1 de enero de 1869
1793)
(11-21 1793)
1793)
Sin duda mis lectores han creído que había perdido de vista al
Oeste, que arrastrado, como enroscado en el arremolinado hilo
de la historia principal, dejaba escapar sin remedio el hilo
demasiado divergente de los hechos de la Vendée.
El Centro los olvidaba. Como tenían los ojos puestos en
París, en el Norte, no hacían caso de lo demás. El Oeste parecía
una isla. Nantes, para aprovisionarse, trataba con América. Sin
el temor a un desembarco inglés yo creo que no se hubiese
pensado que había una Vendée.
No quiera Dios que yo imite ese olvido, que falte tan
cruelmente a la memoria de nuestros padres, que abandone allí
a nuestros ejércitos republicanos, que no dé a nuestros valientes
mi pobre y débil expiación, señalar al menos cómo esos
hombres invencibles para los grandes ejércitos alemanes,
perecieron en el barro del Oeste, no tanto por culpa de los
disparos de los salteadores como por la ineptitud de sus jefes.
Si he postergado este relato es porque he querido esperar a
que los acontecimientos hubiesen alcanzado su madurez, a que
acabara todo énfasis y a que esta historia local que estalló en un
día de horror ante los ojos de Francia, apareciera en estrecha
relación con la historia del centro, del que parecía estar
separada.
Las inesperadas victorias de los vendeanos fugitivos, la
derrota que les siguió, la tragedia de Carrier, todo esto va a
suministrar los más terribles elementos a la tragedia central.
Carrier se convirtió en una leyenda que fue contada por toda
Francia como una historia de aparecido y que fue adoptada
inmediatamente como una baza perfecta para exterminar a los
partidos.
“Ese dictador, ese censor, ese gran juez que queréis elevar al
poder más elevado que jamás haya ocupado ningún hombre,
¿podrá descender libremente? Un partido lo eleva por propio
interés del partido. Este partido, cubierto de la sangre más
querida de la República, ¿puede creer que el dictador se
inspirará en las ideas del bien y del respeto? Dueño una vez y
reinando bajo la filosofía utopista, ¿encadenará para siempre a
la nación a la dictadura, se erigirá rey en nombre de la salvación
pública?”.
Así pensaban la mayoría de los republicanos, no sólo los
que temían la justicia de Robespierre, los Fouché, los Tallien, los
termidorianos, sino los más honrados montañeses, los Romme,
los Soubrany, los Maure, los Ruhl, irreprochables ciudadanos
que, lejos de ceder a la reacción la combatían al precio de su
sangre. Estos no apoyaron a Robespierre, convencidos como
estaban de que su triunfo era sólo el de un partido, menos aún,
el de una pequeña Convención.
Incluso entre los termidorianos, muchos de aquellos que
una ciega sensibilidad condujo muy lejos en el camino de la
reacción, que se mostraron violentos, imprudentes,
inconsecuentes, Lecointre, por ejemplo, no fueron menos
honestos y desinteresados en su odio hacia Robespierre: era la
dictadura inminente; era la realeza renaciente lo que en él
odiaron.
Resultará extraño decirlo, pero quien lo combatió con
energía comunicando a los débiles su entusiasmo y su valor, la
fe en su audacia, fue Lecointre, de Versalles. Era un buen
hombre, algo loco, excesivamente colérico. Nacido con figura
grotesca, con una fisonomía atrayente por lo ridícula, parecía
una de esas criaturas hechas adrede por la naturaleza para
hacer reír. Burlesco en todo y en todo torpe, realizaba cosas
audaces, asombrosamente atrevidas. Sólo Lecointre, después
del aplastamiento en que cayó Legendre, tenía el poder de
acusar a la Convención. Recordemos que Lecointre,
comerciante de telas en Versalles, vendedor en la corte, trabajó
contra la corte, en contra de sus propios intereses. En Sèvres,
donde blanqueaba sus telas, había hecho muchas obras
caritativas. Construía para los pobres, los alojaba, les daba
ocupación y les adelantaba dinero. El día 6 de octubre tomó el
mando de la guardia nacional, abandonada por su jefe, él solo
remplazó a toda la municipalidad que se dio a la fuga. Llamado
a la Legislativa, denunció a Narbonne, a Beaumarchais y a
otros. En la Convención pidió en nombre de la humanidad que
se permitiera al prisionero del Temple comunicarse con su
familia. Se conoce ya la osada demanda de Lecointre para que
la Asamblea impusiera vigilancia a los Comités revolucionarios,
que actuaban con arbitrariedad ilimitada. Pero lo que más
asombra es que el 30 de agosto de 1793, siendo Robespierre
presidente, Lecointre creyó que Robespierre proclamaba como
decretado algo que aún no se había votado: “Señor —dijo—, yo
os recomiendo que respetéis la voluntad de la Convención
nacional”. Al salir de la Convención Robespierre preguntó por
qué le había apostrofado y había puesto a la Asamblea en su
contra y Lecointre contestó: “Tú me conoces: yo no he destruido
a un tirano para respetar a otro”. Hay que añadir que Lecointre
votó por la muerte del rey sin clemencia alguna. Se le creyó
loco.
Fueron estas salidas de Lecointre, las de Bourdon, las de
Bentabole, antiguos maratistas, las que prepararon termidor.
Las intrigas de los bribones, de los Fouché, de los Tallien, no
habrían conseguido nada; ni uno sólo se habría atrevido a
poner el cascabel al gato si la cosa no hubiera estado preparada.
Lo que más eficaz resultó fue esa especie de conspiración
pública de hombres atolondrados y violentos que tranquilizó a
la Convención y le infundió la fuerza necesaria para que se
salvara a sí misma.
Pocos días después de la muerte de Danton, Lecointre
invitó a comer a su casa a dos individuos que no se conocían.
Uno de ellos era Fouquier-Tinville, primo de Desmoulins,
empleado por él en el tribunal y que acababa de ser condenado
a la horrible tarea de darle muerte. Fouquier, en relaciones
íntimas con el Comité de seguridad, del que recibía órdenes
todas las noches, era probablemente confidente suyo por su
odio a Robespierre, quien acababa de suscitar una rivalidad en
el Comité al desmembrar a la policía. El otro invitado era
Merlin de Thionville, amigo de todos los dantonistas y
especialmente odiado por Robespierre por su influencia en los
ejércitos. Los diputados militares, Merlin, Dubois-Crancé y
otros, habían dormido sobre sus libros con letras sangrientas y
no lo ignoraban.
¿Cuál fue la conversación? Fácil es adivinarla. Sin duda se
observaron con espanto los agigantados pasos de Robespierre
hacia el poder. Cada uno de los grandes juicios lo aproximaba
gradualmente:
Las muertes de Hébert y Chaumette, en marzo y abril
respectivamente, le entregaron la Comuna, que él gobernaba a
través de Payan.
El día en el que el Comité de Salvación le liberó de Danton,
organizó contra el Comité una nueva policía a cuyo mando
colocó a Herman.
El 6 de abril, infatigable e insaciable, se preparó una especie
de pontificado.
Esto es lo que saltaba a la vista y esto es de lo que pudieron
haber hablado Lecointre, Fouquier y Merlin.
Desde entonces las cosas fueron mucho más rápido:
El 7 de mayo se supo que la proclamación del Ser Supremo
y la inauguración de un culto filosófico irían acompañadas de
un grave retorno al pasado: la libertad del antiguo culto.
El 8 de mayo concentró en París a la justicia revolucionaria
de toda Francia, bajo la presidencia de Dumas.
El 26 la Comuna robespierrista comenzó a pagar al pueblo,
asignando a los indigentes quince sueldos al día.
El 28 Couthon obtuvo del Comité de Salvación Pública una
prórroga general para el pago de tasas revolucionarias que
habían sido impuestas por los representantes en misión. Y el
mismo día hizo que la Asamblea diera al Comité, es decir, a
Robespierre, el derecho a llamar de nuevo a esos
representantes; todos esos dictadores temporales fueron
retirados rápidamente y sustituidos por hombres seguros,
nombrados bajo una sola influencia.
La Comuna, gobernada por uno de los suyos, Payan, podía
a cualquier hora del día armar para él la guardia nacional
mandada por Henriot; Robespierre había salvado a este del
proceso de Hébert, en el que podía haberse visto implicado.
La guardia nacional era convocada en los días de peligro
por medio de escritos personales a domicilio, dirigidos a los
robespierristas.
Tampoco se tenía confianza en este ejército y el 1 de junio
se creó un cuerpo especial, un colegio militar para tres mil
alumnos de dieciséis años bajo la dirección de Lebas, el más
devoto de los agentes de Robespierre.
Era imposible ir más directa ni más rápidamente hacia la
dictadura.
Nada se comprendería del carácter de Robespierre si no se
observara detrás de él la impaciencia de su partido, que
empujaba con furor. No permitía caminar a su jefe, sino que lo
llevaban en alto. ¿Por quién? ¿Por la ambición? No. Por el
secreto terror que había dejado la muerte de Danton, la súbita
desaparición de todos los hombres conocidos, el espanto del
desierto. La idea de la dictadura era ahora su asilo. El partido
robespierrista confundió su seguridad con la de Francia, tenía
prisa por encontrar un puerto tanto para él como para su país.
¿Pero dónde estaba ese puerto sino en el poder del más digno,
del que sólo aceptaría la tiranía para fundar la libertad? Esos
pensamientos hacían que no opusiera resistencia al arrebato de
los suyos. Conmovido, inquieto por ir tan rápido, seguía
avanzando, corría, volaba< con la ardiente velocidad de una
estrella que sube al cielo o de una bala de cañón; le arrebataba
la fatalidad.
Entre tantas medidas tan rápidamente adoptadas por el
partido robespierrista, las únicas que pertenecían a la iniciativa
de su jefe eran la creación de un cuerpo de especial de policía y
su tentativa religiosa.
La primera, ejecutada por un hombre tan poderoso en un
momento tan violento, se llevó a cabo sagazmente. A raíz del
desmembramiento del ministerio del interior, se creó una
administración de cárceles, y como simple apéndice, un
negociado de policía que se ocupaba de los atestados del
gobierno con la policía de los comunes. El jefe de este
negociado era Lanne, paisano de Robespierre, y director
Herman, de Arras. La alta vigilancia se concedió a Saint-Just,
siempre ausente, para poder ser sustituido por Couthon o el
mismo Robespierre. Este negociado creció en importancia,
adquirió facultades hasta ser en mesidor el temible rival del
Comité de seguridad, elevándose a procurador de la guillotina.
La cuestión religiosa fue llevada con mucha prudencia y se
organizó en tres fases.
El 6 de abril se anunció sencillamente un informe sobre la
fiesta del Ser Supremo, una fiesta al Eterno. Un mes después, el
7 de mayo, se pronunció un discurso de alabanza a Dios,
atacando a los curas, pero pidiendo al final lo que los sacerdotes
deseaban: la libertad de cultos, la libertad de los católicos. Un
mes después (8 de junio) no sólo se pronunció un discurso, sino
que se realizó un acto decisivo: Robespierre, puesto ante el
pueblo como un pontífice civil, unió los dos poderes.
En el célebre discurso del 7 de mayo, al mismo tiempo que
profería injurias contra los sacerdotes y los fanáticos,
Robespierre les aseguraba lo único que necesitaban para
volverse a levantar. La ley no se explicó, no se dio una
verdadera garantía revolucionaria (el gobierno de la libertad no se
podía conciliar con la religión de la autoridad); era todo lo que
necesitaban.
Una nueva educación no es algo que pueda organizarse en
un sólo día. Hasta entonces la educación moral del gran pueblo
ignorante y bárbaro (mujeres, niños, campesinos) quedaba
fuera del alcance del clero gracias a la ley de Robespierre. La
República dejaba a sus mortales enemigos vía libre para
destruirla en un momento dado.
El Ser Supremo, así como la inmortalidad del alma, la religión del
deber, la creación de fiestas morales, eran nobles y elevadas ideas.
Sólo que iban mezcladas con las injurias que el rencoroso
moralista lanzaba a sus enemigos, aferrándose a la memoria de
tantas víctimas inmoladas, pisoteando las cenizas aún tibias de
Danton e intentando hacer reír a la Asamblea a expensas de
Condorcet.
Ese discurso, obra literaria, académica, a menudo elocuente
y poco original en cuanto a ideas, comienza con una pretensión
de innovación: “¿Qué tienen en común lo que es y lo que fue?<
¿No deberíais hacer precisamente lo contrario de lo se hizo
antes?, etc.”. Dicho esto, el discurso no ofrece más que
banalidades morales sacadas del Vicario savoyano.
Lo que chocará siempre a los hombres verdaderamente
religiosos es que la religión fuese recomendada como cosa útil.
Esto es lo mismo que usar a Dios como un específico moral,
saludable contra los males cuya medicina es la legislación.
Los católicos, a quienes favorecía la ley (asegurándoles su
libertad), estaban descontentos. Deseaban más libertad de la
que se les concedía. Los Durand-Maillane, los Grégoire y otros,
esperaban que Robespierre diera un paso más osado; se
sintieron heridos sobre todo porque las nuevas fiestas habían
sido colocadas en el décadi (décimo día de la década
republicana). Les hubiese gustado que fueran el domingo. Este
asunto les llegaba más al alma que todos los principios.
Robespierre intentó complacerles a través de las resoluciones
que la Comuna adoptó a su favor. Ésta abolió (en floreal) las
reuniones que se hacían el último décadi de cada mes. Permitió a
los comerciantes abrir sus tiendas todos los décadi, es decir,
contemplar como día ordinario el día festivo de la ley. Suponía
implícitamente volver a trasladar al domingo el día de
descanso, volver al antiguo régimen. Esto fue demasiado.
Entonces la Comuna, que sentía que iba demasiado rápido,
decidió que el décadi sólo se abriría hasta el mediodía (8 de
mesidor). En realidad las tiendas no cerraron más que el
domingo. Los católicos tenían la causa ganada.
Curiosamente, todo esto se notó, se sintió más en Europa
que en París. El discurso que Robespierre pronunció el 7 de
mayo le dio fama entre los gobiernos de hombre
gubernamental. Desde hacía mucho tiempo les gustaba como
partidario de la guerra defensiva, enemigo de las propagandas,
adversario de los girondinos, que sonaron con la cruzada
universal. La rapidez con que se apoderó de todos los resortes
del gobierno a las seis semanas de muerto Danton, hizo que se
le designara como el hombre de orden y de fuerza con el que se
debía tratar. El prusiano Hertzberg así lo comunicó a su rey.
Los tres gobiernos unidos para el reparto de Polonia,
observaron la organización del poder robespierrista en abril y
mayo como una oportuna compensación a la insurrección de
Polonia, que estalló el 17 de abril bajo el gobierno de Kosciuzko.
El enviado polaco, Bars, llegó a París y encontró fría la acogida.
Se temía descontentar a Prusia. Se prometió entregar,
solapadamente, tres millones en asignados y facilitar algunos
artilleros, si creemos a Niemcewicz. Pero Zayonzek afirma que
se prometió aún menos, “hacer lo que fuera posible104”.
Es por esa misma política por la que Robespierre no
impulsó activamente los triunfos militares alcanzados por su
hermano en los ejércitos de Italia, ayudado por el poderoso
talento de dos extranjeros, uno piamontés, el otro corso,
Masséna y Bonaparte. Mientras que se forzaban los Alpes, el
Robespierre joven los rodeaba; este era ya el proyecto del 93.
Treinta mil hombres estaban en plena Italia. Se pudo observar
el notable cambio que se verificó en el espíritu del ejército. Los
soldados de Robespierre (así se les llama ya), políticos, como su
jefe, pasaron como tantos otros santos por el territorio italiano
respetando las imágenes y las capillas, y sin reírse de las
reliquias. El joven Robespierre escribió a su hermano
comunicándole estas noticias.
Se detuvieron. La invasión de Italia era directamente
contraria a la política de Robespierre. La de Bélgica se llevó a
cabo porque Carnot y Lindet declararon que no podían
alimentar a semejantes ejércitos, como no fuera invadiendo el
territorio enemigo.
1794)
El asesino subía.
Eran las dos y media.
El consejo general se sentó ante las tribunas desiertas. Él
mismo había sido el causante de esta soledad. Payan no dudó
en leer la puesta fuera de la ley y añadió, con el fin de irritar y
encender a los asistentes, que el decreto afectaba a todos los que
se encontraban en la Comuna. Las tribunas quedaron vacías.
En ese momento de extremo peligro Payan y Saint-Just, los
agitadores más osados, habían tomado una medida
desesperada, el llamamiento a las armas para liberar a la
Convención oprimida. Así se reunió una masa crédula y en medio
de esa confusión un pequeño grupo de robespierristas invadió
la Asamblea, atacó a los dos Comités, a la coalición y votó todo
lo demás. En lugar de Robespierre, que no quiso firmar nada,
firmó Henriot134.
Era demasiado tarde. Antes de que triunfara la sagacidad,
se asestó el golpe decisivo.
Aunque la muchedumbre se retirara de la Comuna, en las
escaleras, en los pasillos, quedaba aún un buen puñado de
incondicionales de Robespierre que habían acudido para morir
con él.
La mayor parte de ellos no estaban armados; fanáticos
obstinados, se creían suficientemente arropados y defendidos
por la idea que llevaban en su corazón, por ser amigos de
Maximilien.
Merda, con tres o cuatro gendarmes, subió la escalera.
Otros individuos subían precipitadamente dando vivas a
Robespierre. El joven, resuelto, sin más armas aparentemente
que su sable (llevaba sus pistolas bajo la camisa), quiso abrirse
paso. “¿Quién eres tú?”. “Soy un ordenanza secreto”. Con este
salvoconducto avanzó. Pasó la sala del consejo, atravesó un
corredor donde querían impedirle el paso y le golpeaban.
Merda recibía golpes y seguía avanzando.
En su relato ingenuo y creíble, sólo estorba una cosa. En
esta confusión de hombres, en absoluto benevolentes y que no
le dejaban el camino precisamente despejado, ¿cómo logró ir
tan derecho y sin equivocarse? Alguien más hábil, que conocía
las dependencias, el hombre de Tallien sin duda, ya le había
informado antes de entrar y le fue guiando.
Llegó hasta la puerta de la secretaría y llamó varias veces,
hasta que por fin le abrieron. Allí había hasta unos cincuenta
individuos muy agitados, salvo uno, Robespierre, que se
hallaba en el fondo, sentado en un sillón, con el codo izquierdo
sobre las rodillas y la cabeza apoyada sobre la mano izquierda.
“Salté sobre él —dice Merda— y apuntándole con la punta
de mi sable al corazón le dije: «Entrégate, traidor». Levantando
la cabeza me respondió serenamente: «El traidor eres tú y voy a
mandar que te fusilen». Tras estas palabras cogí con mi mano
izquierda una de mis pistolas, le apunté al pecho y disparé,
pero la bala le dio en la barbilla y le arrancó el maxilar
izquierdo. Robespierre se cayó de su sillón. En aquel instante se
levantó un horrible murmullo. Yo grité: «¡Viva la República!».
Mis granaderos me oyeron, me respondieron y entonces la
confusión llegó al colmo. Los conjurados se dispersaron y fui el
dueño del campo de batalla”.
“Robespierre yacía a mis pies y me comunicaron que
Henriot se había escapado por una escalera secreta. Me
quedaba una pistola cargada y me precipité detrás de él. Oí
rumor en la escalera. Era Couthon que lo intentaba salvar. El
aire apagó mi luz y disparé al azar. Lo erré, pero herí la pierna
de quien lo llevaba. Bajé nuevamente y ordené que se buscara a
Couthon, a quien cogido de los pies lo arrastraron hasta la sala
del consejo general. Ordené que se buscara al desgraciado a
quien herí, pero todo fue inútil”.
“Robespierre y Couthon estaban tendidos al pie de la
tribuna. Registre a Robespierre y le quité su cartera y su reloj, y
se los di a Leonard Bourdon, que en ese momento llegaba para
felicitarme por mi victoria y dar órdenes a la policía”.
“Los granaderos, creyendo muertos a Couthon y
Robespierre, se arrojaron sobre ellos y los arrastraron por los
pies hasta el muelle Pelletier. Desde allí quisieron arrojarlos al
agua, pero me opuse y los envié a la guardia con una compañía
de los Gravilliers”.
¡Robespierre devuelto a los hombres de los Gravilliers! ¡Ésa
fue la venganza de Roux y Chaumette, apóstoles y mártires de
los obreros de París, del tribuno de la calle Aumaire, del
predicador de Filles-Dieu!
La revolución clásica, enemiga del socialismo y de la
renovación religiosa, sucumbió aquí con Robespierre.
Robespierre cayó sobre la llamada a la insurrección que no
había querido firmar, manchó con su sangre el documento
capital que lava su memoria para la posteridad.
Se desvaneció. No estaba muerto, sino herido. Muerto o
herido, en una situación como esa era prácticamente lo mismo.
La idolatría había muerto; estaba convencido de que era un
hombre y no Dios.
¿Qué habría ocurrido si el ataque hubiera tenido lugar en
pleno día y se hubieran dado cuenta de que aún estaba vivo? Su
situación material no era desesperada.
Su hermano era de la misma opinión y demostró un gran
coraje.
El tumulto era enorme. Lebas se levantó la tapa de los
sesos, Coffinhal, fuera de sí, culpó a Henriot de todo lo que
estaba ocurriendo y lo arrojó por la ventana. Robespierre joven
se quitó los zapatos, salió por una ventana, miró fríamente la
plaza y anduvo durante uno o dos minutos con los zapatos en
la mano, sobre la banda de piedra que hay alrededor del
monumento. El aspecto desolado de la Grève y los cañones que
se volvían contra la Comuna, le hicieron pensar que la suerte
estaba echada. Entonces se dejó caer, chocando contra las
escaleras de acceso, pero no se mató.
El asesino, tan joven y poco curtido, estaba muy intranquilo
por lo que acababa de hacer. Se dirigió a dos guardias
nacionales de los Gravilliers, como para explicarles que no era
un asesino: “No me gusta la sangre —dijo—; habría querido
verter la de los austriacos, pero no lo lamento puesto que he
derramado la sangre de los traidores”.
En sus relatos oficiales, Fréron y Barras pretendían hacer
creer que estaban allí y que fue su presencia la que determinó
los hechos. Todo se desvaneció ante esos grandes capitanes.
No llegaron hasta el alba, entre las tres y las cuatro, en el
momento en que se averiguaba si Robespierre y Couthon aún
estaban vivos. Fréron vio a Couthon tendido en el parapeto del
muelle, rodeado de hombres salvajes que le maltrataban. A
pesar de ello no salía de su boca ni una sola queja. “Arrojemos
esta carroña al Sena”, dijeron. Entonces se oyó una voz suave,
que salía de esa pobre cosa sin nombre, inerte y ensangrentada:
“Esperad un momento, ciudadanos, que aún no he muerto”.
Aquel día se presenció un horrible espectáculo. El cadáver
y los heridos fueron trasladados a la Convención. Tras el cuerpo
de Lebas marchaban, al final de una cuerda, Dumas y Saint-
Just, este noble, firme y tranquilo.
Los vencedores no estaban de acuerdo con la manera en
que se debía plantear el asunto. Muchos de ellos estaban
horrorizados con lo que había ocurrido. Léonard Bourdon
presentó a Merda a la Convención “como asesino de dos de los
conspiradores”, sin decir sus nombres. El gendarme recibió
muchas promesas aquel día. Pero cuando fue al Comité, Collot
y Billaud lo recibieron mal. Carnot le dijo: “Te la tienen jurada”.
Todo esto les incomodaba en dos sentidos. Por un lado, se
constataba que el nudo se había deshecho sin su intervención y
a causa de un ataque fortuito. Por otro, si reivindicaban el
ataque, se aseguraban el odio mortal de los robespierristas,
cuyo apoyo no iba a tardar en serles absolutamente necesario.
No era tanta la estrecha unión de todas las fracciones
republicanas contra la reacción a la que un acontecimiento
como este lanzaba a una carrera desbocada.
Se convino en afirmar que era Robespierre quien se había
herido. Barère debía decir: “Se trata de un suicidio, no de un
asesinato”. Un cirujano habló en este sentido y fue respaldado
por un portero del Ayuntamiento.
Con el fin de evitar cualquier movimiento popular se
alimentó la calumnia que se había propagado durante la noche:
que Robespierre quería convertir en rey al pequeño Capeto.
Se descubrió en su casa un sello con flores de lis, algo
terrible según Barère. En los bolsillos llevaba pistolas realistas
marcadas con tres flores de lis. Conviene destacar que esas
pistolas con las que aparentemente se había disparado estaban
aún sin descargar. El desgraciado estuvo expuesto durante
varias horas a los ultrajes en una sala de las Tullerías, acostado
en una gran mesa. Lo único que absorbía algo de la sangre que
fluía de su boca era el estuche decorado con flores de lis,
estratégicamente colocado en su mano como pieza de
acusación.
El 10 de termidor Robespierre fue trasladado sobre una
tabla al Comité de Salvación Pública por algunos artilleros y
ciudadanos armados. Fue depositado sobre la mesa de la sala
de audiencias, que antecede a la estancia donde tienen lugar las
sesiones del Comité. Una caja de pino que contenía algunas
muestras de las municiones enviadas al ejército del Norte, le fue
colocada debajo de la cabeza a modo de almohada. Permaneció
durante casi una hora en un estado de inmovilidad que hacía
pensar que iba a dejar de existir. Finalmente, al cabo de una
hora, empezó a abrir los ojos; la sangre fluía abundantemente
de la herida que tenía en la mandíbula inferior a la izquierda:
esa mandíbula estaba partida y su mejilla atravesada por el
disparo; su camisa estaba ensangrentada. Estaba sin sombrero y
sin corbata; tenía un traje azul cielo, unos pantalones de
nanquín y medias de algodón blanco.
Tenía en sus manos un saquito de piel blanca que llevaba
esta inscripción: Al gran Monarca. Lecourt, proveedor del rey y de
sus tropas, calle Saint-Honoré, cerca de la de Poulies, en París.
Utilizaba esa bolsa para retener la sangre coagulada que salía
de su boca. Los ciudadanos que le rodeaban observaban todos
sus movimientos; algunos de ellos le dieron incluso papel
blanco (porque no tenían pañuelos) al que daba el mismo uso,
utilizando solamente la mano derecha y apoyándose en el codo
izquierdo. En dos o tres ocasiones fue verbalmente vejado por
algunos ciudadanos, pero especialmente por un artillero de su
país, que le reprochó militarmente su perfidia y su maldad.
Hacia las seis de la mañana, un cirujano que se encontraba en el
patio del Palais-National, fue llamado para que le vendase.
Como medida de precaución le colocó una llave en la boca; vio
que tenía la mandíbula izquierda destrozada; le sacó dos o tres
dientes, le vendó la herida y colocó a su lado una cubeta llena
de agua.
En el momento más inesperado Robespierre se sentó,
levantó los brazos, se bajó súbitamente de la mesa y corrió a
sentarse en un sillón. Apenas se hubo sentado pidió agua y
paños. Durante el tiempo que permaneció acostado en la mesa
y desde que recobró el conocimiento, miró fijamente a todos los
que le rodeaban, especialmente a los empleados del Comité de
Salvación Pública que conocía; con frecuencia levantaba los ojos
hacia el techo; pero a excepción de algunos movimientos
convulsivos, se mantuvo constantemente impasible, incluso
mientras la vendaban la herida, hecho que debió ocasionarle
dolores muy agudos. Su rostro, habitualmente bilioso, tenía la
lividez de la muerte.
Añadamos aquí un detalle de cierto interés. Un empleado
hebertista de las oficinas de Carnot , al ver que el herido sufría
tanto pero que estaba consciente y que de vez en cuando se
agachaba con gran esfuerzo y se llevaba las manos a la pierna,
se acercó, le desabrochó las hebillas de la liga del pantalón y le
bajó las medias hasta las pantorrillas. Robespierre, en vista de
ese favor, hizo un esfuerzo por hablar y dijo estas palabras con
voz suave: “Os lo agradezco, Monsieur135”.
¿Esa inesperada vuelta al lenguaje del antiguo pasado fue
instintivo en el hombre que había conservado aquellas formas?
¿O bien creyó que la República y la Revolución morían con él?
¿Aquellos cinco grandes años desaparecieron de su mente,
borrados, desvanecidos, como si hubiese sido un sueño? Como
una premonición de moribundo sintió el amargor de la reacción
que se avecinaba, de la eterna roca de Sísifo que rueda sobre
Francia, y creyó que a partir de ese día ya no se podría decir:
Ciudadano.
10