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vendedor de alfombras, paranoico e imbécil. Cada cual tuvo su registro. Pero
en todos ellos, en cada compañero fiel que la vida me deparó en mi juventud,
cada vez que alguien estuvo junto a mí, hombro con hombro, cuando un avión
Mosquito del Jemed viraba sobre la popa de un sambuk para ametrallarnos en
el mar Rojo -¡cuántas veces no me sentí dentro de esa viñeta inolvidable!-,
pude reconocer al marino gruñón y barbudo que acompañó tantas horas felices
y tantos sueños de mi infancia, desde el día decisivo y magnífico en que lo
conocí a bordo del Karaboudjan, buscando luego el aerolito misterioso en el
puente del navío polar Aurora,acompañándolo después -o quizá me acompañó
él a mí- tras el rastro del Unicornio al mando del Sirius de su amigo el capitán
Chester, esquivando en otra ocasión los torpedos del submarino pirata, marcha
adelante y marcha atrás, con el telégrafo de órdenes del Ramona, o repeinado
con raya en medio y uniforme de gala en la sala de marina del castillo de
Moulinsart, allí donde Bianca Castafiore -el ruiseñor milanés- estuvo a pique de
llevárselo al huerto, según reportaje de Paris Flash, con fotos de Walter Rizotto
y texto de Jean-Loup de la Battelerie.
El otro día ocurrió algo extraño. Recibí una carta de un joven
lector, asegurando que a veces, en algunos de estos artículos, cuando
despotrico sobre zuavos, bachibuzuks y coloquintos, le recuerdo al capitán
Haddock. Con barba y todo, añadía el amigo. Y me dejó pensando. Después fui
a la biblioteca, saqué Stock de coque y lo hojeé un rato. Dios mío, pensé de
pronto. El capitán, al que siempre vi como un hombre mayor, viejo y curtido por
el mar y la vida, ya es más joven que yo. Él sigue ahí, en los libros de Tintín,
sin envejecer nunca, con su barba y su pelo negros, su gorra y su jersey de
cuello vuelto con el ancla en el pecho; mientras que la imagen que me
devuelve el espejo, la mía, tiene más arrugas, y canas en el pelo y en la barba.
Canas que Archibald Haddock, capitán de la marina mercante, no tendrá
jamás. Soy yo quien envejece, no él. Ya no soy Tintín, ni volveré a serlo nunca.
Soy yo quien ha pasado, con el tiempo, al otro lado de las viñetas que
acompañaban mi infancia. Y mientras devuelvo el álbum a su estantería, me
sube a la garganta una risa desesperada y melancólica. Mil millones de mil
naufragios.