° Finalmente en la ansiedad universal en la que se
encontraban las almas, cuando la totalidad de la sociedad ya no
podía respirar y no tenía ni pulso ni aliento, se hacía necesario
también que una autoridad prestigiosa vigilara la inquisición
local de los comités revolucionarios, inquisición tan pronto
odiosa como carente de inteligencia, que no sabía más que
atiborrar las cárceles con hombres hechos prisioneros al azar.
No era necesario suprimir el Terror, sino hacerlo eficaz
dirigiendo mejor sus ataques.
Estos comités realizaban indiscutibles servicios levantando
las requisiciones y las tasas revolucionarias. Cambon solamente
pedía que rindieran cuentas de ello. Y Chaumette solamente
pedía que motivasen los arrestos, al menos en París.
Robespierre cubrió con su protección a los comités de
ambas demandas. Se supone que fueron a rendir cuentas al
Comité de seguridad general, en secreto, de forma ilusoria;
nadie osó exigírselo.
¿Qué iba a ocurrir si se dejaba subsistir este horrible
federalismo de 40.000 comités completamente irresponsables?
Que Francia, aterrorizada por la tiranía local, pronto se
refugiaría en la tiranía central, quiero decir bajo la dictadura de
este Dios salvador, que un profeta jacobino presidía en agosto.
La asociación jacobina, que llenaba esos comités, y la
eclesiástica, partiendo de dos puntos opuestos, iban a
encontrarse frente a frente unidas en el mismo punto: la
dictadura de Robespierre.
El 23 Chaumette actuó de forma intrépida y obtuvo de la
Comuna: l° la organización de los auxilios, alojamiento, vestido
y alimentación de los pobres gracias a las tasas obtenidas de los
ricos; 2° la represión de los movimientos que se llevaban a cabo
en París, el cierre de iglesias, los curas declarados responsables
de las revueltas y excluidos de toda función. Se aprovechó la
ausencia de Chaumette para añadir términos más graves, que
después él hizo borrar.
Mostró la misma firmeza con los comités revolucionarios
reprochándoles el hecho de haber olvidado que la Comuna era
su creadora, su centro y su unidad, diciendo que ellos
seccionaban, federalizaban París y no sé cuántas comunas más.
“Se dejan llevar por sus odios personales —dijo—; la
emprenden tanto con los patriotas como con los aristócratas<
Debemos enseñarles que todos los hombres, incluidos nuestros
enemigos, pertenecen a la Patria y no a lo arbitrario. E incluso
cuando nosotros mismos llevemos nuestras cabezas al patíbulo
estaremos haciendo un gran acto de justicia y humanidad”.
Añadió estas significativas frases que tendían a unir a la
Comuna con la Montaña: “Unámonos a la Convención. Que
sepan nuestros enemigos que aún tenemos una campana y que
si es necesario la tocará el pueblo”.
De la Montaña mismo, a la que Chaumette aludía, sacó
Robespierre al hombre que había de atacarle: a Danton. Este,
algo inquieto por la terrible prueba a la que iba a ser sometido
en los Jacobinos (y que de hecho fue terrible), se aseguró a
cambio de este servicio la asistencia de Robespierre. La
Convención, asombrada, vio el día 20 a un nuevo Danton
robespierrizado, hablando del Ser Supremo (palabra que salía de
su boca por primera vez), de las mascaradas religiosas que la
Asamblea no debía volver a sufrir. En medio de este discurso
abrió su corazón y comenzó a hablar de la clemencia, de Enrique
IV y de un día en que el pueblo ya no necesitaría emplear
rigores. Esta clemencia inoportuna puso el colmo a la medida
de la paciencia, a una situación en la que no se podía pedir más
que justicia, una justicia vigilada, severa y eficaz como la que la
Comuna quería exigir a los comités revolucionarios.
El golpe, sin embargo, fue terrible para Chaumette. Hizo
este un discurso el día 20, hablando de la tolerancia, limitándola
no obstante a permitir a los creyentes alquilar casas y pagar a sus
ministros (de lo que establecía por completo el decreto del día
16: la iglesia para los pobres); haciendo además que la Comuna
garantizase que haría respetar la voluntad de las secciones que habían
renunciado al culto católico. Se decretó que el 4 de diciembre por la
tarde los comités revolucionarios comparecerían en la Comuna.
El 4 de diciembre por la mañana, en la Convención, Billaud-
Varennes, con la soltura y la facilidad de un hombre que tiene
el mando de la máquina de hacer decretos, se entretuvo con la
sensibilidad de Chaumette y consiguió que ninguna autoridad
convocase a los comités revolucionarios, bajo pena de diez años
entre rejas.
La Comuna quedó maltrecha, pero los Comités de gobierno
tampoco obtuvieron una victoria completa. Merlin de
Thionville, Thuriot y Dubois-Crancé pusieron de manifiesto la
falta de autoridad, la impotencia del Comité de seguridad
general para solventar los errores de los cuarenta mil comités
de Francia. El Comité resistió. Pero fue abandonado por el
Comité de Salvación Pública. En realidad su poder se redujo
más o menos a París. Y se introdujo una reforma por medio de
la cual los comités revolucionarios practicarían las detenciones
que no estaban previstas por la ley de sospechosos y que los
representantes que desempeñaban misiones en los
departamentos juzgarían durante las veinticuatro horas
siguientes la validez de la detención.
Al precio de esta concesión aparente Robespierre obtuvo en
la Asamblea la libertad de cultos.
El catolicismo, violentado local y accidentalmente, perdió la
profesión de la ley y ni tan siquiera se atrevió a abrir las
iglesias. Pero ¿qué importaba? Como tenía la ley de su lado y en
su contra solamente la violencia fortuita de la población de las
ciudades, esperó pacientemente. Estaba en estado sólido (como
un esqueleto) y la Revolución en tanto que recién nacida y viva,
estaba en estado fluido, móvil y mucho más atacable. Sin
embargo, a su lado estaban las mujeres y los políticos gastados,
gentes todas que aman la obediencia.
Robespierre no quería nada de todo esto. Seguía su instinto
gubernamental. Quería llevar tras él al pueblo que seguía a
Grégoire: el católico republicano, el devoto de la autoridad en la
libertad (el sinsentido más absoluto que se haya podido
encontrar).
¿Cómo se hizo este extraño tratado del 6 de diciembre, por
medio del cual la Convención, por una modificación dudosa en
los comités, desmintió cuanto había hecho?
1° Porque trataba con ligereza las cuestiones profundas.
2° Porque Cambon viéndose solo renunció.
3° Porque Danton había muerto.
Había muerto en los Jacobinos, protegido y despreciado
por Robespierre. El indigno, el desafortunado Danton
reapareció el día 3, que debía someterse al juicio de una
Sociedad totalmente cambiada, humillada, en la que ya nadie
tenía sentido ni respeto por el pasado. Ante esos imponentes
jueces Danton habló con una elocuencia y con una vehemencia
extraordinarias, pero nadie le escuchó y nadie escribió sobre
ello. Lo que sí es cierto es que se vio obligado a hacer una
llamada a la sensibilidad, a la amistad, digámoslo claro, a la
piedad. Antes de hablar estaba ya a diez pies bajo tierra, y
cuando Robespierre le tendió la mano lo hundió otros diez más.
El día en que en la Convención decretó la libertad del culto
católico, Hébert comprendió que Chaumette estaba acabado y
el día 7 le hizo expulsar de los Cordeleros, proclamando que era
ajeno a las tentativas de Chaumette contra los comités
revolucionarios. Después confesó que él mismo había
aconsejado a los campesinos que leyesen el Evangelio, que
después de todo era un buen libro y que con esto sólo, con
seguir sus máximas, se era un perfecto jacobino.
Chaumette, traicionado por Hébert, justamente castigado
por haber mantenido una amistad con él, fue a los Cordeleros,
se excusó y dijo que “si quería que los comités explicasen sus
motivos a los arrestados era únicamente para evitar las
venganzas personales; que por lo demás —dijo—, no había
hecho más que obrar de acuerdo con Anacharsis Clootz”. Se
arrimaba al apóstol, al profeta de los cordeleros, al hombre al que
los jacobinos habían elegido como su presidente. Y ya no quedaba
nada ni del apóstol, ni del profeta, ni del presidente. Esa misma
noche Clootz perecía en los Jacobinos como consecuencia de un
furioso ataque de Robespierre, que lo expulsó de la Sociedad.
Para explicar esta prodigiosa versatilidad de los jacobinos
conviene saber que Clootz, el día 11, minado por la negación de
Hébert y por la caída de Chaumette, fue atravesado por un
panfleto de Desmoulins. Llevando ya dentro de sí el aguijón
envenenado de la avispa, llegó el 12 por la tarde, débil,
vacilante y encontró a todos los jacobinos armados con un
terrible panfleto; estas palabras, las más afiladas que existen en
la lengua francesa, reciben una denominación muy concreta:
asesinato llevado a cabo por la Prensa. Robespierre encontró a
su víctima medio muerta. Le fue muy fácil hundir el cuchillo.
Sabía que a Clootz ya le habían matado; Camille le había
leído su obra. Ese gran artista, muy blando, miserable
encarnación de la debilidad de la época, sufría un acceso de
miedo. Y es eso lo que le aportaba una fuerza increíble: el
miedo de todos estaba en él. La violenta e innoble sesión en la
que Danton casi perece al ser mordido por los más viles
animales, confundió el cerebro del pobre Camille, para quien no
había más Dios ni más religión que Danton en este mundo. Este
perecía, pero Camille, creyéndole salvado, se abalanzó hacia
Robespierre y le abrazó llorando: “¡Mi querido Robespierre, mi
viejo camarada de colegio!”, dijo emocionado. Camille y quizás
también Danton, creyeron que Robespierre entraría en sus
teorías de clemencia. La dulzura de Couthon en Lyon y otros
indicios les infundieron estas tenues esperanzas. A cambio de
esta hipótesis dieron a Robespierre una prueba real y sólida: la
muerte de Clootz y el abandono de la cuestión religiosa.
Hemos de hacer constar que Camille Desmoulins, el primer
escritor de su tiempo, era un poco tartamudo y por lo tanto
muy tímido, incapaz de defender su causa ante la ilustrísima
Asamblea de jacobinos. Pero apoyado por los robespierristas se
atrevió a decir en un libelo que “el prusiano Clootz era primo
del austriaco Proly” y que Clootz y Chaumette estaban
pensionados por Prusia.
Era tanto más cruel este libelo por cuanto la víspera de su
publicación habían guillotinado a los Vandenyver, amigos y
banqueros de Clootz.
La tarea de Robespierre se había simplificado mucho. Cayó
como un gavilán sobre un pájaro previamente atado, mordió la
presa por su parte más tierna, la que incitaba la apetencia,
acusando a Clootz de ser un barón prusiano que disfrutaba de
una renta de cien mil libras (en realidad tenía doce, invertidas
en bienes nacionales). A continuación siguió a Desmoulins y se
burló del ciudadano del mundo, de la República universal. En esas
bajas burlas había un trasfondo de lágrimas de coc odrilo:
“¡Desgraciados patriotas! Ya no podemos hacer nada, nuestra
misión ha terminado< Nuestros enemigos, elevados por
encima de la Montaña, nos sorprenden por detrás< ¡Estemos
atentos! ¡La muerte de la Patria no anda muy lejos!”.
Ese movimiento calculado, ese rumor evidentemente falso,
detonaba horriblemente. La Sociedad se quedaba triste, inerte
como una piedra. Pero el pobre Clootz, como auténtico alemán,
en vez de defenderse se quedaba contemplando este extraño
acontecimiento, admirando a ese hombre. “Hablaba como
Mahoma —dijo Clootz (en el impreso que publicó)—. Yo me
decía a mí mismo mientras él vendía su novela, lo que el judío
Orobio, hecho prisionero por la Inquisición, decía en los
calabozos de Valladolid: «¿Eres tú Orobio? —No, ya no soy yo
mismo<»“.
Clootz, sin rencor alguno, se dirigió a la pobre Francia
enferma, a su patria de adopción, para decirle: “¡Francia! ¡Sana
a los individuos!”. Los jacobinos demostraron que eran una
Sociedad disciplinada. Tuviera o no razón Robespierre, ellos le
seguían y sin mediar palabra borraron a Clootz.
Camille hizo por Clootz lo que ya había hecho por los
girondinos. Este hombre, que con su sinceridad imprudente y
sus despropósitos comprometía a los suyos, había retorcido el
cuello de los girondinos, sin por ello dejar de llorar por su acto.
La noche del 30 de octubre todo el mundo le vio llorando y
arrancándose los pelos. Era por eso por lo que el 13 de
diciembre tuvo tanta necesidad del apoyo de Robespierre.
Tenía fe en él. Se equivocaba. Robespierre dejó fríamente
que se revolviera en su apuro, que chapoteara en su
tartamudeo. Finalmente, al igual que las mujeres que
encuentran la fuerza en sus lágrimas y en su debilidad,
encontramos de pronto que el tartamudo habla rápidamente<
Una frase que le salió del corazón: “¡Sí, a menudo me he
equivocado<! Siete de los veintidós fueron mis amigos.
¡Sesenta amigos asistieron a mi boda y todos o bien están
muertos o bien han emigrado<! Sólo me quedan dos,
Robespierre y Danton”. Se hizo un silencio general, un silencio
emocionado, lleno de lágrimas. Todos se ahogaban.
Había vencido. Entonces Robespierre vino en su auxilio;
con una cruel inconveniencia hacia ese hombre indultado
recordó que “había sido amigo de los Lameth, los Mirabeau, los
Dillon, pero que en definitiva tan pronto como se había
construido ídolos, los había destrozado”.
Clootz fue expulsado y Camille, admitido. Pero de todas
formas estaban en las mismas. Ambos iban derechos a la
muerte.
Un terrible poder apareció en esas dos sesiones, terrible
sobre todo por el vacío y la indecisión. Contra Clootz no se
objetó nada serio; salvo una herejía. Los ataques que se le dirigían
eran del molde del siguiente: “Nada se asemeja tanto al
federalista como el predicador intempestivo de la
indivisibilidad”. Por lo tanto podíamos errar de dos formas:
siendo gradualmente herético o sólo momentáneamente, a
propósito. ¿Quién podría asegurar que encontraría la línea
precisa sobre la que había que mantenerse para andar recto en
la vía de la salvación revolucionaria? La Revolución, al pedir
Robespierre que seleccionara a sus hombres, se convertía en
algo delicado y difícil de determinar. Robespierre no estaba
muy seguro de ser puro. ¿Y cómo saber a partir de ahí quién
debía morir y quién vivir?
Éste era el tipo de cosas que hacían que la Convención se
sumiera en profundos pensamientos. Y las que le infundieron el
valor para rechazar violentamente la operación análoga que le
proponía Robespierre.
Recordamos que cuando Israel quiso masacrar a los
efraimitas cuando atravesaban el Jordán, les hizo pronunciar
Shiboleth, y el que lo pronunciaba mal moría. Una operación de
ese estilo fue la que el 15 de diciembre Robespierre pidió que se
hiciera sufrir en la Convención a los suplentes para comenzar.
Los historiadores robespierristas aseguran (y yo les creo) que
todos los miembros habrían sido sometidos a esa prueba.
Consistía en obligar a hacer profesión de fe sobre todos los
acontecimientos de la Revolución. Habrían estallado
innumerables disentimientos, la verdadera fractura de la
Convención se habría hecho visible y su debilidad palpable;
toda coalición para la República y el derecho de asamblea
habría resultado imposible.
Romme, que estuvo irreprochable y que hubiese podido
hablar en voz alta, se resintió del golpe y se apoderó de la
proposición reduciendo, limitando todo a estas preguntas:
“¿Qué pensáis del 6 de octubre? ¿Y del 22 de junio? ¿Del juicio
de Capeto? ¿Y del de Marat?”. La Convención aprobó; después,
a petición de Thibaudeau, retractó la aprobación y declinó toda
profesión de fe; lo que significaba que en caso de coalición
contra la dictadura, la Montaña le exigiría los matices más
opuestos, lo cual tuvo lugar en termidor.
La carrera de depuración a que se lanzaba Robespierre
debía conducirlo muy lejos.
El 10 Anacharsis Clootz fue declarado indigno de
pertenecer a la sociedad jacobina. A Desmoulins se le admitió el
12 a duras penas. El 16 se excluyó a los nobles, a nobles como
Antonnelle, jefe del jurado contra la reina y los girondinos. Pero
no se excluyó a los curas.
Dos días antes Robespierre, en una proclama dirigida a
Europa “contra el filosofismo”, excusaba a la Revolución: “No
somos impíos, etc.”, y no lo dijo solamente, sino que lo demostró
después impidiendo que los curas fuesen eliminados de la Sociedad.
¡Y sin embargo los nobles no formaban generalmente un
cuerpo! ¡Estaban menos apegados y eran menos hábiles para
combinarse y calcular en conjunto sus esfuerzos y sus intrigas!
Los curas, ese cuerpo temible, guardián fatal e inmutable
de toda la tradición contrarrevolucionaria, por un juramento
(del que, por sus reglas, están liberados de antemano), se
convierten en buenos republicanos, juzgados y aceptados como
tal.
Aceptados por el santo de los santos. ¡La Sociedad
depuradora que en la Revolución es como el Juicio Final, que
envía a los unos al poder y a los otros a la muerte! Se mezcla
con los curas< ¡Extraño emparejamiento de los espíritus más
hostiles!
¡Qué gran poder es ese que cambia la naturaleza de las
cosas, que decide que el blanco es negro y que el cura es
republicano!
¡Infinita severidad en la selección de los amigos! ¡Y por otro
lado facilidad e indulgencia para el enemigo! ¿No reside ahí lo
completamente arbitrario y lo vago del viejo sistema de la
gracia, del dogma contra el que precisamente se levantó la
Revolución?
El día del gran discurso en el que Robespierre hizo renacer
la esperanza de los curas, Chaumette dijo: “Si no tenéis
cuidado, harán milagros”.
Los milagros los reservaron para la Vendée64. Y en París se
hicieron para ellos. El Comité de Salvación Pública llevó a cabo
ese milagroso hecho de restablecer la censura en plena
Revolución, de prohibir en los teatros, no sólo la imitación de
las ceremonias católicas, sino también el uso de ropajes
sacerdotales. Una enorme cantidad de obras de teatro
terminadas, en espera del 16 de noviembre, fueron prohibidas y
no pudieron representarse. La censura se extendió a los
periódicos y el obispo de Blois consiguió que se suprimiera un
cuadernillo titulado La Confesión.
Desde ese día las comunidades se tranquilizaron. Seguía
habiendo mujeres en el barrio de Saint-Jacques. No se les
detuvo hasta el 5 de termidor, como consecuencia del odio de
Robespierre.
La confianza del clero en su jefe llegó hasta el extremo de
que en enero la misa y las vísperas cantadas en la Institución de
Jesús, se propagaban no sólo por la calle, sino que llegaban aún
más lejos, hasta donde los prisioneros de Port-Libre, que en su
cárcel de la calle Saint-Jacques seguían cómodamente el oficio
cantado a pesar de la enorme distancia existente (Memoria de las
prisiones, 23 de nivoso, t. II, pág. 32).
Lo mismo ocurría en la calle de Saint-André-des-Arts,
donde todo el mundo escuchaba los oficios, y esto cerca del
Pont-Neuf, es decir, en el mismo centro de París.
1793)

Se pide la renovación mensual del Comité.—Se hubiera debido


realizar, pero de forma lenta.—Esta inmovilidad habría debilitado
demasiado el gobierno.—Trinidad dictatorial.—Misiones de los
robespierristas.—Robespierre en Toulon.—Saint-Just en Estrasburgo.
—Hoche y Pichegru.—Lucha de Baudot y Lacoste contra Saint-
Just.—Kléber y Marceau; fin de la Vendée.—Nantes y Lyon.—”Le
Vieux Cordelier”.—Un robespierrista propone la amnistía.—
Desmoulins solicita un comité de clemencia.

Pesaba sobre Francia una dura fatalidad. La imposibilidad de


asociación, el espíritu de aislamiento, generado y fortalecido
por la larga servidumbre, la fuerza de los hábitos monárquicos,
todo volvía a traer la realeza. Se rehacía. Como consecuencia de
su estado moral la nación conspiraba contra sí misma. Seguía
siendo menor y no se hallaba preparada para afrontar su
mayoría de edad, su dejadez le llevaba hacia la abdicación y la
colocaba en la triste pendiente de un regreso involuntario al
gobierno de una sola persona.
La guerra peligrosísima en que nos habíamos visto
envueltos antes de Wattignies exigía la dictadura. Desde
entonces Francia fue siempre atacada en sus extremidades pero
nunca amenazada en el centro; había motivos para examinar si
la dictadura, aún útil, no se modificaría por una renovación
parcial del Comité de Salvación Pública.
Esto fue lo que preguntaron el 12 de diciembre Bourdon, de
Oise, y Merlin de Thionville.
Merlin cometió la torpeza de pedir que se renovara por
meses, lo cual habría debilitado bastante al gobierno.
No se trataba de alejar del Comité a los que constituían su
fuerza y su gloria, los jefes de opinión, los grandes hombres de
tribuna, sino sólo a los trabajadores heroicos que, gracias a
increíbles trabajos, recreaban en ese momento todas las
administraciones.
Cualquier mínima modificación que se hubiera hecho
bastaba para recordar a este Comité su legítima dependencia de
la Asamblea, su autor y creador, el único origen de su derecho.
La Convención, ante la perspectiva de una crisis, había
fabricado un rey colectivo cuya amovilidad le distinguía de la
vieja monarquía.
Ésta era la opinión de los más prudentes, incluso dentro del
propio Comité. Lindet, que pidió a varios miembros influyentes
de la Convención la renovación parcial del Comité, demostró su
sagacidad, pero desgraciadamente Merlin convirtió en
imposible lo que hubiera sido más fácil y más práctico. Exageró
hasta el extremo de pedir que un tercio del Comité se renovara
cada mes.
Era necesario llevar a cabo una renovación, más lenta, pero
había que hacerla. En la creciente necesidad de unidad que se
experimentaba, si la Asamblea no se armonizaba con el Comité
a través de cambios graduales y legales, iba a ocurrir que el
Comité, en desacuerdo con ella, intentaría ponerla a punto
depurando, afilando y cercenando, hasta romperla, como
ocurrió en termidor, hecho que se cumplió, pero matando la
República.
¿Es esto decir que el comité absorbía de este modo cuanto
había de sano en la Convención? No. Muchos miembros del
comité eran hombres secundarios, uno o dos incluso muy
peligrosos (me refiero sobre todo a Barère). Sin lugar a dudas
hubieran sido gloriosamente sustituidos por algunos
montañeses ilustres que habían escrito sus nombres en los
Alpes, en los Pirineos y en el Rin; por grandes ciudadanos,
hombres de principios, como Romme, por ejemplo; por
Cambon, cuyo Gran Libro acababa de ser aceptado por la
Asamblea. La exclusión de un hombre tan relevante fue una
muestra de debilidad del Comité de Salvación Pública.
La utilidad de la renovación era tan palpable que el Comité
no se atrevía a objetar nada en su contra. Un legista salió en su
ayuda; Cambacérès dijo al Comité: “La renovación obligada
limitará el poder de la Asamblea: dejémoslo libre. Que cada
miembro ejerza libremente sus derechos”.
Se dejó la votación para el día siguiente. Poco antes de
votar un furioso robespierrista, Jay-Sainte-Foy, dijo que la
votación debía ser nominal para conocer los nombres de quienes
apoyan una proposición tan favorable al enemigo. Después dirigió
un elevado elogio al Comité, que según él, lo había hecho todo.
La Asamblea cedió y lo renovó sin condiciones.
Nadie perdió más que el Comité. Irremediablemente caía
bajo la monarquía de Robespierre.
Todopoderosa en los Jacobinos, pesada sobre la
Convención, en el Comité de Salvación Pública resultaba
agobiante.
Se manifestó en el exterior en dos ocasiones, desnuda y sin
contemplaciones: una, el 21 de noviembre, con el desmentido
que hizo en la Convención y sin tener en consideración el
decreto del día 16; la otra, el 12 de diciembre, con la presión que
ejerció sobre los jacobinos, exigiéndoles ese humillante acto de
versatilidad de expulsar al que acababan de nombrar su
presidente.
La autoridad era la Convención; el poder eran los
jacobinos.
Convención y jacobinos, autoridad y poder, todo se había
desmoronado. Un hombre resultaba estar más autorizado que
la autoridad y ser más poderoso que el poder.
La idea que se tiene del interior del Comité de Salvación
Pública es completamente falsa. Se cree que las grandes
medidas se deliberaban allí. Nada más lejos de la realidad.
Sus registros no cuentan nada sobre los hechos más
decisivos; sus lagunas son muy elocuentes y servirían para
mostrar que los grandes asuntos revolucionarios no eran
puestos en común.
Robespierre, representado en tres personas, constituía el
gobierno.
La trinidad dictatorial Robespierre, Saint-Just y Couthon se
bastaba a sí misma. Bastaban sus tres firmas para que se creyera
que un decreto había sido firmado por todo el Comité. A
menudo se enteraban a través de los periódicos, no sin
extrañeza, que habían pretendido esto o decidido lo otro.
Sin embargo esta trinidad se apoyaba habitualmente en la
firmeza de Billaud-Varennes, en la flexibilidad de Barère y en el
furioso genio mímico de Collot d'Herbois.
Billaud, Collot, los dos terroristas, que habían entrado el
día 6, estaban allí para vigilar a Robespierre, para perderlo, si
por la clemencia, se dirigía hacia la tiranía.
La trinidad gubernamental marchaba sobre dos ruedas.
Una era Billaud, figura inmutable del Terror, fuera de todo
interés de partido, que decía: “Yo soy el gobierno
revolucionario”.
Otra Lindet, Carnot, Prieur, Jean-Bon Saint-André, que
decían: “Yo soy el orden, la previsión, la victoria”.
Estos admirables obreros habían puesto sus servicios a
disposición de Francia con el fin de destronar al caos65. Carnot,
Prieur y Lindet desmembraron el reino hebertista del ministro
de la guerra. Le sustituyeron y repararon sus faltas, pero
desgraciadamente no acabaron con él. Instalaron despachos a
su alrededor, se encerraron y llevaron a cabo el trabajo. Hubo
un jefe de guerra, un jefe de administraciones militares
(subsistencias, transporte, vestuario, etc.); por lo demás,
permanecían ajenos al resto de los asuntos sin inquietar en
absoluto a la alta trinidad dictatorial. Trabajaban con
entusiasmo dieciséis horas diarias, lo que les convertía en unos
colegas infinitamente cómodos. Muchas veces tenían que firmar
sin leer lo que les enviaban, respaldándolo con sus honorables
apellidos y su conocida probidad, con su aparente conexión, y
al mismo tiempo el éxito de sus trabajos les llenaba de gloria.
Todo iba encaminado a favorecer esta dictadura de los tres.
La violencia del terrorismo impulsado por Billaud y Collot,
la protección que el Comité de seguridad daba a los pequeños
tiranos locales, hundía las provincias en la desesperación y les
llevaba a mirar hacia arriba, hacia esa trinidad auxiliadora.
¿Y quién reclutaba y alimentaba a los catorce ejércitos de
Francia? Las requisiciones (de hombres, caballos, grano, dinero,
sábanas, zapatos, etc.). No había requisición sin terror, ni terror
sin tiranía. ¿Tiranía local o central? La primera opción resultaba
tan intolerable que hacía desear la segunda.
La Francia vencida, sospechosa, realista o girondina, exigía
un buen tirano contra el terror local que le perseguía por todas
partes.
La Francia victoriosa, republicana y montañesa sufría ya la
presencia del censor universal, del temido tutor político.
Todo se resumía en esta frase jacobina que ya hemos citado:
“Esperemos un Dios salvador”.
Este dios descendía por momentos, interviniendo de un
modo mortal para la libertad. Los missi66 de Robespierre
parecían los de una potencia superior y que además estaban
situados en una situación dominante con respecto a los de la
Convención. Couthon, Saint-Just y otros acostumbraban a
Francia a la idea de que su salvación no estaba ni en ella misma
ni en la Asamblea Nacional, sino en un individuo.
Hemos visto la extraña operación, grandiosa y popular, con
la que Couthon movió y cohesionó magníficamente todo un
mundo de campesinos de Auvergne para arruinar a Lyon;
después detuvo sus venganzas y no abandonó Lyon hasta
haberle convencido que sólo se salvaría si temía a Couthon y a
Robespierre.
Lejos de responder a la memoria del vencedor de Lyon, de
DuboisCrancé, Couthon, que había regresado a los Jacobinos, le
habló, no como colega, sino como juez y le interrogó, dejando
bien clara la distancia que existía entre un miembro del Comité
de Salvación Pública y un simple representante del pueblo. Un
hombre de Robespierre, Jullien, de Drôme, asfixió el tema
bruscamente. Se hizo callar a Dubois-Crancé.
Robespierre joven, que estaba muy lejos de tener la
importancia de Couthon, llegó a tiempo para adquirir
prestigios en el papel que representaba en Toulon. Al igual que
Couthon había recogido el éxito fácil de Lyon, este joven llegó
en el momento ideal para compartir el honor por este
acontecimiento, tan popular en el Mediodía. Una numerosísima
fuerza de artillería fue traída desde Lyon y los Alpes,
concentrada alrededor de Toulon. Como los sitiados ingleses y
españoles no se podían asentar en el país el éxito estaba
asegurado. Robespierre quería llamar a Fréron y a Barras para
que su hermano dirigiera solo las fuerzas, pero se les avisó a
tiempo (el 27 de octubre).
Más de cuatrocientas sociedades populares del Mediodía
declararon que querían la presencia de Fréron y Barras, de
quienes no se sospechaba que fuesen moderados. Robespierre
joven tuvo que ir en calidad de adjunto de los otros dos. No por
esto fueron menos ignorados. En torno suyo se formó una
espesa urdimbre de intrigas, de ambiciones. Un joven oficial de
artillería, el corso Bonaparte, espíritu prodigiosamente inquieto,
se entregó a Barras y Fréron, es decir, a los dantonistas. Cuando
llegó Robespierre joven se hizo robespierrista y entregó al
Comité de Salvación Pública un plan de su general Dugommier.
A pesar de ver que el viento soplaba a la izquierda, el previsor
joven pensó que no le bastaba con la protección de los dos
Robespierre. La tarde del mismo día en que entró en Toulon
escribió a la Convención una carta enormemente violenta y
firmada con el nombre de Brutus.
Barras y Fréron, sin inquietarse por la política que pudieran
hacer los dos Robespierre ni de su clemencia interesada,
ejecutaron el plan al pie de la letra y fusilaron a ochocientos
individuos, a quienes encontraron con las armas en la mano.
La cosa se presentó aún más clara en Estrasburgo. Saint-
Just apareció, no como un representante, sino como un rey o un
dios. Armado de poderes inmensos sobre dos ejércitos y cinco
departamentos, se elevó más aún por su fiera naturaleza. En sus
escritos, en sus palabras, en todos sus actos, por insignificantes
que fuesen, aparece el héroe, el hombre de un inmenso
porvenir, grande en todo, pero no con la grandeza de los
buenos republicanos. La idea del tirano glorioso, tal como la
concibió Montesquieu en Sylla, en su famoso Diálogo, parecía
haberse realizado en este asombroso hombre, sin que se
pudiera aún descubrir en qué consistía su fanatismo y cuál era
la característica tiranía de sus principios. Un hombre
completamente distinto a los demás, no habría existido dos días
en las ciudades antiguas. Atenas, después de coronarlo, lo
habría expulsado fuera de sus murallas.
Señalemos de paso que el modelo original del estilo oficial,
empleado más tarde con tanto éxito por hábiles imitadores, no
es otro que el de Saint-Just.
Un hombre como él, tan violento, se mostró al mismo
tiempo dueño de una habilidad consumada. Empleaba todos
los medios que le proporcionaba el terror, obteniendo grandes
efectos, pero sin derramar sangre.
El hombre que dominaba Estrasburgo era el ex capuchino
Schneider, versado en la literatura antigua, predicador
apasionado, de un alemán vehemente y director espiritual
favorito de las mujeres. Incluso hoy, en esta ciudad donde se
creó una leyenda de execración contra él, las mujeres (muy
ancianas) a las que amó, aún no han encontrado consuelo.
Schneider, demócrata furioso, lo era al estilo de los
antiguos anabaptistas, del rey sastre de Leyde, que pretendió
competir con Salomón en el número de mujeres. Ese fraile era
insaciable; no contento con las que por sí mismas corrían tras él,
aseguran que a su paso incluía a las mujeres en la requisición.
No obstante él pretendía sentar la cabeza y se acababa de
casar empleando para ello la fuerza y el terror. Volvía a
Estrasburgo por la noche, montando un gran alboroto, en un
coche tirado por cuatro caballos. Era muy tarde para una
ciudad en guerra; las puertas estaban cerradas; ordenó que las
abrieran. Saint-Just puso el pretexto del coche y el jaleo que
montaron y le detuvo esa misma noche mientras estaba con su
esposa en la cama y por la mañana, Estrasburgo, sin poder dar
crédito a lo que veía, encontró a su tirano atado al poste de la
guillotina. Permaneció allí tres horas, en ese estado lastimero y
después fue enviado a París, a la muerte.
Durante la exposición se pudo ver a Saint-Just asomarse al
balcón de la plaza y mirar a la víctima con una espantosa
impasibilidad. Esta población católica reconoció la mano de
Dios en la humillación de ese renegado y cubrió de bendiciones
al enviado de Dios y de Robespierre.
En París, Saint-Just junto con Schneider, despachaba de
manera imparcial a los adversarios de Schneider, a los
administradores de la ciudad que eran sospechosos de querer
liberarla. Por lo demás no se derramó ni una sola gota de
sangre. Hubo requisiciones solamente para el ejército del Rin,
so pena de guillotina. Era un hábil equilibrio entre los dos
fanatismos que se repartían la ciudad. Para complacer al uno,
manifestó que las figuras de la portada de la catedral serían
destruidas y para dar gusto al otro las hizo cubrir con tablas.
El papel militar de Saint-Just y su compañero Lebas ha sido
desfigurado completamente. La manía francesa de culpar de
todo al poder central, bien por instinto idolátrico o bien por
simplificar la historia, desorientó aquí a todos los narradores.
Nosotros hemos tomado los datos exactos de los documentos
que se conservan en los archivos de la guerra67.
Al mismo tiempo que Saint-Just y Lebas llegaban a
Estrasburgo, dos representantes montañeses, Lacoste y Baudot,
tomaban la dirección del ejército del Moselle. Ambos estaban
dirigidos por dos militares. El del Rin por el flemático y político
Pichegru, cuya extrema dependencia complacía a Saint-Just;
Lacoste y Baudot habían obtenido para Hoche el mando del
ejército del Moselle. Hoche era un joven parisino de veinticinco
años, de una capacidad extraordinaria y de un valor indomable.
Hacía mucho tiempo que había escrito a Marat y después a
Carnot, el cual se mostró sorprendido y dijo: “Este sargento
llegará lejos”.
Baudot y Lacoste, ajenos a las operaciones de la guerra, se
portaron admirablemente. Se comportaron como soldados
intrépidos y duros, acostándose sobre la nieve de los Vosgos.
Después, dejándose guiar por un sentido común que rozaba lo
genial, abandonaron el rutinario procedimiento de tener
sometidos a los generales por el terror de las delaciones.
Tuvieron fe en la naturaleza, en la República, y no creyeron que
ningún hombre fuera a rivalizar con la patria. Entendieron que
sin unidad nada podía existir, que la unidad del alma era la del
cuerpo y la del general la del soldado. Y como generales
adoptaron al hombre más amable, al más querido, el que
parecía representar la imagen de la victoria: Hoche.
Hoche tenía en mente a los prusianos y Pichegru a los
austriacos. El primero debía penetrar por la línea de los Vosgos,
romper el bloqueo de Landau y unirse a Pichegru. El ejército
del Moselle había sido hasta entonces un ejército sacrificado.
Con frecuencia se le había reducido en beneficio del ejército del
Norte, y recientemente en el del Rin, que se llevó seis
batallones. Estaba más debilitado todavía por su larga inacción,
por su indisciplina y su mezcolanza con fuerzas del
levantamiento en masa. Hoche comprendió las dificultades. Un
ejército semejante era capaz de realizar actos heroicos, pero
ninguna maniobra prudente ni ordenada. Había grandes
dificultades para seguir las ideas metódicas del Comité. La
rapidez lo era todo. Hoche suprimió los bagajes y hasta las
tiendas en pleno diciembre. Desgraciado en sus primeros
ataques, reanudó la carga con furor extraordinario. Todo el
ejército gritó: “¡O Landau, o la muerte!”.
Le valió entonces ser un soldado nacido del pueblo. Si
hubiera sido noble, habría sido sospechoso, se le habría
destituido, habría perecido. Pero recibió una carta de Saint-Just
y Lebas muy cariñosa, depositando en él la confianza. Lacoste y
Baudot lo seguían paso a paso, combatían con él. Los prusianos
cedieron y el ejército del Moselle descendió a la llanura. Landau
fue liberado y se operó la unión con Pichegru. La victoria fue
completa. Barère habló en la Convención de tan heroicos hechos
de armas y no citó ni una sola vez a Hoche.
¿Qué se podía hacer ahora? ¿Quién debía dirigir los dos
ejércitos? Saint-Just no se dignó comunicar a Baudot y Lacoste
sus instrucciones secretas. Se quejaron de la reserva de Saint-
Just y de la inacción de Pichegru. Se jugaron la vida. El 24 de
diciembre ordenaron a Pichegru que obedeciera a Hoche. Todo
iba como el rayo. Hoche dejó seis mil hombres más allá del Rin,
detrás del enemigo. Después él mismo, en cinco días sucesivos
de encarnizados combates, hirió de muerte al enemigo,
arrojándole hacia el Rin. ¡Alsacia se había salvado!
Baudot y Lacoste, justificados por la victoria, escribieron
seca y fríamente al Comité soberano: “Nos olvidamos de
escribir que habíamos otorgado el mando supremo al general
Hoche. Si Saint-Just hubiese fraternizado con nosotros, si
hubiésemos tenido conocimiento de vuestros planes, nuestras
medidas no habrían sido distintas”.
¿Qué se criticaba en Hoche, Lacoste y Baudot? Se quería
que hubiesen envuelto al enemigo. Se sufría en materia de
guerra la obsesión del envolvimiento del enemigo. Parecía que
se ignoraba lo que eran los ejércitos de la República. No eran,
no, los del Imperio. Demasiado valerosos como eran, no
poseían habilidad para ejercitar maniobras. Eran capaces de un
acto de increíble heroísmo, pero no podían ni sabían obedecer a
planes complicados, muy fáciles de combinar en el gabinete,
pero complejos cuando se trata de desarrollarlos sobre el
terreno con soldados principiantes, emocionados y
espontáneos, que precisamente por culpa de ese
apasionamiento eran menos adecuados para servir de
instrumentos a los cálculos de los tácticos.
No hay que olvidar que el ejército austriaco, al que en tanto
desprecio se le tiene, estaba fuertemente respaldado por las
poblaciones de Alsacia. Su general Wurmser era del país y tenía
en él todas sus raíces. La brillante ofensiva tomada en Alemania
por Hoche era mucho más fácil que rodear a un ejército tan
aguerrido como el austriaco.
Hoche, detenido en plena carrera triunfal, escribió una
carta brutalmente furiosa, diciendo que rompería su espada y
que regresaría a vender queso en la frutería de su tía (papeles
de R. Lindet).
Este nuevo lenguaje indignó al Comité y separó a Hoche de
su mando, alejándolo y dándole la jefatura de las fuerzas de
Carmes, donde dirigía al ejército desde una cuadra de seis pies
cuadrados.
A pesar de esta fatal injusticia y de tantas miserias, se
observa la grandeza de Francia en 1793: en Toulon, Dugommier
realizaría una brillantísima operación contra las fuerzas
españolas; en los Pirineos, el viejo general Dagobert, audaz
hasta la temeridad a los ochenta años de edad, venerado,
adorado, muere en la victoria, pobre, enterrado a expensas de
los soldados; Soubrany, Milhaud, siempre avanzando, sable en
mano, furiosos representantes de la Montaña, no ven más que
al enemigo, ignoran todas las intrigas, los movimientos del
interior, cubriendo Francia con sus cuerpos.
El Oeste, de octubre a diciembre, presenció hechos
verdaderamente heroicos. La fraternidad inquebrantable de
Kléber y Marceau, que terminaron con la Vendée, sus
sacrificios, sus peligros: “Combatamos juntos —decían—, que
juntos seremos guillotinados”.
El Comité nombró general al inepto Léchelle, del que
Kléber hizo el siguiente elogio: “Jamás vi general más idiota ni
soldado más cobarde”. Léchelle, enfermo, fue reemplazado por
otro, Turreau, tan malo como él, pero entre los dos hubo un
entreacto durante el cual Marceau, Kléber y Westermann dieron
a la Vendée el terrible golpe de la batalla de Le Mans. Herida de
muerte la Vendée, expiró en Savenay. Entonces llegó Turreau,
el general del Comité. A Marceau se le relegó y más de una vez
hubo propósitos de conducir a Kléber a la guillotina.
La victoria puso a los vencedores en una terrible situación.
¿Qué hacer con esta población que había atravesado el Loira
muerta de hambre, de miseria y de enfermedades? La dificultad
que se presentaba era aún mayor que la de Lyon, en donde la
inmensa mayoría de las víctimas se había fugado. Aunque se
salvasen millares de soldados, gran número de vendeanos se
agolparon en Nantes. Los decretos eran terminantes. Quien
hubiese usado la escarapela blanca debía ser condenado a
muerte.
La ocasión fue magnífica como para que hubiese
intervenido el amigo de la humanidad. Resultaba tentadora
para el político que hubiese tenido el acierto y la audacia de
responder a las necesidades de los corazones.
Había en la Convención un número considerable de
hombres que a toda costa deseaban que se interpretasen esos
decretos de muerte, sacados en otra época, como represalia a las
masacres realistas. Desgraciadamente, como la iniciativa de
suavizar estos decretos fue tomada en Lyon, en octubre y por el
hombre de Robespierre, toda vuelta a la humanidad tomaba la
molesta apariencia de un complot robespierrista.
Desde el 29 de noviembre, Collot escribió a la Comuna de
París: “Se prepara un gran complot para pedir la amnistía”.
La amnistía se presentaba como la consagración del
dictador.
Esta situación y el peligro que corría la República, sin duda
contribuyeron a la feroz precipitación con la que Carrier, Collot
y Fréron en Nantes, Lyon y Toulon ejecutaron y sobrepasaron
los decretos de la Asamblea. Abreviaron a golpe de cañonazos.
El 4 de diciembre Collot hizo fuego contra sesenta hombres que
llevaban las armas en la mano. En pocos días sus comisiones
hicieron fusilar y guillotinar a doscientas diez personas.
Escribía a Robespierre con cruel ironía: “Tratamos de verificar
la sublime inscripción (Lyon ya no existe) que propusiste”.
Toulon todavía resistía y Collot aceleraba cada vez más las
ejecuciones, creyendo que así aterraba a la vez a Toulon y a
París y que disparaba contra el inglés y contra el dictador.
Sin embargo, una emoción general de piedad y clemencia
subía como una poderosísima marea. El 13 de diciembre una
multitud de mujeres fue a llorar a la barra de la Convención,
rogando por sus maridos y sus hijos. El día 15, la gran voz del
tiempo, el artista que anunció los grandes movimientos de la
Revolución, Desmoulins, lanzó el número 3 del Vieux Cordelier.
Simple traducción de Tácito, para responder a los detractores
de la República, a los que pudieran pensar que el 93 había sido
un poco duro, les habla sobre el Terror de Tiberio y de
Domiciano: se parece tanto al nuestro que esta apología parece
(lo que es) una sátira.
Los exaltados, llevados por su torpe furia, ayudaban al
movimiento que les amenazaba. Ronsin, el bárbaro ejecutor de
los fusilamientos de Lyon, para responder a las acusaciones,
oponiendo la audacia a la audacia, llegó a París y se mostró de
un modo horrible. El mismo día se aprovechó este hecho en la
Convención. Comenzó el ataque contra los agentes hebertistas
de la guerra que habían interceptado despachos dirigidos a la
Convención y además, en un camino fue detenido un
representante, sin atender a su carácter. Bourdon llegó a decir
que había que suprimir a los ministros y al consejo ejecutivo.
Lo que más extrañó es que mientras el Comité de seguridad
buscaba atenuar, el Comité de Salvación Pública, a través del
órgano de Couthon, respaldó las demandas que se hacían
contra esos agentes hebertistas de la policía militar. Lebon, otro
robespierrista, informó de una insolente habladuría que corría
por los despachos del ministerio de la guerra contra el Comité
de Salvación Pública.
La actitud resuelta de los robespierristas contra los
exaltados permitía ir muy lejos en aquella tarea. Fabre
d'Églantine pidió el arresto inmediato de Vincent y otros
añadieron los nombres de Ronsin y Maillard. Se decretó así:
“Añadid el nombre de Héron —gritó Bourdon, de Oise—;
Héron que se atrevió a coger a nuestro colega Panis por el
cuello”.
Al oír este nombre todo quedó en silencio. El asunto fue
enviado prudentemente al Comité de seguridad. Héron era un
personaje. Hombre triple, servía en la policía militar y en la de
los Comités; en los asuntos graves recibía órdenes de
Robespierre.
La violencia de Bourdon traspasó los límites de lo
conveniente. Había llegado más lejos que los hebertistas. Sin
embargo el movimiento contra la exaltación era tan fuerte que
no por ello se detuvo. El 18 se recibió la noticia de la espantosa
catástrofe de la Vendée, y un robespierrista, Levasseur, que
jamás habló más que para pronunciar toda clase de violencias,
se aventuró a decir: “Hay un medio muy fácil para pacificar el
país, y es proclamar una amnistía para los vendeanos”.
Al mismo tiempo se urdía una ingeniosa trama. Un
hermano del representante Gauthier animó a cuatro patriotas
de Lyon para que fuesen a París a rogar por su infortunada
ciudad. Como eran gentes ignorantes se dirigieron a un joven
realista, que les escribió un documento admirable y muy
emotivo. Era un representante joven llamado Fontanes, el
hombre más prudente que se había visto.
¿Osó escribir acerca de un asunto tan peligroso sin tener la
convicción de que estos hombres estaban respaldados por
Couthon (o lo que es lo mismo, por Robespierre)? No lo
creemos.
La Convención dio muestra de su aquiescencia nombrando
presidente a Couthon, a pesar de acusarle de haber sido
demasiado moderado, demasiado humano.
El mismo día (20 de diciembre) en que este informe fue
acogido en la Asamblea, Robespierre hizo declaraciones. Las
mujeres de los prisioneros habían acudido nuevamente a la
barra en muchedumbre inmensa, impaciente; todo el mundo
estaba conmovido. Robespierre estuvo muy hábil. Las recibió
muy mal, las acusó en términos duros, diciendo que aquella
manifestación tenía el aspecto de un acto organizado
maliciosamente por la aristocracia. Pero cuando hubo hablado
cuanto quiso contra el pérfido moderantismo, con los aplausos
de la Convención, propuso precisamente lo que pedían las
mujeres: “Que los dos Comités nombrasen comisarios para
buscar a los hombres que habían podido ser encarcelados y que
los Comités podían liberar”.
La cuestión fue votada con entusiasmo, con aplausos
sinceros. Los nombres de los comisarios, para evitar solicitudes,
debían permanecer en el anonimato. Era fácil prever que estos
misteriosos inquisidores de la clemencia se escogerían entre los
jacobinos, bajo la influencia del único que podía hablar de
clemencia, de moderantismo, sin que pudiera ser tachado de
moderantista. ¡Enorme vuelo de su influencia! ¡Él solo tenía la
llave de las prisiones!
Al día siguiente, 21 de diciembre por la mañana, el librero
Desenne tenía frente a su casa una larga cola de compradores
que esperaban la salida del cuarto número del Vieux Cordelier.
Llegaron a pagarse los números a un luis. El ejemplar se leía en
las calles y hombres y mujeres lloraban de piedad.
Se manifestaba con toda su impetuosa fuerza el corazón
francés, impaciente cuando se trata de realizar actos que
beneficien a la humanidad, capaz de los mayores sacrificios.
Salió de todos los pechos una divina fórmula: “¡El Comité de la
Clemencial”.
En el Vieux Cordelier se observaban curiosas
inconsecuencias: “¡No queremos amnistía!”. Y poco después, en
otro artículo: “Abrid las puertas a esos doscientos mil ciudadanos
que llamáis sospechosos”.
¿Quién podía realmente hacerse dueño de este
movimiento? Sólo un hombre como Robespierre, a quien se
adoraba de rodillas, quien fue colocado a pesar suyo en el altar
del dios omnisciente primero y después arrojado al ara del
sacrificio.
¿Y creéis que la extraordinaria influencia de Robespierre
asustaba a Desmoulins? En absoluto. “Dichoso, querido
Robespierre, que has logrado convertirte en objeto de religiosa
adoración. Pero acuérdate, ¡oh viejo camarada!, que los actos de
clemencia son, como decía Tertuliano, la escala de la mentira,
por la cual los miembros del Comité de Salvación Pública han
subido hasta las nubes”.
Capítulo II

1793)

Robespierre amenazado se refugia en el Terror.—Ofrecen en vano los


comités modificar el Terror.—Robespierre ordena el ataque contra
Desmoulins y Philippeaux.—Rechaza la proposición de los Comités.—
La Asamblea quiere subordinar a los dictadores.

La lectura de aquel fatal número de Desmoulins horrorizó tanto


a Robespierre como la más enérgica denuncia de sus más
encarnizados enemigos. El inocente Desmoulins, equivocando
sus sentimientos, ahogado en sus propias lágrimas, le propuso
lo más terrible, que fuera Dios. No se dio cuenta de que esa
sería su perdición.
Robespierre buscó seguridad entre las filas de la izquierda,
de los exaltados, y se confundió con sus enemigos.
No se podía comprender que al grito de “abrid las puertas a
los doscientos mil que llamáis sospechosos”, los patriotas que se
habían jugado la vida por la República no viesen llegar la
revancha realista, el Terror blanco, y que no se amparasen bajo
el cañón de Collot d'Herbois.
Collot, que llegaba precipitadamente desde Lyon, era
ensalzado por sus amigos: “Ya está aquí el gigante”, decían.
¿A qué se debía este engrandecimiento de Collot, el que era
de una estatura tan normal?
Tres cosas le engrandecían.
Ante Robespierre y contra su religión, puso otro dios,
fetiche espantoso, la cabeza de Chalier, cabeza herida tres veces
por el cuchillo del verdugo y el brazo girondino.
Ante él marchaba la leyenda espantosa de los prisioneros
muertos en los Brotteaux.
Se presumía que un hombre con tales precedentes poca
clemencia emplearía con quienes trataban de especular por
medio de procedimientos moderados.
Hubo algo que cayó como una losa sobre la cabeza de estos.
El amigo de Chalier, su vengador, el famoso Gaillard, que salió
de su calabozo el 19 de octubre y que fue tan fríamente recibido
por los jacobinos, al oír los primeros rumores de la amnistía
creyó perdida la República y se saltó la tapa de los sesos.
Collot d'Herbois le atribuye estas palabras: “No soy un
hombre débil, no palidecí ante los puños< Pero muero, ¡oh
jacobinos!, porque me habéis abandonado”.
Collot, después de los sacrificios de Chalier y Gaillard, se
agrandaba. Daba miedo no solamente a Robespierre, sino
también a los miembros del Comité de Salvación Pública.
Barère, Lindet, Carnot y Prieur, de acuerdo en esto con la
parte independiente de la Montaña, temían que los exaltados al
separarse de Robespierre se unieran al hombre terrible que
hubiera creado una dictadura del terror contra la realeza,
digámoslo así, de la clemencia y de la hipocresía.
Estos grandes organizadores que por medio de increíbles
esfuerzos resucitaban Francia en acuerdo con Cambon y
algunos representantes modestos y laboriosos, veían con dolor
que les arrancaban de sus manos su obra, sumergiendo otra vez
a la patria en el caos.
¿Podían, como quería Desmoulins, renunciar a los medios
del Terror? Hubiera sido renunciar a las requisiciones que ya
entonces nadie más que el Terror realizaba. Sin él, ¿con qué
habrían alimentado, vestido y armado a su millón doscientos
mil soldados?
Carnot y Lindet, enemigos del terrorismo, no apreciaban a
los jacobinos. Sin embargo, vivían de las requisiciones que
arrancaba el terror de estos. Apreciaban poco a Collot y Billaud
y debían unirse a ellos para crear el equilibrio de la pesada
trinidad dictatorial.
Si suspendían a los agentes del Terror, los ejércitos se
morirían de hambre y la República perecería, y dejaron que
estos agentes atestasen las prisiones, creando millones de
enemigos del gobierno. De este modo iba a perecer la República
también.
Se detuvieron ante una medida sabia, firme y muy valiente.
La terrible responsabilidad de abrir o cerrar las puertas de
las cárceles la pidieron para ellos mismos. Solicitaban que, sin
confiar el examen previo a comisarios desconocidos, como
quería Robespierre, los miembros de los Comités, cada uno en
su momento, fueran los encargados de examinar las
reclamaciones. Nada de exámenes anónimos. Si se les
nombraba jueces de un asunto tan delicado querían llevarlo
ellos mismos sin pasar por las oscuros trámites de los agentes
robespierristas. Querían juzgarlo a pleno sol.
La segunda reforma consistió en separar a los acusados de
los sospechosos y crear para estos últimos casas de sospecha.
En un tiempo en que la cárcel estaba tan cerca del patíbulo,
resultaba terriblemente injusto y peligroso dejar juntos, por
ejemplo, a los ganaderos de Normandía, pobres diablos
sospechosos, a los que no se reprocha nada, con un Rimbaut
que había liberado Toulon.
En esta gran y decisiva circunstancia en la que se hallaba el
destino de la Revolución, en el momento en el que sus colegas
proponían una reforma casi igual que la suya, Robespierre,
inesperadamente, se aisló y se separó de ellos para unirse a su
amigo Collot d'Herbois, dejando estupefactos y enormemente
extrañados a los robespierristas, que creían haberle seguido por
las vías de la moderación.
Ya una vez (a finales de septiembre), se habían sentido
molestos con su táctica tortuosa. El inmenso éxito que alcanzó
entonces les hizo creer que estaba libre de la odiosa alianza de
la prensa hebertista y de los despachos del ministerio de la
guerra, cuando, por sorpresa, atacó a sus propios amigos que
disparaban contra los hebertistas antes de recibir órdenes.
Asimismo, lo que le hizo dejar de repente en diciembre a
sus amigos por sus enemigos fue por un lado Desmoulins, que
denunciándole ante la admiración y el reconocimiento del
mundo, mostraba en la Comisión robepierrista el germen del
Comité de la clemencia; por otro lado, las vehementes
acusaciones de Philippeaux, que junto con Merlin, que era
testigo ocular, demostraban la traición de los generales
hebertistas y las tristes consideraciones del Comité hacia ellos;
aquí el comité era Robespierre, quien el 11 y el 25 de septiembre
les defendió y les protegió en los Jacobinos.
Philippeaux volvió a la carga tres veces en un mes y sus
acusaciones recibieron una publicidad inmensa por parte del
atolondrado Desmoulins, que incluso en los números en los que
divinizaba a Robespierre, también alababa y exaltaba a
Philippeaux, el adversario de Robespierre.
Éste, del 20 al 23 de diciembre, en tres días y sin transición,
dio la espalda a sus amigos, se pasó al bando de sus enemigos,
plantó allí a su adorador Desmoulins y se unió, en su contra, a
la terrible alianza de Collot y Hébert.
¿Quién le empujó hasta allí? Philippeaux, que le acusaba de
haber estado en connivencia con los hebertistas en la cuestión
de la Vendée.
¿Quién le empujó hasta allí? Gaillard, que le acusaba de
moderantismo en el asunto de Lyon, la muerte de Gaillard, su
sombra, públicamente conocida por la solemne pompa que la
Comuna dedicó a Chalier (21 de diciembre).
Collot no llegó hasta el día siguiente. Pero antes de su
llegada, desde la misma tarde, Robespierre atacó a Camille
Desmoulins, renegó de él, o al menos le hizo atacar por uno de
sus patanes, Nicolás, su portabastones, que a menudo le servía
de escolta. Nicolás era un hombre alto, gracioso, robusto y
huraño, al que se le nombró jurado cuando debía haber sido
verdugo. Cumplió diestramente con la comisión de Robespierre
diciendo del encantador escritor, que por otra parte era
representante del pueblo: “¡Qué cerca está Desmoulins de la
guillotina!”.
A lo que el otro respondió con gracia: “Tú rozas la
fortuna< Te vi hace un año comer sólo una manzana cocida, y
hoy que te han nombrado impresor del tribunal revolucionario,
impresor de las oficinas del ministerio de la guerra, ya sólo el
tribunal te debe cien mil francos”.
El día 21 por la tarde Collot entró en la Convención, más
como un triunfador que como un hombre que se excusa. Contó
las matanzas realizadas en Lyon y defendió la necesidad de
ejercer el terror. A muchos, incluidos algunos robespierristas,
les sentaron mal estas declaraciones, porque pensaban que
Collot sería atacado por Robespierre. Éste y Collot se
reconciliaron el día 23.
Este día, en los Jacobinos, Collot dio rienda suelta a su
elocuencia melodramática. Recuerda a Gaillard, que ya se había
suicidado. Lloró, gesticuló y pronunció frases de dolor.
Robespierre se alegró al encontrar a un hombre de esta
naturaleza, que bien podía lanzarlo contra Philippeaux. Éste
había llevado consigo un dogo dócil y furioso, Levasseur, quien
el día 18 se aventuró a pedir la amnistía y que como el perro
que se equivoca de presa, pretendía reparar el error mordiendo
algunos trozos de la carne de Philippeaux. Danton intentó
calmar la discusión, pero Robespierre, con aire de moralista,
preguntó a Philippeaux si estaba seguro de no haberse dejado
arrastrar nunca por la pasión, incluso por el patriotismo. Éste
responde que se habían cometido traiciones a la República.
“Nombremos una comisión”, dijo Couthon (para ganar
tiempo). Fue nombrada pero no hizo nada; todo se escamoteó
con una farsa de Collot d'Herbois.
Robespierre para su seguridad entró de lleno en el Terror.
En la Convención pronunció un discurso defendiendo el
equilibrio gubernamental y para que este se pudiera sostener
pidió las cabezas de Houchard y Biron.
No se veía la necesidad de cortar dos cabezas de generales
en aquellos momentos precisamente. La República comenzó a
recibir las noticias de sus victorias. El día 24 se conoció la toma
de Toulon; el 25 o el 26, la batalla de Savenay y la destrucción
de la Vendée; el 30, el desbordamiento de las líneas de
Wissembourg; el 1 de enero, la liberación de Landau y la
retirada del enemigo hacia el Rin.
La proposición del Comité de Salvación Pública, hecha el
25 de diciembre, para examinar las reclamaciones de los
prisioneros y poner aparte a los sospechosos, triunfó. Barère,
hábilmente y para alejar toda sospecha de moderantismo,
lanzaba hostiles alusiones contra las blandas proposiciones de
Desmoulins, dejando bien claro que no se trataba de clemencia,
sino de justicia. El Comité proponía esta justicia, severa y
fuerte, desde lo alto de la victoria.
Robespierre no temió hablar en contra de esto. La única
razón que dio fue que ninguno de los dos Comités podía
consagrar su tiempo a los aristócratas. Prefirió sacrificar su
propia comisión, que la consiguió el día 20. Billaud-Varennes,
impasible ante cualquier intento de suavizar la situación, votó a
favor de la Convención y en contra del decreto obtenido por
Robespierre y del proyecto del Comité. Pidió que no se hiciera
nada.
Todo terminó. A partir de entonces las prisiones se fueron
llenando hasta reventar y vomitar de golpe a un pueblo de
enemigos furiosos y deseosos de acabar con la República.
La aceleración de los juicios, solicitada ese mismo día por
Robespierre, era un remedio impotente que envilecía la justicia,
haciéndola positiva y físicamente imposible y robándole la fe de
todos.
Ese siniestro 26 de diciembre, que decididamente cerraba
las cárceles sin dejar más salida que el terrible postigo de una
justicia acelerada, iba a tener dos efectos contrapuestos.
Por un lado, los rivales de la dictadura central, Fouché en
Lyon y Carrier en Nantes, aceleraban la justicia con su espantosa
actuación.
Por otro, como los indulgentes no esperaban nada más ni
de Robespierre ni del Comité, declararon la guerra a los
hebertistas, aliados actuales de Robespierre, de forma que los
enemigos se vieron obligados o a matarlos o a perecer.
Desmoulins se levantó y lanzó su vida al viento. Desde este
día es inmortal. En el n° 5 del Vieux Cordelier expía el n° 4 y se
justifica ante el futuro: “La anarquía —dice— nos conduce a la
horrible dictadura de un solo amo. Y es a ese amo al que temo”.
Ya no se arrodilla a los pies de Robespierre. Está de pie frente a
él.
No hay nada más arriesgado que ese n° 5, tan divertido, tan
vehemente, de una cólera cómica y sublime< La risa, pero esa
risa del rayo que ríe con relámpagos, va, viene, golpea y reduce
a cenizas, el estrépito de su terrible alegría< Todos a los que
tocó, vana ceniza, han conservado una eterna risa.
¡Increíble audacia! Golpea no sólo a los gigantes, a los
Collot y a los Bidaud, sino algo quizás más atrevido, al tipo de
la horda baja de los tartufos de tercer orden, a los Brutus,
hombres de negocios que el patriotismo abonaba: al señor
Nicolás.
Hébert fue el que recibió mejor trato. El poderoso artista,
con la destreza y el cuidado de un hábil naturalista, que con
una pinza atrapa un horrible insecto, le da la vuelta y lo
muestra al público en todos sus aspectos. Camille lo destruyó
sin alterar sus formas y lo conservó en perfecto estado. No
resultaría fácil encontrar otro. Hébert, bien descrito, bien
clavado y clasificado en el museo de monstruos, estará
expuesto allí para siempre.
La finalidad es la simple lista de sumas que Bouchotte dio a
Hébert, especialmente las 60.000 libras, entregadas el cuatro de
octubre, para lanzar la tirada del famoso número de seiscientos
mil, que Danton exterminó en beneficio de Robespierre, en el
momento en el que este acababa de patrocinar a Ronsin (25 de
septiembre) y en el momento en que los hebertistas
maquinaban en la Vendée una segunda traición para acabar con
Kleber (5 de octubre).
Quizá el inocente Camille creía que sólo atacaba a Hébert.
Es muy poco probable que supiera qué profundidad alcanzaba
ese golpe en el corazón de Robespierre. Seguramente era
conducido por gente más hábil, quizás por Fabre d'Églantine.
La debilidad de Robespierre fue compartida con el Comité
de Salvación Pública. Su gran autoridad se veía comprometida.
Y de nuevo se planteaba la pregunta: ¿Se renovaría el Comité? ¿O
nos conformaríamos con llevarlo a una dependencia legítima y
razonable de la Convención?
Francia se tomaba un respiro, sus tres victorias posponían
el peligro, quizás para siempre. De hecho fue lo que ocurrió,
puesto que Prusia estaba ocupada con Polonia y Austria había
encontrado en los belgas tan mala voluntad que finalmente no
pudo hacer nada por nuestras fronteras del norte en 1794.
El 18 de nivoso (7 de enero), en un inteligente discurso,
muy moderado en expresiones y probablemente calculado por
Fabre d'Églantine y Bourdon, de Oise, tras muchos elogios del
Comité de Salvación Pública, cayó sobre el ministerio, pidió que
dejara de ser monárquico, que se hiciera republicano, es decir, que
no sacara fondos de la tesorería sin que fuera solicitado por un Comité
a la Convención, y sin un decreto de la Asamblea.
Todo a cuenta de las monstruosas subvenciones que
Bouchotte había dado a Hébert.
Danton, con infinita prudencia y consideración, dijo y
volvió a decir hasta tres veces que esto había que enviarlo al Comité
de Salvación Pública.
Esto fue decretado con estas palabras: en principio, y con
esta reserva: de tal forma que la actividad de las fuerzas nacionales
no se vea disminuida, es decir, facilitando al Comité todos los
medios para eludir lo que se acababa de decretar.
Carnot, Lindet, Prieur y Saint-Andre, los únicos que
gastaban y los únicos afectados por el decreto, no se quejaban;
el único que lo hacia era Robespierre; dijo y escribió: que se
detuviera todo el movimiento de los ejércitos; algo que era
materialmente imposible. Todo o casi todo lo necesario se hacía
a través de requisiciones en especies: recogida de grano, recogida
de sábanas, recogida de caballos, etc. La Convención acababa
de votar cien millones para subsistencias.
Habría votado sin pensarlo dos veces lo que el Comité le
hubiese pedido. ¿No le había obligado ella misma en agosto a
coger cincuenta millones, sin entrar en más detalles? Pero se
habría retrasado tanto como los minutos que se tarda en ir de
un pabellón al otro en el castillo de las Tullerías. Había que
dejar aquí las objeciones poco serias y decir a la Convención:
“Esto es la cuestión de la soberanía. Queremos una dictadura
sin mezclas, autocrática”.
A lo que se podía haber respondido: “¿Quién creó la
dictadura? El momento, el peligro, la necesidad de defensa
frente al enemigo< Ahora es el enemigo el que mantendrá la
dictadura”.
1794

Ironía, movilidad y elasticidad de Francia.—Robespierre teme


reírse.—Terror que le inspiran los cómicos Fabre y Desmoulins.—
Intenta reducir a Desmoulins.—Ataca a Fabre en los Jacobinos.—
Fabre arrestado por falsario por el Comité de seguridad.

Me sumerjo con mi causa en la noche y en el invierno. Los


encarnizados vientos de las tormentas que azotan mis cristales
desde hace dos meses en las colinas de Nantes, acompañan con
sus voces, ahora graves, ahora desgarradas, mi Dies iræ del 93.
¡Legítimas armonías! Debo darles las gracias. Muchas de las
cosas que no comprendía se han esclarecido gracias a esas voces
del océano (enero de 1853).
Lo que me decían con sus aparentes furores, con sus agrios
silbidos que atravesaban mi tejado, con el entrechocar
siniestramente alegre que hacía agitar mis ventanas, era algo
fuerte y bueno, tranquilizador: que esas amenazas del invierno,
todos esos amagos de muerte, no representaban en absoluto la
muerte, sino todo lo contrario: la vida y la profunda
renovación. La eterna ironía de la naturaleza se escapa, ágil y
sonriente, de los poderes destructivos y de las violentas
metamorfosis que le podían haber afectado.
Así es la naturaleza y así es mi Francia. Esto es lo que
constituye su fuerza. Frente a las más mortales pruebas que
hacen que las naciones se hundan, esta conserva un tesoro de
eterna ironía.
Ningún entusiasmo, ninguna miseria, ni ninguna
desesperanza duran mucho tiempo.
¿Quién puede causar miedo a Francia? Rió ante el Terror, lo
que hubiera bastado en otras naciones para su total
aniquilamiento. Rió y lloró al mismo tiempo, sintió la emoción
en ambos sentidos; no se trataba, en absoluto, de una tristeza
inerte. La elasticidad moral de Francia se mantuvo intacta; la
práctica ligereza del carácter nacional le salva siempre de ser
aplastada. Este pueblo no se llega nunca a envilecer ni a
corromper verdaderamente.
Esta ligereza que en otros lugares parece signo de nulidad,
se encuentra aquí a menudo en las almas de gran vigor. Es
como la flexibilidad del muelle de acero, que no por doblarse
fácilmente tiene menos fuerza para enderezarse.
El pueblo es terrible en el fondo, temible para sus dioses.
El primer conquistador del mundo moderno dijo después
de una gran derrota: “De lo sublime a lo ridículo no hay más
que un paso”.
Así fue, en su corto reinado, el miedo a Robespierre. Una
frase, alegre como las del festín de Baltasar, aparece escrita en
Desmoulinsz “Junto a la guillotina donde caen las cabezas de
los reyes, es guillotinado Polichinela, que también capta la
atención”.
El poderoso jefe de los jacobinos, que había hecho el
milagro de crear sin armas una monarquía de opinión en la
republicana Francia, sabía que su poder estaba forjado en un
momento de seriedad de la nación. Había de durar su soberanía
lo que tardara Francia en soltar la carcajada.
Este hombre verdaderamente extraordinario, de apariencia
aristocrática, abogado y juez de la Iglesia, con una personalidad
antimilitar, tenía al mismo tiempo junto a él los instintos
revolucionarios y las tendencias militares de la nación. ¿A qué
se debía el misterio de su poder? A la opinión que había sabido
infundir a todos sobre su probidad incorruptible y sobre su
inmutabilidad. Los demás personajes de la Revolución
actuaban ingenuamente a merced de los acontecimientos. Sólo
él, con un maravilloso espíritu de continuidad, con una
prodigiosa táctica, maniobró con el fin de respaldar el renombre
de esta inmutabilidad. Acabó por respaldarlo sólo con afirmar.
Y su palabra tuvo tal peso, que desmintió la evidencia de los
propios hechos y la afirmación de Robespierre se aceptó como
autoridad superior a la misma realidad.
¡La fe al cura volvió al día siguiente de irse Voltaire! Ese
cura negó la naturaleza e hizo una de su palabra. Y esta fue
creída frente a la otra. ¿Por qué milagros de la destreza, en una
situación tan cambiante, se mantenía el ficticio inmovilismo del
taumaturgo? Para el observador resultaba ser el más extraño de
los espectáculos. El contraste de esos ágiles virajes, hechos en
nombre de principios inmutables, convertía al personaje más
serio de la época en el individuo más cómico, de una comicidad
tan terrible e imprevista que ninguno de sus maestros, ni
Aristófanes, ni Rabelais, ni Molière, ni Shakespeare, hubieran
podido imaginar semejante cosa.
¿Pero ante semejante peligro quién tenía la sangre fría de
observar a este terrible actor, cuya penetrante mirada podía
resultar mortal para el observador, que nada temía más que ser
mirado de forma seria?
Ahí reside la audacia de Plinio, que por observar avanzó
hasta el borde del cráter, y se vio compensado con perder la
vida por haber podido tener la seguridad de ver.
Un hombre, gran artista y amante del arte, sobre todo de
las artes de la intriga, observaba a Robespierre. Era el primer
autor dramático de aquel tiempo, Fabre d'Eglantine. “Su cabeza
—decía Danton— es un enorme imbroglio”. Suponía un
imbroglio para los demás, pero estaba bien claro para el gran
dramaturgo, que le gustaba ver cómo se enredaban los hilos
para aclararse.
Robespierre y su maniobra eran los objetivos sobre los que
sus anteojos de teatro se dirigían constantemente (y nunca les
quitaba la vista de encima).
Hubo un aspecto que nunca alcanzó el excelente
observador; su naturaleza era fina, fuerte y ardiente pero no era
elevada. La faceta elevada del tema le siguió siendo inaccesible.
Robespierre engañaba a los demás sólo porque haciendo
gala de una asombrosa habilidad instintiva, se engañaba
primero a sí mismo, porque él era su propia víctima y porque
bajo tantas idas y venidas, continuaba siendo sincero en el amor
hacia el fin que creía poder alcanzar siguiendo este sinuoso
camino.
Ese gran misterio de la naturaleza: la gran cantidad de
envoltorios con los que el alma humana se complica,
envoltorios que al meterse unos dentro de otros, no dejan que
se vea a sí misma. Es lo que un místico llamaba ingeniosamente
las siete murallas del castillo del alma; todo esto era como un sobre
cerrado para Fabre d'Eglantine.
Éste no veía más que la superficie, pero veía perfectamente;
describía con una propiedad y una fina especificidad que
contrasta con estos tiempos de insulsos generalizadores. Ese
don sólo pertenecía a dos eminentes cómicos, Fabre y Camille
Desmoulins. El bello retrato de Marat que hizo el primero es
una obra de una firmeza y una precisión admirables. Consigue
captar el rasgo dominante de Marat, el que encubre al resto y
que le salva de cara al futuro: su indiscutible candor. Este
retrato, penetrante en sí, resulta aún más penetrante por el
momento, por lo adecuado del día en que fue dado a conocer.
Se presentó el 6 de enero, el mismo día en que Philippeaux, a
través de un nuevo panfleto, hablaba de la conducta tortuosa
del Comité y de Robespierre. Apareció diez días después del
quinto número de Desmoulins, donde se deja entrever cómo
Robespierre, tras haber atacado a Hébert y Clootz, retrocedió
precipitadamente hacia los hebertistas. Marat, bien plantado, tal
y como él fue, ante el público, sencillo y de una sola pieza, sin
recurrir a ninguna táctica, en el arrebato de un carácter
esencialmente espontáneo, hacía una amarga sátira del carácter
tan contrario que fue el reverso exacto y la oposición completa.
Robespierre, gracias a la fuerza que otorga la pasión, sentía
que Fabre, incluso cuando estaba ausente, se hallaba tras él y le
miraba. Se sentía por ello cruelmente inquieto e irritado. Sentía
por instinto y por terror lo que Danton dijo sin imaginar el
alcance: “La cabeza de ese hombre es un repertorio de ideas
cómicas”.
Su enfermiza imaginación hacía que magnificara las cosas.
Se imaginaba que ese buscador despiadado de situaciones
cómicas creaba esas situaciones, que ese cruel maquinista
fabricaba los hilos, las poleas y las trampillas en las en cualquier
momento él podría engancharse o tropezarse.
Se equivocaba. Ni Fabre ni nadie tenía semejante
capacidad.
Las trampas en las que Robespierre podía caer estaban en el
propio Robespierre y también en gran medida, en las
contradicciones casi fatales del papel que interpretaba.
Su principal fatalidad había sido su triste connivencia hacia
los hebertistas, todopoderosos gracias a la prensa, en agosto y
en septiembre. Su amigo para la Vendée, su enemigo para Lyon
en octubre. Moderado aquí, exagerado allá, encontró en
Philippeaux y en Dubois-Crancé a sus dos Euménides.
No fue Fabre quien generó esta situación.
Él era el que mejor la veía, la formulaba, la demostraba, y
hacía surgir el lado cómico. Como artista, la marcaba con una
gracia suave y fina, que parecía no hacer nada, pero en un
terrible crescendo. Robespierre, huyendo de su adorador
Desmoulins, que denunció su bondad a la admiración del
mundo, se refugió asustado en los brazos de Collot, Hébert y
Ronsin. Su pesar por haber defendido al Ronsin de la Vendée le
obligaba a defender al Ronsin de Lyon. Y esto fue lo que hizo el
29 de enero.
Fabre comentaba y criticaba, ¿pero hacía algo al respecto?
Robespierre asegura que es Fabre quien a través del fogoso
Bourdon, le hizo llegar ese golpe de Jarnac, el de retirar al
Comité la facilidad de beber directamente de las fuentes de la
tesorería. Lo que también resulta verosímil es que fue Fabre
quien obligó a Robespierre a realizar dos fechorías memorables
valiéndose del inocente Desmoulins; la una consistió en mostrar
al mundo las memorias de Philippeaux, que morirían ahogadas;
la otra en sacar a la luz los cambios de Robespierre, en mostrar
cómo ese buen y sensible Robespierre iba a dar un giro hacia la
indulgencia, en el momento en el que como temeroso táctico
quería volver al Terror y se volvía a colocar precipitadamente
su máscara de severidad, de manera que esa admiración
exaltada de la bondad de Robespierre, en visible oposición con
su marcha en sentido inverso, iluminaba su maniobra y
traicionaba cruelmente los titubeos de su táctica.
Éste, sin sospechar nada de esto, le propició unas
condiciones favorables el 7 de enero, día en el que se leyeron los
números acusados del Vieux Cordelier. Camille aseguró que su
comité de clemencia no era otra cosa que un comité de justicia.
Por lo demás se mantuvo firme. Sin pretenderlo se reprodujo la
escena de Galileo ante la Inquisición. ¿Quién le creería?
Robespierre, yendo más lejos de lo que sus enemigos le
hubiesen pedido, utilizaba exactamente el mismo lenguaje que
el Santo Oficio: “Camille había prometido abjurar de sus
herejías y de sus proposiciones malsonantes< Los elogios de
los aristócratas le impiden abandonar el sendero que el error le
había trazado<”.
Después, creyendo que era de mayor utilidad humillar que
golpear, añadió: “Hay que diferenciar a la persona de sus
escritos< Es un niño extraviado por las malas compañías<
Pido, para dar ejemplo únicamente, que sus números sean
quemados en la Sociedad”.
Desmoulins: “Quemar no es responder”.
Robespierre: “Tu resistencia demuestra que tienes malas
intenciones<”.
Danton: “Camille no debe temer las lecciones de un amigo
severo. Ciudadanos, que la sangre fría presida nuestras
discusiones< Temamos asestar un golpe a la libertad de
prensa”.
El triunfo de Desmoulins fue absoluto, incluso en los
Jacobinos. Sus más hostiles jueces se conmovieron y se
alegraron. Pero obedecieron y le expulsaron de los Jacobinos,
como quiso Robespierre.
En realidad el vencedor se sentía vencido. El furor de
Robespierre no tuvo límites. Su oscura imaginación le dejó ver
el profundo acuerdo entre Desmoulins, Bourdon y Philippeaux,
hombres, sin embargo, espontáneos y violentos más que
calculadores. ¿Quién era el calculador, el diestro tramoyista que
tiraba de los hilos? El antiguo secretario de Danton, el hombre
de los imbroglios, el dramaturgo Fabre d'Églantine. Era el único
capaz de trazar un plan, de preparar y disponer los medios, las
energías y conseguir que concurrieran en una acción común.
Era a Fabre a quien había que hundir e implicar si fuera
posible, en la conspiración de la que Robespierre hablaba sin
cesar: la conspiración del extranjero.
Fabre, infinitamente prudente, dejaba que los demás fuesen
por delante y sólo intervenía cuando tenía la completa
seguridad de poder hacerlo. Daba poco pie al moderantismo;
había tomado partido en la muerte de los girondinos. Si
consiguió que se hiciera arrestar a Ronsin y a Vincent, fue el
mismo día en que sus esbirros habían detenido e insultado a
unos diputados, cosa que afectó mucho a la Convención, tanto
que Couthon y Lebon, dos hombres de Robespierre, hablaron
igual que Fabre. Fortalecido por todo ello no se alarmó
demasiado y como sabía que Robespierre debía empezar su
ataque contra él en los Jacobinos el día 8 por la tarde, se sentó
frente a él, con los anteojos de teatro que siempre llevaba
encima y observó por dónde iba a avanzar el enemigo.
Robespierre, siguiendo su costumbre, hizo gala de un gran
equilibrio, al decir que se mantenía imparcial entre Desmoulins
y Hébert, habló de dos facciones, de los ultra— y
citrarevolucionarios, dijo que el extranjero actuaba a través de
ambos al mismo tiempo, que diestros cabecillas movían la
tramoya y permanecían entre bastidores, que todavía eran los
de la Gironda, que era la misma acción teatral, sólo que había
otros actores bajo diferentes máscaras. Esas metáforas
acumuladas caracterizaban a Fabre d'Églantine, actor y autor
dramático.
Finalmente, ¿adónde pretendían llegar esas máscaras, esos
actores, esos tramoyistas?< Conclusión inesperada: ¡A disolver
la Convención!
No se sabía de dónde salía aquello; se miraban y se
preguntaban qué habría querido decir. Era precisamente por
mantener y hacer respetar la Convención por lo que Fabre,
respaldado aquel día por los propios robespierristas, consiguió
arrestar a Hébert y Vincent.
Volvió y volvió sobre esta vana alegación, retomando toda
la historia del girondinismo. Ante lo cual Fabre no aguantó más
y perdiendo la paciencia se levantó para irse. Pero en ese
momento Robespierre, clavando sus gafas y su fiera mirada en
el hombre de los prismáticos, le pidió que esperase. Retomó el
tema con furor hacia los intrigantes, hacia las serpientes que
había que aplastar (aplausos unánimes). “Hablemos de la
conjura y no de los individuos<”. Y en ese mismo momento
añadió: “Pido que ese hombre, al que sólo vemos através de unos
gemelos y que tan bien sabe plantear intrigas en el teatro, venga
aquí a explicarse< Veremos cómo sale de ésta<”.
Fabre dijo fríamente que respondería cuando se precisaran
las acusaciones, que por lo demás se equivocaban al creer que
influenciaba a Desmoulins, Bourdon o Philippeaux.
Una voz dijo: “¡A la guillotina!” y Robespierre pidió que se
expulsara al que había interrumpido. ¿Y sin embargo qué había
hecho ese robespierrista demasiado apasionado? Decir contra
Fabre lo que Nicolás, el hombre de Robespierre, había dicho
contra Desmoulins.
Éste pudo ver el día 10 lo poco que había satisfecho a los
jacobinos con una agresión tan vaga. En cuanto pronunció las
primeras palabras una voz gritó: “¡Dictador!”. La Sociedad se
negó a expulsar a Bourdon, de Oise, y esto retrasó la supresión
de Desmoulins.
A estos fracasos manifiestos, a este alejamiento visible de la
opinión, se respondió con un golpe de terror. En la noche del 12
al 13, el Comité de seguridad hizo arrestar a Fabre d'Églantine.
El pretexto fue el que todos los poderes emplean con éxito
en los arrestos políticos para engañar: arrestado por ladrón.
El asombro fue profundo. Otros, sobre todo Bourdon,
habían provocado mucho más a Robespierre. Estos dos puntos
ayudarán a esclarecerlo:
1° Pocos días antes, Fabre cometió la imprudencia de decir
que demostraría, documentos en mano, que Heron, el agente
general de los arrestos, tenía órdenes de arresto en blanco, y que de
esta forma el Comité de seguridad le lanzaba sobre cualquiera
sin saber de quién se trataba. En ese caso alguien dirigía a
Heron, un hombre aparentemente más poderoso que el Comité.
2° Se nos informa de que Fabre, que estaba en la cárcel,
enfermo y cercano a la muerte, no se preocupaba ni hablaba de
otra cosa que no fuera una gran comedia en cinco actos que le
habían quitado cuando le detuvieron (Mem. sobre las cárceles, I,
69).
¿Sobre qué trataba esta comedia? Deberíamos encontrar al
menos su título en el inventario de sus papeles que se hizo en
junio. La obra no se halla allí relatada, lo que demuestra que en
efecto se la habían confiscado en el momento del arresto.
¿Podría tratar sobre lo que aparece por alusión en
Desmoulins? (pág. 221, ed. 1836): “Hay una comedia griega
contra los ultrarrevolucionarios y los defensores de la tribuna de
aquella época, que traducida haría decir a Hébert que la obra no
podía ser más que de Fabre d'Églantine”.
Este tema resultaba tan indicado en esta situación, que los
propios girondinos, en su miserable huida y siempre tan
cercanos a la muerte, hacían con él una comedia.
Dependencia y terror del Comité de seguridad.—Presidencia de
David.—Se impide escuchar a Fabre.—¿Quién redactó la memoria del
proceso ?—No se quieren verificar las escrituras.—El documento falso
no había sido escrito por Fabre.—Se descubre tarde.—El documento
falso no habría servido para nada.—¿Quién pudo inventar esta
maquinación?—Liga de hebertistas y robespierristas.—Muerte de
Jacques Roux.—Robespierre justifica a los hebertistas.

Antes de juzgar al acusado intentemos juzgar a los jueces. ¿Qué


era el Comité de seguridad? Recordemos su origen. Fue
renovado el 26 de septiembre, al día siguiente del triunfo de
Robespierre, en una lista presentada por él. Estaba
generalmente compuesta por hombres comprometidos en
anteriores sucesos, asignando a todos un severo y rígido
vigilante, el pintor David. Ex pintor del rey, moderado incluso
el 10 de agosto de 1792, David había dado un gran salto hasta la
cima de la Montaña. Expiaba, convirtiéndose en el ojo y el brazo
de Robespierre, al encargado del Comité, aterrorizando a sus
colegas, a los que trataba como a negros.
Un hecho demostrará cómo este temible Comité estaba bajo
la presión del Terror. Lavicomterie, uno de sus miembros, autor
de los Crímenes de los reyes, temía tanto ver el rostro de
Robespierre, que los días en que se reunían los dos comités
fingía estar enfermo y no acudía a la sesión. Voulland, Iagot,
Lebon y Vadier habían sido o fuldenses o girondinos. Voulland
(de Uzès) era un hijo de los Rabaut y su nombre figuraba en
una de las fatales listas encontradas en los fuldenses. Iagot, en
1792, se sentaba en la derecha, al lado de Barbaroux. Cuando
estuvo en misión durante el proceso del rey, junto a Hérault y
Grégoire, pidió al igual que ellos, su condenación, pero sin añadir
la palabra a muerte. Lebon, cura casado, protestó (en Arras,
lugar del que era alcalde) contra el 31 de mayo. Panis estaba
inquieto por la poca claridad de las cuentas de la Comuna tras
los días de septiembre. Los más independientes eran Ruhl,
Moïse Bayle, Élie Lacoste y Louis, del Bajo Rin. Al buen anciano
alsaciano Ruhl aún le perseguía la prensa por su indulgencia en
Estrasburgo.
Los más expuestos eran Vadier y Amar.
Vadier, hombre del Mediodía, viejo, débil, había cometido
actos verdaderamente significativos de contrarrevolución.
Realista en el 91, quería que el día en que se efectuaron las
matanzas en el Campo de Marte se incoara un proceso de
muerte contra los jacobinos. Robespierre, su antiguo colega de
la Constituyente, creía que no podía emplear mejor instrumento
que un hombre completamente perdido.
De pies a cabeza Amar representaba el antiguo régimen.
Tenía el aspecto de cura, servil, débil y afable. He leído una
emotiva carta suya sobre la muerte de su esposa. Era un
tontorrón de Grenoble que al inicio de la Revolución se
equivocó de época y compró la nobleza y el título de tesorero
del rey. Estar vivo le parecía una gracia y se sentía obligado a
hacer más que los demás para merecer esa gracia. Era el escriba
obligado, el chico de los recados, la bestia de carga. A él se le
cargaba con las más rudas tareas, como por ejemplo con la
acusación de los girondinos, la cual llevó tan lejos como pudo,
hasta que los jacobinos furiosos le arrebataron el expediente y
se encargaron del asunto. Amar, horrorizado, hizo más de lo
necesario, envolviendo en la Gironda a los 73 que salvó
Robespierre. Se pretendía hacer de la cuestión de Chabot una
monstruosa red para enredar a Fabre d'Églantine y a otros. Los
registros revelan que Amar se resistió68. Huía del Comité y se
escondía en su casa. Las amenazas le llevaban a ello. Iba a la
fuerza hacia donde le indicaba Robespierre, y sin embargo, este
nunca quedó satisfecho de su informe contra Fabre.
Todo estaba preparado. Se tenía un presidente seguro, algo
fundamental para agilizar el asunto y declarar el cierre de los
debates antes de que comenzasen. Había sido colocada en la
presidencia la aterradora figura de David, que con su inquieta
pupila, su salvaje desaliño, su deforme mejilla hinchada de
furor, podía fascinar a los débiles.
Parece que este terror empezó a sentirse antes de la sesión.
Nadie ponía en duda que se fueran a perpetrar más arrestos. La
Montaña sacrificó a un dantonista, el más aislado, para salvar a
los demás: “Robespierre está descontento desde que
Desmoulins, Fabre y otros prodigaron su aplauso a
Philippeaux. ¡Pues bien! Sacrifiquemos a Philippeaux”. Esta
cuestión quedó de este modo definitivamente enterrada;
Philippeaux fue desestimado y sus acusaciones reducidas a la
nada por el orden del día.
Entonces se vio aparecer el semblante discreto de Amar y al
viejo pelele Vadier.
Amar dijo “con dolor” que cumplía con un deber muy
pesado, pero que al fin y al cabo se trataba del honor de la
Convención; que el asunto de Chabot y Delaunai se prolongaba
más de lo esperado, que Fabre también estaba implicado, que
parecía haber realizado un documento falso a favor de la
Compañía de las Indias; que por lo demás, el asunto se
esclarecería, y que aún no se debía prejuzgar nada.
Es interpelado Cambon y dice que en efecto había un
documento falso. Y la pregunta era ¿de quién era? Danton pidió
que se respondiera en la Convención.
Vadier fanfarroneó osadamente: “¿Queréis entonces
hacernos volver a la Constitución del 90? ¿Existe todavía la
inviolabilidad para los representantes?< Vasto es el complot<
El hombre arrestado es el primer agente de Pitt”, etc.
“No sólo existe el documento —dice Billaud—, sino que
aún se conservan los cien mil francos destinados a pagar el
servicio de falsificación”.
“Que se haga un informe rápido al menos”, dice Danton.
“De ninguna manera —dijo duramente Billaud—; la
Convención debe descansar sobre la diligencia de sus Comités.
Esperad a que tengan lugar los hechos”.
David, como presidente, estranguló cínicamente la
discusión. Dijo que el debate estaba cerrado, demostrada la
acusación y confirmado el arresto.
El hecho de que la Convención se entregara a sí misma, de
que la Montaña, atacada en las personas de Osselin, Bazire y
Fabre, y habiendo sido amenazados todos sus miembros, que
volvían de una misión, hubiera sido incapaz de resistir un poco
más, sería inexplicable si no viéramos la cruel revancha tomada
por la derecha y el centro, por los amigos de los girondinos.
Dudo de que Robespierre hubiera sido capaz de hacer votar a la
Asamblea su propia muerte, si ese voto no hubiera sido tan
grato para el rencor de aquellos que, hasta entonces dominados
por la Montaña, se habían convertidos en sus jueces y amos, y
que servían a su nuevo jefe.
Ese día disfrutaron doblemente, atacando al mismo tiempo
al autor del Catecismo y al autor del Calendario, ahogando la
probidad montañesa en Philippeaux, machacando el genio en
Fabre y destrozando la terrible pluma que amenazaba con
repetir el Tartufo.
Todos los historiadores, incluso Thiers, especialmente en lo
que respecta a las finanzas, han trascrito la acusación
copiándola textualmente de Amar y Fouquier-Tinville. ¿Por
qué? ¿Estas dos autoridades eran tan tranquilizadoras? Otra sin
duda más grave, era la de Cambon, a quien se llamó a declarar
como testigo. El Boletín del tribunal revolucionario, redactado y
clasificado cada noche por el juez Coffinhal (que lo falsificó en
el caso Hébert), indica una declaración de Cambon contra Fabre;
no la ofrece textualmente, de forma que no se ve bien en qué
estaba contra Fabre. Esta declaración única (puesto que sólo
hubo un testigo en este inmenso asunto) habría merecido ser
expuesta palabra por palabra. ¡Poco importa! Toda la prensa del
momento copia, sin atreverse a cambiar nada, el extracto de la
declaración, tal y como la ofrece el Boletín. Los historiadores
por su parte también han seguido los periódicos.
Sin embargo, aparece muy claro el hecho de que el tribunal
se negara con sospechosa insistencia a presentar la prueba del delito, el
documento falsificado. Es la primera vez desde el origen del
mundo que se creyó poder condenar a un falsificador sin el
testimonio del documento falsificado.
“Fabre —dice el Boletín del tribunal— pidió que se
presentaran las pruebas del delito que se le imputaba, los
documentos originales, alegando que estos eran necesarios para
su defensa”. Yo así lo creo; ¿cómo solucionar un caso de
falsificaciones sin verlos escritos?
La respuesta del presidente Herman es admirable: “El
presidente hizo algunas observaciones con fundamento a Fabre,
acerca de que era suficiente con reconocer o negar los cambios y
alteraciones que tenía ante sus ojos”.
¿Ante sus ojos? ¡Atroz mentira!< ¡¡¡No eran los
documentos originales, donde se hubiera podido apreciar las
escrituras, sino una copia cualquiera!!!<
Durante el proceso no se osó insistir sobre el punto de las
firmas que Fabre, Cambon y otros dieron en confianza. Lo
grave eran las enmiendas añadidas a favor de la Compañía.
¿Estaban escritas por Fabre o no? Tenían como objetivo, la primera
“liquidar los asuntos de la Compañía, según sus estatutos y
reglamentos”. La segunda, evitarle un derecho retroactivo que
se imponía a las transferencias, “salvo las hechas de modo
fraudulento” y de restringir ese derecho a una multa.
Pues bien, los escritos examinados, estudiados y calcados
con extremo cuidado, establecen no sólo que las enmiendas no
están en absoluto escritas por Fabre, sino que tienen una letra
que no tiene nada que ver con la suya, que no tiene ni el más
mínimo parecido, que resultaba imposible equivocarse, de
manera que fue absolutamente necesario, para cargar a Fabre
con una falsificación, que los jueces ocultasen el fatal
documento, que no mostrasen nada al jurado y obtuviesen de
ese miserable jurado (seleccionado, engañado, aterrorizado y
que no obstante resistió) un puro y simple acto de fe, un
asesinato bajo palabra69.
Hay enmiendas de Fabre, en el momento de la denuncia de
Chabot contra Delaunai, como él mismo declaró desde el 17 de
noviembre. Pero esas enmiendas están hechas a lápiz, en la
primera minuta que no fue adoptada; están todas firmadas por
él y son honorables; son enmiendas que él propone para
impedir que la Compañía eluda el decreto.
Estas severas enmiendas eran, digamos, un medio para
asustar a la Compañía, a sus agentes Chabot, Delaunai y Julien,
y para obtener dinero. ¿Qué muestra esta intención? Chabot
declaró que se le entregaron cien mil francos por corromper a
Fabre, pero también dice que no se atreve a hablarle de ello; los
guardó discretamente70.
Cuando compareció Fabre ante el Comité de seguridad el
17 de noviembre, se le mostró la primera minuta cargada de
notas suyas, todas favorables a los intereses del Estado. A nadie
se le ocurrió entonces manifestar que la enmienda, exceptuando
esos hechos fraudulentos, que se aprecia en esta minuta, estaba
escrita por Fabre. ¿Está seguro de que esa enmienda existía en
aquella época?
Fue el 19 de diciembre, al día siguiente del día en que Fabre
lanzó a Bourdon para acusar y hacer saltar a Heron, el agente
de los Comités; fue el día en el que se exhumó la segunda
minuta que lleva las dos enmiendas. Se propagó por París que se
había encontrado un documento, escrito por Benoït, de Angers (que se
había dado a la fuga), interlineado por Delaunai, de Angers, firmado
por Fabre, etc. Fabre había firmado en confianza y Cambon
también. No había razón por la que coger a Fabre.
Afortunadamente ese Delaunai, la máquina de denuncias,
estaba en prisión; se le tenía agarrado por el cuello haciendo
como que el documento estaba interlineado por él. Era seguro
que ese Delaunai, bajo la presión del terror, gritaría que los
añadidos no eran suyos sino de Fabre. Esto es lo que no olvidó
hacer el 9 de enero, el día en que la lucha entre Fabre y
Robespierre le hizo pensar que para ganar al segundo había que
matar al primero.
En recompensa, este hombre útil, vivía en prisión como un
rey; todo abundaba allí, los vinos delicados, las frutas exóticas,
las mujeres sobre todo. En definitiva, todo lo que puede irritar,
nublar y anular la consciencia. Se le embrutecía y se le asustaba,
y se obtenía de él todo lo que se quisiera. Con dos vinos sabía
todo, revelaba todo y denunciaba todo.
¿Qué se habría hecho si se hubiese querido seguir una
investigación simple y leal? No se habría ido a preguntar a
Delaunai cuál era la verdad a esa cloaca de cárcel. Se habría
hecho a pleno sol, la simple y natural investigación que abre
todos los casos de ese estilo, la investigación de las escrituras.
No sólo se buscó la oscuridad en el proceso, sino que se
rechazó a quienes quisieron iluminar al Comité. Llegó una carta
de Julien, de Toulouse, uno de los acusados huidos; llegó
derecha a la Convención, sin pasar por el Comité. Al no haber
podido suprimirla, al menos se consiguió impedir su lectura,
que quizás hubiese esclarecido todo.
Lo que hace este extraño caso aún más misterioso es que
cuanto más se piensa en ello más claro está que la Compañía no
podía esperar que el crimen no le sirviera de nada.
¿Entonces nadie hubiese leído ese decreto público,
impreso? ¿La comisión creada para dirigir y vigilar la
liquidación, no lo habría denunciado al cabo de dos días? Los
culpables, Fabre o Delaunai, sin duda habrían emigrado desde
el momento mismo en que hubieran recibido el dinero. De
acuerdo. ¿Pero los banqueros de entonces eran tan tontos como
para tirar el dinero en un asunto de resultado tan efímero, tan
visiblemente incierto? Hoy un hombre serio no lo haría. Yo soy
más dado a creer que el banquero principal, el barón de Batz,
pensionado en 1815 por haber intentado salvar a los niños del
Temple, ganándose unos cuantos diputados, había abonado los
cien mil francos para zanjar ese asunto; el tema de la Compañía
no era más que un pretexto.
Imputar este crimen tan absurdo de una falsificación que
saltaba a la vista, a una de las grandes mentes de la época, al
hombre hábil y peligroso que se decía que guiaba a Danton,
Desmoulins y a todo el mundo, era una contradicción atrevida
y cínica que sólo podía ser peligrosa viniendo de la
omnipotencia, de aquellos que para ser creídos, no tienen ni
siquiera necesidad de imitar escrituras, puesto que podían
juzgar sin necesidad de documentos o matar sin ser juzgados.
No acusamos en absoluto a Robespierre de esta
maquinación. Además es poco frecuente que los poderosos
tengan necesidad de cometer crímenes, ni siquiera de
conocerlos; otros que les sirven se adelantan a sus
pensamientos.
Tampoco creemos que haya por qué acusar en masa al
Comité de seguridad. Allí reinaba una curiosa división del
trabajo. Asuntos de gran relevancia se decidieron allí con dos o
tres firmas.
La acusación con la que les amenazaba Fabre hizo que los
miembros más comprometidos del Comité se determinasen. El
odio y el miedo les dejaban bien claro que su enemigo era un
traidor. Con esto bien aclarado entre ellos, ya no daban mayor
importancia al medio que usarían para hacerle caer. ¿Una
falsificación? ¿Y por qué no? La palabra traidor tiene implícitos
en sí todos los crímenes.
¡Cosa singular! El más envenenado enemigo de Fabre
observa cierta reserva. Robespierre habla de su avaricia, de su
inmoralidad, pero no osa articular expresamente la palabra
falsario.
¿Todavía tenía dudas? Será remitido al Comité de
seguridad y a los tribunales, a su presidente Herman, amigo
demasiado discreto como para inquietarle sobre el modo de
atacar al intrigante y al traidor, cuya desaparición era tan
necesaria.
Sea lo que fuere, se temía que la Convención y la derecha,
volviendo en sí, y el centro, avergonzado por haber liberado a
la Montaña, no apoyaran a Robespierre en esta cuestión. Pero
todo explicaba la perfecta alianza de robespierristas y
hebertistas hacia finales de enero.
Si los indulgentes recibieron un golpe con el arresto de Fabre
(12 de enero), los exaltados recibieron otro de su parte con el
proceso de Jacques Roux (16 de enero). A Fabre lo acusaron de
falsificador y a Roux de ladrón. Hébert sentía crueles celos de
Roux, de Leclerc y de Varlet, oscuros tribunos de los barrios
industriales que fuese el que fuese su esfuerzo, ocupaban
siempre la vanguardia. Roux, poderoso en los Gravilliers, tachó
al Padre Duchesne de tartufo, de petimetre y de moderado. El
propio Robespierre llegó a tomarle miedo y se unió a Hébert,
que fue su perdición. ¿Por qué sintió miedo de Roux, cuya
influencia parecía confinada a un solo barrio de París?
Robespierre veía en Roux a Chalier y a sus amigos, el germen
de una revolución desconocida y cuya revelación más clara se
observó más tarde en Babeuf.
Y como el miedo es cruel, fueron despiadados con Roux.
Cada vez que había rumores en París iban a por él; se le cargó
primero con la responsabilidad del motín del jabón (junio) y le
arrojaron a Marat. Probó a hacer un periódico con Leclerc, de
Lyon, y se clausuró por una reclamación de la viuda de Marat
(agosto). En el movimiento de septiembre, cuando apenas se
habían arreglado las cosas, se abalanzan sobre Jacques Roux,
con el pretexto de un robo71; pide en vano que se le juzgue y en
vano los Gravilliers protestan en la Comuna; Hébert reía y hacía
piruetas como un marqués de otros tiempos. Se disolvió a las
mujeres revolucionarias que le apoyaban y se cerraron sus
clubs. El pobre hombre se quedó allí esperando todavía a los
jueces< Se escamoteó el proceso. Como la policía correccional
no podía sacar partido de la acusación de robo, remitió a
Jacques Roux donde Herman, al tribunal revolucionario. Vio
que se podía dar por muerto y se asestó cinco cuchilladas (16 de
enero). Los Gravilliers nunca perdonaron ni a Hébert ni a
Robespierre; y lo volvieron a encontrar en marzo y en termidor.
Los robespierristas no esperaban que el hombre que creían
mancillar se evadiría de esa manera, lavándose con su propia
sangre. Estaban inquietos ante la repercusión de este hecho en
los Gravilliers y en el barrio del centro. Ese mártir de los
exaltados les denunciaba con su muerte, les acusaba de
moderantismo. Eso fue lo que les precipitó a una comedia más
que hebertista que extrañó a todos.
Couthon, al igual que Robespierre, era la decencia
personificada, un hombre muy íntegro. El 21 de enero,
aniversario de la muerte del rey, en un entusiasmo en frío, pidió
el gorro rojo que Robespierre siempre rechazó obstinadamente.
Propuso que todos los representantes llevaran el gorro rojo y la
pica en la mano y fuesen a visitar el árbol de la libertad, al final
del jardín de las Tullerías. Una vez allí la Asamblea se dio de
narices con el verdugo y con la carreta que llevaba a los
condenados del día a la guillotina. Algunos apartaron la vista y
muchos temieron apartarla. Creyeron que todo estaba
calculado, se sintieron bajo la mirada del espionaje que anotaba
su asco. Bourdon, de Oise, rompió al día siguiente esas tristes
cadenas del miedo, expresó violentamente el pensamiento de
todos y encontró un eco en los ulcerados corazones de la
Asamblea.
Los hebertistas eran los amos. Robespierre les necesitaba. El
día 9 de pluvioso les entregó este extraño certificado que
entristeció a sus amigos: “Es inútil que los jacobinos
intervengan a favor de Ronsin y de Vincent. El Comité de
seguridad sabe que no hay nada que se le interponga. Hay que
dejarle actuar con el fin de que la autoridad pública proclame su
inocencia. No hay nada peor para la inocencia oprimida que
proporcionar a los intrigantes el pretexto de decir que se les
forzó. El Comité de seguridad será fiel a sus principios; no hay
ninguna prueba de las denuncias hechas por Fabre d'Églantine”.
En lo que respecta a Lyon olvidaba la violación de las leyes,
patente y pública y en cuanto a la Vendée, las aplastantes
pruebas que imprimió Philippeaux.
Faltas de todos los partidos.—Dolor de Kléber.—Carrier encargado de
acabar con él.—Ninguno de los dos partidos quería más gracia.—
Barbarie de los vendeanos.—Miedo de Carrier.—Resistencia que
encuentra en Nantes.—Actitud de las prisiones de la ciudad.—El
Comité revolucionario.—El criollo Goullin.—Ahogamientos.—
Victorias de Le Mans y Savenay (12-13 de diciembre de 1793).—
Cómo Carrier contribuyó a ello.

Sin duda mis lectores han creído que había perdido de vista al
Oeste, que arrastrado, como enroscado en el arremolinado hilo
de la historia principal, dejaba escapar sin remedio el hilo
demasiado divergente de los hechos de la Vendée.
El Centro los olvidaba. Como tenían los ojos puestos en
París, en el Norte, no hacían caso de lo demás. El Oeste parecía
una isla. Nantes, para aprovisionarse, trataba con América. Sin
el temor a un desembarco inglés yo creo que no se hubiese
pensado que había una Vendée.
No quiera Dios que yo imite ese olvido, que falte tan
cruelmente a la memoria de nuestros padres, que abandone allí
a nuestros ejércitos republicanos, que no dé a nuestros valientes
mi pobre y débil expiación, señalar al menos cómo esos
hombres invencibles para los grandes ejércitos alemanes,
perecieron en el barro del Oeste, no tanto por culpa de los
disparos de los salteadores como por la ineptitud de sus jefes.
Si he postergado este relato es porque he querido esperar a
que los acontecimientos hubiesen alcanzado su madurez, a que
acabara todo énfasis y a que esta historia local que estalló en un
día de horror ante los ojos de Francia, apareciera en estrecha
relación con la historia del centro, del que parecía estar
separada.
Las inesperadas victorias de los vendeanos fugitivos, la
derrota que les siguió, la tragedia de Carrier, todo esto va a
suministrar los más terribles elementos a la tragedia central.
Carrier se convirtió en una leyenda que fue contada por toda
Francia como una historia de aparecido y que fue adoptada
inmediatamente como una baza perfecta para exterminar a los
partidos.

En primer lugar hay que aclarar que todos, vendeanos, ingleses


y republicanos, hicieron todo lo necesario para fracasar; los
vendeanos por ineptitud, los ingleses por timidez y el Comité
de Salvación Pública por su dependencia de los hebertistas (en
octubre de 1793).
Fueron los propios vendeanos, lo vimos cuando murió
Cathelineau, los que irritaron a la Vendée, suprimiendo las
elecciones de parroquia, desorganizando la guerra popular que
al principio se hacía por tribus y por familias, sofocando la
cruzada con un pequeño gobierno de nobles y abades. Para
colmo, enfadaron a Charette y alegaron pretextos para no
colaborar en el paso del Loira (Mem. ms. de Mercier du Rocher).
Puisaye les ofrecía ponerles en Bretaña y se rieron de él.
El gobierno inglés demostró una gran falta de habilidad en
estos momentos, muy al contrario de la idea que se tenía en
París del diabólico Pitt. Este no supo aprovecharse de las
propicias ocasiones que a cada instante se le presentaban. La
Vendée fue afortunada al admitir su dirección durante los
últimos tiempos. Los vendeanos perdieron el tiempo
preguntándose si tenían o no jefes respetables y otras cosas del
carácter exclusivamente inglés. Pero eso no es todo, pelearon
porque seguían queriendo un puerto y porque querían saber
qué ganarían exactamente por salvar a esos desgraciados.
Finalmente y para rematar los errores de todos los demás,
el Comité de Salvación Pública, tras haber decidido sabiamente
que no habría más que un mando y un general, concedió ese
gran puesto al hombre más capacitado para arruinarlo todo de
un golpe, al inepto Léchelle en un principio, y después de que
este sufriera una sangrienta derrota, al autómata Rossignol, que
ya era muy conocido, despreciado, maldecido por el ejército y
que se había humillado por sí mismo en dos ocasiones. Es en el
momento en que los montañeses de Nantes escribían que ese
Rossignol iba a ser inevitablemente guillotinado, es entonces,
digo, cuando se le nombra general en jefe de todos los ejércitos
del Oeste, a los que inmediatamente ordenó combatir, abriendo
toda Bretaña. El remedio que dio este idiota fue ¡quemar Rennes!
y llamar a un químico, el ciudadano Fourcroy, ¡para que analizara
al enemigo! (11 y 25 de noviembre).
“Rossignol —le decía Prieur, del Marne—, aunque
perdieras veinte batallas más, seguirías siendo el hijo predilecto
de la Revolución y el hijo mayor del Comité de Salvación
Pública”.
No conozco nada más trágico en toda la historia de la
Revolución que lo que le ocurrió a Kléber y a su pobre ejército
maguntino, por culpa de este imbécil de Léchelle, que le hizo
sufrir su primera derrota. “Quise hablar a los soldados —dice
Kléber en sus notas—, les quería hacer reproches< pero
cuando me vi entre esas valientes gentes que hasta entonces
sólo habían obtenido victorias, cuando les vi apretarse a mi
alrededor, devorados de dolor y vergüenza< los sollozos
ahogaron mi voz, no pude proferir ni una sola palabra y me
retiré72”.
Es precisamente el momento en el que Carrier llegaba a
Nantes. Cabeza tan débil como furiosa, incapaz de hacer frente
a semejante situación (22 de octubre de 1793). Hacia finales de
septiembre Carrier fue enviado por el Comité de Salvación
Pública. El desembarco inglés parecía probable. Nantes se había
convertido en un centro de malvada inercia que Philippeaux no
había podido vencer. Carrier le sustituyó. Se le escogió por ser
un hombre honesto, de una honradez propia de las gentes de
Auvernia (acababa de delatar al ladrón Perrin), y que en la
realidad salió pobre de Nantes. A su muerte tenía exactamente
lo que tenía en 1789, un pequeño capital de diez mil francos. No
era en absoluto robespierrista, pero sí amante de los
extremismos, amigo de Billaud-Varennes y también de Hérault.
Era hebertista pero no por ello dejaba de ser equitativo con los
dantonistas; en sus cartas hace justicia a Merlin de Thionville, a
Westermann, e incluso a Philippeaux.
Aún no se había ganado la batalla de Wattignies, pero el
temor a un desembarco hacía desear terminar a toda costa con
el Oeste. Incluso los propios indulgentes así lo deseaban. Merlin
pidió que se hiciera un desierto de la Vendée. Hérault escribió a
Carrier en nombre del Comité: “Si tu salud lo permite, ve a
menudo de Rennes a Nantes< Hay que purgar esa ciudad. Los
ingleses van a llegar. Ya tendremos tiempo de ser humanos
cuando hayamos vencido”.
Carrier era extremadamente nervioso, de imaginación
violenta y melancólica. En una carta a Billaud (11 de octubre)
expresa sus pensamientos. Cree que está avocado a la muerte.
Dice en una comida en Nantes, que le parecía bien que primero
le utilizasen y que luego le sacrificasen. ¿Recibió instrucciones
secretas? Napoleón cree que las recibió y que se las quitaron. La
tradición nantesa dice que las llevaba encima, en una bolsa de
tafilete rojo, que Barère, Billaud y Collot comieron con él, le
emborracharon y le quitaron los documentos que les
comprometían. Esas tradiciones son novelescas. Sin llegar a
esos misterios, veremos que la situación lo explica todo. Fue
inesperada, horrible, y prodigiosamente confusa y vertiginosa.
La cabeza de Carrier no lo soportó.
Era un hombre alto y flaco, de rostro aceitunado,
desgarbado, con largos brazos gesticulantes y con un gesto falso
y que de no ser porque daba miedo, habría resultado ridículo.
Sus rasgos responden a la descripción que hace Molière de los
hombres de su célebre Limousin: cuerpo delgaducho, barba
escasa, pelo negro, liso, mirada inquieta y aspecto atolondrado
y desorientado. Estos hombres no suelen ser valientes y a
menudo son muy furiosos.
Hasta que no estuvo en Nantes no perdió el sentido.
Escribió desde la Vendée que Merlin era el hombre
indispensable en esta guerra. Recibió con humanidad a los
vendeanos que se rendían, les entregó víveres y les habló con
dulzura; es el testimonio de uno de sus enemigos.
Llegó a Nantes en el momento del gran terror que produjo
el paso del Loira. Todo el mundo se hallaba en los
atrincheramientos que se intentaban terminar a toda prisa. Las
mercancías ya no llegaban. El pueblo hambriento veía enfrente,
en la otra orilla, cómo los asaltantes con pañuelos rojos73 les
interceptaban sus víveres y les quitaban el pan delante de sus
narices. Les resultaba duro alimentar a sus enemigos en prisión.
Desde el 92 este se convirtió en un grito popular: ¡Al agua con
los bandidos! (Cartas de Goupilleau, 10 de septiembre de 1792).
Madame de La Rochejaquelein nos habla de que en octubre
de 1793 los vendeanos gritaban asimismo: “¡No más indultos!”.
Era, dice, la exasperación causada por la muerte de la reina.
¿Pero, no habían llenado los vendeanos los pozos de Montaigu
con los cuerpos vivos de nuestros soldados, machacados a
pedradas, ya desde antes, desde el 20 de septiembre? ¿No había
ordenado Charette fusilar a todos los que se habían rendido,
cuando tomó Noirmoutiers el 15 de octubre74?
Se contaban cosas inauditas sobre los vendeanos: hombres
enterrados hasta el cuello para que su miserable cabeza, que
estaba viva y lo veía todo, sirviera de juguete; prisioneros
metidos en el horno, mujeres que con su delicada mano (por
ejemplo la joven D., en Cholet, recientemente fallecida) iban a
los campos de batalla a pinchar en los ojos con sus largas agujas
a nuestros soldados agonizantes. Los patriotas huidos (tengo
sus cartas delante de mí) contaban algo aún más diabólico, que
los vendeanos no estaban contentos con todos estos suplicios, a
menos que fueran infligidos por parientes muy cercanos; por
ejemplo obligaban a un joven de diecisiete años a asesinar a su
padre, sin dejar por ello de pasarlo por el sable a continuación.
Cuando Carrier llegó a Nantes se sintió aterrorizado por el
furor del pueblo. Temía ser despedazado en un momento de
hambruna. Acusó a los cuerpos administrativos de querer
matarle al cargarle con el problema de las subsistencias.
Mostraba ese miedo sobre todo cuando se le hablaba de
indulgencia: “¿Quieren que me ponga en peligro? —decía—.
¿Tengo la opción de indultar?”.
El Comité revolucionario, formado por hombres de
Philippeaux pero que reflejaba fielmente el aumento del furor
popular, le parecía a Carrier como un ojo abierto sobre él. En
una de las pocas ocasiones en las que Carrier soltó a un hombre,
le recomendó que se fuera, que escapase de la vigilancia del
Comité revolucionario75. El Comité que por su lado salvaba
niños a escondidas, temía enormemente a Carrier.
Este hombre, siempre tan pendiente de no comprometerse,
buscó su seguridad en tres cosas: en no dar ninguna orden
escrita, en ganarse a los pobres forzando a los comerciantes a
vender estrictamente al precio máximo que se había fijado y,
finalmente, en deshacerse por todos los medios de las bocas
inútiles. ¡Vender a la baja, aunque se pierda dinero por ello! Los
nanteses preferían morir. Encontraron cientos de medios
ingeniosos para eludir la ley. Carrier hacía enormes esfuerzos y
no conseguía nada. Empleaba las más terribles amenazas,
incluso llegó a decir: “Con la ley en una mano y el hacha en la
otra forzaremos los comercios”. Llevó a cabo la operación hasta
en tres ocasiones, pero resultaba imposible arrestar a todos los
comerciantes, incluso a los revendedores al detalle. O cerraban
o se escondían. Carrier protagonizaba escenas de terrible furor,
poniendo por testigo al cielo y la tierra de que se pretendía
acabar con él y convertirle en víctima de la rabia del pueblo
hambriento.
Aunque diera tres francos al día a la guardia nacional, todo
el mundo estaba en su contra, incluso los patriotas. En un
acceso de cólera cerró durante tres días la Sociedad popular, esa
Sociedad de Vincent-la-Montagne, la única que en esta ciudad
representaba verdaderamente la Revolución.
¿Quién se aprovecharía de esta escisión deplorable entre los
patriotas y la locura de Carrier? Los realistas constitucionales,
anglómanos y girondinos, si llegaba la flota inglesa; o los
realistas puros si el gran ejército de la Vendée se apoderaba de
Nantes.
Los constitucionales formaban el comercio y la ciudad casi
entera; opusieron a la defensa una resistencia solapada y una
gran fuerza de inercia.
Los realistas puros formaban generalmente la masa de
prisioneros, que pegados a sus rejas, desde los altos de Nantes,
miraban y llamaban a los pañuelos rojos de la orilla de enfrente;
eran los curas encerrados en los pontones del Loira, auténtico
centro, profundo hogar de la contrarrevolución, que albergaba
todo un mundo de intriga y devoción, que por astucia, por
dinero y de mil maneras, se relacionaba con ellos, a través de
mujeres discretas y valientes que llevaban a cabo los encargos,
pasaban bajo sus faldas cartas, proclamaciones y de todo, iban y
venían pretextando que tenían que traer mercancías.
Todo esto era tan fácil como que los realistas tuvieran
parientes en la guardia nacional, generalmente girondina. Así
cada familia se hallaba dividida. El espíritu de individualidad
es tal en esos desgraciados países, que seis hermanos toman seis
apellidos diferentes y encantados adoptarían seis tendencias
políticas distintas. Por lo tanto no se podía estar seguro de
nadie. Esto es lo que daba a la guerra un carácter confuso,
inextricable e incurable. Enfermedad miserable, tenaz, auténtica
sarna maldita, de la que la piel no se cura más que arrancando
la carne tras ella, arrastrando tras ella al enfermo entero. Los
realistas perecieron en el 93 y más tarde lo hicieron los
republicanos. El Oeste se ha quedado pálido, tal y como lo
vemos hoy.
El alma de Charette estaba tanto en las cárceles como en el
campamento de Charette. La petulancia burlona de los nobles
prisioneros sobrepasaba todos los límites imaginables.
Conocían todas las noticias, sobre todo las malas, y se
vanagloriaban de ellas antes de que la ciudad las supiera. A
cada uno de los reveses sufridos por los nuestros saltaban de
alegría y lanzaban sus víveres contra las cabezas de los
guardianes. “Ya no los necesitamos —decían—: el ejército del
rey llega esta tarde”. Estaban muy mal alimentados, al igual
que el resto de la ciudad (eso es lo que dice Champenois, el que
expulsó a Carrier). Intentaron tomar las armas varias veces; el
ingeniero Rapatel dijo, incluso antes que Carrier, que los
prisioneros buscaban instrumentos cortantes y que se querían
unir a Charette.
Un hecho cierto es el de que las proclamaciones de éste se
publicaban primero en Nantes, y por una razón muy simple,
porque se las imprimía justamente el impresor de Carrier. Este
impresor, republicano de opinión pero ante todo nantés, es
decir, comerciante, trabajaba para quien le pagaba. Durante el
día, llevando el gorro rojo (al igual que su mujer, sus hijos y sus
empleados, todos con gorro rojo), imprimía cosas rojas. De
noche, sólo y con gorro blanco, imprimía las blancas proclamas
procurando no hacer mucho ruido, embolsándose
imparcialmente asignados y guineas.
El oro inglés, irresistible frente a la moneda en papel,
proporcionaba servidores muy celosos a los realistas en todas
partes. Los zapateros de Nantes (que aún viven) vendían a
precio máximo zapatos malos para nuestras tropas; tenían el
honor de pasar los mejores a los Messieurs de la otra orilla, a
Vertou o a Saint-Sebastien. Con los armeros ocurría algo
similar. Cuando Charette, dice su cronista, desportillaba su
sable sobre la cabeza de los republicanos lo enviaba a Nantes e
incluso a París, donde se lo arreglaban rápidamente76.
Cualquier movimiento planeado en Nantes se conocía y se
advertía al cabo de una hora al otro lado del Loira. Era algo
mágico. No había modo de retener las comunicaciones.
Recordamos la situación de la ciudad en junio, cuando el
admirable acuerdo alcanzado por los montañeses y girondinos
aseguró su salvación. Aquí todo había cambiado. La gran masa
girondina (el comercio en su mayoría) resultaba enormemente
sospechosa. Los sans-culottes, así llamados sólo porque eran
pobres, no tenían más opinión que el hambre. Los marinos ya
no navegaban, los zapateros ya no cosían, los pescadores no
pescaban y las pescaderas ya no vendían; estas, inquietas y
furiosas, cambiaron de partido tres veces en dos años77.
Se hizo recuento de los patriotas; creo que no llegaban a
quinientos. ¡Y además tenían a un loco por jefe!
Juzgaron la situación exactamente con el mismo punto de
vista que la balsa de la Medusa o el de un buque negrero, que se
hunde con su cargamento.
El hombre que pronunció la fatal sentencia era una cabeza
volcánica llegada de Santo Domingo, un plantador. Dijimos que
el primero de los asesinos de París fue también un plantador,
Fournier, llamado el americano.
En 1789, Nantes, muy enriquecida con la trata, rica,
espléndida y hablando mucho de libertad, vio con horror cómo
Santo Domingo se hacía eco de sus palabras y se vio de pronto
sumergida en un mundo de refugiados que llegaban de
América. Había gran cantidad de negros; se les alistó, se
hicieron excelentes escuadrones, muy valientes, pero feroces y
terribles, sobre todo con los prisioneros. Los negros decían:
“Son nuestros esclavos”.
De los criollos refugiados, el más brillante era Goullin,
hombre de mundo, elegante, espiritual, incluso elocuente,
dotado de una fina y exquisita sensibilidad (no podía ver la
muerte); y al mismo tiempo, cosa rara, ignoraba el precio de la
vida humana y carecía por completo del sentido de humanidad.
¿Qué es la vida en las colonias? ¿Cuánto vale la vida de un
negro? Para Goullin un prisionero no era más que un negro
blanco.
La desgracia quiso además que ese violento criollo, que
influyó tanto como Carrier sobre el destino de Nantes, fuera
enfermizo como él. En 1793 se recuperaba de una grave
enfermedad nerviosa que le había dejado como secuelas su
irritabilidad y su febril exaltación. Esta le podía conducir tanto
al crimen como al heroísmo.
Los hombres en este estado tienen terribles poderes. Todo
se rendía a él. El Comité revolucionario estaba sólo en él.
Chaux, secretario de Philippeaux, era un patriota ardiente,
brutal, de poca cabeza. El ex notario Bachelier, fino y afable,
falso por debilidad, tenía poca iniciativa. Goullin lo dijo más
tarde: “Yo solo lo he hecho todo. Yo solo tengo derecho a
morir”. Estas palabras impresionaron al jurado y lo condenó a
que viviera78.
El 15 de junio de 1793 Goullin concibió la idea de reunir en
un banquete en Saint-Pierre a todos los partidos reconciliados y
que juraran morir defendiendo Nantes.
El 8 de noviembre ese mismo hombre, cuando los
republicanos desechos ya no defendían Nantes, cuando la
ciudad se veía sin tropas, cuando los prisioneros esperaban a
los vendeanos, tomó de nuevo la iniciativa, esta vez espantosa,
de matar a los prisioneros y gracias a ese efecto de terror, tomar
verdaderamente Nantes, vencer la fuerza de inercia del
comercio y de los girondinos, de manera que esta enorme
ciudad, tan rica por debajo, se abriera, liberase sus recursos y
entregándose por completo, se convirtiera en una máquina de
guerra para detener al enemigo.
El tribunal revolucionario, presidido por un abogado,
Phelippes Tronjolly, de muy dudosa opinión y prodigiosamente
temeroso de futuras reacciones, sólo quería actuar sobre el
papel; exigía testigos. Ningún testigo se atrevió a venir porque
estaban perfectamente seguros de que serían asesinados a su
regreso. Quedaban las comisiones militares y nada impedía
recurrir a ellas en el estado de sitio en el que se encontraba la
ciudad. Los decretos de marzo y agosto eran muy precisos.
Podían ser aplicados. Fueron comentados en la tribuna hasta
diez y veinte veces y de la manera más rigurosa. El sentido no
era dudoso.
Desde el mes de mayo las aglomeraciones en las prisiones
eran espantosas; comenzaba una epidemia (Registros del
departamento). Todo el remedio que los girondinos idearon
consistió en liberar de vez en cuando y al azar a los prisioneros,
que se burlaban de ellos, atravesaban el río y se unían a
Charette. Este método de dar soldados al enemigo no era muy
viable en el momento en que el gran ejército vendeano estaba a
punto de caer sobre Nantes.
Se optó por la solución opuesta a la de los girondinos:
matarlo todo. Hubiese bastado con las comisiones militares y
los fusilamientos. Pero a esto se añadió un horrible suplemento,
furtivo en un inicio, hipócrita y que no engañaba a nadie.
Consistió en prescindir de todo juicio y de noche, furtivamente,
vaciar las prisiones en el Loira.
Esta invención de un suplicio que la ley no autoriza, era un
crimen contra ella; ella fomentó otro, las descargas de fusilería
de Lyon que tuvieron lugar tres semanas después.
Carrier no ignoraba la responsabilidad en que incurría. No
dio ninguna orden por escrito. Ni orden, ni ejecutor. No
organizó nada aún. Fueron los propios patriotas y en gran
medida con sus propias manos, los que realizaron la horrible
ejecución.
En Rochefort se había visto algo extraño que revela el
fanatismo de esos tiempos. Cuando se apresó a los oficiales del
Apolo, que habían liberado Toulon, no había verdugo. El
representante Lequinio preguntó en la Sociedad popular si
había algún hombre sacrificado que quisiera ser el vengador del
pueblo (así se le denominaba). Un joven llamado Ance, hasta ese
momento irreprochable, se levantó y dijo: “Yo”. Entonces se
ofrecieron otros diez más. Pero Lequinio dio preferencia al
primero y le hizo comer con él. Lequinio, tan terrible en el 93, es
precisamente el hombre cuyas vivas reclamaciones del 94
detuvieron la masacre y el incendio de la Vendée.
Fue bajando por el Loira, debajo de la ciudad, delante de la
desembocadura del Sèvre y delante de Charette, cuando el
comité de Nantes ahogó a ochenta curas para empezar. La
margen izquierda se estremeció de golpe. Y en Nantes la
repercusión de este hecho se dejó sentir en ese mundo
misterioso de mujeres y agentes secretos a los que ya no se
sabía dónde atrapar.
La población hubiese querido ahogar a esos curas con sus
propias manos (en septiembre de 1792). No se lo tomó mal79.
Muchas gentes de buena voluntad se hicieron enseguida
ejecutores.
Una tentativa de revuelta en las cárceles hizo necesaria otra
segunda inmersión (noche del 9 al 10 de diciembre).
Aunque Carrier no hubiese dado ninguna orden escrita, no
estaba muy tranquilo en lo que respecta a la Convención. La
tanteó sirviéndose de esta extraña carta en la que todo se
atribuía al azar. Tras anunciar una victoria, añadía: “¿Pero por
qué este acontecimiento debe ir acompañado de otro? Esta
noche cincuenta y ocho sacerdotes han sido engullidos por ese
río< ¡Qué torrente revolucionario es este Loira!”.
Más tarde escribió a la Convención para informar de que
los prisioneros llegaban a centenares y que a partir de entonces
les haría fusilar.
El terrible nudo de la Vendée acababa de romperse por
casualidad. Los vendeanos habían fracasado en sus ataques a
Granville; la flota inglesa no apareció para respaldarlos.
Volvían a la desbandada, creyendo que algunos de sus jefes
querían abandonarlos. Terribles aún por el exceso de
desesperación y de miseria, podían internarse en Bretaña.
Prefirieron morir en la carretera de su país. Corrieron basta el
Loira y como no pudieron pasar remontaron hasta Le Mans.
¡Cosa extraña! ¡Los republicanos, en aquel momento, esperaban
un general! Marceau tenía el mando interinamente. Nadie
obedecía. Westermann iba delante y le seguía Marceau. Kléber
hacía lo que podía para incorporarse. Westermann llegó a las
puertas de Le Mans, no se detuvo ante ningún obstáculo, y
arrostrándolo todo se precipitó. Marceau le rogó que se
detuviera y tomara posiciones. “¡Mi posición está en Le Mans!”,
contestó Westermann. Marceau le siguió. Se batieron toda la
noche. Al día siguiente hicieron una atroz carga con bayoneta.
La derrota fue espantosa. La Vendée no se recuperó jamás.
Una parte considerable de esta victoria corresponde a las
administraciones de Nantes, al Comité, a la Sociedad popular, a
Carrier. Es el testimonio que muestra su enemigo Goupilleau en
sus cartas para después de este elogio atacarle atrozmente por
las matanzas y sus furores absurdos. Se mostró activo y celoso.
Armó, equipó las fuerzas, creó talleres revolucionarios para
hacer trajes, calzado. Envió al ejército seiscientos pares de botas
diarios. Cuando llegaron los vendeanos ante Granville,
creyendo ver los barcos ingleses que llegaban en su ayuda,
aparecieron dos cañoneros franceses que dispararon contra
ellos. Una pequeña Vendée que se formó en el Morbihan fue
exterminada al instante en dos combates de los generales Avril
y Cambrai. Angers, sin víveres en el momento en que los
bandidos cayeron sobre ella, vio que por la noche llegaban
cuarenta carretadas de pan, que desde Nantes habían hecho
veinte leguas en una jornada. Los vendeanos no encontraron ni
dos lanchas para pasar. Los dos cañoneros de Carrier barrieron
las aguas y perecieron miles de soldados.
Los auverneses de Carrier (tercer batallón de Cantal) se
lanzaron contra la Vendée, y unidos a las tropas que se les
enviaron del ejército del Norte, reconquistaron la isla de
Noirmoutiers. La costa quedó cerrada a los ingleses.
El ejército vendeano se vio entorpecido por las mujeres.—Por qué no
pudo arrastrar a Bretaña.—Diferencias entre la mujer bretona y la
vendeana.—La derrota vuelve a Nantes (finales de diciembre).—El
tifus.—Clima de Nantes.—Ahogamientos.—Carrier permite que se
salven los niños.—Quiere proscribir las mujeres públicas.—Se solicita
la intervención de Robespierre.—La leyenda de Carrier.—El comité de
Nantes se declara robespierrista.—Se guillotina a los agentes de
Carrier (16 de abril).

Francia había estado a punto de hundirse por la parte que se


tenía descuidada, por el Oeste. El Comité de Salvación Pública
creyó que el único peligro era el Rin. Las victorias del Rin, así
como la de Toulon, no llegaron hasta finales de diciembre.
Durante seis semanas largas el ejército vendeano, del 16 de
octubre al 12 de diciembre, debido a nuestra desorganización,
pudo a capricho marchar sobre Nantes o apoderarse de un
puerto importante y hasta marchar sobre París.
La Vendée se hundía en su propia casa. Talmont aconsejó
marcharse (16 de octubre) y fue respaldado en su novelesca
propuesta por Bonchamps, el más juicioso de los dirigentes
vendeanos. El ideal de Bonchamps era la unión de la Vendée
con Bretaña. Entonces confiaba, más que en otra cosa, en la
desesperación de las tropas y de algunos pueblos. Su plan,
después, era recorrer Francia, cuyas fuerzas estaban en las
fronteras. Esta carrera de jabalí buscaba rapidez, un terrible
impulso y una vigorosa decisión por parte de hombres y
soldados. Pero Bonchamps no pensaba en que a los vendeanos
se unirían diez o doce mil mujeres dispuestas también a ser
conducidas.
Creyeron ellas que era muy peligroso permanecer en el
país. Aventureras y poseídas del mismo espíritu que al
comenzar la campaña, quisieron tomar parte nuevamente en la
guerra civil, disparar los últimos tiros. Juraron que irían con
más entusiasmo que los hombres, que marcharían hasta el fin
del mundo. Unas eran mujeres sedentarias, otras religiosas
(como la abadesa de Fontevrault). Voluntariamente se lanzaron
a la cruzada. ¿Y por qué la Revolución, tan mal combatida por
los hombres, no fue vencida por las mujeres si Dios así lo
quería?
A la tía de un amigo mío, que hasta entonces había sido
buena religiosa, le pregunté lo que esperaba al seguir al ejército
de la Vendée y me contestó marcialmente: “Causar miedo a la
Convención”.
Querían animar a sus maridos, a sus amantes e infundir
valor a sus curas. Escaso era el número de barcas para atravesar
el Loira, y mientras unas eran conducidas a la orilla opuesta, las
otras mataban el tiempo confesándose. La operación religiosa
sufrió algunas intermitencias, pues de vez en cuando saludaban
al confesor las granadas republicanas. Un cura quiso huir, pero
la penitente lo cogió por la sotana y le obligó a permanecer bajo
los disparos: “¡Padre, la absolución! —¡Ya la tenéis hija mía!”.
A pesar de su intrepidez eran un gran obstáculo para el
ejército. Iban unas a pie, otras a caballo, otras en carretas.
Muchas se trajeron a sus hijos. Muchas eran gordas.
Encontraron a sus hombres muy distintos a como se marcharon.
La virtud del vendeano estaba cerca de su casa, en familia.
Fuera de esta se desmoralizaba. Desapareció la confianza en los
jefes, en los curas; estos últimos eran sospechosos de querer
huir, embarcarse. Las intrigas de Bernier y la perfidia del obispo
de Agra, sus costumbres hasta ahora ocultas, se descubrían
ahora en todo su cinismo. El ejército perdió su fe. No hubo
término medio; ayer devotos y hoy de pronto, dubitativos;
muchos ya no respetaban nada.
La armada de la Vendée se había dividido en dos partidos.
Uno quería aprovechar el último golpe, una marcha rápida que
permitiera en poco tiempo cruzar Normandía para ir hacia el
centro. Pero esto no se podía hacer como no fuera abandonando
a los débiles, aquella muchedumbre de mujeres y niños. El
partido vendeano quería marchar con las mujeres, escoltarlas,
defenderlas, volver a pasar el Loira.
No fue hasta después de los fracasos de Angers, de
Granville, de Ancenis y del paso del Loira, cuando este ejército
desplegó sus alas, porque tras la absoluta desmoralización en la
que cayó la gente ya sólo pensaba en sí misma y se abandonó a
las mujeres y a los niños en los caminos. A derecha e izquierda
se veían a muchos de estos, de tres o cuatro años, abandonados
en los campos.
En dos ocasiones el ejército vendeano tocó la Bretaña, pero
no pudo reclutar ni un solo hombre. Había dos razones para
esto. Los bretones no ignoraban la antipatía y el desprecio que
hacia ellos sentían los vendeanos. Estos, franceses, ignorantes y
frívolos, desconocen por qué los bretones, a pesar de su rudeza,
les son infinitamente superiores. A esto hay que añadir algo
propio de Bretaña como es el carácter de la familia y el clero. El
cura bretón, que es un campesino bretón, hombre de la zona,
arraigado a ella por su lengua que no se habla en ningún otro
sitio, no animaba en absoluto a la población a que saliera
corriendo del país. No tenía sobre la mujer bretona la misma
influencia que ejercía el cura francés sobre la vendeana. La
bretona, más tímida, y que durante la comida no se sienta
delante de su marido, que come de forma escasa (y que
desgraciadamente bebe), no es en absoluto, el ama de la casa.
La vendeana, de ojos negros, impulsiva, alimentada con carne,
no duda de nada. Piensa y quiere más que el hombre, que pasa
sus días completamente solo entre dos setos, detrás de sus
bueyes. En el Aunis no es raro que le pegue; en algunos pueblos
se hacen lo que se llaman baladas y grandes cencerradas.
Tanto las memorias inéditas del patriota moderado Mercier
Du Rocher como los registros judiciales de Nantes demuestran
hasta qué punto es la mujer vendeana esclava del cura. La
correspondencia de las religiosas de la Vendée que Mercier
interceptó explica esos pseudomatrimonios y por qué los curas
no podían decidirse a emigrar. Los registros están llenos de
mujeres que luchan por las mismas causas o que libran a los
hombres de la muerte. Marie Chevet, por ejemplo, una lencera
de veinticinco años, agente de las damas La Rochefoucauld y
Lépinay (amazonas de Charette), confiesa valientemente que el
29 de junio vino al sitio de Nantes armada para sacar de prisión
al cura de Machecoul. A la misa por la matanza que se celebró
en marzo en Machecoul, sobre el campo de muerte, asistió con
un vestido blanco cerca de la bandera blanca (Reg. del archivo de
Nantes).
“¡Ah, bandidas! Las mujeres son la causa de nuestros
infortunios. Sin ellas ya se habría consolidado la República y
estaríamos tranquilos en casa”.
Estas palabras de un oficial republicano que ya cité en otro
momento justifican en parte los malos tratos de que fueron
objeto las mujeres en Le Mans. Sin embargo ni una sola fue
asesinada antes de la llegada de los representantes Bourbotte y
Tureau. Se fusiló a muchas delante de sus ventanas sin que esto
se ordenase o se prohibiese. Sin embargo los dos regimientos
que habían organizado todo esto se mostraron más humanos.
Los soldados, dando el brazo a damas temblorosas, les
rescataron de los enfrentamientos. En la medida de lo posible se
les ocultó en las familias de la ciudad. Marceau salvó con su
cabriolé a una señorita que había perdido a todos los suyos. A
esta no le interesaba mucho vivir y no hizo nada para ayudar a
su libertador; fue juzgada y murió. Algunas se casaron con los
que les habían salvado. Estos matrimonios acabaron mal; la
implacable amargura volvía pronto.
Un joven empleado de Le Mans, Goubin, encontró la noche
de la batalla a una pobre señorita que se escondía en un
soportal sin saber a dónde ir. Forastero él también, la cogió de
una mano, y viéndola temblar de frío la llevó a su propio
domicilio y la acostó en su cama. Empleado de seiscientos
francos, su habitación era pequeña; no tenía más que una sala,
una silla, una cama y nada más. Ocho noches estuvo
durmiendo sentado en la silla hasta que cayó enfermo. Entonces
pidió permiso a la joven para acostarse vestido en la misma
cama. Es inútil decir que ocurrió lo que era lógico. Algunos días
después aquella joven pudo volver a su hogar. Dio la
casualidad de que era rica, de buena familia y de que tenía
memoria (esto era lo más sorprendente). Se acordó de Goubin y
quiso casarse con él. “No, señorita, no —dijo él rechazando la
proposición—. Yo soy republicano. Los azules deben seguir
siendo azules”.
Los historiadores del Oeste cuentan esta cruel historia.
Dicen que sólo uno de los generales del desafortunado ejército,
La Augrenière, le fue fiel hasta el último día. Todavía lo dirigía
cuando pereció en Savenay80.
¿Cómo contar la caza de vendeanos en Nantes? Se rendían
amparándose en el decreto que respetaba la vida de quienes se
entregaban. “Sí, los que vengan por iniciativa propia —se
decía—; pero ya venís acorralados y rodeados, sin poder
escapar”. Nantes quedó literalmente sumergido bajo un diluvio
de hombres, procesión espantosa de cadáveres vivientes, de
aparecidos, de exhumados. Mujeres vestidas mitad de hombre
y hombres con faldas sobre los hombros haciendo las veces de
abrigo y hasta ropas de teatro que cogieron en las ciudades para
protegerse del frío. Ése era el carnaval de la muerte que
envolvía Nantes. Todos estaban enfermos. Se podía seguir a los
grupos por el olor.
Las prisiones ya atestadas eran presa del tifus. Y además
ellos traían una diarrea mortal. El frío de los vivaques, la
miseria, el trigo negro, la sidra, todo nuevo para ellos, enfermó
a los vendeanos. Y contra este enervamiento no existía fe a la
que aferrarse. Había llegado la disolución del cuerpo y del
alma. Iban allí sólo para morir. La ciudad les absorbía para
devolverles al instante; pero por mucho que de noche vomitara
muertos y muertos, de día se volvía a llenar de enfermos que
iban a morir.
El vértigo de semejante espectáculo, la infección que se
extendía, la invasión de la muerte que quería llevárselo todo,
habían alterado a los más firmes. Unos lloraban, otros se
encamaban, otros se emborrachaban y querían disfrutar. Carrier
estaba fuera de sí. En cuarenta noches sólo había dormido
veinte horas. Sus ojos encendidos y sangrientos, su rostro
plomizo, lívido, traicionaban a la llama atroz que sentía en sus
entrañas. Se escondía en Richebourg, era invisible, salvo para
sus amigos de botella y las mujeres con las que organizaba
orgías.
Los que conocen la historia de la peste de Marsella ya saben
hasta qué punto las epidemias pueden desmoralizar. No hay
ciudad más expuesta que Nantes. Un viento suave y húmedo
del mar (pero no marítimo, no es ni salino ni fortalecedor) sopla
allí todo el año. El hecho de que venga del Mediodía, de la gran
marisma vendeana, o lo haga del norte, rozando las marismas
del Erdre, es excepcional para los vegetales pero poco sano para
el hombre. La descomposición es rápida en beneficio de la vida
vegetal. Vegetación macilenta en el Erdre y fuera de allí pálida e
hinchada. La población cultiva las más bellas verduras del
mundo, e incluso árboles del Mediodía, laureles, magnolios;
pero esa misma población vegeta mal, se marchita pronto;
apenas nace se dirige ya, sin transición, hacia el ocaso de la
vida.
Una estancia de Francisco I y de su galante corte se dice
que tuvo tal efecto en Nantes que hubo que fundar el hospicio
de Sanitat. A pesar de haber sido tan rica en el siglo dieciocho y
de haberse convertido de pronto en una de las ciudades más
bellas del mundo, cuidaba poco sus hospitales. Su hospital
perdía gran cantidad de camas para los enfermo por año (véase
Laënnec y Leborgne). La caridad no faltaba allí. Pero el fatal
comercio de la trata, comercio de perezosos, sin combinaciones,
fácil, que acabó incluso con el espíritu de empresa, conlleva un
descuido extremado de todo, sobre todo de la vida humana.
Esta ciudad quedó marcada por ese signo. Barrios enteros (la
isla Feydeau, por ejemplo, cargada de palacios) parecen
castigados por la mano de Dios, como las ciudades del Antiguo
Testamento. Y al mismo tiempo los montes, cada vez más
invadidos por los largos muros de los conventos, por calles
donde no hay ni puertas ni ventanas, recuerdan a esos barrios
de Roma que tomó la mal’ aria81.
Tal era la epidemia, que en un puesto sanitario que hacía
guardias en las prisiones y que se hallaba compuesto por veinte
hombres murieron dieciocho a los pocos días a consecuencia
del tifus.
“¿Se deseaba que los vendeanos con su olor y con sus
cadáveres continuasen con la mortífera guerra que ya no hacían
con sus armas? ¿Se quería exterminar Nantes para proteger a la
Vendée?”. Esto es lo que dijeron a Carrier sus nuevos amigos,
Lamberty, un carrocero, Fouquet, un tonelero, el joven Robin,
un estudiante, Lavaux y Lallouet, estos tres últimos de veinte
años.
Se mató por el peligro.
Se mató por salubridad.
La dificultad residía en los niños. ¿Qué se debía hacer con
ellos? Tras Savenay llegaron hasta trescientos de un solo golpe.
La Comisión militar escribió a Prieur, de la Marne, que
respondió: “Preguntad a la Convención”. Pero dirigirse a la
Convención sin pasar por los Comités era bastante arriesgado.
La Comisión militar escribió al Comité de seguridad general,
que no le respondió, sabiendo que no había más que una
respuesta posible y temiendo que si la daba parecería
moderado.
Las cosas siguieron su curso y de forma muy cruel puesto
que el mismo Robin y los otros eran niños.
Jamás hubo momento en la historia más cruel con la
infancia. Esos salvajes decían, como aquel papa decía de los
hijos de Federico II: “La víbora sale de la víbora”.
Pero ahí se llegó al límite de lo posible. Aquellos ahogos de
niños trastornaron los corazones. Las mujeres se lanzaron al río
y se los arrebataron a los ahogadores. Chaux y otros miembros
del Comité revolucionario o de Vincent-la-Montagne, buenas
familias patriotas82, acogieron niños y los educaron.
El alcalde de la ciudad, Renard, estaba enfermo en su casa.
Mucha gente había protestado de tan horribles suplicios,
aunque en secreto. Al único a quien se escuchó fue a Savary, el
excelente historiador de la guerra vendeana, amigo de Kléber.
Este propuso que entregasen a sus familias a los prisioneros en
el estado en que se encontraban; de este modo al ver los pálidos
rostros de muerte cundiría el pánico en la Vendée y quizás se
evitaría la continuación de las guerras vendeanas. A Carrier le
agradó la idea y se aprobó, pero en aquel momento Kléber vio
en las calles el bando del Comité, obligando a que los niños
fueran encarcelados. Savary marchó inmediatamente a casa de
Carrier. Este dijo alarmado: “¿Quién te trae por aquí tan
temprano? ¿Ocurre algo? ¿Han jurado que acabarán con todo
en la Vendée, hasta con los niños de cuna?”. Savary le habló de
la orden del Comité; esta era aún un enigma para Carrier. Se
enfureció, gritó, gesticuló. En aquel momento entró un
gendarme. “Marcha inmediatamente a buscar a los individuos
del Comité y preséntamelos enseguida”. El comité llegó
después, con el presidente a la cabeza. Carrier montó de nuevo
en cólera y amenazó al presidente con el sable: “¿Qué significa
ese bando del comité referente a los niños vendeanos y quién te
ha autorizado a fijarlo? Merecéis todos que os lleve
inmediatamente a la guillotina”. “Ciudadano representante —
contestó el presidente—, el Comité ha creído que favorecía tus
planes”. Nuevo acceso de cólera. “Si antes de cinco minutos el
Comité no ha fijado un bando destruyendo lo que dice en este,
os guillotino a todos”.
Se podría escribir un libro con las incongruencias de
Carrier. Persiguió entonces la prostitución, siguiendo los pasos
de Chaumette y la Comuna de París. Ya en su misión de Rennes
hablaba de acabar con las prostitutas. Pero el alcalde de esta
ciudad las protegió. Ese alcalde, el heroico sastre Leperdit,
hombre de bien, hombre de Dios, le dijo a la cara: “No lo
consentiré; son mis administradas”. En Nantes, donde la guerra
acumulaba a la población femenina de todas las regiones, el
número de mujeres públicas era extraordinario. Las prostitutas
y los perros llenaban las calles. Carrier creyó que era muy
higiénico limpiar la ciudad de unos y de otras. Pero fue una
amenaza. Si las hubiese matado habría irritado a los soldados.
La tradición nantesa ha acumulado innumerables leyendas
sobre Carrier. En el bulevar se muestra con terror el solar de
una casa desaparecida a la que llamaban “la guarida del
crimen”. Si realmente hizo todo lo que se cuenta hay que
confesar que nunca nadie ha aprovechado mejor el tiempo.
Permaneció cien días en Nantes y de esos cien la mitad estuvo
en una situación de peligro extremo, una absorbente crisis que
no le dejó dormir ni dos noches. Pronto cayó enfermo e hizo
todo lo necesario para estarlo cada vez más. Bebía y su amante,
Caron, no le abandonaba; encima estaba rodeado de mujeres,
intrépidas damas de Nantes que se inmolaban para salvar a los
hombres. Que ese enfermo, con tantas mujeres en esas seis
últimas semanas, hiciera además prisioneras, resulta difícil de
creer. Además no se hubiera olvidado sacar a la luz ese hecho
en el proceso de Carrier.
A esto hay que añadir que esas mujeres se hallaban en un
estado lamentable. El tifus les protegía; lo llevaban con ellas.
Extenuadas, desfallecidas como consecuencia de las miserias y
la diarrea, veían la muerte a diez pasos; se quemaba vinagre
durante ocho días allá por donde pasaban.
Lamberty y el joven Robin, los verdugos que ahogaban a
las víctimas, tuvieron el valor de emprenderla con aquellas
infelices y decían que querían republicanizarlas. Bailaban de
alegría cuando podían humillar a una gran dama vendeana.
Respetaron la resistencia de una camarera de Lescure y fueron
despiadados con una marquesa renombrada por su fanatismo,
y a la que enfáticamente se llamaba María Antonieta porque
había hecho la campaña metida en un carruaje.
Los ahogamientos terminaron tras la batalla de Savenay 83 y
continuaron los fusilamientos. Los prisioneros de ambos sexos
pasaban ante las comisiones militares y eran precipitadamente
condenados, ejecutados y arrojados a las canteras de Gigand.
Ejercían el cargo de fusiladores hombres buscados ad hoc,
desertores alemanes que como no sabían francés, eran sordos a
las súplicas.
Estas comisiones, sobre las que ahora todo recaía, se
inquietaban, no obstante, por esta carnicería cotidiana. Unos
organismos echaban la responsabilidad sobre otros. El Tribunal
revolucionario sobre el Comité, y este a las comisiones
militares. Estas no sabían qué hacer. Su presidente osó escribir a
Couthon y este habló a Robespierre.
La humanidad exigía que se hiciera algo y la política
también. La ocasión era propicia para intervenir.
Desgraciadamente Robespierre estaba obligado a unirse a
Collot d'Herbois para perseguir a los indulgentes, a Camille
Desmoulins y Fabre d'Églantine, proclamando el 28 de enero la
inocencia de Ronsin, el ejecutor de las descargas de Lyon, el
amigo de Carrier. Parecía difícil que los robespierristas fuesen
indulgentes en Nantes, algo que en París rechazaban.
Lo que pareció arrastrar a Robespierre es la lucha que
estalló en el Morbihan entre el representante Tréhouard y los
agentes de Carrier a propósito de los curas. Carrier sostenía que
iban a desembarcar en la costa treinta mil ingleses, y en este
caso era preciso proteger a los curas, verdaderos jefes de la
población. Tréhouard aprisionó, no a los curas, sino a los
agentes de Carrier.
Éste en su vértigo llegó incluso a aconsejar que se
desobedecieran las órdenes de Tréhouard, su colega, su
compañero, un representante del pueblo. Le abandonó la
prudencia. No sólo aceptó un banquete público sobre un barco
desde el que se practicaban las inmersiones; no sólo había
cerrado arbitrariamente la Sociedad popular, sino que dejó
pruebas escritas contra él, dos órdenes a Tronjolly, presidente
del tribunal, ordenando que ejecutara a los presos sin juicio.
Esto era algo que resultaba absolutamente inútil en un
momento en el que todos los prisioneros perecían sin ser
juzgados; únicamente se reconocía su identidad y después se
aplicaba el decreto que asestaba el golpe mortal a todos los
insurgentes.
No se podía proceder contra Carrier más que por un medio
indirecto, prudente. El agente fue el pequeño Jullien, hijo de
Jullien de la Drôme, quien viajaba con el título de miembro de
la comisión ejecutiva de instrucción pública. Este debía espiar
los movimientos de Carrier y preparar a Nantes contra él y a
Burdeos contra Tallien.
En primer lugar fue a Morbihan a estudiar con Tréhouard
qué se podía hacer y a informarse exactamente sobre lo que
podía haber contra Carrier. La sociedad popular estaba
resentida con él por haberla cerrado. El Comité revolucionario
también lo estaba, porque sabía que Carrier pensaba sustituirlo
por hombres más militares como Sullivan y Foucauld, o más
frenéticos, como Lamberty, Fouquet y Robin.
El ataque fue abierto por un valeroso hombre del pueblo,
un hojalatero, Champenois, de la sociedad Vincent. La
población sufría horriblemente mientras que Carrier estaba
borracho y el general Turreau enfermo. Champenois creyó
haber encontrado un medio para atrapar a Charette; corrió a
casa de Carrier y encontró la puerta cerrada. Champenois,
como un auténtico sans-culotte, dijo por la tarde en la Sociedad:
“Si Carrier no acude a nuestro llamamiento, ya no es de los
nuestros. Debemos borrarlo”.
Resulta inútil decir el asombro, el furor que esto causó al
rey de Nantes. Hizo que le trajeran a Champenois, gritó y
amenazó. El otro ni se meneó y solicitó valientemente los
nombres de los que le habían denunciado. Carrier se dio cuenta
de que aquel hombre estaba fuertemente respaldado y se calmó.
Efectivamente, Jullien estaba en Nantes (1 de febrero);
Carrirer le llamó, sacó su gran sable e hizo toda una serie de
ridículas comedias. El rubio de diecinueve años, el más
aventajado alumno de Robespierre, le dijo (situándose por si
acaso en el otro extremo de la habitación) que le podía matar,
pero que en ocho días iría a la guillotina. Todo ello expresado
en el tono didáctico que, como se sabe, siempre tuvo el famoso
filántropo. Carrier pasó rápidamente a estar amable y tranquilo.
Esa misma noche el joven Jullien se marchó pero el golpe
ya había sido asestado. La municipalidad, entusiasmada,
declaró que Champenois tenía toda su confianza.
Desde Angers, Jullien escribió a Robespierre, a su jefe, una
carta contra la realeza de Carrier diciendo: “He visto el
restablecimiento del antiguo régimen en Nantes<”. El efecto
que esto causó fue excelente. El mismo día en que llegó la carta,
la Convención llamó a Carrier (6 de febrero).
Carrier volvió a París llevando a Robespierre un arma
inapreciable para combatir a los hebertistas cuando llegara el
momento oportuno.
Carrier era una leyenda personificada.
Una gran y fecunda leyenda que la imaginación popular
enriquecería cada día con nuevos elementos, atribuyendo a un
mismo hombre todas las atrocidades cometidas en ese
momento de exterminio. Todas las hazañas heroicas que se
hicieron ante Troya las realizó Aquiles; y todas las cosas
espantosas que se hicieron en Nantes, la tradición se las
atribuye a Carrier.
La leyenda es caprichosa. En Lyon es Collot d'Herbois el
centro de esa leyenda, a pesar de que con él murieran diez
veces menos hombres que con su sucesor Fouché. El tiroteo de
los sesenta marcó para siempre su nombre.
Pero el Loira causó mayor efecto. Ese gran río de aspecto
plácido, que tras haber fecundado trescientas leguas de ribera,
lleva un auténtico mar de agua dulce hasta el mar con la
aparente inocencia de las grandes fuerzas de la naturaleza. ¡Y
pensar que ha sido asociado a los furores del hombre, que se
hizo de él un verdugo, que en el misterio de sus aguas se haya
sepultado todo un mundo, el naufragio vendeano de curas,
nobles, hombres y mujeres, mujeres embarazadas! ¡Y niños!<
La imaginación se echó a volar horrorizada.
Lejos de descontar, de ver si no se exagera, se añade más
bien.
De la cifra probable de ejecuciones, dos mil, el acusador
Tronjolly la aumenta a diez mil; madame de La Rochejaquelein
añade aún cinco mil más, etc.
Una vez comenzadas las acusaciones no se sabía cuál iba a
ser su término. Tronjolly, presidente del tribunal, acusó al
Comité; el comité acusó a Lamberty y lo condenó a muerte. Los
amigos de Lamberty escaparon, cargando a Carrier con toda la
responsabilidad. Así el proceso alcanzó inmensas proporciones,
enriqueciéndose en testimonios84. Robespierre sólo tenía que
sentarse a mirar. Todo el mundo trabajaba para darle contra
Carrier y contra los hebertistas una fuerza incalculable, la de la
pasión popular, la de una acusación impulsada por el conjunto
de los partidos del Oeste. Unos, republicanos, querían que se
castigara a Carrier por haber ensuciado la República. Otros,
realistas, acechaban la ocasión de vengar en él a la Vendée.
Fue el Comité de Nantes quien trabajó torpemente, contra
sí mismo, al hacer surgir el rumor en París. Envió allí a ciento
treinta y dos girondinos (sospechosos por la relación de
Villenave con Bailly). Estos hombres, desde sus cárceles,
adonde todo el mundo iba a visitarles, trabajaron violentamente
la opinión contra el Comité, al mismo tiempo que el agente de
Robespierre actuaba contra Carrier. El que más temor debía de
sentir era Goullin; como colono de Santo Domingo se le
consideraba noble. Enviados a París, Goullin y Chaux buscaron
un abrigo en Robespierre. Pusieron a su disposición cuanto
tenían contra Carrier. Era el 9 de marzo. El 13 debían quedar
arrestados los amigos de Carrier, Hébert y Ronsin. Recibió con
alegría esa ayuda inesperada que le enviaba la fortuna, les
acogió y se alegró hasta el punto de decir: “Si se os persigue es
porque sois buenos patriotas”.
Carrier decía contra sí mismo cosas mayores que las más
grandes acusaciones de sus enemigos. En los Jacobinos, por
ejemplo, como se hablaba de cementerios, Carrier tomó
bruscamente la palabra para decir: “¡Ah, yo no he podido
enterrarlo todo!”. Lejos de atenuar el efecto de su siniestra
persona, lo aumentaba a su antojo, poniéndose lúgubre y
trágico; parecía el hombre de la fatalidad, el exterminador, el
fuego de Dios. Al abandonar Nantes dijo a una mujer a la que
quería: “Estate tranquila, querida mía; Nantes no olvidará
jamás el nombre de Carrier< Tarde o temprano perecerá a
hierro y fuego”.
Creía estar seguro al pensar que en caso de atacarle sería
por exageración más que por debilidad, es decir, que los
acusadores se confesarían moderados o menos violentos
patriotas. Pero no esperaba el golpe que había de hundirle. Sus
amigos Lamberty y Fouquet fueron guillotinados el 16 de abril
por moderados y contrarrevolucionarios85.
Lucha de Robespierre contra Tallien y Fouché.—Disipa sus
acusaciones.—Inquieta al Comité de Salvación Pública.—Desconoce
los títulos de los representantes en misión.—¿Se podía juzgar
equitativamente el año 1793?—Diferencia entre 1793 y 1794.—
Oscuridad de los procedimientos de Robespierre.

Lo que más honra a Robespierre es su lucha contra los


representantes que desempeñaban misiones. Lo que le condenó,
lo que lo perdió fue la guerra que les hizo.
Para descifrar este enigma conviene advertir que
Robespierre perseguía a muerte a tres o cuatro malvados que
deshonraban a la Asamblea; que, aunque menos
razonablemente, se extendió esta persecución a unos veinte
representantes comprometidos por la dictadura que el peligro
les obligó a crear en 1793. Y finalmente, que su terrible
imaginación, sospechosa y enfermiza, le llevaba a amenazar a la
Convención. Esta monomanía de depuración absoluta le
llevaba, aunque estuviera poco interesado en el poder, a
adoptar una especie de dictadura judicial, una postura de
censor y de gran juez, no sólo sobre los actos políticos, sino
también sobre las costumbres y los pensamientos.

Distingamos en primer lugar las épocas.


Muchos hombres que en los momentos de reacción se
dejaron arrastrar por el torrente, culpables de este delito, no lo
eran antes de termidor. No se les podía juzgar por hechos que
aún estaban por venir.
Y en la época a que nos referimos ya eran culpables Chabot,
que era un bribón, por ejemplo, y Carrier, una bestia salvaje, un
perro rabioso, aunque no llegaba a ser un malhechor. Esa
palabra no sólo implica el crimen, sino también la perversidad
reflexionada, la corrupción buscada del espíritu y del corazón.
Hubo pocos hombres en la Convención merecedores de ese
título.
De hecho sólo hubo tres: Rovère, Tallien y Fouché.
Rovère es quizás el único miembro de esta Asamblea que
hizo fortuna. Ya veremos por qué medios.
No se puede decir lo mismo de Tallien. Este murió pobre,
con las manos vacías, si no limpias. Le hemos visto en los
Campos Elíseos pedir la limosna de su mujer, entonces princesa
de Chimay.
La verdad es que Tallien fue sólo un vientre, un tonel sin
fondo. No había remedio para su pobreza.
Nacido en la cocina de un financiero de Touraine e hijo de
su cocinero, su alma estaba en acuerdo con su condición, un
alma de Laridon, todo lo reservaba para la mesa y para las
chicas. Fue monje de otra época, auténtico monje de Rabelais.
Era guapo y buen narrador, predicador y engatusador de
mujeres. Su mayor placer era el de subir al púlpito allá donde
iba y mezclar en las plegarias la Revolución, la Razón, Jesús,
Marat y todo lo demás. Las mujeres estaban hechizadas.
Nada cruel por naturaleza, Tallien lo fue siempre que tuvo
que defender el más mínimo interés. En Burdeos no estuvo ni
fuera ni dentro de los furores locales. Adulaba a todos
levantando la guillotina frente a sus ventanas. Se dice que esa
guillotina le fue muy productiva. En Burdeos todo es comercio.
Tallien comerció con la vida. Para engañar los serios odios que
querían sangre había que exagerar los gestos, las palabras y los
furores. Aullaba, bramaba el Terror, sin temor a exagerar su
papel. Durante ese tiempo se dice que fue su amante la que
llevaba el negocio. Sin embargo se dice que escamoteaba
algunos indultos y que salvaba a la gente a cambio de nada86.
Estas cosas no ocurrían en Lyon. El hombre de Lyon no era
como el de Burdeos, depravado por naturaleza. La figura
desheredada de Fouché (aunque inteligente) espantaba por su
aridez. Todos los rasgos del sacerdote ateo, del duro bretón y
del pedante se reflejaban en su atroz rostro. Triunfar fue su
lema. Era un hombre frío, calculador, de un positivismo
horrible87. Se hizo hebertista, creyendo que aquello era la
vanguardia. Sucesor de Collot en Lyon, fue atacado por
Robespierre y contra este conspiró después, distinguiéndose
más que nadie en termidor. Nada honra tanto a Robespierre
como esta circunstancia; los autores de su caída fueron los dos
peores hombres de Francia, Tallien y Fouché.
Seguramente nada habrían logrado si Robespierre no
hubiese empleado el terror contra todos, contra gentes
honradas y contra bribones. Pero ante semejante moralista,
semejante juez y semejante depurador (¡quería mancillar hasta
al propio Cambon!), ¿quién se creía seguro?
Existía en él un contraste. Nació en el amor al bien. En sus
discursos recomendaba sin cesar el ideal del equilibrio, y su
violencia interior tan pronto lo arrojaba a la derecha como a la
izquierda. Imponía a todos unas leyes que él no podía observar.
Donde se experimenta esto es en su discurso del 5 de
febrero. “La democracia es la virtud”, etc. Era ésta una amenaza
para los representantes que habían desempeñado misiones en
1793. No sólo debían temer a los salvajes ejecutores de las
venganzas nacionales como Collot y Carrier, sino a cuantos a
pesar suyo y en circunstancias excepcionales, habían sido
dictadores.
No contentos con designarlos, los citó por sus nombres en
un informe sobre Fabre que él mostró al Comité de Salvación
Pública. Hablaba así de Merlin: “Famoso por la capitulación de
Maguncia y más que sospechoso de haber recibido la
recompensa”. Por lo demás, no añadía ninguna prueba. Renovó
contra Dubois-Crancé el reproche de ser traidor ante Lyon, de
haber salvado a los lioneses, negando la evidencia, puesto que
Dubois dejó el mando el 6 de octubre y ellos se escaparon el 8.
El Comité, alarmado ante semejante informe, le rogó que
no hiciera aún uso de él, que volviera a revisar ese bello
documento y que lo elevara a la perfección de la que era
susceptible.
Iba aprovechando todos los medios para enriquecer el
depósito de pruebas acusadoras. De Toulon le habían
entregado una carta ambigua en la que se dejaba entrever que
el enemigo parecía estar al corriente de los secretos de Estado.
Se arrojó Robespierre sobre este documento, blandiéndolo ante
el Comité de Salvación Pública. Sus amenazantes miradas
decían: “¿Quién de vosotros es el traidor?”. Dos hombres (de la
derecha y de la izquierda) debían de comenzar a temer, Billaud
y Hérault.
Su malquerencia contra Lindet se manifestó de una manera
indirecta, pero muy significativa, cuando fue acusado ante la
Asamblea por su misión de Normandía. Lindet había hecho la
vista gorda ante un error pasajero, involuntario, cometido por
una pequeña comuna. Pequeña en apariencia, el asunto era
grande en realidad, ya que abrió un rosario de innumerables
acusaciones que podían involucrar a nueve departamentos. ¿Se
perseguía el federalismo de Normandía y Bretaña? Esa era la
gran pregunta. Lindet sometió esto a los Comités y a la
Convención, los cuales opinaron como él que una vez atacados
los jefes, había que olvidarse del resto y hacer la vista gorda.
Pero cuando Lindet consiguió esta decisión tan importante no
pudo sacar ni una sola palabra de la boca de Robespierre, ni en
uno ni en otro sentido. Permaneció silencioso, inmóvil,
contemplando serenamente a sus colegas y reservándose para
poder decirles un día: “Vosotros habéis envuelto de un halo de
inocencia al federalismo”.
Esto era injusto e ingrato. Precisamente debía honrarse con
nobleza a quienes en la horrible crisis del verano del 93, en el
eclipse del Comité de Salvación Pública, habían salvado al país
con su habilidad o con sus energías.
Era muy duro atacar a Lindet y Philippeaux, cuya poderosa
influencia en el Oeste había matado a la Gironda. Duro era
decir a Merlin o a Briez, que con sus cuerpos habían cubierto la
Francia desarmada: “Estáis condenados a muerte”. Duro era
acusar a Dubois-Crancé, que con un esfuerzo sobrehumano,
solo, durante tres meses se mantuvo en el sudeste contra la
Gironda, contra el enemigo, contra el caos, organizando el sitio
de Lyon, para llevarlo finalmente prisionero.
Los nombres de estos héroes y tantos otros menos
conocidos que salvaron Francia, los de Baudot y Lacoste, que
nos dieron el Rin, y el del valiente Soubrany, vencedor de los
españoles, figurarán gloriosamente entre los de los grandes
hombres del Comité.
¡Cuántos otros a los que el deber les obligaba a ocupar
puestos menos brillantes, igualaron su sacrificio!
Puede decirse que treinta representantes del pueblo han
merecido, por las misiones que desempeñaron, figurar en el
Panteón. ¿Qué sería esto si añadiésemos los trabajos interiores
de la Asamblea, sus infatigables comisiones, sus trabajos que
sobrepasaron toda fuerza humana, esos días de trabajo
encarnizado, esas noches sin dormir? Cuando se observa el
amontonamiento enorme de lo que hizo la Convención, se está
tentado de creer que el tiempo en aquellos años había cambiado
su naturaleza y que sus medidas ordinarias perdieron todo
significado. Los días parecían durar al menos el doble; a esta
Asamblea se le puede llamar La Asamblea que no dormía.
Para juzgar equitativamente a la Convención y sobre todo a
los representantes en misión había que retroceder hasta la crisis
de mediados del 93. ¡Qué diferentes fueron esas misiones con
respecto a las posteriores! En 1794 aún había desórdenes pero
también las fuerzas eran enormes, los ejércitos eran los más
numerosos y se crearon nuevas administraciones. Los hombres
del 93 no se encontraron nada, tuvieron que crearlo todo.
Su situación era peligrosa y terrible. Muchos fueron
asesinados y otros estuvieron próximos a serlo. Casi todos
estaban apoyados por una minoría insignificante. Baudot, por
ejemplo, en Toulouse, en junio de 1793, no tuvo el apoyo ni de
cuatrocientos hombres.
Un representante montañés (ayer médico, abogado,
periodista), de repente hombre de guerra, llegó con su sable y
su penacho, inocente, a una población desconocida. La soledad
de esta población le causó terror. Si sentía miedo era hombre
perdido. Incluso los republicanos eran girondinos, se ocultaban.
Los montañeses de la localidad, en exigua minoría, estaban
furiosos, más aún observando los peligros que corrían. La
inminencia del Terror blanco exaltaba al Terror rojo. Veían ya en
espíritu los asesinatos de 1795, los compañeros de Jéhu, las
matanzas de Marsella, la roca sangrienta de Tarascón, los mil
cuatrocientos padres de familia fusilados en ocho días en los
alrededores de Angers por bandidos y desalmados. “O
matamos hoy a los traidores o mañana seremos sus víctimas”,
dijeron cuerdamente algunos representantes.
Lo que resultó cierto es que incluso los más exaltados
representantes difícilmente pudieron contener la extremada
violencia de sus correligionarios, de los hombres de la
localidad.
No; no pudo juzgarse a uno solo de los representantes que
desempeñaban misiones. Entre ellos y sus enemigos habría sido
muy desigual el proceso. Lequinio, por ejemplo, Hentz o
Francastel habían aplicado en todo su rigor las leyes en las
grandes poblaciones; pero ¿no era esta conducta la represalia de
los bárbaros fusilamientos de Charette, de la Vendée? Para
iniciar procesos como estos habría que meterse bajo tierra para
buscar las osamentas blanqueadas y poder decir: “Éste es un
asesinato vendeano o patriota”, señalar los peligros, las
angustias y los terrores en los que estos actos fueron cometidos
y encontrar los furores populares que a menudo los dictaron.
El más hábil de los hombres del mundo, el más justo si se
quiere, que, lejos de la acción y de los intereses, pasa su vida
pronunciando discursos entre la casa Duplay, los jacobinos y la
Asamblea, sin otro movimiento que el necesario para pasar de
una a otra casa de la calle de Saint-Honoré, ¿podía apreciar los
designios de estos terribles viajeros de la Revolución? Hombres
de la fatalidad, que esta lanzó una mañana fuera de toda
costumbre, fuera de las realidades conocidas, lejos del centro y
de la regla a la que forzó con lo imprevisto, que les cogía del
cuello, obligándoles a pisotear la ley para salvar la ley, a
cometer crímenes para ahuyentar el crimen, a apagar la luz del
mundo dejando morir al único pueblo en el que todavía estaba
presente.
Eran hombres sacrificados, perdidos; podían sentirlo.
Volvían, uno a uno, al mundo de los vivos, esos desafortunados
aparecidos con un confuso recuerdo de lo que ellos mismos
habían hecho. Con un impulso sobrehumano, con un
prodigioso salto, habrían superado un abismo< Si les hubieseis
propuesto volverlo a repetir en frío, habrían retrocedido
aterrorizados diciendo: “¿Quién ha cometido nuestros actos?
No lo sabemos88<”.
Estos desgraciados cuando regresaban de su misión
encontraban la fría y severa cara de un juez que en cada uno de
sus discursos nombraba en tono de amenaza y de reproche el
equilibrio moral y cívico, la línea fina y precisa que se había de
seguir bajo pena de muerte.
Era aquella ley como un cable colocado por encima del mar
obligando a los hombres a que caminasen por él. Cualquier
desliz daba con ellos en el fondo de las aguas.
Si sólo hubiese sido un político el terror habría sido menor.
Pero él era ante todo, un moralista. Su severidad natural y su
rápida interpretación traducían por “traición, corrupción,
venalidad y alianza con el extranjero”, todo acto ligero, toda
inmoralidad cometida por simple falta de delicadeza. Varios de
los representantes se calumniaban a sí mismos. Al prodigar los
representantes su sangre lo prodigaban todo. Bourbotte en una
comida que hizo en Tours se indignaba viendo que no había
más que seis velas sobre la mesa. Siempre lo arrastraban cuatro
caballos. Merlin vivía como un general y llevaba bigote.
Robespierre previó por este hecho el futuro del poder militar.
Otro crimen de Merlin: solía ir a cazar ciervos (sin duda con los
perros del rey), de lo cual dedujo Robespierre que poseía una
fortuna regia.
Este extraño moralista, provisto de unos cristales de
aumento, veía las faltas de esta índole del tamaño de la traición
de Toulon o de la de Dumouriez. Veía lo que se le mostraba
acogiendo crédulamente cuanto venía de los departamentos
contra los representantes del pueblo. Eran testigos furiosos que
venían a hacerle expiar su efímera dictadura y pedían a
Robespierre que les acusara.
Del 15 de enero al 13 de marzo llegaron uno a uno los
representantes, y Robespierre, que quería tenerlos a todos en
París para comenzar el proceso con todas las acusaciones,
solapadamente se hizo el enfermo hasta que pasó el tiempo
deseado.
¡Peligroso e injusto proceso, que abierto por él contra sus
enemigos continuó después de él contra sus amigos89 y contra la
Revolución! Este proceso en 1795 hizo sentar en el banquillo de
los acusados a doscientos representantes y después colocó a la
Convención ante el país. Era esta una pendiente fatalmente
inevitable, una vez abierto el proceso.
Así terminó aquel terrible, heroico y sangriento año en el
que estalló la debacle que se había ido acumulando desde hacía
mil años. Todas estas desgracias le venían de lejos. El heroísmo
salió de su interior.
1794 debía prestar gran gratitud a su padre, 1793, que lo
engendró, realizando un esfuerzo desesperado, triunfando
sobre la muerte, franqueando pasos cerrados a toda persona,
abriendo a la vida nuevas tierras, vastos horizontes, otros cielos.
Llegó el nuevo año, insolente por las victorias que alcanzó
el anterior, de las grandes creaciones hechas con la fuerza, la
juventud y el olvido.
Llegó ignorando lo que habían hecho por él. El órgano de
su severidad es este hombre frío, inflexible, de triste y amarga
naturaleza, en quien la virtud, el bien, el mal, el interés y la
abnegación, el interés y el desinterés, todo se volvía inquisición.
No había ni en la Convención ni en la República un solo
hombre que pudiera decir que estaba seguro. Ningún patriota
podía volver la vista sin ver en su pasado algo que Robespierre
podría juzgar. El más jacobino de los jacobinos, Montaut, decía:
“De setecientos cincuenta que somos puede que queden unos
doscientos cincuenta”. El mismo David llegó a tenerle miedo a
su maestro. “Creo —dijo— que de la Montaña no quedaremos
más que unos veinte miembros”.
Pero ¿aquellos doscientos, estos veinte estaban seguros de
poder vivir? ¿Veían bien la línea trazada por Robespierre?
La sagacidad de su fría estrategia, que tras la aparente
inmutabilidad de sus doctrinas hacía concebir esperanzas a más
de un partido, turbaba, oscurecía la línea señalada por él que
conducía a la Revolución.
En Lyon, por ejemplo, ocurría lo siguiente:
Tal recuerdo había dejado Couthon de sus inspiraciones
moderantistas, que los partidarios de los procedimientos de
clemencia, creyéndose seguros bajo su tutela, se aventuraron
contra Collot en diciembre, mostrando la petición realista
escrita por Fontanes.
En marzo recordó a Javogue, amigo de Collot y Fouché,
conocido por su exaltación.
Fouché había decretado la supresión de la miseria cargando
contribuciones enormes sobre los ricos para alimentar a los
pobres. Los ricos esperaban que Robespierre los librara de
Fouché.
Pero, por otra parte, cuando los exaltados querían ejecutar
al pie de la letra el famoso decreto: “Ya no existe Lyon”,
amenazando la propiedad, Fouché los reprimió vigorosamente,
y entonces buscaron el apoyo de Robespierre, que habló en
favor suyo.
Todos en Lyon se dirigieron a él, creyendo ver una
esperanza. No rechazaba a nadie90.
Esta táctica del jefe confundía a los propios robespierristas,
que lo seguían siempre —aunque fuera considerándolo como
principio político—, llegando a convertirse el apasionamiento
en sumisión incondicional, en personal idolatría. Es decir,
crearon dentro de la Revolución un objeto de adoración
monárquica.
1794)

Los montañeses se organizan contra Robespierte.—Humillación


general; alianza.—Sólo Desmoulins no la consiente.—El infortunio de
Fabre le desliga de Robespierre.—Lucile le anima.—Sus ataques
contra el Comité de seguridad.—Sus ataques contra Robespierre.—
Inquietud de Robespierre.

La estrategia de Robespierre al aterrorizar a la Montaña le daba,


por la resistencia, una unidad obligada donde los matices
hostiles se iban borrando. Todos se sentían perdidos si no
aprovechaban su actual ascendiente en la Convención para que
esta aprobase a los montañeses, de forma que si más tarde
quería Robespierre, se le pudiera decir: “Ya es cosa juzgada”.
Por un pacto tácito, la Montaña no pronunció palabra
alguna que pudiera ofender el honor de ningún representante,
conociendo que todo serviría de materia de acusación al
enemigo. Elogió a todos los representantes, hebertistas o
dantonistas, y amnistió a otros, con gran contento de los
verdaderos patriotas, que sabían que en semejante crisis no se
podía tocar a los culpables sin comprometer a toda la
representación nacional e incluso a la propia República.
Se acogió no sólo a Lacoste y Baudot, que llegan cargados
con sus gloriosas banderas del Rin y de su no menos gloriosa
desobediencia; no solamente a Chasles, curado de su herida y
de las calumnias jacobinas, sino también a hombres tan
discutibles como Fréron, culpables como Tallien, furiosos
hebertistas como Iavogne, Lequinio y el propio Carrier. No se
veía en ellos más que hombres que habían comprometido su
vida por la Revolución y contra quienes los robespierristas
aprovechaban hábilmente los odios y las venganzas locales.
Sufrido en la Convención, bien recibido en los Jacobinos,
Carrier, el brutal, el bárbaro, demostró una diplomacia que
podría resultar extraña. Elogió a los dantonistas, a Westermann,
llegando incluso a decir que si Philippeaux se equivocaba, se
equivocaba a conciencia.
La alianza de los partidos, tantas veces intentada (fin de
septiembre), parecía pronta a hacerse esta vez bajo la influencia
de la necesidad y del interés común. Era entonces más fácil
aliarse por la gran fatiga moral, por la debilidad real de los
criterios divergentes.
Los grandes trabajadores del Comité y de la Convención
pensaban más en los resultados de una victoria sobre Europa
que en las divisiones de los partidos. En las Memorias de
Carnot vemos que este y Collot d'Herbois comen juntos en las
Tullerías.
Collot, sin dificultad alguna, se arregló con Danton y le
atrajo la mitad de los jacobinos. Collot quedaba siempre bajo la
fatalidad del asunto de Lyon, que se le aparecía a cada
momento adoptando mil formas.
Grande era el desfallecimiento en los principales hombres
de la Revolución. Thuriot había perdido la palabra; su pecho
débil no le permitía ya subir a la tribuna. Legendre hablaba
todos los días, pero para aumentar su ridiculez; la ingenuidad
de sus miedos, sus temores de la contrarrevolución, sus acentos
coléricos, su exaltación patriótica, todo le daba a Legendre un
aspecto cómico por la pobreza de su oratoria y los raros
terminachos que empleaba para expresarse. Hacía reír hasta a la
muerte.
Más lamentable era la ruina de Danton. Su humillación
voluntaria se habría advertido menos si hubiese callado. Pero
no, habló para denunciarse más. Se sentía el segundo de
Robespierre para hundir a Clootz y a la postre para que la
selección jacobina dispensara el examen de su persona. Causa
aún más extrañeza cuando el 7 de enero un dantonista propuso
que el Comité viviera bajo la dependencia de la Convención.
Danton envió el asunto al Comité mismo. El día 26 sintió como
un chispazo de independencia, pero de tal modo se asustó, que
al día siguiente habló en sentido inverso.
Danton, por proteger las vidas de Westermann, de Merlin
de Thionville, de Dubois-Crancé y otros, hubo de aproximarse
mucho a Collot, Carrier y Hébert.
La dificultad de la alianza era en realidad Camille
Desmoulins. En el núm. 4 de su Vieux Cordelier había hecho
imposible la alianza con Hébert. Había clavado en el pecho de
este una mortífera flecha; caminaba ya como un muerto. Ronsin
también estaba herido gravemente, como Collot d'Herbois. Con
Lyon ocurría lo mismo.
Para el abrazo de todos los políticos sólo Camille
Desmoulins era un obstáculo. Entre tantos hombres fatigados,
sólo él, viviendo lejos de la tribuna, se conservaba entero. Libre
de genio, campeando noblemente su tierna e ingenua
inspiración. Desmoulins era aún algo puro que destacaba en
aquel desastre de reputaciones, en aquella hecatombe de
prestigios.
Volteriano, materialista, todo cuanto se quiera, el gran
escritor no fue quien menos demostró en los peligros más
terribles la soberana independencia de su alma.
El austero y espiritualista jefe de los jacobinos (en
septiembre y enero) se alió dos veces con Hébert. Y fue
precisamente el frívolo Camille, el bufón, el que se hizo
enemigo de esta alianza monstruosa, degradante.
Algo instintivo le indicaba a Desmoulins que iba a disfrutar
otra vez de toda su fama, a recobrar el inmenso poder que tuvo
en el 89. Al comenzar la Revolución y al terminarla, la prensa
era la reina de las reinas. La tribuna desaparecía. Salvo algunas
palabras elocuentes, soberbias, altivas de Saint-Just y algunas
bellas y laboriosas elucubraciones de Robespierre, había
perdido su voz.
Camille se sentía revivir. Después de haber languidecido en
la lucha, se sentía Sansón, sentía que le volvía a crecer el
cabello. No contento con destruir a los filisteos, es decir, a los
hebertistas, con fuerza desconocida por lo poderosa, se abrazó a
las columnas del templo y a la reputación de Robespierre.
La cuestión de Fabre d'Églantine había traspasado el
corazón de Camille hasta el extremo de abandonar a su
maestro. Solamente la amistad pudo emanciparlo de la amistad.
Lo vimos en los primeros párrafos que escribió en el n° 6, el 15
de enero, cuando arrestaron a Fabre: “Considerando que el
inmortal autor del Philinte ha sido encerrado en Luxemburgo
antes del cuarto mes de su almanaque, quiero aprovechar estos
momentos en que aún poseo pluma y papel para publicar mi fe
política, en la cual he vivido y moriré, sea por una bala, o por
un estilete, sea por la muerte de los filósofos, como ha dicho el
compadre Mathieu”.
Esta profesión de fe fue escrita pero no publicada.
Nadie ha podido adivinar hasta 1836 por qué murió
Desmoulins.
Abatido ya por la censura pontifical que había sufrido en
diciembre y enero en los Jacobinos, vio que ante él se elevaba
un muro. Pudo Desmoulins abandonar la libertad de la palabra,
pero no la de la prensa. Faltando esta, Desmoulins quedaba sin
atmósfera para respirar. Sentía que la piedra sepulcral pesaba
sobre su pecho, pero quería hacer un esfuerzo sobrehumano
para arrojarla lejos de sí.
¿Quién no veía entonces los peligros que corría el pobre
artista? Entremos en esta humilde y gloriosa casa de la calle de
la Ancienne-Comédie (cerca de la calle Dauphine). En el primer
piso vivía Fréron y en el segundo Desmoulins con su
encantadora Lucile. Sus amigos, aterrorizados, llegaban para
suplicarles que se pusieran a salvo, para advertirles los peligros,
para mostrarles el abismo que abrían sus enemigos políticos.
Un hombre, nada tímido por cierto, el general Brune, íntimo de
la casa, aconsejó la prudencia. Camille sentó a su mesa al
general Brune y trató de convertirlo a su causa. Precisamente el
amigo Fréron, entusiasta de Lucile, acababa de escribirle la
victoria y los peligros de Toulon. Camille, a su manera, también
quería ser un héroe: “Edamus et bibamus —dijo en latín a Brune
para no ser entendido por Lucile—; cras enim moriemur”.
Después habló tan elocuentemente de la abnegación por la
patria, que Lucile lo abrazó. “Dejadle, dejadle —dijo Brune—
que cumpla con su misión. Él salvará la patria y los que crean lo
contrario no saborearán mi chocolate”.
Esta escena, de carácter íntimo, explica la explosión del
número 7.
En este audaz número mira a la cara y describe a los que ya
nadie se atreve a mirar de frente, a los miembros del Comité de
seguridad general, y aun a riesgo de provocar todo el odio de
Robespierre, dice que a David no se le conoce que es patriota
más que por el furor de su lenguaje. Establece perfectamente
que en el Comité no figuran más que viejos fuldenses y
antiguos girondinos convertidos.
Y después añade: “Fabre ha sido detenido porque posee
documentos acusadores contra Héron”. Héron, misterioso
ingenio del poder; Heron, que en todas las cuestiones graves
nada hacía sin tomar el consejo del maestro.
“La Convención ha dictado contra sí misma ese verdadero
decreto de suicidio que pronto la reducirá a la condición servil
de un parlamento al que se encarcela por falta de registro. El
Comité de Salvación Pública, que da todos los puestos,
gobernaba por la esperanza; ahí es donde tiene el Terror”.
En un ataque decisivo iban directamente las acusaciones
contra Robespierre: “Él demostró tener un gran carácter cuando
en un momento de impopularidad se encaballó sobre la tribuna.
Tú fuiste un esclavo y él un déspota desde el día en que dejaste
que bruscamente te cortase la palabra”.
Semejante comparación de Octavio y Antonio parece una
alusión cruel a Robespierre y Danton el 19 de junio, 10 de
agosto y 5 de septiembre: “El cobarde Octavio, que se había
escondido, vencedor por el coraje de Antonio, insultó al cuerpo
de Bruto, etc.”.
No era esta la primera vez que Camille aventuraba
alusiones a la valentía de Robespierre. En el rudo latigazo con el
que azotó a Nicolás, su guardia de corps, no se ahorró ni una
línea sobre la divertida figura del portabastón que seguía al
gran hombre por todas partes. Desde entonces Nicolás se hizo
muy conocido, mirado y admirado tanto como el perro Brount,
que se le atribuyó como guardaespaldas en el verano de 1794.
Camille lo hizo mucho peor aún. Encontró y tocó con su
ruda mano un lugar aún más delicado en esta alma dolorida.
Ese punto era aquel donde el amor propio literario estaba
mezclado con el orgullo político.
Éste era el fondo del fondo. Incluso Robespierre podía no
haber sido un político; pero de todas formas si no hubiera sido
sacerdote, habría sido, sin lugar a dudas, hombre de letras.
Conviene saber que en enero, después de su gran ventaja
con respecto a Fabre y Philippeaux, creyendo haber ido
demasiado deprisa y viendo que el proceso contra los
representantes del pueblo aún estaba lejos de madurarse, tanteó
un terreno neutral desde el que se pudiera hablar sin decir
nada, entretener a los jacobinos. Estableció, pues, una especie
de concurso sobre los vicios del gobierno inglés. La Sociedad, dócil
a Robespierre tras el gran ataque, ofreció el más extraño
espectáculo de necedad académica. Todos, en su perfecta
ignorancia de la cuestión, hablaban cada vez con mayor
facilidad. Fueron un montón de insipideces y tonterías. Duró
aquello un mes, en que no ocurrió de notable más que algunos
golpes de férula distribuidos por Robespierre. Y hubiese
durado la campaña, a no ser porque finalmente no se sabía si
ayudar o no al pueblo que ayudaba al gobierno inglés.
Robespierre dijo que no primero y sí al día siguiente (9 y 11 de
pluvioso).
El despiadado Camille cogiéndole justo aquí, le soltó con
respeto dos ataques: aburrido y brisotino91.
“Hablemos un poco de los vicios del gobierno británico”.
“¿Qué es toda esta palabrería?”, dijo brutalmente el otro
interlocutor. “Esta vieja cuestión de los dos gobiernos quedó
zanjada el 10 de agosto”.
“Robespierre, sin dudar, retoma el papel de Brissot, que
nacionalizó la guerra. Pitt ha debido de reírse al ver cómo este
hombre que le llamaba imbécil se las apaña tan bien para
reafirmarle, para desmentir a Fox y a la oposición inglesa”.
Estas palabras tan fuertes explicaban el verdadero sentido
del epígrafe puesto a la cabeza, epígrafe edulcorado en la
tradición de Camille por un resquicio de respeto, bastante más
claro en latín. Aquí lo tenemos sin contemplaciones: “No ver lo
que los tiempos exigen, entretenerse en vanos ejercicios de
palabras, figurar siempre en primer término sin preocuparse
por aquellos entre quienes se vive, eso es ser tonto< Con buena
intención procedió Catón cuando perdió la República. No ve
que estamos en el lodo de Rómulo y que diserta como lo haría
en la ciudad de Platón” (Cicerón).
El librero de Desmoulins, Desenne, retrocedió horrorizado
al leer estas líneas. Se creyó ya muerto y declaró que se
aventuraría a imprimir todo lo antihebertista que se escribiera,
pero que todo pasaje contra Robespierre debía desaparecer. El
fogoso periodista, detenido en su marcha, discutió, se enfureció.
Las pruebas iban y venían. Se leían de paso; los amigos
hablaban en voz baja. ¿Sorprendieron algunas páginas los
enemigos? Es probable. Por lo demás, bastaba con el rumor. El
efecto provocado por ese hecho había sido terrible. Le tocaba a
Robespierre ver si debía esperar el golpe.
Todo gran político debe tener miedo a que se le vea desde
muy cerca, a que lo palpen sus amigos y sus enemigos.
¡Y más aún Robespierre, un sacerdote, un ídolo, un papa! El
más digno de los hombres no puede desempeñar estos papeles
si no es con una máscara tras la cual oculte el verdadero estado
de su espíritu.
Robespierre, serio patriota, aceptaba esta adoración por la
salvación de la patria y creía que iba esta a perecer si los
volterianos tocaban la última religión.
Ni pensar en aventurar la palabra contra Desmoulins. Un
Dios que discute está perdido. Robespierre desde entonces ha
de permanecer envuelto en sus sombras de seriedad y de
tristeza.
No tenía armas contra la ironía. Sus incursiones en este
género de ataques habían sido poco fecundas. Creyó morder a
Philippeaux cuando le dijo que sus filípicas “no eran más que
filipóticas”.
No podía burlarse de Desmoulins pero sí podía matarle.
En absoluto dudamos de que se sintiera aterrorizado la
primera vez que esa cruel idea le viniera a la mente. ¡Ese
amable, afable y buen camarada que no había dejado pasar un
solo día sin trabajar por su reputación!
¿No significaban nada esos recuerdos? ¿Aún había un
hombre en Robespierre? Tras haber atravesado y vuelto a
atravesar la laguna Estigia y el mundo de los muertos, ¿no
había guardado en algún rincón una gota de sangre de la
mujer?< Mantengo y juraría que tuvo el corazón desgarrado.
Por otra parte, matar a Desmoulins era algo muy diferente;
no se podía parar. ¿Y qué era el pobre Camille? Una hermosa
flor que había fecundado Danton. Sólo se podía arrancar a uno
tocando al otro< El árbol nudoso, fuerte, poderoso, había
soltado sus hojas al viento; pero teniendo en cuenta cómo era,
¿qué mano podía tener la seguridad de arrancarlo?
(26 1794)

Robespierre enfermo.—Se alarma por la actitud de la Convención.—


Hace volver a Saint-Just (26 de febrero).—Parece que Robespierre se
aparta de sus doctrinas.—Cómo se elevó la figura de Saint-Just.

Robespierre cayó enfermo el día 15 de febrero y permaneció en


su casa hasta el 13 de marzo. Momento duro en el que sin duda
sintió su suprema tentación.
Durante este tiempo se ausentó Couthon, su segundo
hombre. Desapareció el 15 de febrero y reapareció también el 13
de marzo.
Alguien dijo que esta ausencia era política (como la vana
discusión sobre el gobierno inglés) y que era necesario ganar
tiempo por las razones que ya se han visto. Pero yo creo que la
enfermedad fue real; la fiebre, la inquietud y la terrible
indecisión que precede a estos actos.
Si Desmoulins no hubiera sido tan inocente, habría sacado
más partido de este paréntesis. Una vez ventilado el tema
habría podido imprimir inmediatamente a escondidas (los
realistas imprimían bien). A un hombre semejante no se le
provoca. Hay que adorarlo o arrancarlo del altar de un golpe.
Una cosa detenía al poderoso libelista, y era lo que antes
hemos apuntado, que aún no había perdido el respeto a
Robespierre. En el fondo aún lo amaba.
Si desde el primer ataque y sin avisar de ello, hubiera
abordado el temible texto que obra en termidor (los devotos de
Robespierre, las niñerías del partido, etc.), el golpe habría sido
tan certero que el herido no hubiera tenido tiempo de
reaccionar.
No se puede dudar de que este estaba inmerso en ese
terror. Había inmolado a Fabre. ¿De qué había servido guardar
el drama bajo llave si el panfleto circulaba por París? Sin duda
Camille era un niño, nos complace repetirlo; sí, pero con ojos de
asesino; si al principio arañaba, ¿no podía también, para
divertirse, estampar a su pedagogo contra un muro
infranqueable, aplastarle y aplanarle hasta darle una
consistencia tan fina que, transparente, diáfano, la alegre luz del
sol le atravesara por todas partes?
No hizo falta más que una ansiedad semejante para acabar
con la indecisión de Robespierre, para que echara más leña al
fuego. Algo le hizo decidirse: la imprevista acogida que Carrier
recibió en la Convención (23 de febrero). Si esta amnistiaba a
ese hombre, era evidente que estaba dispuesta a considerar
inocentes a todos los representantes en misión; que en este
punto hebertistas y dantonistas estaban de acuerdo; que todos
iban a unirse puesto que sólo existía un enemigo, el dictador.
Robespierre se decidió y echó mano al cuchillo para cortar las
cabezas a los dos partidos. Este cuchillo era Saint-Just.
Estaba éste en el ejército del Norte, pero advertido y
preparado llegó el día 26 a la Convención.
El discurso que pronunció para quienes supieron
entenderlo era un discurso de exterminio, una espantosa
amenaza.
Tenía este discurso dos objetivos. Atestigua el paso
prodigioso que dio Robespierre en su áspera soledad, bajo la
prueba de ataques inminentes y un ridículo posible.
No sólo trataba de traidores a los indulgentes, sino que a
los exaltados los calificaba de clementes y tibios.
“¡Nada de terror! ¡Justicia, justicia solamente!”, decía Saint-
Just. ¡Pero esta justicia de Saint-Just servía para acusar de
indulgente a una Asamblea en la que tomaban asiento hombres
como Carrier y Collot d' Herbois!
“No se ha castigado a los culpables”, dijo Saint-Just. La
Asamblea se miraba; el otro día se vio al pie de la guillotina;
pensaba que verdaderamente el tribunal no descansaba.
¿Entonces qué quería decir esa frase? Aparentemente que
atacando a los pequeños culpables, se economizaban los
grandes, los representantes del pueblo.
Entre muchas cosas vivas, fuertes y profundas, había ideas
espantosas por lo vagas y equivocas.
“Se debe efectuar una depuración de la sociedad. Quien
impida que se depure quiere corromperla, y quien la corrompa
quiere destruirla”. La inquisición no razona de otro modo. Si se
hubiera aplicado semejante criterio no se habría encontrado un
solo inocente. Salidos todos de la monarquía más o menos
corrompidos, por este simple hecho eran ya traidores si
semejante doctrina prevalecía. ¿Era Saint-Just inocente, él que
dos años antes había reimpreso su imitación de la Pucelle?”.
La Convención se sorprendió ante la enérgica naturaleza de
las pullas lanzadas por Saint-Just contra el movimiento del que
era autor Chaumette, movimiento profesado por él (16 de
noviembre). Ni Saint-Just pudo adivinar el valor de sus
palabras, la alegría inmensa de la contrarrevolución.
La conclusión es arriesgada, decisiva: “La necesidad ha
envilecido al pueblo; la Revolución no ha entrado todavía en el
estado civil. Quien se haya manifestado enemigo de su país no
puede ser propietario dentro de él. Indemnicemos a los
desdichados con los bienes de los enemigos de la Revolución”.
Sustituye así uno de los principios, esto es, la venta de los
bienes nacionales por la donación, la indemnización gratuita92.
“Los comités revolucionarios pondrán en conocimiento del
Comité de seguridad general la conducta de todos los detenidos
desde mayo del 89”.
El sentido de este artículo apareció claramente indicado por
Couthon y otros que pidieron la confiscación de los bienes de
los sospechosos, lo mismo exactamente que se había hecho con
los emigrados. Dicho de otro modo, que los que apenas se
suponía culpables debían mezclarse con quienes se tenía
palmaria demostración de su delito.
Este discurso de Saint-Just desconcertó a la opinión. Mostró
a Robespierre sobre un terreno nuevo, ajeno a sus doctrinas,
poco alejado de las leyes agrarias. Pero los que hubieran
querido observar el fondo, habrían visto que en realidad el
gobierno no se concedía al poder central, del que seguramente
se hubiera podido esperar alguna imparcialidad, sino a la
tiranía local, desde el momento en que la confiscación no se
acordaría más que por notas que transmitirían los pequeños
comités de secciones, ciudades y pueblos.
¿Podían o no ser infieles a la República, enemigos de ella,
estos agentes? Se advirtió esto en abril. Los comités de los
pueblos se componían de agentes de los emigrados, de sus
procuradores y de sus intendentes. De una plumada se les
suspendió a todos. No quedaron comités más que en las
capitales de distrito.
La ventaja del decreto para Robespierre era la de anular a
los dantonistas y a los hebertistas, la de arrebatar a estos la
posición de vanguardia y caminar por delante de ellos.
Este resultado, Robespierre lo pagó caro y al mismo tiempo
se preparaba para lo porvenir: elevó hasta lo inconmensurable
la figura de Saint-Just. Sobre su pedestal ya no era Saint-Just la
figura del jacobino, sino la del militar. Saint-Just respondía
mejor que su maestro al ideal de la nueva época que se
aproximaba. Encontró naturalmente lo que no tuvo jamás
Robespierre, una facultad poderosa sobre la gran bestia
humana, la palabra del tirano.
Todo esto se reveló sin necesidad del 9 de termidor.
Robespierre lo miraba y decía tristemente: “Hay en él un Carlos
IX”.
El día 24 de febrero pronunció palabras que a todos
parecieron siniestras.
“La República —dijo en la Convención— no es un senado, es
la virtud”. ¿Por qué, pues, pronunciaba la palabra senado? Esta
moral tan inesperada y extraña arrancó un rayo de la lejana luz
del 18 de brumario.
(25 8 1794)

Indignación de los cordeleros.—Alentados a la venganza por las


sociedades pequeñas.—Hacen un llamamiento insurreccional (4 de
marzo).—Se quedan solos.—Son arrestados (13 de marzo).—Discurso
de Saint-Just contra los exaltados y los indulgentes.—Se envuelve a
Clootz en el proceso Hébert.—Robespierre observa con placer cómo se
diezma la Asamblea.—Se arresta a Hérault y a Chaumette.—Danton
defiende a sus enemigos (18 de marzo).

Las últimas palabras de Saint-Just en el 9 de termidor son las


siguientes: “Dividir, no las propiedades, sino los
arrendamientos”.
Entonces, como Marat y Robespierre, como todo cuanto se
puede llamar revolución clásica, Saint-Just defendía la
propiedad.
En esto aparecían como simples enemigos de Babeuf, y sin
duda de Jacques Roux, de Varlet, de Leclerc, de Lyon y de los
amigos de Chalier. El esfuerzo de Robespierre que se ha
observado desde junio de 1793, consistió en detener a los
cordeleros en la pendiente por la cual se arrastraban. No lo
consiguió hasta que obtuvo la alianza de Marat y más tarde de
Hébert y el Padre Duchesne, hasta que el temible hogar que
subsistía en los Gravilliers se diluyó en la sangre de Jacques
Roux.
Los cordeleros, adiestrados por los hebertistas y los
robespierristas, habían abandonado a Jacques Roux, patriota
fanático aunque sincero, nada convencido del robo que le llevó
a la muerte. Por complacer a los jacobinos perdieron a causa de
esto su influencia en el centro de París, especialmente en los
Gravilliers. La alianza jacobina les hizo abandonar incluso a
Chaumette, quien por sus predicaciones religiosas les había
conquistado esta importante sección.
El asombroso discurso de Saint-Just les hizo sentir la
inutilidad de tantos sacrificios.
Sin adoptar los principios que él había proscrito, llegaba en
la práctica a obtener iguales resultados. La medida tan
sumamente elástica que había de adoptarse, la de un embargo
que permitiera “indemnizar a los desgraciados”, el axioma:
“Sólo éste tiene derechos en la patria, porque cooperó en su
liberación”, eran medios más que suficientes para esperar
indirectamente los resultados de las leyes agrarias.
Los robespierristas casi sin advertirlo habían pasado
también por encima de los cordeleros. Después de haberlos
sujetado durante tanto tiempo se les arrojaba ahora a la
retaguardia en mezcla inmunda con los indulgentes. Les habían
arrancado su bandera por sorpresa y la llevaban delante.
Los cordeleros estaban muy abatidos. Hébert, después de
haber matado a Jacques Roux, renegado de Chaumette y
sufrido el yugo de Robespierre, no iba ya a los Jacobinos. Había
puesto una prudente sordina al Padre Duchesne. Las pequeñas
sociedades del centro de París, pequeñas, sí, pero siempre
agitadas por la furia de Roux, no permitieron a los cordeleros
asimilar el ultraje. Acusaron a Hébert, el cobarde ladrador, de
ladrar sin morder. La diplomacia hebertista (se ha visto la de
Carrier) no podía continuar sin ser sospechosa de traición.
París sufría entonces tiempo que le es muy propio, una
dura cuaresma, tiempo frío y seco, irritante. Había escasez de
víveres. Las tiendas estaban cerradas, los comerciantes no
querían vender, más expuestos a la pérdida que a la ganancia.
Larga cola temblorosa se formaba antes del día a la puerta de
las tahonas, en las carnicerías. Allí había elementos para una
insurrección. El día 4 de marzo los cordeleros pusieron un
crespón negro en la Declaración de los Derechos del Hombre y
decidieron que se quedaría así “hasta que acabase la escasez y
se castigara a los enemigos del pueblo”. El día 5 aumentó la
exaltación. Vincent y Hébert atacaron al Comité; Hébert se
acusó a sí mismo de no decir todo lo que sabía. Boulanger, un
brazo de hierro del ejército revolucionario, dijo: “Habla, Padre
Duchesne; no temas nada. Habla, que nosotros ejecutaremos”.
Entonces se levantó Hébert, enfadado, para pronunciarse contra
los jacobinos que rechazaron su intervención y contra un
hombre sin duda perdido (Robespierre), que según decía
falsamente Hébert, había conseguido que Desmoulins volviera
a los Jacobinos.
En medio de ese crescendo de gentes excitadas se habló de
fundar un nuevo periódico y fue entonces cuando el espectro
negro, Carrier, se levantó y dijo con voz penetrante: “¡Un nuevo
periódico! ¡Lo que hace falta es la insurrección!”.
Tan imprudentes palabras fueron respaldadas por Hébert.
No era el momento oportuno. Quizás una sola sección se
sublevara, la que en termidor se levantó contra Robespierre, la
que lloraba a Jacques Roux y que había sido removida
profundamente por las predicciones de Chaumette y Léonard
Bourdon, el vientre profundo y agitado del París industrial, la
sección de los Gravilliers (Filles-Dieu, Saint-Denis y Saint-
Martin).
Hubiera sido necesario tener a Chaumette, pero ellos
mismos le habían matado, y cuando pensaron en él fue cuando
su causa ya había abortado. Fueron recibidos fríamente y la
Comuna nada hizo por ellos.
En el Comité de Salvación Pública Collot d'Herbois, aunque
estaba muy unido a ellos, nada pudo hacer a favor de su causa.
No era su interés ni su intención atacar a los dantonistas. Al
contrario, quería unir contra dantonistas, hebertistas y
robespierristas a todos los representantes de cualquier partido
que desempeñaban misiones en los departamentos y que
acudían a París llamados por los acontecimientos. Su amigo
Collot estuvo de acuerdo con su enemigo Tallien el 6 de marzo
para condenar la insurrección.
Puesto que ninguna autoridad apoyaba la insurrección,
sólo quedaba la fuerza bruta, el ejército revolucionario. ¿Existía
aún el ejército revolucionario? El Comité de Salvación Pública
lo había dividido y dispersado. Y el Comité de seguridad había
despedido a los mejores hombres.
En Lyon estaba en lucha con el ejército revolucionario
celoso de su elevado sueldo. En París se lanzó contra él el
arrabal de Saint-Marceau, quien en la Comuna aseguró que en
una sola compañía había más de veinte forajidos. Su famoso
general Ronsin había quedado completamente solo. Si hubiera
querido tirar de espadas no se habría desnudado más que la
suya.
No por esto dejaba de visitar el Palais Royal, asegurando
formalmente que la Convención estaba gastada, Robespierre
gastado, que había necesidad de hacer una mañana un gobierno
y que el ejército revolucionario debía ascender a cien mil
hombres, debiéndose nombrar un gran juez, que bien podía ser
el alcalde Pache. Bajo este autómata, Ronsin habría sido un
dictador militar.
Este hermoso proyecto, próximo a realizarse, según se
decía, había de causar gran efecto, especialmente en las cárceles.
Ronsin fue a la cárcel a ver a sus amigos. De estas visitas se dijo
que tuvieron el propósito de organizar en las cárceles una
terrible matanza. Este rumor, hábilmente aprovechado, dio un
golpe de muerte al movimiento insurreccional. El pueblo
arrancó los pasquines de los cordeleros, viéndose estos
obligados a retractarse. De nada sirvió esta vergonzosa
rectificación. El 13 por la noche quedaron todos arrestados.
El golpe fue inesperado; tan débiles estuvieron y tan
ridículamente se portaron, que la opinión se rió de ellos y los
perdonó. Pero eran demasiado buena presa como para ser
rechazada. Habían desafiado a la muerte y esta debía recoger el
reto.
Una hora antes de su encarcelamiento, Saint-Just había
leído un manifiesto contra ellos, en el cual ya parecía indicarse
un misterioso plan de exterminio imparcial de exaltados e
indulgentes. Se comenzó por los primeros, pero contra los
segundos eran aún, si cabe, más graves las acusaciones. Los
exagerados se contentaban con ejercer en París el terror del
hambre. Los indulgentes hacían cosas más graves: corrompían
la República.
Las siniestras acusaciones, las sangrientas palabras de
hambruna que circulaban por los grupos a las puertas de las
panaderías, Saint-Just no duda en recogerlas y lanzarlas a la
cabeza del enemigo. “Se preparan comidas a cien escudos por
cabeza. Se comen la vida del pueblo. Hay patriotas que con un
periódico ganan treinta mil libras de renta< Y el resto nos
alimentamos de castañas<”.
Todos los medios le parecen buenos para lanzar al pueblo
contra el enemigo, y aun utiliza una frase de las leyes agrarias:
“Distribuid las tierras entre los desgraciados”.
Podría parecer un mal sueño, escrito en una noche de
tormenta, entre los que van y los que vienen, sobre la mesa del
Comité. El decreto es un verdadero caos, en el que se
confunden los asuntos especiales de policía (como la
introducción de los géneros en París) con las más generales
medidas de la política. Se mezclan los delitos morales con los
crímenes del Estado, por ejemplo la corrupción de los ciudadanos y
la subversión de la opinión pública con la subversión de los poderes
públicos.
Se establece la pena de muerte para quien se resista al gobierno,
es decir, a los Comités, y después, para tranquilizar a la
Convención, se establece la pena de muerte contra quien usurpe su
poder. Los Comités nombran seis comisiones para que juzguen a
todos los detenidos.
Los dantonistas palidecieron cuando se descargó tan
terrible golpe contra los amigos de Hébert. Legendre dio rienda
suelta a su miedo en forma de entusiasmo y pidió que el
sublime discurso que se leía en el Templo de la Razón fuese
enviado a las 44.000 municipalidades, a los ejércitos y alas
sociedades.
Por la noche se leyó nuevamente el discurso ante
Robespierre y Couthon, quienes parecía que habían llegado ese
día (13 de marzo) expresamente para sancionarlo con su
presencia. Los dos se sentían débiles en presencia de los
acontecimientos. “Yo desfallezco”, dijo Robespierre el 15, y se
hundió en su lecho de enfermo.
Destruir a Hébert y Ronsin era tarea facilísima. Pero era
imposible publicar sus crímenes sin estigmatizar
indirectamente la indulgencia de Robespierre hacia los
departamentos de los hebertistas en la Vendée, en Lyon, y más
aún desde que les expidió el certificado de inocencia (27 de
enero). Se cambia, pues, de táctica, y se ataca a Hébert por el
mismo procedimiento usado con Jacques Roux, con una
acusación por robo, acusándole de haber calumniado a Danton,
que fue asesinado ocho días más tarde.
Y, ¡cosa extraña!, ¡se acusa de monarquismo a Hébert,
Momoro, Vincent, Ronsin! ¡5imulaban la exageración al servicio
del realismo!
Nada hay más erróneo. Todos ellos, culpables de tantos
delitos, eran realmente republicanos. Incluso el miserable
Hébert, al subir a la carreta para ser conducido al patíbulo, dijo
a Ronsin: “Lo que me mata es que muera la República”. “No —
contestó Ronsin—; la República es inmortal”.
¡Hermosa época, en la que incluso los peores tenían fe!
Para suponerles realistas se intentó mezclar en el proceso a
una vendeana. Y después, como al asunto se le daba el nombre
de conspiración extranjera, se mezclaron algunos extranjeros, el
banquero Kook, amigo de Hébert, el belga Proly, que al ser
bastardo de un príncipe austriaco, podía entrar en todas las
conspiraciones.
Pero lo más horroroso fue que se metió en el proceso, sin
causa, razón, ni pretexto, a Anacharsis Clootz, el pobre alemán.
Contra Clootz existía la acusación de haber invitado a almorzar
a un miembro del Departamento para saber si tal mujer figuraba
en la lista de los emigrados.
Primero se dio este golpe a la izquierda y después se dio
otro a la derecha, obligando a Amar a que acusara a Fabre y a
Chabot. Amar se escondió en su casa. Fueron allí a por él. O
hablaba o moriría.
Todo lo que este pudo hacer en beneficio de su amigo fue
mostrarle, no como un criminal de Estado, sino como un
tramposo, un enredador. Da este modo Fabre, en vez de ir a la
guillotina, iría a la cárcel indefinidamente.
Robespierre no lo permitió. Dio carácter de crimen de
Estado al proceso y se dirigió a la Convención: “La corrupción
de ciertos individuos ha hecho resurgir gloriosamente la virtud
de esta augusta Asamblea. ¡Pueblo! ¿Dónde has visto que el
hombre investido con tu poder vuelva contra sí el cuchillo de la
ley? ¿Cuándo se ha visto que un Senado poderoso busque en su
seno a los traidores? ¿Quién ha podido proporcionar tan
ejemplar espectáculo? Sólo vosotros, ciudadanos”.
Concienzudo estímulo que consiguió que a la Asamblea le
pareciera bien que le sangraran y que le cortaran brazos y
piernas.
¿Hablaba seriamente? Sea lo que fuere, estas palabras en lo
sucesivo le hicieron más odioso. Ya el día 5 de febrero
pronunció el siguiente párrafo, que sonó terriblemente
equivoco: “El terror es el único recurso del gobierno despótico.
¿Vuestro poder no es, pues, el del despotismo?”.
El 17 de marzo se vivió una nueva sangría. Saint-Just pidió
las vidas de Simon y de Hérault de Séchelles.
Recordamos ese enigmático documento que, siendo joven
Robespierre, trajo de Toulon y que guardaba el propio
Robespierre. En esa época Hérault quiso atentar contra los
dantonistas y en general contra los representantes que habían
regresado de las misiones, aterrorizó a Billaud, a Collot y a todo
el Comité. Exhumó este documento: “Aquí hay un traidor<
Buscad entre vosotros”. Billaud esquivó el peligro: “Sin duda es
Hérault —dijo—, Hérault, el amigo de Proly”.
No había hombre más inocente que este último, ni mejor
patriota. Los crímenes que cometió Hérault se reducen a su
carácter expansivo y ligero, pues se relacionaba con todo el
mundo. Una hermosa mujer realista, enamorada locamente de
él, le seguía paso a paso. Simon y él quisieron salvar una vez a
un hombre acusado de emigración.
¡Hérault, uno de los redactores de esta constitución tan
alabada, Hérault, presidente de la fiesta del 10 de agosto, que
pareció consagrarse a sí mismo con la copa y la urna que
sostuvo ese día en nombre del pueblo! ¡Hérault que junto con
Camille estuvo en lo más profundo del corazón de Danton!<
Sin embargo, el golpe se dio. ¿Quién sería la primera
víctima?
Temblando de furor, los dantonistas supieron el día 18 por
la mañana que lejos de ser ellos los sacrificados, se elegían las
víctimas entre las filas opuestas: se acababan de llevar a
Chaumette.
Golpe imprevisto, porque realmente Chaumette y su
consejo general hacía mucho tiempo que habían perecido.
Chaumette parecía haber aceptado perfectamente su nulidad.
Nada quería ya decidir. Todo lo remitía a los Comités,
incluso las cuestiones más insignificantes.
Pero por pequeña que fuese su importancia, el arresto del
pobre apóstol de la Razón fue una deliciosa noticia para los
clericales y los realistas.
Los prisioneros de Luxemburgo, adonde se envió a
Chaumette, se bañaban en agua de rosas. Éste, de apariencia
mezquina, pequeño, débil, con su cabello negro y liso, provocó
allí una hilaridad universal.
Su entrada en el Luxemburgo fue celebrada con risas y
bromas tan mortificantes que Chaumette no se atrevía a bajar y
se quedaba solo en su rincón.
Los dantonistas, lejos de reír, permanecieron serios,
taciturnos, pues comprendieron que cuando se encarcelaba a un
hombre tan inofensivo, no estaban ellos muy lejos de sufrir
idéntica suerte. Los unos (Legendre, Tallien, Dufourny) se
enzarzaron en insultos contra los vencidos, y en los Jacobinos
aplastaron a los cordeleros, que con la cabeza baja fueron a
excusarse y a pedir apoyo en aquellos momentos de peligro.
Danton no se amedrentó y llegó incluso a defender a sus
enemigos. El día 18 en la Convención, cuando la Comuna
humillada expuso triste y tardíamente su alegría ante el golpe
que la había anulado, el viejo alsaciano Ruhl, presidente
entonces, hombre valeroso pero que siempre estaba enfadado,
le reprendió porque llegó muy tarde a solicitar la asamblea.
Danton se levantó entonces: “La respuesta del presidente es
digna de la majestad del pueblo, pero reina en esta cuestión una
severa justicia que pudiera ser malinterpretada”.
“La práctica totalidad de la Comuna es pura y
revolucionaria. Se ha hecho digna de la libertad y sería injusto
hacerle apurar la copa de la amargura. Evitémosle el dolor de
las censuras”.
Estas palabras lo mismo defendían a los presentes que al
pobre Chaumette.
Ruhl quiso abandonar el sillón presidencial para replicar,
pero Danton prosiguió: “Si mi palabra ha hecho traición a mi
pensamiento, os pido perdón. Lo mismo te perdonaría,
presidente, si hubieras cometido tú el error. Ve en mí a un
hermano que expresa libremente su opinión”.
Ruhl, ante estas palabras, se arrojó a los brazos de Danton.
¡Nobles expansiones y anhelos de Danton! Ya era peligroso
entonces declararse amigo suyo. La Convención lo aplaudió,
rodeando con sus simpatías, su entusiasmo y sus lágrimas el
abrazo de los dos amigos, que debía ser el último.
(10 1794)

Material falso para perder a Danton.—Danton busca desaparecer.—


Popularidad de los dantonistas.—La Asamblea se inclina hacia la
indulgencia.—Bourdon consigue el arresto del jefe de policía.—
Robespierre revoca la orden de arresto. —Manejos de Robespierre en
los Jacobinos.

Saint-Just en su informe contra Hébert pronunció las siguientes


y extrañas frases: “Tomad impulso hacia la gloria. Os llamamos
para compartir un momento sublime a todos los enemigos
secretos de los tiranos, a todos los que en Europa y en el mundo
llevan oculto bajo su ropa el cuchillo de Bruto”.
Hubo sorpresa. ¿Era la prohibición del Padre Duchesne ese
momento sublime? Y aunque la palabra Europa pareciera alejar
las cosas, ¿Bruto no debía buscar a César más cerca?
Lo que está claro es que César no era ni Hébert ni el pobre
apóstol de la República universal. Entonces, ¿dónde había que
buscarle?
Sin duda en otra época, cuando la tierra sagrada tembló al
paso de sus enemigos, cuando la Francia del 92 pareció respirar
apoyada en un hombre hacia el cual todo el mundo dirigía sus
miradas, ocurrió algo parecido a la aparición del César, pero
más grande< porque la que aparecía era la Revolución.
Además, para ahorrarse el tener que buscarle, se escribió
un nombre con todas las letras. En el proceso de Hébert,
siempre que había que nombrar a Pache, se sustituía este
nombre por el de Danton. La falsificación no podía ser más
atrevida.
El juez Coffinhal, duro y violento auvernés, ligado a
Robespierre con fidelidad auvernesa, tanta como la de su perro
Brount, estaba dispuesto incluso a llegar al crimen y a hacer
cualquier cosa sin consultarle. Tomaba nota de las declaraciones
y respuestas de los acusados, de las palabras sagradas de
quienes iban a morir. Cambiaba los conceptos, añadía, quitaba
y truncaba a su antojo. Y el repugnante resultado de esta infame
receta se lo pasaba a Nicolás, el impresor del tribunal.
Los robespierristas, sin duda, deseaban la muerte de
Danton. Representaban el partido del orden, y mezclando sus
secretos instintos monárquicos a las ideas republicanas,
emplazaban sus principios de orden sobre la unidad
representada por Robespierre. La dictadura quiere la unidad.
A duras penas puedo creer, sin embargo, que Robespierre
pudiera consentir semejante simplificación de una idea política.
Era evidente que Danton, amigo de los placeres (y a la sazón
del reposo), no era ambicioso, ni sintió jamás orgullo ni
vanidad. Era monstruoso por lo mismo querer destruir a un
hombre que en circunstancias recientes, no sólo contra
Chaumette, sino también contra los dantonistas Bourdon y
Merlin, se había convertido en el segundo de Robespierre.
Danton lo que quería era vivir a toda costa. Casi siempre vivía
en Sèvres, a dos leguas de París. Siempre que podía iba a Arcis
(también en primavera, en medio de aquella terrible crisis),
donde vivían su madre y sus dos pequeñuelos. Los vecinos de
Arcis contaban que Danton pasaba las horas inmóvil
contemplando el cielo y el campo por una ventana. El campo, la
naturaleza y el amor eran sus entretenimientos. Su mujer, una
joven de dieciséis años, estaba embarazada. El alma de Danton
estaba allí, ausentándose del resto del mundo.
¿Dónde estaban los crímenes de Danton a ojos de los
robespierristas? No les sorprendió porque mucho antes que
Desmoulins Danton había dicho que “un día la República, fuera
de peligro, podía ser un Enrique IV y perdonar a sus
enemigos”. Y es indudable que de estas palabras nacieron el
Vieux Cordelier, el comité de Clemencia y las imprudentes
proposiciones que amenazaban con debilitar el nervio de la
Revolución. La Asamblea se adentró después por caminos de
ternura asombrando y alarmando. Sobre todo parecía dispuesta
a usurpar a los robespierristas el monopolio de la beneficencia.
Un día pidieron 500.000 francos para socorrer a los indigentes y
Cambon dijo: “No; 500.000 francos, no; diez millones”. Se
aprobaron: 400.000 francos se destinaron a los pensionarios de
la lista civil, se socorrió a una religiosa, hermana de Mirabeau, a
la viuda de Biron, a las familias girondinas de Lebrun,
Duperret, Biroteau, etc.
La liberación de los negros y las escenas de entusiasmo a
que esto dio lugar, enternecieron los corazones. Pero el hecho
que más elocuentemente demostró el cambio profundo de la
Asamblea, fue lo ocurrido el 26, el mismo día que Robespierre
pidió se acelerasen los juicios revolucionarios, la Convención
lamentó esta cruel precipitación. Un comerciante de vinos fue,
por error, condenado a muerte por acaparador, y el error fue
reconocido en el instante de la ejecución. Advertida la
Convención, votó en el acto el sobreseimiento general. Gran
número de miembros se levantaron y se precipitaron a las calles
para detener las fatídicas carretas, siendo bendecidos y
aplaudidos por el pueblo, que naturalmente concedió a los
indulgentes el honor de estos anhelos de humanidad y de
justicia.
Danton aprovechó otra ocasión que se le presentó el 13 de
marzo. Cuando Saint-Just quiso obligar a los revolucionarios a
que diesen cuenta de todo lo que habían hecho los sospechosos
desde 1789: “Sí —dijo Danton—, y también de cuanto han
hecho los Comités”. Estos estaban compuestos por jacobinos. La
enmienda de Danton llamaba también a juicio a los jacobinos,
que hasta entonces eran los persecutores. La Convención envió
la enmienda tímidamente al Comité de Salvación Pública.
Danton, espantado de haber avanzado tan a la ligera, retrocedió
al día siguiente y habló como si fuera Saint-Just.
Pero los dantonistas eran más audaces que Danton. Una
cosa les dio valor. Las palabras pronunciadas por Danton el día
18 en favor de la Comuna fueron reproducidas por la noche en
los Jacobinos por Collot d'Herbois. Revocó un comunicado
robespierrista que la Sociedad había firmado confiadamente.
Danton y Collot hablando en el mismo sentido, ¿no era esto un
elocuente signo de que la alianza se había cumplido?
Esto fue lo que creyó un hombre de acción, el fogoso
Bourdon, de Oise. Este es el jabalí que se soltó en aquella
ocasión (19 de marzo)93.
Reuniendo todas sus fuerzas, irguiendo su roja barba, en
un gesto que indicaba mitad coraje y mitad miedo, Bourdon
hizo la arriesgada y desesperada proposición de arrestar a
Heron.
Héron era agente público del Comité de seguridad, agente
secreto de Robespierre. El comité hubiera sacrificado a este
agente, pero tenía un defensor que lo hacía inviolable,
Robespierre. Sobre este, pues, se descargaba el golpe,
presentándosele el siguiente dilema: o abandonaba a Heron, en
cuyo caso quedaba desarmado, o defendía a Héron, confesando
que su poder no sólo radicaba en su elocuencia, sino también en
la policía y la gendarmería.
Este triste secreto de Estado se descubrió finalmente.
El puro y casto Robespierre no tenía ninguna relación con
la policía y nunca había visto a Héron.
Del pequeño hotel en que funcionaba el Comité de
seguridad, hasta las Tullerías, donde moraba el Comité de
Salvación Pública, se llegaba por una especie de corredor
oscurísimo donde los hombres de Héron dejaban los paquetes
lacrados. A menudo eran unas niñas las que se encargaban de
llevar las cartas y los paquetes a casa de la gran devota del
futuro Salvador, madame Chalabre.
El Comité de seguridad, dominado, embrutecido por
David, estaba obligado a proteger a Héron y tenía miedo.
Robespierre, infinitamente crédulo con quienes llegaban a
poseer su confianza, no quiso oír hablar de otro hombre.
Esto dio a Héron una increíble insolencia. Escupía encima
de los diputados.
Habló Bourdon. La Asamblea votó y Héron fue detenido.
Robespierre en realidad no contaba con ninguna otra fuerza.
Caía de bruces si el acuerdo de la Asamblea adoptado por
sorpresa y en su ausencia, se mantenía.
Se le advirtió, y Robespierre acudió a la Convención, al
igual que Couthon. Couthon comenzó a hablar en tono
humilde: “Yo ruego a la Convención, yo suplico a la Convención
que envíe el caso a los Comités, si estos poseen aún su confianza
(Sí, sí), si sus esfuerzos por merecerla obtienen el éxito que
desean”.
Se observó la presencia de uno de los miembros más
estimados del Comité de seguridad, Moïse Bayle. Este afirmó
que efectivamente, Héron en muchas ocasiones se había
portado prudente y acertadamente.
Robespierre comenzó entonces, y como siempre, colocó las
cosas en el terreno de la moral y de la humanidad. “Estamos
aplastados entre dos crímenes. Las dos facciones pretenden
envolver a los buenos patriotas, cuya energía tememos. Todavía
ayer un miembro interrumpió en el comité para pedir tres
cabezas”.
Robespierre observó que llevaba ganada la mejor parte y
habló entonces tiernamente: “Presos entre dos crímenes,
podemos morir asfixiados. Lo más dichoso para nosotros será
morir para librarnos del doloroso espectáculo, de la bajeza, de
la vergüenza del crimen. (No, no —dice la Convención). Pero si
la Asamblea quiere conservar la palma de la gloria, si todos
nosotros queremos que tras cumplir con nuestra misión
podamos saborear los goces de las almas sensibles< se salvará la
patria”.
La derecha y el centro aquel día entregaron a Robespierre
toda la seguridad que de él recibieron el día 3 de octubre,
cuando protegió a los 73. Todos (y en especial los sacerdotes de
la Convención) vivían sólo por él. Robespierre se aprovechó
enseguida. Encarceló a Chaumette, guillotinó a Clootz y de un
solo golpe mató el culto a la Razón. ¿Quién amenazaba a
Robespierre? ¿Contra quién se dirigiría ahora? No contra la
derecha, no, sino contra los representantes en misión, todos
salidos de la Montaña.
Centro y derecha se unieron al pequeño grupo de
robespierristas de la Montaña y revocaron la orden de arresto
de Héron, es decir, entregaron a Robespierre la policía armada.
Los adversarios de Robespierre, combatidos en la
Convención, intentaron por la tarde en los Jacobinos hacer un
esfuerzo desesperado. Tallien habló aquella noche de la
sorprendente movilidad de lo inmutable. “Los aristócratas se
ríen ahora. Durante mucho tiempo no se ha querido perseguir a
Hébert porque se quería utilizar sus servicios ¡y ahora se
confundiría entre sus cómplices a quienes siempre lo
combatieron! Decidnos por ventura cómo reconoceremos en lo
sucesivo a los verdaderos patriotas”. Robespierre paró muy
torpemente esta penetrante puñalada y en tono lacrimoso dijo:
“Si no castigáis a los dos bandos por igual, la paz será pasajera,
vuestros ejércitos serán combatidos, París perecerá de hambre,
nuestros hijos perecerán degollados. (Movimiento de horror<) Ya
los patriotas de Lyon están desesperados. Los amigos de
Chalier y de Gaillard son proscritos en este instante; escriben
que no tienen otro remedio que el de Gaillard y Catón”.
Por medio de estos manejos, de este cambio inesperado,
después de que esa mañana se hubiera aconsejado economizar
sangre, por la noche empuñó la sangrienta bandera de los
ultraterroristas de Lyon, que acusaban a Fouché y a Collot de
moderantistas.
Éstas fueron las peripecias de la extraña jornada en que
Robespierre, durante una hora, se vio desarmado como en el 9
de termidor.
El problema era muy claro. Si Héron hubiera sido arrestado
habrían reinado los dantonistas.
Habrían encontrado su espada entonces. Brune habría
puesto sus manos sobre los chivatos de Héron y Westermann
habría sableado al charlatán de Henriot. No sin motivo, el
osado Westermann, después de su victoria en Le Mans, había
regresado a París para alojarse entre los sans-culottes, cerca de la
casa de su amigo Santerre, en la calle más ancha del arrabal.
Pero la Asamblea, dominada por la derecha y el centro, dio
la fuerza a Robespierre.
(24 1794)

Billaud propone la muerte de Danton.—Danton, advertido de ello, no


puede hacer nada.—Cómo se adormecía a la Convención.—La
ejecución de Hébert precipita los acontecimientos.—Se acuerda la
muerte de Danton.—Se prepara el cementerio de Monceau.

La muerte de Danton era un hecho consumado. Por lo tanto no


se debía temer que Robespierre quisiera correr el mismo
peligro.
Cuando Robespierre volvió al Comité, presa de gran
agitación, Billaud vio la muerte retratada en su semblante y
tembló por él. Dijo: “Danton, debes morir”.
Billaud representaba el Terror mismo. Ignoraba sólida y
voluntariamente los hechos pasados y no presentía nada de lo
que había de ocurrir en el futuro. Su idea fija era la mecánica y
quería simplificar a toda costa la máquina. Añádase a esto que
Robespierre conservaba un documento de Toulon contra
Billaud. Este, pues, tenía interés en que los peligros se alejaran
de él y se concitaran contra los dantonistas.
Sin embargo cuando esa horrible palabra que nadie se
atrevió a decir, fue soltada, Robespierre saltó< Gritó como ese
hombre que tiene que tiene un cruel tumor que le hace sufrir
enormemente y que sin embargo, si se le clava un hierro, ese
pinchazo liberador le arranca un grito.
Las palabras de Billaud causaron a Robespierre una
dolorosísima impresión, y como espantado, dijo: “¡De modo
que queréis matar a los mejores patriotas!”. La responsabilidad
del suceso recayó entera en Billaud, y sin embargo, de la muerte
de Danton nadie podía sacar más provecho que Robespierre.
Couthon era como Robespierre y Saint-Just más que
Robespierre. Mordió el asunto por su genio de tirano, por su
orgullo de probidad, creyéndose encantado todo lo que se decía
de la corrupción de Danton, tentado también por el peligro y la
audacia de un ataque semejante. Collot d'Herbois, muy
vacilante, contento de haber sido separado a tiempo de Hébert
y único hebertista que había en el comité, no osó hacerse
dantonista de un solo golpe por temor a que se desenmascarase
la alianza. Carnot y Berère tenían motivos para estar mucho
más inquietos. Lindet trabajó con ahínco, pero no pudo hacer
otra cosa que advertir a Danton del peligro. Lo negó porque por
aquel entonces temía a Billaud-Varennes.
Danton recibió avisos de todas partes. El escribano del
tribunal revolucionario, Fabricius París, que aquella tarde había
ido al comité, esperó toda la noche, oyó algo a través de las
puertas y al día siguiente corrió hasta Sèvres. “¡Bien —dijo
Danton—; no importa, prefiero ser guillotinado que
guillotinar!”. Se le sugería que se ocultara, que huyera. Danton
se encogió de hombros. “¿Acaso puedo llevarme la Patria
escondida en los zapatos?”. No creía que nadie pudiera ocultar
a un hombre como él y menos aún que hubiera podido
conseguir asilo en el extranjero. Para resistir en París hubiera
sido necesario que la Asamblea mantuviera el decreto contra
Héron. La derecha prescindió del decreto y liberó a los
dantonistas. El gran sentido práctico de Danton le indicó todo
esto. Debía tomar la precaución de mirar a su alrededor antes
de autoinculparse dando un paso precipitado. El Comité de
Salvación Pública no habría hecho algo semejante sin el Comité
de seguridad. Este aún no estaba informado. Danton tenía a
Ruhl y a otros para avisarle o defenderle.
Lo que se podía hacer, lo hizo. El día 24, Rousselin, enviado
por él o por su amigo Paré, ministro del interior, aconsejó a los
jacobinos desde los cordeleros que depurasen su club. Este
aviso fraternal, que no tenía otra finalidad que la de fundir los
clubs de los cordeleros con el de los jacobinos, llevaba
intrínseco un espíritu especial de unidad, establecer las alianza
jacobinos-cordelera y heberto-dantonista, rota torpemente por
Hébert. Ahí estaba la salvación. Pero los cordeleros se negaron
a ello.
Del 21 al 24 y los días posteriores no se hizo más que
trabajar en la Convención, tratar de calmarla y suavizarla para
convencerla de que si el Comité gobernaba era por ella. Se
delegaron en ella asuntos que siempre se habían tratado sin su
intervención. Se dejó que nombrara como presidente a Tallien y
los jacobinos nombraron a Legendre. ¡Qué seguridad para los
dantonistas! Desde todas partes, desde las comunas, desde las
cercanías de París, venían a desfilar ante la Convención,
pronunciando discursos de felicitación por su energía contra
Hébert; eran Sèvres, Nanterre, Bagnolet. Discursos, respuestas.
Enternecimientos mutuos. Todo era idílico, pastoral y
sentimental. Esos hombres del campo, tan ingenuos, hablaban
lenguas regionales: “Yo teníamos, yo estábamos, etc.”. ¿Quién
no se hubiese enternecido?
Lo emotivo y poético fue ver llegar, como si de un rebaño
de pastores se tratase, a la Sociedad de los jacobinos, llevando
tres soberbias espigas, ¡maduras a pesar de estar en marzo!,
regalo de la Sociedad de Nimes. “Ya lo veis, el invierno ha
huido, comienza una primavera perpetua, he aquí los regalos
de la naturaleza, etc.”.
La tormenta, durante esta bonanza, se refugió en el lúgubre
saloncito del Comité de Salvación Pública. Allí nadie defendía a
Danton; bastaba con decir, en contra de la opinión de Billaud,
que la medida era extremadamente arriesgada; el miedo de
Barère se dirigía al miedo de Robespierre, que dejaba que
hablaran. La ejecución de Hébert (el día 24) hizo que las cosas
avanzasen. Ésta dio a la situación un aspecto completamente
diferente.
Ya se había experimentado lo peligroso que era la
supresión del Padre Duchesne, el periódico que el pueblo estaba
habituado a tragarse todas las mañanas, como si fuera un mal
aguardiente. Hacía falta un equivalente. Se dio al pueblo algo
que le divirtiera, que le compensara la pérdida del periódico,
un espectáculo gratis. El 11 de marzo, antevíspera de la
detención de Hébert, el Comité de Salvación Pública acordó que
el Teatro Francés, a partir de entonces designado con el nombre
de Teatro del Pueblo, fuera puesto en requisición tres veces cada
década para ofrecer funciones patrióticas, a las cuales podría
asistir el público por medio de entradas convenientemente
distribuidas por los ayuntamientos. En todas las ciudades en las
que hubiera espectáculo ocurriría lo mismo94.
Esto produjo una alegría inmensa en el pueblo, a pesar de
que el asunto Hébert estaba en su periodo álgido. El pueblo
sobrellevó la muerte de su periodista, conturbado por el
entusiasmo de aquellas promesas, de aquellas diversiones
gratuitas anunciadas con fuertes redobles y disparos de
pólvora.
¡Oh público olvidadizo! La muerte de Hébert fue como una
fiesta más. Era curioso ver aquella figura que tanto habló de la
guillotina comparecer sobre el patíbulo. Fue como otro
espectáculo más. Desde la mañana la especulación se mezcló
con todo esto; bancos, tablados, todo se preparó para facilitar el
goce de la ejecución. La plaza se convirtió en teatro. Se pagó
mucho dinero para poder estar esperando de pie desde la
mañana. Los asientos costaron elevadas sumas. Hormigueaban
por la plaza vendedores ambulantes y el movimiento de las
gentes era frenético en los Campos Elíseos bajo el alegre sol de
aquella mañana de marzo. Sólo con ver los precios que se
pagaban por los asientos y la alegría salvaje, casi frenética de
algunos espectadores, se podía pensar que en general los
asistentes eran ricos, aristócratas. Los verdaderos republicanos
no defendían a Hébert, por considerar que había comprometido
a la República. Sin embargo, cuando esta golpeaba al principal
periodista, mejor dicho, al propio periódico (en el fondo el resto
ya no existía), ¿no hacía insoluble la pregunta formulada por
Tallien?: “¿Será ahora fácil distinguir a los patriotas?”.
Ese 24 de marzo fue como una escapada para el público y
para la naturaleza. El gran público, indiferente, poco cambiado
por la Revolución, realista al menos en sus costumbres, hasta
entonces atemorizado y temiendo confesar el moderantismo, se
esparció bajo el sol. Ese día la Revolución parecía obsequiar a
sus enemigos con la muerte de sus amigos. Digo amigos.
Hébert no estaba solo en esa carnicería. Eran veinte personas.
¿Y qué había hecho el pobre Anacharsis Clootz? El realismo
había probado la sangre patriota y ya estaba ebrio de ella. Allí
estaba sentado en aquella banqueta que Francia miraba con ojos
de alegría, viendo cómo caían sobre el fatal tablado trozos
vivientes de su corazón.
“¿Qué habrían hecho los vendeanos sino exterminar a
todos los que predicaron el exterminio de la Vendée?”.
“¿Qué habrían hecho los sacerdotes, dueños de París, sino
hacer desaparecer al herético, al impío, al ateo, al fundador del
culto a la Razón?”.
“¿A quién se ha hecho un favor matando a Hébert y a la
Comuna? A Danton, que fue desde entonces el único centro de
oposición. Todos los representantes en misión, los hebertistas
tanto como los demás, van a volverse ahora hacia él”.
“¿Quién sabe si esta fuerte unión, que arrastraba con ella a
la Convención, no dará la vuelta a las situaciones y no cambiará
los papeles, reduciendo a los acusadores a la categoría de
acusados? ¿No hemos oído a Tallien amenazar a los que le
amenazan, gritar que la conspiración es aún mayor de lo que se
creía, que la ve en los jacobinos y que apunta a la dictadura?<
¿Qué sucedería si estas cosas, bien recibidas por la Convención
que le recompensó haciéndole presidente, retumbaran de
repente por el trueno de Danton, por los ecos de las prisiones,
por los doscientos mil sospechosos?< ¿No se vendría abajo la
República?”.
Eso es seguramente lo que Billaud y Saint-Just dijeron la
noche del 24. Robespierre estaba abrumado y como no sabía
qué responder, les confió la vida del único hombre al que temió.
Se inmoló, se consagró, sacrificó sus recuerdos y tantos años de
trabajos comunes.
Pero no tuvo el valor de degollar a Danton con sus propias
manos. Tristemente sacó de su bolsillo la minuta, muy
trabajada (aún existe) del acta de acusación y se la pasó a Saint-
Just.
Éste, con una fe atroz, con su talento furioso, cubrió todo
con una blanca espuma de rabia, sin saber nada, sin haber
obtenido ninguna información y sin querer obtenerla.
No se dijo ni una palabra en el Comité de seguridad. Pero
el hombre de Robespierre, Payan, al que puso en la Comuna en
lugar de Chaumette, fue advertido sin duda. Solicitó un decreto
que prohibiera llevar bancos para los espectadores a la plaza de
las ejecuciones. Hizo saber a Fouquier-Tinville que a partir de
entonces el cementerio de la Madeleine ya no acogería a los
guillotinados. El propio Fouquier se lo advirtió al ejecutor95.
El pueblo advirtió que el cementerio de la Madeleine estaba
atestado de cadáveres, pero se seguían amontonando. Primero
Luis XVI y después la Gironda< Aquello era imposible.
Situado tan cerca de los bulevares, ese campo de reposo
desataba pasiones ardientes; las sombras erraban por él en
pleno día. Cuando realistas y girondinos pisaban la tierra creían
sentirla viva. Pero ¿qué habría sido ese verano, Dios mío, si se
hubiese llevado allí a Danton o a Desmoulins?< La tierra
habría ardido< Se previó sabiamente. Diez días antes, en un
lugar nada frecuentado, cerca de una barrera desierta, en una
parte reservada del parque abandonado de Monceau, se creó un
cementerio, para ocultar, en la medida de lo posible, ese objeto
terrible.
Danton abrió las fosas y allí esperó a Robespierre.
( 30 31 1794)

Supresión del ministerio de la Guerra a favor de Carnet, Lindet y


Prieur.—Creación de una policía especial al servicio de Robespierre.—
Saint-Just lee el acta de acusación.—Los comités votan la detención.

Mientras nuestras miradas se fijan en este punto negro de París


y nuestros ojos se hunden en esa fosa a la que la República tal
vez descienda, llega la primavera y todos los ejércitos se ponen
en movimiento. Kosciuszko resucita Polonia y esto aprieta más
los lazos de la coalición. Los reyes saben que Polonia, muerta
tantas veces, no perecerá definitivamente más que en Francia.
Aún no está organizada la defensa.
¿Por qué? Porque Lindet, Carnot y Prieur aún no ejercían
definitivamente la dictadura de la guerra.
Aún existe el ministerio de Bouchotte, sombra vana que a
todo crea obstáculos y que de momento nada puede sustituir.
El mayor servicio que se podía proporcionar a la República
era realizar la idea propuesta desde el 1 de agosto por Danton,
esto es, que el Comité de Salvación Pública ejerciera las verdaderas
funciones de gobierno, hacer realidad lo que Bourdon y los demás
habían solicitado tantas veces y que Robespierre había
rechazado por parecerle algo propio de alta traición, aniquilar
la monarquía ministerial, hacer que la apariencia concordara
con la realidad, suprimir los ministerios y hacer que toda la
responsabilidad recayera exclusivamente en el Comité,
dividiendo cada uno de los ministerios en simples funcionarios
que cada tarde rendirían cuentas a los miembros del Comité.
“Hacer que cada administración sea colectiva, ¿no es,
diremos, reproducir la polisinodia96 del abad de Saint-Pierre
que se intentó instaurar durante la regencia y que no fue más
que una Babel charlatana y paralítica, que siempre estaba
cotilleando y que nunca hacía nada?”.
La colectividad no existiría más que en apariencia. La
fuerza gubernativa se dividiría y distribuiría en distintas
jefaturas. Pero para las cuestiones de la guerra todas las fuerzas
representativas debían concentrarse en un hombre, en Carnot,
en Lindet las administraciones auxiliares (subsistencia, equipo,
transportes), en Prieur las armas y municiones, en Saint-André
lo relativo a la marina.
Los tres Comités fueron convocados en la noche del 30 al 31
de marzo. Asistieron los Comités de Salvación Pública, de
seguridad, y cosa inaudita, el Comité de legislación. Éste
seguramente tenía el encargo de Robespierre y Saint-Just de
redactar el gran decreto de organización. La pluma de ese
Comité, el rubito Merlin, de Douai, comprometido por su
protesta contra el 31 de mayo, resultaba por su naturaleza, un
instrumento muy dócil. Cambacérès, Treilhard, Berlier, legistas
imperialistas, nacidos para dictar leyes cesaristas, nada debían
de objetar. El 3 de junio Cambacérès propuso y aprobó el
decreto que quitaba el poder a Robespierre y después se murió
de miedo. El Comité de legislación había perdido a Fabre, y
seguramente perdería a Lacroix. Todos temían el contagio de la
muerte.
Por lo tanto se convocó por la noche a ese Comité
tembloroso y dócil. Si se observaba resistencia en los Comités
de Salvación Pública o de seguridad, es que se estaba en
condiciones de hacer votar a los legistas y de obtener gracias a
ellos la mayoría para poder arrasar.
El proyecto era en realidad magnífico para Carnot y Lindet.
Desaparecía su obstáculo, el ministerio de la guerra: se
convertían en reyes.
A los representantes en misión se les quitaron todas sus
atribuciones y el derecho de requerir y tomar todo lo necesario
para la salvación pública, y estos poderes pasaron a manos de
la comisión de aprovisionamientos, es decir, a poder de Lindet.
Estas comisiones no correspondían exactamente a la
constitución de los antiguos ministerios. Al ministerio del
interior, por ejemplo, se le arrebataron las administraciones
civiles, y al de justicia la vigilancia de los tribunales, para dárselos
a una misma comisión. Hay que añadir a esto la creación de un
pequeño departamento de policía, de limitadas atribuciones, pero
al fin representativo de un poder que puesto al servicio de
Herman, el homicida de Danton, hizo la más terrible
competencia al Comité de seguridad general.
Este negociado era la parte real de Robespierre, parte
mínima en apariencia. La parte mayor estaba en poder de
Carnot. Se le puso el informe en la mano y se le obligó a leerlo
en la Convención. ¡Esto era realmente un golpe maestro!
¡Conseguir que la responsabilidad de los más graves asuntos
del acto más afrentoso que iba a realizarse cayera sobre Carnot,
el más honesto y humano de los hombres!
Cuando ya se había llegado a ese punto, cuando todo
estaba acordado, ya había llegado la noche y todos se
marchaban, Saint-Just sacó de su bolsillo un voluminoso
manuscrito, una bárbara y furiosa ampliación de la requisitoria
de Robespierre.
Este documento terriblemente elocuente nos ha herido
honda e incurablemente a todos los amigos de la libertad. Nos
ha envilecido. Ha sido la alegría de los tiranos. Al leerlo se ríen
dos veces: una por la pérdida de Danton y otra por la ceguera
de Saint-Just. Dice Francia, con el corazón destrozado: “¡He
perdido a mis dos hijos queridos: Danton y Saint-Just!”.
Lo más triste de este discurso, tan soberbiamente
montañés, son los frecuentes llamamientos a la derecha y la
súbita piedad de Saint-Just. Él, que el día 13 aún era un
escéptico, un dubitativo, que ponía por testigo a la nada, el 30
ha aprendido el idioma del maestro y repite: Inmortalidad,
Providencia, Ser Supremo, Divinidad, ¿Qué sé yo? Y todo esto
para matar.
Resultaba odioso ver a Saint-Just, con formas tan altaneras,
adulador y astuto, buscar en la Convención los bajos fondos de
la vanidad: “Dicen que estáis destrozados y habéis vencido a
Europa; dicen que estáis destrozados, etc.”.
¿No ve que si va demasiado lejos con el absurdo la piedra
vuelve a caer sobre el que la ha lanzado? Por ejemplo, si Danton
apoyaba el levantamiento en masa era por acabar de un golpe
con todos los patriotas.
Todo el mundo agachó la cabeza; estaban desconsolados,
enfermos. Saint-Just, con voz monótona, débil y baja, pero
siempre en el mismo tono, leyó el manuscrito acusador. Varias
cosas verdaderamente furiosas mostraban, recordaban que este
ser era un hombre, un hombre lleno de odio y rabia. Una de
esas cosas fue esta frase dirigida a Danton: “Falso amigo, no
hace mucho tiempo hablabas mal de Desmoulins, instrumento
que has perdido y al que imputabas vergonzosos vicios”. Así en
el momento exacto en el que les envía a la muerte les trastorna,
les envenena y les arrebata los lloros mortales y los abrazos de
la amistad.
Cuando acabó ese largo suplicio de los tres Comités,
también se consumieron las velas y la luz se acababa. Las
cabezas se alzaron un poco, las miradas apagadas se volvieron
hacia Robespierre, que estaba más pálido que el alba de marzo.
No hizo ni un gesto. ¿Habría conseguido un voto? No lo
sabemos. Lavicomterie cuenta que todos estaban abrumados.
No tuvieron ni un minuto siquiera para volver en sí. En
Billaud, que tuvo el mérito de ser quien primero tuvo la idea,
recayó el honor de la firma; tomó la minuta de la orden de
arresto, precipitadamente bosquejada sobre papel de
envoltorio, firmó y se la pasó a Vadier. Firmaron todos los
presentes. Billaud, Vadier, Carnot, Lebas, Louis, Coilot, Barère,
Saint-Just, Jago, Prieur, Couthon, Voulland, Dubarran, Élie
Lacoste, Amar, Moïse Bayle, Robespierre, Lavicomterie
(documentos del informe de Saladin, pág. 245). ¿Firmaron
Lindet y Ruhl? No lo veo. Pero ¿cómo pudieron evadirse?
(31 1794)

Danton y Desmoulins en la cárcel de Luxemburgo.—Desmoulins


continúa con la publicación del Vieux Cordelier.—Robespierre
intimida a la Asamblea.—Resistencia de la Montaña.—La derecha y el
centro votan en pro del arresto.—Danton y Desmoulins en la
Conserjería.—Cómo eran entonces el tribunal y los jurados.

Las víctimas, después de tan larga alarma, aumentaron sus


medios de seguridad hasta quedar tranquilas y ese día ya no
esperaban que ocurriese nada. Billaud dice que Robespierre, el
día en que aprobó la muerte de Danton, aceptó una comida con él a
cuatro leguas de París y volvió con él en el mismo carruaje. No se
sabe nada de lo que allí pasó.
Danton decía en la cárcel: “Jamás habló Robespierre a
Desmoulins tan amistosamente como la víspera de su detención”.
El 31 de marzo (11 de germinal) a las seis de la mañana,
fueron arrestados.
Camille recibió un terrible golpe al mismo tiempo, una
carta en la que se le decía: “Tu madre ha muerto”. A la vez
conoció la noticia de que Danton estaba perdido. Se arrojó en
brazos de Lucile, le besó y en su cuna el pequeño Horace< se
fue< Familia, amor, libertad, patria, todas las fibras de su
corazón le fueron arrancadas al mismo tiempo.
Instalados Danton y Desmoulins en la cárcel de
Luxemburgo, una imagen de inocencia se apareció ante sus
ojos. El gran culpable, Hérault de Séchelles, que vendía los
secretos de la República, según se aseguraba, estaba tranquilo
con su conciencia.
Cuando vio a Camille y a Danton corrió a abrazarlos.
Hacía tiempo que Danton no estaba tan a gusto como lo
estuvo en Luxemburgo. Su situación era mala pero al menos era
estable. Para él era mejor ser víctima que protegido de
Robespierre, como lo fue el 3 de noviembre. Se mostraba alegre,
hablador y liberado de un papel imposible.
El conserje de Luxemburgo, Benoït, era un hombre muy
estimado por los prisioneros. Contaron a Danton sus
sufrimientos, sus cuidados, sus lágrimas. Danton, muy
impresionado, le dijo: “Os lo agradezco mucho, Benoit”.
Allí estaba Thomas Payne, que seguía escribiendo sobre la
Revolución, la que lo había encarcelado. “¡Good day! —dijo
Danton riendo y dándole un apretón de manos—. Lo que tú has
hecho por tu país he querido yo hacerlo por el mío. Yo he sido
menos afortunado, pero no menos culpable. A mí se me envía
al patíbulo. ¡Y bien, amigos míos; iré alegremente!<”.
Danton, que había cumplido su misión en este mundo,
tomó su resolución con firmeza. Pero Camille Desmoulins, lleno
de vida, rodeado de los cuidados solícitos de una mujer que le
amaba con delirio, gozando el triunfo de la prensa, adorado,
sentía en sí la voz de un mundo que le amaba< Llegó
desesperado< Un prisionero enfermo oyó suspiros y se
interesó por él: “¿Quién sois, pobre desgraciado?”. Y al oír el
nombre de Desmoulins dijo: “¡Ah, eres tú!< ¡Gran Dios! ¿Ya ha
triunfado la contrarrevolución<?”.
El enfermo era Fabre d'Églantine.
El teatro en Fabre, la prensa en Desmoulins, la tribuna en
Danton, todo estaba en la misma cárcel.
Realistas y robespierristas querían envilecer la desgracia de
Camille: “Lloraba como una mujer, se pasaba el día pegado a
los barrotes tratando de ver a Lucile y a su hijo en el
Luxemburgo. Leía las Nuits de Young y escribía sin cesar cartas
desesperadas<”. En esta cautividad de dos días, Camille hizo
un poderoso esfuerzo para continuar el Vieux Cordelier. ¡Pobre
pueblo! ¡Cómo abusan de ti, etc., etc.!”.
Cuando circuló por París la noticia del arresto, nadie quiso
creerla. Los realistas se negaban a admitir tan estupenda nueva.
Bajaban los ojos modestamente, para ocultar sus emociones. Los
patriotas querían detener por alarmistas, a los propagadores de
la noticia.
Se reunió Convención. Legendre subió a la tribuna. Pidió
que fueran oídos los patriotas arrestados. La Montaña,
temblando, apoyó a Legendre. Robespierre, advertido, llegó:
“¿Por qué merece Danton semejante privilegio? ¿En qué se
diferencia Danton de su colega Chabot? ¡Cuando triunfa en todas
partes la igualdad, no puede destruírsela en este recinto!<
¿Habéis hecho hasta ahora algo que no haya sido libremente? ¡El
que tiembla es culpable! ¡La inocencia nunca teme la seguridad
pública! (Aplausos en la derecha). ¡Abajo los ídolos! ¡Abajo los
privilegios! ¡Ahora veremos si la Convención sabe destruir su
ídolo o si este aplastará en su caída a la Convención!”.
“No son muchos los culpables; doy testimonio de la casi
unanimidad con la que votáis a favor de los principios<
Sabemos que algunos miembros han recibido por parte de los
prisioneros el encargo de preguntar cuándo acabarían los
poderes de los Comités< ¿De dónde han sacado esos poderes si no
es de la patria? Esta misma discusión es una ofensa contra ella<
¿Por qué se defiende a los conspiradores? Porque conspiran”.
La prensa de entonces estaba tan sumamente amordazada
que ni un solo periódico osó mencionar la resistencia de la
Montaña. ¿Cómo hemos llegado a conocerla? Por el testimonio
del único que la combatió, por Robespierre, que escribió
numerosas notas secretas contra los montañeses. A través de
ellas nos informa de que Delmas y otros pidieron que al menos
un voto de esta importancia no fuera interceptado de esa forma,
sino que se advirtiera a los miembros de todos los Comités,
dispersos por los despachos, de que viniesen a votar.
El periódico de los jacobinos, Journal de la Montagne, atento
siempre a favorecer a Robespierre y que tan hábilmente ocultó
su eclipse del 5 de septiembre, dice algo caprichosamente con el
fin de demostrar que Robespierre no quería nada que no fuese
razonable: “Pedir que los culpables sean oídos antes que sus
denunciadores es defender su causa”. Esas palabras no se dijeron.
La derecha aplaudió cuando se pronunció la palabra
inocencia, y la inocente era ella, la derecha, los Sieyès, los
Durand-Maillane, los Boissy d'Anglas. La culpable era la
Montaña. La derecha y el centro apoyaron a Robespierre, como
cuando se quiso salvar a Héron. Salvaron a este, es cierto, pero
el cuchillo fatal segó la cabeza de Danton; y el 1 de marzo le
entregaron a Danton, a Desmoulins, la vida de la República y
los obstáculos naturales de la futura reacción. ¿Qué habría sido
de los Boissy y de todos esos héroes si Danton hubiese vivido?
La reacción ya comenzó en el discurso de Robespierre.
Decía que no sólo tenía el poder de la Asamblea, sino también
el de la patria. Precisamente como el emperador Napoleón lo ha
dicho a menudo en el Monitor.
Legendre por la tarde, en los Jacobinos, entusiasmado ante
el decreto contra sus amigos, dijo: “Todo adversario del decreto
tendrá que habérselas conmigo. Yo me encargaré de
denunciarlo”.
Para demostrar a la Convención que se quería una buena
justicia se le entretuvo con una nueva ley contra falsos testigos.
Ni un sólo testigo falso se encontró en aquellos procesos; sólo
uno contra Fabre. Se citó a doscientos contra Hébert. Aquí no
hubo ni testigos ni documentos.
Cuando fueron todos trasladados del Luxemburgo a la
Conserjería y Danton pasó bajo la bóveda bajo la cual sólo se
pasaba para morir, dijo estas palabras: “Es en estos tiempos
cuando he instituido el tribunal revolucionario97< Pido perdón
a Dios y a los hombres< Pero era para prevenir un nuevo
septiembre; no para que fuera la lacra de la humanidad”.
Por lo demás ese tribunal difería enteramente de su
primitiva constitución. En nueve meses de 1793 se cambió tres
veces.
Según el primer proyecto, el de Lindet, nadie sería enviado
allí más que por decreto de la Convención. Evidentemente no
habría juzgado más que casos excepcionales y muy escasos.
Juzgaría los actos, no las opiniones.
Cuando la traición de Toulon, la Comuna exigió un
tribunal más numeroso y más rápido. A pesar de todo seguían
existiendo unas garantías. El presidente debía realizar un
interrogatorio previo y recibir las disposiciones escritas de los
testigos. Los jueces y los jurados debían mensualmente
repartirse entre las cuatro secciones que componían el tribunal,
de suerte que no supieran anticipadamente los asuntos que a su
jurisdicción se sometían.
La rapidez de los juicios no permitía adoptar pronto
semejante organización. Sin embargo Robespierre solicitó el 25
de diciembre una nueva aceleración. La habría solicitado de
nuevo en Ventoso si el jurado Scellier, uno de los más duros
jurados, no le hubiera rogado que no desesperase al jurado.
Esperó a pradial.
El 2 de abril, cuando se abrió el proceso de Danton, la
designación de jurados se hacía sin testigos, entre el presidente
Herman y FouquierTinville. ¡Sorteo no pero sí selección! Esto se
dejó ver en los resultados.
El presidente del jurado era un hombre de Cévennes,
Trinchard; con una de esas cabezas de piedra, duras y
atravesadas que en esas estrechas gargantas del Mediodía
parecen haber sido deformadas al nacer por un aguijón del sol.
El hombre más influyente era Renaudin (de los Vosgos).
Fabricante de instrumentos, establecido en Lyon, de allí fue a
París, donde se hizo habitual de los Jacobinos y compañero
ordinario de los paseos del gran hombre. Camille lo recusó en
vano.
El provenzal Fauvetti y Topino-Lebrun, un pintor, eran
hombres de gran valor, fanáticos ambiciosos que, afiliados a
Robespierre, pensaban llegar muy lejos.
El cirujano Souberbielle, gascón, áspero, interesado, había
dado una particular muestra de dureza; estaba encargado del
triste examen de las prisioneras que decían estar embarazadas;
nunca o casi nunca quiso ver indicios de ello. Su voto contra
Danton le fue recompensado con una plaza de cirujano mayor
de la Escuela de Marte.
Un excelente jurado era Ganney, que como era idiota no
comprendía ni las preguntas ni las respuestas, por lo que
siempre mataba.
Aún mejor y más sólido era un viejo marqués, Leroy de
Mont-Flabert, a quien se puso de sobrenombre Dix-Août,
porque siempre hablaba del 10 de agosto. Era un hombre frío,
inmóvil, grave, a quien ningún incidente conmovía, verdadero
ideal del jurado: estaba sordo.
(2 3 1794)

Admiración de los rusos hacia Robespierre.—Los robespierristas han


sobrevivido a sus enemigos.—Aún dominan la historia.—La vitalidad
de la República desaparece en abril.—Apertura del proceso (2 de
abril).—Apuro del acusador público y del presidente.—Un único
testigo; su testimonio es mutilado.—Se rechazan las pruebas de los
acusados.—Danton acusa a los acusadores.—Su discurso del 3,
mutilado, desfigurado.—Se le quita la palabra por sorpresa.

“Ese terrible Danton fue verdaderamente escamoteado por


Robespierre”, ha escrito un girondino rencoroso, Riouffe,
después destacado reaccionario y subprefecto del Imperio. Es
evidente que disfruta y no deja de añadir esa mentira de que los
dantonistas, en su desgracia, sólo se ocupaban de ellos mismos
e ignoraban a la Patria.
De forma aún más ingenua los realistas dan testimonio de
la alegría que les embargó cuando le vieron y le tocaron:
Danton llegando a las prisiones. Danton asesinado por
Robespierre, la República degollada por la República (véanse
las Memorias sobre las prisiones).
Es este un sentimiento común a todos los
contrarrevolucionarios de Europa. Un íntimo confidente de la
familia imperial de Rusia, el historiador Karamsin,
secretamente enviado a París, quizás para impedir la alianza
polaca, quedó admirado ante la energía y el vigor desplegado
por Robespierre. Desde entonces le dedicó toda su estimación, y
al regresar a San Petersburgo, cuando se enteró del 9 de
termidor, derramó abundantes lágrimas.
Si los curas y los reyes en su lenguaje oficial maldecían al
jefe de los jacobinos, es porque debían desempeñar este papel,
pero en su fuero interno pensaban de muy distinto modo.
Quien mató a Clootz y Chaumette, a la Comuna de París y
destruyó el nuevo altar se creó un título de eterna gratitud en el
clero. Quien mató a Danton y Desmoulins, la voz de la
República y la vida de la Montaña, merece por esto sólo el
reconocimiento de los reyes.
Todos los gobiernos son hermanos, y Robespierre fue un
gobierno.
Resultaron de esto dos cosas:
La tradición gubernamental de Europa ha continuado
siéndole favorable puesto que fue el hombre que cambió la faz
de la Revolución.
La tradición revolucionaria ha continuado siéndole
favorable puesto que él fue el gobierno de la República.
¿Quién mató la República? Su gobierno. La forma
exterminó el fondo. Se buscó el orden y la calma en la extinción
de las fuerzas vivas. Mató a la vez la libertad y la conciencia.
Pero esto era precisamente lo que le proporcionaría defensores
para el porvenir. Cuantos se encontraron afiliados a estos actos
por fanatismo o cobardía se han convertido en abogados
obligados de Robespierre.
Los dantonistas por una parte, por otra Clootz, Chaumette,
la Comuna de París, todos desaparecieron a la vez. Sus asesinos
sobrevivieron.
Muchos, en su áspera vejez, inquieta por la posteridad, han
podido casi hasta los cien años, trabajar la calumnia, dar
consejos a los escritores, escribir, madurar en la noche del error
la memoria de sus víctimas.
Hebertistas y robespierristas, Choudieu, Levasseur, dos
octogenarios, pudieron continuar la guerra contra Philippeaux,
negar la evidencia y desmentir a Kléber y demás testigos
oculares al igual que los documentos auténticos. Contra Danton
y Desmoulins han podido mentir a su antojo los oráculos
consultados continuamente, un Barère que les liberó, un
Souberbielle que les juzgó. Para colmo, la escuela de Babel, los
católico-robespierristas, han acabado de embrollarlo todo.
Guardo silencio con respecto a lo que podemos llamar la
familia y la intimidad de Robespierre. Respeto en ellos la
religión del recuerdo. Sin embargo, ¿cómo intentan defender a
su ídolo? Continuando con la persecución de los dantonistas,
admitiendo como probados los se dice. La fe en ellos fue lo que
les llevó a la muerte.
En todo el periodo de la Revolución los robespierristas han
seguido un método para matar a sus enemigos: una misma
acusación. Contra Roux, Hébert, Fabre, Danton, se empleó la
acusación del robo.
“Si no tenemos ningún documento —dicen los enemigos de
Danton— es porque estaban en una carpeta en manos de Lebas
y esa carpeta habrá sido quemada por los dantonistas tras
termidor”. Pero en el momento del juicio teníais ese expediente.
¿Por qué fuisteis tan discretos como para no mostrarlo? Sin
duda lo habéis guardado junto con las pruebas de la traición de
Hérault que jamás existieron y junto con la falsificación de
Fabre d'Églantine. Este último documento subsiste, ha sido
encontrado de nuevo y estaréis acabados para siempre.
“Pero ¿es notorio que ese partido sea orleanista?”. Sé que
Louis-Philippe ha hecho todo lo posible por reforzar esa
tradición. Un ilustre historiador escuchó de su propia boca la
extraña anécdota de que crea para la nueva realeza un jefe y un
profeta en la figura del principal fundador de la República. Ya
he demostrado que la pretendida conspiración orleanista de
Danton es imposible a juzgar por las fechas. En Bélgica, ya lo
hemos visto, Danton siguió precisamente la vía de Cambon,
contraria a la de Dumouriez y a la de los orleanistas.
No fue Danton solamente el escamoteado, sino su historia,
su memoria, que es la de los dantonistas, la de la Comuna, la de
Clootz, la de Chaumette, la de los representantes montañeses,
cruelmente perseguidos por sus misiones del 93, quienes
salvaron Francia, de junio a octubre antes de que el Comité
actuara. Toda la gloria de la Montaña fue monopolizada por el
Comité, y la del comité por Robespierre. Es decir, la historia
republicana ha sido siempre escrita en un sentido monárquico,
en beneficio de un individuo.
“¡Tened cuidado! —dicen. ¡Tened cuidado! ¡Si tocáis a
Robespierre, herís a la República!”. Lo sé perfectamente, esas
cosas son idénticas en vosotros; lo único que comprendéis de la
República es la dictadura y el suicidio de la República.
Hemos mostrado en este libro cómo la dictadura de los
Comités fue durante un tiempo, desde octubre hasta diciembre,
la fuente de salvación y defensa de la patria. Esta dictadura
había de desaparecer, pero entonces comenzaba la de un
individuo, Robespierre, que se apoderó de todas las fuerzas
materiales, y en las seis semanas que siguieron a la muerte de
Danton lanzó a Francia a una vía rápida de reacción
monárquica que fue aplaudida por Europa y que la
contrarrevolución continuó tras termidor.
La caída de la República data para nosotros, no de
termidor, cuando ella perdió su fórmula, sino de marzo, cuando
el genio de París desapareció con la Comuna, cuando la
Montaña se recogió bajo el terror de la derecha y cuando la
tribuna, la prensa y el teatro fueron sesgados de un golpe.
El día 2 de abril de 1794, a las once, condujeron a los
acusados. El terror que inspiraban se demostró en el interés que
tuvieron de colocar (algo nuevo) dos nuevos acusadores
públicos. Ya no merecía confianza Fouquier-Tinville, pariente
de Camille Desmoulins y nombrado por él. Fouquier, al igual
que un buen número de jueces, jurados y revolucionarios
subalternos, era cliente y protegido de los que iba a matar. Para
ayudarle se le vigiló y se le concedió como acólito a Fleuriot,
uno de los ceros a la izquierda de Robespierre, que pronto se
convirtió en alcalde de París.
Lo más trágico del proceso se descubrió por el adorno que
se puso al banquillo de los acusados. Allí comparecieron
Danton y Hérault, al lado de Delaunai; Fabre, junto a Chabot y
Lacroix; el irreprochable Philippeaux al lado del agiotista
Espagnac. Los dos alemanes Prey, el español Guzmán, el danés
Deideriksen estaban también allí para justificar la palabra
sacramental: conspiración del extranjero.
Cuando entró Danton entre los ladrones, todos los
corazones se dispararon. Un escribano del tribunal, Fabricius
París, prescindiendo de toda dignidad, atravesó la sala y se
arrojó en los brazos de Danton sollozando.
Muy cerca de los sillones de los jueces y del afable y
siniestro Herman, el tragaluz de Nicolás, impresor del tribunal,
estaba muy abierto y dejaba ver en la sombra los brillantes ojos
ávidos y coléricos del Comité de seguridad; varios de sus
miembros estaban allí para mostrar celo, demostrando que
vigilaban, sin necesidad de recurrir a espías y mirando cómo
sus hombres iban a actuar.
El hecho de que actuaran suponía un problema. Fouquier
no tenía ni documentos ni testigos (salvo uno contra Fabre). El
Comité no le proporcionaba ningún medio y después le decía:
“¡Actúa!”.
¿Qué había de presentar, pues, el pobre Fouquier? ¿Su
convicción personal? Lo dudo. En este mismo mes comió un día
secretamente con dos amigos de Danton. Para suplir con la
riqueza de palabras la pobreza de pruebas, pidió se leyera el
extenso informe de Amar contra los agiotistas, y al final la atroz
diatriba de Saint-Just. Después presentó su escaso trabajo, y
queriendo poner en él algo de su cuenta, no encontró más
palabras que estas: “Chabot no ha sido más correcto que
Camille Desmoulins”.
Al sentarse advirtió que no había interrogado a los
acusados: Lhuilier, al que se declaró inocente (porque se
aprovecharon de él y el se moría de remordimientos) y
Westermann, que junto con Marceau, acababa de terminar la
Vendée.
“¿Cómo os llamáis? ¿Qué edad tenéis? ¿Cuál es vuestro
domicilio?”. “Yo soy Danton; tengo treinta y cinco años; mi
domicilio será mañana la nada; mi nombre quedará en el
panteón de la historia”.
“Yo soy Camille Desmoulins; tengo treinta y tres años, la
edad del sans-culotte Jesús”.
Afortunadamente para la presidencia del tribunal, había
tres asuntos que tratar y podía alejarse de estos terribles
acusados, poner sordina a los debates, insistiendo en Fabre, que
estaba allí, enfermo, totalmente tapado y al que a duras penas
se oía.
Por muy firme defensor que fuera de su causa, no se temía
nada de él. ¿Por qué? Porque esta reposaba toda entera sobre el
fatal escrito que guardaban sus enemigos. Estos podían, desde
su tragaluz, reír a gusto viendo al enfermo defenderse y
esforzarse, como si alguien situado en lo alto de un puente se
riera de un ahogado. Herman, a las obstinadas solicitudes que
hacía de este documento, respondía siempre suavemente: “Ha
sido examinado”.
Fabre articuló todos los hechos ciertos que se encontraron
tras la investigación y el examen hechos recientemente en los
Archivos (febrero de 1853).
Por lo demás demostró bastante menos destreza de lo que
se esperaba. Cuando Cambon certificó la falsificación, en
ningún momento dijo que fuera de Fabre d'Églantine. Fabre le
hizo enfadar diciendo que le pareció que Cambon era más
favorable que él a la Compañía. Cambon, sanguíneo y colérico,
se enfureció, sin ser consciente del auxilio que prestaba a la
acusación.
Las notas de la audiencia, redactadas por Coffinhal (lo
vimos en el pleito de Hébert) e impresas por Nicolás, el hombre
de Robespierre, antes de ser pasadas a los periódicos, fueron
manipuladas de forma que se creyera que Cambon había
negado todos los hechos adelantados por Fabre, negado la
evidencia misma, negado lo que los documentos,
afortunadamente conservados, ponen fuera de duda para
siempre. No, un hombre tan honesto puede enfadarse un
momento pero jamás pudo decir cobardes y asesinas mentiras
para empujar al desgraciado que tenía un pie en la tumba.
Yo creería tranquilamente en esas notas falsificadas,
cuando sé con certeza que han sido truncadas, mutiladas. El
presidente, aunque vio a Cambon irritado y enrojecido por el
inoportuno ataque de Fabre, se atrevió a preguntarle lo que
pensaba de Danton y de Desmoulins, si no les veía como
conspiradores: “Lejos de eso —dijo rudamente—, veo a ambos
como excelentes patriotas que no han dejado de prestar los más
importantes servicios a la Revolución”. El falsificador ha
suprimido estas palabras sin ningún tipo de escrúpulo; ningún
periódico se atrevió a rescatarlas hasta pasado mucho tiempo
(Hist. Parlam., XXXIV, 403).
Si Fabre no pudo ver el documento por el cual se le
condenaba, Hérault de Séchelles tampoco pudo examinar el
famoso documento de Toulon con el que Robespierre
estranguló al Comité de Salvación Pública. Nadie se atrevió a
hablar de él.
¿Por qué figuraba Hérault entre los acusados? Él quería
saberlo. Se le mostró una tosca obra de la policía, innoble farsa
de soplones. Se sostenía que Philippeaux había conspirado.
Nada prueba que lo hiciera; ocho días después sus cómplices
fueron llevados ante el tribunal. Pero en esta ocasión los
mismos jurados que acababan de dar por cierta la conspiración
declararon que no estaba demostrada. Por duro que tuviesen el
corazón no podían ver sin horror la sangre de ese justo en sus
manos.
Era necesario que hablase Danton. Él cambió la faz de las
cosas. La sala se transfiguró, tembló el pueblo, los cristales
vibraron. Danton se convirtió en el juez acusador. Todas las
miradas se dirigieron hacia el otro juez, hacia los verdaderos
culpables, los miembros del Comité, situados en el extremo
opuesto, cuyo rostro horrorizado se veía vergonzosamente
enmarcado en el tragaluz como si fuera una guillotina; ellos
mismos se habían constituido, sin saberlo, en enjuiciados; se
marcharon uno tras otro.
Danton dijo en su nombre, y en el de Philippeaux y
Desmoulins, que acusaba al Comité porque este se había
convertido en acusador, que solicitaban que la Asamblea
nombrara una comisión que recibiera su denuncia contra la
tiranía de los Comités, que llamaban a declarar como testigos a
dieciséis miembros de la Convención. Herman, Fouquier y
Fleuriot, asustados ante la actitud del pueblo y la poderosa
elocuencia de Danton, se callaron y levantaron la sesión (tarde
del 3 de abril).
El de Danton fue un discurso de vencedor que hundió a los
innobles jueces. ¿Qué ha pasado? La perversidad de los
mutiladores se hace palpable. Han borrado el discurso, tachado
esa palabra viva y como en el informe, se entreabría ese enorme
vacío; ¿qué han hecho? Algo aún más osado que golpea a todos
los periódicos (todos siguieron o abreviaron esas notas del
falsificador Coffinhal98, impresas por Nicolás); ¡mezclaron la
sesión del día 2 con la del 3, sin aclarar dónde acaba la una y
dónde empieza la otra!
¡Pérfido acto! En el informe del día 3 esas palabras
evidentemente irónicas de Danton se toman como confesiones.
Tras haber dicho, por ejemplo: “Recuerdo haber provocado
el restablecimiento de la monarquía, etc.”, dijo riéndose: “Me
fueron confiados cincuenta millones, lo confieso”. Se suprimió lo que
rodeaba a esas palabras, de forma que pareciera que Danton
hubiera recibido cincuenta millones, mientras que él recuerda a
través de esa irónica frase los cincuenta millones confiados en
agosto al Comité de Salvación Pública, para volver a sacar a
relucir los pocos fondos gastados durante su ministerio en 1792
para la liberación del territorio, en comparación con esa
monstruosa masa de fondos secretos confiados al Comité en
1793.
Danton habló durante todo el día 3 y el acta no da de su
discurso más que seis páginas. Coffinhal lo ha cercenado todo:
pruebas, testimonios, declaraciones; ha dejado sólo las palabras
en que los acusados se expresaban con orgullo, las
fanfarronadas, que atravesando como rayos una fuerte
discusión, escapando como gritos del corazón y de la dignidad
herida, no son en absoluto ridículas hasta que se las aísla de
todo su contexto. El bárbaro mutilador, al truncar las supremas
palabras de un hombre que se veía a dos pasos de la muerte, no
tiene otra pretensión que la de presentar a Danton como un tipo
burlesco y grotesco, de acuerdo con la consigna dada el día 2
por Robespierre: el ídolo podrido.
La muchedumbre inmensa que escuchó la justificación de
Danton el día 3, lo encontró tan persuasivo, tan concluyente,
que lo aplaudió con entusiasmo, ante la mirada del mismísimo
Comité de seguridad.
Entonces Herman dijo a Danton: “Estás cansado, Danton;
cede la palabra a otro: te la reservaré para cuando hayas
descansado”.
Admirad la hipocresía del redactor de las notas enviadas a
la prensa: “Su voz estaba alterada< Esta penosa situación la
advirtieron los jurados y le invitaron a que suspendiera su
discurso para que lo reanudara con más calma, con más
tranquilidad”.
Herman, aliviado entonces, saltaba a su antojo de uno a
otro de los acusados, dejando que cada uno dijera una frase
pero sin dejarles tiempo para acabar con sus intervenciones.
Esto permitió que Herman y Fouquier retomaran su
carácter. Un acusado volvió a pedir que se citara como testigos
a algunos miembros de la Convención y el presidente dio esta
extraña respuesta: “La Convención es vuestra acusadora y ninguno
de sus miembros puede testificar a vuestro favor”.
“Por otra parte —dice Fouquier—, apremiado por esa
ridícula razón, escribo a la Convención; se hará lo que ella
decida”.
Esto es todo lo que se sabe de la sesión del día 3.
(4-5 1794, 15-16 )

División del jurado.—Se organiza una maquinación para sofocar el


proceso.—Lucile escribe en vano a Robespierre.—Se obtiene un
decreto contra los acusados.—La noche del 4 al 5: el jurado.—Últimos
momentos de los acusados,—Sus títulos ante la posteridad.—
Desmoulins en el carromato.—Muerte de Danton y Desmoulins.

La carta no fue escrita hasta el día siguiente, el 4 de abril (15 de


germinal) por la mañana. De esta forma pudo ser deliberada y
discutida toda la noche. Las primeras palabras: “Una horrible
tormenta brama desde que comenzó la sesión< Los acusados
están frenéticos<, etc.”, son hábilmente combinadas para hacer
creer que el acusador escribió durante la audiencia, vencido por
el ruido y los gritos, acorralado, desesperado.
En realidad la cosa iba mal. La división estaba en el jurado,
lo cual fue algo totalmente inesperado. El jurado Naulin,
hombre de ley, dijo tras la audiencia: “Es imposible negarles sus
testigos”. Cuatro o cinco jurados eran, tácitamente, de la misma
opinión de Naulin. Fouquier, inquieto, fue al Comité con el fin
de ver a Robespierre; este se había ido a su casa. Billaud y Saint-
Just le cerraron la boca tras la primera palabra que pronunció
como testigo; le echaron con amenazas. Fouquier y Herman,
que se hallaban en ese peligroso trance de solicitar
expresamente la violación de la ley, creyeron protegerse
metiendo en la carta esta nota: “Trácennos nuestra conducta,
puesto que la orden judicial no nos facilita ningún medio para
motivar el rechazo”.
Los jurados más sólidos habían estado en casa de
Robespierre y no habían sacado nada en limpio.
Pasó lo que pasa siempre que los reyes necesitan un
crimen. Se comete incluso sin ellos. Siempre hay en alguna
parte un hombre sacrificado, un hombre fatal, para dispensarles
de tomar la iniciativa.
Desde hacía veinticuatro horas los celosos sentían
compasión del apuro en el que estaba el gobierno y
maquinaban un plan. Los administradores de policía,
recientemente renovados, entre otros el zapatero Wiltcheritz,
que ayudó mucho a organizar las grandes hornadas de
mesidor, recorrían las prisiones, se agitaban, se informaban y
cuchicheaban. Reinaba un gran espanto entre los prisioneros.
“¿Se buscaría otro 2 de septiembre para sofocar el proceso?”.
Estos rumores también circulaban fuera. Danton había vencido
el día 3, era la opinión general; sólo se podía asesinar en medio
de un gran caos, de una confusa matanza de prisioneros.
Chaumette recibía noticias del exterior dos veces al día; se las
contó a sus compañeros del Luxemburgo, que se quedaron
helados por el horror. Pero la prisión destroza al hombre;
ninguno tenía armas y casi ninguno valor.
Se lo dio una mujer. La joven mujer de Desmoulins erraba,
loca de dolor, alrededor del Luxemburgo. Camille estaba allí,
pegado a los barrotes siguiéndola, escribiéndole las cosas más
desconsoladas que jamás atravesaron el corazón del hombre.
Ella también se daba cuenta en aquel horrible momento de que
amaba violentamente a su marido. ]oven y brillante, podía
haber visto con placer el homenaje de los militares, el de Fréron,
que espada en mano, le escribía su victoria desde las balsas
traídas desde Toulon. Fréron estaba en París y no se atrevió a
hacer nada por ellos. Dillon estaba en el Luxemburgo,
bebiendo, como buen irlandés, y jugando a las cartas con el
primero que pasara por allí. Sólo uno de los que admiraban a
Lucile, le adoraba hasta el fondo de su corazón; era su marido.
Lucile estuvo para muchos en la audaz inspiración del fatal
último número. Camille estaba perdido para Francia y para
Lucile.
Ella también se perdió por él.
El primer día se dirigió al corazón de Robespierre. En otros
tiempos se creyó que Robespierre se casaría con ella. Ella le
recordaba en su carta que había sido testigo de su boda, que era
su primer amigo, que Camille no había hecho otra cosa más que
trabajar por su gloria, añadiendo estas palabras de una mujer
que se siente joven, encantadora y que siente que su vida es
valiosa: “Nos vas a matar a los dos; matarle a él equivale a
matarme a mí”.
No obtuvo respuesta. Escribió después a su admirador
Dillon: “Se habla de hacer otro septiembre. ¡Será de hombre de
corazón el no prohibir al menos esos días!<”.
Los prisioneros se ruborizaron ante esta lección dada por
una mujer y resolvieron actuar. Sin embargo parece que
querían empezar después de Lucile, cuando ella ya hubiese
amotinado a la multitud, al situarse en medio del pueblo.
Dillon, valiente, hablador e indiscreto, jugaba a cartas con
un tal Laflotte y entre vino y vino le contó todo el caso. Laflotte
le escuchó y le dio coba. Laflotte era republicano, pero allí
encerrado, sin salida, sin esperanza, se sintió muy tentado. No
lo denunció esa tarde (3 de abril), esperó toda la noche porque
tal vez aún dudaba. Por la mañana liberó su alma, vendió su
honor a cambio de su vida y lo contó todo. Su declaración le fue
llevada al instante a Saint-Just que armado con ella, no dudó ni
un instante en asestar el golpe de Robespierre.
La Asamblea durante estos nefastos días estaba casi
desierta. Del 5 de septiembre al 21 de diciembre la Convención
solo contaba con unos doscientos miembros presentes. El día 4
de abril, en las primeras horas de la mañana, apenas había
público. Los montañeses estaban abatidos. Se habían
convencido de que a la voz de Robespierre, la derecha y el
centro, los mudos, votaban como un solo hombre con el
pequeño grupo de los robespierristas. Esto se observó el mismo
4 de abril.
La sesión se abrió de un modo grotesco y siniestro.
Legendre ingenuamente expresó “su miedo y el de su esposa”,
cobijándose en cierto modo al amparo de la Asamblea. Todos se
sonrieron. Los rostros se alargaron terriblemente cuando el
arcángel de la muerte, Saint-Just, apareció en la tribuna. Habló
a los acusados en plena revuelta, y temiendo que esa mentira no
fuese lo suficientemente efectiva aventuró las siguientes
palabras intimidatorias: “Fijaos en la distancia que nos separa
de los culpables”.
“Todo acusado que se resista o que insulte será excluido de
los debates”. Esta fue la fórmula del asesinato, inmediatamente
votada, como lo era toda medida tomada para diezmar la
Montaña.
Cuando se votó el decreto compareció la mujer de
Philippeaux en la barra bañada en lágrimas. “¡Abajo los
privilegios!”, dijo Robespierre, y rechazó a aquella mujer en
nombre de la igualdad.
Legendre terminó dignamente la sesión, pidiendo que
Simon, hombre de su partido, comprometido con Dillon, fuese
entregado al tribunal revolucionario.
Herman durante ese tiempo estuvo dando tumbos. Tan
pronto interrogaba a las comparsas o a los acusados
secundarios, como atendiendo a las peticiones de Danton y
Desmoulins. Decía que al renunciar el fiscal a hacer oír a “la
multitud de testigos que tenía contra ellos”, ellos debían
renunciar a sus testigos de descargo. Mientras se desarrollaba
esta hipócrita palabrería hubo un movimiento en la sala.
Llamaron a Fouquier y salió. Llegaban tres miembros del
Comité de seguridad con el decreto. Voulland, al rojo vivo, se lo
puso en la mano. David dijo: “Les tenemos y no escaparán”.
Amar, lívido como un muerto, se esforzó en parecer
enfadado. Dos de los hombres de Robespierre, su impresor
Nicolás y su vecino, el papelero Arthur, dirigente de su sección
y miembro de la Comuna, iban, venían, se agitaban y se
frotaban las manos.
Amar, queriendo hacerse el valiente, acercó junto con
Voulland su rostro al tragaluz. Los ojos de Danton les
atravesaron como un rayo: “Mira —dijo a Desmoulins—, mira a
estos cobardes asesinos que nos persiguen hasta la muerte”.
Cuando se leyó el decreto, en la noche del 4, todo parecía
terminado. Aún quedaba algo de luz, la suficiente como para
guillotinarles. Pero los jurados se detuvieron. Esos firmes y
sólidos jurados se mostraban dubitativos, contra todo
pronóstico. La resistencia de Naulin había sido contagiosa. Las
palabras vibrantes de Danton llegaron al fondo del alma y les
revelaron (más que su gloria popular) a qué gran hombre iban a
matar. Salvo quizás estos tres hombres, Renaudin, Trinchard y
Topino-Lebrun, los demás ya no sabían lo que iban a hacer.
El último aseguró que nunca habría podido decidirse si
Herman no les hubiera mostrado una carta que decía que había
llegado del extranjero y que estaba dirigida a Danton.
Souberbielle aseguró que también le fallaba el corazón, que
había abandonado un momento la sala para respirar y que se
encontró en un pasillo al pintor Topino-Lebrun, hombre
juicioso y republicano, pero al estilo de Maquiavelo, y le había
dicho: “Esto no es un proceso, es una medida< Nosotros ya no
somos jurados, somos hombres de Estado. Dos es imposible, uno
de ellos debe morir. ¿Quieres matar a Robespierre? —No. —
Pues bien, sólo por eso acabas de condenar a Danton”.
Esta horrible discusión tuvo lugar la noche del 4 al 5. Por la
mañana estaban todos o atontados por el cansancio o vencidos
y subyugados. Por fin se abrieron las puertas (por la mañana
desde las 5 hasta las 8). Salieron los jurados con Trinchard a la
cabeza. El que se los hubiera encontrado a su paso se habría
quedado horrorizado. No andaban como hombres, sino como si
fueran maniquíes de las Furias. Trinchard no se reconocía; con
un singular movimiento, haciendo la rueda con su brazo, se
gritaba a si mismo: “¡Los malhechores van a perecer!”.
“Los jurados están satisfechos. Los debates han concluido”,
dijo Herman.
“¡Que han concluido! —dijo Danton—. ¡Si aún no han
comenzado!< ¡Aún no habéis leído las pruebas ni escuchado a
los testigos!<”.
Desmoulins había escrito una violenta refutación a las
calumnias de Saint-Just. En su rabia, en su desesperación,
viendo que no iba a ser escuchado, arrugó, estrujó este papel,
bañándolo con sus lágrimas y arrojándolo a sus verdugos.
Dios existe. Ese pobre papel, que debía haber caído en las
manos más interesadas en destruirlo, se libró milagrosamente y
cayó en las piadosas manos de la madre de Lucile. Pudo llegar
hasta el día siguiente.
¿Quién lo creería? Incluso ese gesto de un acusado, muerto
sin ser escuchado, fue explotado por sus enemigos. Ellos dijeron
que el gesto del día 5 era la causa del decreto del día 4, que esas
revueltas estaban allí, esas violencias contra las que hubiera
sido necesario proteger al tribunal dejando fuera de los debates
a esos insolentes furiosos.
Esta estúpida alegación se ve refutada por las simples
fechas y también por el principal agente de su muerte. Herman
antes de su muerte declaró que ni Danton ni Desmoulins,
ninguno de los acusados, había insultado al tribunal.
Lo que también confiesa Herman es que nunca conocieron
su sentencia. Entre sus gritos, su furor y su desesperación se los
llevaron a rastras. Esta expresión le iba a Desmoulins como
anillo al dedo, puesto que se agarró con sus dos manos al
banco. Fue necesario abatirle como a los toros, para poderle
encadenar.
La sentencia había sido impresa esa misma mañana por
Nicolás, antes de la condena.
Danton volvió a ser como era, muy tranquilo, y sólo estaba
inquieto por Francia. A través de palabras cínicas, de una
aparente despreocupación, decía cosas muy fuertes, llenas de
dolor y sentido. “¡Ah, jodidas bestias, cómo gritaréis ¡viva la
República! cuando me veáis pasar!<”.
“Todo se va a acabar por de un modo espantoso< Si dejara
mis piernas a Couthon y mis cojones a Robespierre, esto podría
funcionar aún durante algún tiempo”.
Todos murieron muy bien. Incluso Chabot se levantó de la
muerte por un conmovedor remordimiento de justicia y
amistad. Enfermo y medio envenenado (no se pudo poner en
pie) ya no pensaba en sí mismo, sino en Bazire, al que llevaba
arrastrando: “¡Que yo muera me parece bien!< —decía Chabot
a Bazire—. ¡Pero tú, pobre Bazire!< ¿Qué has hecho tú, pobre
Bazire?<”.
Bazire se portó heroicamente. Su violento enemigo Hébert,
que se esmeraba en acabar con él, le hizo decir al comienzo que
“separarse de Chabot le sacaría de un apuro”. Por indigno que
fuera Chabot, Bazire permaneció fiel a su amistad y rechazó
matar a quien le había matado.
“¡Pobre Bazire! ¿Qué has hecho?”. Todo el crimen de Bazire
consistía en haber tenido corazón. ¿Y quién demuestra que su
humanidad le haya hecho traicionar sus deberes? Escribir a
Barnabe: “Ningún documento en vuestra contra<”; absolver a
una dama extranjera contra la que no había ni testigos, ni
pruebas, ¿tales actos bastan para conducirle a la muerte?
“¡Pobre Philippeaux! ¿Qué has hecho tú?<”. También se
podía decir. El mismo carromato los conducía a todos. Con las
víctimas de la humanidad, las de la justicia heroica. Philippeaux
moría por no haber transigido con el crimen, por haberse
negado a cerrar los ojos ante nuestro ejército traicionado y
abandonado; él fue el único que ante la indiferencia pública
demostró tener corazón con nuestros soldados; fue justo porque
fue tierno y fue justo hasta la muerte.
¡Cuánta razón demostraba en sus últimas cartas al
encomendarse a Dios, al esperar la inmortalidad del alma!<
Incluso Camille, a menudo tan frívolo, mantuvo esta fe en el
último momento (sus cartas dan testimonio de ello). Muriendo
por la humanidad sentían que Dios estaba de su parte. “Danton
—dijo un hombre que le conocía bien—, Danton aspiraba al
cielo< Y tenía derecho a ello. Se aferró a la piedad como si de
un altar en el que todo se podía expiar se tratase< ¡Habría
salvado a Robespierre!”.
El gran sueño de Danton (este singular hecho se encuentra
en los registros de la Comuna) era una inmensa mesa en la que
la Francia reconciliada se sentara para partir, sin distinción de
clases ni de partidos, el pan de la fraternidad.
Hay tres cosas que pertenecen a los dantonistas:
Los dantonistas destruyeron el trono y crearon la
República.
Quisieron salvarla organizando la justicia, una justicia
eficaz, porque hubiese sido humana. No odiaron a nadie, y
entre ellos se amaron hasta la muerte. La hermosa inscripción
griega era su lema: “Inseparables en la guerra y en la amistad”.
Que la República matara a sus creadores era algo que no
lograban comprender. Cuando Danton lo supo dijo: “No se me
puede tocar, soy el Arca”. Camille lo creía aún más.
Desmoulins, para consolar a Lucile, le decía: “No temas nada,
estaré con Danton”.
Ya sobre la carreta, decía: “Quiero compartir la suerte de
Danton, le ocurra lo que le ocurra”.
Apenas admitía, camino del patíbulo, que Danton pudiera
ser ejecutado. Había entre la muchedumbre amigos
desesperados que esperaban el despertar del alma del pueblo.
Brune, rugiendo como un león, decía: “Los salvaré o pereceré
con ellos”. Y Fréron, el hermano querido de Camille, entusiasta
admirador de la encantadora Lucile ¿había roto la espada de
Toulon? ¿Hay mejor y más bella ocasión de morir por el amor y
por la amistad?
Pero con lo que más contaba Desmoulins era con el pueblo.
El fundador del Vieux Cordelier se sentía querido, bendecido.
Sabía que había sido la voz del pueblo y su fe en él permanecía
íntegra. Sobre el carromato dio el espectáculo más trágico que
se había visto. Se agitaba desesperadamente. Jamás creyó que el
pueblo defendido por él con tanta elocuencia lo abandonaría.
“¡Pueblo< pueblo< pobre pueblo!< ¡Cómo te engañan; van a
matar a tus amigos!< ¿Quién te guió a la Bastilla?< ¿Quién te
dio la invencible escarapela? ¡Soy yo, Camille Desmoulins!<”.
Rompió sus vestiduras este hombre y mostró su pecho, ese
pobre cuerpo tan lleno de vida que la tierra iba a cubrir, ese
seno repleto de vida, de furor, de amor< Nadie soportaba ese
terrible espectáculo. Muchos huyeron creyendo ver a la patria
arrancarse el corazón.
Cuando se llegó a la calle de Saint-Honoré, frente a la casa
de Robespierre, cerrada, muda como una tumba, el pueblo
redobló sus gritos frenéticos, clamor de cobarde abdicación;
siniestro saludo al César en nombre de la guillotina.
Desmoulins se calmó al instante, se volvió a sentar y dijo: “¡Esta
casa desaparecerá!”. En vano se busca hoy, envuelta en
inmensos muros, recluida en una eterna sombra.
Se asegura que Robespierre, encerrado en su casa, palidecía
al escuchar estos salvajes gritos y sintió en el corazón las
palabras de Danton: “¡Yo arrastro a Robespierre, Robespierre
me sigue!”.
Hérault de Séchelles, Camille y Bazire se estrecharon en su
amor a Danton. Para ellos había sido la energía sublime, la vida
de la Revolución, el corazón de la República y esta moría con él.
No la dejaban tras de sí; se la llevaban con ellos a la tumba. Era
un gran consuelo para ellos el morir junto con el ideal que
tuvieron aquí abajo.
Hérault descendió primero y tiernamente se volvió para
abrazar a Danton. El verdugo se interpuso. “¡Imbéci! —dijo
Danton—, apártate! No podrás impedir que se besen nuestras
cabezas en el cesto”.
Camille miró la cuchilla que chorreaba sangre: “¡Magnífica
recompensa para el primer apóstol de la libertad!”.
Sacó un mechón de pelo que guardaba entre sus dedos y
suplicó al verdugo que entregara a la madre de Lucile esa
suprema prueba de amor.
Danton murió sencilla, realmente. Miró al pueblo con amor,
con piedad. Y pasando su mirada de izquierda a derecha dijo
con autoridad al verdugo: “Muestra mi cabeza al pueblo, pues
vale la pena”.
El ejecutor obedeció, la paseó por el patíbulo, mostrándola
a todo el mundo.
Hubo un momento de silencio< Nadie respiraba< Por
encima de la voz de la pequeña banda contratada por los
realistas se oyó un grito enorme, salido de lo más profundo<
Confuso grito de los realistas aliviados y liberados: “¡Que la
República viva así!”.
Grito sincero y desesperado de los patriotas heridos en el
corazón: “¡Han decapitado a Francia!”.
(6 1794)

Actitud de la Convención.—Irritación de Robespierre (5 de abril).—


Anuncio de una fiesta dedicada al Ser Supremo (6 de abril).—Soledad
de Robespierre.—Había cortado los hilos que dirigían a los partidos.

Durante la ejecución, como la Convención permaneció muda,


los dos Comités llenaron aquella breve sesión. Couthon y
Vadier turnándose, dijeron que la muerte de Danton
representaba para la Asamblea un consuelo, pues ella hubiera
muerto a manos del elocuente tribuno. En los Jacobinos se dijo
otro horror aún mayor: que Danton preparaba una matanza
general en París.
Vadier, bueno y afable, añadió que se sabía que en general
la Asamblea era íntegra, que todos sus miembros estaban en
condiciones de demostrar su delicadeza rindiendo cuentas de
su fortuna. Era como decir: “Basta de sangre. La Convención no
tiene nada que temer. Los representantes que han regresado de
las misiones ya no tendrán que soportar el peso de vagas
acusaciones. Este informe acabara con todo”.
La idea apoyada por Couthon se decretó enseguida. Los
dos actores se quejaron acaloradamente de que era una
equivocación hablar de dictadores y decenviros: “¡Nosotros
dictadores!”, dijo Couthon. Los dos levantaron sus brazos y
juraron que si se erigía un dictador moriría a sus manos.
Pero hay que confesar que tuvieron más éxito del que
esperaban. La Convención, que hasta ese momento había
estado muerta y que resucitó de repente, juró con voz
atronadora que el dictador sería apuñalado.
Esta escena obtuvo el efecto de una repetición preparatoria
del drama de termidor.
¿Aceptaba Robespierre la dictadura? Aunque no la hubiera
deseado, la situación parecía exigírsela. La dictadura era su
único asilo, su necesidad, su fatalidad. Fue empujado a ella por
su propio peligro y por exigencia de su partido.
En un mes o seis semanas se hizo dueño del poder. Pero
esto no era nada para él. Quería el poder moral, y el violento
grito de la Asamblea, que parecía salir del patíbulo de Danton,
le decía: “¡Jamás!”.
Por la tarde respondió en los Jacobinos con otro “¡Jamás!”
igual de furioso. Lo que propusieron y decretaron Vadier y
Couthon, la reapertura de las cuentas y la explicación de las
fortunas, fue acordado, consentido y acatado por todos, ya que
se creía que Couthon lo decía en nombre de Robespierre, pero
sin embargo fue atacado agriamente por este, sosteniendo que
esta medida favorecía a los bribones. Se trataba de retener
mediante un proceso por una época desconocida, por la época
que le gustaría al poder, a una multitud de representantes, en
especial a los doscientos miembros que habían participado en
las misiones.
Jamás se mostró más agresivo ni más salvaje que aquella
tarde, ¡justo el día en que le había sido concedido tan horrible
sacrificio! ¿Qué había que hacer para apaciguarle? ¿Qué se
podría prever del futuro? Y el sorprendente objeto sobre el que
estalló la tormenta fue Dufourni, hombre secundario,
absolutamente indigno de toda esta cólera real.
La esperanza engañada, la visible implacabilidad de un
amo que ya no contenía su ira, añadieron más odio y veneno a
la dolorosa herida que Danton dejó en los corazones.
Cuando el día 6 por la mañana dijo Couthon: “Preparamos
un informe sobre una fiesta al Eterno”, en la Montaña se sintió
una instintiva rabia.
Aunque Couthon no dijera lo que se supo un mes después
(la libertad de los católicos), todos adoraron el catolicismo que
venía detrás, el regreso al antiguo régimen, ¡al que tan
cruelmente se acababa de halagar con la muerte de los padres
de la República!
¡Hablar de fiestas y de Dios al día siguiente de una jornada
tan horrible! ¿Dónde se celebraría la fiesta, dónde? ¿En la plaza
donde el patíbulo todavía humeaba, o en el cementerio, donde
la cal devoraba todo lo que adoró Francia, esos corazones
buenos, esos nobles hombres, amigos de la humanidad?
No fue sólo la Montaña la que sintió esto. Incluso en la
derecha y en el centro los creyentes a los que se hablaba no
admitieron en absoluto esos avances a contratiempo. El efecto
que esas palabras tuvieron en ellos fue el de una falsa cuerda
que desgarra el oído. Ordenar, organizar fiestas entre aquella
carnicería, entre las flores de la primavera y los llantos de tantas
desgracias, atreverse a entonar himnos entre guillotina y
guillotina, ¿era honrar a Dios u ofenderle?
Se equivocaban. Aquel llamamiento a Dios, tan extraño en
aquellos momentos, era espontáneo y sincero. Por agria y falsa
que fuera su naturaleza, por muy devastado que estuviera su
corazón y aun siendo todos hijos de Rousseau, conservaban
cierta idealidad religiosa. Era un recurso que empleaban en
aquel espantoso aislamiento.
Habían tenido el horrible privilegio de arrasar todo a la
vez. Sólo quedaban dos hombres en el mundo destruido y
ninguno de ellos estaba de su parte. Uno de ellos herido,
derrotado, y que en adelante dio como fruto un hombre
completamente vacío. El otro, ese joven genio, oscuro y temible
enigma del futuro que debía matar a Danton (sólo a él y no a
Robespierre). Y ahora miraba a su maestro, esperaba y exigía su
oráculo. Robespierre sentía la necesidad de renovarse, de crear
algo nuevo o que de lo contrario perecería. ¿Qué podía él crear
sin la ayuda de Dios?
Recordemos en pocas líneas el destino de Robespierre
después del 31 de mayo. Dos espectros le perseguían.
El espectro de la guerra social al que combatió únicamente
sufriendo durante mucho tiempo la miserable alianza con
Hébert, con ayuda del cual aplastó a Jacques Roux y por quien
se cuidó de Ronsin, engranándose en una serie de extrañas
contradicciones, sobre todo en Lyon, donde los amigos de
Chalier fueron tan pronto combatidos como defendidos por él.
Otro espectro le seguía, el de la corrupción pública,
peligros lógicos en un pueblo esclavo, lanzado repentinamente
a una vertiginosa carrera de libertad. Robespierre vio en todas
partes la corrupción y la persiguió por todas partes,
especialmente en los que se daban cuenta de sus
contradicciones. ¿Creyó verdaderamente que todos sus
enemigos eran gente vendida? Así lo pienso. Su terrible
imaginación le hizo creer cuanto él tenía interés en creer.
Desaparecieron. Pero ¿quién les sustituyó después? Nadie. Se
han encontrado las listas de hombres que estimaba honrados.
Aparecen siempre los mismos nombres, infinitamente escasos.
Esta esterilidad resultaba trágica. Busca y rebusca todos los días
con el mismo encarnizamiento y la lista de los hombres
honrados no aumenta. ¡Ya no hay más hombres! ¿Ya no hay
vida en ninguna parte? No, debe hallarse en otro lugar, sin
duda, pero desde luego ya no está en el camino trazado por
Robespierre.
Vivía en el terror del vacío y por ello se volvió
violentamente hacia la fuente de la vida. La idea de Dios es
fecunda cuando se concibe como principio de Justicia, pero la
palabra Dios no es fecunda; abstracción, verbalidad, forma
escolástica y gramatical, si todo está ahí, no esperéis nada.
Como Ser Supremo, es decir, como neutralidad política
entre la Revolución y el Cristianismo, entre la Justicia y la
Gracia, era la esterilidad misma, la aridez y el vacío.
Así, por el horror al vacío, Robespierre volvió sus ojos hacia
otro vacío aún más horroroso, porque bajo una forma vaga y
neutra esta equivoca abstracción, nada neutra en realidad,
detenía la nueva vida, mientras que la muerte y el pasado
levantarían las viejas piedras en las que podía tropezar la
Revolución, a favor de esa tristeza.
La extraña idea de Robespierre era que Francia había
perdido a Dios y que él iba a devolvérselo. ¡Dios! Pero ¿dónde
no estaba? ¿Quién no lo veía iluminando con sus relámpagos la
marcha de nuestros ejércitos en las fronteras? ¿Quién no lo veía
en el sacrificio de nuestros humildes soldados, en esa vida de
oscuros sacrificios cuya figura más conocida era Desaix? ¿Quién
no lo veía en la gran alma de la iglesia militante, la que con sus
trabajos anónimos fundó treinta mil leyes con las que Francia
inauguró el imperio de la igualdad? ¿Dios estaba ausente,
invisible en los sufrimientos de tantos mártires de la libertad, en
el último canto de Vergniaud, en la última nota que escriben
Philippeaux y Desmoulins? Algo de Dios había en la muerte de
Danton, en la suprema mirada que este dirigió al cielo<
La enfermedad del escolástico estribaba en creer que había
que buscar a Dios en los libros, en tal página de Rousseau,
como en un diccionario, en no reconocerlo en las infinitas
formas de la vida y de la acción nacional. ¡Era una blasfemia
decir que Francia vivía sin Dios! A pesar de lo cansada y
quemada que estuviera en su superficie, esta nación tenía
dentro el murmullo de cien ríos desconocidos. ¡Y era un
individuo, débil y pálido bastardo de Rousseau, él mismo
absolutamente devastado, el que se encargaba de rejuvenecerla!
El desierto decía a ese mar de fecundidad que vierte sus aguas
en Europa: “¡Sé fecundo!”.
El punto por el que se unía más directamente con el instinto
popular es por lo que yo llamaría la creencia en el Diablo.
El pueblo atribuye los males más a las personas que a las
cosas. Personifica al Mal. ¿Qué era el Mal en la Edad Media?
Era una persona, el Diablo. ¿Qué es el Mal en 1793? Era una
persona, el traidor. Explicación verdadera y falsa al mismo
tiempo. La República fue traicionada con tanta frecuencia por
las cosas como por las personas; lo fue por el caos y la
desorganización natural de una crisis semejante. Robespierre no
admitió nunca más culpables que las personas; tanto para él
como para el pueblo, el traidor era el causante de todas las
desgracias. Su monomanía era la persecución del traidor, y en
tal concepto tenía a los agitadores de partido. Y de un golpe los
hizo desaparecer; pero precisamente esto fue su suicidio,
porque se prohibió la materia que servía para las acusaciones,
en las que él fundaba toda su fuerza para deslumbrar y
apasionar al pueblo.
Hasta entonces podía decirse que estos odiados agitadores
eran los obstáculos de la Revolución. Muertos ellos, ni avanzó
la Revolución ni retrocedió. Se observó que aquellos
organismos eran una fuerza necesaria para la vida política. En
cada uno de ellos se resumía la fuerza activa de un partido.
Estos partidos eran susceptibles de ser dirigidos por ellos y
representaban en la política el papel de intermediarios, de hilo
conductor. Robespierre, dueño del mecanismo, no podía
dirigirlo por una razón muy simple: había roto el hilo.
¿Cómo en el 93 había sido capaz de tocar en ese enorme
teclado? Tirando de esos hilos, tocando esas teclas, sirviéndose
de esos agitadores. Había inclinado, una vez hacia uno y otra
vez hacia otro, su influencia central. Sin su alianza efímera con
Collot, Hébert no habría contado con el concurso de los 600.000
lectores del Padre Duchesne (por ejemplo el 6 de octubre). Sin la
amistad de Danton y Desmoulins, en diciembre no habría
podido aliar a los millones de hombres, llamados indulgentes,
contra Clootz y Chaumette, que a su vez se convertían en
indulgentes.
Había bajos fondos a los que Robespierre miraba con terror.
No escatimó ningún medio para matar a los extraños seres que
surgieron sobre ese suelo ultrarevolucionario, como por
ejemplo Jacques Roux. Pues bien, ese furioso Jacques Roux fue
peor una vez muerto que cuando estaba vivo. Los Gravilliers,
que le tenían como su tribuno ¿habrían combatido en termidor
por el partido mixto? Si hubiera vivido Roux es seguro que no;
era incapaz de adquirir un compromiso. Por lo mismo si no se
hubiera destruido, alejado o descuidado a sus agitadores, el
barrio de Saint-Antoine no habría mantenido en esa jornada la
terrible neutralidad que condujo a la muerte a la Comuna y a
Robespierre. Éste destruyó a todos los agentes que le
molestaban y que sin embargo le habrían salvado.
(9 1794)

Se espera una amnistía.—El amor en 1794.—Madame de


Condorcet.—Peligro de Condorcet.—Su último libro.—Se escapa de
París.—Su muerte (9 de abril).

El nombre de Dios lanzado repentinamente sobre la tumba de


Danton le pareció a Europa y a Francia un signo de amnistía. A
la Convención amenazada y a la Montaña diezmada, que
siempre se sentían bajo la espada, les ocurría lo mismo que a los
que están lejos del escenario, que no veían a los actores y se
dejaban guiar por la lógica que tan a menudo nos engaña o por
la demasiado crédula esperanza. En las prisiones, en los
rincones donde se escondían los proscritos, se decía, se trataba
de creer, que Robespierre iba a inaugurar una nueva política,
que había inmolado a los indulgentes sólo para retomar sus
ideas, para tener el monopolio de ese Comité de clemencia en el
que se debía fundar su poder. ¿No era ya suficiente sangre? La
guillotina mojada, empapada e inundada, tras la horrible orgía
de muerte que llevó a cabo el 5 de abril, debía estar borracha y
agotada. ¿Qué se le podía dar ahora? Sangre de rey, sangre del
apóstol.
Esas ideas caían en los corazones en ese encantador
momento del año en el que la vida despierta de pronto e
infunde esperanza y seguridad a los más temerosos. ¿Cómo es
posible morir en el bendito momento en el que la creación se
reanuda? La naturaleza con su lenguaje, con sus flores
resucitadas y con su brillante sol vencedor, parece decir que la
muerte ya no existe.
Muchos proscritos y fugitivos tuvieron esos violentos
pensamientos y esa agitación de esperanza. Estos se
acomodaron sepulcros en los sótanos o en las buhardillas, en
los bosques y en las cavernas, para intentar seguir viviendo.
Esos pensamientos debieron llegar hasta las profundas cuevas
de Saint-Émilion, retiro de la Gironda. Pero más vivos fueron
quizás para los desafortunados que se ocultaban tras los negros
muros de París, bien (como Isnard) en un estrecho desván del
barrio de Saint-Antoine, bien (como Julien) debajo de una
escalera, o bien, como Louvet, en el armario que su tierna y
valiente Lodoïska le fabricó con sus propias manos.
“El amor es tan fuerte como la muerte”. Y quizás sus
triunfos sean esos tiempos de muerte. Porque la muerte vierte
en el amor algo áspero y ardiente, amargos y divinos sabores
que no son de este mundo.
Al leer el audaz viaje de Louvet por toda Francia para
encontrar al ser que amaba, asistiendo a esos momentos en los
que, reunidos por el destino en el escondrijo de París o en la
caverna del Jura, caen en brazos el uno del otro, desfallecidos,
aniquilados, quién no ha dicho: “¡Oh muerte, si tienes el poder
de centuplicar y transfigurar hasta ese punto las alegrías de la
vida, tienes las llaves del cielo!”.
El amor salvó a Louvet. El amor perdió a Desmoulins. Y no
fue ajeno a la muerte de Condorcet.
El 6 de abril Louvet entraba en París para ver a Lodoïska;
Condorcet se marchaba al mismo tiempo para evitarle peligros
a su Sofía.
Al menos esta es la única explicación que puede dársele a
su fuga de proscrito que abandona su asilo.
Decir que Condorcet, seducido por la primavera, salió de
su casa para ver el campo, es una extraña explicación, casi
increíble y además muy poco seria.
Para comprenderlo basta explicar la situación de esta
familia.
Madame de Condorcet, joven, bella y virtuosa, esposa del
ilustre proscrito que podía ser su padre, se encontró en el
momento de la proscripción y del secuestro de bienes en una
situación absolutamente precaria. Ninguno de los dos poseía
medios para huir. Cabanis, amigo suyo, se dirigió a dos
alumnos de Medicina, célebres después, Pinel y Boyer.
Condorcet fue colocado por ellos en un puesto casi público, en
la casa de huéspedes de la señora Vernet, cerca del
Luxemburgo. Esta mujer se portó admirablemente. Un
montañés que vivía en la misma casa se mostró bueno y
discreto, pues viendo a Condorcet todos los días aparentaba no
conocerlo. Madame de Condorcet vivía en Auteuil y todos los
días visitaba a su marido yendo a pie a París. Responsable de
una hermana enferma, de su anciana gobernanta y de un niño
pequeño, había de procurar por la vida de todos. Un hermano
del secretario de Condorcet tenía en la calle Saint-Honoré,
número 352 (a dos pasos de Robespierre), una tiendita de ropa
para la casa, en cuyo entresuelo la esposa de Condorcet se
dedicó a hacer retratos. Muchos de los personajes poderosos del
momento iban allí para ser retratados. Ninguna industria
prosperó tanto durante el terror; se daba prisa en plasmar en la
tela una sombra de esa vida tan insegura. El singular atractivo
de pureza y dignidad de esa joven mujer atraía a los violentos, a
los enemigos de su marido. ¿Qué no oiría la buena señora? ¡Qué
duras y crueles palabras! Se le lastimó el alma de tal modo, que
enfermó y languideció para siempre. Por la noche, temblándole
el corazón, se deslizaba en las sombras hasta la calle
Servandoni, sombría y húmeda callejuela que se ocultaba bajo
las torres de Saint-Sulpice, y subía, temblando por miedo a un
posible encuentro, a la estrecha habitación de su marido. El
amor y el amor filial proporcionaban a Condorcet algunas horas
de inefable alegría. Inútil es decir cómo alejaba ella de su
espíritu los sufrimientos del día, las humillaciones, ligerezas
bárbaras, los suplicios de un alma herida, al precio de los cuales
mantenía a su esposo, al gran Condorcet, y a toda una familia.
Pero Condorcet era demasiado sagaz y penetrante como para
no adivinarlo todo y verlo todo bajo la pálida sonrisa en que se
dibujaba la muerte interior de aquel divino ser. Tan mal
escondido, pudiendo en todo momento perderse y perderla,
comprendiendo perfectamente todo lo que ella sufría y
arriesgaba por él, sentía el más punzante aguijón del Terror.
Poco expresivo, callaba y observaba, pero comenzó a odiar una
vida que comprometía la de su mujer, lo que más amaba en el
mundo.
¿Qué había hecho para merecer estos suplicios? Ninguna
de las faltas de los girondinos. Lejos de ser federalista, había
escrito un libro demostrando las ventajas de la centralización
parisina. El nombre de la República, el primer escrito,
manifiesto republicano, había sido redactado en su casa y
lanzado cuando Robespierre, Vergniaud, Danton, todos en
definitiva, dudaban todavía. Había escrito, es cierto, este primer
proyecto de constitución inaplicable, con el que jamás pudo
poner la máquina en movimiento. Jamás había dicho Condorcet
que la Constitución del 93 fuera un medio hábil para organizar
la dictadura, como pretendía Chabot, pero lo demostró en un
violento folleto, analizando y comparando los hechos. Se ha
visto cómo Chabot, espantado por su propia audacia, buscó la
reconciliación con Robespierre, pidiendo la proscripción de
Condorcet.
Éste, que escribió el osado folleto tras el 31 de mayo, era
consciente de que se jugaba la vida y pidió a su amigo Cabanis
que le facilitara un veneno seguro. Fortalecido con esta arma y
pudiendo siempre disponer de él, quería desde su asilo
continuar con la polémica, el duelo de la lógica contra la
guillotina, aterrorizar al Terror con los rasgos vencedores de la
Razón. Tal era su fe profunda en este Dios del siglo XVIII, en la
victoria infalible del buen sentido del género humano.
Sólo una dulce voz le detuvo, la de aquella adorada mujer,
sufriente flor abandonada a las violencias del mundo, que por
él vivía y por él iba a morir. Madame de Condorcet le pidió el
mayor sacrificio, el de su pasión, el del combate ya empeñado,
es decir, el sacrificio del corazón. Le rogó que abandonara la
lucha política, a sus enemigos, todo aquel mundo de seres
furiosos que le robaban el tiempo que le quedaba para penetrar
en el templo de la Inmortalidad, impidiéndole la realización de
su ilusión, que era escribir un Cuadro de los progresos del espíritu
humano.
El esfuerzo fue grande. Se impuso Condorcet una frialdad
austera y triste. Muchas cosas son ensalzadas y muchas otras
secamente indicadas en esta obra99. El tiempo apremiaba. No
sabía si existía un mañana. El solitario desde su morada no veía
más que las desnudas copas de los árboles del Luxemburgo, a
los que el invierno del 93 facilitaba ese duro trabajo, día a día,
noche a noche, felices de decir a cada hoja y a cada siglo de su
historia: “Una vez más una era del mundo se libra de la
muerte”.
Hacia finales de marzo terminaba su obra, y en ella
parecían revivir todas las edades del mundo, todos los siglos, la
vitalidad de las ciencias y su poder de eternidad. ¿Qué es la
historia y la ciencia? La lucha contra la muerte. La vehemente
aspiración de una gran alma inmortal por comunicarse con la
inmortalidad, llegó hasta llevarle a la siguiente forma profética:
“La ciencia vencerá a la muerte. Entonces ya no morirá”.
Sublime desafío al reino de la muerte, en el que ya vivía
Condorcet. ¡Noble y encantadora venganza! Condorcet se
refugió en la dicha reservada y soñada por él al género
humano, bañando su espíritu en las delicias del porvenir. El día
6 de abril, después de escrita la última línea, se puso un traje de
obrero y franqueó la casa de la señora Vernet. Había esta
adivinado su proyecto y le vigilaba atentamente. Condorcet se
escapó empleando subterfugios. En un bolsillo guardaba su fiel
amigo, su libertador; en otro al poeta romano que escribió los
himnos fúnebres a la libertad muriente100.
Fue durante todo el día errante por el campo. Por la noche
entró en el encantador pueblo de Fontenay-aux-Roses, habitada
por numerosos escritores, delicioso sitio en que él mismo,
secretario de la Academia de las Ciencias, asociado, por decirlo
así, al imperio de Voltaire, contaba con tantos amigos y casi con
cortesanos. Casi todos habían desaparecido. Quedaba sólo la
casa del Petit Ménage; con este nombre designaban al
matrimonio Suard. Verdadera miniatura por su talla y espíritu,
Suard y su esposa se dedicaban a escribir artículos cortos por
encargo de los ministros y novelas sentimentales (en eso
destacaba ella). Nadie logró ganarse mejor la vida. Los dos eran
muy estimados y muy considerados. Suard murió siendo
censor real.
Allí estaban los dos cuando el solitario Condorcet, el
fatigado proscrito, se les apareció de improviso. ¿Qué ocurrió
entonces? Se ignora. Lo que es seguro es que Condorcet volvió
a salir inmediatamente por una puerta del jardín. Podemos
pensar que iba a volver, que la puerta estaría abierta; cuando
volvió se la encontró cerrada. El conocido egoísmo de los Suard
no me parece suficiente como para justificar esa tradición. Ellos
afirman, y yo les creo, que Condorcet, que dejaba París para no
comprometer a nadie, no quiso tampoco comprometerles a
ellos; habría pedido y recibido alimentos, eso era todo.
Condorcet pasó la noche y el día en los bosques, pero la
marcha llegó a extenuarlo. Un hombre sentado durante todo un
año y lanzado después a una marcha sin reposo, debía de
sentirse sin alientos muy pronto. Le fue forzoso penetrar en una
taberna de Clamart, donde comió ávidamente, leyendo para
sostener su alma al poeta romano. El libro, sus manos blancas,
su aspecto, todo le delataba. Los campesinos que bebían en
aquella casa (el comité revolucionario de Clamart) observaron
muy pronto que allí había un enemigo de la República y se lo
llevaron al distrito. La dificultad estaba en que no podía dar un
paso. Tenía los pies destrozados. Lo colocaron sobre un
miserable rocín de un viñador que pasaba. Y de esta guisa entró
en la cárcel de Bourg-la-Reine el ilustre representante del siglo
XVIII. Condorcet evitó a la República la vergüenza, el deshonor
del parricidio, del crimen de arrancar la vida al último de los
filósofos, sin los cuales no habría existido.
Cayeron dos revoluciones, murieron dos siglos en dos
hombres: el XVIII en Condorcet, el XIX en Lavoisier.
El primero cerró la época de la polémica, de la discusión; el
segundo abría la edad nueva de la creación de una ciencia, la
que abrió, no sólo el seno de la naturaleza, sino que hizo del
hombre un creador y una segunda naturaleza.
Pronto hablaremos de esto; pero primero debemos acabar
un gran sacrificio, el exterminio de la Comuna, la extinción (con
Chaumette) de esa fuerza popular que por lo menos durante un
año había fecundado la Revolución. A pesar de todos estos
sucesos, París parecía engendrar un nuevo mundo.
Capítulo III
(12 1794)

París, crisol de la gran química.—Nada reemplaza a la Comuna de


Chaumette.—Lo que era Chaumette.—Conspiraciones de los
chivatos.—Valor de Lucile Desmoulins; su muerte.—La religiosidad
de Dumas y Fouquier-Tinville.—Muerte de Chaumette.

Quienes no han tenido el honor de nacer en el santo barro de la


metrópoli del mundo, quienes no han visto ni sentido el poder
de este extraño crisol en el que las razas y las ideas se crean y se
transforman sin cesar, no pueden hacerse una idea exacta de lo
que es la gran química social. Aunque tengan la ciencia, la
inteligencia e incluso el genio, sólo saben hacer estrechas
clasificaciones; a duras penas comprenden la fluidez de la vida.
Que esos doctores humillen su ciencia, que vengan aquí a
estudiar. En este punto central del globo, donde se funden las
corrientes magnéticas, penetrarán a la larga en el soberano
misterio, invisible, intangible, de las mezclas del Espíritu.
Nada caracteriza tanto a Anacharsis Clootz como su
simpatía profunda por París, su amor por la Comuna, en la que
reconocía al precursor del género humano, al ardiente y ciego
mensajero, instintivo e inspirado que sin saber lo que hace,
corre delante de la Revolución, llevando su antorcha.
No vio ni la Revolución ni la ortodoxia en ningún otro
lugar, sólo allí. No resistió los accidentes y las manchas que
acompañan a toda gran operación social. Continuó, ingenuo y
dócil, atento a seguir el camino (después de todo andaba en
plena noche) y a no desviarse de él ni un paso. De ahí su
devoción algo literal. Se excusa bastante bien de ello en su
respuesta a Desmoulins: “Sigamos siempre y de cerca a la santa
sans-culotterie”.
Resultaba conmovedor ver cómo ese genio idealista
escuchaba religiosamente las triviales predicaciones, todas bajas
y vulgares, del apóstol de Filles-Dieu. El alemán Clootz, por un
noble esfuerzo propio del panteísmo libre de toda escolástica,
deseaba materializar sus creencias para asimilarse la materia
viviente, aplicándola a su espíritu.
El apóstol Chaumette en sí era poca cosa, pero representaba
mucho como fetiche de París. Era indiscutiblemente un fetiche;
como San Javier para los lazzaroni de Nápoles, podía ser
golpeado o adorado, pero no se le podía reemplazar.
Robespierre reemplazó a Chaumette por un hombre de
mucho mérito, de fogoso espíritu, el meridional Payan. Todo
fue inútil. El pueblo no volvió a poner los pies en el
Ayuntamiento. Aunque la nueva Comuna pagó a los mendigos,
esto no funcionó. La muchedumbre había tomado otros
rumbos.
Nada ni nadie pudo reemplazar a la antigua Comuna,
Pache, Hébert, Chaumette. El propio Hébert era popular a pesar
de ser un petimetre (llevaba dos relojes en su pantalón), y
cuando se leía el Padre Duchesne la gente decía halagada en la
más íntima de sus satisfacciones: “¡Qué fuerte sale hoy el
Padre!“. El alcalde Pache era popular por su representación, por
su aparente honestidad, por su calma. Chaumette también
gozaba de popularidad por ese toque de buena persona, por sus
cabellos lisos, perfectamente peinados, por sus trivialidades y
sus apotegmas. Sólo se ceñía la banda en contadas ocasiones.
Era pueblo entre el pueblo. Sus textos ordinarios, su guerra al
juego y a las liviandades, las exhortaciones para ser buen
esposo, buen padre, todo esto se recibía con mucha
complacencia. No salía de la Comuna más que para rezar en las
Filles-Dieu. Vivía en aquella gran sala de Saint-Jean, en medio
de una muchedumbre cálida que se renovaba sin cesar, afable,
educado, sencillo, con respuesta para todo y buscando
incansablemente la palabra adecuada a la situación. Si la sesión
se prolongaba mucho, la concurrencia tenía el goce de ver que
Anaxágoras sacaba de su bolsillo un pedazo de pan y lo comía
sobriamente. En otros tiempos el Parisien decía a los recién
llegados: “¿Han visto en el Pont-Neuf a la Samaritana
marcando las horas en el carillón?”. Y el Parisien del 93 decía:
“¿Han visto a Anaxágoras Chaumette?”.
Entramos en un tiempo tan sombrío con 1794, que me
sorprende pensar que hubiera habido sol en la noche del 93. Al
menos el volcán proporcionó algo de luz. Se moría pero se
vivía. Una página de Desmoulins o Clootz, una ocurrencia de
Marat, hacían temblar. Las encrucijadas aún conservaban sus
oradores, sus asambleas; Varlet gritaba sobre su escenario.
Hubierais oído decir: “¿Aquél no es Danton?<”.
¡Ah! La copa aún estaba llena. ¡Ah; todo aquello eran
fuerzas, discordantes, pero fuerzas al fin y al cabo!
¿Dónde está ahora el que decía: “Iréis entonces a las
catacumbas a registrar las osamentas”?< Diréis al pueblo
hambriento: “Aquí están las cenizas de los muertos< Come
pueblo, ¡sáciate< porque no tenemos nada más!”.
Ese momento ha llegado. La vida, la fuerza y la sustancia
que nutría a la Revolución han pasado a la tierra.
Más viva y terrible se despierta ahora la contrarrevolución.
Va a multiplicar sus esfuerzos.
¿Y qué se hará contra ella? ¿Se puede multiplicar el Terror?
Hemos caracterizado a Chaumette. Era bajito, de simpático
aspecto, con ojos negros y muy vivos. Hijo de un zapatero de
Nevers, mozo a los trece años, soldado durante un momento,
de nuevo pilotín, intentó después convertirse en piloto de la
opinión de París, y vino a escribir a la capital. Entonces se
denominaba estudiante en medicina, pero trabajaba con
Prudhomme, bajo la excelente dirección de Loustalot. Su nivel
científico estaba a la altura de la mayoría, ni por encima ni por
debajo. La desordenada marcha de su carrera y su costumbre
de vivir en colectividad, le aportaron un sentido común y una
benevolencia de los que siempre careció Hébert. Hemos visto
que tuvo muchos disentimientos con Hébert. Éste acusaba a
Chaumette de meterse demasiado con las prostitutas y
mantenía que eran necesarias. Entonces Chaumette no apoyaba
a Hébert en su cruel persecución de los oradores, en su alianza
con Robespierre contra Roux y los demás. Lejos de querer como
Hébert que se exterminara la Vendée, Chaumette quería que se
enviara una misión de predicadores revolucionarios (véase el
Periódico de la Montaña, 3, 15 y 23 de octubre).
Chaumette, ya lo hemos dicho, tenía un carácter muy débil.
Por lo demás era muy honesto y tenía las manos limpias, no
como Hébert. Su hijo fue labrador; su nieto un buen arbolista en
Nevers, que arruinado por su propia probidad, es ahora
jardinero.
El pueblo sabía instintivamente que debía ser un hombre
honrado y no se cansaba de escucharle. Todo trabajador sin
trabajo, en vez de deambular por la Grève, entraba y no se iba
sin llevarse algún buen sermón de Chaumette. Su banal rostro
penetró en el pensamiento de la clase popular.
Hemos visto que Chaumette, muy abatido desde diciembre
por la traición de Hébert, muy dócil en los Comités y nada
peligroso, fue expulsado de la Comuna para equilibrar con este
golpe a la izquierda el que se había dado a la derecha. Hasta el
fin no pudo creer que se le asociara a Hébert ni pudo imaginar
que se le hiciera cómplice de Desmoulins y de Danton. Sin
embargo es lo que ocurrió y lo que se puede leer exactamente
en el texto de la sentencia. Chaumette, sin salir de su asombro,
murió con las viudas de Hébert y Desmoulins.
Este asunto es de los primeros que llevan el nombre de las
grandes hornadas y el primero también de las famosas
conspiraciones de cárceles, ficciones homicidas que el Terror
agonizante inventa, multiplica, en su horrible último mes, para
mantener la voracidad de la guillotina, que poco a poco iba
tragándose a sus autores.
Allí nació la nueva raza de los chivatos, es decir, buenos
prisioneros que se ganaban la voluntad de los presos y se
enteraban de todo. Esta raza se multiplicó. El chivato La Flotte,
que por su delación en el Luxemburgo proporcionó pretexto
para matar a Danton, instruyó en el oficio a Benoit y Beausire,
que aquí hicieron sus primeras armas y se ilustraron en
mesidor.
Los acusados no se conocían. Apenas si se habían visto. Lo
que les unía era el miedo común que tuvieron a un nuevo 2 de
septiembre. El apóstol Chaumette vio por primera vez al
general de los girondinos de Nantes, el alegre Beysser, que
continuaba bebiendo y escribiendo canciones. La joven Lucile
Desmoulins encontró allí a la espiritual e intrigante madame
Hébert, ex religiosa que había trapicheado con los agiotistas. El
dantonista Simon, Grammont el hebertista, Gobel, obispo de
París, estaban todos juntos sin saber por qué. El realista Dillon
se encontró allí junto con uno de los grandes ejecutores de los
realistas de Lyon, el comisario Lapallus. ¿Qué hacía allí este?
Era una sala de espera. Este ingenioso proceso, hijo del gran
proceso (Hébert y Danton), engendraba gracias a Lapallus, otro
proceso igual de grave, el de los casos de Lyon, que se zanjaron
guillotinando a Marino, que fue perseguido por Fouché y que
sin el 9 de termidor habría atacado a Collot.
No figuraba ya entonces como presidente del tribunal el
oscuro y pérfido Herman. Ahora lo era Dumas, furioso
robespierrista que juzgaba teniendo sus pistolas sobre la mesa.
Insultaba a los acusados, despreciando y ultrajando de tal
forma la justicia, que a un jurado, a Renaudin, le hizo pasar a la
categoría de testigo, y después de testimoniar se sentó
nuevamente en el banco de los jurados, convirtiéndose así en
juez de su propia declaración.
El único acusado que mostró gran valor fue Lucile
Desmoulins. Compareció intrépida y digna de su glorioso
nombre. Declaró que había dicho a Dillon, a los prisioneros, que
si se volvía a reproducir un 2 de septiembre, “era deber de ellos
defender su vida”.
No hubo nadie, de la ideología que fuera, que no sintiera el
corazón arrebatado por esa muerte. No era una política, una
Corday, una Roland; era sencillamente una mujer que parecía
una niña. ¿Qué delito había cometido? Querer salvar a su
amante, a su marido, el buen Camille, abogado del género
humano. Murió por su virtud aquella valerosa y seductora
mujer, por cumplir el más santo de sus deberes.
Su madre, la bella y buena señora Duplessis, espantada
ante lo que jamás pudo sospechar, escribió a Robespierre, quien
ni pudo ni se atrevió a contestar. Se dice que amó a Lucile y que
se quería casar con ella. Si hubiese respondido, todos habrían
creído que todavía la amaba. Y se habría visto muy
comprometido.
Todo el mundo execró esta prudencia. Se sublevó el
sentimiento humano. Todos sufrieron y palidecieron al
observar estos actos y salió una voz del corazón de todos los
partidos: “¡Esto es ya demasiado!”.
¿Qué se había conseguido infligiendo esta tortura al alma
humana? Se excitó en los hombres el sentimiento de la guerra,
la sensibilidad salvaje que marcha independientemente de las
ideas y de los principios y que para vengar la sangre hace que
se derrame a ríos, que mataría naciones para salvar hombres.
Sin pruebas, documentos, ni testigos (no se puede llamar
así a tres soplones), todos estaban convencidos de haber
querido ahogar la voz de la Convención, restablecer la
monarquía, usurpar su soberanía, etc., etc. El pueblo, por
acostumbrado que estuviese, se asombraba de ver mezclados
sobre la patibularia carreta a aquellos seres procedentes de
todos los partidos.
El obispo de París resultaba un gran ejemplo para que los
curas no se hicieran revolucionarios. Se les avisó de que serían
asesinados por la República si se hacían republicanos. ¿Quién
se ríe de esto? ¡El antiguo clero! Los galicanos y los
juramentados creyeron que Robespierre estaba con ellos y se
llenaron de esperanza.
Si Dumas, si Fouquier-Tinville hubieran poseído más
talento, habrían evitado al proceso toda apariencia religiosa.
Lejos de esto, serviles aduladores de Robespierre y del nuevo
movimiento indicado el 6 por Couthon, emplearon el lenguaje
que estaba de moda. Hablaron de la Divinidad, del ateísmo, del
Ser Supremo, etc. Criticaron la abjuración de Gobel, acusaron a
Lapallus de haber expoliado las iglesias de Lyon, a Chaumette
de haber cerrado las de París y de unirse con Clootz “para
negar toda idea de la Divinidad”. Para colmo de desgracias,
esto tuvo lugar cuando el jurado Renaudin, íntimo de
Robespierre, cambió de pronto su papel con una extraña salida,
expresando su indignación por haber escuchado a Gobel,
Clootz y Fabre d'Églantine “alegrarse de que las iglesias
estuvieran cerradas”.
El presidente lanzó ridículas acusaciones contra
Chaumette. Dijo que si cerraba las iglesias y encarcelaba a las
prostitutas, era para que los libertinos desesperados ultrajasen a
las mujeres honradas y por otro lado para que los fanáticos se
unieran a los libertinos para acabar con el gobierno.
Chaumette por fin se mostró tal como era: un pobre escritor
que temiendo ser supliciado llegó a decir que no había tenido
gran contacto con Anacharsis Clootz. Creyó que desligándose
de la amistad del gran hereje obtendría el indulto de
Robespierre.
En el fondo el herético, el mártir de la libertad, no era tanto
Chaumette o Clootz, sino el mismo París. Era a París a quien se
atacaba a través de sus personas, era la audaz vanguardia del
pensamiento humano, del libre genio de la tierra, que tuvo su
precursor en la gran Comuna. Tras ese mazazo, París, con un
poco de retraso (medio siglo es un poco), se alejó de las vías
religiosas y de la iniciación filosófica, para más tarde volver a
ellas por el circuito del socialismo, que sin duda le volverá a
llevar allí.
Chaumette, a pesar de su debilidad, consiguió un doble
título, nunca un magistrado popular se había mostrado tan
inagotablemente fecundo en ideas benévolas y útiles101.
Por otro lado, gracias a la cruel intolerancia de sus
enemigos, ocupaba su puesto en la gloriosa serie de los que
pagaron con su sangre por la libertad religiosa. Los Bruno, los
Morin (¡quemado durante el reinado de Luis XIV en 1664!),
tienen como legítimo sucesor al pobre Anaxágoras Chaumette.
Los seiscientos mil protestantes emigrados con el gran rey, los
cincuenta mil jansenistas llevados a la Bastilla, los mucho más
numerosos mártires de la libertad de pensamiento que una
intolerancia aún más maquiavélica hizo morir de hambre,
deben reconocer a un hermano en el apóstol de la Razón, que
fue la voz de París.
(16 1794)

Odio de Robespierre y Saint-Just a Cambon.—Acusaciones públicas


contra él.—Lo que pudo responder.—Dificultad insuperable de la
situación.

La dictadura que se instauraba espontánea y fatalmente, ¿podía


acabarse con la proscripción? Así lo hubiese querido, pero
habría sido en vano. Se veía dirigida y empujada por la fuerza
de las cosas que debían ser proscritas y de los reyes destituidos.
Llamo así a los representantes que habían vuelto de las
misiones de 1793, y que tarde o temprano serían los reyes
reinantes, llamo así al rey de las finanzas y al rey de la guerra,
Cambon y Carnot.
Carnot, por la supresión del ministerio de la guerra, asumía
toda la responsabilidad, y en caso de reveses él hubiera sido el
único responsable. Robespierre acordó no poner su firma a
ningún documento relativo a la guerra, mientras que a cada
instante sus actos, los de Saint-Just y Couthon, recibían de
Carnot la firma, la sanción que entre compañeros es irrecusable.
Gracias a esta reserva siempre podrían acusarle de toda medida
cuya utilidad fuese discutible, lo cual tuvo lugar en termidor.
En cuanto a Cambon, era el hombre más odiado por Saint-
Just y Robespierre, más que Danton, más que Vergniaud. Estos
dos eran dos individualidades y Cambon era todo un sistema.
Le odiaron, no con un odio efímero y personal, sino con un odio
intrínseco, inherente al fondo mismo de sus sistemas y de sus
ideas.
El primer discurso de Saint-Just se dirigió contra Cambon.
El último discurso de Robespierre fue contra él también.
El inteligente y pérfido barón de Batz, hábil agente realista,
había adivinado la única posibilidad por la cual podía ponerse
en comunicación con Robespierre (Declaración de Chabot):
proponerle planes financieros capaces de competir con los de
Cambon, o por lo menos de desesperarlo.
La antipatía de los dos grandes utopistas de la Revolución
hacia su gran hacendista, estaba fundada en el mismo
sentimiento de su partido y del pueblo en general. La tiranía del
asignado, el aumento en la circulación del papel o la
desaparición del numerario, el máximo, el hambre que se sufría,
la desaparición de los recursos del Estado; todo esto se atribuía
a Cambon.
¿Quién ha hecho él solo el mal de la Revolución? ¿Quién
fue su genio malo, si no este hombre? ¿Un hombre? No, un
abismo al que se arrojó Francia. ¿Quién nos ha hecho perder las
esperanzas? ¿Dónde está ese soberbio expolio de los bienes de
la iglesia? ¡Cuatro mil millones!<Absorbidos. ¿Dónde está el
patrimonio real?< ¿Y los bienes de los emigrados? Se funden,
desaparecen< Mañana serán devorados.
Esa gran dote de la nación, ese patrimonio del pobre, esa
restitución natural de los ociosos al pueblo, el sueño de la
Revolución, ¿Qué ha pasado con todo ello? Todo ha
desaparecido entre las manos ineptas, quizás pérfidas, de este
exterminador de la fortuna pública.
¿Qué supo y qué hizo? ¿Cuál fue la receta de ese empírico?
Sólo una: la tabla de los asignados. Se ensaña con esa tabla,
haciéndola rodar noche y día. A todo esto siempre daba la
misma respuesta: “¡Aún mil millones más!”. No contento con
los grandes asignados, los dividió en pequeñas parcelas. Por
ello la especulación se expandió, llegando hasta los más
insignificantes pueblos.
¿Todo esto es inocente? La facultad de comprar bienes
nacionales por anualidades ¿a quién favoreció? Al hombre de
dinero, al especulador, que desde que hizo su primer pago
mínimo a la nación, revende sacando provecho, se embolsa
buenas cantidades y de ese precio de reventa, especula y
acapara, oculta las mercancías, provoca la carestía y vuelve a
ganar.
¿No se le dijo a Cambon el invierno pasado que sus
precipitadas ventas de las iglesias acarreaban la guerra civil?<
¿Quién hizo la Vendée? Él.
Lo peor es que los males que provocó durarán siempre.
Todo ha pasado a manos de los ladrones; nos quedamos
muertos de hambre. La astucia triunfa para siempre. El antiguo
régimen podrá reírse de nosotros y decirnos, burlándose, la cita
del Evangelio: “Siempre tendréis pobres”.
“La Revolución está acabada. Comió un poco de miel y ya
muere. Creía haber mordido las manzanas del jardín de las
Hespérides y no encontró más que hiel y cenizas”.
Tales eran el dolor público y las injustas acusaciones que
atribuían a un sólo hombre todas las desgracias de una época.
Lo que Cambon defendía era que al atacar se quebrantaba
toda su legislación, dándose un golpe terrible al crédito, a la
confianza.
No era él quien había obrado, sino la situación, el peligro y
la crisis desesperada. Ese tiempo ya olvidado en que la
desarmada Francia vio a todo el mundo revuelto contra sí, esta
miseria del 12 de marzo en la que el Tesoro no tenía más que
unos mil francos en papel, ¿permitía elegir los medios? ¿Dejaba
tiempo libre para organizar las repúblicas de Licurgo y de
Numa?
Este gran hombre hubiera podido contestar de forma
fulminante: “¿Sabéis por qué os he tenido que arruinar? ¿Por
qué la guerra ha agotado los recursos de Francia? Porque no
habéis querido la guerra que yo proponía. Mi guerra no ha sido
la vuestra. Yo la quería ofensiva y en país enemigo. Vosotros
hicisteis una guerra defensiva. Yo quería una guerra social y
vosotros habéis hecho una guerra política. Vosotros declaráis en
los Jacobinos que Francia no se debe mezclar con los demás
países, y yo lanzaba a Francia en la cruzada libertadora del
mundo, atribuyendo a la guerra los bienes nacionales de los
pueblos libertados. La Revolución francesa quedará aislada y
Francia pagará sus dispendios”.
“¿Qué he hecho ante vuestras miserias? Os he salvado el
honor. La República francesa, en su más terrible crisis, la de
agosto de 1793, ante la bancarrota de los reyes, reunió, aceptó y
consagró en su Gran Libro todas las obligaciones del pasado. Si
no pudo pagar los fondos, garantizó las rentas, obligándose a
pagar cuentas que ni eran suyas ni había contraído, expiando
ahora las injurias del pasado y bautizando su nombre para el
porvenir en estos actos de libre y generosa expiación”.
“Por lo demás, ¿qué hubiera podido hacer ante las más
terribles exigencias que ha registrado la historia? Imposible
poner impuestos. Se llegó a creer que la Revolución significaba
no pagar un céntimo. Por mucho que recordáramos la
supresión del diezmo, de las ayudas, de las prestaciones y de
las gabelas, eran ya cosas olvidadas. Pero la contribución
mobiliaria siempre hacía suspirar; se lloraba sobre el pobre
pueblo. Los enterradores se lamentaban. Las ancianas que
daban todo a los curas no dejaban recaudar el impuesto más
que sable en mano. Por lo tanto yo sólo podía vender, vender
rápido y a toda costa. Cuanto más se avanzaba, las ventas eran
cada vez más difíciles. El pobre se vio de inmediato sin dinero;
al segundo de haber realizado los doce pagos, llegaba el
especulador. Y por eso estábamos felices; proclamábamos
patriotas a los que se presentaban como compradores y querían
hacer fortuna< Y la República tuvo que hacer la corte a los
ricos. Sin dinero nos hundíamos. Se les permitió comprar los
bienes comunales, el patrimonio de los pobres. Se les dejó
comprar los bienes eclesiásticos, que eran más fáciles de
revender. Se hizo el esfuerzo de asegurar que al menos los
bienes de los emigrados se dividirían en parcelas; se prohibió
comprarlos por más de 500 francos, más de cuatro arpentas.
Imposible de vender. La especulación se alejaba. Hubo que
cerrar los ojos ante la violación de las leyes”.
Cambon, sin embargo, queda justificado en una palabra del
propio Saint-Just.
En ese discurso del 16 de abril, dice que el modo de
adquisición por anualidades permitía especular, y más
adelante: “Conviene restablecer la tranquilidad en las adquisiciones
e innovar lo menos posible en el régimen de anualidades”. Así
estableció que: 1º esa modalidad es detestable y 2° que debía
mantenerse.
¡Fatalidad, infranqueable muro donde se estrellaba la
Revolución!
El enemigo se escondió, se ocultó en el fondo mismo de las
leyes revolucionarias. El gusano habita en el corazón del fruto y
nunca se le podrá sacar de allí. Las leyes de la igualdad han
hecho renacer la aristocracia.
Pero si las leyes no tienen ningún poder, diremos, ¿por qué
el hombre no las suple por otras? ¿De qué sirve haber cubierto
Francia de autoridades revolucionarias y de sociedades
populares? El ojo abierto entre las nubes que hay en la bandera
de la sociedad jacobina es una insignia engañosa? Todos atacan
a los agiotistas y todos maldicen a los acaparadores. Pero ¿son
estas vanas palabras? Esta inmensa requisición, tan moral como
política, ¿no puede observar de cerca a los compradores
equívocos, a los testaferros y ver tras la astucia del especulador
el secreto de las coaliciones?
La respuesta a esta pregunta es la revelación de un terrible
misterio.
La burguesía entra en los negocios.—Los Comités de vigilancia ya no
vigilan.—Los especuladores se resguardan tras las autoridades.—Los
contrarrevolucionarios dueños de los Comités del campo.—
Especulaciones de Jourdan y Rovère.—Necesidad de una
depuración.—La banda negra inembargable.

La inquisición revolucionaria bajo sus dos formas, sociedades


jacobinas y comités de vigilancia de secciones, ciudades o pueblos,
sólo podía conservarse pura y fuerte si continuaba siendo
solamente inquisición. Si dejaba su labor de vigilancia para
entrar en los negocios, si el jacobino vigilante era exactamente el
mismo hombre que el funcionario público al que debía vigilar,
se podía predecir que se mostraría indulgente con él, que esa
terrible fantasmagoría de inquisición se haría ilusoria, que si
continuaba haciendo su papel, sería para obrar el cambio, para
desviar la atención, dirigiendo sus severidades a otro lugar,
fuera de sí, corrompiéndose cada vez más, como todo poder sin
control.
Y esto ocurrió, pero multiplicado por tres, en los jacobinos
de los Lameth, en los jacobinos de Brissot y en los jacobinos de
Robespierre. En tres ocasiones la gran Sociedad cambió su
papel de vigilante por el de funcionario. Diez mil jacobinos
entraron a la vez en la administración (1792).
A cada evacuación de este género, la sociedad parecía
purificarse, porque reclutaba nuevos elementos en la clase
popular, infiltrándose en su seno un grado más de democracia.
En 1793 se hizo el último esfuerzo y la Sociedad jacobina se
creyó ya casi en el imperio de la igualdad. ¡Error profundo! En
el 93, al igual que ocurría antes, continuó dominando la
burguesía.
Entiendo aquí por burguesía la clase que entonces, poco
numerosa, sabía leer, escribir y contar: el burócrata, el
funcionario, el empleado, el ex procurador, el ex clérigo, el
verdadero rey moderno, el escriba.
Ése es el sabroso fruto que la sociedad europea recoge del
hecho de haber tenido al sacerdote como único instructor
durante mil doscientos años. La masa entera (menos una
mínima parte) quedaba en estado bárbaro, incapaz; ante
cualquier asunto enrevesado su cabeza se bloquea y deben
entregarse necesariamente a esa minoría que sabe contar,
garabatear. Esta minoría, dueña de las funciones públicas
entonces, continúa siéndolo también hoy.
Tan sólo diez o doce miembros de un Comité de vigilancia
de los cuarenta, cincuenta o cien miembros que componían una
Sociedad jacobina, sabían leer. El resto eran gentes analfabetas.
Estos sencillos patriotas descubrían a quienes poseían la
suprema inteligencia de saber leer, quienes se hacían rogar
hasta en nombre de la patria para tomar parte en los negocios.
Y cuando trataban de realizar algún trabajo los funcionarios
designados por ellos mismos, contestaban que tal cosa no se
podía hacer porque lo prohibía el decreto de brumario, la ley de
Ventoso, etc. Los ignorantes patriotas no sabían qué contestar y
obedecían como corderos.
La burguesía, muy mezclada en los clubs en 1789, fue
separada en el 91 de estas funciones; pero en el 93 intervino en
los poderes públicos y reinó en todas las funciones, sacando
gran provecho de ellas.
¿Era ahora la misma burguesía? Como clase no. Como
individuos eran en parte los mismos: antiguos procuradores,
ujieres y gentes del estilo y a estos se mezcló un buen número
de comerciantes y algunos obreros que sabían garrapatear y
citar, bien o mal, los decretos.
Los mismos hombres fueron los agitadores de las
sociedades populares y de los comités revolucionarios o de
vigilancia.
Sociedades y comités, en el fondo, eran lo mismo. Los jacobinos
declararon que no reconocían como sociedades populares más
que aquellas cuyo eje serían esos comités esencialmente
jacobinos (23 de septiembre), y entonces las demás sociedades
cerrarían poco a poco. En cada localidad, lo que los agitadores
habían preparado y proclamado como sociedad, las mismas
personas lo ejecutaban seguidamente como comité. Así que en
cada uno de esos lugares todo se reducía a doce o quince
personas. El que organizaba a esos doce era el líder.
Los hombres de negocios o el especulador oculto que se
aliaba con él, trabajaban, pues, al amparo de estos comités, al
amparo del Comité de vigilancia, que no vigilaba ya, puesto
que había ingresado también en las funciones públicas.
Se creó, pues, una tiranía a causa del peligro. El gobierno
central la había aumentado suprimiendo e irritando a los
poderes intermediarios que estorbaban a los comités, sin osar
encargarse de esta inspección. Temía perder popularidad
compartiendo, mientras les vigilaba, la responsabilidad de la
acción revolucionaria.
Y resultó que por la timidez de los dos Comités
gobernantes, los pequeños comités revolucionarios, por muy
patriotas que fuesen, se convirtieron, muchas veces sin saberlo,
en instrumento de los especuladores.
La araña, completamente segura tras semejante protección,
trabajaba tranquilamente. No sólo participaba de la
inviolabilidad de la sociedad y del comité, de su poder para
generar terror, sino que también empleaba ese terror en
beneficio de sus negocios, aterrorizando a sus competidores; no
había ningún otro comprador patriota en las subastas públicas.
Y si se le acusaba más arriba, sólo se podía atacar a ese
hombre a través del Comité, a través del escudo tres veces santo
y tres veces sagrado, de la sociedad popular.
Algunos hechos dieron a conocer la organización interior
de estos comités.
Ya hemos visto cómo fue arrestado Prudhomme. Ese sagaz
periodista que siempre se arrimó al sol que más calentaba, creía
estar en completa seguridad porque había defendido a Marat y
a Hébert contra la Gironda (abril-mayo de 1793). En junio, los
hebertistas consideraron que era el mes ideal para acabar con su
periódico, Las Revoluciones de París y librar así al Padre Duchesne
de ese rival.
Un hebertista que dirigía la sección de Quatre-Nations, en
la que vivía Prudhomme, gestionó él solo todo este asunto: 1°
denunció a Prudhomme a la asamblea general de la sección
(esas asambleas, en esa época, estaban casi desiertas); 2° como
era presidente de esta asamblea, él mismo pronunció la toma en
consideración de la denuncia y decidió que el acusado iría al
Comité revolucionario; 3° presidió el Comité y le presionó para
que llevara a cabo el arresto; 4° lo llevó a cabo él mismo, a la
cabeza de las fuerzas armadas. Prudhomme, que pronto sería
liberado, pero que estaba alarmado y completamente
desanimado, pronto dejó de aparecer. Eso era lo que se
pretendía. Reapareció el 3 de octubre pero manso, en beneficio
de Hébert y de los hebertistas, cuyos colores lucía.
Y a continuación otro caso aún más asombroso. En París,
ante los ojos mismos del Comité de seguridad, un comité
revolucionario, el de la Croix-Rouge o del barrio de Saint-
Germain, imitando a los especuladores que creaban casas de
salud para admitir a los prisioneros a quienes se favorecía, creó
en la calle de Sèvres una prisión confortable donde se pagaban
precios enormes, de suerte que a quienes se declaraba
arrestados eran admitidos como prisioneros pensionarios,
explotándolos extraordinariamente.
Estos ni se quejaban. Era una garantía de vida. El Comité
mimaba, cuidaba y ocultaba a su pequeño rebaño. Antes del 7
de termidor ni se les tocó. Hasta que no sobrevino el Terror, que
no respetaba nada, no terminó la explotación de la Croix-
Rouge, guillotinando a algunos pensionistas.
Y ¿cómo se estructuraba este comité?
Allí figuraban cuatro artistas, un músico y tres pintores,
pobres diablos que viviendo en perpetuo divorcio con su arte,
habían adoptado este sistema de vida. Había cuatro criados de
casas antiguas que podían informar. Un hombre de ejecución,
ex policía, y dos hombres fuertes, dos recadistas de por allí.
Tres comerciantes y finalmente un antiguo notario que era
quien probablemente llevaba todo el asunto y preparaba al
comité para la especulación.
Todo esto ocurría en París. En las provincias la vigilancia
era menor. Los registros del Comité de seguridad general,
mutilados en los últimos meses, pero enteros hasta mayo de
1794, no registran casi ningún acto relativo a los departamentos.
Si algo se infiltraba de los departamentos a París, era un
milagro del cielo. Sólo conozco un caso.
El 24 de pluvioso de 1794 se denunció a la Convención que
un alguacil del distrito de la Souterraine (departamento de la
Creuse) ejercía las funciones de alcalde de la población y
miembro del Comité de vigilancia. El tal funcionario, de tal
modo se aprovechaba de su autoridad, que en muy poco
tiempo por medios lucrativos logró adquirir una respetable
fortuna. Les hacía prisioneros y les pedía cuatro, cinco o
seiscientas libras por cabeza. Les vendía exenciones de la
requisición. Les hacía trabajar para él hasta la extenuación en
un bien nacional del que se había hecho colono. En un
momento de carestía les obligó a contribuir para comprar trigo,
y después ese trigo lo vendió a treinta céntimos más por
celemín de lo que había pagado. Este tirano parecía un ejemplo
de los antiguos nobles, pues llegó a disfrutar hasta del derecho de
pernada. Un hombre al que metió en la cárcel sólo pudo salir
casándose con una muchacha que él le impuso. El cura se
quería casar y no se lo permitió. Para estar completamente
tranquilo encerró a la novia y después la desterró de la comuna.
Lo que le hacía tan osado era que se había labrado a precio
muy bajo un renombre de patriotismo celebrando por todo lo
alto la abolición del feudalismo. Para la fiesta había recaudado
la enorme suma de 2.400 libras y había cortado en los bosques
del estado gran cantidad de madera con la que hizo una fogata
en una Montaña vecina.
En el distrito todo el mundo se quejaba. Pero como uno de
los administradores era pariente del ujier, el distrito ni abrió la
boca.
El tribunal criminal del departamento no osaba acusar a ese
gran patriota. Preguntó en la Convención si era competente
para hacerlo. La Convención indignada, decretó que se le
arrestara al instante, a él y a sus protectores, los
administradores del distrito, y les envió a todos al Tribunal
revolucionario.
El 19 de ventoso, en los Jacobinos, el dantonista Thirion
declaró que los comités de vigilancia de las pequeñas comunas
estaban profundamente corrompidos, que allí los aristócratas,
los intendentes, los administradores, los lacayos de antiguos
señores eran los dueños y señores; que eran ellos los que
impedían a los campesinos llevar sus mercancías hasta las
ciudades.
La observación dio buen resultado. Poco después la
Convención, siguiendo la sabia proposición de Couthon,
decretó que no habría comité de vigilancia más que en las capitales de
distrito, donde sin duda el comité funcionaría mejor bajo la
mirada de los jacobinos. La Revolución huía del campo y se
concentraba en las ciudades.
¡Y qué! ¿Los compradores de bienes nacionales no
constituyen en el campo una falange invencible contra la
aristocracia?< ¿Pero, y si son aristócratas?
Me temo que incluso en los distritos la especulación
concentrada debe ser igual de codiciosa y de
contrarrevolucionaria. La edad de los principios se va, la de los
intereses comienza. En ella se realizará sin ningún esfuerzo la
monstruosa alianza de los partidos. Falsos patriotas y
aristócratas especularán juntos.
Se recuerda a Jourdan, el hombre de la Glacière, expulsado
por los constitucionales y llevado triunfante a Avignon por
Barbaroux. Primero empuñó la bandera de los girondinos.
Después, en 1794, se unió a los realistas y especuló con ellos.
Como era un gran patriota fue bien recibido por los jacobinos
de París y el 28 de nivoso se le nombró miembro. No se habría
osado atentar contra el si por una torpeza no hubiera concitado
contra sí la cólera de la Asamblea.
El representante Maignet envió a la Convención una carta
en la que Jourdan, coronel de la gendarmería, denunciaba como
sospechoso a un representante que había pasado a Avignon con
un permiso de la Asamblea. Jourdan se portó entonces como un
patriota más celoso que la propia Convención. Merlin de
Thionville y Legendre pidieron que fuera enviado al Comité de
seguridad general. Hubo otros que también apoyaron esa
solicitud. Jourdan fue detenido y minuciosamente examinado.
Y entonces se vio más de lo que se quería ver. Para esas
especulaciones Jourdan estaba asociado con el representante
Rovère, del Condado de Avignon. Medio italiano, ex guardia
de corps del papa, rico, marqués de Fonvielle, cambiaba todos
los días de identidad, tan pronto pertenecía a los ilustres
Rovères de Italia, como era nieto de un carnicero. Ese camaleón
ofreció el más sorprendente espectáculo. Rovère y Jourdan
organizaron la primera banda negra en el Mediodía, comprando
a precios viles los bienes nacionales. Los cómplices eran los
realistas, los agentes de los emigrados, los parientes y amigos
de quienes Jourdan había ejecutado. Este Rovère les hizo
entender que podían, aprovechando la sencillez de los
revolucionarios, asestar los más lucrativos golpes sobre los
restos de sus muertos, de sus propios muertos. La Revolución
había trabajado para ellos. Comenzaron a reconocer que el
Terror también tenía su parte buena. Las marquesas
simpatizaron profundamente con Fonvielle, ¿qué digo?, con
monsieur Jourdan. “¡Lástima! —decían suspirando cuando fue
procesado—. Nos quitan a monsieur Jourdan cuando vuelve a los
buenos principios”.
Jourdan murió en la guillotina. Rovère permaneció mudo
en la Montaña, sentado entre los dantonistas, a quienes
deshonraba, y estos fueron quienes denunciaron a su socio.
Los hechos precedentes muestran cómo la luz sólo volvía
en raras ocasiones.
Incluso entre los robespierristas, que alardeaban de austera
moralidad, se observó la rápida fortuna acumulada por el
impresor Nicolás, obrero en 1792 y dueño en 1793 de una
riquísima imprenta, quien sólo con trabajos del tribunal había
ganado cien mil francos.
Dubois-Crancé escribió en abril desde Rennes a los
jacobinos que su papel de vigilantes y censores de los funcionarios
no les permitía ser funcionarios, y no sabían por cuál de los
cargos optar.
¿Era esto posible? Como el personal revolucionario se había
reducido tanto, ¿no estaban los jacobinos obligados a acumular
esas cosas poco conciliables? Los puestos que dejaron vacantes
¿no habían pasado a manos poco seguras? Sea como sea, ante el
solo enunciado de la proposición la sala creyó hundirse. Los
más reacios se tapaban los oídos para no escuchar semejante
blasfemia. Robespierre casi lanzó una acusación de alta traición.
Mientras tanto, no hay duda de que el precoz hundimiento
del gobierno revolucionario fue causado por dos hechos.
En primer lugar por ese cúmulo de vigilantes funcionarios,
que no estaban sometidos a ningún control salvo al suyo
propio.
En segundo lugar, por la tolerancia de varias sociedades o
comités con la especulación a menudo ejercida por sus propios
miembros, compradores, vendedores, traficantes de bienes
nacionales, chamarileando y enriqueciéndose “por la salvación
de la Patria”.
Estas dos lacras minaban la República.
Triunfaba ante Europa y languidecía silenciosamente.
Tenía que llegarle, como a un soberbio navío que reina en
el océano y que lleva en su seno un mundo de gusanos que le
va devorando.
Hay una ciudad en Francia, un puerto, donde varias de sus
casas, habitadas por nuevos huéspedes, pueden venirse abajo
en cualquier momento. Probablemente fueron traídas de las
colonias por un navío. Desde entonces, dueñas absolutas de un
barrio de la Rochelle, las termitas, pues ése es su nombre,
laboriosos, silenciosos e invisibles obreros, trabajan sin que
nada les detenga. Una estaca nueva clavada en la tierra es
devorada en veinticuatro horas. Vigas, artesonados, puertas,
marcos de ventanas, peldaños y barandillas de escalera, todo
está comido sin que lo parezca. Sólo queda la forma. Os apoyáis
en esa madera aparentemente firme, barnizada, reluciente, y la
mano se hunde; no es más que polvo. Los parques ceden a las
pisadas; se intenta andar suavemente. ¿Qué es de las vigas de
debajo? Mejor ni pensarlo. Se vive suspendido sobre el abismo.
Así fue el extraño despertar de la Revolución, cuando,
preocupada por los principios, las ideas, las disputas y las
facciones, se dio cuenta de que por dentro se pensaba en otra
cosa, que se trataba de intereses, de especulación, de coalición y
que todos estaban compinchados con todos.
A esas termitas del 94 y del 95 se les llamaba la Banda negra.
¿Pero cómo se les podía reconocer? El insecto, mucho más
peligroso que el de la Rochelle, vivía no sólo en la casa y en la
madera, sino también en el hombre, en la carne y en la sangre, y
hasta en la entrañas de las sociedades creadas para hacerle la
guerra, de manera que muy a menudo allí donde se buscaba el
medio para destruir al monstruo, se encontraba al propio
monstruo.
1794

¿Se podía en un día curar un mal de mil años?—Estancamiento,


abandono, desprecio de la vida.—Poder, actividad de las mujeres.—
Fúnebres galanterías.—Rápidas transformaciones, el advenimiento de
la química,—Muerte del inventor (8 de mayo).—Ferocidad libertina
del antiguo régimen, que continúa con la República.—Un noble
profesor de crimen.

Aproximemos las dos siguientes frases:


Un constitucional pronunciaba estas amargas y escépticas
palabras: “Ahora que hemos hecho leyes para una nación, nos
falta hacer una nación para estas leyes”.
Y un convencional decía: “Si llegamos a decretar la
educación, habremos vivido suficiente”.
Decretar la educación era difícil para una Revolución que
ya había comenzado, que sólo era consciente de una parte de
sus principios y que recibiría de manos del tiempo su completa
revelación.
Y no bastaba con decretar la educación y la creación de un
pueblo nuevo; había que cambiar el antiguo.
Mil años de educación antihumana, enseñando
sistemáticamente la degradación del hombre, mostrando como
principios de perfecta virtud la resignación a la servidumbre, es
decir, la aceptación del estado de embrutecimiento de una
sociedad, era obra terriblemente difícil, que la Revolución debía
destruir.
Era necesario inventar un remedio poderoso para curar de
un solo golpe ese cáncer envejecido a lo largo de tantos siglos.
Muchos tenían el sentimiento de que era imposible curar
tan grave y crónica enfermedad.
Otros se arrojaban en la desesperada idea de una terrible
depuración, absoluta, universal.
Aparecía también una dificultad. ¿Podía ser individual esta
depuración? ¿Eliminando este o el otro individuo se realizaba la
depuración? ¿El mal existía en todos? Sí; no había uno solo
inmaculado. Robespierre creyó que al morir Danton había
desaparecido todo. Error. Él mismo era materia de proscripción.
En Robespierre había un cura, como en Saint-Just un tirano.
Hacía falta un Robespierre para proscribir a Robespierre, el
Robespierre impuro, enfermo, vengativo, hipócrita.
La mayor parte, aun sin darse cuenta, sentían
instintivamente, confusamente, que cuanto se hacía no servía
para nada. Los esfuerzos del Terror y el derramamiento de
sangre fueron inútiles, y de aquí surgió un gran
descorazonamiento, una especie de cólera moral.
Herido precisamente el nervio moral, sobrevinieron
acontecimientos que revelaban estados especiales del alma.
Unos querían vivir a toda costa, y otros por fastidio, por
cansancio, deseaban morir o por lo menos no huían de la
muerte.
Se observó esto principalmente en Lyon. La frecuencia de
las ejecuciones divertía a los espectadores. “¿Qué podría hacer
para ser guillotinado?”, se preguntaba alguno. Uno de los
condenados, que leía cuando se le llamó, continuó leyendo
hasta que llegó al patíbulo y allí puso la señal en el libro. Cinco
prisioneros, en París, se escaparon a los gendarmes. Querían
solamente ver una función más en el Vaudeville. Uno
compareció después ante el tribunal. “¿Dónde están los
gendarmes? —preguntó—. ¿Podéis decirme dónde están los
gendarmes?”. Lo más grave ocurrió en la Asamblea. Un hombre
que quería matar a Robespierre o a Collot d'Herbois fue a la
Asamblea, en la cual Barère contaba no sé que historia de
Madagascar. El hombre se durmió profundamente.
Todos estos signos dejaban bien claro que el Terror se
estaba deteriorando. Este esfuerzo contra la Naturaleza no
podía continuar. La Naturaleza, la poderosa Naturaleza, que en
ningún sitio germina tanto como en las tumbas, reaparecía
victoriosa, adoptando mil formas inesperadas. La guerra, el
Terror, la muerte, todo cuanto parecía ir contra ella, le daba más
vigor, nuevos triunfos. Las mujeres jamás fueron tan fuertes. Se
multiplicaban removiéndolo todo. Las atrocidades de la ley
hacían legítimas las debilidades de la hermosura. Y decían ellas
consolando al prisionero: “Si hoy no soy buena, mañana ya será
tarde”. Por la mañana se podían ver a jóvenes imberbes
conduciendo un cabriolé a galope tendido; eran mujeres
humanitarias que imploraban, pedían a los poderosos del
momento. De ahí a la cárcel. La caridad les llevaba lejos.
Consoladoras fuera, dentro prisioneras, pero ninguna discutía.
Estar embarazadas era para las prisioneras garantía de vida.
Se repetía sin cesar una palabra como eje de todo el
pensamiento de la época: “¡La Naturaleza, la Naturaleza!
¡Entreguémonos a la Naturaleza!”. En 1795 fue sustituida por la
palabra vida.
Se aferraban a ella y se aprovechaban hasta las migajas. No
quedaba ni el recuerdo del respeto humano. El cautiverio era
entonces una completa liberación. Hombres y mujeres, serios y
graves, se lanzaban al torbellino de la muerte. Su
entretenimiento favorito era el ensayo de lo que iba a ocurrir,
del drama supremo, de las gracias que debían desplegarse en la
guillotina. Estas lúgubres parodias daban por resultado
audaces exhibiciones de la belleza, como queriendo despertar la
pasión, el dolor por lo que la muerte iba a destruir. Si no nos lo
creemos, conviene saber que un realista junto con algunas
grandes damas, se entrenaban en esa gimnasia sobre sillas mal
fijadas. Incluso en la sombra de la Conserjería, adonde sólo se
iba a morir, la reja trágica y sagrada, testigo de las civiles
predicaciones de madame Roland, vio frecuentemente a ciertas
horas escenas poco edificantes. La noche y la muerte guardaban
el secreto.
Así como el asignado no inspiraba confianza, el hombre
tampoco tenía la seguridad de durar más que el papel, y los
lazos se rompían bruscamente y se volvían a unir con
extraordinaria volubilidad. La existencia, por decirlo así, se
había volatilizado. No había nada sólido. Todo era fluido y
pronto sería gas que se desvanecería.
Lavoisier acababa de establecer y demostrar una gran idea
de la ciencia moderna: sólido, fluido y gaseoso, tres formas de
una misma sustancia.
¿Qué es el hombre físicamente y la vida? Un gas
solidificado102.
El descubridor de esta idea grande, terrible, fecunda, que
suprimía la inmortalidad de los cuerpos y el juicio postrero,
Lavoisier, era el espíritu mismo de la Revolución contra la Edad
Media.
Él fue quien, pasando por encima de los escrúpulos y
supersticiones locales, removió los cementerios del viejo París y
los vació de sus muertos para verterlos en las catacumbas.
¡Qué revolución tan grande introdujo Lavoisier en el fondo
mismo de la composición de los seres! ¡Él parecía el creador
convertido en rival de la naturaleza! Su ciencia comenzaba
entonces a hacer milagros. Tan fecunda en aplicaciones como
sublime en sus principios, ella proporcionaba armas para la
Patria. Ponía el rayo en sus manos. Registraba Francia a fondo y
encontraba cosas con las que aterrorizar a Europa. No sólo hizo
una ciencia Lavoisier, sino que engendró un pueblo. Una
inmensa pléyade de químicos, los discípulos del nitrato, lo
llenaban todo con su actividad. Por todas partes se veían las
calderas para fundir el nitrato. Se organizó una gran fiesta en la
escuela, la fiesta de la química. “Hace falta un trono para sentar
al creador”. Sí, sobre la fatal carreta en la plaza de la
Revolución.
No hace falta ni una palabra más. Todo esto ya es
suficientemente elocuente. Junto a la grandeza del movimiento
vemos su brutalidad, su ceguera, su vértigo.
Comienza la marcha declarada de una nueva época, que
por medio de juicios, proscripciones, batallas, hambrunas y
hospitales, en un año, de 1794 a 1795, lo disolvió todo, lo
descompuso todo, entregando al reposo de la naturaleza esta
enorme masa viviente de millones de hombres.
Una emoción de placer, salvaje, homicida, que en muchos
hombres va unida a la destrucción. Es algo triste y sombrío: a
los hombres les gusta tanto destruir como crear. Destruyendo
parece que sientan a Dios.
La naturaleza se muestra estéril y parece que pida alegrías
a la muerte, al dolor. Eran los placeres de un pueblo siervo, sin
fuerza moral, sin esperanzas de mejorar, eran la potencia y la
rueda. Los placeres de los amos de este pueblo se reducían al
ultraje y los golpes, al látigo y al palo. Lo que vemos en Rusia
donde, de albergue en albergue, se flagela al postillón para
divertimento del conductor, da una imagen debilitada de esa
feliz Edad Media. Feliz Francia, feliz Inglaterra, es una palabra
proverbial, todos los países son felices.
Aún en el siglo XVII, había muchos señores felices. La
guerra, la caza, el duelo, tres formas de verter sangre sin el
prejuicio del asesinato. Leed en las memorias de Fléchier las
bromas pesadas de la nobleza de Auvernia: encerraban a un
hombre hasta hacer que muriera de hambre.
El gran Condé dijo durante no sé qué carnicería: “¡Bah! ¡No
es más que la de una noche de París!”. Los Condé, cazadores
salvajes, demasiado habituados a ver sangre en esas inmensas
matanzas llamadas grandes cazas, vivían encantados en los
bosques, rodeados de mil extraños caprichos. El hijo del gran
Condé a menudo creía ser un perro de caza y como tal, ladraba
durante horas. Su nieto (véase Saint-Simon) fue un enano
caprichoso y feroz. Estos príncipes, alejados de los ejércitos por
la desconfianza de los reyes, eran aguantados como reyes, en la
salvaje libertad de sus más condenables fantasías. Uno de ellos,
Charolais, asesinaba de vez en cuando para distraerse. La
tiranía ilimitada de esas grandes familias para con sus criados y
vasallos continuaba en pleno siglo dieciocho. “Esas gentes
viven de nosotros —decían—; ¿qué importa si nosotros los
matamos?”.
Esos oscuros tiempos de la monarquía, cuidadosamente
oscurecidos por la connivencia de los reyes, que salvaban el
honor de las familias, molestos por el progreso del orden,
estaban sin embargo animados e irritados por la creciente
resistencia de la dignidad humana. El ultraje era más sabroso
cuando ya no recaía sobre bestias como las de la Edad Media. El
placer ya no residía en disfrutar, sino en destrozar. Miserables
generaciones, último poso de un mundo acabado, sin corazón,
sin imaginación y privadas de sentido, que del placer no
conocen más que el dolor y para las que, en su vicio impotente,
comienza un infierno.
En los castillos de los Condé, de una de sus damas de
honor, nació M. de Sade, de la noble familia de Avignon,
ilustrada por la Laura de Petrarca. Era un amable vividor; sólo
sus alegrías de príncipe le mezclaban con la justicia. La primera
vez una mujer a la que golpeaba y torturaba se tiró por la
ventana. Quedó libre tras el pago de cien luises. Otra vez invitó
a comer a dos muchachas de Marsella y para reírse, las
envenenó. El parlamento de Aix se enfadó. De Sade se salvó y
en el camino raptó a su cuñada. Como siempre volvía a lo
mismo, el rey, harto de indultarle, le metió en la Bastilla. El
hecho de que un hombre semejante estuviera aún vivo era lo
que mejor demostraba la necesidad de destruir la horrible
arbitrariedad de la antigua monarquía. Vivía, pero finalmente,
cuando la justicia llegó al mundo, la primera prueba de la
guillotina le pertenecía por derecho.
Prisionero en la Bastilla se las dio de víctima. Se admitía
crédulamente todo embuste de ese tipo. Se dice que fue bien
recibido por ClermontTonnerre y por los constitucionales; bien
recibido también por los hombres del 93, tanto como para
presidir su sección, la de Las Picas o la de la plaza Vendôme, la
sección de Robespierre.
¿Cómo logró colarse allí? Aprovechando la confusión que
reinaba el 2 de septiembre. En ese día en el que todo el mundo
permaneció en sus casas, juzgó acertadamente que un noble
gozaba de más seguridad en el seno de su sección. Dejó su calle
(entonces desierta), la calle Neuvedes-Mathurins, y por la tarde
fue a los capuchinos que estaban cerca de la plaza Vendôme.
Los amigos de Robespierre no estaban allí porque se habían
dirigido a los Jacobinos. Había poca gente y nadie sabía escribir
bien. De Sade sólo era conocido como un hombre que estuvo en
prisión durante el antiguo régimen. Tenía un aire afable y fino,
era rubio, algo calvo y canoso. “¿Queréis ser secretario? —Con
mucho gusto”. Cogió la pluma.
Nuestro hombre calculó que no le convenía mucho llamar
la atención, en razón a sus precedentes, y adoptó el papel de
filántropo. Practicó visitas a los hospitales y confeccionó
algunos informes al respecto que fueron muy apreciados por la
sección.
Cuando se habló de crear el ejército revolucionario,
apadrinó esta cuestión popular y llegó a nombrársele con gran
entusiasmo presidente de la sección.
Esto le puso demasiado en evidencia.
Hacia finales de 1793 la Comuna intentó secundar el nuevo
culto de la depuración moral declarando la guerra a las
prostitutas, a los libertinos, a los libros obscenos, a la gentuza
de todo tipo que se ocultaba en París. Se comenzó también a
hacer averiguaciones sobre ese hipócrita; fue declarado
sospechoso, por lo cual se le detuvo. Ya en la cárcel, se hizo el
enfermo y consiguió que se le trasladara a una casa de salud, de
donde lo sacó el 9 de termidor.
Tenía entonces cincuenta años y podía decirse que era el
profesor emérito del crimen. Enseñaba, con la autoridad de sus
años y de sus elegantes formas, que la naturaleza es indiferente
al bien y al mal, que la naturaleza no es más que una sucesión
de crímenes y que el mundo, en suma, no es más que un gran
crimen.
Las sociedades mueren por causas monstruosas. La Edad
Media muere por un Gilles de Retz, el célebre asesino de niños;
el antiguo régimen por Sade, el apóstol de los asesinos.
Terrible situación de una República naciente, que en el
inmenso caos del mundo desplomado estaba suspendida por
estos espantosos reptiles. Las víboras y los escorpiones erraban
por sus fundamentos.
(16 1794)

La depuración por la dictadura.—Saint-Just quiere emplear el


Terror.—Robespierre querría detenerlo.—Decreto mixto del 16 de
abril.—Soledad de Saint-Just.

A medida que se descubría esta terrible podredumbre bajo


tierra, esos fangosos subterráneos, esos abismos escarbados bajo
la República, mucha gente honesta se iba uniendo al deseo de
Saint-Just: la creación de un gran depurador, de un censor
despiadado que, armado por la dictadura, pasaría a formar
parte del crisol de la Revolución.
Saint-Just creía que Robespierre era el hombre necesario.
Veía en él al único hombre de la Revolución que la había vivido
durante cinco años que parecían cinco siglos. Saint-Just
encontró a la nación muy separada del ideal republicano y la
juzgó incapaz de gobernarse por sí misma, y por lo tanto se
aferró a la idea de un dictador moral. Un solo hombre sería
capaz de desempeñar este papel y este hombre era Robespierre.
Ahora quizás se suponga que entre ellos había unidad de
criterio, y nada es más inexacto.
Aunque Saint-Just perteneciera por el corazón y por las
ideas a Robespierre, la fuerza de los acontecimientos le
separaba de él a pesar suyo.
Ya en el asunto de Danton, su conducta fue absolutamente
contraria.
Saint-Just mató a Danton porque sólo él tenía el
convencimiento del acto que se realizaba. Robespierre no habría
tenido valor para llevarlo a la guillotina por la fuerza, sin la
voluntad directorial, acerada de Saint-Just. En el momento en
que la ley escrita reclamaba el apoyo de los Comités, ¿quién
hizo callar a la ley? ¿Quién se colocó en su puesto? ¿Quién hizo
en aquel momento la ley y la dictadura? Saint-Just.
Robespierre, por el contrario, siguió por ese camino pero en
todo momento dejaba claro que había sido forzado a ello.
Robespierre tenía buen cuidado de decir cien veces que fue otro
quien concibió la primera idea de la muerte de Danton y que él
intentó enfrentar a esta idea el recuerdo de la antigua relación y
el hecho de que él se resistió por la salvación pública. Todos se
vieron tentados a pensar que en ese cruel sacrificio de un
compañero de tantos años, Robespierre se había sacrificado a sí
mismo, había inmolado su propio corazón.
La responsabilidad entera del acto cayó sobre Saint-Just.
Este reconoce la gravedad del suceso, y en sus notas, redactadas
frecuentemente en estilo fúnebre, señala ya su camino de
expiación.
Pero si cometió el enorme delito de hacer que la República
pasara sobre el cuerpo de su padre, era porque ese pasado tan
querido y tan sagrado para los patriotas, era para él como un
obstáculo en el camino del futuro en el que se apresuraba a
involucrar a la Revolución.
Más que Robespierre, Saint-Just necesitaba marchar
adelante por exigencia de sus propios actos. Si no hacía grandes
cosas para justificar que Danton era el obstáculo, la opinión le
señalaría como asesino de Danton.
Saint-Just había consultado desde que era joven el oráculo
de la muerte. Ya hemos hablado de las extravagancias de su
juventud, cómo, en medio de una ciudad de provincias muy
corrupta, de una escuela de derecho disuelta, en medio de las
seducciones interiores de una imaginación lúbrica, supo
refugiarse en una sala tapizada de negro, adornada con las
calaveras que representaban a los grandes hombres de la
antigüedad y a la que sólo acudía a unas horas determinadas.
Allí se le ocurrió sin duda su frase más grande: “El mundo ha
quedado vacío después de los romanos”.
Un sobrecogedor pasaje de su discurso del 16 de abril, que
no parece más que un rasgo de audacia, una moralidad cínica
tras semejante acontecimiento (“Ambiciosos, id a pasearos
durante una hora al cementerio donde duermen”, etc.), nos
lleva a creer, a quienes conocemos bien al hombre, que
efectivamente él mismo iba a consultar a los muertos; que pidió
consejo a los que había matado y que de su tumba obtuvo algún
pensamiento revolucionario.
¿Qué le decían los cementerios de Monceau y de la
Madeleine? ¿Qué le dijo el rey? Que “jamás habría paz entre el
antiguo y el nuevo mundo”. ¿Y los girondinos? ¿Y los
dantonistas? Lo que él mismo escribió: “Los que hacen a medias
las revoluciones se cavan su propia tumba”.
Reconstruyamos los hechos:
“Es necesario exterminar el viejo mundo, pero por un
procedimiento más definitivo que la muerte. La muerte lo
rehabilita y le hace revivir”.
“Es preciso exterminarlo por medio de la vergüenza”.
“Derecho, moral y revolución son tres cosas idénticas. El
contrarrevolucionario y el inmoral, deben formar un pueblo
aparte, un pueblo ilota al que se hiciera trabajar duramente para
el pueblo. A su vez, los privilegiados, nobles y curas, serán
galeotes por derecho”.
Este privilegio de envilecimiento contra los hasta entonces
privilegiados, esta creación de un infierno social, condenación
ostensible de los enemigos de la Igualdad, era tan terrible que
dejaba por inútiles a la guillotina y al Terror, procedimientos
propios para glorificar a los aristócratas, para convertir en
mártires a los bribones y a los Dubarry.
La cuestión era saber si la opinión admitía estos
procedimientos, si estas clases respetadas serían humilladas,
anuladas; si la piedad obraría; si los oprimidos de ayer no se
enternecerían ante el dolor de sus propios opresores.
Cuando el soñador llevó su idea al Comité de Salvación
Pública, con la seguridad del sonámbulo que camina con los
ojos cerrados, se chocó de repente. Ni una sola voz se alzó a su
favor.
¿Comunicó su proyecto a Robespierre? No lo creo. Sus
ideas eran ya visiblemente contrarias a las de este. Saint-Just
partía de Licurgo. Robespierre de Jean-Jacques Rousseau. Saint-
Just creía que la Revolución perecería si no procedía a su
depuración radical, al aniquilamiento de sus enemigos,
aniquilamiento moral del alma. Robespierre pensaba en la
división de los enemigos. Su discípulo proscribía a los curas. Él
quería asegurarlos, salvarlos, no solamente inspirado en su
fiesta del Ser Supremo, sino en otros medios más directos, de
los que ya hablaremos.
Otra diferencia. Saint-Just proscribía a los nobles todo
privilegio. Robespierre pidió ciertas excepciones.
Revelando tímidamente sus secretas ideas de indulgencia,
Robespierre no pretendía otra cosa que modificar su línea de
inmutable severidad. Creía poder levantar el altar sin destruir
el patíbulo. Delante de Billaud, delante de Collot, en la
Convención y en los Jacobinos, se deleitaba en pasar rozando,
sin caerse jamás en ellas, sobre las marismas del moderantismo
en las que Danton estaba sepultado.
Esto era algo infinitamente difícil y el sentido moral estaba
allí tan forzado como en el proyecto de Saint-Just. El hombre,
por la lógica del corazón, creyó que el creador de la vida es el
conservador y que Dios significa clemencia.
Los Comités, aunque adivinasen que Robespierre no podía
sostenerse en esta pendiente, comprendiendo que un día este
podría conciliarse con la opinión, prefirieron hacer causa con él
y combatir a Saint-Just. Adivinaban en este algo secreto aún
más terrible, una tiranía fanática, condenable. Lo frenaron
apenas pronunció la primera palabra, sintiéndose fuertes con el
apoyo de Robespierre.
En primer lugar y de forma unánime quitaron del decreto
propuesto la palabra curas103. Sólo los nobles se vieron
afectados.
Saint-Just hubiera querido el destierro absoluto de los
extranjeros. El decreto quedó limitado en esta forma: “Los
nobles y los extranjeros no habitarán en París ni en las plazas de
la frontera”.
Y además se añade esta restricción que podría anularlo
todo: “El Comité está autorizado a poner en requisición (a
obligar a permanecer en París) a todos aquellos a los que
considere útiles”.
Durante toda la noche se discutió, se perfiló y se cortó el
decreto. Saint-Just perdió la paciencia, lo abandonó todo y dijo
marchándose: “Mal modo adoptáis vosotros para combatir al
enemigo. La contrarrevolución lo destruirá todo”.
Al día siguiente, sin duda encontrándose ausente Saint-
Just, cada uno añadió un artículo nuevo a ese decreto
totalmente cambiado. El único que parece conservar todo el
carácter de Saint-Just es el siguiente: “Se codificarán las leyes, se
creará un cuerpo de instituciones que velará por las buenas
costumbres y la libertad”.
Fácilmente se adivinaban los autores de los demás
artículos. (Robespierre:) Los conspiradores no serán en adelante
juzgados en París. (Billaudz) Cuantos ociosos se quejen ante
estas resoluciones serán deportados a la Guayana. (Lindet:) Se
estimulará por medio de recompensas a la industria, al
comercio y a las minas protegiendo los transportes, la
circulación de los carreteros, etc. Se observa en este último
artículo el camino que en los ánimos había trazado el decreto de
Saint-Just, asumiendo todo el período histórico entre Dracón y
Colbert. Saint-Just detestaba el comercio y lo proscribía
especialmente, sosteniendo que ningún pueblo es bueno si no
es agrícola; que las manos del hombre se han hecho para labrar
la tierra y empuñar las armas.
Este decreto fue una especie de monstruo, en el que existían
gérmenes de todos los espíritus más hostiles. Tan extraña
confusión sólo puede atribuirse a la precipitación, al desorden
con que se discutía, de suerte que sólo aparecía de un modo
elocuente la demostración de inconciliables discordias. Esto
parecía como una acusación, una amarga sátira contra el
gobierno colectivo, que reclamaba la creación de la dictadura.
Esta elevaba la figura de Robespierre y destruía las
draconianas utopías de Saint-Just.
El uno quiso avanzar, penetrar en los mundos
desconocidos, y el otro quiso limitarlos.
Y el decreto resultante de esas tendencias tan diversas
dejaba muy claro que a partir de ahora la Revolución no podía
ni avanzar ni retroceder.
Saint-Just, aunque descorazonado, no renunció a presentar
este extraño producto a la Convención. No se abstuvo de
denunciar la discordia interior del Comité, la del triunvirato,
asestando un golpe gravísimo contra la autoridad
gubernamental. Era esto la entrada en campaña. Numerosos
ejércitos aliados se dibujaban en el horizonte. Saint-Just, con
verdadera grandeza, cubrió toda la situación. A la cabeza de
este decreto, como insignia de su poder, leyó un vastísimo
informe con un espíritu completamente diferente.
Por mucha atención que prestara a borrar del informe todo
lo que pudiera sugerir disentimientos, hay algo en él bastante
grave y que nada tiene de robespierrista: un elogio a Marat.
Saint-Just no ignoraba que Robespierre, antipático a este
recuerdo, celoso de este dios, veía todo elogio como un acto de
hostilidad. Lo que hizo Fabre d'Eglantine antes de su arresto,
contribuyó a que Robespierre lo considerase como implacable
enemigo.
Esto era un ligero signo, no de hostilidad, sino de
emancipación. Políticamente afecto a Robespierre y queriéndolo
como dictador, moralmente Saint-Just estaba solo.
Solo en la Convención, se vio no menos solo en el Comité
de Salvación Pública. Su soledad interior, aún más profunda, su
estado de abstracción, que lo tenía a mil años más allá o más
acá, le hacían el presente cada vez más intolerable. La sala de
los muertos le seguía como ideal favorito. No vivía a gusto más
que entre los grandes ejércitos, y aun así teniendo a distancia a
los generales, aborreciendo por anticipado el advenimiento del
poder militar, la brutalidad del sable. Eliminó en el ejército la
intrusión de las prostitutas. A un soldado que quiso conservar a
su querida un día más lo fusiló.
A través de este extraño papel de dictador de los ejércitos
no dejaba de escribir sus impresiones. Parecía que daba órdenes
de muerte a cada instante. Estos escritos no eran otra cosa que
sueños filantrópicos, ideas para la República del porvenir,
adonde le llevaban sus esperanzas, las leyes de un país agrícola
donde se regenerasen la igualdad y la virtud.
¡Cosa extraña! El proscrito y el proscriptor, Condorcet y
Saint-Just, escribían al mismo tiempo, uno en su habitación y
otro al frente de los ejércitos. Los dos escribían ensueños,
diferentes sí, pero siempre en el fondo impregnados de amor
sincero, acendrado y profundo a la humanidad.
Estas notas de Saint-Just, que una mano sistemática ha
querido ordenar para formar un libro, debían mantenerse en su
sucesión accidental, por confusa que pareciera, como le llegaron
en París o por los caminos, esta en los ejércitos y delante del
enemigo, esta en las laboriosas noches del Comité, esta otra
soñado en Monceau o en la Madeleine.
Hay palabras que muestran tal soledad de corazón, tal
impulso hacia tiempos futuros, que uno casi llega a pensar que
el presente ya no es para él. ¿Aún vive la amistad? Sí, pero
debilitada, sin duda: “El hombre, obligado a aislarse del mundo
y de sí mismo, arroja su ancla al futuro y aprieta contra su
corazón la inocente posteridad de los males presentes”.
Es el amor del futuro el que le vuelve terrible para su
tiempo. Guardián austero de la Revolución, por la que
responde ante las generaciones futuras, parece estar cada vez
más aislado en una isla áspera, escarpada y salvaje, pensando
en el imposible ideal del que el mundo huye cada vez mas.
Todos traicionan a este Licurgo, a ese joven Dracón, hasta
el espíritu mismo de su época.
El Comité le traiciona. Barère da seis mil exenciones al
decreto contra los nobles. Carnot los emplea cuando puede en
beneficio de la República.
Su propio maestro le traiciona. Saint-Just parte para
ponerse al frente del ejército y Robespierre excluye a los nobles
del famoso decreto contra los nobles.
Lebas, el hombre de Robespierre, en misión con Saint-Just y
viajando con él, le deja a menudo por el camino, se hace
entregar con frecuencia los registros de los Comités
revolucionarios y arranca las denuncias presentadas contra los
curas. Estas hojas arrancadas aún las posee la familia de Lebas.
Llamado por Robespierre para asistir a la fiesta del Ser
Supremo, Saint-Just no acude a la petición de su maestro y se
vuelve al ejército.
( 1794)

Todos los poderes en manos de Robespierre.—Oposición contra él.—


Discurso de la primera fiesta del Ser Supremo (7 de mayo).—Se niega
a ayudar a Polonia.

“Ese dictador, ese censor, ese gran juez que queréis elevar al
poder más elevado que jamás haya ocupado ningún hombre,
¿podrá descender libremente? Un partido lo eleva por propio
interés del partido. Este partido, cubierto de la sangre más
querida de la República, ¿puede creer que el dictador se
inspirará en las ideas del bien y del respeto? Dueño una vez y
reinando bajo la filosofía utopista, ¿encadenará para siempre a
la nación a la dictadura, se erigirá rey en nombre de la salvación
pública?”.
Así pensaban la mayoría de los republicanos, no sólo los
que temían la justicia de Robespierre, los Fouché, los Tallien, los
termidorianos, sino los más honrados montañeses, los Romme,
los Soubrany, los Maure, los Ruhl, irreprochables ciudadanos
que, lejos de ceder a la reacción la combatían al precio de su
sangre. Estos no apoyaron a Robespierre, convencidos como
estaban de que su triunfo era sólo el de un partido, menos aún,
el de una pequeña Convención.
Incluso entre los termidorianos, muchos de aquellos que
una ciega sensibilidad condujo muy lejos en el camino de la
reacción, que se mostraron violentos, imprudentes,
inconsecuentes, Lecointre, por ejemplo, no fueron menos
honestos y desinteresados en su odio hacia Robespierre: era la
dictadura inminente; era la realeza renaciente lo que en él
odiaron.
Resultará extraño decirlo, pero quien lo combatió con
energía comunicando a los débiles su entusiasmo y su valor, la
fe en su audacia, fue Lecointre, de Versalles. Era un buen
hombre, algo loco, excesivamente colérico. Nacido con figura
grotesca, con una fisonomía atrayente por lo ridícula, parecía
una de esas criaturas hechas adrede por la naturaleza para
hacer reír. Burlesco en todo y en todo torpe, realizaba cosas
audaces, asombrosamente atrevidas. Sólo Lecointre, después
del aplastamiento en que cayó Legendre, tenía el poder de
acusar a la Convención. Recordemos que Lecointre,
comerciante de telas en Versalles, vendedor en la corte, trabajó
contra la corte, en contra de sus propios intereses. En Sèvres,
donde blanqueaba sus telas, había hecho muchas obras
caritativas. Construía para los pobres, los alojaba, les daba
ocupación y les adelantaba dinero. El día 6 de octubre tomó el
mando de la guardia nacional, abandonada por su jefe, él solo
remplazó a toda la municipalidad que se dio a la fuga. Llamado
a la Legislativa, denunció a Narbonne, a Beaumarchais y a
otros. En la Convención pidió en nombre de la humanidad que
se permitiera al prisionero del Temple comunicarse con su
familia. Se conoce ya la osada demanda de Lecointre para que
la Asamblea impusiera vigilancia a los Comités revolucionarios,
que actuaban con arbitrariedad ilimitada. Pero lo que más
asombra es que el 30 de agosto de 1793, siendo Robespierre
presidente, Lecointre creyó que Robespierre proclamaba como
decretado algo que aún no se había votado: “Señor —dijo—, yo
os recomiendo que respetéis la voluntad de la Convención
nacional”. Al salir de la Convención Robespierre preguntó por
qué le había apostrofado y había puesto a la Asamblea en su
contra y Lecointre contestó: “Tú me conoces: yo no he destruido
a un tirano para respetar a otro”. Hay que añadir que Lecointre
votó por la muerte del rey sin clemencia alguna. Se le creyó
loco.
Fueron estas salidas de Lecointre, las de Bourdon, las de
Bentabole, antiguos maratistas, las que prepararon termidor.
Las intrigas de los bribones, de los Fouché, de los Tallien, no
habrían conseguido nada; ni uno sólo se habría atrevido a
poner el cascabel al gato si la cosa no hubiera estado preparada.
Lo que más eficaz resultó fue esa especie de conspiración
pública de hombres atolondrados y violentos que tranquilizó a
la Convención y le infundió la fuerza necesaria para que se
salvara a sí misma.
Pocos días después de la muerte de Danton, Lecointre
invitó a comer a su casa a dos individuos que no se conocían.
Uno de ellos era Fouquier-Tinville, primo de Desmoulins,
empleado por él en el tribunal y que acababa de ser condenado
a la horrible tarea de darle muerte. Fouquier, en relaciones
íntimas con el Comité de seguridad, del que recibía órdenes
todas las noches, era probablemente confidente suyo por su
odio a Robespierre, quien acababa de suscitar una rivalidad en
el Comité al desmembrar a la policía. El otro invitado era
Merlin de Thionville, amigo de todos los dantonistas y
especialmente odiado por Robespierre por su influencia en los
ejércitos. Los diputados militares, Merlin, Dubois-Crancé y
otros, habían dormido sobre sus libros con letras sangrientas y
no lo ignoraban.
¿Cuál fue la conversación? Fácil es adivinarla. Sin duda se
observaron con espanto los agigantados pasos de Robespierre
hacia el poder. Cada uno de los grandes juicios lo aproximaba
gradualmente:
Las muertes de Hébert y Chaumette, en marzo y abril
respectivamente, le entregaron la Comuna, que él gobernaba a
través de Payan.
El día en el que el Comité de Salvación le liberó de Danton,
organizó contra el Comité una nueva policía a cuyo mando
colocó a Herman.
El 6 de abril, infatigable e insaciable, se preparó una especie
de pontificado.
Esto es lo que saltaba a la vista y esto es de lo que pudieron
haber hablado Lecointre, Fouquier y Merlin.
Desde entonces las cosas fueron mucho más rápido:
El 7 de mayo se supo que la proclamación del Ser Supremo
y la inauguración de un culto filosófico irían acompañadas de
un grave retorno al pasado: la libertad del antiguo culto.
El 8 de mayo concentró en París a la justicia revolucionaria
de toda Francia, bajo la presidencia de Dumas.
El 26 la Comuna robespierrista comenzó a pagar al pueblo,
asignando a los indigentes quince sueldos al día.
El 28 Couthon obtuvo del Comité de Salvación Pública una
prórroga general para el pago de tasas revolucionarias que
habían sido impuestas por los representantes en misión. Y el
mismo día hizo que la Asamblea diera al Comité, es decir, a
Robespierre, el derecho a llamar de nuevo a esos
representantes; todos esos dictadores temporales fueron
retirados rápidamente y sustituidos por hombres seguros,
nombrados bajo una sola influencia.
La Comuna, gobernada por uno de los suyos, Payan, podía
a cualquier hora del día armar para él la guardia nacional
mandada por Henriot; Robespierre había salvado a este del
proceso de Hébert, en el que podía haberse visto implicado.
La guardia nacional era convocada en los días de peligro
por medio de escritos personales a domicilio, dirigidos a los
robespierristas.
Tampoco se tenía confianza en este ejército y el 1 de junio
se creó un cuerpo especial, un colegio militar para tres mil
alumnos de dieciséis años bajo la dirección de Lebas, el más
devoto de los agentes de Robespierre.
Era imposible ir más directa ni más rápidamente hacia la
dictadura.
Nada se comprendería del carácter de Robespierre si no se
observara detrás de él la impaciencia de su partido, que
empujaba con furor. No permitía caminar a su jefe, sino que lo
llevaban en alto. ¿Por quién? ¿Por la ambición? No. Por el
secreto terror que había dejado la muerte de Danton, la súbita
desaparición de todos los hombres conocidos, el espanto del
desierto. La idea de la dictadura era ahora su asilo. El partido
robespierrista confundió su seguridad con la de Francia, tenía
prisa por encontrar un puerto tanto para él como para su país.
¿Pero dónde estaba ese puerto sino en el poder del más digno,
del que sólo aceptaría la tiranía para fundar la libertad? Esos
pensamientos hacían que no opusiera resistencia al arrebato de
los suyos. Conmovido, inquieto por ir tan rápido, seguía
avanzando, corría, volaba< con la ardiente velocidad de una
estrella que sube al cielo o de una bala de cañón; le arrebataba
la fatalidad.
Entre tantas medidas tan rápidamente adoptadas por el
partido robespierrista, las únicas que pertenecían a la iniciativa
de su jefe eran la creación de un cuerpo de especial de policía y
su tentativa religiosa.
La primera, ejecutada por un hombre tan poderoso en un
momento tan violento, se llevó a cabo sagazmente. A raíz del
desmembramiento del ministerio del interior, se creó una
administración de cárceles, y como simple apéndice, un
negociado de policía que se ocupaba de los atestados del
gobierno con la policía de los comunes. El jefe de este
negociado era Lanne, paisano de Robespierre, y director
Herman, de Arras. La alta vigilancia se concedió a Saint-Just,
siempre ausente, para poder ser sustituido por Couthon o el
mismo Robespierre. Este negociado creció en importancia,
adquirió facultades hasta ser en mesidor el temible rival del
Comité de seguridad, elevándose a procurador de la guillotina.
La cuestión religiosa fue llevada con mucha prudencia y se
organizó en tres fases.
El 6 de abril se anunció sencillamente un informe sobre la
fiesta del Ser Supremo, una fiesta al Eterno. Un mes después, el
7 de mayo, se pronunció un discurso de alabanza a Dios,
atacando a los curas, pero pidiendo al final lo que los sacerdotes
deseaban: la libertad de cultos, la libertad de los católicos. Un
mes después (8 de junio) no sólo se pronunció un discurso, sino
que se realizó un acto decisivo: Robespierre, puesto ante el
pueblo como un pontífice civil, unió los dos poderes.
En el célebre discurso del 7 de mayo, al mismo tiempo que
profería injurias contra los sacerdotes y los fanáticos,
Robespierre les aseguraba lo único que necesitaban para
volverse a levantar. La ley no se explicó, no se dio una
verdadera garantía revolucionaria (el gobierno de la libertad no se
podía conciliar con la religión de la autoridad); era todo lo que
necesitaban.
Una nueva educación no es algo que pueda organizarse en
un sólo día. Hasta entonces la educación moral del gran pueblo
ignorante y bárbaro (mujeres, niños, campesinos) quedaba
fuera del alcance del clero gracias a la ley de Robespierre. La
República dejaba a sus mortales enemigos vía libre para
destruirla en un momento dado.
El Ser Supremo, así como la inmortalidad del alma, la religión del
deber, la creación de fiestas morales, eran nobles y elevadas ideas.
Sólo que iban mezcladas con las injurias que el rencoroso
moralista lanzaba a sus enemigos, aferrándose a la memoria de
tantas víctimas inmoladas, pisoteando las cenizas aún tibias de
Danton e intentando hacer reír a la Asamblea a expensas de
Condorcet.
Ese discurso, obra literaria, académica, a menudo elocuente
y poco original en cuanto a ideas, comienza con una pretensión
de innovación: “¿Qué tienen en común lo que es y lo que fue?<
¿No deberíais hacer precisamente lo contrario de lo se hizo
antes?, etc.”. Dicho esto, el discurso no ofrece más que
banalidades morales sacadas del Vicario savoyano.
Lo que chocará siempre a los hombres verdaderamente
religiosos es que la religión fuese recomendada como cosa útil.
Esto es lo mismo que usar a Dios como un específico moral,
saludable contra los males cuya medicina es la legislación.
Los católicos, a quienes favorecía la ley (asegurándoles su
libertad), estaban descontentos. Deseaban más libertad de la
que se les concedía. Los Durand-Maillane, los Grégoire y otros,
esperaban que Robespierre diera un paso más osado; se
sintieron heridos sobre todo porque las nuevas fiestas habían
sido colocadas en el décadi (décimo día de la década
republicana). Les hubiese gustado que fueran el domingo. Este
asunto les llegaba más al alma que todos los principios.
Robespierre intentó complacerles a través de las resoluciones
que la Comuna adoptó a su favor. Ésta abolió (en floreal) las
reuniones que se hacían el último décadi de cada mes. Permitió a
los comerciantes abrir sus tiendas todos los décadi, es decir,
contemplar como día ordinario el día festivo de la ley. Suponía
implícitamente volver a trasladar al domingo el día de
descanso, volver al antiguo régimen. Esto fue demasiado.
Entonces la Comuna, que sentía que iba demasiado rápido,
decidió que el décadi sólo se abriría hasta el mediodía (8 de
mesidor). En realidad las tiendas no cerraron más que el
domingo. Los católicos tenían la causa ganada.
Curiosamente, todo esto se notó, se sintió más en Europa
que en París. El discurso que Robespierre pronunció el 7 de
mayo le dio fama entre los gobiernos de hombre
gubernamental. Desde hacía mucho tiempo les gustaba como
partidario de la guerra defensiva, enemigo de las propagandas,
adversario de los girondinos, que sonaron con la cruzada
universal. La rapidez con que se apoderó de todos los resortes
del gobierno a las seis semanas de muerto Danton, hizo que se
le designara como el hombre de orden y de fuerza con el que se
debía tratar. El prusiano Hertzberg así lo comunicó a su rey.
Los tres gobiernos unidos para el reparto de Polonia,
observaron la organización del poder robespierrista en abril y
mayo como una oportuna compensación a la insurrección de
Polonia, que estalló el 17 de abril bajo el gobierno de Kosciuzko.
El enviado polaco, Bars, llegó a París y encontró fría la acogida.
Se temía descontentar a Prusia. Se prometió entregar,
solapadamente, tres millones en asignados y facilitar algunos
artilleros, si creemos a Niemcewicz. Pero Zayonzek afirma que
se prometió aún menos, “hacer lo que fuera posible104”.
Es por esa misma política por la que Robespierre no
impulsó activamente los triunfos militares alcanzados por su
hermano en los ejércitos de Italia, ayudado por el poderoso
talento de dos extranjeros, uno piamontés, el otro corso,
Masséna y Bonaparte. Mientras que se forzaban los Alpes, el
Robespierre joven los rodeaba; este era ya el proyecto del 93.
Treinta mil hombres estaban en plena Italia. Se pudo observar
el notable cambio que se verificó en el espíritu del ejército. Los
soldados de Robespierre (así se les llama ya), políticos, como su
jefe, pasaron como tantos otros santos por el territorio italiano
respetando las imágenes y las capillas, y sin reírse de las
reliquias. El joven Robespierre escribió a su hermano
comunicándole estas noticias.
Se detuvieron. La invasión de Italia era directamente
contraria a la política de Robespierre. La de Bélgica se llevó a
cabo porque Carnot y Lindet declararon que no podían
alimentar a semejantes ejércitos, como no fuera invadiendo el
territorio enemigo.
1794)

Policía moral.—Conspiración contra Robespierre (24 de mayo).—


Robespierre recuerda a Saint-Just.—Escrito de Barère contra
Robespierre.

La entronización del nuevo poder destacó por un nuevo rigor


en las funciones de la policía y de la censura.
La policía detuvo en las Tullerías a oradores imprudentes
que ponían en circulación determinadas ideas sociales
fomentando la ley agraria.
La administración de las cárceles, de pronto moralista, se
preocupó del alma de los prisioneros y les quitó los libros de
devoción con el pretexto de que exaltaban el misticismo y los
libros heterodoxos, que introducían la corrupción.
El golpe más significativo se dio contra el teatro, pues no
fue el Comité de Salvación Pública quien intervino como en
noviembre, sino directamente un hombre de Robespierre,
Jullien, de Drôme, quien el 9 de mayo asistió a la representación
del Timoléon, de Chénier, y puso su veto a la obra. Esta tragedia,
en la que un hermano mata a otro por tirano, pareció muy a
propósito para engendrar muchas Charlotte Corday. Jullien
escogió acertadamente el momento en el que el tirano recibe la
corona y gritó: “¡Es abominable!< La obra no puede ser
representada, etc.”. Los dos Jullien, el padre y el hijo, eran como
dos Robespierre. El hijo, joven de veinte años al que ya vimos
en Nantes, estaba entonces en Burdeos, y aunque sin título, se
sentaba durante las fiestas sobre un trono semejante al de los
representantes del pueblo. Los amigos de Chénier le advirtieron
de que si no sacrificaba su obra sería sacrificado él. De buena o
mala gana hubo de responder ante el Comité de seguridad. No
respondió, pero quemó su obra y vivió.
Por dócil que fuese la Convención mostraba su
desaprobación nombrando presidentes a los individuos menos
apreciados por Robespierre, tales como Lindet, Carnot, Prieur,
la trinidad de obreros, opuesta a la trinidad de los
robespierristas. Ocuparon la presidencia durante seis semanas,
es decir, durante la entrada en campaña, época de trabajo
excesivo para esos trabajadores de la guerra, algo a tener en
cuenta. La noche del 7 de mayo, cuando Robespierre pronunció
su famoso discurso religioso, la Asamblea, descontenta, eligió a
Carnot para la presidencia.
Robespierre, para forzar a la Convención, obligó a la
Comuna y a los jacobinos a que apoyaran su proyecto de ley y,
cosa inesperada, hasta entre los suyos, entre los jacobinos,
encontró oposición. El hijo de Jullien tuvo la mayor parte de la
culpa, porque al redactar el proyecto, su ciego fanatismo hacia
Robespierre le llevó a escribir lo siguiente (algo increíble):
“Todo el que no crea en el Ser Supremo debería ser desterrado
de la República”. Era una frase de Rousseau escrita con ocasión
de la polémica contra la camarilla de Holbach. Añadió además,
que la Sociedad adoptaría como credo el discurso de
Robespierre. Esto provocaba y desafiaba a la resistencia. Royer
dijo valientemente que semejante petición no podía ser
adoptada, que iba a parecer que venía de arriba, impuesta por
la autoridad del Comité de Salvación Pública. Robespierre y
Couthon, alarmados, fueron en su auxilio. Robespierre borró la
absurda intolerancia de Jullien, diciendo que era mejor que esta
verdad se quedara en los escritos de Rousseau. La Sociedad, a
ese precio, adoptó y llevó la propuesta a la Convención.
Era la primera vez desde el día en que los jacobinos
rechazaron la supresión de Bourdon, de Oise, que dudaron en
seguir a Robespierre. Una minoría estaba contra él, minoría que
en un determinado momento se podía convertir en mayoría,
como pronto ocurrió cuando la Sociedad nombró presidente a
Fouché.
El 25 de mayo un hombre disparó a Collot d'Herbois, falló,
y declaró que había apuntado a Collot tras haber acechado a
Robespierre durante mucho tiempo y sin ningún éxito.
Ese rumor que se extendió por París y que agitó mucho los
espíritus, produjo, como suele ocurrir, un acto de imitación.
Una niña realista, Cécile Renaud, hija de un papelero de la Cité,
fue sorprendida en casa de Robespierre armada con dos
pequeños cuchillos.
El día 24 de mayo (5 de pradial) algunos diputados,
sintiendo que la niña no hubiese podido llevar a cabo su
cometido, se preguntaron si había algún medio para destruir la
dictadura. Estos eran Lecointre, Laurent, Courtois, Barras,
Fréron, Thirion, Garnier del Aube, Guffroy, todos los
dantonistas, se unieron en su odio contra Robespierre,
recordando la muerte del sublime Danton. Tallien y Rovère
estaban con ellos por su peligro personal y su temor a la justicia
de Robespierre.
Éste fue el germen de termidor, el inicio del complot contra
el complot.
¿Lo advirtió Robespierre? ¿Tuvo la doble vista de un
hombre en peligro? ¿O simplemente le impresionó lo de la niña
Renaud? La tarde del 24 de mayo escribió de su puño y letra y
en nombre del Comité de Salvación Pública, al jefe del ejército
del Norte manifestando que se temía un complot de los
hebertistas y de los aristócratas. Conocía indudablemente la
unión de los dantonistas, pero quería darle distinto carácter.
Firmaron la carta Carnot, Prieur, Billaud y Barère. En esta carta
se rogaba a Saint-Just que regresara a París para algunos días.
Esa misma tarde, en los Jacobinos, se enterneció la gente.
Todos lloraban. A la vista de tantos peligros, Legendre y
Rousselin solicitaron una guardia para los miembros del
gobierno. Robespierre sintió que el golpe venía de los
dantonistas y rechazó el acuerdo, viendo que era aún más
agudo que los cuchillos de Cécile Renaud.
La verdadera guardia habría sido el pueblo. El ardiente
meridional Payan, colocado en la Comuna para reemplazar a
Chaumette, aprovechó una ley de beneficencia votada por la
Convención, y acordó que se dieran a los mendigos quince
sueldos diarios. En caso necesario estos mendigos se convertían
en ejército.
Saint-Just y también Lebas, si fuera necesario, iban a
conseguir todas las influencias militares. Esos rápidos regresos
de Saint-Just a menudo habían sido terribles. Barère que junto a
los demás había firmado la carta de llamada, estaba
perfectamente advertido.
Si Robespierre no hubiera temido mostrar que tenía miedo,
habría escrito a Saint-Just. Y entonces Barère, ignorando su
diligencia, no se habría adelantado a Saint-Just, asestando a
Robespierre el más violento golpe de Jarnac que su mano
gascona hubiese dado nunca.
Se había acordado en el Comité de Salvación Pública que
en el momento en que nuestra flota se pusiera en movimiento
en Brest para combatir a la flota inglesa, se aprovecharían todos
los medios, incluso los asesinatos, para cargar a Londres con la
responsabilidad. También se acordó fortalecer en nuestra
marina la necesidad de vencer, decretar que no se harían
prisioneros de este pueblo asesino. Pero lo que no estaba
convenido era que Barère, en su informe, insertaría artículos de
periódicos extranjeros en los que se hablaba de Robespierre
como si fuera ya rey: “Robespierre ha ordenado… Cuatrocientos
soldados de Robespierre fueron asesinados< Las tropas de
Robespierre se han apoderado de tal plaza<”, etc.
Nadie se esperaba esta lectura. El noble y conmovedor
discurso que preparó (sobre este texto: He vivido bastante) no
tenía ninguna relación con eso. Nunca llegó tan alto, nunca fue
tan sinceramente aplaudido, incluso por sus propios enemigos.
Mientras tanto, él no respondía en absoluto a las peligrosas
citaciones de Barère, no rechazaba esa realeza que le concedía el
enemigo. Lejos de eso, advertía a la Convención de las
fastidiosas alternativas a las que el gobierno parlamentario
exponía a las naciones: “Si Francia fuese gobernada durante
algunos meses por una legislatura corrompida o desorientada,
se perdería la libertad<”. ¿Qué conclusión se puede sacar de
esto? ¿Que un gobierno individual ofrece más garantías que un
gobierno republicano?
Ese gran discurso de Barère, apasionado a favor de
Robespierre y profundamente inquieto por su seguridad,
enunciaba y publicaba las dos fórmulas fatales que nadie se
hubiese atrevido a mencionar y que le llevaban a la muerte.
“Los soldados de Robespierre”. Así a los ojos de Europa el
ejército y Francia le pertenecían.
Y en el interrogatorio de la pequeña Renaud, citado por
Barère, estas palabras que no parecen las de un niño: “No me
acerqué a Robespierre más que para ver cómo era un tirano”.
Estas palabras, auténtico rayo de luz, sacaron a esta
situación de la hipocresía. Dueño de todas las fuerzas públicas,
Robespierre aún no parecía un tirano. Su austeridad, la
simplicidad de su vida y de sus ropas, la mezquindad de su
persona, todo alejaba la idea de su poder supremo. Pero lo citó
la niña Renaud, lo repitió Barère al leer aquellos artículos
extranjeros y todos lo dijeron después de ellos, mirando,
concentrando las miradas en Robespierre hasta decir: “¡Sí, sí; es
un tirano!”.
Llegó Saint-Just el 27, cuando ya se había formado la bola
de nieve, y repitió su receta al Comité: “Es necesaria la
dictadura, y nadie puede ejercerla más que Robespierre”.
El 25 se le iba a haber escuchado. El 27 la mayor parte del
Comité le volvió la espalda, decididos a no escucharle. El más
indulgente fue Barère, que le dijo, respetando ese delirio de
patriotismo, que semejante proposición iba a dar mucho que
pensar.
Por parte del Comité no había nada que hacer. Saint-Just
estuvo pocos días en París. No quiso asistir a la fiesta del Ser
Supremo. Absolutamente aislado del robespierrismo,
comprendió con profundo sentido que este acto era un regreso
al pasado.
Robespierre tenía ya trazado el camino hacia el abismo.
No preveía más que un peligro, el menor: el de ser
asesinado. Todo poder estaba en sus manos. Todo cargo
ocupado por los suyos. De las tres fuerzas colectivas de que
disponía Francia, la jacobina le pertenecía, la militar le afectaba
y la tercera, la del clero, protegida secretamente por él,
acercándose siempre al poder. El primer paso hacia la
aproximación sería la fiesta al Ser Supremo.
Esos satisfactorios pensamientos ocupaban su cabeza
cuando estaba en el parque reservado de Monceau, el jardín por
donde daba sus habituales paseos. Acompañado de Renaudin,
Dumas, Payan, Coffinhal, sus fieles, sus violentos, Robespierre
andaba al menos dos horas, a paso rápido, acelerado, siguiendo
el movimiento de sus ensueños, hablando en voz alta, saliendo
de esta forma de su habitual rigidez. La muerte estaba a dos
pasos. ¿Lo sabía? ¿Pensaba que sólo un débil muro le separaba
del lecho de cal devoradora donde había colocado a Danton y a
Desmoulins, y donde al cabo de cincuenta días debía ser
arrojado su cadáver? La larga asociación en la tribuna con
Danton, esta camaradería de elocuencia, el gran corazón de
Camille, que lo quería sinceramente, todo este pasado
desgarrador estaba cerca de él, en la tierra; le esperaban, le
llamaban, no como fantasmas enfadados, sino como grandes
amigos en la clemencia y en la naturaleza.
(10 , 1794)

Lo que esperaba el pueblo.—Robespierre espera al tribunal y hace


esperar a la Asamblea.—Irritación, decepción.—Al regreso estalla el
furor.

Ninguna fiesta suscitó jamás tan dulce espera, ni se celebró con


tanta alegría. La guillotina desapareció el 19 de pradial por la
noche. Se creyó que era para siempre. Un mar de flores
(literalmente, la expresión no resulta exagerada) inundó París;
las rosas y flores de todo tipo de veinte leguas a la redonda
fueron llevadas allí para adornar a las personas y a los edificios
de una población de setecientos mil habitantes. Toda ventana
debía estar adornada con su guirnalda y su bandera. Las
madres llevaban rosas, las hijas flores variadas, los hombres
ramas de roble y los viejos pámpanos verdes. Entre las dos filas
inmensas de mujeres por la izquierda y hombres por la derecha
marchaba el orgullo de las madres, sus hijos: jóvenes de quince
o dieciséis años, felices de llevar sables o picas adornados con
ramos.
Estos ríos vivientes de pueblo, estas riberas de flores,
confluyeron como un mar en las Tullerías. Jamás lució en el
cielo arco iris más encantador. Ante el sombrío palacio un largo
pórtico improvisado ofrecía a la vista arcadas formadas con
guirnaldas (¡cuánto más alegres y amables que esos farolillos
humeantes con los que se entristecen nuestras fiestas!).
En el medio se instalaron parterres hasta el balcón que hay
debajo del Reloj, donde un vasto anfiteatro esperaba a la
Convención. Una tribuna destacaba sobre las gradas. Esa
tribuna se convirtió en el gran tema de discusión y de
conjeturas entre el pueblo. Resultaba difícil de creer que una
voz de hombre se pusiera a hablar en un lugar tan inmenso;
muchos pensaban que quizás se tratase de un trono, o que si
alguien hablaba desde allí era para decir: “¡Indulto para
todos!”, por ejemplo. O “¡La Revolución ha terminado!”.
¿Qué medidas alcanzaría la audacia de Robespierre? ¿Se
aventuraría a obrar ese milagro o permanecería en la fatalidad
del tiempo?
Sin ninguna duda, para responder al pensamiento de las
masas era necesario dar una sorpresa al Terror, peligrosa, no
para él solamente, sino para la Revolución. Robespierre no se
aventuró.
Muy lejos de esto, en su propósito de tranquilizar a los
terroristas y darles una garantía, con el pretexto de ver al
pueblo y los preparativos de la fiesta, fue al pabellón de Flore a
comer donde Vilatte, un jurado revolucionario que tenía allí
una vivienda. Esa mañana el presidente Dumas había advertido
a Vilatte que llevaría allí el tribunal. Robespierre temía que ante
estos rumores de amnistía que circulaban, el tribunal no se
volviese hacia el Comité de seguridad general y su hombre,
Fouquier-Tinville.
Ocurrió para Robespierre una cosa mortificante, y es que el
tribunal llegó muy tarde y que pasando la hora indicada hizo él
esperar a la Convención.
Ésta se tomó muy mal este retraso, interpretándolo como
una insolencia real, como un insulto voluntario. Su aparición
fue recibida con un silencio glacial, que hacía más hostil aún las
ciegas reclamaciones del pueblo. El atuendo de Robespierre,
vestido con el traje que la Convención destacó en la fiesta, el de
los representantes en misión (penacho y cinturón tricolores y
traje azul con forro rojo), se distinguía de los demás por ser de
un tono azul un poco más pálido o celeste. Todos llevaban un
gran ramo de flores en la mano, pero el suyo era enorme, con
espigas, flores y frutas. Algunos, como Bourdon, de Oise,
volvieron la espalda de manera ostentosa y escucharon de
refilón. Su discurso quedó absolutamente perdido en tan
inmenso espacio y sólo llegaron a oídos de la muchedumbre
algunas palabras: “¡Perezcan los tiranos! Continuaremos
combatiéndolos”, etc. Nada, en fin, de lo que se esperaba. Ni
gracia, ni clemencia, ni dictadura siquiera.
Descendió de las gradas con la Convención y se detuvo
ante un grupo de monstruos: el Ateísmo, el Egoísmo, la Nada, y
le prendió fuego, surgiendo del grupo consumido la estatua de
la Prudencia. Desgraciadamente apareció, como era de esperar,
ahumada y negra, para gran satisfacción de los enemigos de
Robespierre.
Se caminó en largas filas hacia el Campo de Marte.
Robespierre, presidente entonces de la Convención, marchaba a
la cabeza. Parecía radiante. Creo que fue este día cuando David
pintó su retrato de la colección Saint-Albin. En ningún otro sitio
se muestra tan terrible su figura. Su sonrisa hace daño. Parece
un cadáver galvanizado por el fuego nervioso de una pasión. Es
un reptil que se endereza, con mirada indescriptible,
horriblemente gracioso.
La impresión que causa su imagen no es de odio; se
experimenta una piedad dolorosa mezclada con terror. Nos
hace pensar, sin duda, que de todos los hombres que vivieron
en la tierra este fue el que más sufrió.
Robespierre habitualmente caminaba deprisa,
agitadamente. La Convención no iba a este paso en absoluto.
Los primeros, quizás maliciosamente, se quedaron muy
atrasados, dejando aislado a Robespierre. De vez en cuando
volvía este la cabeza y se encontraba solo.
En el Campo de Marte se elevaba una montaña simbólica lo
suficientemente grande como para albergar no sólo a la
Convención y a los músicos, sino además a dos mil quinientas
personas enviadas por las secciones, madres e hijas, padres e
hijos, con bandas tricolores, que debían cantar el himno al Ser
Supremo. En lo más alto había una columna cargada de
trompetas cuya aguda voz dirigía y anunciaba los movimientos
en aquel inmenso espacio. Una vez cantado el himno, las
jóvenes arrojaron flores al cielo, las madres levantaron a sus
hijos pequeños, los jóvenes desenvainaron sus sables y
recibieron la bendición de sus padres. La artillería retumbó,
uniendo su profunda voz a la emoción del pueblo.
Robespierre llegó el primero y por ello se encontró en lo
más alto de la Montaña, con la Convención a sus pies. Esta
circunstancia, quizás fortuita, fue como la mecha aplicada a la
pólvora: originó la explosión. Al regresar, el temor dio paso al
furor del odio. Bourdon, el rojo, roído por la rabia, parecía un
demonio. Merlin de Thionville se convirtió en el Merlin de las
batallas, hablaba fuerte y alto, enérgicamente. Sus palabras de
Brutus o de Tarquinio lanzadas al espacio, las oyó el pueblo. La
indignación de la Asamblea se apoderó de los sans-culottes que
había entre la muchedumbre. Uno dijo después de lanzar
contra Robespierre un rudo apóstrofe: “¡No se contenta con ser
señor de todo: quiere ser Dios!”.
Las palabras más teatrales, digámoslo así, fueron las de un
individuo que se acercó a Robespierre de modo que éste, la
Asamblea y la muchedumbre pudieran oírlas: “Te desprecio y
te odio”.
Este hombre enardecido era Lecointre, un poco ridículo y
aún más loco. Pero nadie se rió entonces. Ser ultrajado en su
propia cara y ultrajado por Lecointre, era verdaderamente
siniestro para Robespierre.
Este acto de osadía desencadenó todas las lenguas,
creciendo el clamoreo a medida que las gentes entraban en
París. El pueblo, no sin asombro, veía a la Convención como
una maldición viviente que seguía a Robespierre. Robespierre
marchaba aprisa y la Convención, para poder seguirle,
aceleraba el paso. No tenía este regreso el aspecto de un triunfo,
sino el de una fuga. El triunfador parecía perseguido. Más
pálido que de ordinario, los músculos de su boca se agitaban
espantosamente. No menos lívidos, ni menos agitados, los que
le seguían mostraban una cólera vibrante, envuelta en las frases
desesperadas que les arrancaba el odio a Robespierre, que les
ahogaba el corazón. El fantástico cortejo, cuando envuelto en
densas capas de polvo penetró en el negro palacio, parecía el
cortejo de las Furias.
22 (10 1794).

Robespierre conducido fatalmente a la dictadura judicial.—Reacción


inminente del Oeste y el Mediodía.—Tribunal de Orange.—Ley del
22 de pradial.—Irritación del Comité de Salvación Pública.—
Resistencia de la Convención.

Toda esta situación se enmarca dentro de una circunstancia


poco destacada de la fiesta. Robespierre hizo esperar a la
Convención porque a su vez, él esperaba al tribunal
revolucionario.
Éste era en realidad el primer poder, o más bien el único.
Representaba el Terror, que también dominaba al gobierno, a la
Asamblea y al pueblo.
La autoridad moral, Robespierre, el censor, el depurador, el
Mesías, era realmente el siervo del Terror, y sin embargo,
parecía su amo. El horror del doble papel que representaba
restallaba cada vez más.
Causó verdadera desolación cuando después de la fiesta
del Ser Supremo, en la que se esperaban actos de clemencia, se
ordenó que las ejecuciones se practicaran lejos de los distritos
centrales y que a partir de entonces se llevaran a cabo en el
arrabal de Saint-Antoine. Todo cambio de este género era un
agravante. La guillotina, después de haber llenado el
cementerio de Monceau, parecía querer devorar aún con más
avidez, trabajando a sus anchas en los barrios extremos.
Fueran los que fuesen los sentimientos de Robespierre, sus
tímidos intentos de moderación, pensando en el porvenir, una
terrible fatalidad le llevaba a la verdadera dictadura del tiempo,
la dictadura judicial.
Recordemos la evolución de su destino. Evitando la
autoridad y el manejo de intereses, sin implicar su
responsabilidad en ningún asunto concreto, creció sobre todo
gracias a la acusación. Había representado un aspecto muy
legítimo de la Revolución, aspecto sin embargo muy
controvertido y negativo, el del recelo. Hasta el 25 de
septiembre de 1793 fue claramente el gran acusador de la
República.
A partir de ese momento fue jefe de la Asamblea y de los
jacobinos, del Comité de seguridad, del tribunal revolucionario
(podía acusar, arrestar, juzgar<) y ocupó el temible puesto de
gran juez.
Sin embargo, Robespierre sentía en sí otra cosa. Su papel
tan eminente, esta realeza negativa no contentaban a su
corazón. No había nacido cruel. Era hijo del siglo XVIII, del
gran siglo de la humanidad. La elevada idealidad, el amor al
bien que él había recibido, no podía ejercerlos más que
abandonando su cargo de implacable acusador.
Allí estaba su fuerza y quizás en un momento semejante, la
salvación de la Revolución.
De esto parten sus movimientos dobles y contradictorios105.
Obedeciendo a estos sentimientos fue tímidamente humano
algunas veces. Pero todo camino pacífico se le cerró para el
porvenir. Fue lanzado violentamente al poder político, que no
era entonces más que el de la guillotina. Allá donde volvía la
cabeza, la ferocidad del destino colocaba en su poder el fatal
cuchillo.
“¿Dictador? Sí, si quieres, pero dictador del patíbulo”.
“¿Pontífice? Sí, lo serás si quieres, pero de la guillotina”.
La sangrienta ley de pradial, promulgada el 10 en la
Asamblea, en respuesta a las injurias del día 8, no fue, como han
dicho algunos, un hecho accidental, una simple trampa en la
que creyó hacer caer a sus enemigos. La ley seguía el camino
derecho de la fatalidad; era un paso necesario y lógico106.
Antes de que esa ley que se solicitaba en la Convención
existiera, ya estaba actuando; reinaba en el Mediodía. Era ya el
código del tribunal que los robespierristas habían establecido
en Orange.
Sigamos el orden de los hechos.
Cuando Saint-Just, el 31 de marzo, pidió la muerte de
Danton, dijo sencillamente a la Asamblea que ya era el último
sacrificio y que después “se quedaría tranquila”. Toda Francia
lo creyó, y más cuando el 15 de abril Saint-Just hizo que se
nombraran las comisiones para purgar las cárceles. Couthon
obtuvo después un decreto, el 7 de mayo, por medio del cual se
suprimirían los tribunales revolucionarios departamentales y
que la justicia se concentraría en París.
Surgió la esperanza, refrenada durante tanto tiempo. Se
operó una poderosa reacción de indulgencia en los patriotas, de
audacia en los realistas, señalándose esta en el Mediodía y en el
Oeste.
Los resultados deplorables del sistema de exterminio
seguido durante el invierno en la Vendée, arrojaba a los
espíritus a caminos contrarios. Las reclamaciones de Lequinio,
vivamente apoyadas por Carnot, hicieron que el Comité se
decidiera a emplear la moderación. En la práctica esta
moderación se convirtió en debilidad y relajamiento. Bô y
Bourbotte, sucesores de Carrier en Nantes, hebertistas como él,
también fueron arrastrados en esta reacción. Llegaron en el
instante en que se acababa de ejecutar, entre los aplausos de las
gentes, a Lamberty, el agente de Carrier. Ellos mismos
condenaron a muerte a los denunciadores de un oficial que no
pudieron aportar pruebas (28 de mayo). Pocas semanas
después, aterrados por los asesinatos nocturnos que cometían
los bandidos y los audaces reaccionarios, tuvieron que recurrir
a las medidas de terror.
En el Mediodía los realistas se encargaron de organizar,
desde mayo de 1794, los asesinatos del Terror blanco en los
alrededores de Avignon. El centro de sus operaciones era la
pequeña población de Bédouin y fue denunciada por un militar
terrorista, Suchet, después mariscal. Este informó al Comité de
Salvación Pública, que ordenó que el pueblecillo fuera
quemado. Un representante robespierrista reclamó la creación
de un tribunal especial para el Mediodía. Se llamaba Maignet y
era representante del Puy-de-Dôme y colega de Couthon,
Romme y Soubrany. Maignet era un hombre honradísimo,
incapaz de cometer ningún crimen ni traición. Había
sorprendido a Jourdan y Rovère en sus vergonzosas
operaciones. Rovère por ejemplo, por 80.000 francos (asignados)
se hizo con una tierra que al contado habría costado más de
quinientos mil. Realistas y girondinos, gentilhombres y
procuradores, usureros y asesinos, toda la escoria de los
partidos se dirigía unida hacia la conquista de los bienes
nacionales. Las bandadas de agiotistas no podían ser
perseguidas más que en el escenario de sus crímenes. El gran
número de detenidos, el número aún mayor de testigos que
habrían debido ser obligados a viajar, no permitía aplicar la ley
que concentraba en París la justicia política. Había que juzgar
en el lugar mismo, pero con jueces ajenos al país. Esto fue lo
que pidió Maignet. Inmediatamente los Comités, siguiendo esta
solicitud apoyada por Couthon y Payan, crearon un tribunal
revolucionario en Orange.
Esta creación realmente representaba una extralimitación de
los poderes de los Comités. La ley les permitía conservar el
tribunal que creyeran necesario, pero no crear ninguno nuevo, y
aún menos organizar uno de forma innovadora y declararse
legisladores.
Nada de instrucción escrita. Nada de jurados. Había de ser el
juicio en forma sumaria.
Tal fue el origen real de la ley de pradial, en vigor en la
Provenza desde el 3 de junio, aunque no se solicitara en la
Convención hasta el día 10.
Había por lo mismo una diferencia notable. El tribunal de
Orange, organizado en un país amenazado por el Terror blanco,
tenía como excusa los grandes peligros; como su comisión era
transitoria, obraba rápidamente, militarmente en cierto modo;
con esta rapidez se juzgó a 300 de los doce mil detenidos y se
liberó a una muchedumbre que, de haberse seguido los
procedimientos ordinarios, habría permanecido largo tiempo en
las cárceles.
Pero la ley de pradial pedida para Francia entera, para el
tribunal central ante el que debían comparecer los acusados de
todos los departamentos, parecía el establecimiento de un
derecho de proscripción universal.
¿A quién se daba este derecho? Sólo a Robespierre. La ley
conservaba un jurado suprimido en Orange, pero era un jurado
muy personal compuesto por sus devotos, por sus fieles, por los
más ciegos fanáticos dispuestos a matar sin mirar.
¿Quién propuso esta ley para Robespierre? Robespierre
(Couthon, que era lo mismo). Los comités no sabían nada.
Saint-Just estaba ausente, de modo que tampoco la ley provenía
del triunvirato. No tenía siquiera la débil garantía de las tres
firmas. Ni siquiera fue presentada “en nombre del Comité de
Salvación Pública”.
Esta ley, lanzada en la Asamblea en el instante en que esta
acababa de traicionar su odio hacia Robespierre, tenía una
fúnebre significación en aquel momento tan terrible. Presentada
algunos días más tarde, habría parecido amenazadora para
Francia, aunque menos para la Convención. ¿Por qué precipitó
los hechos Robespierre, hasta el punto de publicar la medida el
día menos oportuno? Porque aún permanecían íntegras las
fuerzas políticas, porque se le escapaba la virtud del terror, ese
misterioso y fascinante fenómeno que o bien hace que la
victoria se quede inmóvil o que por el contrario, se coloque por
iniciativa propia ante la muerte. No quería perder un momento
para aplicar la ley una vez más.
El hombre en el que mejor se hallaba representada, Saint-
Just, estaba en el ejército. Robespierre empleó a Couthon, es
decir, empleó la astucia. Couthon, pobre paralítico, suave de
rostro y palabra, conmovedor por el contraste entre su
debilidad física y su gran voluntad, resultaba muy apropiado
para esas grandes ocasiones de mentira solemne. Muy probo en
todo asunto privado, estaba dispuesto, por la salvación pública,
a no hacer caso ni de su vida, ni de su corazón, ni de su
humanidad, sólo del honor.
Couthon presentó esta ley como el simple cumplimiento de
lo que la Convención ordenó al Comité de Salvación Pública,
como un perfeccionamiento del tribunal revolucionario.
A la Asamblea esta perfección le resultó espantosa.
Cincuenta jurados robespierristas.
Nada de defensores. “Defender a los traidores es conspirar.
La ley concede jurados patriotas como defensores de los
patriotas calumniados, pero no se los concede a los
conspiradores”.
Nada de interrogatorio previo.
Nada de declaraciones escritas.
Nada de testigos, de no ser estrictamente necesario.
Basta con la prueba moral.
Los que hablan mal de los patriotas, los que depravan las
costumbres, los que impiden la instrucción, etc., son condenados
como enemigos del pueblo.
Daba la impresión de que a esta terrible ley, que sin duda
alguna llevaba preparada desde hacía mucho tiempo, la
circunstancia había añadido dos artículos que castigaban a la
Convención:
Sólo la Convención o los dos Comités pueden citar a alguien en el
tribunal. Por lo tanto los Comités envían directamente allí, sin
contar con la Convención. ¿Y si los Comités decidieran enviar
allí a la propia Convención?
La Convención deroga todas las leyes precedentes. ¿Todas?
¿Incluso la ley que construye su última barrera como única
garantía de vida, la ley por la que ningún representante es
enviado al tribunal más que por un voto de acusación acordado
por la Asamblea?
Cuando Couthon, con su suave voz, leyó ese pérfido
decreto, aún hubo un hombre, el maratista Ruamps, que dijo:
“Si se aprueba, me salto la tapa de los sesos”.
Lecointre y Bourdon pidieron su aplazamiento.
Robespierre, apoyado por el cobarde Barère, utilizó la
sesión para refutar lo que nadie decía: que no era necesario un
nuevo jurado. Con razón creía que no se osaría precisar la
cuestión, ni mostrar en su mano las tramas que urdía para
acabar con sus enemigos. Se dirigió a su derecha, y le recordó
que la había defendido, que después de todo, la ley sólo
amenazaba a los conspiradores (es decir, a los montañeses).
Esta promesa fue un acierto. Primero se votó un artículo, luego
dos, después tres y finalmente todos. La jugada estaba hecha.
La Convención, estupefacta, votó mayoritariamente
(siguiendo su costumbre) a favor de la renovación de los
poderes del Comité. Robespierre en este asunto, obró
regiamente, sin consultar a sus colegas. El día 11 por la mañana
se encontró con que el Comité estaba exasperado por su culpa.
Billaud le preguntó cómo se había podido atrever a presentar
un decreto en solitario. A lo que él dijo con fría insolencia, que
como hasta ahora todo se hacía confiando en el Comité, había
podido actuar él solo, junto con Couthon. “Desde ese momento,
estamos por lo tanto a expensas de la voluntad de una sola
persona”. Entonces tanteó el terreno; para hacer callar la cólera
de los demás, fingió un gran enfado, gritó (los transeúntes
escuchaban desde la terraza del jardín, por lo que hubo que
cerrar las ventanas): “Ya veo que estoy solo< Hay un partido
que quiere hundirme< Te conozco”, dijo a Billaud con furor.
“Y yo también te conozco< Eres un contrarrevolacionario”.
Palabra terrible, que por parte de ambos bandos aceleró la
guillotina, puesto que ambos pretendían quitarse ese reproche
de encima a toda costa.
Entonces Robespierre, como a menudo le ocurría, sintió
autocompasión y se puso a llorar. Consintió que se trabajara
para modificar la ley.
El hecho de que en dos o tres ocasiones se previniese al
Comité de que en ese mismo momento se iniciaba en la
Asamblea una discusión para hacer revocar el voto de la
víspera, hizo que todo fuera más fácil. ¿Qué habría ocurrido si
el Comité al completo, dejando que Robespierre llorase y
dirigiéndose hacia la tribuna, le hubiera desautorizado y se
hubiese declarado ajeno a todo lo que se había hecho?
Bourdon, de Oise, había demostrado tener el valor de
formular la verdadera pregunta: “Sólo la Asamblea tiene el derecho
de enviar al tribunal a un miembro de la Asamblea”. Fue apoyado
por Bernard, de Saintes, enemigo personal de los dos
Robespierres. Merlin, de Douai, solicitó y consiguió la
declaración de que la Asamblea no abandonaba su derecho de
decretar por su cuenta el arresto de uno de sus miembros, con esta
observación: Considerando que este derecho de la Asamblea es
inalienable.
Bourdon, Couthon y Robespierre, atacados de esa forma en
la Asamblea y en el Comité, tuvieron que retroceder al día
siguiente. Couthon aseguró que era una horrible calumnia
acusar al Comité de tener intenciones tan pérfidas. Y Robespierre
se indignó porque en vez de acusar al Comité ausente, no se le
pidieron explicaciones fraternales. Se lanzó hacia un lado
distrayendo a Tallien, que tenía a un espía de los Comités
cogido por el cuello y finalmente cayó sobre Bourdon,
escapando gracias al furor, del envilecimiento de la mentira.
Barère tenía reservada y a punto una bella canción inglesa
sobre un baile de máscaras en Londres, donde había sido vista
una Charlotte Corday persiguiendo a un Robespierre con su
cuchillo ensangrentado.
Por lo tanto se podía revocar la observación añadida al
artículo adicional.
La Asamblea no reclamó contra esta lógica y revocó de
buena gana. Amenazante con Francia, al menos la ley ya no
afectaba a la representación nacional ni a la propia existencia de
la República.
¿Se podía creer que semejante hombre, que había llegado
tan lejos y se había visto condenado a esa evidente mentira, no
buscaría otra arma? Como no había ley, ¿quién le impedía
recurrir a la fuerza, cuando se hizo con París gracias a la ayuda
de Henriot y Payan y cuando hasta el agente de los Comités, el
jefe de la policía armada, Héron, recibía órdenes de él? Habría
sido muy fácil revivir el 31 de mayo. Sus adversarios estaban
muertos.
Atacar a Robespierre en estas circunstancias, sin embargo,
era demasiado arriesgado. El día 24 todo el mundo se encogió
de hombros cuando Lecointre, siempre tan absurdo como
intrépido, mostró a sus amigos de la Montaña el acta de
acusación de Robespierre redactada y lista.
Él mismo conoció la noticia al día siguiente y no le prestó
ninguna atención. Conocía su fuerte base y sus profundas
raíces. Un ataque legal resultaba imposible107.
Atacarle de manera subliminal y minar su reputación,
resultaba un proceso peligroso y largo. ¿Cómo se podía
arruinar de repente eso que los años habían construido, esa
reputación tan colosal? Ya sabemos lo que les costó a Fabre
d'Églantine y a Desmoulins. No se le podía hacer un sólo
rasguño; había que destruirle de golpe, si no era causa perdida.
¿Cómo hacerlo? ¿Convenciéndole de que se quería la
dictadura? Pero en ese país monárquico, en ese extremo
cansancio, en el gran progreso de la pereza y de la duda, eran
muchos los que la deseaban.
La posición de Robespierre, que seguía siendo
materialmente fuerte, moralmente se había quebrantado.
Aparecía como una figura ridícula, que es lo más peligroso en
Francia. Robespierre lloraba y se desolaba porque esa cruel
Convención se obstinaba en el capricho de no querer
guillotinarse a sí misma. No sentía en absoluto lo que era la
grandeza, olvidando la enseñanza que él le dio en febrero:
“¿Hay algo más bello que una Asamblea que se va depurando y
purgando?< ¿Quién ofreció ese espectáculo? ¡Vosotros,
representantes, sólo vosotros!”.
Si esto no hubiese sido tan terrible, habría sido algo propio
del mayor cómico. Si Fabre d'Églantine lo hubiese sabido en el
más allá, se habría enfadado mucho por estar muerto.
Cabe señalar que el filántropo no quería ser quien clavara a
la Asamblea ese saludable cuchillo; quería, exigía que fuese ella
misma quien se lo hundiera con sus propias manos.
Así él se mantuvo puro ante el mundo y ante sí mismo, en
su propia conciencia, pudiendo decirse: “¡Ésta es la ley!< Si
diezmo la Asamblea es porque ella misma así lo ha votado”.
Y así, por un profundo fariseísmo interior habría engañado
a su conciencia y encontrado el secreto para respetarla:
exterminar la ley.
La dificultad fue para él insuperable. No consiguió
rebasarla. A partir de entonces dio la espalda a la Convención y
a los Comités, indignado con esos enfermos que rechazaban la
amputación y tampoco querían curarse.
(13-14 1794)

Ejecución de la ley de pradial.—Se ausenta Robespierre del Comité


(del 3 de pradial al 3 de termidor).—Arenga a los jacobinos contra la
indulgencia.—Los Comités intentan atacarlo.—El Robespierre
joven.—La casa Saint-Amaranthe.—Robespierre se defiende mediante
el Terror.—Omnipotencia de su negociado de policía.—Los Comités le
restan popularidad por la gran hornada de asesinos.

Apenas votada la ley se apoderó de las gentes tal terror, que


muchos no osaron volver a sus domicilios. Más de sesenta
diputados no dispusieron de domicilio fijo hasta el 9 de
termidor. Apenas iban a la Convención, donde casi no se
permitían tomar asiento, creyendo siempre que las puertas iban
a cerrarse tras ellos. Bourdon, de Oise, cayó enfermo como si
hubiera oído ya su sentencia de muerte.
En las cárceles aumentó prodigiosamente el terror, porque
se adivinó que el que debía aplicar la ley, Fouquier-Tinville,
estaba aterrorizado. Se veía arrojado a un mar de sangre, del
que no saldría jamás. Hemos indicado ya sus relaciones secretas
con los indulgentes y su comida con Lecointre y Merlin de
Thionville. Siendo ya sospechoso se le nombró un adjunto, es
decir, un vigilante en el proceso de su pariente Camille
Desmoulins.
Cuando sufrió el golpe de este decreto de pradial, perdido,
se confió al Comité de seguridad. Convinieron en que la ley era
inaplicable, pero le ordenaron que la ejecutara.
Al regresar a medianoche, todo el Sena le parecía sangre.
Las ejecuciones debían practicarse, como ya se ha dicho, en
el arrabal de Saint-Antoine. Las carretas ya no tendrían que
atravesar los estrechos pasajes del Pont-Neuf, las calles del
Roule y Saint-Honoré. El patíbulo no estaría rodeado por la
muchedumbre. Era la emancipación de la guillotina. Iba a
respirar otro ambiente, a ejecutar fuera del mundo civilizado,
sin tener que enrojecer de vergüenza.
Pero el tribunal era aún más condenable que la guillotina.
Los que vieron funcionar la máquina de pradial se
horrorizaron. Los jueces de 1793 que observaron aquel
mecanismo no pudieron soportar verlo. Se había excluido del
jurado a todo el que conservaba alguna independencia, a
Antonnelle, a Naulin, e incluso se les arrestó108. El antiguo
tribunal del 93, mientras prodigaba la muerte y se mostraba
preocupado por el peligro de la crisis, influenciaba sus juicios
de forma digna y noble. A través del presidente y del jefe del
jurado, dirigía en ocasiones honorables palabras a los
condenados. Los jueces, hombres convencidos, respetaban las
convicciones incluso de los adversarios que enviaban a la
muerte. Basta con citar las consideraciones de Antonnelle en su
veredicto contra el bordelés Ducournaud, uno de los brillantes
hijos de la Gironda; sentía un gran reconocimiento hacia sus
servicios, su valor y su brillante espíritu. Este homenaje a la
verdad en boca de la muerte, suponía mucho entre franceses.
La mayoría querían morir con su principio vencido pero
querían morir honrados.
El tribunal de pradial, execrable por su rapidez furiosa, lo
fue más por los insultos y cobardías cometidas con los
acusados. El primero de los jurados, Vilatte, el único letrado, ex
cura y regente de un colegio, joven, libertino, imitando las
elegantes ligerezas de Barère, juzgaba con el reloj en la mano, y
en estas horribles hornadas de cincuenta hombres a la vez, no
perdonaba a los que iban a morir que le hicieran comer
demasiado tarde.
Sin ninguna duda, la idea adoptada entonces y que se hizo
fija con el tiempo, fue la proscripción absoluta de todos los
sospechosos, pero era necesario decirlo, imitar al menos la
franqueza de Syla. Lo horrible eran estas comedias de jurados,
la irrisión de la justicia.
La multitud de manos por las que pasaban las cosas
inutilizaba toda garantía.
¿Quién debía alimentar al tribunal? El Comité de seguridad
¿Y quién alimentaba a este? Una comisión establecida en el
Louvre, que escogía entre los prisioneros quiénes debían ser
juzgados, enviaba las listas al comité. Este las firmaba y las
enviaba a Fouquier-Tinville.
Por lo tanto la responsabilidad se encontraba dividida. Era
triple y era nula.
La Comisión decía: “Nosotros podemos ir muy rápido; el
Comité examinará y después sancionará el tribunal”.
El Comité decía: “Nosotros podemos firmar siempre; la
Comisión ha examinado y el tribunal juzgará”.
Y el tribunal a su vez: “Los que la Comisión y el Comité
han juzgado acusables son indudablemente merecedores de la
condena”.
En suma, la responsabilidad mayor recaía sobre el Comité
de seguridad. Esto era lo más maquiavélico de la ley de pradial.
Las listas le llegaban del Louvre y debía enviarlas
rápidamente al tribunal. Por la ley robespierrista fue lanzado en
una corriente de precipitación que debía caer en poco tiempo
bajo el peso del odio público para librar del cuchillo de
Robespierre.
¿Qué hacía él entretanto? Se retiró, se concentró en sí
mismo (23 de pradial) después de la terrible disputa, diciendo:
“Ya no soy nadie”. Se lavó las manos de todo cuanto se iba a
hacer.
La más cruel denuncia no lo era tanto como esta ausencia.
¿Le traicionaban los comités cuando el incorruptible no podía
poner en ellos sus pies? Ahora toda la responsabilidad recaía
sobre ellos. Todo el poder le seguía perteneciendo a él. ¿Quién
gobernaba en el fondo? Su ley. Ya no iba al Comité de Salvación
Pública, pero conservaba la firma y firmaba en su casa (existen
gran cantidad de resoluciones escritas de su puño y letra).
Couthon se sentaba en su lugar y en el otro Comité, David y
Lebas. Seguía poseyendo la Comuna, las cárceles y los
tribunales, puesto que en ellos mandaban Payan, Herman y
Dumas. Por la tarde llegaba a los Jacobinos, flanqueado por
Dumas, el presidente, Renaudin y otros jurados del tribunal
revolucionario. Al verle entre esos acólitos, ¿quién no sentía que
ese hombre retirado, ese soñador, ese filósofo, ese moralista
inofensivo, que ya no se involucraba en nada, era quien
sostenía el cuchillo?
¿Eran imaginaciones? No. Robespierre prestaba atención en
dejar bien claro a través de sus palabras que la vía ortodoxa se
hallaba en la aceleración de los juicios revolucionarios. Casi
todas las tardes pronunciaba Couthon un discurso contra la
indulgencia, lo cual era muy extraño después de la generosidad
de que había hecho gala en Lyon. Todo se olvida rápidamente
en Francia; la audacia de las contradicciones fue tan tenuemente
transmitida a los hombres de tribuna por un público prevenido,
que era precisamente en Lyon donde Robespierre se establecía
de manera atrevida, asegurando que la comisión temporal había
sido demasiado indulgente y que sólo había perseguido a los
patriotas. ¡Cómo olvidar los actos de indulgencia de
Robespierre con Collot d'Herbois, Marino y Fouché! (discurso
del 10 de junio y del 9, 11 y 14 de julio).
Los Comités, empujados por todo esto, aceptaron la
horrible apuesta. Como sabían que si seguían por ese camino
pronto les devoraría el abismo, no perdieron ni una hora en
buscar bajo su coraza si no había donde clavarle el puñal.
Como Robespierre era políticamente aceptado y deseado,
no resultaba fácilmente abordable.
Pero si brindaba la más mínima ocasión quizás se le podía
hundir moralmente.
La gran alegría de nuestros padres, el eterno tema de
nuestros antiguos villancicos, de los viejos cuentos populares,
era el del sacerdote convencido de que es hombre, el del santo
pillado en flagrante delito. Tartufo es el tema más querido por
Francia para divertirse, ya mucho antes de que existiese
Molière.
¡Sorprender a ese personaje en algún gesto humano, en
algo que se parezca a la felicidad o al placer hubiese supuesto
un triunfo! Desde luego no daba pie a ello. Cada vez más
agotado, más delgado y con la sangre cada vez más alterada,
andaba dos horas al día con paso rápido y salvaje. ¿Qué le hacía
falta a un hombre así? Muy poco, porque aparte de la pensión
que pasaba a su hermana, el dinero dedicado a la casa, a la ropa
y los sueldos que daba a los pequeños saboyanos, él no tenía
absolutamente nada. No podía pagar a Duplay. El 9 de
termidor le debía cuatro mil francos.
¿Adónde iba? A Monceau, algunas veces a los Campos
Elíseos, a pasear las dos horas que le eran necesarias. ¿Dónde
entraba? Algunas veces y para darse popularidad iba donde los
artesanos, preferentemente donde los carpinteros, recordando
el Emilio. Algunas veces entraba donde una estanquera de la
calle Saint-Honoré; era probablemente una beata de la pequeña
iglesia. No tenía ninguna otra distracción. Su interior era
cerrado y sombrío.
Se suponía, sin razón quizás, que le hacía falta una mujer, y
se le atribuía este error a Cornélia Duplay. Otros dicen que no
asoció a nadie a su triste destino y que quería casarla con su
hermano. Lo que es seguro es que ella velaba inquietamente por
sus días; aleccionada por la muerte de Marat, impidió que la
joven Cécile Renaud se acercase a Robespierre.
Robespierre era difícil de atacar en sí mismo, pero se le
podía dañar atacando a su familia. Este fue su punto débil. Su
hermana, la triste y agria Charlotte, encontró un amante.
¿Quién era? El enemigo mortal de Robespierre. Fouché, que
había vuelto a París, estaba alojado en el ático de una casa de la
calle de Saint-Honoré, concibió la idea de introducirse en la
familia Robespierre y sorprender sus secretos. Este gran policía,
cuya grotesca figura hacía temblar de miedo al amor, imaginó
hacer la corte a la hermana de Robespierre. Esta llevaba mucho
tiempo alejada de Robespierre y por lo tanto no podía conocer
nada de la situación actual de su hermano. Sólo podía traicionar
su pasado, sus antecedentes. Como llevaba tanto tiempo sin
contactar con su hermano no tenía acceso a su casa. Si se
hubiese puesto ante la puerta habría sido retenida por un
terrible Cancerbero, la intrépida señora Duplay, y Cornélia
Duplay se habría dejado matar en el zaguán.
Quedaba el hermano de Robespierre. Fue a través de él por
donde se pudo atacar a Robespierre.
Este, abogado, joven, orador fácil y vulgar, hombre de
sociedad y de placer, no era consciente de hasta qué punto la
alta y terrible reputación de su hermano exigía ciertos
miramientos109. En sus misiones, donde su nombre le
proporcionaba un gran papel, muy difícil de interpretar, apenas
velaba por su integridad. Se dejaba ver paseando por todas
partes, incluso por los clubs, junto a una mujer de sospechosa
reputación.
Creyó que su hermano podría suavizar el terrible espíritu
de la Revolución. No ocultaba en absoluto esa esperanza y no
tenía en cuenta los obstáculos ni las demoras que aplazaban ese
momento. En la Provenza hizo gala de ser muy humanitario y
en París tuvo el valor de salvar a varias personas, entre ellas al
director del economato del clero (que más tarde se convirtió en
el suegro de Geoffroy Saint-Hilaire).
En la precipitación de su celo antiterrorista llegó a humillar
a exaltados patriotas, llegando a imponer silencio a Bernard, de
Saintes. Los contrarrevolucionarios adquirieron gran confianza,
llegando a decir: “Tenemos la protección de los señores
Robespierre”.
En París el Robespierre joven visitaba una casa muy
sospechosa del Palais Royal, justo enfrente de la escalinata, en
la esquina de la calle Vivienne, el antiguo hotel Helvétius.
Aquella escalera era, como es bien sabido, el centro de los
agiotistas, bolsistas chanchulleros, vendedores de oro y
asignados, y gente que comerciaba con mujeres. En esta zona
abundaban las casas de juego frecuentadas por la aristocracia.
Ya conté en su momento cómo a medida que los viejos partidos
se iban disolviendo, iban a morir allí, entre las prostitutas y la
ruleta. Allí acabaron sus días los constituyentes, los Talleyrand
y los Chapelier. Por allí anduvieron también los orleanistas así
como varios girondinos. El Robespierre joven, mimado por sus
misiones principescas, también gustaba de encontrar allí restos
de la antigua sociedad.
La casa donde él jugaba estaba regentada por dos hermosas
mujeres: una, la hija, apenas tenía diecisiete años; la madre no
llegaba a los cuarenta. Ésta, madame de Saint-Amaranthe,
viuda por lo que ella decía, de un guardia de corps que fue
asesinado el 6 de octubre, había casado a su hija con un joven
perteneciente a la familia de un famoso agente de policía, con el
joven Sartine, hijo del ministro de la Pompadour y al que
Latude inmortalizó.
Madame de Saint-Amaranthe dejaba a la vista de los
jugadores los retratos del rey y de la reina. Esta insignia real no
perjudicaba a la casa. Los ricos seguían siendo realistas, pero
estas mujeres se cubrían las espaldas teniendo como protectores
a unos patriotas. La hija era amada con pasión por el jacobino
Desfieux, agente del Comité de seguridad (cuando el Comité
estaba bajo la dirección de Chabot) y amigo íntimo de Proly y
de Junius Prey, famoso banquero patriota que entregó a su
hermana en matrimonio a Chabot. Todo esto apareció en el
proceso de Desfieux, ahogado en marzo junto con Proly, en el
proceso de los hebertistas.
Robespierre vivía ajeno a este mundo, hasta el punto de no
enterarse que Desfieux y Proly intrigaban contra él. Debemos
recordar que en octubre, en un momento en que la popularidad
de Robespierre sufrió una grave amenaza, se le hizo el favor de
encarcelar a Desfieux por orden del Comité de seguridad. A
Collot d'Herbois le costó grandes esfuerzos ponerlo en libertad.
Cuando el 24 de marzo se ejecutó a Desfieux junto con Hébert,
Saint-Just envió una nota al Comité de seguridad contra la casa
que frecuentaba y el día 31 se detuvo a las Saint-Amaranthe y a
Sartine.
Pero como el Robespierre joven era amigo también de la
casa, esto les valió para que permanecieran mucho tiempo en la
cárcel pero sin sufrir ningún juicio. El Comité de seguridad
estaba al corriente del asunto y en determinados momentos
pudo hacer pública la sospecha de que Robespierre era ¡el
protector de las casas de juego!
¿Robespierre? ¿Pero cuál de los dos?
Se guardaron muy bien de hacerlo constar.
Sin duda Robespierre fue advertido por su propio
hermano, que le hizo su confesión. Vio el abismo y se puso a
temblar.
¿Fue a los Comités? ¿O fueron los Comités los que le
buscaron? Nada se sabe; lo cierto es que en la noche del 25 de
pradial (14 de junio) ocurrió algo terrible entre ellos.
Robespierre pensó que el asunto era irremediable, que
cuanta más resistencia opusiera, más gravedad alcanzaría, que
había que sacar partido de ello y obtener de los Comités un
arma real que le pudiera servir para atacar a los propios
Comités, y en definitiva, para dar un paso decisivo en su vía de
dictadura judicial.
Cuando el viejo Vadier le dijo con aire observador:
“Mañana haremos el informe sobre el caso Saint-Amaranthe”,
puso algunas objeciones, poco enérgicas y bastantes menos de
las que se hubiesen podido esperar.
Ese mismo día hizo que el Comité de Salvación Pública
concediera a su negociado de policía el nuevo derecho a
entregar a los procesados al tribunal revolucionario.
Así, sus dos hombres (ambos de Arras), el jefe de división
Herman y el subjefe Lanne, se iban a encontrar investidos de un
derecho que hasta entonces sólo el soberano Comité de
seguridad ejercía en nombre de la Convención, derecho que
difería muy poco del derecho a la vida o a la muerte.
El experimento, realizado primero a pequeña escala, in
anima vili, con los presidiarios de la cárcel de Bicêtre, fue elegida
sabiamente para no asustar demasiado. El Comité de Salvación
Pública al completo firmó la autorización. Estaba horrorizado
por la retirada de Robespierre y creía que con esta concesión
podría suscitar su regreso.
Concesión enorme. Pero no fue suficiente. Cinco días
después, el Comité se vio forzado a dar a Herman el derecho a
interrogar a todos los ciudadanos denunciados que llegaran a
París. Debían pasar ante él (los acusados de Arras y de Orange
en menor medida) todos los acusados de Francia. Herman,
gracias a ese derecho a examen previo, se había convertido en
una especie de gran juez o dictador judicial110.
El extracto del decreto del Comité que autorizaba a
Herman y Lanne a realizar su investigación en Bicêtre, fue
firmado por Robespierre, que hizo que Barère y Lindet firmaran
junto a él. Lanne debía proceder en Bicêtre acompañado del
acusador público. Pero este, Fouquier-Tinville, asombrado por
la insólita forma del acto, no se quería mover si no era con una
autorización, la del Comité de seguridad, que no se atrevió a
negársela.
Dieciséis eran los nombres de los presidiarios que
aparecían escritos en el decreto; pero también se leía: “Y todos
aquellos que han tomado parte en el complot”. Quedaba un
espacio en blanco que Lanne y Fouquier podían rellenar como
más les conviniera.
¡Lanne quería al menos trescientas cabezas! ¿Dónde se
podían encontrar tantos presidiarios? Fue Fouquier quien, sabia
y humanamente, obligó a Lanne a que en un principio se
conformase con una treintena, a los que algunos días después
se les añadieron otros tantos.
Mientras que Fouquier y Lanne extendían un documento
en Bicêtre, el Comité de seguridad elaboraba en la Asamblea su
informe sobre las cincuenta personas que eran presentadas
como cómplices del intento de asesinato de Robespierre y
Collot, y de las tentativas de corrupción del barón Batz. Las
Saint-Amaranthe se encontraban en cabeza junto con Ladmiral
y Cécile Renaud. Violenta, cruel y partidista jugada, el colocar
justo en medio de los asesinos frustrados de Robespierre a esas
mujeres realistas que se decía eran sus amigas, a quienes su
ejecución asesinaba moralmente.
El hombre que se puso al frente del Comité y habló fue Élie
Lacoste, el mismo que el 5 de termidor se puso frente a
Robespierre y articuló en su presencia las quejas del Comité.
El informe era un poema, donde el pequeño banquero de
Batz, elevado al inmenso rol del Genio del mal, con veinte
millones en guineas, manufacturas de asignados, etc., trabajaba
de tres formas: asesinato, corrupción y bancarrota. Ese poema,
mediante episodios, unía al hilo principal a grupos accesorios
de acusados, realistas de renombre, Montmorency, Rohan,
Sombreuil, el municipal Michonis, sospechoso de intentar que
la reina se diera a la fuga, etc.
Había cuarenta y nueve. Tanta gente con capas rojas
aportaba gran pompa al espectáculo. El Comité de seguridad no
se esperaba esto.
Pero la tarde del día anterior, Fouquier, que pretendía
adular a sus jefes, dijo al entrar al Comité: “¡Envío cerca de
sesenta!”. Todos gritaron bravo. Y lo gritaron aún más cuando
fue leída la ingeniosa confección de la cola de lista. Fouquier
colocaba allí a cuatro enemigos personales de Robespierre, los
municipales Marino, Soulès, Froidure y Dangé, de forma que la
inmensa hecatombe abierta por sus asesinos, estaba formada
por sus enemigos.
Eran nombres populares. Soulès, amigo de Chalier, aparece
nombrado en su testamento. Marino fue el vengador de Chalier
en Lyon. Se reprochaba a Marino el haber cometido la grave
falta de arrestar a un diputado; la Convención podía pensar que
se le castigaba por ello. Presidente de la comisión temporal de
Lyon y amigo de Fouché, Marino se debilitó hacia el final.
Robespierre no perdía la ocasión de denunciar la flojedad de esta
comisión temporal, de manera que Marino parecía morir como
indulgente. Esto resultaba inquietante para todos. ¿Quién estaba
seguro de estar a la altura, si se señalaba como autor de ese
crimen a un hombre que había enviado a la muerte a 1.700
personas?
Marino, pintor y artista despreocupado, gracioso de
profesión, divertía mucho a la gente Resultaba curioso lo
animado que estaba en las prisiones. Fue él quien en 1793
organizó en la cárcel una especie de mutualidad de forma que
un prisionero rico situado en una habitación mejoraba el
destino común y negociaba con sus camaradas. En pradial se
echaban mucho de menos esas buenas prisiones de Marino, la
buena comida y la fraternidad que ese acuerdo proporcionaba.
La administración robespierrista temía que los ricos se hicieran
muy influyentes. Estableció la estricta igualdad y las mesas
comunes, todo ello a cargo del Estado. La comida se hizo
aborrecible por culpa de los empresarios (y no por culpa del
Estado, que pagaba mucho), los prisioneros estaban
desesperados y Marino, el anfitrión de las prisiones, fue sin
duda, muy añorado.
Inmolarle a Robespierre, hacerle morir con el traje rojo de
los enemigos de Robespierre, era una cruel astucia contra este.
Los robespierristas no previeron esto, pero lo sintieron. En
el Periódico de la Montaña, que se confeccionaba en los jacobinos,
borraron de la lista los cuatro nombres de los municipales de
París, restos de la antigua Comuna que había dejado un
recuerdo semejante.
(15-17 1794)

Calumnias contra Robespierre.—Por dónde se le podía atrapar.—


Misticismo de la época.—Sus devotos.—Ensayos de Comedia.—La
Madre de Dios.—Informe de un cómico aterrador.—Robespierre
prohíbe que la justicia persiga a la Madre de Dios.—Terrible efecto de
la ejecución de los cincuenta y cuatro “camisas rojas“.—Dificultades
para castigar a las mujeres.

El informe de Élie Lacoste con los correspondientes


comentarios hechos en voz baja fue recibido en la Montaña y la
Convención como lo fueron las primeras gotas de lluvia por la
Judea exhausta, después de la sequía de tres años durante el
reinado de Acab.
Daba motivos de sospecha, por lo tanto era hombre;
buscaba los placeres humanos; ese triste fantasma ¡vivía!< Y si
vivía, podía también morir< ¡Como todo hombre tenía sangre
para esparcir y un corazón que podía ser atravesado!
La inverosimilitud del relato no detuvo a nadie. ¡Que ese
hombre sombríamente austero, tan cruelmente agitado, que
perseguía encarnizadamente su trágico destino, fuera, como un
Barère cualquiera, como un marqués del Terror, a divertirse a
semejante casa, a donde esas damas, nos parece tan natural!<
La furiosa credulidad ceñía el pañuelo en sus ojos.
Era de temer sin embargo, que la equidad y el sentido
común no encontrasen algo de luz y que algunos no se dieran
cuenta de una cosa tan simple: hay dos Robespierre.
No se perdió ni un minuto en duplicar y aumentar la
duración en el tiempo de esa primera impresión.
No, no era fácil atrapar a Robespierre por las costumbres;
resultaba más sencillo hacerlo por algo interior y mucho más
profundo.
En las violentas luchas a muerte, de un combate por los
principios, a menudo ocurre que a la larga, en las personas más
sinceras, los principios están en segunda línea. El combate lo es
todo, el peligro lo es todo y la victoria lo es todo. La mano del
combatiente empuña todo tipo de armas, incluso las más
hostiles a los principios.
Ésa era la única forma posible de corromper a un hombre
como ese. En su terrible situación podía verse tentado de
explotar un medio contrarrevolucionario para lograr su
salvación y la de la Revolución.
Y Robespierre, para encontrar ese medio, esa tentación, no
tenía que buscar muy lejos: estaba en él.
¿De dónde había partido? De Arras, de los más tristes
antecedentes. Había nacido en una ciudad de sacerdotes,
educado bajo la protección de los curas, e incluso cuando se
hizo hombre, le volvieron a llevar con ellos y le hicieron juez de
la Iglesia.
Al igual que Rousseau, su maestro, se liberó gracias a la
voluntad, tiró el dinero y se fue con el hambre y el honor.
Después sonó el 89 y su liberación fue la liberación de Francia,
que desde entonces le alimentó con su pan y vivió de su
palabra.
Filósofo y lógico, que estaba muy por encima de los
girondinos como lógica revolucionaria y que sin embargo, era
superado por ellos en temas de guerra, por la Comuna en temas
de religión, volvió a ser el hombre de Arras y se inclinó
instintivamente hacia la derecha. Alentó la esperanza de los
enemigos del siglo dieciocho y atacó el filosofismo (diciembre).
Esas palabras hicieron sospechar, no sin fundamento, que a
pesar de que ese filósofo enemigo del filosofismo, hablaba mal de
los curas, no les deseaba grandes males.
¿Sospechar? La cosa estaba clara.
Exigir la libertad y la aplicación de los principios en
beneficio del catolicismo, mientras que se aplazaba todo lo que
tuviera alguna relación con la política, imponer la libertad de
cultos, la libertad de los católicos, la libertad del enemigo,
cuando la libertad de la tribuna, de la prensa y del teatro se
ahogaba en sangre, ¿no era esto liberar a la contrarrevolución y
condenar la Revolución?
Las hojas que Lebas arrancó, de las que hablábamos hace
poco, demuestran cómo su maestro era en el fondo favorable a
los curas.
Esto fue aún mejor. Un jacobino católico rogó a Robespierre
que sostuviera a su hijo recién nacido sobre la pila bautismal.
Éste aceptó y fue su padrino. Esto resultó ser algo muy grave,
porque él era libre. En la familia, la madre, dueña soberana de
un fruto salido de sí misma con tanto dolor, a menudo forzaba
al padre filósofo a bautizar al niño. Pero en este caso ¿quién le
forzaba? Fue padrino, y como tal, hizo la promesa
correspondiente: que el niño sería católico.
Para un hombre que tenía tan poco en cuenta el filosofismo,
la cuestión era saber qué misticismo iba a favorecer, el del
pasado o el del presente, el del viejo partido católico o el de los
nuevos adeptos de la religión jacobina. ¿Protegería la fe en Jesús
o la fe en Robespierre?
Eran tiempos de fanatismo. El exceso de emociones había
destrozado, humillado y desanimado a la razón. Sin hablar de
la Vendée, donde no había más que milagros, en 1791 había
aparecido un dios en Artois. Allí los muertos resucitaban en el
94. En el Lyonnais, una profetisa había realizado grandes
aciertos; se dice que allí cien mil almas agarraron el bastón de
viaje y se fueron sin saber a dónde. En Alemania las
innumerables sectas de iluminados se extendían no sólo entre
las clases más populares, sino también entre las de más alto
rango: el rey de Prusia también estaba implicado en ellas. Pero
no había hombre en Europa que despertara tan vivamente el
interés de esos místicos como el sorprendente Maximilien
Robespierre. Su vida, su elevación a la suprema potencia por el
simple hecho de la palabra, ¿no era el más sorprendente de los
milagros? Le llegaban cartas que le declaraban como Mesías.
Esas gentes veían nítidamente en el cielo la constelación
Robespierre. El 2 de agosto de 1793 el presidente de los jacobinos
le designaba, sin nombrarle, el Salvador que va a regresar. Una
infinidad de personas tenían su retrato colgado en sus casas,
como si de una imagen sagrada se tratara. Las mujeres e incluso
los generales, llevaban un pequeño Robespierre en su pecho y
besaban y rezaban a esa miniatura sagrada. Lo que resulta aún
más sorprendente es que los que le veían constantemente y los
que más cerca estaban de él, sus santas mujeres, entre ellas una
baronesa, madame de Chalabre (que le ayudó prestándole su
policía), también le veían como un ser sobrenatural. Juntaban
sus manos y decían: “Sí, Robespierre, eres Dios”.
Que estas escenas tuviesen lugar entre los bonzos de la
India o en las pagodas del Tibet, estaría bien, ¡pero que
ocurriese en París, al día siguiente de Voltaire, en pleno
Contrato social! Y que fuera el propio hijo de Rousseau y del
racionalismo, el lógico de la Revolución, quien aceptara y
alentara con su silencio esos ultrajes a la razón, eso resultaba
vergonzoso y triste. Realmente era allí donde residía la fealdad
de Robespierre.
Porque ¿qué era eso, incluso sin hablar de razón, de
consultar únicamente al corazón? ¿Tolerar esa idolatría no era
abusar del debilitamiento donde el exceso de males y el Terror
habían puesto a esas pobres almas, acabando con lo que en ellas
quedaba de libertad, de verdadera vida, rebajándolas a la
categoría de persona con sensibilidad animal, con la servil
ternura del perro, a quien le es necesario un amo, que quiere ser
dirigida y golpeada, pobre criatura relativa que ya no existe en
sí misma?
En 1792 hablábamos de la vieja idiota de la calle
Montmartre que mascullaba: “¡Dios salve a Manuel y a Pétion!
¡Dios salve a Manuel y a Pétion!” y así durante doce horas al
día. Seguro que en 1794 no habrá mascullado tantas horas por
Robespierre.
El amargo Cévenol, Rabaut Saint-Étienne, había dejado
bien claro que esas ridículas niñerías, ese entorno de devotos y
la paciencia que demostró Robespierre para soportarles, eran el
punto vulnerable, el talón de Aquiles por donde el héroe sería
atacado. Girey-Dupré, en un picante y gracioso villancico, tocó
ese punto, pero de pasada. ¿No era el tema de aquella comedia
de Fabre que se hizo desaparecer y por la que el propio Fabre
desapareció? Y la que el girondino Salles escribía oculto en la
tierra, en los pozos de Saint-Émilion, me hace creer que ese
trabajo encarnizado fue obra de la venganza, de la proscripción
del proscriptor, el drama del nuevo Tartufo.
Temática muy superior a la anterior. En Molière, Tartufo es
un pobre diablo que, con una jerga mística y abusando del
nombre de Dios, engaña a un imbécil. Aquí el propio Tartufo es
Dios; el ídolo y el explotador del ídolo son una única y misma
cosa. ¡Ídolo de la sinrazón bajo la bandera de la razón!
¡Engañando a los unos y a los otros!< Y el imbécil es el mundo.
Para formular la acusación se necesitaba un hecho, algo en
lo que poder basarse. El propio Robespierre fue quien lo
proporcionó.
Siguiendo sus instintos policíacos y su insaciable
curiosidad hacia todo lo que fuese en contra de sus enemigos y
en contra del Comité de seguridad, al que quería atacar, fisgaba
encantado las carpetas de ese Comité. Allí encontró, cogió y se
llevó papeles relacionados con la duquesa de Bourbon y se negó
a devolverlos. Esto obligó al Comité a andar con más cuidado y
a hacerse con duplicados de todos esos documentos. Se dio
cuenta de que este asunto que tanto interesaba a Robespierre
era un caso de iluminismo.
¿Qué secreto motivo tenía para querer proteger a los
iluminados y para tratar de impedir que se siguiera adelante con
su caso?
Esas sectas nunca han dejado indiferentes a los políticos. El
duque de Orleáns tenía mucho contacto con los francmasones,
con los templarios, de los que fue Gran Maestre. Los
jansenistas, que durante la persecución se convirtieron en una
sociedad secreta, por la habilidad poco frecuente con la que
organizaban la misteriosa publicidad de las Noticias eclesiásticas,
merecieron la atención de los jacobinos. Da una idea de este
movimiento, de este cuadro, si podemos llamarlo así, la
biblioteca de los jacobinos, en 1790. Robespierre, entre los años
89 y 91, vivió en la calle Saintonge, en el Marais, cerca de la calle
de Touraine, en la puerta misma del santuario donde los
energúmenos del jansenismo expirante hicieron sus últimos
milagros; el principal de estos fue crucificar a las mujeres, que
al bajar de la cruz comían mejor incluso. Un violento
recrudecimiento del fanatismo, tras el Terror, era fácil de
prever. Pero ¿quién se beneficiaría de ello?
En el castillo de la duquesa predicaba un adepto, el cartujo
dom Gerle, colega de Robespierre en la Constituyente, quien
pidió, ante el asombro general de la Asamblea, y como si fuese
algo sencillo, que se declarara el catolicismo religión del Estado.
Dom Gerle quería, al mismo tiempo, que se reconociera la
verdad de las profecías de una loca, la joven Suzanne
Labrousse. Gerle, siempre mantuvo el contacto con su viejo
colega; iba a verle a menudo, le honraba como si fuese su
patrón, y sin duda, para complacerle, vivía en casa de un
carpintero. Obtuvo de él un certificado de civismo.
Aunque era un buen republicano, Gerle sentaba plaza de
profeta. Había recibido la influencia de una vieja mujer idiota,
apodada la Madre de Dios. Catherine Théot (ése era su nombre)
era ayudada en sus misterios por dos jóvenes encantadoras, una
rubia y la otra morena, a las que llamaban la Cantante y la
Paloma. Allí acudían los realistas, los magnetizadores, los tontos
y los bribones. ¿Hasta qué punto podía mezclarse un hombre
tan serio como Robespierre con todas estas tonterías? No se
sabe. Sólo se sabe que la vieja tenía tres sillones: azul, blanco y
rojo. Ella se sentaba en el del medio y su hijo Gerle en el de la
izquierda, en el rojo. ¿Para quién era el sillón azul, situado a la
derecha de la Madre de Dios? ¿Sería para su hijo mayor, el
Salvador que estaba por llegar?
Por ridículo que esto resultara, hay dos puntos en ello que
nos dejan ver un intento de ruda asociación entre el iluminismo
cristiano, el misticismo revolucionario y la inauguración de un
gobierno de profetas.
“El primer sello del Evangelio fue el anuncio del Verbo; el
segundo la restitución de los cultos; el tercero, la Revolución; el
cuarto, la muerte de los reyes; el quinto, la unión de los pueblos; el
sexto, el combate del ángel exterminador; el séptimo, la
resurrección de los elegidos por la Madre de Dios y de la
felicidad general vigilada por los profetas”.
“El día de la resurrección, ¿dónde estará la Madre de Dios?
En su trono, entre sus profetas, en el Panteón”.
El espía Sénart, que quiso ser iniciado para traicionar a la
secta y arrestar a los creyentes, dice que encontró una carta a
Robespierre escrita por la Madre de Dios, como si él fuera su
profeta, el hijo del Ser Supremo, el Redentor, el Mesías.
¿Era eso en realidad la minuta de una carta que fue
enviada? ¿O bien hay que pensar que los mismos que, en el
afán de servir a Robespierre, atribuyeron una falsificación a
Fabre d'Églantine, han sido capaces de hacer otra falsificación
para acabar con Robespierre? Cualquiera de las dos
suposiciones resulta tan verosímil que creo que no se puede
decidir entre la una y la otra111.
Los dos gascones, Barère y Vadier, que realizaron juntos el
malicioso informe que los Comités llevaban a la Convención,
incluyeron en él (al igual que se introducen los ingredientes en
la caldera del Sabbat) cosas muy extrañas; por ejemplo, no sé
qué retrato del pequeño Capeto encontrado en Saint-Cloud.
Esto servía como pretexto para poder hablar en el informe sobre
el realismo y la restauración de la monarquía. La Asamblea,
desorientada, no sabía qué creer en un principio. Poco a poco lo
fue comprendiendo. Abrumada por las palabras tristes y
sombrías de Vadier, apreció lo cómico del chiste. La broma, en
boca de un hombre que se mantiene serio, a menudo provoca
un ataque de risa incontenible. El efecto fue tan violento que
bajo la cuchilla de la guillotina, en el fuego o en los tormentos,
la Asamblea también se habría reído. Se retorcían de risa en los
asientos.
Se decidió, dejándose llevar por el entusiasmo, que ese
informe sería enviado a las cuarenta y cuatro mil comunas de la
República, a los ejércitos y a todas las administraciones. Eso tal
vez supusiera una tirada de cien mil ejemplares.
Robespierre, atravesado de parte a parte, estuvo lejos de
mostrarse vigoroso, fuerte y enérgico. No había sesión aquella
noche en los Jacobinos y nada podía hacer por este lado. Fue al
Comité de Salvación Pública y pidió que se detuviera todo. El
Comité se obstinó en no entender y en sostener que el asunto no
podía tener para él ningún interés. Robespierre, sin atender a
esas razones, ordenó que se llamara a Fouquier-Tinville. Vino
Fouquier y ordenó todo lo contrario de lo que pedía el Comité.
Este no osó decir una palabra.
Eso no es todo. Exigió que Fouquier le devolviese los
documentos, los cogió y se los llevó a su casa.
Fouquier fue del Comité de Salvación Pública al Comité de
seguridad y dijo: “Él no lo quiere”.
El “Yo lo quiero” se restableció, la monarquía existía.
El hecho de que la cosa se estableciera tan solemnemente
supuso un gran consuelo para los Comités.
A partir de ahora y para cualquier ocasión contaban con
una terrible frase: “Lo quiere, no lo quiere”.
Lo único que les faltaba era tocar el tambor y hacer que
retumbara la supresión de la justicia. El Comité de seguridad
dijo que perseguiría al acusador público por haberse deshecho
de unos documentos tan importantes.
Vadier maliciosamente pretendió perseguir a Robespierre
por su informe incluso en los Jacobinos. Aquí pretendía sacar
partido entre los jacobinos enemigos de Robespierre que habían
votado la presidencia de Fouché. Sin embargo, contó
equivocadamente; al leer el informe, se oyeron susurros y
después reinó un gran silencio, aunque algunos lanzaron
suspiros de indignación. Vadier logró impresionar al auditorio,
pero no convencerle.
Al día siguiente circuló por París una noticia que causó
gran sensación: se trataba del suplicio de los asesinos frustrados
de Robespierre.
El drama de la ejecución ofrecía cincuenta y cuatro
víctimas, las cuales vestirían el traje que sólo Charlotte Corday
había llevado hasta entonces: la siniestra camisa roja de los
parricidas y de los que asesinaban a los padres del pueblo, a los
representantes. El cortejo tardó tres horas en recorrer la
distancia de la Conserjería a la plaza de la Revolución. La
ejecución duró una hora.
Durante estas cuatro largas horas de exhibición, el pueblo
tuvo ocasión de ver, de conocer y de examinar a los asesinos
frustrados de Robespierre y de enterarse de toda la historia.
Las carretas iban escoltadas por las tropas y cañones;
¡precauciones que no se habían adoptado desde la ejecución de
Luis XVI! “¿Todo esto para vengar a un hombre? ¿Pues qué se
habría hecho si Robespierre hubiese sido rey?”.
Figuraban entre las víctimas cinco o seis mujeres muy
bonitas, tres muy jóvenes. Las miradas del pueblo se dirigían
hacia estas mujeres. La Saint-Amaranthe con todos los suyos; la
niña Renaud con toda su familia. Una tragedia completa en
cada carro, llantos, gritos desesperados. Madame Saint-
Amaranthe, que hasta entonces había hecho alarde de tanto
valor, desfalleció.
Una actriz del teatro de los Italianos, mademoiselle
Grandmaison, lograba atraer y concentrar todo el interés.
Querida en otro tiempo de Sartine, que se había casado con la
hija de Saint-Amaranthe, siempre le había sido fiel y debía su
muerte a él. Las dos mujeres iban en un mismo carro. La muerte
las hizo hermanas puesto que morían por un mismo amor.
Circuló rápidamente un terrible rumor. Se decía que Saint-
Just había querido poseerla y que por celos y rabia la había
denunciado.
Figuraba entre las víctimas una pobre joven, Nicole, que
nada había hecho, sino llevarle la comida a la señorita
Grandmaison. El soplón que la detuvo cuenta que cuando llegó
hasta el séptimo piso, donde ella vivía bajo el tejado, sin más
mobiliario que un jergón y una cesta con harapos, se echó a
llorar. Fue al Comité de seguridad diciendo que era
absolutamente imposible matar a esa niña. Respondieron
secamente que había que garantizar la vida de los
representantes, de los miembros de los Comités y que no se
tomaban a la ligera un atentado contra Robespierre.
Voulland, temblando de gozo, de venganza, fue a ver el
efecto en la escena. Se colocó en el ángulo que forman las calles
de Richelieu y Saint-Honoré, y cuando desde lejos vio las
cincuenta camisas rojas gritó: “¡Vayamos hacia delante para
celebrar una misa roja en el gran altar!”.
Se produjo el efecto deseado. Un desbordamiento de
piedad contenida se manifestó con gritos de muerte contra
Robespierre, el hombre maldito.
Las muertes de mujeres eran espectáculos terribles112.
La de Charlotte Corday, sublime, intrépida y tranquila, dio
origen a una religión.
La de la Du Barry, absolutamente muerta de miedo, que
mucho antes de la ejecución ya sentía la muerte en sus carnes,
que retrocedía con todas sus fuerzas, que gritaba y que se hacía
arrastrar, despertó todas las fibras de la piedad animal. Se decía
que la cuchilla no conseguía atravesar su grueso cuello< Todos
sentían escalofríos al escuchar el relato.
Y la ejecución de Lucile Desmoulins, la joven, valiente y
encantadora esposa del bueno de Camille Desmoulins, despertó
violentamente la piedad. Ninguna otra muerte dejó tanta
añoranza, tanto furor y ninguna fue más amargamente
vengada.
La impresión iba en aumento. La más simple política
hubiera debido suprimir el patíbulo para las mujeres. Esto
mataba a la República.
Pero justamente aquí, en el caso de las Saint-Amaranthe, se
quiso provocar en el público una cruel emoción y decir en
respuesta del que se quejaba de la indulgencia de los jueces de
Lyon y de la del Comité de seguridad: “¿No quería sangre<?
¡Pues ahí la tiene!< Y sangre de los realistas a los que ha dado
su protección”.
Me han contado el siguiente hecho.
Se sacó un gran provecho del efecto que produjo la
ejecución de la pequeña Nicole (que afectó incluso a la policía).
Un hombre muy duro y muy fuerte, de constitución
atlética, que era de ese tipo de personas que parece carecer de
nervios, que sólo tienen músculos, apostó que soportaría
contemplar de cerca la ejecución. Estaba junto a los verdugos, o
en otro lugar, no lo sé. El caso es que lo soportó todo sin vacilar
ni un instante y vio, cabeza tras cabeza, como aumentaba el río
de sangre. Pero cuando llegó la niña, se arregló, se tumbó en la
tabla y dijo al verdugo con su suave voz: “Señor, ¿estoy bien
así?”, todo empezó a darle vueltas, dejó de ver, su fuerza de
toro falló y cayó de espaldas; por un momento se pensó que
estaba muerto; hubo que llevarle a su casa.
(24 1 1794)

Todopoderosos efectos de la calumnia.—Los propagadores de París.—


Necesidad de ganar una batalla; Fleurus (26 de junio).—Prudente
consejo de Payan a Robespierre.—Parece que cree a Herman.—
¿Conocía las maquinaciones de Herman?—Herman purga las
cárceles, Bicêtre.—Ejecución de Osselin moribundo.

Todas las condiciones del horror y del ridículo se habían unido.


El Comité de seguridad, con su atroz drama, donde se juntaban
lo verdadero y lo falso, sobrepasó al mismo tiempo a la
comedia y a la tragedia y acabó con los grandes maestros.
La violencia de los contrastes y lo inesperado de las
sorpresas, habían aportado a la obra efectos terribles, inauditos,
de desgarradora piedad y de reír hasta reventar. Lo inmutable y
lo irreprochable, sorprendido dando el paso secreto de esa ágil
gimnasia, desnudo entre dos máscaras, fue un alimento tan
apreciado por la malignidad, que se creyó todo y se tragó todo.
No se desperdició ni una sola palabra. Fue filósofo donde el
carpintero, mesías de las ancianas de la calle Saint-Jacques y
jugador en el Palais Royal.
¡Representar esos tres personajes manteniendo siempre ese
rostro de censor despiadado!< Shakespeare se habría sentido
humillado, Molière vencido; Talma y Garrick ya no estaban a su
lado.
Pero al mismo tiempo, cuando reflexionamos sobre el
cobarde egoísmo con que abandonaba a los suyos a la infinita
prudencia de ese mesías, de ese salvador, que sólo se salvaba a
sí mismo, dejando a sus apóstoles a Judas, con María
Magdalena, para que fuesen crucificados en su lugar< ¡el furor
del desprecio desborda todas las almas!
Ayer dictador, papa y rey< hoy Robespierre iba rodando
hacia el arroyo.
Esa fue la amarga, ardiente y rápida impresión que la
calumnia causó en las almas bien preparadas. Toda su vida
abusó de acusaciones vagas y muy a menudo falsas. Parecía
que la calumnia lanzada por él tan a menudo, el último día
volvía a él inmersa en esa marea de barro sangriento.
Por la mañana los divulgadores, con espantosos clamores,
gritaban la santa guillotina; los cincuenta y cuatro con abrigos rojos,
los asesinos de Robespierre, pregonaban aún más alto los Misterios
de la Madre de Dios. Un nubarrón de pequeños panfletos,
millones de moscas punzantes nacidas en el momento de la
tormenta, volaban bajo ese título. Esos pregoneros maratistas y
hebertistas seguían echando de menos a sus jefes y por ello
hacían a gritos una abominable publicidad del informe, que ya
había sido impreso por decreto en número de cincuenta mil
ejemplares.
No se les dejaba tranquilos, pero aun así no se conseguía
nada. El combate de las grandes potencias se llevaba a cabo a
sus espaldas. La Comuna de Robespierre les detenía. Pero el
Comité de seguridad les soltaba al instante. Con esta medida
sólo se conseguía que se volviesen más salvajes y que sus gritos
fueran aún más furiosos. Desde la Asamblea hasta los
Jacobinos, hasta la casa de Duplay, frente a la Asunción, toda la
calle Saint-Honoré y los cristales de sus edificios, vibraban con
sus gritos. La gran cólera del Padre Duchesne parecía regresar
triunfante en sus rostros desencajados y sus retorcidas bocas.
¿Qué hacer? Ocupar la atención de las gentes provocando
otros hechos. Se imponía una victoria dentro o fuera de la
patria; esto es lo que pedía el partido robespierrista a grandes
voces. Todos temblaban y se extrañaban al ver que aún llevaban
sobre los hombros la cabeza.
Estos remedios ya habían dado sus frutos. En octubre fue
sorprendido en flagrante delito de moderantismo y le salvó la
victoria de Wattignies. En enero, por su alianza con los
hebertistas, hizo morder el polvo a sus enemigos.
Se escribió a Saint-Just: “Tal día vencerás”. Y venció. Su
buena estrella le dio una nueva victoria sin Carnot, lo cual le
permitía procesar a este en el Comité de Salvación Pública.
Carnot y el Comité recibían comunicaciones extranjeras que
confirmaban los anhelos de paz. Sustentaban la creencia de que
Prusia nada haría. Veían a Austria entrar en Polonia, debilitada
notablemente en el oeste por el odio de los Países Bajos. Creían
que no existía otro enemigo más serio y encarnizado que
Inglaterra. Fue aquel el momento en que la joven marina
revolucionaria, formada por Jean-Bon Saint-André, tripulando
los débiles barcos franceses, había aguantado durante tres días
frente a la flota inglesa, supliendo la ciencia por medio del
entusiasmo y que incluso sufriendo grandes pérdidas logró
meter en el puerto de Brest el importantísimo convoy
americano que había de alimentar a Francia113. El Comité, al
continuar esta batalla, trató de ocupar los puertos que miran
hacia Inglaterra: Ostende, Nieuport, Amberes. Quería el Comité
aislar a los ingleses de sus aliados. Subsistía firme la amenaza
geográfica, Amberes, a la que llamaba Napoleón “la pistola que
apunta continuamente al corazón de Inglaterra”.
El sueño del Comité era la conquista de los puertos.
Robespierre no había cambiado de opinión. Para él Inglaterra lo
era todo. Pero en ese momento, al día siguiente del violento
ataque del día 15 de junio, herido y enfermo, Robespierre
necesitaba una victoria que hiciera olvidar la de Wattignies
obtenida por Carnot.
El 18 de junio, Saint-Just, instruido por la sesión del día 15,
llamó a Jourdan y le señaló el Sambre, que había de atravesar
para salvarse de la guillotina. Por quinta vez pasa el Sambre
Jourdan y por tercera bombardea Charleroi. La incomparable
pléyade de generales de Sambreet-Meuse, Jourdan, Kléber,
Marceau, Lefebvre, Championnet, hizo milagros de bravura, de
obstinación, de encarnizamiento. El objetivo era Charleroi, y a
pesar de su rendición las tropas continuaban batiéndose (26 de
junio, 8 de mesidor). Los austriacos fueron los primeros en
cesar en esta matanza inútil. El Comité de Salvación Pública
envió una orden para que las tropas no avanzaran. Nuevo texto
contra Carnot, nueva trampa para Robespierre.
Entonces se alegró por la obstinada prudencia con la que
siempre había rechazado firmar nada relacionado con la guerra,
delegando en sus colegas toda la responsabilidad de los hechos.
Pero Carnot encontró el modo de hundirle. Saint-Just tenía dos
cartas suyas, por las que un día u otro Carnot ya no podría
eludir unirse a Houchard y Custine.
Volvamos a París. No se sabía aún si la batalla había sido
ganada. Caso de victoria, esto no podía significar más que un
aplazamiento en el desenlace de la catástrofe final. Pero ¿existía
un remedio para cambiar la faz de los acontecimientos
interiores?
El destino, dispuesto aún a salvar a un hombre, pródigo
con él en el último momento, no sólo le dio la victoria, sino que
le concedió la inteligencia y la habilidad para aprovecharla.
Uno de sus nuevos apóstoles, Payan, su hombre de la
Comuna, al que había puesto en sustitución de Chaumette,
hombre de gran inteligencia, le señaló a Robespierre la
situación y el remedio.
El remedio era la franqueza, el abandono de los caminos
tortuosos.
Careciendo de fuerza de voluntad para decírselo
claramente, le escribió una carta denunciándole los graves
daños que le ocasionaba el asunto de la Madre de Dios,
advirtiéndole de que no podía callar, que era necesario
responder, envolver su respuesta en una acusación general que
afectaría a todas las facciones al mismo tiempo, pero “que él no
podía llevar a cabo semejante acto sin atacar al fanatismo, sin dar vida
a los principios filosóficos que aparecen en su informe sobre las
fiestas, sin eliminar las denuncias supersticiosas, esos Pater,
esos Ave, esas supuestas epístolas republicanas, etc.”. Quería
decir en su carta que Robespierre no debía nadar entre los
filósofos y los galicanos, dejar a estos últimos porque le
comprometían y asentarse en un terreno firme, en el de la
Revolución. No podía hablar en contra de los curas en la fiesta
del Ser Supremo y después apadrinar a un niño.
Desgraciadamente Payan oscureció su luminoso consejo
indicando a su maestro que no sólo debía dominar a los
partidos, sino aniquilarlos. Jamás se aniquila todo. Pero si se
lanza esa amenaza se puede incitar en los enemigos la audacia
de la desesperación, y la unión contra sí de los hombres más
hostiles entre ellos, para que formen las más invencibles
coaliciones a las que sucumbiremos.
¿Qué debía hacer Robespierre para ser franco? Precisar
claramente su situación, citar por sus nombres a Tallien y a
cuatro o cinco ladrones< Y cubrir a la Convención y al pasado
por medio de un acto de amnistía.
Su salvación no estaba en la izquierda y menos aún en la
derecha. Estaba encima.
Tampoco en la atrocidad o en la indulgencia; en absoluto
en la bajeza del justo medio sin fe, ni en la innoble báscula. No,
más arriba que todo esto, en una magnanimidad severa, por
encima de la cabeza de todos, que devolvía el sentido a la
Revolución, es decir, su heroísmo, y la colocaba bajo una luz
superior.
Parece que no prestó atención a la carta de Payan. Se
inclinó desgraciadamente hacia la parte contraria, adonde le
arrastraban los procedimientos de una política rutinaria.
Repitió una vez las palabras que dijo al partido de los curas de
la Convención antes de junio del 93 y que él mismo puso en
práctica en diciembre al acercarse a Hébert: “La seguridad está
en la izquierda”. ¿Pero en la izquierda más allá de Hébert, en la
izquierda más allá de Fouché, al que acusaba de indulgencia,
dónde si no en la fosa que le acogió en termidor?
El hombre que visiblemente ejercía una influencia mortal,
funesta, quien le hizo condenar a Danton, era su amigo
Herman, de Arras. Herman era un magistrado del antiguo
régimen, formado en escuelas feudales, bajo el espíritu de la
inquisición y que parecía haber conservado de aquello las
tradiciones de policía, las viejas máquinas políticas, fábricas de
intrigas, de complots, de conspiraciones, de espías.
Cuanto más profundizó en la experiencia, en la historia y
en la naturaleza, cuanto más recurro al estudio que desde hace
diez años realizo sobre el carácter de Robespierre, más dado soy
a pensar que nunca conoció las maquinaciones de su propia
policía, ni sus escabrosos detalles. Había algo que para él y para
todos los jefes de la Revolución era como un axioma y era el
hecho de que la contrarrevolución era incorregible y que
hubiese sido deseable que todas las prisiones de Francia fueran
arrasadas de golpe por un cataclismo natural. ¿Cómo se podía
suplir ese milagro que no iba a producirse? No era competencia
de los reyes de Francia, sino de su policía. No les interesaba
conocer la manera de hacerlo. Todos los reyes hicieron lo
mismo. ¿Cuál de estos podría dormir sabiendo lo que se hacía
contra ellos?
Esta ignorancia, más o menos voluntaria, es para ellos una
gracia del estado. Los soberanos ignoran este tipo de cosas, a
excepción del beato Francisco II de Austria, que administraba la
prisión de Spielberg personalmente, preocupándose por saber
si los prisioneros sufrían lo suficiente como para conseguir la
salvación de su alma. Robespierre no los conoció más que a
grandes rasgos y sólo para saber los resultados. Ya llevaba
mucho tiempo gobernando y tenía alma de rey.
Los robespierristas, que estaban muy unidos a su destino y
que debían reinar y caer con él, tenían gran interés en actuar
por él. ¿Cuál era su verdadero peligro tras el asunto de las
Saint-Amaranthe y de la Madre de Dios? Ser acusado de
indulgencia, de connivencia secreta con la contrarrevolución.
Sus seguidores resolvieron lavar su imagen ordenando a su
policía realizar saqueos en las cárceles, llevando una masa de
acusados ante los tribunales y remitiendo a la policía del
Comité de seguridad el reproche de indulgencia.
El 3 de mesidor (24 de junio) Herman dirigió un informe al
Comité de Salvación Pública: “Todos los cómplices de las
pasadas conspiraciones de las cárceles viven aún; es preciso que
se purguen las prisiones”. El 7 Robespierre firmó en nombre del
Comité una autorización para buscar los cómplices y redactar
un informe ante el Comité. Barère y Billaud-Varennes lo
firmaron gustosamente también.
Había en Bicêtre un pintor llamado Valagnos, condenado a
diez años de cárcel. El gran triunfo de Laflotte, el prisionero del
Luxemburgo que denunció a sus compañeros (como queriendo
liberar a Danton), alentó a Valagnos a la emulación y denunció
a los prisioneros de Bicêtre al Comité de seguridad. Esta
denuncia, despreciada por el Comité, fue enviada nuevamente,
pero al de Salvación Pública, donde se encontraba Herman. Del
3 al 7 envió a Lanne y a Fouquier-Tinville, quienes guiándose
por los informes de Valagnos redactaron una lista de treinta y
un detenidos.
Esta lista, autorizada por el Comité de Salvación Pública,
fue enviada al Comité de seguridad general. Se examinó. Se
trataba de treinta galeotes, algunos de ellos muy peligrosos, de
esos ladrones cerrajeros que siempre consiguen escapar para
cometer nuevos crímenes. Se aprobó. Después se formó una
nueva lista de gente que no era tan peligrosa. ¿Existía entre
ellos el propósito de evadirse? “La evasión está penada con la
muerte”. Se les aplicó esta ley.
Para adornar sin duda la lista, se incluyeron algunos
nombres conocidos, un bastardo de Sillery y el representante
Osselin.
Este desgraciado Osselin que había destacado en los
primeros días de la Convención, estaba verdaderamente muy
lejos de ser un contrarrevolucionario. Pero pretendió salvar a
una mujer escondiéndola; esta fue la falta que se le imputó.
Falta grave sin duda, puesto que en aquel momento era
miembro del Comité de seguridad y por tanto su obligación era
respetar las leyes más que nadie. Esta mujer, la señora Charry,
conducida por él a Versalles, fue detenida y guillotinada.
Osselin fue condenado también a diez años de cárcel.
Robespierre salvó a mucha gente también; Fouquier lo mismo.
Couthon, Dumas, si no lograban salvar a muchos detenidos,
aconsejaban la forma en que debían hacerlo los que lo
solicitaban. Vivían sujetos a la influencia del funcionario.
Llegaba el expediente de muerte de un condenado y se
escondía bajo los demás. Aplazar era salvar114.
El nombre de Osselin resucitó el dolor de una terrible llaga.
La muerte de Danton, de los dantonistas; de los patriotas, de los
inocentes. ¡Pobre Camille! ¡Pobre Bazire! ¡Pobre Philippeaux!<
¿Qué habíais hecho?<
Si el mundo aún les llora, ¡qué debió de ser entonces, en el
momento en que dieron muerte a Danton, cuando esas enormes
plazas estaban vacías, los bancos desiertos, y la sala y sus
mudas bóvedas parecían estar de luto!
Osselin, roto de dolor, de vergüenza y de desesperación, no
salía de su celda, no tenía relación con ningún prisionero. Por lo
tanto resultaba muy poco probable que conspirase con ellos.
Pese a todo su nombre fue puesto en la lista de condenados a
muerte. ¿Qué mano desconocida se acordó de él? ¿La de
Herman o la del Comité?
Esta última suposición me parece la más verosímil. El
Comité de seguridad, al colocar este ornamento a la lista
robespierrista, la hacía cruelmente odiosa para la Convención,
le demostraba que lo ocurrido en Bicêtre, que en un principio
fue menospreciado por considerarse un asunto de prisioneros,
era una experiencia que iba a llegar mucho más lejos. ¡Un
representante del pueblo! ¡Un miembro de los Comités! ¡Un
eminente montañés! ¡Un desgraciado patriota que sólo había
flaqueado en una ocasión por debilidad y amor! ¡Un pobre
hombre ya condenado!< Fue un golpe muy violento para la
Asamblea. En ello vio la premonición de la apertura del gran
proceso que, de un partido al otro, de los hebertistas a los
dantonistas, amenazando a doscientos representantes que
volvían de las misiones, podía invadir, como si de un cáncer se
tratara, toda la Convención.
Fouquier, con más malicia de la que se hubiese podido
imaginar, hizo que ese atroz proceso pareciese ridículo. Acusó a
esos prisioneros de haber querido degollar a los miembros de
los Comités y de pretender asar y comerse su corazón.
Tal fue la magnitud del terror en Bicêtre cuando se realizó
el rapto, que un hombre de ochenta años que no figuraba en la
lista, tiró su dinero a las letrinas y se abrió el vientre con una
navaja de afeitar. Los treinta fueron llevados a París y pasaron
la noche en Plessis, donde Osselin, que a falta de otras armas, se
atravesó el corazón con un clavo. Desgraciadamente, cuando
vinieron a buscarle aún vivía; empezaron a zarandearle y no
podía morir; los unos tiraban de él hacia atrás diciendo: “Está
muerto”, los otros hacia delante: “Morirá”. Y ese cuerpo a
punto de expirar fue presentado ante el tribunal y se le
interrogó! Él gruñía< Se agilizó su juicio, por lo que pudo ser
guillotinado aún con vida. ¡Pero no hubo un solo hombre que
ante semejante espectáculo no maldijera la suerte de haber
presenciado tal cosa y que no guardase un profundo odio
contra aquellos que habían mancillado la luz de Dios!
(1-16 , 12-28 1794)

Indignación de los sans-culottes.—Robespierre se indigna por esta


indignación.—Terroristas filántropos.—Se organiza la conspiración
del Luxemburgo.—Abatimiento de los jacobinos.—Comienza en los
Jacobinos el proceso de los representantes que desempeñaron misiones
en 1793.—Obediencia de los jacobinos a pesar suya.—Banquetes
fraternales censurados por la Comuna.—Billaud-Varennes blasfema
contra el tribunal revolucionario.

Una orden del día de Henriot nos cuenta que el 9 de mesidor,


cuando Fouquier-Tinville fue a recibir las órdenes del Comité
de seguridad general y pasó entre los sans-culottes que
montaban guardia en la puerta, se dirigieron a él de muy malos
modos.
Es decir, que la muerte de Osselin marcó el límite de la
paciencia pública y se elevaron gritos de maldición contra el
servil asesino.
En el mismo orden del día podemos leer que los funcionarios
encargados de la vigilancia de la sociedad (los chivatos del Comité)
encontraron una franca y enérgica repulsión por parte de los
sans-culottes.
Se había avanzado mucho para volver a retroceder. Pocos
días antes Couthon se había hecho cargo de la defensa de los
actos violentos cometidos por Lebon contra las autoridades
revolucionarias de Arras, demostrando a través de esa defensa
que Lebon no iba más allá del pensamiento robespierrista.
Asimismo, el agente de Robespierre en Burdeos, el joven
Jullien, al que muchos consideraban moderado, se justificó
perfectamente haciendo pública la captura de los últimos
girondinos que acababa de llevar a cabo. Dos de ellos se
suicidaron. Los demás fueron buscados por las cuevas de Saint-
Émilion y cazados con perros115.
Como consecuencia de esto la bandera robespierrista se
convirtió en la bandera del Terror. Todo lo que se había podido
creer de las secretas intenciones de indulgencia y de
moderación que supuestamente tenía Robespierre, fue
desechado. Se vio indultado, lavado en sangre y elevado al
pináculo del odio, de donde se pensó que se le podía hacer
bajar empleando la táctica del ridículo.
El 1 de julio (13 de mesidor) pronunció un discurso en los
Jacobinos que le devolvió esta elevada y terrible posición.
En este discurso se irritó contra la indignación de los sans-
culottes, de la sensibilidad que se demostraba por los que habían
conspirado contra la patria, sistema que tendía a sustraer a la
aristocracia del poder de la justicia. ¿Qué aristócratas eran estos?
De los setenta y dos ejecutados en Bicêtre, salvo Osselin, todos
eran pobres miserables (un albañil, un batidor de yeso),
condenados a diez años de cárcel primero y sentenciados a
muerte después.
La facción de los indulgentes aumentó y se hizo más osada.
Se atrevió a calumniar al tribunal revolucionario, a condenarlo
públicamente. Circuló el rumor, tanto en París como en
Londres, de que había organizado el tribunal para ahogar la
voz de la Convención, que se quería hacer dictador. Aislado,
sólo contó con el favor de su valor y su virtud (un ciudadano
gritó desde las tribunas: “¡Tienes a los franceses a tu favor!”).
“La verdad es mi único asilo, mi defensa está únicamente en mi
conciencia”.
Robespierre se atrevió a señalar por sus nombres a los que
consideraba difamadores. Dijo que estaban revestidos de un
carácter sagrado, queriendo decir que se trataba de
representantes. ¡Las calumnias se repetían en un lugar<!
¡Temblaríais si os dijera en que lugar!< Posiblemente llegaremos
hasta el punto de obligarle a renunciar a una parte de sus funciones,
o lo que es lo mismo, el Comité con sus persecuciones le
forzaría a presentar su dimisión.
Todo indicaba en Robespierre el propósito de continuar
una guerra a muerte, de retomar el gran proceso contra los
representantes. Esto se pidió expresamente a la Convención por
medio de un escrito enviado desde Avignon. Este repetía el
mismo párrafo del discurso de Robespierre pidiendo la muerte
de cuantos seguían sosteniendo el mismo criterio político que Danton,
de los que temieron la institución de los tribunales de pradial.
Contenía esta petición una mortal, una infame calumnia. Se
decía en ella que los dantonistas se habían declarado
partidarios de Jourdan. Lejos de esto, fue el mismo Merlin de
Thionville quien pidió que fuera conducido a París para que se
le condenara.
Los robespierristas creyeron que debían sujetar entre sus
manos la bandera del Terror. Lo ocurrido en Bicêtre,
condenando a pobres diablos, no les daba popularidad, a no ser
que lo contrarrestaran con una proscripción de verdaderos
sospechosos.
El filántropo Herman no confió en nadie esta vez y fue él
mismo, acompañado de Lanne, al Luxemburgo, para hacer una
batida de prisioneros (12 de mesidor, 1 de julio).
¿Filántropo? Creen que bromeo; pues no, eran filántropos.
Couthon era filántropo, ya lo vimos en Lyon. Herman en
principio, también lo era. Sus circulares, dignas de los Beccaria
y de los Dupaty, desprenden una tierna humanidad116. Creían
que la salvación de Francia dependía únicamente de
Robespierre y que la salvación de Robespierre dependía de que
se pusiera al frente de los terroristas, a la vanguardia del Terror.
Entonces con un poco más de Terror y no demasiada sangre,
todo habría terminado. Una vez los Comités guillotinados y la
Convención purificada, Robespierre fundaría una república de
Berquin y de Florian, iniciaría allí la edad de oro, inauguraría el
paraíso, donde no habría más que suavidad, tolerancia y
filosofía, donde los lobos perderían su sanguinario apetito y
pastarían hierba junto a los corderos.
Para preparar este Edén primero hacían falta, cierto es,
algunos centenares de cabezas. El abogado general de Arras,
Herman, imponía este sacrificio a la sensibilidad de su corazón.
Sin embargo, lo que le calmaba era que después de todo, esas
gentes sólo serían guillotinadas. Los magistrados del antiguo
régimen, habituados a quemar, romper y coger, miraban con
indiferencia la guillotina; en su opinión, era como morir en la
propia cama, algo antes, es cierto, pero que al fin y al cabo había
que morir.
Para escoger las trescientas cabezas que les hacían falta
buscaron a quien les sirvió en el asunto del 2 de abril, al
administrador de policía Wiltcheritz, agregado al Luxemburgo.
Wiltcheritz era un extranjero, zapatero en su país, admitido en
el partido robespierrista, que a la caída de Hébert, Chaumette y
de la antigua Comuna entró en la nueva con Payan y Fleuriot
como administrador de la policía municipal.
El 2 de abril le vimos prestando al partido el servicio de
organizar, para acelerar la muerte de Danton, la primera
conspiración de prisión. Fue él quien adoctrinó al tal Laflotte,
que denunció a los prisioneros del Luxemburgo.
Cuando fueron a buscarle Herman y Lanne encontraron en
la cárcel a un vividor llamado Boyenval. Wiltcheritz lo llamó y
le mostró una lista de noventa y dos nombres, indicándole que
podía desempeñar un servicio para inmortalizarse en bien de la
patria, encontrando otros doscientos nombres; se querían en
total trescientos. El número le pareció exorbitante, pero
ayudado por un amigo suyo, Beausire, y un carcelero, Verney,
llegó a encontrar hasta ciento cincuenta pero no pudieron pasar
de ahí.
Se supo en el Luxemburgo lo que se pretendía hacer. Un
detenido llegó hasta la desesperación y se arrojó desde el
tejado; cayó sobre la balaustrada de mármol y se hizo trizas. El
conserje escribía diariamente a Herman indicándole que no
existía ninguna agitación, ni el menor indicio de que se
conspirara. ¿Cómo pudo, pues, formarse una lista de acusación
de tal naturaleza? Se acercaba el momento y Boyenval, que
debía sostener la acusación, empezó a sentir miedo. Para elevar
su valor se le enviaron dos hombres serios que le vieron
bebiendo y se pusieron a beber con él. Se dice que esos hombres
no eran sino Robespierre y Carnot: “Capitán Boyenval —le
dijeron—, pronto seréis general”.
La lista de ciento cincuenta y cuatro detenidos que debían
llevar a Fouquier-Tinville del Luxemburgo, aparece así
encabezada: “E1 Comité de Salvación Pública decreta que los
nombrados< comparecerán ante el tribunal revolucionario”.
No firmó ni uno solo de sus miembros, ni siquiera Couthon117
Estaba valientemente redactada, como la ley de pradial, en
nombre del Comité de Salvación Pública, sin que necesitara de
una sola firma para resultar convincente.
Fouquier recibió esta enorme lista de condenados y llamó a
un carpintero para que construyera en la sala del tribunal un
inmenso tablado con objeto de poder recibir a toda esa legión
de acusados a un mismo tiempo (sin duda siguiendo órdenes
de sus jefes, del Comité de seguridad). La espantosa
construcción hubo de ser levantada en una sola noche. Salía del
suelo, llegaba hasta el techo y por una exageración
verdaderamente salvaje y satírica, se colocaron en los extremos
unas viguetas que sobresalían por los laterales y permitían
agrandar la estructura si fuese necesario. De haber continuado
por ese camino no habría quedado sitio para el tribunal. Al
parecer Herman ya había sido prevenido de esta maligna
ostentación. Se llamó a Fouquier-Tinville al Comité de
Salvación Pública y alguien le pidió verbalmente (¿quién es ese
alguien?) que separase a los ciento cincuenta y cuatro en tres
hornadas.
Entre los ciento cincuenta y cuatro individuos que
figuraban en la lista estaban los que componían el Parlamento
de Toulouse, cinco o seis hombres de gran significación
monárquica, una docena de nobles y sacerdotes; los demás eran
gentes oscuras. Pero ni los unos ni los otros eran gente de
acción. Puede ser que hubieran querido salvarse, pero ni se les
habría ocurrido conspirar. El anacronismo era llamativo. En
1792, muy bien, hubiera podido concebirse una conspiración,
incluso en el 93; pero en el 94 el abatimiento y la postración
eran absolutos, la valentía ya no existía< Además los realistas
habían sido recientemente castigados en la batalla de Fleurus.
En Lazare, para ochocientos prisioneros había en total< ¡un
carcelero! Y no hubo más desorden que algunas quejas por la
comida.
El héroe de la audiencia fue naturalmente Boyenval.
Atiborrado de aguardiente testimonió sobre todo y sobre todos,
y hasta casi llegó a convencer a los acusados. Volvió al
Luxemburgo como si hubiese vuelto al Capitolio. Cuando llegó
a la cárcel escribió sobre la puerta de su cámara: “Comisario
nacional”. Los prisioneros pasaban ante su puerta temblando
de terror. Se portó como buen príncipe. Se contentó con la
mujer de un individuo que por su acusación fue guillotinado.
Paseaba frecuentemente cogido de su brazo por el patio del
Luxemburgo, humillándola.
Hay que señalar, sin embargo, un hecho extraño, y es que
durante estos días en los Jacobinos se sintió terrible
abatimiento. El partido antirrobespierrista reponía allí sus
fuerzas. Había nombrado presidente a Fouché, después a
Barère y finalmente a Élie Lacoste, tres enemigos de
Robespierre. Barère aún presidía la tarde de la segunda
hornada (21 de mesidor, 9 de julio), cuando Robespierre vio
esas caras largas y aprovechó la ocasión para reprender a los
jacobinos: “Si esta tribuna es muda, no es porque ya no haya
nada más que decir; este silencio de los jacobinos es el efecto de
un sueño letárgico, que no les permite abrir los ojos ante los
peligros de la Patria< Se quiere volver a los Danton, asustar a
la Convención, prevenirla contra el tribunal revolucionario<”.
Después, haciendo rabiar al presidente Barère: “Cuando vemos
hombres que se limitan a soltar peroratas contra los tiranos,
contra Pitt y los enemigos del género humano, siempre
declamando y que por detrás se oponen a los medios útiles, que
callan cuando hay que hablar, que sacrifican a los aristócratas
únicamente por la forma< es el momento de vigilarlos, de
ponerse en guardia contra sus complots”.
Barère pronunció un discurso valiente, enérgico, inspirado,
en el que se reconoció a sí mismo. Las tres hornadas eran un
paso previo para juzgar a los representantes. Barère se asustó
mucho, pero no por ello perdió la cabeza. Al volver a su casa
con Vilatte, un joven jurado muy hablador, le fue enumerando
los representantes que formaban la espantosa lista, con los que
Robespierre iba a acabar. Fueron unas Confidencias que Vilatte
no se privó de divulgar y que extendieron el Terror por toda la
Convención.
Robespierre, sin embargo, aprovechó todos los momentos
de influencia en los Jacobinos arrancándoles acuerdos que
justificaran el derramamiento de sangre. Logró separar de la
sociedad a DuboisCrancé, a Fouché.
El 22 de mesidor repitió por décima vez la tan repetida
calumnia: Dubois-Crancé ha salvado a los lioneses. Los jacobinos le
borraron de sus listas118.
Robespierre el joven censuró en los Jacobinos la frialdad
con que se acogían las palabras de su hermano. Couthon llegó a
tiempo para dar calor a la sesión. Hábilmente dijo: “No sé qué
hacer ante los acontecimientos. Moderados hemos de ser para unos,
exagerados para otros. Yo pido para mí la parte más peligrosa
en todo lo que sea defender a Francia”. Esto lo dijo Couthon por
Robespierre y un grito resonó en la sala: “Nosotros también
queremos correr esos peligros”. Porque al fin y al cabo amaban
a Robespierre, aunque sintieran gran inquietud por los caminos
a que los precipitaba.
La Sociedad, hay que decirlo, estaba dominada por él. Él la
llevó a través de la Revolución, guiándola como si fuera su
padre; pero la conducía por tales caminos, por el borde de tales
precipicios, que no se encontraba muy segura, dudaba.
Quería conseguir eliminar, expulsar a su último presidente,
Fouché; le exigía que se atribuyera esa humillación y ese
desmentido. Eligió el 14 de julio, cuando la Sociedad,
abarrotada por el gran aniversario, estaba abierta a las ideas
morales. Fue tras un ataque (que pareció ser accidental, pero
que en realidad estaba preparado) a la inmoralidad de
Rousselin, cuando Robespierre, en nombre de la conciencia,
atacó la inmoralidad de Fouché y pidió que se le eliminase. Para
conseguir que la Sociedad realizara ese sacrificio de su amor
propio, se dirigió precisamente a su amor propio, echando en
cara a Fouché el no haber ido a justificarse ante la respetable
Sociedad. Inspirado por el odio que sentía hacia ese hombre,
verdaderamente detestable, resultó verdaderamente elocuente:
“¿Teme a los oídos del pueblo? ¿Teme a sus ojos? ¿Acaso teme
que en su triste rostro se refleje claramente el crimen? ¿Que seis
mil miradas clavadas en él descubran en sus ojos su alma entera
y sus pensamientos?”.
Fouché fue suprimido. Era la segunda vez (la primera lo
hizo Clootz) que les quitaba a su presidente.
Obedecieron, pero esa misma tarde, al finalizar la sesión,
expresaron su disgusto elevando a la presidencia a un miembro
del Comité de seguridad, Élie Lacoste, ponente del caso de las
Saint-Amaranthe, tan perjudicial para Robespierre.
Todo esto ocurrió el 14 de julio. Pero el 19 la Convención,
alentada por la elección antirrobespierrista de los jacobinos,
hizo lo mismo que ellos; se atribuyó como presidente al hombre
cuyos pulmones, brío y violenta sensibilidad eran los que mejor
lucharían, llegado el caso, contra Robespierre, al amigo de
Fouché, a Collot d'Herbois. Este último gozaba de una gran
popularidad en ese momento. Interpretaba una buena obra.
Vimos que le faltó poco para ser asesinado y que fue salvado
por un cerrajero que resultó herido en su lugar. Cuando el
cerrajero se repuso, Collot se convirtió en su guía, le llevaba a
todas partes, lo mostraba en la Convención, en los Jacobinos y
en las secciones. Lo abrazaba por los caminos, lloraba, relataba
sus virtudes; estaba prácticamente establecido en casa de la
cerrajera, en un intento de eclipsar a Robespierre, que vivía en
la de un carpintero. De ahí las mil escenas llorosas de
fraternización sin fin, muy tiernas y con muchos brindis.
Por el contrario, Robespierre, triste y bebedor de agua,
acababa de hacer algo que entristeció París.
El 14 de julio, en favor de la expansión de la fiesta y de la
belleza del momento, muchos individuos tuvieron la idea de
colocar mesas en la vía pública para comer todos unidos,
confraternizando. Había sido idea de Danton. Fue retomada y
propuesta por la sección que quizás fuese la que pasaba más
hambre de París, la pobre sección de la Cité119. Se sentaron en
ella pobres y ricos y se vivieron allí momentos de sincera
fraternidad. Los ricos estaban felices de ser bien considerados;
estaban agradecidos a los sans-culottes por su cordialidad; estos,
sencillos y confiados, aceptaban encantados los cumplidos de
los ricos. Si en algún momento consideraron que eran egoístas,
ya no lo recordaban. El espectáculo fue admirable,
enternecedor. ¡Pero sólo duró un día! La situación real que,
aunque de forma solapada, seguía estando presente, hacía que
estos acercamientos resultaran demasiado precoces. Todavía
eran necesarias la severidad y la justicia.
Sin embargo, resultó de un efecto triste ver que al día
siguiente la Comuna censuró la comida. Barère siguió esta línea
de conducta porque sabía que con ello ofendía al partido
robespierrista.
Estos se exasperaron hasta el extremo de pedir sangre,
sangre, incesantemente. En el Luxemburgo ya no quedaba
nada; fue necesario buscar gente en las cárceles de la Force,
Carmes y Lazare. Las listas eran un extraño hacinamiento de
seres que iban a la muerte sin saber por qué. Herman pasaba
tan terribles documentos al Comité de Salvación Pública para
que los firmara y autorizara.
¿Para que los firmara quién? Los más asiduos, que a
menudo eran los trabajadores del Comité, por los que estaban
tan absorbidos por sus funciones que resultaban ser los más
ajenos a las ideas de proscripción.
¡Extraño e injusto sistema que repartía la responsabilidad
en el sentido absolutamente inverso de la razón y la justicia!
La especialización estaba tan institucionalizada en el
Comité que nadie se hubiese atrevido a discutir algo ajeno a su
ámbito. Se firmaba con los ojos cerrados.
¿Quién hubiera debido firmar? Evidentemente los tres
miembros que sucesivamente se ocuparon de la vigilancia del
negociado de policía de Herman: Saint-Just, Robespierre y
Couthon.
Robespierre estaba en su casa. Saint-Just en el ejército. Y
Couthon estaba solo, y no bien del todo a consecuencia de sus
achaques. Las obras de Herman les fueron endosadas a otros.
¿Se soportó pacientemente esta extraña situación? No. El
único que osó quejarse era el único que podía estar seguro de
que no sería acusado de indulgencia, Billaud-Varennes. Lo
sabemos a través de un testigo al que no se puede recusar, el
propio Saint-just. Éste dice en su último discurso: “Billaud
asiste a todas las sesiones sin hablar, a menos que haya que
hacerlo en contra de París o en contra del tribunal
revolucionario”.
( ).

Vértigo y cansancio.—Grandes calores y temores de una epidemia.—


La Madeleine.—Monceau.—Ejecuciones en la barrera del Trône.—
Sainte-Marguerite.—Picpus.—Descontento en el arrabal.—Se busca
otro cementerio.—Plan de un monumento para quemar cadáveres.—
Espanto y renuncia de los delatores.

La situación se iba haciendo horriblemente tensa. Esto se dejaba


notar en el abatimiento de los jacobinos.
La cifra de prisioneros había sobrepasado los ocho mil.
Había dos mil sólo en la estrecha fortificación de Quatre-
Nations. Varios de esos prisioneros eran los hombres más
populares de Francia, como Florian o Parny; los más gloriosos,
como Hoche y Kellermann; los más patriotas, como Antonnelle.
¿Quién podría vanagloriarse de ser más patriota que el jefe del
jurado de 1793?
Ni rastro de revueltas. El abatimiento era extremo. La
guillotina seguía funcionando, comiendo. Las carretas de esta
carnicería le llevaban su carne; el volquete regresaba rebosante.
Era una especie de rutina, un acto mecánico al que todos
parecían estar ya habituados. ¿Se trataba de cansancio o de
vértigo? Lo que sí se puede decir es que el hombre que hacía
girar esta rueda, Fouquier-Tinville, comenzaba a cegarse. Se
asegura que incluso pensó en colocar la guillotina en el mismo
tribunal. Los Comités le preguntaron si se había vuelto loco.
El terror no aumentaba; daba lo mismo treinta, cuarenta,
que sesenta cabezas, creaban el mismo efecto. Pero el horror
llegaba siempre.
Toco aquí un tema muy triste; la historia así lo quiere. Una
vez en lo más alto del Terror, encuentro allí, como en la cima de
las grandes montañas, una aridez extrema, un desierto donde la
vida se acaba. Todo lo que voy a escribir está literalmente
extraído de la sequía administrativa de las actas de la época120.
La piedad estaba o apagada o muda; el horror hablaba, el asco y
la inquietud de la gran ciudad que temía una epidemia. Los
vivos se alarmaron, creyeron que serían arrastrados por los
muertos. Lo que no se osó decir en nombre de la humanidad se
dijo en nombre de la salubridad y de la higiene.
Si se piensa en la inmensidad de las masacres que se
llevaron a cabo durante las monarquías en diversas épocas, sin
que París tuviera esos mismos temores, resulta llamativo que
por mil doscientos ajusticiados en dos meses muestre esa
inquietud por la salud pública.
El arrabal de Saint-Antoine, que desde hacía cincuenta años
enterraba a sus muertos y a los de los barrios vecinos en el
cementerio de Sainte-Marguerite (dos mil muertos por año),
declaró que no podía soportar el aumento, mínimo en
comparación con las cifras anteriores, de los guillotinados.
Los calores eran fortísimos y esto agravaba la situación.
Debemos señalar que las quejas siempre habían sido las
mismas, en todo barrio y en toda estación del año. La
imaginación popular tenía horror a los cementerios de los
ajusticiados, les hacían temer epidemias, incluso en épocas en
las que el número de estos era imperceptible frente a la enorme
cifra de inhumaciones ordinarias de París.
Las quejas comenzaron el 7 de febrero (19 de pluvioso), en
pleno invierno, en el barrio de la Madeleine, barrio bastante
menos poblado por aquel entonces y perfectamente aireado.
Pero el rey y los girondinos se encontraban allí. Los vecinos
creían estar enfermos. La Comuna (el 14 de pluvioso y el 14 de
Ventoso), debido alas reiteradas quejas decidió cerrar el
cementerio y decretó que se enterraría en Monceau. Del 5 al 25
de marzo las secciones enterraban allí, pero los guillotinados
aún eran llevados al cementerio de la Madeleine. Hébert y
Clootz fueron los últimos en ser enterrados allí el día 24.
El 25 se acordó que los cadáveres irían en adelante al
cementerio de Monceau.
Danton, Lucile Desmoulins, Chaumette, inauguraron el
cementerio.
Las autoridades no ignoraban el amor y fanatismo que iban
unidos a estos nombres. Durante algún tiempo se hizo un
misterio de las inhumaciones en Monceau. Los ajusticiados eran
conducidos primero a la Madeleine y después a Monceau, sin
duda por la noche. Los vecinos nada sabían. Llegaron a creer
que se enterraba a los cadáveres en el cementerio de lo alto de
la calle Pigalle (entonces cementerio Roch); pero seguían
quejándose y diciendo que los cuerpos de los ajusticiados
producirían una epidemia.
Cuando se cercioraron de que las inhumaciones se hacían
en Monceau, empezaron a quejarse por otras cosas. La naciente
Comuna de Batignolles, tan aireada, tan dispersa, expuesta al
viento del norte, en la planicie de Clichy, decía que no podía
soportar aquel olor a cadáveres. En realidad ese pequeño
ángulo apartado del parque de Monceau se llenaba y empezaba
a rebosar. Cuatro grandes secciones de París habían enterrado
allí siete mil individuos en tres años. Los guillotinados
representaban una ínfima parte de esas enormes cantidades.
Fueron allí durante seis semanas (del 25 de marzo al 10 de
junio) y el día en que ya no volvieron cesaron las quejas; los
vecinos ni se percataban de la presencia de los muertos.
Al día siguiente de la terrible ley de pradial, que debía
acelerar la marcha de la máquina revolucionaria, se decidió que
las ejecuciones no se realizarían en la plaza de la Revolución,
sino en la de Saint-Antoine (o en la de la Bastilla). Hacía ya
mucho tiempo que los vecinos de la calle de Saint-Honoré se
quejaban del paso de las carretas; ese barrio, que entonces era el
más brillante y el más comercial de París, a ciertas horas se
inundaba con una marea de pregoneros mercenarios y de furias
de la guillotina, de horribles actores, siempre los mismos, que
hacían que la gente huyera; incluso después de su paso la calle
se quedaba absolutamente entristecida y sumida en un
ambiente funesto.
Esta decisión del día 23 fue reformada el 24. La plaza de la
Bastilla es un lugar muy transitado a donde llegan nuestras
carreteras del este. Es un importante centro de comercio gracias
a las dos grandes artes del barrio, el hierro y la madera, sobre
todo la ebanistería y la fabricación de muebles, que proporciona
empleo a miles de personas. Esta plaza, en la que estuvo la
cárcel de la Bastilla, en cuyas ruinas se colocó para la fiesta del
10 de agosto una imagen de la Naturaleza de los cien pechos,
donde tuvo lugar la escena más bella y emotiva del 93, la
comunión de agua bendita entre nuestros departamentos, era el
lugar sacrosanto de la Revolución, aún más que la plaza que
separa las Tullerías de los Campos Elíseos. Mancillarla con
sangre de aristócrata era un sacrilegio que dañaría
profundamente la delicadeza patriótica del barrio.
Se acordó que a partir del 25 de pradial (13 de junio), las
ejecuciones se hicieran al final de la larga calle que recorría el
barrio, al otro lado de la barrera del Trône.
La lúgubre fila de carretas desde entonces siguió la marcha
por la interminable calle. Los variados dramas que ofrecían
pasaban ante la mirada de los rudos trabajadores, de los pobres,
del pueblo sufridor y por ello los más irritados. Allí la fibra era
más dura. Sin embargo, los accidentes trágicos que ocurrían en
la familia o entre los parientes, la gran juventud de los unos o la
vejez de los otros, todas esas cosas eran quizás más sentidas por
el pueblo obrero que por el mundo del placer, más propenso a
las lágrimas, pero en el fondo más egoísta, el más dado a
apartar la vista y a sumergirse rápidamente en el goce y el
olvido. Por el contrario, en el barrio, lejos de las distracciones
del placer, la impresión era mucho mayor. Las mujeres lo
sentían profundamente y lo demostraban con franqueza y a
menudo, ante el fuego nocturno del hogar volvían a pensar en
ello. Aunque utilizasen duras y furiosas palabras, los corazones
iban poco a poco resintiéndose. De ahí su inmovilismo en el 9
de termidor. No hicieron nada para apoyar el régimen que
durante cuarenta días les había hartado y asqueado con ese
repugnante espectáculo<”.
Los celos también tuvieron parte de culpa. Se había librado
de todo esto a los barrios nobles de París y se lo echaban por
encima al pobre arrabal. Era una buena recompensa por su
patriotismo. Se convertía en el matadero, en el cementerio de la
Revolución. Los condenados que estando aún vivos,
atravesaban el barrio, una vez muertos lo volvían a atravesar
para ser enterrados en el centro mismo del barrio, en medio de
la sección de Montreuil, en el cementerio de Sainte-Marguerite,
cementerio que ya estaba rebosante. Desde germinal, los
discípulos del nitrato que trabajaban en la iglesia no
soportaban, decían, la pestilencia de las fosas vecinas. El 26 de
pradial los administradores de policía manifestaron que en el
arrabal se temía una epidemia y que los guillotinados iban a
provocar una terrible infección. Algunos enterrados el 4
mesidor colmaron el terror, la inquietud y la indignación. Los
vecinos declararon no poder soportar el olor.
Había un remedio. Tirar grandes cantidades de cal en el
cementerio, para lo cual existía un inconveniente. En el
cementerio de Sainte-Marguerite se mezclaban los supliciados y
los muertos del arrabal. Estos corrían el peligro de ser
quemados como los otros con cal. A esto se opuso la
sensibilidad popular. Los sans-culottes querían que sus muertos
se pudrieran allí tranquilamente.
Había otro cementerio en el barrio, no en la sección de
Montreuil, sino en la de los Quinze-Vingts. Se trataba del de la
abadía de Saint-Antoine (después hospicio infantil). La sección
de los Quinze-Vingts, que no quería en absoluto que se dejase
ese depósito allí, demostró que ese cementerio contaba con muy
pocos recursos; a diez pies por debajo se encontró agua. Se
temía que esto pudiera provocar la contaminación de los pozos
del vecindario. Allí sólo se había enterrado a las damas de la
abadía, que eran muy pocas. La iglesia se había convertido en
un granero; ¿esas exhalaciones no alterarían el grano?
La Comuna acabó eligiendo otro local en Picpus, cerca del
muro de la barrera donde se ejecutaba. Era el jardín del
convento de canonesas. Pertenecía a los bienes nacionales y fue
alquilado el local a un especulador, el cual hacía un negocio
muy común entonces. Era una casa de salud que para los
prisioneros ricos servía de cárcel. Allí moraban prisioneros de
ambos sexos; grandes damas y señores del viejo régimen. La
libertad era extremada en estas prisiones. Se divertían mucho
los prisioneros. La incertidumbre del porvenir enternecía los
corazones. La muerte era la gran alcahueta.
Esta casa, hasta entonces muy tranquila en medio de ese
desierto, se vio muy alterada, cruelmente sorprendida, cuando
la Comuna de repente, “por causa de utilidad pública”, tomó la
mitad del jardín, lo rodeó de tablas y se puso a cavar fosas. Los
prisioneros tenían a la vista un terrible Memento mori cada vez
que la carreta llegaba llena. Las más fúnebres escenas tenían
lugar por la noche. Se despojaba a los cuerpos de sus vestidos,
al aire libre y bajo el cielo, para hacer llegar las ropas a los
hospicios a través del río. Los empleados que levantaban acta
pedían a la Comuna (carta del 21 de mesidor) que al menos les
construyera un pequeño tenderete con tablas, porque el viento
les apagaba la luz; se quedaban en plenas tinieblas con sus
guillotinados; en ese caso los restos podían desaparecer en la
sombra.
Del 4 al 21 de mesidor (23 de junio, 12 de julio) se llenó la
primera fosa. Fue necesario cavar otra, incluso una tercera. El
descontento del arrabal era extremo y no les faltaba razón. La
sangre inundaba la plaza. La tierra era refractaria y no la
absorbía. Se descomponía la sangre humana. Las horribles
emanaciones se extendían a lo lejos. Ese agujero se cubría con
tablas, lo que no impedía que todo el que fuese azotado por el
viento, soplase de donde soplase, no sintiera, hasta vomitar,
este olor a podredumbre.
“¿Qué ocurrirá —decía el arquitecto municipal Poyet,
encargado de examinar la situación— si se extiende este foco de
infección y se une con el que se forma en las fosas cercanas?”.
Proponía que la sangre fuese recogida en una carretilla forrada
de plomo que cada día tras la ejecución, se la llevara.
La situación del arrabal no era en absoluto tranquilizadora.
Se hallaba entre tres cementerios, los tres alarmantes. Como el
de Sainte-Marguerite rebosaba hubo que enterrar en el de Saint-
Antoine y allí cada capa de cuerpos sólo tenía cuatro pulgadas
de tierra que la separasen de la siguiente. En Picpus, adonde
iban los guillotinados, no se podía sostener la mirada. La arcilla
se negaba a ocultar nada. La putrefacción líquida flotaba y
hervía bajo el sol de julio. El servicio de limpieza, que también
redactó su informe, no se atrevía a asegurar que la cal
absorbiera ese horrible olor. Se cubrieron las fosas con tablas y
los cuerpos se arrojaban allí a través de unas trampillas. Se echó
la cal en masa, pero al mismo tiempo se vertió torpemente tanta
agua que no se consiguió más que empeorar el estado de las
cosas.
El 29 de mesidor se pensaba, ¿quién lo creería?, en conducir
a los guillotinados al cementerio de Saint-Antoine, que se
declaró atestado el 27.
El arquitecto encontró (el 1 de termidor) un terreno fuera
de las murallas en la carretera de Saint-Mandé. Era una vieja
cantera de arena abandonada que se llamaba Mont-au-Poivre.
Sólo era necesario acondicionarla para su nuevo uso. Había que
cerrarla con planchas y excavar las fosas. Al anotar sus
disposiciones hizo esta curiosa observación: “Esto permitirá
conservar una buena viña y árboles cuyos frutos resultaría
interesante recolectar”.
Hacían falta algunos días para preparar el terreno. Por
rápidos que fueran los trabajos, la guillotina iba tan rápido que
Picpus, repleto y sobrecargado, cada vez más fermentado,
amenazaba con hacer huir a todo el mundo y hasta ahuyentar a
los enterradores. La Comuna fue advertida de lo que ocurría el
8 de termidor y pensó que aún se podía esperar uno o dos días
más, y sólo aconsejó “quemar sobre las fosas tomillo, salvia y
enebro durante las inhumaciones”.
Un arquitecto imaginó un monumento para la combustión
de todos estos cadáveres. El plan del arquitecto era seductor.
Imaginaos un vasto pórtico circular. En él habría varias arcadas
y cada una de ellas albergaría una urna con las cenizas. En el
centro, una gran pirámide que humea por su vértice superior y
por los cuatro inferiores. Inmenso aparato químico que sin asco,
sin horror y abreviando el proceso de la naturaleza, hubiese
tomado una nación entera, de haber sido necesario, y del estado
enfermizo, atormentado y mancillado, al que se llama vida, le
hubiese transportado a través de la pura llama, al plácido
estado del reposo definitivo.
Se le ocurrió esta idea después del Terror y la propuso el
año VII, por un presentimiento sin duda del acrecentamiento
que alcanzaría el imperio de la muerte. ¿Qué fueron los mil
doscientos guillotinados de esos dos meses (de pradial a
termidor), frente a las prodigiosas destrucciones con las que dio
comienzo el siglo diecinueve121?
Volvamos al tema que nos ocupa. Esta actitud del arrabal,
sus reclamaciones, el horror y la repugnancia que iban
invadiendo París, alentaban a las autoridades que querían
detener todo esto.
La angustia en las prisiones, la palidez de los prisioneros y
el desfallecimiento de las mujeres eran tales, que ni siquiera los
que confeccionaban las listas podían soportar ver ese
espectáculo. En las cartas perdidas de Carnot, de Lindet y de
Amar, estos declararon que les era imposible continuar
representando su horrible papel, que no podían más y que se
tuviera piedad de ellos.
Por otro lado, la comisión del Louvre, celosa del negociado
de Herman, declaró que uno de esos chivatos en los que
confiaba era un aristócrata que el 10 de agosto había disparado
contra el pueblo.
El Comité de seguridad, fortalecido por esa revelación,
retomó algo de su valentía. Amar, que hasta entonces se había
mostrado muy débil, se atrevió incluso a decir que “estaba
indignado por las confidencias en el Luxemburgo, cuyos
intermediarios eran los administradores de policía”.
¿Confidencias de quién a quién? Aún no se atrevía a decirlo.
Pero todo el mundo lo sabía: “Confidencias del chivato
Boyenval, transmitidas por el administrador Wiltcheritz al
negociado de Herman y Lanne”.
Se repetía una expresión que se le escapó a Collot
d'Herbois, palabras terribles, del histriónico al virtuoso, del
hombre de los fusilamientos del partido de los filántropos:
“¿Qué nos quedará entonces cuando hayáis desalentado el
suplicio?”.
(1-5 , 19-23 1794)

Amenazadora actitud de los robespierristas.—Los Comités subordinan


al negociado de policía robespierrista,—Robespierre vuelve al Comité y
acusa a Carnot.—Intento de aproximación.—Las cabezas que pide
Robespierre.

Robespierre había perdido gran parte de su fuerza moral, pero


sus fuerzas materiales permanecían íntegras.
Ni él ni sus adversarios querían moverse. A las denuncias
más o menos directas de los jacobinos contra los Comités
respondía Barère por medio de alusiones.
Aunque alejado de los asuntos públicos, Robespierre no
podía desobedecer a su partido. Los robespierristas estaban
como embriagados por la batalla de Fleurus. La pólvora se les
subió a la cabeza. Si Saint-Just había roto la espada de la
coalición, ¿cómo Henriot y sus valientes no romperían en París
la pluma de los Comités?
Henriot era terrible. Se le encontraba en París, fuera de
París, en todas partes, caracoleando, con el sable desenvainado,
por la carretera con sus hombres bigotudos, yendo a comer a
Charenton o a Alfort; cabalgaban los cuatro juntos, arrollando
todo a su paso, jurando, blasfemando y creyendo acabar con los
enemigos de Robespierre.
Payan, en la Comuna, demostró la impaciencia de su
temperamento ardiente. Sin motivo (finales de mesidor),
convocó a la Comuna a los cuatrocientos o quinientos
miembros de los Comités revolucionarios. ¿Qué quería? ¿Qué
habría hecho? El Comité de Salvación Pública actuó
enérgicamente, al igual que lo hizo (4 de noviembre) contra
Chaumette, y anuló la convocatoria.
El Comité, con el propósito de debilitar a Henriot, envió
fuera de París a la mitad de los artilleros de las secciones. Sin
embargo, aun sólo con la otra mitad y con la gendarmería,
Henriot seguía siendo fuerte.
Otro elemento militar peligrosamente combustible era la
creación de la Escuela de Marte, en la planicie de Sablons. Tres
mil muchachos, hijos de sans-culottes, se ejercitaban, vistiendo
ropajes semiromanos, bajo las órdenes de David y Lebas. Para
ejercer influencia en esta Escuela fue por lo que se quedó Lebas
en París, en lugar de irse con Saint-Just. Comunicaba a las
jóvenes tropas su fanatismo por Robespierre, fanatismo
ardiente, sincero, y por lo mismo más contagioso. Era fácil
imaginar que en caso de colisión la guardia nacional se
dividiría, pero la Escuela de Marte se colocaría al lado de
Robespierre y le prestaría su entusiasmo y sus tres mil
bayonetas. ¡Extraña situación! ¡La decisión del gran golpe que
iba a acabar con todo estaba, como en junio del 98, en manos de
los niños!
Los Comités, contra estas fuerzas, no tenían confianza
alguna en el cuerpo de policía especial, dirigido por Héron,
entregado en cuerpo y alma a Robespierre.
La orden legal y el poder de presentar decretos era lo único
con lo que contaban. Sólo podían conspirar en la tribuna y en la
opinión.
Sin embargo, hicieron cosas en que revelaron verdadera
osadía.
1° Vadier propuso y la Asamblea votó que antes de dos
meses todos los labradores y artesanos saldrían de prisión, al igual
que los detenidos antes de la ley de pradial. Estas palabras dejaban
bien claro que la ley robespierrista era el sello de muerte que
ahora cerraba las prisiones y que había colocado en ellas la
inscripción: Ya no hay esperanza. El Terror se llamaba
Robespierre.
2° Declararon suprimido y fusionado con la policía del Comité
de seguridad, al negociado de Herman, es decir, a la policía
robespierrista. Audaz jugada que hasta aquí resultaba
inexplicable; pero lo que acabamos de decir sobre la actitud de
París nos ayuda a entenderlo. ¿Robespierre lo consintió? Es
posible.
3° Estas medidas los habrían hundido, por indulgentes, si no
hubiesen adoptado otras dos verdaderamente terribles. El 2 de
termidor se unieron los dos Comités y eligieron entre los presos
ciento treinta y ocho nombres, los más aristocráticos, para ser
ejecutados los días 4, 5 y 6 de termidor. Amar, Louis, Dubarran,
Voulland y Ruhl firmaron por el Comité de seguridad; Collot y
Billaud por el Comité de Salvación Pública y también Couthon.
Enviaron la lista para que la firmara Robespierre122.
Con esto se cubrían. Si se les acusaba de indulgentes
podían mostrar la lista y decir: “Vuestra policía ha espigado, a
elegido algunas cabezas nobles<. Nosotros de una segada o
dos hemos volado la cabeza a la aristocracia< ¿Dónde está la
indulgencia?”.
4° Aún guardaban como defensa una proposición violenta
en apariencia, pero quizás sensata en realidad, la de no volver a
concentrar los juicios y las ejecuciones en París y crear tribunales
ambulantes. Esto desató el horror. Nada resultaba más hiriente
ni más funesto a la República que el hecho de centralizar la
muerte en el punto más luminoso de Francia, en el centro del
mundo civilizado.
Esas medidas tan vigorosas ponían en alerta al partido
robespierrista, le empujaban a la acción. Una cosa hizo ver que
deseaba, y pronto, esa acción: la pólvora destinada a los
ejércitos del Norte se preparaba para salir en la barrera de la
Villette y un oficial de Henriot, comandante del puesto, se tomó
la libertad de impedir su salida. ¿Por qué había que retener esa
pólvora si no la íbamos a utilizar?
¿De dónde saltaría la chispa? Quizás de los más jóvenes, de
la Escuela de Marte. Lo que más temía el Comité era que se
persuadiera a los alumnos de que se desconfiaba de ellos y que
así se les impulsara poco a poco a actuar.
Hizo el Comité entonces una cosa habilísima. Los cañones
que dejaron abandonados los artilleros que partían, los enviaba
a la Escuela de Marte para los ejercicios de los alumnos. Ya se
ha demostrado la especial afición de nuestros soldados por la
artillería. Para la gente de dieciséis años, verse en posesión de
un cañón hacía que se volvieran locos. Los cañones que
llegaban a los Sablons, fueron cariñosamente acogidos,
amistosamente hospedados, acariciados y besados. Aumentaba
esto la vanidad de la Asamblea. Los alumnos, pues,
comenzaban a hacerse hombres seguros y confiados. Desde
entonces se consideraron la guardia constituida de la
Convención.
Las quejas formuladas por Couthon en los Jacobinos
respecto a la inutilidad de la Escuela y a los cañones confiados a
ellos, justificaban el mal humor de los robespierristas.
Todo esto ocurría el 5 de termidor. El mismo día, el Comité
denunció en la Convención la retención de las cajas de pólvora,
envió los cañones a la Escuela y por la tarde se extrañó de ver
llegar a Robespierre.
¿Qué quería? ¿Ganar tiempo antes de la llegada de Saint-
Just? No lo creo. Su carácter era distinto; no era hombre de
acción. Lo que quería hacer era probar si ejercía aún su imperio
sobre los asistentes al Comité, como aún se demostró la tarde
del informe sobre la Madre de Dios.
Iba armado, dispuesto a atacar a Carnot y al mismo
Comité, ya que la ocasión se le venía a las manos. “¿Por qué se
debilitó al ejército de Fleurus? ¿Por qué no se continuó hacia la
victoria?”. Saint-Just se quejaba amargamente en sus cartas.
Robespierre tenía documentos suficientes para intentar el
proceso de Carnot.
Había tomado plazas marítimas al enemigo, Nieuport, con
una buena guarnición inglesa en su interior, pero esto era
precisamente lo que abrumaba al Comité. El representante
Choudieu, aun siendo hebertista, no creyó oportuno obedecer el
decreto que prohibía apresar a ningún inglés vivo. El Comité
aprobó la conducta de Choudieu porque había salvado a esa
guarnición.
Robespierre habló de los crímenes de Pitt, de la conducta
de Inglaterra que hacía la guerra a la Revolución por toda la
tierra, preguntó si los reyes velaban por los patriotas y se
enternecía por sus víctimas. Lloró123.
En otro tiempo sus lágrimas se habrían considerado
hipócritas, pero entonces fueron sinceras, tenían un fondo de
candor y conmovieron a todos; los más acérrimos enemigos de
Robespierre, los que deseaban su pérdida, recordaron que en
ese gran hombre, a pesar de lo peligroso que era, se
encontraban sin embargo la más segura garantía y el paladión
de la Revolución.
Unos y otros, hay que decirlo, Robespierre y sus enemigos,
llevaban grabadas Francia y su libertad en el corazón.
Una viva intuición, demasiado cierta, les atravesó el alma:
que a causa de su encarnizada disputa estaban perdiendo la
República; que si les faltaba Robespierre, los mermados
Comités no se podrían defender durante mucho tiempo; que
con los Comités destrozados, la Montaña, en minoría, sería
devorada por la Plaine; que la propia Convención sucumbiría a
la reacción.
Collot d'Herbois, excesivamente sensible, se arrojó a los
pies de Robespierre y le suplicó que tuviera piedad de la Patria.
¿Debía escucharlo Robespierre? ¿Podía hacerlo?
Robespierre no sólo era un hombre, era un sistema. Su fatalidad
era seguir el camino de la depuración. Incluso si volviera atrás
no encontraría más que las desconfianzas sembradas por su
conducta. Había sembrado la muerte moral por todas partes. A
los representantes de las misiones de 1793 se les acusaba por
medio de millones de voces ocultas tras Robespierre,
constituyendo en la personalidad de este una especie de realeza
judicial, un trono de hierro para juzgar a la Convención.
Él mismo, monárquico de nacimiento y arrastrado hacia el
ideal republicano, había perdido todo su valor, toda su fuerza.
Dudaba, por el momento, del gobierno colectivo; no creía que la
nación pudiera curarse sin la asistencia de un médico único que
le aplicara los remedios científicos que necesitaba. Ayudados
sus amigos por las circunstancias, fue fácil hacerle llegar hasta
la dictadura. Le parecía a Robespierre un mal necesario. Para
adquirir la fuerza de esta dictadura, era necesario destruir otras
dictaduras, quiero decir, a Carnot, que era el dictador de la
guerra, y Cambon, que lo era de las finanzas. En definitiva a los
dos Comités.
No era posible conseguir la paz. “¿Qué pedís?”, le
preguntaban. No vio cómo responderles pero si hubiese sido
sincero les habría contestado: “En primer lugar, vuestras
cabezas”.
Sólo podía citarles las que debían caer en la Convención.
¿Cuáles eran? Si creyéramos en la lista escrita por la Comuna el
9 de termidor, no se hubiesen pedido (además de las de cinco
miembros de los Comités) más que las de los representantes
Léonard Bourdon, Fréron, Panis, Dubois-Crancé, Fouché,
Javogues y Granet.
Esta lista no indicaba visiblemente los nombres de los que
se quería ejecutar. Faltan los más importantes: Billaud-
Varennes, su rival del Terror, Bourdon el Rojo, su condenado
interruptor, Lecointre, que había redactado su acta de acusación
(Robespierre lo sabía desde el 25 de pradial), Merlin de
Thionville, que gozaba de gran popularidad militar. Faltaba la
larga lista de los hebertistas y la de los dantonistas. También la
de los maratistas: Ruamps, que con un grito detuvo la ley de
pradial; Bentabole, Sergent, Panis. Cuando se amenazaba a
hombres tan inofensivos como Panis o Sergent, esas lejanas
antigüedades del 92, ¿quién podía creerse seguro?
Si los Comités accedían a unirse de nuevo a la Montaña y si
entregaban la Asamblea a Robespierre, se entregaban ellos
mismos.
Emplearon más firmeza de lo que se esperaba. Élie Lacoste
atacó a Robespierre porque arrojaba contra los Comités la
responsabilidad de las medidas revolucionarias.
Robespierre prometió que para ocultar al menos ante
Europa, la división interior del gobierno, Saint-Just concertaría
con los Comités un informe general sobre la situación.
Unos y otros se aproximaron y comprendieron que eran
irreconciliables. ¿Quiénes encontrarían primero el momento
para destruir a los otros?
Ésta era la única cuestión.
La única novedad que se observaba era la reaparición de
Robespierre en el Comité, la seguridad que Barère expresó en la
Asamblea respecto a la perfecta unidad del gobierno. Esto
aterrorizó a la Montaña, especialmente a los cinco o seis
miembros que creían iban a perecer los primeros. Couthon, en
sus homilías en los Jacobinos, decía despreciativamente cinco o
seis. Tallien, Fréron, Fouché, Bourdon y Lecointre, tenían
asiento en los Comités: “¿Nos liberaréis?”, decían. “Nunca. —
¡Pues entonces ataquemos! —Todavía no”.
Acordaron, al ver que los Comités siempre aplazaban la
cuestión, solucionar el asunto ellos mismos y si no podían
acusar, apuñalar al tirano.
(8 , 26 1794)

Comunicado de los jacobinos.—Barère anuncia que se habla de un 31


de mayo.—Último discurso de Robespierre (8 de termidor),—Su
apología.—Sus acusaciones.—Acusa especialmente a Cambon.—
Acusa a los Comités y a una coalición.—La Asamblea acuerda que se
imprima el discurso.—La Asamblea se retracta.

Robespierre, al ver por segunda vez el odio y el miedo, recurrió


a sus pensamientos. ¿Qué preparaba contra esos afilados
puñales?
Contaba con fuerzas muy reales de las que no quería hacer
uso: la Comuna y las fuerzas armadas, la administración llena
de partidarios suyos, los jacobinos, los tribunales, la policía
municipal, la del Comité de seguridad<
Pero en realidad no era con todo eso con lo que contaba.
¡Carácter propio de esa edad! ¡Invencible respeto de la ley!< A
pesar de disponer de tantos medios él contaba con un discurso.
Robespierre preparó durante un mes su discurso. Lo
inventaba y lo reinventaba. Las diversas variantes nos hablan
de su trabajo infatigable y de la importancia de los resultados
que de el esperaba.
El 6 de termidor por la tarde Couthon caldeó los ánimos.
Denunció en los Jacobinos el reenvío de los artilleros y la
donación de cañones a la Escuela de Marte, e hizo votar el
comunicado que el día 7 fue leído en la Convención.
Sólo acusaba claramente al movimiento de los ejércitos, es
decir, a Carnot. Lo demás era vago, acusaba a los indulgentes.
Era necesario estar al corriente de la polémica de la época para
saber que designaba a Fouché y a Dubois-Crancé. Estos eran los
que los jacobinos habían tachado de indulgentes.
Dubois-Crancé contestó. Rechazó por décima vez la
calumnia cien veces lanzada recientemente por Robespierre, de
haber dejado escapar a los insurgentes lioneses. La Convención
tomó con calor este asunto y ordenó que se abriera una
información, ya que involucraba en él la responsabilidad de
cien representantes.
Esto llevaría a creer que en la Sociedad jacobina, trabajada
y dividida por la intriga de Fouché, esta influencia había sido
fuerte hasta en el comunicado. Y es que ese documento,
destinado a fortalecer a Robespierre, recordaba, sin duda por
una inconsecuencia buscada, las cosas con las que pretendía
acabar en ese momento. El comunicado hablaba de una extraña
petición ¡para aplicar la pena de muerte a los blasfemos! “Pétion —
se decía— degrada el decreto contra el ateísmo y se refiere a los
representantes como sacerdotes y profetas de una religión”.
Barère enseguida sacó partido al comunicado de los
jacobinos. Este salía del Comité, donde Saint-Just, que había
regresado del ejército, había rechazado las bases del informe
sobre la situación. Se desvaneció la última esperanza de
conciliación. Barère sustituyó a Saint-Just; durante varias horas
improvisó una canción sobre los servicios del Comité. El final,
aderezado con elogios a Robespierre, planteaba sin embargo la
siguiente pregunta: “Se habla de un 31 de mayo. ¿El destino de un
pueblo sólo obedecería a las maquinaciones de algunos
revolucionarios, escondidos tras los mejores ciudadanos?< Ya un
representante que goza de merecida reputación gracias a cinco
años de trabajo y a sus imperturbables principios, rechazó
enérgicamente esas habladurías y demostró que se debía
detener a todo aquel que las alimentara. Denunció al autor de
esta petición que ridiculiza una famosa fiesta, etc.”.
Ya estaba dicho: Se habla de un 31 de mayo. Saint-Just buscó a
Robespierre durante todo el día para conseguir que actuara.
Estaba en el campo (se cree que en Montmorency), donde
trabajaba en su gran discurso. La tradición robespierrista, muy
interesada en hacer creer que ya no estaba implicado en nada,
asegura que en esos últimos tiempos realizaba frecuentes
excursiones a los alrededores de París, llevando bajo el brazo a
Gessner, a Raynal o Paul et Virginie, todos ellos relatos
verdaderamente novelescos. Robespierre siempre trabajaba y
adolecía absolutamente de tendencia a la ensoñación. Leía
muchos menos idilios que informes de policía. Su desconfianza
hacia estos aumentaba de día en día; informes miserables, más
propensos a inquietar e importunar, que a aclarar; informes de
soplones que se dan a valer y creen divertir al maestro a
expensas de las costumbres de tal o cual diputado; informes de
comadres charlatanas que denuncian a sus vecinas, etc.: esos
eran los alimentos del desafortunado Robespierre. Y además de
esto estaba el gran, el famoso discurso incesantemente escrito y
reescrito. Lo llevaba al campo, se encerraba en un lugar seguro,
se enfrascaba en el trabajo literario, borraba, volvía a borrar,
pulía, mejoraba e hilaba los periodos.
Esta tela de Penélope no estaba cerca de ser terminada pero
la crisis le forzó a presentarla tal cual. A él le hubiese gustado
llevarla de manera más concentrada, menos descosida.
Esta obra, como ocurre con las cosas demasiado trabajadas,
tiene el grave defecto de componerse de fragmentos, bastante
elocuentes, pero que más que a la Convención se dirigen a la
posteridad y disminuyen la eficacia del discurso como elemento
político y práctico.
¿Era ese discurso su propio testamento? Necesitaría más
grandeza y no descender a cada instante a las agrias y violentas
palabras sobre sus enemigos muertos y vivos, desde las
regiones de la inmortalidad.
¿Era un discurso para la crisis? No había que enfadarle con
tantas ideas generales y vagos sentimentalismos.
La soledad de Montmorency hizo mucho daño a ese
discurso.
El primer error fue quizás el de hablar demasiado tarde,
esperar al día 8, al día en que Barère, radiante por la victoria,
fue a proclamar a la tribuna el solemne acontecimiento de la
ocupación de Amberes. Amberes equivalía a Bélgica entera,
incluso más, en una guerra tan esencialmente inglesa. Escoger
ese momento para comenzar con la acusación de Carnot, para
decir, como hace Robespierre: “Inglaterra, tan maltratada por
nuestros discursos, es protegida por nuestras armas”, era
parecer envidiosos y ofender al sentimiento general. ¿La
protección consistía en no haber degollado a los cinco mil
ingleses de Newport? Era apoyar la polémica sobre un mal
terreno; la Asamblea estaba encantada de que su decreto,
puramente conminatorio, hubiese sido violado.
Ese discurso ocupaba un volumen. Nosotros sólo
insistiremos sobre los puntos principales.
Comenzaba como una apología y continuaba como una
acusación.
La apología era en un principio de una humildad irritante.
Se inclinaba y tomaba por jueces a los que tanto diezmó y
aterrorizó. ¿Retórica o burla? Yo creo que más bien lo primero,
pero estoy seguro de que la Convención se decantó más por lo
segundo.
“Los gritos de la inocencia ultrajada no hieren vuestros
oídos<”. “No tenéis nada en común con los tiranos que me
oprimen; los gritos de la inocencia oprimida no son, en
absoluto, ajenos a vuestros corazones, etc.”.
En su parte más clara la apología se compone de tres
puntos:
1° Abusando de la analogía de las palabras, se atribuyen
malignamente al departamento de policía general las
operaciones hechas en parte por el Comité de seguridad
general. En este punto se aleja la responsabilidad de ese
sangriento mesidor del negociado robespierrista.
2° Se atribuyen todos los sucesos a Robespierre, cuando él
hace seis semanas que en nada interviene y que carece de
influencia. Afirmación odiosamente ridícula por parte de quien
disponía de Payan, Herman, Dumas, Lebas y Henriot para
preparar la acción.
3° Esta duplicidad no daba crédito a las protestas
siguientes: “Circulan listas de patriotas, de representantes
proscritos. ¡Nosotros proscribir a los patriotas! ¡Esto no es
cierto! ¡Nosotros somos los que hemos defendido la
Convención! ¿Somos nosotros los que hemos elevado a la
categoría de crímenes unos prejuicios incurables o unas cosas
indiferentes? (esto tranquilizaba a los curas, a los católicos y a la
derecha, pero no a la Montaña). Si los puros hubiesen sentido
temor habría sido una equivocación (sí, pero ¿quiénes eran los
puros?<). Ya no hay más que dos partidos, el de los buenos y
el de los malos”. Sí, pero ¿quiénes eran los buenos?
Semejantes afirmaciones vagas, sin fruto, no servían más
que para aumentar el terror. “Se quiere asustar a la Asamblea”,
decía. ¿Y quién asustaba más que él que constantemente en los
Jacobinos, teniendo a su derecha y a su izquierda al presidente
y a los miembros del terrible tribunal, lloraba siempre por la
indulgencia y la debilidad del tiempo? Cuando se buscaba a esos
indulgentes figuraba entre ellos Fouché, ¡el nombre más
sangriento de Francia después de Carrier!
Estos eran los tres puntos capitales de la retórica
apologética. Pasemos a la acusación.
En sus primeras palabras se presenta incierta, vaga. “Hay
ocultación, luego se conspira”. Se tiene miedo, luego se
conspira; imputaba como crimen el terror que él mismo
inspiraba.
Y si se le pedía que al menos limitara ese furor precisando
quiénes eran los culpables: “¡Ah! ¡No me atrevo a nombrarlos!”.
No nombraba ni a los representantes ni a los miembros de
los Comités. La espada seguía planeando sobre todos ellos.
Sólo se designaba a uno, a Carnot, pero tampoco por su
nombre. El día en que la toma de Amberes le ponía tan en
evidencia, la sesión era de nuevo aplazada.
Pero el que era nombrado, contra quien caía el discurso
como el plomo, no era en absoluto uno de los enemigos
reconocidos de Robespierre.
Debemos saber que en aquellos días se levantaba contra
Cambon un ejército de rentistas.
La Tesorería estaba literalmente sitiada por enormes
legiones de viejos, de enfermos y de inválidos achacosos,
decrépitos y muchos de ellos semiparalíticos, que andaban por
allí. Cambon les había sometido a una severa operación, pero
indispensable con la miseria pública. Mantuvo unas rentas
vitalicias módicas, haciéndolas proporcionales a la edad. El
hombre de entre cuarenta y cincuenta años conservaría una
renta completa de entre mil quinientos y dos mil francos; de los
cincuenta a los sesenta años, una renta de tres a cuatro mil y así
sucesivamente. Para quienes superaban esta edad la renta
pasaba de vitalicia a perpetua y por consiguiente era muy
escasa. Los intereses de los pequeños rentistas, de los ancianos,
habían sido salvaguardados en la medida de lo posible. Para
ello todos debían llevar sus títulos y allí veían cómo eran
quemados y se sustituían por una inscripción en el Gran Libro.
Esto les horrorizaba.
Al ver consumirse en las llamas esos sucios, viejos y tan
queridos papeles con los que habían vivido toda su vida, creían
morir ellos también.
Todos los hombres del Perron, los especuladores, tampoco
perdían la ocasión de horrorizarles; les decían que
efectivamente estaban arruinados y que nunca se les pagaría;
conseguían que esas pobres gentes montasen en cólera. La
multitud no se movía de las puertas, estaban allí pegados; la
lentitud de la inmensa operación confirmaba sus temores. En
realidad los especuladores estaban furiosos, puesto que eran los
más perjudicados. Esta necesidad de presentar los títulos, de ser
reconocido por acreedores efectivos, de expedir certificados de
vida, todo esto paralizaba en sus manos innumerables títulos de
emigrados que adquirían a buen precio y gracias a los cuales
obtenían rentas y extenuaban al Tesoro.
Cambon se había establecido personalmente en la
Tesorería. Abrió grandes salas cubiertas donde los rentistas,
que hasta entonces habían estado de pie en el patio, pudieron
esperar cómodamente sentados. Gracias a que trabajó sin
descanso día y noche consiguió dar fluidez al asunto,
reconvirtió, quemó, rehizo esta enorme masa de títulos y
aceleró los pagos.
El 9 de termidor todo seguía transcurriendo lentamente.
Esas salas de la Tesorería, más bulliciosas que los clubs,
retumbaban con los gritos, las quejas, las reclamaciones, los
suspiros de inquietud y los gemidos de desesperación.
Robespierre, con suma habilidad, se convirtió en el eco del
clamoreo de los rentistas.
En ese largo, muy largo discurso vuelve a la carga en tres
ocasiones.
Para empezar, aborda el asunto de forma general y habla
de ello como si se tratase de un hecho pasado, como para ir
preparando las mentes: “Unos destructores proyectos
financieros amenazaban las módicas fortunas y llevaban a la
desesperación, etc.”. “Algunos pagos de los acreedores del
Estado fueron suspendidos”.
Después habla de ello claramente pero con el pretexto de
justificarse a sí mismo: “En estos últimos tiempos se han
propuesto proyectos financieros que me da la impresión de que
han sido calculados para desolar a los ciudadanos poco afortunados
y multiplicar el descontento. Reclamé inútilmente la atención
del Comité de Salvación Pública. ¿Creeremos el rumor que se
ha extendido de que esos planes son obra mía?”.
Vayamos aún más lejos: “La Tesorería secunda
perfectamente las intenciones del plan que ha adoptado (con el
pretexto de ceñirse escrupulosamente a las formas) de no pagar
a nadie a excepción de los aristócratas y a vejar a los ciudadanos
desfavorecidos mediante rechazos, atrasos y otras odiosas
provocaciones”.
“¿Quiénes son los administradores supremos de nuestra
Hacienda? Los compañeros y sucesores de Chabot, de Fabre, los
brissotistas, bribones conocidos, los Cambon, los Mallarmé, los
Ramel”.
El asombro llegó a su colmo. Todo el mundo se miró con
estupefacción. ¡En este discurso tan vago y general, soltar
repentinamente un nombre parecía un pegote, algo extraño!
¿Qué pretendía? ¿Exasperar a una muchedumbre ya
irritada, confirmar, autorizar los temores y el furor de los
rentistas? No. ¿Tal vez minar la estima de que Cambon gozaba
en la Asamblea? No esperaba que esto ocurriese.
Creyó que la Asamblea, sin cambiar de opinión, en parte
tentada por lanzar una medida popular, permitiría que se
destrozase a ese hombre que a todo el mundo desagradaba, ese
hombre triste, amargo y duro, que se interponía en el camino de
todos, armado de espinas y de rechazos, ese hombre al que la
fatalidad del peligro público le había llevado a adoptar odiosas
medidas y cuyo maldito nombre expresaba todas las miserias
de la situación.
Los representantes que habían regresado de las misiones
estaban también amenazados. En el discurso había muy pocas
palabras dedicadas a ellos, pero las pocas que había eran fuertes
y alentaban a acusarles. “¿No son los culpables los que han
establecido este horrible principio que dice que denunciar a un
representante infiel es conspirar contra la representación
nacional?< ¿Los departamentos donde han sido cometidos esos
crímenes, los ignoraban porque nosotros los olvidábamos?”.
Violentos acusadores llegaban desde Lyon, Nantes, de
todas partes, convencidos de que tendrían el apoyo de
Robespierre.
Conclusión general del discurso.
Existe una conspiración.
Debe su fuerza a una coalición que intriga en el seno mismo
de la Convención.
Domina al Comité de seguridad general. Se ha opuesto este
Comité al de Salvación Pública y se han constituido dos
gobiernos.
Miembros del Comité de Salvación Pública figuran en este
complot.
Es preciso, pues, proceder a la depuración, restablecer la
unidad de gobierno bajo la Convención, que es el centro y el
juez.
Cuando tomó asiento, Rovère decía a Lecointre: “Éste es el
momento; es preciso que se lea tu acta de acusación”. “No —
contestó—. Ataca sólo a los Comités para que se destruyan
entre ellos”.
En voz alta: “Pido la impresión del discurso”. Bourdon:
“Yo me opongo. Enviémoslo a los Comités para que lo
examinen”.
Barère apoyó la idea de la impresión y Couthon añadió que
se debía hacer una gran tirada para enviarlo a todas las
comunas. Así se acordó.
Vadier, sin desanimarse, reanudó para su Comité su
campaña sobre la Madre de Dios.
Pero Cambon dijo: “¡Antes de caer deshonrado hablaré a
Francia! Yo he denunciado a todas las facciones cuando
atacaban a la fortuna pública. Todas se han topado conmigo en
el camino. Ha llegado la hora de decir la verdad: un hombre
paraliza la Convención, y este hombre es Robespierre<
Juzgad”.
Robespierre: “¿Cómo podría paralizar a la Convención en
materia de finanzas?< Sin atacar las intenciones ni los propósitos
que hayan podido guiar a Cambon<”.
Retroceso manifiesto. Primero le llamó bribón y después
declaró que no tenía el propósito de atacar sus intenciones.
Billaud: “Hay que arrancar las máscaras< Si es cierto que
hemos perdido la libertad de criterio, prefiero que mi cadáver
sirva de trono a un ambicioso que no resultar cómplice de sus
cohechos con mi silencio”.
“Yo —dice ingenuamente Panis— quiero que se me diga al
menos si mi nombre está en la lista. ¿Qué he ganado gracias a la
Revolución? ¡Nada, ni siquiera lo suficiente como para regalar
un sable a mi hijo o una falda a mi hija!”.
Fréron, cuya vida fue un rosario de incongruencias y
torpezas, en vez de estrechar la mano a los enemigos de
Robespierre, pronunció las palabras menos apropiadas y atacó
a Billaud: “La libertad de opinión. ¿Cómo podemos emplearla
cuando los Comités pueden ordenar nuestra detención? Es
preciso arrancarles este derecho”.
Se le hace callar y Robespierre, fortalecido ante esta diestra
jugada, dice: “De nada me retracto< Sólo me he presentado
ante mis enemigos. A nadie he adulado, a nadie he calumniado;
no temo, pues, a nadie”.
Los maratistas Charlier y Bentabole no dejaron así la cosa.
Comenzaron con nuevos bríos.
Bentabole: “El envío del discurso es peligroso. Si lo
aprueba, la Convención será la responsable de las agitaciones
populares”.
Couthon: “Es necesario que todo el pueblo juzgue. He aquí
por qué solicito el envío a las comunas”.
Charlier: “Enviemos el discurso a los Comités<”.
Robespierre: “¿Cómo? ¿A quiénes he acusado?<”.
Charlier: “Cuando se vanagloria de tener el valor de la
virtud se ha de poseer el de la verdad. Decid a quién
acusáis<”.
Amar: “¡Que los nombre!”.
Robespierre: “Persisto en mi criterio< No puedo tomar
parte en lo que se decida para evitar el envío de mi discurso”.
El dantonista Thirion: “Enviarlo es prejuzgar. ¿Por qué uno
sólo ha de tener mas razón que muchos?”.
Bréard, miembro del Comité de legislación: “Se trata de un
proceso de extraordinaria importancia. Revoquemos el
acuerdo”.
Queda revocado.
Barère, que al votar el envío del discurso había hecho
traición a los Comités en beneficio de Robespierre, se pasó
ágilmente al otro lado: “Yo había votado a favor de la
impresión porque en un país libre creo que todo debe ser
publicado< No nos defendemos contra Robespierre; a esa
declamación responderemos con victorias< Si él hubiese
seguido nuestras operaciones desde hace cuatro décadas, habría
suprimido su discurso< Por lo demás, la palabra acusado debe
ser borrada de vuestra memoria”.
¿Quién sería ahora el acusado? ¿Los Comités o Robespierre?
8 9

Robespierre cuenta con el centro y con la derecha. —No quiere la


insurrección. —La Comuna prepara la insurrección. —Los Comités
no se atreven a hacer nada. —La Montaña logra arrastrar a la derecha
contra Robespierre.

Cuando regresó a su casa Robespierre, las señoras Duplay,


temblorosas, le expresaron su ansiedad. Robespierre dijo: “Nada
espero ya de la Montaña. Pero la mayoría de la Convención es
pura y me escuchará”.
La mayoría, la masa, eran el centro y la derecha.
Tenía lejos a aquel a quien dijo, hablando desde el seno de
la Montaña al centro: “Las serpientes del Marais<” (25 de
septiembre de 1793). Había cambiado de apoyo, de medio de
acción.
Su discurso del 8 de termidor contenía los más fuertes
llamamientos a la derecha. No sólo llegó a decir que fue él
quien salvó a los setenta y tres, sino que llegó a decir que su
detención le sorprendió. La derecha y el centro, sin tratar
directamente con Robespierre, estaban ligados con fuertes
lazos, los de la complicidad. ¿Quién zanjó en noviembre la
cuestión religiosa? La derecha junto con Robespierre. ¿Quién le
permitió asfixiar a Fabre d'Églantine en enero y secuestrar en
marzo a la Comuna y en abril a Desmoulins y a Danton?
¿Quién dio el terrible voto a causa del cual ese proceso fue
clausurado antes de iniciarse? La connivencia de la derecha.
Para ella, 1794 fue una permanente venganza de los actos
violentos cometidos por la Montaña en 1793 y de los que
Robespierre, sin dudarlo ni un momento, había sido el
instrumento. Para su lucha contra los montañeses que habían
vuelto de las misiones, se hundía cada vez más en la derecha.
Sus frases contra los indulgentes eran impotentes esfuerzos por
escapar a esa fatalidad.
Las violentas palabras que se le dijeron en la Constituyente
cuando hablaba a favor de los curas (“¡Pasaos a la derecha!”),
esas proféticas palabras se fueron haciendo realidad.
La derecha estaba unida a él por necesidad y él pensaba
que lo estaba por el reconocimiento y la seguridad que le
aportaba.
En realidad la derecha pensaba (tanto como Europa) que
después de todo, él era un hombre de orden, en absoluto
enemigo de los curas y por lo tanto que era un hombre propio
del antiguo régimen. Los antiguos constitucionales, amigos de
la monarquía, no estaban lejos de resignarse a la de su viejo
colega. No sólo le aceptaban como un hecho consumado, sino
que le rodeaban de respeto, de solícitos asentimientos e incluso
de adulaciones. Un mes antes de termidor, Boissy d'Anglas le
llamaba el Orfeo de Francia124.
Sin embargo, en ese último voto, la derecha y el centro
dudaron, juzgando en primer lugar, a favor de Robespierre;
después, sin juzgar en su contra, sin enviar el examen de su
discurso a los Comités, como querían sus enemigos, habían
aplazado todo y revocado el envío a los departamentos.
¡Grandes muestras de indecisión!
Contra ese siniestro augurio, Robespierre se tranquilizaba
pensando que si sus amigos se mostraban fríos y vacilantes, sus
enemigos estaban divididos, tan próximos a atacarse entre ellos
como a atacarle a él. Lo vimos en la salida intempestiva de
Fréron, que se había apartado de Robespierre y hacía la guerra
a los Comités. Resultaba fácil prever que como los Comités ya
habían visto que su caída iría unida a la suya, no actuarían en
su contra. Y eso es exactamente lo que ocurrió. Tras haberle
apoyado tan enérgicamente los días anteriores, el 9 de termidor
los Comités, como veremos, se cruzaron de brazos de tal forma
que se les acusó de estar de acuerdo con él.
No parecía haber mucho afán de aparentar en el hecho de
que la Convención, ese gran cuerpo heterogéneo y discordante,
actuase de antemano. La Montaña debía ser paralizada por la
derecha. Pero sus mejores hombres, que eran conscientes de la
amenaza que Robespierre suponía para la República y también
de que los destinos de ambos iban muy unidos, debían
permanecer inmóviles, sumidos en la neutralidad del escrúpulo
y la desesperación.
¿Se debía recurrir a un acto brusco y violento para turbar la
neutralidad de esa parte de la Montaña y quebrantar la
fidelidad de la derecha? Robespierre no lo consideraba
necesario. Conocía la Asamblea al igual que un jinete
experimentado conoce su montura. Creía poder beneficiarse de
ella con tal de que su marcha habitual se alterase lo menos
posible. Si en un principio hubiera solicitado a Tallien, Fouché u
otros de los miembros más involucrados, los habría conseguido
sin dificultad. Saint-Just creía, al igual que Robespierre, que la
Asamblea debería ser únicamente atacada por la propia
Asamblea. A pesar de ser un hombre resuelto y activo, no quiso
intervenir; compartía el sentimiento del especulativo
Robespierre. Ambos respetaban la ley.
Pero ya no había forma de retener al partido; la Comuna ya
se había puesto en marcha. E1 volcánico Payan habría hecho
saltar a los Comités; Coffinhal, el rudo auvernés, habría lanzado
a la Asamblea por las ventanas. Sólo esperaban una señal. Los
robespierristas estaban preparados para su 18 de brumario. Sin
embargo Robespierre no lo estaba y pienso que Francia
tampoco. Procedieron sin Robespierre, muy a su pesar, y le
hundieron.
Por la tarde, mientras Robespierre leía su discurso en los
Jacobinos y les enternecía hablándoles del peligro que corría,
Henriot ya había conseguido la autorización de la Comuna y a
través de sus oficiales distribuía a su guardia nacional
seleccionada la orden de tomar las armas a las siete de la
mañana.
Robespierre, después de la lectura, dijo: “Éste es mi
testamento de muerte. Os dejo mi memoria. Vosotros la
defenderéis. Si me matan, moriré tranquilo”. “Y nosotros
queremos morir contigo”, gritaron Payan, David y otros, entre
lágrimas y sollozos.
Allí estaban Payan y Coffinhal, sin saber si su maestro
aprobaba o no su imprudente conducta. Una tradición, sin
duda propagada por los enemigos de Robespierre, hizo que se
le escaparan estas palabras: “Intentadlo de nuevo. Liberad a la
Convención como lo hicisteis el 2 de junio. ¡Separad a los malos de
los débiles!”. Ésa hubiese sido la autorización, verdaderamente
débil e indirecta, que el partido hubiese obtenido para la
revuelta.
Collot y Billaud se habían confundido entre la multitud;
fueron reconocidos y abucheados. Collot intentó en vano que se
le escuchase y se arrancó el chaleco para mostrar las
magulladuras que los disparos de Ladmiral le habían
producido; los irónicos abucheos le hundieron. Los cuchillos se
levantaban sobre ellos. Huyeron. La violencia alcanzó incluso a
los más sensatos espíritus. Couthon llegó incluso a pedir que se
tacharan los nombres de los representantes que habían votado
en contra de que el discurso de Robespierre se imprimiera. Los
jacobinos se dejaron llevar y se encontraron con que habían
proscrito a la mayor parte de la Convención.
La cuestión era saber si Cambon, Tallien, Fréron y
Lecointre podían volver a poner en movimiento a los Comités,
desanimados tras la estupidez de Fréron.
Tallien había recibido una carta de su Teresa, que estaba en
la cárcel de los Carmes, diciéndole: “Mañana he de comparecer
ante el tribunal revolucionario: muero con la desesperación de
haber pertenecido a un cobarde como vos”. Tallien compró un
puñal para Robespierre o para él.
Desde las nueve y media de la noche Lecointre estaba a la
puerta del Comité provisto de toda clase de armas, hasta
pistolas con pequeñas bayonetas que le atravesaban los
bolsillos. No encontró más que al inocente y pacífico
Lavicomterie. “Se está armando a la guardia nacional —dijo
Lecointre—. Si no detenéis al alcalde, a Payan y a Henriot
estamos todos perdidos”. El Comité estaba reunido en el
Comité de Salvación Pública y ambos permanecían allí
encerrados. No había modo de entrar.
A la una de la mañana Lecointre lo volvió a intentar y de
nuevo se encontró la puerta cerrada. A Fréron le ocurrió lo
mismo. En la puerta del Comité encontró a Cambon y le dijo
que no sólo había que coger a Henriot, sino que además había
que aterrorizar a Robespierre atacando su propia casa y
llevándose a todos los Duplay. Cambon se encargó de decirlo
en el Comité y forzó el arresto. Le sorprendió el espectáculo que
vio dentro. Saint-Just escribía y mientras tanto discutía con
Billaud de vez en cuando. La interminable disputa había
comenzado a las once con una violenta escena de Collot
d'Herbois. Saint-Just se había acomodado en el Comité para
contemplar esta actitud. Collot volvía furioso de los Jacobinos,
tirando las puertas abajo, y se lanzó sobre Saint-Just. Le
zarandeó y le cacheó para ver si encontraba pruebas de su
perfidia. Carnot, Barère, Lindet y Billaud protegieron a Saint-
Just, que les dijo que sólo pediría que Collot y Billaud ya no
estuvieran en el Comité y que les mostraría su informe antes de
llevarlo a la Convención.
Las cosas ya estaban tranquilas cuando llegó Cambon.
Vio que la enemistad continuaba, pero que una enemistad
tan tranquila no resultaba peligrosa. Desde ese momento salió
sin decir ni una sola palabra, convencido de que Robespierre y
Saint-Just recuperarían al día siguiente toda su influencia.
Nada resultaba más verosímil. Los Comités ya se habían
disculpado ante Saint-Just.
Como pretendía cerciorarse de que Fouché redactaba un
acta de acusación contra Robespierre, hicieron ir a buscar a
Fouché e hicieron que fuese interrogado por el más anciano, el
bueno de Ruhl. Fouché lo negó todo firmemente y Saint-Just
hizo como que le creía.
Mientras tanto, la carta de Lecointre, que había sido por fin
filtrada, les informaba de que mientras ellos perdían el tiempo en
estas cosas, Henriot ya había llamado a las armas desde esa
noche.
Resolvieron no detener a la Comuna ni a Henriot, sino
hacerles venir. Henriot no se dignó ir, pero Payan fue
valientemente, como ya lo hizo Pétion el 10 de agosto; salió del
apuro mostrándose cercano a los reyes del Terror e indeciso
como Luis XVI.
Los Comités no hacían nada, dejaron escapar tan preciado
rehén, revelando su parálisis. Saint-Just plegó su informe, cogió
su sombrero y se fue. Eran las cinco de la mañana.
Barère vio cómo se escapaban todas las ocasiones para
tomar partido contra la dictadura y empezó a sentir miedo. Se
hizo robespierrista de nuevo y aproximándose a Couthon le
dijo amistosamente: “Si te atacan no temas nada: yo te
defenderé”.
La Montaña estaba perdida si no se salvaba a sí misma.
Nada esperaba ya de los Comités.
Pero el instinto de conservación, la voluntad de vivir, son
potencias demasiado clarividentes para que se las pueda
ahogar. Los más amenazados, al día siguiente representaron un
gran papel.
Dura tarea. ¿A quién debían dirigirse? A los restos de los
que ellos mismos habían proscrito, a los hombres a los que de
no haber sido por Robespierre también hubiesen proscrito, a los
que abucheaban, humillaban y forzaban a la hipocresía. Sin
embargo se dirigieron a ellos para pedirles que hundiesen a su
protector para salvar a sus enemigos< En definitiva lo que
pedían era vivir.
Aún había en la Convención algunos constituyentes,
representantes de un mundo antiguo, que vivían por raro
milagro, por el milagro de la política de Robespierre.
Los más conocidos eran Sieyès, un anciano, el canonista
anglicano Durand-Maillane y el abogado Boissy d'Anglas.
Se les atacó en su humanidad; “¿Podéis ver —se les dijo—
caer sesenta u ochenta cabezas al día en la guillotina?<
¡Detengámoslo!<”.
A lo que ellos contestaron fríamente: “¿Pero quién la puso
en marcha? Vosotros”.
Una segunda embajada revalorizaba la justicia.
“Una minoría de hombres oprime la República. Esta
minoría es la de los robespierristas. Su sentencia es el desierto
que se crea a su alrededor”. En realidad, a partir de abril sólo se
pudo renovar la Comuna recurriendo a lo más bajo, a los
iletrados y a los desconocidos. ¡Qué embarazoso resultó el
reclutamiento del tribunal en pradial! En la escribanía
Fouquier-Tinville decía sobre sus escribanos: “Son buenos para
guillotinar; pero después ¿dónde encontraremos otros?”.
Todo esto afectaba muy poco a la derecha. Disponía de
tiempo para sí misma, creciendo cada día gracias al
aburrimiento, al desfallecimiento y a la cobardía pública. No
tenía que hacer nada. Robespierre, tras haberla liberado de la
Montaña, debía fundirse en ella y acabar como partido.
Despedidos la segunda vez con una irónica frialdad, los
termidorianos, estremecidos por una desesperada rabia de
vivir, fueron aún a suplicar; y esta vez encontraron las palabras
para tentar a sus enemigos: “Constituís la mayoría< ¿Quién si
no vosotros gobernará después de Robespierre?”.
Sin embargo hay que decir que los propios termidorianos
(a excepción de Rovère y Tallien, unos de los más perversos) en
absoluto sospechaban que esos hombres de la derecha fuesen
realistas ocultos.
Desconocían la transformación que se había operado en los
hombres habitualmente envilecidos y provocados, durante esta
larga hipocresía. El corazón así comprimido se arrojó de un
presente tan doloroso al pasado, a la monarquía, al odio hacia la
República. De aquellos que se dirigieron a ellos y que juntos
impulsaron la reacción, como Legendre o el propio Fréron, la
mayor parte eran republicanos (se vio más tarde, en 1795) y
creían que las gentes de la derecha eran republicanas.
Les pedían auxilio, al igual que se lo hubiesen solicitado a
Vergniaud; si tenían algún escrúpulo era el de asociarse con los
que creían girondinos.
La derecha acabó por entender que si ayudaba a la
Montaña a arruinar a su viga maestra, el edificio se
desplomaría. En una nación que tan poco había cambiado, tan
antiguamente idólatra, el retirar el ídolo de la República
significaba volver a traer el ídolo de la realeza.
Robespierre, al igual que Legendre o Merlin de Thionville,
no sospechaba de esa perversidad de la derecha.
La tenía por girondina, pero al fin y al cabo republicana.
Creía tener con ella un pacto tácito, al menos de garantía mutua
y no podía pensar que en su último día ésta le quitaría la vida
que él le había conservado.
(28 1794)

Hábil discurso de Saint-Just.—Tallien interrumpe a Saint-Just.—


Torpeza de los acusadores.—Se ahoga la voz de Robespierre.—Barère
intenta salvar a Robespierre.—Neutralidad de la Montaña
independiente.—Robespierre se dirige a la derecha.—Se solicita su
arresto.—Es arrestado.—El pueblo trata de impedir la ejecución del
día.

Robespierre, con esta seguridad, siendo consciente tanto de la


inmensa fuerza moral que aún había en él, como de las fuerzas
materiales con las que tan fácilmente rodeaba a la Convención,
la mañana del día 9 sintió sin embargo que ese día era decisivo.
Se vistió con especial esmero y se puso el traje azul cielo que tan
popular se hizo tras la fiesta del Ser Supremo. Sus enemigos
creyeron (basándose en lo que ellos mismos habrían hecho en
una situación semejante) que llevaría armas y dinero, mucho
dinero125.
¿Ignoraba él por completo los preparativos militares? No,
pero creía que eran una medida de precaución. La Asamblea
parecía libre y por lo mismo podía aceptar dignamente la
conciliación que proponía Saint-Just.
El discurso escrito por éste y concertado sin duda con
Robespierre, era de una infinita destreza. Si la lectura se hubiese
comenzado por la vigésima línea, la curiosidad habría llevado a
querer escucharlo y la Convención, suavizada, habría retomado
el yugo.
Este discurso puso de manifiesto que si Saint-Just era el
espíritu más utopista de la Asamblea, era también algo más que
un político: era un gran hombre de Estado. La rigidez era
exterior solamente. Si en sus discursos en la Convención se
mostraba tiránicamente elocuente, en esta última obra
demostraba una sagacidad y una observación finísimas. Otro
discurso que falta en sus obras, pero que ha sido publicado
(Revista retrospectiva, serie II, t. IV, p. 425), asombra por lo
extenso de sus conocimientos, la claridad, la precisión, el
admirable sentido práctico y el nervio del verdadero hombre de
Estado.
El fondo del discurso escrito para el 9 de termidor, es una
hábil recriminación para apartar del nombre de Robespierre la
acusación de dictador. Fueron Collot, Billaud-Varennes y
Carnot quienes, aprovechando la ausencia de Robespierre,
Saint-André y Saint-Just, querían erigirse en dictadores.
Resulta increíble observar hasta que punto ese violento
genio pudo cambiar sus maneras y su tono, y poner sordina a
su voz. Con un maravilloso conocimiento de la naturaleza, poco
frecuente en esa época, calma a la multitud, usando un toque de
malignidad y otro de ridículo propio (¡él, que era tan serio!),
reduciendo la gran cuestión a una lucha de amor propio entre él
y Carnot, haciendo que el joven se irritara cuando se le discutía
su batalla de Fleurus: “Se ha hablado de la batalla; otros que no
han dicho nada estaban allí; se habló del sitio; otros que no han
dicho nada estaban en las trincheras. Los que ganan las batallas
son los que están en ellas”. Lo mismo con Robespierre. ¿Un
tirano de la opinión? ¡Un dictador de la elocuencia! ¿Y a
vosotros quién os impide intentar ser elocuentes?
Con un sentimiento asombroso de su fuerza y su grandeza
(la dignidad de quien sabe que no se debe rechazar la mano de
un héroe que nos la tiende) en un combate tan terrible, en
medio de una lucha a muerte él ponía por testigo< ¡a la amistad!
¿Qué quería? ¿Qué pedía? Lo que todos pedían: la
atenuación de la arbitrariedad de los Comités y en especial, que toda
acta llevase la firma de seis miembros (eso suponía abdicar el
triunvirato). El papel de ministro absorbía a Lindet y a Carnot,
y él les confinaba en la administración y les alejaba del
gobierno. Blasfemaba aunque con moderación, contra Carnot,
Collot y Billaud, diciendo: “Los miembros a los que acuso han
cometido pocas faltas< No concluyo contra ellos; deseo que se
justifiquen y que nos volvamos más sensatos”.
Nadie esperaba un discurso tan moderado. Si Saint-Just
hubiese cumplido con su palabra en el Comité, si le hubiese
leído su informe, el Comité, indeciso, se habría acercado a él,
habría entrado con él en la Convención, habría asombrado a la
Asamblea con ese acercamiento y esta habría escuchado a Saint-
Just.
Llegó solo (era mediodía). Tallien, Bourdon y algunos
otros, temblando de valor y miedo, se hallaban en los pasillos,
parando y arropando a sus aliados de la derecha. Cuando Saint-
Just leía el tercer párrafo, Tallien entró y le interrumpió:
“¿Quién no lloraría sobre la patria? Ayer un miembro del
gobierno se aisló, hoy otro. ¡Rasgad la cortinal”.
Los Comités llegaron con Billaud en el instante en que
Saint-Just, furioso porque habían faltado a su palabra, parecía
querer exterminarlos. Desearon ahogar sus voces. Temieron
morir. Aprovechando el incidente que provocó Tallien, Billaud
levantó la vez interrumpiendo a este: “Ayer algunos hombres
en los Jacobinos quisieron ahogar la voz de la Convención
nacional< ¡Allí veo uno, en la Montaña!< Lo reconozco”.
“¡Detenedlo!< ¡Detenedlo!<”. Este grito partió de todos
los bancos. Cuando una Asamblea temerosa se lanza en una
carrera desesperada, puede llegar muy lejos. Una vez
comenzada la caza de hombres resulta muy fácil alentarla. Es
posible que este fuera el golpe decisivo que acabó con todo.
“La Asamblea se hundirá si se muestra débil<”.
“¡No, no!”, gritaron todos los miembros levantándose al
mismo tiempo y agitando sus sombreros.
Esos espectáculos produjeron su efecto. Las tribunas se
levantaron con el mismo movimiento y gritaron: “¡Viva la
Convención y viva el Comité de Salvación Pública!”.
Lebas quería hablar y se agitó< Fue llamado al orden.
Algunos gritaron: “¡A la Abbaye!”.
Los acusadores estaban demasiado sobreexcitados para
poder emplear su habilidad. Billaud vomitó, entre muchos
ataques justos, insultos terribles. Dijo que Robespierre,
haciéndose la víctima, abandonó el Comité por la resistencia
que encontró su ley de pradial, que había organizado un infame
espionaje contra los representantes del pueblo, que la víspera,
en los Jacobinos, su Dumas expulsó a los que se pretendía
inmolar. Todo eso era constante. Pero todos se encogieron de
hombros cuando dijo que Robespierre favorecía a los ladrones,
que perseguía a los Comités revolucionarios y que obligaba al
gobierno a colocar a los nobles, etc. No se vio en Tallien más
que a un descarado actor cuando al sacar un puñal, en una pose
melodramática, amenazando al nuevo Cromwell, al nuevo
Catilina, dijo (Tallien) que el tirano pretendía reinar con
hombres “crapulosos y perdidos por el libertinaje”.
Más absurdo fue lo que dijo Billaud, cuando dijo
torpemente que Henriot era cómplice de Hébert y que él fue,
Billaud, quien acusó a Danton y no Robespierre, que lo había
defendido. Olvidaba que entonces los montañeses eran casi todos
hebertistas y dantonistas. Precisamente blanqueaba al acusado
que él pretendía ennegrecer.
Sus palabras dejaron fría a la Montaña. Muchos a los que
les hubiese gustado hablar se abstuvieron de hacerlo y se
mantuvieron neutros. Merlin de Thionville, Dubois-Crancé,
Lecointre y muchos otros, enemigos mortales de Robespierre,
no pronunciaron ni una sola palabra contra él. Lejos de eso,
Lecointre decía que se le debía escuchar, que no se podía
impedir su defensa.
Billaud y Tallien, Tallien y Billaud, se sucedían en la
tribuna, nadie más subía a ella. Cada vez que Robespierre
quería responder, la gran masa gritaba al unísono y siempre
acallaba su voz: “¡Abajo el tirano!”. Los coaligados habían
llegado al acuerdo de hacerle sucumbir de esa forma. La muerte
sin frases (expresión que se atribuye a Sieyès) era la única capaz
de unir a una masa tan heterogénea, tan interesada en ocultar
los móviles que la empujaban contra él.
El arresto de Dumas y el de Henriot y sus lugartenientes, es
todo lo que en un principio se osó hacer. Esto dejaba aún una
amplia puerta abierta para Robespierre. Se podía arrojar todo
sobre el odioso presidente del tribunal revolucionario, sobre el
innoble jefe de las fuerzas armadas. Sólo Henriot hubiese hecho
todo eso, sólo él hubiese llamado a las armas a la guardia
nacional; esta furtiva convocatoria, sin la llamada del tambor,
¿no sería un error cometido por Henriot en un momento poco
lúcido?
Barère, al que toda la Asamblea llamaba a la tribuna, se
esforzó por mantener el asunto dentro de esos estrechos límites.
Sólo atacó a la autoridad militar, de forma que como Henriot ya
se había sacrificado, el generalato había sido suprimido y el
mando estaba repartido entre los jefes de legión, todo había
terminado.
Quiso, incluso, salvar al alcalde, a la Comuna
robespierrista, que sin embargo había autorizado el acta de
Henriot. Ensalzó su fidelidad.
Se veía que todo su temor era que al atacar a Robespierre,
los torpes, los furiosos, los Fréron, aboliesen los dos Comités.
Insistió en la necesidad de no tocar “ese santuario del
gobierno”, única garantía de una actuación central y fuerte; y
esto achacando todo el mal, como de costumbre, sobre las
tramas del extranjero, sobre los realistas, sobre los aristócratas.
Ese informe salvaba a Robespierre. Le libraba de Henriot,
del borracho y fanfarrón que entorpecía su partido. Le dejaba
su Comuna, donde residía su gran fuerza, y la llamada legal a
las armas. Dividía el mando en lugar de establecer un general
consagrado a la Asamblea.
La sesión languidecía y la causa se iba al traste. Vadier dio
en la tribuna una charla de anciano sobre la Madre de Dios, que
hizo reír a los presentes; resultó ser un acto muy torpe que lo
podía haber arruinado todo. Quien ríe se queda casi
desarmado. En la tribuna Robespierre, con los brazos cruzados
sobre el pecho, soportaba esas risas, se esforzaba en sonreír él
también, en simular el desprecio. Algunos le hubiesen dejado
libre por ese suplicio de su vanidad. Pero aquellos que estaban
en peligro, que habrían muerto si él hubiese vivido, detuvieron
al viejo Vadier. “Dirijamos la discusión hacia su verdadero
punto<”. Robespierre: “Yo sabría conducirla bien”. Gritos y
violentos murmullos. El presidente, Collot d'Herbois, concedió
la palabra a Tallien.
Éste, que hablaba de forma muy clara con el afán de
reparar la torpeza cometida por Fréron y de unir a los Comités,
acusó a Robespierre de haber calumniado a esos heroicos
Comités “que habían salvado la Patria”.
Robespierre tembló ante el peligro: negó, se agitó, se
revolvió< Con sus miradas hizo un llamamiento supremo a la
Montaña< Hubo un grupo de montañeses que permaneció
inmóvil. Algunos, por caballería, como Merlin, y porque
Robespierre era su enemigo personal; otros, de la tendencia de
Romme, Soubrany, Maure, Baudot, J.B. Lacoste y la Montaña
independiente, porque sólo hubiesen salvado a Robespierre
otorgándole la dictadura. No podían aplastar a ese gran
ciudadano si era perseguido por esos hombres; por otro lado
¿cómo se le podía apoyar si una terrible fatalidad le empujaba a
la tiranía?
Con el corazón atravesado, más que por la puñalada de
pradial, se envolvieron en el deber, se desapegaron de las
personas, volvieron sus sombríos rostros del culpable, del
desafortunado, tan caro y tan peligroso para la libertad
pública126. Porque la crisis aún duraba< Si desde el seno de la
Montaña se le hubiera tendido una mano, la Plaine habría
palidecido y la derecha habría retrocedido; la derrota se habría
aposentado entre sus cobardes enemigos.
Robespierre, muy afectado por esa terrible y merecida
sentencia, se volvió lleno de furor hacia la derecha: “¡Vosotros,
hombres puros! ¡A vosotros me dirijo y no a los bandidos!<”.
Les volvía a pedir la vida que le debían, la que les había
salvado< Y sólo consiguió gritos, risas y la muerte.
Entonces, ya fuera de sí y mostrando el puño al presidente
Collot d'Herbois, dijo: “¡Por última vez, presidente de asesinos,
te pido la palabra!<”.
¿Quién le respondió? La voz de Danton, es decir, Thuriot,
que había sustituido a Collot d'Herbois.
Recordemos que Thuriot, tras la muerte de Danton, se
volvió mudo, contrajo una enfermedad del pecho y parecía
estar tan muerto como los muertos del 5 de abril. Pues ese día
recobró una voz de trueno, como la del Juicio Final y con el
timbre furiosamente agitado de una campana ejecutó a
Robespierre.
Robespierre no podía esperar nada ya desde el momento en
que había caído en poder de los dantonistas.
“¡Lo ahoga la sangre de Danton!”, dijo Garnier.
Era un grito de ultratumba que no afectó a Robespierre. Se
enderezó, como una serpiente al ser pisada, y lanzó estas
palabras: “¡Ah; queréis vengar la sangre de Danton!”. Amargas
risas de la cobardía de los que le condenaron.
Del fondo de la Montaña se elevaron dos voces tremendas:
“¡Que se le acuse!”.
“¡Que se le arreste!”.
Todo el mundo se preguntaba quién habría hablado. Eran
Louchet y Loseau, gentes oscuras, firmes jacobinos, nada
termidorianos, que se mostraron inmutables frente a la
reacción.
Causaron mayor impresión que los discursos de Tallien. La
Asamblea al completo les apoyó.
Quisieron detener también a Robespierre el joven y a
Lebas. Se aceptó la propuesta.
Robespierre creyó encontrar en este hecho una luz. Conocía
el corazón de la muchedumbre. Quiso hablar en favor de su
hermano. Si hubiera enternecido a la Asamblea se habría
salvado.
Pero un violento periodista, Charles Duval, despedido por
Robespierre, gritó: “Presidente, ¿será un hombre el jefe de la
Convención?”.
Fréron: “¡Ah, cuán difícil son de combatir los tiranos!”.
Billaud retomó en este momento un vago discurso, en el
que quizás Robespierre vio la luz. Pero una masa de voces
poderosas repitió: “¡Que se le arreste!”.
Se decretó por unanimidad.
La Asamblea al completo se levantó y gritó: “¡Viva la
libertad! ¡Viva la República!“.
“La República —gritó Robespierre— está perdida. Triunfan
los asaltantes”.
Lebas: “No puedo compartir el oprobio de este acuerdo. Yo
quiero ser arrestado también”.
Fréron: “Lebas, Couthon y Saint-Just quieren hacer de
nuestros cadáveres el pedestal para su trono”.
“¡Subir al trono yo!”, dijo el paralítico mostrando sus
impotentes piernas.
Mientras tanto surgían de ambos bandos voces asesinas.
Desde la derecha habla Clausel: “¡Que se ejecute la orden
de arresto!”.
El presidente: “He ordenado a los ujieres que se presenten,
pero se niegan a obedecer”.
Desde la izquierda el jacobino Louchet: “ ¡A la barra con los
acusados; nada de privilegios!”.
Los acusados descendieron a la barra. La Asamblea
aplaudió con frenesí. La Asamblea creyó ser al fin libre. Vio
poner a su tirano al nivel de la igualdad.
La sesión se levantó pronto, con esa alegría infantil, sin
hacer nada por su salvación, sin dudar de que la tiranía
continuaba íntegra, y fue pospuesta para la tarde.
Eran las tres o las cuatro. Robespierre fue conducido a los
Comités como para ser interrogado. Ya hemos visto cómo
Barère intentó protegerle. Excepto Billaud, Collot y Élie Lacoste,
ningún miembro de los Comités había hablado en su contra.
¿Qué podía temer allí? ¿Pasar, como hizo Marat, al Comité
revolucionario? Contaba con numerosos amigos colocados por
él. Allí conservaba un extraordinario ascendiente moral. Allí
alcanzaría una nueva apoteosis. Su personalidad múltiple le
hacía necesario y fatal, pasase lo que pasase. Se había
convertido en el aire del que vivía la República. En la asfixia
que su ausencia conllevaría, Francia entera vendría de rodillas
hasta esta prisión para pedirle que saliera de ella. Le tocaba a él
imponer a sus enemigos la necesidad del proceso.
Circuló por todo París el rumor de que Robespierre había
sido arrestado. Todos dijeron: “¡Ah, por fin ha quedado
destruido el patíbulo!”. Tal fue su victoria del horrible mesidor
que su nombre iba unido al del Terror.
Aquel mismo día un patético incidente hizo dar un vuelco
a los corazones. Una acusada que se hallaba sentada en las
gradas donde su hijo había sido condenado el día anterior,
sufrió un ataque epiléptico. La multitud gritó violentamente
que no se le podía juzgar.
El pueblo esperaba que ese día no hubiese ejecuciones. Lo
pensaba hasta el propio verdugo, que creyó poder tomarse un
descanso. Entonces, cuando el tribunal revolucionario hubo
preparado una hornada, como de costumbre, cuando las
pesadas carretas llegaron al patio del Palacio de Justicia a la
hora establecida, el ejecutor preguntó a Fouquier-Tinville si no
tenía que dar alguna orden.
Fouquier hizo como que no comprendía esta pregunta de
tan claro significado y dijo: “Ejecuta la ley”.
Entonces se vio salir de la negra arcada de la Conserjería a
cuarenta y cinco condenados y el lúgubre cortejo atravesó una
vez más los muelles, las calles, el arrabal de Saint-Antoine.
Nada resultó tan doloroso como el dolor sin ocultar. Varios de
estos condenados levantaban las manos hacia el cielo; muchos
suplicaban el indulto. Finalmente los más osados, saltaron a la
brida de los caballos, intentando hacer retroceder las carretas.
Pero Henriot llegó a galope tendido y dispersó a la multitud a
sablazos, proporcionando una última maldición a su partido y
consiguiendo que el pueblo dijera: “La noticia sin duda es falsa.
Aún no nos hemos librado del régimen de Robespierre”.
El Comité revolucionario estaba igualmente acabado.
Tanto si resultaba vencedor como si era vencido,
Robespierre también estaba acabado. El presidente Dumas así
lo consideró a partir del 8 de termidor. Creía que quizás
sacrificando dos cabezas, la suya y la de Henriot, ambos
partidos experimentarían un acercamiento. Desde ese momento
se preparó para huir: quería que su mujer y su familia
marchasen a Suiza.
9 9 10.

Robespierre quiere permanecer en la cárcel.—No puede forzar ni a los


tribunales ni a la sección de la Cité. —El Comité no quiere hacer
nada.—Robespierre liberado a pesar suyo.—El gendarme Merda.—
Los jacobinos respaldan débilmente a Robespierre.

La Comuna, que era informada minuto a minuto del más


mínimo incidente que se produjese en la sesión, estaba en
insurrección incluso antes de que esta acabase.
Como tenía muy poca confianza en la guardia nacional, a la
que había llamado a las dos del mediodía y que tardaba mucho
en llegar, hizo venir a la gendarmería desde el Luxemburgo
hasta la Grève. Se distribuyeron cartuchos y se le dijo que se
trataba de reprimir una revuelta de los prisioneros de la Force.
En el momento en que la noticia del arresto de Robespierre
llegó a la Grève, Henriot, que estaba al mando de esta
gendarmería, recorrió los muelles a galope tendido,
atropellando y aplastando a los transeúntes a su paso. Un joven
que tenía a su mujer en brazos, la dejó y gritó a la multitud:
“¡Detenedle, detenedle!” y casi muere de un sablazo. En la calle
Saint-Honoré la caballería hubo de detenerse debido a unas
obras para reparar el empedrado. Henriot arengó a los obreros,
les habló de Robespierre, pero no consiguió hacerse con ellos.
Gritaron: “¡Viva la República!” y volvieron al trabajo.
En la puerta de las Tullerías, la guardia cruzaba sus
bayonetas ante él y sus hombres, cuando un gordo ujier de la
Convención se lanzó entre ellos: “Gendarmes, aquel hombre ya
no es vuestro general< ¡Ved el decreto!”. Los gendarmes
retrocedieron.
Henriot, que acababa de detener a Merlin de Thionville en
la calle Saint-Honoré, fue arrestado a su vez. Dos dantonistas,
Robin y Courtois, que comían donde un restaurador, le vieron
flotando sobre su caballo, seguido de su tropa ya muy alterada.
Gritaron desde la ventana que quedaba arrestado. Eso fue lo
que hicieron los gendarmes y se lo llevaron al Comité de
seguridad, de donde Robespierre sólo salía para ir al
Luxemburgo.
Llegó allí escoltado más que vigilado. Allí los
administradores de policía, Faro y Wiltcheritz, que gobernaban
la prisión (dos devotos robespierristas), le dijeron que habían
recibido de la Comuna la prohibición de recibirle, que se le
esperaba en la Comuna. Una multitud de partidarios suyos que
abarrotaba la calle de Tournon gritaban con todas sus fuerzas:
“¡A la Comuna! ¡A la Comuna!”.
Eran las seis de la tarde y la insurrección estaba
completamente declarada. La Comuna había mandado arrestar
a los mensajeros de la Convención. Ya no reconocía al Comité
de Salvación Pública y se creó para sí misma un comité de
insurrección (Payan, Coffinhal, Arthur, etc.). Tocaba a llamada
por todas partes y ya tenía en la Grève veinte cañones en
batería.
Robespierre encontró en todo esto demasiada precipitación,
quiso ir lejos de la plaza del Ayuntamiento. Dijo que era
prisionero por virtud de un decreto y quería obedecerlo. Pidió
que del Luxemburgo se le trasladara a la administración de la
policía municipal, cuyas oficinas ocupaban, junto con las del
Ayuntamiento, el edificio de la Jefatura de Policía actual, en el
muelle des Orfévres.
Sus amigos y enemigos blasfemaron su indecisión.
Nosotros creemos que ese trámite era la sensatez misma.
Conocía infinitamente mejor que los suyos el estado moral de
París y el corazón del pueblo.
Robespierre cautivo, Robespierre mártir, víctima de los
ladrones y de los traidores, era un hermoso texto para
impresionar a los corazones. Robespierre general, jefe de motín,
disparando el cañón contra la Asamblea, era sencillamente
ridículo y culpabilizador.
Si había que llegar a la insurrección su posición era
ventajosa. Se sabe que ese edificio del muelle des Orfévres
comunicaba por detrás con el Palacio de Justicia y con la
Conserjería. En realidad, el conjunto formaba a lo largo de la
isla una enorme fortaleza que abarcaba los tribunales con todos
sus empleados, sus carceleros y su nutrida guardia. El
verdadero amo del lugar, que vivía allí y que era quien daba las
órdenes, era al acusador público del tribunal revolucionario. La
calumnia del supuesto realismo de Robespierre que se difundió
por todo París, ¿habría podido echar raíz? La opinión del
tribunal revolucionario habría arropado al acusado. Los
exaltados que, como veremos, se pusieron en su contra de
manera encarnizada, no se habrían atrevido a ser más exigentes
en patriotismo que Fouquier-Tinville.
Era tanta la necesidad de tener a éste a favor que ese mismo
día, el 9 de termidor, Coffinhal quiso cenar con Fouquier en
casa de un amigo común detrás de Notre Dame (en el Pont-
Rouge, en la isla de Saint-Louis). Fouquier volvió al Palacio de
Justicia a las seis de la mañana, casi al mismo tiempo que
Robespierre entraba por el otro muelle en la Policía, que estaba
pegando al Palacio. Éste permaneció allí hasta las nueve, pero
ni Fouquier, ni Dobsent, presidente del tribunal criminal, se
acercaron lo más mínimo a él.
Robespierre, en la Policía, no estaba ni siquiera vigilado. Se
dirigió a la sección, a la de la Cité, sección muy importante
debido a su céntrica ubicación, al Palacio, a Notre Dame, y a la
ventaja de disponer de la campana mayor que puede tocar a
somatén para todo París, cosa que ocurrió el 31 de mayo. La
Cité estaba aún fuertemente influenciada por los hombres del
31 de mayo, Dobsent, el antiguo presidente del club del
Obispado, y por otro lado por un agitador de clase baja,
Vaneck, amigo de Dobsent. El uno, que se había hecho
moderado por el odio que sentía por las leyes de pradial y el
otro se había hecho exaltado, sin duda a causa de las
persecuciones con las que el partido robespierrista castigó a los
exaltados; ambos estaban de acuerdo en un punto: su odio hacia
Robespierre.
Éste pidió cincuenta hombres y la sección se los envió. Pero
cuando los municipales que rodeaban a Robespierre explicaron
que se trataba “de tomarlo bajo su protección”, el comandante
respondió fríamente que no podía hacerlo puesto que
Robespierre estaba arrestado. Le dijeron que era un cobarde, un
aristócrata, le dijeron que estaba prisionero y le retuvieron127.
Por otro lado, todos sus esfuerzos para llevarse a
Robespierre no sirvieron de nada. No se quería mover porque
creía que los Comités tampoco se moverían.
Si su policía ya no era suya, ¿que podían hacer? El jefe
Heron estaba con Robespierre, el Comité de seguridad sólo
disponía de un pequeño jefe de brigada, agente inferior,
nombrado por Ossonville, que se había hecho con un hombre
de ejecución, un Dulac, amigo de Tallien.
No se les dio ninguna orden, ni ninguna instrucción
precisa; las circunstancias, infinitamente variables, eran las
únicas que podían dirigirles.
Lo único que evidenciaba la situación era sin duda, la
intención de matar moralmente a Robespierre, haciendo correr
el rumor de que había sido detenido por un complot realista128;
eso fue lo que Ossonville predicó en las secciones. En cuanto a
Dulac, podemos sospechar, sin riesgo de hacer daño a estas
honestas gentes, que todas sus instrucciones fueron el puñal de
Tallien.
La Convención, que reanudó la sesión a las siete de la
tarde, había tenido noticias del arresto de Henriot, pero estaba
lejos de sospechar la inacción de los Comités. El cautivo fue
llevado al Comité de seguridad; allí sólo estaba uno de sus
miembros, Amar, que consiguió zafarse y por ello hubo que
llevar a Henriot al Comité de Salvación Pública. Barère, Billaud
y algunos otros estaban allí. “Pero —dijo Billaud al que le
llevaba— ¿qué quieres que hagamos?<” “Nos degollará esta
noche”. “¿Qué hacer? —dijo Barère—. ¿Nombrar una comisión
militar que juzgue prebostalmente?<”. “Eso sería demasiado
riguroso”, dijo Billaud. “Llevadle —dijo Barère— al Comité de
seguridad, que nosotros nos ocuparemos”.
El Comité no quería avivar la situación. Conocía a
Robespierre; creía que seguía queriendo una solución legal, el
juicio, el triunfo de Marat. Esto proporcionaba un margen de
tiempo para poder trabajar la opinión; la avidez con la que el
público acogió los casos de las Saint-Amaranthe y el de la
Madre de Dios demostraba que el pueblo estaba cansado, que
era muy vulnerable y que estaba preparado para recibir el
golpe de la calumnia.
Todo habría ocurrido de esa forma si Robespierre hubiera
sido dueño de su partido, pero no lo era.
Un poco antes de las diez de la noche el Comité oía
tristemente el somatén de la Comuna. Las puertas estaban
abiertas y alguien entró precipitadamente. Era un gendarme
que gritó: “¡Robespierre ha sido liberado!”. Efectivamente.
Hacia las nueve la Comuna se desesperaba porque Robespierre
no iba allí y fue Conffinhal quien se encargó de llevarlo. Lo sacó
de su alcaldía y lo llevó al Ayuntamiento, donde estaba el foco
de la insurrección; dio a Robespierre el carácter de insurgente.
Él fue quien entregó los documentos falsificados para que
Danton fuera condenado a muerte. Él fue quien sacó a
Robespierre del asilo de la ley en el que pretendía quedarse y le
condujo por el camino de la muerte.
El infortunado decía por el camino a esa banda atolondrada
y violenta: “¡Me conducís a la muerte, acabáis conmigo y
acabáis con la República!”. Y aquellos no querían entender
nada. Repetían siempre lo mismo, que Maximilien era un
hombre excesivamente escrupuloso y de moralidad desoladora;
que sus amigos debían forzarle a ser hombre de Estado.
El Comité de Salvación Pública quedó aterrado creyendo
que la Comuna, al apoderarse de Robespierre, haría que este se
sujetara a sus imposiciones y que además habría una vuelta a
las armas. Hubo un tardío arrepentimiento por haber dividido
y anulado el mando militar. Ahora había que solicitar un
general a la Convención. Carnot miraba al gendarme que traía
la noticia. Era extremadamente joven (diecinueve años), un
rubio de inocente rostro, resuelto sin embargo, nada más que
un soldado. Ese joven, llamado Merda, parisino, hijo de un
comerciante, entró en la guardia constitucional del rey a los
diecisiete años. ¿Cómo pudo un niño de esa edad ser admitido
en ese cuerpo de élite, cuidadosamente reclutado entre antiguos
militares, maestros de armas y renombrados filos de París? Sin
duda por su poco común destreza con las armas. En 1792 pasó a
la gendarmería de los hombres del 14 de julio, donde sufrió
muchas vejaciones, a causa de su extraño nombre o como
guardia constitucional. Su mote era Veto. Esas continuas disputas
en el cuerpo que obligaban a sacar la espada a diario, hicieron
del joven de naturaleza pacífica un hombre de ejecución, una
mano viva y siempre preparada para atacar. Para concluir su
historia cabe señalar que no era en absoluto ambicioso, que
jamás hizo la corte al poder, que progresó muy lentamente y
acabó su vida en la batalla de Moskowa siendo un simple
coronel.
Merda dijo en el Comité que era él quien acababa de
detener a Henriot con sus propias manos; que si así se deseaba
iría a recoger algunos hombres e iría hacia la Comuna. Corrió al
Comité de seguridad a encontrarse con sus camaradas. Allí
corrió un gran peligro. Coffinhal, junto con una masa de
artilleros de los arrabales, forzó el Comité y liberó a Henriot.
Todo eran gritos y abrazos entre el liberado y sus rescatadores.
Henriot reconoció a Merda, que a duras penas se había salvado
en el Comité de Salvación Pública: “Henriot ha sido
liberado<”. “¡Cómo! ¿No le has volado la tapa de los sesos? —dijo
Barère—. ¡Deberías ser fusilado!”. Merda se dio por advertido.
La ansiedad en la Convención era extrema. ¡No tenía
ninguna defensa que impidiera a Coffinhal y a Henriot, pese a
ser muy pocos, entrar en la sala! Collot d'Herbois ocupó
valientemente el sillón y dijo con voz sepulcral: “Ciudadanos,
este es el momento de morir en vuestros puestos< El Comité
de seguridad ha sido invadido”.
“¡Vayamos corriendo allí! “, dicen los tribunos. Con ese
pretexto todos los ocupantes de la sala se marcharon tan
precipitadamente que en la estancia se levantó una enorme
nube de polvo.
La Convención se quedó vacía, tranquila y digna,
preparándose para morir solemnemente. El obstáculo era
Lecointre, grotesco incluso en aquel momento, que distribuía
entre sus colegas cartuchos y pistolas sacadas del inagotable
arsenal de sus bolsillos.
El miedo a menudo hace milagros. Precisamente Amar, el
más temible de los miembros del Comité, quien evitó la
vigilancia de Henriot, se encontró juntamente con este a la
cabeza de los artilleros. No había más que una compañía bien
determinada para la Comuna. Pero los demás tampoco
demostraron mucho ardor por la Convención. La gran mayoría
no siguió ni a Amar ni a Henriot; pensaron que era tarde y
fueron a acostarse. La plaza quedó completamente solitaria y
tenebrosa.
La escena no era más animada en la Comuna. Pocos decían
que no a sus citaciones, pero nadie acudía. El Departamento
estaba absolutamente en contra de la Comuna. El Palacio de
Justicia permanecía en una neutralidad sospechosa. El alcalde
Fleuriot fue allí para hacer que Fouquier-Tinville se decidiera y
no consiguió nada. Asimismo Dobsent, presidente del tribunal
criminal, no se movió hasta que se hubo esclarecido el asunto.
Ante la frialdad general, Robespierre no podía contar más
que con dos fuerzas que formaban una sola: la de los jacobinos
sociedad y la de los jacobinos comité.
Hablo de los cuarenta y ocho comités revolucionarios de las
secciones, absolutamente jacobinos y robespierristas,
funcionarios asalariados, verdaderos reyes de París que
saldrían perdiendo con el cambio. Hacía ya más de diez meses
que esos comités ya no eran reclutados mediante elección; los
miembros que faltaban eran nombrados (al contrario de lo que
dictaba la ley) por el Comité de Salvación Pública, o más bien
por el triunvirato robespierrista. Se contaba tanto con ellos que
hacia finales de mesidor, con la llegada de la crisis, Payan les
convocó en la Comuna, temible convocatoria que olía a 31 de
mayo. El Comité de Salvación Pública osó prohibir la reunión.
En cuanto a la gran Sociedad jacobina, se vio el día 8 lo que
allí pasó, las lágrimas, los juramentos, las protestas, el
entusiasmo. Si en esto había alguna fuerza, debía considerarla
Robespierre como propia.
Acudieron unos pocos comités revolucionarios. Figuraban
en ellos funcionarios que temían perder la colocación.
La Sociedad jacobina se agitó más de lo que se esperaba,
tratando de ponerse en comunicación con las secciones y sin
conseguirlo129. Cada dos horas envió diputaciones a la Comuna,
pero nunca se presentó allí en persona. Esta diligencia decisiva,
solemne, que hubiera podido arrastrar a las secciones fue la que
la Comuna esperó y deseó durante toda la noche.
Quizás los jacobinos no hubiesen podido hacerlo mejor.
Pocos de ellos hubiesen ido. Se declaró un cisma; los partidarios
de Fouché y otros representantes permanecieron en la calle
Saint-Honoré, como dueños absolutos del lugar sagrado desde
donde excomulgaron a la fracción que pasó por el
Ayuntamiento. Se vieron esas divisiones: al votar a favor de
Robespierre, la Sociedad casi siempre elegía como presidente a
uno de sus enemigos, a Fouché, a Élie Lacoste, a Barère. Esa
noche, su presidente, Vivier, era un robespierrista. Otro, Sijas,
adjunto del ministerio de la guerra, les arengaba y les animaba.
Y sin embargo nada se movía. Una latente parálisis
inmovilizaba a la Sociedad.
El representante Brival fue el encargado de explicar en los
Jacobinos el arresto de Robespierre. Se le preguntó si había
votado a favor: “Sin duda —dijo—; es más, yo la promoví y
como secretario expedí y firme los decretos”. Encendidos
murmullos, abucheos; se le tachó y se le retiró su tarjeta. ¿Quién
iba a sospechar que un instante después Brival iba a entrar de
nuevo en la Asamblea y que unos comisarios jacobinos le iban a
devolver su tarjeta? ¡La Sociedad revocó su eliminación y
restableció como jacobino a un hombre que acababa de
vanagloriarse de haber solicitado y firmado el arresto de
Robespierre!
El hombre eminente de los jacobinos, Couthon, no aparecía
por el Ayuntamiento. Como estaba enfermo y consideraba que
en ese estado iba a resultar de muy poca utilidad, se quedó en
su casa con su mujer y su hijo. Se pensó que su presencia
arrastraría a la Sociedad al Ayuntamiento. Robespierre y Saint-
Just le escribieron esta nota: “Couthon, todos los patriotas han
sido proscritos; el pueblo entero se ha levantado; el hecho de no
presentarte en la Comuna, donde estamos nosotros, sería
considerado como una traición”.
Couthon se presentó allí al instante. Pero los jacobinos no
asistieron. En su lugar enviaron diputaciones.
La última línea del acta de la Comuna, interrumpida por el
acontecimiento que quebró todo, muestra que en aquel
supremo momento los jacobinos buscaban noticias y que la
Comuna, agonizante, les invitaba a presentarse en persona.
Inacción general.—Rencor de los exaltados y de los hebertistas.—
Iniciativa del “Hombre armado”, de la Cité y de la calle Saint-
Martín.—Neutralidad del arrabal de Saint-Antoine.—Conflictos del
arrabal de Saint-Marceau. —Fluctúan las secciones.

En aquella noche se dio un fenómeno singular que ninguno de


los partidos se esperaba: la neutralidad de París.
Sólo se puso en movimiento, en uno u otro sentido, una
parte imperceptible de esta gran población.
Se hubiese podido prever. Hacía cinco meses que la vida
pública parisina había sido aniquilada. Las elecciones habían
sido suprimidas en todas partes. Las asambleas generales de las
secciones estaban muertas y todo el poder había sido
traspasado a sus comités revolucionarios, que tampoco se
elegían ya, sino que la autoridad nombraba a simples
funcionarios para desempañar esa función. En esos comités
apenas había vida.
Se había acabado con París, que tanta vida tenía en tiempos
de Chaumette. No resultaba fácil creer que unos u otros fueran
capaces de resucitarlo en una noche.
Los jefes lo sentían. Daba la impresión de que únicamente
podían alentar a los suyos a ser pacientes.
A las diez de la noche Collot decía en el sillón presidencial
de la Convención: “Sepamos morir en nuestro sitio”.
Robespierre decía más tarde a Couthon en la Comuna:
“Sepamos soportar nuestra suerte”.
¿De dónde provenía este aislamiento? Sin duda del
cansancio, del aburrimiento universal y de la carestía de
víveres. La cosecha era admirable pero aún permanecía en pie.
La Comuna, aun procediendo con largueza y generosidad con
los indigentes, había descontentado a las masas declarando que
no le afectaba la cuestión de las subsistencias cuando la antigua
Comuna, la de Chaumette, no se preocupaba de otra cosa. Las
nuevas autoridades prescindían de esta cuestión y entristecían
París. Acababan de prohibir los juegos en las plazas, los
saltimbanquis, los malabaristas, los cantantes, etc. Criticaron y
prohibieron las comidas públicas en las calles y la mezcla de
ricos y pobres. Y finalmente, la que fue la mayor queja de todas:
el 5 de termidor la Comuna había hecho en las 48 secciones, la
poco agradable proclamación del máximo que limitaba el salario
de los obreros130.
¿Qué actitud adoptarían las secciones? Era un problema
complejo. Allí la intriga tenía mucho menos poder. Fouché,
agrupando los odios, habría podido hacer un cisma en los
jacobinos, habría podido neutralizarlos. Tallien o Bourdon, de
Oise, habrían podido, en la Asamblea, tentar a la derecha y
seducirla, crear una mayoría contra Robespierre. Pero en el
gran teatro de las secciones resultaba bastante mas difícil
actuar. Lo más probable era que ellas no se movieran ni hacia
un lado ni hacia otro. Eso es lo que realmente ocurrió con la
gran mayoría. Si las cosas ocurrían así, los robespierristas
ganarían. Aunque en minoría casi absoluta, formaban un grupo
fuertemente unido en lo que respecta a sus ideas y a sus
intereses; tenían una bandera viviente. Eso es lo que sin duda
pensaba Robespierre y lo que se hubiese verificado de no haber
sido porque algo imprevisto complicó las cosas.
La Convención procedió tardíamente. A las diez de la
noche, cuando Collot decía: “Sepamos morir”, un diputado
desconocido, Beaupré, tomó la iniciativa y pidió que se creara
una comisión de defensa, la cual agitó a los Comités. Estos
propusieron a un general, a Barras, colega de Fréron en Toulon,
después de declarar fuera de la ley a quienes se sustrajeran a la
orden de arresto. Voulland consiguió que a Robespierre se le
declarase fuera de la ley.
Barras, general sin fuerzas armadas, practicó un
reconocimiento alrededor de las Tullerías. Unos representantes
se cercioraban de la Escuela de Marte, otros recorrieron las
secciones. Los representantes eran bien recibidos, pero casi no
encontraban a nadie, aquí un comité revolucionario, ahí un
comité civil, allá una supuesta asamblea general casi desierta.
Los enviados de la Comuna no parecían tener mejor suerte. Las
delegaciones iban y volvían de noche, a la luz de las antorchas.
Los parisinos dormían.
¿Nada quedaba ya del partido hebertista, tan poderoso en
el 93, aún tan numeroso en marzo, cuando Robespierre lo
asfixió? Los discípulos de Chaumette y Clootz y la Iglesia de la
Razón, ¿habían desaparecido en los vastos y profundos barrios
de la industria parisina, a los que tanto les gustaba escuchar los
sermones de Anaxágoras Chaumette en el jardín de las Filles-
Dieu? Finalmente, esos a los que se denomina exaltados,
anarquistas, partidarios de las leyes agrarias, etc.; esos que en
junio de 1793 parecían tan temibles, que hicieron que
Robespierre se ayudase de Hébert para luchar contra ellos; los
que eran perseguidos aún en pradial de 1794 en el jardín de las
Tullerías, ¿no hicieron nada en termidor? Todavía recordamos
el patíbulo de Varlet, la furia del lionés Leclerc, amante de Rose
Lacombe131, las temeridades de Jacques Roux contra la
Montaña, cómo Robespierre destruyó la Sombra de Marat que
Roux y Leclerc redactaban. Este último desapareció. Varlet casi
siempre estaba en prisión y era muy probable que allí siguiera.
En cuanto a Jacques Roux, ya vimos que murió trágicamente en
enero. ¿Pero no dejaron ningún amigo, ningún discípulo, ni
ningún vengador?
Recordemos las secciones en las que estos hombres
tuvieron influencia132. Después veremos cuál fue su papel en la
jornada decisiva.
Los Gravilliers (barrio situado en la parte alta de la calle de
Saint-Martin, la parte más alejada del Sena) se convirtieron en el
teatro de Jacques Roux. Lo fueron también de las predicaciones
de Chaumette; su celoso acólito, Léonard Bourdon, tenía en esta
sección de Saint-Martin (después Conservatorio de artes y
oficios), su Escuela de los hijos de la Patria.
Los Arcis (parte baja de la calle Saint-Martin, cerca del
Sena) parecen haber adoptado una idea comunista de Roux, la
de los graneros comunes, y propusieron a la Comuna poner
esta idea en práctica. Y sin duda es por eso por lo que se arrasó
arbitrariamente y se renovó su comité revolucionario.
La Cité, punto central de París, de donde partió el 31 de
mayo, era una sección muy necesitada y fuertemente dominada
por la cuestión de las subsistencias. De ella surgió la idea de los
banquetes fraternales que los robespierristas arruinaron. Seguía
la influencia de Dobsent y de Vaneck, hombres del 31 de mayo.
Vaneck, hombre secundario antes de termidor, desempeñó
después un importante papel popular; fue él quien habló a la
cabeza del pueblo en el movimiento de hambruna que
horrorizó a la Convención en germinal del año III.
La sección de Montmartre tenía por principal agitador a otro
de los hombres del 31 de mayo, al metalurgista Hassenfratz,
forjador, que ejercía gran imperio sobre los obreros. Después
fue profesor del Colegio de Francia y destituido en 1815.
Esta sección arrastró a otras tres en su odio a Robespierre,
si bien precedidas por las del Homme-Armé. Otra sección, la de
Maison-Commune, las obedeció. En ésta estaba instalada la
Grève y el Ayuntamiento, de manera que la Comuna que estaba
en el Ayuntamiento quedaba aislada. Las calles inmediatas,
entonces muy míseras, como la de la Mortellerie, por ejemplo,
estaban encendidas de indignación por la carestía de los
víveres.
Tallien vivía en la calle de la Perle, en el Marais,
precisamente en el límite de la sección del Homme-Armé. Es
muy probable que a las ocho o las nueve de la noche, mientras
Robespierre se encontraba en la alcaldía, Tallien hiciera saber a
esta sección “que la Convención corría gran peligro, que la
municipalidad quería colocarse por encima de la Asamblea
Nacional, que daba asilo a los individuos contra quienes se
ordenaba el arresto”. La sección, rápidamente acordó que sus
cañones fueran enviados a la Asamblea. Esta sección fue la que
tomó la primera iniciativa contra la Comuna y se encargó de
recorrer distrito tras distrito y de levantar el ánimo a las otras
cuarenta y siete secciones de París.
La sección de la Cité no se distinguió por su actividad, pero
su neutralidad fue rica en resultados. En la Policía Robespierre
no pudo conseguir la salvaguardia del comandante de la
sección, como hemos visto antes. Y cuando la Comuna lo hubo
sacado de la Policía y lo tuvo en su seno, no pudo conseguir
que la sección de la Cité llamara a París en su auxilio, que tocase
con la campana mayor de Notre Dame el somatén de la
insurrección. Hubo de contentarse con el pequeño somatén de
la campana que sonaba en el Ayuntamiento, evidenciando con
ese débil sonido que no se tenía el dominio de las dos torres
cuya grave voz había estremecido los corazones en los grandes
momentos populares.
Los Arcis, también vecinos de la Grève y situados
literalmente a dos pasos, decidieron en primer lugar que
estarían en contacto con la Comuna a través de una delegación.
Esta delegación volvió a decir: “Que pensaba que la Comuna
iba contra los principios”. Entonces los Arcis, no contentos con
desoír a los oficiales municipales que se le enviaban desde el
Ayuntamiento, los detuvieron, diciéndoles con rudeza: “¿Cómo
seguís llevando la banda municipal cuando acabáis de
proponernos ir en contra de la ley?”.
Los Arcis no se quedaron ahí. No contentos con el envío de
una primera delegación a las cuarenta y siete secciones, les
mandaron inmediatamente una segunda para persuadirles de
arrestar también a los mensajeros de la Comuna.
Los Gravilliers se pronunciaron aún más enérgicamente y
formaron la vanguardia contra la Comuna.
En resumen: todas las secciones que se habían llamado
anarquistas (y que contenían realmente el primer germen del
socialismo) se mostraron enemigas de Robespierre.
Una causa de irritación en esas y otras secciones, cuyos
comités habían sido renovados por la autoridad superior y
nombrados sin elección, era la oposición de esos comités
impuestos por el poder y por antiguos agitadores populares,
tanto hebertistas como exaltados.
Varios de esos comités se unieron a Robespierre y por ello
su sección se declaró en contra.
Al Luxemburgo (Mucius Scévola), antiguo centro de Hébert
y Vincent, las autoridades enviaron a la Comuna; pero la
asamblea general de la sección, invitada a levantar la sesión,
declaró que permanecería reunida para esperar las órdenes de la
Convención.
Al ver en el Ayuntamiento semejante comité del barrio de
Saint-Antoine, se hubiera podido pensar que se había declarado
a favor de la Comuna. Era todo lo contrario. Ya hemos visto las
diversas causas de su descontento.
Dos de sus tres secciones, la de Montreuil y la de Popincourt,
mientras sus comités iban a la Comuna, se adhirieron al
comunicado que paseaba el Homme-Armé y declararon que su
única brújula era la Convención.
La tercera sección del arrabal, la de los Quinze-Vingts,
escribió a la Asamblea: “Que esperaba, bajo las armas, conocer
los motivos que causaban la unificación, alegando no conocer a
nadie más que a la República”. Es decir, no quería combatir a
favor de ningún individuo.
De las dos secciones del barrio de Saint-Marceau, la del
Jardín Botánico (o de los Sans-Culottes), era la de Henriot. Esta
se declaró a su favor sin dudarlo. Hemos perdido esas actas.
Sus columnas estaban en marcha; se les impidió llegar a tiempo
entreteniéndoles con la fábula de un complot realista de
Robespierre.
La otra sección de Saint-Marceau (la de los Gobelins o del
Finisterre) sirvió de escenario al más violento conflicto que
quizás ocurrió aquella noche. El comité revolucionario de la
sección se había declarado a favor de la Convención así como
del comandante de la guardia nacional, por lo que un miembro
de la Comuna les detuvo. Pero la Asamblea general, indignada,
arrestó a ese miembro de la Comuna.
Resumiendo: el barrio de Saint-Marceau no intervino más
que el de Saint-Antoine aquella noche.
Muy pocas fueron las secciones que tomaron una fuerte
iniciativa.
La del Observatorio se mostró firme e invariablemente a
favor de Robespierre.
La del Pont-Neuf, por el contrario, arrestó al general
nombrado por la Comuna en ausencia de Henriot y colocó sus
cañones en batería para impedir la comunicación entre las dos
orillas. La de la Plaza Vendôme (la de Las Picas), la sección de
Robespierre, le fue tan hostil que quemó las cartas de la
Comuna sin haberlas leído.
Algunas otras secciones detuvieron a los mensajeros que les
enviaba. Muchas vacilaron o se dividieron. Algunas cambiaban
de hora en hora, en función de los nuevos acontecimientos que
tenían lugar en su agitada asamblea133.
La Comuna podía recobrar fuerzas por la mañana.—La calle Saint-
Martín se pone en movimiento.—Léonard Bourdon, Dulac, Merda.—
Situación de la Comuna.—Robespierre rechaza autorizar la
insurrección.

Los representantes, a fuerza de recorrer las secciones durante


toda la noche, consiguieron juntar cerca de mil ochocientos
hombres en el Caroussel. Poco a poco se les iba alineando en el
muelle.
¿Por qué no se arrancaba? Porque se contaba con el tiempo,
con el efecto que pudiera producir el fuera de la ley y porque
quizás se temía que si se empezaba a disparar contra el
Ayuntamiento, el barrio, sobrecogido por el ruido del cañón,
saliera de su neutralidad y se pusiera a favor de Robespierre.
Cuando se piensa en que más tarde, el arrabal, los jacobinos
y los patriotas en general, parecían robespierristas, se puede
llegar a creer que muchos de los que el 9 de termidor
permanecieron inactivos habrían terminado por decidirse si el
nudo no se hubiese desatado tan bruscamente.
Era normal que por la mañana el Ayuntamiento fuera
menos vulnerable que en plena noche. Dudo mucho lo que se
cuenta sobre su abandono definitivo. Varios de sus defensores
se habían alejado, aburridos de no recibir ninguna orden o para
ir a ver a sus familias, pero habrían vuelto. Si se hubiese
disparado por la mañana, como pensaba hacer Barras, el
edificio, que era muy macizo, habría aguantado algunas horas.
El estruendoso cañoneo habría despertado a París. ¿Quién
puede imaginar la emoción que habrían sentido los devotos
corazones cuando la voz del cañón les hubiera marcado,
disparo tras disparo, mientras se oía tocar a rebato, los crueles
progresos del asesinato, los pasos de ese hombre al que
adoraban y que había sido abandonado?< ¿No resultaba muy
poco probable que libres de los terrores de la noche y sin poder
soportar su propia vergüenza, fueran desesperados a atacar por
detrás a los asediadores y los sitiaran a su vez?
El lazo fue cortado por un golpe imprevisto que ni los unos
ni los otros habían preparado.
La Asamblea había enviado a Léonard Bourdon, a
Legendre y a otro más a despertar a las secciones. Fueron
primero a los mercados, al Mercado del Trigo, desde donde los
dos últimos, siguiendo la calle Saint-Honoré, fueron a cerrar los
Jacobinos; Léonard Bourdon siguió por la calle de Arcis y Saint-
Martin y llegó hasta su casa, en la sección de los Gravilliers.
Ese barrio y el de los Arcis (partes alta y baja de la calle
Saint-Martin) contenían una cantidad infinita del elemento
especialmente revolucionario y socialista, el trabajador libre, el
que trabajaba en su casa. El poder creía tenerlos a su favor. Aún
estaba muy presente la memoria de su tribuno, de su apóstol.
La calle Aumaire, donde vivió Roux, y las Filles-Dieu, donde
predicaba Chaumette, albergaban los fantasmas de ambos.
Las pequeñas sociedades del barrio, proscritas por los
jacobinos ¿seguían existiendo de forma oculta? Yo pienso que
sí. El Comité de Salvación Pública siempre tenía un ojo puesto
en esa zona y temía esos bajos fondos de donde quizás surgió
su salvación y el movimiento decisivo contra Robespierre.
Quince días antes del 9 de termidor, el Comité todavía
ordena al alcalde el arresto del teniente de una compañía de los
Gravilliers (Registros del Comité de Salvación Pública, 23 de
mesidor).
No debe extrañarnos el hecho de que Léonard Bourdon, en
medio de la frialdad general, encontrase allí elementos de vivo
y sólido odio, a los que supo sacar partido.
Era un ridículo pedante al que Robespierre odiaba por
considerarlo como un deshecho de Chaumette. Esto era lo único
que le hacía popular en los Gravilliers.
El Comité de esta sección fue a la Comuna. Fue una razón
más para que la sección se declarara en contra de la Comuna.
Puso en marcha a sus jefes y a su comandante. Como a este no
le preocupaba demasiado comprometerse se fue, pero cuidando
de no llevar cartuchos.
No importa. Ese movimiento de los Gravilliers y de los
populosos afluentes de la gran calle Saint-Martin iba a tener un
efecto decisivo.
Léonard Bourdon y el comandante que iba a la cabeza de
esta columna siguieron toda la calle hasta el río y osaron
acercarse al Ayuntamiento.
El joven gendarme Merda, que iba con ellos, se atribuye
aquí en su narración el papel principal. Resulta algo muy poco
verosímil el hecho de que un muchacho tan joven hubiese
podido dirigir y coordinar.
En cuanto al ataque, ahí sí que le podemos creer.
Estaba especialmente interesado en este asunto. Estuvo a
punto de morir por haber arrestado a Henriot. ¿Qué pasaría
entonces si conseguía detener a Robespierre? Que Robespierre
encarcelado, juzgado y más fuerte que nunca, haría fusilar a
Merda.
Por lo tanto había que matarle.
Ése debió de ser su razonamiento. Y si él no hubiera sido
capaz de llegar a esa conclusión, alguien lo habría hecho en su
lugar.
¿Quién? Ese tal Dulac, sin duda, ese chivato, amigo íntimo
de Tallien, que se encontraba allí dispuesto a ello.
Dulac no se privó de decir que fue él quien había hundido a
hachazos las puertas (que estaban abiertas) y que había acabado
con todo. Yo le creo, pero que empujó al asesino en ese sentido.
La hora fue muy bien escogida. Los parisinos, a los que no
les gusta dormir fuera de casa, se habían retirado para
descansar. Algunos se cansaron de esperar órdenes. Otros
estaban espantados por la puesta fuera de la ley.
Cuando la columna de los Gravilliers llegó ante Saint-
Merry, se encontró con los artilleros que abandonaban la Grève.
La plaza quedaba desierta, casi abandonada.
Se acordó que Léonard Bourdon y el centro de la columna
irían hasta el puente Notre Dame, que los hombres de los
Gravilliers que iban a la vanguardia, llegarían hasta la Grève y
que Merda, si podía, junto con los gendarmes, subiría al
Ayuntamiento.
Allí dentro estaban muy divididos.
Saint-Just, Couthon, Coffinhal, casi todos querían
intervenir.
Robespierre quería esperar. Por más que se haya dicho,
tenía algunas razones de su parte. Cambiar de papel, empezar
una guerra contra la ley, ¿no suponía en aquel momento borrar
toda su vida, tachar con su propia mano la idea por la que había
vivido, la que le daba toda su fuerza?< Por otro lado, ¡haber
escrito a Couthon para que viniera, haber involucrado a tantos
amigos en ese peligro!< “Ya no nos queda más que morir”, dijo
Couthon.
Por un instante estas palabras parecieron animarle. Cogió
una hoja con el sello de la Comuna, que ya tenía escrita una
llamada a la insurrección, y con gran lentitud escribió tres letras
que aún se pueden leer: Rob< Pero al llegar allí su conciencia le
reclamó y soltó la pluma.
“Escribe, le decían. —¿Pero en nombre de quién?”.
Esas palabras fueron su perdición, pero también su
salvación para la historia y la posteridad.
Murió como un gran ciudadano.
10 (29 1794).—

Merda hiere a Robespierre.—Se propaga el rumor de que Robespierre


se había herido.—Robespierre expuesto en las Tullerías.

El asesino subía.
Eran las dos y media.
El consejo general se sentó ante las tribunas desiertas. Él
mismo había sido el causante de esta soledad. Payan no dudó
en leer la puesta fuera de la ley y añadió, con el fin de irritar y
encender a los asistentes, que el decreto afectaba a todos los que
se encontraban en la Comuna. Las tribunas quedaron vacías.
En ese momento de extremo peligro Payan y Saint-Just, los
agitadores más osados, habían tomado una medida
desesperada, el llamamiento a las armas para liberar a la
Convención oprimida. Así se reunió una masa crédula y en medio
de esa confusión un pequeño grupo de robespierristas invadió
la Asamblea, atacó a los dos Comités, a la coalición y votó todo
lo demás. En lugar de Robespierre, que no quiso firmar nada,
firmó Henriot134.
Era demasiado tarde. Antes de que triunfara la sagacidad,
se asestó el golpe decisivo.
Aunque la muchedumbre se retirara de la Comuna, en las
escaleras, en los pasillos, quedaba aún un buen puñado de
incondicionales de Robespierre que habían acudido para morir
con él.
La mayor parte de ellos no estaban armados; fanáticos
obstinados, se creían suficientemente arropados y defendidos
por la idea que llevaban en su corazón, por ser amigos de
Maximilien.
Merda, con tres o cuatro gendarmes, subió la escalera.
Otros individuos subían precipitadamente dando vivas a
Robespierre. El joven, resuelto, sin más armas aparentemente
que su sable (llevaba sus pistolas bajo la camisa), quiso abrirse
paso. “¿Quién eres tú?”. “Soy un ordenanza secreto”. Con este
salvoconducto avanzó. Pasó la sala del consejo, atravesó un
corredor donde querían impedirle el paso y le golpeaban.
Merda recibía golpes y seguía avanzando.
En su relato ingenuo y creíble, sólo estorba una cosa. En
esta confusión de hombres, en absoluto benevolentes y que no
le dejaban el camino precisamente despejado, ¿cómo logró ir
tan derecho y sin equivocarse? Alguien más hábil, que conocía
las dependencias, el hombre de Tallien sin duda, ya le había
informado antes de entrar y le fue guiando.
Llegó hasta la puerta de la secretaría y llamó varias veces,
hasta que por fin le abrieron. Allí había hasta unos cincuenta
individuos muy agitados, salvo uno, Robespierre, que se
hallaba en el fondo, sentado en un sillón, con el codo izquierdo
sobre las rodillas y la cabeza apoyada sobre la mano izquierda.
“Salté sobre él —dice Merda— y apuntándole con la punta
de mi sable al corazón le dije: «Entrégate, traidor». Levantando
la cabeza me respondió serenamente: «El traidor eres tú y voy a
mandar que te fusilen». Tras estas palabras cogí con mi mano
izquierda una de mis pistolas, le apunté al pecho y disparé,
pero la bala le dio en la barbilla y le arrancó el maxilar
izquierdo. Robespierre se cayó de su sillón. En aquel instante se
levantó un horrible murmullo. Yo grité: «¡Viva la República!».
Mis granaderos me oyeron, me respondieron y entonces la
confusión llegó al colmo. Los conjurados se dispersaron y fui el
dueño del campo de batalla”.
“Robespierre yacía a mis pies y me comunicaron que
Henriot se había escapado por una escalera secreta. Me
quedaba una pistola cargada y me precipité detrás de él. Oí
rumor en la escalera. Era Couthon que lo intentaba salvar. El
aire apagó mi luz y disparé al azar. Lo erré, pero herí la pierna
de quien lo llevaba. Bajé nuevamente y ordené que se buscara a
Couthon, a quien cogido de los pies lo arrastraron hasta la sala
del consejo general. Ordené que se buscara al desgraciado a
quien herí, pero todo fue inútil”.
“Robespierre y Couthon estaban tendidos al pie de la
tribuna. Registre a Robespierre y le quité su cartera y su reloj, y
se los di a Leonard Bourdon, que en ese momento llegaba para
felicitarme por mi victoria y dar órdenes a la policía”.
“Los granaderos, creyendo muertos a Couthon y
Robespierre, se arrojaron sobre ellos y los arrastraron por los
pies hasta el muelle Pelletier. Desde allí quisieron arrojarlos al
agua, pero me opuse y los envié a la guardia con una compañía
de los Gravilliers”.
¡Robespierre devuelto a los hombres de los Gravilliers! ¡Ésa
fue la venganza de Roux y Chaumette, apóstoles y mártires de
los obreros de París, del tribuno de la calle Aumaire, del
predicador de Filles-Dieu!
La revolución clásica, enemiga del socialismo y de la
renovación religiosa, sucumbió aquí con Robespierre.
Robespierre cayó sobre la llamada a la insurrección que no
había querido firmar, manchó con su sangre el documento
capital que lava su memoria para la posteridad.
Se desvaneció. No estaba muerto, sino herido. Muerto o
herido, en una situación como esa era prácticamente lo mismo.
La idolatría había muerto; estaba convencido de que era un
hombre y no Dios.
¿Qué habría ocurrido si el ataque hubiera tenido lugar en
pleno día y se hubieran dado cuenta de que aún estaba vivo? Su
situación material no era desesperada.
Su hermano era de la misma opinión y demostró un gran
coraje.
El tumulto era enorme. Lebas se levantó la tapa de los
sesos, Coffinhal, fuera de sí, culpó a Henriot de todo lo que
estaba ocurriendo y lo arrojó por la ventana. Robespierre joven
se quitó los zapatos, salió por una ventana, miró fríamente la
plaza y anduvo durante uno o dos minutos con los zapatos en
la mano, sobre la banda de piedra que hay alrededor del
monumento. El aspecto desolado de la Grève y los cañones que
se volvían contra la Comuna, le hicieron pensar que la suerte
estaba echada. Entonces se dejó caer, chocando contra las
escaleras de acceso, pero no se mató.
El asesino, tan joven y poco curtido, estaba muy intranquilo
por lo que acababa de hacer. Se dirigió a dos guardias
nacionales de los Gravilliers, como para explicarles que no era
un asesino: “No me gusta la sangre —dijo—; habría querido
verter la de los austriacos, pero no lo lamento puesto que he
derramado la sangre de los traidores”.
En sus relatos oficiales, Fréron y Barras pretendían hacer
creer que estaban allí y que fue su presencia la que determinó
los hechos. Todo se desvaneció ante esos grandes capitanes.
No llegaron hasta el alba, entre las tres y las cuatro, en el
momento en que se averiguaba si Robespierre y Couthon aún
estaban vivos. Fréron vio a Couthon tendido en el parapeto del
muelle, rodeado de hombres salvajes que le maltrataban. A
pesar de ello no salía de su boca ni una sola queja. “Arrojemos
esta carroña al Sena”, dijeron. Entonces se oyó una voz suave,
que salía de esa pobre cosa sin nombre, inerte y ensangrentada:
“Esperad un momento, ciudadanos, que aún no he muerto”.
Aquel día se presenció un horrible espectáculo. El cadáver
y los heridos fueron trasladados a la Convención. Tras el cuerpo
de Lebas marchaban, al final de una cuerda, Dumas y Saint-
Just, este noble, firme y tranquilo.
Los vencedores no estaban de acuerdo con la manera en
que se debía plantear el asunto. Muchos de ellos estaban
horrorizados con lo que había ocurrido. Léonard Bourdon
presentó a Merda a la Convención “como asesino de dos de los
conspiradores”, sin decir sus nombres. El gendarme recibió
muchas promesas aquel día. Pero cuando fue al Comité, Collot
y Billaud lo recibieron mal. Carnot le dijo: “Te la tienen jurada”.
Todo esto les incomodaba en dos sentidos. Por un lado, se
constataba que el nudo se había deshecho sin su intervención y
a causa de un ataque fortuito. Por otro, si reivindicaban el
ataque, se aseguraban el odio mortal de los robespierristas,
cuyo apoyo no iba a tardar en serles absolutamente necesario.
No era tanta la estrecha unión de todas las fracciones
republicanas contra la reacción a la que un acontecimiento
como este lanzaba a una carrera desbocada.
Se convino en afirmar que era Robespierre quien se había
herido. Barère debía decir: “Se trata de un suicidio, no de un
asesinato”. Un cirujano habló en este sentido y fue respaldado
por un portero del Ayuntamiento.
Con el fin de evitar cualquier movimiento popular se
alimentó la calumnia que se había propagado durante la noche:
que Robespierre quería convertir en rey al pequeño Capeto.
Se descubrió en su casa un sello con flores de lis, algo
terrible según Barère. En los bolsillos llevaba pistolas realistas
marcadas con tres flores de lis. Conviene destacar que esas
pistolas con las que aparentemente se había disparado estaban
aún sin descargar. El desgraciado estuvo expuesto durante
varias horas a los ultrajes en una sala de las Tullerías, acostado
en una gran mesa. Lo único que absorbía algo de la sangre que
fluía de su boca era el estuche decorado con flores de lis,
estratégicamente colocado en su mano como pieza de
acusación.
El 10 de termidor Robespierre fue trasladado sobre una
tabla al Comité de Salvación Pública por algunos artilleros y
ciudadanos armados. Fue depositado sobre la mesa de la sala
de audiencias, que antecede a la estancia donde tienen lugar las
sesiones del Comité. Una caja de pino que contenía algunas
muestras de las municiones enviadas al ejército del Norte, le fue
colocada debajo de la cabeza a modo de almohada. Permaneció
durante casi una hora en un estado de inmovilidad que hacía
pensar que iba a dejar de existir. Finalmente, al cabo de una
hora, empezó a abrir los ojos; la sangre fluía abundantemente
de la herida que tenía en la mandíbula inferior a la izquierda:
esa mandíbula estaba partida y su mejilla atravesada por el
disparo; su camisa estaba ensangrentada. Estaba sin sombrero y
sin corbata; tenía un traje azul cielo, unos pantalones de
nanquín y medias de algodón blanco.
Tenía en sus manos un saquito de piel blanca que llevaba
esta inscripción: Al gran Monarca. Lecourt, proveedor del rey y de
sus tropas, calle Saint-Honoré, cerca de la de Poulies, en París.
Utilizaba esa bolsa para retener la sangre coagulada que salía
de su boca. Los ciudadanos que le rodeaban observaban todos
sus movimientos; algunos de ellos le dieron incluso papel
blanco (porque no tenían pañuelos) al que daba el mismo uso,
utilizando solamente la mano derecha y apoyándose en el codo
izquierdo. En dos o tres ocasiones fue verbalmente vejado por
algunos ciudadanos, pero especialmente por un artillero de su
país, que le reprochó militarmente su perfidia y su maldad.
Hacia las seis de la mañana, un cirujano que se encontraba en el
patio del Palais-National, fue llamado para que le vendase.
Como medida de precaución le colocó una llave en la boca; vio
que tenía la mandíbula izquierda destrozada; le sacó dos o tres
dientes, le vendó la herida y colocó a su lado una cubeta llena
de agua.
En el momento más inesperado Robespierre se sentó,
levantó los brazos, se bajó súbitamente de la mesa y corrió a
sentarse en un sillón. Apenas se hubo sentado pidió agua y
paños. Durante el tiempo que permaneció acostado en la mesa
y desde que recobró el conocimiento, miró fijamente a todos los
que le rodeaban, especialmente a los empleados del Comité de
Salvación Pública que conocía; con frecuencia levantaba los ojos
hacia el techo; pero a excepción de algunos movimientos
convulsivos, se mantuvo constantemente impasible, incluso
mientras la vendaban la herida, hecho que debió ocasionarle
dolores muy agudos. Su rostro, habitualmente bilioso, tenía la
lividez de la muerte.
Añadamos aquí un detalle de cierto interés. Un empleado
hebertista de las oficinas de Carnot , al ver que el herido sufría
tanto pero que estaba consciente y que de vez en cuando se
agachaba con gran esfuerzo y se llevaba las manos a la pierna,
se acercó, le desabrochó las hebillas de la liga del pantalón y le
bajó las medias hasta las pantorrillas. Robespierre, en vista de
ese favor, hizo un esfuerzo por hablar y dijo estas palabras con
voz suave: “Os lo agradezco, Monsieur135”.
¿Esa inesperada vuelta al lenguaje del antiguo pasado fue
instintivo en el hombre que había conservado aquellas formas?
¿O bien creyó que la República y la Revolución morían con él?
¿Aquellos cinco grandes años desaparecieron de su mente,
borrados, desvanecidos, como si hubiese sido un sueño? Como
una premonición de moribundo sintió el amargor de la reacción
que se avecinaba, de la eterna roca de Sísifo que rueda sobre
Francia, y creyó que a partir de ese día ya no se podría decir:
Ciudadano.
10

Alegría en las cárceles.—Robespierre en el Hôtel-Dieu, en la


Conserjería.—Verdaderos y falsos furores de la reacción.—Muerte de
Robespierre y Saint-Just.—La reacción que siguió a sus muertes.

Robespierre no se equivocaba, si ése era su pensamiento. Había


arrancado desde aquel mismo instante una reacción violenta,
inmensa ya desde su punto de partida.
Primero en las prisiones.
Mientras que los barrios, apagados y confusos, vacilaban
indecisos, desde las prisiones se elevaban cantos y gritos de
liberación. En la del Luxemburgo, en la de Plessis, en la de
Saint-Lazare, en la Force, los prisioneros habían temido durante
toda la noche ser masacrados. Uno de ellos decía en la Force:
“En este momento tenemos cien años<”. Cuando hacia las seis
estalló la noticia del arresto de Robespierre, de su herida, de su
muerte (los relatos eran confusos), estalló un furioso grito de
alegría. Sobre todo en la de Plessis, prisión que alimentaba
sobre todo a la Conserjería y a la guillotina. El célebre marqués
de Saint-Huruge, el hombre del 6 de octubre, que se encontraba
allí detenido, proclamó la noticia con una voz estentórea, la
gritó por la ventana. Los tejados de los vecindarios que
dominaban los patios de la prisión, se cubrieron de hombres y
de mujeres que felicitaban a los prisioneros.
Plessis, iluminado de pronto por aquella aurora, parecía
transfigurarse. Los hombres rompieron su cerca y pasaron a la
parte de las mujeres. Todos se abrazaban y lloraban. Pero ya se
podía apreciar que esa reacción de alegría se iba a tornar
violenta. Los prisioneros robespierristas encontraron el Terror
en las prisiones. El primer día se les maldijo; el segundo se les
ultrajó. Los realistas pronto retomaron su insolencia duelista y
en el Mediodía pronto suplieron el duelo por el asesinato.
La Conserjería, mejor cerrada, aislada de los rumores
externos, aún no sabía nada a las nueve de la mañana. El
general Hoche se paseaba tristemente por uno de sus pasillos.
Un portillo se abrió, un joven de gran estatura bajó la cabeza
para pasar, la volvió a levantar< Hoche reconoció a Saint-
Just< Esta aparición lo decía todo. El héroe se dio la vuelta, le
ahorró una humillante visión, un penoso recuerdo, respetó la
desgracia de su ilustre enemigo.
La opinión de París ya se había pronunciado con tal fuerza,
que los Comités vencedores hicieron recorrer a Robespierre el
inútil y duro recorrido para ir al Hôtel-Dieu, donde ya se
encontraban los otros heridos, con el pretexto de cambiarle los
vendajes. Se le exhibió así por las calles, entre las muestras de
alegría pública, antes de enviarle a la Conserjería.
Que fuese juzgado por sus propios jueces y jurados de
pradial, que su presidente Dumas fuese expedido el día 10 de la
mano de Fouquier-Tinville, junto a quien se sentaba el día 9, era
algo monstruoso que ofendía a la moral y al pudor públicos.
Fouquier, a las nueve o diez de la mañana, dijo en la
Convención que para ejecutar su decreto de puesta fuera de la ley,
había que reconocer la identidad de las personas, algo que sólo
se podía hacer en presencia de los municipales, pero ellos
mismos estaban fuera de la ley. Esa dificultad, ese retraso,
exasperó a Thuriot. Dijo: “Deben morir ya; hay que ordenar que
se prepare el patíbulo< Purguemos al suelo de ese monstruo”.
El tribunal fue enviado al Comité de seguridad, que se burló del
escrúpulo e hizo caso omiso.
A las tres, Fouquier y sus jueces, los sólidos jurados,
convencidos de la culpabilidad de Robespierre aunque este
hubiera vencido, y también de la de sus enemigos, reconocieron
la identidad de las personas y les enviaron al patíbulo.
De cinco a seis tuvo lugar, en el lento y lúgubre recorrido
de las carretas por la estrecha calle de Saint-Denis, por la calle
de la Ferronerie, por toda la calle Saint-Honoré, la horrible
exhibición.
Horrible en varios sentidos. Se trataba de muertos y
moribundos, de miserables cuerpos sangrientos que se
abandonaban al júbilo de la multitud. Para mantenerlos en pie,
se habían atado con cuerdas a los barrotes de las carretas sus
piernas, sus brazos, sus troncos y sus oscilantes cabezas. Los
baches del rudo empedrado de París debían de destrozarles a
cada paso.
Robespierre, con la cabeza envuelta en un paño sucio
manchado de sangre negra, que sujetaba su mandíbula suelta,
en esta horrible situación en la que jamás se vio ningún
vencido, cargando con el horrible peso de la maldición de un
pueblo, mantenía su rígida actitud, su firme porte, su mirada
seca y fija. Su lucidez estaba intacta, planeando por encima de
su situación y sin duda distinguiendo lo que había de
verdadero y de falso en los furores que le perseguían.
La marea de la reacción subía tan rápido y tan fuerte que
los Comités creyeron que debían triplicar los soldados en las
prisiones. Al paso de los condenados salían supuestos parientes
de las víctimas del Terror, para acosar a Robespierre y
representar en esta triste pompa el coro de la Venganza antigua.
Esta falsa tragedia rodeando a la verdadera, ese concierto de
gritos calculados, de furores premeditados, fueron las primeras
escenas del Terror blanco.
Lo peor eran las ventanas, que se alquilaron a cualquier
precio. Rostros desconocidos, que se escondían desde hacía
mucho, salieron al sol. Un mundo de ricos y de muchachas
desfilaba por esos balcones. Aprovechando esta violenta
reacción de sensibilidad pública osaban mostrar su feroz furor.
Sobre todo las mujeres ofrecían un espectáculo intolerable.
Impúdicas, semidesnudas con el pretexto de que era julio, con
el pecho cargado de flores, apoyadas sobre terciopelo,
asomando medio cuerpo sobre la calle Saint-Honoré, con los
hombres detrás, gritaban con una voz agria: “¡A la muerte! ¡A la
guillotina!”. A partir de ese día retomaron sus lujosos atuendos
y por las noches salían a cenar. Ya nadie se contenía. Sade salió
de prisión el 10 de termidor.
Los gendarmes del patíbulo, que la víspera, en el arrabal,
bajo las órdenes de Henriot, dispersaban a sablazos a los que
gritaban: “¡Indulto!”, hoy hacían la corte al nuevo poder y
poniendo la punta de su sable bajo el mentón de los
condenados los mostraban a los curiosos: “¡Aquí tenéis al
famoso Couthon! ¡Aquí tenéis a Robespierre!”.
Los condenados no se libraron de nada. Cuando llegaron a
la Assomption, delante de la casa Duplay, unos actores
representaron una escena. Unas furias danzaban en círculo. Un
niño llevaba un cubo con sangre de buey. Con una escoba
lanzaba gotas de sangre contra las paredes de la casa.
Robespierre cerró los ojos.
Por la tarde, esas mismas bacantes corrieron a Sainte-
Pélagie, donde se encontraba la madre Duplay, gritando que
eran las viudas de las víctimas de Robespierre. Consiguieron
que los aterrados carceleros les abrieran las puertas,
estrangularon a la anciana y la colgaron de la barra de sus
cortinas.
Robespierre había bebido toda la hiel contenida en el
mundo. Al fin llegó a su destino, a la plaza de la Revolución.
Subió con paso firme los escalones del patíbulo. Todos se
mostraron tranquilos, fortalecidos por sus ideas, su ardiente
patriotismo y su sinceridad. Saint-Just hacía mucho tiempo que
acariciaba la muerte y la posteridad. Murió digno, grave y
sencillo. Francia nunca encontrará consuelo para esa esperanza;
Saint-Just era grande, con una grandeza que le era inherente, no
debía nada a la fortuna y fue el único lo suficientemente fuerte
como para hacer trepidar la espada ante la Ley.
¿Deberíamos decir algo infame? Un mozo de la guillotina
(¿tal vez el mismo que abofeteó a Charlotte Corday?) viendo
aquel furor en la plaza, ese arrebato de venganza contra
Robespierre, cobarde y miserable adulador de la multitud,
arrancó brutalmente la cinta que sujetaba su pobre mandíbula
rota< Robespierre emitió un rugido< Por un momento se dejó
ver pálido, espantoso, con la boca abierta y los dientes que
caían< Después recibió un golpe seco< Ese hombre había
dejado de existir.
Veintiún ajusticiados eran pocos para la muchedumbre.
Tenía sed y necesitaba sangre. Al día siguiente fue obsequiada
con toda la sangre de la Comuna; ¡setenta cabezas de un golpe!
Y como postre del banquete, doce cabezas el tercer día.
Hay que señalar que de esas cien personas la mitad eran
absolutamente ajenas a Robespierre y que en la Comuna
únicamente habían figurado sus nombres.
Respiremos, apartemos la mirada. “Cada día trae su propio
afán”. Nosotros no vamos a contar aquí lo que ocurrió a
continuación, la ciega reacción que arrastró a la Asamblea y de
la que no se salió hasta vendimiario. El horror y el ridículo
luchaban con la misma fuerza. La estupidez de los Lecointre, el
inepto furor de los Fréron, la perfidia mercenaria de los Tallien,
infundían valor a los más cobardes. Dio comienzo una
execrable comedia de asesinatos lucrativos en nombre de la
humanidad, la venganza de los hombres sensibles masacrando a
los patriotas y perpetuando su obra, la compra de los bienes
nacionales. La banda negra lloraba a lágrima viva a los padres
que nunca tuvo, estrangulaba a sus contrincantes y sorprendía
decretos para comprar a puerta cerrada.
París volvió a alegrarse. Hubo hambruna, cierto es, pero el
Perron resplandecía, el Palais Royal estaba lleno y los
espectáculos abarrotados. Después se abrieron esos bailes de
víctimas, donde la impúdica lujuria mostraba su falso duelo en
una orgía.
Por este camino nos dirigimos al gran sepulcro donde
Francia enterró a cinco millones de hombres.
Pocos días después de termidor, un hombre que aún vive y
que por entonces tenía diez años, cuenta que sus padres le
llevaron al teatro y a la salida se quedó admirando la larga fila
de brillantes coches que por primera vez deslumbraban sus
ojos. Hombres con chaqueta y sombrero bajo, decían a los
espectadores que iban saliendo: “¿Necesita un coche, mi señor?”.
El niño no comprendió esos nuevos términos. Pidió que se los
explicaran y únicamente le dijeron que a raíz de la muerte de
Robespierre se había experimentado un gran cambio.
La conclusión de este libro es un libro en sí misma.
Encerrarla en unas pocas páginas la volvería oscura y
estéril. Será publicada aparte, de forma libre y permitirá
anticipar el futuro a través del pasado.

Despidiéndome aquí del gran trabajo que me ha hecho fiel


compañía durante diez años de mi vida, debo decirle, debo
decir al lector, lo que yo pienso tras examinarlo fríamente.
Hasta ahora toda historia de la Revolución era
esencialmente monárquica (unas a favor de Luis XVI, otras de
Robespierre). Ésta es la primera republicana, la que ha
destruido los ídolos y los dioses. Desde la primera hasta la
última página, sólo tiene un héroe: el pueblo.
Esta justicia profunda y general que tiene aquí su primer
advenimiento ¿no ha arrastrado consigo varias injusticias
parciales? Puede ser. El autor, en su minucioso estudio
anatómico de las personas y los caracteres, ¿no ha reducido a
menudo demasiado la grandeza de los heroicos hombres que en
el 93 y el 94 sujetaron con su indomable personalidad a la
desfallecida Revolución? Lo teme, es su duda, su pesar, ¿podría
decir su remordimiento? Volverá sobre este tema y en una
apreciación más general de los acontecimientos, dará a esos
grandes hombres todo lo que se les debe.

Egregias animas qui sanguine nobis


Hanc Patriam peperere suo

¡Grandes corazones! que, con su sangre, nos construyeron la


Patria.
1. ¡Cantando, la victoria nos abre la barrera! Fragmento de La
Marsellesa. (N. de J.M.I.)
2. La lectura de Buchez me tuvo ocupado unos cuantos años
(son 40 volúmenes). El leer unos doce volúmenes de Louis
Blanc me llevó una buena parte de 1868. Apenas respiraba.
Me vino un amigo cargado con el libro de Hamel,
concentrado en tres compactos tomos con caracteres muy
pequeños. Escuela temible por su fecundidad. ¡Qué
cantidad de tiempo empleada en leer todo esto! ¡Cuánto
tiempo me hizo falta para responder! Como se me ataca en
todas y cada una de las páginas, he calculado que
necesitaré diez años como mínimo. ¿Viviré tanto tiempo?
Lo dudo mucho. Pero si lo consigo, haré tal crítica de la
crítica que les harán falta también muchos años para leerla.
Empiezo a redactarla y honestamente les informo de ello.
¿Creen que son ellos los únicos que disponen de tinta y
papel? Así, de un lado a otro, de respuesta a réplica,
podemos estructurar nuestra vida. Vean que es una guerra
sin conciliación posible. Nuestros libros siguen dos
métodos diametralmente opuestos, en los que aparece una
contraposición en cada línea. Son políticas cuyo fin es
inculcar una idea política (buena o mala, no entro a
analizarla). Para inculcarla escogen a un individuo
legendario. Procedimiento este de sobra conocido; se
blanquea al santo tanto como sea posible y se dora su
aureola; y cuanto más le asemejamos a un dios, más nos
alejamos de la naturaleza y del sentido común. Es la
historia autoritaria que extrae de las altas esferas la luz y la
sabiduría. Que sea Robespierre en vez de Licurgo o Numa,
no tiene importancia, siempre será un sabio, un gran
legislador y estará por encima de la humanidad. Yo, por el
contrario, he sacado mi historia de los bajos fondos, de lo
más profundo de las muchedumbres, de los instintos del
pueblo y he mostrado cómo dirige a sus cabecillas. Y estos
son pues, los dos métodos enfrentados: ellos tienen un
santo; yo no. De los miles de críticas pormenorizadas que
hacen, al menos dos tercios se centran en la oposición de
métodos. Dicen que he tomado a Danton por un héroe,
cosa totalmente falsa; he anotado concienzudamente las
variaciones, los eclipses y las manchas de esta gran figura.
Lo que nunca he podido perdonarle es, sobre todo, la fatal
cobardía que mostró en noviembre de 1793. He clavado
una mirada terrible en esas cobardías. ¿Acaso he
prescindido de mi padre, de mi madre, de mi siglo
dieciocho o de mi Voltaire? He mostrado varios Voltaire,
lamentable en Choiseul y sublime en Calas. Así es la
verdadera naturaleza: hace ondas, sube y baja. ¿He
adulado al pueblo, mi único héroe? ¿He sentido debilidad
por él? De ningún modo. He mostrado sus acertados
ímpetus y sus rápidas recaídas. Cito como ejemplo el asco,
el aburrimiento, la cobardía o el miedo que tras el himno
de Chant du Départ invadió al pueblo de París y les obligó a
volver.
Esto es la historia, señores, y este es su justo juez. La
historia es Brancaleone, es el inflexible podestá
(magistrado principal de las regiones del sur), que antes de
juzgar, puede jurar ante la puerta que no tiene en la ciudad
ni parientes, ni amigos. Es el precio que tiene que pagar
para poseer la gran espada. A mí no me ha costado nada
jurarlo al comenzar este libro. Pero ustedes no pueden
jurarlo. Ustedes tienen un pariente en la ciudad que es
Robespierre.
El parentesco, que es la tesis que hay que defender, y el
interés especial, suponen una continua tentación de
organizar e interpretar, sobre todo de agrupar los hechos o
de dividirlos cuando, una vez reunidos, fueran
esclarecidos. He observado esto en la gran recopilación de
Buchez, en la que sitúa el inicio de un hecho en el volumen
XXX, por ejemplo, y al final del volumen XXXI o XXXII, lo
oscurece otorgando así un mayor protagonismo a su héroe
(diciembre del 93, enero del 94). Louis Blanc (por descuido,
supongo) desorganiza también las cosas, realizando
extraños cortes. Pongo como ejemplo los complicados
hechos de noviembre del 93 que divide y separa entre
varios volúmenes, de forma que el movimiento religioso, el
nuevo culto, parezca un efecto sin causa, un puro
disparate, una grotesca orgía que Robespierre achaca a los
jacobinos. El cambio súbito de los jacobinos, su interés por
seguir a Robespierre, el poder sin control de todos sus
pequeños comités, es enturbiado, omitido y dispersado de
tal forma que no se entiende nada. Esto es el fondo del
fondo. Es esto lo que provocará la explosión. Fue la
irresponsabilidad de los 44.000 comités jacobinos lo que
desbordó a Francia y precipitó la caída de Robespierre.
Fundamental observación. Pero si entrara en el menú de
nuestra polémica también me resultaría fácil mostrar que
somos demasiado hábiles y que a menudo nos burlamos
de las palabras. Por ejemplo, yo reprochaba a Louis Blanc
el haber atribuido al pródigo Calonne excelentes
intenciones. Me respondió que había reprobado sus malas
operaciones. ¿Son estas palabras sinónimos? Louis Blanc
presenta la desesperada tentativa del jugador arruinado
que entrega su alma al diablo, como un plan preconcebido,
un profundo cálculo propio de un hombre de estado, que
llevaba consigo al principio. Pura hipótesis, sin pruebas,
que por otro lado, desmiente toda la vida de este hombre
insustancial.
Las actas del 93 y las del 94 resultan tan a menudo oscuras
por su brevedad, tan contraídas, tan comprimidas, que
para entenderlas uno se ve forzado a comparar los
precedentes, las consecuencias, a sondear a fondo los
motivos y sobre todo a fechar de forma muy precisa, quiero
decir, a captar el carácter preciso del momento, del minuto,
ya que el momento de después puede cambiarlo todo. Esto
es lo que he hecho para el día de las Leyes del Terror (5 de
septiembre de 1793). He perdonado esto a Robespierre. ¿Y
por qué? Porque en ese mismo instante y mediante un
profundo cálculo, probaba en Lyon medios suaves.
Explicaré de forma muy precisa lo que ocurrió. Aunque
París se moría de hambre, no se movía. Hébert y los
exagerados, a los que el Comité cerraba finalmente la caja
de la Guerra, impulsaban un movimiento contra el Comité,
lo que podría suponer otro 2 de septiembre. No lo
consiguieron. Como muy sabiamente dijo Robespierre,
aquello no era m{s que “un complot de intrigantes”. El día
5 se lanzan sobre la Convención unos mil obreros, la
Comuna. Robespierre era el presidente. Pero el 5 era el
último día de su presidencia. Él no había asistido jamás a
los grandes movimientos. ¿Estuvo presente en este para
hacer frente, no sin peligro, a los que él llamaba intrigantes?
No lo creo en absoluto.
Estoy con Buchez y en contra de Hamel, cuando digo que
fue Thuriot quien ocupó el sillón en su ausencia. La
respuesta que se le dio a la muchedumbre es totalmente
impropia de las formas de Robespierre. Llegó después de
la tormenta, un poco antes de que acabase la sesión, para
ceder la plaza al nuevo presidente, Billaud-Varennes.
Robespierre estaba harto de cargar con el fardo de la
alianza de Hébert, en la que estaba inmerso desde hacía
varios meses. El gran pecado que le minaba por dentro era
la paciencia con la que había soportado que el tal Hébert
manipulara, echara a perder la guerra, pusiera allí a sus
furiosos charlatanes y paralizara todo de junio a agosto. Un
hombre de gran verborrea y talento, Tridon, intentó
disculpar ante nosotros a Hébert (sin aportar ni pruebas ni
documentos). Sobre los robos de juventud cometidos por
su héroe dice que no estaban demostrados. Dice (y es
cierto) que Hébert era ingenioso, astuto y elegante; que en
ocasiones escribió cosas excelentes en contra de la
superstición y a favor de la difusión de las luces, etc. Pero
ese buen criterio, esa astucia, tan diferente del tono de su
periódico, en ningún momento excusa, sino que más bien
acusa, el cálculo de este agudo normando, que gritando,
aullando el Terror, lo explotó y lo (¿debería decirlo?)
alentó, aterrorizó al mismísimo Robespierre y le excluyó de
las vías que había probado en Lyon. Así, este gran hombre
de táctica, picado por una mala mosca, prescindió de toda
táctica, se perdió y nos perdió. Por otro lado, ese astuto
hombre, Hébert, con su comedia llena de furor, causó un
enorme daño a la favorable Comuna del 93, a Chaumette y
a Clootz, al nuevo culto y al gran movimiento de caridad
que se llevaba a cabo. Dicho de otra forma, secó y esterilizó
el único aspecto verdaderamente fecundo de la
Revolución.
3. Cerrado u ocupado por la propia Revolución, su vencedor
y su único habitante legítimo. Que ocupe este palacio con
sus trágicas sombras, con las efigies de sus héroes y las de
las víctimas. No se le podría dar otro uso más razonable a
semejante lugar. Ésta es la idea que fue propuesta por
Maurice en 1848: establecer en las Tullerías el Museo de la
Revolución.
4. Aquí se hace necesario distinguir bien las fechas. Es el 4 y
el 5 de marzo (y no de mayo) y bajo la amenaza de
asesinato, cuando Vergniaud escribió a los bordeleses las
cartas que se le han reprochado y que fueron difundidas en
mayo, como si las acabara de escribir. Les escribe
pidiéndoles, no que se marchen, sino: “Estad preparados;
si se me fuerza a ello, os llamaré desde la tribuna para que
vengáis a defendemos. Si hacéis gala de una gran energía,
obligaréis a ir hacia la paz a los hombres que están
provocando para que se produzca la guerra civil”.
Burdeos, en este momento en el que sus guardias
nacionales iban, antes que París, antes que Francia, a
combatir contra la Vendée, se presentaba como lo más
republicano que había en la República. Más tarde no
resultó ser así. Por lo demás, la llamada de Vergniaud no
resultaba nada amenazante: “Obligaréis a ir hacia la
paz<”. ¿El hombre que el 20 de abril avivó el temor a la
guerra civil hasta aplazar la convocatoria pacífica de las
Asambleas primarias, habría podido, el 5 de marzo,
expresar su deseo impío de un conflicto a mano armada?
—Los jacobinos, aunque tuvieran a su disposición un
pequeño ejército en París, habían utilizado todos los
recursos a su alcance para convocar a todas las fuerzas
departamentales. El 17 de abril el jacobino Desfieux
recordaba a la Sociedad “que había enviado dos correos
para llamar a los marselleses, que ya se habían puesto en
marcha, que eran seis mil los que estaban llegando”.
5. Lo que resulta irrisorio y triste al mismo tiempo, es el
hecho de que Brissot fuera tachado de federalista,
partidario del desmembramiento, porque había alabado el
Federalista, publicación americana que se posicionaba a
favor de la unidad.
6. Brissot había defendido a Dumouriez, la Gironda le había
defendido. Todo el mundo le había defendido, todo el
mundo era culpable. Decía Robespierre el 10 de marzo:
“Tengo confianza en él”. Marat dijo lo mismo el día 12.
Billault-Varennes le defendió acaloradamente en los
Jacobinos. Estos habían mostrado una extraña parcialidad
hacia Dumouriez frente a Cambon. No habían querido
creer lo que todos los patriotas que habían regresado de
Bélgica les contaban sobre sus complots. Entre ellos uno,
Saint-Huruge, se ofrecía a dar pruebas de ello. Los
jacobinos no sólo no quisieron escucharle, sino que además
le pusieron vergonzosamente en la puerta, le borraron de
sus listas y le excluyeron de la Sociedad para siempre.
7. El Obispado fue más hábil de lo que se hubiera podido
esperar de semejante asamblea. Para conseguir que las
secciones le enviasen nuevos delegados, modificó los
medios en función del carácter de las secciones. Rogó a
varias de ellas, pero no a través de sí mismo, sino por
mediación de varias secciones amigas, vecinas, que podían
convencerlas; así por ejemplo los Quinze-Vingts pidieron
al Arsenal que enviara gente al Obispado. A los que
preguntaban por el objeto de la reunión se les daban
diversas respuestas; a los tímidos se les respondía que se
convocaba con el fin de formular una petición contra el
reglamento que obligaba a cerrar las asambleas a las diez
de la noche; a los demás que era para tomar las medidas que
exigía la salvación pública. Bonconseil y Bondi enviaron
algunos, pero sólo para que hicieran una solicitud. Los
Amigos de la Patria enviaron algunos otros, pero solamente
para deliberar. Los de Picas (en la plaza Vendôme, la sección
en la que residía Robespierre) nombraron muchos
comisarios, pero no les obligaron a ir. De todas las
secciones fue la del Observatorio la que más desdeñosa se
mostró hacia el Obispado. No quiso creer a los enviados de
Maillard, les preguntó cuáles eran sus competencias, los
examinó y los devolvió ornados de versos de Voltaire, de
burlas y de canciones.
8. Hemos perdido sus actas, pero hemos recurrido a las de la
Comuna, donde vemos que la sección del Finisterre
renuncia a formar parte del movimiento.
9. Solamente cinco mencionan poderes ilimitados (las del Mercado
del Trigo, Arcis, Arsenal, Derechos del Hombre, Sans-
culottes o Jardín Botánico). Añado otras tres que no las
aprueban mas que de una forma dudosa y tardía, cuando ya
todo ha estallado (las de los Lombardos, Pont-Neuf y
Bonne-Nouvelle). Cinco que no hacen ninguna mención a ellos
y que muy probablemente los hayan concedido (las de
Móntmartre, Quatre-Nations, Halles, Beaubourg y Quinze-
Vingts). Añadámosles dos más, las de los Gravilliers y
Luxemburgo, de cuyas actas no dispongo, pero cuya
opinión es de sobra conocida. —Cuatro secciones renunciaron
a ellos: la de la Butte-des-Moulins, la del Mont-Blanc, la de
los Inválidos y la del Finisterre (Gobelinos). (Archivos de la
Jefatura de Policía).
10. La figura encargada de representar ese papel fue un
hombre desconocido, Dobsent. Algo digno de ser señalado!
Algunas de las grandes jornadas de la Revolución están
abanderadas por una especie de fantasmas sin carácter, sin
nombre, sin precedentes y sm consecuencias. Uno de estos
fue Huguenin, el día 10 de agosto. O Dobsent, el 31 de
rayo. Antes de esa fecha no se sabía nada de él, salvo que
era de Deux-Sèvres, casi de la Vendée. En el 93 no se hizo
nada por él; se le dejó a cargo de las funciones oscuras,
odiosas, de juez revolucionario. El 9 termidor Dobsent no
fue a la Comuna, sino a la Convención, hecho por el que
fue recompensado, siendo nombrado por los
termidorienses presidente del tribunal.
11. Las inexactitudes voluntarias e involuntarias del Monitor
son tan numerosas que no voy a señalarlas. La mayor parte
de ellas son voluntarias. Véase en los papeles de
Robespierre la inocente confesión del director del periódico
de sus calculadas mutilaciones. El 10 de abril el Monitor,
aún bajo influencia girondina, mutiló un discurso de
Robespierre. El 29 de mayo y los días siguientes, el acta,
retocada y falseada por la mano de los jacobinos, cita a
Vergniaud entre los que reclamaban las Asambleas
primarias, algo muy poco verosímil después del discurso
tan reciente en el que estableció que la convocación de
dichas asambleas supondría la pérdida de Francia. —
Libros completos han salido del Monitor. Las Memorias de
Levasseur, escritas por Roche, siguen al Monitor paso a paso
(salvo en la parte militar, también bastante novelesca) y
participan de su inexactitud habitual. El relato del 31 de
mayo está tan en contradicción con las actas auténticas,
que podemos afirmar que Levasseur, muy mayor por
aquel entonces, no aportó ninguna orientación.
12. Este hecho, grave y de extrema importancia, no aparece
relatado ni en las minutas ni en los registros del Comité de
Salvación Pública (Archivos Nacionales). Pero no por ello es
menos verídico; lo podemos encontrar atestiguado en las
actas de la Comuna (Archivos del Sena) que están impresas.
13. Ésta es, desde mi punto de vista, la causa profunda del
muy justificado odio que en Robespierre se fraguó hacia
los hombres de ese partido. No pudo detener su violencia
en octubre del 92; además él mismo se vio involucrado en
ella el 2 de junio del 93. Guzmán era perfectamente
consciente de que estaba perdido, al haber sido inscrito por
Robespierre sobre tablas de las que no se borraba nada,
Solicitó a Camille Desmoulins la gracia de concederle un
ascenso en el ejército, la oportunidad de que le matasen.
Efectivamente murió, pero aquí, en la guillotina, envuelto
en la conspiración de los extranjeros.
14. La prensa, ya hecha prisionera, cubre con esmero todos
estos asuntos. Especialmente Monitor, que fue hábilmente
mutilado y borra todo arranque indiscreto de la pasión o
de la naturaleza. La falta de disciplina y de docilidad de la
Montaña han sido sabiamente ocultadas por los periódicos
y por las actas, corregidas, mutiladas y falsificadas. Pero
aun así estalló igualmente y en la furia concentrada de
junio se presentó ya termidor. —Bourdon, de Oise,
enemigo de los girondinos y de Robespierre en igual
medida, fue acusado por los cordeleros de un hecho
singular. Su odio hacia Robespierre se hizo tan intenso el
31 de mayo, que por un instante olvidó que deseaba la
muerte de la Gironda, atravesó la sala y se acercó a
Vergniaud para estrecharle la mano. —Actas del Club de los
Cordeleros, minutas en hojas, separadas y colocadas en el
segundo registro, 3 viernes (24 de septiembre). (Archivos de
la Jefatura de Policía).
15. Es lo que se extrae de los registros del Comité de Salvación
Pública. (Archivos Nacionales)
16. La miseria parecía más cruel que en los últimos momentos
del reinado de Luis XVI, entre el déficit, la inminente
bancarrota y los problemas que no dejaban de aumentar.
Sin embargo se experimentó un aumento singular del
ritmo de obras. Parecía que, con la muerte asegurada y
despojados de la necesidad de pensar en el futuro, ya no
tenían nada que perder. Gracias al movimiento en falso de
Calonne, a la magnificencia de los arrendatarios generales,
que arruinaban a los unos para enriquecer a los otros,
englobando en la concesión los enormes suburbios de
París, las obras de infraestructura habían adoptado una
actividad febril: la calle Royale se concluyó, se comenzó la
construcción del Pont-Royal, se edificó en el Palais Royal,
calles, plazas, teatros, barrios enteros (barrio del Odeón,
Vivienne), nuestras macizas barreras, bastillas del fisco, la
inmensa y gigantesca muralla de París, todo se hizo al
mismo tiempo. Parecía que París se ponía su vestido nuevo
para recibir triunfalmente a la Revolución. —Llega esta
Revolución fecunda, que debía engendrar una Francia de
más de diez millones de hombres en treinta años y
duplicar la riqueza de la antigua Francia. Llega< y con ella
llegan también la miseria y el hambre. —He buscado con
gran curiosidad en las actas de las secciones de París lo que
ese pueblo hambriento solicitaba. Generalmente no pide
más que trabajo. Esas actas, llenas de fraternidad, de
ayudas mutuas, de adopciones de niños, de caridad del
pobre con el pobre, resultan a menudo edificantes. Al
pobre barrio de Saint-Marceau le hubiera gustado que se
realizase en él alguna gran obra de utilidad pública y por
ello suplica al barrio de Saint-Antoine que se una a él para
conseguir que se construya el puente del Jardín Botánico,
que uniría los dos barrios. (Actas de las secciones, Quinze-
Vingts, 22 de noviembre del 92).
17. Todas las constituciones modernas, sin excepción, me
llenan de aburrimiento y tristeza. Todas están escritas con
un estilo aburrido, siguiendo un penoso espíritu mecánico.
No faltan más que dos cosas, el hombre y Dios, es decir,
todo.
La ley es tan modesta que se cierne y se restringe a algunos
pequeños ámbitos de la actividad humana que cree poder
mecanizar. Para todo lo grande se declara incompetente. Se
ocupa de las contribuciones, de las elecciones. Pero no se
ocupa ni del alma del que paga, ni de la inteligencia del
que elige. “¿Queréis hablar de moral o de religión? Buscad
en otra parte; ese es el oficio del cura o del filósofo, como
dice la ley. Yo me quedo aquí con mis urnas de escrutinio,
con mis registros, con mi mostrador y con mi caja. Para
otros la autoridad moral y las cosas de Dios, para otros la
formación de las almas y sujetar los corazones en sus
manos. Ahí está lo espiritual, la parte de María. Lo mío es
lo temporal, la parte de Marta”. Limpiar la casa, barrer y
dar la vuelta al asado. ¡Pobre ley! ¿No sentís que quien
tiene espíritu lo tiene todo?
18. Prudhomme, amigo de Chaumette, y probablemente
alentado por él, se expresó con más libertad de la que se
hubiera esperado de la prensa, ya temerosa, con respecto a
ese retorno religioso. Dice en un tono bastante duro:
“Nuestros legisladores han dado aquí un paso de
cangrejo”.
19. Registros del Comité de Salvación Pública, 13-15 de junio, p.
96, 107. (Archivos Nacionales)
20. Las Memorias de Barère insinúan que fue Danton quien
convocó el segundo Comité de Salvación Pública. Es un
error. En este Comité no hubo más que dos dantonistas:
Thuriot y Hérault; el primero sólo estuvo allí dos meses y
presentó su dimisión. —Los editores de esas Memorias,
hombres honorables y concienzudos, han extraído de ellas
algunas faltas; hubieran podido señalar algunas más. —
¡Fue Danton quien prolongó la Vendée! ¡Danton se ensañó con
el suplicio de los girondinos! ¡Danton ordenó entregar cien mil
escudos a Staël, quien, en vez de llevarlos a Suecia, se quedó en
Coppet; no hemos vuelto a oír hablar de ello! Aparentemente
Staël compartió ese dinero con Danton. —En la hipotética
división de Francia, donde los aliados se asignaban de
antemano lo que concernía a sus estados, Prusia habría
tomado Flandes. Para explicar su famosa frase: “Los únicos
que no regresan son los muertos”, Barère asegura que los
ingleses que Houchard quiso evitar (el 7 de septiembre)
sitiaron rápidamente Valenciennes (tomada el 28 de julio).
—Es evidente que se trata de notas escritas sin prestar
mucha atención y basándose en los vagos recuerdos de un
hombre que por aquel entonces tenía ochenta años.
21. Más adelante daré los detalles de los toscos milagros de
física y magia blanca que se hicieron para conseguir que
los desgraciados vendeanos tomaran las armas. Los curas y
los nobles emplearon con habilidad a sus criados y a sus
campesinos. El célebre Souchu no era juez, como he dicho,
sino sirviente de la familia Charette. De esos criados, el
más enérgico e independiente fue el guarda de caza
Stofflet, a quien su señor había traído de Lorena. Hábil
escamoteador, asombraba también a los campesinos con el
fenómeno del imán. Creían que era un brujo. Era un
hombre de humor sombrío, de cuerpo débil, de apariencia
tímida pero de una audacia indomable. En 1792 este
tartufo aún decía a los aldeanos: “Hijos míos, hijos míos,
obedezcamos las leyes”. Y cuando murió Luis XVI: “El rey
ha sido degollado por defender a nuestro señor Jesucristo.
A nosotros también nos pueden degollar en nuestra casa;
debemos defendernos, tener armas y pólvora”. Stofflet
odiaba y despreciaba a los nobles; veremos que llevó a
cabo contra ellos la afrenta más sangrienta en Grandville
(Memorias inéditas de Mercier du Rocher, administrador del
departamento de la Vendée. Una de las copias de ese
manuscrito se encuentra en la inestimable colección de
Dugast-Matifeux de Montaigu y Fillon de Fontenay).
22. Todo esto queda bien claro en el proceso del impostor
Guillot de Folleville, ex cura de Dol. Lescure, muy devoto,
favoreció claramente ese piadoso fraude que creyó muy
útil para la guerra santa. Guillot viajaba en su coche y
Lescure murió en sus brazos, aunque en esa época ya había
sido desenmascarado (Proceso manuscrito de Guillot,
colección de M. Dugast-Motifeux). Entre otras cosas curiosas
vemos ahí que cuando los vendeanos le hicieron prisionero
le descubrieron su carné de jacobino. Y cuando los
republicanos le volvieron a apresar vieron que llevaba un
corazón de oro que contenía, según el acta, “desperdicios
religiosos” (quiz{ fuesen reliquias) cabellos que según dijo,
una mujer le había dado. Era un hombre guapo, de buenas
maneras, carente de inteligencia, afable y beato.
23. Desde 1791, en la época de la huida del rey, cien
gentilhombres querían apoderarse de Les Sables. Una
fragata y cuatro pequeños buques cargados de soldados
intentaron desembarcar. El 29 de marzo de 1793, Viernes
Santo, los vendeanos atacaron Les Sables. Vemos hasta qué
punto les interesaba tener un puerto (Memorias manuscritas
de Mercier du Rocher). —Los tres hechos que cito a
continuación en relación con la llamada al extranjero están
constatados por tres documentos de indiscutible autoridad.
Los dos primeros se imprimieron en el folleto de Fillon:
Documentos contrarrevolucionarios del inicio de la insurrección
de la Vendée, 1847, Fontenay. Este impreso, enormemente
importante, descubrió una nueva visión de la historia de la
Vendée. —El tercer documento, del 8 de abril, es la propia
carta firmada por el caballero La Roche Saint-André, que
Dugast-Matifeux posee.
24. He observado entre las obras de Sue (el amable y gracioso
escultor) una pieza muy extraña: es el yeso completo de la
cabeza de Charette, moldeado sobre el muerto. Me he
quedado totalmente estupefacto. Viéndolo sentimos que
estamos ante una raza aparte, afortunadamente extinguida,
como otras muchas razas salvajes. Al observar por detrás
la caja ósea vemos que tiene forma de cabeza de gato.
Tiene una furiosa bestialidad propia de la especie felina. La
frente es ancha y baja. La máscara es de una vigorosa
fealdad, perversa y militar, capaz de conmover a cualquier
mujer. Tiene los ojos redondeados y hundidos, para poder
lanzar mejor el rayo del furor y de la lujuria. La nariz es la
más audaz, aventurera y quimérica que jamás hubo ni
habrá. Todo ello horroriza sobre todo por su increíble
ligereza y sin embargo aparece llena de astucia, lanza la
vida al viento, la suya y la de los demás. —Hay una frase
que define a Charette a la perfección. Su lugarteniente
Savin decía a su esposa: “Me hace temer menos por tu
integridad la llegada de los azules que una visita de
Charette”.
25. ¿Cómo se puede explicar la supresión de la Vida de
Charette, llevada a cabo por Bouvier-Desmortiers, en 1809?
¿Por qué no gustaba a la policía? No aparece ni una sola
palabra en contra del gobierno. A los que verdaderamente
disgustaba esta apología de Charette era a los grandes
nombres aristocráticos ligados al emperador, sobre el cual
tenían mucha influencia. Este libro, ingenuo hasta en su
parcialidad, molestaba cruelmente a la interesada epopeya
de la Vendée. Se buscaron todos los medios posibles para
meterlo bajo tierra. —Se estuvo cerca de hacer lo mismo
con Vauban, con Quiberon, con el papel del conde de
Artois, etc. Para profundizar sobre estos temas conviene
ver el artículo timlado Charette y otros que Lejean ha
incluido en la Biografía bretona, todos ellos de un penetrante
tono crítico, tan firmes como ingeniosos.
26. El verdadero rival de Charette fue un bordelés, Joly,
hombre verdaderamente extraordinario, ignorante, que
dominaba por instinto todas las artes: era excelente sastre,
relojero, arquitecto, zapatero, herrero y cirujano. Era de
una bravura y ferocidad extraordinarias. Hizo fusilar a su
hijo porque servía a los patriotas. Despreciaba a los nobles
(como Stofflet) y detestaba a Charette, que le mató.
27. Así eran y así les encontré, cuando vine a instalar aquí mi
hogar itinerante en medio del gran naufragio. Mi corazón
se sintió reconfortado al ver que Francia seguía siendo
Francia. Sólo de mí dependía aprovechar esa noble
hospitalidad. —Un valiente vendeano, excelente patriota,
al saber que estaba escribiendo sobre la Vendée de 1793, se
ofreció a llevarme en su coche y a hacer conmigo, para mí,
el recorrido por todas las localidades que se hicieron
históricas; lo rechacé porque era un viaje muy caro.
Entonces se envalentonó y me confesó que su objetivo era
otro. Quería ofrecerme su casa de Nantes. Otras personas
quisieron arrastrarme y llevarme a todas partes. Espero
que sepan disculparme por no haber aceptado nada de
esto. El fuerte y sagrado vínculo de la hospitalidad antigua,
semejante al del parentesco, también es fuerte entre ellos y
yo. El vínculo de la simpatía existía hacía ya mucho
tiempo. Las primeras páginas de mi Descripción de Francia
(t. II de mi Historia) así lo atestiguan. —Salí de París porque
necesitaba claridad y apoyar mi trabajo en los preciosos
documentos que contienen los depósitos públicos y las
colecciones particulares de Nantes. Fueron puestos a mi
disposición con una libertad por la que siempre estaré
agradecido. La biblioteca y los archivos del ayuntamiento,
del departamento y de los tribunales me revelaron un
mundo cuya existencia ni siquiera sospechaba. El
historiador pudo decir, como Temístocles huido de Atenas:
“Moriríamos si no hubiéramos muerto ya”. ¿Qué habría
sido de mí, incluso en París, si no hubiese sabido de la
existencia de la colección de Dugast-Matifeux, única en lo
que a la Revolución en el Oeste respecta? Dugast, también
historiador (y que nos debe esta gran historia), también
abrió el tesoro de su colección y de su todavía mayor
erudición, al recién llegado, que esbozaba la epopeya de la
Vendée, se robó a sí mismo para dar al otro la flor de tantas
cosas nuevas, importantes y laboriosamente atesoradas.
Me siento feliz conmigo mismo, pero también me siento
orgulloso de la naturaleza humana y de la Francia que
tanta gente hoy menosprecia, de la Francia patriota.
28. Las memorias de Mercier du Rocher dejan muy clara la
indiferencia común entre los dos partidos. El departamento
de la Vendée no recibió respuesta ni de Monge, ni de
Beurnonville, ni de Bouchotte, ni de la Convención.
29. El acta de defunción de Meuris que Guéraud, de Nantes,
me facilitó, dice que nació en Tournai. Gachard, archivero
general de Bélgica, y el secretario de la ciudad de Tournai
tuvieron la extrema bondad de buscarme su acta de
nacimiento en los registros de esta ciudad. Pero su acta de
matrimonio, encontrada después en Nantes por Dugast-
Matifeux, nos dice que no nació en Tournai: Amable-Joseph
Meuris nació en 1760 en la parroquia de Rassignies (comuna
valona de Bravante), diócesis de Malines; estaba domiciliado en
la parroquia de Saint-Georges de Tournai, se casó en 1784, en
Nantes, con Marie-Ursule Belnau, hija de un sastre. Según
la inscripción de su tumba (cementerio de la Bouteillerie),
Meuris servía desde hacía tres años, cinco meses y seis días
(sin duda en la guardia nacional), cuando
desgraciadamente le mataron el 14 de julio de 1793.
30. He citado una bellísima canción de Tournai sobre su
victoria de 1477 en mi Historia de Francia. —Un empleado
del Loira Inferior, oficial encargado de un camino, si no me
equivoco, hizo una recopilación de las canciones
vendeanas de ambos bandos. Resultaría muy interesante
que lo publicase.
31. Carta de d'Elbée, publicada por Fillon, Entrada de los
vendeanos en Ancenis.
32. Conozco este hecho a través de mi amigo Souvestre, que
conoce la historia del Oeste con asombroso detalle. Varios
de los capítulos del Sans-culotte bretón se componen de
bellas páginas de historia, admirablemente exactas.
33. Quiero decir extremadamente desequilibrado. Era muy
afable (fue él quien impidió que se fusilara a los ciento
treinta y dos nanteses) pero sufría accesos de violencia y de
exaltación. La tan juiciosa apreciación sobre el Terror que
encontramos, carente de autor, en la página 495 de Guépin
(Historia de Nantes, segunda edición), es de O’Sullivan. El
eminente historiador ocupa un lugar en la historia gracias
a su inmortal iniciativa del puente de Pirmil; fue él quien,
el 30 de julio de 1830, cortó ese puente, principal conexión
entre Bretaña y la Vendée, y probablemente cortó el nudo
de la guerra civil.
34. Allí mataron al valiente abuelo del valiente y generoso
Rocher, comisario de la República en cinco departamentos
en 1848 y muy querido por todos los partidos. —Estas
bellas leyendas de Nantes merecían haber sido contadas
por Walter Scout, el elocuente autor de Champ des Martyrs,
M. E. Ménard.
35. Archivo del tribunal de Nantes, registro titulado Depósito
de documentos y procedimientos, 21 de septiembre de
1793, n° 181.
36. Esto es lo que dice expresamente en su informe para los
Comités reunidos y lo que repite en sus documentos
manuscritos que su hija y su yerno, Alexandre Bodin, han
querido facilitarme.
37. Archivos del Ayuntamiento de Nantes.
38. Pocos días después su viuda, cargada de hijos, dirigió una
petición a las autoridades. Un muchacho formado por
Meuris se encargaba de la pobre tiendecilla y mantenía a la
familia. La viuda de Meuris pidió que fuera eximido del
servicio o como decían, que fuera puesto en requisición para
la tienda de Meuris. Se pasó al orden del día (Colección de
Chevaz). El batallón Meuris, que había quedado reducido a
unos pocos hombres, recibió a modo de recompensa
nacional un lote de medias, camisas y zapatos. Poco
después de la muerte de su jefe se decidió “que sería
incorporado a un batallón puesto a disposición del ministro de
la guerra”. Esto suponía su licenciamiento. Los hombres
que lo componían, varios de ellos padres de familia, no
debían ir a la frontera debido a su edad. Antes de retirarse
deseaban al menos recuperar sus pertenencias perdidas en
Nort en aquel heroico combate. Se les dio una seca
respuesta, que “emplazados allí por el general,
combatieron como cualquier cuerpo armado por la
República y no como tropa nantesa; que se dirigiesen al
comisario de las guerras”. Pero este se negó a ver en ellos
algo más que un cuerpo nantes. Entonces se anuló el
vergonzoso e ingrato decreto y se les dio esperanzas de
recibir una indemnización; se prometió deliberar sobre lo
que convenía dejar a los hombres de ese batallón, a los que
no les quedaba ninguna ropa si se les despojaba de lo que
era de la ciudad. —La Société de Vincent-la-Montagne
pedía que los treinta que quedaban del batallón tuvieran
un suplemento del sueldo de quince soles, sus mujeres de
diez y sus hijos de cinco. “La ley —se les respondió— es
contraria a esta medida”. Y ese mismo día, fue concedida
una indemnización de doce mil francos al estado mayor de
la guardia nacional. Tras haber sido tan mal tratado, el
batallón Meuris decidió disolverse. Antes de eso quiso
colgar su bandera en las bóvedas de Saint-Pierre, la
parroquia del hojalatero. Y recibieron la respuesta de que
las iglesias ya no estaban destinadas a esos usos. “¡Pues la
pondremos en la Sociedad Vincent! dijeron”. A lo que el
procurador del departamento hizo esta triste observación:
“Que esa bandera, pagada con los fondos de los
administrados, sólo les pertenecía a ellos y que sólo podía
ser depositada en el departamento”. El general Canclaux se
avergonzó de la administración; intervino y consiguió que
la bandera del batallón fuese depositada allí y que la
administración en pleno le acompañase para honrar la
memoria de Meuris, miembro de esta Sociedad. (Archivos
del departamento de Loira Inferior)
39. Pocos se dirigieron a él sin ser escuchados. Se cuenta que
una pobre muchacha le pidió la absolución para su padre,
condenado a muerte, y la consiguió prometiéndole que se
entregaría a él. Marat la puso a prueba hasta el final y
acudió a la cita. Al verla allí resignada, esperando entre
lágrimas y desesperación, respetó a la joven y salvó al
padre. —Barras dice en sus Memorias (inéditas y hechas
públicas por H. de Saint-Albin) que un día en la calle Saint-
Honoré vio a un pobre diablo vestido de negro al que el
pueblo perseguía. Afortunadamente Marat pasaba por allí
y salvó al hombre de una forma muy original. “Le conozco
—dijo—, conozco a este aristócrata” (no le había visto en
su vida). Le dio una patada y dijo: “Esto te corregir{”.
Todo el mundo se echó a reír. Se marcharon convencidos
de que al igual que los antiguos reyes tocaban las
escrófulas y las curaban, el Amigo del Pueblo, de una
patada, curaba la aristocracia. —Entre una infinidad de
declamaciones tan carentes de gracia como violentas, hay
más de un pasaje en esos periódicos que nos habla de su
amor sincero y ardiente hacia la humanidad. Recuerdo
entre otros un pasaje (14 de junio de 1790 o 1791) que
hablaba de la posibilidad de instalar camas en los
conventos convertidos en bienes nacionales, para los
indigentes casados; quedan muy patentes una ardiente
impaciencia y una viveza de sentimientos que resultan
muy conmovedoras. Mientras lo leía pensaba en las
palabras de la Palatina, citadas por Bossuet, inocentes
palabras de humanidad santa: “¡R{pido, r{pido! Pongamos
a estas tres pobres ancianas en estas camitas”.
40. Los historiadores novelescos nunca dejan libre a su heroína
sin intentar demostrar que estuvo enamorada. Dicen que
esta lo estuvo probablemente de Barbaroux. Otros,
basándose en una nota de una vieja criada, dicen que
estuvo enamorada de Franquelin, joven sensible y bien
plantado, que habría tenido el insigne honor de ser amado
por mademoiselle Corday y de haberle costado lágrimas.
Esto denota un conocimiento muy poco profundo de la
naturaleza humana. De estos actos deducen la austera
virginidad del corazón. Si la sacerdotisa de Táuride sabía
hundir un cuchillo era porque ningún amor humano había
ablandado su corazón. ¡El más absurdo de todos es
Wimpfen, que nos la presenta como realista! ¡Y enamorada
del realista Belsunce! El odio que Wimpfen sentía hacia los
girondinos, que rechazaron sus propuestas de llamar al
inglés, parece haberle vuelto loco. Llega incluso a suponer
que el pobre Pétion, medio muerto y que en ese momento
no pensaba en otra cosa que en sus hijos y en su mujer,
pretendía< (¡adivínenlo!<) ¡quemar Caen, para acto
seguido, imputar ese crimen a la Montaña! Lo demás va en
esa misma línea.
41. Mañana en el Capitolio él hace un sacrificio<
Que él sea la víctima, hagamos en este lugar
Justicia al mundo entero, ante los dioses.)
42. ¡Oh, virtud! ¡El puñal, única esperanza de la tierra,
Es tu arma sagrada!
43. La insuficiencia de los salarios, sobre todo para las
mujeres, sólo era compensada por el robo de onzas, pequeño
robo habitual en el pesaje de la seda, tarea que se le
confiaba a la obrera; si el jefe o el ayudante hacía la vista
gorda podemos imaginar a qué precio. Incluso la mujer
que no había robado no obtenía trabajo sin esta triste
condición. Se decía que en ningún lugar había peores
costumbres que en Lyon. No es por casualidad que hacia
1790 nuestro más horrible novelista haya ambientado en
esta Sodoma el último episodio de su espantoso libro.
44. Revolución de Italia, escrita por Quinet. Ya se ha concluido
ese terrible libro, ¡la más severa autopsia que jamás se haya
hecho de la muerte de un pueblo! Ahora ya sé lo que es la
muerte. Ya no me podrá enseñar nada. Ya me he metido en
el ataúd. He contado los versos< ¡Ah, que amarga ha sido
para mí esta profunda y cruel iniciación!
45. Un solo hecho que caracteriza a los partidos y a sus
historiadores, atrozmente apasionados. —Guillon cuenta
con placer la muerte de Santemouche, amigo de Chalier,
que fue absuelto por el tribunal y estrangulado por los
moderados. “Sus crímenes —decía— ya los he contado en
tal y cual p{ginas”. Vamos a dichas p{ginas y sólo
podemos leer que Santemouche, oficial municipal,
recaudaba de casa en casa y sable en mano, el impuesto
decretado. De esta guisa entró en casa de dos mujeres que
resultaron muy afectadas. Sin duda el hecho es
condenable, pero ¿de verdad le hace merecedor de la
muerte?
46. “Ricos despreocupados que ronc{is entre algodones,
¡despertad, sacudid vuestras adormideras!< Suena la
trompeta; ¡a las armas!< Fuera la pereza y el
apoltronamiento< Os frot{is los ojos, bostez{is< Os
cuesta abandonar ese lecho perfumado, esa almohada de
rosas< ¡R{pido, r{pido! El último beso y vestíos< ¡Gente
honesta, qué crueldad! ¡Qué mal se os trata! ¿Es un crimen
probar los placeres “legítimos”? Sí, todo placer es criminal
cuando los sans-culottes sufren, cuando la Patria está en
peligro. Y entonces, melosos perversos, no declaráis todo.
Os dedicáis a dormir y a ser buenos esposos mientras que
tenéis insomnios de Catilina, mientras que urdís, en el
silencio de las noches, tramas liberticidas< ¡Bah!,
misericordia para todos los pecados< Haced, oh ricos, una
pequeña penitencia< Mosquete al hombro y espada al
viento; galopad hacia el enemigo< Tembl{is; ¡oh! No
teng{is miedo; no iréis solos< Tendréis como hermanos de
armas a nuestros valientes sans-culottes, que no ponen
bordados bajo su barbilla, sino que tienen pelo en los
brazos< Cuento con vosotros, pese a lo que digan las
malas lenguas< Me ofrezco a ser vuestro capit{n< Me
vanaglorio de tener estos soldados< No sois tan malos
como se dice. Si nos hubiésemos frecuentado valdríais cien
veces más. Los aristócratas son incorregibles sólo porque
los descuidamos mucho< Se habla de guillotinarlos;
pronto se har{< Es horrible. ¿Pero qué sentido tiene
arrojar al enfermo por la ventana para no tener que
curarle? ¿Es humanitario? Venid, ricos, y dejad vuestro oro
para andar más ligeros; la bandera ondea; la señal ha sido
dada< Sumerj{monos lealmente en el barro< Avanzad,
haced fuego; os habéis incorporado a los batallones
patriotas; luchad como leones< No moriréis; no resultaréis
heridos< Chalier, vuestro capit{n, responde con su cabeza
por todos los cabellos de la vuestra. ._ Quiero que, por
vuestra parte, aportéis centenares de cráneos prusianos,
austriacos e ingleses, en los que vuestras mujeres y
vuestras hijas beberán extasiadas el vino de la libertad, de
la república y de la victoria”. (Fragmento de Chalier, citado
por Chassagnon, Ofrenda a Chalier; Guillén, Memorias sobre
Lyon, I, 445)
47. Es el triunfo fácil que el clero se atribuye en el martirio de
los librepensadores. Sea cual sea la autoridad, cierra el
acceso a todo amigo de la libertad a los que podría alentar
en su fe. Sin embargo, sí que acerca al cura, qué puede
conseguir que renieguen de sus principios y hacer así de
los héroes unos penitentes. Ese cura es bien recibido en
tanto que es hombre. En esa espantosa soledad del pobre
paciente, que se halla ya fuera de la naturaleza y que sólo
ve al verdugo, se acerca a él un hombre con los brazos
abiertos y le toca el corazón. Hace falta una fuerza
sobrehumana para que el moribundo emplee los pocos
minutos que le separan de la eternidad en defenderse de
forma lógica, en discutir con su alma. Y si lo hace ¿quién lo
sabrá? El único testigo de ese combate es el cura,
interesado en decir que ha vencido. Se resista o no el
paciente, siempre se asegurar{ “que tuvo un bello final”. Es
por ello que quitándole todo, incluso la vida, se le suprime
además lo que quería aún más que a su vida: la constancia
en su fe y en la comunión interior con los suyos. Se les
brinda el amargo dolor de creer que no les ha sido fiel y
que en la hora de la muerte ha renegado de ellos. —Así
transcurrió todo para Chalier. En el momento en que
Couthon entró en Lyon con su ejército victorioso, el 8 de
octubre, un tal Lafausse, vicario general de Lyon, se
presentó ante él y se vanaglorió de haber confesado a Chalier,
que había tenido un final muy cristiano, había besado el crucifijo,
etc. Los robespierristas, enormemente favorables al clero
constitucional, acogieron muy bien la noticia. Se publicó
una carta de Lafausse en el Monitor. Es de esta carta y de
algunas notas de Chassagnon de donde Buchez y otros han
extraído el cuento de un Chalier cristiano, cuento
suficientemente rebatido por la tentativa de suicidio que el
propio Chalier declaró y por el Cristo roto del que hemos
hablado con anterioridad.
48. El débil ministro del 31 de mayo, Garat, minado en los
Jacobinos por una serie de ataques hábilmente preparados,
acosado en la Comuna, señalado en la calle por unos
carteles que le acusaban de ser el causante del hambre del
pueblo, ya no era más que una hoja de otoño que un golpe
de viento debía llevarse. Los hebertistas, creyendo que ya
poseían su ministerio, comenzaron a perseguir a Collot
d'Herbois. Collot resultaba temible por el hecho de
representar los más siniestros poderes de la Revolución, la
embriaguez y el vértigo, y las cóleras, reales o simuladas.
Furioso, bromista, terrible o burlesco, siempre captaba la
atención, porque nunca se sabía si había que temblar o reír.
Con el pretexto de que tenía que llevar a cabo una misión
fue al ministerio a solicitar un coche. Llegó a la hora a la
que sabía que el ministro no estaba allí. “¿Por qué se ha
marchado?”. Se enfada, echa pestes, recorre los despachos,
golpea las puertas y aterroriza a los empleados. Entonces
pide, exige, que se le dé cierto escrito. El documento era
muy inocente: se trataba de una serie de preguntas que
Garat hacía a los departamentos para conocer cuál era el
estado de Francia. Entre otras encontramos esta: ¿Cuánto
pierden los asignados?”. Collot corre a la Convención,
denuncia, grita, monta en cólera: “¡Sugerir que los
asignados pueden perder!< ¡Qué crimen!”. Con sus dotes
de actor consigue ridiculizar a Garat y convertirle en un ser
odioso, seguro de que si la Convención se echa a reír, si el
desprecio alcanza a Garat, el asunto resultará zanjado. —
Garat, convocado de urgencia, estaba muy pálido en la
barra y cuanto más pálido estaba, peor iban las cosas. El
entonces presidente Danton, vio que desfallecía. Le cedió
su asiento y elevó su tono de voz: “Garat —dijo—, no ha
nacido para elevarse ni a la energía, ni a la altura
revolucionaria”. Y poniendo solemnemente su mano sobre
la cabeza del pobre diablo, dijo: “Te declaro inocente en
nombre de la naturaleza”. —Esta gran escena de comedia,
mejor que la de Collot, salvó a Garat, que perdió su puesto
pero conservó su cabeza. Hébert falló su presa. El
ministerio fue entregado a un amigo de Danton.
49. Reabro aquí una herida de mi corazón. Este museo,
adonde mi madre, en mi etapa de infancia indigente, pero
de muy rica imaginación, tantas veces me llevó cogido de
la mano, pereció en 1815. Un gobierno nacido en el
extranjero se dio prisa en destruir ese santuario del arte
nacional. ¡Cuántas almas habían sentido allí la chispa
histórica, el interés por los grandes recuerdos o el vago
deseo de remontar todas las etapas históricas! Aún
recuerdo la emoción, siempre la misma y siempre viva, que
hacía latir mi corazón cuando, siendo todavía muy
pequeño, entraba bajo esas bóvedas sombrías y
contemplaba esos pálidos rostros, cuando iba y buscaba,
excitado, curioso, temeroso, de sala en sala y de época en
época. ¿Qué buscaba? No lo sé; sin duda la vida de
entonces y el genio del tiempo. No estaba muy seguro de
que todos esos durmientes de mármol tumbados sobre las
tumbas ya no vivieran; y cuando de los suntuosos
monumentos del siglo XVI de resplandeciente alabastro
pasaba a la sala baja de los merovingios, donde se hallaba
la cruz de Dagoberto, no tenía muy claro que no fuera a
ver sentarse a Chilperico y Fredegunda.
50. El arte, al igual que la época, se buscaba a sí mismo. Su
poderío dormía aún en tres niños: Gros, Prudhon y
Géricault. El rey de aquel momento era David. Lo que el
esfuerzo es a la fuerza, David fue a Géricault. —Alumno
de arquitecto y no de pintor, David dirigió sus primeras
miradas hacia los mármoles, hacia las líneas carentes de
flexibilidad y de ellas conservó la rigidez. Había dos cosas
que odiaba con toda su alma y a las que había declarado la
guerra: en primer lugar a la naturaleza, a la blanda
naturaleza del siglo XVIII y después a las artes de su
tiempo. Hacía que sus alumnos se ejercitaran jugando a la
pelota contra las obras de Boucher o de Lebrun. Habría
hecho guillotinar a Watteau si este hubiese vivido aún, y
pidió que al menos se demoliera la puerta de Saint-Denis.
—Este genio violento se vio, al parecer, impulsado a
realizar estudios anatómicos, como lo había hecho Miguel
Ángel. Pero para sentir la muerte hay que sentir la vida. El
arte antiguo absorbió a David, el mármol le retuvo,
desgraciadamente no la escultura griega, sino la antigua de
la decadencia. ¡Hecho extraño! Cada vez que se descuidaba
dejaba su mano suelta, sin pensar que era David, en tal
dibujo, en tal retrato, y se vio convertido en un gran
maestro. El misterio estaba ahí. Había en él un grandísimo
pintor y en torno a él una gran escuela. Se sentía muy
responsable ante esta dócil multitud. Se comportó
demasiado como profesor. La época del Terror, la
admiración y la amistad por Robespierre y el poder
monárquico que tuvo entonces, guillotinaron su genio. Lo
sentía de forma confusa y sufría por ello. Este sufrimiento
le hacía ser cruel. Por un lado le fecundaba y por otro le
anulaba. La naturaleza, tan odiada por él, se vengaba,
como una mujer maltratada por su esposo; ese sufrimiento
acariciaba en un ignorado rincón al más pequeño de sus
alumnos y con un beso creó a Proudhon.
51. Actas de la Comuna y de las secciones. (Archivos de la
Jefatura del Sena y de la Jefatura de Policía).
52. Demostrado: 1° por las confesiones de Bouillé padre (1797);
2° por la declaración más positiva de Bouillé hijo (1825)
que tuvo en su mano una comunicación en la que el rey y
la reina decían que ellos mismos realizarían un llamamiento a
los ejércitos extranjeros; 3° por la carta en la que la reina
escribió a su hermano el 1 de junio de 1791 para conseguir el
auxilio de las tropas austriacas (Revista retrospectiva, 1835,
según el documento conservado en los Archivos
Nacionales). —La familia de la reina no hizo nada por ella.
Austria sólo se implicaba en la guerra por sus propios
intereses, pero nunca por ayudar a Luis XVI o a María
Antonieta. No me creo ni una sola palabra de lo que
dijeron más tarde los hombres de la coalición para excusar
la cruel indiferencia de sus príncipes, que un Linange ofreció
la paz a cambio de la reina (Memorias de un hombre de estado, t.
II, pág. 316). —Si Mercy, amigo personal de la reina,
ofreció dinero a Danton por salvarla, demostraba con este
gesto ignorar por completo la situación; se equivocaba de
época. Danton no podía hacer nada, ya no era nada. Carlos
IV también dijo, para excusarse, que su ministro hizo lo que
pudo, pero que Danton quería oro. Artaud no se cansa de
repetir estas estúpidas mentiras. —Ciertamente no hay
nada más que lo que hemos dicho antes basándonos en los
Registros del Comité de seguridad general.
53. La obra capital sobre la batalla es la de Piérart, de
Maubeuge. Muestra con una precisión admirable los
detalles topográficos, los hechos, las fechas y todas las
circunstancias, con enorme interés y claridad.
54. Se ha levantado contra nosotros
El cuchillo sangriento de la tiranía.
55. ¡Adelante, hijos de la patria<!
56. Este último punto fue fuertemente destacado por la
Comuna el 5 de septiembre y por Saint-Just el 16 de
octubre: “Nuevos señores, igual de crueles, se elevan sobre
las ruinas de la feudalidad”, dijo Chaumette. Y con harto
dolor, Saint-Just dijo: “¡Nuestros enemigos han sacado
provecho de nuestras leyes!”.
57. ¿Quién sufría nuestras crueles discordias? Ellos incluso
más que nosotros, quizás. Nosotros teníamos el furor y
ellos la desesperación.
Nos sentimos muy mal por lo que ocurrió en Maguncia.
Custine, con la brutalidad de un soldado, de un gran señor,
llegó incluso a amenazar al presidente de la Convención
maguntina. Uno de los dos enviados de Maguncia, Adam
Lux, quería matarse el 31 de mayo, porque creía que la
República estaba muriendo y que no podría vivir sin ella.
Quería la muerte y la consiguió (fue guillotinado el 8 de
noviembre). El otro, Forster, hijo del ilustre navegante, que
había salido victorioso de todos los peligros a los que se
enfrentó en los más peligrosos viajes, llegó a París como si
hubiese llegado a un puerto y murió de miseria, de dolor,
de aislamiento, como si en el naufragio el mar le hubiese
arrojado a un escollo desierto. De entre los patriotas de
Maguncia que habían respaldado este largo sitio, uno de
ellos, Riffle, que combatió valientemente por Francia en
plena Vendée, fue la primera víctima de la traición de
Ronsin. ¡En Torfou, cerca de Kléber, la primera bala de la
Vendée fue para él! Murió allí, lejos de los suyos, sin otro
pariente que Kléber, quien también derrocado y herido en
este cruel enfrentamiento, fue tocado en el corazón y sintió
una lágrima amarga en su fuerte alma de soldado.
¡Duras confesiones para el historiador!< ¿Pero sabéis lo
que decía Alemania durante este tiempo?
¡Oh, violento amor por Francia! ¡Milagro sangrante,
imposible de comprender para los que no tienen en su fe la
clave de los misterios! Alemania, idealista y fuerte, que se
despojaba del corazón materno y de la piedad de sus hijos,
decía estoicamente, desde lo alto de la cátedra de Fichte:
“¡No, esta sangre no es sangre, la muerte no es la muerte!
Todo lo que puedan hacer Francia y la Revolución está
bien”. Así que mientras Francia se maldecía a sí misma, ese
gran profeta que era Alemania, le enviaba de antemano las
bendiciones para el futuro.
58. Chaumette reveló este misterio. Cuando se le preguntó en
los Cordeleros “cómo pudo sospechar que los comités
revolucionarios a veces eran capaces de perseguir a sus
enemigos personales, de abusar de su dictadura”, respondió:
“He seguido el pensamiento de Anacharsis Clootz”.
(Archivos de la policía)
59. Todo esto en lo que respecta al enfermo, al viejo, al hombre
que se encuentra profundamente solo entre la multitud de
desconocidos, perdido al final de su vida en esos vastos
desiertos llamados hospicios. ¡Qué noble, generoso y tierno
es pensar siempre en aquel en el que nadie piensa ya!
Por otro lado ¡qué útil y fecunda puede resultar una
comunicación de este tipo para el enfermo, para el
trabajador que está en la edad de la fuerza y que de forma
temporal vive en el hospicio! Es su único momento de ocio.
Siendo más joven tuvo y perdió las dos ocasiones de
adquirir cultura que todos se ven obligados a perder: la
escuela y el ejército. Mañana el trabajo incesante,
implacable e inexorable le llenará por completo. ¿De qué
les sirven vuestras escuelas nocturnas al pobre herrero que
ha batido el hierro durante doce o quince horas seguidas?
Si es capaz de dormirse de pie, ¿cómo conseguiréis
mantenerlo despierto? No, el único momento para esto es
cuando está en el hospicio, son los días de enfermedad, los
días de convalecencia. Sólo entonces el trabajador tiende a
la reflexión. Esos hombres de fuerza y de labor necesitan
un poco de debilidad para estar verdaderamente
despiertos. La plenitud sanguínea, en su estado ordinario,
es para ellos como una especie de embriaguez o de sueño.
Enternecidos, mortificados por la enfermedad, son más fáciles
de civilizar. Tanto si les llega un alimento como si les llega
para llenar su tiempo libre una lectura patriótica o una
lectura referente a su arte, su alma echará a volar. Se
pondrán a soñar, se podrán orientar y conseguir una vida
mejor, más inteligente y más sabiamente ordenada. La
enfermedad, convertida en algo beneficioso para los
hombres, será como una útil función de la naturaleza, que
ha suspendido su trabajo sólo para iniciarles a la
civilización. Que la patria les reciba, así recuperados, al
salir del hospicio, que les abra sus escuelas, sus fiestas, sus
museos, en los días de reposo, que continúe con la
educación iniciada en la cama del hospicio por la
clarividente Comuna que fue allí a consolarles.
60. Cobardes opresores de la tierra,
Temblad, ¡sois inmortales!
61. Gorro rojo.
62. ¿Es realmente necesario decir que ese culto no era el
verdadero culto a la Revolución? Estaba ya vieja y cansada,
era demasiado mayor como para procrear. Este frío ensayo
de 1793 no sale de su seno ardiente, sino de las escuelas
razonadoras de los tiempos de la Enciclopedia. —No, esta
cara negativa y abstracta de Dios, por muy noble y elevada
que sea, no era la que pedían ni los corazones ni la
necesidad de los tiempos. Para respaldar el esfuerzo de los
héroes y de los mártires, hacía falta un dios que no fuera el
de la geometría. El poderoso dios de la naturaleza, el Dios
Padre y Creador, desconocido en la Edad Media (véase
Monuments, de Dideron), no habría sido suficiente; no
bastaba con las revelaciones de Newton y Lavoisier. El
Dios que el alma necesitaba, era el Dios de la Justicia
heroica, por el que Francia, el cura armado de Europa,
debía evocar desde la tumba a los pueblos sepultados.
Aunque aún no hubiese sido nombrado ni adorado en
nuestros templos, ese Dios fue igualmente seguido por
nuestros padres en su cruzada a favor de las libertades del
mundo. ¿Qué tendríamos hoy sin él? En las ruinas
amontonadas, en el hogar apagado, destrozado, cuando el
suelo huye bajo nuestros pies, en él reposan firmes y fijos
nuestro corazón y nuestra esperanza.
63. Los robespierristas emplearon una táctica muy hábil para
curar homeopáticamente el mal, para neutralizar el culto a
la Razón mediante otro culto. Robespierre, poco favorable
a Marat (véase la destacada obra de Hilbey), intentó que no
se le depositara en el Panteón. Por eso resultó tan extraño
ver cómo David, el hombre de Robespierre, solicitaba el 14
de noviembre que Marat fuese llevado allí con solemne
pompa. La Razón se iba a ver comprometida por la
competencia o la suma de ese nuevo Dios. La devoción de
los cordeleros había expuesto su corazón a la adoración
perpetua de otra reliquia: el corazón del jorobado
Verrières. Los idiotas mezclaban a Marat con el Sagrado
Corazón mascullando: “Corazón de Marat, corazón de
Jesús, etc.”. La cabeza de Chalier pronto compartiría los
mismos honores. Tales y cuales secciones de París hicieron
anexiones extrañas, como la del busto de Mucius Scévola,
entre otras. Por un momento Chaumette tuvo miedo de
que su propia imagen se convirtiera en objeto de idolatría y
prohibió que se grabase su rostro. Rechazó los más
inocentes símbolos del pueblo. Por ejemplo, al barrio de
Saint-Antoine, a los herreros de los Quinze-Vingts, les
hubiera gustado que el nuevo culto tuviera un hogar, un
fuego eterno. Esta idea nada idolátrica, fue rechazada por
la Comuna. “La Razón sólo acepta —decía Chaumette— la
palabra humana, la enseñanza moral”. (Actas de la
Comuna y de las secciones. —Archivos del departamento y
de la Policía)
64. En la Vendée abundan los milagros. Los guillotinados
resucitan; algunos hombres lucen en sus cuellos la cicatriz
roja de la guillotina. El diablo, en forma de gato negro, se
dejó ver al fondo del tabernáculo donde un cura que había
prestado juramento, se disponía a elevar la hostia. ¿Por qué
los republicanos, en una de sus victorias, conocían tan bien
de antemano la disposición del ejército vendeano? Un cura
constitucional adquirió forma de liebre para acercarse: la
vieron entre dos trincheras; en vano se descargaron contra
el diabólico animal más de quinientos disparos (Memorias
manuscritas de Mercier du Rocher).— Afortunadamente los
vendeanos tienen en su cabeza un mago, no del diablo,
sino de Dios, el devoto brujo Stofflet.
65. Carnot indicaba a Lindet todos los días los movimientos de
los ejércitos. Pero era Lindet quien debía encontrar los
recursos: las subsistencias, los transportes, el instrumental,
las ropas, objetos de campamento, etc. La dificultad fue
aumentando a medida que la requisición iba produciendo
efectos. Francia se tranquilizaba al ver a sus catorce
ejércitos y a su millón doscientos mil hombres. A la
administración le horrorizaba. “¡Qué estado puede
mantener ese prodigioso pueblo armado! Nos hundiremos
—le decía Lindet a Carnot— si no invadimos el país
enemigo”. Cuando el Comité hizo volver a Lindet de su
misión (el 2 de noviembre), preguntó dónde estaban las
tres administraciones que se le habían confiado y le
mostraron< el vacío. Hacía cuatro meses que los
administradores del vestuario estaban en prisión; no se
había pensado en reemplazarlos. A las preguntas
formuladas por Lindet sólo había una respuesta:
“Tendremos el ejército revolucionario”. Así, dijo, se
convertiría en un gobierno tártaro al estilo de Tamerlan.
Esta armada, recorriendo el interior, habría alimentado a
sus ejércitos y sus plazas fuertes con sus saqueos. Quizá
Francia hubiera estado defendida, pero no habría tenido
gran cosa que defender y no ofrecería más que un desierto
y volcanes. —¿Qué medios se emplearían? ¿Se podría
recurrir a auxiliares extranjeros? En absoluto. Francia,
rodeada por todas partes, era como una plaza bloqueada.
Esos grandes servicios públicos que había que organizar
¿podían ser confiados a compañías? Ninguna habría
inspirado confianza y en realidad ninguna habría
respondido con sus recursos a la inmensidad de las
necesidades. Habría hecho falta emplear al país entero y
sin reservas para esta enorme operación que consistía en
salvar Francia. Una sola y terrible palabra bastó:
Requisición. En lo que al vestuario respecta, Lindet y Carnot
pidieron a cada distrito que vistiera y armara a un batallón,
a un escuadrón. En cuanto a las subsistencias, se pidió
grano y fue repartido poco a poco de forma que fuese
distribuyéndose desde el centro hasta los ejércitos. Para el
transporte se reunieron cincuenta mil cabezas entre
caballos y mulos. Estas duras medidas fueron suavizadas
dentro de lo posible gracias a la agudeza de Lindet.
Remedió así los abusos a los que al principio eran
sometidos los cultivadores, a los que se obligaba a
desplazarse cuarenta o cincuenta leguas para la requisición
de grano o de transportes militares. Cada distrito llevaba
su grano solamente hasta los límites de su territorio. No se
exigió ningún otro transporte más allá de diez leguas. Esta
tiranía necesaria fue conducida con una firme suavidad
que llenaba de admiración. Los distritos de Commercy y
de Gondrecourt habían negado su grano; los agentes de
esos distritos se hallaban en peligro de muerte. Lindet les
hizo ir a París, les informó sobre cuáles eran las
necesidades generales y se marcharon llenos de
arrepentimiento. La situación de Lindet era doble y difícil.
¿Qué es lo que le permitía hacer esas requisiciones? El
Terror. ¿Quién le impedía aprovechar los recursos que
podía haber encontrado en el comercio? El Terror. Desde
que se metió en los negocios intentó despertar en los
negociantes el interés de asociarse para conseguir traer lo
que nos faltaba de África, de Italia o de los Estados Unidos.
Pero por un lado nuestros corsarios irritaban a los
neutrales, les desvalijaban sin piedad y les obligaban a
evitar nuestras costas; por otro lado los ciegos terroristas
amenazaban con guillotinar incluso a los agentes de
Lindet, por cometer crímenes de negocios.
66. Inspectores reales que visitaban las provincias bajo el
poder de los carolingios, especialmente en tiempos de
Carlomagno. (N. de J.M.I.)
67. Estos documentos son las cartas de Baudot y Lacoste
(diciembre de 1793). Estas no sólo rectifican la historia
militar, sino que desvelan la irritación de los
representantes contra las misiones superiores y principescas
de los miembros de los Comités. “¿Me creeríais si os digo
que los generales renunciaron a informarnos de sus
operaciones para instruir a Saint-Just y Lebas que se
hallaban a diez leguas del campo de batalla? Esos son los
efectos de la diferencia de poderes. Nuestra misión se halla
sometida a la benevolencia de los jefes a los que se
pretende cargar con todo. No vamos a permitir que se
envilezca la representación nacional de semejante forma.
Responderemos a esas pequeñas intrigas compartiendo el
pan y la paja del soldado, forzando a los generales a
cumplir con su deber y a nuestros colegas a avanzar de
igual a igual” (Archivos de la guerra). Moreaux, hijo del
patriota y valiente general de igual nombre (no se trata de
Moreau, el bretón, general de los aliados en 1812), quiso
facilitarme esas cartas junto con las de su padre, cartas que
utilizaré más adelante. Moreaux, además de la desgracia
de esta homonimia, tiene esta otra que siempre olvidamos:
que contribuyó, junto con Marceau, a tomar Coblenza.
68. Carta del Comité de seguridad a Amar: “Te hemos enviado
a nuestro colega Voulland para expresarte nuestra
impaciencia con respecto al informe que nos haces esperar
desde hace cuatro meses. Él nos contó de tu parte que
debías personarte por la tarde en el Comité. De nuevo has
faltado a tu palabra< Debes terminarlo imperiosamente<
No querrás forzarnos a tomar medidas que irían en contra de
nuestra amistad, ¿no? Dubarran, Vadier, Jagot, E. Lacoste,
Louis (11 de ventoso)” (Archivos Nacionales, registro 640 del
Comité de seguridad general).
69. Ausente de París, me dirigí a una persona que me
inspiraba total confianza, quizás incluso más que yo
mismo, porque llegaba fresca a este grave caso y estaba
menos afectada por él. Le rogaba que pidiera en los
Archivos el fatal documento que sobrevive de milagro. El
examen fue realizado fría y concienzudamente, sin sistema
y sin prejuicios, por un hombre muy serio, de honradez
bretona (Jean, de Morlaix), joven de una madurez fuera de
lo común, crítico de mirada certera, como testimonian sus
libros y que debido a sus habituales estudios de
manuscritos de todas las épocas, parecía estar
especialmente preparado para este examen. —La letra de
Fabre, más fuerte y viva que bella, alargada, complicada,
en ocasiones pesada y dura, como lo son a menudo sus
versos, es chocante; si se ha visto una vez ya no se olvida
nunca. Es la letra de un hombre fogoso, trabajador y
acostumbrado a luchar contra su pensamiento. La escritura
de las dos enmiendas no es ni de Fabre, ni de Delaunai, ni
de ninguno de los acusados; es muy evidente que no es ni
de un diputado, ni de un hombre de negocios, ni de un
hombre, sino de una pluma, de uno de esos valientes
empleados cuya definición completa es esta: una bella mano.
Nunca hubo un crimen tan inocente en la forma, ni tan
claramente hecho a conciencia y de buena fe. El
irreprochable funcionario ha utilizado su mejor pluma, su
mejor redondilla; escribió con mano tranquila y con una
tinta negra y brillante, con la seguridad de quien puede
decir: “La escribí pero no la leí”. Estas enmiendas habrían
podido ser insinuadas verbalmente. Habríamos podido
decir al tipo que escribió el documento: “Se olvidó de
esto”. Se habría excusado y consciente y cuidadosamente,
habría realizado la falsificación. ¿Pero las enmiendas
fueron encargadas por Delaunai, Chabot y Benoit? ¿O por
los que querían atribuírselas a Fabre d'Églantine? No se
puede determinar ni esto, ni la época en que fueron
realizadas. No sabemos qué día las vio Cambon por
primera vez.
70. Debemos leer la muy curiosa declaración del capuchino y
sus cartas a Robespierre. En un mundo de mentiras,
existen muchas cosas verdaderas que ayudan a esclarecer
esta época. “Todo llegó por azar —dice Chabot—. Julien,
de Toulouse, nos invitó a Bazire y a mí a comer en el
campo con unas chicas. Se dio la casualidad de que la casa
era la del pequeño barón de Batz (especulador realista).
Allí se encontraban el banquero Benoït, de Angers,
principal corruptor, el representante Delaunai (puta que se
vende al primero que pasa, dicho por Chabot), la condesa
de Beaufort, amante de Julien, y finalmente el poeta La
Harpe. En éste y otros encuentros Bazire se mostró
inquebrantable; dijo a los banqueros que estaban
atrapados; que serían idiotas si daban su dinero a unos
bribones por cosas imposibles. Ese barón de Batz era tan
osado que escribía incluso al propio Robespierre.
Conociendo su odio mortal hacia Cambon, le enviaba
planes financieros para hacer saltar a su enemigo. Chabot,
por complacer a Robespierre, no olvida colocar en su
declaración a Cambon entre los que especulaban. “Todavía
se puede asegurar —dice— que Billaud-Varennes especula
con el trigo”. El malvado tiene tantas ansias de quedar bien
que nombraría a todo el mundo. ¡Nombra a Camille
Desmoulins<! Sus furiosas ganas de vivir le llevan a
acusar a sus amigos. Sin embargo hace una excepción con
Fabre y Bazire< “Fabre —dice— no especulaba ni en un
sentido ni en otro”.
71. Lejos de que esta acusación tuviera la más mínima
apariencia, esos fanáticos destacaban por su desinterés.
Cuando se asignó una indemnización por la asistencia a las
secciones, la de los Derechos del Hombre, bajo la influencia
de Varlet, ¡rechazó dicha indemnización en esos tiempos
de extrema miseria! El barrio se sintió herido en su amor
propio y los Quinze-Vingts dijeron también: “Hicimos la
Revolución sin interés y seguiremos igual” (Archivos de la
Policía. Actas de los Quinze-Vingts, 12 y 13 de septiembre del
93). —En lo que a Jacques Roux respecta, su crimen
consistió en haber defendido (en contra del Comité de
Salvación Pública) que una dictadura prolongada era la
muerte de la libertad; después en haber solicitado
establecer comercios públicos donde los granjeros estarían
obligados a llevar su género; el estado habría sido el único
vendedor y distribuidor. Fue una doctrina muy popular en
los Gravilliers, en los Arcis y en otras secciones del centro
de París. Véase el inusual panfleto: Discurso sobre los medios
para salvar Francia y la libertad, pronunciado en la iglesia
metropolitana, en Saint-Eustache, Sainte-Marguerite, Saint-
Antoine, Saint-Nicolas y Saint-Sulpice (¿hacia finales de
1792?), por Jacques Roux, miembro de la Sociedad de los
Derechos del Hombre y del ciudadano. En casa del autor, calle
Aumaire, n°120, Claustro Saint-Nicolas-des-Champs, por la
escalerita, en el segundo (Colección Dugast-Matifeux).
72. El libro más instructivo sobre la historia de la Vendée (iba
a decir que el único) es el de Savary, padre del miembro de
la Academia de las Ciencias: Guerras de los vendeanos, por un
oficial, 1824. En los demás hay poco que sacar. Son novelas
que no resisten el examen, los nombres, las fechas, los
hechos, casi todo en ellos es inexacto, falso e
impúdicamente recargado de ficciones. Ahora lo sé, gracias
a mis esfuerzos, después de haber perdido años haciendo
crítica inútil de esos deplorables libros. Savary da las
fechas reales y un número inmenso de documentos; las
notas de Canclaux, de Kléber y de Obenheim, le
proporcionan un precio inestimable. —La historia de
Nantes, de Mellinet, me había infundido ciertas
esperanzas; el autor tenía a su disposición los ricos fondos
de esta ciudad; sacó muy poco provecho de ellos. Adopta,
para complacer a la burguesía girondina, todos los
rencores de este partido y sigue servilmente todas las
tradiciones hostiles a la Montaña. No hay nada más
confuso que su relato de la época de Carrier; copia, sin
seleccionar, sin fechas, todos los se dice que< del proceso,
los errores que fueron probados antes del juicio (unos
caballeros, por ejemplo, que se rindieron, que fueron
fusilados y a los que se encontró vivos). —El valioso libro
de Guépin, muy abreviado, no pudo corregir a Mellinet. —
Así pues he tenido que andar solo, preparar un inmenso
trabajo que las proporciones comprimidas de una historia
general, como lo es esta, no me permiten incluir. Apenas
lanzo algunos resultados. Las actas impresas, inéditas, han
constituido la base, junto con un número considerable de
documentos de la época que pusieron a mi disposición
Dugast-Matifeux (ya dije cuánto le debía); Guéraud-
Francheteau, joven y sabio librero, en especial para la
historia de los Marches; y finalmente Chevas, autor de
varias obras importantes, especialmente de la Policía
municipal de Nantes. Él mismo era un archivo viviente del
Loira Inferior, prodigiosamente erudito en lo que respecta
a todas las historias de comunas y de familias. Las
diferencias de opinión que podían separarme de estos
sabios no disminuyeron en absoluto su infatigable
amabilidad.
73. La pobre ciudad de Cholet, tan cruelmente devastada y
que durante un tiempo no tuvo más habitantes que los
perros, que vivían de los cadáveres, suministró contra sí
misma estos pañuelos, insignias de la guerra civil. La
fábrica de los pañuelos, conocida en toda Francia, se dice
que fue fundada allí hacia 1680 por los Lebreton. En los
tiempos de la Revolución se volvió ilustre por los Cambon
(de Montpellier), familia muy numerosa que colonizó
Cholet.
74. Piet, Historia de Noirmoutiers. Obra poco frecuente y curiosa
cuyo autor hizo una tirada de dieciséis ejemplares.
Biblioteca de Nantes.
75. Un armador debía compartir un botín considerable con el
capitán Dupuy. El armador denunció a Dupuy. La madre
de uno de mis amigos, valiente y buen patriota, decidió ir a
ver a Carrier. “Tengo la impresión de que tu Dupuy es un
b< realista —le dice éste—. Sería una lástima que muriese
por un ataque del enemigo y no por su realismo. Toma esta
orden y que se salve; pero el Comité no debe saber nada de
este asunto bajo ningún concepto”.
76. No sería fácil adivinar la impertinencia del bello mundo de
antaño, si no citara el singular acto del que a continuación
hago referencia, escrito por Philippe Tronjolly, magistrado
muy moderado y favorable a los realistas: “El 30 de junio
de 1793 fue conducido al departamento un particular,
vestido con una chaqueta azul, pañuelo de cuello rojo,
gorro blanco, sombrero de muy mala calidad y calzón
marrón, al igual que el chaleco. En uno de sus bolsillos se
encontraron seis cartuchos, un polvorín, un rosario, tres
trozos de rosario, un cuchillo, una bolsa de tabaco, cinco
asignados de diez céntimos, dos de quince, uno de cinco,
una tarjeta de fianza de la comuna de Saint-Jacques de dos
soles, dos tarjetas de la comuna de Rermes de cinco soles
cada una, cuatro papelitos escritos y una tabaquera de boj.
Y procedimos al interrogatorio, tal y como sigue: —Se le
pregunta por su apellido, nombres, edad, cualidades,
profesión y domicilio. Responde que se llama André le
Bouc, a pesar de no tener barba bajo la boca, puesto que
siempre se la afeita. Se indica al interrogado que la
respuesta no satisface a nuestro examinador y que le
rogamos en nombre de la ley que responda de forma
categórica. —Insiste en decir que se llama A. le Bouc y que
vive en el establo. —¿En qué municipio vive? En el
municipio de los setos. —Se indica al interrogado que se
está haciendo pasar por imbécil y que se burla de la ley y
se le ruega que diga su edad y estado. Responde que hay
que ir a preguntárselo a su madre, que ella debía de saber
la edad que tenía puesto que fue ella quien le trajo al
mundo. —Se muestran al acusado seis cartuchos y un
polvorín y se le pide que aclare el uso que quería hacer de
ellos. Responde que era para hacer humo. Se le pregunta
de dónde llega y dónde ha dormido esa noche. Responde
que viene de la alquería, cerca del campo, y que ha
dormido en el establo de la alquería. P. ¿A qué distancia se
halla esa alquería? R. ¿Cuál es la más cercana a la derecha o
a la izquierda? P. ¿No fue arrestado ese día en Nantes, en
la calle Richebourg? R. Que sí. Preguntado por lo que había
venido a hacer en Nantes, si llegaba o si se marchaba. —R.
Que llegaba y que estaba de paso. Se indica al acusado que
los guardias que le detuvieron dijeron lo contrario, que se
marchaba de Nantes. R. Que entraba por un lado y salía
por otro. Es requerido a declarar sobre por qué se
contradice. Responde que si pudiera tirarse un pedo
respondería. Se le pregunta a quién conoce en Nantes y
quién le conoce a él. R. que le conoce la cabra, su madre. Se
le pregunta quién le había entregado los cuatro papeles
escritos que llevaba encima. R. Que son esos los que se los
dieron. Es requerido a decirnos su nombre y su domicilio.
R. Que podemos mirar allí. —En el lugar indicado nos
pareció que el acusado tenía la pierna mal, se le retiró la
media que la cubría y vimos una herida que parecía de
bala. Se le solicitó que dijera de dónde provenía esa herida.
R. Que se la había hecho saltando el seto. Se le pide que
diga si no es fruto de un disparo de fusil u otra arma de
fuego. R. Que no, que se la había hecho saltando un seto. P.
¿Qué día? El día que se la hizo, si fue por la mañana o por
la tarde. Se indica al acusado que aunque vaya vestido de
campesino la camisa que llevaba era de una tela tan
sumamente fina que resultaba imposible creer, sobre todo
tras examinar las palmas de sus manos, que fuera un
labrador o que ejerciera un oficio mecánico. R. Que si nos
parece que su camisa está demasiado sucia, habría que
darle otra. Se le pregunta si era cura. R. Que sí, que dice
misa todos los días. Se le pregunta dónde la había dicho
ese día, —respondió: Cómo se llama. —Estos son sus
interrogatorios, cuya lectura le fue hecha, declaró que son
auténticos y que no sabe ni leer, ni escribir.
“PHELIPPES”
77. En 1792 algunas damas de la burguesía girondina, irritadas
contra los conventos, fraguas de la guerra civil que les
robaban los amantes, fueron a pegar y flagelar a las
religiosas de Couets. Las pescaderas, hábilmente
amotinadas por los realistas, fueron a flagelar a las
flageladoras. ¿Eran entonces realistas? En absoluto. En
1793, durante la carestía de víveres, gritaban: “¡Viva
Carrier! ¡Al agua con los asaltantes!”. En 1794 volvió la
sensibilidad y también el interés, y se abandonaron las
prácticas violentas; estas iban a declarar contra Carrier.
78. Tengo ante mis ojos el manuscrito de la última frase leída
por Goullin en la noche del 15 al 16 de diciembre de 1794,
en el momento en que el jurado se retiraba para deliberar
sobre su destino. La letra es bella, fácil, acogedora y viva,
evidentemente valiente: “No tomo la palabra por mí<
Durante el desarrollo del proceso fui siempre sincero.
Incluso traté de ser grande en el banquillo, tanto como se
me reprocha haberlo sido en el sillón del Comité. Pero sólo
he cumplido con la mitad de mi deber. La hora de la
libertad o la muerte va a llegar y no va a ser en el momento
de mayor peligro cuando Goullin retroceda. Febril de
patriotismo, impulsado hasta el delirio por el ejemplo de
Carrier, fui más culpable yo solo que el Comité al
completo. Fui yo quien transmitió al alma de mis colegas
este calor ardiente que me consumía. Me atrevo a decir que
es su exceso de confianza en mi desinterés, en mi
republicanismo y en mis virtudes lo que les llevó a la
perdición. Soy, con las más puras intenciones, el verdugo
de mis camaradas. Si el pueblo necesita víctimas me
ofrezco. ¡Indulgencia para ellos!< ¡Que la espada del
poder se ensañe sólo conmigo! ¡Que me vaya a la tumba
con el consuelo de haber salvado la vida a unos hermanos,
a unos patriotas! Mi nombre, si la ley lo proscribe, vivirá al
menos en la memoria de aquellos a los que me consagraba.
¡Que mi sangre sirva para consolidar la República! Que
pueda dar una terrible lección a los audaces funcionarios
que se vieran tentados de saltarse las leyes y de sobrepasar
sus poderes” (Colección de Dugast-Matifeux).
79. Si no tenemos en mente el recuerdo de las escenas de la
retirada de Moscú, resulta imposible comprender el estado
de desmoralización, de abandono de uno mismo y del
resto, en el que se hallaba inmersa la ciudad de Nantes. No
hace mucho un comerciante que aún vive, hacía la extraña
confesión que vamos a leer a uno de nuestros amigos:
“Est{bamos agotados de ayunos y noches en vela; de tres
noches, dos las pasábamos así. Una noche dos de nuestros
camaradas se desmayaron durante una patrulla; les
colocamos sobre unas parihuelas y nos los llevamos. Pero a
nosotros también nos fallaron las fuerzas. ¿Podréis
creerlo? A mí mismo me cuesta creerlo< Apoyamos las
parihuelas en el suelo y les dejamos en plena calle. Al día
siguiente estaban muertos; nos los encontramos
congelados”. Los que se abandonaban a sí mismos hasta
ese punto, debían, con más razón, preocuparse poco por la
vida de los vendeanos, autores de semejante miseria.
80. Lo que hundió a los vendeanos y acabó por hacerles
incapaces de resistir fue el hecho de que creyeran que
todos sus jefes habían sido asesinados. Estos hicieron algo
político, sin duda, volviendo a atravesar el Loira para
reiniciar la guerra de la Vendée. Pero su pueblo jamás
pensó que pudieran abandonarle; tuvo fe en su caballería y
se convenció de su muerte. Véase la importantísima
declaración de Fordonet de l'Augrenière, documento
manuscrito de ocho páginas in-folio (Colección Dugast-
Matifeux).
81. Un joven médico lleno de sensatez me decía: “Nantes es un
gemido”. Esto era cierto en varios sentidos. Es la ciudad de
Francia donde más conventos y mujeres mantenidas hay.
En ninguna otra parte la separación dentro del matrimonio
es más profundo; pero todo llevado con gran decencia. Allí
no gustan los placeres públicos. Incluso el teatro se
descuida.
82. Citemos entre otros a los Mangin, de patriotismo y talento
hereditarios, familia amante del arte y de la libertad.
83. Se pueden datar siete ahogamientos; por lo demás todo es
incierto. El Comité sólo realizó las dos inmersiones de los
sacerdotes. Las demás parecen haber sido realizadas por
los hombres de Lamberty. ¿A cuánta gente se sumergió?
Entre dos mil y dos mil ochocientos, según el cálculo más
verosímil. ¿Todos murieron? Se pone en duda. Eso
dependía del lugar y la forma en la que se realizaba la
inmersión. Lo que sí es seguro es que dos de los sacerdotes
sumergidos han vivido en Nantes hasta hace poco. —La
mortalidad total en Nantes en 1793 fue de doce mil
personas. Pero la cifra oficial es igual de dudosa. Como los
sepultureros recibían cierta cantidad por cada calavera que
enterraban, estaban muy interesados en exagerar el
número, algo que no era difícil de conseguir dada la
situación caótica que se vivía entonces.
84. El avance de la bola de nieve y de la avalancha que va
creciendo explica el proceso de Carrier. Como hemos visto,
era enormemente culpable. Pero de la forma en que se
procedió habría muerto inocente. Se defendió muy mal y
Goullin se lo echó en cara: “¡Eh! Carrier, no hagas un lío de
tu vida como procurador< ¡Todo lo que nos hemos visto
forzados a hacer lo hemos hecho por la República!”. Nadie
se atrevía a hacer comparecer a los verdaderos testigos que
hubiesen sido los realistas. Se pagó la cuota en Nantes para
enviar y pensionar en París a algunos testigos sans-culottes
y otros igual de recusables, como por ejemplo un ladrón
condenado a cuatro años de prisión y que por la acusación
obtuvo su gracia. El verdadero héroe de los debates
pertenece a una clase de la que los ricos disponían a su
antojo. Es una pescadera, la mujer Laillet, admirablemente
escogida para aumentar el dramatismo: esta mujer, de
labia sorprendente, en ocasiones elocuente, interrumpe
constantemente, dice una frase y siempre lo hace bien. Ella
contó con una apariencia de simplicidad que asestaba
mejor el golpe, la muerte de la señora de Métayrie y sus
hijas, relato que hizo llorar a todos. Sólo ella olvida decir
que esas damas eran primas hermanas de Charette, nadie
les podía salvar y si alguien lo hubiese intentado habría
sido declarado traidor por el pueblo, por las pescaderas y
quién sabe si por la propia Laillet. —Las leyendas del
Terror rojo fueron sabiamente explotadas. Estoy en espera
de las del Terror blanco. Algunos de esos asesinatos
nocturnos generarían sorpresa. ¿Por qué no se escriben?
Por consideración hacia las honorables familias. Los
hombres susceptibles de hacer una antología de estas
historias siempre me han dado la misma respuesta: “Nos
asesinarían”. —La aparente prosperidad que ha recubierto
las ruinas no debe llevarnos a equivoco. El departamento
que en aquel momento tuvo como una plétora de vida, vio
a todos los patriotas maduros degollados por los chuanes
en listas sistemáticas, después a sus hijos muertos en
nuestras grandes guerras, después a sus nietos entregados
por las madres, las viudas, a la mortal dirección de
aquellos que mataron a sus padres. Esta tierra, tan
hábilmente esterilizada, no da más que buena gente.
85. Fouquet, de Nantes, de treinta y siete años, ex almacenero
y ayudante general, y Lamberty, de treinta años, carrocero,
ayudante general de artillería, fueron condenados a muerte
por el crimen de contrarrevolución. Sustrajeron de la
venganza nacional a Giroust de Marsilly, condenada a
muerte el 25 de pluvioso y calificada por los Comités
revolucionarios de Laval y la Flèche como la segunda
María Antonieta, a causa de su encarnizamiento con los
patriotas y su adhesión a los proyectos de los bandidos, así
como a la camarera de Lescure, célebre jefa de los
asaltantes, y a las Dubois, sospechosas de complicidad con
los bandidos. (Archivo de Nantes, 25 de germinal)
86. Una niña atraviesa la masa de sans-culottes que rodeaba al
procónsul, llega hasta él y le pide la libertad de su madre.
Tallien monta en cólera, jura, blasfema y golpea a la niña.
Los asistentes, que no se caracterizaban precisamente por
su ternura, creen que el ciudadano representante ha
llegado demasiado lejos en su cólera patriótica. Todo
aquello fue una farsa para que todos aceptaran la
liberación de la prisionera, que ya había sido ordenada.
Esto me lo contó en Burdeos una persona merecedora de la
más absoluta confianza.
87. Sin embargo es justo reconocer que sin él, sin los parisinos
que entraron en la comisión temporal de Lyon y en el
tribunal revolucionario, el furor de las venganzas locales
habría llegado aún más lejos. El más severo de los cinco
jueces era un lionés. Como todos los departamentos
vecinos enviaban acusados al tribunal de Lyon, le resultó
difícil limitar el número de condenas a mil ochocientas,
cifra enorme y sin embargo muy inferior al número de los
que morían en Nantes. Tengo delante un juicio de ese
tribunal (el de Marie Lolivie, de soltera Coibel), juicio muy
justificado y que nada tiene que ver con lo que se ha dicho
sobre la ciega precipitación de los jueces. En cuanto a
Collot y Fouché, su justificación fue siempre esta:
“Nosotros no juzg{bamos; había un tribunal y nosotros no
teníamos derecho a conceder gracias”. Fouché siguió la
progresión de la opinión pública y hacia el final reprimió a
los que querían continuar con el derramamiento de sangre.
Nada contribuyó más a esta pacificación que la humanidad
de nuestros soldados. Un joven lionés cogido con las armas
en la mano, iba a ser condenado. Un dragón republicano
que no le había visto en su vida, avanzó y respondió por él,
dijo que le conocía y que era patriota. El lionés era
Gérando, el ilustre filósofo, tío del aún más ilustre joven
que perdimos en 1848, Gérando-Téléki, autor de hermosos
libros sobre Hungría y mártir de la libertad.
88. Es en términos exactos lo que Baudot decía a mi amigo
Edgard Quinet. Éste, siendo aún joven, iba a visitar al
ilustre anciano al campo, a una casona desierta,
escasamente amueblada, y el hombre de edad avanzada le
hablaba encantado de los tiempos heroicos, sin olvidarse
jamás de una cosa, que era su intervención en todo esto y
su contribución a salvar una Francia que ahora le olvidaba
y que se olvidaba a sí misma.
89. ¿Qué eran esos doscientos representantes que habían
realizado misiones? Eran la Convención activa, la energía de
la Convención y lo más seguro para la República. No me
resulta extraño que en pradial, Albitte pidiera que se le
confiara el poder exclusivamente a él. ¿Se han encontrado
manos más puras y más heroicas que las de Romme,
Soubrany, Goujon, Baudot, J. B. Lacoste, etc.? Robespierre
fue muy duro con ellos al impedirles (el 6 de abril y
siempre) dar cuenta de su fortuna antes y después de su
misión, es decir, constatar su gloriosa pobreza. Incluso a
los que de entre ellos eran profundamente robespierristas,
les apoyó de forma muy indirecta contra sus enemigos. Por
ejemplo cuando Lebon era acusado (en junio), Robespierre
no osó defenderle e hizo que fuera Couthon quien le
defendiera en los Jacobinos. Lebon, después de termidor,
fue tan cruelmente perseguido como Robespierre persiguió
a los dantonistas, y también con pocas pruebas. Se le acusó
de haber violado a una mujer que no existía y de haber
robado un collar de perlas que fue encontrado en su sitio y
que incluso conservaba los sellos. No se tuvieron en cuenta
las terribles órdenes de Carnot, Billaud y Barère, que
recibió al inicio de la campaña, y que le informaban de
antemano sobre el plan concertado entre los austriacos y
los traidores que estaban a su favor en cada plaza y que,
efectivamente, les entregaron Landrecies. Lebon se encerró
en Cambrai y allí, él solo (pues toda la ciudad era realista),
detuvo el curso de la traición. Los prisioneros confesaron
que fue él quien había echado todo a perder. Y ahora
¿quién era ese hombre para desempeñar ese extraño papel?
Era un joven orador, sacerdote casado, profesor con cierto
talento, de carácter débil y afable. Había sido girondino y
después robespierrista. Su aislamiento y el extremo
peligro, perturbaron su espíritu. Había habido muchos
locos en su familia; él mismo había tenido muchos
momentos de excentricidad. Un día, en el teatro, en una
representación de los Gracos, cuando se representaba un
fragmento que le pareció aristocrático, saltó al escenario
sable en mano e hizo huir a los romanos. Como los
espectadores se reían, amenazó con arrestar a todo el
mundo. —A pesar de todo era generoso porque salvó muy
a pesar suyo al general Foy, por entonces muy joven y
violento, y que hacía todo lo necesario para forzar a Lebon
a hacerle fracasar. —En la terrible dictadura que le imponía
el peligro ¿sobrepasó la medida? Es probable. ¿Pero cómo
se podía saber? Sus enemigos, antes de ponerle en tela de
juicio, se apoderaron de todos sus papeles; ¡le juzgaron
unos emigrados, a los que había impedido entrar en
Francia con el enemigo! —En sus cuatro meses de
dictadura gastó 29.000 francos para él, su familia, sus
secretarios y empleados, gastos de oficina, viajes a París,
etc. —Su hijo publicó sus cartas, verdaderamente
admirables. —¿Por qué extraña fatalidad se confundió a
semejante hombre con Carrier?
90. Los celos que los lioneses sentían hacia los parisinos
llegados a Lyon, favorecía especialmente el aumento del
número de robespierristas en esa ciudad. El alcalde
Bertrand, amigo de Chalier, pero cercano a Couthon, se
esforzaba en conseguir hacer adeptos a Couthon y
Robespierre a lioneses de cualquier partido, moderados o
exaltados, para así poder expulsar a Fouché, a Marino,
miembro de la Comuna de París, y a otros parisinos. Los
robespierristas tenían influencia tanto en el tribunal como
en el Ayuntamiento, donde zarandeaban a los hebertistas.
Esto explica este singular hecho: se llevó a un sacerdote
ante el tribunal. “¿Crees en Dios?”. Si decía que sí, quiz{s
los hebertistas le atacasen por fanático. Dijo que creía pero
poco. “Muere —dijeron los robespierristas—, muere infame
y reconócelo”. Llamaron a otro cura: “¿Qué piensas de
Jesús? —Sospecho que podía haber engañado a los
hombres. —¡Quién, Jesús! ¡El mejor sans-culotte de Judea!<
¡Corre al suplicio, desgraciado!”. El abad Guillon,
generalmente favorable a los robespierristas, extrae de este
hecho una prueba impactante de su extraña intolerancia.
91. Brissotin: partidario de Brissot. También se denomina así
por extensión a los girondinos. (N. de J.M.I.)
92. Entre el primer sistema que favoreció la usura y el segundo
que favorece la pereza y el sueño, existía sin embargo un
término medio, el arrendamiento de los bienes nacionales a
un precio muy bajo, que pondría al trabajador en
condiciones de adquirir parcelas poco a poco. Aliviar las
desgracias con limosna gratuita de las confiscaciones es
una solución efímera y pobre.
93. Lo que quizás inspiró a Bourdon fue algo muy irritante: el
arresto del hombre que representaba mejor que nadie el
espíritu del 93, del jefe del jurado de la reina, del jurado de
los girondinos, Antonnelle. —Se decía que había vacilado.
Pero ante todo había hecho daño, publicando e
imprimiendo todas las consideraciones de sus sentencias,
obra terrorista y sin embargo de una libertad muy osada,
en las que más de una vez honró a los que enviaba a la
muerte (Archivos. Registros del Comité de seguridad general).
94. Archivos. Registros del Comité de Salvación Pública, 20 de
ventoso, año II.
95. Archivos, armario de hierro, cartas del acusador público al
ejecutor.
96. Polisinodia: gobierno en el que cada ministro es sustituido
por un consejo. (N. de J.M.I.)
97. El tribunal revolucionario siempre había existido en
Francia, es decir, la Razón de Estado siempre había
dominado el Derecho. Incluso se podría decir que esos
tribunales revolucionarios del antiguo régimen eran más
chocantes por la frivolidad aristocrática de los jueces y por
la atrocidad de las penas. Todo esto era ingenuamente
absurdo, era horrible. Cuando De Mesne y Maupeou
volvían por la mañana del teatro de la duquesa du Maine o
de donde la Du Barry, pasaban del traje de Escapin al
armiño precipitadamente y, según la intriga del día,
política o religiosa, colgaban, pasaban por la rueda o
quemaban. Sin embargo aún faltaba un horror que llegó
más tarde: un jurado manipulado. Este gran pueblo, que
ha sido el doctor y el papa del Derecho en el siglo dieciséis,
que en el dieciocho encontró y promulgó la Ley por toda la
tierra, también tiene un órgano débil, algo atrofiado y que
no acaba de resultar: el sentido de la Justicia criminal y
civil.
98. Nunca nadie tuvo más remilgos que ese auvernés. En el
célebre malentendido que permitió a Loiserolles padre
morir en lugar de su hijo, Coffinhal al ver llegar a un viejo
en vez de un joven, no se molestó en esclarecer el tema.
Falsificó el acta tranquilamente, cambió los nombres de
pila y las cifras de los años, etc.
99. Esta sequedad es únicamente exterior. Esto se observa al
leer, en sus últimas palabras dirigidas a su hija, la larga y
tierna recomendación que le hace de amar y cuidar de los
animales y la tristeza que expresa al hablar de la dura ley
que les obliga a servirse mutuamente de alimento.
100. Altera jam teritur bellis civilibus ætas;
Suis et ipsa Roma viribus ruit<
Barbarus, heu! Cineres insistet victor, et urbem
Eques sonante verberabit ungula<
Justum et tenacem propositi virum
Non civium ardor, prova jubentium<
Mente quatit solida, neque Auster<
Si fractus illabatur orbis,
Impavidum ferient ruinæ.
................................
Et cuncta terrarum subacta
Præter atrocem animum Catonis.
101. Lo vimos en el libro XV. Podría añadir muchas cosas. La
organización de la Morgue, la Beneficencia judicial,
consultas gratuitas para los pobres, etc. Su tolerancia hacia
los sacerdotes resulta chocante en Las Revoluciones de París,
convertidas (en octubre) en el órgano de la Comuna (no
224).
102. Con gran alegría encuentro en Liebig (Nuevas cartas sobre
química, carta XXXVI), esta observación tan justa, que en
esta extrema inquietud del ser físico, me garantiza la
estabilidad de mi alma y su independencia. “El ser
inmaterial, consciente, pensante y sensible, que habita la
caja de aire condensado a la que llamamos hombre, ¿es un
simple efecto de su estructura y de su disposición interior?
Muchos así lo creen. Pero si esto fuera cierto, el hombre
debería ser idéntico al buey o a otro animal inferior del que
no difiere en composición y disposición”. Cuanto m{s me
demuestra la química que soy materialmente parecido al
animal, más me obliga a remontar a su estado inicial mis
energías, tan variadas y tan superiores a las suyas.
103. Es en los papeles de Robert Lindet donde he encontrado
esta proscripción de los curas ordenada por Saint-Just.
104. Es triste decir que se rechazó a Polonia lo que se procligaba
a los países neutrales. Un discurso de Saint-Just (Revista
retrospectiva) nos muestra las enormes sumas que a estos
países se les dieron: cuarenta millones a Turquía, cuarenta
a Suiza, cincuenta a Génova, etc. Francia, en la ignorancia
de su destino, no conoce la maldición que pesa sobre ella;
ignora que sus gobiernos abandonaron Polonia siete veces,
en 1792, 1794, 1797, 1800, 1806, 1812. Esto fue lo que se sacó
a la luz pública gracias al inhabitual y fuerte panfleto de
Sawazkiewicz: Influencia de Polonia sobre el destino de la
Revolución y del Imperio. 1848, tercera edición (Biblioteca
polaca de París).
105. Por ejemplo, en Lyon, Reverchon, buen robespierrista, y el
joven hermano de Robespierre, en el Jura, estaban aún
inmersos en la moderación, mientras que su jefe, empujado
por nuevas circunstancias, se hacía terrorista. Reverchon
escribía cartas sorprendidas, desesperadas, al ver que
Robespierre alentaba a los exaltados de Lyon, a los que el
día anterior él había apaciaguado. Eran tantos y tan graves
los movimientos falsos, contradictorios y destructivos de
los unos hacia los otros, que estaban desorganizando el
partido.
106. ¿Era esta tentativa una jugada de jesuita o de procurador, a
través de la cual Robespierre quería hacer desaparecer a
sus enemigos? Esto es lo que aseguran los entusiastas de la
escuela católico-robespierrista. Sostienen que sólo querían
atrapar sutilmente a una docena de montañeses, hacer que
votaran su propia muerte, y aseguran que la inmensa
aceleración del movimiento del Terror que esta ley dio
como resultado le resultó completamente ajena. Dicho de
otra forma, el torpe maquinista fabricó esta inmensa y
espantosa guillotina industrial para matar a ese pequeño
número de personas.
107. Ya en abril o mayo, alguien llamado Féral proponía al
Comité llevar a cabo el proceso de Robespierre; ofrecía
demostrar que en el proceso de los hebertistas se
suprimieron los indicios de la relación que Robespierre
tenía con ellos. Lindet le dijo: “Robespierre es aún
demasiado fuerte. Nosotros le acechamos. Está cavando su
propia tumba” (Papeles mss. de Robert Lindet).
108. Jefe de los jurados revolucionarios en el 93, Antonnelle
aceptó esta ingrata y penosa función con la condición de
que los juicios fuesen lo más transparentes posible y de
influenciar solemnemente las declaraciones del jurado;
sentía que para que el Terror fuese fuerte y eficaz,
necesitaba demostrar a todos que era clarividente y
convencer sobre todo a los patriotas y asegurarles su
conciencia. Si empezaban a dudar de la justicia nacional,
todo habría terminado A falta de una publicidad especial y
hábil, que el propio gobierno hubiera debido organizar y
hacer que llegara hasta el fondo de la más insignificante
aldea, el jurado de 1793, poco satisfecho con la aridez del
Boletín oficial, en ocasiones hizo imprimir sus
consideraciones. La persecución comenzó; los reyes de la
época no querían publicidad; hicieron que se eliminara a
Antonnelle de la lista de los jacobinos, por ser ex noble. El
Comité de Salvación Pública prohibió que el jurado
influenciase sus decisiones (Registros del Comité, 21 de
pluvioso). Resultaba una prohibición muy arbitraria y
llamativa, al afirmar “que no se podía pensar que los
jurados influenciaban con un fin inocente”. Antonnelle
prometió no volver a influenciar, pero publicó una muestra
de los motivos ya citados: Declaraciones influenciadas por
Antonnelle en diversos casos (Colección Dugast—
Matifeux). Este impreso excepcional y valioso merecería
ser reimpreso. Debió influir enormemente sobre el tribunal
del 93. Hay varias absoluciones, influenciadas con una
equidad clara y humana. —El tribunal revolucionario será
un día objeto de una historia especial. Veremos que
muchas de las condenas consistieron en la dura pero literal
aplicación de las leyes. Maleherbes pereció por haber
enviado dinero a los emigrados, lo que se castigaba con la
pena de muerte. Madame Élisabeth, si debemos creer al
abad realista Guillon, había preparado la guerra civil en
Lyon en 1790; decía: “Es necesaria la guerrea civil” (Guillon,
Lyon 1, 67). —Lo que se dijo sobre las cárceles, sobre todo
de la del Temple, también merece un serio examen. Leo en
los registros de la Comuna (Archivos del Sena) que un
relojero-mecánico reclamaba mil francos por haber
reparado el mecanismo de una gran jaula dorada donde
cantaban los pájaros autómatas y con la que Simon entretenía
al pequeño capeto. ¿Un niño para el que se realizaba ese
enorme gasto era tan maltratado como se pretendía hacer
creer?
109. Se arriesgó a hacer a su hermano una audaz y torpe
propaganda, mostrando a los oficiales de Toulon cartas de
Robespierre en las que este criticaba los excesos que
cometían los comisarios de la Convención, cartas que muy
probablemente fueran falsas. Robespierre era muy
prudente, escribía pocas cartas y menos aún sobre esos
temas. Aquellas cartas que siendo joven Robespierre,
escribía a su hermano desde el Jura, parecen haber sido
dictadas por aristócratas y seguían su habitual estilo:
“Existe un sistema para hacer que el pueblo nivele todo; si
no se vigila todo se desorganizar{, etc.”. Esto lo escribió el
3 de Ventoso; en el momento en que se mataba a Danton
por haber querido detenerse, quería detenerse él mismo.
110. Archivos, Registros del Comité de Salvación Pública, 30 de
pradial.
111. Ni en esto, ni en ninguna otra cosa, Sénart merece la más
mínima confianza, salvo quizás en dos puntos: algunos
detalles de la detención de la Madre de Dios y lo que dice
en contra de Tallien. Lo demás es propio de un tunante que
se ha vuelto medio loco.
112. Debemos saber que una sociedad que no se preocupa en
absoluto por la educación de las mujeres es una sociedad
perdida. La medicina preventiva es aquí tan necesaria como
imposible es la curativa. No hay ningún medio serio de
represión contra las mujeres. El simple encarcelamiento es
algo que ya resulta muy difícil: “Quis custodiet ipsos
custodes?”. Ellas lo corrompen y lo destrozan todo; no hay
reclusión que sea lo suficientemente fuerte. Pero mostrarlas
en el patíbulo< ¡Dios mío! Un gobierno que hace esa
tontería se guillotina a sí mismo. La naturaleza, que pone
por encima de todas las leyes el amor y la perpetuidad de
la especie, por eso mismo ha dotado a las mujeres de ese
misterio (absurdo al primer vistazo): Son muy responsables y
no pueden ser castigadas. Durante toda la Revolución las veo
violentas, intrigantes y a menudo más culpables que los
hombres. Pero quien las ataca, se ataca. Quien las castiga,
se castiga. Hayan hecho lo que hayan hecho, tengan el
aspecto que tengan, destruyen la justicia, acaban con
cualquier idea, la niegan y la maldicen. Si son jóvenes no se
les puede castigar, ¿por qué? Porque son jóvenes: amor,
felicidad, fecundidad. Si son viejas no se les puede castigar,
¿por qué? Porque son viejas, es decir, porque fueron
madres, por lo tanto son sagradas y porque sus grises
cabellos se parecen a los de nuestras madres. ¡Y si están
embarazadas!< Ah, ahí es donde la pobre justicia no se
atreve a decir ni una sola palabra; será ella misma quien se
transforme, se humille, se vuelva injusta. Aquí hay un
poder que desafía la ley; si la ley se obstina, qué más da; ¡se
perjudica cruelmente y se hace horrible, impía y enemiga
de Dios! —Las mujeres quizás protestarán contra todo esto;
quizás se preguntaran si el negarles el patíbulo no les hará
ser eternamente inferiores; dirán que quieren actuar y
sufrir las consecuencias de sus actos. ¿Que se puede hacer
al respecto? No es culpa nuestra si la naturaleza las ha
hecho, no tan débiles como se dice, pero sí enfermizas,
periódicamente enfermas, hijas de un mundo sideral, que
por sus desigualdades han sido apartadas de algunas
rígidas funciones de las sociedades políticas. No tienen
gran influencia en ellas y hasta ahora la poca que han
tenido ha resultado ser fatal. Ha ocurrido en nuestras
revoluciones. En general han sido las mujeres las que las
han hecho fracasar; sus intrigas las han minado y sus
muertes (a menudo merecidas y siempre impolíticas)
sirvieron poderosamente a la contrarrevolución. —No
obstante debemos distinguir algo. Si por su temperamento,
que es pasional, son peligrosas en política, quizás resulten
ser más apropiadas que el hombre para la administración.
Sus costumbres sedentarias y el cuidado que ponen en
todo lo que hacen, su gusto natural por satisfacer, por
gustar y por contentar, hacen de ellas excelentes
funcionarios. Hoy en día se les puede ver en la
administración de correos. La Revolución que todo lo
renovaba, podía haber empleado a la mujer en puestos
sedentarios si a los hombres los hubiera destinado a
carreras activas. Veo una mujer entre los empleados del
Comité de Salvación Pública (Registros de las actas del
Comité, 5 de junio de 1793, pág. 79).
113. ¡El mayor prodigio de ese tiempo de prodigios fue el hecho
de que Jean-Bon Saint-André creara súbitamente una
marina republicana! ¡Y ver cómo esa joven marina resistía
en presencia de la experimentada y temible marina
británica! Sería necesario un libro para enumerar los
trabajos preparatorios, tanto legislativos como materiales,
la enorme improvisación de buques, de marinos, de
detalles, de organización, del código de disciplina, del de
la administración, del de los bosques de la marina, etc. No
me extraña que nuestra marina, tanto la antigua como la
nueva, siempre fiel a su espíritu, se haya tomado a broma
ese gran recuerdo.
114. Terrasse, que cuando murió era jefe de la sección judicial
de los Archivos, y otras personas, imploraron a Dumas y a
Fouquier-Tinville por el abuelo de Bastide, por el director
de Alfort y por un tercer detenido. Estos respondieron: “Si
conocéis a un empleado, quemad los documentos”. Ese
último hecho me fue garantizado por Carteron, ex
empleado de los Archivos y actualmente enviado por
Francia a Hamburgo.
115. La carta de Saint-Émilion, que fue leída en la Convención
el 6 de mesidor, hace el honor al joven agente
robespierrista por haber dirigido la expedición, indicando
qué medidas se debían adoptar, despidiendo a los
cazadores que en un principio demostraron ser bastante
torpes, etc. Es probable que tuviera menos influencia de lo
que parece, pero es posible que quisiera dar ese brillo al
relato para ensalzar a Robespierre. Jullien pasó toda su
vida queriendo borrar esa carta y para ello llevó una
existencia muy honorable, laboriosa, increíblemente activa
y completamente ocupada por la filantropía y las cosas
útiles.
116. El régimen de prisiones establecido por él, resultó
detestable por culpa de los empresarios. Pero estaba muy
asentado; el estado pagaba cincuenta sueldos (en
asignados o al contado, estando los asignados a la par)
para cada uno de los prisioneros. Todos tenían vino.
117. Archivos, sección judicial, expediente de Fouquier-Tinville.
118. Resulta curioso observar cómo Buchez y Roux se
aprovechan del más mínimo equivoco para conseguir que
Robespierre diga lo contrario de lo que quiere decir. Leed
la tabla de su tomo XXXIII, y encontraréis, pág. 341:
“Robespierre declara que pretende acabar con el derramamiento
de sangre”. Id a esta p{gina (copiada del Monitor, que a su
vez copia al Periódico de la Montaña, impreso en los
Jacobinos) y leeréis que, según Robespierre, la justicia
nacional no ha sido ejercida en Lyon con el grado de fuerza que
los intereses de un gran pueblo exigen, que la comisión temporal
(de Collot d’Herbois y Fouché), mostró en un principio
mucha energía, pero pronto cedió a la debilidad humana, que se
cansa, etc. Se estableció la persecución contra los patriotas.
Después nos recuerda que él había defendido a esos
patriotas. Y el redactor del periódico, como para reforzar
esa idea de Robespierre, escribió: “La intención del orador
es acabar con la sangre derramada por el crimen”. Esto
explica perfectamente que Robespierre hable
especialmente de Lyon, de los ultraterroristas de Lyon a los
que él protegía de Fouché, de los que no se contentaban
con las mil seiscientas noventa y dos ejecuciones llevadas a
cabo bajo el mandato de Collot d'Herbois y Fouché. Es la
cabeza de esos patriotas lo que Robespierre pretendía
salvar de las persecuciones de Fouché y aún pretende
hacerlo. Tanto es así que invoca el respaldo del recuerdo
de Gaillard, el más violento de los ultraterroristas de Lyon.
119. Véase en las Actas de la sección de la Cité (Archivos de la
Jefatura de Policía) el elogio que esta sección hace de la idea
del banquete y de aquel al que se le atribuye: “Teniendo en
cuenta que esta gloriosa jornada nació de la persona del
ciudadano Grenier, su nombre aparecerá reflejado en las
actas”.
120. Debo todas las informaciones que aparecen a continuación
a los empleados de los Archivos de la Jefatura del Sena. Albert
Aubert me abrió ese precioso depósito y Hardy quiso
realizar para mí la considerable labor, la única que podía
esclarecer estas cuestiones que hasta el momento
resultaban absolutamente desconocidas.
121. El número de hombres guillotinados en París a lo largo de
toda la Revolución es la cuarentava parte de los muertos en
una batalla, la de Moscowa.
122. Sin duda, las listas de mesidor y termidor fueron, en
general, destruidas por los Comités y muy probablemente
porque no llevaban la firma de Robespierre. Herman, su
hombre, que hacía firmar sus listas al Comité de Salvación
Pública, se cuidaba mucho de hacer firmar a su jefe. —Sólo
se han conservado tres listas: la primera, la de los 154 (20-
22 mesidor), principal monumento de las conspiraciones
de las prisiones ingeniadas por Herman. La segunda es la
lista de los 138 (2 de termidor), donde los dos Comités
hicieron que Robespierre firmase junto a ellos. Y
finalmente, una tercera lista (la del 3 de termidor) que
contenía 318 nombres y que estaba firmada por Amar,
Vadier, E. Lacoste, Voulland, Ruhl, Barère, Collot, Billaud
y Prieur. Esas listas, cargadas de nombres aristocráticos,
fueron conservadas por los Comités, sin duda para
demostrar, llegado el caso, que se les acusaba injustamente
de debilidad e indulgencia. (Éste es el resultado de la
investigación que Lejean ha querido hacer para mí en los
archivos)
123. Fue el propio Carnot quien dio esos detalles (Revista indep.,
X, 525, 25 de junio de 1845). Son presentados de forma muy
hostil; parece que Robespierre llora precisamente porque
no se derramó sangre. No aparece indicado el día, pero
sólo puede ser uno. Tras la toma de Nieuport (30 de
mesidor, 18 de julio), Robespierre sólo fue una vez al
Comité (5 de termidor, 23 de julio).
124. Ensayo sobre las fiestas nacionales, por Boissy d'Anglas, 12 de
mesidor, pp. 22, 25 y 67. Este impreso está realizado por un
hombre que se supone que hizo creer a Robespierre que
era completamente aceptado por la derecha.
125. Es el testimonio de madame Lebas (mademoiselle Duplay).
En casa de Robespierre sólo se encontró un asignado de
cincuenta libras y mandatos de la Asamblea constituyente
por su indemnización cotidiana de diputado, que había
olvidado cobrar. La venta de sus muebles, realizada el 15
de pluvioso (3 de febrero), produjo en asignados cerca de
cuarenta mil francos, que en plata alcanzaban los ocho mil.
Esta considerable suma para un mobiliario más que
simple, fue alcanzada como consecuencia de la rivalidad
de los curiosos, tanto nacionales como extranjeros. Su
retrato (¿realizado por David? Colección Saint-Albin),
alcanzó los tres o cuatro mil francos (nota facilitada por
Dugast-Matifeux).
126. Romme, el matemático, uno de los principales fundadores
del culto a la Razón, era el oráculo de esta parte de la
Asamblea tan poco conocida y tan asfixiada por la gloria
de los robespierristas y de los dantonistas. Romme, con el
rostro de Sócrates, tenía su profundo sentido, la austera
suavidad de un sabio, de un héroe, de un mártir. El 9 de
termidor estaba ausente (debo esta información a su
sobrino, Tailhand, juez en Riom y depositario de su
preciosa correspondencia), pero su espíritu estaba presente
en la Asamblea. Su opinión sobre Robespierre, que acabó
con el culto a la Razón, no puede ser dudosa. Su íntimo
amigo Soubrany, que fue como su propia alma y que
murió con él, juzga a Robespierre con extrema severidad
(tengo ante mis ojos sus cartas, que me fueron facilitadas
por Doniol, destacado escritor de Clermont). —La gran
gloria de Auvergne fue el haber producido, junto con
Desaix, lo más puro del ejército, los más puros de la
Convención, quiero decir, esos que al hacer cosas heroicas,
evitaron hasta las sospechas de ambición: Romme,
Soubrany, el vencedor de los españoles, J.B. Lacoste, el
vencedor del Rin. Vimos cómo el partido robespierrista
intentó hacer callar y ahogar las victorias de Lacoste y
Baudot, en beneficio de Saint-Just.
127. Archivos de la Jefatura de Policía, Actas de las secciones, sección
de la Cité.
128. Si queremos creer al poco fiable Soulavie, Robespierre
habría recibido proposiciones de Inglaterra y la carta
habría sido interceptada por Vadier. Pero ¿cómo suponer
que Vadier no habría publicado esa carta? —¡De Inglaterra!
Es absurdo. En cuanto a las potencias alemanas es cierto
que hacían proposiciones. Nuestra política, a través de
todos los partidos (de Dumouriez y Custine a Carnot y
Robespierre), fue invariable en lo que todos creían: que
Prusia sería la primera en salir de la coalición; fue esta
esperanza la que dio pie al fatal abandono de Polonia (en
mayo de 1794). Un signo, un gesto de Francia, el simple
envío de la bandera, habría otorgado a Kosciuszko una
incalculable fuerza.
129. Acta de la sección Marat (Archivos de la Jefatura de Policía).
130. Archivos de la Jefatura del Sena, Registros del Consejo general,
termidor.
131. Rose Lacombe, brillante y terrible en la noche del 31 de
mayo, que sólo hablaba de masacre, se había ablandado
algunos meses después y quiso salvar hombres. Pronto se
le clausuró su teatro, la Sociedad de las mujeres
revolucionarias. En marzo, cuando vio rugir la tormenta en
los discursos de Saint-Just, se marchó y se hizo actriz en
Dunkerque. En termidor fue vendedora en la puerta de las
cárceles, postura lucrativa, que gracias a la connivencia de
los carceleros podía vender a cualquier precio. Sin duda
fue multada y sometida a los robespierristas.
132. Lo que sigue ha sido extraído de un completo y serio
estudio de las Actas de las secciones conservadas en los
Archivos de la Jefatura de Policía.
133. Nos faltan las actas de diecisiete secciones, pero a través de
las de las demás conocemos el bando por el que optaron
varias de sus secciones vecinas: Panteón, Beaurepaire
(Thermes), Croix-Rouge, Contrat social (Postes), Jardín
Botánico, Grenelle, Inválidos, île Saint-Louis, y en la margen
derecha: Maison-Commune, Bonne-Nouvelle, Lepelletier,
Roule, Tuileríes, Ponceau, Mont-Blanc, Mercado del Trigo,
Butte-des-Moulins. Archivos de la Jefatura de Policía. De las
diecisiete secciones cuyas actas han desaparecido, siete son
las secciones más ricas de París y dos son extremadamente
pobres.
134. Este hecho aparece documentado en el acta de la sección
de las Guardias francesas (Oratorio). Archivos de la Jefatura de
Policía.
135. Ese empleado, que pasó después a los Archivos de la
Guerra, relató el hecho al general Petiet, a través del cual lo
he conocido.

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