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DE EMOCIONES…TE CUENTO

Desarrollo de la Inteligencia Emocional a través de la ficción

Ramón Sandoval
A ti que hiciste que esto fuera posible
Prólogo
Mientras más apoyo requería de la terapeuta para lograr escribir en aquella hoja de
papel las emociones básicas que yo había experimentado a lo largo de la vida, se hacía
más evidente el hecho de que nunca había estado consciente de vivirlas. Obviamente
esto algo tenía que ver con mi actuar de todos estos años, el cual distaba mucho de ser
ejemplo de un uso inteligente de las emociones.

Aún cuando aquella profesional ponía todo de su parte al brindarme pistas como con
qué letra empezaban, terminaban y cosas por el estilo, me era imposible escribir en
aquella hoja blanca cuales emociones había vivido. Era como haber sido hipnotizado
para que alegría, cólera, tristeza y miedo desaparecieran por completo de mi mente.

Cuando al fin relacioné mi dificultad para escribirlas con el hecho de que nunca las
había vivido “consciente”, entendí entonces que, hasta ese momento, nunca había
“sentido” mi vida, y eso, ahora, estaba pasando factura en mi cuerpo, en mi espíritu y en
mi familia.

Probablemente haya muchos más que vivan “inconscientes” del sentir, desconocedores
de cómo pueden hacer para disminuir su sufrimiento o amplificar su felicidad, ajenos a
que siempre podemos escoger la mejor forma de aprovechar las emociones a fin de
traer bienestar a nuestras vidas.

Este libro solo pretende ser un libro de cuentos, pero, si tú lo deseas, puede ser también
un medio para identificar las emociones de los personajes y, al detenerte a analizar sus
emociones y ver cómo las canalizaron en uno u otro sentido, comiences a tomarle el
gusto a vivir atento a lo que sientes en tu vida cotidiana y a gozar de sus beneficios.

Así de simple funciona. Según un amigo, a la mayoría nos gusta juzgar las vidas ajenas.
Este libro busca sacar ventaja de ese gusto arraigado.

Si quieres ir más allá, al terminar cada uno de los cuentos, imagina cómo cambiaría la
historia si alguno, o todos los personajes, tuvieran un actuar distinto ante sus
emociones. Imagínate el impacto que eso tendría en la felicidad de cada uno de ellos.
Asumirlo de esta manera te permitirá poner en práctica la tan afamada “inteligencia
emocional” en los personajes y, al final de este libro, mucha de esa práctica se verá
reflejada en tu persona.
Toma en cuenta además que si a esto le agregas un poco de empatía y empiezas a tratar
de entender las emociones de las personas que te rodean, verás cómo las cosas que
están bien pronto estarán mejor, mientras que las que andan un poco mal empezarán a
tomar un mejor rumbo.

El que solo leas este libro no me hará sentir satisfecho. Lo que desearía es que al leerlo
puedas sentirlo. Así sabré que al menos hay otra persona como yo que, consciente de
sus emociones, está dándose el permiso de vivir.

Un abrazo.
Cólera
Aquella calurosa noche, el oscuro color de su piel hacía más evidente el sudor y al
mismo tiempo se confundía con el lodo que lo cubría casi por completo. Para evitar
verse relacionado con el asesinato, André había borrado con sus manos todas las
huellas dejadas al lado del cuerpo de su patrón y desesperado intentaba quitarse la
camisa llena de manchas de sangre. Todavía se preguntaba para qué se había acercado
tanto al cuerpo si eso no era necesario. Pero la verdad había querido disfrutar el hecho
de ver en el lodo al hombre que le hizo sufrir durante casi toda su vida.

Thomas Tucker había sido siempre muy cruel. Si bien André pudo dejar de lado el
rencor de que Mr. Tucker hubiera abusado de su hermana Rose durante su juventud, las
depravaciones sufridas en carne propia eran imperdonables. A pesar de sus más de
cuarenta años, aún despertaba con frecuencia arañando y golpeando al aire, como si
quisiera deshacerse de ese doloroso pasado.

Su patrón, tan solo cinco años mayor, hizo su vida pedazos. Por eso, desde hacía
tiempo, había venido planeando su muerte. En realidad asesinar a Thomas era para
André una verdadera obsesión. Hubiera sido muy difícil seguir el resto de sus años al
lado de ese tipo sin clavarle un puñal o meterle un balazo, observando cómo esos ojos
azules que todo escudriñaban y que a nada daban valor se mantenían inexpresivos ante
todo. A veces le resultaba casi imposible contenerse. Lo único que lo motivaba a
postergar sus planes era la injusta pena de terminar preso por matar a alguien de esa
calaña, aunque siempre estaba a la espera del momento adecuado.

Necesitaba darse prisa y borrar cualquier evidencia incriminatoria en su contra. Debía


inventar algo para impedir al insufrible Mr. Keyes, amigo íntimo de su patrón, o al
astuto mayor Thompson, la máxima autoridad policiaca en el pueblo, llegar a darse
cuenta de su presencia aquella noche en la colina.

Si bien André por breves momentos aun dudaba de lo correcto de su actuar, el hecho de
haber tenido a su patrón en el lodo con un disparo justo en medio del pecho resultaba
para él excitante al grado de hacerle casi imposible ocultar su visible inquietud… su
ansiedad… su macabro gozo.

Estaba seguro que todas las sospechas irían a apuntar a él. Primero, porque si hay una
historia trillada es la del mayordomo asesino; y segundo, porque desde hacía 6 meses
todos en la región hablaban de como Mr. Tucker lo había nombrado como su único
heredero, cosa que habría de convertirlo en el primer patrón negro de esa región
sureña.

Aún cuando André conocía tan bien a Thomas Tucker, le era difícil adivinar por qué lo
nombró su único heredero. Pudiera ser un intento de expiar sus culpas y huir del
infierno que seguro merecería al morir, tal vez para impresionar a los demás con una
gran muestra de agradecimiento a su sirviente de años, quizás la última broma pesada
para su amigo Mr. Keyes, o a lo mejor solo porque en su vida tan vacía no tenía a nadie
más a quien heredarle su fortuna. Lo único seguro era que a una persona como Mr.
Tucker solo los sentimientos egoístas lo motivaban y por eso no dejaba de pensar que
detrás de esa “noble” acción debía haber algo siniestro.

Mientras cortaba en trozos su ensangrentada camisa para deshacerse de esta sin dejar
rastros, analizaba desde una malévola perspectiva todos y cada uno de los pasos
planeados por tantos años, pasos que le servirían para enfrentar cualquier acusación. Su
plan era muy bueno, pero le alteraba que las cosas hubieran sucedido de imprevisto.

Antes de que salieran los primeros rayos del sol, llamaron a la puerta de la Mansión
Tucker. Ante el resto de la servidumbre y con una calma que lo hacía verse ajeno a lo
sucedido, André se encaminó hacia la puerta vestido en forma impecable, tal como lo
vino haciendo durante los últimos veinticinco años desde que había sido nombrado
mayordomo. Abrió la enorme puerta de ébano y reconoció al mayor Thompson con dos
de sus hombres esperando en el elegante portal.

Mirándolo a los ojos, el mayor le preguntó si sabía dónde se encontraba su patrón.


André, con solemne calma, respondió que debía de estar en su habitación, lugar donde
todas las noches se recluía al volver de su habitual caminata de verano y en donde
además practicaba hasta altas horas su gusto por la astronomía. Sin parecer darle
importancia, aunque analizando a detalle su lenguaje corporal, el mayor lo cuestionó
sobre si estaba seguro que Mr. Tucker estuviera en su habitación. André, inmutable y
firme como siempre, le contestó que si no estaba allí, de seguro estaba en Sheila’s,
antro en donde solía encerrarse por varios días para dar rienda suelta a sus vicios y
depravaciones.

Mientras los invitaba a pasar, André le preguntó al mayor si era indispensable el


despertar a su patrón, pues faltaban casi dos horas para desayunar y él apenas iba a
prepararle la ropa del día. Después de observar su comportamiento y convencerse que
André desconocía del asunto, el mayor Thompson le informó que el cuerpo de su patrón
había sido hallado con un impacto de bala en el pecho hacía apenas una hora en las
faldas de la colina. Seguido a dicha información, el mayor consulto a André sobre sus
habilidades para tirar con un arma. Sorprendido, pero sin perder su formalidad elegante
y educada, André afirmó no creer poder hacerlo tan bien como un militar de su rango y,
sin expresar pena o sorpresa exagerada, agregó que sabía que un hombre con una vida
como la de su patrón algún día terminaría de esa manera. Fue tal su sorpresa por la
firme pero tranquila respuesta de André que el mayor solo pudo pedirle que lo
acompañara para recoger el cadáver y disponer los detalles para los servicios
funerarios.

Los tiempos siguientes como nuevo rico fueron de enorme tensión para André. La forma
de vida que ahora llevaba era un tentador pasaporte a los excesos y abusos tan
criticables de su ex patrón. Además, el aislamiento social por ser negro y el acecho
constante por las dudas sobre su inocencia estaban a punto de volverlo loco.

Así pasaron cinco años y el hecho de que el tiempo todo lo cambia era ya bastante
evidente. El incansable mayor Thompson se había rendido y dejado el caso del
asesinato inconcluso ante la falta de pistas que pudieran llevarlo a algún lado. Por su
parte, André era visto como un potentado más, viviendo como todos los poderosos a
medida que la historia del primer patrón negro se iba perdiendo en el olvido. En lugar
de eso, ahora todos hablaban del macabro asesinato de Mr. Keyes ocurrido hacía dos
meses. El degollarlo de oreja a oreja y abrirlo como ternera para exponer sus órganos
en un callejón tan cercano a la plaza era algo inconcebible. La gente inventaba mil
historias alrededor de ello, desde rituales paganos o diabólicos hasta la presencia de
algún poseído actuando con una violencia no vista desde los tiempos de la guerra.

Aquella mañana, como cada año desde su muerte, André acudió temprano a la tumba de
Thomas Tucker a llevarle las acostumbradas flores, mas ese día su semblante era
diferente. No parecía la misma persona que montaba año tras año la farsa del sirviente
agradecido rindiéndole tributo a su patrón. Ese día André parecía acudir a una cita.
Desde la distancia donde el cochero lograba avistarlo, daba la impresión como si
charlara con alguien. En parte era así, solo que a diferencia de una charla era en
realidad un espeluznante diálogo dentro de su propia mente en donde palpitaba su odio
contenido por tantos años.

André, con la mirada desorientada, confesó a la lápida el haber abusado esa mañana de
Teresa, la nueva mucama de su mansión, a quien además amenazó de muerte si hablaba.
André le dijo que ahora él mismo se veía como el monstruo que alguna vez criticó, que
le asustaba su falta de remordimiento y el hecho de estar realizando inconscientemente
un homenaje de cumpleaños a su memoria, en donde el muerto, desde el infierno, de
seguro disfrutaba lo mezquino de su actuar.

Caminando en círculos alrededor de la tumba, el ex sirviente le confió con coraje haber


visto aquella noche a Mr. Keyes asesinarlo de un balazo desde detrás de los arbustos y
que, aunque lo había disfrutado, desde entonces en su mente se agolpaba la idea de que
una vez más había sido él quien acababa ganando en una transacción, pues al asesinarlo
Mr. Keyes lo libró de la pena de seguir viviendo su asquerosa vida, y que ahora él, con
sus actos reprobables, pasaba a ser el representante de su maldad en la tierra, sentía
que continuaba siendo su amo aun después de estar muerto.

De forma apresurada, como quien teme ser mal interpretado, el ex sirviente aclaró a la
lápida que si él mató después a Mr. Keyes en el callejón de la plaza no fue por vengar
su muerte; todo lo contrario. Lo había hecho por venganza y odio hacia el hombre que le
robó la ilusión de matarlo con sus propias manos. Confesó haberlo casi despedazado
porque Mr. Keyes se había tomado la libertad de asesinarlo solo por el hecho de
descubrir que se había convertido en el amante de su esposa, cosa que a su juicio era
una razón insignificante comparada con lo sufrido por él y su familia.

Acercándose más a la lápida, murmuró que solo asistía a su tumba esa mañana para
dejarle en claro dos cosas: confesarle la razón por la que asesinó a su obeso y cornudo
amigo con tanta saña y decirle que, finalmente, tenía en sus manos una forma de obtener
venganza y terminar con su nombre y su memoria.

Mientras André se acercaba una pistola a la sien, le dijo que esa mañana todos sus
queridos bienes iban a quedar sin dueño y sin un destino definido, pues había decidido
no dejar documento o relación familiar que pudiera reclamarlos, y entonces, al
momento de jalar el gatillo, todo lo atesorado por la familia Tucker a lo largo de tantas
generaciones se perdería en manos de verdaderos desconocidos, mientras que él
dejaría de servirle al no continuar cometiendo sus mismas atrocidades.

Recargado en la lápida y con el cañón apoyado firme en su cabeza, le confió tener en su


saco una carta donde dejaba su epitafio que decía:

“André Armand

Un hombre consciente de que en la vida hay gente


para servirse y gente para servirlos, pero a veces, una
bala puede cambiar las cosas”

Y, una vez más, cerca de la colina, se escuchó un disparo.

FIN
Tristeza
Arnulfo sonrío cuando escuchó a su patrón proferirle una vez más la frase que siempre
pronunciaba cada que hacía algo inadecuado en su trabajo como chofer. “Agradécele a
Nicanor que no te corra mucho a la chingada”. Esa era la frase distintiva de don Luis
Jiménez, frase que inclusive era ya parte del vocabulario común de esa próspera región
norteña.

La expresión de don Luis era tan auténtica y común en aquella zona del país que hasta
los padres la utilizaban para amonestar a sus hijos, pues toda buena regañada acababa
siempre mejor agregándole el tradicional “como diría don Luis: agradécele a Nicanor
…”.

A duras penas pudo subir el viejo, como siempre sin ayuda, a la camioneta utilitaria
para iniciar el viaje. Aún cuando don Luis era muy fuerte, los años se le notaban ya
bastante. Era más bien gracias al cariño y la paciencia de los demás que aún podía
moverse y realizar sin ayuda alguna las actividades propias de un hombre rico,
poseedor de un imperio en el norte del país dentro del negocio del acero, desde hacía
ya más de 40 años.

Con el vehículo en marcha, ese día Arnulfo se decidió a preguntarle a don Luis de
donde venía su famosa frase. Ante la consulta, el viejo le dejó en claro a su
acompañante que en cuanto salieran a la carretera le contaría, ya que al escucharlo
podría quedar estampado con algún camión de esos que parecen ser manejados por el
gobierno de lo imprevisibles e incorrectos que son para conducirlos. Una vez más se
dibujó una sonrisa en la cara de Arnulfo. Su jefe, además de un gran hombre y un
excelente patrón, era bastante divertido, ocurrente, honesto y sencillo como ningún otro.

Su admiración por don Luis lo hacía verlo como el único hombre rico de buen corazón
que conocía y, definitivamente, el único que no asistía los domingos a la iglesia a darse
golpes al pecho como muchos otros que conocía, que si bien se sabían todos los rezos,
mantenían a sus empleados bajo una esclavitud disfrazada imperante en tantos
“empleos” existentes en el país.

En cuanto cruzaron la parcela de los Quintero, que era el indicativo para don Luis de
haber salido de la ciudad desde que era niño, el viejo le pidió a Arnulfo poner atención
ya que esa pregunta no la respondía con frecuencia. Añadió además que tomara esa
narración como algo para aprender, por si algún día llegaba a tener empleados o,
simplemente, para lograr una vida de paz y prosperidad como la que él y su familia
tenía desde hacía muchos años.

Recargándose en el asiento, don Luis empezó a contarle la historia de aquella mañana


cuando los interceptaron a su hijo y a él mientras se dirigían al rancho de su compadre
Agustín. Arnulfo vio por primera vez un don Luis temeroso e inseguro. El rostro de su
patrón mostraba el porqué no le gustaba platicar ese tema a menudo. Por su parte, don
Luis no dejaba de relatar los primeros minutos de aquel secuestro. Arnulfo pudo
distinguir por el retrovisor el gesto de dolor en la cara de su patrón a medida que
narraba cómo recibió el primer golpe del rifle de uno de sus captores justo en el centro
del pecho, para luego ver cómo era aventado de bruces su hijo en la caja de la
camioneta, provocándole la herida en el rostro que seguía siendo motivo de vergüenza
para José Ángel, el hijo intermedio de la adinerada familia Jiménez.

Con asombroso detalle, don Luis, conforme iban recorriendo una parte de los
interminables 200 kilómetros de recta de la carretera a la capital, le contó cómo fueron
a dar a la casa donde los tuvieron secuestrados por 32 días. Su jefe le fue describiendo
los maltratos recibidos de aquel grupo de fugitivos conformados por miembros de una
banda recién desarticulada que decidió plagiarlos esa mañana por ser algo “que ya
tenían preparado”.

Nicanor apareció en la narración para cuando llegaron a la caseta de Puente Palmas.


Mientras Arnulfo pagaba el peaje, don Luis se acomodó de nuevo en el asiento para
continuar su relato de cómo los tuvieron cautivos dentro del amplio baño de una de las
recámaras de aquella casa de seguridad y cómo aquel hombre llamado Nicanor los
vigiló día y noche, hasta el momento del rescate.

Nicanor había sido un profesor de carpintería en una escuela oficial de educación. A


diferencia de don Luis, a este la suerte en la vida le había resultado contraria. En una
decisión de esas de cambio de gobierno, Nicanor se quedó sin trabajo y fue a dar desde
repartidor de refrescos pasando a ser empleado de talleres de carpintería a dependiente
de una mueblería. Los trabajos los dejaba por los abusos de sus patrones y porque en
ninguno de estos podía ganar lo suficiente para mantener a su familia. Fue entonces
cuando se le acercó un primo para invitarlo a participar en varios “trabajos”, a los
cuales, después de muchas negativas, acabó accediendo para terminar dentro del
negocio lucrativo del secuestro.

Arnulfo empezó a entender para sí mismo la realidad de Nicanor. Le quedó claro cómo
aquel hombre, en un principio maestro, le habían dado un trabajo como repartidor de
refrescos siempre y cuando firmara su renuncia por anticipado, o cómo fue dependiente
en la mueblería solo si aceptaba vales en lugar de un salario completo en moneda
nacional, y, por último, cómo lo despidieron de varios talleres solo por negarse a
estafar a los clientes cuando llegaban a contratar algún trabajo con anticipo, de esos
que los carpinteros nunca dejan ir y, por supuesto, jamás terminan.

Estaba Arnulfo tan metido en la narración que de no ser por aquel bache en el camino al
que parecía haber querido atinarle, no hubiera volteado de nuevo al espejo para ver a
su patrón. La cara de don Luis era ahora triste y melancólica mientras comenzó a hablar
del sufrimiento vivido por aquel humilde hombre hacía más de quince años atrás.

En la mente de Arnulfo aparecieron una a una las imágenes formadas por las palabras
de don Luis. Entendió cómo es que transcendió la relación entre aquel hombre y su
patrón, a fuerza de estar ambos, secuestrador y secuestrado, juntos por poco más de un
mes.

Mirando lejos, como quien lucha todavía por entender algo increíble, don Luis le narró
gran parte de las largas charlas que tuvo con su cuidador a través de aquella puerta de
baño modificada hasta aquel jueves por la mañana, cuando empezaron a escuchar
disparos y explosiones en la planta baja de la casa donde se encontraban.

Pareciese que a don Luis fuera a darle un infarto por la emoción cuando recordó a
Nicanor gritar a él y a su hijo que se metieran al fondo del baño para evitar que les
tocara una bala perdida. Mientras don Luis, por su parte, intentaba convencerlo de
entregarse a fin de evitar que le dispararan.

En un instante que duró apenas el derribar de la puerta, don Luis Jiménez se arrepintió
hasta el llanto de haber felicitado en varias ocasiones a las autoridades por los
operativos donde no quedaba ningún secuestrador vivo a fin de desmotivar el secuestro
en esa región. Al escuchar las detonaciones dentro de la recámara y sentir aquel calor
extraño en la pierna izquierda, supo que si bien estaba herido también estaba a punto de
ser nuevamente libre.

El sordo impacto de los proyectiles que impactaron al cuerpo de aquel humilde maestro
hizo a don Luis comprometerse a ser un ejemplo viviente de que para vivir en paz se
requiere respetar siempre, y en todo, los derechos ajenos. Como lo dijera aquel
admirable presidente mexicano.
Ya no hubo más narración por parte del viejo. El silencio en el vehículo fue absoluto, y
Arnulfo fijó su mirada en el fondo de la recta carretera. Era obvio que además de
agradecer a Nicanor el mantener muchas veces el empleo, debía darle las gracias por
hacer de él también, desde ese día, una mejor persona.

FIN
Alegría
Sosteniendo con un dedo la página siguiente, se quedó mirando por sobre el libro los
adornos de la mesita que estaban junto a la taza de café recién colado y aún humeante
que llenaba la habitación con su estimulante aroma.

Algo de esa página la había obligado a mirar su vida de forma retrospectiva. Yolanda
Bueno, luego de haber leído tantos textos a lo largo de sus sesenta años de existencia,
no entendía por qué de pronto se vio envuelta en sus pensamientos en ese mullido sillón
regalado por su hija dos años atrás.

Lejos de sus comunes divagaciones mentales, ese día la lectura la sumió en un estado
perceptivo desde donde veía, a distancia pero con detalle, lo que había sido su vida.

Uno a uno fueron pasando por su mente los recuerdos más significativos de su vida. La
vivencia era muy real, como si se tratara de una moderna cámara de realidad virtual.
Podía percibir a través de todos sus sentidos lo que en un pasado había experimentado.
Su rostro reflejaba la alegría y la ternura de su infancia al recordar el rancho donde
nació. Lograba sentir inclusive el viento que rozaba su cara mientras corría junto a su
padre para elevar el primer cometa de su vida. La energía de su padre era contagiosa;
hombre sencillo, pero de aguda e inquieta inteligencia que le había enseñado muchas de
sus habilidades y virtudes, pero, sobre todo, la hizo sentir querida y valorada, siendo
para él “el más grande tesoro de ojos café del mundo”.

Luego, llegó a ella el recuerdo de su madre cuando hornearon juntas por primera vez
las galletas de canela, una tradición familiar de la cual hoy ya casi había olvidado hasta
la receta pues sus hijos preferían dar a sus niños galletas de paquete y ella, por su
siempre delicada salud, las tenía prohibido volver a disfrutar.

De repente la imagen fija de su madre y su amor por ella la invadieron. Pudo recordar
cómo la ayudó a convertirse en una gran ama de casa y una maestra amorosa. A medida
que la pensaba, le pareció sentir sus manos recorriendo su larga cabellera que hoy en
día era ya un sencillo corte que teñía religiosamente cada veintiún días, siempre en
jueves, para que sus nietos no olieran nada del tinte por si iban a visitarla el domingo.

No había duda que su infancia fue feliz. Recordar el amor, la ternura, la alegría y la
inocencia de esperar a Los Santos Reyes y al Ratón de los Dientes, la hacían sentir niña
de nuevo, alegre, nuevamente amada y respetada.
En uno de esos trucos de la mente apareció el recuerdo del baile de bienvenida de la
preparatoria donde había conocido a Julián, su único novio, quien ocho años después
se convertiría en su único esposo y del que ahora estaba ya divorciada desde hacía
varios años de los que no llevaba la cuenta. En ese momento lo recordó como si
estuviera de nuevo sacándola a bailar esa cancioncita de The Beatles, de la cual por lo
general olvidaba su nombre y siempre terminaba tarareándola a fin de convencerse de
que al menos entonces hubiera vivido algo con Julián que valiera la pena recordar.

Para Yolanda aquel baile fue mágico. Fue como si ella y Julián se complementaran,
como si sus debilidades se sumaran y se hicieran mutuamente más fuertes. Julián desde
esa ocasión siempre estuvo cerca de ella hasta llegar a convertirse en los mejores
amigos, lazo que les sirvió a ambos para librarse de las complicaciones de la juventud
y después de las tribulaciones de la vida universitaria.

El recuerdo de su boda aquella tarde en la capilla de San Francisco tomó presencia.


Revivió el llanto de su madre al darle el abrazo de bodas al final de la ceremonia, la
seriedad de su padre al sentirla alejarse de su vida y, por último, la risa de su hermano
al convertirse finalmente en el “consentido de la casa”.

De ahí en adelante lo que ocurrió en su cabeza fue una maraña de pensamientos fugaces.
Evocó el nacimiento de sus hijos, la muerte de su madre, un año después la de su padre,
su divorcio, el alejamiento de su hermano Javier por la nefasta influencia de su cuñada,
su retiro laboral y, finalmente, sus actuales días de soledad.

Esto último le dolió, sin embargo, le hizo preguntarse qué pasó con ella. ¿Por qué su
desenlace era tan triste e insípido si toda su vida fue tan perfecta y tan correcta? Si
había sido una hija querida, una mujer educada y una persona siempre responsable,
¿cómo es que acabó en esto?

Se sintió desnuda al darse cuenta que se había dejado llevar por la vida en todas y cada
una de las decisiones tomadas, y hoy, estaba pagando el precio de anteponer siempre el
interés de los otros al suyo propio. El de hacer siempre lo debido y muy pocas veces lo
querido.

Se reconoció siempre dedicada a cumplir los deseos de los demás solo por sentirse
mejor evitando el desacuerdo. Así, acabó yendo a la preparatoria cerca de su casa
cuando en realidad quería estar en una de la Universidad Nacional, ubicada al otro lado
de la ciudad, dejó de lado su interés por ser arquitecta para terminar siendo maestra y
se había casado con Julián porque “era lo siguiente” después de ocho años de noviazgo
pero definitivamente había sido solo por costumbre, más nunca por amor.

Triste al no tener su mente escapatoria alguna, aceptó la falta de verdadera pasión entre
ellos. Todo había sido una especie de acuerdo pactado de forma inadvertida. Una
especie de obligación para cumplir un compromiso tácito que acabó convirtiéndose
después de ocho años en una “familia” con dos hijos.

En su matrimonio nunca existió un divorcio, sino solo una etapa más de esa forma de
acordar todo sin hablar. Por eso nunca hubo discusiones, no hubo reclamos y no había
hasta la fecha algún problema cuando coincidían en las fiestas familiares e
intercambiaban saludos de forma mecánica, inexpresiva, sin esbozo de haber tenido
algo en común algún día.

Un pensamiento llenó su mente: ¿Por qué fue Julián, si en la preparatoria sus ojos solo
eran para Rodrigo, el hijo del señor de la tienda a donde ella iba todas las tardes junto
a su madre para comprar lo necesario para la merienda? La respuesta era clara, decidió
entonces no herir a Julián y acabó hiriéndose a sí misma al punto de no sentir, de no
sufrir, de no vivir, de nunca amar.

Ya no volvieron a ella más recuerdos. Mientras exhalaba un suspiro pleno de


esperanza, decidió dejar el pasado en el pasado, despreocuparse del futuro y vivir a
tope su presente. Debía olvidarse de los demás y sus problemas, y pensar más en ella y
sus deseos. Por primera vez en su vida quiso hacer algo para ella sin importar si era
correcto o si afectaba a los intereses ajenos. Caía en cuenta que era demasiado
respetuosa de los derechos de los otros en una época donde nadie más lo hacía y, al
final, con un “perdone” o un balazo todo lo resolvían.

Con la mirada fija ahora en la taza de café, se convenció que no todo estaba perdido. Si
decidía vivir así desde ese día en adelante, podría sin duda dar revés a todos los
errores cometidos en su pasado.

Se sintió afortunada por su soledad. Ya no se sentía necesitada de aquellas visitas


forzadas de cada domingo. Lo tenía decidido. No más días desarreglada o encerrada en
casa con quehaceres inventados. Había hombres y mujeres en su misma condición
saliendo al mundo después de un aletargado sueño al igual que el suyo. Hoy, ellos eran
su esperanza.
Como si de un mantra inspirado por milagro se tratara, se dijo: “Voy a vivir lo no
vivido, voy a realizar todo lo soñado y a luchar por todo lo deseado, voy a ser como
quiera en un momento y lo opuesto en el siguiente, si así considero me convenga. Voy a
seguir menos reglas y más presentimientos, voy a dejar de limitarme para siempre. Si
ahorita a nadie le importo, nadie debe ya importarme. Basta de ideas estereotipadas de
mujer abnegada. Basta de libros de superación personal que hacen del sentido común la
panacea de la felicidad. El vivir no necesita recetas, solo hace falta de voluntad para
hacerlo y el valor para realizarlo, y en este momento me doy cuenta que los tengo…”.

“No voy a buscar personas de mí pasado para realizar hubieras, voy a buscar gente
nueva para sentir ganas de pensar en un haré. No planearé más las cosas, porque ya no
tendré expectativas. No podré equivocarme porque nada estará equivocado. Voy a herir
y a que me hieran y a disfrutar del hecho de sentirlo porque en eso consiste el vivir y lo
demás son meras ideas mercantilistas para mantenerme esclava de un sistema. No hay
victoria sin batallas y no hay batallas sin heridos. Por primera vez voy a ganar, porque
al fin estoy decidida a jugar. Nadie espera ya nada de mí y yo no espero ya nada de
nadie. La vida ha sido justa conmigo porque me ha dado mi tiempo. Hoy voy a ser justa
con ella porque he decidido acabármelo”.

Su serenidad era impresionante. Se preguntó: “¿Por qué pienso esto? ¿Por qué pasa mi
vida frente a mí tan de repente? ¿Es acaso este mi fin o mi feliz nacimiento?” No pensó
más al respecto. Hoy se sentía segura de sí misma y ya nada le preocupaba. Su vida no
había sido nunca, su vida era ese momento, y así, viviendo, volvió la vista al libro, y
sin más, en todo… dio vuelta a la página.

FIN
Miedo
Susana se sintió incómoda después de responder a Rodolfo, su ex esposo, que su
matrimonio actual al lado de Carlos era como “vivir el cielo en la tierra”. Sabía lo
mucho que ella aún significaba para él, y como esas palabras podían afectar a un
hombre de mas de sesenta años de edad que a simple vista parecía tan desmejorado,
pero aquella confesión de pasillo de supermercado fue espontánea, como todo en su
vida, una respuesta sincera.

Su nuevo matrimonio realmente la había cambiado. Además de pasar de la esposa del


hijo del productor de papa mas grande del país a ser la esposa del empleado bancario
encargado en aquellos tiempos de las cuentas de su ex marido, hoy, al lado de aquel
hombre de vida modesta se sentía amada en forma plena, y sobretodo, apreciaba vivir
con alguien que la valoraba y le permitía amarlo y cuidarlo como había visto en el
matrimonio de sus padres.

El encuentro en aquel pasillo se volvió revelador para Rodolfo. Mientras caminaba sin
rumbo apoyado en el carrito para sostenerse ante el peso de la realidad, pensaba como
había dudado del sincero amor de Suzana.

Sentía vergüenza de haberle reclamado tantas veces el seguir con él solo por dinero o
por su posición, y todo para ver durante su divorcio que ella rechazara hasta el último
centavo de su parte, cosa que él tomó entonces como algo con un propósito oculto para
afectarlo en el futuro, pero que hasta ahora, catorce años después, seguía sin ocurrir.

El ver a Susana radiante y feliz lo hacia sentir como quien teniéndolo todo dejó ir lo
más preciado. Estaba claro, hacerle caso a su madre y vivir el matrimonio con Susana
cuidando solo de sus bienes fue el error más caro de su vida.

Así era, su condición económica, la influencia de su madre y sus amistades siempre lo


hicieron sentir inseguro de merecer el amor desinteresado de una mujer como Susana.
Veía que en lugar de ser el soltero codiciado que los medios decían, eras mas bien un
soltero codicioso, equivocado, inmaduro y sobretodo malagradecido.

No pudo evitar sentir envidia del nuevo esposo de Susana. Recargándose por completo
en el carrito de supermercado, al punto de obligar a su guardaespaldas a acercarse para
preguntarle por su condición, entendió que solo tenía posesiones, estaba solo, sin amor
y lo mas importante con casi sesenta años y sin saber adonde iría al salir de ese pasillo
de bebidas.

Se dio cuenta: todo hombre rico y poderoso que tuviera a su lado a una joven y hermosa
mujer dudaría siempre sobre los verdaderos motivos por los que ella estaba a su lado.
Sin embargo, el hombre de vida modesta que luchara junto con ella para abrirse paso en
la vida, podría estar seguro de tenerla junto a él solamente por amor.

Como si fuera una revelación, de repente la frase de “vivir el cielo en la tierra” que le
dijera Susana hacía unos minutos cobró sentido. Y entonces, entendió una forma en la
que aquello de “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un
rico entre en el reino de los cielos”, en su vida, se cumplía.

FIN
¿Y por qué empezar hoy?
Un padre le dice a su hijo adolescente:

“La sociedad actual hace ver a la vida como algo consistente en avanzar continuamente.
Nos hace querer pasar a toda costa al siguiente nivel, y muchas veces, sin explorar al
menos una pequeña parte del momento presente…”

“Es algo así como en los juegos de video donde el jugador va por un pasillo
disparándole a todo lo que se le interpone para llegar a la puerta de entrada al siguiente
nivel sin apreciar el resto del entorno existente. Sabes, son muy pocos los que exploran
la obra de los programadores alrededor de ese pasillo. De hecho, existen muchos sitios
populares en internet donde puedes encontrar los secretos de cada juego para ganar
tiempo e ir directamente a la puerta del próximo nivel sin tener que abrir las otras. En
la vida, hoy es igual, frecuentemente en los medios se considera innecesario conocer y
disfrutar todo este mundo desarrollado con tanto trabajo solo para nuestro deleite…”

“Hijo, equivocándome varias veces, no buscando en internet, aprendí que vale la pena
recorrer cada etapa donde uno se encuentra. Necesito disfrutar cada momento y lugar
sin las distracciones o las exigencias económicas y sociales que rigen nuestras vidas y
apreciar cada detalle, persona y rincón a mi alrededor sin más razón que conocerlo a
mi modo y por mi cuenta…”

“Debo permitir que, de acuerdo con mis valores, ese entorno me convierta en alguien
distinto cada mañana. Y así, sin prisas, la vida me avance al nivel siguiente sin temor
de que al abrir una puerta, el juego de mi existencia haya acabado y, en lugar de ver un
letrero de GAME OVER, vea arrepentido que todo pasó sin darme cuenta y no pueda
simplemente comprar el disco del juego siguiente”

FIN

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